SOBRE EL SENTIDO MORAL

SOBRE EL SENTIDO MORAL CARTA PASTORAL Venerables Hermanos y amados hijos: 1 – La Pascua a la que nos preparamos, nos obliga a dirigir a ustedes una ca...
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SOBRE EL SENTIDO MORAL CARTA PASTORAL Venerables Hermanos y amados hijos: 1 – La Pascua a la que nos preparamos, nos obliga a dirigir a ustedes una carta pastoral, habitual en cada año en esta solemne ocasión; y si bien nuestro oficio exige de nosotros durante el año, en las más diferentes circunstancias, el arduo ministerio de la palabra, sin embargo, no satisfecho con esto, por la gravedad y la urgencia de este deber episcopal, no podemos omitir, en esta celebración anual del misterio central de nuestra religión, atraer vuestra atención hacia uno de los argumentos que creemos fundamental para dar a nuestra vida cristiana aquella integridad y aquella novedad, que de hecho, la celebración Pascual requiere. 2 – El tema de nuestra carta pastoral quiere ser, este año, el sentido moral. 3 – La razón de esta elección está motivada, sobre todo, por el deseo de dar a esta forma de nuestro magisterio una cierta coherencia y continuidad: en otra oportunidad hablamos del sentido religioso; hablamos de la familia cristiana. Nos parece que continuando y como complemento de tales temas se puede lógicamente hablar del sentido moral, tema muy estrechamente ligado con aquellos precedentemente tratados. Elegimos este argumento, más allá de una oportunidad lógica, por fuertes razones: es objeto de particular interés para cuantos observan los fenómenos de la vida contemporánea. La actividad humana está en pleno desarrollo y en plena evolución y esto altera profundamente: costumbres, leyes, tendencias, ideas sobre la actividad del hombre moderno, sus principios y sus expresiones y como no existe uniformidad de opiniones sobre este aspecto saliente de la vida, es útil reflexionar y buscar comprender nuestro tiempo y de dar al bien y al orden su verdadero nombre, su defensa y promoción. Y lo que es aún más importante para nosotros los cristianos, para los que el actuar tiene, en el marco de los valores y en la determinación de nuestros destinos, una estimación máxima: recordar siempre que la acción está relacionada con nuestra salvación. Nuestra religión está sumamente interesada en el modo en que los hombres actúan. Y por lo tanto, se podrá comprender cómo este argumento es esencial al ministerio de un Pastor, al que incumbe el tremendo mandato de velar sobre el comportamiento de una población, que todavía es y se llama cristiana, y de buscar corregir las acciones, de sugerir las intenciones, de confortar las virtudes, de santificar la vida. El obrar humano es para el ministerio pastoral, objeto de gran cuidado. El pensamiento, que preside la acción; la salud física y económica, que condicionan al hombre; la fe y la gracia serán objeto de sucesivas atenciones pero por sobre todo, debe ocuparse del pueblo. Tiene necesidad de mirar aquello que es esencial y decisivo para la salvación de los hombres y es, justamente: el modo en el que ellos viven y actúan, es decir, el aspecto moral. Que no les desagrade, por lo tanto, si nos atrevemos a hacer nuestras las palabras de san Ambrosio al inicio de su célebre libro sobre los deberes del cristiano: “non alienum duxi a 1

nostro numere ut etiam ipse scriberem”, he pensado que no es extraño a nuestro ministerio que yo mismo les escriba. 4 – Dejen, por lo tanto, que justifiquemos la elección de este tema, por dos razones. He aquí la primera. En la cuestión de nuestra salvación, lo más importante es lo que se hace. La acción más que el ser define al hombre, si es bueno o no. La bondad de la vida vale más que los dones de la vida, y en algunos casos, más que la vida misma, porque es la causa final, el objetivo de su ser. Los maestros del pensamiento mucho han razonado sobre este punto; pero a nosotros nos bastan aquí las palabras del divino Maestro, el cual nos advierte: en qué favorece al hombre poseer poder, riqueza, salud, bienestar, talentos, si tantos dones no son empleados y comercializados para determinados objetivos (Cfr. Lc. 16, 19; Mt. 25, 25); de nada sirve ganar el mundo entero, si después se debe perder el alma (Mt. 16, 26). El sentido y el valor de la vida están en su aspecto moral. El Evangelio es un continuo llamado a esta visión de la realidad humana. El Reino de Dios nos es presentado como una actividad purificadora, fecundadora y transformadora, por la cual el hombre pasa de un estado de ruina, de imperfección, de inercia, de dispersión, a un estado, más bien a un acto de desarrollo y de vitalidad, en el cual la gran fuerza de propulsión humana que es el amor tiene una función primaria. Estas nociones comunes, trasmitidas a través del patrimonio fundamental de la educación humana y de la cultura, tienen su significado pleno y originario en el proyecto de Dios, que ha hecho de la vida un deber, y que sobre esta inmensa y compleja trama natural ha querido tejer la historia y los destinos de nuestra redención sobrenatural (Prat, Théologie de St. Paul, II, 91-94- Beauchesme, París, 1923). 5 – Y he aquí el segundo fundamento que nos es dado por la celebración de los misterios pascuales, para los que deseamos prepararnos. Estos son relativos a la pasión, a la muerte y a la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y son reflejados mediante la conmemoración litúrgica en su cuerpo místico, la Iglesia, para nuestra salvación, la que consiste principalmente en nuestra liberación del pecado y en nuestra participación en una vida nueva, la vida divina de Cristo resucitado a nosotros comunicada. Estos están, por lo tanto, estrechamente ligados a nuestras condiciones morales; a aquellas negativas, para denunciarlas, para expiarlas, para sanearlas; y aquellas positivas, para confortarlas, para renovarlas, para sublimarlas. No podemos, de hecho, celebrar bien la Pascua, si no recuperamos, mediante la gracia que Cristo nos da con ella una nueva y verdadera bondad moral. Es necesario, por lo tanto, recuperar la conciencia de esta bondad, es necesario despertar en nosotros un sentido moral coherente con el misterio pascual y con el destino humano, que esto trae consigo. 6 – Para hablar con propiedad sobre el sentido moral sería necesario aclarar muchos conceptos. Uno en especial: digamos que moral quiere decir humano. En la actualidad existe una generalizada desconfianza hacia lo moral que hace de ella, como si fuese una pedantería aburrida, una manera anticuada y artificiosa de considerar la actividad humana, que se prefiere considerar bajo otros aspectos: sicológico, económico, político, científico, artístico, etc y no bajo el aspecto propiamente moral. No se advierte que la consideración moral es aquella que pone en evidencia el elemento específicamente humano de la acción, y por lo tanto el empleo de la libertad, la que a su vez compromete las facultades superiores del espíritu, la razón y la voluntad. “Idem sunt, afirmó S. Tomás, actus morales et actus humani” (S. Th. I-IIae, 1, 3), actos morales y actos humanos son la misma cosa. Y un acto es verdaderamente humano si procede de una determinación voluntaria y personal. “Se dicen 2

propiamente humanas aquellas acciones de las que el hombre es dueño. Y el hombre es dueño de sus actos mediante la razón y la voluntad; por esto la libertad es llamada al mismo tiempo racional y voluntaria” (S. Th. I- II ae, 1, 1). Por lo tanto, la consideración moral del actuar humano no se debe ni omitir ni desacreditar: es la consideración más alta y más noble de nuestro obrar, más personal e infalible. San Ambrosio otra vez nos confirma en esta persuasión: “mores proprie dicuntur humani”, la moralidad se dice propiamente del hombre (In Lc. praef. 7, prope finem). Y bajo este aspecto la apología de la moral será fácilmente victoriosa, por lo menos para cuantos tienen del hombre un concepto espiritual, y no simplemente animal. 7 – Se vuelve más difícil precisar el concepto de moralidad incluyendo aquel de finalidad, es decir, aquel del término, del objeto al que el acto humano se dirige, que es el bien. El acto humano que tiende intencionalmente a un bien es un acto propiamente moral. Si tal bien es conveniente a nuestra naturaleza, el acto moral es bueno; si aquel bien no fuese conveniente, el acto moral sería malo. 8 – Todo está, por lo tanto, en determinar esta conveniencia, que nos es dada por la ley y por la conciencia. La conciencia es la norma subjetiva e inmediata de la moralidad; ¿pero su juicio subjetivo es siempre seguro y corresponde objetivamente a lo que es el bien?. Este juicio objetivo nos es dado por otra norma, la ley, que debe precisamente dirigir nuestros actos hacia aquello que es realmente bueno y predispone un orden, que nosotros a través de nuestras acciones, debemos realizar (Cfr. Lottin, Morale Fondamentale, Declée, París, 1954 p. 142ss).

9 – ¡Estas nociones delicadas y difíciles! Acto humano, libertad, finalidad, bien, conciencia, ley, orden…, y esto no es todo. Otras dos nociones debemos recordar: aquella de fin último, que a su vez reclama los conceptos de perfección y de beatitud; y aquella de obligación moral, es decir, de deber, de cumplir determinadas acciones en vista a un fin, un bien, que se presenta como necesario. Todo esto nos dice cómo el campo de la vida moral es así tan vasto y complicado, pero extremadamente importante e interesante. Pero dejemos a la escuela y al estudio analizar estas nociones y contentémonos ahora con reencontrar implícitamente conociendo y explícitamente actuando, en aquella estimación común de la acción humana, a aquello que llamamos sentido moral. 10 – El sentido moral es la orientación natural del hombre hacia el bien honesto. Es decir, hacia el bien que tiene razón de ser, deseado por sí mismo. Este bien honesto puede ser también un bien útil o placentero, aunque coordinado al bien en cuanto tal que finalmente es el bien supremo, es decir Dios. El sentido moral es, a saber, advertencia del orden, es la intuición de la verdad moral. Es el conocimiento del bien por vía de la inclinación natural (Cfr. S. Th. I –II ae, 94, 2).

11 – Nosotros queremos ahora considerar simplemente el sentido moral como hábito que aprecia, sobre todo en el actuar humano, la honestidad. Diremos que el sentido moral es la búsqueda de la bondad en nuestras acciones. También el concepto de honestidad, de bondad, no es siempre unívoco, porque llamamos honesta y buena una acción según diferentes criterios: si es, por ejemplo, conforme a la orden de la conciencia, o bien si es conforme a la naturaleza humana y a sus exigencias sabiamente interpretadas, o bien conforme a leyes determinadas. También el concepto de honestidad y de bondad puede, por lo tanto, tener diverso significado. Pero en general diremos que: honesta y buena es una 3

acción guiada por un deber o por un motivo que, por el objetivo hacia el que tendemos, la viste de bien en cuanto tal, “informa”, es decir la acción de la razón de bien porque es bueno; acción que, como decíamos, se refiere, lo advertimos o no, al Bien absoluto, al sumo Bien, que sabemos es Dios, en Quien tal razón de Bien se realiza esencial y plenamente. El sentido moral por lo tanto viene a desembocar en el sentido religioso y confiere al que lo posee, una gran dignidad, un carácter de nobleza y grandeza, las que el hombre no puede en grado superior alcanzar: así como el hombre de bien, así como el héroe, así como el santo. Un halo sagrado circunda al hombre verdaderamente bueno, justamente por la relación que la honestidad en el actuar tiene con el Bien en sí mismo, con el fin trascendente al que se dirige la vida humana. 12 – Y tenemos que recordar cómo el sentido moral, es decir la consideración de nuestras actitudes y de las acciones de los otros bajo el aspecto de la honestidad, debe ser no solamente para cada persona el más digno ornamento humano, sino también para el pueblo, que es educado, el patrimonio más precioso y más civilizado. Para evitar posibles confusiones de conceptos y de lenguaje, deberíamos ahora precisar, el significado que entendemos dar a la expresión “sentido moral”: ¿quiere decir “ley natural”? Ésta sería más bien la exigencia deontológica de las cosas humanas, exigencia que nuestra mente descubre, casi instintivamente con su “sentido moral”, o con sus indagaciones racionales, como anterior a la formulación de una norma jurídica de parte del legislador. Es la justicia connatural a la condición humana, que reclama una aplicación efectiva antes que una justicia formal la exprese en la ley positiva (Cfr. ad Rom. 2, 14; S. Th. I, IIae, 94) ¿Qué quiere decir “conciencia”? Verdaderamente esto es el conocimiento que uno tiene de sí, es decir, el acto reflejo con el que nosotros aplicamos la mente a nuestras acciones, y con la que buscamos conocernos en nuestro foro interior conciente y operante. Puede ser conciencia sicológica, (se observa simplemente cómo el acto ocurre y se desarrolla), y puede ser conciencia moral, cuando esta reflexión jurídica analiza cómo nuestras acciones han sido realizadas o se están por realizar, en orden a la norma que la debe guiar, al bien, en orden a su moralidad. La conciencia moral es por lo tanto un acto mental con el cual una acción es juzgada buena o mala, y constituye, por lo tanto, la regla inmediata, caso por caso, de nuestro actuar. Tiene, por eso, afinidad de significado con el sentido moral, que mira, sí, a la conciencia, pero tiene un horizonte más amplio, en cuanto que no considera solamente el cuadro interior de nuestros actos, sino también aquel exterior del campo moral ampliamente ofrecido al actuar humano. ¿Y podemos, ahora, hacer coincidir el sentido moral con la prudencia? Verdaderamente, la prudencia es una virtud perfectiva de la mente, es decir, de nuestro modo de evaluar, en orden a la bondad de nuestras acciones. La prudencia educa la conciencia y al sentido moral para juzgar bien, da honestidad al pensamiento, especialmente en orden a la acción; hace moral la razón práctica (Cfr. S. Th. II, II ae, 47). La prudencia es un acto racional práctico, mientras que el sentido moral hace propio el término de “sindéresis”, es decir la posesión de los principios morales – ¿se debe hacer el bien, se debe evitar el mal? – Sí, el sentido moral es, como la sindéresis de los filósofos, la innata disposición a percibir los principios fundamentales de la acción moral (Cfr. Th. I, 79, 13; II, IIae, 47, 6, ad. 1 et 3) -, pero en este estudio nosotros le damos un significado más genérico y más amplio. Podríamos llamarlo una orientación habitual hacia el bien, una advertencia vigilante y espontánea de la responsabilidad de la acción, una referencia sumaria pero ponderada del actuar humano en orden a los valores más altos de la vida, una valoración de aquello que somos y de lo que hacemos respecto de las exigencias de nuestro deber religioso (Cfr. Georges Leclercq. La conscience du Chrétien, p. 9ss, Aubier, Paris 1946; cfr. A. Stocker, Psychologie du sens

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moral, Luzerenne, Genéve, 1949. V. L. Taparelli, Saggio teoretico di dritto naturale appogiato sul fatto, Civiltà Cattolica, Roma 1900, I, cap. IV).

Crisis y deformación moral 13 – Asistimos hoy a un fenómeno muy importante y ciertamente grave: el sentido moral de nuestro pueblo, y podríamos decir de todo el mundo contemporáneo, está en crisis. Es decir, está cambiando, no es ni tan vigilante, ni tan uniforme, ni activo como lo era antes. No creemos, diciendo esto, decaer en la actitud del espíritu que ve el bien en el pasado y el mal en el presente, como usualmente hace el famoso elogio del tiempo pasado (laudor temporis acti) pero pensemos en observar un hecho general, característico de nuestro tiempo, es decir, el cambio de costumbre. Las costumbres y los hábitos de un pueblo que actúa de modo uniforme, resguardan a la generalidad de los individuos y a la duración de las costumbres. Es el modo del actuar común y tradicional de la gente. ”La costumbre subsiste en aquello que siempre se ha hecho, que se continúa haciendo y que…se debe hacer ahora” (Cfr. M. Gentile, I grandi moralisti, p. 6, RAI, Torino, 1955). Esta uniformidad y esta persistencia tienen relación con la norma. Es importante notar esta relación. Se presume, de hecho, que de la norma moral derivan las costumbres, y que las costumbres sirven para recordar e imponer la norma moral. De tal manera que cambiando las costumbres surge la posibilidad de que sea alterada la norma moral y que esa expresión asuma el sentido moral. 14 – No estamos hablando del cambio de las costumbres, es decir, del modo práctico de vivir, porque esto es evidente. Observamos, sobre todo, cómo la acción hoy adquiere una estima (Cfr. L. Ollé Laprune, Il valore della vita, p. 33 s), Vallecchi, Firenze, 1924), una importancia, una intensidad, una posibilidad de desarrollo, que antes no tenía. La actividad invade hoy el gran cuadro de la vida moderna, y todo lo mueve, lo agita, lo transforma. La acción es hoy el gran criterio de vida. Vive quien actúa. Ideales estáticos dominaban la vida de un tiempo: la sabiduría, el orden, la ley…; ideales dinámicos la conmueven hoy y la exaltan: el progreso, la renovación, la revolución, la evolución, etc. Hoy la velocidad es la reina. La energía, el movimiento, la productividad, la transformación, la conquista dan continua embriaguez a la novedad y caracterizan la modernidad. Estos son conceptos que nos presenta la vida, antes que en su ser, en su devenir, siempre más acelerado y profundo, siempre más grabado en aquello que se suponía inmóvil y estable. El mismo trabajo, hecho capital de la vida humana, en torno al cual van gravitando ideologías, sociologías, economías, no es sino la explicación de la finalidad de la vida humana. San Ambrosio nos enseña: “el trabajo es la ley de la vida” (Vitae cursus in labore praescribitur. In Lc. Praef, 6). 15 – Nosotros vemos que todo el mundo está en movimiento. Pero junto a esto vemos algunas consecuencias y algunos aspectos particulares de esta febril agitación del hombre moderno, que atraen nuestra atención, sea en sentido negativo, como positivo. Apenas hacemos referencia a las deformaciones del sentido moral, que derivan de la modalidad de la vida moderna. Esta movilidad ha invadido también el castillo del comando de la actividad humana, el pensamiento; y no sólo para comunicar a la actividad intelectual, el ardor – el studium, dirían lo antiguos – de una aplicación siempre más penetrante y operante sino para sacudir los quicios, es decir, los principios. No es aquí donde debemos examinar

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este tremendo drama del espíritu moderno; nos basta relevar que el pensamiento duda más cada día y se fortalece en la exploración científica. Duda de sí y conquista el universo. Por lo tanto, mientras conquista con la ciencia nuevos y vastísimos campos del mundo exterior, no se siente seguro en su campo interior, y se entretiene en verificar las exigencias intrínsecas de su lógica. Por lo tanto, faltando el pensamiento de criterios absolutos, no se puede más imponer la acción. La acción permanece ciega. El intento de descubrir un imperativo absoluto en la obligación moral, negando a la conciencia su certeza objetiva, puede ser noble, pero permanece débil, y se manifiesta ineficaz en la práctica, abandonada al lábil relativismo del pensamiento. Aquí termina, por lo tanto, una primera y fundamental consecuencia negativa del activismo moderno: la actividad humana ha crecido hoy enormemente, pero parece haber perdido el timón que la dirige; es decir, ha perdido el sentido del “fin” supremo para sustituirlo por los de “medios” inmediatos; ha debilitado el vigor de las obligaciones morales y ha abandonado el respeto a una ley que exteriormente la guíe y que interiormente la justifique, la determine y la ennoblezca. De aquí la inquietud moderna: el culto de la acción por sí misma, el instinto revolucionario, la preponderancia de la fuerza sobre el derecho. 16 – Pero es necesario buscar un orden. He aquí que entre los notables aspectos del movedizo cuadro de la vida moderna se nota esto: todo el afanoso actuar humano, debiendo tender a un criterio ordenador, hacia su perfección, lo busca y lo encuentra en aquellos instrumentos y en aquellas riquezas que su experiencia científica le ha dado poder de dominar. El hombre no será, quizás, más señor de sí mismo, pero se transformó en señor, mucho más que antes, de las cosas que lo rodean. Ha aprendido a conocerlas, a sacar energías y provecho, a emplearlas para su uso, sacarles fruto y gozarlas. Cada cosa, en torno al hombre moderno, debe ser práctica, cómoda, funcional. El hombre, hoy, busca la perfección de las cosas para su propia utilidad. 17 – La perfección utilitaria de las cosas se llama: Técnica. La técnica se ha transformado en el gran valor, la gran ley, a la que el hombre se sujeta voluntariamente. Ella gobierna su vida, porque con ella él gobierna el campo de su inmediata experiencia. La misma ciencia entra, en gran medida, en este espacio utilitario, que se enriquece con instrumentos maravillosos y de organizaciones formidables y estupendas. El genio humano es aquí mucho más vivo y luminoso. Las obras nacidas de esta proyección del espíritu sobre la naturaleza y sobre su escondida capacidad son inmensas e impresionantes; es la civilización industrial, la cual pone tantos medios en las manos del hombre y le pide tal disciplina que cambia radicalmente el tradicional modo práctico de vivir (Cfr. Radiomessaggio natalizio di Pío XII, 1953, in AAS. 1954, p. 6ss. Recuérdese la diferencia entre el ser, que es regulado por la prudencia, virtud que perfecciona al sujeto que actúa - recta ratio agibilium – y el hacer, que es regulado por la técnica del arte, que perfecciona al objeto trabajado y completado – recta ratio factibilium – Campo de la acción y propiamente el campo de la moralidad).

18 – La sociedad y sus costumbres han cambiado profundamente. Cambia el ritmo habitual de vivir; cambian el gusto, el interés, la forma del obrar humano, casi totalmente en lo exterior, aunque no poco en lo interior: hoy el hombre estudia, piensa, trabaja, corre, como en los tiempos pasados no hacía. Y también de esta crecida capacidad de acción y de progreso, nace en su corazón la duda acerca de si los cánones del vivir moral, hasta hoy intangibles son todavía válidos y sabios. ¿Cambiando las costumbres, cambia la moral? La fascinación de lo moderno y de lo nuevo pone en el espíritu humano, especialmente en los juveniles, una sensación de embriaguez y de vértigo, de duda y de audacia. 6

19 – Nace, por lo tanto, del cambio de costumbres, un peligro de orden intelectual, es decir aquello de cambiar las ideas, también allí donde ellas deben estar ancladas en la verdad y en la realidad que no cambia. Y tergiversadas las ideas, pueden derivar desviaciones graves de índole moral. El error fundamental es propiamente creer que la ley moral, como brota de la naturaleza humana considerada en sus términos esenciales, puede cambiar, no ser más universal y absoluta, sino relativa al arbitrio del hombre o a las circunstancias de su vida. Lo mismo se debe decir de la ley moral, tal como la revelación cristiana nos ha enseñado en sus preceptos fundamentales, en sus elementos constitutivos, en sus eternas sanciones. 20 – Este relativismo moral es muy atrayente a nuestro tiempo, especialmente por la exaltación que él hace de la libertad humana liberándola de normas objetivas y necesarias, y dando a nuestra libertad una autonomía absoluta. Esta exaltación de la libertad amenaza transformarse en fuente de toda licencia y con principio de anarquía. Desapareciendo las obligaciones subjetivas, las leyes objetivas y los fines trascendentes, así la libertad se transforma en indeterminación absoluta, indiferente a toda caprichosa e ilógica determinación. El hombre, así liberado, puede caminar en cualquier dirección, como un ciego en el desierto. No se tiene en cuenta que la libertad es suma prerrogativa de la personalidad humana, signo de la semejanza divina que es el hombre, fuente de su grandeza y de su dignidad, inviolable dominio generador de sus actos; pero ella es relativa, no absoluta; relativa al bien, porque la voluntad humana está determinada por la razón; no es por lo tanto fin en sí misma, pero es instrumento electivo del bien, el bien no es irracional; y el bien no es mucho menos el hombre en sí mismo; el hombre es en el conjunto de las realizaciones, en las que él se encuentra y en las que se desarrolla su vida; estas realizaciones postulan un orden objetivo, una norma a seguir, un fin más allá del hombre, al cual se debe integrar. El hombre es un complejo de autonomía y heteronomía. La libertad, fin en sí misma, quiere decir libertad irracional y libertad rebelde. Esto explica por qué los partidarios de esa absoluta libertad encuentran finalmente a la vida como un tormento y al mundo como un absurdo. Y esto también explica por qué a las expresiones absolutas de la libertad le siguen después expresiones absolutas de autoridad despótica y totalitaria (otra perniciosa derivación del relativismo, a la que nuestra evolución moderna nos tienta). Es la así llamada “moral de situación”; y ésta es la doctrina, y aún más práctica, que enseña la norma decisiva y suprema para la acción y no el orden objetivo, determinado por la ley natural o positiva, sino por un cierto juicio interior según el cual cada uno se determina según las circunstancias. Se trata de una amplificación, o mejor de una deformación de la doctrina sobre la conciencia. Ésta es la norma próxima del actuar humano, pero no la última y suprema; debe ella ser educada e iluminada, de tal manera que sepa aplicar a cada cosa concreta la ley moral de la que no es árbitro, sino intérprete. En cambio, para huir de ciertas exigencias de la ley moral, juzgadas muy rígidas por los defensores de la “moral de situación”, se da importancia decisiva a un cierto “sentido moral”, que sería muy diverso de aquel que nosotros estudiamos aquí, porque tiende al amoralismo, más que a la afirmación de la verdad honesta de la acción. La moral, así llamada laica, se dirige fácilmente hacia esta elástica expresión ética que, bajo el manto de la conciencia y de la buena fe, excusa el oportunismo sistemático, la conducta equivocada y placentera que desea huir de deberes arduos, y que se hace árbitro de sus propias determinaciones, pensando así no tener la carga de otras responsabilidades. (Sobre la ética de la situación véase la condena del S. Offizio, AAS., 1956, p. 144-145. Cfr. Dizionario di Teología morale, Studium, Roma 1955, pag. 919; A. Perego, L‘etica

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dell‘incontro con Dio, La Civiltà católica, Roma 1957, p. 350 ss.: L‘essenza dell‘etica della situazione e sua differenza da quella tradizionale, p. 449 e ss. Civiltà Cattolica, Roma, 1957, vol. III).

21 – Otra consecuencia muy importante y muy grave de carácter moral puede derivar y deriva, del hecho de la incoercible y de por sí buena evolución de las costumbres, y más que una doctrina específica es una mentalidad, una concepción general de la vida, un sentido moral errado y es la presente suficiencia de los bienes temporales a calmar todas las necesidades del hombre y a satisfacer sus profundas y soberanas aspiraciones. El gran estudio que el hombre moderno ha dedicado al conocimiento y a la conquista del mundo natural, la dura fatiga que ha gastado para transformarlo y para hacerlo útil, la inmensa riqueza que de eso ha brotado, por lo tanto, el interés enorme concentrado en torno a los hechos y a los bienes económicos e instrumentales, las satisfacciones múltiples que nos ha traído para la salud física, para la cultura, para el placer, han creado en él, es decir en el hombre moderno, la fácil y soberbia ilusión de haber alcanzado la felicidad, o al menos de poder por este camino tratar de alcanzarla, por esta vía, buscarla. Así, toda la vida ha sido considerada en función de los bienes económicos, de los cuales dependerá toda la eficiencia personal y social del hombre. Ésta es la concepción materialista de la vida, con sus enormes repercusiones morales. El interés se constituye el principal, sino el único, móvil del obrar humano que individualmente se libera de las obligaciones morales y del temor de Dios y socialmente pone a los hombres en lucha entre ellos, por el poseer y por el gozar de los bienes económicos, fuente de todo otro bien. Una extraordinaria energía recorre la conciencia del hombre lanzado a la conquista de los bienes económicos: para producirlos, para administrarlos, para poseerlos, para disputarlos; y toda las manifestaciones de la vida parecen derivar de la estructura económica de la sociedad: he aquí el materialismo histórico con su simplismo, con su incapacidad de comprender la realidad compleja del universo, con su habilidad de atormentar al hombre mediante los estímulos de su hambre, mediante la esperanza de una justicia medida solamente por el orden económico y temporal y finalmente, con su insensibilidad espiritual e incapacidad para comprender los valores religiosos, con su final negación de Dios. 22 – Esta sugestión de una felicidad alcanzada, o alcanzable mediante la posesión y el gozo de los bienes temporales es fuertísima en nuestro tiempo y también en aquellos que no aceptan los principios teóricos del materialismo que ejercita vastísima influencia. Ella tiene una consecuencia característica y fatal sobre la vida moral y es el hedonismo, es decir la búsqueda del placer como fruto de la conquista de la riqueza, o como compensación por no haberla alcanzado. El hedonismo, como se sabe, ha tenido en nuestro tiempo expresiones extremas, que se encuentran sólo en el paganismo más refinado y corrupto. Hay una pérfida literatura (Cfr. C. Moeller, Literatura moderna y cristianismo) sobre la así llamada “sinceridad” de los amoralistas modernos, especialmente de los existencialistas. Es de notar que la presentan como una liberación de la norma, como si ésta fuese un artificio que viola la espontaneidad, la sinceridad, y la hacen consistir en el ceder a la fatalidad del instinto, no gobernado por la razón. Ahora el instinto es una “norma” más seria que la de la razón, y es más intrínseca a la libertad del hombre, porque viene del determinismo de la natura. Tiene su prensa variada e inmensa. Tiene su formidable organización. Tiene su invasión en el campo del espectáculo. Tiene su práctica difusión especialmente en ciertos hábitos burgueses y aristocráticos. Se va transformando en costumbre, sí, pero debe ser llamada como realmente es y como todavía la conciencia la define: mala costumbre.

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La inmoralidad tiene en esta aberrante manifestación de la vida su punto sensible y característico, porque allí concurren elementos y múltiples consecuencias: de fuerte atractivo, de profunda impresión, de fácil repetición, de alteraciones psicomorales, de peligrosa pasionalidad, de amplio escándalo, de debilitamiento social, y finalmente, la pérdida de la belleza interior que es la inocencia, que es la gracia, sin la cual es más fácil perder la fe en Dios y la misma esperanza en la vida. 23 – La atmósfera de nuestro tiempo está muy impregnada de esta mentalidad que da, a la esfera de los sentidos, de la sensualidad, del placer, del vicio, tanta expansión y tanta importancia. Allí concurren la morbosidad sicoanalítica, el gozo del lujo, el arte incurable de su influjo sobre el alma humana. A esto se agrega, en medida enorme, el espectáculo cinematográfico en no pocas clamorosas, pero deplorables producciones, y a veces, en ciertamente no fieles exhibiciones, también televisivas. El fenómeno asume tales proporciones que reclaman la atención de todos los que tienen en el corazón los más altos y delicados valores humanos. Aquí verdaderamente el sentido moral del pueblo es modificado y, en cuanto a lo que hoy nos parece, no para elevarlo y fortificarlo, no para educarlo hacia un humanismo sano y fuerte, orientado hacia un empleo digno y sagrado de la vida, hacia la virtud viril y cristiana, sino más bien para distraerlo y confundirlo, para debilitarlo y desorientarlo. 24 – Estas alusiones sumarias de las alteraciones morales, derivadas de las alteraciones de las costumbres, podrán prolongarse en una larga y triste secuencia, y documentarse con molestos testimonios. Pero concluyamos esta consideración recordando un término que resume las tendencias reales erróneas, dadas por el evangelio, y es el término “mundo”. El significado de esta expresión en la palabra de Cristo y en aquella de la primera Epístola del Evangelista Juan, no indica: ni el complejo de los seres que llamamos universo, ni el conjunto de los hombres de este mundo, ni un campo particular de los hechos humanos, sino más bien la mentalidad y las costumbres de aquellos que no siguen a Cristo. El “mundo” es la concesión de la vida fuera de la luz cristiana; es el resultado de las ideas aproximativas y las opiniones cómodas, no pasa por la criba de la verdad; es la corriente de las costumbres abusivamente nacidas de las pasiones y de los intereses; es el hábito producto de las conveniencias y no de los deberes; es la forma exterior y farisaica, de la virtud. Es la casi llamada moral fácil, que se libera de la ley exigente y más pensante, aquella, justamente del “mundo”. El mundo, hoy, ejercita una fascinación enorme e impone a gente que se cree libre, seducciones convencionales mortificantes. Bastará poseer el concepto para sentirse llamado al sentido moral y comprender cuál es la antítesis públicamente admitida de la verdadera honestidad y de la santidad. 25 – Queriendo dar algunos signos puramente descriptivos de la crisis moral en nuestro tiempo podremos indicar lo siguiente: - el rechazo de aceptar todo lo que es propuesto por vía de la autoridad, por lo tanto, la antipatía al paternalismo, a la obediencia del heterónomo de la ley y de la autoridad; y una cierta inclinación a aceptar todo lo que es impuesto por vía de la autoridad; la simpatía por consiguiente, por los sistemas voluntarísticos, por el estatismo, por el totalitarismo;

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- el rechazo de aceptar todo cuanto viene por vía del hábito, de la costumbre, de la tradición, con la consiguiente reacción al conformismo, a la estabilidad, a la regla; mientras que después se hace imperioso uniformarse a la moda, a la manera, al estilo corriente, a todo lo que hoy hacen los otros, a lo que se cree prevalecerá, a todo lo que produce, etc; - el rechazo de lo fácil, de lo ya resuelto, de lo providencial, de lo equilibrado, de lo confortante, por preferir lo difícil, lo problemático, lo angustioso, lo atormentante, lo rebelde, lo absurdo, etc; - el escepticismo sobre el bien, sobre la virtud, sobre la castidad, sobre la religión, sobre la bondad, sobre el sacrificio y la consoladora resignación en la debilidad humana; la aceptada imposibilidad de tener fe en la palabra, en los propósitos, en la coherencia, en la fidelidad; - la sustitución de la verdad, entendida como relación entre el pensamiento y la realidad, o bien como relación entre lo que es, y lo que debe ser con la “sinceridad”, o la “autenticidad” (Nietzsche), entendida como conciencia psicológica y amoral del propio estado de ánimo, de la propia fenomenología espiritual, con tendencia por lo tanto a creerse honestos y sabios cuando se explora y se manifiesta esta “conciencia” que no expresa deberes, pero describe experiencias, y huye por lo tanto de la obligación moral y de la responsabilidad hacia los otros; - donde la tendencia a la “disponibilidad”, a la espontaneidad hedonista, a la intensidad del placer, cualquiera sea, y también egoísta, animal, corruptor, intentando apagar todo escrúpulo y todo remordimiento para arribar al “amoralismo”, que acepta o rechaza gratuitamente una acción, y que arbitra conveniencias para terminar en el “inmoralismo”, que rechaza toda norma que no sea la vida misma en su estado espontáneo, exento de toda norma, porque se considera artificio; egoísmo puro, que se cree libre y está en fase de servil receptividad, que hace de la evasión un precepto estetizante y desesperado. 26 – En la raíz de todo concepto errado sobre el obrar humano existe un concepto errado sobre nuestras relaciones con Dios. La religión está en el fundamento del sistema humano integral que regula nuestro actuar. ¿Por qué esto? Porque Dios es causa primero del ser, Dios es la suma razón del pensamiento, Dios es la ley fundamental del actuar humano. Es de San Agustín esta triple y sintética afirmación (Cfr. Contra Faustum Manichaeum, XX, 42: - Deus – nobis est initium existendi, ratio cogitandi, lex amandi) a la que confluye necesariamente nuestra razón cuando es verdaderamente respetuosa de las leyes del propio funcionamiento y dócil a las exigencias de la realidad. El hombre normal intuye este orden, y por lo tanto es naturalmente llevado a aquel sentido religioso, que llamamos “temor de Dios” y que es la sabiduría en su grado inicial (Cfr. Prov. 1, 7; 9, 10; 15, 33 – Eccli. 1, 9ss.; 1, 18; 1, 25; Ps. 110, 10).

Cuando intencionalmente se niega a Dios, todo el sistema moral es sacudido y comprometido. A la moralidad viene a faltarle su referencia y de un Principio absoluto, en el término trascendente, una obligación necesaria. El concepto de bien se hace relativo, y por lo tanto insuficiente para satisfacer las aspiraciones humanas y si lo suficiente mudase un bien relativo y limitado, la ilusión primera, después tendría la desilusión, el gobierno del espíritu humano (Cfr. Eccl. 1, ss). 10

La libertad puede convertirse en licencia, es decir, no una facultad racional electiva del bien, sino indeterminación privada de criterio suficiente para determinarse, espontaneidad ciega que pierde la dignidad y la alegría del amor y del querer y del amar. La obligación moral especialmente se resiente por la negación deliberada de Dios: el querer pierde su grandeza y su fuerza. Ciertamente, un sistema moral puede formarse y regirse prescindiendo de la explícita admisión de Dios, cuando el hombre actúa en conformidad a la sana razón, que implícitamente se refiere a principios, que son los que ponen a la cabeza a Dios: es esta la moralidad de tantas personas honestas no religiosas y de tantos caballeros no adiestrados para la reflexión especulativa. Es la moralidad que persiste en una sociedad que ha derivado de los principios del cristianismo. Pero es la moralidad que termina por apoyarse sobre otros principios que parecen más simples y más cómodos, pero que finalmente, manifiestan su debilidad: el escepticismo moral que anida en la base de una moral sin Dios. En principio lo sostiene la costumbre, después la legalidad exterior suple el criterio ético y objetivo, después el hábito al laicismo moral y la indiferencia práctica, después la incapacidad de establecer una verdadera distinción entre el bien y el mal, y finalmente el amoralismo, que llamará bien lo que se consigue y se afirma y mal lo que se malogra, con las consecuencias de las que nuestro tiempo ha tenido trágicas y colosales experiencias en la ideología generada del absolutismo totalitario y de la anarquía revolucionaria, Se puede recordar a Mazzini: “En la conciencia de vuestra ley de vida, de la ley de Dios, está el fundamento de la moral, la regla de vuestras acciones y de vuestros deberes, la medida de vuestra responsabilidad”. Y ahora mejor a Manzoni: “…Yo la veo – la Religión Católica – al inicio y al fin de todas las cuestiones morales; por donde es invocada, por donde es excluida. La verdad misma, que si bien se encuentra sin su guía, no me parece plena, fundada, firme, sino cuando es reconducida a ella y aparecen las que son, consecuencias de su doctrina” – (Carta a la poetiza Diodata Saluzzo, 1828). 27 – Si quisiéramos hacer un balance sumario sobre nuestra crisis moral, nos parecería poder observar que: a) Si por moral se entiende la facultad de actuar, la libertad, la voluntad de obrar, la actividad, la intensidad de la acción, es decir el poder y el querer, nuestro tiempo manifiesta un enorme progreso. b) Si por moral se entiende la ciencia del actuar humano descubrimos igualmente un despertar de estudios, que en el campo de la cultura católica son de gran desarrollo (Cfr. B. Hairing. La legge di Cristo 1, 44, Morcelliana, Brescia, 1957 – e: La Teología morale cattolica in rapporto allo spiritu dei tempi, in “Humanitas”, maggio 1958, 337-348), así como la ciencia y el arte de actuar y de

operar, es decir la pedagogía y la escuela, de todo género, son hoy muy valoradas y en gran desarrollo. c) Si por moral se entiende el deber, la observancia de la ley, la búsqueda de la norma moral, el principio de autoridad, la religión, sea que se entienda como fundamento de ética, sea que se entienda como resultante de la ética (Kant), debemos, sin duda, registrar una decadencia. d) Si finalmente por moral se entiende “lo humano”, responder resulta difícil, porque por un lado el hombre se ha transformado en el centro de todo, y la aspiración a crear un humanismo nuevo guía de todos los movimientos espirituales, culturales, sociales y políticos; pero aquí está el drama: ¿qué es el hombre? ¿Y cuál debe ser el ideal? Sobre este punto 11

central de la deontología humana existen divergencias profundas en el mundo moderno, y son éstas las que crean las más variadas y los más lacerantes contrastes. Deseamos, todavía, ver un indicio bueno en este absorbente y afanoso interés por el hombre, porque eso indica una mutación de la problemática moderna, de la materia a la vida, del mundo exterior al humano; de la finalidad puramente económica y política a la de la persona y de su espíritu, del saber puramente científico al misterio del hombre; y detrás de este misterio, relampaguea la insuprimible presencia de Cristo (Cfr. G. Bebilacqua, Cristo oggi, in “Humanitas”, luglio 1957, 501-509).

Aspectos positivos del sentido moral moderno 28 – Queremos, por lo tanto, honestamente buscar cuánto hay de bueno, hoy, en la esfera del obrar moral. Porque lo “bueno” siempre existe, aunque parcial o deformado, y aunque le falte la coordinación con el objeto final de la vida y con el diseño auténtico de la perfección humana, lo que es por sí “bueno” no se deba juzgar malo respecto del verdadero bien del hombre. Recordemos que, aun cuando estemos desviados, siempre somos guiados al bien. El hombre vive para obrar. Objeto del obrar es siempre el bien. Al bien somos fundamentalmente determinados (Cfr. L. Taparelli, Diritto Naturale, I, 9; A.D. Sertillanges, La philosopie morale de Saint Thomas d‘Aquin, Alcan, Paris, 1922, p. 37ss). Y el estudio de rastrear el bien en cada manifestación de la vida debe ser en nosotros no menos vigilante y presuroso, que la tendencia a descubrir los defectos y los desvíos. No excusar todo y creer y hacer creer que un aspecto bueno de un fenómeno humano basta para calificarlo como bueno, pero para alentar y alcanzar aquel bien parcial es necesario una aspiración hacia un bien completo y auténtico (Recordad la máxima: bonum ex integra causa; malum ex quocumque defectu). Esto lo debemos hacer porque hay mucho de bien en el progreso general de la humanidad hacia los ideales que lo guían a una siempre creciente perfección, y porque de otro modo no podremos ni comprender, ni beneficiar a nuestro tiempo ni seremos fieles al genio redentor de aquel Evangelio del que queremos ser discípulos y maestros. 29 – Sí, hay mucho de bien en nuestro tiempo, pero está en medio de tantas deformaciones y contradicciones del obrar humano, que nosotros dudamos de llamar buenos. Existen, sobre todo, ideales que merecen nuestro aplauso y nuestra fidelidad. Son, si bien miramos, ideales no sólo humanos sino cristianos. Podemos también decir que son, en su formulación absoluta y obligatoria, derivadas del cristianismo. Y son las ideas–luces, las ideas-fuerzas del mundo moderno. Hagamos una breve alusión: el respeto a la persona humana, como quicio del derecho civil, el culto de la libertad, como fuente de explicación de toda posible y honesta actividad humana y como criterio irrenunciable de verdadera y responsable moralidad; el deber de promover un continuo mejoramiento, un continuo progreso en las condiciones y en las formas del vivir humano; ideal de la paz social e internacional, que justamente comprendido y lealmente aplicado `puede cambiar tantos criterios provisorios y tantos pseudos –principios de la sociología y de la política, siempre profesados en abierta contradicción de la celebración a veces hipócrita y retórica, del sagrado y cristiano nombre de la paz; la unidad del mundo es una armonía respetuosa de las partes que lo componen, y que no parece hoy más utópica y opresiva, más ecuménica, y dirigida, casi a su meta y a su garantía, a aquella unidad católica que Cristo ha inaugurado en la historia y la Iglesia va fatigosa, pero impávidamente, promoviendo y finalmente celebrando. 12

30 – Ideas grandes y estupendas, a las que otras se agregan como características de nuestro tiempo y generadoras de cambios que son plausibles en cuanto nacen de principios morales naturales y cristianos, no todavía suficientemente expresados en el derecho positivo y en las condiciones históricas reales. Primero entre éstas se siembra la idea de justicia. Qué cosa es y cuál es la justicia, que el mundo moderno quiere, muchas veces con forma prepotente e injusta, de las que ahora no hablamos. Digamos solamente que esta idea, irrefutable argumento de la existencia de un derecho natural, anterior y promotor del derecho positivo, fermenta ahora con energías potentes en nuestra sociedad y alimenta el continuo proceso legislativo que tiende a adecuar en la realidad social una exigencia que el “sentido moral” afirma legítima e imperiosa (Cfr. Pío XI, Enc. Divini Redemptoris n. 51, p. 624 – nel vol. le Enciclique Sociali dei Papi, Studium, Roma. 1956).

31 – Otra exigencia, menos advertida, pero no menos noble en sus principios y a veces no menos censurable en las formas concretas en las que se manifiesta, es la necesidad de la verdad. Los jóvenes saben de qué verdad se parte. No es tanto aquella especulativa cuanto aquella vivida. Los maestros antiguos la distinguían de la veritas doctrinae y la nombraban la veritas vitae (S. Th. II, IIae, 109, III ad 3: veritas vitae est secundum quam aliquis recte vivit in seipso). Una verdad despojada de retórica, de lugares comunes, de entusiasmos convencionales, de pretensiones ambiciosas. Es una actitud del espíritu, más que un sistema lógico. Parte de una desilusión, aquella que el mundo moderno despeñado en horribles guerras ha infligido a las generaciones de este siglo. Hay una intolerancia, un desdén, si quieren, en este rechazo a las lecciones de los sabios de ayer: hay también un peligro de un escepticismo y de un cinismo, que puede llegar a la desintegración de lo que la literatura y el arte nos dan tristes y temerosos testimonios (Cfr. Onimus, De l‘incohérence comme procédé de l‘art, “Études”, mai 1960; Le rire contemporain, “Études”, févrie, 1961); pero hay también en los espíritus jóvenes y generosos una necesidad y un deber de lealtad, que recupera las certezas fundamentales del pensamiento y acepta uniformar literalmente la conducta. Este es un fenómeno que florece especialmente donde la religión cristiana no es más oropel de exterior honestidad, sino fermento de interior “sinceridad y verdad” (Cfr. G. Bevilacqua, Giudici giudicati, “Humanitas”, settembre 1957, 665-674; “Rivista Diocesana Milanese”, 1958, p. 417; e 1960. p. 311).

No podemos dejar de recordar, a este propósito, las enseñanzas que el Papa Juan XXIII ha dado al mundo en su Radiomensaje de Navidad, sobre el deber de pensar la verdad, de honrar la verdad, de decir la verdad y de hacer la verdad. Son palabras sobre las que se puede construir el edificio de la vida moral (Cfr. “Rivista Diocesana Milanese” – Gennaio 1961, p. 3ss). 32 – Otro fenómeno positivo, que nace del “sentido moral” de nuestro tiempo y que tanto lo alimenta, es la tendencia, el deber de llevar espontáneo socorro a los que se encuentran en la necesidad. El concepto de la solidaridad humana ha hecho muchos progresos. Las obras de beneficencia y de caridad, el desarrollo inmenso en el orden de la salud y la educación, la ciencia y la práctica de la asistencia social, el progreso de la seguridad social, la proclamación del deber de los países ricos de promover el desarrollo de los países todavía en desarrollo, etc., son realidades magníficas en contínuo incremento en la sociedad contemporánea; esto documenta el evento de un humanismo de impulso y de genio cristiano; y no podemos no alegrarnos de esta evolución moral y social, y no reconocer en ésta una consoladora expresión de aquel sentido moral que genera una auténtica civilización humana. 13

33 – Y debemos hacer referencia también a otro gran fenómeno, que tiene tanta importancia en nuestros días, y que genera un potente dinamismo reformador de nuestras costumbres: la democracia. Ella estuvo discutida y elaborada como un sistema que reconoce en el pueblo al sujeto originario de la soberanía, y que entra en la concepción cristiana de la autoridad proveniente de Dios. “No hay de hecho Poder, afirma San Pablo, si no viene de Dios” (Rom. 13, 1), observando que el pueblo posee la autoridad por la ley natural, que tiene a Dios por autor, cuando forma sociedad, y confía el ejercicio a determinadas personas físicas o morales (potestas a Deo per populum). Pero hoy la democracia es celebrada, más bien, como sistema de vida social organizada, fundada sobre el concepto originario de la dignidad de cada singular persona humana, y por lo tanto sobre el proceso de gradual emancipación del hombre. Donde esto no se da, quedan suprimidos los derechos civiles fundamentales, y la más próxima y responsable participación: la gestión del bien público. El hombre, por lo tanto, figura en la democracia como persona libre e igual a sus símiles, sujeto de derecho y del deber en su más completa expresión. También la democracia por consiguiente representa un hecho humano de primer orden, tal de producir en la educación y en el espíritu del pueblo un “sentido moral” de altísimo valor. Así habló, de la guerra no todavía terminada, Pío XII en su Radiomensaje para Navidad de 1944 (Acta Ap. Sedis, 1945, p. 12 ss. Cfr. Encíclica Graves de communi de Leone XIII 1901. fr. Gonella, Principi d‘un ordine sociale, Librería Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 1944).

34 – Y así auguramos que sea. La democracia debe ser sostenida por un vigoroso y riguroso sentido moral. Debe ser una ley no tanto impuesta, sino vivida; un resultado de la conciencia colectiva sobre el respeto que cada ciudadano debe así mismo y debe a los otros y sobre la colaboración y la solidaridad de todos al bien común. Esta exaltación interior del concepto del derecho y del deber se sostiene magníficamente, si la conciencia está impregnada de sentimiento religioso. Por esto pensamos que la religión, rectamente entendida y practicada, tendrá en nuestro tiempo democrático, una nueva, próvida e indispensable función a cumplir. Deseamos que así sea, de tal manera que bajo la palabra democracia no se generen o escondan formas abusivas de desintegración del orden social. La “democracia” puede prestarse a la interpretación que la contradice, clasicismo: fundada sobre el concepto de exclusividad, de egoísmo y privilegio colectivo, y por lo tanto de lucha social; o bien puede dar lugar a la interpretación ambigua, de irresponsabilidad, de licencia concedida a una actividad indiscriminante, lesiva de otra legítima tranquilidad o del bien público; o puede expresarse en la intemperante ingerencia de los partidos que, con el objetivo de asistir al ciudadano en el ejercicio de sus derechos civiles, a ellos se sustituyen y los maniobran para otros fines y para otros intereses, que no son propiamente los suyos. Así la idea de la soberanía popular propia de la democracia, cuando no hay en ella principios éticos y jurídicos superiores, puede desembocar en el arbitrio y en la violencia, como si fuese un servicio de la libertad, o bien en el despotismo de clase o de Estado (Cfr. J. Leclercq, L‘Etat ou la politique, Louvain, 1958, p. 101 ss); mientras que imbuidos de la conciencia moral, puede fomentar la fraternidad, en la justicia y en la caridad, que es el más alto nivel de la humanidad, y que para nosotros cristianos tiene en la paternidad de Dios, traída por Cristo, su más fecunda e inviolable fuente (Cfr. G. Toniolo, Opera Omnia, i 4 voll, su la Democrazia Cristiana, e il vol. Iniziative culturali e di Azione Cattolica, Tipografia Poliglotta Vaticana, - Città del Vat. 1949 e 1951 – Cfr. A. De Gasperi I cáttolici dell‘opposizione al governo, Laterza, Bari, 1955, p. 479, 499, 509 etc. – Castelli, Scelta democratica e impegno cristiano, in “Aggiornamenti sociali”, VII (1955), 261-272).

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El sentido moral cristiano 35 – Pero lo que ahora nos apremia es decir una palabra sobre el sentido moral cristiano y de reavivarlo en el ánimo de nuestros fieles ¿Puede a un cristiano faltarle el sentido moral? Ciertamente, no. Es a todos clarísimo cómo la misma definición de cristiano se substancia de sentido moral. El cristiano es por definición: hombre en quien la valoración moral de la vida tiene suma y decisiva importancia. Para un cristiano la acción vale, en definitiva, si es moral, si es buena. Todo para él cae bajo el juicio moral: todo es clasificado según la suprema categoría del bien o del mal. Esta sensibilidad no lo paraliza, sino por el contrario lo guía, más bien lo fortalece y lo impele a la acción, porque la acción moral no es otra cosa que la búsqueda del bien, y el bien provoca amor, el amor vida y movimiento. Sabemos cómo el modo de vivir de los cristianos ha tenido siempre necesidad de una lección y de una defensa. De una lección, por derivar de principios religiosos propios del cristiano: las consecuencias prácticas correspondientes al modo de vivir, a los deberes, los nuevos hábitos, el arte y el estilo de vivir. Es una defensa porque los hábitos cristianos, en algunos aspectos, se distinguen de aquellos de la gente que no vive según la ley de Cristo y por lo tanto encuentran extraña, inoportuna, y por último inhumana la ley cristiana. Se puede observar que la primerísima literatura cristiana se detiene menos en la doctrina, que sobre el hábito de los fieles – Cfr. Los Apologistas -. Y sería una bella antología aquella que eligiera las páginas antiguas, sobre las manifestaciones del vivir cristiano en una sociedad todavía pagana. Y en esta apología que de tiempos pasados llega a los recientes, nosotros no podemos olvidar, por conformarnos con dos clásicos el libro de los Deberes – de Oficios – de San Ambrosio, todavía existente, y casi desconocidas observaciones sobre la moral católica de Manzoni. Entre los escritos más cercanos a nosotros debemos citar algunos como: Sul pensiero filosofico de la morale cristiana: A. D. Sertillanges, La philosophie morale de St. Thomas, Alcan, París, 1922; Y. L. Taparelli, Saggio teorético di Diritto naturale, Ciiviltà Cattolica, Ronma, 1900; L. Lechu, La raison règle de la moralité, Gabalda, París, 1930. E. Thamyri, Fondements de la morale,e Blaud et Gay, París, 1927. G. Cattavi de Menasce, Gaggii di análisis dell‘atto morale, Studium, Roma, 1956. J. Maritain, La philosophie morale, examen historique, Gallimard, París, 1960. G. Ambrosetti, Contributi ad una Filosofía del costume, Zanichelli, Bologna, 1959. J. Salsmans. Droit el morale. Beyaert, Bruges, 1925. Sul pensievo teológico morale: A. Lanza, P. Palazzini. Teología morale generale, Studium, Roma, 1952- G. B. Guzzetti, La Morale Cattolica, S. Voll., Marietti, Casale Monferrato, 1955 – 196 – Initiation Théologique, volume terzo, Ceri, París, 1955 – Vedasi Trad. italiana: Morcelliana, Brescia – C. Discetta, A. Gennaro, Sommario di Teologia morale – S. E. J., Torino, 1952 – B. Haring, La legge di Cristo, 3 voll., Morcelliana, Brescia, 1957 – Per semplice consultazione: G. Roberti, Dizonario di Teología morale, Studium, Roma, 1957; G. Semeria, La morale e le morali, Le Monnier, Firenze, 1934. M. S. Gillet, Guide morale du chrétien, Plon; París, 1939 – M. S. Gillet, La Valeur é ducative de la morale catholique, Gabalda, París, 1911. M. J. Lagrange, La morale de l‘Evangile, Grasset, París, 1931. G. Corti, Elementi di morale fondamentale cristiana Tip. dell‘Adolorata, Varese, 1954 – C. Carbone, La morale nel Vangelo, Domani Ed., Roma, 1950. E. Olgiati, Il Silabario della morale cristiana, Vita e Pensiero, Milano, 1925. M. Massimi, La nostra legge. Le basi e la síntesi della morale cattólica, 2 voll. Librería Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 1937. Vari Autori: Morale cristiana ed ezigenze contemporanee, Vita e Pensiero, Milano, 1956. 15

36 – Una antigua cuestión amerita un recuerdo: el de la relación de la moral cristiana con la ética natural, que ha encontrado en la ley moral del Antiguo Testamento una expresión sintética de eterno calor. Sabemos, por lo tanto, que la ley cristiana absorbe en sí la natural y la antigua; deja caer de ésta las prescripciones puramente legales y rituales, mientras confirma y perfecciona la primera. Es conocido, pero siempre es bueno recordar, el discurso de la montaña, en el que Cristo enuncia previamente su programa reformador: “No piensen – afirma – que vine para abolir la Ley o los Profetas, no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt. 5, 17). En los diez Mandamientos, famoso compendio de la ley natural, expresado en la ley positiva del Antiguo Testamento, permanece por lo tanto la norma intangible. También en el mensaje evangélico y en la ley de la vida cristiana (Mc. 10, 19). Así, la humanidad siempre ha encontrado en Cristo al custodio de todos los valores morales que ella fue capaz de desear y expresar. En general, ha reconocido en Él al más sabio y al más valiente reformador de las deficiencias morales, a las que la humanidad sola, no ha podido remediar. 37 – Y esta potente e incomparable posición tomada por Cristo, en el corazón del obrar humano, lo ha caracterizado, también, delante de quien no ha tenido ojo y ánimo para reconocer Su divinidad, como el Hombre más bueno y como el Maestro más alto en términos de humanidad. 38 – Cuánto desearíamos hablar de Él! y cómo desearíamos que todos los que todavía se dicen cristianos supiesen meditar en las enseñanzas que de Él vienen a nuestra vida. Él no sólo es el Revelador de Dios, es el Revelador del hombre, al hombre mismo; es la eterna cuestión de la sabiduría antigua: “Conócete a ti mismo”. Sólo el divino Maestro puede dar respuesta. 39 – No nos detendremos en este estudio, amplio como un océano. Solamente daremos algunas nociones sobre el sentido moral cristiano, indicando algunos puntos que nos parecen fundamentales en la enseñanza de Cristo (Cfr. L. di Grandmaison, Jesus Christi. I. 383, II, 14, Beauchesne, parís, 1927; M. J. Lagrange. La morale de l‘Evangile, Grasset, París, 1931).

Él ha dado al acto moral una nueva y profunda interioridad. Ha despertado la conciencia y ha hecho de ella una fuente de moralidad, un tribunal. Ha dicho que el exterior no basta. La legalidad no basta. La apariencia del bien, la conveniencia, el respeto de las formas, la observancia material, el aplauso de los otros no bastan. Es necesario el corazón, la conciencia, el ejercicio libre y racional de la voluntad (Se recordará el famoso artículo de B. Croce que a este propósito decía por qué el aún, corifeo del idealismo italiano, se decía cristiano). Después de este quicio interior ha trazado la línea al quicio trascendente: Dios. Delante de Dios toda la vida se desarrolla; la presencia de Él esclarece todo lo privado, hace responsable todo acto. Pero la relación hombre – Dios no es más la incerteza, no es más el temor, es el amor: sumo precepto, suma energía.

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Y sabemos que esta relación hombre – Dios se traduce en una relación del hombre-al hombre: la caridad del prójimo sigue y refleja aquella hacia Dios. Por esto, la vida moral del cristiano será sin parangón, la más humana. Por lo tanto, la vida moral del hombre se reconoce en el diálogo. Dios tiene la iniciativa: crea, ama, llama. El hombre responde amando, en la imitación práctica de Cristo. Este diálogo, es decir, la correspondencia del hombre a la ley de Dios, la que Cristo nos enseña y nos ayuda a practicar, asume importancia extremadamente dramática, porque de ella depende la suerte de la vida futura. En otro tiempo la vida futura, que nosotros olvidamos, y que ya no sabemos coordinar como se debe a la de este tiempo, Cristo la ha anunciado como incumbente, como cierta, como distinta en una alternativa tremenda y definitiva, para siempre: o el paraíso, o el infierno. La precisión de esta última catástrofe, es decir, la visión escatológica de los destinos humanos, ha dejado a los discípulos de Cristo listos a todo, deseosos de vivir bien esta vigilia terrena; y ha creado uno de los primeros y más fuertes argumentos, que han generado la ascética cristiana, es decir, el esfuerzo por la perfección. El Señor, además de la exigencia de la observancia de los preceptos, había hablado también de la conveniencia de seguir consejos particulares, libre escuela para almas llamadas a la más generosa fidelidad. La consideración, después de todo, de la vida futura fue siempre en la vida cristiana motivo muy fecundo de conversión y de vigilante disciplina moral y la amenaza terrible de la pena eterna ha siempre martillado en la conciencia de los creyentes, el carácter absoluto de la ley divina y la enorme responsabilidad de nuestras acciones (Cfr. ad. es. Lc. 16, 19ss; Mt. 25; le parabole escatologiche).

40 – Al grande y maravilloso cuadro de la vida moral trazado por Cristo no le faltan sombras. La sombra la da el pecado del hombre. Es importantísimo para nosotros, hombres modernos, rehacernos la noción y la conciencia del pecado. El mundo contemporáneo ha perdido el concepto de pecado. Una de las palabras más significativas pronunciadas por el Papa Pío XII creemos que fue y así lo expresó: “Quizás el más grande pecado en el mundo de hoy es que los hombres han comenzado a perder el sentido de pecado” (Pío XII. Discorsi e Radiomessaggi, vol. VIII, p. 288: ”Perhaps the greatest sin in the world today is that men have begun tu lose the sense of sin”. No hemos encontrado en las Actas Ap. Sedis este Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de Boston, 26 de octubre 1946. Se puede ver análogo pensamiento en AAS, 1950, p. 123). Y no

puede ser de otra manera. Perdiendo el sentido de Dios, de nuestras relaciones con Él, perdemos la noción verdadera del pecado, que es una ofensa hecha a Dios. Esta pequeña definición contiene enormes conceptos, y el primero es el de la separación de Dios, que es la Vida. El pecado es una muerte (Rom. 5, 12. Cfr. G. Bevilacqua. La luce nelli tenebre, Studium, Roma 1945.c. IX e X- F. Prat, Théologie de St. Paul, II, Beauchesne, París 1923, 226). Porque es necesario recordar rápidamente la real, si bien misteriosa, relación

trascendente que toda nuestra libre acción tiene nada menos que con Dios. Somos responsables delante de Dios. Nuestra vida se desarrolla en su presencia; cada acto nuestro es registrado por su mirada; cada acto nuestro tiene que tener una rectitud que lo lleve hacia un fin supremo; si falta esta rectitud, es por lo tanto una falta, un pecado. Esto indica que hay en nosotros continua e íntima ley a seguir, a realizar; la conciencia es la voz que nos manifiesta esta ley. Quien no la sigue, peca. Y como la conciencia es una voz interior, quien no la sigue, se viola ante todo a sí mismo. El mal nace en nosotros: eso es una discrepancia entre razón y voluntad (Cfr. Rom. 7,18: velle adiacet mihi, perficere autem bonum non invenio – San 17

Agustín dirà:…peccatum est factum vel dictum vel concupitum aliquid contra aeternam legem. Lex vero aeterna est ratio divina vel voluntas Dei ordinem naturalem conservari iubens, perturbari vetans, Contra Faustum..., 22, 27): la razón juzga buena una cosa que la voluntad rechaza querer o hacer. (Bonum mentis naturale, cum sit voluntarium, fit morale. El bien puede ser ontológico, es decir en sí mismo; lógico, es decir en la mente; moral, es decir en la voluntad Cfr. S. Th. I, II ae, 3).

El pecado es una ofensa hecha al hombre que se refleja en Dios, porque el hombre debe respetar en sí la obra, la ley y la imagen de Dios. Y como la vida está totalmente relacionada con el orden externo, con nuestro prójimo y con las normas de la convivencia humana, la violación de la ley de la conciencia y de la ley de Dios comporta ordinariamente también, una violación de la solidaridad con nuestros símiles y del orden al que debemos respeto por la sociedad. El pecado reviste por lo tanto una triple malicia: subjetiva, religiosa y social. Pero la malicia contra la religión es la más grave, y es, por sí misma, desmesurada e irreparable, porque se refiere a Dios. El Evangelio, que acerca la vida humana a Dios hasta la presencia y la familiaridad, acentúa mucho la posibilidad y la gravedad de nuestras faltas. Un cristiano no es tal, si no tiene esta sensibilidad (Se puede ver el informe de la primera sesión de la “Semana de los Intelectuales Católicos”, 1956, en le volumen Monde Moderne et sens du Péche (Mundo Moderno y Sentido del Pecado), Horay París, 1956 – F. Monntanari, Il peccato, Studium, Roma 1946 – Initiation Théologique, III – V. Vergriete, Le Péché, p. 275 ss).

41 – Este “sentido del pecado” genera pensamientos, sentimientos, y propósitos de gran importancia en el sistema moderno cristiano. Es de este conocimiento de culpa donde nace, la necesidad de liberación y de salvación. El mensaje de la salvación sería vana palabra, si el hombre no tuviera necesidad de ser salvado de esta radical e irremediable desgracia que es el pecado, esto es: la pérdida de la amistad de Dios y de la vida, la verdadera vida, que nos viene de Él. He aquí por qué en los umbrales de la vida cristiana está el arrepentimiento, la penitencia y la conversión (Mt. 3, 2; 4, 17). “Hagan penitencia, porque el Reino de los cielos está cerca” (Hech. 2, 30). 42 – Y aquí se abre la vida moral cristiana en su concreta expresión. Ella parte, decíamos, de la condición desesperada de la vida humana; el hombre es un ser decaído; el hombre es pecador; el hombre ha quebrado la relación vital que lo debería unir a Dios; el hombre es incapaz de salvarse a sí mismo. No se diga que ésta es suposición gratuita, como el naturalismo busca afirmar (Cfr-. J. Maritain, Tre Riformatori, su Rousseau, ossia il santo della natura, p. 127 ss, Marcelliana, Brescia, 1928). Es optimismo mentiroso y el espíritu de nuestra generación, con el grito de su angustia, de su desesperación, de su sarcasmo, llenan temerosamente el mundo moderno de su ciego y desgarrante testimonio (Cfr. L‘esistenzialismo senza speranza della leteratura contemporanea – Cfr. “Études”, J. Onimus, Le rire contemporain, Février 1961 – Cfr. B. Pascal, Pensées, 526, 527). ¿Cómo puede volver a levantarse el hombre, recuperar confianza en sí

mismo, confianza en el mundo, esperanza en la vida, relación con Dios? Es necesario advertir y llorar de alegría, porque Dios mismo ha venido en socorro nuestro, y ha instaurado la nueva y gran economía de la misericordia (Ef. 1). 43 – ¿Cómo se entra en esta economía, es decir, en este plano de salvación? Con la fe. La fe es el principio de nuestra justificación (Conc. Trid. Sess. VI, 8, Denz. 801. Hebr. 10, 38). La

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fe tiene por lo tanto un aspecto y una función moral de primerísimo orden. “Sin la fe es imposible complacer a Dios” (Hebr. 11, 6). 44 – Pero la fe no es más que un inicio, una condición. Aparece una positiva intervención de Dios, y se llama la gracia. Ésta nos es conferida primeramente con el Bautismo que es un acontecimiento capital en la vida del hombre. Sabemos cuál es el efecto que ella produce: nos eleva a un estado de vida que está sobre nuestra naturaleza porque nos hace, en cierto modo, participar de la naturaleza divina (II Ped. 1, 4) y ser hijos adoptivos de Dios. Es una fortuna inestimable, es un destino inefable. Pero aquello que ahora nos importa subrayar es si el Bautismo comporta una forma de vida nueva. Es un empeño solemne, es una exigencia imprescindible, es la inauguración de un estilo humano original. Jamás habremos reflexionado bastante sobre esta estupenda novedad, que el Bautismo debe introducir en nuestro modo de concebir la vida y en nuestra manera de guiarla y de gastarla. De aquí surge la costumbre, que debe llamarse cristiana. De aquí debe tomar alimento la conciencia, que quiere honrarse de tal título. Y de aquí debería nacer aquel modo de valorar las acciones humanas, que hemos llamado el “sentido moral cristiano”; éste echa sus raíces en el recuerdo y el carácter del Bautismo, y se manifiesta mirando todo, estimando todo, regulando todo según la inspiración, que se transforma espontánea y casi connatural del “hombre nuevo” (Ef. 4, 24), regenerado por el Bautismo. ¡Oh, qué necesario es que esta vacilar concesión de la vida retome luz y vigor en el cristianismo de hoy! El habituarse a este misterio y a este empeño, el olvido de los sagrados y nobles deberes que de esto se derivan, el progresivo conformismo al “mundo” profano y corrupto, el fácil y desdichado repudio que muchos hacen de su fe, la muy frecuente costumbre de no vivir en gracia de Dios dan, muchas veces una imagen deforme y degenerada del cristianismo de hoy. Es necesario restaurar en nosotros la conciencia del bautismo, para restaurar en nosotros, el rostro cristiano. 45 – Será posible esta restauración pensando que el alma, deseosa de conquistar y conservar esta soberana belleza no está sola al actuar. Además de la acción divina de la gracia, que es verdaderamente la operadora de nuestra salvación, también otros auxilios nos son cercanos: el Libro Santo, la participación en los Sacramentos, la enseñanza y la asistencia de la Iglesia, el ejemplo y la compañía de los Santos. Cada uno de estos puntos merecerían un amplio comentario. Quien comprende el valor de estos subsidios, que cooperan para hacer del hombre un cristiano bueno y fuerte y que sobre todo hace sincera experiencia, bien sabe que el “sentido moral cristiano” nace de este manantial (Desearíamos detenernos en modo particular en la lectura, frecuentemente repetida, del discurso de la montaña del Evangelio de San Mateo. c. V-VIII para el que reza el Breviario, el amor a los Salmos, del 1º y al 118, por ejemplo).

Educación del sentido moral y conclusión 46 – El sentido moral es educable (Cfr. Roberto Zavalloni, La formazione del senso morale, in “Pedagogía e Vita”, Febb. – Marzo 1958, pagg. 240-250. Delcure G., Le problème de la formation religieose dan le monde moderne – Fascicolo nº 4 – 1949 – di “Lumen vitae” Zarncke L, Enfance et conscientce morale, Ed. du Cerf, París, 1955. A. Gemelli, Psicologia dell‘età evolutiva, Giuffrè, Milano, IV ediz. 1955. G. Nosengo, 19

L‘educazione morale del giovane; La Scuola, Brescia, 1955. L. Lacroix, I sentimenti e la vita morale Ediz. Paoline, Roma, 1955. L. Kunz, Il sentimento di colpa negli adolescenti, S.E.I. Torino 1955).

Desearíamos que este axioma pedagógico esté muy presente en todos los cristianos, que advierten la incomodidad provocada por la escena de nuestro mundo y de la transformación de las costumbres. La decadencia moral, que es evidente en torno a nosotros, hace sufrir a los buenos y a cuantos aman verdaderamente la vida. No es necesario desanimarse y creer que por ser modernos debamos rendirnos a la indiferencia o a la transigencia moral. Cambiando las condiciones exteriores de la vida, cambian las costumbres, pero no cambian los principios que hacen buena y cristiana nuestra existencia. 47 – Si el hombre que progresa no permanece bueno – es decir, un hombre verdadero – y no progresa también en el sentido moral, no se puede decir que se haya, finalmente favorecido a sí mismo. He aquí la importancia del problema moral. Por otra parte la vida moral no puede y no debe ser concebida como un obstáculo para el desarrollo de la civilización moderna, de la que vienen estas transformaciones populares y de la ley positiva. Debe ser una guía y una tutela de las mismas, más bien un estímulo y término para ellos; y por lo tanto debemos buscar la vida moral, no ya en sus expresiones contingentes y cambiantes, como pueden ser las tradiciones populares y costumbres tradicionales, las normas positivas transitorias o arbitrarias sino en sus raíces profundas, en sus elementos esenciales y perennes, en sus exigencias necesarias, en sus leyes intangibles, tanto naturales como cristianas; y debemos por lo tanto alentar nuestra capacidad de descubrir, a cada paso, y de ejercer el aspecto verdaderamente moral y cristiano de nuestro actuar, en una palabra, debemos restablecer en nosotros un vivo y operante sentido moral cristiano. 48 – A ésta muy fuerte y muy profunda educación del sentido moral ayudará mucho, como es obvio, la educación de la conciencia personal. No se trata aquí de ciencia moral o de indagación sicológica, aunque una y otra pueden contribuir a dar a la conciencia moral mayor claridad y seguridad. Se trata de poner en ejercicio “el corazón”, es decir, el íntimo juicio del alma sobre la bondad o la malicia del propio actuar. Es necesario recordar que en la raíz de nuestra crisis moral está el oscurecimiento de los conceptos del bien y del mal. Lo lícito y lo ilícito hoy no son más marcados por una ley interior, sino por una ley positiva exterior. También ésta es siempre menos comprendida y siempre discutida. El bien y el mal van identificándose con lo útil y con lo nocivo, muchas veces así, mediocre y vilmente concebidos, de tal manera que no van más allá del criterio del propio placer o de la norma convencional de la etiqueta de la higiene, en lugar de reclamar la responsabilidad de nuestro actuar frente a Dios y valorar el ejercicio de la buena conciencia (Georges Leclercq, La conscience du chrétien, Aubier, París 1946; p. 241 ss; R. Guardini, La consciencia, Morcelliana, Brescia, 1933. Si veda Pío XII, Conscienza cristiana come oggetto dell‘educacione, radiomessaaggio, 23 marzo 1955, AAS, 1952, p. 270ss).

49 – Cristo convoca con insistencia a tal ejercicio con una especial y repetida recomendación: la vigilancia. La suya no es una religión que amodorre o adormezca, es una religión que despierta el espíritu y lo obliga a percibir con atención cuánto ocurre dentro y fuera: ”Estén vigilantes” (Mt. 24, 42; 25, 13; 26, 38 e 41; Lc. 12, 37; 21, 36, etc. Cfr. Ap. 3, 2). Y por lo tanto repetiremos nosotros mismos a Su nombre por éstas, nuestras contingencias que exigen una muy rápida y aguda percepción moral: estemos vigilantes. Cada uno debe hoy 20

tener para sí la advertencia de los peligros y de los males circundantes; cada uno debe saber defenderse e inmunizarse. El sentido crítico del bien y del mal. La elección personal del primero es la franca renuncia al segundo, la vivacidad del autocontrol debe ser alentar la afirmación de la personalidad moral, con nuevo estilo, desenvuelto y firme, siempre digno del nombre cristiano. 50 – Escuela de vigilancia interior es el examen de conciencia. Sí, este antiguo y útil ejercicio de la buena ascética cristiana es próvido y moderno. La sabiduría profana lo tiene en alto honor (Recordemos, por ejemplo, a Séneca: Quotidie apud me causam dico totum diem mecum scrutor, facta et dicta remetior. Nihil mihi abscondo; nihil transeo. Cfr. Ep. 83, 2; De ira 3, 36, 1 – J. Lebret et Th. Sauvet, Rajeunir l‘examen de concience, in “Économie et Humanisme”. París, 1952 trad. it Ringiovanire l‘esame conscienza, Ed.Studium, Roma, 1952), la ascética cristiana es de

hecho una norma de cotidiana aplicación para todos los que quieren caminar en el camino de Cristo (Cfr. Can. 125 – San Ignacio. Esercizi Sp. 1 sett). El famoso “conócete a ti mismo” encuentra en el examen de conciencia su sapiente fecundidad, y cuando esta autoexploración es hecha en el espejo de la luz de Cristo, el análisis sobre uno mismo no es narcisismo mórbido y vano, sino descubrimiento de sí en la sincera tensión hacia la perfección. 51 – Esta escuela tiene una guía: la dirección espiritual. Conozcamos qué es: la asistencia, ofrecimiento del consejo y de la exhortación de un sacerdote a un fiel, para que éste se conozca mejor a sí mismo y también al deber que le es propio, y pueda progresar en la formación de su personalidad espiritual en orden a Dios. No es, por lo tanto, la subordinación pasiva de un alma a un superior propiamente dicho, cuya autoridad cree que es un deber obedecer (G. Leclercq, La conscience du chrétien, Aubier, París, 1946, p. 247ss. Ver el artículo: Direzione spirituale nel Dizion. Enciclopedico di Pedagogía, vol. I, S.A.I.E. Torino 1958), sino la ayuda autorizada y resaltada de una guía experta y amiga para el desarrollo de la conciencia moral y de las energías personales, de quien libremente elige y quiere esta ayuda. La dirección espiritual tiene una función bellísima y se puede decir indispensable para la educación moral y espiritual de la juventud, que quiere interpretar y seguir con absoluta lealtad la vocación, cualquiera sea ella, de la propia vida, cuando a la luz y la caridad de un consejo piadoso y prudente se pide la verificación de la propia rectitud y el aliento para el cumplimiento generoso de los propios deberes. Es un medio pedagógico muy delicado, pero de grandísimo valor; es arte sicológico de grave responsabilidad en el que la ejercita; es un ejercicio espiritual de humildad y de confianza en el que la recibe. Pensemos que merece toda atención y respeto en cuantos tienen como muy importante la formación de un sentido moral, vigilante y seguro. 52 – No podemos callar también una referencia a la Confesión sacramental, como escuela incomparable del sentido moral. Nos basta una citación de Monzoni: “Una institución que obliga al hombre a formarse un juicio severo sobre sí mismo, a medir sus acciones y sus disposiciones con la regla de la profesión, que le da, el más fuerte motivo para excluir de este juicio toda hipocresía, que será reexaminada por Dios. Es una institución sumamente moral” (Osservazione sulla morale católica VIII, 3, ediz. SEI, Torino 1934, p. 241). La educación católica puede tener en la práctica de la Confesión sacramental un instrumento eficacísimo de formación (Cfr. San Giov. Bosco, Reg. Sal., art. 94: “La frecuente Confesión, la frecuente Comunión y la Misa cotidiana son las columnas que deben sostener un edificio educativo, de quien se quiere tener lejos del látigo y la amenaza”). No nos queda otra cosa que recomendar que el

ejercicio de este ministerio sea cumplido no sólo con celo asiduo y paciente, sino también 21

con inmenso cuidado y con exquisita sabiduría (A. Grazioli, La Confesione dei Giovanetti, Marietti, Torino, 1942. Timon David, Giovani al confessionale, - trad. dal francese –, Messaggerie Catt., 1956 – La confesione a cura della comunità sacerdotale di Saint Séverin – trad. -, Corsia dei Servi, Milano, 1960). 53 – La educación católica, también bajo este aspecto modernísimo, debe aportar su contribución original y providencial a aquel programa pedagógico que caracteriza la formación del hombre ideal, en la sociedad contemporánea: la autonomía de la persona, el sentido de responsabilidad, el autocontrol, la capacidad de la elección, la coherencia del obrar, el desinterés y la conciencia del deber social, la iniciativa en el bien, la constancia en la acción, la fuerza de la resistencia, la generosidad del sacrificio. Somos solícitos de explicar todo esto con una palabra corriente: carácter. Los antiguos lo llamaban virtus. Y era la expresión del hombre verdadero, del hombre completo: y nos hace pensar en el campeón, en el héroe. Hace pensar al santo. El hombre ideal debe ser polarizado por el sentido moral (Cr. J. Maritain, Umanisimo integrale, introducione, p.11, Studium, Roma, 1936, e sul concetto filosofico del Santo: Platone, Eutifrone).

54 – Para concluir nuestra exhortación nos parece oportuno llamar la atención de nuestro clero y de nuestros fieles sobre algunas tentaciones particulares, que reclaman hoy una viva presencia del sentido moral. Apenas hacemos alusión. Son, en definitiva, las tentaciones clásicas que acechan permanentemente el camino virtuoso del hombre, con la fascinación de la triple concupiscencia. 55 – Allí está hoy una patente tentación que viene de los bienes temporales y de las riquezas económicas. Su conquista pone el acento en el primado de lo temporal y la obtiene en la concepción materialista de la vida, sea proletaria como capitalista. La esperanza cristiana es suplantada por la esperanza económica y social. Además, su manejo desintegra el concepto de honestidad: en el pago de los impuestos, en el negocio de la bolsa, en la especulación monopolística, en el enredo comercial, en el “sobrecito” clandestino, etc; el interés termina por justificar todo proceder incorrecto, sin tropezar con el código penal. Después el propio goce: el lujo, la vanidad, el placer, la diversión, la mundanidad se transforman en ídolos a los que el hombre moderno se hace la obligación de ofrecerles sacrificios; la sugestión mundana se hace colectiva, la fiebre de los sentidos se transforma en endémica, la vida gozosa, un ideal. Será necesario que el sentido moral esté vigilante y fuerte para mantener en la vida el “primado de lo espiritual”, la honestidad de la justicia en el comercio, la sobriedad que conserva en el hombre la posibilidad de gozar de los bienes de este mundo, sin quedar embriagado y degradado. 56 – Después está la gran tentación de la carne. Es hoy la más peligrosa porque es la más visible, la más ofrecida, la más tolerada. El “hombre carnal” (Cfr. I Cor. 2, 14) de San Pablo parece tener gran espacio en la literatura, en el espectáculo, en la prensa, en la licencia de las costumbres. El fundamento es triste y enorme. El interés vivísimo que rodea estas manifestaciones características de nuestro tiempo, circundadas de publicidad descuidando todo reparo. La misma crítica, frecuentemente plagada de juicios técnicos y estéticos, se hace tolerante y muchas veces cómplice de la inmoralidad de ciertas exhibiciones, calificadas como culturales y artísticas. 22

Recemos los buenos, para vigilar y actuar. El sentido moral no debe atenuarse por el desborde del mal y de las formas que lo conducen. Autoridades, padres, educadores, ciudadanos honestos: les toca hoy asumir la obligación de dar signos de sensibilidad moral, en cuanto a la ley, no dejando indeterminados los criterios objetivos, ni quedando abandonado a sí mismo el criterio de lo lícito y lo ilícito. La defensa de las nuevas generaciones, la necesidad de conservar fuerte e íntegra la institución familiar, el honor del pueblo italiano, la dignidad de nuestras expresiones artísticas, la amplitud dada a las manifestaciones sanas de la vida, pero sobre todo el carácter sagrado de la persona humana, del bautizado especialmente, y el imperativo amoroso y tremendo de la ley de Dios deben infundir en nuestro sentido moral nueva virtud, no tanto aquella de asustarse y de escandalizarse, sino aquella de reivindicar los valores positivos del pudor y del amor a su integridad. 57 – Finalmente la tercera tentación, aquella del orgullo; tentación difícil para definirla, porque penetra por todos lados. Nosotros buscaremos de sorprenderla, en nuestro mundo contemporáneo, donde quiera que el hombre cree ser fin de sí mismo, de bastarse a sí mismo, de no deber ocuparse sino de sí mismo; donde, por lo tanto, el hombre se transforma en ídolo para él mismo, y niega, de palabras o de obras, aquel preámbulo de la ley de Dios, del cual el resto de sus mandamientos toma fuerza: “Yo soy el Señor tu Dios, y no tendrás otro Dios fuera de mí” (Cfr. Es. 20, 2-3; Dt. 5, 6-7). El ateísmo, que lo niega; el laicismo, que lo excluye; la indiferencia, que lo abandona; el afán exclusivo por las cosas de este mundo, que lo olvida; el hedonismo, que lo sustituye con efímeros placeres, son todas formas, como tantas otras, de la eterna tentación que interrumpe el eje moral, tendido entre el hombre y Dios, y lo interrumpe a nivel humano, como si fuese el supremo, y como si se bastase para gobernar la vida. Ésta es la ilusión moderna que se insinúa en cada estado social, en toda edad, en cada hombre, que respira la atmósfera embriagada de la potencia de nuestro mundo. El sentido moral cristiano por otro lado es el más verdadero y la más viva respiración para la vida; le da aire del cielo, es decir, le restituye su orientación trascendente que mientras le hace experimentar la humildad de su verdadera estatura, le abre la visión y la aspiración de la Realidad definitiva y le da garantía de poderla alcanzar por la gracia que de aquella Realidad divina le viene en ayuda. 58 – Con esto nosotros no nos erigimos como opositores o críticos incontestables del mundo que nos circunda y en el que la Providencia nos ha destinado a vivir, más bien nos queremos profesar admiradores y amigos, aunque sí miramos al mundo como discípulos de la Cruz. El mundo circundante, decíamos, es todo un fermento de actividad y de progreso; todo está en transformación: ciencia, técnica, industria y cultura. Cambian, en torno a nosotros, todas las cosas. Saludamos con placer esta rápida y fulgurante evolución; pero no queremos dejarnos influenciar por el vértigo, que nos haga perder el verdadero sentido de la vida, es decir del sentido moral. Este debe estar más despierto y más activo, y debe mantener al hombre en su verdadero equilibrio, condición indispensable no sólo para no ser víctima de sus mismas conquistas. Nosotros queremos que con la conquista del mundo exterior, el hombre alcance aquella de la perfección interior. El hombre debe permanecer hombre; debe progresar moralmente, aunque progresando materialmente, podría dañarlo su gran fatiga. Debe, por lo tanto, permanecer cristiano, comprender y vivir esta salvadora

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vocación y el trabajo de esta crítica coyuntura. Debe recordar las palabras de Cristo, que lo despierta a un nuevo sentido moral: “Vigilen y recen para no caer en tentación” (Mc. 14, 38). 59 – Hermanos e Hijos queridos: esto queríamos decirles, para que las palabras tengan la virtud de la convicción y de guía. Paternalmente, los bendecimos a todos.

Mons. G. B. Montini Cuaresma 1961 Arquidiócesis de Milán

* Traducida por Mons. Roberto J. González Raeta.

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