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Voces: PENA DE MUERTE ~ DERECHO PENAL ~ HISTORIA ~ CODIGO PENAL ~ PENA ~ DERECHOS HUMANOS Título: Pena de muerte en Argentina. Retrospectiva histórica...
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Voces: PENA DE MUERTE ~ DERECHO PENAL ~ HISTORIA ~ CODIGO PENAL ~ PENA ~ DERECHOS HUMANOS Título: Pena de muerte en Argentina. Retrospectiva histórica Autores: Grappasonno, Nicolás Rodríguez, Marisa Publicado en: LA LEY2007-F, 926 - Sup. Penal2007 (octubre), 19 Sumario: SUMARIO: I. Introducción. - II. Reseña histórica hasta la Constitución Nacional. - III. Nuestra Carta Magna. - IV. El Código Penal de 1886. - V. La ley 4198. - VI. La ley 7029 de seguridad social. - VII. El Código Penal de 1921. - VIII. Conclusión "Las costumbres y las leyes pueden establecer derechos y deberes comunes a todos los hombres; pero éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superficie de un océano"(3) I. Introducción El norte de este trabajo reside en analizar la aplicación de la pena de muerte en nuestro territorio nacional desde la dominación española hasta la sanción de nuestro Código Penal, que optó por su derogación, así nos encontraremos en condiciones de determinar si los tribunales han recurrido a ella en forma regularmente. Se nos puede cuestionar que la temática no forma parte actualmente del debate académico, pero entendemos que este interrogante debe encontrar respuesta y de esta manera echar luz sobre si nuestro país ha sido históricamente defensor de la aplicación de esta pena extrema, especialmente frente al clamor de ciertos sectores de la sociedad que siempre pugnan por su reinstauración, incluso, desconociendo los compromisos asumidos por Argentina con la comunidad internacional al haber ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos, entre otros instrumentos, posteriormente incorporados a la Constitución Nacional con igual jerarquía (inc. 22 del art. 75) (Adla, XLIV-B, 1250). II. Reseña histórica hasta la Constitución Nacional La pena de muerte por causas comunes y políticas se aplicó en nuestro país desde la época colonial pasando por nuestra independencia, hasta la organización nacional, mediante las viejas legislaciones españolas que mantuvieron su vigencia junto a las leyes revolucionarias (4). En referencia al derecho penal en general, estuvimos regulados, principalmente, por las Partidas de 1265, la Nueva Recopilación de 1567 y las Leyes de Indias, subsidiriamente por el Fuero Juzgo, ley del siglo VII, el Fuero Real de 1254, las Leyes de Toro de 1502 y una multitud de reales decretos (5). En el campo doctrinario, el criollo Manuel de Lardizábal y Uribe demostraba el eco que en el mundo hispano-indiano habían tenido la prédica de Beccaria y las nuevas ideas humanitarias del iluminismo dieciochesco, en el campo de la legislación pronto aparecieron medidas dirigidas a fortalecer y asegurar las garantías individuales (6). La legislación española -que al decir de Lardizábal "con todos sus defectos ninguna hay que tenga menos"adoptó la pena de muerte para el castigo de diversos delitos. Así, repasando la Partida VII, encontramos, por ejemplo, que estaba prevista para los crímenes de lesa majestad o traición, de falsificación de moneda y documento público, de homicidio, de fuerza con incendio, cometido por plebeyo, de hurto por ladrón consuetudinario, o en lugar sagrado, o por recaudador real, de o de ganado de diez o más cabezas, de adulterio, de incesto, de corrupción, de violación o rapto de mujer honesta, de bestialidad, de herejía, sin que quede agotada la lista. Una real cédula de 19 de febrero de 1755 ordenaba que los tribunales "se arreglen a las leyes en la tramitación de los procesos criminales y no se cometan atentados de prender y sentenciar a ningún vasallo sin formar autos ni oírle". Sin embargo, sin salirnos del terreno de la ley, debemos hacer notar la existencia en éste y en posteriores textos, de disposiciones encaminadas a limitar las posibilidades de su aplicación (7). En el Río de la Plata casi la unanimidad de las causas criminales que terminaron con condenas capitales fueron por muertes, incluyendo muertes en tumultos. Sólo por excepción se aplicó en cambio pena de muerte a ladrones y a nefandistas. Una de esas excepciones la constituyó el proceso seguido en Buenos Aires, en 1766, contra el mestizo Francisco González, por ladrón reincidente y otros, en el cual recayó la siguiente sentencia y fue ejecutada: "En la ciudad de Buenos Aires, a diez de Julio de mil setecientos sesenta y seis años el Excelentísimo Señor Pedro de Cevallos Caballero del Real Orden de San Genaro, Comendador de Sagra, y Senet en la de Santiago, Gentilhombre de Cámara de S.M. con entrada, Teniente General de los Reales Ejércitos, Gobernador y Capitán General de esta Ciudad y Provincias del Río de la Plata. Habiendo visto estos autos, y el antecedente parecer dado por el Doctor don Miguel de Rocha Abogado de la Real Audiencia del Distrito; Dijo S.E. que por la culpa, que de ellos resulta contra Francisco González mestizo ladrón incorregible en cuatro robos justificados, y en que está convicto, y confeso, escalando las paredes de las casas en tres de ellos, sin haber tenido enmienda en las otras ocasiones, que ha estado preso por sus delitos, que como reincidente ha ido agravando: Debía condenar, y condenó al dicho Francisco González en la pena ordinaria de muerte, la que se ejecutará en el susodicho, siendo sacado hasta la horca, publicando por voz de Pregonero su delito, en la que será ahorcado hasta que

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naturalmente muera: para que así pague sus delitos, y quede satisfecha la vindicta pública (...) Que por este auto definitivamente juzgando, así lo mandó, y firmó S.E. de que doy fe. Don Pedro de Cevallos. Ante mí José Zenzano" (Archivo General de la Nación, IX - 32 - 1 - 1, exp.13, fs.53 y 56)" (8). Respecto del derecho procesal penal, en Buenos Aires el Regente de su Audiencia, don Benito de la Mata Linares compuso una Instrucción para el trámite de las causas criminales. También, se preservaron las garantías de los procesados con la exigencia de consultar la aplicación de las penas graves, incluyendo la capital, a la Audiencia por parte de los jueces subalternos, lo cual fue comunicado a los jueces del Virreinato del Río de la Plata por la Audiencia de Buenos Aires, según auto de 11 de agosto de 1774. La reforma judicial decretada por Carlos III para América, en 1776, fue otra manera de procurar el respeto por las garantías individuales, al fortalecer el sistema judicial indiano. Esta reforma quitaba atribuciones al Virrey o presidente de las Audiencias americanas, independizando a estos tribunales de una tutoría molesta, en ocasiones se hacía intolerable y en todos los casos atentaba contra la buena y pronta administración de justicia, sin perjuicio de los justiciables (9). Españoles e indios gozaban en América de un sistema de libertades que comprendía el reconocimiento de ciertos derechos emanados del convencimiento de súbditos y monarcas de estar sujetos ambos a un mismo sistema jurídico. A más de las restricciones legales, la práctica judicial obró de modo decisivo en favor de la moderación de las sanciones. Este hecho hace decir certeramente a Levene, respecto a nuestro territorio, que sólo en casos excepcionales se aplicó la pena de muerte (10). En el Río de la Plata, varias veces los tribunales superiores, en uso del mayor arbitrio que les reconocía el Derecho, aminoraron en azotes y presidio condenas a muerte impuestas en la primera instancia. En este sentido, traemos a colación estos casos: "el 6 de junio de 1778, el virrey Pedro de Cevallos conmutó en destierro perpetuo en las islas Malvinas la pena de muerte sancionada al indio homicida Lorenzo Pesoa por el alcalde ordinario de segundo voto de Buenos Aires, Manuel Martínez Ochagavia, por apelación del protector de naturales, Juan Gregorio de Zamudio, basada en el favor que merecían estas gentes (A.G.N., IX- 32 - 2- 2, exp.15); el 3 de julio de 1786, la Audiencia de Buenos Aires conmutó por diez años de presidio al de Montevideo la sentencia de muerte pronunciada por el alcalde de segundo voto de la Ciudad, Manuel Antonio Warnes, contra los indios homicidas Policarpo Boyrati y Francisco Guaya, apelada por el procurador de pobres, Antonio Francisco Mutis, patrocinado por el Doctor Antonio de Zavaleta (Id., IX - 39- 1-2-, exp.36)" (11). Otra real cédula sancionada el 7 de octubre de 1796 en España, disponía que no se impusiesen penas sin que constase legalmente probado el delito y sus autores por las pruebas de derecho establecidas. La real cédula del 3 de agosto de 1797 extendió dicha disposición a América, se intentaba evitar que a sus habitantes "se les impongan penas que una vez sufridas no se puedan quitar, ni enmendar, aunque se conozca el yerro cometido"(12). Las calidades personales influían, no sólo en la aplicación de penas diferentes para un mismo delito, según la casta del delincuente, sino también en la diferente ejecución de una misma pena. Así, por ejemplo, los nobles eran ajusticiados en garrote, mientras que para los plebeyos se usaba la horca (13). Puede afirmarse que la horca fue el instrumento más usado en el Río de la Plata para la ejecución de las sentencias de muerte, preponderancia que denota a la vez la condición villana de la mayoría de los ajusticiados. La horca era, en efecto, "el símbolo de la ignominia, y de la infamia", como la definía el síndico procurador de Salta, Antonio Martínez de San Miguel, en su queja al gobernador intendente interino, José de Medeiros, del 21 de julio de 1807. Bernaldo de Quirós sostiene, precisamente, que a los indios y a los negros se los consideró carne de horca. Si los negros fueron generalmente ahorcados, no puede en cambio afirmarse lo mismo de los indios, cuyas jerarquías sociales fueron reconocidas por el Derecho Indiano y en especial por el Derecho penal. No por otro motivo a Atahualpa, muerto por decisión de Francisco Pizarro, "bautizáronlo y ahogáronlo a un palo atado", o garrote, como relataba López de Gomara, ni tampoco por otro, dictaminó en 1775 el fiscal Doctor Francisco Avellaneda, en la causa seguida en Buenos Aires contra Celso Payé, hijo de cacique, que "es justo se atienda esta calidad en la ejecución de la sentencia, mandando se le quite la vida con garrote, a presencia de la horca". Y a un simple mestizo, como era el ladrón Francisco González, ejecutado en esta Ciudad el 12 de julio de 1766, se "le hizo dar garrote al pie de la Horca, hasta que quedó naturalmente muerto, y fecho se lo hizo colgar en lo alto de ella"(14). Por otro lado, no menos que los indios, los españoles villanos fueron sometidos a la muerte de horca. Así ocurrió poco después de la primera fundación de Buenos Aires cuando azotada la población por el hambre, "tres españoles -como lo contó Ulrico Schmidl- se comieron secretamente un caballo que habían hurtado, habiéndose sabido confesaron atormentados el hurto y fueron ahorcados; por la noche fueron otros tres españoles, les cortaron los muslos y otros pedazos de carne, por no morir de hambre" (A.G.N., IX-32-1-1, exp.13, fs.57). Esta habría sido, pues, la primera forma de ejecución de la pena de muerte en esta Ciudad, y sobre tres españoles (15).

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Además del arbitrio empleado para la atenuación de las penas, existían otros recursos igualmente lícitos, ya para demorar o para cancelar las ejecuciones de penas capitales, por causa de oficio, preñez, perdón, etcétera (16) . Salvo casos aislados y abundantemente publicitados, puede afirmarse que la justicia española, lejos de mostrar fruición por la muerte, obró con general moderación y aún procuró eludir su uso apelando a cuanta circunstancia eximente se le pudo presentar (17). Sostenía Hevia Bolaño que cuando era condenada a muerte una persona constituida y puesta en dignidad, debía suspenderse la ejecución de la sentencia hasta consultarla con el Príncipe, para evitar posibles tumultos o escándalos, de acuerdo con lo establecido en el Derecho y lo encomendado por los doctores, y lo mismo cuando se trataba de alguno que era perito e insigne en su arte. Un caso que puede encuadrarse dentro de esta norma ocurrió en Buenos Aires, en 1777. El carpintero Juan Antonio Asupurúa dio muerte al albañil Celedonio Aguirre y se hizo acreedor a la pena capital, pero el virrey Cevallos, en su sentencia del 1° de mayo de 1778, dispuso lo siguiente: "teniendo consideración a la carta de f.18 con fecha de tres de diciembre de 1777 escrita por el oficial don Joaquín Primo de Rivera (de la Maestranza de la Isla de Maldonado, diciendo que 'me ha sido mucho más sensible la pérdida de este carpintero, pues es uno de los mejores oficiales que había', que la del propio muerto) y a que el insigne en un arte no debe sufrir la pena ordinaria, sino conmutársele en otra que sirva de ejemplo y escarmiento sin hacer falta en las operaciones en que prevalece, para cortar de raíz esta causa le debo condenar y condeno por tiempo de seis años a servir en las obras de S.M. dependientes de su oficio de Carpintero a ración y sin sueldo en el Presidio de Maldonado, usando para ello de las facultades que el derecho me concede como a Virrey, Gobernador y Capitán General de esta Provincias". (A.G.N., IX - 32 - 2- 1.exp. 4, fs. 27) (18). En caso de necesidad, enseñaba Castillo de Bovadilla, podía el juez conmutar la pena de muerte que debía sufrir un reo por la del ejercicio vitalicio del oficio de verdugo en ese lugar. Esta solución, sin embargo, no siempre fue aceptada por el supuesto beneficiario, que prefirió morir antes que ejercer el infame oficio de público ejecutor (19). Poco se ocuparon los primeros gobiernos patrios de nuestra independencia jurídica. Estuvieron demasiado atareados con las luchas de nuestra Independencia primero, y con la dominación de la anarquía después. Por ello, a pesar de nuestra independencia política, continuamos regidos por las antiguas leyes coloniales (20). Como en otras ramas del derecho, siguieron en vigor después de 1810 las leyes penales de la época anterior. Las Recopilaciones de Castilla y de Indias, y supletoriamente las Partidas, contenían un sistema confuso, inorgánico y caracterizado por la severidad de los métodos inquisitivos y de las penas legales. Sin embargo, la práctica de los tribunales atenuaba ese rigorismo de la legislación, dejando amplio margen al arbitrio judicial (21). El 21 de junio de 1810 la Primera Junta dicta, exclusivamente por razones políticas, un severísimo decreto que suscriben Belgrano, Azcuénaga, Alberti, Matheu, Larrea y Moreno, por el que se reprime, hasta con la pena de muerte, a las personas a quienes se encuentre "armas del Rey contra los bandos en que se ha ordenado su entrega", así como a quienes difundan especies tendientes a fomentar la división entre los europeos y los patricios, ordenando, además, que sea "arcabuceado, sin otro proceso que el esclarecimiento sumario del hecho, todo aquél a quien se sorprendiese correspondencia con individuos de otros pueblos, sembrando divisiones, desconfianzas o partidas contra el actual gobierno". Por primera vez en América se sanciona el fusilamiento como forma de ejecución para los delitos comunes. La primer ejecución con este procedimiento fue la de Liniers, ocurrida el 26 de agosto de 1810, en Cabeza de Tigre, Córdoba, por el delito de sedición (22). El 4 de octubre de 1811, el Triunvirato, compuesto por Sarratea, Chiclana y Paso, dicta un bando sancionando con la horca el hurto simple por valor de cien pesos, en dinero o en especie, y el robo calificado, por cualquier cantidad que fuero. Se deroga todo fuero o privilegio, y se ordena que los culpables sean juzgados militarmente y sentenciados por el gobierno, o por especial comisión suya. Por decreto del 3 de abril de 1812, el Triunvirato impone, para los corsarios armados que se sorprendieran robando en nuestras costas, el fusilamiento, sin forma alguna de juicio dentro de las dos horas de ser aprehendidos, y sin que hiciesen falta más pruebas que la del simple apresamiento. La pena debía ser ejecutada por la autoridad judicial o militar más cercana al lugar de apresamiento. Por especiales razones políticas y guerreras, el 18 de junio de 1812, Chiclana, Pueyrredón y Rivadavia, expiden un decreto conminando con la pena de muerte, dentro de las 24 horas de su detención, a los españoles que comprasen armas o prendas de uniforme de los regimientos del país. El 23 marzo de 1813, la Asamblea de ese año ordena que los culpables del delito de deserción del ejército sean pasados por las armas. El 30 de diciembre de 1814, el Director Supremo Posadas, a raíz del duelo ocurrido entre el coronel Mackenna y Luis Cabrera, ordena que a los duelistas, y sus padrinos se los castigue, en lo sucesivo, con el

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último suplicio (23). El 28 de marzo de 1815, el Director Supremo, Alvear, conmina con la última pena a todos aquellos que atentasen contra el sistema de libertad e independencia del país, provocasen rebeliones, o incitasen a los soldados a la deserción. Los reos serían juzgados militarmente por una comisión especial y la pena se ejecutaría por fusilamiento, forma de ejecución, que, poco a poco, va ganando caminando hasta convertirse en la tradicional del país. Por esta época, a poco de la declaración de la Independencia, el Reglamento Provisorio de 1817 declara en vigencia las antiguas leyes españolas, hasta tanto se dicte la Constitución. La Constitución de 1819 imponía pena de muerte a "todo el que atentare o prestare medios para atentar contra la presente Constitución..."(24). El 14 de marzo de 1820, Sarratea dicta un bando castigando diversas infracciones en el que se dispone que todo el que fuera apresado robando, o con prenda ajena, de cualquier valor que fuese, sería fusilado inmediatamente y luego colgado. También señala la misma pena, previo un corto proceso verbal, para el que hiriere o matare, por embriaguez o voluntariamente (25). El 26 de setiembre de 1820 la Junta de Representantes conmina con penas que llegaban hasta la de muerte, los delitos de insurrección, perturbación del orden público y atentado contra la autoridad. En 30 de octubre de 1821 se reprime con la pena de muerte a los autores, cómplices y cooperadores del delito de falsificación de moneda (26). En el período transcurrido entre 1829 y 1832, Juan Manuel de Rosas gobernaría con facultades excepcionales otorgadas por la Legislatura al Poder Ejecutivo durante la guerra civil promovida por Lavalle, por ley del 6 de diciembre de 1829. Este régimen es consecuencia de la deslegitimación de las instituciones políticas provocada por una severa crisis (27). Al concluir su período la Legislatura porteña no quiso renovar las facultades extraordinarias de Rosas y éste renunció. Por ley del 7 de marzo de 1835 se le confiere la Suma del Poder Público por 5 años; esta ley fue plebiscitada en los días 26 a 28 del mismo mes y obtuvo 9320 votos (la casi unanimidad de los sufragantes). La Legislatura declara en 1840 (vencido los 5 años) y 1845, que continúa en vigor la ley de 1835. En marzo de 1850 es reelecto gobernador con las mismas "Facultades Extraordinarias". La existencia de estas facultades no implicaba la desaparición de los instrumentos habituales de la judicatura, representaba sí, una función judicial ejercida con timidez, con cargos amovibles, cuya permanencia en los puestos dependía de la simpatía del gobernante. La jurisdicción de los magistrados era cercenada a diario, declarándose que los delitos debían juzgarse a estilo militar, para eludir las fórmulas pausadas del procedimiento corriente. Es así como surgen, bajo los más variados nombres, los denominados "Tribunales Especiales"; y los funcionarios observaban, sin garantías para protestar, cómo el Poder Ejecutivo se erigía en dispensador de la justicia, dictando fallos o notificando los que le elevaban, por la vía de "consulta", los órganos adventicios (28). No obstante lo dicho, el 6 de diciembre de 1838 se ordenó por ley fundar ampliamente las sentencias que dictaba el Tribunal Superior de Recursos Extraordinarios, lo cual produjo un progreso innegable del organismo jurisdiccional, al igual que el comienzo de la publicidad de los fallos. Pero tales sentencias sólo tenían fuerza ejecutiva mediante un "Cúmplase" del Gobernador, lo que importaba negar que existiese una potestad judicial autónoma. El 31 de octubre de 1840, Rosas, invocando en un decreto la necesidad de garantizar el orden y la tranquilidad de los ciudadanos, restableció un decreto de abril de 1812: las causas (penales) se substanciarán sumariamente y en el menor tiempo posible, procediendo en este estado a juzgar, sentenciar y ejecutar sin demora, y de un modo que sea capaz de contener y escarmentar a los facinerosos, y agregó más tarde que no se diera al reo más audiencia que la de formarle culpa y cargo en su confesión, y que la sentencia fuera ejecutada inmediatamente; y Rosas agregó la pena de muerte contra todo autor de robos o heridas aunque fueran leves (29) . En el año 1848 y en medio de los conflictos que Rosas mantenía con la Iglesia, trasciende la fuga de la joven Camila O'Gorman con el sarcedote Ladislao Gutiérrez. Nos relata Adolfo Saldías en "Historia de la Confederación Argentina" que "Rozas sin reflexionar que descendía al bajo fondo al que pretendían llevarlo las declamaciones convencionales de sus enemigos, se decidió a imponer el castigo ejemplar que éstos demandaban. Y abocándose al asunto con febricitante preferencia, lo pasó en consulta a juristas reputados. Estos le presentaron sendos dictámenes por escrito. Estudiaban la cuestión del punto de vista de los hechos y del carácter de los acusados ante el derecho criminal, y colacionándolos con las disposiciones de la antigua legislación desde el Fuero Juzgo hasta las Recopiladas, resumían las que condenaban a los sacrílegos a la pena ordinaria de muerte" (30). Esta ejecución bárbara, que no se excusa ni con los esfuerzos que hicieron los diaristas unitarios para provocarla, ni con nada, sublevó contra Rosas la indignación de sus mismos amigos y parciales, quienes vieron

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en ella el principio de lo arbitrario atroz, en una época en que los antiguos enemigos estaban tranquilos en sus hogares, y en que el país entraba indudablemente en las vías normales y conducentes a su organización. Esta circunstancia, digna de notarse, fue lo que anunció a los que "sabían ver más lejos", que el poder de Rosas se minaba lentamente y que su gobierno tocaba a su término. Por el contrario, se ha advertido que Rosas (y esto muestra que este hombre singular había llegado a connaturalizarse con la omnipotencia del mando), estaba realmente convencido de la bondad de su proceder y que esa ejecución era un justo desagravio a la moral y a la vindicta pública ultrajadas, y un correctivo necesario para prevenir la repetición de actos que herían profundamente los principios vitales de la sociedad. Así lo dijo a varias personas y lo repetía La Gaceta Mercantil, contestando a El Comercio del Plata, el cual fustigaba hipócritamente a Rosas por el hecho que había provocado (31). Tan arraigada fue y se conservó en él esta creencia, que veintidós años después le respondía desde Southampton a un amigo de Buenos Aires que le pedía datos sobre el particular. Veamos: "Ninguna persona me aconsejó la ejecución del cura Gutiérrez y Camila O'Gorman, ni persona alguna me habló ni escribió en su favor. Por el contrario todas las personas primeras del Clero me hablaron o escribieron sobre ese atrevido crimen y la urgente necesidad de un ejemplar castigo. Yo creí lo mismo. Y siendo mía la responsabilidad, ordené la ejecución. Durante presidí el gobierno de Buenos Aires, encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina, con la suma del poder por la ley, goberné según mi conciencia. Soy, pues, el único responsable de todos mis actos; de los hechos buenos como de los malos; de mis errores y de mis aciertos". Con fecha anterior dirigió una carga sobre el mismo asunto, en la que hacía declaraciones más explícitas en favor de personas acusadas. La prensa de Buenos Aires se enconó contra el doctor Vélez Sarsfield, quizá porque este reputado estadista no se mostró dócil a las exigencias de las facciones; y lo acusó de haber servido a Rosas y de haberle aconsejado el fusilamiento de Camila y de Gutiérrez. Mucho fastidió al doctor la inoportunidad de un cargo hecho propiamente sin conciencia; y más debió fastidiarlo la circunstancia de que él no podía levantarlo. Una dama de su relación y de la relación de Rosas, la señora Josefa Gómez, le escribió a este último invocando su antigua amistad en favor del doctor Vélez, maltratado por hechos que derivaban del gobierno que Rosas presidió, y encareciéndole que levantase con su declaración, que se haría pública, los cargos que le hacían al amigo común. Rosas asintió al pedido declarando bajo su firma que "no es cierto que el doctor Dalmacio Vélez Sarsfield, ni ninguna otra persona, le aconsejaron la ejecución de Camila O'Gorman ni del cura Gutiérrez". Hizo más, encontró una fórmula para atenuar o desvanecer la acusación o mote de servidor de Rosas con que denigraban al doctor Vélez, declarando enseguida que: "El señor doctor Vélez fue siempre firme a toda prueba en sus vistas y principios unitarios, según era bien sabido y conocido, como también su ilustrado saber, práctica y estudio, en los altos negocios del Estado" (32). El vía crucis de la delincuencia política comienza a ceder el 7 de agosto de 1852, cuando Urquiza dicta el decreto que suprime la pena de muerte por causas políticas. Sin embargo, el art. 2° desvirtuaba los propósitos del artículo anterior al declarar que "esta última pena sólo podrá imponerse en el caso que los criminales hayan atacado con armas la seguridad pública o la autoridad de los gobiernos y cuerpos constituidos; pero aun en este caso, para que pueda aplicarse la pena de muerte debe preceder un juicio legal ante los jueces competentes..." (33). III. Nuestra Carta Magna a) Introito El Congreso General Constituyente convocado por Urquiza no contó con la adhesión de Buenos Aires, separada del resto de la Confederación "porque el gobierno del país había pasado a manos extrañas, haciéndole perder su carácter de provincia rectora" (34). Urquiza no intervino en las deliberaciones del Congreso, y dejó a sus miembros en una completa libertad de acción, sólo tenían una norma a la cual atenerse: el Acuerdo de San Nicolás de 1852, el cual estableció que la constitución debía ser federal. Desde 1810, sino antes, en el Plata se conocía la Constitución de los Estados Unidos, y a ella se referían quienes bregaban doctrinariamente por el establecimiento de un sistema que reconociera la personalidad de las provincias. Existía una obra ya clásica, que explicaba su fundamento político y jurídico, era El Federalista, colección de artículos publicados por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay para conseguir que el Estado de New York aceptara la Constitución (35). Durante las sesiones preparatorias del Congreso que iba a reunirse en Santa Fe, Juan María Gutiérrez -diputado de Entre Ríos- había visto en la secretaría un ejemplar de dicha obra, pero cuando llegó el momento de proyectar la Constitución aquel libro no estaba ya en el Congreso. Tal pérdida se consideraba irremplazable en Santa Fe, cuando llegó a numerosos diputados, el libro del Dr. Alberdi. La lectura de aquel manual práctico, fijó la corriente de las ideas (36). En cuanto al Federalista, es por lo menos dudoso que los constituyentes conocieran y utilizaran esa obra fundamental. Zorraquín Becú (37) cree que no había en el Plata traducciones al francés o al español, ni que los

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miembros del Congreso estuvieran preparados para aprovecharla en su idioma original, aunque tal vez alguno, como Gorostiaga, tuviera suficientes conocimientos de ingles. Los constituyentes prefirieron como base ideológica o doctrinaria las fuentes nacionales, ni El Federalista ni Tocqueville ejercieron una influencia perceptible en el espíritu de aquellos congresistas. Muy oportunamente vinieron las Bases de Alberdi para imponerse como una nueva concepción que reunía el pensamiento difuso de la época, convirtiéndose en el pensamiento oficial de la Confederación, en el prototipo de lo que debía ser la Constitución y en el modelo de una exposición doctrinaria que se impuso por la sola gravitación de sus ideas. Entiende Zorraquín Becú (38), que los autores del proyecto constitucional tuvieron la sagacidad para discernir lo bueno y lo malo de las Bases. Dicho autor (39), destaca como fuentes normativas de la Constitución de 1853: la Constitución de 1787 de los Estados Unidos; el proyecto de Alberdi, agregado a la segunda edición de las Bases; la Constitución argentina de 1826; el tratado federal del 4 de enero de 1831, que puede haber inspirado el artículo 10 de la Constitución; el Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos, del 31 de mayo de 1852, del cual se tomaron la invocación a Dios contenida en el Preámbulo y el artículo 11; la Constitución de Chile de 1833, que fuera copiada casi literalmente en los artículos 68, 80 y 81. En cambio, Lorenzo (40) distingue las fuentes inmediatas de las mediatas. Fuentes mediatas: diversos aportes y ensayos registrados desde el mes de mayo de 1810 hasta la reunión del Congreso Constituyente de Santa Fe. Señala el Acta Capitular del 25 de mayo de 1810, el Reglamento Orgánico dado por la Junta Grande en 1811, los Decretos de Seguridad Individual y de Libertad de Imprenta anexos al Estatuto Provisional de 1811, los proyectos de Constitución que giraron alrededor de la Asamblea del año XIII, el Estatuto Provisional de 1815, el Reglamento Provisional de 1817 ("no se entienden por esto derogadas las leyes que permiten la imposición de las penas al arbitrio prudente de los jueces, según la naturaleza y circunstancias de los delitos; ni restablecida la observancia de aquellas otras que por atroces e inhumanas has proscrito o moderado la práctica de los tribunales superiores") (41) y la Constitución de 1819 expedidos por el Congreso de Tucumán. A partir del caótico año XX los pactos a través de los cuales se ligaron las provincias argentinas, en particular los considerados como preexistentes y entre ellos la Ley Fundamental de al República, esto es, el Pacto Federal de 1831, así como las constituciones, estatutos y reglamentos que se dieron los componentes del estado federal en ciernes. La Constitución de 1826. El pensamiento de los hombres de la Generación de 1837 articulados en trabajos tales como el "Dogma Socialista" y la "Ojeada Retrospectiva", obras aparecidas en 1838 y 1846, respectivamente de Esteban Echeverría, o el "Facundo" y "Argiriópolis", obras de Domingo Faustino Sarmiento de los años 1845 y 1850. Fuentes inmediatas: 1) la Constitución Federal de los Estados Unidos de 1787. 2) obra de Juan Bautista Alberdi "Bases..." 3) el proyecto elaborado por José Benjamín Gorostiaga, que culminaría en la propia Constitución. b) su sanción, en 1853/60 y la legislación posterior El argumento sociocultural que maneja el Decreto de Urquiza es reiterado por Joaquín V. González, cuando recuerda que la disposición constitucional sanciona así una conquista del derecho y de la civilización moderna en materia de penalidad (42). Se sanciona, por fin, después de cuarenta y dos años de gobierno independiente, la Constitución de mayo 1° de 1853. Entre otras disposiciones de orden criminal, abole las ejecuciones a "lanza y cuchillo" y la pena de muerte por delitos políticos, en lo que pusieron sus autores especial empeño porque esta pena había sido el medio más cómodo para eliminar al adversario político en el doloroso período de nuestras luchas civiles, y en el art. 64, inc.11, faculta al Congreso para que dicte un código penal para toda la Nación (43). Como tanto el Decreto y la Constitución aluden solamente a delitos y causas políticas, cabe inferir que las razones que movieron a nuestros legisladores no consistieron en el repudio de la pena de muerte como tal, sino en la protección de los implicados penalmente en cierto tipo de hechos, de corte político. Para ellos, no debe haber pena de muerte (44). Efectivamente, la doctrina penal del siglo pasado (45) aceptaba para los delincuentes políticos un tratamiento más favorable que el otorgado para los autores de otras figuras delictivas. Ese privilegio se manifestaba en la

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disminución cuantitativa de las penas a aplicar, o en la concesión del asilo diplomático y, consiguientemente, la no extradición de los acusados de comisión de delitos políticos (marginalmente, cabe apuntar también ciertos frecuentes beneficios en materia de reincidencia y amnistía) (46). Los argumentos utilizados en pro de tal actitud eran varios. El delito político aparecía normalmente no como una acción mala in se sino como un tipo penal relativo, incriminado o no según las épocas, los territorios y las ideologías. La disposición del art. 18 de la Constitución Nacional aparece así como el repudio a lo que se ha llamado "la ley de la intolerancia" en la historia argentina. Intolerancia fundamentalmente política, que ambientó al país en un clima de peligro y muerte y donde los actores del drama -cualquiera que fuere la doctrina política que profesaren- actuaban y sucumbían con la violencia a su lado. Pues bien, iniciada -aunque también violentamente- la etapa constitucional, una sola conclusión parecía incuestionable, según apunta Rodolfo Rivarola: que no se debía precisamente a la pena de muerte el beneficio del orden político nacional. Por el contrario, para asegurarlo se tornaba indispensable borrar de la legislación represiva una sanción entrevista como fuente, y no fin, de las luchas civiles nacionales (47). En noviembre 30 de 1854, el Congreso de Paraná, en cumplimiento del precepto constitucional, autorizó al P.E. a nombrar una comisión encargada de promover la codificación nacional, pero la ley no fue puesta en ejecución. Incorporada a la Confederación la Provincia de Buenos Aires la Constitución es reformada, quedando en su forma definitiva con la sanción de 25 de setiembre de 1860 (48). Con referencia a nuestro asunto, más que mantener la abolición de la pena de muerte por causas políticas, que promoviera Urquiza, con su decreto de agosto 7 de 1852, y que continuara la Constitución del 53 (49). En cumplimiento del precepto constitucional, la ley número 36, de junio 6 de 1863, facultó al P.E. para designar una comisión redactora de los proyectos de códigos civil, penal y de minería y las ordenanzas para el ejército. En cumplimiento de esta ley, por decreto de diciembre 5 de 1864, se designó al doctor Carlos Tejedor para proyectar el código penal, quien presentó su obra en dos parte, la primera en 1865, y, la segunda, en 1867 (50). En vigencia la Constitución del 60, que crea dos justicias: la federal, de la Nación, y la común, que se dejaba en manos de las provincias, se hacía indispensable dictar cuanto antes una ley que reglase esta materia. Esa ley fue dictada, bajo en número 49, en setiembre 14 de 1863. La ley 49 (Adla, 1852-1880, 385) estatuía sobre los delitos de traición, los que comprometen la paz y dignidad de la Nación, piratería, rebelión, sedición, desacato a las autoridades nacionales, resistencia a las autoridades nacionales, soltura de presos, interceptación y destrucción de correspondencia pública, substracción o destrucción de documentos depositados en oficinas de admnistración nacional, falsedades, cohecho y otros delitos cometidos por empleados nacionales o contra el tesoro nacional. Las penas eran las de muerte, trabajos forzados, trabajos públicos, trabajos, prisión, multa, destierro, extrañamiento, pérdida de empleo, suspensión de empleo, inhabilitación, multa, satisfacción pública y servicio militar en las fronteras. Paralelamente a otras penas, la de muerte se podía imponer por los delitos de traición y piratería, cuando mediaban agravantes (51). Como consecuencia del dispositivo constitucional, el Proyecto Tejedor sólo prescribió la pena de muerte para la delincuencia común más grave: parricidio, asesinato y las formas primarias de participación en aquellos delitos. Sin embargo, las numerosas excepciones estipuladas y los requisitos de procedimiento exigidos la tornaron de aplicación excepcional. Quizás esto último lo formulaba en la creencia - consignada por él expresamente - de que esta pena tarde o temprano sería abolida (52). Sostienen los autores que, en realidad, Tejedor sancionó la pena de muerte en forma restringida, sin ser "muy partidario" de ella, ya que no podría aplicarse sino para dos delitos y nunca, ni aun por ellos, a las mujeres, menores y ancianos, lo que importaba abolirla para las tres cuartas partes de la población del país y, aun para el cuarto restante, le oponía tantas excepciones que, seguramente, ella no sería aplicable ni a la mitad de ellos. El Proyecto de Tejedor importaba, pues, una "cuasi-abolición" de la última pena (53). Además, en las provincias que promulgaron el Proyecto, las constituciones y leyes procesales locales le opusieron todavía otros obstáculos. Así, la Constitución de la Provincia de Buenos Aires de 1873, en el art. 156, inc.5°, creó un recurso forzoso a la Suprema Corte, en los casos de imposición de la pena de muerte, exigiendo, además, la unanimidad de opiniones de los jueces para que se pudiera aplicar. Análogamente, la ley número 1893, de organización de los tribunales de la Capital Federal, en su art. 89, dispuso que la pena de muerte sólo podría aplicarse "por el tribunal íntegro y por unanimidad de votos". Agréguese, todavía, a todo este conjunto de limitaciones a la última pena, la frecuencia de las conmutaciones y se tendrá la explicación del escaso número de veces que ella fue aplicada en nuestro país (54). Resulta oportuno comentar algunos de los aspectos más salientes del modo cómo legislaba la última pena este Proyecto: Mantiene el fúnebre desfile del condenado, desde la cárcel hasta el lugar de ejecución, sedimento

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de épocas pretéritas, aunque suprime los vestidos infamantes del reo -la hopa, el gorro, la soga al cuello-, tan comunes entonces en otros pueblos. En cambio, dando otro paso en el progreso, suprime el deprimente espectáculo de la exposición del cadáver, sancionado entonces en todas partes, ordenando su entrega a los parientes del ajusticiado, si lo pidieren. Otro aspecto digno de señalarse es que no establece el procedimiento de ejecución. Las provincias entendieron que debía seguirse el tradicional procedimiento del fusilamiento, y todas lo practicaron. Como en ninguna se creó el cargo de verdugo, los ejecutores fueron los soldados, y como en el posterior Código de 1886 se mantuviese esta situación, en la sesión del 2 de julio de 1890, fundamentando su proyecto de abolición, se levantó la voz del diputado Manuel B. Gonnet, diciendo, con toda justicia, que no debía mancharse con esa infamia al soldado argentino (55). En 1881 los doctores Sixto Villegas, Andrés Ugarriza y Juan Agustín García presentaron no un informe sobre el Proyecto Tejedor tal cual les había sido encomendado por el Congreso de la Nación sino un nuevo Proyecto en sustitución de aquél. El Proyecto de 1881 reduce más aun que el de Tejedor el número de delitos porque podría ser aplica la pena de muerte. Sólo podría ejecutarse por los delitos de parricidio donde no concurran sólo circunstancias atenuantes, y el de asesinato que reúna dos agravantes calificativas no compensadas con atenuantes del mismo orden. En definitiva, por parricidio penado con pena de muerte se entendía, en el Proyecto, al homicidio cometido en la persona del padre, madre o hijo, legítimo o ilegítimo, y en la de cualquier otro descendiente legítimo. Respecto de estos hechos tampoco correspondía la pena capital, de acuerdo al art. 53, si en los mismos "concurren sólo circunstancias atenuantes", en cuyo caso se aplicaba la inferior en grado. Tampoco se aplicaría la pena capital, sino la inferior en grado, si en el parricidio no había "existido la voluntad de matar". Aunque la forma de expresión es poco feliz y se presta a dudas, la excepción se refiere al homicidio preterintencional (56). En cuanto a la forma de ajusticiamiento, adelanta algunos progresos que mejoran a Tejedor. Abreviaba la agonía psicológica del reo, reduciendo la capilla a diez horas. Suprimía el desfile del condenado por las calles, ordenando que fuera conducido al lugar del suplicio, con el sacerdote que hubiere aceptado, en un carruaje celular. Por último, señalaba el fusilamiento como forma de ejecución, lo que importaba un innovación plausible (57). IV. El Código Penal de 1886 Este Código implantó la pena capital para los delitos comunes más graves. Es decir para los señalados con anterioridad por Tejedor (parricidio y homicidio agravado). Pero la aplicación se realizaba siempre que no concurriera ninguna atenuante (arts. 94 y 95) (58). Se ha dicho, y con bastante razón, que la pena capital ha existido entre nosotros, entre los años 1887 y 1922, por el peso de un solo voto, porque la Comisión redactora del Código se dividió en dos grupos, el abolicionista, formado por los doctores Solveyra y Posse, y el antiabolicionista, que formaban sus otros tres integrantes que hicieron preponderar su número. Sostienen los autores que la pena de muerte estaba abolida de hecho cuando se sancionó el Código de 1886 por lo que sus redactores debieron tener en cuenta la frase de Zanardelli al proyectar el Código Penal italiano: "En Italia la pena de muerte está abolida de hecho. ¿Se puede vacilar en abolirla de derecho?"(59). Hasta el año 1900, durante la vigencia de este Código, la pena de muerte, en la Capital Federal, se ejecutó sólo en dos casos: el de José Meardi, uxoricida, que fue fusilado el 21 de setiembre de 1894 y el de Cayetano Grossi, infanticida, el 6 de abril de 1900, en la Penitenciaría Nacional (60). El caso Meardi es interesante. El 21 de noviembre de 1892, a los dos días de su llegada al país, degolló a su esposa, Margarita Pruzzi, con una navaja que comprara, con tal fin, en Río de Janeiro. El condenado se había casado por interés con su víctima, quien poseía una dote de 5.000 liras, matándola a causa de que no la podía soportar debido a su fealdad. La noche de capilla testó y escribió una carta de despedida a su madre, durmiendo luego, plácidamente, hasta las cinco de la madrugada. Destacan los comentadores de este caso que en el informe del director de la cárcel al Registro civil, comunicando la defunción, como en el certificado médico, no se decía que el reo había muerto ejecutado o fusilado, sino simplemente: "por heridas de bala" o "a consecuencia de heridas de armas de fuego". Esta deliberada omisión es plausible, pues evita la infamia a los familiares del ejecutado. Decía textualmente el informe médico: "el que suscribe, médico de la Penitenciaría, certifica que José Meardi, argentino, de 28 años de edad, viudo, carpintero, ha fallecido en el día de hoy, a las 8 a.m., a consecuencia de heridas de arma de fuego. Ramón Videla" (61). Respecto a las formas y ceremonias del ajusticiamiento, el Código también evoluciona, en el sentido del progreso, con respecto a la legislación y proyectos anteriores. Suprime la ejecución pública de la pena. En adelante ella se aplicará en el establecimiento en que se encuentre el condenado, que será asistido por un sacerdote, haciéndose constar el cumplimiento de la pena en un acta que se unirá al proceso y que se dará a publicidad, junto con la sentencia, en dos periódicos del lugar. Se reemplaza, pues, la ejecución pública, por la

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publicidad de la ejecución y la sentencia. La ejecución tendría lugar en día hábil, y a las 24 horas de notificada la sentencia firme. El alargamiento de la capilla de 10 horas que establecía el Proyecto de Ugarriza, se debe a que se quiso dar un tiempo mayor al P.E. para estudiar los antecedentes del hecho, ante el pedido de conmutación de la pena que pudiera formular el reo. Mantenía la supresión de la exposición del cadáver, ordenando que se entregase a sus deudos si lo pedían, con la prohibición de enterrarlo con pompa (62). Cabe consignar que ni el código de Tejedor ni el de 1886 establecieron el medio de ejecutarla, por lo cual correspondió al art. 705 del proyecto de procedimiento penal de Manuel Obarrio, que determinaba la muerte por fusilamiento (63). Como la crítica clamaba por la reforma del Código del 86, por decreto de junio 7 de 1890, refrendado por Juárez Celman y su ministro Amancio Alcorta, se designó, para proyectarla a los doctores Norberto Piñero, profesor de derecho penal, Rodolfo Rivarola, autor de obras de la especialidad y magistrado de la Provincia de Buenos Aires, y José Nicolás Matienzo, magistrado también de la Provincia de Buenos Aires, quienes dieron término a su cometido en junio de 1891, presentando un nuevo proyecto al P.E., quien lo elevó al Congreso en junio 17 de 1892 (64). El proyecto de 1891 conservó esta pena con la disidencia de Rivarola que era abolicionista. La forma de imposición era original porque en la parte especial no había ningún delito conminado con esa pena. Ella se imponía en función de reiteración en delitos castigados con presidio perpetuo o que hubiesen cometido un concurso real, ideal o delito continuado de esa clase de infracciones (arts. 78, 79, 81, 82 y 85) (65). La pena capital sería sólo aplicable en dos situaciones: la de individuos condenados a presidio perpetuo que, en la cárcel, cometieren otro delito al que corresponde la misma pena, y la de condenados a ella que, por fuga, conmutación o indulto, recuperaran la libertad, y después, reincidieran en delito conminado, también, con la pena de presidio perpetuo. Son esos los únicos casos posibles, ya que la pena de presidio perpetuo no era pasible de libertad condicional (66). Los casos en que se aplicaría la última pena son tan hipotéticos que, en la práctica, el Proyecto sancionaba la abolición absoluta de la misma. No es posible concebir sistema alguno que manteniendo el suplicio capital, restrinja más su aplicación. Porto advierte en este punto un origen positivista, ya que la idea está tomada de Lombroso, "El delito, sus causas y remedios", donde se admite la pena de muerte cuando a pesar de las penas de cárcel, deportación y trabajos forzados, el delincuente reitera sus sangrientos delitos (67) V. Ley 4189 (Adla, 1889-1919, 597) La ley 4189 sancionada el 3 de agosto de 1903 y promulgada el 22 del mismo mes y año reformó el Código Penal de 1887. Mantuvo la pena de muerte entonces vigente, ampliando su imposición a otros hechos. En líneas generales, esta ley castiga con la pena capital al parricidio, a los homicidios agravados por el modo, por el medio, por la causa, por el fin y por el impulso delictivo; y a los homicidios "criminis causae"(68). Como se ve, esta ley de 1903, significa, aunque pequeño, el primer eclipse en la tradición argentina de progresiva abolición de la última pena. Pero, dictada por motivos circunstanciales, la ley no tuvo influencia alguna, como lo prueba el hecho de que los jueces siguieron entendiendo, contra su texto, que la duración del proceso por más de dos años impedía la aplicación de la pena capital (69). En cuanto al Proyecto de 1906 la pena de muerte se incluyó por mayoría puesto que Rivarola y Beagley eran abolicionistas. El Proyecto mantenía la pena de muerte para todos aquellos delitos que ya prescribía la ley 4189. La inclusión del presidio por tiempo indeterminado en forma paralela con la pena de muerte, lo era con el propósito declarado de dificultar su aplicación. Llama la atención que incluya entre los homicidios pasibles de pena de muerte, el del "bienhechor", calificación nueva en la legislación argentina (70). Además se prevé un cúmulo tal de excepciones particulares contra la pena capital, que su aplicación sería rarísima. VI. La ley 7029 de seguridad social (Adla, 1889-1919, 787). La ley 7029 -llamada de seguridad social- la conminaba para el terrorismo político (71) Comentando esta ley dice Núñez que constituye el "desgraciado antecedente de nuestras leyes penales especiales promulgada bajo la presión de los hechos"(72). La ley 7029 fue calificada por "La Nación", de Buenos Aires, de "instrumento terrorista, análogo al de la misma propaganda que se proponía extirpar. Como bozal para el anarquismo, en su fase violenta, se sancionó la pena de muerte, como si el problema del crimen se pudiese resolver aumentando la penalidad, en vez de defender a la sociedad en sus propias bases, sancionando estatutos orgánicos que rijan su vida.

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La ley, en sus arts. 15 y 16 condenaba, como pena fija, a la pena capital, a todo el que, por medio de explosión, ocasionase la muerte de alguna persona. La pena de muerte debía aplicarse sin distinción de sexo, exceptúandose sólo a los menores de 18 años. Las mujeres, por vez primera en nuestra legislación, eran pasibles de ajusticiamiento. Esta prodigación de la pena de muerte fue sólo teórica, pues jamás se ejecutó a nadie por causa de esta ley (73). VII. El Código Penal de 1921 (Adla, 1920-1940, 85) La guerra declarada al Código de 1886 por toda la opinión nacional, se tradujo en una nueva batalla que se inicia por el diputado Rodolfo Moreno, el 17 de julio de 1916. En su exposición el gestor de la reforma, fundamentó la supresión de esta pena en que estaba de hecho abolida, pues los jueces la aplicaban poco, y cuando lo hacían era, normalmente, conmutada por el P.E. y en que era contraria al sentimiento nacional (74). Otro de los argumentos esgrimidos radicó en que desde el punto de vista doctrinario la cuestión es muy discutible no existiendo escuelas que la sostengan o contradigan absolutamente ¿Cómo conciliar la contradicción existente entre la posibilidad de error y la negación absoluta de reparabilidad? La irreparabilidad frente a la ausencia de infalibilidad no se concibe en el terreno jurídico. Por otra parte, hace notar la exposición de motivos que las provincias, usando las facultad de regular sus leyes de forma han colocado en sus Códigos y Constituciones definiciones que no sólo dificultan la aplicación de la pena capital, sino que su imposición no es uniforme. El proyecto abolicionista tuvo largo trámite por cuanto el Senado insistió por dos veces manteniendo la pena capital. Sin embargo, como la de Diputados fue la Cámara originaria, triunfó su tesis (75) El 30 de setiembre de 1921 el Congreso Nacional sancionó la ley 11.179 (Adla, 1920-1940, 85), que estableció el Código Penal vigente y suprimió de su articulado la pena de muerte; el 29 de octubre de del mismo año, Hipólito Yrigoyen expidió el decreto de promulgación. El código penal entró en vigencia seis meses después de su promulgación, es decir, el 29 de abril de 1922. Como evaluación general del código vigente puede afirmarse que, además de abolir la pena de muerte y de introducir la condenación y libertad condicionales, supo escapar a la influencia positivista del ambiente, siendo escueto y racional (76). VIII. Conclusión De lo reseñado se advierte que, en términos generales, la pena de muerte no tuvo una gran aplicación durante la Colonia, lo que fue moldeando el espíritu nacional que en la posterior legislación patria se destaca por la progresiva abolición de esta pena. Este movimiento comienza con el decreto de Urquiza de 7 de agosto de 1852, la Constitución nacional de 1° de mayo de 1853 y la de 25 de setiembre de 1860 que abolen la pena de muerte por delitos políticos. Se continúa en el Proyecto de Tejedor que la sanciona para sólo dos delitos y con una serie de cortapisas particulares para las mujeres, los menores, los ancianos, la prueba de presunciones, la excesiva duración del proceso, etc., que, poco más o menos, se repiten en los sucesivos proyectos. Los únicos eclipses a este paulatino movimiento abolicionista, lo constituyen las leyes 4189 y 7029, que aumentaron, teóricamente, los casos de aplicación de la pena capital, ya que, en la práctica, no tuvieron aplicación. Recordemos que después de Tejedor y Ugarriza, en los sucesivos proyectos, la pena de muerte fue incluida, siempre, con la oposición de alguno de sus redactores. Esta tendencia hacia la supresión se define, en el año 1921, con la abolición de la pena capital en el código de ese año (77) Cabe observar que la Argentina tiene una larga tradición abolicionista, pues la muerte formal impuesta por jueces penales se ejecutó una única vez en el curso del siglo XX en 1915 (78), pero no se aplicaba desde veinte años, lo que incluso en aquella época dio lugar a serias críticas. Desde 1916, el presidente Yrigoyen conmutó todas las que se dictaron, hasta que el código de 1921 la derogó (79). Pero esta abolición no estuvo sólidamente cimentada ya que se consiguió con el voto contrario de una de las ramas legislativas, lo que se tradujo en las tentativas restauradoras de Viñas de 1927 y 1929, en la esporádica vigencia durante la dictadura de 1930, en la restauración que votara el Senado en 1933, de todo lo cual se hace eco el Proyecto Coll-Gómez, que, pese a las ideas abolicionistas de sus autores, propone ambos regímenes. Sin embargo, y como idea central, destacamos que los antecedentes legislativos argentinos son contrarios a la pena de muerte (80). En nuestro país no se encuentra culturalmente arraigada la pena de muerte. De hecho, cuando estuvo legislada, su aplicación fue esporádica, legislativamente se impusieron grandes restricciones tendientes a obstaculizar su aplicación (se exceptuó a las mujeres, menores y ancianos, entre otras restricciones) y cuando no, el Poder Ejecutivo de turno optó por su conmutación.

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Muchas fueron las voces que se alzaron para lograr su abolición y las pocas veces en que se aplicó se tendió a no estigmatizar ni al condenado a ella ni a sus familiares evitando que el suplicio se tornara en el bárbaro espectáculo de otros tiempos y/o latitudes. Es por ello, que progresivamente se incorporaron morigeraciones a los efectos que su imposición acarreaba. El espectáculo dejó de ser público suprimiéndose el traslado del condenado hacia el patíbulo frente al pueblo, se suprimió el uso de las ropas infamantes, la exposición del cadáver e incluso en la información al Registro civil sobre la defunción del reo se hacía constar su muerte como producida por "heridas de arma de fuego", sin que quedase registrado que esa muerte había sido consecuencia de la imposición de la pena capital. Nunca se creó formalmente el oficio de "verdugo" y habiendo sido los soldados los encargados de llevar a cabo los fusilamientos se señaló la mancha que eso significaba para el ejército argentino. Contrariamente a lo que podría pensarse, y debido a los sectores que desde siempre clamaron por su reinstauración, la "venganza privada" traducida en su máxima expresión en la pena de muerte, no encontró eco en nuestra sociedad. Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723) (1) Cursando especialización en derecho penal (U.B.A). (2) Especialista en derecho penal (U.B.A.). (3) INGENIEROS, José, "El hombre mediocre", Buro editor, Buenos Aires, 1998, pág. 31. (4) VIDAL, Humberto S., "La cuestión de la pena de muerte en la historia universal y en la República Argentina, L.L., 139, julio-setiembre 1970, Buenos Aires, pág. 1155. (5) PORTO, Jesús E., "La pena de muerte en la República Argentina", L.L., Tomo 28, octubre-diciembre, año 1942, pág.1007. (6) MARTIRE, Eduardo, Revista del Instituto de Historia del Derecho Ricardo Levene, n° 26, años 1980 y 1981, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, UBA, Imprenta de la Universidad, 15/10/1982, pág. 88. (7) LEVAGGI, Abelardo "Las penas de muerte y aflicción en el derecho indiano rioplatense", Revista de Historia del Derecho, n° 3, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, Buenos Aires, año 1975, pág. 88. (8) Levaggi, Abelardo, ob. cit., pág. 89. (9) Martiré, ob citada, pág. 90. (10) Levaggi, Abelardo, ob. cit., pág. 90. (11) Levaggi, Abelardo, ob. cit., pág. 93. (12) Martiré, ob citada, pág. 89. (13) Porto, Jesús E., ob. cit. pág. 1008. (14) Levaggi, Abelardo, ob. cit., pág. 129. (15) Levaggi, Abelardo, ob. cit., pág. 130. (16) Levaggi, Abelardo, ob. cit., pág. 98. (17) Levaggi, Abelardo, ob. cit., pág. 99. (18) Levaggi, Abelardo, ob. cit., pág. 110. (19) Levaggi, Abelardo, ob. cit., pág. 110. (20) Porto, Jesús E., ob. cit., p. 1008. (21) ZORRAQUIN BECU, Ricardo "Historia del Derecho Argentino", Tomo II, Editorial Perrot, 2ª ed., Buenos Aires, 1996, pág. 264. (22) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1009. (23) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1009.

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(24) Vidal, Humberto S., ob. cit., pág. 1156. (25) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1009. (26) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1010. (27) Carmona Juan Ignacio - Fernández Claudio Enrique, "El Derecho Penal en Tiempo de Rosas": Un análisis a partir de la obra de Esteban Echeverría, Lecciones y Ensayos, T.75, La Ley, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, Año 2000, pág. 203. (28) Carmona Juan Ignacio; Fernández, Claudio Enrique, ob. cit., pág. 211. (29) Carmona, Juan Ignacio; Fernández, Claudio Enrique, ob. cit., pág. 213. (30) SALDIAS, Adolfo, "Historia de la Confederación Argentina", Ed. Ateneo, Buenos Aires, 1951, pág. 313. (31) Saldías, Adolfo, ob. cit., p. 316. (32) Saldías Adolfo, ob. cit., pág. 316. (33) Vidal, Humberto S., ob. cit., pág. 1156. (34) ZORRAQUIN BECU, Ricardo, Estudios de Historia del Derecho, Abeledo Perrot, Julio de 1992, pag. 344. (35) Zorraquín Becú, ob citada, pág. 346. (36) Grappasonno, Nicolás, "El control constitucional de oficio, su origen doctrinario y la doctrina sentada en los primeros fallos de la Corte Suprema", Revista del Colegio de Magistrados y Funcionarios de la Provincia de Buenos Aires, n° 2, octubre 2006, pág.70. (37) Ob. citada, pág. 347. (38) Ob. citada, pág. 355 (39) Ob. citada, pág. 360/361. (40) LORENZO, Celso Ramón, Manual de Historia Constitucional Argentina, de. Juris, julio de 1997, pág. 252. (41) ZORRAQUIN BECU, Ricardo, "Historia del Derecho Argentino", de Abeledo Perrot, 2da. Edición, Buenos Aires, 2/9/96, pág. 386. (42) SAGÜES, Néstor Pedro, "La pena de muerte por causas políticas", ED., T. 38, Año 1971, pág.1050. (43) Porto, Jesús, E., ob. cit., pág. 1010. (44) Sagüés, Néstor Pedro, ob. cit., pág. 1050. (45) El autor se refiere al S. XIX. (46) Sagüés, Néstor Pedro, ob. cit., pág. 1051. (47) Sagüés, Néstor Pedro, ob. cit., pág. 1052. (48) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1010. (49) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1011. (50) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1011. (51) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1011. (52) Vidal, Humberto S., ob. cit., pág. 1156. (53) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1013. (54) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1014. (55) D.ses.dipts.de la Nación, año 1890, t.1, p. 222, citado por Porto, Jesús E en ob. cit., pág. 1014.

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(56) Porto, Jesús E , ob. cit., pág. 1016. (57) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1016. (58) Vidal, Humberto S., ob. cit., pág. 1156. (59) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1017. (60) N.N., "Los grandes crímenes de Bs. As.", Bs. As., 1896. Panthou, Julio A., "Pena de muerte", tesis, Bs. As., 1900, San Martín, p. 40, citado por Porto, Jesús E.en ob. cit., pág. 1018. (61) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1018. (62) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1019. (63) ZAFFARONI, Eugenio Raúl; Alagia, Alejandro; Slokar, Alejandro, "Derecho Penal, Parte General, 2ª ed., Ediar, Buenos Aires, 2002, pág. 920. (64) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1019. (65) Vidal, Humberto S., ob. cit., pág. 1156. (66) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1020. (67) Vidal, Humberto S., ob. cit., pág. 1157. (68) Vidal, Humberto S., ob. cit., pág. 1157. (69) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1022. (70) Porto, Jesús E, ob. cit., pág. 1022. (71) Zaffaroni, Eugenio y otros, ob. cit., pág. 920. (72) Vidal, Humberto S., ob. cit., pág. 1157. (73) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1023. (74) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1023. (75) Vidal, Humberto S., ob. cit., pág. 1158. (76) Zaffaroni, Eugenio Raúl y otros, ob. cit., pág. 252. (77) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1029. (78) Se aplicaron en el llamado "caso Livingstone" (Cfr. Flores. Casos famosos de la crónica policial argentina, p. 93 y ss.; también en "Fray Mocho", año 3, n° 118), citado por Zaffaroni, Eugenio Raúl y otros, ob. cit., pág. 921. (79) Zaffaroni, Eugenio Raúl y otros, ob. cit., pág. 921. (80) Porto, Jesús E., ob. cit., pág. 1029.

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