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JOSE MARIA CASTILI

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SIMBOLOS DE LIBERTAD TEOLOGIA DE LOS SACRAMENTOS

VERDAD E IMAGEN

JOSE MARIA CASTILLO

SIMBOLOS DE LIBERTAD Kj

Teología de los sacramentos T ercera E dició n

EDICIONES SIGUEM E-SALAM ANCA, 1981 i

A Margot, Nani, Joaquín, Seke y Sinfo, mis colaboradores más directos en Teología Popular

© Ediciones Sígueme, S.A., 1981 Apartado 332-Salamanca (España) ISBN: 84-301-0823-8 Depósito legal: S. 501-1981 Printed in Spain Fotocomposición e impresión: Gráficas Ortega, S.A. Polígono «El Montalvo»-Salamanca 1981

CONTENIDO

Introducción................................................................................ 1. La crisis de la práctica religiosa.................................. 2. Jesús y la práctica religiosa establecida.................... 3. La iglesia primitiva y la práctica religiosa............... 4. El culto cristiano: mensaje y celebración................. 5. Rito, magia y sacramento............................................. 6. Los símbolos de la fe ...................................................... 7. Símbolos de libertad........................................................ 8. La doctrina del magisterio sobre los sacramentos 9. Reflexión sistemática....................................................... Conclusión........................ Siglas y abreviaturas....

INTRODUCCION

Este libro pretende responder a tres preguntas elementales: ¿qué es un sacramento? ¿por qué hay sacramentos? ¿para qué son los sacramen­ tos? A primera vista, se trata de cuestiones sin importancia. Porque se refieren a cosas muy sabidas. Cosas de las que un niño de primera comunión puede dar una buena respuesta. Pero el problema está en saber si esa «buena respuesta» es realmente la respuesta acertada. Y conste que al decir esto, no pretendo poner en duda lo que enseñan los catecismos acerca de los sacramentos. El problema, creo yo, está en otra cosa. Para empezar a entendernos, haré mención de lo que ha pasado en los últimos años. Todo el mundo sabe que a raíz del concilio Vaticano II, las prácticas religiosas de los católicos sufrieron una violenta sacudida. Muchas de esas prácticas se vieron modificadas y algunas de ellas fueron sencillamente abandonadas. Por otra parte, parece que la gente se volvió menos religiosa: el clero se enrareció, las vocaciones sacerdota­ les y religiosas descendieron de manera alarmante, los jóvenes se apartaron de la iglesia y no querían saber nada de lo religioso. Además, los grupos más inquietos orientaron su preocupaciones en la linea de lo social y político. Y así cundió el desconcierto. Unos decían que la culpa de todo estaba en el concilio y en los clérigos progresistas, mientras que otros aseguraban que los males de la iglesia y de la religión estaban causados por el conservadurismo de la institución clerical y sus adeptos. Pero el hecho es que ese estado de cosas no parece que vaya a durar por mucho tiempo. Por lo menos, es seguro que ya hay signos más que sobrados de un retomo a posiciones anteriores, que algunos imaginaron

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Introducción

definitivamente liquidadas. Ya nadie se atrevería a escribir ni dos palabras seguidas sobre la «muerte de Dios» o sobre la «era postcristiana». Porque van pasando los años y el hecho es que la religión no decae. Es más, hay señales evidentes de que últimamente lo religioso está cobrando nueva fuerza: las iglesias se llenan de gente, muchos jóvenes se acercan nuevamente a los sacramentos, parece que el clero se muestra más firme a la hora de exigir lo que siempre se exigió a los fieles. Naturalmente, en este ir y venir de ideas y experiencias contrapues­ tas, los sacramentos han jugado —y siguen jugando— un papel impor­ tante, quizás decisivo. Entre otras cosas, porque quienes pensaban, hace unos años, que las cosas iban mal, se fijaban muy especialmente en el abandono más o menos masivo de las prácticas sacramentales, mientras que ahora, los que creen que ya empieza a ir todo mejor, se fijan sobre todo en que la gente llena los templos y los sacramentos se ven más frecuentados. Por supuesto, este libro no pretende analizar la objetividad de las apreciaciones globales que acabo de apuntar. Y menos aún se trata aquí de hacer un estudio en profundidad de los fenómenos que he indicado sumariamente. Si he hecho alusión a esas cosas, es porque me parece que este ir y venir de ideas y de experiencias contrapuestas nos muestra, hasta la evidencia, que nuestras ideas y criterios acerca de los sacramen­ tos son demasiado inconsistentes y seguramente fallan por algún sitio. Porque, en realidad, ¿se puede asegurar que la situación era tan negati­ va y desastrosa hace unos años? O por el contrario, ¿se puede decir sin más que ¡as cosas empiezan a ir ya mucho mejor en este momento?¿qué teología de los sacramentos se oculta debajo de esos juicios y apreciacio­ nes? ¿qué idea de lo que es un sacramento y del papel que los sacramen­ tos tienen que desempeñar en la vida de los fieles, en la iglesia y en la sociedad? ¿se puede afirmar que la iglesia es más fiel al evangelio por el solo hecho de que la gente asiste más masivamente a los templos? Pero entonces, ¿sabemos apreciar exactamente lo que significa celebrar un sacramento? He dicho antes que en este libro se trata de responder a tres preguntas elementales, las preguntas que se refieren a lo que es un sacramento, por qué hay sacramentos en la iglesia, para qué son los sacramentos. Es muy posible que, además de las respuestas a esas cuestiones, el lector encuentre aquí nuevas preguntas, que quizás podrán estimularle a proseguir su estudio, su reflexión y su búsqueda. También eso está expresamente pretendido. Porque es función de la teología, no sólo el dar las respuestas adecuadas, sino además plantear las cuestiones pertinentes, que nos puedan impulsar a todos en la búsqueda incesante de la verdad total.

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La crisis de la práctica religiosa

1. El hecho Es un hecho de sobra conocido que la práctica religiosa se ve sometida, en la actualidad, a un proceso crítico. En muchos ambien­ tes se reza menos que antes, han disminuido sensiblemente las prácti­ cas tradicionales de piedad y, en bastantes casos, se minusvalora o incluso se rechaza la participación en los sacramentos: se pone en cuestión el bautismo de los niños; ha disminuido bastante la recepción del sacramento de la penitencia; muchos jóvenes se niegan a casarse por la iglesia y abunda la gente que no le ve sentido a la misa. Este estado de cosas se ha acentuado en los últimos años, sobre todo en tres sectores de la población: entre los jóvenes, en el mundo intelectual, y entre los obreros del sector industrial. Por el contrario, parece que persiste de manera más constante la práctica religiosa entre la burguesía, en las llamadas clases medias, y entre la gente de ambientes rurales no afectados por la emigración. Es verdad que sobre estas apreciaciones de carácter global será necesario hacer algunas matizaciones importantes. Pero, en todo caso, parece bastante claro que las cosas están así. Ahora bien, esta situación resulta preocupante. Y es origen de numerosos conflictos y tensiones. Hasta el punto de que la iglesia se ve amenazada de escindirse en grupos contrapuestos y enfrentados entre sí: desde los que quieren mantener la liturgia en latín (el obispo Lefébvre) hasta los grupos más progresistas que ven los sacramentos como ritos alienan­ tes porque para ellos lo inr prtante es el compromiso y el testimonio que se expresa en la vida Esta tensión comporta dos maneras,

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La crisis de la práctica religiosa

fundamentalmente diversas, de entender y de vivir la fe. Y mucha gente se pregunta: ¿cuál de las dos es la correcta? Por supuesto, los modelos extremos no suelen abundar. Pero sí proliferan por todas partes los modelos intermedios que se orientan decididamente hacia un extremo o el otro. Por eso, es frecuente que muchos padres y educadores se angustien ante la indiferencia — o incluso la resisten­ cia— de los jóvenes ante cualquier tipo de práctica sacramental. Por eso, es frecuente también que muchos sacerdotes no sepan lo que deben hacer cuando ven todos los días que la administración de sacramentos es, para mucha gente, una práctica rutinaria con la que se cumple por motivaciones dudosamente cristianas. Lo cual influye, quizás decisivamente, en no pocas crisis sacerdotales. Y por eso, finalmente, resulta poco frecuente encontrar diócesis o parroquias en las que se haya llegado a trazar una programación pastoral que parezca coherente a todos los miembros de la comunidad cristiana. De esta manera, la iglesia se ve abocada a situaciones permanen­ tes de conílictividad, que a veces resultan sencillamente insoportables. Por otra parte, parece bastante claro que esta conflictividad no se va a resolver haciendo llamamientos a la buena voluntad de las personas. La solución se puede empezar a encontrar sólo en la medida en que comprendamos cuál es la significación fundamental de los sacramen­ tos; y en la medida también en que sepamos resituar el problema de fondo que aquí se nos plantea. 2. Significación fundamental de los sacramentos Los sacramentos son las prácticas religiosas fundamentales del cristiano. Aunque el pueblo creyente da más importancia, a veces, a otras prácticas no sacramentales, por ejemplo a una procesión o a determinados actos de piedad, sin embargo, tanto en la enseñanza oficial de la iglesia como en los acontecimientos fundamentales de la vida (el nacimiento, el matrimonio, etc.) los ritos sacramentales son en concreto las prácticas religiosas que tienen el lugar prioritario en la religión cristiana. Ahora bien, la expresión religiosa se compone de dos elementos fundamentales: la doctrina y la práctica. Los especialistas en fenome­ nología y sociología de la religión se preguntan cuál de estos dos elementos es prioritario con respecto al otro. La respuesta más aceptable es la que considera la teoría y la práctica como dos realida­ des que están inseparablemente entrelazadas, de tal manera que no es posible ni separarlas ni aun siquiera dar la prioridad a la una sobre la otra. Como se ha dicho acertadamente, «ningún acto de piedad

Significación fundamental de los sacramentos

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puede existir sin alguna idea de lo divino, de la misma manera que una religión no puede practicarse sin un mínimo de expresión cul­ tual» '. Por eso, E. Durkheim ha definido el hecho religioso como «el conjunto de creencias y de ritos correspondientes que constituyen una religión»2. Así pues, queda claro que la religión se compone de doctrinas y de prácticas. Y que ambos elementos son igualmente indispensables y esenciales. De lo dicho se sigue que si se quiere renovar en profundidad la religión, no basta con renovar las doctrinas religiosas. Tan importan­ te como eso es renovar también las prácticas religiosas. Es más, si se tiene en cuenta cómo se desarrolla en concreto el hecho religioso, parece que es más importante renovar las prácticas religiosas que las doctrinas. Por una razón que se comprende fácilmente: la gran masa de la población religiosa practicante no suele entender mucho de las doctrinas o teorías religiosas, mientras que la práctica religiosa es lo que la gente vive y experimenta cada día, porque es lo que se mete por los ojos, lo que se siente y se palpa. De las doctrinas y teorías se ocupan los estudiosos y especialistas: filósofos, sociólogos, antropó­ logos, teólogos, etc. Por eso puede ocurrir —y de hecho ocurre— que, en una religión determinada, las doctrinas teológicas evolucionan o se renuevan con rapidez y en profundidad, mientras que seguramente las prácticas religiosas siguen más o menos ancladas en lo que siempre fueron. Esto es lo que viene ocurriendo en la iglesia católica: la teología ha evolucionado profundamente en los últimos años, sobre todo a partir del Vaticano II. Concretamente en algunos tratados teológicos, esta evolución ha sido muy importante, por ejemplo en cristologia. Pero ocurre que, mientras la teología se ha renovado profundamente, la práctica religiosa sigue siendo, en muchos casos, lo que siempre fue. Es verdad que se han introducido algunos cambios en la liturgia, pero sin duda alguna en la misma liturgia han cambiado más las teorías litúrgicas que la praxis litúrgica. Por eso se explica el hecho de que en la actualidad hay sectores de la iglesia con una teología muy avanzada y progresista, pero con una práctica religiosa que en el fondo sigue siendo lo que fue siempre. La conclusión que se sigue de lo dicho es que la renovación del cristianismo y de la iglesia depende esencialmente de la renovación en profundidad de la prácticá sacramental. Desde este punto de vista se puede afirmar que la significación fundamental de los sacramentos está en que son expresiones primordiales de la vida cristiana. Lo que 1. J. Wach, Sociologie de la religion, Paris 1955, 22. 2. H. Durkheim, Les formes èlèmentaires de la vie religieuse, Paris 61968, 56.

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La crisis de la práctica religiosa

quiere decir que la vida cristiana —y por tanto la iglesia— se renovará en la medida en que se renueven los sacramentos, es decir la práctica sacramental del pueblo cristiano. 3. El problema de fondo En todo este asunto es decisivo comprender que la práctica sacramental no se renueva, ni siquiera se cambia, por el solo hecho de renovar o cambiar la forma externa de celebrar los sacramentos. Cuando aquí hablamos de forma externa nos referimos al ritual. De hecho, la experiencia nos enseña que recientemente se han modificado los rituales de todos los sacramentos, pero no por eso se ha renovado la vida cristiana de los fieles, ni siquiera se puede decir que la gente comprende y vive ahora mejor lo que son y representan los sacramen­ tos. En este sentido es elocuente lo que está ocurriendo con el bautismo, la penitencia o el matrimonio: se han renovado los rituales de esos sacramentos, pero los católicos practicantes siguen, en su gran mayoría, sin comprender ni vivir lo que representan esos sacramen­ tos. El bautismo de los niños sigue siendo un problema, la crisis de la penitencia no se resuelve, y una cantidad abrumadora de matrimo­ nios se continúan celebrando de manera muy preocupante. Y, sin duda, algo parecido se podría decir del sacramento de la confirmación o de la unción de los enfermos. Cuando se habla de este problema, es frecuente oír a personas bienintencionadas que se quejan de la poca atención que los sacerdo­ tes y educadores prestan a la catequesis. Y se dice muchas veces que la gente no comprende ni vive debidamente los sacramentos porque la formación catequética de los fieles está muy descuidada o incluso quizás abandonada. Por supuesto, los que dicen estas cosas tienen razón, al menos en muchos casos. Porque es evidente que si los cristianos tuvieran una formación teológica más completa, compren­ derían mejor los sacramentos. Pero aquí es de suma importancia caer en la cuenta de que quienes le echan la culpa a la falta de formación doctrinal, en realidad lo que hacen es poner al descubierto la grave­ dad del problema. Porque cuando un símbolo necesita muchas expli­ caciones y de muchas teorías para ser comprendido y vivido, eso quiere decir que ha dejado de ser un verdadero símbolo y se ha convertido en rito y en ideología. Los ritos y las ideologías necesitan de muchas explicaciones, de muchas aclaraciones y justificaciones para ser asimiladas y aceptadas por la gente. Por el contrarío, todo verdadero símbolo brota de la experiencia de las personas y es el vehículo connatural de lo que la gente vive. Todo esto se comprenderá

La persistencia de lo religioso

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mejor cuando hablemos de la estructura y de la función propia de los símbolos. Pero era necesario decirlo ya desde ahora. Porque es necesario comprender, desde el primer momento, que quienes le echan la culpa a la formación doctrinal de los fieles, en realidad lo que hacen es buscar una escapatoria (un chivo expiatorio) para no afron­ tar el problema de fondo que aquí se plantea. Ese problema de fondo está en que la práctica sacramental es vivida por la gente como práctica religiosa^ Ahora bien, en la medida en que la práctica religiosa es hoy una cuestión problemática, en esa misma medida los sacramentos son un problema sin resolver. Por la sencilla razón de que la práctica religiosa plantea hoy una serie de cuestiones que es necesario abordar con toda honestidad y lucidez. Se trata, por tanto, de comprender que la práctica religiosa no se renueva cambiando los rituales solamente, ni sólo instruyendo a los fieles con teologías y catequesis más eficaces. La práctica religiosa, y más en concreto la práctica sacramental, se renueva únicamente cuando se afrontan honestamente los problemas de fondo que plan­ tea. 4. La persistencia de lo religioso Hace algunos años, concretamente en la década de los 60, se habló y se escribió mucho sobre la crisis de lo religioso. Las teologías de la secularización y de la muerte de Dios pusieron de moda esta temática. Se pensaba que habíamos entrado en una era nueva: la era secular y postcristiana, en la que lo religioso había perdido definitivamente toda relevancia. Apenas han pasado diez años y ya se tiene la impresión de que aquella moda teológica ha perdido casi toda su actualidad. En este sentido, es interesante recordar lo que reciente­ mente ha escrito A. M. Greeley: Como sociólogo, siempr*/he tenido la impresión de que gran parte de la literatura teológica referente al fenómeno de la llamada secularización dejaba mucho que desear. Creo que muchos teólogos se han dado demasiada prisa al proclamar la existencia del hombre irreligioso, aunque no abundan los datos sociológicos que confirmen esta realidad. No hay inconveniente en que los teólogos utilicen la sociología como uno de los ingredientes de su quehacer específico, pero es comprensible que el sociólogo desee que los teólogos afinen más al abordar las complicaciones y ambigüedades que pone de manifiesto la investiga­ ción sociológica, especialmente la sociología de la religión3. 3. A. M. Greeley. Concilium 81 (1973) 5.

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La crisis de la práctica religiosa

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El hecho es que las creencias religiosas y la práctica religiosa, en su sentido más global, no parecen haber disminuido tanto como algunos afirman. Es más, en algunos países de alto nivel industrial y tecnocrà­ tico parece que más bien ocurre lo contrario. Tal es el caso de los Estados Unidos de América4. Por lo demás, sabemos que la gran masa de los católicos suele seguir bautizando a sus hijos recién nacidos, hasta el punto de que el verdadero problema que viven muchos párrocos es el no poder discriminar a quién se le debe administrar el bautismo y a quién no. Y lo mismo ocurre con los demás sacramentos. Es decir, la gente sigue acudiendo masivamente a la práctica sacramental. Por otra parte, como advierte el mismo Greeley, «si se nos dice que al menos entre las minorías avanzadas de la sociedad predomina el hombre secular, tecnológico e irreligioso, únicamente respondere­ mos que precisamente la progenie de esas minorías parece estar hoy muy interesada en recrear las dimensiones tribales en su mundo de las comunas psicodélicas y neosacrales»5. En este sentido, ha sido alta­ mente iluminador el giro espectacular que en pocos años ha dado un autor tan leído como H. Cox, que en cuestión de muy poco tiempo ha hecho su peregrinación desde la «ciudad secular» hasta su «fiesta de los locos», que es la exaltación de lo religioso, lo místico y lo contemplativo6. N o parece, por tanto, que, ni siquiera entre las minorías que se consideran más «secularizadas», se haya impuesto definitivamente el rechazo, sin más, de lo religioso. Y aquí se debe recordar la seducción que hoy ejerce en amplios sectores de la pobla­ ción «la exaltación del interés hacia lo oculto, la meditación de estilo oriental y, finalmente, como dato más significativo, el descubrimiento de la dimensión religiosa del humanismo histórico»7. Por consiguiente, desde el punto de vista de los datos empíricos, no hay razones para pensar que la religiosidad en general, y la práctica religiosa en concreto, estén en vías de desaparición, sino más bien de todo lo contrario. Estas razones de carácter empírico se ven reforzadas por las motivaciones de tipo social y antropológico que determinan la prácti­ ca de lo religioso. Más adelante volveremos sobre este asunto. Pero, ya desde ahora, se puede afirmar que la religiosidad tienen un poder de integración de los individuos en los grupos humanos que hace que esos individuos se sientan, con frecuencia, fuertemente atraídos hacia 4. 5. 6. 7.

CF. A. H. G.

A. M. Greeley, Religion in the year 2000, New York1969, 31-73. M. Greeley, El hombre no secular, Madrid 1974, 49. Cox, Las fiestas de locos, Madrid 1972. Baum, La persistencia de lo sagrado: Concilium 9 (1973) Í2.

La ambigüedad de lo religioso

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las prácticas de piedad en sus diversas formas8. Esto explica el que las personas que experimentan una determinada sensación de desarraigo (caso, por ejemplo, de los emigrantes), acudan a los cultos dominica­ les con asiduidad porque en ello encuentran un factor de integración en el grupo humano que les resulta protector. Por otra parte, hay que tener en cuenta una motivación de tipo antropológico, que es quizás la más decisiva en el mantenimiento de la religiosidad. Se trata de que en la condición humana se encuentra profundamente anclada una tendencia a crear un esquema absoluto de significaciones y a sacralizarlo9. De ahí la persistencia del hecho religioso, en todos los tiempos y en todas las culturas, desde los pueblos más primitivos de los que tenemos noticia, hasta nuestros días. Otra cuestión muy distinta es la explicación que se quiera dar de este hecho, tan curiosamente persistente, no obstante el cúmulo de cambios históricos, culturales, sociales y de todo tipo a que ha estado sometido el hombre en su ya larga historia. E. E. Evans Pritchard, que ha analizado las diversas teorías sobre el origen de la religión, concluye su estudio con la consideración de que si se piensa que las almas, los espíritus y los dioses de la religión carecen de realidad y son completas ilusiones, parece inevitable buscar una teoría biológica, psicológica o sociológica de cómo en todo tiempo y lugar han sido las gentes tan estúpidas como para creer en esos dioses. Pero aquel que admite la realidad del ser espiritual no requiere por igual estas explicaciones, pues, a su juicio, por inadecuadas que sean las concep­ ciones de Dios y del alma que tienen los pueblos primitivos, no se trata de meras ilusiones10. Y es que, como decía W. Schmidt en su refutación contra las teorías de Renán, «existe demasiado peligro de que el no creyente hable de la religión como hablaría un ciego de los colores o un sordo completo de una bella composición musical»11. 5. La ambigüedad de lo religioso Cuando hablamos de religión, religiosidad o práctica religiosa, debemos comprender, ante todo, que estamos utilizando expresiones sumamente ambiguas. Y para convencernos de ello, podemos hacer­ nos una pregunta muy sencilla: ¿fue Jesús de Nazaret un hombre religioso? A primera vista, parece que esta pregunta carece de sentido. 8. 9. 10. 11.

Cf. sobre este punto, J. Wach, o. c., 39-43. Cf. A. M. Greeley, El hombre no secular, 268. E. E. Evans Pritchard, Las teorías de la religión primitiva, Madrid 1973, 192. W. Schmidt, The origin and growth of religion, 1931, 6.

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La crisis de la práctica religiosa

Porque, ¿qué duda cabe que Jesús fue un hombre profundamente religioso? Y sin embargo, tiene sentido el hacerse esa pregunta por­ que, como sabemos muy bien, Jesús fue rechazado y condenado por las personas más religiosas de su tiempo. Y fue rechazado y condena­ do precisamente porque la gente más religiosa de entonces consideró que era un blasfemo y un impostor, es decir, el enemigo más radical de la religión (cf. Mt 9, 3; Me 2,7; Mt 26,65; 27, 39; Me 15,29; Le 22,65; Jn 10, 36). Evidentemente, esto quiere decir, por lo pronto, que un mismo comportamiento puede ser considerado como religioso o exactamente todo lo contrario. Y eso está indicando, por sí solo, hasta qué punto la religión y la religiosidad es un hecho o una experiencia cargada de una inevitable ambigüedad. Para comprender en qué consiste esta ambigüedad, empezare­ mos por analizar, al menos de una manera elemental, eso que llama­ mos religión. En el uso de la lengua castellana, la religión es el «conjunto de creencias sobre Dios y lo que espera al hombre después de la muerte, y de los cultos y prácticas relacionadas con esas creencias»12. Por su parte, el Diccionario de la real academia de la lengua española nos presenta un significado más detallado: Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto 13. Como se ve por estas explicaciones, de lo que es la religión, ésta comporta dos componentes: un término último, que es Dios o la divinidad, y a eso se refieren las creencias o los dogmas; y unos medios de acceder a ese término o para relacionarse con él, y a eso se refieren los cultos y las prácticas relacionadas con las creencias. Por lo demás, esta distinción entre el término (Dios) y los medios (prácticas religiosas) tiene su razón de ser en el hecho de que Dios, por su misma definición, es el ser transcendente, el que está más allá del horizonte último de la existencia humana, lo que quiere decir que el hombre no tiene acceso directo e inmediato a Dios, al menos mientras el hombre existe en la presente condición terrena. Ahora bien, eso quiere decir que el hombre no puede relacionarse con Dios nada más que a través de un orden de mediaciones humanas. De ahí que cuando hablamos de la religión, podemos referirnos o al término, Dios en sí mismo, o a las mediaciones con las que el hombre intenta relacionarse con Dios. 12. M. Moliner, Diccionario del uso del español II, Madrid 1975, 989. 13. Ed. 1970, 1127.

La ambigüedad de lo religioso

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Pero conviene precisar más esta distinción entre el término y las mediaciones. Porque, en realidad, las mismas creencias religiosas o los dogmas son también mediaciones creaturales entre Dios en sí, por una parte, y el hombre, por otra. En este sentido, es sumamente iluminadora la profunda afirmación de santo Tomás: Ässensus fidei non term ina tur ad enuntiabile, sed adrem™. El acto de fe no se termina en la formula dogmática, sino en la realidad última a la que esa fórmula se refiere. Lo que quiere decir que cualquier fórmula dogmá­ tica y cualquier creencia «o es Dios, ni abarca o expresa adecuada­ mente a Dios, sino que siempre el dogma, la creencia o incluso la más alta y sublime afirmación bíblica son realidades creaturales que se sitúan en el nivel de las mediaciones humanas a través de las cuales el hombre intenta acceder a Dios y relacionarse con él. Por esto, sin duda, se comprende que la experiencia propiamente religiosa no se sitúa al nivel de lo «racional», sino al nivel de lo «numinoso», es decir, al nivel más profundo de la experiencia humana, de donde emergen las experiencias preconceptuales y atemáticasls. Ello explica el que la religión, en su sentido más propio, fue comprendida por la cultura clásica como experiencia de temor, de la que brotan las prácticas y observancias religiosas: Religio proprie est metus divini numinis, ex quo eius cultus, reverentia et observatio sequitur, pietas, sanctitas16. Si ahora damos un paso más y consideramos más de cerca esta distinción entre término de 14 Religión y sus necesarias mediaciones, comprenderemos fácilmente dónde radica el verdadero problema de la ambigüedad que siempre implica lo religioso. Este problema con­ siste en que el término de la religión (Dios), al acceder al hombre y entrar por eso en el campo inmanente de la conciencia humana, tiende a convertirse en objeto, ya sea un objeto de nuestro conocimiento, ya sea un objeto de nuestra práctica cultual. Es decir, cuando el absolutamente-otro, que está más allá del horizonte último de la existencia humana, accede a nuestras posibilidades de relación y es aprehendido por nosotros más acá de ese horizonte, tiende a «objetivarse», a convertirse y degenerar en «cosa» pensada (dogma) o realizada (cul­ to). De donde resulta que cuando el hombre piensa que se relaciona con Dios, bien puede suceder ¡que, en realidad, con lo que se relaciona es con las objetivaciones de E»ios que el mismo hombre construye. En tal caso, el hombre no accede al término de la religión, sino que se queda apresado ilusoriamente en las mediaciones. 14. De verilate q. 14, a. 8, ad. 4; ST ÍI-ÍI, q.l, a. 2, ad. 2. 15. Cf. R. Otto, Lo santo, Madrid 21965, 16-18. 16. A. Forcellini, Totius latinittítis lexicon V, Prati 1871, 153.

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La crisis de la práctica religiosa

A la vista de lo dicho, hay que tener siempre muy presente que, por una parte, el hombre no puede prescindir de las mediaciones; pero, por otra parte, tales mediaciones pueden convertirse en un auténtico peligro, el peligro más grave, para la autenticidad de la religión, en cuanto que si el hombre queda atrapado en las mediacio­ nes, en realidad lo que viene a hacer es que diviniza a una creatura, es decir, cae en la idolatría. En consecuencia, se puede decir, con todo derecho, que el proceso de objetivación del transcendente constituye la raíz profunda de la inevitable ambigüedad que implica lo religioso. En este proceso de objetivación, ha escrito Paul Ricoeur: Nacen a la vez la metafísica y la religión; la metafisica que hace de Dios una nueva esfera de objetos e instituciones, de poderes que en lo sucesivo se inscribirán en el mundo de la inmanencia, del espíritu objetivo al lado de los objetos, las instituciones y poderes de la esfera económica, la esfera política y la esfera cultural. Diremos que una cuarta esfera de objetos nace en el interior de la esfera humana del espíritu. H abrá en adelante objetos sagrados y no sólo signos de lo sagrado; objetos sagrados aparte del mundo de la cultura17.

Se produce de esta manera lo que el mismo Ricoeur ha denomina­ do la «conversión diabólica» que hace de ¡a religión la «reificación y la enajenación de la fe»18. Porque entonces, los símbolos del absolutamente-otro dejan de cumplir su función de «centinelas del horizon­ te» último de la conciencia y de la experiencia humana, de tal manera que, en vez de remitirnos, al más allá del transcendente, en realidad lo que hacen es «objetivar» a Dios en una realidad humana, puramente humana, que queda a nuestra disposición. El hombre entonces no se somete a Dios, sino que somete a Dios a sí mismo. He aquí la perversión radical de lo religioso. Por eso se comprende que «la fe es aquella región de la simbólica donde la función de horizonte degenera continuamente en función de objeto, dando origen a los ídolos, figuras religiosas de la misma ilusión que, en metafisica, engendra los conceptos de ente supremo, de sustancia primera y del pensamiento absoluto. El ídolo es la reificación del horizonte en cosa, la caída del signo al nivel de objeto sobrenatural y supracultural» *9. Aquí es importante tener en cuenta que, por más que estas reflexiones tienen todos los visos de ser una abstracción alejada de la vida, en realidad operan a diario en la conciencia y en la experiencia profunda de todo hombre religioso. De ahí que muchas personas 17. P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, México 1970, 463-464. 18. Ibid. 19. Ibid.

La ambivalencia de lo religioso

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practican asiduamente la religión, pero por el conjunto de su existen­ cia se tiene la impresión de que, en realidad, no se encuentra con Dios, el D ios vivo, sino con las objetivaciones de Dios que se producen en virtud del proceso de «conversión diabólica» del que antes hemos hablado. La fidelidad o incluso el fanatismo religioso, y por supuesto la exactitud en cumplir las prácticas, pueden ser entonces la expresión más clara del fanatismo del hombre por sí mismo. Por lo que hemos indicado, la jnibigüedad de lo religioso consiste, en definitiva, en que un mismo acto o práctica dé la religión puede ser o un símbolo del horizonte último que me lleva a Dios; o puede ser también un objeto en el que el ídolo de la ilusión se autosatisface engañosamente. A lo largo de nuestro trabajo iremos analizando las consecuencias prácticas y concretas que entraña este planteamiento. 6. La ambivalencia de lo religioso Desde el punto de vista psicoanalitico, es importante advertir el sorprendente paralelismo que existe entre ciertas prácticas religiosas y los ceremoniales que comportan las «neurosis obsesivas». El ceremonial neurótico u obsesivo, advierte Freud, «consiste en pequeños manejos, adiciones, restricciones y arreglos puestos en práctica, siempre en la misma forma o con modificaciones regulares, en la ejecución de determinados actos de la vida cotidiana»20. Y el mismo Freud se encarga de poner un ejemplo sencillo: Veamos, por ejemplo, un ceremonial concomitante con el acto de acostarse: el sujeto ha de colocar la silla en una posición determinada al lado de la cama y ha de poner encima de ella sus vestidos, doblados de determinada forma y según cierto orden, tiene que remeter la colcha por la parte de los pies y estirar perfectamente las sábanas; luego ha de colocar las almohadas en determinada posición y adoptar él mismo, al echarse, una cierta postura; sólo entonces podrá disponerse a conciliar el sueño21.

La experiencia nos enseña, por lo demás, que estos ceremoniales son bastante frecuentes en la vida de las personas, incluso de aquellas personas que no son consideradas como anormales. El paralelismo o la analogía entre este tipo de ceremoniales y determinadas prácticas religiosas es bastante claro. Tal analogía consiste, a un nivel superficial, en tres cosas: 1) en el temor que 20. S. Freud, Los actos obsesivos y las prácticas religiosas, en Obras completas II, Madrid 1968, 1049. 21. Ibid.

La crisis de la práctica religiosa

surge en la conciencia en caso de omisión; 2) en la exclusión total de toda otra actividad (prohibición de perturbación); 3) en la concien­ zuda minuciosidad de la ejecución22. Efectivamente, estos tres rasgos se dan, con frecuencia, en la ejecución de no pocas prácticas religio­ sas. Pensemos, por ejemplo, en los escrúpulos que acosan a algunas personas piadosas si no ejecutan con toda exactitud las rúbricas del ritual. Pero Freud advierte también que entre el ceremonial obsesivo y la práctica religiosa existe una diferencia fundamental: «los detalles del ceremonial religioso tienen un sentido y una significación simbólica», mientras que los detalles del ceremonial obsesivo o neurótico «pare­ cen insensatos y absurdos». Y es que «la neurosis obsesiva representa en este punto una caricatura, a medias cómica y triste a medias, de una religión privada»23. Sin embargo, no obstante esta diferencia fundamental, existe una coincidencia más profunda entre estos dos tipos de actividad humana. Porque, como afirma Freud, «los actos obsesivos entrañan en sí y en todos sus detalles un sentido, se hallan al servicio de importantes intereses de la personalidad y dan expresión a vivencias cuyo efecto perdura en la misma y a pensamientos cargados de afectos»24. Ahora bien, a partir de este sentido y de estos intereses de la personalidad, tal como actúan en el ceremonial obsesivo, se descubren las profundas coincidencias que existen entre tal ceremonial y la práctica religiosa. La primera coincidencia consiste en que, en ambos casos, actúa un sentimiento de protección contra la angustia, el castigo y la culpa. En este sentido, indica Freud, «puede decirse que el sujeto que padece obsesiones y prohibiciones se conduce como si se hallara bajo la soberanía de una conciencia de culpabilidad, de la cual no sabe, desde iuego, lo más mínimo»25. Se trata de una «expectación angustiosa que acecha de continuo, una expectación de acontecimientos desgra­ ciados, enlazada, por el concepto de castigo, a la percepción interior de la tentación»26. De donde resulta que el ceremonial obsesivo se inicia como un acto de defensa o como una medida de protección. Ahora bien, si del ceremonial obsesivo pasamos a determinadas formas o experiencias de práctica religiosa, se advierte enseguida el paralelismo: 22. 23. 24. 25. 26.

Ibid., 1050. Ibid. Ibid. Ibid., 1051. Ibid.

La ambivalencia de lo religioso

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A la conciencia de culpabilidad de los neuróticos obsesivos correspon­ de la convicción de los hombres piadosos de .ser, no obstante la piedad, grandes pecadores; y las prácticas devotas (rezos, jaculatorias, etc.) con las que inician sus actividades cotidianas, y especialmente toda empresa inhabitual, parecen entrañar el valor de medidas de protección y defensa27.

Los ejemplos se podrían multiplicar a este respecto. Pero no hace falta. Porque la experiencia nos enseña hasta qué punto estas cosas ocurren en la vida diaria de no pocas personas. Una segunda coincidencia, que es más de fondo, consiste, según Freud, en la represión de un impulso instintivo. En efecto, el mecanis­ mo de la neurosis obsesiva conlleva siempre «la represión de un impulso instintivo»28. De do^de nace la angustia que se apodera del porvenir bajo la forma de an^jbstia expectante29. De manera bastante parecida, en la conciencia religiosa de algunas personas, se observa fácilmente «la conciencia de culpabilidad consecutiva a una tentación inextinguible y la angustia expectante bajo la forma de temor al castigo divino»30. Porque, efectivamente, para algunas personas, la práctica religiosa brota del temor incesante ante el castigo que amena­ za si no se ejecuta puntualmente y con toda exactitud el ritual establecido. De esta conciencia de miedo, finalmente, surgen las prohibiciones, que dan más seguridad al sujeto. En el caso del neurótico obsesivo, este proceso es patente. Porque «pronto los actos protectores no parecen ya suficientes contra la tentación, y entonces surgen las prohibiciones, encaminadas a alejar la situación en que la tentación se produce»31. Por su parte, en algunas experiencias de práctica religio­ sa, se observa exactamente el mismo proceso: al miedo sucede la progresiva estrechez de la conciencia, que mediante prohibiciones y austeridades intenta asegurar su situación ante la divinidad. Evidentemente, todo esto no quiere decir que todo acto religioso esté necesariamente implicado en esta ambivalencia. Sin duda alguna, Freud llegó más allá de lo objetivo y de lo justo al atribuir a cualquier práctica religiosa esta ambivalencia, mezcla de ritual obsesivo y de intento de relación con Dios. Además, no parece que se pueda demostrar que la naturaleza propia del acto religioso sea solamente la puesta en práctica de un simple ritual obsesivo. Sabemos, en efecto. 27. 28. 29. 30. 31.

Ibid. Ibid., 1052. Ibid. Ibid. Ibid.

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La crisis de la práctica religiosa

que el acto religioso es increíblemente más complejo. Como sabemos igualmente que hay muchas personas que no padecen obsesiones y, sin embargo, se trata de personas que practican la religiosidad con normalidad. De todas maneras, parece que se puede afirmar, sin lugar a duda, que en no pocos casos de gente que practica la religión con asiduidad se da la ambivalencia que hemos descrito sumariamente, como lo demuestran las coincidencias que el mismo Freud señala, coinciden­ cias que, como hemos visto, parecen incuestionables. 7. La violencia de lo religioso Es un hecho que lo religioso ha estado históricamente relacionado con la violencia. El acto supremo de la religión es el sacrificio. Y el sacrificio consiste en la muerte ritual de la víctima. El sacrificio es, por tanto, un acto de violencia. Y sabemos que en algunas religiones tal violencia se ejerce sobre seres humanos, que son sacrificados como víctimas. En otros casos, la violencia de lo religioso se ejerce sobre los que son considerados como enemigos de la religión. Las guerras de religión y las sangrientas matanzas de herejes y paganos son la prueba más clara de lo que venimos diciendo. Desde este punto de vista, es doloroso tener que admitir que una de las causas que históricamente han provocado la violencia sangrienta en el mundo ha sido la religión, incluida por supuesto la religión cristiana32. La inquisición, las cruza­ das, y en general las matanzas de herejes, judíos y paganos son una secuencia de hechos tristes y sombríos en extremo a este respecto. En tiempos muy recientes, sabemos que la guerra civil española de 1936 fue interpretada como una cruzada religiosa, en la que los hombres se perseguían unos a otros y se mataban unos a otros por la causa de Dios. Un sacerdote español escribía en aquel tiempo: Aquí, en España, en este trágico juego de la guerra, no jugamos simplemente a democracias o a fascismos, a capitalismos o a proletaria­ dos. Jugamos a muchas cosas. Pero jugamos especialmente con un juego definitivo, a religión o a irreligión, a Dios o a no D ios33.

32. Cf. para este punto, el estudio de J. Kahl, Das Elend des Christentums oder Plädoyer für eine Humanität ohne Gott, Namburg 1969. 33. A. de Castro Aibarrán, Guerra santa. El sentido católico de la guerra española, Burgos 1938, 26.

La violencia de lo religioso

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Y más reciente aún, tenemos los casos de guerra de el Líbano, Irlanda del Norte, Irán en los que el hecho religioso, profundamente complicado con lo político, ha sido causa de violencias sangrientas. Estos hechos nos indican que entre lo religioso y la violencia existe un profundo parentesco, una cierta relación, que resulta innegable, por más que se pueda discutir sobre la naturaleza de este extraño parentesco. Si miramos este fenómeno más de cerca, descubrimos fácilmente que la primera y la más fundamental violencia que desencadena el hecho religioso es la violencia que actúa sobre la conciencia del hombre. En efecto, el hombre religioso se comporta como tal, en bastantes casos, porque en su intimidad experimenta, de una manera o de otra, la terrible experiencia del miedo. Se trata del temor y terror que suscita el poder fascinante e inherente a toda experiencia religio­ sa. El escalofrío fisico, el terror a los fantasmas, el temor, el. horror súbito, el respeto, la humildad, son sentimientos típicos de la expe­ riencia religiosa34. Es el miedo al castigo divino por el mal que hace el hombre. De ahí sus castigos subsiguientes mediante observancias y rituales, con los que intenta alejar ei miedo o alcanzar aquello que teme perder si no cumple tales observancias y rituales. Ahora bien, a partir de esta experiencia del miedo religioso, se plantea el hecho de la magia. La historia de las religiones nos enseña que la mentalidad mágica aparece, antes que ninguna otra, en los grupos humanos. También la psicología profunda nos dice que puede denominarse así la primera fase de la vida psíquica del niño, goberna­ da de una manera primordial por el miedo. En todo caso, los ritos mágicos intentan apaciguar a las fuerzas superiores que ei hombre religioso experimenta como amenazantes o quizás como hostiles. Lo que pretende el hombre mediante esta maniobra es escapar a la angustia y poner ante lo amenazante-desconocido una barrera de protecciones altamente simbólicas3-s. La magia está estrechamente relacionada con los ritos: hay magia en un rito cuando a la ceremonia ritual se la atribuye un eficacia automática. Esta eficacia automática depende de la perfecta y cabal ejecución del rito en todos sus detalles, sobre todo mediante la recitación exacta de ciertas fórmulas a las que se atribuye el efecto saludable que se busca36. Es característico de la magia el que la experiencia personal de los participantes en el rito quede fuera del ámbito de lo que se requiere para que el efecto apetecido se produzca. 34. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México 1964, 38. 35. Cf. M. Oraison, El cristiano y la angustia, Bilbao 1974, 53-S4. 36. Cf. S. G. F. Brandon, Diccionario de religiones comparadas, Madrid 1975, 959.

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La crisis de la práctica religiosa

Lo que interesa escrupulosamente es que el rito y las palabras que lo acompañan se ejecuten minuciosamente, de tal manera que, según se piensa, el rito mismo causa el efecto, por más que aquello resulte una cosa extraña a la vida y a las experiencias fundamentales de la vida37. A partir de lo que se acaba de indicar, no cabe duda que la doctrina del ex opere operato en los sacramentos ha sido interpretada de manera que, en la práctica, lo que muchas veces se ha dado ha sido más la magia que el simbolismo sacramental rectamente interpretado y vivido. Los sacerdotes y los fieles se han preocupado, con frecuen­ cia, de que el rito se cumpliese con toda exactitud, porque de esa exactitud se esperaba la comunicación de la gracia. Y así hemos llegado a la situación asombrosa de gente que se angustia más por comulgar en la mano (y eso que se trata de un rito ya permitido) que por vivir la experiencia de comunión y de amor que la eucaristia comporta esencialmente. Eso denota, evidentemente, una mentalidad mágica. Y ese tipo de mentalidad es, por desgracia, demasiado frecuente entre amplios sectores de la población creyente y practi­ cante. Aquí también conviene indicar que, evidentemente, no toda per­ sona que se acerca a recibir los sacramentos se acerca a ellos necesa­ riamente impulsada por sentimientos de tipo mágico. Pero, al mismo tiempo, hay que reconocer que la experiencia de lo mágico ha invadi­ do la práctica sacramental mucho más dejq/jue sospechamos. Como lo demuestra el hecho patente de tantos fieles practicantes que se inquietan y hasta se irritan si un sacerdote no cumple minuciosamente el ritual establecido, mientras que no parecen tener la misma preocu­ pación de que la iglesia y la sociedad sean de hecho más coherentes con los planteamientos más elementales del mensaje de Jesús. Los que piensan y viven de esa manera, dan muestras evidentes de sufrir más la violencia de lo religioso que la exigencia de lo cristiano. He aquí una de las desviaciones más fundamentales de la práctica sacramental. 8. La manipulación de lo religioso Hoy está de sobra demostrado que, a lo largo de la historia, la religión ha estado íntimamente vinculada a las esferas del poder, concretamente del poder político, y, consiguientemente, también del poder económico. En el caso de la religión cristiana, esta vinculación ha sido más fuerte de lo que muchas personas se imaginan. Tal 37. Para una información más amplia sobre este asunto, cf. G. Mensching, Die Religion, Berlin 1959, 133-139; G. Widengren, Religionsphmomertologie, Berlin 1969,4-8.

La manipulación de lo religioso

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vinculación se inicia a partir del siglo IV y alcanza sus expresiones más fuertes en la alta edad media. De este tiempo se ha escrito con toda razón: Se daban, pues, conjLitamente, la tendencia a la sacralización de la política y la tendencia'a la politización de la imagen religiosa, o dicho de otro modo, había reciprocidad en cuanto a las formas simbólicas utilizadas para esclarecer las respectivas realidades. Así, para poner un par de ejemplos, el cielo era imaginado como una especie de estado con su curia celestial en la que cada ángel, apóstol, pertenecía a un ordo y realizaba una función, y Cristo era representado por el arte románico llevando una corona imperial o real; mas por otro lado el rey terreno era concebido como «imagen de Cristo» y su paz y su justicia com o aproximación a las que existían en el cíelo58.

Y no se piense que esto ocurría sólo en los lejanos tiempos de la edad media. Refiriéndose al siglo XIX español, el canónigo de Sevilla Blanco White escribía en aquel tiempo que «Dios y el rey están tan unidos en la lengua del país que a los dos se les aplica el mismo título de majestad»39. Y todavía más cerca de nosotros, sabemos hasta qué punto se llegó en no pocas afirmaciones acerca de la sacralización del poder en los primeros años del gobierno autoritario del general Franco, al que se le designaba como «mano cristiana», que «supo hacer milicia de la religión y la religión milicia», «capitán de una cruzada», «misionero de la fe», «signo de predestinación, jamás aplicable a caso alguno»...40. Esta vinculación entre religión y política ha traído, entre otras, una consecuencia importante: históricamente, la religión ha sido utilizada como instrumento de poder en favor de los grupos dominan­ tes de la sociedad. Ello se explica porque los dirigentes religiosos han estado, con frecuencia, asociados, de alguna menerà, a los dirigentes políticos. Y bien sabemos que de esta asociación todos salían ganan­ do: los políticos, porque así obtenían una «legitimación» religiosa de su poder; y los religiosos, porque así obtenían no pocos privilegios para su situación y sus intereses. Por lo dicho se comprende que, por ejemplo, durante el siglo XVIII, en la predicación eclesiástica, la posición privilegiada de las clases dominantes fue presentada como algo querido por Dios y establecido por Dios, de manera que los desgraciados de este mundo 38. M. García Pelayo, El reino de J)ios, arquetipo político, Madrid 1959, 1, 39. J. Blanco White, Cartas de España, Madrid 1972, 41; un excelente estudio de todo este asunto, en la tesis doctoral de J. A. Portero, Pùlpito e ideología en la España ctel siglo XIX, Zaragoza 1978, 75-109. 40. Cf. el informe presentado por la revista Guadiana, 81 (1976) 21.

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La crisis de la práctica religiosa

debían aceptar su triste suerte con resignación y con. ¡a esperanza puesta en el premio que Dios les otorgaría en la otra vida por sus sufrimientos41. No debe extrañar, en consecuencia, que las clases sociales privilegidas hayan sido tradicionalmente más «practicantes» de la religión que las gentes menos favorecidas por la fortuna. Y de ahí que tampoco nos debe extrañar que las clases dominantes hayan pretendi­ do mantener la religión y fomentarla, porque, entre otras cosas, veían que la religiosidad actuaba como un factor decisivo en el manteni­ miento del orden social establecido. Como decía Necker en un opús­ culo titulado De la importancia de las opiniones religiosas, «cuando la extensión de los impuestos mantiene al pueblo más en el abatimiento y en la miseria, es más indispensable darle una educación religiosa»42. La consecuencia que se ha seguido de todo lo dicho es que, en la práctica, la religión ha sido manipulada por el poder para el logro de sus intereses, por más que en m uchos casos las intenciones conscientes de determinados gobernantes fueran todo lo legítimas que uno se pueda imaginar. Pero hay en lodo este asunto algo más sutil y decisivo en la práctica. Se trata del hecho, sobradamente conocido, de que los sacramentos son ritos de integración social, en un doble sentido: por una parte, los sacramentos son celebraciones de acontecimientos personales con repercusión social, como por ejemplo el bautismo (nacimiento), la fiesta del niño (primera comunión), la boda (matri­ monio), la muerte (funeral): por otra parte, los sacramentos tienen un carácter de integración social,, apuntándose en los diversos registros sociales existentes (libros parroquiales, aceptación en la sociedad, requisitos que van a hacer falta después). Así el sujeto integrado en la sociedad ya es como todo el mundo: no es moro por estar bautizado, no vive como ios animales, no es enterrado como un perro. En este conjunto de hechos sociales, destaca fuertemente el aspec­ to de pasividad en los que reciben los sacramentos, al menos en muchos casos. Por la sencilla razón de que los sujetos son, con frecuencia, llevados materialmente a los sacramentos: el niño peque­ ño es llevado a bautizar sin darse cuenta; los novios son llevados por los padrinos al altar; los niños por sus padres y maestros a la primera comunión; etc. Está claro que, en tales condiciones, se ejerce de facto un determi­ nado dominio político y social mediante ios sacramentos. Esto es algo 41. lista es ia tesis que ha demostrado ampliamente el excelente estudio de B. Groethuysen. Lo formación de la conciencia burguesa en Francia durante ei siglo XV]}], Mexico 1943. 42. Cf. R. Pernoud. Hisioire de ia bourgoisie cu France, Paris ¡962. 112.

Conclusion

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que ha sido palpado por no pocos párrocos cuando, por ejemplo, se ha llevado la comunión procesionalmente a los enfermos: van las autoridades, la guardia civil, la gente bien (que pertenece a la cofradía del Santísimo), y todos invaden materialmente la casa de un pobre en extrema miseria. Cuando más tarde a ese desgraciado se le han abierto los ojos, es muy posible que haya rechazado todo tipo de celebración religiosa, por el hecho de que veía el sacramento asociado más al poder que al amor que comparte el sufrimiento, no sólo cuando se lleva la comunión a los impedidos, sino en todo momento. Por lo demás, al hablar de manipulación de lo religioso, no hay que entender necesariamente una manipulación consciente e intencio­ nada. En muchos casos, tal manipulación se ha hecho con la mejor voluntad del mundo. Pero el hecho es que, en la práctica, lo religioso era manipulado para el logro de intereses extrarreligiosos o incluso sencillamente anticristianos. Y las consecuencias que de ello se han seguido han sido funestas, ante todo para la misma práctica religiosa, de la que se han alejado grandes masas. Y además consecuencias funestas para las masas que, también desde este concreto capítulo, han sido muchas veces manipuladas. 9. Conclusión En nuestro tiempo asistimos, a pesar de todo lo que se diga en contra, a una persistencia de lo religioso. Pero resulta que tal persis­ tencia pone de manifiesto, al mismo tiempo, las raíces de la crisis religiosa que viven grandes sectores de la población. Esta crisis está marcada por la sospecha. Una sospecha que a veces es consciente y manifiesta. Y otras veces actúa de manera inconsciente, pero con una eficacia asombrosa. Se trata, en primer lugar, de la sospecha que se refiere a la ambigüedad de lo religioso: en realidad, la práctica religiosa, ¿es un conjunto de «mediaciones» que nos llevan a Dios o es un conjunto de «objetivaciones» en las que intentamos inconscientemente poner a Dios a nuestra disposición? Se trata, en segundo lugar, de la sospecha que se refiere a la ambivalencia de lo religioso: ¿no es la práctica religiosa, en muchos casos, la realización sacralizada de obsesiones neuróticas mediante las cuales el enfermo intenta liberarse del miedo? Se trata, en tercer lugar, de la sospecha que se refiere a la violencia de lo religioso: ¿no será la pratica religiosa la puesta en práctica de mecanismos de magia m ediare los cuales se intenta obtener efectos automáticos tranquilizantes éj gratificantes?

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La crisis de la práctica religiosa

Se trata, por fin, de la sospecha que se refiere a la manipulación de lo religioso: ¿no es la práctica religiosa un instrumento de integración social, mediante el cual determinados grupos de poder manipulan de facto (sean cuales sean sus intenciones conscientes) a la masa de los crédulos. Estos interrogantes no están planteados caprichosamente o por una manía morbosa de problematizar. Se trata de cuestiones reales que operan en la intimidad de muchas más personas de lo que seguramente nos podemos imaginar.

Jesús y la práctica religiosa establecida

En la práctica religiosa establecida en la iglesia, los sacramentos se celebran como ritos religiosos. Ello quiere decir que se trata de ritos vinculados a la experiencia de «lo sagrado»: al espacio sagrado, al tiempo sagrado y a las personas sagradas. Ahora bien, cuando se trata de la experiencia de «lo sagrado», es de suma importancia dejar muy claro dos cosas: l) delimitar lo que se entiende por «sagrado»; 2) comprender las experiencias que eso suscita en las personas que lo viven. 1. Delimitación de lo sagrado Decimos que los sacramentos se celebran como ritos religiosos, vinculados a la experiencia de lo sagrado. Pero esta afirmación necesita algunas aclaraciones importantes. Es verdad que un sacramento se puede celebrar en un espacio no considerado oficialmente como sagrado, por ejemplo un bautismo, que se puede administrar en una clínica donde ha nacido el niño, o una eucaristía que se puede celebrar en el campo o en una casa particular. También es cierto que los sacramentos no están necesaria­ mente vinculados a determinados tiempos o días que se consideren sagrados. Como igualmente es cierto que una persona no-sagrada (un seglar) puede administrar un bautismo, y en el caso del matrimonio son los contrayentes el ministro del sacramento. Todo esto es cierto. Pero lo importante está aquí en comprender lo que se debe entender por «sagrado». En principio, la sacralidad es la

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Jesús y la práctica religiosa establecida

cualidad que separa y pone aparte a un espacio (el templo), a un tiempo (la fiesta religiosa), a un objeto (un vaso sagrado) o a una persona (el sacerdote). En este sentido, se comprende la noción de «lo sagrado» que nos suministran los especialistas en fenomenología de la religión. Por ejemplo, Mircea Eliade afirma: «El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano»1. Se trata siempre, como dice el mismo Eliade, de la manifestación de algo «completa­ mente diferente», de una realidad que no pertenece a nuestro mundo2. Pero con decir eso no tocamos el fondo del problema que plantea «lo sagrado». En efecto, «lo sagrado», en cuanto que es «lo separado» y puesto aparte, lo contrapuesto y contradistinto de «lo profano», se establece como tal en virtud de unos límites que el hombre traza o delinea simbólicamente. Es decir, lo sagrado no es sagrado por naturaleza, sino porque el hombre lo separa de lo que considera profano en virtud de un límite que el propio hombre establece. El espacio es continuo, lo mismo que el tiempo; las cosas y las personas no tienen, por naturaleza, diferencias cualitativas que las contradistingan a unas de otras. Pero sabemos que el hombre tiene la capaci­ dad de establecer, mediante representaciones simbólicas, diferencias fundamentales entre un espacio y otro espacio, un tiempo y otro tiempo, una persona y otra persona. De acuerdo con lo que se acaba de indicar, se comprende perfecta­ mente lo que acertadamente ha escrito E. Leach: Cuando empleamos símbolos (verbales o no verbales) para distinguir una clase de cosas o acciones de otras, estamos creando límites artificia­ les en un campo que es «por naturaleza» continuo. Esta noción de límite exige reflexión. En principio, un límite no tiene dimensión. Mi jardín limita directamente con el de mi vecino; la frontera de Francia colinda directamente con la de Suiza, etc. Pero si el límite se ha de señalar en el terreno, el mismo marcador ocupará un espacio. Los jardines vecinos tienden a separarse con vallas y zanjas; las fronteras nacionales, con franjas de «tierra de nadie». La naturaleza de tales marcadores de límites es que son ambiguos en su implicación y consti­ tuyen una fuente de conflictos y ansiedad. El principio de que todos los límites son interrupciones artificiales de lo que es continuo por natura­ leza, y de que la ambigüedad, que está implícita en el límite como tal, es una fuente de ansiedad, se aplica tanto al tiempo como al espacio 3. 1. M. Eliade, Lo sagrado v lo profano, Madrid 1973, 18. 2. Ibid., 19. 3. E. Leach, Cultura y comunicación. La lógica de la comunicación de los símbolos, Madrid 1978, 46.

Delimitación de lo sagrado

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Si aplicamos ahora esta descripción general al caso de los sacra­ mentos, es claro que cuando un grupo de personas se reúnen en un local para celebrar una eucaristía, desde el momento en que la celebración empieza, allí se establecen simbólicamente unos límites que sacralizan el espacio y el tiempo: la habitación es el espacio sagrado (aunque nadie lo piense), separado del resto de las habitacio­ nes de la casa. Y mientras dura la eucaristía, se vive por los partici­ pantes un tiempo especial, distinto, tiempo sagrado. En ese espacio y durante ese tiempo, los participantes se sitúan simbólicamente en un ámbito distinto a todo el resto del espacio y del tiempo (espacio o tiempo de trabajo, de convivencia, de diversión, o de descanso). Ese espacio y ese tiempo merecen un respeto, una reverencia, un silencio, un lenguaje, unos comportamientos que no son los habituales. Y todo eso es así porque se han establecido simbólicamente unos límites que separan el espacio, el tiempo, las cosas y las personas. Dando un paso más, estos límites se establecen mediante un ritual determinado, que puede ser el ritual oficialmente establecido por la autoridad religiosa; o que puede ser también el ritual convencional en el que se ponen de acuerdo los participantes. Porque en esto ocurre lo mismo que en lo del tiempo, el espacio y las personas. De la misma manera que el tiempo, el espacio y las personas tienen una continui­ dad que las iguala por naturaleza, igualmente se puede decir que los gestos y las acciones humanas son iguales por naturaleza. Es decir, no hay gestos, posturas o acciones que sean por naturaleza rituales, mientras que los demás no lo son. Lo que ocurre es que los hombres tenemos la capacidad simbólica de atribuir una significación especial a ciertos gestos o acciones, que por eso se convierten en el ritual que establece los límites entre lo sagrado y lo profano. Un ejemplo sencillo puede resultar esclarecedor: cuando las perso­ nas que se reúnen en la habitación de una casa para celebrar una eucaristía, empiezan la celebración, siempre hay ciertos gestos o acciones que indican a lo^ participantes que desde ese momento se inicia el rito. Es posible qvs allí no haya misal, ni velas, ni altar, ni ornamentos litúrgicos. Pero hay un momento en el que quien preside impone silencio, quizás se santigua o inicia una consideración piadosa o una breve plegaria. Ha comenzado el ritual. Y los participantes componen su postura, adoptan un gesto más serio, bajan la voz o ponen cara de circunstancias. Se ha establecido el espacio sagrado, el tiempo sagrado. El ritual convencional los sumerge a todos en una atmósfera diferente, contrapuesta al resto de la vida. Todo esto quiere decir que cuando se trata del espacio sagrado, del tiempo sagrado o de las personas sagradas, lo que menos importa es saber si se trata de espacios, tiempos o personas que se consideran

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Jesús y la práctica religiosa establecida

«oficialmente» como realidades sagradas. Lo que de verdad interesa es ver si, efectivamente, los participantes «sacralizan» su entorno mediante un determinado ritual que delimita, separa y contrapone lo que se establece como sagrado, a diferencia de todo lo demás que ya queda como profano. En consecuencia, podemos decir que «lo sagrado» es lo delimitado por un ritual religioso. Es posible que el ritual responda a la experien­ cia que viven los participantes. Pero también puede ocurrir que no responda a esa experiencia, sino que sea vivido como algo puramente convencional o incluso artificial. En tal caso, el ritual es fuente de conflictos y tensiones, que cada persona vive en su intimidad quizás secretamente. Por eso, muchas personas sienten alergia o dificultad ante cualquier tipo de celebración sacramental, no sólo la que se celebra en los ámbitos «oficialmente» sagrados, sino también la que tiene lugar en los ámbitos «convencionalmente» sacralizados por los participantes, aun cuando tal sacralización se efectúe de manera inconsciente. Todo esto nos viene a decir que la categoría de «lo sagrado» plantea inevitablemente problemas — y a veces problemas muy se­ rios— a la celebración sacramental, incluso a la que se considera más «secularizada». Por eso, nos preguntamos en este capítulo acerca de la actitud de Jesús sobre la práctica religiosa establecida, en cuanto práctica vinculada a lo sagrado. 2. Las experiencias que suscita «lo sagrado» La experiencia de «lo sagrado» es compleja y multiforme. Aquí no se trata de describir o analizar exhaustivamente tal experiencia. Para lo que interesa a nuestro estudio, baste con recordar que lo sagrado suscita dos experiencias fundamentales. En primer lugar, está fuera de duda que «lo sagrado» ejerce un cierto poder fascinante, que se traduce en experiencias de veneración, respeto, adoración, sumisión, alabanza. Ello es así porque equivale (lo sagrado) a la experiencia de sentirse ante el misterio, ante el absoluto. En este sentido, R. Otto ha dicho con razón: «El contenido cualitativo de lo numinoso... está constituido de una parte por ese elemento antes descrito, que hemos llamado tremendum, que detiene y distancia con su majestad. Pero, de otra parte, es claramente algo que al mismo tiempo atrae, capta, embarga, fascina. Ambos elementos, atrayente y retrayente, vienen a formar entre sí una extraña armonía de contraste»4. 4. R. Otto, Lo santo, 53.

Las experiencias que suscita «lo sagrado

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Pero al mismo tiempo, «lo sagrado» (y por eso, «lo ritual») desencadena, con frecuencia, una profunda experiencia de autoengaño. Porque al tranquilizar la conciencia, hace que el centro de aten­ ción del sujeto se desvíe de lo esencial hacia lo accesorio. Sabemos, en efecto, de personas que se tranquilizan en su conciencia porque participan en ceremonias sagradas, y eso les desvía la atención para no darse cuenta de que, por ejemplo, no aman sinceramente a sus semejantes. Es evidente que si tales personas se quedaran un buen día sin lo sagrado, seguramente se darían cuenta de su engaño. Desde este punto de vista, parece bastante claro que «lo religioso», en cuanto puesta en práctica de «lo sagrado» resulta con frecuencia alienante, es decir, resulta ser origen y fuente de falsa conciencia5. Aquí encaja exactamente la acusación de Jesús contra los dirigentes judíos, que por aferrarse a sus tradiciones religiosas y sacrales, no atendían al mandamiento fundamental de Dios, que es el mandamiento del amor (Me 7, 5-13). Entre estas dos experiencias fundamentales existe un profundo parentesco e incluso una relación de causa y efecto. Precisamente porque la experiencia de lo sagrado ejerce su poder de fascinación sobre el sujeto, por eso es una experiencia capaz de alienarlo, creando en él una falsa conciencia. Se ha dicho, con toda razón, que la religión «tiene por objeto elevar al hombre por encima de él mismo y hacerle vivir una vida superior a la que llevaría si obedeciera únicamente a sus espontaneidades individuales: las creencias expresan esta vida en términos de representaciones; los ritos la organizan y reglamentan su funcionamiento»6. La experiencia de «lo sagrado», por consiguiente, suscita en el hombre un sentimiento de fascinación que le lleva a sentirse situado en una especie de vida superior. Pero esta vida está ligada a los rituales religiosos que son característicos de «lo sagrado». De ahí que cuando el hombre ejecuta con exactitud tales rituales se ve inevitablemente amenazado de pensar y llegar al convencimiento que su vida alcanza el punto más alto de realización que se puede imaginar. Y a partir del momento en que el hombre se sumerge en tal experiencia, resulta perfectamente comprensible que las relaciones cotidianas (en las que se realiza o destruye el amor) pasen a un segundo término y lleguen a perder su verdadera significación. La experiencia de lo fascinante engendra, con frecuencia, la falsa con­ ciencia de lo alienado y alienante. He aquí por qué no es raro 5. Para un estudio elemental de concepto de alienación, cf. C. Gurmendez, El secreto de la alienación, Madrid 1967; E. Ritz, Entfremdung, en Historisches Wörterbuch der Philosophie ü, Basel 1972, 509-512. 6. E. Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, Paris 1968, 592.

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encontrar personas que son fanáticamente religiosas, pero al mismo tiempo son tan egoístas e insolidarias com o el pagano o el ateo para quienes el D ios vivo no tiene relevancia. 3. Jesús y «lo sagrado»: el problema Vamos a empezar planteando una pregunta que quizás para algunas personas puede resultar extraña o desconcertante: ¿fue Jesús de Nazaret un hombre verdaderamente religioso, profundamente religioso? Esta pregunta no es caprichosa y tiene su razón de ser. Jesús fue acusado de blasfemo por los dirigentes más cualificados de la religión judía (Mt 9, 3; Me 2, 7; Le 5, 21; Jn 10, 33.36). Es más, Jesús fue condenado a muerte y rechazado por la suprema autoridad religiosa precisamente a causa de lo que fue considerado como una blasfemia intolerable (Mt 26,65; Me 14, 64). De hecho, sabemos que la actividad y el ministerio de Jesús desencadenaron el enfrentamiento constante de las autoridades religiosas contra su persona y su obra. Este hecho global nos debe hacer pensar. Porque los dirigentes judíos eran hombres profundamente religiosos. Y vieron en Jesús una amenaza tan decisiva para la religión que consideraron absolutamente necesa­ rio acabar con él, liquidarlo y quitarlo de enmedio. Entonces, ¿es que Jesús no era un hombre religioso?, ¿o es que Jesús entendía la religiosidad de manera tan original y distinta que, en la práctica, resultaba incompatible con la religiosidad establecida? Como respuesta a estas cuestiones, hay que decir, ante todo, que Jesús fue un hombre que mantuvo constantemente una relación tan íntima con Dios que en ocasiones llega hasta lo asombroso. En efecto, los cuatro evangelios nos muestran a Jesús, no sólo dirigiéndose a Dios y hablando de él con inusitada frecuencia, sino sobre todo sabemos que los distintos estratos de la tradición evangélica concuerdan en que Jesús se dirigía a Dios llamándole «Padre m ío»7. Ahora bien, esta invocación era completamente inusitada en todo el antiguo testamento. Y más aún, si cabe, cuando se trata de la invocación Abba (Me 14, 36), que pertenecía al lenguaje infantil (palabra balbuciente de los niños a sus padres), que sin duda fue utilizada frecuentemente por Jesús, y que en aquel tiempo resultaba impensable para un judío el dirigirse a Dios con semejante expresión8. Desde este punto de vista, por consiguiente, la religiosidad de Jesús es, no sólo algo incuestiona­ 7. I. Jeremías, Teología del nuevo testamento, Salamanca 4198I, 80.

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ble, sino que se puede afirmar con toda seguridad que él fue el hombre más radicalmente religioso que haya existido. Su religiosidad, en este sentido, manifiesta el misterio supremo de su misión: dar a conocer el verdadero significado de Dios para el hombre, «porque Dios se le había dado a conocer como Padre» (Mt 11,27 y par)9. Pero, por lo que vamos a ver enseguida, es un hecho que esta profunda religiosidad de Jesús, no sólo no encajó en el modelo de la religión establecida, sino que además resultó desconcertante y escan­ dalosa. Hasta el punto de llegar al enfrentamiento mortal. Ahora bien, este hecho nos viene a plantear el problema que aquí debemos afrontar. Se trata del problema de la religiosidad y de la práctica religiosa, en cuanto relación del hombre con «lo sagrado». ¿Qué hay de aceptable en tal relación? ¿Qué es lo que en esa relación se debe rechazar? He aquí la cuestión básica que ahora vamos a estudiar. Lo sagrado se realiza y es vivido en tres categorías fundamentales: el espacio sagrado (el templo), el tiempo sagrado (para los judíos, el sábado) y la persona sagrada (el sacerdote). ¿Cuál fue la actitud de Jesús en relación a estas tres categorías fundamentales? 4. Jesús y el espacio sagrado ( el templo) a) El templo de Jerti fllén en tiempos de Jesús Para comprender lo que en realidad representó la actitud de Jesús con respecto al templo, hay que tener muy en cuenta lo que significa­ ba el templo para los contemporáneos de Jesús. El templo de Jerusalén desempeñaba, de hecho, dos funciones a cual más importante: era el centro de la religiosidad judía y la fuente capital de la vida económica de la ciudad. Ante todo, se debe tener presente que toda la religiosidad judía giraba en torno al templo. Esto es cierto hasta tal punto que, como se ha dicho muy bien, «el transcurso del año de la población cananea de Palestina, regido por procesos de la naturaleza con festividades basa­ das en ella, fue transformado por Israel en el año del tem plo»10. Además, Jerusalén (la ciudad santa y santificada por la presencia del templo) era el centro de todo el judaismo. En sus oraciones diarias, todos los judíos se ponían en dirección a Jerusalén11. Por otra parte, 9. Ibid., 87. 10. W. Grundmann, Los judíos de Palestina entre el levantamiento de los Macabeos y el fin de la guerra judía, en J. Leipoldt-W. Grundmann, El mundo del nuevo testamento I, Madrid 1973, 211. 11. Ibid., 314. í

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la importancia del templo para los judíos lo manifiestan, no sólo las abundantísimas alabanzas a la magnificencia y santidad del templo en la literatura contemporánea, sino mucho más aún la enorme indigna­ ción que produjo en todo el mundo la orden del emperador Caligula de colocar su estatua en el templo, hasta el punto de que sólo el asesinato del emperador libró entonces al pueblo judío de una lucha a vida o muerte12. Para el culto del templo se exigía la mejor calidad de madera, vino, aceite, trigo e incienso. Hasta de la India se hacían venir telas para las vestiduras del sumo sacerdote en el día de la expiación; las doce joyas de su pectoral eran las piedras más preciosas del mundo. Pero, sobre todo, resultaba impresionante la cantidad de víctimas (toros, terne­ ros, ovejas, cabras, palomas) que se requerían para el culto13. En ocasiones especiales se ofrecían verdaderas hecatombes. Herodes, cuando terminó el templo, hizo sacrificar trescientos bueyes. Y en las fiestas de la pascua se sacrificaban decenas de miles de animales14. Por otra parte, el templo era la fuente capital de la vida económica de la ciudad. Es indudable que Jerusalén debía su prosperidad econó­ mica a la importancia religiosa que tenía15. Y sabemos que esta importancia religiosa residía en el hecho de que en ella estaba el templo. La fuente más importante de ingresos era el pago de los impuestos. Todos los judíos del mundo tenían que pagar dos diezmos, uno que entregaban directamente a los ministros del culto; y otro que debía ser gastado en Jerusalén. Estaba prohibido gastar este segundo diezmo fuera de la ciudad16. Además, el templo recibía donativos (Me 7,11) y grandes limosnas, sobre todo de la gente rica (Me 12,41). A lo que había que añadir el comercio organizado de animales para los sacrificios y el cambio de moneda que debían hacer los judíos que venían del extranjero (Me 11,15). En consecuencia, el culto constituía la mayor fuente de ingresos para la ciudad. Del culto vivía la nobleza sacerdotal, el clero y los numerosos empleados del templo. Y del templo se beneficiaban los comerciantes y artesanos de la capital y sus alrededores11. Se puede decir, por consiguiente, que el templo era una empresa financiera de proporciones muy considerables. A la vista de estos hechos, se comprende fácilmente que la actitud de Jesús con respecto al templo tuvo que resultar, para los habitantes de Jerusalén y para todos los judíos que tuvieron noticia de ello, algo 12. 13. 14. 15. 16. 17.

Ibid., 315. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977, 73. Ibid., 73-74. Ibid., 157. Ibid., 153. Ibid., 157.

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preocupante, escandaloso o sencillamente irritante. Al menos, esto se puede decir con toda seguridad de las personas más profundamente religiosas y de las numerosas gentes que estaban interesadas económi­ camente en el asunto. Enseguida vamos a ver por qué. b) Terminología sobre el espacio sagrado En el nuevo testamento se utilizan fundamentalmente tres térmi­ nos para hablar del espacio sagrado: ierón, lugar sagrado, que aparece 71 veces; naos, templo, santuario, ante todo la parte más sagrada, que aparece 45 veces; oíkos, casa, en el sentido de la casa de Dios (con este significado se utiliza 32 veces). A estos tres términos hay que añadir: Jerusalén, la ciudad santa o el monte santo, com o afirmaciones del espacio sagrado (por ejemplo en Jn 4, 20-21). Como se ve por esta simple enumeración, la terminología sobre el espacio sagrado es abundante en el nuevo testamento. Señal inequívoca de que se trata de un asunto que interesó a la iglesia primitiva. Ahora se trata de ver en qué sentido la iglesia se interesó por el tema. c) El comportamiento de Jesús Jamás los evangelios dicen que Jesús o sus discípulos acudieran al espacio sagrado, al templo, bien sea para orar, bien sea para tomar parte en las ceremonias sagradas. Jesús aparece con frecuencia en el templo. Pero sus idas al templo tienen un sentido completamente distinto del habitual entre los judíos. En efecto, Jesús iba para enseñar su mensaje, que resultaba asombroso para los oyentes por lo distinto que era al que ofrecían los teólogos del tiempo (cf. Mac 1, 22); y se comprende que él acudiera al templo para hablar a la gente (Mt 21, 23; 26, 55; Me 12, 35; Le 19, 47; 20, 1; 21, 37; Jn 7, 28; 8, 20; 18, 20), ya que el templo era un lugar en donde se concentraba mucho público; por la misma razón Jesús iba, a veces, a las sinagogas (Me 1,21 par; Le 4,16; Jn 6,59). Más en concreto, Jesús se hace presente en el templo para desenmascarar la situación y hacer refle­ xionar a su comunidad sobre las motivaciones de los ricos y de los pobres (Me 12, 41-44). Cuando Jesús cura al paralítico de la piscina (Jn 5, 1-15), Juan indica un detalle, quizás significativo, con respecto al templo: Jesús encuentra al hombre curado precisamente en el templo; y allí le dice que n’o vuelva a pecar (Jn 5, 14). N o parece que estas palabras de Jesús tengan el sentido que la opinión popular daba a la enfermedad como efecto del pecado, ya que el mismo Jesús

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rechaza expresamente tal interpretación (Jn 9, 3; cf. 11, 4 )18. Por eso, quizás no sea aventurado pensar que Jesús asocia la idea del pecado con la presencia del hombre aquel en el templo. De ser así, Juan establecería una determinada conexión entre el pecado y la presencia en el templo. Pero mucho más importante que todo lo dicho es el hecho de la expulsión de los comerciantes del templo (Mt 21, 12-13; Me 11,15-16; Le 19, 45; Jn 2, 14-15), gesto que fue la desautorización del lugar santo, su anulación y la afirmación de que era una cueva de bandidos. Sobre este hecho, se ha destacado, con razón, el significado que tuvo, para la comunidad primitiva, de verdadera anulación del templo. Tal es el sentido que da a este episodio el evangelio de Juan cuando refiere el templo a la persona de Jesús19. Por otra parte, resulta significativo el hecho de que Jesús se retiraba a orar, es decir, para comunicarse con Dios, a la montaña (Mt 14, 23; Le 9, 28-29) o se iba al campo (Me 1, 35; Le 5, 16; 9, 18), cosa que tenía por costumbre (Le 22, 39). Por consiguiente, Jesús no utiliza el templo como lugar del en­ cuentro con Dios. Y no sólo eso, sino que, sobre todo, desprestigia al lugar santo, lo desenmascara y lo anula. Este comportamiento reviste una importancia decisiva y hasta tràgica, porque está fuera de duda que cuando Jesús se decidió a expulsar violentamente a los comer­ ciantes del templo, debió saber claramente que estaba arriesgando su propia vida; en efecto, esta acción de Jesús fue el motivo para proceder oficialmente contra él, de una manera definitiva20. Por lo demás, acabamos de ver que Jesús se relaciona con Dios en el espacio profano. Un solo pasaje se podría aducir en donde Jesús otorga especial consideración al espacio sagrado. Se trata del episodio del niño Jesús perdido y hallado en el templo (Le 2,41-52). Pero acerca de este relato hay que tener en cuenta, ante todo, que, según parece, no es un relato original, en cuanto que el final de los relatos de la infancia se debe situar en Le 2, 40. Este pasaje debió ser añadido en una ulterior redacción. Tal es la conclusión a que se ha llegado en los estudios más recientes y documentados sobre este punto21. Además, parece bastan­ te claro que se trata de una historia de origen apócrifo, que incluso no encaja con el resto de los relatos de la infancia: en esos relatos, Jesús no habla nunca, porque en ellos se presenta la revelación que otros 18. 19. 20. 21.

Cf. H. van den Bussche, Jean, commentaire de Févangiie spirituel, Bruges 1967, 222. Cf. O. Cullraann, Les sacrements dans révangile johannique, Neuchátel 1951, 18. J. Jeremias, Teología del nuevo testamento, 324. Cf. R. E. Brown, The birth o f the Messiah, London 1977, 479.

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(los ángeles, Simeón...) hacen de Jesús; a partir del bautismo es cuando Jesús habla de sí. Pero aquí se adelanta el proceso, cosa que no encaja con el hecho de que el bautismo de Jesús señala el punto de partida de la revelación que Jesús hace de sí mismo22. Más aún, sabemos que en la literatura religiosa de la antigüedad es un lugar común el presentar hechos que exaltan al niño que luego va a ser un personaje excepcional, por ejemplo ése es el caso de Buda, Osiris, Ciro el Grande, Alejandro Magno, Augusto23. Finalmente, hay que recor­ dar que este relato no concuerda con la actitud general de Jesús en todo el evangelio por lo que se refiere a los que aquí se llaman «maestros», mientras que en el resto del evangelio se les llama «escribas» y «letrados», que son los personajes que siempre aparecen en relación a la actitud de enfrentamiento de Jesús con respecto al tem plo24. (j d) La enseñanza de Jesús El tema del templo — se trata evidentemente del templo de Jerusa­ lén— aparece con relativa frecuencia en la enseñanza de Jesús. Y por cierto siempre con un sentido de enfrentamiento y hasta de rechazo. Así, Jesús afirma que él es más que el templo (Mt 12, 5-7). Para comprender el verdadero significado de este texto hay que tener presente que todo el capítulo doce de Mateo está dominado por la idea del rechazo de Jesús, es decir, se trata de sus enfrentamientos con los dirigentes religiosos, para terminar con la escena en la que Jesús declara cuál es su verdadera familia: la nueva comunidad de discípu­ los (Mt 12, 46-50)2S. Además, Jesús cita el texto de Os 6, 6: «corazón quiero y no sacrificios», lo que significa que Dios prefiere la bondad hacia los demás, que en el contexto queda indudablemente asociada a las prácticas cultuales que se realizaban en el templo. Jesús enseña también que las ofrendas que se hacían en el templo ( korbán) eran una hipocresía y una desobediencia a Dios (Me 7,1113). Aquí se trata otra vez del enfrentamiento de Jesús con los dirigentes religiosos, a nivel de las autoridades centrales, venidas de la capital (Me 7, 1). A tales personajes, Jesús les dice que sus observan­ cias religiosas conducían a anteponer la tradición humana al manda­ 22. Ibid.,m.

23. Cf. R. Laurentin, Jésus ati temple. Mystére de pàques et fai de Marie en Luc 2. 4850, Paris 1966, 147-158. ; 24. Cf. R. E. Brown, o. e., 488. 25. Cf. P. Bonnard, L'évangile selon saint Matthieu, Neuchàtel 1963, 171.

Jesús y ¡a práctica religiosa establecida 42 miento y a la voluntad de Dios; y hasta llegaban de esa manera a invalidar (ákurom tes) (Me 7,13) lo que Dios mandaba. Como ejem­ plo, Jesús les echa en cara la práctica, impuesta por los rabinos, según la cual un hijo podía dejar desamparados a sus padres en el caso que ofreciera sus bienes como donativos para el templo. Así, el egoísmo del clero anteponía sus ganancias por el culto a la observancia de los deberes familiares26. Y es claro que en ese negocio sucio estaba directamente complicado el templo y lo que allí se maquinaba para aprovecharse del pueblo sencillo y crédulo. Otra enseñanza de Jesús se refiere a que lo importante no es jurar por el espacio sagrado (templo), sino por aquél que habita en el santuario, es decir por Dios (M t 23,16-22). También aquí el contexto es de enfrentamiento radical con los dirigentes religiosos. Y Jesús afirma que lo importante no es la mediación de lo transcendente, sino el término de esa mediación, que es Dios en sí mismo. Además, resulta significativo que, en ese mismo discurso, Jesús alude otra vez al templo com o lugar de asesinato; allí se dio muerte a un tal Zacarías, «al que matásteis entre el santuario y el altar» (Mt 23, 35), o sea, en lo más sagrado del espacio sagrado. Finalmente, el capítulo 23 de Mateo se termina con la tremenda lamentación y el dolorido reproche contra la ciudad santa, Jerusalén, la ciudad santificada por el templo (Mt 23, 37-39). Los participios de presente (ápokteínousa y Hzoboloüsa) ex­ presan una acción constante y actual (Mt 23, 37) y quieren decir que las violencias de Jerusalén contra los enviados de Dios no son ni recientes, ni accidentales; esta idea de una resistencia criminal y secular de Israel domina todo el capítulo 23 27. Pero, sin duda alguna, más importancia que todo lo anterior tiene la profecía de Jesús acerca de la destrucción del templo y la ruina de la ciudad santa (Mt 24, 1-2). Las palabras de Jesús no significan, en este caso, un vaticinio ex eventu, sino una afirmación profètica de carác­ ter apocalíptico28 que se refiere a la desaparición del templo. En adelante, el verdadero templo será Cristo mismo; el viejo mundo desaparece y una nueva era se inicia en la relación del hombre con D ios29. Por último, según el evangelio de Juan, Jesús anuncia que el verdadero culto que Dios quiere, no es el culto que se le tributa en el templo, sino el culto con espíritu y verdad (Jn 4, 20-24). Sea cual sea el 26. Cf. J. A. Fitzmyer, The uramaic Quorban inscription from Jebel Hallet Et-Turi in Mk 7, II: Journal of Biblical Literature (1955) 60-65. 27. P. Bonnard, o. c„ 343. 28. Cf. W. Grundmann, Das Evangelium nach Matthäus, Berlin 1968, 501. 29. Cf. Th. Preiss, La vie en Christ, 1951, 98.

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sentido que la exégesis quiera dar a la afirmación referente al culto «con espíritu y verdad» (Jn 4,23), una cosa por lo menos es cierta: que se trata de un culto no limitado a un lugar ( topos) (Jn 4, 20), es decir, no circunscrito a un espacio determinado, al espacio sagrado. Jesús rechaza manifiestamente tal concepción del culto y, por consiguiente, toda forma de relación con Dios que pretenda ser configurada y delimitada en ese sentido. e) Las enseñanzas de los evangelistas Aparte de la enseñanza del mismo Jesús, hay que tener en cuenta otras referencias que nos suministran los evangelistas y que induda­ blemente resultan de interés. En este sentido, el templo es lugar de tentación para Jesús (Mt 4, 5; Le 4, 9). Quizás esta referencia sea meramente circunstancial y no sea lícito, por lo tanto, querer deducir de eso una conclusión terminante. En cualquier caso, se puede decir con seguridad que de la misma manera que el desierto es el lugar de la prueba y la tentación satánica (Mt 4, 1), como consta por el sentido de tierra seca y tenebrosa, oscura y llena de inseguridad, que tenía en la tradición de Israel (cf. Ez 19, 13; Os 13, 5; Is 35, 1.6; 41, 18-19; 43, 1920; Jer 2, 6.31; Sal 55 , 8)30, igualmente el templo es, para Jesús, lugar de tentación y de amenaza. Otro dato significativo es el anuncio, hecho por un ángel, al sacerdote Zacarías (Le 1, 9-22). El anuncio tiene lugar en el templo mientras se celebra el ceremonial sagrado (Le 1, 8-9). Pues bien, como es sabido, en la intención de Lucas, se trata de contraponer el anuncio del ángel a Zacarías al otro anuncio angélico que se hace a María, en un pueblo perdido de Galilea (Le 1,26-38). Según esta contraposición, el templo es el lugar de la incredulidad, mientras que el espacio profano es el lugar de la fe, en donde la revelación de Dios es acogida con fe (cf. Le 1,45). Finalmente, en este apartado cabe destacar el hecho de que el comienzo de la «buena noticia» (Me 1, 1) no se realizó ni en el templo ni en Jerusalén, sino en el desierto (Me 1, 4; cf. Mt 3, 1; Le 3, 2-4). El mensaje de Dios arranca del espacio profano. f) La iglesia primitiva Ante todo, por lo que nos informa Lucas en el libro de los Hechos, sabemos que en la primera comunidad de Jerusalén hubo una tenden¡ 30. Cf. R. Reifenberg, Thè struggle between the desert and the sown, Jerusalén 1955.

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eia que orientaba a los creyentes hacia la fidelidad al templo: alaba­ ban continuamente a Dios en el templo (Le 24, 53), lo frecuentaban asiduamente (Hech 2, 46), iban al templo a la oración (Hech 3, 1; cf. 22, 17). Se trata de la tendencia de los cristianos de origen judío, residentes en Jerusalén, dirigidos por Santiago, que permanecieron «fanáticos de la ley» (Hech 21, 20). Esta tendencia terminó por ser una facción dentro del cristianismo primitivo, facción dominada por el empeño en conciliar la fe en Jesucristo con la religión del judaismo de aquel tiempo. Pero, frente a la facción judaizante, pronto aparece la otra gran tendencia que se dio en la iglesia primitiva, la de los cristianos de origen griego, cuyo representante más cualificado es Esteban31. La postura de este grupo aparece, en su expresión más tajante, en el discurso de Esteban: el Altísimo no habita en edificios construidos por hombres (Hech 7, 48). Esta afirmación constituye el rechazo más terminante del judaismo del tiempo y su concepción religiosa. Y es importante tener en cuenta que se trata del punto culminante del discurso de Esteban y, en ese sentido, de la teología que Lucas quiere transmitir32. Por otra parte, este rechazo del templo, y la consiguiente muerte de Esteban, es — en la teología del libro de los Hechos— el comienzo de la expansión de la iglesia, primero en Palestina (Hech 8, 4) y luego fuera de Palestina (Hech 11, 19). El rechazo de la religiosi­ dad vinculada al templo y a la ley es el punto de partida de la expansión misionera de la iglesia. Sin duda alguna, la tendencia de los cristianos de origen griego es la que termina por imponerse en la iglesia primitiva. En este sentido, sabemos que los creyentes no tuvieron templos, sino que celebraban sus reuniones en las casas (Hech 2, 2.46; 5,42; 8, 3; 19, 7-8; Rom 16, 5; 1 Cor 16, 19; Col 4, 15; Flm 2). Lo mismo que las casas eran el lugar habitual de oración. Por eso, sin duda alguna, la comunidad creyente recuerda el consejo de Jesús de retirarse para orar a la soledad de la habitación privada (Mt 6, 6). Por eso también, la comunidad ora en la casa (Hech 1, 13-14; cf. 4, 31), com o lo hacen también los individuos (Hech 9, 11-12; 10, 9; cf. 11, 5. En otras ocasiones, la comunidad ora fuera de la casa, en un lugar cualquiera (cf. Hech 20, 36). En resumen, se puede decir que, fuera del caso concreto de la facción judaizante de Jerusalén, la iglesia primitiva no se sintió vinculada a un espacio determinado, un lugar santo o templo, en el que considerase que el creyente debe establecer su relación con Dios. 31. Cf. para todo este asunto E. Haenchen, Die Apostelgeschichte, Gottingen 71977,9 225; J. Dupont, Le discours de Milet, Paris 1962, 163; W. Schmithals, Paulus und Jakobus, Götlingen 1963, 10. 32. Cf. E. Haenchen, Die Apostelgeschichte, 241.

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El templo de los cristianos

En el texto de Hech 7,48, hemos visto que Esteban afirma que «el Altísimo no habita en edipei os construidos por hombres». De manera más terminante, Pablo l i j dice a los atenienses: «el Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, ese que es Señor de cielo y tierra, no habita en templos (naos) construidos por hombres» (Hech 17, 24). Parece, por lo tanto, que cuando la iglesia primitiva renuncia a tener templos o lugares sagrados para el culto, eso no se debió simplemente a razones prácticas33, sino a una nueva comprensión de la relación del hombre con Dios. Esta nueva comprensión se descubre en el sentido que tiene el término jeiropoietos ( ajeiropoietos), que aparece en Hech 17, 24, y que caracteriza lo que es una simple construcción humana: a Jesús se le acusa en la pasión de que iba a destruir el templo «hecho por manos» de hombres y que iba a edificar otro no hecho por manos humanas (Me 14, 58). Además este término caracte­ riza la idolotría de los israelitas en el desierto (Hech 7, 41) y eso es justamente lo que Esteban rechaza en su discurso ante los dirigentes judíos (Hech 7, 48) y lo confirma con la referencia a Is 66, 2 (Hech 7, 50). Más claramente, en el discurso del platero Demetrio, en Efeso, el mismo término indica específicamente a los ídolos (Hech 19,26). Por el contrario, el cielo, la morada propia de Dios, no está construida por manos de hombres (ajeiropoietos) (2 Cor 5, 1). Pero es, sobre todo, en la Carta a los hebreos, en su sección central, donde se afirma que el templo «no hecho por manos de hombres» se instaura a partir de Cristo (Heb 9, 11). Este templo es Cristo m ism o34. Por consiguien­ te, queda bien claro que en las ideas de la iglesia primitiva, tanto en la tradición de los evangelios, como en los Hechos, como en la Carta a los hebreos, se rechaza expresamente que el templo edificado por el hombre sea el espacio en el que el creyente se encuentra con Dios. Tal templo, que es una construcción humana, es lo que caracteriza a la idolatría. Se trata, por tanto, del rechazo del espacio sagrado. Por lo demás, la cuestión no está en que el espacio sacralizado sea por sí mismo y necesariamente una idolatría, ya que Dios mandó a los israelitas edificar el templo de Jerusalén (1 Re 6, 37-38; Esdr 3, 2-6; 4, 24; 5, 2; Zac 4, 7-10), sino en que a partir de Cristo, la única mediación entre el hombre y Dios es el mismo Cristo (1 Tim 2,5-6), de donde resulta que la mediación sacralizada del espacio viene a ser, por ! ! 33. N o estamos, por eso, de acuerdo coa H. Schlier, Eclesiología del nuevo testamen­ to, en Mysterium Salutis IV /1, 137. 34. Cf. A. Vanhoye, La structure littéraire de CEpitre aux hébreux, Lyon 1962, 147159; Id., De Epistola a d hebraeos, sectio centralis (cap. 8-9), Roma 1966, 127-141.

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eso mismo, una aberración idolátrica. Por eso se puede hablar, con razón, del rechazo del espacio sagrado. Entonces, ¿cuál es el templo de los cristianos? ¿cuál es, por consiguiente, el espacio en el que se encuentra el creyente con su verdadero Dios? La primera respuesta a esta pregunta se encuentra ya insinuada en Jn 2, 19-21, en donde se indica que la comunidad cristiana, después de la resurrección de Jesús, comprendió que el templo es Jesús mismo, su persona resucitada. La importancia de este texto está en que Jesús habla de tal manera que el santuario, el espacio sagrado, no es ya el templo material, sino su persona. Esta idea, según la cual Jesús es el nuevo templo, estaba clara en la conciencia de la iglesia primitiva. Pedro lo expresa asi cuando afirma que Jesús es la piedra (tizos) que fue rechazada por los constructores (Hech 4, 11). Se trata de una referencia directa al Sal 118, 22, cuyo texto es aducido por el mismo Jesús en la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 42; Me 12, 10; Le 20, 17). Ahora bien, esta parábola fue pronunciada por Jesús inmediatamente después de la expulsión de los comerciantes del templo. Al colocar los tres sinópti­ cos esta parábola, con esa referencia al Sal 118, 22, precisamente después del gesto simbólico del templo, está indicando que el rechazo y el asesinato del hijo (Jesús) es el rechazo de la piedra angular del edificio. Y es justamente esta idea la que recoge Pedro, en Hech 4,11, cuando les dice a los dirigentes judíos que al asesinar a Jesús han rechazado la piedra angular del nuevo templo en el que Dios se quiere encontrar con el hombre. En un texto magistral de la Carta a los efesios, se repite exacta­ mente la misma idea: Por lo tanto, ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los consagrados y familia de Dios, pues fuisteis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, con el Mesías Jesús como piedra angular. Por obra suya la construcción se va levantando compacta, para formar un templo consagrado por el Señor; y también por obra suya vais entrando vosotros con los demás en esa construcción, para formar por el Espíritu una m orada para Dios (Ef 2, 19-22).

Aquí es fundamental tener en cuenta que a Cristo se le designa con la palabra akrogoniaios ( akros, agudo o extremo; y gonía, ángulo), que indica la piedra angular, es decir la piedra última, que cierra la bóveda, sobre la que descansa la solidez del edificio. Por consiguiente, Cristo es la piedra fundamental del nuevo templo, del nuevo lugar de encuentro con Dios, que es la comunidad cristiana. El templo, en su sentido más propio (naos), se aplica a la comunidad cristiana en el nuevo testamento cinco veces y sólo estas

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cinco veces. Es decir, el nuevo testamento no reconoce, para los cristianos, otra acepción ni otra aplicación del templo. Estas cinco veces son: 1 Cor 3, 16.17; 6, 19; 2 Cor 6, 16; Ef 2, 21. Según estos textos, el templo de los cristianos es la comunidad (1 Cor 3,16-17; Ef 2, 21) o cada cristiano en particular (1 Cor 6, 19; 2 Cor 6, 16). Por consiguiente, para los cristianos no hay más templo que la comunidad misma o cada creyente en concreto. Es decir, el lugar del encuentro con D ios no es un espacio geográfico, sino un espacio humano; no es ya el espacio sagrado, sino el espacio del encuentro entre las personas. Esta misma comprensión fundamental se expresa con el verbo oikeo (habitar). Así, el Espíritu de Dios habita en la comunidad (Rom 8, 9.11; 1 Cor 3,16; 2 Cor 6,16; Ef 2, 19-22; 2 Tim 14) y Cristo habita en el corazón de cada creyente (Ef 3, 17). La misma idea se expresa con el substantivo oikos (casa). Por eso, la iglesia, es decir, la comuni­ dad, es la casa de D ios (1 Tim 3, 15) y los cristianos, como piedras vivas, son la casa espiritual en la que se ofrece el nuevo culto (1 Pet 2, 5). Estrechamente relacionado con oikos está el verbo oikodomeo, edificar o construir. En la tradición de la iglesia primitiva, este verbo se aplica inequívocamente al templo y precisamente en relación con Jesús mismo, en las acusaciones que se hacen contra él en la pasión (M t 26, 61; 27,40; Me 14, 58; 15, 29), textos que dicen relación a la fórmula de Jn 2, 20 (cf. también Mt 24, 1; Me 13, 1-2). La comunidad primitiva comprendió que a Jesús se le sentenció a muerte y se le asesinó porque representó un atentado directo para el templo y se erigió en el nuevo templo. Y es impresionante recordar que de todas las acusaciones que había contra Jesús, los evangelios sólo han conservado ésta del templo. Lo cual quiere decir dos cosas. Primero, que el judaismo (la religión establecida) vio en eso la amenaza suprema. Segundo, que la comunidad cristiana vio ahí la significación más destacada de la muerte de Jesús. Es decir, la muerte de Jesús representa la liquidación de un sistema de relación con Dios. Un sistema basado en el espacio sagrado y en el edificio material. La muerte de Jesús implica, por tanto, la liquidación de todo lo que representa el templo, que es la religión como conjunto de prácticas separadas del resto de la vida, la religión com o ritual y ceremonial. En sustitución de todo eso, Jesús — y precisamente Jesús en su muerte— es el nuevo templo, lo que quiere decir que la relación con Dios ya no consiste ni se realiza en la relación con un espacio, un edificio, un ritual, sino en relación con una persona, una vida, un destino, que es el destino de Jesús, el destino de la muerte por los demás. D e lo dicho se sigue, Jue la mediación entre el hombre y Dios no es ya la mediación sacral y ritua!, sino la mediación existencial. Es decir,

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no se trata de una mediación limitada y necesariamente circunscrita a un ceremonial sagrado y a un ritual, sino que: 1) abarca a la existencia entera del hombre y brota de la existencia humana (aunque en tal relación, com o veremos más adelante, interviene también decisivamente la acción de Dios); 2) la fuerza y el valor de esa mediación no proviene de «lo sagrado» sino de «lo existencial», es decir, no proviene de un ceremonial o un ritual, sino de la energía que es propia de la existencia cristiana, de la vida vivida en la fe y por la fuerza de la fe en Jesucristo, que se hace presente en la existencia del hombre y en las experiencias más fundamentales de la vida humana. Más adelante estudiaremos detenidamente las consecuencias que se siguen de lo que acabamos de indicar. De momento, lo que interesa sumamente es destacar que cuando se plantea el tema del templo (el espacio sagrado, con todo lo que implica de ceremoniales y rituales sagrados) no se plantea una mera cuestión funcional, una cuestión práctica, un asunto que se refiere a un local, a un problema de estética o de arte religioso o de costumbres culturales. El tema del templo es una de esas cuestiones que tocan fondo en la comprensión del cristianismo y en la interpretación de la vida de los creyentes en Jesús. Y esto por tres razones: 1) porque el tema del templo se refiere directamente y de lleno al problema de la mediación o de las media­ ciones entre Dios y el hombre; 2) porque el templo es, de hecho, una representación simbólica fundamental de Dios, de lo divino en gene­ ral, ya que en el templo el hombre encuentra a Dios y se hace una idea de cómo es Dios y dónde se encuentra a Dios; 3) porque el templo fue históricamente un centro económico y una fuente financiera que hacía de la práctica religiosa un negocio de proporciones muy consi­ derables. Ahora bien, precisamente a partir de estas tres razones se comprende la importancia que el tema del templo tiene en todo el nuevo testamento y la verdadera significación de este tema para la recta inteligencia del cristianismo en general y de la praxis de la vida cristiana en particular. En efecto, por lo que se refiere a la primera razón — el problema de las mediaciones entre Dios y el hombre— , la Carta a los hebreos toca la cuestión de fondo. Allí se dice que los cristianos «tenemos libertad para entrar en el santuario llevando la sangre de Jesús, y tenemos un acceso nuevo y viviente que él nos ha abierto a través de la cortina, que es su carne» (Heb 10, 19-20). Los tres evangelios sinópti­ cos dicen que al morir Jesús, la cortina del templo se rasgó (Mt 27, 51; Me 15, 38; Le 23, 45). Estos dos hechos (la muerte y la ruptura de la cortina) se relacionan de manera tan íntima que, mientras Mateo y Marcos dicen lo de la cortina inmediatamente después de decir que Jesús ha muerto, Lucas lo dice inmediatamente antes. Se trata, por

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tanto, de dos hechos que están concatenados indisociablemente entre sí. Esa cortina era la que separaba el sancta sanctorum, que era el espacio oscuro, vacío y silencioso en el que el hombre entraba en contacto con la presencia de Dios. El privilegio más importante que disfrutaba el sumo sacerdote es que un día al año él era el único mortal que podía atravesar aquella cortina y tener acceso directo a la divinidad35. Pues bien, al morir Jesús esta cortina se rasga y se abre. Es decir, el acceso a la presencia de Dios queda patente y deja de ser algo reservado a un espacio y a un ritual determinado. Se han roto las mediaciones. Desaparecen todas las separaciones: 1) la separación entre el culto y la vida, porque lo que el sacerdote definitivo, Cristo, ha ofrecido, no ha sido un culto ritual en el templo, sino su propia angustia, sus sufrimientos, su muerte y su fidelidad a Dios (Heb 5, 7-8); 2) la separación entre sacerdote y víctima, porque Cristo no ha ofrecido la sangre de unos toros o machos cabríos, sino que se ha ofrecido «a sí mismo» (Heb 7, 27; 9, 14); 3) la separación entre el sacerdote y el pueblo, porque el sacrificio de Cristo fue su asimilación y cercanía total a los demás (Heb 2, 17), es decir, su solidaridad sin límites. La intuición de fondo que hay en todo esto es que, al rasgarse la carne de Jesús, queda patente la divinidad y se rompen todas las distancias. En otras palabras, cuando una vida se entrega, se rompen y se suprimen todas las separaciones, y la primera de todas la separa­ ción del hombre con Dios. He aquí la condición cristiana, la condi­ ción existencial, coextensiva con la vida entera, de tal manera que es de esa vida, así entregada, de donde brota el único culto que agrada a Dios. Por eso, Jesús es el único templo y la comunidad también. Por eso, Jesús dice que donde dos o tres se reúnen en su nombre allí está él (Mt 18, 20). Por eso, lo ritual ya no es la mediación del encuentro con D ios36. El tema del templo pone en cuestión de manera radical nuestra comprensión de lo sacramental en la iglesia. Más adelante veremos las consecuencias que de aquí se derivan. Por lo que se refiere a la segunda razón — el templo en cuanto representación simbólica fundamental de Dios— , hay que tener en cuenta, ante todo, que el templo evoca espontáneamente y de manera casi inevitable por una parte, la idea de instalación: Dios se instala en tal lugar determinado y queda allí fijado y consolidado; por otra parte, el templo evoca también la idea de grandeza y majestad, de poder y de fuerza. Esta idea, o mejor esta experiencia, es lo que evocaba ciertamente la magnificencia del templo de Jerusalén en 35. Cf. J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, 169. 36. Cf. E. Schillebeeckx, Jesus. Die Geschichte von einem Lebenden, Basel 1974, 217; cf. H. Frankemölle, Jahwebund und Kirche Christi, Münster 1973, 27-36.

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tiempos de Jesús (cf. M 1 24,1 ; Le 21, 5); y es la misma experiencia que suscitan nuestras grandes catedrales o incluso la iglesia sencilla de un pueblo que, a fin de cuentas, se alza sobre los demás edificios no sin cierta majestuosidad. Ahora bien, precisamente estas dos ideas, apare­ cen seriamente contestadas y puestas en cuestión por la revelación bíblica. En efecto, cuando David quiere construir por primera vez el templo (2 Sam 7, 2-3), el profeta Natán le responde en nombre de Dios: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá en una tienda que me servía de santuario» (2 Sam 7, 5-6). Dios se hizo nómada con su pueblo peregrinante y nómada por el desierto. Frente a los dioses estáticos y sedentarios de los pueblos de la cultura agraria, el Dios de Israel es el Dios de la peregrinación y de la promesa. Como ha recordado muy bien Victor Maag, la religión de los nómadas es religión de la promesa, de tal manera que el nómada no vive inserto en el ciclo de la siembra y la cosecha, sino en el mundo de la migración. Por eso, el Dios de los nómadas no se instala nunca, está siempre en camino y así está siempre abierto al futuro y a la historia, en la que progresivamente se revela y se comunica37. Por otra parte, el texto más fuerte y más radical que hay en todo el nuevo testamento en contra del templo es la afirmación de Esteban según la cual Dios no habita en edificios construidos por hombres (Hech 7, 48). Pero esa afirmación es confirmada por una referencia a Is 66, 1-2, que es la expresión más fuerte contra la grandeza que evoca el templo y todo el culto asociado a él: «Así dice el Señor: el cielo es mi trono y la tierra, el estrado de mis pies; ¿qué templo podréis construirme o qué lugar para mi descanso?... En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras». Aquí se trata, por supuesto, de la crítica profètica contra las vanas prácticas cultuales, frente a las que Yahvé prefiere la misericordia social (Is 58, 1 s)38. Pero no solamente eso. Dios no quiere la instalación en un templo grandioso, sino que pone sus ojos en el humilde y el abatido. Y, efectivamente, todos sabemos que la instalación y la magnificencia de las grandes construc­ ciones no remite a la idea o a la experiencia de la desinstalación y la sencillez evangélica39. Por lo demás, sabemos que cuando aparecen los templos cristianos, cuando la iglesia se vuelve poderosa y rica, 37. Cf. J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 41981, 125-126. 38. Cf. G. von Rad, Teología del antiguo testamento II, Salamanca 41980, 351. 39. Cf. para ei problema del templo en el antiguo testamento, R. E. Clements, God and temple, Oxford 1965; V. W. Rabe, Israelite opposition to the temple: CBQ 29 (1967)

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«hace presentar a Jesús y a sus discípulos con magnificencia y digni­ dad, casi como romanos elegantes, como lugartenientes imperiales e influyentes senadores»40. En cuanto a la tercera razón — el templo como centro de poder económico— , se sabe que el templo de Jerusalén era, en tiempo de Jesús, una empresa comercial de proporciones asombrosas: las limos­ nas, los impuestos, el comercio de animales para las víctimas de los sacrificios, el pago de votos y promesas, todo eso hacía que el templo fuera el centro que daba vida a la ciudad entera de Jerusalén, hasta el punto de que la prosperidad de aquella importante capital provenía del templo41. Por otra parte, el alto clero era la auténtica aristocracia en el pueblo judío; la nobleza sacerdotal pertenecía a las familias más ricas y además percibía los mayores ingresos del templo, ya que los cargos más lucrativos se repartían entre los sacerdotes de este rango. Por ejemplo, se cuenta del sacerdote Eleazar ben Jarsom que heredó de su padre mil aldeas y mil naves, y tenía tantos esclavos que éstos no conocían a su verdadero dueño42. Por consiguiente, el enfrentamien­ to de Jesús y su comunidad al templo es el enfrentamiento a la desviación fundamental de lo religioso: la desviación que idolatra las «mediaciones» religiosas; y las idolatra porque en ello se da el logro de poderosos intereses económicos y el mantenimiento de una situa­ ción social privilegiada. Para concluir, hagamos una advertencia importante: como se ha podido ver, el tema del templo es central en el nuevo testamento. No sólo por la abundancia de textos que hablan de este tema, sino sobre todo por la importancia de tales textos. En consecuencia, es un error pensar que Jesús atacó al templo porque sus sacerdotes estaban corrompidos. Es verdad que hay pasajes evangélicos que apuntan a eso (por ejemplo, Me 7, 11-13; 12, 41-44; Mt 21, 12-13). Pero en la enseñanza de Jesús hay algo más radical, como se ha podido ver; y lo mismo hay que decir acerca de la iglesia primitiva en general. N o se trata solamente del ree} 'jzo de aquel templo con todo lo que represen­ taba, sino que se trata del rechazo del templo en general como sistema de mediación ante lo transcendente, como medio de representación de lo divino, y como instrumento de m a ^ ^ ^ B g jlg a e ^ ^ lig io s o . Porque el Mesías suprimió, de una todas, cuar^^^tem plo «hecho por hombres» (Heb 9, 11,24árarfensiguió de esa mafl^». Se trata, por consiguiente, sólo de algunas fórmulas, pocas en total. Pero, en todo caso, esto indica que las prim eras comunidades cristianas interpretaron su relación con Dios en categorías rituales, en determ inados casos. Y aunque es verdad que estos casos son poco frecuentes en todo el conjunto de docum entos del nuevo testam ento, no podem os ocultar que los indicios que aquí acabam os de recoger nos plantean una cuestión im portante, que analizamos a continua­ ción.

4.

El rechazo de «lo sagrai^ )>»

Según acabam os de ver‘ en el nuevo testam ento se encuentran algunas fórmulas, térm inos y expresiones que dicen relación a «lo sagrado». Además, hay que tener presente que los cristianos pusieron en práctica, desde el prim er m om ento de su existencia como iglesia, determ inados gestos simbólicos, que venían siendo utilizados en otras religiones: el bautism o, com o celebración de iniciación para ingresar 18. 19.

Cf. G. W ídengren, Fenomenología de la religión, M adrid 1976, 273. Cf. A. Vanhoye, Epistolae ad hebraeos, textus de sacerdotio Christi, 17.

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ss

o ser incorporados a cada com unidad; la cena o «fracción del pan», com o com ida específica de la com unidad creyente; ciertos gestos de bendición o «imposición de manos»; la confesión de los pecados com o gesto penitencial. De todo esto hablarem os ampliamente más adelante. P or o tra parte, com o vam os a ver enseguida, con el paso del tiem po se fueron introduciendo en la iglesia, no sólo fórm ulas y expresiones sacrales, sino que adem ás se llegó a la construcción de templos, la institución de días festivos en sentido religioso, y la organización de un clero con diversos rangos o categorías de sacerdo­ tes com o personas sagradas. A la vista de estos hechos, hay que hacerse una pregunta que parece enteram ente central en to d o este asunto: ¿dejó el nuevo testa­ m ento la puerta abierta p ara que se produjera esta evolución? Pero, llegando m ás al fondo de la cuestión, ¿no sería necesario dem ostrar que la dejó cerrada p ara que esa evolución n o se produjera?20. Se h a dicho que, «dada la m entalidad prim itiva de la iglesia, parece evidente que la puerta quedó abierta»21. Sin embargo, aquí es de la m ayor im portancia com prender que, para resolver este proble­ ma, no basta echar m ano de ciertas fórm ulas aisladas o determ inadas expresiones del vocabulario sacral, que ciertam ente se encuentran en algunos escritos del nuevo testam ento y en los autores de los siglos siguientes, com o vam os a ver enseguida. El punto central y decisivo, en este asunto, está en com prender, de una vez p o r todas, tres hechos del m áxim o interés que aparecen expresamente destacados en el nuevo testam ento: por una parte, el enfrentam iento m ortal entre Jesús y la institución religiosa del tiempo; por otra parte, la total ausencia de templos, rituales y sacerdocio en las com unidades cristia­ nas m ás primitivas; finalm ente, el hecho de que los cristianos coloca­ ron en el centro de sus creencias a un hom bre m uerto, y por cierto m uerto en una cruz. Este últim o punto merece especial atención. Porque, en las tradiciones populares del tiempo, un dios se diferencia­ ba de un hom bre ante todo por el hecho de estar exento de la m uerte y por los poderes sobrenaturales que ello le confería. D e ahí, la frase, tantas veces repetida, dé que «el hom bre es un dios m ortal, y un dios es un hom bre inm ortal»; de ahí tam bién la posibilidad de tom ar erróneam ente por dios a un hombre, con tal de que éste hiciera alguna dem ostración de poderes sobrenaturales, como les ocurrió a Pablo y Bernabé en Listra (Hech 14, 18 s) y en ocasiones a A polonio de

20. 21.

Cf. J. Colson, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de Γévangile, 206. Ibid., 343.

El rechazo de lo «sagrado»

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T ia n a 22. Y algo m ás tarde, sabemos p o r Orígenes que Celso acusaba de blasfemo al cristianismo por situar a otro ser a la altura del Dios suprem o 23. Pero, sobre todo, cuando este ser era un hom bre m uerto y adem ás crucificado, entonces resultaba sencillamente impensable que quienes veneraban a semejante ser fueran considerados en aquel tiem po com o gente religiosa. T odo lo contrario: venerar a un crucifi­ cado era la negación de la sacralidad, es decir, algo que nada tenía que ver con la religión. P o r eso, los prim eros cristianos tuvieron que defenderse frecuentem ente de la acusación de irreligiosidad y de sacrilegio. Y, lo que es peor, se tuvieron que ver complicados en la drástica acusación de ser considerados com o ateos. Por eso, los autores cristianos de los siglos II y III tuvieron que responder con frecuencia a esa acusación. Así, Ju stin o 24, A tenágoras25, el Mart. Policarpi 26, Clemente de A lejandría27, L actancio28, A rn o b io 29. Pero aquí es muy importante tener en cuenta que el problema que preocupa­ ba a los ciudadanos del im perio en aquel tiem po no era el problem a del «ateísmo teórico», sino el hecho de no dar culto a la divinidad: déos non colerei0. Por eso, se com prende que, por ejemplo, en el M arty­ rium Symphoriani se diga: « Symphorianus publici criminis reus, qui

diis nostris sacrificare detrectans maiestatis sacrilegium perpetravit, sacris etiam altaribus irrogavit iniurias, gladio ultoris feriatur » 31. Y en las Acta Cypriani: «diu sacrilega mente vixisti... et inimicum te diis romanis et religionibus sacris constituisti»i2. En estos testimonios, lo que se consideraba intolerable era el que no se respetasen «los sagrados altares» o «las religiones sagradas». En una sociedad en la que había dioses p ara todos los gustos y en la que una divinidad más no hubiera sido problem a p ara nadie (cf. Hech 17, 22-23), lo que realm ente resultaba intolerable era una secta que no daba muestras de rendir un culto sagrado a ningún dios. Es decir, lo que estaba enjuego no era el problem a del ateísmo teórico, sino el hecho concreto y 22. F ilostrato, Vita Apoltonii4, 31; 5, 24; 7, 1 l;c f. E. R. Dodds, Paganos y a -ist ¡anos en una época de angustia, M adrid 1975, 105. 23. Contra Celsum 8.12, 14; cf, E. R. Dodds, o. c., 154. 24. Apoi. I, 6, 13; 13, 1. 25. Suppl. 3; cf. 4.13.30. , 26. C. 3.9. 27. Strom. VII, 1, 1: 1, 4. 28. Epit. 63 (68). 29. III, 28; VI, 27. Cf. para7la enum eración y análisis de estos textos, A. H arnack, Der Vorwurf des Atheismus in den drei ersten Jahrhunderten, en T U X III, Leipzig 1905, 816. 30. Cf. A. H arnack, o. c., 10. 31. C. 6, edit. R uinart, R atisbona 1859, 127. 32. Cf. A. H arnack, o. c., 9, n. 1.

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práctico de una asociación que no tenia templos, ni altares, ni sacerdotes, ni ritos sagrados. Y p ara colmo, se tratab a de una asocia­ ción que afirm aba su fe en un «dios crucificado», cosa que no podía ser sino considerada com o sacrilega y blasfema en aquella sociedad tan profundam ente religiosa33. La consecuencia que se desprende de lo dicho es que el aconteci­ m iento de la m uerte de Cristo, com o acontecimiento esencialmente profano, prohíbe a la iglesia regresar hacia atrás, hacia lo que había antes de la m uerte de Jesús. Porque la cruz representa la abolición de todas las «mediaciones sagradas». La cruz enseña a los hom bres que el acercam iento a D ios no se consigue alejándose de la vida ordinaria, sino asum iendo esa vida y com prom etiéndose con ella hasta el extre­ mo de ser considerado — si es necesario— com o un rebelde, como un m aldito y com o un sujeto al que hay que elim inar34. Por consiguiente, se puede asegurar que el nuevo testam ento dejó la puerta cerrada para que, en el futuro, no se diera la evolución que de hecho se vino a im poner m ás tarde hacia la sacralidad y los rituales sagrados como mediaciones entre D ios y el hombre.

5.

La oposición al culto «ritual»

Com o es bien sabido, a lo largo de la historia de Israel existió una corriente de pensamiento, de inspiración profetica, que se opuso y hasta se enfrentó seriamente al culto ritual establecido. La docum en­ tación de textos del antiguo testam ento en este sentido se encuentra en tres series de fuentes: 1) en los profetas, sobre todo en los anteriores al exilio: Am os (2, 7 s; 4, 4 s; 5, 4 s; 5, 21 s), Isaías (1, 11 s; 29,13), Oseas (2,13-15; 4, 11-19; 6, 6; 8, 5 s; 10, 8; 13,2), M iqueas (6, 6-8), Jeremías (6, 20; 7; 26, que no es sino una segunda recensión del capítulo 7); y tam bién en los profetas posteriores al exilio: Isaías (58, 6-7; 66, 1-3); 2) en los sapienciales: Proverbios (15, 8; 21, 3.27) y sobre todo en el capítulo 34 del Eclesiástico; 3) en los salmos (40, 78; 50, 8-15; 51, 18-19). Esta docum entación de textos, tan variados y abundantes, ha sido enjuiciada muy diversamente, desde quienes, com o J. Wellhausen y P. Volz, han llegado a afirm ar que el D ios del antiguo testam ento odia el culto porque es impío en su fundam ento m ism o35, hasta los que han defendido los m étodos de aproxim ación cultual y revalorización del 33. 34. 35.

Cf. J. M oltm ann, El Dios crucificado, Salam anca 21977, 53. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 260. Cf. L. R am lot, en DBSup VIII, 1123, con bibliografía abundante.

La oposición al culto «ritual»

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culto ( Kultgeschichtliche M ethode), com o H. G unkel, S. Mowinckel, S. H. H ooke y A. H aldar, que defienden la existencia de una buena cantidad de profetas cultuales en Israel36. Pero, sea cual sea la p o stura que adopten los especialistas sobre este asunto, hoy es indu­ dable que en el antiguo testam ento existe toda una corriente anticul­ tual, al m enos en el sentido de que D ios no quiere el culto que va asociado a la injusticia entre los h om bres37. A hora bien, supuesto que en el antiguo testam ento existía esta am plia docum entación de textos anticultuales, resulta de singular interés saber que en la iglesia prim itiva estos textos bíblicos fueron am pliam ente utilizados y difundidos, es decir, la iglesia de los tres prim eros siglos aceptó y se aplicó a sí m ism a la crítica anti-cultual — o m ás exactam ente, anti-ritual— de los autores del antiguo testamento. E sta aceptación se encuentra de m anera insistente en los autores cristianos del siglo II e incluso en algunos del siglo III. En efecto, entre las prim eras generaciones cristianas circulaban colecciones de textos del antiguo testam ento, en los que se advierte una intención determ inada: poner de manifiesto que Dios no tiene necesidad de sacrificios ni de ritos sagrados. Es decir, las citas anti­ cultuales del antiguo testam ento fueron, no sólo ampliamente utiliza­ das, sino incluso coleccionadas en extractos o florilegios que recibie­ ron, según parece, el nom bre de Testimonia y que seguramente eran «fruto de notas personales cN lectura»38. Lo cual quiere decir que esta m entalidad anti-cultual y Viiti-ritual estaba am pliamente difundida entre los creyentes en el sij*lo II e incluso d urante buena parte del siglo III. La existencia de estos florilegios o colecciones anti-cultuales de Testimonia ha dado pie a u n a larga controversia entre los especialis­ tas, desde el estudio que, en 1938, publicó K. A. C redner39, hasta los trabajos de C. H. D o d d 40 y A. C. S undberg41y m ás recientemente el excelente libro de P. P rigent42, que ha presentado am pliamente el desarrollo de esta controversia a lo largo de m ás de un siglo de im portantes trabajos que se han sucedido sobre el tem a43. Como 36. Ibid., 1127. 37. Cf. para este punto, J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 301-308, con abundante bibliografia en p. 303-304; cf. adem ás el interesante estudio de J. L. Crenshaw, Prophetic conflict. Its effect upon Israelite religion, Berlin 1971, especialmente 23-38. 38. J. P. A udet, V hypotèse dhs Testimonia: RB 70(1963) 381-405. 39. Beiträge zur Einleitung inedie biblischen Schriften II,H alle 1838, 318 s. 40. According to the Scripture, London 1953. 41. On testimonies: Novum Testam entum 3 (1959) 268-281. 42. Les Testimonia dans le christianisme primitif. V epìtre de Barnabé I-X V I et ses sources, Paris 1961. \ 43. O. c., i 6-28. ,

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resultado de estos trabajos, hoy se puede afirm ar que, si bien no podem os estar seguros de que existieran colecciones de Testimonia anteriores al cristianism o (y que habrían influido en los escritos del nuevo testam ento), es u n hecho que los cristiános de los siglo II y III utilizaron determ inados florilegios de textos bíblicos. D e estos florile­ gios, alguno h a llegado íntegram ente hasta nosotros, el A d Quirinum de Cipriano 44, que aunque fue m ás tarde cuando recibió el título de Testimoniorum libri tres 45, es incuestionable que, de hecho, represen­ ta una am plia colección de textos del antiguo y del nuevo testam ento, con citas frecuentes de los pasajes anticultuales46. Por consiguiente, incluso a m ediados del siglo III se seguían utilizando entre los cristianos estas recopilaciones de textos proféticos del antiguo testa­ mento, en los que se critica seriamente el culto ritual por ser practica­ do sin prestar atención a las obligaciones que impone la justicia para con los indigentes. Los autores en los que se encuentran vestigios claros de estas colecciones son numerosos. Y a se advierte una insinuación en este sentido en la Didajé (XIV) al citar el texto de M al 1, 11-1447. También en Clemente R o m an o 48. Indudablem ente se encuentran referencias de los Testimonia anti-rituales en la Epístola de Bernabé49, en la Epístola a Diogneto 5(). en Justino? >, en Teófilo de A n tio q u ía52, en Ireneo53, en la Altercatio Simonis et Theophili (7, 28), en Clemente de A lejandría54, en T ertuliano55. La prueba de que las citas anti-rituales, que aparecen en estos textos, provienen de colecciones de Testimonia se basa en un doble hecho: 1) la presencia de citas com puestas, es decir, pertenecientes a dos autores distintos; 2) las falsas atribuciones, por ejemplo un texto de Jeremías atribuido a Isaías. C uando se dan estas dos anom a­ 44. Ed. G. H artei, CSEL 3/1. 45. Seguramente fue Agustín quien le dio ese título com o parece constar en Contra duas epístolaspelagianorum IV, 10, 27-28; CSEL 60, 554-559; cf. C. H. Turner, Prolego­ mena to the «Testimonia» ami «A d Fortunatunt»; JTS 31 (1930) 228. 46. Testini. 1, 16; CSEL 3/1, 49-50; I, 24.59; II, 4.66; II, 10.75; III, 1.108; III, 1.110; III, 20.134; III, 2.0.137; III, 111.181. 47. Cf. M. Jourjon, Textes eucharistiques des peres anténicéens, en la obra en colaboración, L'eucharistie, le sens des sacrements, Lyon 1971, 105-107. 48. Epist. 52, 3-4. Cf. M. Jourjon, o. c., 96. 49. 2, 4; 2, 7-8; 2, 10; 3, 1-3; 3, 5; 9, 1-3; 9, 5; 11, 2-3; 14, 1-3; 15, 1-2; 16, 1-2; 16, 3. 50. 3, 4. 51. Apol. 1, 37, 5-9; 44, 2-4; 61, 7-8; Dial. 15, 1-6; 22, 2-10; 41, 2-3; 117, 1. 52. Los tres libros de Autólico III, 12. 53. Adv. Haer. IV, 17, 1-4; cf. IV, 20, 1-8. 54. Paedag. 3, 12, 89 s; 90, 4; Strom . 2, 18; 79, 1. 55. Adv. lud. 5; De oral. 28; De ieiun. adv. psych. 13; Adv. Marc. II, 18.19.22; IV, 1.14; V, 4.

ΜββΚβ

La oposición al culto «ritual»

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lías en obras literariam ente independientes, tenemos en ello la prueba clara de que tales obras dependen de una fuente común, a saber, las colecciones de florilegios o T e s tim o n ia (aun cuando en aquel tiempo no recibieran ese nom bre, cosa que por lo demás im porta poco)56. Por ejemplo, en la E p ís to la d e B e rn a b é (2, 10) se encuentra una cita com puesta del Salmo 50, 19 y de un apócrifo, el A p o c a lip s is d e A d á n . Pero resulta que esa misma cita, así com puesta, se encuentra igual­ mente en Iren eo 57, que no parece haber conocido la E p ís to la d e B e rn a b é. Es, por tanto, razonable adm itir que Ireneo tenía ante sí la misma fuente que el apócrifo atribuido a B ernabé59. Los ejemplos en este sentido se pueden am ontonar sin dem asiada dificultad, cosa que ha sido dem ostrada am pliam ente en el caso de la E p ís to la d e B ern a bé 59 y tiene tam bién sus sólidos fundam entos en lo que se refiere a Iren eo 60. En cuando a Justino, aunque en muchos casos no parece depender de colecciones de T e stim o n ia , sin em bargo es seguro que depende de una fuente anterior a la A p o lo g ía y al D ià lo g o 61. En consecuencia, nos encontram os con dos hechos suficientemen­ te probados: por una parte, la corriente profètica del antiguo testa­ m ento, que se opone al culto ritual cuando la práctica religiosa no va acom pañada de la justicia y el am or a los demás; por otra parte, esta corriente de pensam iento es asum ida por la iglesia antigua, especial­ mente durante el siglo II, hasta el p unto de que los autores cristianos de ese tiem po, no sólo citan con frecuencia los textos proféticos de oposición al culto, sino que además se llega a confeccionar colecciones de textos en ese sentido. Es verdad que en todo este asunto se m uestra claram ente el distanciam iento y hasta el rechazo que los cristianos sentían hacia el judaism o. Pero no es menos cierto que, en realidad, lo que ocurrió es que la iglesia acogió plenam ente la protesta anti-ritual de los profetas del antiguo testam ento62. Por consiguiente, está fuera de duda que, a lo largo del siglo II e incluso entrado el siglo III, existió en la iglesia una conciencia clara de oposición al culto religioso, tal como ese culto había sido criticado y hasta rechazado por los profetas 56. Cf. P. Prigent, o. v., 28. 57. Adv. Haer. IV, 29, i. ed. Harvey II, 194. 58. Cf. A. Benoit, Saint Irènée. introduction à l'ètude de sa thèologie, Paris 1960, 97-98. 59. Cf. P. Prigent, o. 68. Ibid., 97.

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La iglesia primitiva y la práctica religiosa

A n tio q u ía60. Esto se advierte, sobre todo, en la C arta a los rom anos, en la que el «altar» se entiende com o la puesta en práctica de la «caridad»: «M ientras que hay todavía un altar, preparado, a fin de que form ando un coro por la caridad» (R om 2, 2). Además, la propia muerte de Ignacio es el «sacrificio»: «Suplicad a C risto por mí, para que por esos instrum entos (los dientes de las fieras) logre ser sacrificio de Dios» (Zeou zusía) (R om 4, 2). En el pensam iento de Ignacio, el culto de los cristianos es la existencia en el am or, la donación y la unidad. Así consta expresamente por Mag 7,2; Trai 7,2; Filad 4,1; 9,1. En todos estos textos, el «altar» y el «sacrificio» son la unidad de la com unidad: «T odo esto dirigido a la unidad de Dios» (Filad 9, 1). De nuevo nos encontram os aquí con el mismo planteam iento que ya hemos observado en la Didajé y en Clemente Rom ano: el culto sacram ental de los cristianos, concretam ente la celebración de la eucaristía, no consiste en la ejecución exacta de un ritual, por la sencilla razón de que el culto, el sacrificio, el altar de los cristianos no tienen nada que ver con lo ritual o con lo sagrado, sino que son expresiones que se refieren a las actitudes personales específicas de la existencia cristiana: el am or y la unidad entre los hombres. Por lo demás, recientemente se ha escrito un docum entado estudio, en el que el profesor Rius-Cam ps analiza las interpolaciones que hay, según parece, en las cartas de Ig n acio 70. Según estos estudios, algunos de los textos indicados, por ejemplo T rai 7, 2, tendrían elementos interpola­ dos por un autor desconocido del siglo I I I 71. Pero es im portante tener presente que tales interpolaciones afectarían al aspecto de legitima­ ción y defensa de la autoridad del obispo, ya que, según parece, eso es lo que pretendió el anónim o interpolador: «consagrar definitivamente la organización vertical de la iglesia» (obispo, presbítero y diáconoscom unidad), am parándose en la autoridad del m ártir Ignacio»72. Pero, sea cual sea la solución que los especialistas den a este proble­ ma, queda en pie que en la concepción de Ignacio, el culto de los cristianos no consiste en la puesta en práctica de unos determ inados rituales, sino en el «sacrificio» que es el am or y la unidad de la com unidad de fe.

69. Cf. S. M. G ibbard, The eucharist in the ignatian epistles, TU 93, Berlin 1966, 214218; J. A. W oodhalla, The eucharistic theology o f Ignatius o f Antioch: Com m unio 5 (1972) 5-21. 70. I. Rius-Camps, La interpolación en las cartas de Ignacio: Revista Catalana de Teología II/2 (1977) 285*370; cf. Id., Las cartas auténticas de Ignacio, obispo de Siria: Revista C atalana de Teología 11/1 (1977) 31-149. 71. Cf. La interpolación en las cartas de Ignacio, 368-369. 72. Ibid.

El rechazo del culto «ritual»

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Por o tra parte, lo que sin d uda resulta m ás revelador en las cartas de Ignacio no es tan to lo que dice, sino lo que no dice. En otras palabras, Ignacio jam ás habla de la eucaristía o del culto cristiano en el sentido de ritos o celebraciones «sagradas». Todo lo contrario: cuando habla de la eucaristía, Ignacio se refiere enseguida a las actitudes personales que com porta la vida cristiana: «convertios en nuevas criaturas p o r la fe, que es la carne del Señor, y p or la caridad, que es la sangre de Jesucristo» (Trai 8, 1). Y en la C arta a los rom anos: «El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo..., su sangre quiero por bebida, que es am or incorruptible» (Rom 7, 3). Esta idea, según la cual la eucaristía es el agape, el am or cristiano, se repite en Esm 7, l. El pensam iento de Ignacio a este respecto es claro y uniforme: el culto que tienen que ofrecer los cristianos es su propia vida, especialmente la unidad en el am or. Ese culto com porta, por supuesto, la celebración de la eucaristía. Pero la eucaristía es para Ignacio, no tanto un ritual, sino el símbolo de la unidad (cf. Filad 4, 1), hasta el punto de que en Esm 8, 1 coloca en la m isma línea estas cuatro cosas: «eucaristía, com unidad, bautism o y amor». La idea de que el culto cristiano no es ritual, sino existencial, se radicaliza en la C arta de Bernabé. Ante todo, en ella se rechazan expresamente los térm inos sacrales y tradicionales y lo que esos térm inos com portan, porque Dios no tiene necesidad de nada de eso: «El Señor, por medio de sus profetas, nos ha m anifestado que no tiene necesidad de sacrificios ( zusíón) ni de holocaustos ( ólokaustomáton) ni de ofrendas» (prosforòn)~lì. Por consiguiente, Dios no quiere nada de lo que hace referencia a prácticas rituales o sagradas. Y para probar esta tesis, el auto r de la C arta de Bernabé cita algunos de los textos anticultuales de los p ro fetas74. Pero hay más. Porque no se trata sólo de que Dios rechaza ese tipo de culto, sino que lo más im portante es que Dios sólo acepta el culto que brota del corazón:

Debemos, por tanto, comprender, no cayendo en la insensatez, la sentencia de la bondad de nuestro Padre, porque con nosotros h a b la , no queriendo que nosotros andando extraviados al modo de aquellos, busquemos todavía cómo acercarnos a él. Ahora bien, a nosotros nos dice de esta manera: sacrificio por Dios un corazón contrito; olor de suavidad al Señor, un corazón que glorifica al que lo ha plasmado (Sal 5 0 , 19) 75.

La postura que aquí se adopta es terminante: Dios no quiere de nosotros nada más que el culto que consiste en la rectitud y bondad del corazón. C uando más adelante, la C arta de Bernabé describe «los 73. 74. 75.

2, 4; (ed. Ruiz Bueno, M adrid 1967, 773). 2, 5 (773). 2 ,9 -1 0 (774). .

La iglesia primitiva y la práctica religiosa

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dos caminos», el de la luz y el de las tinieblas, que al igual que la Didajé describe cóm o tiene que ser la vida m oral de los cristianos76, ' ya no se hace ni la m ás ligera alusión a prácticas rituales, sino sólo a las exigencias éticas, insistiendo en la práctica del am or a los demás: «Com unicarás en todas las cosas con tu prójimo, y no dirás que las cosas son tuyas propias, pues si en lo imperecedero sois partícipes en com ún, ¡cuánto m ás en lo perecedero!»77. Sin d uda alguna, entre los apologistas cristianos del siglo II, es Justino el autor que más insiste en la contraposición entre dos formas fundam entales de com prender la relación del hom bre con Dios: de una parte, m ediante las «ofrendas materiales» ( úlikésprosforás) que caracterizan el culto ritual; de o tra parte, m ediante la existencia en la justicia, la tem planza y el am or a los hom bres. A hora bien, Justino repite una y otra vez que Dios no tiene necesidad alguna de nuestros ritos y cerem onias sacrales: lo que él quiere es la vida santa de los cristianos:

Pero, además, nosotros hemos aprendido que Dios no tiene necesidad de ofrenda material alguna por parte de los hombres, pues vemos ser él quien todo nos lo procura; en cambio, sí nos ha enseñado, y de ello estamos persuadidos y así lo creemos, que sólo aquellos que le son a él gratos, tratan de imitar los bienes que le son propios: la templanza, la justicia, el amor a los hombres y cuanto conviene a un Dios que por ningún nombre impuesto puede ser nom brado78. En este texto, las «ofrendas» (prosforás) expresan claramente el culto ritual, que se contrapone al com portam iento en el am or y la justicia. A partir de este planteam iento básico, las afirmaciones de Justino, cuando utiliza el vocabulario propiam ente «sacrai», llegan a hacerse extrem adam ente tajantes. Así, los «sacrificios y el culto» ( zumata kai zerapeías) son cosas que sugieren los dem onios a quienes «viven irracionalm ente»79; lo mismo que es tam bién cosa de los demonios enseñar a los hom bres «a sacrificar y a ofrecerles inciensos» ( zúmaton kai zumiamáton) 80. P or el contrario, Justino insiste machaconam ente en que D ios no tiene necesidad «ni de sangre, ni de libaciones, ni de inciensos»... «Porque el solo honor digno de él que hem os aprendido es no el consum ir por el fuego lo que por él fue creado para nuestro alimento, sino ofrecerlo (prosférein) p ara nosotros mismos y para los 76. 77. 78. 79. 80.

i.

Cf. Quasten, Patrologia I, M adrid 1968, 95. 19, 8 (807). Apol. I, 10, 1 (ed. Ruiz Bueno, M adrid 1954, 190). Apol. I, 12, 5 (192). Apol. II, 4, 4 (265-266).

El rechazo dei culto «ritual»

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necesitados»81. Evidentemente, en este texto se rechazan directam en­ te los sacrificios paganos. Pero lo que llama la atención es que, en lugar de esos ritos, Justino no habla de otros ritos paralelos, que habrían venido a sustituí*· a los de la religión pagana. Semejante afirmación no aparece ja(Já.s en Justino. Es más, su idea es que los ritos sagrados de la religíbn, tanto pagana com o judía, fueron im­ puestos por causa de la dureza del corazón h u m an o 82. Porque, como dice Justino, «por los pecados de vuestro pueblo y por sus idolatrías, no porque él tenga necesidad de semejantes ofrendas, os ordenó igualmente lo referente a los sacrificios»83. P or eso, Justino no duda en afirm ar que después de la m uerte de Jesucristo «term inarían en absoluto todas las ofrendas»84. De ahí que Justino concluye:

En conclusión, como la circuncisión empezó en Abrahán, y el sábado, sacrificios y ofrendas y fiestas en Moisés, y ya quedó demostrado que todo eso se os mandó por la dureza de corazón de vuestro pueblo; así, por designio del Padre, tenía todo que terminar en Jesucristo, Hijo de D ios85. Es verdad que los cristianos ofrecen a Dios, en lugar de los sacrificios judíos, el sacrificio de la eucaristía «que celebran los cristianos en todo lugar de la tierra»86. Pero eso no quiere decir que, en lugar de unos ritos, Dios haya establecido otros, que serían por supuesto diversos, pero a fin de cuentas no expresarían sino la misma form a fundam ental de relacionarse con Dios, m ediante unos rituales sagrados estrictam ente observados. Este punto es central en la teolo­ gía de Justino. Por supuesto, para él la eucaristía es un sacrificio87 y, en ese sentido, es el culto de la com unidad cristiana88. Pero lo im portante es com prender lo que significa ese culto para Justino. Porque cuando él habla de la eucaristía no se refiere a un ritual exactam ente detallado y fijado a unos condicionam ientos de sacrali­ dad (templo, ceremoniales y sacerdotes), sino que se trata de una celebración de la.com unidad creyente, en la que participan los «que se han adherido a nosotros» y los «que se llam an herm anos»89 y en la 81. Apoi. I, 13, 1 (193-194). 82. Dial. 18, 2 (331). 83. Dial. 22, 1 (340). 84. Dial. 40, 2 (368). ’ 85. Dial. 43, 1 (372). : 86. Dial. 117, 1 (505). , 87. Cf. J. de Watteville, o. c,, 65-84. 88. Cf. J. Betz, Die Eucharistie in der Z eit der griechischen Väter, Freiburg 1955, 269-272. 89. Apoi. I, 65, 1 (256). :

100

La iglesia primitiva y la práctica religiosa

que, además, se exige com o condición, no sólo la fe y la regeneración que produce el bautism o, sino tam bién el «vivir conform e a lo que Cristo nos enseñó»90. Es decir, la celebración cristiana com porta una experiencia de fraternidad y de adhesión a la form a de vida que trazó Jesucristo. P or o tra parte, en las descripciones que Justino hace de la eu caristia91, no se hace alusión a un ritual establecido, sino a la oración en co m ú n 92, lá participación en la misma comida, que es «la carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado»93, y el recuerdo o «memorial» de la m uerte de C risto 94, que lleva a los participantes a la puesta en com ún de lo que cada uno tiene: «y los que tenemos, socorrem os a los necesitados todos y nos asistimos siempre unos a o tro s» 95. C om o se ve, la eucaristía no es la puesta en práctica de un ritual fijado, sino la expresión de las experiencias fundam entales de la com unidad creyente. N os encontram os, por tanto, con un doble hecho: 1) Justino rechaza los ritos religiosos, tan to paganos, com o judíos; 2) describe una celebración de la com unidad en la que no se destaca un determ i­ nado ritual, sino la expresión de unas experiencias: la adhesión a Cristo, la fraternidad com unitaria y la puesta en común entre los participantes. Lo mismo que Justino, Aristides insiste en que Dios no tiene necesidad de «sacrificio (zusía), ni de libación, ni de nada cuanto aparece»96. M ás adelante excluye no sólo los sacrificios y el culto de cuanto se ve97, sino adem ás los tem plos98. Y lo que más llama la atención en este au to r es que, al explicar lo que es la vida cristiana, p o r una p arte rechaza tajantem ente los ritos religiosos; por otra parte, lo que hace es describir la vida santa que llevaban los creyentes, sin hacer la m enor alusión a rituales o prácticas sagradas. El acento de su apología recae sobre la vida de am or y servicio que llevaban los cristianos99. El m ismo planteam iento se encuentra en Atenágoras: ante todo, el rechazo de los ritos y sacrificios de la religión p a g a n a 100 y ju nto a eso,

90. 91. 92. 93. 94. 95. 96. 97. 98. 99. 100.

Apol. I, 66, 1 (257). Apol. I, 65, 1-5; 66, 1-4; 67, 1-7; cf. Dial. 41, 1; 70, 4; 117, 1-3. Apol. I, 65, 4 (256). Apol. I, 66, 2 (257). Apol. Ì, 66, 3 (257); 67, 1 (258). Apol. I, 67, 1 (258). Apol. I, 2 (117). Apol. I, 5 (134). Apol. X II, 3 (143). Apol. I, 5 (134); XV, 7 (145). Legación 1 (647); 13 (664); IB (671).

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101

la afirm ación de que p ara Dios es «el m áxim o sacrificio» el reconoci­ m iento que hacemos de él en las obras de su creación O '. La Epístola a D iogneto es m ás term inante aún. Porque, por una parte, se extiende en la repetida afirm ación de que Dios no necesita de la religión de observancias (zreskeía), porque eso es «estar en el error» y además en eso «hay extravagancia y no piedad» *02. p 0r otra parte, «los cristianos, se ve que están en el m undo, pero el culto (zeosebeía) que tributan a Dios perm anece invisible»103. Lo que llam a la atención en estos textos es que en ellos se rechaza de plano la religiosidad de observancias y ritos (zreskeía), que se pone en el mimo plano de igualdad tan to en el caso de los paganos como cuando se tra ta de los ju d ío s 104. Solamente se adm ite la zeosebeía, pero de tal m anera, que, en ese caso, se trata de un culto invisible. Este culto invisible es la vida santa que llevan los cristianos, de la que habla en todo el capítulo sexto: detestan los placeres im p u ros105, am an a los que les persiguen106, sufren por el ham bre y la se d 107. Todo esto tiene tan ta más im portancia, por lo que se refiere al rechazo del culto ritual, cuanto que desde el comienzo mismo de la carta la pregunta que se ha hecho el autor es: «¿Qué culto le tributan?» (los cristianos a Dios) (pos zreskeúontes aútón ) 108. Supuesta esta pregunta inicial, era de esperar alguna descripción — al menos, alguna alusión com o por ejemplo en las descripciones de Justino— , pero resulta que nada de eso se encuentra en la Epístola a Diogneto. Lo que el autor de este docu­ m ento describe es el culto invisible, que consiste en sostener el m undo con la vida santa que llevan los creyentes. El docum ento m ás im portante que poseemos, de los comienzos de la literatura gnóstica, es la Carta a Flora de P to lom eo109. El autor tra ta expresamente el tem a del culto religioso, concretam ente el del antiguo testam ento. Y afirm a que aquellos sacrificios y prácticas no eran sino «imágenes y símbolos» ( eikónes kai súmbola) y «tienen una significación diferente después de la revelación de la verdad. En cuanto a su form a exterior y en cuanto a su aplicación literal han sido abolidos, pero, en su sentido espiritual, su significación se ha hecho

101. 102. 103. 104. 105. 106. 107. 108. 109.

Legación 13 (665). III, 1-3 (ed. H. I. M arrou: SC 33, 56-59). VI, 1 (65). : Cf. H. I. M arrou: SC 33, 112-113. VI, 5 (65). VI, 6 (67). VI, 9 (67). '■ -, I, 1 (52-53). Cf. J. Q uasten, Patrologia I, 259.

102

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inás profunda, porque los antiguos térm inos han recibido un sentido n u evo»110. Y a continuación viene la gran afirmación:

Así el Salvador nos ha ordenado hacer sacrificios (p ro sfo rá s), no por medio de bestias privadas de razón o por medio de ofrendas de perfume, sino por medio de alabanzas, de glorificaciones, de acciones de gracias ( eu jaristías) espirituales ( pneum atikón) por la caridad y la beneficencia hacia el prójim o111. Exactam ente en el mismo sentido, dirá Tertuliano: «Namque quod non terrenis sacrificiis sed spiritualibus Deo litandum sit, ita legimus: cor tribulatum humiliatum hostia Beo est» 112. N o debemos de dar a Dios un culto con sacrificios terrenos, sino espirituales, como nos consta por el salmo que dice: el sacrificio para Dios es el corazón quebrandado y humillado. En esta larga enum eración de textos, se repite, com o hemos podido advertir, una idea que sin d uda era enteram ente familiar a los autores — y por tan to , tam bién en las com unidades cristianas— del siglo 11: Dios no quiere los ritos externos de las religiones estableci­ das, bien fuera la religión pagana, bien la religión judia. Evidentemen­ te, tales ritos se rechazaban porque eran expresión de idolatría. Pero no se tra ta solamente de eso. En los autores que hemos analizado, se repite una y o tra vez la idea de que, frente a los cultos religiosos del paganism o y del judaism o, los cristianos tienen un culto diferente, que es esencialmente el culto espiritual, el culto invisible, que consiste esencialmente en la vida santa, el com portam iento ético, especialmen­ te en lo que se refiere al am or al prójimo. A hora bien, sin duda alguna el au to r en que se descubre esta m entalidad, con unas formulaciones m ás claras y term inantes, es Ireneo de Lyon, el teólogo más im portan­ te del siglo segundo113. En efecto, en el libro IV del Adversus haereses, Ireneo establece el principio fundam ental que va a orientar su pensam iento en lo referen­ te al culto: D ios no tiene necesidad de nada de cuanto nosotros los hom bres podemos ofrecerle; Dios no tiene necesidad ni de nuestros sacrificios, ni de nuestras observancias. Si él ha ordenado a los hom bres que hagan sacrificios y que practiquen observancias religio­ sas, no es porque él lo necesite, sino p ara nuestro bien, para que nosotros, am ándole a él y practicando la justicia, encontrem os el

110. 111. 112. 113.

5, 9 (ed. G. Quispel: SC 24, 61). 5, 10 (61). Adv. ludaeos 5, CSEL 70, 268. J. Q uasten, Patrología I, 287.

El rechazo del culto «ritual»

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cam ino de nuestra glorificación, que está en D io s 114. P or eso, insiste Ireneo en que la construcción del templo, la elección de los levitas, los sacrificios y las oblaciones y, en general, toda la ley, no eran cosas que Dios necesitara115. D e ahí que las observancias de la ley no fueron establecidas por Dios por su propio interés o necesidad, sino precisa­ mente para bien del h o m b re 116. El principio, por tanto, es clave: la intención divina, al instituir el culto antiguo, no era su propio bien, sino el bien del h o m b re 117. En lógica consecuencia con su planteam iento, Ireneo deduce de lo anterior que cuando Dios veía que los judíos se apartaban de la práctica de la justicia y se aferraban a sus prácticas religiosas, enton­ ces y precisamente por eso les echaba en cara su infidelidad y la esterilidad del culto. Por eso, Ireneo cita am pliamente los textos proféticos del antiguo testam ento que atacan el culto cuando no va acom pañado de la práctica de la justicia hacia el p ró jim o 118. Las citas son abundantes, tom adas de los salmos y de los profetas, y en ellas se ha podido advertir el influjo de los Testimonia anti-rituales119. Planteadas así las cosas, Ireneo da el paso decisivo y aborda directam ente el sentido del culto cristiano. Los judíos tenían sus sacrificios y su culto; tam bién los tienen los cristianos. Entonces, ¿en qué está la diferencia? Esa diferencia está en que, m ientras el culto de los judíos era un culto de esclavos, la práctica religiosa de los cristianos consiste en el culto de los hom bres libres120. De ahí que lo que m arca la diferencia entre el culto judío y el cristianio es lo que Ireneo llama «la m arca distintiva de la libertad» ( tekmérion tes eleuzerías)121. Por consiguiente, lo que diferencia esencialmente el culto de la iglesia es que se trata de un culto realizado por hombres libres. Pero, ¿en qué consiste esta libertad? Ireneo lo indica a renglón seguido: los que han recibido el don de la libertad, ponen a disposi­ li 4. Non quasi indigens Deus hominis, plasmavit Adam, sed ut haberet in quem collocaret sua beneficia... Sic et servitus erga Deum, Deo quidem nihiipraestat, nec opus est Deo humano obsequio; ipse autem sequentibus et servientibus ei, vitam et incorrupteiam et gtoriam aetem am tribuit: Adv. Haer. IV, 25, 1 (Harvey II, 184). 115. Ipse quidem nullius horum est indigens. Adv. Haer. IV, 25, 3 (Harvey II, 185). 116. Adv. Haer. IV, 29, 1 (Harvey II, 193). 117. Non indigens Deus servitute eorum, sed propter ipsos quasdam observantias in lege praeceperit: Adv. Haer. IV, 29, 1 (Harvey II, 193). 118. Adv. Haer. IV, 29, 1-5 (Harvey II, 193-200). 119. Cf. A. Benoit, Saint Irénée. Introduction à Γetude de sa théologie, 89-102. 120. E t non genus oblationum reprobatum est: oblationes enim illic, oblationes autem et hic, sacrificio in populo, sacrifìcio et in Ecclesia; sed species immutala est tantum, quippe cum ja m non a servís, sed a liberis offeratur: Adv. Haer. IV, 31, 1 (Harvey II, 201). 121. Cf. A. Rousseau: SC 100, 598.

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ción del Señor todo lo que tie n e n 122. N o se trata, pues, de la libertad en sentido m eram ente antropológico123, com o facultad fisica del individuo (autexousía), sino que es la libertad del hom bre espiritual, que no está som etido a servidum bre (eleuzería). La libertad del cristiano consiste en la liberación de toda esclavitud, y en la consi­ guiente actitud, que no por obligación, sino por am or, lo entrega todo con alegría y con libertad (hilariter et libere liantes ) 124, como la pobre viuda del evangelio, que entregó todo lo que te n ía 125. De lo dicho se siguen dos consecuencias fundamentales. En pri­ m er lugar, que el culto de los cristianos está esencialmente determ ina­ do por una experiencia interior: la experiencia de la libertad; es decir, no consiste en el m ero som etimiento a unos determ inados rituales o preceptos, sino en la expresión de esa experiencia. En segundo lugar, no se trata de un culto que es santo por sí mismo, sino que es precisam ente la santidad del creyente la que santifica el culto; en otras palabras, no es santo el creyente porque practica el culto, sino que el culto es santo porque es practicado por el hom bre de fe: «Por lo tanto, no son los sacrificios los que santifican al hombre; pues Dios no necesita de sacrificio: sino que es la conciencia del que ofrece la que santifica al sacrificio»126. Y la razón ùltim a de que esto sea así reside en el hecho de que se trata de una relación de am istad entre el hom bre y D io s 127. En la doctrina de Ireneo, el cambio es radical: la diferencia entre el culto jud ío y el cristiano está esencialmente en que no se trata de un culto que consiste en la sola ejecución de unos determ inados rituales, que santifican por sí mismos, sino que consiste en la expresión de una vida santa, vida de hom bres libres, que precisamente por eso celebran un culto que es aceptado por Dios com o la expresión de un encuentro de am istad. Al final de este largo recorrido por los autores del siglo II, podem os concluir que, según la enseñanza de aquellos testigos de la fe, el culto de la iglesia consiste fundam entalm ente en la vida santa de los creyentes. Por eso, se rechaza el culto m eram ente ritual, tanto del paganism o com o del pueblo judío. Es decir, aquellas form as de culto son rechazadas, no sólo porque se trafa de cultos falsos y tributados a 122. Qui autem perceperunt libertatem omnia quae suntipsorum ad dominicos decernunt usus: Adv. Haer. IV, 31, ¡ (Harvey II, 20¡). 123. Cf. A. Orbe, Antropología de san Ireneo, M adrid 1969, 165-195. 124. Adr. Haer. IV, 31, 1 (Harvey II, 201). 125. ihid. 126. Igitur non sacrificio sanctificant hominem; non enim indiget sacrificio Deus: sed conscientia eius qui offerì sanctificat sacrificium: Ad. Haer. IV, 31, 2 (Harvey II, 203). 127. E t praestat aceptare Deum quasi ab amico: Ibid.

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concepciones de la divinidad que ya no son com partidas por la iglesia, sino adem ás porque el culto cristiano arranca de la experiencia de vida santa que es p ropia de los hom bres de fe, los hom bres libres de los que habla Ireneo. Se rechaza, por consiguiente, el culto m eram en­ te ritual. Y se acepta únicam ente el culto que bro ta de la vida y es expresión de la vida de fe. M ás adelante veremos las consecuencias im portantes que com porta esta conclusión p ara com prender recta­ mente lo que son los sacram entos cristianos.

7.

La regresión hacia la sacralidad superada

Se suele decir que a partir de C onstantino, durante el siglo IV, la iglesia experim enta un giro decisivo, el llam ado «giro constantiniano», en virtud del cual la iglesia se vino a convertir en la «religión oficial» del im p e rio '^ . E sto es indudablem ente cierto. Y por eso se com prende que a partir de ese tiempo, la iglesia es considerada como la nueva «religión», que había suplantado a las «religiones» antiguas. De ahí que, m ientras en el nuevo testam ento, com o ya hemos visto, el hecho cristiano no es considerado como «religión» (zreskeía), a partir de C onstantino se habla de la iglesia y del cristianismo como religio, y fundam entalm ente se entiende el hecho cristiano en ese sentido, hasta el punto de que se llega a constituir en la «religión del estad o » 129. L a iglesia, en consecuencia, se vino a organizar como to d a «religión»: con sus templos, sus sacerdotes, sus ritos sagrados y sus fiestas. Este hecho es de sobra conocido y no hace falta insistir en él. Pero aquí interesa caer en la cuenta de que este proceso de transform ación ta n pro fu n d a no se inicia con C onstantino, sino que tiene sus raíces en tiem pos anteriores. Es verdad que por lo que res­ pecta al domingo, com o día de fiesta obligatoria para los cristia­ nos, se sabe que «fue solam ente cuando el em perador C onstantino el G rande elevó el dom ingo á £ dignidad de día preceptivo de descanso en el im perio rom ano, los cristianos procuraron dar un fundam ento teológico al descanso dom inical, exigido por el estado: con tal motivo retornaron al m andam iento sabático» 13°. Pero, p o r lo que se refiere a los tem plos y a los sacerdotes, el cam bio se produjo antes.

128. 129. 130. siglos de

Cf. H, Fries, en M ysterium salutis IV /1, 244-259. Cf. Ch. N orris Cochrane, Cristianismo y cultura clásica, México 1949, 314-350. W . R ordof, El domingo. Historia del día de descanso y de culto en los primeros la iglesia cristiana, M adrid 1971, 295.

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En efecto, en cuanto a! origen de los templos cristianos, sabemos que, cuando hacía el año 270, Porfirio publicó su alegato Contra los cristianos, estos ya poseían im portantes riquezas y por eso construían edificios religiosos por todas p a rte s131. Pero ya antes, a finales del siglo II, M inucio Félix utiliza p o r prim era vez el térm ino sacraria para aludir a un lugar sagrado en el que se tenían las reuniones de los cristian o s132, aunque no se trata de un templo en el sentido que más tarde ap arecerá133. Pocos años m ás tarde, las Recognitiones Clementiae (10, 71) hablan de un tal Teófilo, que consagró, en nom bre de la iglesia, su casa p ara que sirviera de lugar de culto. En el siglo III hay testimonios de la existencia de lo que se llamó la domus ecclesiae (la casa de la com unidad o casa del pueblo de Dios), que era una casa particular, posesión de la com unidad, en la que se dedicaba una estancia especial a las celebraciones del culto cristian o 134. Por otra parte, seguram ente a finales del siglo III ya existían en oriente verdaderos templos, aunque los datos que se poseen al respecto no son del todo seguros135. En todo caso, sabemos que desde finales del siglo II o quizás comienzos del III se inicia un lento proceso de «sacralización» del espacio, que va a culm inar, a finales del siglo, con la construcción de verdaderos templos. A p artir de C onstantino, este tipo de construcciones se m ultiplican. Pero conviene hacer una obser­ vación im portante: desde el punto de vista teológico, seguramente el cam bio m ás fundam ental se produce cuando se pasa de la domus ecclesiae (casa de la com unidad) a la domus Dei (casa de Dios), hecho que se produce a finales del siglo III, si bien esta segunda expresión continúa designando, con frecuencia, a la com unidad de los fieles incluso en tiempo de A g u stín 136. Por últim o, en cuanto se refiere al título de sacerdotes, sabemos que tan to en el nuevo testam ento com o durante el siglo II, los ministros de la iglesia no fueron designados con tal palabra. Se ha dicho que en Tertuliano tam poco se en cu en tra137. Sin embargo, la verdad es que en la obra de Tertuliano, el térm ino sacerdote aparece 97 veces, y concretam ente aplicado al obispo se encuentra en 8

131. A ih . Christ. 13, 80, 76.27; cf. Eusebio, Hist. Eccl. 8, 1.5; citado por E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, 145. 132. Ottavio 9, 1. 133. Cf. Ottavio 10, 2. 134. Cf. P. Tesiini, Archeologia christiana, R om a 1958, 551-555. 135. Ibid. , 555-556. 136. Cf. Ch. M ohrm ann, Les denominations de ΓEg lise en tant qu edifice en grec et en latín an cours des premieres siècles chrètiens: Rev. Se. Reí. 36 (1962) 155-174. 137. P. M . Gy, Remarques sur fe vocabulaire antique du sacenfoce chréticn. en la obra en colaboración, Etudes sur fe sacrement de Γordre, Paris 1957, 142.

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tex to s138. En oriente, la Didaskalía habla del obispo como iereus 14 veces139. Es decir, tanto en las iglesias de oriente como en las de occidente, parece que a comienzos del siglo III se empieza a designar a los m inistros de la iglesia como «sacerdotes», lo que supone una comprensión claram ente sacralizada de las personas que presiden el culto de la com unidad cristiana. Algunos años más tarde, C ipriano designa al obispo com o sacerdos en 147 textos140 y al presbitero claram ente en un te x to 141. Pero lo m ás im portante que hay en Cipriano a este respecto no es la frecuencia con que aparece la palabra sacerdos para designar a los m inistros de la iglesia. Más significativo que eso, es la m entalidad que dem uestra el famoso obispo de C artago cuando se trata de los «sacerdotes». Para él, en

(sácenlos)

138. D eB apt. 17, 1.C C 291, 13-14; De k iw i. 16, 8, CC 1275, 15; De Pud. 20, 11, CC 1325, 60-61; 21, 17, CC 1328, 79; De exhorta!, east. 7, 5, CC 1025,29; 7, 5, CC 1025, 30; II, 2, C C 1031, II; 7, 2, CC 1024, 15. 139. 11,3. 1 (Funk 34,12); II, 6, 5 (40, 3); II, 25, 7 (94,27); 11,25. 7 (96, 1-2); 11, 25.1-1 (98,8); II, 26, 3 (102. 15); 11,26,4(104, 1); II, 27, 1 (106,2); 11,27,2(1/6, 5); 11,27. 3 (106. 6); II, 27, 4 (106. Il); II, 28, 2 (108, 4); II, 28, 7 (110, 4); II, 35. 3 (120, 8). 140. D e hahitu virg. l.C S E L 188, i; De cath. Eccl. unit. 13,222,3; 17,226,2; 17.226. 7; 18,226, 13; 18,226, 24; 21, 229, 14; De laps. 6, 240, 16; 14,247,16; 16,248,22; 18,250. 16; 22, 253, 4; 25, 255,23; 26, 256, 9; 28, 257, 22; 29, 258, 19; 36, 263, 27; De ora!. 4, 269,2; 31, 289, 14; De morí. 19, 309, 14; De zelo et liv. 6,423, 13; Epist. I, 2,466, 20; I, 2, 466, 21 ; 1,2,466, 22; 1 ,2 ,4 6 7 ,4 ; 1,2, 467, 5; II, 1,469, 19; III, 1,470, 2; III, 1,470, 9; III, 1,470,9; III, 2, 471, 14; III, 3, 471, 22; III, 3, 472, 12; IV, 4,476, 13; IV, 5,477, 15; XV, 1. 514, 3; XVI, 3, 519, 12; XIX, 1,525, 10; XXXVI, 3,575, 13; X XXVIII, 2, 581, 12; X L III, 3,592, 18; X L III, 3, 592, 18; X L III, 4 ,5 9 3 ,7 ; X LIII, 7, 596, !6;X L V , 1,599,12; X LV, 2, 600, 23; XLV, 2, 601, 8; XLV III, 4, 608, 8; LII, 2, 617, 23; LII, 3, 619, 14; LV, 8, 629, 24; LV, 9, 630, 12; LV, 9, 630, 16; LV, 9, 630, 19; LV, 9,631, 3; LV, 13, 632, 25; LV, 19,638,4; LV, 24, 643, 11; LV, 29,647, 10; LV1, 3, 650, 2; LVII, 3,652, 23; LVIIII, 4,670, 16; L V III1,4, 670, 17; LVIIII, 5, 671, 21; LVIIII, 5. 672, 2; LVIIII, 5, 672. 3; LVIIII, 5, 672, 5; LVIIII. 5, 672, 11; LVIIII, 5, 672, 16; L V IIII, 6, 673, 20; LVIIII, 7, 674, 5; LVIIII, 12, 679. 15; LVIIII, 13, 680, 13; L V IIII, 13, 681, 3; LVIIII, 13, 682, 7; LVIII, 14, 684, 4; LVIIII, 17. 687, 3; LVIIII, 17, 687, 13; L V IIII, 18, 687, 21; L V IIII, 18, 688, 1; LVIIII, 18, 688, 10; LVIIII, 18,688, 23; LVIIII, 18,689, 2; LX, 1,691, 12; LX, 2, 692, 14; LX, 3, 694, 6; LXI, 1,695, 14; LXI, 4, 697, 19; LXII, 5 (error de H artel; debe ser 4), 701,3; LXIII, 14,713, 13; LXIII, 18, 716, 8; LXIV, 1, 717, 19; LXV, 2, 723, 3; LXV, 2, 723, 7; LXV, 3, 724, 16; LXVI, 1, 726, 17; LXVI, 1, 727, 6; LXVI, 1, 727, 8; LXVI, 3, 728, 7; LXVI, 4, 729. II; LXV1, 4, 729, 12; LXVI, 8, 730, 12; LXVI, 7, 731, 9; LXVI, 7, 731, 17; LXVI, 8, 733. 7; LXVI, 8, 733, 10; LXVI, 9, 733, 12; LXVI, 9, 733. 15; LXVI, 10, 734, 7; LXVI, 10, 734, 9; LXVI, 10, 734, 10; LXVII, 2, 736, 21; LXVII, 3, 737, 6; LXVII, 3, 737, 12; LXVII, 3, 737, 22; LXVII, 3, 738, 2; LXVII, 4, 738, 4; LXVII, 4, 738, 11; LXVII, 4, 738, 20; LXVII. 6. 741, 6; LXVII, 8, 741, 20; LXVII, 8, 742, 17; LXVII, 9, 743, 20; LXVIII, 2, 745. 8; LXVIII, 2, 745, 13; LXVIII, 2, 745, 17; LXVIII, 3, 746, 4; LXVIII, 4, 748, 9; LXVIII. 4. 749, 10; LX VIIII, 8, 757, 16; L X V IIII, 9, 758, 12; LXVIIII, 10, 758, 21; LXX, 767. 14; LXX, 2, 769, 1; LXX, 2, 769, 12; LXXI, 3, 774, 8; LXXII, 1, 775, 5; LXXII, 2, 777. I; LX XIII, 8,784, 6; LXX111,23, 796,20; LXX1V, 8, 805, 23; LXXIV, 8, 806, 1; LXX IV. 10. 808, 13; LXXVI. 3, 830, 15. 141. Epist. XL. I (CSEL 589. 9); cf. Epist. LXI, 3. 697, 1.

108

La iglesia primitiva y la práctica religiosa

efecto, los que «han sido dignificados con el divino sacerdocio»142 no se deben dedicar nada más que al servicio del altar y de los sacrificios y a pronunciar las preces y oracio n es143. Según esta formulación de Cipriano, lo que caracteriza el ministerio cristiano no es ya el servicio del evangelio o el ministerio de la palabra de Dios, sino el servicio sagrado del altar y de los sacrificios. La m entalidad cristiana, que fue exactam ente form ulada por Pablo en 1 C or 9, 13-14, y según la cual «los que anuncian el evangelio» se contraponen a los «que sirven el altar» (oi tó zusiasterío paredreúontes), aparece en C ipriano exacta­ mente puesto al revés: aquí ya se trata sólo de servir al altar y a los sacrificios ( non nisi altari et sacrificiis deservire). Cipriano ha dado el giro decisivo: se h a apartado de la m entalidad del nuevo testam ento; y se ha situado en perfecta continuidad con la idea del sacerdocio que existía en la cultura pagana del imperio, el sacerdote com o el hom bre dedicado exclusivamente a lo divino, el m inistro de las cosas sagradas

( sacerdos proprie est, qui Deo dicatus est ad rem divinam faciendam, minister sacrorum) 144. La «sacralización» del ministerio cristiano se

impone desde entonces de m anera cada vez más progresiva. Tenemos, por consiguiente, que durante el siglo III se van recupe­ rando en la iglesia los térm inos y las prácticas que se refieren a la «sacralidad» y que habían sido claram ente rechazadas por Jesús y por la iglesia primitiva. Es decir, la iglesia vuelve a los templos, a los sacerdotes y a la observancia de días reglam entados com o días de culto religioso. Y con eso, lógicamente, se im pone paulatinam ente la práctica religiosa entendida com o conjunto de ritos que se practican en el templo, por los sacerdotes com petentes y en sus tiempos deter­ minados. M ás adelante tendrem os ocasión de volver sobre este asun­ to y analizarem os la influencia que ello tuvo en la m anera de com­ prender y practicar los sacramentos. Pero antes de concluir este capítulo, interesa responder a una cuestión: ¿qué había pasado p ara que se produjera este cambio en las ideas y en las prácticas eclesiásticas? La respuesta a esta cuestión no ofrece dificultad por lo que se refiere al tiem po posterior a C onstanti­ no. Sabemos, en efecto, que el edicto de M ilán tuvo un fin específico; su objeto fue asegurar a la cristiandad los privilegios de un «culto perm itido» (religio licita) 14s. Por eso, a partir de Constantino, la 142. Divino sacerdotio honorati. Epist. I, 1 (CSEL 465, 10-11). 143. Non nisi altari et sacrificiis deservire et precibus adque orationibus vacare deheani. Epist. I, 1 (CSEL 465, 11-13). 144. A. Porcellini, Totius latinitatis lexicon V, 287; cf. P. Riewald, Sacerdotes, en Pauly-W issowa, Realencyclopädie der classischen Altertumswissenschaft A 1-2, S tuttgart 1920, 1631-1653. 145. Ch. Norris Cochrane, Cristianismo y cultura clásica, 180.

La regresión hacia la sacralidad superada

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iglesia se configura cada vez m ás y m ás como «religión», es decir, com o institución que fom enta y defiende, no sólo la relación de los hom bres con Dios, sino además com o organización que pone en práctica un conjunto de ritos sagrados, con sus templos y sus sacerdo­ tes, com o las dem ás religiones del tiempo, por más que sus creencias distasen m ucho de las del paganismo. P ero el cam bio que hemos indicado empezó m ucho antes de C onstantino. ¿Qué pudo influir en ello? Sabemos que del año 203, en que el joven Orígenes comenzó su labor docente en Alejandría, hasta el 248 aproxim adam ente, cuando siendo ya anciano, publicó su Contra Celsum, los pueblos del imperio vivieron una época de insegu­ ridad y miseria crecientes; las instituciones civiles se habían deteriora­ do de m anera alarm ante y las gentes experim entaban un auténtico tiem po de an g u stia146. P or el contrario, toda la prim era m itad del siglo III fue p ara la iglesia «una etapa de libertad relativa, sin persecuciones, de intenso crecimiento num érico»147. Y es im portante n o tar que este crecimiento se debió al hecho de que las gentes angustiadas encontraban en las com unidades cristianas la seguridad y el am paro que la sociedad no les ofrecía. Precisamente sobre este particular, el profesor E. R. D odds ha escrito:

Debieron de ser muchos los que experimentaron ese desamparo: los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de trabajo, los si, fiados licenciados, los rentistas arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas gentes, el entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía de ser el único medio de conservar el respeto hacia sí mismos y dar a la propia vida algún sentido. Dentro de la comunidad se experimentaba el calor humano y se tenía la prueba de que alguien se interesa por nosotros, en este mundo y en el otro. No es, pues, extraño que los primeros y más llamativos progresos del cristianismo se realizaran en las grandes ciudades: Antioquía, Roma y Alejandría148. Por supuesto, p ara un creyente de nuestros días, resulta agradable saber que las com unidades cristianas tuvieran tal fuerza de atracción ante las gentes que no tenían fe en Jesucristo. Pero este proceso resultó, a la larga, com o una espada de dos filos. Porque si es cierto que la iglesia aum entó prodigiosam ente en número, no es menos verdad que se deterioró en calidad. Por la sencilla razón de que, en tales circunstancias, debieron de ser muchos los ciudadanos que i

146. esta obra 147. 148.

Cf. E. R. D odds, Paganos y cristianos en una época de angustia, 141; en general, ha analizado profundam ente este asunto. Ibid. Ibid., 179.

La iglesia primitiva y la práctica religiosa

no

entraron en la iglesia, no por el hecho de haberse convertido sincera­ m ente a la fe en C risto y a los valores del evangelio, sino porque en la com unidad cristiana encontraban u n a seguridad y un apoyo que no encontraban en otros sitios. C ipriano de C artago escribió el año 251 su tratad o De lapsis; y en él hace una descripción som bría de lo que llegó a ser la vida de la iglesia a m ediados del siglo III: la codicia del dinero, la vanidad increíble, la falta de misericordia, el orgullo y la sensualidad se apoderaron de las costum bres de los cristianos149. Pero no sólo entre los simples fieles, sino incluso entre los dirigentes eclesiásticos se llegaron a com eter atropellos que hoy nos parecerían increíbles:

\

*

Muchos obispos... despreciando su sagrado ministerio se empleaban en el manejo de bienes mundanos, y abandonando su cátedra y su ciudad recorrían por las provincias extranjeras los mercados a caza de nego­ cios lucrativos, buscando am ontonar dinero en abundancia, mientras pasaban necesidad los hermanos de la iglesia; se apoderaban con ardides y fraudes de herencias ajenas, cargaban el interés con desmesu­ rada usura150. P or lo demás, no nos debe sorprender este estado de cosas, cuando sabemos que el mismo Cipriano se convirtió y fue bautizado en condiciones que inevitablem ente parecen dudosas. Por una razón que se com prende fácilmente: al poco tiempo de su conversión y su bautismo, C ipriano escribió el breve tratad o Ad Donatum, en el que cuenta lo que supuso p ara él la experiencia de aquella conversión y de aquel bautism o. Pues bien, lo sorprendente es que, en un tratado dedicado expresamente a eso, no aparece ni una sola vez la palabra Jesús, ni la palabra Cristo, ni la palabra evangelio, ni iglesia, ni com unidad cristiana, ni reino de Dios. Es decir, en la conversión de este hom bre no tuvo sitio alguno, al m enos por lo que él mismo dice ni Jesús ni su evangelio. Entonces, ¿a qué o a quién se convirtió este hombre? P or lo que él mismo cuenta en el tratad o A d Donatum, antes de su conversión se hallaba sumido en la o scu ridad151 y en una noche o scu ra152, en la ceguera153, en la incertidum bre154 y sobre todo en la inseguridad155, de tal m anera que la desesperación llegó a constituirse en él com o una especie de segunda n atu raleza156. A hora bien, en tales 149. 150. 151. 152. 153. 154. 155. 156.

De laps, b (CSEL 240). Ibid. Ad. Don. 3 (CSEL 3, 5, 1; 12, 14, 2). 3, 5, 1. 3, 5, 1; 5, 8, 3; 12, 14, 1. 3, 5, 2-3. 3, 5, 19-20; 4, 6, 7; 13, 14, 18-20. 4, 6, 1-3.

La regresión hacia la sacralidad superada

111

circunstancias, la experiencia de la conversión fue para Cipriano el logro de la seguridad157 en la tranquilidad y en la firmeza que libera de toda in q u ietu d 158; y ju n to a eso, el ideal de las virtudes159. Pero, com o es bien sabido, este ideal fundado en la seguridad y en la práctica de la virtud, no era ni m ás ni menos que el ideal estoico. La paz y la tranquilidad que no encontraba en la sociedad ambiente, fue el hallazgo que hizo Cipriano en la experiencia bautism al16ü. Y si tal fue la conversión de quien fue considerado en su tiempo como el «papa de A frica»161, ya nos podemos im aginar la dosis de calidad auténticam ente cristiana que habría en tantas conversiones masivas com o en aquel tiempo se produjeron. N o es aventurado pensar que m uchos, quizás demasiados, cristianos no llegaron a entender lo que en realidad com portaba la fe y el seguimiento de Jesús. Sobre todo, parece que muchos no se enteraron de que el cristianismo no era una religión com o las demás, con los ritos, tem plos y sacerdotes que caracterizaban a las religiones del tiempo.

157. 4, 7, 1; 13, 14, 13. 158. Una igitur placida et firm a tranquilinas, una solida et firm a securitas. 14, 14, 24-26. 159. Vita virtutum . 6, 4, 12-13. 160. Cf. H. Koch, Cyprianische Untersuchungen, Bonn 1926, 286-313; G. Barbero, Seneca e la conversione di san Cipriano: Rivista di Studi Classici 10 (1962) 16-23. 161. Epist. X X III (CSEL 3, 536); XXX, 3,549; XXXI, 3, 557; XXXVI, 3, 572; cf. Ch Saumagne, Saint Cyprien evéque de Carthage «pape» iTAfrique, Paris 1975.

4

El culto cristiano: mensaje y celebración

0 1.

No somos una organización de servicios sociales

Hoy hay cristianos que se imaginan a C risto com o un agitador social, un revolucionario, que habría venido al m undo p ara subvertir el orden establecido, liberar a los hom bres de la opresión social y política, y p ara conseguir de esa m anera que la vida sea m ás hum ana y que la gente viva mejor. P or eso, piensan algunos, Jesús se enfrentó a los poderes constituidos de su tiem po, rechazó la religión oficial, desenm ascaró a los dirigentes judíos, desautorizó las instituciones de aquella sociedad y finalm ente fue crucificado. Los que piensan de esa m anera, hablan lógicamente de la iglesia com o de una especie de organización de servicios sociales, cuya tarea fundam ental — si no exclusiva— consistiría en m ejorar las condiciones de vida en este m undo. Evidentemente, cuando las cosas se ven de esa m anera, la oración, el culto y la relación con Dios no tienen sitio en la iglesia. Y entonces es lógico e inevitable no ver qué sentido puede tener el culto cristiano. D e ahí que, p a ra los que se sitúan en esa postura, los sacramentos no tienen significación práctica y concreta p ara un cristiano. O si tienen alguna significación, se tra ta de gestos m ediante los cuales la com uni­ dad cristiana pretende cam biar las cosas en su entorno social. Los cristianos que piensan así, tienen razón cuando dicen que la iglesia no puede quedarse con los brazos cruzados, es decir, no puede perm anecer ausente de las situaciones de sufrim iento que vive tanta gente en nuestra sociedad. Esos cristianos tienen toda la razón del m undo cuando se quejan y hasta se indignan ante el hecho de que en

114

El culto cristiano: mensaje y celebración

la iglesia se ponga tan to em peño en celebrar los ritos religiosos, m ientras que la sociedad sigue adelante con sus atropellos y sus injusticias. Porque de sobra sabemos que la iglesia h a sido más fiel en observar y cum plir sus ceremonias sagradas que en defender a los oprim idos de la tierra. Por eso protestaron los profetas de Israel. Y por eso tam bién en nuestros tiempos, hay muchos cristianos que critican y atacan las celebraciones cultuales, a las que suelen tener acceso los explotadores, los arrogantes y los dom inadores, m ientras el pueblo sencillo sufre las consecuencias de la explotación y la dom ina­ ción. T odo esto es perfectam ente comprensible. Pero al mismo tiempo que reconocem os todo eso, es urgente reconocer tam bién — hay que afirm arlo sin titubeos— que la iglesia no es una simple organización de servicios sociales. La relación con D ios, la oración y la celebración de los sacram entos ocupan el centro mismo de la vida de la iglesia. Y ocupan ese puesto tan central precisam ente porque Dios es la garan­ tía suprem a del hom bre. Lo que quiere decir que la iglesia es fiel al hom bre en la medida en que es fiel a Dios. El problema, por consi­ guiente, está en com prender, de u n a vez por todas, que la iglesia será fiel, no sólo a D ios sino también al hom bre, el día que celebre correctam ente el culto cristiano. O m ejor dicho, la iglesia ha sido fiel a Dios y al hom bre siempre que ha celebrado correctam ente el culto sacram ental. Es decir, precisamente porque la iglesia tiene el deber de ser fiel a la tarea de liberar a los hom bres de todas las opresiones, por eso ella no puede dejar de celebrar el culto sacramental. Lo cual quiere decir que si hay gente que no ve el culto com o la tarea más em inente y m ás eficaz que la iglesia puede realizar para hum anizar nuestra sociedad y p ara conseguir que en este m undo haya menos sufrimientos, en eso tenem os la prueba m ás clara de que el culto cristiano no se celebra com o D ios quiere y com o Dios m anda. En otras palabras, precisamente porque querem os ser m ás radicales y m ás eficaces en el servicio liberador a la hum anidad, por eso debemos ser m ás exigentes en la fidelidad al culto cristiano. El problem a está en com prender cóm o puede ser esto así. Y por qué tiene que ser así. La estructura del culto cristiano, en sus com po­ nentes fundam entales, nos d ará la respuesta.

2.

Las tareas de la iglesia primitiva

¿Cóm o se form aron, de hecho, las prim eras com unidades cristia­ nas? ¿qué ocurrió allí, qué se hizo, p ara que aquellos primeros grupos de personas, que creían en Jesús, se reunieran en comunidades? Y una

Las tareas de la iglesia primitiva

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vez form adas aquellas comunidades, ¿qué hacían para transm itir su fe a los que no eran creyentes? Sin discusión posible, la tarea que aparece más afirm ada y desta­ cada en las prim eras comunidades, con notable diferencia sobre cualquier otra actividad, es la predicación de la palabra de Dios. La docum entación del nuevo testam ento es elocuente por sí misma en este sen tid o 1. Esta tarea fue llevada a cabo principalm ente por los dirigentes o responsables de las comunidades, apóstoles, profetas, evangelizadore s2. Pero no hay que olvidar que el anuncio de la palabra de Dios aparece tam bién, en el nuevo testam ento, com o tarea de todos los creyentes. Así, en el libro de los Hechos, cuando se habla, por segunda vez, de una venida del Espíritu sobre la com unidad, el autor del libro indica que «los llenó a todos el Espíritu santo y anunciaban la palabra con audacia» (Hech 4, 31). Aquí es interesante observar la relación directa que se establece entre la presencia del Espíritu en todos y la tarea que tam bién todos asumen de anunciar el mensaje: la presencia del Espíritu empuja a los creyentes a proclam ar la palabra de Dios. M ás adelante, cuando las autoridades judías ejecutan a Esteban, dice Lucas que «se desató una violenta persecución contra la iglesia de Jerusalén» (Hech 8, 1). Y añade el dato curioso de que «todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaría» (Hech 8, 1). A hora bien, en seguida nos inform a el mismo Lucas de que «al ir de un lugar para otro, los prófugos iban anunciando el mensaje» (Hech 8, 4). Por este dato, sabemos que la expansión de la iglesia, fuera de Jerusalén, no se debió a los apóstoles, sino a los cristianos en general. Y esta expansión continuó más allá de los límites de Palestina, hasta Fenicia, Chipre y A ntioquía; y no sólo llegó así el mensaje a los judíos, sino tam bién a los griegos «anunciándoles al Señor Jesús» (Hech 11, 19-20). De esta manera, la intención fundam ental de Lucas al escribir los Hechos, que fue m ostrar cóm o la salvación se extendió al m undo pagano rebasando los límites del judaism o3, fue llevada a cabo por los creyentes, es decir, la comunidad dispersada a causa de la persecución. Por su parte, Pablo afirm a que la com unidad de Tesalónica hizo resonar la palabra del Señor, no sólo 1. Hech 8, 4.40; 9, 15.20-21; 10,42; 11, 19; 12,24; 13, 1-5.32.46-49; 14,7.21; 15,3536; 16,6.14.32; 17, 11.13.18; 5.11; 19, 10.20; 20, 2.20; 28, 23.31; Rom 1,5.9; 1 C or 1, 17; 9, 13.18; 15, 1.11; 2 C or 2, 12.17; 4, 1-2.5; 5, 10; 11,4.7; G al 1,8.16.23; 2, 2; E f 3, 8; 6, 19-20; Fil 1, 14-18; 2, 16; Col 1, 5-7; 23, 25-27; 1 Tes 2, 1-11.13; 1 Tim 4, 5-6.12-14; 5, 17; 2 Tim 1, 1; 2, 1; 4, 1-5; Tit 1, 1-3.9; H eb 13, 17. 2. Cf. sobre el com etido de estos ministerios en las com unidades, G. Hasenhüttl, Charisma. Ordnungsprinzip der Kirche, Freiburg 1969, 162-214. 3. Cf. L. Cerfaux, Etudes sur les Actes des apotres, Paris 1967, 419.

El culto cristiano: mensaje y celebración

116

en M acedonia y en Acaya, sino en todos los rincones (1 Tes 1, 8). Es m ás, Pablo llega a asociar casi necesariam ente la fe del creyente con el anuncio de la palabra: «poseyendo el m ismo espíritu de fe que se expresa en aquel texto de la Escritura: Creo, por eso hablo (Sal 116, 10), tam bién creemos nosotros y por eso hablamos» (2 C or 4, 13). La fe se expresa y se comunica. De tal m anera que pertenece al mismo ser de la fe cristiana esta cualidad de expresión y comunicación. O sea, donde hay fe, hay anuncio del mensaje. Tenemos, por consiguiente, que la prim era tarea que realiza la iglesia, desde el prim er m om ento de su existencia, es el anuncio de la palabra de Dios. Y esto, no com o tarea de los dirigentes exclusiva­ mente, sino de todos los creyentes4. Enseguida indicaremos, más en concreto, lo que esto significa. Pero jun to al anuncio de la palabra, es decir, ju n to a la predicación del mensaje cristiano, las com unidades cristianas se dedicaron tam ­ bién a una segunda tarea: la celebración de los sacramentos. La docum entación del nuevo testam ento es tam bién abundante en este sentido. A nte todo, p o r lo que se refiere al bautism o, que es, sin duda alguna, el sacram ento del que m ás inform ación poseem os5. Pero, adem ás del bautism o, los cristianos celebraban tam bién la eucaristía (Hech 2, 42-46; 27, 35; 1 C or 10, 17; 11, 17-31), tenían reuniones litúrgicas en las que oraban ju n tos (Hech 13, 2-3) o asam ­ bleas en las que se ponía de manifiesto la intervención del Espíritu de D ios en la com unidad (1 C or 14, 23.26; cf. 1 C or 11, 17.20.33.34). En estos textos, el verbo sunérjeszai indica la reunión o convocación de la com unidad, reunión en la que se hablaba p or inspiración del Espíritu (1 Cor 14, 24), se cantaba, se tenía una instrucción y se hablaba en lenguas extrañas (1 C or 14,26), intervenían los profetas (1 C or 14,29) y todos predicaban inspirados con tal fuerza que los no creyentes reconocían la presencia de Dios en la com unidad (1 C or 14, 39). A dem ás por la Dickyé y 1 C or 16,22, sabemos que en las comunidades se pronunciaba la invocación: «¡Ven Señor!», seguramente durante la celebración eucaristica. E sta invocación es la oración litúrgica más antigua de 1a iglesia7, que según A p 22, 20 se debe entender como invocación y no como m era afirm ación (el Señor viene), cosa que

4. Cf. el excelente estudio de C. Floristán, L a evangelization, tarea del cristiano, M adrid 1978. 5. M t 28, 19; Hech 1,5.22; 2, 38.41; 8, 12.13.16.36.38; 9,18; 10,37.47.48; 11, 16; 13, 24; 16, 15.33; 18, 8.25; 19, 3.4.5; 22, 16; Rom 6, 3.4; 1 C or 1, 13.14.15.16.17; 10, 2; 12, 13; 15, 29; Gál 3, 27; E f 4, 5; Col 2, 12; H eb 6, 2; 1 Pe 3, 21; cf. Me 10, 38; Le 12, 50. 6.

10 , 6 .

7.

O. Cullm ann, L e cuite dans l'église primitive, Neuchätel 1948, 12.

Celebración: palabra y sacramento

117

sería posible gram aticalm ente8. Tam bién p o r la Didajé9 nos consta que la celebración eucaristica solía ir precedida de una confesión de los pecados, práctica que parece era habitual en algunas comunidades prim itivas (cf. Sant 5,,16). Por ùltimo, tam bién entre los primeros cristianos se practicaba )l signo de imposición de m anos (Hech 6, 6; 8, 17.18.19; 9,12.17; 13, 3¡ 19,6; 28, 8; 1 Tim 4,14; 5,22; 2 Tim 1,6; Heb 6, 2), si bien al menos por lo que se refiere a las cartas pastorales, no parece que de esos textos se pueda concluir que ya en aquel tiempo existía un sacram ento de ordenación presbiteral; se trata, m ás bien, de que Tim oteo tenía el poder oficial de enseñar la doctrina cristian a 10. Por consiguiente, a las preguntas que hacíam os antes acerca de cóm o se form aron las prim eras com unidades cristianas y cóm o trans­ m itieron su fe a los no creyentes, la respuesta es clara: según el nuevo testam ento, las com unidades se form aron y transm itieron su fe por m edio de la predicación de la palabra de D ios y por la celebración de los signos sacramentales. El anuncio de la palabra y la celebración de los sacram entos fueron las dos tareas a las que se dedicó por entero la iglesia primitiva. D e esta m anera la iglesia expresó su fidelidad a Dios y su solidaridad con los hombres.

3.

Elementos indispensables de la celebración: palabra y sacramento

H ace algún tiem po, los historiadores de la iglesia prim itiva solían distinguir dos clases de asambleas o form as de celebración: unas que estarían dedicadas a la predicación de la palabra; y otras que estarían organizadas con vista a la celebración de los sacramentos. Los auto­ res que pensaban de esta m anera, veían en eso un paralelismo estre­ cho con la religiosidad ju d ía que celebraba, por una parte, el culto de la sinagoga (centrado sobre la palabra); por otra parte, las celebracio­ nes sagradas del templo en las que se ejecutaban puntualm ente los ritos sacrificiales. D e ser así las cosas, en la iglesia prim itiva habrían existido dos tipos de asambleas esencialmente diferentes: asambleas

8. Cf. K. G. K uhn, en T W N T III, 500. 9. 14, 1; cf. 9, 5. , 10. Cf. A. Lemaire, Les minister es aux origines de teglise, París 1971, 130; este autor remite a los estudios de J. Jeremías, Zur datierung der Pastoralbriefe: ZNW (1961) 101 104; Die Briefe an Timotheus und Titus, Tübingen 1963, 30; C. K. Barret, The pastoral epistles, Oxford 1963, 72; J. N. D. Kelly, A commentary on the pastoral epistles, London 1963, 108.

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de la palabra, a imitación del culto sinagogal judío; y asambleas sacram entales, en paralelism o con el culto del tem p lo 11. E sta distinción, como advierte Cullm ann, es uno de esos dogmas seudocientíficos, que no resisten al examen de los tex to s12. En efecto, por los datos que nos ap o rta el nuevo testam ento, se ve la estrecha conexión que, de hecho, existió entre el anuncio de la palabra y la celebración de los sacram entos. Esto se advierte, ante todo, en el m andato m isionero de C risto resucitado: Se me ha dado plena autoridad en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos para consagrarlos al Padre y al Hijo y al Espíritu santo, y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado; mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo (Mt 28, 18-20).

Este texto presenta el m andado fundam ental de Cristo a su iglesia, en orden a la misión que ella tiene que cum plir en el m undo. A hora bien, este m andado se reduce a dos cosas: enseñar y bautizar, palabra y sacram ento. En efecto, los dos verbos, en participio de presente ( baptizantes y didaskontes) «designan las dos acciones o medios por los cuales los discípulos h arán discípulos» a otros h o m b res13. Cristo no m anda ni más ni menos que eso: palabra y sacram ento constituyen lo que la iglesia tiene que hacer hasta el fin del m undo. Teniendo en cuenta que en el texto de M ateo hay un matiz, que es decisivo para lo que aquí venimos explicando: Cristo apela a la autoridad suprem a que se le ha dado (pasa exousía) (M t 28, 18); ahora bien, esa autoridad se pone en relación directa con las dos acciones, enseñar y bautizar, que ordena hacer a sus discípulos; tal es el sentido de la partícula oün, que equivale a vincular el poder de Cristo con la predicación de la palabra y con la celebración del sacramento. El sentido, p o r lo tanto, es claro: la autoridad suprem a de Cristo se va a hacer presente entre los hom bres h asta el fin del m undo; pero esa autoridad está vinculada a dos acciones concretas: la palabra y el sacram ento. La lectura del libro de los Hechos de los apóstoles hace com pren­ der enseguida que la iglesia prim itiva entendió efectivamente el m an­ dato misional de Cristo en el sentido indicado. Así, en el relato de Pentecostés, al term inar el discurso de Pedro, dice Lucas que «estas palabras les traspasaron el corazón» (Hech 2, 37); y a la pregunta 11. Cf. cobre este asunto C. Weizsäcker, Das apostolische Zeitalter, 1892, 548 s; R. Knopf, Das nachapostolische Zeitalter, 1905, 227 s; H. Lietzmann, Geschichte, der alten Kirche I, 1932, 153 s; II, 1936, 121; cf. O. Cullm ann, L e cuite dans Γéglise primitive, 27. 12. O. c„ 27. 13. P. Bonnard, L'évangile selon saint M atthieu, Neuchätel 1963, 419.

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sobre lo que tenían que hacer, el mismo Pedro contestó a la gente: «arrepentios, bautizaos cada uno» (Hech 2, 38). Y enseguida añade el relato: «Los que aceptaron sus palabras se bautizaron» (Hech 2, 41). L a iglesia, pues, com ienza su vida y su actividad m ediante el anuncio de la palabra y la recepción del sacram ento. Y a renglón seguido de esta afirm ación, Lucas concluye su relato del acontecimiento de Pentecostés con el sum ario de lo que era la vida de la prim era com unidad cristiana: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la com unión de vida, en el partir el pan y en las oraciones» (Hech 2, 42). La enseñanza de los apóstoles y la fracción del pan aparecen así com o elementos constitutivos y fundamentales de la vida de la com unidad y, m ás concretam ente, de la vida litúrgica, com o ha sido ya indicado repetidas veces14. A partir de este prim er cuadro de conjunto de lo que era la vida de la prim itiva com unidad cristiana, todo el relato de los Hechos insiste, una y otra vez, en que así es como se fueron form ando las demás iglesias y así es com o vivían: los doce no abandonan el ministerio de la palabra (Hech 6, 2); la palabra de Dios iba cundiendo y el núm ero de los discípulos aum entaba (Hech 6, 7); los creyentes van de ciudad en ciudad anunciando el m ensaje de la «buena noticia» (Hech 8, 4), pero siempre teniendo en cuenta que la respuesta a ese mensaje es la recepción del bautismo. Así, Felipe anuncia la buena noticia de Jesús al eunuco y éste se hace bautizar (Hech 8, 35-38); Pedro anuncia la palabra en casa de Cornelio y allí se bautizan los primeros paganos (Hech 10, 44-48); Pablo anuncia la palabra en Filipos y una mujer, Lidia, acógela predicación y es bautizada ella y todos los suyos (Hech 16,14-15); lo mismo ocurre con el carcelero de la ciudad (Hech 16, 3234). Pero no se trata solamente del bautism o, porque en Tróade Pablo predicó largam ente ante la com unidad reunida y todos celebraron la «fracción del pan», expresión que indica claram ente la celebración de la eucaristía15. En las cartas de Pablo se repite el mismo tem a de m aneras diferentes. P ara él, en efecto, la fe se engendra p o r la predicación del mensaje (R om 10, 14-15); p o r medio del bautism o, los creyentes son incorporados a C risto (Rom 6, 3-7); y en la celebración de la eucaris­ tía se constituyen como «cuerpo de Cristo», es decir como iglesia (1 C or 10, 17). P ara Pablo, por consiguiente, los elementos indispensa­

14. Cf. J. Jeremias, Jesus als Weltvollender, G üttersloh 1930, 78; Die Abendmahls­ worte Jesu, G öttingen 1949, 65; Ö. Reickc, Diakonie, Festfreude und Zelos in Verbindung mit der altchristlichen Agapenfeier, U psala 1951,25-26; Glaube und Leben der Urgemeinde. Bemerkungen zu Apg. 1-7, Zurich 7 57, 57-58. 15. Cf. J. Jeremias, Die A bcnajiahlsworte Jesu, 113.

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bles de la celebración cristiana son la palabra y el sacramento. Lo cual es cierto hasta tal punto que, en el único pasaje en que habla más extensam ente de la eucaristía (1 Cor 11, 17-34), llega a vincular tan estrecham ente la palabra y el sacram ento que, en realidad, vienen a ser una misma cosa: «Y de hecho, cada vez que coméis de ese pan y bebéis de esa copa, proclam áis la m uerte del Señor, hasta que él vuelva» (1 C or 11, 26). El interés de este texto reside en que el verbo que utiliza Pablo al decir que los cristianos «proclam an» la m uerte del Señor (kattaggéllein ), es exactam ente el térm ino técnico m ás usado por el nuevo testam ento p ara hablar de la proclam ación de la palabra de D ios o del anuncio del evangelio16. Lo cual quiere decir que Pablo considera la eucaristía como una auténtica proclam ación del conteni­ do fundam ental del m ensaje cristiano: el recuerdo de Cristo ( anámnesis) se constituye en proclam ación pública y solemne de su m uerte y su resurrección ante la sociedad, no sólo p or el hecho de decir eso con palabras, sino sobre todo por la fuerza que en sí tiene la celebración de la cena del Señor: la presencia de C risto en el m undo se convierte así en un acontecim iento manifiesto, porque la celebración eucaristica es p ara Pablo el evangelio de la m uerte y la resurrección de Jesu­ c risto 17. La conexión íntim a entre palabra y celebración es destacada también por Pablo en sus exhortaciones a la com unidad de Corinto, precisam ente cuando les explica cònio debe proceder todo en la asam blea cultual: «Supongam os que pronuncias la bendición llevado del Espíritu; ese que ocupa un puesto de simpatizante, ¿cómo va a responder «amén» a tu «acción de gracias» ( eújaristia), si no sabe lo que dices? T u acción de gracias ( eújaristein) estará muy bien, pero al otro no le ayuda» (1 C or 14, 16-17). A un cuando no se pueda afirm ar con seguridad que aquí Pablo se refiere a la eucaristía en su sentido técnico, no cabe d uda que se trata de una celebración cultual. A hora bien, lo que Pablo quiere destacar es que tal celebración se debe realizar de tal m anera que resulte inteligible, es decir, que sea una palabra expresiva p ara los asistentes. P o r eso, el mismo Pablo añade enseguida: «en la asam blea prefiero pronunciar m edia docena de palabras inteligibles, p ara instruir tam bién a los demás» (1 C or 14, 19). E stá claro, por consiguiente, que en la celebración cultual de la com unidad entran dos com ponentes esenciales: la «acción de gracias»

16. Hech 4, 2; 13,5.38; 15,36; 16, 17; 17, 3. 23; 1 C or 2, 1;9, 14; Flp 1, 17-18; Col 1, 28; este verbo se utiliza más incluso que kerússein: Hech 9, 20; 19, 13; Flp 1, 15.18; y también m ás que euaggeliseszai: Hech 5, 42; 8, 35; G ál 1,16; cf. J. Schniewind: T W N T I, 69-71. 17. CT. H. Schlier, L e temps de Véglise, Paris 1961, 253-254.

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( eújaristia) y la «palabra» que instruye ( katejéso) a los participantes. Por lo demás, la palabra que los creyentes pronuncian en la celebra­ ción debe tener tal fuerza de persuasión, que ha de llegar hasta lo más íntim o de cada uno, hasta hacerle reconocer que Dios está realmente en la com unidad: «si todos hablan inspirados y entra un no creyente o un sim patizante, lo que dicen unos y otros le dem uestra sus fallos, lo escruta, form ula lo que lleva secreto en el corazón; entonces se postrará y rendirá hom enaje a Dios, reconociendo que D ios está realm ente con vosotros» (1 C or 14, 24-25). Se tra ta del discurso profètico, que form a parte de la asam blea cultual, y que tiene la fuerza de persuadir a los no creyentes, h asta hacerles reconocer que Dios está con los cristianos. Por otra parte, en las cartas del nuevo testam ento, hay ocho textos en los que se une, de m anera bastante clara, la f e con el sacramento (R om 6, 3-8; G al 3,26-27; E f 1,13; 4, 5; Col 2,12; Tit 3,8; H eb 6, 1-5; 10, 2 2 )18. A h o ra bien, si tenemos en cuenta que, en la doctrina de Pablo, la fe se engendra por la audición de la palabra de D ios (Rom 10, 14), tenemos la constatación más clara de que existe una concate­ nación necesaria entre la palabra que se predica y el sacram ento que se celebra. Esta concatenación aparece m uy bien form ulada en la prim era carta de Pedro: «Si alguno habla, que sea como con palabras de Dios; si alguno asegura el servicio, que sea como por un m andato recibido de Dios» (1 Pe 4, 11). L a «palabra» y el «servicio litúrgico» aparecen, una vez más, asociados lo uno a lo otro. En el siglo II, el testim onio m ás im portante que poseemos sobre la form a en que se celebra el culto es el testim onio de Justino. Su descripción no adm ite lugar a dudas: «El día que se llama del sol se celebra una reunión de todos los que viven en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector term ina, el presidente, de palabra, hace u n a exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente nos levantamos todos a una y elevamos nuestras oraciones y, éstas term inadas, como ya dijimos, se ofrece pan, y vino, y ag u a» 19. Según esta descripción, la estructura de la celebración cristiana estaba ya fijada en la segunda m itad del siglo II. E sta estructura se com pone de dos elementos, el anuncio y la explicación de la palabra, y a continuación la ofrenda propiam ente eucaristica. P or lo demás, el testim onio de Justino no es simplemente la idea de un autor particular, sino que sabemos nos i 18. L. Gutiérrez Vega, E l bautismo, sacramento de la fe , en la obra en colaboración Bautizar en la f e de la iglesia, M adrid 1968, 75. 19. Apol. I, 67, 3-5 (Ruiz Bueno, 258-259).

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El culto cristiano: mensaje y celebración

transm ite lo que era la praxis establecida en las iglesias de Palestina, Asia M enor y Rom a, en la segunda m itad del siglo I I 20. A partir de este tiem po, la conexión entre el sacram ento y la palabra se llega a hacer tan estrecha que el bautism o es com prendido como una «ilumi­ nación» por la palabra que engendra la fe 21. Y por lo que se refiere a la eucaristía, nos consta que en los autores de la Escuela de A lejan­ dría, sobre todo en Orígenes, el cristiano perfecto, el gnóstico, comul­ ga de la m anera m ás em inente cuando se apropia e integra en sí la divina palabra del L ogos22. H asta este punto llegó a vincularse la palabra y el sacram ento en la tradición y en la experiencia de la iglesia antigua. Evidentemente, en la praxis de la iglesia de todos los tiempos se han m antenido siempre estas dos form as o elementos fundamentales de la celebración cristiana. N o vamos a hacer aquí la historia de este asunto. Pero sí será de interés notar los cam bios m ás im portantes que se han dado con el paso del tiempo. A nte todo, com o podrem os ver m ás adelante, a lo largo de la edad media, los sacram entos se fueron convirtiendo, cada vez más y más, en ritos com únm ente aceptados y obligatorios de la «religión oficial». Por o tra parte, la separación de la predicación homilética del contexto de la celebración eucaristica se fue acentuando progresivamente. De ahí, la m undanización de la proclam ación de la palabra de Dios, que se fue desplazando al cam po de la retórica en la form a del sermón, cosa que se puso de manifiesto y dejó su huella en la misma arquitec­ tu ra de los tem plos con la aparición del pùlpito, separado ya del altar eucaristico y elevado com o cátedra sobre la cabeza de los fieles23. O tro paso im portante, y por desgracia tam bién para mal, se da con m otivo de la reform a protestante. Los protestantes, en efecto, destacaron de tal m anera el ministerio de la palabra, que de m anera casi inevitable se provocó la reacción contraria entre los católicos. Por eso, el canon prim ero de la sesión X X III de T rento define el sacerdo­ cio como potestad de ofrecer el sacrificio eucaristico y de perdonar 20. Cf. J. Q uasten, Patrología I, M adrid 1968, 196-197. 21. Clemente de Alejandría, Pedag. I, 6, 26; CGS 1, 2, 105, 20-23; T ertuliano, De bapt. 13, CSEL 20, 212, 28-29; C ipriano, Epist. LXII1, 9, CSEL 3, 707, 22; M etodio, Sym p. VIII, 9, CGS 91,12-15; Oráculos Sibilinos V III, 272 s, CGS 158-159; cf. el excelente estudio de K. Delahaye, Ecclesia mater chez Ies péres des trois premieres siécles, Paris 1964, 246-251. 22. Clemente de A lejandría, Strom . V, 10, 66, CGS 2, 370, 20; Orígenes, In M at. 85, CGS 40, 196, 19-197, 6; In Joan. X, 102, CGS 10, 188; De orat. XXVII, 5, CGS 3, 366,115; Horn, in Gen. I, 17, CGS 30, 22; Horn, in Ex. VII, 5, CGS 30, 212; Horn, in Lev. IV,10, CGS 30, 331, 7-9; In Cant. Il, CGS 33, 167, 28-29; Horn, in Is. Ill, 3, CGS 33, 256, 28-30; Hum. in Ez. XIV, CGS 33, 453, 13-15. 23. Cf. J. A. Jungm ann, E l sacrificio de la misa, M adrid 1953, 582.

Celebración: palabra y sacramento

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sacram entalm ente los pecados, por m ás que el sacerdote no predique la p a la b ra 24. Por supuesto, el concilio de T rento consideró el ministe­ rio de la predicación com o m inisterio propio del sacerdote25. Pero el hecho es que, al destacar en el canon definitorio solamente el aspecto sacram ental, se dio pie p ara que en lo sucesivo el ministerio de la palabra se viera desplazado, con dem asiada frecuencia, del contexto de la celebración cristiana. Por otra parte, aunque Trento no prohibió la lectura de la Biblia (¡hasta ahí podríam os llegar!), sin embargo sus decisiones sobre la traducción, interpretación y edición de los libros sagrados m otivó las exageraciones que más tarde vinieron26. Por ejemplo, el papa Clemente X I, en 1713, condenó una propuesta de Quesnel en la que se decía que es útil y necesario estudiar y conocer el espíritu, la piedad y los misterios de la E scritura27; o tam bién otra propuesta en la que el mismo autor defendía que la lectura de la Biblia es p ara todo el m u n d o 28. Y es im portante tener presente que estas doctrinas fueron condenadas por el papa como «escandalosas, perni­ ciosas, temerarias, injuriosas p ara la iglesia, sospechosas de herejía y erróneas»29. Las advertencias sobre los peligros (¡?) que puede llevar consigo la lectura de la Biblia se han repetido en tiempos más recientes, por ejemplo en la carta M agno acerbo, firmada por Pío VII en 1816-w. Por último, es im portante recordar que, durante nuestro siglo, el m ovimiento litúrgico y los estudios bíblicos han hecho posible un retorno a la inspiración original de la iglesia. El concilio Vaticano II en diversos docum entos, ha insistido de m anera elocuente sobre la vinculación que siempre debe tener, en la celebración cristiana, la predicación de la palabra y la recepción del sacram ento31. También en este punto, el reciente concilio ha venido a entroncar con la más pura tradición de la iglesia. Y tam bién aquí nos volvemos a encontrar con el dato fundam ental p ara la comprensión del culto cristiano: los elementos esenciales de la celebración son la palabra y el sacramento. ; i y i 24. 25. Tremo, 26. 27. studere 28. 29. 30. 31.

Ve! eos qui non praedicant prorsus non esse sacerdotes: anathema sit: DS 1771. Cf. E. R oyón, Sacerdocio: ¿culto o ministerio? Una reinterpretación del concilio de M adrid 1976, 414. Cf. DS 1506, 1507, 1508. Utile et necessarium est omni tempore, omni loco et omni personarum generi, et cognoscere spiritum¿ pietatem et mysteria sacrae Scripturare: DS 2479. Lectio sacrae Scripturae est pro omnibus: DS 2480. DS 2502. DS 2710-2711. Cf, LG 26; DV 21; SC 6.48; PO 2; AG 5.15.

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4.

E l culto cristiano: mensaje y celebración

Palabra y mensaje

Si los elementos esenciales de la celebración son la palabra y el sacram ento, eso quiere decir que la celebración cristiana tiene una estructura dialogal: D ios habla, se com unica y se dirige al hombre, interpela a la com unidad; y com o respuesta, el creyente, la com unidad reunida, celebra el sacram ento. Es decir, el sacram ento presupone la interpelación de la palabra y es respuesta a esa palabra. El sacram en­ to, por consiguiente, no es un rito autónom o, una especie de gesto mímico, que sería siempre el mismo, siempre idéntico, sea cual sea la palabra que le preceda. Si así fuera, estaríam os ante la acción insensa­ ta del individuo que siempre responde lo mismo, sea cual sea la palabra que se le dirige. P or lo tanto, el sácram ento está esencialmen­ te condicionado por la palabra, determ inado por ella, orientado siempre com o respuesta al contenido de esa palabra. D e lo cual se sigue una consecuencia fundam ental p ara toda la teología de los sacram entos, a saber: no podem os com prender, ni vivir, ni practicar un sacram ento si previam ente no com prendem os e integram os en nosotros lo que nos dice la palabra de D ios y lo que esa palabra nos exige. A hora bien, cuando los autores del nuevo testam ento nos dicen que los apóstoles predicaban la palabra o que la iglesia se dedicaba a la tarea de la palabra, en realidad, ¿qué es lo que nos quieren decir? ¿A qué se refiere eso y qué consecuencias se derivan de ello? En las lenguas m odernas, al menos en las de occidente, la «pala­ bra», en cuanto conjunto de sonidos, tiene una función casi exclusiva de p o rtad o ra de significado32. Decir una palabra es expresar una idea. Eso, y nada m ás que eso, es lo que representa la «palabra» para nosotros hoy. A hora bien, esta m anera de entender la palabra en nuestro ám bito cultural es, sin d uda alguna, el m ayor im pedimento que hoy tenem os nosotros p ara hacernos una idea cabal de lo que es en verdad la palabra de Dios. En las antiguas culturas, concretam ente en los pueblos de oriente, la palab ra tenía una significación y una función muy diferentes. Concretam ente, la palabra, tanto entre los antiguos pueblos orienta­ les com o entre los primitivos, no es sólo la expresión de un pensa­ m iento o de un deseo, sino un objeto concreto, que existe realmente, es eficaz y está cargado de la fuerza del alm a que la h a pronunciado. En las lenguas semíticas, pensar y hablar se designan con idéntico térm ino ( ’a m a r )i i . 32. 33.

Cf. G. von R ad, Teología del antiguo testamento II, Salam anca 4I980, 109. H. H aag, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1970, 1406-1407.

Palabra y mensaje

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D e ahí que en hebreo, el térm ino dabar significa «palabra» o «lo expresado por la palabra»: la cosa. La razón de ser de esta m anera de entender la función de la palabra, que a nosotros nos resulta tan desacostum brada y tan extraña, está en que el hom bre situado en el grado m ítico de los pueblos prim itivos percibía el m undo que le rodeaba com o una totalidad. N o separaba lo espiritual y lo material; para él, lo uno está dentro de lo otro, y, por consiguiente, no puede tam poco distinguir con propiedad entre palabra y cosa, entre lo representado y lo real. Lo característico es, por tanto, esa peculiar falta de diferenciación entre lo ideal y lo real, o entre palabra y cosa, como si se concentraran en un solo plano del se r34. D e lo dicho se sigue que, en el lenguaje bíblico, hablar de la palabra es hablar de un contenido, es decir, es hablar de un mensaje, el mensaje que contiene la palabra. Este aspecto es decisivo para com prender lo que representa la palabra de Dios. Porque el hecho es que, en la enseñanza de los autores bíblicos, la palabra de Dios tiene una fuerza incontenible, p ara arrancar y derribar, construir y plantar (Jer 1, 9 s; 5, 14; 23, 29); por eso, la palabra del profeta es como un fuego, com o un m artillo que destroza las rocas. M ientras Ezequiel dirigía sus palabras inspiradas contra Peletías, éste cayó m uerto (Ez 11, 13)35. Precisam ente a causa de este poder de la palabra, los profetas eran tem idos y hasta odiados. Porque la palabra de Dios no queda incum plida (cf. Is 44, 26), y es palabra que m ata (cf. Os 6, 5), com o una espada (cf. Is 49, 2), una palabra que no vuelve vacía porque siempre produce su fruto (cf. Is 55, 10-11). En el libro de la Sabiduría se presenta la descripción poética más bella de la fuerza que posee la palabra de Dios, aquí ya personificada, con lo que se prepara la profunda revelación de lo que es la palabra en el nuevo testamento: Mientras el silencio profundo abrazaba todas las cosas, y la noche había llegado a la mitad de su carrera, tu omnipotente palabra bajó desde el cielo, desde el trono real, como guerrero valiente en la tierra consagrada a la devastación, llevando como espada aguda tu inmuta­ ble mandato, se detuvo, y llenó todo con la muerte; estaba en contacto con el cielo mientras andaba sobre la tierra (Sab 18, 14-16). A partir de este planteam iento fundam ental de la palabra, se com prende su fuerza y su valor en la revelación del nuevo testamento: «La palabra de D ios es viva, eficaz y m ás tajante que una espada de dos filos» (Heb 4, 12; cf. E f 6, 17). De ahí que en el nuevo testam ento se presenta con frecuencia la palabra dotada de una energía, como 34. 35.

G. von Rad, Teología del antiguo testamento II, 110. Ibid., 122. ,

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una fuerza y u n a gracia en sí misma: es una palabra de vida, de gracia, de reconciliación; es semilla que tiene vida y virtualidad en sí misma (cf. Flp 2, 16; Hech 20, 32; 2 C or 5, 19; Le 8, 11). Por esto se com prende que la teología de la palabra h a sido objeto de amplios estudios, d urante las últim as décadas, tan to entre los teólogos protes­ tantes com o por parte de los católicos36. Pero, llegados a este punto, hay que hacerse una pregunta funda­ mental: ¿por qué la palabra tiene, según el nuevo testam ento, esta fuerza y estas virtualidades? Evidentemente no se puede trata r de una especie de fuerza mágica, com o si la palabra tuviera una determ inada energía por sí misma, independientem ente de su contenido y sea cual sea el mensaje que transm ite. Esto se ve claram ente en la severa advertencia que Pablo hace a los cristianos de Galacia: Pues mirad, incluso si nosotros mismos o un ángel bajado del cielo os anunciara una buena noticia distinta de la que os hemos anunciado, ¡fuera con él! Lo que os tenía dicho os lo repito ahora: si alguien os anuncia una buena noticia distinta de la que recibisteis, ¡fuera con él! ( G á l 1, 8-9).

El «evangelio» no es una palabra d o tad a de fuerza y verdad por sí misma, independientem ente de su contenido. La autenticidad del «evangelio» se mide por la autenticidad de su contenido. Es decir, lo decisivo no es la palabra por sí misma, sino el contenido que transm i­ te esa palabra. Dicho de otra m anera, la palabra puede ser falsificada. Lo determ inante en ella es el mensaje que com unica, porque como ya hemos indicado, la palabra y su contenido se concentran en el mismo plano del ser. Según esto, ¿en qué está la fuerza de la palabra que anuncian los apóstoles del nuevo testam ento? Los textos que hablan de la «pala­ bra» en el nuevo testam ento establecen una conexión directa entre esa palabra y la buena noticia: la palabra que se anuncia y se proclam a es la buena noticia que se refiere a Jesús (Hech 8, 4.12-14.25; 10, 36; 11, 19-20; 13, 5; 15, 7.25-36; 17, 13; 2 C or 4, 2-3; E f 1, 13; 6, 15-19; Flp 1, 12-16; Col 1, 5.23-25; 2, 8-9). P or la tradición sinóptica sabemos que se trata de la buena noticia del reinado de D ios (M e 1, 15; M t 13, 19; Le 4, 43). Es la palabra que acarrea la persecución (M t 13, 21), tribulación (Me 4, 17), que es incom patible con la seducción de las 36. Cf. el excelente boletín sobre este asunto elaborado por Z. Alszeghy-M. Flick, II problema teologico della predicazione: Gregorianum 40 (1959) 672 s; cf. tam bién los volúmenes en colaboración: Parole de Dieu et liturgie, Paris 1958; La parole de Dieu en Jesus-Christ, Paris 1961; y tam bién C. Davis, The theology o f preaching: The Clergy Review 45 (1960) 524-545.

Mensaje y conversión

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riquezas (M t 13, 22), p alab ra que configura al grupo o com unidad de los seguidores de Jesús (Le 8, 21; 11, 28), que es la buena noticia para los pobres (M t 11, 5; Le 4,18) y noticia tam bién de liberación para los oprim idos (Le 4, 18). Precisamente por eso, porque es un mensaje de alegría y de liberación p ara los pobres, los cautivos y los que sufren (cf. M t 11,2-5), p o r eso exactam ente la palabra de la «buena noticia» suscita el escándalo (M t 11, 6), es decir, se trata de una palabra escandalosa p ara determ inadas personas; y es por eso tam bién por lo que acarrea persecución, amenazas, cárceles y m uerte para los que la proclam an (M t 10, 16-36 par). Pablo afirm a que la palabra que él predica es «la palabra (el mensaje) de la cruz» ( o lògos o tou stauroü) , que resulta una locura y un escándalo (1 C or 1, 18; cf. 1, 23-24). Por consiguiente, cuando decimos que la celebración cristiana com porta, com o elemento esencial, el anuncio de la palabra, no afirm am os simplemente que antes de adm inistrar un sacram ento se debe pronunciar un discurso sobre la religión o sobre la Biblia. Lo que afirm am os es m ucho m ás que eso: se tra ta de com unicar un mensaje, que es buena noticia para unos, y m otivo de escándalo y hasta de persecución y odio p ara otros. Sólo esa palabra es elemento esencialmente constitutivo de la celebración cristiana. Lo cual quiere decir que la celebración cristiana se realiza correctam ente, sólo cuan­ do los participantes se sienten interpelados de tal m anera, que en unos se produce la alegría del que recibe una buena noticia, m ientras que quizá en otros se suscitaba extrañeza y el escándalo del que escucha algo que le resulta insoportable. U n a celebración, p or lo tanto, en la que no se provoca ni alegría ni escándalo, sino el aburrim iento consabido del que escucha el sermón rutinario de siempre, es una celebración inautèntica, porque en ella no se comunica el mensaje. D icho de o tra m anera, no basta que la palabra del celebrante sea una palabra ortodoxa y verdadera; lo decisivo es que sea una palabra significativa, que suscita reacciones seguram ente contrapuestas, por­ que los participantes se sienten concernidos, interpelados, como el que se siente tocado por una espada de dos filos (Hech 4, 12; cf. E f 6, 17), que penetra hasta las fibras m ás íntim as del ser. 5.

M ensaje y conversión

Por lo que acabam os de decir, se com prende que los oyentes de la palabra, es decir, los que escuchan el mensaje, no se pueden quedar indiferentes ante semejante interpelación. P or eso, según aparece repetidas veces en el nuevo testam ento, entre la palabra y el sacram en­ to hay un eslabón fundam ental: la conversión. Así, ya en la predica­ ción de Juan Bautista, el llam am iento a la conversión ocupa un

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El culto cristiano: mensaje y celebración

puesto central, precisam ente en relación con el bautism o que adminis­ traba (M t 3, 2.8.11; M e 1, 4; Le 3, 3.8). Tam bién el mensaje de Jesús no cesa de llam ar a los hom bres a la conversión (M t 4, 14; 11, 20-21; 12,41; M e 1, 15; 6,12; L c 5 , 32; 10,13; 11, 32; 13, 3.5; 15, 7.10; 16, 30; 17, 3-4; 24,47). Pero concretam ente es en el libro de los Hechos de los apóstoles donde se ve con toda claridad esta relación entre la palabra y el sacram ento m ediante la conversión. Asi, Pedro establece expresa­ mente esta relación al final de su discurso en el día de pentecostés (Hech 2, 38). Lo mismo aparece en el discurso con motivo de la curación del paralítico: Pedro exhorta a la conversión (Hech 3, 19) y más adelante se dice que la com unidad de los creyentes llegó a unos cinco mil (Hech 4, 4), lo que supone evidentemente que recibieron el bautism o. El mismo Pedro vuelve a insistir en la conversión cuando habla ante el consejo de los sum os sacerdotes, uniendo el tem a de la conversión con la donación del Espíritu santo (Hech 5, 31-32), lo que parece aludir tam bién al bautism o (cf. Hech 1, 5). L a relación entre conversión y bautism o se pone tam bién de manifiesto cuando Pedro inform a a la com unidad sobre la adm isión de los prim eros paganos en la iglesia, es decir, cuando inform a de por qué ha bautizado a Cornelio: «¡Así que tam bién a los paganos les ha concedido Dios la conversión que lleva a la vida!» (Hech 11, 18). También en la predicación de Pablo, el llamam iento a la conversión es central en su mensaje (Hech 17, 30; 20, 21 ; 26,20); y aunque es verdad que en estos textos no se habla del bautism o, queda bien claro que la respuesta al mensaje es la conversión (cf. R om 2, 4-5). Por último, es im portante destacar tam bién cóm o en H eb 6, 1-2 se relacionan íntim am ente la conversión y el bautism o, precisamente com o puntos fundam entales de la vida cristiana. En todos los textos citados se utiliza el verbo metanoéo o el sustantivo metánoia. Pero la conversión se expresa tam bién m ediante el verbo epistréfein, que significa propiam ente «convertirse» y que es utilizado sobre todo por Lucas (M t 13, 15; M e 4, 12; Le 1, 16; 22, 32; Hech 3, 19; 9, 35; 11, 21; 14, 15; 15, 19; 26, 18.20; 28, 27). En las epístolas, este verbo aparece tres veces (1 Tes 1, 9; G ál 4, 9; 1 Pe 2, 25). P or esta enumeración de textos, se ve claram ente que el tem a de la conversión es uno de los artículos fundam entales de la catequesis del prim itivo cristianism o37. La respuesta, por consiguiente, del hom ­ bre ante la interpelación del mensaje cristiano, es la conversión. Y sólo a p artir de la conversión, se puede tener acceso al sacramento. Pero, ¿en qué consiste esta conversión? Se trata, por supuesto, de un cam bio radical de vida, que implica ab andonar el mal (Hech 8,22;

37. J. Behm, en TWNT IV, 998.

Mensaje y conversión

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cf. 3, 26; H eb 6, 1; A p 2, 22; 9, 20; 16, 11) p ara volverse hacia Dios (Hech 20,21 ; 26,20; A p 16, 9; cf. 1 Pe 2, 25)38. Pero no es sólo eso. La conversión no consiste en la aceptación de un sistema abstracto de verdades; ni es simplemente un cambio de conducta. El creyente se convierte esencialmente hacia una persona: la conversión consiste en orientar o dirigir la vida entera hacia el Señor Jesús39. Se trata, por consiguiente, de un cam bio objetivo de conducta; y de un cambio subjetivo que afecta no sólo a la m entalidad, sino a toda la interiori­ dad de la persona, que lleva consigo un cam bio radical en la concep­ ción de la v id a40. Convertirse es volverse, la persona entera, «hacia el Señor» (Hech 9, 35.42). Es, por lo tanto, establecer una nueva y decisiva relación personal en la vida, que transform a a toda la persona: una visión de la vida, nuevos valores, una orientación y un destino que llevan en la línea de lo que fue la orientación y el destino de Jesús. Pero hay algo más. L a conversión no es asunto de un instante, un acto aislado que pasa y se termina; la conversión equivale a tom ar una orientación nueva en ¡a vida, un cam ino distinto, abandonando el propio cam ino (cf. Hech 14, 16) e iniciando así un largo itinerario de esperanza que requiere la perseverancia (Hech 11, 23). El hom bre convertido se integra así en la com unidad de la iglesia y ha de ajustar su form a de vida al estilo y las costumbres de la com unidad41. En resumen, podem os decir, que si los elementos esenciales de la celebración cristiana son el anuncio del mensaje y la puesta en práctica del sacram ento, el eslabón que une am bos elementos es la conversión. Y aquí es de la m ayor im portancia destacar que este eslabón no se h a de dar solamente una vez en la vida, cuando el sujeto se convierte por prim era vez (lo que acontecería sólo en el caso del bautism o de un adulto). C ada vez que se acoge la palabra que presenta el mensaje, el creyente ha de responder con una actitud renovada de conversión, es decir, de orientación nueva y renovada hacia el Señor. T odo esto nos viene a indicar que la celebración cristiana no es la ejecución exacta de un ritual en el que se observan puntualm ente las norm as establecidas. Lo esencial y determ inante de la celebración cristiana es la experiencia que vive el creyente y la com unidad de los creyentes. La experiencia que consiste en la aceptación del mensaje y en la conversión que ello com porta. 38. 39. 40. 41.

Ibid., 999. Cf. L. Cerfaux, Etudes sur les Actes des apotres, Paris 1967, 457. Ibid., 432. Ibid., 457.

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E l culto cristiano: mensaje y celebración Entonces Bernabé lo tomó (a Saulo), lo llevó a los apóstoles y les contó cómo, en el camino, Saulo había visto al Señor, que le había hablado, y con qué audacia había predicado en Damasco en nombre de Jesús. Desde entonces él iba y venía con ellos en Jerusalén, predicando con audacia en nombre del Señor (Hech 9, 27-28).

Llam a la atención que lo prim ero que hay que decir de Pablo es que enseguida, apenas convertido a la fe, se pone a predicar con parresía, es decir, con la audacia santa que acom paña siempre a la palabra de Dios. P o r eso se com prende que, desde entonces, esta seguridad será la nota que caracteriza la predicación de Pablo, incluso a costa de persecuciones y sufrimientos indecibles. Los textos se repiten insistentemente en este sentido: «Entonces Pablo y Bernabé declararon con audacia: a vosotros había que anunciar ante todo la palabra de Dios... nos dirigimos a los paganos» (Hech 13,46). Lo cual les acarreó una persecución y la consiguiente expulsión (Hech 13, 50). «Pablo y Bernabé prolongaron su estancia (en Iconio) llenos de audacia en el Señor, que daba testim onio a la predicación...» (Hech 14,3). Lo mismo se dice de Apolo: «se puso a hablar con audacia en la sinagoga» (Hech 18, 26). E igualmente de nuevo de Pablo: «se dirigió a la sinagoga (en Efeso) y durante tres meses habló allí con audacia (Hech 19, 8). Y conste que esta segundad, esta libertad y esta audacia se ponen de manifiesto, no sólo ante las autoridades religiosas, sino también frente a las autoridades civiles. Así, Pablo le habió al rey A gripa «con toda audacia» (Hech 26, 26). Por último, el libro de los Hechos se cierra con estas palabras: «Pablo permaneció dos años (en Rom a)...; recibía a cuantos venían a hablarle, proclam ando el reinado de Dios y enseñando lo que concierne al Señor Jesucristo con plena libertad y sin obstáculo» (Hech 28, 30-31). Pero no se trata sólo de las afirm aciones de Lucas en el libro de los Hechos. Tam bién Pablo, en sus cartas, insiste en la misma actitud de libertad y audacia com o característica de la predicación apostólica (2 C or 3, 12; 7, 4; E f 6, 19-20; 1 Tes 2, 2). Sin duda alguna, el texto más significativo es el de 2 C or 3, 1-12 en donde Pablo form ula con claridad el verdadero fundam ento de la audacia que acom paña a la predicación de la palabra. En efecto, el texto se refiere prim ero a la seguridad o confianza ante D ios (2 C or 3, 4); y de ahí pasa a la afirmación de la audacia en la predicación: «Teniendo, pues, esta esperanza, hablam os con toda audacia...» (2 C or 3, 12). La libertad y la audacia en el anuncio del evangelio bro ta de la seguridad que el predicador tiene en su experiencia personal ante Dios, porque en definitiva el hom bre que se siente seguro en Dios, no teme hablar con claridad, libertad y audacia ante los demás hombres.

El único culto aceptable

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La consecuencia que se sigue de esta larga enumeración de textos es bien clara: la predicación del mensaje cristiano supone un peligro y una am enaza p ara el que anuncia la «buena noticia». Es decir, la proclam ación del evangelio es una cosa que n o queda impune. Por eso precisam ente se insiste tantas veces en que el ministerio apostólico va acom pañado de libertad, seguridad y audacia. Y, por eso, la parresía es la actitud m ás característica de los m inistros de la palabra de Dios. Lo cual quiere decir que cuando la predicación del mensaje no supone peligro alguno, hay que preguntarse seriam ente si lo que se anuncia es el evangelio o es otra cosa. Porque anunciar el mensaje evangélico es decir, en concreto y en cada situación, que los pobres y los desgracia­ dos tienen que dejar de serlo, que los últim os tienen que ser los primeros, que los perseguidos tienen que dejar de verse m altratados, que las relaciones humanas, a todos los niveles, tienen que cambiar radicalmente. A hora bien, eso no se puede hacer impunemente en la sociedad en que vivimos. Jesús dijo a sus discípulos, que al anunciar la «buena noticia» del reinado de Dios, iban a ser perseguidos y se verían acosados por la tentación del miedo (M t 10, 26-32 par). De ahí que la audacia tenga que ser siempre característica indispensable de toda predicación evangélica que pretenda ser auténtica.

7.

E l único culto aceptable

Después de lo dicho hasta este m om ento, se puede deducir, con todo derecho, u n a consecuencia fundam ental: el único culto que se puede considerar aceptable en la iglesia es aquél que respeta debida­ mente los dos elementos indispensables de la celebración, la palabra y el sacram ento. Pero con tal de que esos dos elementos se respeten en su verdadera significación. Lo cual quiere decir que, en la celebración cristiana, los participantes se tienen que sentir interpelados y concer­ nidos por el mensaje de la «buena noticia», que resulta gozosa para unos y con frecuencia escandalosa e insoportable para otros. Quiere decir, además, que de esa m anera los participantes se sienten llamados a la conversión cristiana. Y quiere decir, por último, que todo eso se hace de tal m anera que la com unidad, y especialmente los ministros de esa com unidad, tienen que echarle parresía al asunto, es decir, tienen que hablar con libertad, con claridad y, sobre todo, con verdadera audacia. > A hora bien, esto significa que el único culto aceptable en la iglesia es aquél en el que se producen y se viven unas determ inadas experien­ cias: la experiencia de Dios que llama a un encuentro verdaderam ente personal con Jesús; la experiencia de la alegría y el gozo ante la

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EI culto cristiano: mensaje y celebración

«buena noticia» del reino; la experiencia de la conversión cristiana; y la experiencia de la libertad y la audacia que son inherentes a la proclam ación del mensaje de Jesús. Sólo cuando estas experiencias son vividas, al menos de alguna m anera, podem os asegurar que se celebra en la iglesia el culto que Dios quiere y como Dios quiere. Es verdad que, al leer estas cosas, se puede tener la impresión de que le estamos pidiendo demasiado al culto cristiano, es decir, estamos exigiendo algo que norm alm ente no se da. Porque si todo eso se tiene que producir cuando celebram os el culto, ¿no estam os pidiendo algo realm ente imposible? Si todo eso tiene que ser de esa m anera, ¿cuándo vam os a poder celebrar el verdadero culto cristiano? Estas preguntas, no cabe duda, tienen su razón de ser. Pero tam bién tiene su razón de ser lo que nos dice el nuevo testam ento. Y por el análisis que hemos hecho, parece bastante claro que, efectivamente, según los autores del nuevo testam ento la celebración del sacram ento presupone el anuncio de la palabra. Pero ese anuncio, como hemos podido ver ampliamen­ te, com porta la proclam ación del mensaje, el llamamiento a la conver­ sión, la experiencia de tal conversión y la consiguiente audacia en la com unidad y en los m inistros del evangelio. Esto supuesto, lo que será necesario plantearse, con toda honesti­ dad, es si no hemos desem bocado en la iglesia en una situación de rutina y ritualism o, en la que se defiende a toda costa la exactitud de los ritos, pero se descuida de m anera asom brosa e intolerable la coherencia de las experiencias auténticam ente cristianas que no pue­ den faltar en el culto de la com unidad creyente. Es indudable que de esta m anera tendríam os que renunciar a m uchas de nuestras liturgias. Es indudable tam bién que, de acuerdo con lo dicho, el culto cristiano tendría que ser p ara menos gente de la que actualm ente participa en nuestras funciones religiosas m asivas y a veces m ultitudinarias. Pero, siendo sinceros, ¿dónde está dicho p o r D ios que el culto cristiano tenga que ser p ara todo el m undo? ¿dónde está revelado que nuestras celebraciones deban ser servicios religiosos abiertos a todo el que llega? ¿con qué derecho la iglesia se perm ite la libertad de organizar servicios religiosos en los que apenas hay un mínimo de experiencia auténticam ente cristiana o incluso m uchas veces tal experiencia brilla por su ausencia? Es indudable que m ientras la iglesia no responda adecuadam ente a estas cuestiones, el culto seguirá siendo asunto de m ucha gente, pero se tratará, sin duda, de un culto del que h ab rá que preguntarse si es el culto que D ios acepta. Es m ás, podem os estar seguros de que un culto así, no es el culto que Dios quiere.

E l único culto coherente

8.

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E l único cu lto co h eren te

El culto cristiano es coherente sólo cuando está plenam ente de acuerdo con lo que, de hecho, fue el acontecim iento de Jesús Mesías. A h o ra bien, el acontecimf ^íto de Jesús Mesías com porta una interpe­ lación de Dios a los hom ares; y una respuesta de los hom bres a Dios. En efecto, el acontecim iento de Cristo empieza por la misión del Hijo, enviado por el Padre al m undo y a nuestra historia, para la salvación y la liberación integral de los hom bres. En este primer m om ento o movim iento de descenso, Jesús el Mesías es la palabra de Dios, el proyecto de Dios, que viene a los hom bres, p ara interpelarlos y para decir a cada hijo de esta tierra lo que D ios quiere que sea nuestra sociedad y nuestro destino. Pero a este m ovim iento de descenso, que pone en com unicación el proyecto de D ios con el m undo, responde, en el sacrificio, en la pasión y en la muerte, un segundo movimiento, el m ovimiento de retorno, en el que el mismo Cristo lleva hasta el Padre de todos los hom bres la respuesta de la hum anidad a Dios. En la encarnación, el Hijo es la palabra de D ios dirigida a los hombres; en el sacrificio, Jesús es la respuesta de los hom bres a Dios. Por consiguien­ te, el acontecim iento de la salvación y la liberación se realiza en un diálogo, cuya prim era fase está constituida por el descenso m ediador del Hijo com o palabra del Padre dirigida a los hombres; y cuya segunda fase está constituida por el retorno de Jesús Mesías, en su muerte, hacia el Padre. P or o tra parte, la teología contem poránea, sobre todo a partir del concilio V aticano II, nos ha enseñado que la iglesia es el sacramento fundam ental que hace presente, a lo largo de la historia, este aconteci­ m iento salvador y liberador de Jesús M esías44. A hora bien, esto quiere decir, entre otras cosas, que el único culto coherente que la iglesia puede celebrar en el m undo es aquél que consiste en la puesta en acto del diálogo que acabamos de ver, es decir, según el esquema de interpelación y respuesta que se dio en el acontecimiento de Jesús Mesías. C elebrar el culto cristiano, por consiguiente, no es practicar ritos y ceremonias sagradas que por sí mismos y de una m anera casi autom ática santifican a la gente. Celebrar el culto cristiano es hacer actual y presente, en cada situación concreta, el diálogo de D ios con los hombres: el diálogo que interpela a los hom bres en Jesús y que encuentra su respuesta en lo que fue la vida y la muerte del mismo

44. Cf. p ara este punto, O. Semmelroth, La iglesia como sacramento de salvación, en M ysterium Salutìs IV /1, 321-370, con bibliografía selecta en 370.

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El culto cristiano: mensaje y celebración

Jesús45. Porque, en últim a instancia, celebrar el culto cristiano no es ni más ni menos que hacer presente y actual el acontecimiento de C risto liberador de los hombres: C risto en cuanto palabra decisiva que interpela; y Cristo en cuanto que él es también la única respuesta que la hum anidad puede dar p a ra encontrar salida y solución. A hora bien, después de lo que acabam os de indicar, podem os ya deducir una consecuencia de gran envergadura, a saber: el culto cristiano sólo es coherente cuando en él se respeta la perfecta coheren­ cia entre la palabra que se predica y el sacram ento que se administra. Y esto es así porque, en definitiva, tanto en la palabra como en el sacram ento, se trata del mismo C risto que se hace presente y actúa en la com unidad. Por lo tanto, tenemos que m eternos en la cabeza, de una vez po r todas, que la iglesia no tiene derecho a celebrar el culto de tal m anera que, en la práctica, ese culto no resulte coherente en el sentido explicado. Esto es lo que debería suceder en la iglesia. Pero, en realidad, ¿qué es lo que se hace? Todos sabemos de sobra que, con dem asiada frecuencia, la celebración de los sacram entos consiste en una serie de servicios religiosos que la iglesia pone a disposición del público practicante en m ateria religiosa. Es decir, los sacram entos son, de hecho, servicios religiosos a los que tienen acceso los ciudadanos, sea cual sea su actitud frente al mensaje de Jesús, estén o no estén de acuerdo en su vida con ese mensaje y con sus exigencias. Es más, no sólo se tra ta de cerem onias abiertas a todos, sino incluso obligatorias para todos y a las que gran parte de la población se siente obligada, bien sea por motivaciones religiosas, bien sea por la fuerza de la costum bre, el convencionalismo social o simplemente el interés a causa de otros motivos. Piénsese en los bautizos, en las primeras com uniones o en las bodas. Pero, en la práctica, ¿qué es lo que resulta de este estado de cosas? Pues muy sencillo: que el sacram ento no es, en una cantidad abrum adora de casos, la respuesta de los hom bres a las exigencias de la fe cristiana y a la interpelación del mensaje de Jesús; el sacram ento, en dem asiadas ocasiones, es o tra cosa, que bien puede ser un acto im puesto por la costum bre, una reunión de carácter social o un rito m ás o menos inexpresivo. Es verdad que los sacerdotes aseguran que en el sacram ento actúa la virtualidad intrínseca del rito ex opere operato. Pero la p u ra verdad es que la gente suele vivir esas cere­ monias, al m enos en muchos casos, com o actos sociales, como meras costum bres o como rituales extraños que no acaba de comprender. > 45, Cf. O. Semmelroth, L e sens des sacrements, París 1963, 32-40; J. M. Castillo, Necesidad de una pastora! de sacramentos que no obstaculice a la evangelización: Sal Terrae 64 (1974) 712-723.

E l fracaso de la iglesia

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D e esta m anera se ha venido a desem bocar en la situación siguiente: por u n a parte, se predica el mensaje cristiano, para que los fieles com prendan y acepten las exigencias de la fe, porque se parte del supuesto de que no todos los hom bres han com prendido y han aceptado esas exigencias; pero, por otra parte, se adm inistran los sacram entos a toda clase de personas, com o si todos vivieran en la perfecta com prensión y aceptación del evangelio. O sea, que vivimos en u n a contradicción patente: la contradicción entre las exigencias que presenta la predicación y la carencia de exigencias que ofrece la celebración sacram ental. D e donde resulta una incoherencia sorpren­ dente entre la predicación de la palabra, por un lado, y la celebración del sacramento, por otro. Porque m ientras que la predicación se ha orientado en el sentido de una responsabilidad creciente ante las exigencias de la fe en el m undo, la celebración sacramental permanece prácticam ente anclada en lo que siempre ha sido, un rito religioso puesto a disposición del público, p ara que lo reciba el prim ero que lo pida, sin apenas exigirle o tra cosa que su presunta buena voluntad y aun cuando nos conste que en su m anera de vivir está contradiciendo lo que acabam os de decir en nuestra predicación o nuestra explicación del evangelio. Sencillamente, la predicación va por un camino y el sacram ento por otro. La predicación va p o r el camino de la exigencia evangélica, social y política, m ientras que el sacram ento va por el cam ino de la tolerancia, la connivencia y hasta la «legitimación» de quienes con su vida niegan y reniegan lo que la palabra evangélica está diciendo a todas horas. P or eso hay predicaciones com prom eti­ das con el mensaje liberador de Jesús. Pero, ¿dónde se adm inistra o se celebra un sacram ento com prom etido con ese mensaje? ¿tiene incluso sentido hablar de un bautizo com prom etido, una boda com prom etida o una prim era com unión que es verdadero com prom iso con el evan­ gelio? ¿no resulta todo este lenguaje verdaderam ente ridículo o inclu­ so irrisorio?

9.

E l fracaso de la iglesia

Son muchos los sacerdotes que experim entan un verdadero to r­ m ento cuando se trata de la adm inistración de los sacramentos. Porque ellos se dan cuenta, m ejor que nadie, que es casi incontable el núm ero de personas que reciben esos sacram entos sin apenas com ­ prender lo que reciben y sin que eso signifique compromiso alguno para sus vidas. P or o tra parte, apenas hay diócesis o parroquias en donde no se hayan pregi; jtado, el obispo y los sacerdotes, una y mil veces, qué es lo que habría que hacer para revitalizar la actividad

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E l culto cristiano: mensaje y celebración

pastoral de la iglesia. Se organizan cursillos, conferencias, reuniones. En algunos casos incluso se dan consignas y hasta se hacen proclam a­ ciones pastorales de toda índole. Pero, a la corta o a la larga, se desem boca en una cierta sensación de fracaso y frustración. Porque, a fin de cuentas, los bautism os se siguen adm inistrando como siempre; y otro tan to pasa con las bodas, las prim eras comuniones, las confir­ m aciones, etc., etc. Y m ientras tanto, grandes sectores de la población se alejan cada vez m ás de la iglesia; y los que acuden a ella, lo que suelen pedir m uchas veces es que no moleste dem asiado con su predicación y que siga adm inistrando los sacram entos como toda la vida se hizo. Así las cosas, la pregunta que habría que hacerse es la siguiente: ¿puede la iglesia anunciar eficazmente el evangelio en estas condicio­ nes? Dicho más claram ente, ¿puede la iglesia evangelizar a la gente cuando, en la práctica, pone la evangelización sólo en la predicación de la palabra, sin tener debidam ente en cuenta la m anera concreta y práctica de celebrar los sacram entos? ¿puede, por lo tanto, evangeli­ zar cuando la predicación de la palabra va por un camino, m ientras que la adm inistración del sacram ento va por otro? N o nos engañemos. La iglesia no puede evangelizar a los hom bres como D ios m anda m ientras las cosas sigan com o están. Y ello por tres razones que se com prenden sin dem asiado esfuerzo. En prim er lugar, p o r la razón teológica fundam ental que ya se ha indicado, a saber: la necesaria unión y coherencia que tiene que darse entre la palab ra que se predica y el sacram ento que se celebra. Porque «palabra» y «sacram ento» son los dos m om entos fundam entales del único acontecim iento de Jesús Mesías salvador y liberador de los hombres. A hora bien, los hom bres no podem os dividir a Cristo. Pero el hecho trágico es que la iglesia lo está dividiendo en su m anera concreta de actuar en la actividad pastoral. Lo está dividiendo en cuanto que la palabra de la predicación apunta a unas exigencias que luego el sacram ento ignora. Lo que es tan to com o decir que de esa m anera el acontecim iento de Cristo no se actualiza debidam ente ante los hom bres. En segundo lugar, porque en este estado de cosas la iglesia se contradice. Por una razón m uy sencilla: lo que la iglesia dice con la p alabra predicada lo contradice con el sacram ento celebrado. De donde resulta que m ientras p o r un lado está intentando form ar la conciencia de la gente (m ediante la predicación y la instrucción religiosa), p o r otro lado está deform ando la experiencia religiosa de esa misma gente (m ediante la práctica religiosa establecida). En la vida son im portantes las palabras; pero son más im portantes los hechos. Si lo que se dice va por u n lado y lo que se experimenta va por

,·ϊ vy i El fracaso de la iglesia

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otro, la gente term ina por no tom ar en serio lo que se dice. A hora bien, esto es lo que desgraciadam ente está ocurriendo: por una parte, decimos y no nos cansam os de repetir que hay que vivir de acuerdo con el evangelio, pero, por otra parte y al mismo tiempo, adm itim os a la celebración sacram ental a quienes viven de espaldas al evangelio; por una parte, pronunciam os palabras com prom etidas con el mensaje de Jesús y adoptam os incluso posturas m uy com prom etidas con ese mensaje (en el mejor de los casos), pero, a renglón seguido de esas palabras, celebramos los sacram entos de m anera que ni tiene sentido hablar de un sacram ento com prom etido. Decididamente, lo que se evangeliza con la palab ra se desautoriza con el sacramento. D e donde resulta, en dem asiados casos, que la gente no tom a en serio lo que el clero dice en sus predicaciones. En tercer lugar, existe en todo este problem a una razón de orden sociológico que es de la m ayor im portancia. E sta razón se refiere al hecho de que en nuestra sociedad —p o r m ás que se empeñen en decir lo contrario los aficionados a la «secularización»— la gente sigue siendo religiosa, seguram ente m ás religiosa de lo que algunos se imaginan. Y la prueba está en el aprecio que tantas personas siguen haciendo de bodas, bautizos, entierros y procesiones. Por supuesto que todo eso tiene que ver m ucho con lo mágico. Pero el hecho está ahí. A hora bien, si el hecho religioso sigue jugando un papel tan im portante en la vida del pueblo, es evidente que ese hecho juega una carta decisiva en el proceso de la evangelización. Para bien o para mal. Pero la p u ra verdad es que ese hecho está ahí, desempeñando su papel decisivo. Pero, ¿qué pasa en la práctica y en la generalidad de los casos? Pues m uy sencillo: que a la religiosidad popular se le ha dejado crecer por sí sola, a merced del capricho popular y a merced tam bién de los intereses de los poderosos. N o se trata aquí, desde luego, de dar un juicio sobre el complejo problem a de lo que llamamos «religiosidad p opular»46. Se tra ta sólo de caer en la cuenta que la práctica religiosa ha quedado a merced del capricho popular, porque no se ha exigido en cada m om ento y en cada circunstancia que esa práctica sea coherente con el evangelio y responda a las dem andas de la predica­ ción de Jesús. P or o tra parte, la práctica religiosa ha quedado tam bién a merced de los intereses de los poderosos, porque los que detentan el 46. Cf. p ara una inform ación bibliográfica com pleta sobre este asunto, R. BrionesP. C astón, Repertorio bibliográfico para un estudio del tema de la religiosidad popular: Com m unio 10 (1977) 1-38; cf. tam bién el excelente informe Iglesia y religiosidad popular en América latina: Medellin 3 (1977) 269-297; sobre los docum entos del magisterio acerca de este punto, cf. M. A rias, La religión del pueblo. Documentos del magisterio: Medellin 3 (1977) 328-350.

)

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E l culto cristiano: mensaje y celebración

poder y el prestigio en la sociedad han com prendido muy bien que necesitan de la «religión establecida» com o principio de «legitima­ ción» ante el pueblo, pero con tal que sea una religión en la que la práctica religiosa no resulta exigente. A purando las cosas, se puede incluso decir que los poderosos están dispuestos a tolerar que en la sociedad haya.palabras eclesiásticas, m edianam ente exigentes; de la práctica religiosa no se soportaría semejante exigencia, porque enton­ ces sonaría la hora de la verdad y no habría más remedio que decantarse y definirse. Lo verdaderam ente lam entable es que la iglesia, siguiendo con una tradición de siglos de cristiandad, ha entrado en el juego; y se ha dedicado a publicar docum entos magisteriales y a predicar homilías y sermones más o m enos coherentes con el santo evangelio, pero ha dejado la práctica religiosa a merced de lo que ha ido saliendo. A lo sumo, se han negado los sacram entos a ciertos pecadores públicos en muy contados casos, por ejemplo se ha negado la com unión a un am ancebado o la sepultura eclesiástica a uno que se ahorcó, si es que eso no com prom etía dem asiado al párroco en cuestión. Pero no se ha sido consecuente y se h a llegado h asta el final en otros casos que de verdad ponían a la institución eclesiástica en aprietos, por ejemplo en los casos de enormes pecados en m ateria social y política. La consecuencia que se sigue de todo lo dicho es que la iglesia saldrá de sus fracasos actuales el día que esté dispuesta a organizarse com o conjunto de com unidades sanas, en las que se proclam a el mensaje de Jesús con audacia, se acoge en una verdadera experiencia de conversión y se celebra en unos sacram entos que son auténtica respuesta a las exigencias del evangelio. El día que la iglesia se decida a hacer eso — por más que eso suponga una auténtica revolución religiosa— la gente com prenderá que lo que se dice en la predicación va en serio y que con el evangelio no se juega. Lo cual, por lo demás, no sería optar por una iglesia de «puros» y «cátaros» (eterna tenta­ ción de neofariseísmo a la usanza del tiempo), sino que sería optar por u n a iglesia que busca la justicia, el am or y la libertad, por más que no alcance plenam ente esa justicia, ese am or y esa libertad mientras peregrina por este m undo. Hace poco, Casiano Floristán ha escrito acertadam ente lo que puede ser nuestra últim a conclusión: N o es fácil revelar la identidad del sacramento como tampoco es fácil descifrar la identidad cristiana. Lo que sí parece fuera de duda es que no es posible creer sin celebrar adecuadamente la fe, ni celebrar los sacramentos de la fe sin creer al mismo tiempo47. 47. C. F loristán, La evangelización, tarea deI cristiano, M adrid 1978, 109; cf. la bibliografía que presenta este autor en 109-110.

5

Rito, magia y sacramento

1.

El rito es lo que manda

Efectivamente, así es. En la iglesia católica se han organizado las cosas de tal m anera que, en la práctica religiosa establecida, lo que más se urge y se exige es la ejecución cabal y exacta de los rituales oficialmente establecidos y prescritos por la autoridad competente. Por supuesto, es frecuente que en la predicación eclesiástica se hagan exhortaciones a vivir cristianam ente. Pero cuando se tra ta de admi­ nistrar un sacram ento, lo que se exige y lo que preocupa es la exacta ejecución del rito. Este com portam iento eclesiástico tiene su razón de ser, ante todo, en la doctrina que, desde la edad media, vienen enseñando los teólogos acerca de lo que es un sacram ento. En efecto, según la enseñanza tradicional de la teología, lo verdaderam ente decisivo, cuando se tra ta de adm inistrar un sacram ento, es que ese sacramento sea válido, porque sólo i jtonces se puede aceptar como verdadero sacram ento y signo eficaz Be la g racia1. Por o tra parte, para que en el sacram ento se dé esa validez, se requiere la potestad debida y la debida intención en la persona que lo administra; y además se requiere tam bién que el sacram ento se adm inistre con la debida «materia» (que en la eucaristía, el pan sea verdadero pan; en el bautismo, el agua sea verdadera agua, etc.) y con la debida «forma» (que se digan exactam ente las palabras que hay que pronunciar para que el rito valga). «Si falta alguna de estas condiciones esenciales, el 1.

Cf. M, N icolau, Teología del signo sacramental, M adrid 1969, 223.

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^

Rito, magìa y sacramento

sacramento es inválido» 2. Es más, ha sido también doctrina tradicio­ nal entre los teólogos que la esencia del sacram ento consiste en la m ateria y la form a que lo constituyen com o tal sacram ento3. Es decir, el rito o gesto sacram ental y las palabras que acom pañan a ese rito son las partes intrínsecam ente constitutivas del signo sacram ental4. P or consiguiente, según esta doctrina tradicional en teología, hay verdadero sacram ento si el rito se ejecuta, en sus constitutivos esen­ ciales (m ateria y forma), exactam ente y como está determ inado por la autoridad eclesiástica competente. Y no hay sacram ento si el rito no se ejecuta con esa exactitud. Por eso, el Catecism o romano del concilio de Trento afirm a que esos son los constitutivos, que pertenecen a la naturaleza y a la sustancia de los sacram entos, y de los cuales cada sacram ento se com pone necesariam erite5. P or otra parte, el sacram ento, aparte de sus constitutivos esencia­ les (m ateria y forma), se debe adm inistrar según un determ inado ceremonial de ritos taxativam ente determ inados y detallados. Tales ritos son estrictam ente obligatorios, de tal m anera, que, según el concilio de Trento, no se pueden om itir ni se pueden cambiar; y si se om iten se comete un pecado6. A partir de este planteam iento, los m oralistas se han encargado de precisar y delim itar, hasta el último detalle, cuándo y cóm o se com etía pecado, si se om itía o se cam biaba alguna cerem onia del ritual. Por ejemplo, los autores han enseñado, durante m ucho tiempo, que en la celebración de la eucaristía, el sacerdote estaba obligado bajo pecado m ortal a echar una gota de agua en el cáliz antes de la consagración del vino; y no debían ser más de ocho o diez g o ta s 7. Tam bién se consideraba pecado m ortal el decir las palabras de la consagración en voz tan baja que el sacerdote no pudiera oírse a sí m ism o8 o el adm inistrar la com unión sin roquete y estola9. Es más, los m oralistas discutían si la mujer podía recibir la 2. Ibid., 224. 3. Cf. J. Puig de la Bellacasa, De sacramentis. Barcelona 1948, 14-20; Ch. Pesch, Compendium theologiac dogmaticae IV, Freiburg 1922, 3-12; J. A. de A ldam a, Theoria generalis sacramentorum, en Sacrae theologiae summa IV, M adrid 1956, 32-38. 4. «Res el verba sunt partes intrinsece constituentes signum sacramentale, sicut mate­ ria et form a»: J. A. de Aldam a, o. c., 37, que cita a Suárez, In 3, q. 60, disp. 2 s 1 s. 5. "Ilaec igiiur sunt partes, quae ad naturam et substantiam Sacramentorum pertinent, et ex quibus unumquodque Sacramenlum necessario constituitur». Cat. Rom. II, 17, ed. P. M artin H ernández, M adrid, 326. 6. «Si quis dixerit receptos et approbatos Ecclesiae catholicae ritus in sollemni sacra­ mentorum administra! ¡one ad/iiberi consuetos aut contemni, aut sine peccato a ministris pro libito om ini, aut in novos alios per quemcumque eccìesiarum pastorem mutari posse: ana!, sii»: Ses. VII, can. 13, DS 1613. 7. Cf. H. Noldin-A. Schmith, Summa theologiae moralis III, Barcelona 1945, 115. 8. Ibid., 224. 9. Cf. M. Zalba, Theologiae moralis summa III, M adrid 1958, 203.

E l rito es lo que manda

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com unión durante el tiem po de la m enstruación, pero ya M. Zalba, m uy poco antes del concilio V aticano II, pensaba que «parece» que eso ya no era o b lig ato rio 10. Los ejemplos en este sentido se podrían am ontonar indefinidamente. Pero no hace falta. Bastaría echar un vistazo a los m anuales de teología m oral que han estado en vigor h asta hace muy poco tiem po y que incluso aún son consultados por bastantes sacerdotes. H asta estos límites se ha llegado en la minuciosi­ dad del ritualism o que había que observar en la administración de los sacramentos. Evidentemente, al insistir de tal m anera en la minuciosa observan­ cia de los ritos sacramentales y al fijar tan escrupulosamente las condiciones p a ra la participación en ellos, los m oralistas actuaban movidos por consideraciones de diversa índole. Por ejemplo, no cabe d uda que al aconsejar a las mujeres que no se acercasen a la com unión eucaristica durante la m enstruación o tam bién cuando aconsejaban a los esposos que no comulgasen al día siguiente de haber tenido el c o ito 11, en eso los teólogos denotaban una concepción de la sexuali­ d ad que hoy nos parece, con toda razón, sencillamente inadmisible. Pero no cabe d uda que, adem ás de esas ideas extrañas acerca de la sexualidad, lo que había en el fondo de aquellas teologías era una m entalidad acentuadam ente mágica en la valoración e interpretación de los ritos eclesiásticos. Lo que interesaba, ante todo, era que el rito se observase con exactitud en todos sus detalles, procurando evitar todo lo que pudiese m ancillarlo. M ás adelante, estudiaremos el origen histórico y las raíces psicológicas de esta m anera de pensar. Por el m om ento, será interesante advertir dos cosas. En primer lugar, que esta m entalidad mágica no es asunto reciente en la iglesia; su historia es larga y, por lo demás, pintoresca, por ejemplo durante la edad m edia se llegó a pensar que quienes veían alzar la sagrada hostia, en ese día no perderían la vista o no se m orirían de repente; en las ciudades se dio el caso de que la gente corría de iglesia en iglesia para ver el m ayor núm ero de veces posible alzar la hostia, y los excomulga­ dos, que tenían prohibido ver la elevación, se dedicaron a hacer agujeros en los m uros de los templos, p ara no verse privados de los efectos maravillosos que producía la sola contemplación de ese r ito 12. La segunda advertencia que aquí interesa hacer —y esto es más 10. « Vacare iam videntur consilia abstinendi ab Eucharislia tempore menstruationis»: Ibid., 195. 11. Cf. M. Z alba, o. c.. 195. 12. Cf. J. A. Jungm ann, El sacrificio de la misa, M adrid 1953, 171; E. D um outet, Le désir de voir Phostie, Paris 1926, 67-69; P. Browe, Die Verehrung der Eucharistie im M ittelalter, M ünchen 1933,56-61; A. Franz, Die M esse im deutschen Mittelalter. Beiträge zur Geschichte der Liturgie und des religiösen Volkslebens, Freiburg 1902, 103.

R ito, magia y sacramento

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im portante— es que esta m entalidad m ágica no h a pasado, sino que p o r el contrario pervive en m uchas personas seguramente m ás de lo que nos im aginamos. Evidentemente, las manifestaciones externas de esa m entalidad varían con el paso del tiempo. Pero el hecho es que la m entalidad persiste. P or ejemplo, cuando se trata de celebrar la eucaristía, hay personas que concentran su m ayor atención e interés en la exacta observancia del ritual y por eso se angustian si el sacerdote omite una oración o u n a rúbrica, m ientras que parece no im portarles dem asiado si los asistentes a la misa no viven la experien­ cia de com unión y de am or que es fundam ental en ese sacram ento. Y no digamos nada de las devociones populares, por ejemplo cuando la gente piensa que debe pasar físicamente la m ano por la peana de una imagen m ilagrosa p ara conseguir el efecto saludable de su oración. Pero prescindiendo de estas auténticas extravagancias, el hecho es que, según la práctica establecida en la actualidad, los sacerdotes y los fieles siguen pensando que, cuando se tra ta de adm inistrar un sacra­ m ento, lo decisivo es asegurar la validez. Y el sacram ento es válido si se realiza ajustándose exactam ente al ritual, al menos en sus elemen­ tos esencialmente constitutivos, es decir, si se aplica la m ateria que hay que aplicar, y si se pronuncian las palabras que en ese m om ento se deben pronunciar. Dicho de otra m anera, lo que sigue im perando, en las celebraciones sacramentales de la iglesia, es el rito. Porque se tiene el convencim iento de que el rito, exactam ente practicado, com u­ nica por sí mismo la gracia salvadora.

2.

R ito y magia

U n rito es una acción sagrada a la que acom paña un mito. P or su parte, un mito, en su acepción m ás elemental, es la palabra sagrada que acom paña al ritual y lo explica13. Pero aquí se debe advertir que la conexión entre el rito y el m ito es tan fuerte que, en realidad, el mito es u n a parte del ritual y el ritual u n a parte del m ito 14. D e todas m aneras, y no obstante esta concatenación entre el rito y el mito, sabemos que históricam ente se ha dado la tendencia, en no pocas religiones, a dar m ayor relieve al rito, a costa de la im portancia de la significativi dad del m ito 15. En los ritos se dan dos características que son de suma im portan­ cia a la hora de intentar com prender su influencia en la vida religiosa 13. 14. 15.

Cf. G. W idengren, Fenomenología de la religión, 135. Cf. S. H. H ooke (ed.), The life giving m yth, London-N ew Y ork 1935, 276. G. Widengren, Fenomenologia de la religión, 189.

Rito y magia

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de la gente: 1) el conservadurism o del rito: el sentido de la acción sagrada puede cam biar, la acción en cam bio sigue siendo la m ism a16. D e ahí que un rito puede cam biar de una religión a otra sin cam biar de form a. Porque la form a o expresión ritual tiende a petrificarse hasta cristalizar en una acción fija, que no cambia, que siempre se repite y que siempre es la misma y, por consiguiente, se ejecuta de la misma m anera; 2) la estrecha relación que existe entre el rito y la magia: es verdad que, cuando se trata de u n a acción externa, resulta difícil decir con seguridad hasta qué punto la acción en cuanto tal tiene un contenido puram ente mágico o es m ás bien simbólicoilustrativ o 17. Pero, en todo caso, está fuera de duda que existe una conexión profunda entre los ritos y la experiencia mágica. Esto se advierte, sobre todo, en los ritos defensivos, los llamados ritos apotropeicos, con los cuales uno intenta ap artar de sí o rechazar un elemento o ser maligno o peligroso18. P ara com prender la conexión tan íntim a que existe entre el rito y la m agia, lo m ás ilustrativo será pensar por un m om ento en lo que constituye la esencia misma de la magia. H asta hace algunos años, se pensaba que la m agia era una especie de pseudociencia, una ciencia primitiva, propia de los pueblos y de las culturas más atrasadas. Esta interpretación de la magia, que ha sido am pliam ente defendida por J. G. Frazer, explica la esencia de la m agia como una serie de conclusio­ nes basadas en premi? ,s falsas. C uando el hom bre primitivo descubre por caminos em píricL/ que el sistema mágico no conduce necesaria­ m ente a los objetivos deseados, se ve forzado a adm itir la existencia de poderes superiores que regulan el acontecer y de los que el hom bre depende por completo. Entonces, pero sólo entonces, es cuando surge la religión, que es así posterior a la m a g ia ly. A ctualmente, las ideas de Frazer están prácticam ente superadas entre los especialistas en la materia. Porque se ha dem ostrado que lo característico de las acciones mágicas es sobre todo que están guiadas por el sentimiento, no por la deducción de premisas racionales. Como se ha dicho m uy bien, la acción m ágica representa una reacción sentimental, que es tan fuerte que el hom bre sometido a ella quiere hacer resaltar los límites de la acción que le vienen impuestos por el espacio y el tiem p o 211. Esto explica ei que incluso en personas de una 16. Ibid., 190. i 17. Ibid., 192. 18. Ibid., 195; F. Heiler, Erscheinungsformen und Wesen der Religion, Stuttgart 1961, 177-181. 19. Cf. G . W idengren,,o. c., 4-5; cf. J. G. Frazer, The golden bough 1, London 1955. 218 S. ; 20. G. W idengren, o. c., 5-6.

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R ito, magia y sacramento

cultura altam ente racionalizada se den sentimientos y experiencias de tipo estrictam ente mágico, como por ejemplo cuando se cree ciega­ mente en los efectos que pueden producir los hechizos y los conju­ ro s21. Y esto es así porque, según parece, el origen de la magia está en el hecho de que el hom bre im ita lo que desea profundam ente22. A hora bien, a partir de esta nueva com prensión de la magia, se deducen dos consecuencias: 1) que la religión no es un estadio posterior a la magia, sino que am bas subsisten conjuntam ente y, con frecuencia, se ven m ezcladas en la misma persona, hasta el punto que m uchas veces resulta extrem adam ente difícil el constatar si la actitud de una persona es m ágica o religiosa; 2) que religión y m agia subsisten una al lado de la o tra com o dos reacciones psíquicas diam etralm ente opuestas: en la religión el hom bre percibe su depen­ dencia del poder superior o sobrenatural, m ientras que en la m agia el hom bre piensa que él mismo es ese poder o que al m enos puede co n tro larlo 23. Por lo demás, esta segunda consecuencia no se opone en absoluto a la prim era, porque de sobra sabemos hasta qué punto el hom bre es capaz de alim entar en sí mismo experiencias contrapuestas, por ejemplo experiencias de dependencia y dom inación a un mismo tiempo. D e cuanto acabam os de decir se desprende una conclusión funda­ m ental, a saber: que existe una conexión muy profunda, no sólo entre la m agia y la religión, sino m ás concretam ente entre la magia y los ritos. Lo cual es perfectam ente comprensible. Por la sencilla razón de que la religión se expresa m ediante determ inados rituales; y, por otra parte, es característico de la m agia el hecho de que se lleva a la práctica m ediante ciertos ceremoniales o ritos. Pero esto necesita una explicación más detallada. 3.

L a estructura de la magia

El origen de la magia, ya lo hemos dicho, no radica en la razón, sino en el sentimiento. Pero, ¿de qué tipo de sentimiento se trata? El denom inador com ún en las acciones mágicas es el sentimiento de deseo: se desea obtener algo que no se tiene; o escapar a un peligro que am enaza. Pero com o el hom bre presiente que hay fuerzas supe­ riores que llegan a donde él no puede llegar m ediante las causas físicas 21. Cf. para todo este asunto, G. Widengren, Evolutionism and the problem o f the origin o f religion, E thnos 1945, 77 s; Religionens ursprung, Stockholm 1963, 31 s. 22. S. G. F . Brandon, Diccionario de religiones comparadas II, M adrid 1975, 959. 23. Cf. G. Widengren, Fenomenología de la religión, 6-7; R. H. Lowie, Primitive religion, London 1936, 147.

La estructura de la magia

147

naturales, por eso pone en práctica determ inados rituales a los que atribuye un efecto saludable. Aquí es im portante advertir que, cuando se trata de los com porta­ m ientos mágicos en relación con los com portam ientos religiosos, se puede dar, en la experiencia total del hom bre, una disociación muy profunda. P orque el origen de la m agia no está en la razón, sino en el sentimiento. Lo cual quiere decir que una persona puede pensar con su razón que practica tales ritos porque en ellos actúa la gracia de Dios que se com unica m ediante el rito ( ex opere operato) , m ientras que, al nivel del sentimiento, lo que de hecho funciona en esa persona es una determ inada experiencia mágica. En tal caso, la religión y la m agia se vienen a encontrar e incluso a confundir en la experiencia total del individuo. Es m ás, a veces puede ocurrir que el discurso racional de ese individuo no sea sino una form a de «ideología» que sirve para ocultar la auténtica experiencia mágica, que es la que determ ina los com portam ientos «religiosos» de la persona en cues­ tión. Pero entonces, ¿cómo y cuándo se puede decir que existe un com portam iento mágico propiam ente tal? Para responder a esta pregunta, lo decisivo es tener en cuenta la estrecha relación que existe entre los ritos y la magia. En efecto, com o se h a dicho muy bien, «los ritos y la magia están estrecham ente unidos, y en ello va implícito el principio del ex opere operato, es decir, que la eficacia de la acción depende de que se ejecute conform e al ritual prescrito, que frecuente­ mente exige la recitación de determ inadas fórm ulas»24. M ás adelante tendrem os ocasión de estudiar lo que teológicamente significa la expresión ex opere operato; y entonces veremos cómo esa fórmula, en su significación original, no da pie a u n a interpretación mágica. Pero, de m om ento, lo que nos interesa es com prender que hay m agia en un rito cuando a la cerem onia ritual se le atribuye una eficacia autom áti­ ca, en orden a conseguir el efecto hacia el que empuja el deseo25. Es decir, hay m agia en un determ inado com portam iento religioso cuan­ do el individuo está persuadido de que si ejecuta exactamente el rito y si recita al datalle las fórm ulas que deben acom pañar a ese rito, entonces y sólo entonces, se consigue autom áticam ente el efecto que se desea obtener. El com portam iento mágico está esencialmente determ inado por una experiencia clave, a saber: la experiencia del miedo y, a partir del i 24. S. G. F. Brandon, o. c., 959. 25. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 228-229; cf. tam bién G. Mensching, Die religion, Berlin 1959, 133-139; R. Allier, Magie et religion, Paris 1935; A. Bertholet, Das Wesen der Magie, Berlin 1927.

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Rito, magia y sacramento

miedo, el deseo de seguridad. Estas experiencias tienen su origen en los prim eros estadios de la evolución de la persona. En efecto, hoy se sabe que la vida del niño está m arcada por experiencias muy profun­ das de inseguridad, p o r ejemplo la inseguridad que vive el bebé cuando deja de ser am am antado p o r la madre. Y es im portante tener en cuenta que se tra ta de experiencias que m arcan muy hondam ente la vida psíquica de la persona. De ahí la tendencia, latente o manifies­ ta, a refugiarse, en no pocas ocasiones, en las norm as y ritos de una religión altam ente racionalizada, que libera de la angustia y del miedo radical en los m om entos críticos de la vida. En este caso, no se trata ya del miedo o la angustia elemental que experimenta el hom bre prim itivo ante la am enaza de las «potencias» que actúan en la naturaleza; se trata, m ás bien, del deseo de protegerse frente a la divinidad, p ara hacerla propicia y p ara escapar a los castigos de lo alto que pueden am enazar tanto en esta vida como en la o tra 26. Por lo que acabam os de indicar, se com prende que existe un profundo parentesco entre los rituales mágicos y las experiencias fundam entales de las que se ocupa el psicoanálisis. Freud habla a este respecto de lo que él llam a la «om nipotencia de las ideas»27. Se trata del proceso según el cual el hom bre atribuye una eficacia incuestiona­ ble a lo intensam ente pensado y representado afectivamente. En el fondo, el hom bre que vive este tipo de experiencia se halla muy próxim o al individuo más prim itivo, «que cree poder transform ar el m undo exterior sólo con sus ideas»28. Evidentemente, en todo este asunto, lo que en realidad se oculta es un proceso auténticam ente neurótico, ya que, com o advierte el mismo Freud, la «om nipoten­ cia de las ideas» no es sino una form a de neurosis obsesiva29. Está claro que esta form a de neurosis term ina por precipitar al sujeto h a­ cia form as de autoengaño, que consisten en que el sujeto vive como real lo que no es sino una proyección de sus propias ideas, de su im aginación y, en definitiva, de su narcisismo infantil. Es decir, el sujeto se llega a autoestim ar hasta tal punto que, no sólo se persuade de que sus ideas son om nipotentes, sino que incluso se concede la posibilidad de dom inar el m u n d o 30. Lo que está en juego, en estos casos, no es el valor del acto sacram ental o de la oración cristiana, sino la eficacia autom ática de un determ inado ritual. U na eficacia,

26. Cf. M . Oraison, El cristiano y la angustia, Bilbao 1974, 53-54; 3. L. Segundo, Teologia abierta para el laico adulto IV, Buenos Aires 1971, 42-45. 27. S. Freud, Totem v tabú, en Obras completas V, M adrid 1972, 1801-1804. 28. Ibid., 1802. i 29. Ibid. 30. Ibid., 1804.

La estructura de la magia

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por lo demás, que no es sino algo im aginariam ente pensado por el sujeto neurotizado. Por todo lo que acabam os de ver, se com prende perfectamente que, con frecuencia, las personas profundam ente religiosas se ven am enazadas de vivir este tipo de experiencias. P or eso, en casi todas las religiones, existen abundantes manifestaciones de ritos mágicos, que son verdaderam ente tales, por m ás que las ideas de los adeptos interpreten tales ritos com o medios eficaces de santificación expresa­ m ente instituidos por la divinidad. Por ejemplo, se sabe que la oración se convierte, a veces, en un conjuro. En el fondo, la diferencia entre estas dos cosas es muy clara: la oración es dirigirse a la divinidad en cuanto determ inante del destino; el conjuro es una fórm ula mágica en que el hom bre da expression a su propio deseo de ser él mismo señor del destin o 31. Y otro {^íto se puede decir de no pocas form as de celebración litúrgica, p ar ejemplo si una persona asiste a tal celebra­ ción im pulsada p ara ellb por el deseo de poner a la divinidad a su disposición m ediante la exacta ejecución del ritual establecido. En todos estos casos, siempre nos encontram os con la misma estructura fundamental: la experiencia del miedo se traduce en un deseo, intensa­ mente vivido, que se alia con el narcisismo de la persona neurotizada; entonces, la persona en cuestión proyecta su deseo en form a de com prensión engañosa que, a partir de la creencia en la om nipotencia de sus propias ideas, le hace estar convencida que así puede transfor­ mar la realidad m ediante la exacta ejecución del ritual. N o cabe duda de que entonces ese ritual es justam ente un acto mágico. Y todavía, una advertencia im portante: la magia, por su misma estructura fundam ental, no dice relación ni con el com portam iento ético de la persona, ni con las experiencias que deciden el destino de un hom bre, el sentido de la vida, o, en general, su existencia en la sociedad y en la convivencia hum ana. U n individuo, por ejemplo, puede tener un com portam iento reprobable o vivir arrastrado por experiencias de egoísmo o incluso de odio. N ad a de eso, al menos en principio, será im pedim ento p ara que el ritual cabalmente ejecutado produzca los efectos mágicos que se le atribuyen. Dicho de otra manera: es característico de la m agia el que las experiencias funda­ mentales que vive la persona no entran com o com ponentes o deter­ minantes de la eficacia que se le atribuye al ritual mágico. Esto es de­ cisivo p ara valorar hasta qué punto un creyente, por ejemplo, vive las celebraciones litúrgicas com o celebraciones propiam ente cristia­ nas o más bien com o rituales mágicos.

31.

G. Widengren, Fenomenología de la religión, 1.

150

4.

Rito, magia y sacramento J e sú s n o f u e un m a g o

Si ahora querem os poner en relación todo lo que acabam os de ver con lo que, de hecho, es la vida sacram ental cristiana, lo prim ero que hay que decir es que el nuevo testam ento rechaza por completo, no sólo la m agia propiam ente tal, sino sobre todo las desviaciones de la práctica religiosa que desem bocan en prácticas de carácter mágico. Em pezando por lo m ás elemental, en el libro de los Hechos de los apóstoles, se cuenta que en Sam aría había un tal Simón que practica­ ba la m agia y que tenía a la gente pasm ada por los hechos prodigiosos que realizaba (Hech 8, 9-11), de tal m anera que todos pensaban que en él actuaba la potencia de Dios (Hech 8, 10). Este individuo quiso obtener el poder de com unicar el Espíritu santo (Hech 8, 18-19). Evidentemente, este tal Simón se equivocó al querer com prar con dinero el poder sobre el Espíritu. Pero parece que su error era m ás profundo, ya que pensaba que se puede ejercer sobre el Espíritu un poder susceptible de ser transm itido por los que lo detentan. N o cabe duda que en eso se detectan los caracteres de una práctica mágica, a la que Simón por lo dem ás estaba h a b itu ad o 32. O tro episodio relacionado con la m agia es el de los exorcismos judíos de Efeso: aquellos individuos quisieron servirse del nom bre de Jesús p ara com unicar la gracia liberadora, pero su pretensión se vio frustrada y la fórm ula resultó ineficaz (19, 13-17). Sin lugar a dudas, en este suceso lo que estaba en juego era una práctica mágica, como consta por el dato de que los que practicaban la magia quem aron los libros que tenían acerca de tales prácticas (Hech 19, 19). Es más, parece que la alusión a Pablo en Act 19, 15 quiere sugerir la contrapo­ sición entre la verdadera iglesia, de u n a parte, y los círculos que se dedicaban a la puesta en práctica de rituales mágicos, por o tr a 33. Por lo demás, los fenómenos de hechicería (farm aceía) son obras de los bajos instintos (Gál 5,20), pertenecen a la m ala conducta de los hom bres (Ap 9, 21; 21, 8; 22, 15) o se consideran simplemente como abusos de la gran prostituta, Babilonia (Ap 18, 23). Igualmente, las prácticas de encantam iento ( bascainó) son tam bién reprobadas por Pablo (G ál 3, 1). En todos estos casos se ve que la iglesia prim itiva no quiso tener parte alguna, ni la m ás m ínim a relación, con las num erosas prácticas de carácter mágico que proliferaban en el m undo del paganismo del 32. la obra tam bién 33.

Cf. J. D upont, Les ministéres de Péglise naissante n el referente (que es la cosa). O sea, según el ejemplo anterior, el fqnem a «león» (significante) nos remite al con­ cepto de «león» (significado) y a través de ese significado nos remite al anim al «león» (referente). Por lo tanto, la relación entre el significante y el referente es siempre indirecta, puesto que está m ediatizada por el significado o concepto5. En últim a instancia, todo esto nos viene a decir que p ara que exista una determ inada «significación» es condi­ ción indispensable que se establezca una determ inada «relación», porque un sólo «térm ino-objeto» no com porta significación alguna. En la sem ántica estructural, se concibe com o «estructura» (en su acepción prim era y m ás elemental) la presencia de dos térm inos y la relación entre ellos6. T odo signo y toda significación, por lo tanto, se integran en una determ inada estructura. Lo cual quiere decir que para leer y descifrar un determ inado signo es absolutam ente indispensable situarlo en la estructura que lo constituye, lo genera y lo hace inteligible. U n signo fuera de su estructura no es signo de nada.

4.

¿Qué es un símbolo?

Según la term inología que aquí hemos adoptado, un signo es «toda cosa que nos lleva al conocim iento de otra» o, dicho con una fórm ula m ás técnica, la unión de u n significante y un significado. Según esta concepción del signo, éste hace referencia a un determ ina­ do cam po semántico, es decir, to d o signo es traducible en una fórm ula lingüística y se sitúa, por lo tanto, en el nivel del discurso lingüístico. Pero todos sabemos perfectam ente que en la vida hay experiencias hum anas que resultan extrem adam ente difíciles de expresar a nivel lingüístico y, a veces, se llega a hacer sencillamente imposible expresar adecuadam ente tales experiencias utilizando para ello palabras o frases. Por ejemplo, las experiencias que a veces se suscitan en las relaciones interpersonales, las experiencias que estudia el psicoanáli­ sis, las experiencias que desencadena lo estético (la poesía, el arte...) y tam bién, p o r supuesto, las experiencias que intenta analizar la histo5. Cf. para to d o este asunto, J. Lyons, Introducción en la lingüística teórica, Barcelo­ n a 31975, 417-418. ; 6. Cf. A. J. Greim as, Sémantique structurale, Paris 1966, 19.

172

Los símbolos de la fe

ria com parada de las religiones. Estas experiencias adentran sus raíces en el inconsciente, es decir se trata de experiencias que son vividas por la persona a un nivel que es previo a toda conceptualization. Por eso, tales experiencias son intraducibies e inexpresables a nivel del signo, puesto que, com o hemos dicho, el signo consiste en la unión de un significante y un significado; pero el significado es siempre un concep­ to. A h o ra bien, en la m edida en que todos tenemos y vivimos experiencias que son y perm anecen com o experiencias pre-conceptuales, en esa m ism a m edida los signos resultan inadecuados e insuficien­ tes precisam ente p ara cum plir su función de signos que signifiquen o m ejor refieran lo que se tra ta de expresar. C. G. Jung ha form ulado este planteam iento con toda claridad: Como hay innumerables cosas más allá del alcance del entendimiento humano, usamos constantemente términos simbólicos para representar conceptos que no podemos definir o comprender del todo. Esta es una de las razones por las cuales todas las religiones emplean lenguaje simbólico o imágenes λ

Por lo que acabam os de indicar, se puede decir que el símbolo, en su acepción m ás elemental, es la expresión de una experiencia. Este concepto de símbolo es, p o r supuesto, m uy insuficiente. Pero nos sirve, p o r lo pronto, com o u n a prim era aproxim ación al sentido que tiene el sím bolo y a la función que desem peña en el complejo m undo de la com unicación hum ana. Y es u n a prim era aproxim ación entera­ m ente válida porque en to d a experiencia hum ana hay una parte que pertenece al ám bito de lo no-tem atizado ni quizás tematizable, es decir, algo que vivimos, pero que resulta estrictam ente inefable. A h o ra bien, si tom am os m uy en cuenta lo que acabam os de indicar, se com prende sin dificultad que es característico del símbolo el poner en relación dos dimensiones, dos niveles, dos universos del discurso, uno de orden lingüístico y el o tro de orden no lingüístico. El carácter lingüístico del sím bolo es evidente, puesto que es posible elaborar una teoría que da cuenta de su estructura y, por tanto, de su sentido o de su significación. Pero, al m ism o tiem po, la dimensión no lingüística del símbolo resulta tam bién evidente, puesto que en el psicoanálisis, en las relaciones hum anas, en el complejo m undo de lo estético y en la historia com parada de las religiones se advierte la presencia de experiencias fundam entales que no son traducibles al 7. C. G. Jung, Acercamiento al inconsciente, en la obra dirigida por el mismo Jung, El hombre y sus símbolos, M adrid 1974, 21; un buen estudio del pensam iento de Jung sobre este punto, en J. Jacobi, Komplex, Archetypus, Sym bol in der Psychologie C. G. Jungs, Z ürich-S tuttgart 1957.

¿Qué es un simbolo?

173

nivel consciente de lo que puede ser form ulado adecuadam ente m e­ diante el discurso8, es decir, m ediante el utillaje que nos proporciona el lenguaje o, en general, la semántica. D ando un paso más, podem os avanzar en nuestra descripción de lo que es el sím bolo diciendo que su función propia consiste en: 1) asum ir las experiencias m ás fundam entales o más profundas de la existencia hum ana; 2) traducir y disciplinar tales experiencias al nivel de la conciencia; 3) expresar o com unicar tales experiencias. P or ejemplo, cuando en el lenguaje am oroso u na persona le dice a o tra que es un cielo o cuando simplemente le dirige una m irada especialmente profunda, ahí se da un elemento de experiencia que no se puede com unicar m ediante un a doctrina o una teoría y que sólo se puede expresar m ediante la m irada o utilizando la expresión simbóli­ ca de lo que suponem os es el cielo. En este caso, la m irada o la expresión simbólica del cielo (enm arcada en un contexto vital deter­ m inado) tienen la triple función de asum ir la experiencia m ás honda que vive la persona, traducir y disciplinar esa experiencia al nivel de lo consciente y, por últim o, expresar o com unicar tal experiencia. Te­ niendo en cuenta que este tipo de experiencias no pueden ser ni asum idas, ni com unicadas, de o tra m anera. P or eso, el mensaje que emite u n a m irada es indeciblemente m ás total y más expresivo que todo un discurso sobre el am or, por más que tal discurso sea una verdadera pieza o ratoria o un alarde de erudición y penetración filosófica. Aquí es im portante recordar que un buen discurso sobre el am or com unica, sin d uda alguna, m ás ideas acerca de ese asunto que un a m irada. Pero es casi seguro que las ideas m ás brillantes y más exactas sobre el am or no tienen la capacidad de hacer que quien escucha el discurso tenga la experiencia de sentirse querido, m ientras que la m irada suscita fácilmente tal experiencia. Evidentemente, esto quiere decir que la m irada no se sitúa al nivel del signo o del conjunto de signos que com ponen el discurso; la m irada es un símbolo, que se sitúa a un doble nivel: el nivel de lo lingüístico, puesto que puede ser analizada m ediante el instrum ental que nos ofrece el lenguaje; y al nivel de lo no lingüístico, puesto que se tra ta de una experiencia que adentra sus raíces en lo pre-conceptual y atemático, es decir, en aquello que escapa a las posibilidades del discurso lingüístico y que sólopuede ser asum ido y expresado m ediante el símbolo que asume la experiencia. i

8. Cf. P. Ricoeur, Par oí jet symbole, en la obra editada por J. E. M enard, L e symbole, S trasbourg 1975, 141!

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5.

Los símbolos de la fe S ím b o lo y m e tá fo r a

P ara com prender m ás de cerca lo que es el símbolo, interesa diferenciarlo de la m etàfora. P or dos razones que se com prenden fácilmente. En prim er lugar, porque en el uso diario que hacemos de no pocos símbolos, éstos pueden confundirse fácilmente con las figuras lingüísticas que denom inam os «m etáforas», hasta el punto de que m uchas veces no se sabrá a ciencia cierta si lo que im a persona está utilizando es un sím bolo o una m etáfora. En segundo lugar, porque la m etáfora es la figura lingüística que m ás se parece al símbolo, lo cual quiere decir que podem os llegar a captar m ejor el símbolo precisam ente a p artir de la m etáfo ra9. P or o tra parte, la m etáfora es una figura de orden lingüístico. Pero cuando se tra ta del símbolo, hemos dicho que se sitúa a dos niveles, uno de orden lingüístico y otro de orden no lingüístico, lo que viene a indicarnos que la m etáfora es el límite a partir del cual entram os en el cam po específico de lo simbólico. La m etáfora es el punto de sutura entre lo lingüístico y lo no lingüístico, entre el signo y el símbolo. Por consiguiente, es prácticam ente imposible com prender adecuadam ente lo que es un símbolo si antes no precisamos, hasta donde sea posible, lo que es una m etáfora. Lo cual, p p r o tra parte, representa una ventaja m etodológica de considerable im portancia. Porque se ha dicho m uchas veces que el sím bolo no'puede ser captado y com pren­ dido p o r el lenguaje conceptual; y se h a dicho tam bién que hay más en el sím bolo que en su equivalente a nivel conceptual. Este punto ha sido fuertem ente destacado por los enemigos del pensam iento con­ ceptual. P ara ellos es necesario escoger: o el símbolo o el concepto. A hora bien, la teoría de la m etáfora nos conduce a otro planteam ien­ to: no se tra ta de hacer la elección entre el símbolo y el concepto, sino de m ostrar la conexión que existe entre lo conceptual y lo no concep­ tual. Y no sólo eso, sino sobre todo se trata de ver los límites que implica lo puram ente conceptual, puesto que en la realidad de la vida existe de hecho «un exceso de sentido», que no puede ser ni captado ni expresado por el concepto. Pero teniendo en cuenta, al mismo tiempo, que sólo a partir del concepto se puede acceder a lo que en realidad representa ese «exceso de sentido»10. U n a vez que hemos hecho estas advertencias previas, venimos ya directam ente a lo que aquí nos interesa. ¿Qué es una metáfora? Y a en la P oética de Aristóteles se dice que la m etáfora es la transposición de un nom bre extraño (a llo tríos), es decir, que designa otra cosa o que 9. 10.

Cf. P. Ricoeur, o. c„ 143. Cf. sobre este planteam iento,

ibid., 151.

0 1

S ím b o lo y m e tá fo r a

175

pertenece a o tra c o sa 11. Esto quiere decir que, en la concepción clásica de la retórica, la m etáfora se refiere a la palabra y se localiza en la palabra, no en el d iscu rso 12. Y consiste en la desviación del sentido literal de la palabra. L a razón de esta desviación es la semejanza. Esta semejanza tiene com o función el fundar la sustitución del sentido literal de la palabra p o r un sentido figurado. De ahí que, en esta concepción clásica que venimos describiendo, la m etáfora no com­ p o rta ninguna innovación semántica, es decir, la m etáfora consiste lisa y llanam ente en la sustitución de una palabra por otra. De donde resulta que la m etáfora no sum inistra ninguna información sobre la realidad y, por consiguiente, su papel es meram ente decorativo en el conjunto del lenguaje y del discurso h u m an o s13. A hora bien, esta concepción de la m etáfora h a sido puesta en cuestión m odernam ente. A nte todo, por la obra fundam ental de I. A. R ichards y m ás tarde por los trabajos de M ax Black, M . Beardsley, C. M. Turbáyne y Ph. W heelw right14. Prescindiendo de una serie de cuestiones, que no es éste el lugar de analizar, el punto fundam ental en la nueva concepción de la m etáfora está en que ella no consiste en la simple sustitución de una palabra p o r otra, sino en la creación de un nuevo sentido a nivel de la frase entera. De ahí que la m etáfora supone una creación instantánea, u n a innovación semántica. A hora bien, este planteam iento com porta dos conclusiones importantes: 1) las verdaderas m etáforas son intraducibies; y son intraducibies p o r­ que crean un nuevo sentido en el discurso hum ano; 2) la m etáfora no es un mero adorno del lenguaje, sino que com porta una inform a­ ción nueva sobre la realidad de la que se h a b la 15. U na vez que hemos visto cuáles son los trazos esenciales de la m etáfora, pasam os a determ inar lo que el símbolo añade a ella; es decir, se trata de precisar qué es lo que hay en el símbolo que no se da en la m etáfora. A nte todo, es im portante advertir que en el símbolo hay algo que es com ún con la metáfora: se trata de la semejanza. T anto en la m etáfora com o en el símbolo existe una determ inada semejanza entre la frase en su sentido literal y la frase según el sentido nuevo que adquiere en virtud de la creación o la innovación semántica que, com o hemos dicho, caracteriza a la m etáfora. Pero en el símbolo 11. Cf. un excelente estudio-sobre este punto, en P. Ricoeur, La méiaphore vive. Paris 1975, 13-61. i 12. Ibid., 23. 13. Cf. P. Ricoeur, Parole et symbole 14. I. A. Richards, The philosophy oM $0& ric, Oxford 1936; M. Blacíl£} $dels and metaphors, Ithaca 1962; M. C, Beardsleygfassthetics bay ne, The m yth oj metaphor, Yale ¿962; Ph. w f t S ^ r i g m , ffietaphor arid reality, I: ha 1962. 15. Cf. P. Ricoeur, Parole et symboìjjk 147-148; Id., La mètaphore vi\4 -155,

C Λ R. A C ^

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Los símbolos de la fe

hay algo que no se d a en la m etáfora. ¿Qué es eso? Paul Ricoeur ha hablado acertadam ente de lo que él llam a «el m om ento no semántico del sím bolo»16, es decir, hay algo en el símbolo que no «pasa» en la m etáfora. Ese «algo» es la experiencia pre-conceptual en sus raíces más hondas. Tal experiencia se sitúa al nivel de las pulsaciones inconscientes, al nivel del «deseo», al nivel del bios y no del logos. Por eso, la m etáfora es una invención libre del discurso, m ientras que el símbolo implica una correspondencia que es, de hecho, vinculante. Es decir, en el sím bolo se d a u n a correspondencia que liga y vincula la expresión a nivel sem ántico y consciente con las experiencias funda­ m entales de la existencia. P or eso, las m etáforas se pueden inventar, los símbolos se enraízan en las experiencias vinculantes del cosmos. En consecuencia, se puede decir que la m etáfora se estructura a partir de la semejanza, m ientras que el símbolo se construye no sólo a partir de la semejanza, sino específicamente en virtud de la corresponden­ c ia 17.

6.

L as características del símbolo

Después de lo que hasta aquí hemos dicho acerca del símbolo y su relación con la m etáfora, podem os ya describir cuáles son las caracte­ rísticas que configuran al símbolo. Y así podrem os com prender en qué consiste la diferencia fundam ental entre el símbolo y el signo. 1. El sím bolo es, en su constitución más elemental, la expresión de una experiencia. Esto quiere decir que para que haya símbolo es absolutam ente necesario que haya experiencia hum ana. D onde no hay una experiencia hum ana, vivida desde la profundidad de lo inconsciente, no hay símbolo. N i puede haberlo. Porque entonces no hay nada que asumir, ni n ad a que com unicar. Precisamente en el m undo de la com unicación hum ana hay símbolos — y no sólo signos y m etáforas— porque todos los hom bres vivimos experiencias funda­ mentales, que adentran sus raíces en el inconsciente; y que, precisa­ m ente p o r eso, no pueden ser asum idas y expresadas nada m ás que m ediante las expresiones de com unicación que llamamos símbolos. 2. L a experiencia, de la que se tra ta en el símbolo, com porta una dim ensión no racionalizable, no tem atizable a nivel de las estructuras puram ente racionales o lingüísticas. P o r eso, en el símbolo se da algo que no existe en el signo. Porque el signo, com o ya se dijo, consiste en la unión de un «significante» y un «significado»; pero el significado es 16. 17.

Parole et Symbole, 151. Ibid., 155.

Las características del símbolo

¡77

siempre u n «concepto». A hora bien, en el símbolo se da precisamente, com o constitutivo específico, un com ponente no-conceptualizable, puesto que la experiencia adentra sus raíces en el inconsciente de la persona. P or eso tam bién, en el sím bolo se da lo que hemos llam ado un «m om ento no semántico», en cuanto que en la comunicación simbólica se emite un mensaje que no es abarcable por ninguna fórm ula lingüística y, en general, p o r ningún signo, ni siquiera por la simple m etáfora. P or eso, una m irada expresa y comunica lo que no puede expresar ni com unicar el mejor discurso. P or eso tam bién, en el m undo de la sexualidad, el abrazo, el beso o la caricia com unican más que todo un tratad o sobre el asunto. Es m ás, sabemos perfectamente que la experiencia del am or no se puede com unicar, en profundidad, nada m ás que m ediante expresiones simbólicas. 3. El sím bolo tiene una potencia intrínseca. Y tiene tal potencia intrínseca porque, com o hem os dicho antes, se construye específica­ m ente en virtud de la correspondencia que se d a entre las pulsaciones inconscientes y su expresión externa, entre el bios y el logos, entre la experiencia pre-conceptual y su form ulación a nivel de la conciencia. Aquí radica la diferencia esencial entre el signo y el símbolo. Todo símbolo es signo, pero no a la inversa. Porque el signo es intercam bia­ ble a voluntad, m ientras que el símbolo es constitutivo de la existencia hum ana. Por ejemplo, la vida afectiva de cada persona se configura en virtud de los símbolos que vive cada cultura y m ediante los que expresa las experiencias fundam entales de la vida. Y por esta misma razón existe tam bién una diferencia esencial entre el símbolo y la m etáfora. Porque, com o se h a dicho, las m etáforas se pueden inven­ tar, m ientras que los símbolos se enraízan en las experiencias vincu­ lantes del cosmos. 4. El sím bolo n o significa en sentido propio, sino figurado. Esto quiere decir, que, cuando se tra ta de un símbolo, tanto el que lo pone como el que lo recibe, no se orientan hacia el símbolo mismo, sino hacia lo que se simboliza m ediante el símbolo, es decir, hacia la experiencia hum ana quei / t á en ju e g o y que se expresa m ediante el símbolo. Este punto es im portante en la práctica. Porque sabemos de sobra que, con frecuencia, los símbolos pueden degenerar en m eros rituales que se ponen rutinariam ente. En tal caso, tanto el emisor como el receptor se orientan exclusivamente hacia el gesto externo, pero no ya hacia la experiencia que, en principio, se trataría de expresar. Por ejemplo, es frecuente que algunos símbolos fundam en­ tales de comunicación hum ana, com o el beso o el abrazo, se lleguen a ritualizar y se queden en meros gestos convencionales, que no expre­ san ni am or, ni am istad. Si dos políticos se saludan ante las escaleri­ llas de un avión dándose un abrazo y un beso, eso no quiere decir que

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Los símbolos de la fe

entre ellos exista un afecto o am istad entrañables. El símbolo original h a sido utilizado p a ra o tra cosa. Y entonces, los dos personajes ejecutan correctam ente el gesto ritualizado, pero eso no les remite hacia la experiencia que el abrazo o el beso expresan en nuestra cultura. Entonces, el «símbolo» no sirve ya para expresar, sino para ocultar: detrás del abrazo y el beso se ocultan las intenciones reales de cada personaje, que bien pueden ser intenciones m arcadas p o r el más refinado interés a todos los niveles. 5. El símbolo puede ser contem plado. Esto quiere decir que algo, que es esencialmente invisible, puede ser ofrecido a la contem ­ plación en el símbolo. En otras palabras, el símbolo remite siempre e un «más allá» de sí mismo. P or eso, lo inefable, lo misterioso, lo que p o r sí m ismo es esencialmente invisible, puede ser ofrecido a la contem plación en el símbolo. Y sólo m ediante el símbolo. Porque se tra ta de realidades que nos rem iten a una totalidad de sentido en la experiencia hum ana. A hora bien, u n a experiencia de totalidad no puede ser abarcada, ni siquiera a nivel descriptivo, p o r ninguna fórm ula lingüística, por ningún signo convencional, por ninguna m etáfora. L a totalidad de sentido, que resulta inevitablemente inefa­ ble e invisible, se nos m uestra y se nos ofrece m ediante el gesto externo, el gesto simbólico, que nos remite «más allá» de sí mismo. E ntre el gesto externo y la totalidad de sentido existe u n a correspon­ dencia; y es esa correspondencia la que configura al símbolo, la que le confiere su fuerza interna, la que lo sitúa al nivel del bios y no simplemente en la línea m ás superficial del logos. 6. El símbolo presupone siempre un código socialmente adm iti­ do de comunicación. Es decir, la expresión externa y simbólica, que asume y com unica la experiencia profunda, tiene que estar socialmen­ te adm itida p o r la cultura en la que el símbolo se pone. Y tiene que estar adm itida culturalm ente com o expresión de tal experiencia. Por ejemplo, en nuestra cultura el am or se expresa besando y no se expresa haciendo profundas reverencias. Seguramente en otras cultu­ ras se h a expresado o se puede expresar de otras maneras. Pero, desde este punto de vista, resulta evidente que el hom bre no hace los símbolos, sino que son los símbolos los que configuran al hombre. P or lo demás, de m om ento prescindimos de la cuestión que consiste en determ inar si los símbolos son siempre culturales o si existen símbolos trans-culturales, es decir si todos los símbolos son producto de la cultura; o si existen símbolos arquetípicos y universales que estarían enraizados, no ya en u n a cultura determ inada, sino en la naturaleza misma. Sobre este asunto hablarem os enseguida. Pero, en todo caso, está fuera de duda que una cosa no es prim ero símbolo y luego, m ediante explicaciones, teorías y doctrinas se consigue que sea

Naturaleza y cultura

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aceptada socialmente; sino que, por el contrario, una cosa es símbolo porque es socialmente aceptada y vivida en una cultura como tal símbolo. En este sentido, ha escrito acertadam ente Paul Tillich: El acto que crea el símbolo es un acto social, incluso cuando el símbolo surge primero de un individuo. El individuo puede inventar signos para sus necesidades particulares, no puede fabricar símbolos; si una cósa se constituye en símbolo para él, es siempre en función de la comunidad, que puede a su vez reconocerse en ese símbolo. Esto se pone de manifiesto de manera particularmente explícita en los símbolos confe­ sionales que, ante todo, no son sino los signos por los que los miembros del grupo se reconocen unos a otros. La «simbólica» es la ciencia de los signos de reconocimiento de las confesiones, es la ciencia de las confe­ siones18.

7.

N aturaleza y cultura

Q ueda u n a cuestión por aclarar: ¿qué relación existe entre «lo natural» y «lo cultural» cuando se tra ta de los símbolos? Esta pregun­ ta es im portante. Porque, en definitiva, se trata de saber si todo símbolo es necesariam ente cultural o si se puede hablar de símbolos transculturales. Es decir, la cuestión está en saber si todos los símbo­ los son necesariam ente producto de la cultura; o si hay también símbolos que rebasan los límites de cada cultura, en cuyo caso tendríam os símbolos universales, que serían como símbolos arquetípicos o primordiales. C om o es sabido, C. G. Jung ha defendido insistentemente la existencia de símbolos universales a los que llam a arquetipos. Para ello se basa en el análisis de los sueños. Tales arquetipos se distinguen, según Jung, de los instintos. Su pensam iento en este sentido es claro: Aquí debo aclarar las relaciones entre los instintos y los arquetipos: lo que propiamente llamamos instintos son necesidades fisiológicas y son percibidos por los sentidos. Pero al mismo tiempo también se manifies­ tan en fantasías y con frecuencia revelan su presencia sólo por medio de imágenes simbólicas. Estas manifestaciones son las que yo llamo arque­ tipos. N o tienen origen conocido; y se producen en cualquier tiempo o en cualquier parte del mundo, aun cuando haya que rechazar la transmisión por descendencia directa o «fertilización cruzada» median­ te migración19. 18. P. Tillich, Das religiose Symbol, en Die Frage nach dem Unbedingten, en Gesam­ melte W erke V, S tuttgart 1964, 197-198; cf. del mismo autor, Wesen und Wandel des Glaubens, Berlin 1961, 53-60. U n estudio sobre el símbolo en Paul Tillich, en F. M anresa, E l concepto de símbolp en la teología de Paul Tillich, San C ugat 1977; para una presenta­ ción m ás elem ental, del tem a cf. C. J. Am bruster, El pensamiento de Paul Tillich, S antander 1968, 148-152. 19. C. G. Jung, Acercamiento al inconsciente, en El hombre y sus símbolos, 69.

180

Los símbolos de la fe

Desde otro punto de vista, la existencia de símbolos universales o arquetípicos ha sido defendida p o r determ inados especialistas en historia com parada de las religiones, como Mircea Eliade, o por algunos psicólogos, com o L. Beirnaert. Estos autores encuentran «una relación entre las representaciones dogmáticas, las simbolizacio­ nes de la religión cristiana y los arquetipos activados por símbolos n aturales»20. Según esta teoría, el simbolismo del agua sería un caso típico de sím bolo arquetípico vigente en todos los tiempos y en todas las culturas. P or eso, los sacram entos cristianos son, según estos autores, universalm ente válidos y sirven para todos los hom bres de todos los tiempos. Por la sencilla razón de que tienen su fundam ento en los arquetipos universales y transculturales que laten en el incons­ ciente colectivo de la hum anidad y que se manifiestan de m anera bastante uniform e en todos los hombres. Sin embargo, esta teoría está m uy lejos de ser universalmente aceptada hoy por todos los especialistas en la materia. Y la razón fundam ental por la que los autores no están de acuerdo con la teoría de Jung radica en que no sabemos, ni podem os saber, a ciencia cierta dónde finaliza el «instinto» y dónde comienza la «cultura». Por ejemplo, llorar o reír form an parte, de un m odo universal, del inven­ tario de la cultura infantil; besar parece ser una variante de mamar. Tam bién se puede decir que la cólera, el miedo, la vergüenza son descripciones de «emociones», que son reflejo psicológico de reaccio­ nes físicas que es probable que sean comunes a todas las especies. De ahí que, en circunstancias adecuadas, casi todas estas reacciones autom áticas pueden emplearse p ara transm itir mensajes reconocidos por la cultura; por ejemplo, según las convenciones de nuestra cultura occidental, llorar «significa» tristeza, reír «significa» alegría, el beso «significa» amor. Pero com o se ha dicho muy bien, estas asociaciones conscientes no son universales hum anos y, a veces, el significado como sím bolo/signo de una acción se puede separar completamente de la respuesta a la señal a la que se refiere21. El problem a no parece que pueda ser resuelto fácilmente. Porque, sea cual sea la teoría que se pueda tener sobre el símbolo, es un hecho que lo que distingue el com portam iento del homo sapiens del de los otros animales, está en que toda su actividad psíquica (salvo raras excepciones) es indirecta o reflexiva, es decir, que no tiene ni la inmediatez, ni la seguridad, ni la univocidad del instinto. Y la m arca anatómica-fisiológica de eso está en que un «tercer cerebro» asume, 20. L. Beirnaert, La dimension mythique dans le sacramentalisme chréiien: Eranos Jahrbuch 17 (1949) 276; cf. M. Eliade, Images et symboles, Paris 1952, 199-235. 21. E. Leach, Cultura y comunicación, 63.

Símbolo V realidad

181

en el homo sapiens, los dos cerebros histológicamente y fisiológica­ mente diferenciados: el del m am ífero (rinoencéfalo) y el del vertebra­ do (neoencéfalo) m ediante el cual la agresividad y la emotividad son interpretadas, es decir, «dobladas» a través de efectos reflexivos, representaciones, fantasías e ideas. De ahí que, como lo ha visto perfectam ente Ernst Cassirer, toda la actividad hum ana, todo el genio hum ano no es nada m ás que un conjunto de «formas simbólicas» diferenciadas22. Pero el problem a está en que no sabemos hasta dónde llega el instinto y dónde actúa ya la «interpelación» y el «doblaje» del instinto en formas simbólicas que necesariamente son asim iladas por el individuo en su entorno cultural, en su ambiente concreto, en sus form as de relación. Teniendo siempre muy en cuenta que el medio cultural actúa sobre el individuo desde el prim er mo­ m ento de su existencia. Lo cual nos obliga a pensar, según parece, que toda expresión simbólica, está necesariam ente m arcada por la cultu­ ra. Es decir, parece que se puede afirm ar con bastante seguridad que todo símbolo es cultural, o sea que no existen arquetipos simbólicos que sean universalm ente válidos p ara todas las culturas. Y, desde luego, lo que sí es absolutam ente cierto es que los especialistas en estas m aterias consideran la teoría de los «símbolos arquetípicos y universales» com o una simple teoría, una entre otras, pero que no es com o un hecho incuestionable. P or lo menos esta conclusión es indudablem ente seQ ra. 'i f

8.

Símbolo y realidad

Según el uso corriente y vulgar, la palab ra símbolo se aplica a una cosa que representa convencionalm ente a otra: la azucena es el símbolo de la pureza; el olivo es el sím bolo de la p az23. E sta utiliza­ ción de la palabra símbolo nos viene a decir que, en la m entalidad de m ucha gente, lo simbólico es lo que se contrapone a lo real. Porque evidentemente la azucena no es la pureza, sino su representación convencional, de la misma m anera que una ram a de olivo tam poco es la paz, sino aquello con lo que los hom bres representan convencional­ mente el hecho de vivir en paz. P or eso, en el lenguaje corriente, dar simbólicamente una cosa no es dar realm ente esa cosa, sino algo que de alguna m anera \ ά representa. Lógicamente, esta m anera de entender el símbolo representa una dificultad m uy seria para poder com prender lo que es un sacramento. 22. 23.

Cf. G. D urand ,-L'umvers du symbole: Rev. Se. Rél. 49 (1975) 12. Cf. M . M oliner, Diccionario del uso del español II, M adrid 1975, 1168.

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Los símbolos de la f e

Porque si decimos, p o r ejemplo, que la eucaristía es un sacram ento y, en consecuencia, afirm am os que es un símbolo, entonces parece que estam os defendiendo que en ella po se contiene realmente el cuerpo y la sangre de Cristo, puesto que lo simbólico es — según piensa m ucha gente— lo que se contrapone a lo real. A hora bien, p o r lo que hemos explicado acerca de la naturaleza del símbolo, se com prende perfectamente que esa dificultad no tiene razón de ser. P or la sencilla razón de que el símbolo, no sólo no se contrapone a lo real, sino que por el contrario es la expresión y la com unicación m ás profu n d a y m ás seria de las realidades m ás densas de la existencia hum ana. Por ejemplo, cuando decimos que una persona se entrega de verdad a otra, estam os afirm ando algo que es profundam ente real. Pero está claro que esa entrega no consiste en que una persona le da a otra sus m anos, sus pies o su cabeza. C uando decimos que una persona se entrega de verdad a otra, estamos afirm ando que le entrega su am or, que se com prom ete con ella, que vincula su destino al de la otra persona, porque hay una donación real y verdadera de las aspiraciones m ás profundas, que en am bas perso­ nas vienen a ju n tarse y coincidir en un único proyecto. A hora bien, ¿cómo se asumen, se expresan y se entregan esas realidades tan profundas? P ara eso n o hay m ás medio de com unicación que los símbolos, com o ya hem os explicado antes. Porque cuando se trata de realidades hum anas, lo m ás im portante y lo verdaderam ente específi­ co de tales realidades no es lo puram ente físico, lo m aterial y lo tangible, sino la.realidad que se asume y se com unica a nivel simbóli­ co y sólo a nivel simbólico. Decir entonces que eso no es real, sería lo mism o que afirm ar que el am or y el odio, la libertad y el sometimien­ to, el sentido de la vida y el sinsentido de la existencia son cosas puram ente im aginarias y ficticias. E n otras palabras, por ese camino caeríam os en el m ás craso m aterialism o y llegaríamos a negar lo que propiam ente constituye al hom bre en su realidad específica. Es más, a la vista de lo que acabam os de decir acerca del símbolo, se puede y se debe afirm ar que lo simbólico es esencialmente constitu­ tivo de la existencia hum ana. Y p or eso, se puede y se debe decir tam bién que los símbolos no pueden desaparecer, ni siquiera decaer en cualquier m om ento de la cultura o de la historia, por m ás que tal m om ento sea rabiosam ente «m aterialista», como a veces se dice con m ás atrevim iento y superficialidad que con un conocimiento real de la existencia hum ana tal com o de hecho es. P or eso resulta por lo menos ingenuo el afirm ar que hoy la gente h a perdido el sentido de lo simbólico, debido al im pacto de la sociedad tecnocràtica en la que vivimos. C uando se dicen esas cosas, lo único que se da a entender es que quien habla de esa m anera no sabe lo que está diciendo. Porque

Cuando los símbolos degeneran en ritos

183

hoy la gente necesita cariño, com o lo h a necesitado siempre; y si hoy la gente necesita expresar su sentido de la vida, como lo ha necesitado siempre, al igual que las demás experiencias fundam entales que cada uno vive, entonces está claro que los símbolos tienen y seguirán teniendo la pervivencia y la razón de ser que siempre tuvieron. Desde este pun to de vista, parece enteram ente acertado lo que recientemente h a escrito Leonardo Boff: N o creemos que el hombre moderno haya perdido el sentido de lo simbólico y de lo sacramental. También él es como otros de otras etapas culturales, y en consecuencia es también productor de símbolos expresivos de su interioridad y capaz de descifrar el sentido simbólico del mundo. Quizás se haya quedado ciego y sordo a un tipo de símbolos y ritos sacramentales que se han esclerotizado o vuelto anacrónicos. La culpa, en ese caso, es de los ritos y no del hombre moderno. No podemos ocultar el hecho de que, en el universo sacramental cristiano, se ha operado un proceso de momificación ritual. Los ritos actuales hablan poco de sí mismos y por sí mismos. Necesitan ser explicados. Y una señal que tiene que ser explicada no es señal. Lo que precisa la explicación no es la señal, sino el misterio contenido en la señal. A causa de esta momificación ritual, el hombre moderno, secularizado, sospecha del universo sacramental cristiano. Puede verse tentado a cortar toda relación con lo simbólico religioso. Pero al hacer eso no sólo corta con una riqueza importante de la religión; cierra simultánea­ mente las ventanas a su propia alma, porque lo simbólico y lo sacra­ mental constituyen dimensiones profundas de la realidad humana24.

9.

Cuando los sím bolos degeneran en ritos

En el texto que acabam os de leer se habla de símbolos y de ritos. Y se dice que en los sacram entos, tal como son practicados en la actualidad, se ha producido una «momificación ritual», es decir, el símbolo ha degenerado en u n a especie de «momia», algo m uerto y petrificado, que h a perdido su vitalidad y, por tanto, su fuerza expresiva. P o r eso, dice L eonardo Boff, el hom bre m oderno sospecha del universo sacram ental cristiano. Esto es verdad. Pero necesita algunas aclaraciones para ser com­ prendido adecuadam ente. Concretam ente nos interesa saber: 1) ¿qué es el rito?; 2) ¿por qué y cómo el símbolo degenera en rito? C uando se tra ta de saber con cierta precisión lo que es el rito, conviene tener presente lo que acertadam ente ha escrito G. Van der Leeuw: ¡ 24.

L. Boff, L os sacramentos de la vida, S antander 1977, 10-11.

Los símbolos de ¡a fe

184

El hombre que se comporta de acuerdo con lo sagrado y que lo perpetra, actúa oficialmente. N o sólo hace algo, sino que realiza lo que tenía que realizar, tá drómena. En cierta forma, se pone en pose. Maneja io sagrado. Repite los hechos del poder. Todo culto es repeti­ ción 25.

Estas palabras de Van der Leeuw nos ponen en la pista de lo que es un com portam iento ritual y, en ese sentido, nos abren el acceso a la com prensión de lo que es el rito. S.G .F. B randon en su Diccionario de religiones comparadas, des­ cribe así lo que es un rito: el térm ino griego que expresa la idea de «rito» es drómenon, «lo hecho». El rito tuvo probablem ente un origen mágico, y consistiría en im itar aquello que se deseaba obtener. Tal acción solemnemente ejecutada se suponía eficaz sobre la base del principio de ex opere operato, es decir por el hecho mismo de su realización. L a acción ritual iría acom pañada casi siempre de las palabras adecuadas, cuya finalidad sería a la vez invocar a una potencia superior y explicar el significado de la acción. El conservadu­ rismo innato del espíritu hum ano h a asegurado la exacta repetición de tales acciones, confiriéndoles la categoría de tradiciones sagra­ d a s26. Según esta descripción, el rito es una acción sagrada que se ejecuta con exactitud y con una cierta solemnidad. Tal acción va acom paña­ da de determ inadas palabras que, de alguna m anera, explican el significado de la acción. En esas palabras se contiene el m ito que acom paña al rito. Además, al rito se le atribuye una eficacia práctica­ mente autom ática, es decir, el rito produce su efecto por el hecho mismo de ser ejecutado con fidelidad. D os características fundam entales del rito son: en prim er lugar, que se trata de una acción socialmente estereoripada y sometida a una reglam entación fija27; en segundo lugar, que produce su efecto por el solo hecho de ser ejecutado con exactitud. Estas dos características constituyen las convicciones más arraigadas en la conciencia de las personas que se aferran a la práctica de rituales religiosos. Por eso, la práctica de los ritos ofrece seguridad al que los ejecuta. Primero, porque el rito es una acción fija y reglam entada; segundo, porque quien lo pone en práctica tiene el convencimiento de que produce autom áticam ente su efecto, es decir, el fruto que se pretende obtener m ediante la práctica ritual. Desde este punto de vista, el ritual 25. 26. 27.

G. van der Leeuw, Fenomenología deila religión, México 1964, 329. S. G. F. B randon, Diccionario de religiones comparadas II, M adrid 1975, 1241. Cf. W. E. M ünlm ann, Ritus, en RGV, 1127-1128.

Cuando los símbolos degeneran en ritos

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com porta una cierta mecanización de la-religión y asegura a las personas «practicantes» una sensación de tranquilidad, que les libera de las exigencias inherentes al com prom iso de la vida entera. A hora bien, a la vista de estas dos características fundamentales del rito, se com prende fácilmente por qué, con relativa frecuencia, los símbolos pueden degenerar en meros ritos. El símbolo, tal como ha sido descrito antes, es la expresión de u n a experiencia. En él, el signo externo tiene la función de asum ir la experiencia m ás honda de la persona y expresarla. Lo cual quiere decir obviamente que hay símbolo en la m edida en que hay experiencia. El gesto externo por sí solo, es decir vaciado de experiencia, no es símbolo de nada. De donde resulta lógicamente que, a veces, pueden existir gestos externos de carácter simbólico, pero que no corresponden a ninguna experien­ cia interna de la perso' a. En ese caso, el gesto externo por sí solo es un mero ritual, si se ejeLita de acuerdo con una cierta reglamentación (im puesta o convencinalmente adm itida) y si además se atribuye un efecto m ás o m enos autom ático al gesto fielmente realizado. En ese caso, el símbolo ha degenerado en rito; se ha producido la «momifica­ ción ritual» de lo simbólico. Por otra parte, es perfectam ente comprensible que esto suceda con frecuencia. Porque todos sabemos que hay experiencias muy funda­ m entales en la persona que com portan un riesgo y que por eso exigen una audacia considerable cuando se tra ta de asumir y expresar tales experiencias. Por ejemplo, la experiencia del amor, que es sin duda la experiencia m ás gratificante, es tam bién la experiencia m ás arriesga­ da, porque exige entrega y fidelidad, liberación del propio interés, aceptación incondicional de la libertad del otro y, en definitiva, desencadena unos dinam ism os que nadie sabe hasta dónde le pueden llevar. A hora bien, to d o esto quiere decir que la experiencia del am or pone en serio peligro el instinto de seguridad y m ás aún el instinto que tiene to d a persona a replegarse sobre sí misma. El miedo a la libertad, por una parte, y el deseo de seguridad, por otra, pueden hacer que la persona ejecute cabalm ente ciertos gestos de carácter ritual que no corresponden a la verdadera experiencia que se trataría de expresar. La ausencia de am or puede quedar enm ascarada bajo las apariencias de un ritual perfectam ente ejecutado. Y entonces, el ritual no sirve ya para expresar, sino p ara ocultar la verdadera experiencia que vive el individuo: no se expresa el amor, sino que se oculta el miedo a la libertad. C uando se tra ta de símbolos estrictam ente religiosos, el peligro de «momificación ritual» es m ás frecuente y m ás intenso. Porque lo que entonces está enju ego es la relación con el trascendente. Y por eso, se trata en ese caso de Ja experiencia m ás decisiva, la experiencia de

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L os símbolos de la f e

totalidad m ás englobante y, sobre todo, la experiencia que exige la m ayor entrega y el m ayor abandono de sí mismo. A hora bien, ante sem ejante experiencia el hom bre puede adoptar o bien la actitud de vaciarse ante lo trascendente o bien el intento de adueñarse de ese m ism o ser trascendente. En el primer caso, el hom bre se expresará por m edio de símbolos, que le rem iten a un «más allá» de sí mismo y de todo lo que no trasciende los límites del espíritu objetivo, es decir los límites de la existencia hum ana. En el segundo caso, por el contrario, el hom bre ejecutará determ inados ritos, que son el intento de objeti­ var al trascendente, es decir, el intento de convertir en un objeto de n uestra cultura al ser que está p o r encima de toda posible objetiva­ ción. En este caso se produce lo que Paul Ricoeur ha llam ado acertadam ente el proceso de «conversión diabólica», en virtud del cual el trascendente degenera en «cosa», en un objeto a nuestra disposición. N ace así la «ilusión» de lo religioso, la falsa conciencia, que es el origen de la metafisica y de la religión: la metafisica que hace de Dios un ente supremo y la religión que tra ta de lo sagrado como una nueva esfera de objetos e instituciones, de poderes que en lo sucesivo se inscribirán en el m undo de la inmanencia, del espíritu objetivo al lado de los objetos, las instituciones y poderes de la esfera económica, la esfera política y la esfera cultural. Y añade el mismo Ricoeur: Diremos que una cuarta esfera de objetos nace en el interior de la esfera humana del espíritu. Habrá en adelante objetos sagrados y no sólo signos de lo sagrado; objetos sagrados aparte del mundo de la cul­ tura2*.

D e esta m anera, los símbolos dejan de cum plir su función de «centinelas del horizonte», que nos llevan a un «más allá» de sí mismos, porque hacen posible el encuentro con el Dios vivo. Y al dejar de cumplir esta función, degeneran en rituales vacíos de expe­ riencia. L a «conversión diabólica» ha cum plido entonces su papel engañoso y destructor. L a religión es, en ese caso, «la reification y alienación de la fe»29. Todos sabemos por experiencia hasta qué punto es verdad lo que sum ariam ente acabam os de describir. Es, en efecto, demasiado fre­ cuente el caso de personas que son profundam ente «religiosas», pero cuyas experiencias reales y cuyos com portam ientos están muy lejos de las exigencias m ás elementales de la fe cristiana. Se trata de personas que se aferran ciegamente a la fiel observancia de los ritos religiosos 28.

P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, México 1970, 464.

29. Ibid.

Los símbolos de la f e

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hasta el últim o detalle; en eso encuentran seguridad, paz e incluso devoción. Pero resulta chocante que, con relativa frecuencia, tales personas denotan u n a cierta autosuficiencia, una cierta dificultad cuando se tra ta de arriesgarse p ara am ar incondicionalmente, una insensibilidad ante los problem as sociales, y, en definitiva, una mal disim ulada crispación cuando se ve cuestionada su tajante y ciega fidelidad a los ritos y norm as religiosas establecidas. En virtud de este complejo mecanismo, a veces se ha preferido perseguir, to rtu rar y m atar personas, antes que tolerar un atentado contra los rituales religiosos. Y p o r ese mismo mecanismo, los cristianos han sido m uchas veces m ás sensibles ante la profanación de un rito que ante el atropello de los débiles o ante el hecho brutal de la dom inación del hom bre por el hombre. P ara concluir este apartado, debemos hacer una advertencia que parece im portante: existe una diferencia estructural entre el símbolo y el rito. L a dinám ica inherente al símbolo brota de la vida, de la experiencia vivida. P or el contrario, la dinám ica propia del rito brota del gesto ritual mismo. P or eso, en el símbolo es fundam ental la experiencia que vive la persona, m ientras que en el rito lo fundam en­ tal es la ejecución de los gestos y la pronunciación cabal de las palabras que acom pañan a esos gestos. Desde este punto de vista, se puede afirm ar que la dinám ica estructurante del símbolo es de direc­ ción centrífuga, m ientras que la dinám ica estructurante del rito es de dirección centrípeta. En el símbolo es la vida lo que se expresa, en el rito es el gesto lo que causa casi autom áticam ente un determ inado efecto. Por eso, los ritos h an estado históricam ente asociados a la magia, com o prueba la historia com parada de las religiones. Y por eso tam bién, los símbolos están esencialmente vinculados a la vida, concretam ente a la correspondencia entre el signo externo y la expe­ riencia que vive la persona. M ás adelante veremos cóm o este planteam iento no significa nin­ gún atentado con tra la doctrina teológica según la cual los sacramen­ tos son actos, no sólo del hom bre, sino tam bién de Dios, acciones de Cristo salvador y liberador de los hom bres. El problem a está en saber si D ios actúa m ecánicam ente p o r medio de unos ritos o interviene en nuestra vida encarnando su acción liberadora en nuestras experien­ cias m ás hondas y m ás fundamentales. Pero de este asunto tratarem os en otro capítulo. ¡ 10.

L os sím bolos de la f e

La fe cristiana com porta esencialmente la entrega y la obediencia (Rom 16, 26; Rom 1,5; 2 C or 10, 5-6) «por la que el hom bre se confía

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Los símbolos de la fe

libre y totalm ente a D io s» 30. Esta obediencia consiste concretam ente en la entrega incondicional a Jesucristo. D e ahi la relación fundam en­ tal que en el nuevo testam ento se establece entre la fe y la persona de Jesú s31. Pero esta relación del creyente con Jesús tiene un sentido concreto: se tra ta de una decisión radical que orienta la vida entera y que asocia y vincula la p ro p ia existencia al destino que de hecho tuvo Jesús de N azaret. A partir de este sentido original, «la fe se realiza en su profundidad definitiva sólo m ediante una orientación total a él (Jesús), m ediante una vinculación de la propia vida a la de él, acometiendo la tarea de seguirle» 32. Por lo tanto, es hom bre de fe el que asume una vida y un destino que van en la línea de lo que fue la vida y el destino de Jesús. Esto quiere decir que la característica esencial del creyente no es el conven­ cim iento de unas verdades sobre Dios y sobre Cristo; ni tam poco la práctica de unos ritos religiosos. La característica esencial del creyen­ te es el seguimiento de Jesús, asum iendo la vida y el destino de Jesús, su postura ante los hom bres, ante las distintas situaciones que presen­ ta la vida y ante las instituciones que funcionan en la sociedad. Y sobre todo, asumiendo la postura de obediencia radical de Jesús a la voluntad del Padre de todos los hom bres, para realizar en el m undo el proyecto de Dios, el reinado de Dios, que es el reinado de la justicia, la igualdad, la fraternidad, la libertad y el amor. La fe, por consiguiente, com porta una experiencia fundam ental. La experiencia más fuerte y m ás decisiva que un hom bre puede tener en este m undo. L a experiencia del am or del hom bre y la experiencia del am or al hombre. La experiencia de la libertad y de la autorrealización. La esperiencia, en definitiva, que da sentido a toda la vida y que orienta la existencia para siempre. A hora bien, esto quiere decir que la fe se realiza en el com prom iso con Jesús, el Mesías, y con los hombres, sobre todo con los hom bres con los que se com prom etió Jesús, los pobres y los débiles, los despreciados y el desecho de la sociedad. Pero la fe no com porta sólo el com prom iso. Si la fe es esencialmente una experiencia, y si es la experiencia más fuerte de la vida, eso quiere decir que la fe se tiene que expresar tam bién simbólicamente, de acuerdo con lo que hemos dicho acerca del símbolo y su función en la vida hum ana. Creer, por lo tanto, es com prom eterse. Pero creer es tam bién y al mismo tiempo 30. Dei Verbum, 5: «qua hom o se totum libere D eo com mittit». 31. Cf. para una orientación bibliográfica sobre este asunto, que ha sido am pliamen­ te estudiado por la exegesis y por la teologia, J. A lfaro, Fides in terminologia biblica: G regorianum 42 (1961) 463-505. 32. W. Trilling, Christusgeheimnis-Glaubensgeheimnis, M ayence 1957, 50; citado por J. P fam m atter, La f e según la sagrada Escritura, en M ysterium Salutis Ì/1, 892.

E l bautismo, experiencia del Espíritu

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expresar sim bólicam ente lo que se vive. D e ahí que si la fe com porta una form a de vivir, com porta igualm ente unos símbolos, que expre­ san lo que el creyente vive. Por esto se com prende que las com unida­ des prim itivas expresaron ,su fe en la form a que tom aron de vivir. Pero la expresaron tam bién et ^sus form as de celebrar lo que creían. He aquí la razón de ser de loS sacram entos. Por eso, cabe decir con todo derecho que los sacrameritos son los símbolos de la fe. Pero con decir eso, no tocam os el verdadero problem a que aquí nos interesa. Porque ya hem os indicado antes cómo los sacram entos cristianos no fueron gestos inventados por los cristianos. Sabemos, en efecto, que el bautism o en cuanto rito de iniciación practicado por medio de agua se utilizaba desde antiguo en no pocas religiones Com o sabemos igualm ente que los ritos sacrificiales de com unión, utilizando concretam ente el pan y el vino, eran muy anteriores al cristianism o34. A h o ra bien, si tal era la situación en los orígenes de la iglesia, se plantea lógicamente la cuestión de saber si los sacramentos eran considerados com o ritos o com o símbolos. Es verdad que, al menos en principio, am bas cosas no son incom patibles, puesto que en un ritual religioso pueden practicarse determ inados símbolos, que sean vividos com o tales sím bolos p o r los participantes. Pero la verdadera cuestión que aquí debemos afro n tar es si los sacramentos fueron vividos e interpretados com o ritos o com o símbolos, es decir si lo esencial del sacram ento es el rito que produce un efecto o es el símbolo que expresa u n a experiencia. En el primer caso, lo esencial sería el rito y su efecto; en el segundo caso, lo esencial sería la experiencia que viven los que celebran el sacramento. ¿Qué nos dicen sobre esta cuestión los textos sacramentales del nuevo testamento?

11.

E l bautismo, experiencia del Espíritu

Según los relatos del nuevo testam ento, lo primero y lo más elemental que caracteriza al bautism o cristiano es que, a diferencia del bautism o de Juan, es un bautism o no sólo de agua sino de Espíritu (M t 3, 11; M e 1, 8; Le 3, 16; Jn 1, 33; Hech 1, 5; 11, 16; 19, 3-5). La relación entre el bautism o cristiano y la presencia del Espírtu queda adem ás atestiguada en H ech 10, 47; 11, 15-17; 1 Cor 12, 13; Jn 3, 5. T odo esto quiere decir que es característica esencial y específica del bautism o cristiano la presencia del Espíritu en el bautizado. 33. Cf. p ara una inform ación bien docum entada sobre los ritos de iniciación, la obra editada p o r C. J. Bleeker, Initiation, en Studies in the history o f religions X, Leiden 1965. 34. Cf. J. Pedersen, Israel IÌ1-1V, Copenhague 1934, 254-259; citado por G. Widen­ gren, Fenomenologia de !a religion, 279.

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Los símbolos de la fe

A hora bien, está fuera de duda que, según el nuevo testam ento, el Espíritu fue p ara la com unidad primitiva, antes que un objeto de enseñanza, un d ato de experiencia. H asta el punto de que tal experien­ cia es lo que explica la diferencia y la unidad, al mismo tiempo, de las diversas fórm ulas que utilizan los autores del nuevo testam ento para hablar del Espíritu. Esta experiencia es presentada por los diversos autores del nuevo testam ento de diferentes m aneras y con diferentes fórmulas. Así, el Espíritu equivale a la experiencia del que habla, no p o r propia iniciativa, sino p o r efecto de la acción de Dios (M e 13,11; M t 10, 20; Le 12, 12). El Espíritu es tam bién la experiencia de una fuerza que im pulsa y lleva a los hom bres (Le 2,27; 4,1.14; Hech 13,4; 16, 6.7; 20, 23); es una experiencia de gozo y alegría (Le 10, 21; Hech 9, 31; 13, 52; Rom 14, 17; 1 Tes 1, 6), u n a experiencia de am or (Rom 5, 5; 15, 30; 2 C or 13,13) y de libertad (2 C or 3,17). Pero, sobre todo, es im portante observar que se tra ta de una experiencia que se presenta com o una fuerza ( dúnamis) que invade al hom bre, se apodera de él y le impulsa en la vida. En este sentido, la conexión entre pneuma (espíritu) y dúnamis (fuerza) es sorprendente en los escritos del nuevo testam ento (Le 1,17; 4,14.36; Hech 10, 38; Rom 15, 13.19; 1 Cor 2,4; E f 8, 16; 2 Tim 1, 7). Se trata, además, de un impulso que llena en plenitud al hom bre, es decir, se trata de una experiencia abundante y fuerte. Este aspecto ha sido destacado por Lucas: el Espíritu llenó a todos el día de Pentecostés (Act 2, 4), com o lo había hecho con Jesús después del bautism o (Le 4, 1) y con Juan B autista desde el seno m aterno (Le 1, 15), con Isabel y Zacarías (Le 1, 41.67), con Pedro (Hech 4, 8), Pablo (Hech 9, 17; 13, 9), Esteban (Hech 6, 5; 7, 55), Bernabé (Hech 11, 24), los apóstoles (Hech 4, 31) y los discípulos de A ntioquía de Psidia (Hech 13, 5 2 )36. P or su parte, Pablo afirm a que el Espíritu de Dios se une a nuestro espíritu, para dar al hom bre la seguridad de que es hijo de D ios (R om 8, 16). A la vista de estos datos, se puede afirm ar con toda seguridad que los autores del nuevo testam ento no insisten tanto en la idea del Espíritu santo como persona, sino m ás bien en que el Espíritu es una fuerza, una experiencia que invade y penetra al creyente y actúa en é l37. Es más, sabemos que en la vida y en la historia de la iglesia prim itiva, la fe en el Espíritu no se refería prim ariam ente a la fe en la tercera persona de la trinidad, sino antes que eso a la fe en la presencia de la intervención de D ios en la com unidad creyente38. Es decir, 35. Cf. E. Schweizer, en T W N T VI, 397. 36. Cf. J. D upont, Etudes sur les Actes des apdtres, Paris 1967, 488. 37. Cf. I. H erm ann, K yriosund Pneuma, en Studien z. Alten und Neuen Testament II, M ünchen 1961, 13. 38. Cf. S. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salam anca 41979, 291-297.

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cuando el cristianism o primitivo nos habla del Espíritu, en realidad de lo que nos habla, antes que nada, es de una experiencia fundam ental y decisiva: la experiencia de la intervención salvadora y liberadora de Dios p o r m edio de C risto en la historia hum ana. Tenemos, p o r consiguiente, que: hablar del Espíritu es hablar, ante todo y sobre todo, de una experiencia característica de fe. A hora bien, si lo que caracteriza al bautism o cristiano es la donación y la presencia del Espíritu, com o hem os visto al comienzo de este ap arta­ do, entonces se puede y se debe decir que lo específico del bautismo cristiano es una experiencia: la experiencia del Espíritu, con lo que supone de fuerza, de alegría, de am or y de libertad, según hemos podido com probar en los textos del nuevo testam ento que antes se han aducido. Pero hay algo m ás im portante en todo este asunto. Y a hemos citado antes los pasajes del nuevo testam ento en los que se contrapo­ ne el bautism o cristiano al bautism o de Juan. En esos pasajes se dice claram ente que la diferencia esencial entre am bos bautism os está en que el bautism o de Juan era un bautism o de agua, m ientras que el bautism o cristiano es un bautism o en Espíritu. Esto quiere decir obviam ente que lo propio y peculiar del bautism o cristiano no es el rito, sino la experiencia. Si por otra p arte recordam os que jam ás en el nuevo testam ento se explica el rito bautism al, jam ás se dice cómo se realizaba, jam ás se h abla de las oraciones o palabras que lo acom pa­ ñ a b a n 39, entonces se confirm a plenam ente el hecho de que para la iglesia prim itiva lo esencial y determ inante del bautism o cristiano no era el ritual, sino la experiencia que vivían los creyentes. E sta últim a conclusión se pone de m anifiesto singularmente en el libro de los Hechos de los apóstoles. En efecto, según Hech 1, 5 y 11, 16, el bautism o cristiano y la experiencia del Espíritu son dos realida­ des vinculadas la u n a a la otra. Esto aparece expresamente destacado en el pasaje de Hech 1, 5, ya que las palabras «dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu santo», aluden inequívocamente al acontecimiento de Pentecostés. Pero lo sorprendente es que en ese acontecimiento los discípulos recibieron el Espíritu sin que allí media­ ra rito alguno bautism al (Act 2, 1-4). Y, lo que es más curioso, según Hech 10, 44, el Espíritu descendió sobre Cornelio y los de su casa antes de recibir el bautism o, es decir, prim ero se produce la experien­ cia del Espíritu; y sólo después de eso es cuando se adm inistra el rito bautismal. De tal m anera que precisamente porque primero se ha dado la experiencia del Espíritu, por eso Pedro se atreve a adm inistrar el rito a los primeros p a f anos que entran en la iglesia. Las palabras de 39.

De este asunto ya h e lio s hablado en el cap. 5. í

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i

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L os símbolos de la f e

Pedro son elocuentes en este sentido: «¿Se puede negar el agua del bautism o a éstos, que h an recibido el Espíritu igual que nosotros?» (Hech 10, 47). Y es interesante notar que cuando Pedro repite este m ism o argum ento al inform ar a la com unidad de Jerusalén, en vez de la expresión koiüsai to íidor (prohibir el agua) (Hech 10, 47), utiliza la expresión kolusai ton zeón (prohibir a Dios) (Hech 11, 17). Lo cual confirm a, una vez más, que p a ra el autor del libro de los Hechos, lo esencial y determ inante del bautism o cristiano no es el rito del agua, sino la experiencia que vive el creyente40. Esta experiencia, por lo demás, no es u n a experiencia intim ista de devoción y afecto, com o una especie de sentimiento que repliega al sujeto sobre sí mismo. T odo lo contrario: el Espíritu es una fuerza que em puja a los creyentes a dar testim onio de Jesús hasta los confines del m undo (Hech 1, 8), una fuerza que impulsa a la com unidad cristiana para que anuncie con audacia y libertad (parresía ) el mensaje de Dios (Hech 4, 31).

12.

El bautismo, experiencia de la muerte

El verbo griego baptiszénai traduce al verbo aram eo tebal, que es activo intransitivo, y que no significa «ser bautizado», sino «tom ar un baño de inm ersión» o «sum ergirse»41. Esto quiere decir que el símbo­ lo bautism al del agua fue utilizado por la iglesia primitiva en el sentido de am enaza contra la vida. Las aguas son, por supuesto, fuente de vida; pero son tam bién agentes de m uerte y de destrucción. Y sabem os por la historia com parada de las religiones que el simbolis­ m o de la m uerte es quizás el más destacado cuando se trata de símbolos acuáticos42. P or otra parte, en el antiguo testam ento apare­ cen las aguas com o agentes de m uerte precisamente en momentos especialmente significativos de la historia salvifica, concretam ente en el diluvio y en el paso de los israelitas p o r el M ar Rojo. A hora bien, estos dos acontecimientos son utilizados por los autores del nuevo testam ento para explicar la significación del bautism o cristiano: el diluvio en 1 Pe 3, 20-21; el paso del M ar R ojo en 1 C or 10, 2. L a relación entre el bautism o y la m uerte era un tema familiar en las prim eras com unidades cristianas. En la C arta a los rom anos, 40. Cf. E. Schweizer, en T W N T VI, 411. 41. Cf. J. Wellhausen, Das Evangelium Marci, Berlin 21909, 4; H. Sahlin, Studien zum dritten Kapitel des Lukasevangeliums, U psala 1949, 130-133; citados po r J. Jeremias, Teología del nuevo testamento I, 69. 42. Cf. M . Eliade, Images et symboles, Paris 1952, 199-211; J. E. Cirlot, Diccionario de símbolos, Barcelona 1978, 54-55.

u E l bautismo, experiencia de la muerte

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Pablo pregunta com o sorprendido: «¿Habéis olvidado que a todos nosotros, al bautizarnos vinculándonos al M esías Jesús, nos bautiza­ ron vinculándonos a su muerte?» (Rom 6, 3). H ay que tener en cuenta que cuando Pablo escribía estas palabras, él no conocía personalm en­ te a la com unidad de Rom a. Es decir, la relación entre el bautism o y la m uerte no es u n a idea específicamente de Pablo, sino que se supone com o algo conocido por una com unidad que él no había fundado. Por o tra parte, la pregunta no significa que se trata de algo que los lectores habían ignorado, sino lo que podrían haber olvidado; Pablo se lim ita a recordar a aquellos cristianos lo que ya sabían, lo mismo que hace en Rom 7, l 43. Adem ás la ecuación ser bautizado = ser crucificado había sido form ulada ya antes, concretam ente en 1 C or 1, 13: «¿Acaso lo crucificaron a Pablo por vosotros? o ¿es que os bautizaron p a ra vincularos a Pablo?». En este texto, las expresiones ser bautizado y ser crucificado son sinónimos, puesto que se utilizan en el mismo sentido. En Col 2, 11-13 se afirma, con más vigor si cabe, esta relación y hasta la identificación entre el bautism o y la m uerte, ya que en ese texto, la fórm ula ser bautizado equivale a ser sepultado. P or su parte, el auto r de la C arta a los hebreos viene a decir prácticam ente lo mismo, puesto que el bautism o no se puede repetir, porque Cristo no puede m orir nada más que una vez (Heb 6, 4). Pero, en realidad, ¿qué sentido tiene esta relación y esta identifica­ ción entre el bautism o cristiano y la muerte? ¿qué quiere decir eso y a qué se refiere en concreto? P ara responder a estas preguntas hay que recordar, ante todo, lo que fue la experiencia del bautismo para el mismo Jesús. Los evangelios relatan este episodio de la vida de Jesús dándole especial relevancia (M e 1,9-11; M t 3,13-17; Le 3,21-22; Jn 1, 32-34), ya que se inscribe dentro del ciclo de Juan Bautista y es como el centro de la actividad del precursor de Jesús. Por otra parte, la tradición prim itiva de la iglesia concedió a este hecho una im portan­ cia singular, com o lo prueban las abundantes referencias que se nos han conservado en ese sentido44. T odo esto nos viene a decir que las primeras com unidades cristianas vieron en el acontecimiento del bautism o que recibió Jesús un hecho especialmente significativo para la vida de cada com unidad. ¿En qué sentido?

43. Cf. F. J. L eenhardt, L ’epitre de saint Paul aux remains, Neuchätel 1957, 88. 44. Cf. p ara este punto, Lundberg, La typologie baptismale dans Γancienne église, Upsala 1942, 229-232; se pueden dar citas abundantes: Epifanio, Haer. 30, 13, 7-8; CGS 25,350-351; Justino, Dial. 8 8 ,3 ,8 ; Clemente Aiej., P aedag.l, 6,21; Jerónimo, Com. in Is, 11,2; cf. E. Klosterm ann, Apocrypha II, Berlin 1929, 6; A m brosio, Serm. 38, 2, PL 17, 679; Test. Levi 18, 6 s; Test. Juda 24, 2 s; cf. J. Jeremias, Teologia del nuevo testamento I, 67-68.

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K

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Los símbolos de la fe

Los evangelios sinópticos cuentan que cuando Jesús fue bautizado por Juan, descendió el Espíritu de D ios sobre Jesús y se escuchó una voz del cielo: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto» (M t 3, 17; M e 1,11; Le 3, 22). Estas palabras se refieren ciertamente a Is 42, 14S. A hora bien, en ese fam oso pasaje del profetas Isaías, Dios presenta a su siervo predilecto, que será el salvador y libertador del pueblo, porque va a im plantar el derecho en la tierra (Is 42, 4) y la justicia entre los hom bres (Is 42, 6), porque va a abrir los ojos de los ciegos y va a sacar a los cautivos de las cárceles y de la m azm orra a los que habitan las tinieblas (Is 42, 7). Se trata del nuevo éxodo, el nuevo camino de la liberación, que «apunta a u na realidad superior, supre­ ma, que será la liberación auténtica»46. El hecho de que Jesús recibiera el Espíritu en su bautism o y de que escuchara estas palabras significa que, en ese m om ento, él experimentó su vocación y tom ó conciencia de su destino. Pero, ¿en qué consistió de hecho este destino del siervo predilecto del Padre? En el llam ado cuarto cántico del siervo, el profeta Isaías II describe este destino como un itinerario de sufrim iento y de m uerte, p ara salvar y liberar al pueblo de todos sus pecados, m aldades y esclavitudes (Is 52, 13-53, 12). Y es de este destino del que tom ó conciencia Jesús con ocasión de su bautism o y a causa de la voz del cielo que le proclam aba com o ese siervo destinado a cum plir tal misión. Por consiguiente, Jesús recibió en su bautism o la misión que le encom endaba el Padre; él tom ó plena conciencia de esa misión. Y sabemos que tal misión no era o tra sino la entrega incondicional para salvar y liberar a los hombres. Y eso hasta la m uerte. El bautismo, por lo tan to , com portó p a ra Jesús u n a experiencia fundam ental y decisi­ va: la experiencia de una misión y un destino de com prom iso en favor del pueblo, h asta m orir po r él. P or eso se com prende que las dos veces que Jesús utilizó el verbo baptiszénai (M e 10, 38; Le 12, 50), fue para referirse a su propia m uerte. D e donde resulta que, según la experien­ cia del propio Jesús, ser bautizado significa ser crucificado, es decir, significa: sufrir y m orir por el pueblo. P or lo demás, aquí es de suma im portancia advertir que el texto de M e 10, 38 está situado a conti­ nuación del tercer anuncio de la pasión (M e 10, 32-34) y significa el rechazo tajante que hace Jesús ante las pretensiones de Santiago y Juan, que querían ocupar los prim eros puestos, instalándose así en el poder y la gloria sobre los demás (Me 10, 41-45). D e donde resulta 45. N o se trata, por tanto, de un a cita com puesta del Sal 2 ,7 y de Is 42,1, com o lo ha d em ostrado con claridad J, Jeremías, Teología del nuevo testamento I, 71-72; Id., Abba. Studien zur neutestamentlichen Theologie und Zeitgeschichte, G öttingen 1966, 192-198. 46. L. Alonso Schökel, en Nueva Biblia española, M adrid 1975, 841.

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que, según la enseñanza y la experiencia del propio Jesús, asumir el bautism o equivale a asum ir esta orientación fundam ental de la vida y este destino: el rechazo de todo lo que sea dominación, opresión y m ando sobre los demás; y en vez de eso, el servicio hasta la muerte. Por lo demás, esta vinculación entre el bautism o de Jesús y su m uerte no es exclusiva de los evangelios sinópticos. En la prim era carta de Juan se dice: «El que vino con agua y sangre fue él, Jesús el Mesías; no vino sólo con agua, sino con el agua y la sangre» (1 Jn 5, 6). Según la interpretación m ás probable, estas palabras enigmáticas se refieren al bautism o de Jesús y a su m uerte; y quieren decir que entre el bautism o y la m uerte existe una conexión fundam ental47. También desde este punto de vista, la experiencia de Jesús en su bautism o fue la experien­ cia de un destino hacia la muerte. Pero, sin duda alguna, el testim onio más claro de todo el nuevo testam ento acerca de la conexión que existe entre el bautism o cristia­ no y la m uerte es el texto de R om 6, 3-5: ¿Habéis olvidado que a todos nosotros, al bautizarnos vinculándonos al Mesías Jesús, nos bautizaron vinculándonos a su muerte? Luego aquella inmersión que nos vinculaba a su muerte nos sepultó con él, para que, así como Cristo fue resucitado de 1.a muerte por el poder del Padre, también nosotros empezáramos una vida nueva. Además, si hemos quedado incorporados a él por una muerte semejante a la suya, ciertamente también lo estaremos por una resurrección semejante.

Para com prender lo que Pablo quiere decir en este texto, hay que tener presente, antes que nada, que aquí no se trata de lo que podríam os llam ar una «mística cultual cristiana»48, es decir no se trata de que, en virtud del rito del bautism o, el bautizado queda místicamente identificado con Cristo, pero de m anera que en la práctica puede proceder a su capricho. Precisamente eso es lo que Pablo quiere evitar, p ara quitar la razón a los falsos cristianos que le acusaban de que su teolcyúa sobre la liberación de la ley, en realidad a lo que llevaba era al lib i linaje. Pablo rechaza esa acusación que, sin duda, algunos le echaban en cara (R om 2, 1-5; 3, 5-8)49. Y aquí, precisam ente p a ra dem ostrar lo falsa que era esa teoría, echa m ano de lo que era la praxis del bautism o en la com unidad, o mejor dicho, en las com unidades cristianas de aquel tiempo.

47. Cf. M. Kohler, L e coeur et les mains. Commentaire de la première epitre de Jean, Neuchätel 1962, 174-179. 48. Cf. E. K äsem ann, An die Römer, en Handbuch zum Neuen Testament, Tübingen 1973, 152. ' 1 49. Cf. A. Viard, Saint Pdul. Epitre aux remains, Paris 1975, 142.

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Los símbolos de la fe

El razonam iento de Pablo se basa en un hecho: el bautism o lleva consigo un cam bio tal en la persona que en realidad empieza a cam inar por la vida de una m anera com pletam ente nueva ( én kainóteli soés peripatésom en) (R om 6, 4). Aqui es im portante tener presente el uso que se hace en la Biblia del verbo peripatéo, en cuanto que sirve p ara expresar la vida ético-religiosa del h o m bre50, es decir, su com ­ portam iento m oral. En el lenguaje de Pablo es constante la utilización de este verbo en el sentido de conducta ética51, de tal m anera que no hay ni un solo caso en que no tenga este sentido. Por lo tanto, cuando P ablo habla aquí de lo que en realidad com porta el bautism o cristiano p ara el creyente, no se refiere a una determ inada m ística cultual sin incidencias en la vida, sino que quiere indicar la novedad de vida y de com portam iento que brota del hecho bautismal. Evidentemente, esto quiere decir que el bautism o com porta una experiencia decisiva en la vida del creyente. Y es una experiencia decisiva porque precisam ente a partir del bautismo, en la vida de un cristiano ya no se puede h ablar más de pecado y de todo lo que el pecado lleva consigo (R om 6, 11.12.14). Es decir, se trata de ima experiencia tan fuerte y tan vinculante que cam bia radicalm ente la vida de una persona. Pero hay más. E sta experiencia tiene un sentido concreto o, si se quiere, una orientación determ inada. En Rom 6, 3 Pablo utiliza la expresión ebaptíszemen eis Xristòn lesoún. A hora bien, esta expresión es estrictam ente paralela con la que usa el mismo Pablo en 1 C or 10, 2: ebaptíszesan eis tòn Moiisén. La persona y la obra de Moisés pone de m anifiesto y explica lo que es la obra de Cristo. Los israelitas fueron bautizados al atravesar el M ar Rojo; y fueron bautizados vinculándose a M oisés, es decir, uniéndose a él. D e hecho, los que le siguieron, los que se fiaron de él y con él entraron en el agua, los que de esa m anera vincularon su suerte y su destino a Moisés, encontra­ ron la salvación y la liberación, precisam ente a través del agua. Lo mismo ocurre en el caso de los cristianos con respecto a Cristo: el simbolo del agua sella la unión de destino y de suerte con el Mesías Jesús. Al ser bautizado, el creyente expresa su vinculación a lo que fue la vida y el destino de Jesús: la muerte. Pero no para quedar en la destrucción que lleva consigo la m uerte, sino p a ra pasar de esa m anera a una vida com pletam ente n u ev a52. La misma idea se repite

50. Cf. G. Bertram , en T W N T V, 942. 51. Rom 8, 4; 13, 13; 14, 15; 1 C or 3, 3; 7, 17; 2 C or 4, 2; 5,7; 10,2. 3; 12, 18; G ál 5, 16; E f 2, 2.10; 4, 1.17; 5, 2.8.15; F lp 3 , 17.18; Col 1, 10; 2, 6; 3, 7; 4 ,5 ; 1 T e s 2 ,2 1 ;4 ,1.12; 2 Tes 3, 6.11. 52. Cf. F. J. Leenhardt, L'eptire de saint Paul aux remains, 89.

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en Col 2, 12: ser bautizado equivale a ser sepultado con Jesús, para resucitar con él. L a unidad de destino con el M esías llega hasta sus últimas consecuencias. En resumen: lo m ism o en el caso del bautism o que recibió Jesús que en el bautism o que recibe el cristiano, se tra ta de u n a misma experiencia fundam ental, la experiencia de un destino de muerte, que abre el acceso a una existencia nueva. Esa experiencia se asume y se expresa simbólicamente po r medio agua. El bautism o es, por tanto, el símbolo por m edio del cual el cristiano expresa la experiencia más fuerte y decisiva de su vida, la experiencia que cam bia su suerte y su destino; y que le hace aparecer ante los dem ás com o quien h a tom ado en serio que la vida y la m uerte de Jesús siguen teniendo, ahora tam bién, la significación m ás im portante para la vida y son, de hecho, la solución de la vida.

13.

E l bautismo, experiencia de la libertad

El paso del m ar R ojo fue p ara los israelitas el paso de la esclavitud a la libertad. P or eso, el bautism o que vinculó el destino de aquellos hom bres al destino de Moisés (1 C or 10, 2) fue el bautism o de la liberación. Pero, com o acabam os de ver, el bautism o que vinculó a los israelitas a Moisés tiene un paralelismo, form ulado literalmente me­ diante la m ism a frase, con el bautism o que vincula a los creyentes con el Mesías Jesús (R om 6, 3). Por consiguiente, ya desde este punto de vista el bautism o cristiano com porta u n a experiencia de liberación. Es decir, de \a mism a m anera que el paso del m ar R ojo fue para los israelitas la experiencia fundam ental de su liberación, así tam bién el paso p o r el agua bautism al com porta p ara los cristianos la experien­ cia de su p ropia libertad. Pero libertad, ¿de qué y p ara qué? Pablo explica este punto de m anera admirable. Precisamente en el texto de Rom 6, 3-5, se trata, como ya hem os visto, de responder a la acusación que algunos hacían contra Pablo de que, al predicar la liberación de la ley, de esa m anera lo que en realidad fom entaba era la inm oralidad y el libertinaje (cf. Rom 6, 1). A nte semejante acusación, Pablo aduce el hecho del bautism o con la experiencia que com porta, p ara concluir con una afirmación sencillamente lapidaria: «El pecado no tendrá dom inio sobre vosotros, porque ya n o estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia» (R om 6, 14). El hom bre que ha vivido la experiencia del bautism o, h a vivido p o r eso mismo la experiencia de una liberación. Se tra ta de la liberación del pecado, que ya no tiene dom inio (ku-

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rieúein) sobre los cristianos53. Pero lo sorprendente es la razón que da

Pablo de por qué los cristianos ya no están sometidos al señorío del pecado: «porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia». Es decir, los creyentes están liberados del pecado porque, en el fondo, de lo que están liberados es de la ley. L a experiencia del bautism o es la experiencia de la libertad m ás radical. Porque es la liberación de la ley en su sentido más fuerte, es decir, la ley en cuanto voluntad im positiva y codificada que se impone al hom bre desde fuera. En efecto, Pablo explica lo que entiende por ley en la misma C arta a los rom anos. Su pensam iento en este sentido es terminante: A nadie le quedéis debiendo nada, fuera del am or m utuo, pues el que am a al otro tiene cum plida la ley. De hecho, el no cometerás adulterio, no m atarás, no robarás, no envidiarás y cualquier otro m andam iento que haya se resume en esta frase: A m arás a tu prójim o com o a ti mismo. El am or no causa daño al prójim o y, por tanto, el cumplim ien­ to de la ley es el am or (Rom 13, 8-10).

C uando Pablo habla de la ley, se refiere al decálogo, es decir, a la voluntad im positiva fundam ental de D ios codificada en los diez m andam ientos (Ex 20, 13-17; D t 5, 17-21; Lev 18, 19). Lo mismo aparece en Rom 2, 17-23, en donde nomos (ley) es sinónimo de los m andam ientos de la ley de Dios. Y otro tanto hay que decir de Rom 7, 7, que alude inequívocam ente a una de las prohibiciones del decálogo (Ex 20, 17; D t 5, 21). Lo mismo en G ál 3, 10 la referencia a la ley m osaica es indiscutible, ya que Pablo cita a D t 27,26, en donde se tra ta de las m aldiciones que sobrevendrían a los que quebrantasen la ley d ad a por Dios al pueblo elegido. M ás claram ente aún, en Gál 3, 17 se advierte que Pablo se está refiriendo a la ley dada por Dios en el Sinaí, porque al decir que la ley fue dada cuatrocientos treinta años más tarde que la prom esa hecha a A brahán, está aludiendo induda­ blemente a Ex 12, 40-41, en donde se afirm a que la estancia de los israelitas en Egipto du ró ese tiem po, al cabo del cual D ios se manifes­ tó en el Sinaí prom ulgando el decálogo54. Tam bién en Gál 3, 19 se trata de la ley del Sinaí, porque al hablar de la ley que fue «prom ulga­ da p o r ángeles, p o r boca de un m ediador», Pablo se refiere a las ideas de la apocalíptica ju d ia y de los rabinos, que defendían la idea de que los fenómenos extraordinarios que acom pañaron a la promulgación de la ley (Ex 19, 9.16 s; 24, 15 s; D t 4, 11; 5, 22 s) se habían llevado a cabo m ediante la intervención de los ángeles (cf. Hech 7, 38.53; H eb 2, 2) y un m ediador que fue Moisés. Finalm ente en G ál 4, 21-22, la 53. 54.

Cf. A van Dülmen, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, Stuttgart 1968, 99. Cf. J. M. González Ruiz, Espístola de san Pablo a losgálatas, Madrid 1971, 167.

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alusión a la ley prom ulgada en el Sinaí es manifiesta, como consta expresam ente po r el v. 24 que habla de la alianza establecida por Dios con Moisés. Es verdad que el térm ino nomos (ley) se refiere, en el vocabulario de Pablo, a veces a la Escritura en general (R om 3,19; 1 C or 14,21) o m ás concretam ente al Pentateuco (R om 3, 21; 1 Cor 9, 8; 14, 34; Gál 3, 10; 4, 21). Pero es indudable que, excepto en los casos en los que tiene uno de estos sentidos particulares, se puede afirmar con seguri­ dad lo que acertadam ente ha dicho H. Schlier: El punto de partida de la problemática paulina sobre la ley es el hecho de que nom os contiene el requerimiento de Dios. Esto significa en primer término que el hombre tiene que cumplir la voluntad de Dios manifestada en la ley por amor a su vida. La ley es en todos los sentidos la ley de vida de los hombres que Dios ha promulgado55.

A hora bien, la experiencia fundam ental del bautismo lleva consi­ go la experiencia de la libertad en cuanto libertad de la ley. ¿Qué quiere decir eso? Sencillamente que la ley del creyente es el am or. A eso se refiere Pablo en R om 13, 8-10 y en G ál 5, 14. Lo que quiere decir que la experiencia fundam ental del creyente en el bautism o es la experiencia del amor. Y por cierto, no sólo del am or a Dios, sino adem ás del am or al hom bre, ya que a eso se refieren expresamente los textos de R om anos y C alatas que acabam os de citar: el que am a al prójim o cumple la ley piènam ente hasta sus últimas consecuencias56. Pero hay más. Porque Pablo lleva este planteam iento hasta sus últim as consecuencias. En la C arta a los gálatas, efectivamente, afirm a que los creyentes ya no están som etidos a la ley (Gál 3, 23-24), es decir son hom bres libres, en el sentido m ás profundo que puede revestir la libertad p ara el hombre, porque ya no viven ni como m enores de edad ni com o esclavos (Gál 4,1-3). Pero, en realidad, ¿qué quiere decir eso? ¿se tra ta de un m ero derecho? ¿o se trata, m ás bien, de un hecho real y concreto? La respuesta es clara y terminante: se tra ta de un hecho. El verdadero creyente es un hom bre verdadera­ mente libre. ¿Por qué? Porque vive la experiencia de sentirse hijo de Dios. En efecto, en G ál 3, 25-26, Pablo afirm a que ya no estamos sometidos a la ley «porque por la adhesión al Mesías Jesús todos sois hijos de Dios». Pero lo im portante aquí está en que esa condición de hijos de Dios no consiste en un mero título jurídico o en un concepto 55. H. Schlier, L a carta a los gálatas, Salam anca 1975» 207. 56. Cf. H. H übner, Das Gesetz bei Paulus, G ottingen 1978, 76-77; E. Käsem ann, An die Römer, 345; H. Ulonska, Die Funktion der alttestamentlichen Zitate und Anspielungen in den paulinischen Briefen, M ünster 1963, 200.

200

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que se sabe po r la fe, sino que consiste sobre to d o en una experiencia: la experiencia del Espíritu que, en nuestra intimidad, grita «¡Abba! ¡Padre! (Gál 4, 6-7). El creyente no sólo sabe que es hijo de Dios, sino sobre todo experim enta que lo es, en el sentido m ás entrañable, por la fuerza del am or sentido y vivido en su intimidad. A hora bien, el am or libera de la norm a y engendra libertad. Porque cuando dos personas se quieren a fondo, lo m enos que se les puede ocurrir es redactar un reglam ento p ara fijar y precisar cóm o tienen que agradarse. El que am a y se siente querido, se siente por eso mismo plenamente libre. Y es a esto, sin duda alguna, a lo que alude Pablo. Porque su pensamien­ to no se expresa en categorías jurídicas solamente, sino sobre todo en categorías de experiencia. Pablo, por consiguiente, viene a decir: donde hay am or, hay libertad. H e aquí el centro de su pensamiento. Pero lo más im portante no es eso. Lo verdaderam ente decisivo es que esa liberación es experim entada p o r el creyente en su bautismo: los creyentes son hijos de D ios «porque todos, al bautizaros vinculán­ doos al Mesías, os revestísteis del M esías (Gál 3, 27). La expresión «revestirse del Mesías» no se puede lim itar aquí a lo que se ha llam ado un «vínculo ontològico»57, sino que se refiere prim ordialm ente a un com portam iento ético. Y la razón está en que el verbo que utiliza Pablo, éndúeszai, expresa una form a determ inada de com portam ien­ to (R om 13, 12.14; 2 C or 5, 3; cf. 5, 6-10; E f 4, 24; 6, 11.14; Col 3, 10.12; 1 Tes 5, 8). Por consiguiente, el bautism o es para el creyente el punto de partida de una vida que actúa y va en la dirección de lo que fue la existencia de Jesús: la existencia del hom bre radicalm ente libre, que engendra libertad. Y p o r eso se com prende y tiene pleno sentido lo que el mismo Pablo afirm a a continuación: «Ya no hay m ás judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni hem bra, pues vosotros hacéis todos uno, m ediante el M esías Jesús» (Gál 3, 28). El mismo pensa­ m iento exactam ente se repite en 1 C or 12, 13 (cf. Col 3, 9-11). H em os dicho antes que Pablo lleva el planteam iento de la libertad h asta sus últim as consecuencias. Y así es en efecto. Porque el bautis­ m o com porta la experiencia fundam ental de la libertad, por eso ya no hay ni puede haber entre los creyentes nada que suponga división o diferencia. La experiencia del bautism o es tan fuerte y tan intensa que suprim e todas las barreras y todas las separaciones, porque es la experiencia esencial de la libertad de los hijos de Dios. D onde hay divisiones y diferencias, hay limitaciones a la libertad. Por eso la experiencia bautism al suprim e todos los obstáculos p ara que el hom ­ bre viva en libertad: las diferencias de condición religiosa (judíos y griegos), las divisiones de condición social (esclavos y libres) y las 57.

H. Schlier, La caria a los gálatas, 200.

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separaciones de condición hum ana y cultural (varón y hembra). Porque los creyentes se han hecho todos uno, m ediante el Mesías Jesús (G ál 3, 28). El mismo pensam iento exactam ente se repite en 1 C or 12, 13 (cf. Col 3, 9-11). Al llegar a este punto, u no puede preguntarse obviamente si todo esto no será un a utopía, un bello ideal inalcanzable. Por supuesto que lo es. Pero sólo p ara los que no viven las experiencias esenciales que aquí hemos intentado apuntar. N o olvidemos que estas experiencias tan hondas son un don, un regalo que D ios otorga al hom bre de fe. N o son fruto del esfuerzo hum ano, sino de la experiencia prim ordial del Espíritu. Y sabemos por la fe que donde hay Espíritu del Señor, hay libertad (2 C or 3, 17). 14.

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El nuevo testam ento, ya lo hemos visto, nos inform a ampliamente de las grandes experiencias que com porta el sacram ento del bautismo. Se trata, sin d uda alguna, del sacram ento sobre el que la iglesia prim itiva nos dejó una inform ación m ás detallada. Pero las prim eras com unidades cristianas, ju n to a las experiencias bautismales, vivieron tam bién o tra gran experiencia: la experiencia de la eucaristía. Com o es sabido, la institución de la eucaristía ha quedado consig­ nada en lós tres evangelios sinópticos y en la prim era C arta a los corintios (M t 26, 26-29; M e 14, 22-25; Le 22, 15-20; 1 C or 11, 23-26). Los cuatro relatos, al referirse a las palabras que Jesús pronunció sobre el cáliz, hablan de la «alianza» ( d iazéke) (M t 26, 28; M e 14, 24; Le 22, 20; 1 C or 11, 25). Al introducir esta palabra, los relatos otorgan a la eucaristía una im portancia singular y decisiva. Porque la «alianza», com o es de sobra conocido, fue históricamente el pacto fundam ental que D ios estableció con su pueblo elegido en el antiguo testam ento; un pacto que im plicaba derechos y deberes m utuos entre Dios y el pueblo; y un pacto adem ás en el que Dios se constituía garante y contrayente al mismo tiem po 58. Era, p o r tanto, el aconteci­ miento suprem o, que m arcaba la relación y el com prom iso funda­ mental que debía configurar en adelante las relaciones entre Dios y los hom bres. E sta idea adquiere un nuevo m atiz en la versión de los Setenta: diazéke oscila entre el significado de pacto y el de disposición, lo que quiere decir que la «alianza» es com prendida entonces con el m atiz im portante de anuncio de la voluntad de D ios que se manifiesta en la h isto ria59. D ios no sólo establece un pacto, sino que además 58. 59.

G. Quell, en T W N T II, 120. J. Behm, en T W N T ÍI, 130.

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Los símbolos de ¡a f e

anuncia sus designios y su voluntad acerca de lo que debe ser su pueblo. Por consiguiente, cuando los relatos de la últim a cena nos dicen que el cáliz eucaristico contiene la sangre de la alianza ( diazéke) , nos están diciendo que Dios, por m edio de Jesús, establece un nuevo com prom iso y anuncia una disposición nueva, que en adelante va a configurar y determ inar las relaciones del hom bre con su Dios. El m om ento es, pues, solemne y decisivo. Desde entonces, el hom bre se tendrá que entender con D ios según lo que estipula este pacto y esta disposición. Pero hay un aspecto que es clave en este asunto. Los relatos del evangelio de Lucas y de la prim era C arta a los corintios no hablan simplemente de la «alianza», sino de la «nueva alianza» ( è kainé d iazéke) (Le 22, 20; 1 C or 11, 25). N o se trata, por tanto, de que se reafirm e la alianza de antes, sino que se instaura una alianza distinta. ¿En qué consiste esta nueva alianza? O dicho m ás claramente, ¿qué es lo que determ ina su novedad? El au to r de la C arta a los hebreos, precisamente en la parte central del docum ento, afirm a solemnemente que el acontecimiento de la m uerte de C risto representó la anulación de la alianza que Dios había establecido en el antiguo testam ento, de tal m anera que en su lugar D ios establece una nueva alianza (H eb 8, 13)60. Este es el «punto capital» o la «cuestión esencial» que el auto r quiere enseñar61. Y para explicar en qué consiste esta novedad esencial o capital, cita textual­ m ente (según la versión de los Setenta) un famoso pasaje de Jeremías, en el que D ios anuncia u n a nueva alianza (H eb 8, 8-12). El texto profètico, en su versión directa, dice así: Mirad que llegan días — oráculo del Señor— en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá: no será como la alianza que hice con sus padres cuando los agarré de la mano para sacarlos de Egipto; la alianza que ellos quebrantaron y yo mantuve — oráculo del Señor— ; así será la alianza que haré con Israel en aquel tiempo futuro — oráculo del Señor— : Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo; ya no tendrán que enseñarse unos a otros, mutuamente, diciendo: «Tienes que conocer al Señor», porque todos, grandes y pequeños, me conocerán — oráculo del Señor— , pues yo perdono sus culpas y olvido sus pecados (Jer 31, 31-34).

Com o se ha dicho m uy bien, los años de la alianza sellada en el Sinaí han concluido. La relación con D ios seguirá siendo básica: «Yo seré su Dios y ellos serán m i pueblo». Pero su realización es ya 60. 70-73. 61.

Cf. A. Vanhoye, De epistola ad hebraeos. Sectio centralis (cap. 8-9), R om a 1966, Cf. J. Hering, V epttre aux hètreux, Neuchätel 1954, 75.

L a autonomía del corazón del hombre

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radicalm ente d istin ta 62. L a alianza antigua estaba basada en la ley escrita, exterior al hom bre. P or el contrario, lo distintivo de la alianza nueva es que cada persona la lleva inscrita eh su propio corazón, es decir, en lo m ás íntim o del hom bre, allí donde se aúna y se anuda su actividad intelectual, volitiva, afectiva, según la conocida significa­ ción bíblica de la palabra corazón 63. Esto quiere decir que la nueva relación con D ios se basa en u n a experiencia profunda, directa e inm ediata que vive el creyente en su intim idad. De donde resulta que el creyente no necesitará, en esta nueva situación, de ningún magiste­ rio ni profètico ni doctoral: «ya no tendrán que enseñarse unos a otros, m utuam ente... porque todos, grandes y pequeños, me conoce­ rán» (Jer 31, 34). A l no existir ya una ley exterior, al basarse la relación del hom bre con su D ios en la interioridad vivida y experi­ m entada (la ley que D io mete en el pecho y escribe en el corazón), la novedad sorprendente ¿»/esta situación se especifica y se define por la autonom ía del corazón.¡Frente a la heteronom ía que caracterizaba a la situación antigua, D ios dispone que los hom bres se entiendan con él a partir de la experiencia profunda de su propia autonom ía, de su propia experiencia interior, que no será u n a experiencia caprichosa y arbitraria, sino la experiencia del que se siente perdonado y querido, puesto que, en definitiva, todo depende de que Dios perdona las culpas y olvida los pecados (Jer 31, 34)64. El texto profètico es audaz, incluso se p odría decir que es revolucionario: la situación antigua queda suprimida, ya no vale; y en su lugar D ios establece una nueva econom ía que se basa, n ad a m ás y n ad a menos, que en la autonom ía del hom bre, que se siente querido profundam ente por su D ios y que, en consecuencia, actuará guiado p o r el instinto y la orientación que marca el verdadero am or en el corazón hum ano. A hora bien, com o h a dicho acertadam ente W estermann, cuando Jesús, al instituir la C ena (1 C or 11, 25; Le 22, 20), se funda directam ente en las palabras proféticas de Jeremías, la corresponden­ cia con el sentido original de las mismas es total: esas palabras anuncian el com ienzo de una época de la historia divina, totalm ente nueva y distinta, que representa al final de la alianza del Sinaí. Así entendió C risto y así entendió la com unidad de Cristo su misión. Y, de acuerdo con estas palabras, fundó la nueva época sobre el per­ d ó n 65. Esto quiere decir que la eucaristía representa para los cristia­

62. 63. selecta. 64. 65.

C. W esterm ann, Comentario al profeta Jeremías, M adrid 1972, 142. Cf. H. H aag, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1966, 374-476, con bibliografía Cf. A. Vanhoye, De èpistola ad hebraeos, Sectio centralis..., 82-83. C. W esterm ann, o. c., 143.

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nos una experiencia enteram ente nueva: ya no existe la dependencia hacia u n a ley externa, con to d o lo que la ley antigua com portaba de rituales y ceremonias que hab ía que observar con fidelidad; en lugar de eso, la eucaristía es el gesto que expresa la experiencia profunda del hom bre de fe, la experiencia del corazón penetrado e invadido por el am or fiel de Dios que perdona y olvida to d o lo que en el hom bre hay de debilidad y limitación (cf. Jer 31,34); la experiencia por tanto de la autonom ía del corazón hum ano. En consecuencia, si la eucaristía es esencialmente la celebración de la nueva alianza, eso significa que la eucaristía no es esencialmente un cerem onial legislado o un ritual prescrito que se debe observar fiel­ m ente y al que el hom bre se tiene que someter. Si hay eucaristía donde hay alianza nueva, eso quiere decir que hay eucaristía donde hay experiencia de am or, de autonom ía y de libertad. Inequívocamente, las palabras de Jesús, al definir la eucaristía com o la nueva alianza, se refieren a esa experiencia66.

15.

L a vida com partida

L a docum entación de textos que el nuevo testam ento nos ofrece sobre la eucaristía no es tan abundante com o la que nos proporciona acerca del bautismo. Pero tiene la ventaja de ser lo suficientemente variada y rica com o p ara poder hacem os un a idea bastante clara de lo que representó la eucaristía p a ra la iglesia primitiva. Los textos eucarísticos del nuevo testam ento se pueden distribuir en cinco apartados: 1) en prim er lugar, podem os recordar los textos sobre la institución: M t 26, 26-29; M e 15, 22-25; Le 22, 15-20; 1 C or 11, 23-26; 2) en segundo lugar, hay que recordar el discurso de la promesa: Jn 6,41-59, al que precede la multiplicación de los panes (Jn 6, 1-21 par) y las palabras de Jesús sobre el «pan del cielo» o el «pan de la vida» (Jn 6, 22-40), que en la tradición rabínica representaba la T o rà (ley)67; 3) en tercer lugar, los textos que se refieren a la realización de la eucaristía o su puesta en práctica: Hech 2, 42-47; 20, 7-12; cf. 27,35; 4) en cuarto lugar, es fundam ental el pasaje de 1 C or 11, 17-34, en donde Pablo plantea y explica cóm o una com unidad puede llegar a la anulación de la eucaristía; 5) finalmente, es im por66. A parte de la bibliografia citada, la referencia del texto de Jer 31, 31-34 a los textos eucarísticos, está confirm ada sobradam ente po r la exégesis. Cf. W. Rudolph, Jeremía, en Handbuch zum A lten Testament X II, Tübingen 1947, 171. 67. Strack-Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch II, 482-484; cf. J. Bonsirven, T extes rabbininiques des deux premiers siècles chrétiens, R om a 1955, 25, 27-28, 229-230.

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L a vida c o m p a rtid a

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tante la reflexión que el mismo Pablo hace en 1 C or 10, 14-22, puesto que en ella indica cóm o la eucaristía edifica a la iglesia como «cuerpo de Cristo». Del conjunto de estos textos cabe deducir dos conclusiones, pues todos ellos coinciden en dos cosas: 1) la eucaristía es un hecho com unitario, es decir no hay ni un solo texto en el que la eucaristía aparezca com o un gesto individual, realizado por un individuo y para un individuo, sino siempre se tra ta de algo que es un hecho com parti­ do por un grupo; 2) la eucaristía es u n a com ida y, por cierto, una com ida com partida; lo que significa que no es una «cosa» santa y sagrada, sino u n a «acción» que lógicam ente com porta un determ ina­ do simbolismo. Aquí interesa sumam ente considerar m ás de cerca estas dos con­ clusiones. Y ante todo, está claro que la eucaristía es esencialmente una comida. Así, en relación directa con la eucaristía, el verbo comer ( esziö) se repite m ás de treinta veces68, y el verbo beber ( pinó) m ás de diez veces69. Tam bién resulta elocuente la utilización de las palabras pan ( artos) 70 y copa ( potérion) 11. N o cabe duda que esta insistencia sobre la acción de com er y beber no es ocasional o accidental cuando se tra ta de intentar com prender lo que la eucaristía representa para los cristianos. Se puede, por tanto, afirm ar con toda seguridad que la eucaristía es esencialmente una comida. P or otra parte, esta com ida tiene u n a particularidad im portante: se tra ta de u n a com ida com partida, porque en ella los comensales comen del m ismo pan, que se parte y se reparte entre todos (M t 26, 26; M e 14, 22; Le 22, 10; 1 C or 11, 24); y todos beben de la misma copa, que pasa de boca en boca desde el prim ero hasta el últim o (M t 26, 27; M e 14, 23; cf. Le 22, 20; 1 C or 11, 25). Además, este gesto de com partir el mismo pan queda repetidam ente afirm ado cuando se habla de la eucaristía com o «fracción del pan»; en este sentido, resulta ilum inador el uso del verbo kláo (partir), que siempre aparece en el nuevo testam ento en contextos que dicen relación a la eucaristía (M t 14, 19; 15, 36; 26, 26; M e 8, 6.19; 14,22; Le 22,19; 24, 30; Hech 2,46; 20, 7.11; 27, 35; 1 C or 10, 16; 11, 24). El hecho de partir el pan con otras personas aparece, pues, com o un constitutivo de lo que en

68. M t 26, 17.21.26; Me i 14, 12.14.18.22; Le 22, 8.11.15.16; Jn 6, 5.23.26.31.49. 50.51.52.53.58; Hech 27, 35; 1 C o r 11, 20.21.22.26.27.28.29.33.34. 69. M t 26, 27.29; M e 23, 25; Le 22, 18, 30; Jn 6, 53.54.55.56; 1 Cor 10, 16.21; 11, 25.26.27.28.29. 70. M t 2, 26; M e 14, 22; Le 22, 19; 24, 30; Jn 6, 5.7.9.11.13.13.26.31.32. 33.34.35.41.48.50.51.58; Hech ¿, 46; 20, 7.11; 27, 35; 1 Cor 10, 16, 17; 11, 23.26.27.28. 71. M t 26, 27; Me 14, 23;' Le 22, 17.20; 1 C or 10, 16.21; 11, 25.27.29.

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Los símbolos de la fe

realidad fue la experiencia de la eucaristía p a ra las prim eras com uni­ dades cristianas. Pero hay algo más im portante en todo este asunto. El hecho de que Jesús instituyera la eucaristía en una com ida (la cena de despedi­ da), nos rem ite a una práctica de Jesús y de su com unidad que es algo sum am ente significativo: los evangelios nos inform an abundantem en­ te de las com idas de Jesús y su grupo de discípulos72. Y nos inform an de esas com idas en contextos que son casi polémicos: unas veces porque Jesús y sus discípulos no se ajustaban a las norm as rituales y religiosas que todo jud ío observante debía observar (M e 7, 2-5 y par; M t 12, 1 par; cf. Jn 18, 28); otras veces porque Jesús y su grupo com partían la mesa con descreídos, pecadores y gente indeseable (Me 2, 16 par; Le 15, 2); en otros casos porque la com unidad de Jesús no ayunaba precisamente en los días que eso estaba prescrito (M e 2, 1718 par); y a veces tam bién porque los enemigos de Jesús le acusaban de ser un comilón y un bebedor (M t 11, 18-19 par). Obviamente, esto quiere decir que el hecho de com er no era una cosa intranscendente, desde el punto de vista religioso, p ara la sociedad en que vivía Jesús. La com ida revestía un cierto carácter teológico. Y está claro que Jesús y su com unidad rom pen con la teología establecida por aquel sistema religioso. Porque no le dan a la com ida el carácter ritual que le otorgaban los judíos piadosos del tiempo. Y porque además Jesús practica sus com idas de tal m anera que revisten un sentido verdadera­ mente revolucionario. ¿Por qué? M uy sencillo: en la m entalidad judía, com partir la mesa significaba solidarizarse con los com ensales73. Por consiguiente, cuando Jesús come con los pecadores y descreídos, es decir con la gente que el sistema religioso rechaza radicalmente, está indicando que él tam bién rechaza aquel sistema. P ara Jesús lo im por­ tante no es la observancia de los rituales religiosos, sino la solidaridad con los despreciados precisam ente p o r la religión. Pero la conducta de Jesús en estp m ateria va m ás lejos. El evangelio de Lucas nos ha conservado ú n a palabra, que atribuye al propio Jesús, y que indica lo que la com unidad prim itiva pensaba a este respecto: «C uando des un banquete invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos; y dichoso tú entonces porque no pueden pagarte, te pagarán cuando resuciten los justos» (Le 14, 13-14). Esta misma enseñanza se viene a repetir poco después, en la parábola del gran 72. M t 9, 11; 11, 18-19; 12, 1; 14, 16-21; 15,2.32-37; 26, 17.21.26; Me 2, 16; 3,20; 6, 31.36-44; 7, 2-5; 8, 1-8; 14, 12.14.18.22; Le 5, 30.33; 6, 1; 7, 33-34.36; 9, 13-17; 10, 7-8; 12, 22.29; 13, 26; 14, 1; 15, 2; 22, S,J 1.15.16.30; 24, 43; cf. Hech 10, 41; Jn 4, 31-33; 6, 5.23.26.31.49.50.51.52.53.58;21, 5. 73. Cf. J. Jeremias, Jesus als Weltvollender, Giittersloh 1930, 74-79; O. Hofius, Jesus Tischgemeinschafi mit dem Sündern, S tuttgart 1967, 11 s.

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banquete (Le 14, 21 par). El verdadero sentido teológico de la com ida com partida, según la enseñanza evangélica, está en que se tra ta de com partir la vida y solidarizarse con los pobres y desam parados de este m undo. A hora bien,este hecho guarda una relación directa con el sentido que debe tener 1( ^eucaristía p ara los creyentes. Por una razón que se com prende ensegüida: hoy está fuera de duda que el relato de la institución de la euóaristía está construido con una referencia expresa m uy m arcada al acontecim iento de la pascua ju d ía 74. Pero, por o tra parte, sabemos que en la tradición ju d ía de la cena pascual se destacaba la idea de la solidaridad con los pobres y desgraciados, hasta el punto de que se le llam aba el «pan de los pobres» o el «pan de la miseria». Y eso es lo que se com partía en aquella cen a75. Por lo tanto, si tenem os en cuenta, de una parte, que la cena eucaristica se inscribe en el contexto m ás general de las com idas de Jesús y sus discípulos; y si, de otra parte, tom am os en consideración el sentido que de hecho tenía la cena pascual p ara los judíos de aquel tiempo, podem os lógicamente concluir que la cena eucaristica implica esencialmente un simbolismo concreto: el simbolismo de la vida com partida. Porque, en efecto, en eso consiste el símbolo de la com ida que se com parte. La com ida es fuente de vida, es lo que m antiene y fortalece nuestra vida. P or consiguiente, com partir la m isma com ida es com partir la misma vida. Por eso, la com ida y la bebida son consideradas com o realidades «sacramentales» en no pocas religiones: la bebida desencadena una cierta corriente am orosa; la com ida en com ún liga a los participantes76. Pero, al m argen de estas significaciones propiam ente sacrales, la experiencia cotidiana nos enseña que el hecho de sentarse a la mism a m esa es vivido en casi todas las culturas com o un gesto de participación am istosa e incluso am orosa. Sólo la profanación de este simbolismo original, en las m odernas «cenas políticas» o en los llam ados «almuerzos de trabajo», ha venido a vaciar de su contenido propiam ente simbólico el hecho elemental de com partir la misma comida. Pero con decir todo esto no basta. Porque la cuestión está en saber si, efectivamente, la iglesia prim itiva com prendió y vivió así la euca­ ristía. Es decir, se tra ta de saber si en realidad las prim eras com unida­ des cristianas com prendieron y vivieron la eucaristía m ás bien como un ritual religioso; o principalmente com o un gesto simbólico de la

74. Esto h a sido am pliam ente dem ostrado por J. Jeremias, Die Abendmahlsworte Jesu, G öttingen 1967, 35-82. ( 75. Cf. J. Jeremias, Die Abendmahlsworte Jesu, 52; más ampliam ente en la ohm de H. Schürm ann, Der Abendmahlsbericht L k 22, 7-38, Leipzig 1960. 76. Cf. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México 1964. 347-34N

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vida que se com parte, tan to con Jesús que se hace presente en la com ida eucaristica, com o con los herm anos que participan del mismo pan y de la misma copa. C om o prim era respuesta a este planteam iento, tenemos el resu­ men que hace Lucas, al final del capítulo segundo del libro de los Hechos, de lo que era la vida de la iglesia prim itiva (Hech 2,42-47). El pasaje es bien conocido y no hace falta repetirlo. Aquí se tra ta de hacer caer en la cuenta del punto esencial que interesa a nuestro estudio. A nte todo, el texto citado es el resumen de lo que era la vida de la com unidad cristian a77. P or o tra parte, todo el capítulo segundo de los H echos está construido de tal m anera que se orienta la narración hacia el final (42-47), es decir hacia el resumen de la vida com unitaria de la prim itiva iglesia de Jerusalén78. La venida del Espíritu sobre la iglesia configura a ésta com o la com unidad eucaristi­ ca, que com parte no sólo en la celebración, sino en la vida entera. H e ahí el fruto concreto y esencial de la venida del Espíritu sobre la iglesia. A h o ra bien, a p artir de este planteam iento básico, interesa desta­ car dos aspectos del pasaje. E n prim er lugar, el texto nos dice que los m iem bros de la com unidad «a diario frecuentaban el templo en grupo; partían el pan en las casas y com ían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón, siendo bien vistos de todo el pueblo» (Hech 2,46-47). El texto distingue, por una parte, el templo; por otra, las casas. Es decir, se distingue netam ente el espacio sagrado del espacio profano. Pues bien, lo significativo aquí está en que la celebración específicamente cristiana, la eucaristía («fracción del pan») no está vinculada al espacio sagrado y a los rituales que caracterizan a ese espacio, sino al espacio profano. Desde este punto de vista, por lo tanto, la celebración eucaristica no es un ritual «religioso», sino un símbolo com unitario. L a fuerza y las consecuencias que tenía en la vida este símbolo han quedado sólidam ente afirm adas por Lucas en el relato de los Hechos: «los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común» (Hech 2, 44); «en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo, lo poseían todo en com ún y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía» (Hech 4, 32). El térm ino que se utiliza en estos dos textos es koinós, que tiene dos significados: lo que es com ún (com partido por un grupo) y lo que es profano (accesible o perm itido a todos). En los pasajes que acabam os de citar, se tra ta del prim er significado obvia­ 77. Cf. D. Mínguez, Pentecostés. Ensayo de semiótica narrativa en Hech 2, R om a 1976, 60. 78. M d ., 178.

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mente. Pero p a ra com prender la fuerza de lo que ahí quiere decir el libro de los Hechos, se debe tener presente que Lucas, el autor de los Hechos, era hom bre culto y que conocía bien la cultura griega. A hora bien, entre los griegos existía toda una corriente de pensamiento que veía en la com unicación de bienes el ideal supremo de la convivencia hum ana. P ara P itágoras (según las leyendas que corrían sobre él), la condición original de los hombres, en la que no existía la propiedad privada y todo era com ún, constituía el ideal de la vida en sociedad 19. M ás claram ente, Platón (que recibió la influencia del Timeo pitagóri­ co) pensaba que la propiedad privada era la fuente de todos los males, porque llevaba inevitablem ente el apetito de ganancia, el egoísmo y a la consiguiente perturbación del espíritu com unitario. Estas ideas llegaron a radicalizarse de tal m anera en Platón que no dudó en afirm ar que las dos clases superiores del estado, los policías y los militares, deberían renunciar a la propiedad privada e incluso debe­ rían tener eh com ún hasta las mujeres y los hijos, porque así estarían m ás libres de to d a atad u ra y servirían m ejor a la com unidad del estad o 80. Es verdad que en A ristóteles se acentúa m ás bien la tenden­ cia hacia la individualidad y hacia la propiedad priv ad a81. Pero, en todo caso, es sabido que los ideales com unitarios pervivieron, bajo diversas formas, en las escuelas cínicas, estoicas y neopitagóricas82. Así las cosas, no cabe d uda que estas ideas influyeron en el helenista Lucas. Es im portante tener en cuenta que la fórm ula que aparece en Hech 2, 44 y 4, 32 no aparece en ningún otro autor del nuevo testam ento. Se tra ta de u n a expresión forjada por el autor de los Hechos. P ara indicar que el ideal de vida en com unidad, que había sido irrealizable p a ra los griegos, se logró plenam ente en la prim itiva com unidad cristiana. Pero con una diferencia: p ara Lucas no se trata de que la com unidad viviera propiam ente un «comunismo», sino más bien de que lo que cada u no tenía no lo consideraba com o suyo, sino que lo ponía enteram ente a disposición de los demás. Los creyentes sacaron las consecuencias de lo que representaba el símbolo eucaristi­ co: la experiencia de com unión que les llevó a poner en com ún lo que cada uno poseía83.

79. Cf. F. H auck, en T W N T III, 793, que ofrece abundante docum entación sobre este punto. ' 80. Cf, Ibid., con abundante inform ación sobre el tema; cf. E. Salín, Platon und die griechische Utopie, Berlin 1921, 14 s. 81. F. Hauck, o. c., 793. U 82. Ibid., 795. ¿4 83. Cf. J. D u pont, E tudesJur les Actes des apotres, 503-518.

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Desde o tro punto de vista, nos lleva a la misma conclusión el texto m ás antiguo que poseem os sobre la eucaristía. En la prim era C arta a los corintios dice Pablo: Esa copa de bendición que bendecimos, ¿no significa solidaridad con la sangre del Mesías? Ese pan que partimos, ¿no significa solidaridad con el cuerpo del Mesías? Como hay un solo pan, aun siendo muchos formamos un solo cuerpo, pues todos y cada uno participamos de ese único pan (1 Cor 10, 16-17).

Pablo afirm a lisa y llanam ente que el «pan que com partim os» es participar y estar en el «cuerpo de Cristo» ( koinonía toü sóm atos toü Xristoù éstin ) (v. 16). La eucaristía, por consiguiente, com porta esencialmente el hecho y la consiguiente experiencia de lo que en concreto es el «cuerpo de Cristo». A h o ra bien, la m etáfora del cuerpo tiene en Pablo un sentido concreto: no se refiere propiam ente a la relación entre el creyente y Cristo, ni a la unión individual de! hom bre con C risto, ni a la piedad personal con respecto a C risto 84, sino a la relación entre los m iem bros de la com unidad. Es decir, la idea de Pablo es que los creyentes deben adoptar, en el seno de la com unidad, el mismo com portam iento que los m iem bros en el cuerpo humano: todos son distintos, cada uno ocupa su puesto y tiene su función propia, pero todos están al servicio de todos. Aquí es im portante recordar que cuando Pablo aduce lá m etáfora del cuerpo para hablar de la com unidad, lo hace en textos parenéticos, es decir, en contextos de exhortación, en los que se trata de orientar y estimular a los fieles p ara que eviten toda rivalidad entre ellos, para que se ayuden m utua­ m ente y, en definitiva, p ara que, no obstante las diferencias, ninguno se considere superior a los otros, sino que todos y cada uno estén al servicio de los demás. P or esta razón, com o se h a dicho muy bien, las reflexiones de tipo cosmológico, cuando se tra ta del «cuerpo de C risto», o faltan por com pleto (R om 12, 4-5; 1 C or 12, 12-27) o se deben interpretar a partir de este principio (cf. E f 1, 22 s; 3, 6; 4, 4.12.16; 5, 23.29; Col 1,18.24; 2,19; 3, 15)85. En todos esos pasajes, lo m ismo que en R om 7, 4 y en Flp 3, 21, se tra ta inequívocamente de palabras de exhortación que se refieren a la organización de los m iem bros de la com unidad con vistas al servicio m utuo, a la fidelidad y, en definitiva, al am or (cf. Flp 4, l ) 86. En consecuencia, la com unidad cristiana se construye com o cuer­ po de C risto precisamente en la celebración de la eucaristía. Y eso 84. 85. 86.

Cf. R. Schnackenburg, Die Kirche im Neuen Testament, Freiburg 1961, 149. Cf. G. H asenhüttl, Charisma. Ordnungsprinzip der Kirche, F reiburg 1969, 95. Cf. E. Schweizer, en T W N T VII, 1068,

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quiere decir que la celebración eucaristica consiste esencialmente en la puesta en práctica del am or m utuo, en el servicio y la disponibilidad ante los demás. En el texto de 1 C or 10, 16-17, Pablo contrapone la celebración eucaristica a los ritos religiosos propios del paganismo. Y viene a decir que m ientras el ritual religioso vincula al que lo practica con las fuerzas dem oníacas, la celebración eucaristica vincula a los creyentes unos con otros en un mismo cuerpo, es decir en una com unidad que se caracteriza p o r el servicio y el am or m utuo. De donde se desprende obviam ente que la celebración de la eucaristía com porta necesariam ente una experiencia profunda y decisiva: la experiencia de la com unión entre los hom bres. Y entonces, com er el mismo pan y beber la misma copa no son sino el símbolo de esa experiencia, la expresión simbólica de esa com ún unión, ante todo con el m ism o Cristo presente en la com unidad; y además con todos y cada uno de los m iem bros del grupo cristiano. P or últim o, es capital en todo este asunto recordar el conocido pasaje de 1 C or 11,17-34. C om o es bien sabido, se trata de las severas advertencias que hace Pablo a la com unidad de Corinto a causa de la m ala organización que allí se observaba cuando los cristianos se reunían p ara celebrar la eucaristía. E sta m ala organización no consis­ tía en que allí no se cum plieran determ inadas norm as litúrgicas o ceremoniales prescritos, sino en que los cristianos estaban divididos entre sí, de tal m anera que los ricos com ían y bebían hasta em borra­ charse, m ientras que los pobres pasaban ham bre (1 C or 11, 21). En la com unidad de C orinto, por lo tan to , h abía ricos y pobres, gente que tenía de sobra y gente que no tenía ni lo indispensable. Y lo peor del caso es que luego todos se reunían p ara celebrar la eucaristía. A hora bien, Pablo les dice a aquellos cristianos que en esas circunstancias la eucaristía se hace sencillamente imposible (1 Cor 11, 20) o por lo menos eso ya no es celebrar «la cena del Señor» ( oúk éstin kuriakón deipnon fa g ein ) (v. 20). E sta afirmación, tan dura y tajante, es una revelación sorprendente cuando se tra ta de entender correctam ente el significado de la celebración eucaristica. Porque el hecho es que en aquella com unidad no se reunían simplemente para cenar juntos, en cuyo caso la falta estaría en que los ricos se llevaban su propia cena y se adelantaban p a ra comérsela, m ientras que los pobres se quedaban con ham bre (cf. v. 21). Ciertam ente no se tratab a de eso simplemente, sino de que querían Compaginar esa form a de proceder con el hecho de comer el pan y beber la copa del Señor (v. 27-28). Por consiguiente, allí se celebraba lo qiie, según el lenguaje actualm ente establecido, se llama rito eucaristico. Y es en ese supuesto en el que afirm a Pablo tajantem ente que ese «rito» no es «la cena del Señor», es decir, eso no es la eucaristía. P or jo tanto, Pablo enseña sin lugar a duda que la

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eucaristía n o consiste esencialmente en lo que ahora llam am os el rito eucaristico, puesto que eso se celebraba en la com unidad de Corinto, y sin em bargo Pablo les dice a aquellos cristianos que eso no era celebrar la eucaristía. Y no era celebrar la eucaristía por la sola razón de que allí había divisiones, bandos y partidos (v. 18-19). L o cual es afirm ar que la unidad efectiva entre los miem bros de la com unidad es constitutivo esencial de la celebración eucaristica. La consecuencia final que el mismo Pablo deduce de cuanto ha expuesto acerca de la eucaristía es sum am ente reveladora: «Así que, herm anos míos, cuando os reunís p a ra comer, esperaos unos a otros; si uno está ham briento, que com a en su casa, para que vuestras reuniones no acaben en sanción» (1 C or 11, 33-34). Pablo habla de estas reuniones utilizando un térm ino que, en su vocabulario, es específicamente litúrgico ( sunerjómenoi) (cf. 1 C or 11, 17.18.20; 14, 23.26; cf. tam bién Jn 18,20). Y afirm a, sin más, que lo verdaderam en­ te im portante — se tra ta de su conclusión final— era que todos com ieran juntos. Es decir, que todos com partieran la m isma comida. Evidentem ente, no se tra ta b a de comer para alimentarse y satisfacer u n a necesidad biológica, ya que p a ra eso cada uno tenía su propia casa (1 C or 11, 22). D e lo que se tra ta b a es del significado simbólico de la com ida que se com parte. Y eso, según hemos visto, es absoluta­ m ente esencial p ara que se pueda celebrar de verdad «la cena del Señor». O sea, dicho en otras palabras, Pablo estaba firmemente persuadido de que donde no hay experiencia com partida de la vida que se expresa en el gesto de comer juntos, no hay eucaristía. Por lo dem ás, hoy sabemos que lo im portante en todo esto no es la m ateriali­ dad de comer juntos, sino la experiencia que eso simboliza. Lo que supone, claro está, que la eucaristía es el símbolo de la vida com parti­ da: la vida que se com parte con Jesús, realm ente presente, y con los dem ás tam bién, en el mismo proyecto y en el mismo destino,' en la m ism a escala de valores, en la m ism a esperanza, y en la m isma tarea p o r conseguir ese ideal de convivencia hum ana que es propio de la fe en el evangelio.

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L os sacramentos son símbolos

Los dos sacram entos de los que nos inform a abundantem ente el nuevo testam ento son el bautism o y la eucaristía. A hora bien, si algo ha quedado claro, a lo largo de todo lo que h asta aquí hemos dicho, es: 1) que los autores del nuevo testam ento, cuando hablan de esos dos sacram entos, no insisten p ara n ad a en determ inados ceremoniales o rituales que estuvieran prescritos y que los cristianos tuvieran que

Los sacramentos son símbolos

observar; 2) que los autores del nuevo testam ento, al referirse a esos dos sacram entos, en lo que insisten es en las experiencias de fe que vivían los cristianos y las com unidades cuando celebraban tanto el bautism o com o la eucaristía: la experiencia del Espíritu, la experien­ cia de la libertad cristiana, la experiencia del seguimiento de Jesús y, sobre todo, la experiencia del am or a Dios y a los demás. Pero hay algo en to d o este asunto que interesa sumamente dejar bien claro. C om o ya se dijo antes, alguien puede objetar que, de las dos conclusiones que se acaban de indicar, la prim era no está tan; clara. Porque, a fin de cuentas, cuando el nuevo testam ento nos habla tanto del bautism o com o de la eucaristía, en realidad se refiere a dos: ritos religiosos, porque el bautism o era un rito religioso de iniciación y la eucaristía era un a com ida sagrada. ¿Qué se puede decir sobre este punto? Sin duda alguna, existían ritos religiosos de iniciación que utiliza­ ban el agua, com o tam bién había com idas sagradas. Esto ya se daba desde antiguo en diversas religiones y más concretam ente en el judaism o. Pero cuando se habla de esta cuestión, es de la máxima im portancia tener en cuenta que los térm inos que utiliza el nuevo testam ento p ara hablar del bautism o y de la eucaristía no son necesa­ riamente térm inos rituales. Así, el verbo baptíso significa sumergir, hundir en agua; y no tiene necesariam ente un sentido sacral o ritu a l87. Y en cuanto a la eucaristía, el verbo eújaristéin significa genéricamen­ te dar gracias, ser agradecido; y las otras expresiones, «partir el pan» (Hech 2, 42.46; 20, 7.11) y «la cena del Señor» (1 C or 11, 20) no son términos rituales, com o hemos podido ver am pliamente en lo expues­ to hasta aquí. Es verdad que el bautism o cristiano tenía alguna relación con el bautism o que adm inistraba Juan Bautista, y por eso hemos visto que los evangelios y el libro de los Hechos establecen claramente la diferencia entre uno y otro. Com o tam bién se ha señalado antes la relación que existió entre la eucaristía y la cena pascual de los judíos,., Pero la cuestión esencial está en ver si las primeras com unidad^ ^cristianas com prendieron y realizaron estos sacramentos com o ritós religiosos y ceremonias sagradas; o m ás bien los vivieron com o la form a de expresar sus experiencias cristianas más fundamentales. A hora bien, lo que constantem ente aparece en los escritos del nuevo testam ento es-, que allí no se habla p ara nada de rituales sagrados, porque no se habla ni de «sacerdotes» que los ejecutaran, ni de «templos» en los que se practicasen, ni de norm as fijas a las que 87. Cf. H. G. Liddell-R. Scott, A Greek-English Lexicon J, Oxford 1951, 305-306; H. Stephanus, Thesaurus Graec.e Linguae III, G raz 1954, 108-110.

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hubiera que atenerse, ni de tiem pos fijos en los que había que poner en práctica tales ceremoniales. N ada de eso se dice en el nuevo testam ento. Y, p o r el contrario, en lo que los diversos autores de aquel tiem po insisten es en las experiencias de fe que vivían los creyentes, experiencias que se expresaban m ediante el hecho de ser bautizados o en la celebración de la eucaristía. La conclusión que se desprende obviam ente de todo esto es que los sacram entos cristianos no son ritos religiosos, sino símbolos que expresan las experiencias fundam entales que com porta la fe en Jesús. Es decir, las prim eras com unidades cristianas asum ieron gestos sim­ bólicos: sumergir en agua a un a persona, partir el pan y beber de una copa entre comensales, seguram ente tam bién ungir con aceite medici­ nal (cf. Sant 5, 14-15), la imposición de pianos sobre los ministros de algunas com unidades (1 Tim 1, 18; 4, 14; 2 Tim 1, 6), aunque no resulta claro el sentido que podía tener exactam ente este gesto88 y, por lo menos, no se puede dem ostrar que fuera inequívocamente un rito de ordenación (cf. Hech 13, 3). Tam bién el perdón de los pecados (Jn 20, 23), el perdón m utuo de las ofensas (M t 18, 15-18) y la confesión con los m iembros de la com unidad (Sant 5, 16). Com o es bien sabido, gestos simbólicos de esta índole existían en otras religio­ nes. Pero de ahí no podem os deducir que el cristianismo fuera una religión, sin más. En los capítulos segundo y tercero hemos dem ostra­ do hasta la saciedad que eso no se puede defender, si nos atenemos rigurosam ente a los datos históricos que nos sum inistra el nuevo testam ento y la tradición de la iglesia primitiva. Y a eso hay que añadir el d ato decisivo de la ausencia de indicaciones rituales siempre que se habla de los sacram entos cristianos en los docum entos origina­ les del cristianismo. P or consiguiente, podem os y debemos decir que las com unidades prim itivas asum ieron gestos de carácter simbólico, p ara expresar su fe. Tales gestos eran sencillamente símbolos tom ados de la cultura del tiempo, es decir, símbolos transparentes y comprensi­ bles p ara las gentes de aquella cultura, lo cual está en perfecta coherencia con lo que hem os dicho antes acerca de lo que es un símbolo. 17.

Conclusiones

Si ahora recogemos, en una reflexión sintética, cuanto se ha dicho en este capítulo, podemos llegar a las siguientes conclusiones: 88. Cf. G. Bornkamm , en T W N T VI, 92; E. Lohse, en T W N T IX, 423; J. Delorme, Diversidad y unidad de los ministerios según el nuevo testamento, en E l ministerio y los ministerios según el nuevo testamento, M adrid 1975, 314-315.

Conclusiones

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1) Si los sacram entos son esencialmente símbolos, eso quiere decir que hay sacram entos cristianos donde hay experiencia cristiana. P orque el símbolo — ya lo hemos dicho repetidas veces— es la expresión de u n a experiencia. P or consiguiente, donde no hay expe­ riencia cristiana no hay ni puede haber sacram ento. Esto quiere decir que los sacram entos no son ritos sagrados que comunican autom áti­ cam ente la gracia. Y m enos aún se puede decir que los sacram entos son ritos religiosos que «causan» la gracia. Es verdad que el concilio de T rento afirm ó que los sacram entos com unican la gracia ex opere o p era to 89. M ás adelante tendrem os ocasión de analizar el sentido de esa definición del magisterio eclesiástico. Pero ya desde ahora hay que decir, con toda seguridad, que esa definición no se puede interpretar de tal m anera que los sacram entos se lleguen a interpretar y a practicar com o ritos sagrados que causan o comunican la gracia de D ios en la m edida en que son ejecutados con exactitud y de acuerdo con un ceremonial prescrito y detallado. D esgraciadam ente, eso es lo que ocurre, con dem asiada frecuencia, en la práctica sacramental de la iglesia: los sacerdotes y los fieles ponen su m ayor interés y preocu­ pación en que el rito se observe con toda fidelidad, porque se considera que eso es lo esencial del sacram ento. Y m ientras tanto, a casi nadie le preocupa especialmente que los participantes (o los asistentes) estén lejísimos de las experiencias fundam entales de fe que com porta esencialmente el sacram ento que se está celebrando. 2) D e lo que acabam os de decir se deduce lógicamente que los sacram entos no pueden consistir, de hecho, en servicios religiosos puestos a disposición del público. Porque cuando los sacram entos se practican de esa m anera, inevitablem ente se convierten en simples ceremonias sagradas a las que m ucha gente acude por cumplir con un precepto legal, p o r razón de la costum bre o p o r otras motivaciones, tales com o el miedo al castigo divino o la necesidad de acallar la conciencia «religiosa». Si en u n a eucaristía, por ejemplo, pueden estar todos los que llegan al templo a una h o ra determ inada, ¿cómo podemos saber que allí se está participando en el símbolo de la vida com partida, tal com o lo hem os analizado en este mismo capítulo? Si al bautism o tienen acceso todos los habitantes de un país o de una región, ¿cómo podem os estar seguros de que en el bautism o los creyentes viven la experiencia del Espíritu y la experiencia de la m uerte y resurrección de Jesús? ¿Qué queda entonces del sacramento? Pues sencillamente lo que todos sabemos: un ceremonial religioso, un rito sagrado, al que se le atribuye un a m isteriosa eficacia santificante, pero que en dem asiadas ocasiones no expresa ninguna experiencia

89. Ses. VII, can. 8: DS 1608.

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cristiana y que, por lo tanto, no es símbolo de la fe en Jesús. En tal caso, se practica un rito religioso, pero no se celebra un sacram ento cristiano. 3) O tra consecuencia im portante, que tiene estrecha relación con la anterior, es que los símbolos de la fe tienen que ser celebrados por una com unidad de fe, p a ra que sean tales símbolos. U na com unidad de fe es un grupo de personas que com parten la experiencia del seguimiento de Jesús. Es un grupo de personas, por lo tanto, que com parten la experiencia de la conversión a los valores fundam enta­ les del evangelio, la experiencia del Espíritu, la experiencia de la libertad cristiana y del am or cristiano. C uando tales experiencias no son vividas y com partidas por un grupo, no hay ni puede haber símbolos cristianos, es decir, no hay ni puede haber sacramentos. Por o tra parte, es evidente que cualquier persona que haya leído el nuevo testam ento con objetividad y sin prejuicios, estará persuadida de que las experiencias a que acabam os de aludir son inherentes a la fe cristiana. Lo que significa obviamente que una com unidad de fe no es simplemente una m asa indiferenciada de personas religiosas que acuden al templo con más o menos asiduidad. Porque la experiencia nos enseña que hay m uchas personas practicantes y religiosas que no se distinguen en la sociedad precisam ente por haber asum ido los valores fundam entales del evangelio con todas sus consecuencias. Sabemos, en efecto, que hay gente que va a m isa y luego es gente intolerante, orgullosa, dom inante, apegada al dinero y al poder, hasta el p u n to de atropellar los derechos de los m ás débiles, si es preciso. ¿Qué símbolos de la fe en Jesús pueden celebrar tales personas? Es com o si dos individuos que ni se quieren ni se conocen, se pusieran a abrazarse y hasta besarse con la m ayor efusividad del m undo. ¿Qué sentido tendrían esos abrazos y esos besos? Evidentemente, eso no sería sím bolo de nada, sino un m ero ceremonial social o una especie de ritualism o m ás o m enos convencional. Exactam ente lo que ocurre cada día en m uchas de nuestras iglesias: la gente se da la paz, se llam an «hermanos» los unos a los otros, com en del mismo pan eucaristico, pero luego casi todos se com portan como extraños los unos ante los otros e incluso, a veces, com o enemigos descarados. Se h a practicado un ritual religioso, pero no se h a celebrado un sacra­ m ento cristiano. 4) P or lo que hem os dicho hasta aquí, se com prende perfecta­ m ente que las teorías sobre la validez dogm ática de los sacram entos y sobre la licitud canónica o litúrgica de los mismos, son teorías enteram ente insuficientes cuando se tra ta de saber si la celebración de un sacram ento es auténtica o no lo es. U n sacram ento es vàlido cuando se utiliza la m ateria prescrita (agua, pan de trigo, aceite

Conclusiones

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vegetal...) y cuando se pronuncian exactam ente las palabras que constituyen la form a del sacram ento; si es que todo eso es realizado por el m inistro competente, con la intención de «hacer lo que hace la iglesia». Si se dan esos requisitos, el sacram ento es válido. Y si, además, se cum plen las norm as litúrgicas y canónicas, entonces el sacram ento no sólo es válido, sino tam bién es lícito. Pero, según lo que hemos explicado en este capítulo, bien puede ocurrir que todo eso se cum pla con exactitud, pero de tal m anera que la experiencia que viven los participantes no tenga m ucho que ver con la experiencia que com porta esencialmente el símbolo cristiano que se celebra. Entonces, el rito religioso que se practica (con validez y licitud) sirve más para ocultar la falta de verdadera fe que p ara revelar el auténtico com pro­ miso cristiano. A veces, el florecimiento de las prácticas rituales y religiosas es un auténtico ocultam iento de la falta de fe en Jesús. 5) En la iglesia hay sacram entos porque la fe cristiana com porta experiencias muy hondas y muy fundam entales en la vida de una persona. D e tal m anera que esas experiencias no se pueden ni asumir, ni expresar adecuadam ente, nada m ás que a nivel simbólico. Es decir, la fe cristiana no se expresa adecuadam ente sólo mediante ideas; ni sólo m ediante un determ inado com portam iento m oral. D e la misma m anera que el am or necesita de símbolos p ara expresarse y com uni­ carse, así tam bién la fe cristiana necesitaxle sus pmmo&.&ímbolos. Por eso, resulta inaceptab'% e ln c íu so ridicula, la postura de aquellas personas o grupos qu¿ iechazan, sin más, la celebración sacramental o simplemente la experiencia de la oración. U na com unidad que no celebra su fe en los sacram entos o que no es capaz de orar con pausa y con tiem po, es una com unidad que h a «ideologizado» su fe, que ha desnaturalizado su relación con Jesús y con los demás. Se trata, en definitiva, de u n a com unidad que prácticam ente no es una com uni­ dad de fe. 6) D e ahí la falsedad que implican las num erosas teorías, que desde hace algunos años se han puesto en circulación, para distinguir cuidadosam ente entre evangelización y sacramentalización. Porque, en el fondo, esa distinción equivale a decir que prim ero hay que lograr que la gente tenga fe, y eso es la evangelización; p ara que luego se pase a celebrar la fe m aduram ente asumida, y eso es la sacramentalización. N o cabe d uda que quienes hablan de esta m anera, denotan una incomprensión bastante acentuada de lo que es la fe, por una parte, y de lo que es el sacram ento cristiano, por otra. Porque desde el m om ento en que u n a persona tiene fe en Jesús, vive experiencias muy hondas y m uy decisivas. Lo cual quiere decir que una persona que tiene fe, realiza y expresa esa fe, no sólo en su com portam iento y en su comprom iso cristiano, sino además m ediante los símbolos en los que

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se asum e y se com unica la experiencia. C om o ha dicho acertadam ente Casiano Floristán: N o es fácil revelar la identidad del sacramento como tampoco es fácil descifrar la identidad cristiana. Lo que sí parece fuera de duda es que no es posible creer sin celebrar adecuadamente la fe, ni celebrar los sacramentos de la fe sin creer al mismo tiempo90.

Por o tra parte, esta conclusión es de suma im portancia desde el punto de vista pastoral. Pues según lo que acabam os de indicar, no resulta aceptable ni la práctica de aquellas parroquias en las que la atención se centra en adm inistrar correctam ente los ritos sacram enta­ les, ni tam poco el talante de aquellos cristianos que ponen todo su interés en los com prom isos y com portam ientos, pero para quienes la celebración sacram ental no reviste u n a im portancia decisiva, v. 7) Los sacram entos no son simplemente actos hum anos. Por supuesto que los sacram entos se basan en experiencias hum anas y son la expresión simbólica de esas experiencias. Pero al mismo tiempo hay que decir que los sacram entos son esencialmente una creación del Espíritu de D io s91. Porque la com unidad cristiana es tal com unidad y se expresa com o com unidad de fe precisamente por la acción del Espíritu (2 C or 3,2-3), hasta el punto que nadie puede ni aun siquiera decir «¡Jesús es Señor!», si no es im pulsado por el Espíritu santo (1 C or 12, 3). Este planteam iento es de sobra conocido en la teología católica y no hace falta insistir más en ello. Pero sí es im portante precisar una cuestión: la acción dé D ios se hace presente en , la experiencia hum ana del creyente; y es esa experiencia, suscitada y anim ada por el Espíritu, la que se expresa simbólicamente en el sacram ento. Por lo tanto, cuando planteam os la estructura y la esencia del sacram ento tal com o aquí lo acabam os de hacer, eso no significa en m odo alguno que neguemos la acción de Dios en la vida de fe y, más concretam ente, en la vida sacramental. Lo que ocurre es que el nuevo testam ento no da pie para hablar de los sacram entos com o ritos que «causan» la gracia. Ni siquiera para hablar de unos determ inados ritos que serían com o instrum entos por medio de los cuales D ios com unica su gracia, sea cual sea la experiencia que viva quien recibe el sacram ento. Semejante planteam iento no tiene justifi­ cación desde el punto de vista de la docum entación que nos ofrece el nuevo testam ento sobre las celebraciones sacramentales de la iglesia prim itiva. Esas teorías sobre la «causalidad» de los sacram entos se introducen en la teología m ucho m ás tarde, concretam ente en la edad 90. 91.

C. Floristán, La evangelization, tarea del cristiano, M adrid 1978, 109. Cf. O. Cullm ann, Le cuite dans Téglise primitive, Neuchätel 1948, 36.

Conclusiones

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media, a partir de Pedro Lom bardo. Pero de este asunto hablarem os m ás adelante, en el capítulo octavo. El espíritu de D ios actúa en el corazón del hom bre (R om 2,29; 5, 5; 2 C or 1, 22), en la intim idad del espíritu hum ano (R om 8,16), hasta el p u n to de que con frecuencia la p a la b ra pneuma (espíritu) resulta difícil de traducir, porque no se sabe a ciencia cierta si se refiere al Espíritu de Dios o al espíritu del hom b re92. Por o tra parte, n o h ay .n i u ñ a d o texto,del nuevo tsstapignto en virtud del cual se pueda argum entar y dem ostrar que la acción dél Espíritu está necesariam ente vinculada a la puesta en práctica de un determ inado ritual religioso. Téngase en cuenta que el texto de Jn 3, 5 («nacer del agua y del espíritu»), se ha de interpretar según el sentido simbólico que el agua tiene en el evangelio de Juan (cf. Jn 19, 34), es decir no se tra ta de un agente m aterial que causa la presencia y la inrervención del Espíritu, sino el símbolo del am or fiel y leal de D ios al hom bre (cf. Jn 1, 14). Y cuando en Tit 3, 5 se habla del baño de la regeneración y la renovación, se hace referencia expresa al Espíritu, que es el que llena al creyente, «por medio de nuestro Salvador, Jesús el Mesías». N o se trata, pues, de un rito que opera autom áticam ente un efecto santificante, sino de un símbolo que expresa la plenitud que Jesús otorga al hom bre por medio del Espíri­ tu. Y en cualquier caso —digám oslo u n a vez m ás— la cuestión clave está en com prender que sók> hay un sacram ento cristiano donde hay experiencia del Espíritu, que es la experiencia del am or y la libertad de los hijos de Dios. En resumen: D ios actúa en el sacramento, pero no por la m ediación instrum ental del rito (tal planteam iento no pasa de ser un teologúmeno de origen tardío), sino por la experiencia que vive ei creyente y m ediante esa experiencia. Y es esa experiencia interior la que se expresa simbólicamente en la celebración sacramental. 8) L a distinción entre símbolo y rito entraña otra consecuencia im portante: los ritos se pueden im poner por decreto, los símbolos no. Es decir, un ritual puede ser determ inado y legislado por una autori­ dad com petente en la materia; por eso, los rituales suelen estar m inuciosamente detallados, tan to en las palabras que se deben pro­ nunciar, com o en los gestos que se tienen que ejecutar. Porque en el ritual, aunque haya elementos simbólicos, lo determ inante y decisivo es el gesto en sí mismo y la palabra o palabras exactas que lo acom pañan. Los símbolos, por el contrario, son tales símbolos, no en virtud del decreto que los impone, sino p o r su fuerza o virtualidad intrínseca. E sta virtualidad radica en la correspondencia que existe entre la experiencia profunda, por u n a parte, y su expresión externa, Γ 92. Cf. T raduction Oecum enique de la Bible, Epitre aux romains, Paris 1967, 33-34; cf. E. K äsem ann, A n die Römer, 218.

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Los símbolos de la fe

p o r otra. D e ahí que, com o ya se ha dicho, los símbolos tienen que ser y estar socialm ente aceptados en una determ inada cultura. Porque cada cultura expresa sus experiencias fundam entales de una m anera determ inada. U n ritual se puede im poner universalmente; cuando se tra ta de los símbolos, eso no tiene sentido. Por lo tanto, la práctica establecida en la iglesia, según la cual los sacram entos son m inuciosa­ m ente detallados y están legislados h asta el últim o detalle, tiene su justificación en el hecho de que las celebraciones sacramentales son com prendidas esencialmente com o ritos, pero no son vividas com o símbolos de la fe por cada com unidad cristiana. P or eso, sin duda, los sacram entos se ven som etidos hoy a un proceso de crisis muy profun­ da: m ucha gente no ve sentido a los ritos im puestos por la autoridad religiosa. Y entonces, o los abandonan sin más; o se someten a ellos por sentim ientos de miedo, de costum bre o de presión social, es decir, po r cosas que tienen muy poco que ver con la experiencia de fe que debe caracterizar al creyente. P or lo demás, el símbolo no se inventa no se im provisa en cada m om ento. El símbolo es siempre una expre­ sión socialmente com partida y aceptada en una cultura. De ahí que, en cada cultura, los símbolos sacram entales han de tener una cierta estructura com ún y coincidente. A partir de estos criterios, se debe program ar u n a pastoral de los sacram entos que respete las caracterís­ ticas del símbolo que en cada celebración se expresa. Por lo demás, lo que se acaba de indicar no significa que en la celebración sacram ental no tenga que darse una cierta dimensión ritual, ya que, al tratarse de u n a celebración com unitaria o com parti­ d a por un grupo, debe existir un acuerdo com ún que unifique las form as de expresión simbólica. De ello hablarem os en el capítulo final de este libro.

Símbolos de libertad

ft 1.

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L os sím bolos perdidòs

Tal com o de hecho se celebran en la iglesia, los sacram entos son ceremonias religiosas reglam entadas. U na legislación m inuciosa fija taxativam ente cóm o se tiene que celebrar cada sacramento, quién está obligado a ello, cuándo y de qué m anera lo tiene que realizar, las palabras, los gestos que se tienen que observar, los días y los sitios en que se puede realizar la ceremonia. Todo, absolutam ente todo, está previsto v legislado. Y es im portante tener en cuenta que en este asunto la autoridad eclesiástica suele ser exigente, porque el Código de derecho canónico es term inante al respecto: En la confección, administración y recepción de los sacramentos se han de observar cuidadosamente los ritos y las ceremonias que se prescriben en los libros rituales aprobados por la iglesia (canon 733, 1).

D e ahí resulta que los fieles están educados según esta mentalidad. Por eso, la gente sabe que los sacram entos son un conjunto de obligaciones con las que el creyente tiene que cumplir, si es que quiere estar bien con Dios; y si es que quiere ser una persona respetable, por lo m enos en ciertos ambientes de nuestra sociedad. Y eso es así por la sencilla razón de que detrás de cada sacram ento hay unas determ ina­ das leyes que obligan estrictam ente en conciencia, tanto al que lo ha de adm inistrar com o a .quienes lo tienen que recibir. A hora bien, estando así las cosas, es evidente que cuando los creyentes se acercan a recibir los sacram entos, tienen la experiencia de haber cum plido con una obligación. Es decir, sean cuales sean las teorías que los teólogos tengan acerca de lo que es cada sacramento, el

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Símbolos de libertad

hecho es que la experiencia inm ediata y concreta de los fieles, cuando se tra ta de los sacram entos, es que éstos constituyen un conjunto de obligaciones y deberes que con frecuencia resultan bastante pesados. Y la consecuencia obvia que de ello se sigue es que el cristiano medio vive los sacram entos, no com o experiencias de libertad, sino como experiencias de obligación. L a gente sabe, en efecto, que un buen cristiano tiene que bautizar a sus hijos, tiene que ir a misa cada dom ingo, tiene que confesarse cuando la iglesia lo m anda, tiene que casarse por la iglesia. Y así sucesivamente, hasta la últim a de las obligaciones que hay establecidas en los libros de liturgia, de derecho canónico y de teología m oral. Consecuencia: los sacram entos se pueden considerar, con todo derecho, com o símbolos perdidos. Porque, en realidad, se tra ta de eso: de símbolos que han perdido sus posibilidades de asumir y de expresar la experiencia cristiana esencial, que es la experiencia de la libertad. Y en lugar de eso, lo que el com ún de los fieles experimenta cuando se habla o se piensa en los sacram entos es sencillamente lo que está m andado, lo obligatorio, lo im puesto por la norm a establecida. A la vista de lo que acabam os de indicar, se puede decir que en este capítulo vamos a tocar la cuestión esencial de todo el tratado sobre los sacramentos. Y ello por dos razones, la una de orden estrictam ente doctrinal, la o tra de tipo m ás bien práctico o pastoral. En cuanto a la razón de orden doctrinal, la pregunta que hay que hacerse es clara: ¿cuál es la experiencia cristiana m ás fundam ental? O dicho de o tra m anera, ¿en qué consiste la experiencia m ás esencial y decisiva de la fe en Jesucristo? La cuestión es capital, porque si hemos dicho que los sacram entos son símbolos, y que los símbolos son la expresión de nuestras experiencias más hondas y decisivas, entonces es lógico preguntarse qué es lo que tienen que simbolizar los sacra­ m entos cristianos. H e aquí la cuestión de fondo que vamos a tratar en este capítulo. Pero hay otra razón, que es tam bién im portante. Se tra ta del problem a pastoral. L a crisis de los sacram entos no tendrá solución m ientras las cosas sigan com o están. Porque el problem a no está en el ritual que se emplea, sino en el símbolo que las personas viven y experimentan. D icho de o tra m anera, el problem a no está en que las palabras o los gestos, que constituyen el ceremonial, sean más o m enos adecuadas p ara nuestra generación o p a ra la generación que nos vaya a suceder. El problem a, por tanto, no se resuelve cam biando los ritos, las oraciones o los cantos. Todo eso ayuda hasta cierto punto. Pero sólo eso, hasta cierto punto. Y la prueba está en que, desde hace algunos años, se vienen haciendo cam bios y más cambios, ensayos y m ás ensayos, en las liturgias sacramentales, pero de sobra

E l miedo a la libertad

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sabemos que con los cam bios y los ensayos se consiguen unos efectos positivos que, a la ho ra de la verdad, resultan m ás bien limitados. Los nuevos rituales del bautism o, de la penitencia o del m atrim onio, por ejemplo, n o han resuelto los problem as de fondo que existen en esos sacramentos. Y es que el verdadero problem a está en que, como acabam os de indicar, los sacram entos han venido a ser símbolos perdidos, es decir, símbolos que no expresan lo que tienen que expresar. Y por eso, m ientras las cosas sigan así, por más imaginación que le echemos al asunto y por m ás teorías que inventemos sobre todos y cada uno de los sacramentos, podem os estar seguros de que la crisis sacram ental no se soluciona.

2.

E l miedo a la libertad

Pero, en realidad, ¿es tan im portante y tan esencial el problem a de la libertad? ¿es eso u n a cosa tan fundam ental com o para decir que constituye la cuestión clave de to d o el tra ta d o sobre los sacramentos? Es lógico que nos hagam os estas preguntas. Porque la experiencia nos enseña que, en la predicación eclesiástica, no ha sido presentada la libertad com o algo tan esencial en la vida cristiana. M ás bien, si acaso, se puede decir todo lo contrario. C om o bien sabemos, la predicación que norm alm ente se ha hecho en la iglesia ha presentado a la libertad com o el origen del mal en el m undo, ya que, según se ha dicho, el pecado vino al m undo porque el hom bre fue libre para optar por D ios o contra Dios. D e ahí que la libertad h a sido vista principal­ mente com o fuente del mal, es más, com o el origen de todo mal. De donde se h a sacado la conclusión: lo m ejor que podem os hacer con la libertad es lim itarla y recortarla, p ara que no siga produciendo estragos en la hum anidad. L a libertad, p o r consiguiente, se h a consi­ derado com o un peligro que debe ser vigilado, controlado y, en la medida de lo posible, sometido y dom esticado. A partir de este planteam iento y con vistas a ese control de la libertad, se ha organiza­ do la educación, la form ación hum ana y religiosa, la organización cívica, el funcionam iento de las instituciones y, en general, la vida familiar, social y política en su conjunto. Y es evidente que la religión, con sus norm as, leyes y prácticas sacramentales, ha influido decisiva­ mente en to d a esta com prensión global de la vida y del hom bre en la sociedad. El m iedo a la libertad ha estado bien organizado, docum entado con doctrinas del más alto valor trascendente, codificado en leyes que por ser sagradas se han considerado absolutam ente intocables e indiscutibles, sancionado con castigos de este m undo y del otro. El

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Símbolos de libertad

miedo a la libertad ha sido uno de los pilares de nuestra cultura, soporte decisivo de nuestras instituciones, fundam ento de la convi­ vencia hum ana tal com o de hecho ha sido organizada. Sin el miedo a la libertad, nuestra sociedad n o sería lo que es. Por eso hoy, cuando la gente parece que va perdiendo el miedo a la libertad, a todos nos entra m ás miedo. Porque tenem os la impresión de que nuestra cultura se derrum ba y de que h asta nuestra seguridad personal se ve seriamente am enazada. P or eso se com prende que en la actualidad se hayan aliado m isteriosam ente y hasta sorprendentem ente el miedo a la libertad con el deseo y el ansia por ser libres. Y es que, en la cultura m oderna, cuando m ás se habla de libertad, estamos asistiendo a un impresio­ nante proceso de dom esticación y som etimiento a todos los niveles. En un libro bien co n o cid o 1, Erich From m hace notar cóm o la estructura de la sociedad m oderna afecta sim ultáneamente al hom bre de dos m aneras: por un lado, lo hace más independiente y más crítico, otorgándole una m ayor confianza en sí mismo, y por otro lado, m ás solo, aislado y atem orizado2. D e donde resulta que «si bien el hom bre se ha liberado de los antiguos enemigos de la libertad, han surgido otros de distinta naturaleza: un tipo de enemigo que no consiste necesariam ente en alguna form a de restricción exterior, sino que está constituido por factores internos que obstruyen la realización plena de la personalidad»3. D e ahí que: N os sentimos orgullosos de que el hom bre, en el desarrollo de su vida, se haya liberado de las trabas de las autoridades externas que le indicaban lo que debía hacer o dejar de hacer, olvidando de ese m odo la im portancia de autoridades anónim as, com o la opinión pública y el «sentido común», tan poderosas a causa de nuestra profunda disposi­ ción a ajustarnos a los requerim ientos de to d o el m undo, y de nuestro no m enos profundo terro r de parecer distintos de los dem ás4.

En el fondo, se trata del enfrentam iento y la lucha que experimen­ ta todo hom bre en su intim idad m ás profunda. Enfrentam iento y 1. E. From m , E l miedo a la libertad, Buenos Aires 1977. Este mismo autor cita com o obras im portantes sobre el tem a, ante todo, la colección de trabajos editados y dirigidos por R. N. Anshen, Freedom. Its meaning, New Y ork 1940; y tam bién K . Steuem ann, Der M ensch a u f der Flucht, Berlin 1932. Tam bién se pueden encontrar interesantes elementos de juicio en el artículo de J. G abel, Totalitarismo y huida frente a la libertad, en Sociología de la alienación, Buenos Aires 1973, 91-97. Será útil tam bién consultar el interesante escrito de K.. R ahner, Freiheit und Manipulation in Gesellschaft und Kirche, M ünchen 1970. 2. E. From m , o. c., 173. 3. Ibid., 137-138. 4. Ibid., 138.

El miedo a la libertad

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lucha entre el deseo de libertad, p o r u n a parte, y el m iedo a la libertad, p o r o tra parte. P orque la libertad es, a un tiempo, la aspiración suprem a y la carga m ás pesada que tenemos que soportar los m orta­ les. En este sentido, el nysm o From m se pregunta:

i)

¿Puede la libertad volverse una carga dem asiado pesada p ara el hom ­ bre, al punto que trate de eludirla? ¿cómo ocurre entonces que la libertad resulta p ara m uchos una m eta ansiada, m ientras que para otros no es m ás que una amenaza? ¿no existirá tal vez, jun to a un deseo innato de libertad, un anhelo instintivo de sum isión?5.

L a respuesta a estas cuestiones es que, efectivamente, la gente le teme a la libertad, porque le teme a la soledad, al aislamiento y a la inseguridad. A hora bien, la cultura m oderna fom enta estos senti­ m ientos de m aneras m uy diversas y con mecanismos que resultan extrem adam ente eficaces. La gente se siente hoy más insegura que antes y m uchas veces m ás solitaria y m ás desam parada que nunca. La política, la econom ía, la familia, la religión, las instituciones en general, parecen resquebrajarse por todas partes y con frecuencia tenemos la impresión de que el terreno se nos mueve debajo de los pies. N o se trata de hacer aquí un análisis de los factores determ inan­ tes de esta situación. Todos, de una m anera o de otra, la conocemos por propia experiencia y la sufrimos con todas sus consecuencias. Y eso es lo que explica, entre otras cosas, la existencia de movimientos políticos de tipo dictatorial y totalitario que en nuestro siglo han contado, y siguen contando, con num erosos adeptos a veces bastante fanatizados. El ejemplo de la A lem ania nazi en los pasados años treinta es elocuente en este sentido: millones de personas, en Alema­ nia, estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron en com batir por ella; en lugar de desear la libertad, buscaban cam inos p ara rehuirla, m ientras otros millones de indivi­ duos perm anecían indiferentes y no creían que valiera la pena luchar o m orir en su defensa6. Se podrían poner otros ejemplos en este mismo sentido. Pero no hace falta, porque son de sobra conocidos. A hora bien, a la vista de estos hechos, lo im portante aquí está en caer en la cuenta del influjo que tienen estos mecanismos anti­ liberadores en la vida de los cristianos y, m ás concretamente, en la existencia de la iglesia. Tam bién el creyente, com o tal creyente, se siente am enazado y solo m uchas veces. Tam bién el creyente, por lo tanto, experim enta el deseo suprem o de la libertad mezclado inevita­ blemente con el m iedo a la libertad. ¿Por qué la teología de la 5. 6.

Ibid., 31. Ibid., 29.

]

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Símbolos de libertad

liberación ha suscitado tantas esperanzas y, al mismo tiempo, tantos enfrentam ientos? Es verdad que en ese asunto se han visto com plica­ dos otros m otivos de carácter ideológico, político o social. Pero no cabe d u d a que, en el fondo, nos encontram os siempre con el eterno miedo a la libertad. P or eso, en nuestros días, una iglesia que dicta norm as y leyes es u n a cosa bien recibida y deseada por determ inados sectores de la población. Porque una iglesia así, libera a la gente del fardo pesado de la libertad, d a seguridad y tranquiliza, no sólo religiosamente, sino incluso social y políticam ente a aquellas personas que, por la razón que sea, se sienten a gusto con los regímenes au toritarios que m antienen un determ inado orden de cosas, aunque eso sea a costa de recortar o incluso anular determ inados derechos o libertades de las personas. D esde este punto de vista, se com prende que la carga pesada de obligaciones que son de hecho las prácticas sacramentales, es una carga que m ucha gente quiere seguir soportando. Y la soportan con gusto. Porque eso les libera de la libertad. Es decir, eso les libera de una responsabilidad que seguram ente no están dispuestos a asumir. L a iglesia, que después del concilio V aticano II ha sido más libre y liberadora, h a provocado un desconcierto alarm ante ante muchas personas. Esas personas añoran la iglesia de antes. Y suspiran por un papa, unos obispos y un clero que im pongan norm as claras, que dicten verdades concretas, que castiguen a quienes se tom en determ i­ nadas libertades. Siempre nos encontram os con el mismo problema: el eterno problem a de la libertad com o prom esa y de la libertad como am enaza; la prom esa más grande y la am enaza m ás seria. La prom esa y la am enaza que en el ám bito de lo religioso se hacen sentir con particular fuerza, sin d uda con m ás fuerza que en ningún otro espacio de la existencia hum ana.

3.

L a estrategia de la institución

Pero, en definitiva, ¿es que el miedo a la libertad no es una cosa seria y respetable, que debem os tener siempre en cuenta precisamente para nuestro bien? ¿es que el miedo a la libertad es necesariamente algo m alo y detestable? ¿no es, por el contrario, una manifestación m ás del instinto de conservación que nos es innato? ¿se puede decir, sin más, que la libertad es siempre buena y se puede, por consiguiente, erigir en valor absoluto? A lo largo de este capítulo — así lo esperamos— el lector encontra­ rá una respuesta satisfactoria a estas preguntas. Y es precisamente p ara eso, p ara encontrar esa respuesta satisfactoria, por lo que vamos

La estrategia de la institución

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a empezar hablando de la estrategia institucional, es decir del m eca­ nismo y de los procedim ientos en virtud de los cuales se recorta, se lim ita y hasta se llega a anular la libertad. D esde este punto de vista, la pregunta que surge espontáneam ente es clara y sencilla: ¿Cóm o se controla la libertad en la práctica concreta de la vida? Com o bien sabe todo el m undo, la libertad se controla m ediante el poder. Y el poder ejerce su control m ediante la ley. N aturalm ente, aquí no vamos a discutir si la ley es buena o m ala, si en la sociedad debe haber o n o debe haber leyes. Aquí no estamos tratando un problem a de organización social o política; y menos aún un problem a que pertenece a la filosofia del derecho. L a cuestión que aquí nos interesa es una cuestión estrictam ente religiosa y, más concretam ente, una cuestión estrictam ente cristiana. Y bien, desde ese pun to de vista, ¿en qué consiste la estrategia de la institución para controlar la libertad de los creyentes? Al tratar precisamente de los sacram entos, el Código de derecho canónico dice: Puesto que todos los sacramentos, instituidos por nuestro Señor Jesu­ cristo, son los principales medios de salvación y de santificación, se ha de tener la m ás grande diligencia y reverencia en adm inistrarlos y recibirlos opo rtu n a y rectam ente (canon 731, 1).

La lógica del canon es perfectam ente comprensible: los sacram en­ tos son los medios m ás im portantes que Jesucristo ha puesto a disposición del hom bre, p ara que éste obtenga su salvación y su santificación. Por lo tanto, el hom bre ha de adm inistrarlos y recibirlos con la m ás grande fidelidad y exactitud. D e ahí las norm as y leyes que tienden precisamente a eso, a que el hom bre ponga en práctica lo más exactamente posible esos m edios privilegiados, que son los que lo salvan y lo santifican. Según esta m anera de pensar, los sacram entos son mediaciones establecidas p o r Jesucristo. M ediaciones entre Dios y el hom bre y por las que el hom bre tiene que pasar, si es que quiere llegar a Dios. Lo cual quiere decir que los sacram entos son cosas obligatorias; obliga­ ciones a las que el cristiano tiene que someterse, porque en ellas se expresa y se com unica la gracia de Dios y, en definitiva, el am or de Dios. A hora bien, esto significa dos cosas. En primer lugar, que los sacramentos simbolizan p ara el hom bre lo obligatorio, lo que se impone a la conciencia en virtud de u n a ley sagrada y suprema. En segundo lugar, que los sacram entos simbolizan lo obligatorio en cuanto que a través de la Obligación cum plida se transm ite la gracia de Dios y, en definitiva, elramor de Dios. Es decir, el am or pasa por la

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Símbolos de libertad

ley. Y p o r lo tan to , la ley es la m ediación m ás im portante del amor. El sacram ento, hecho ley exigente y obligante, es el medio, el canal y el conducto del am or. He aquí la lógica del discurso canónico y eclesiás­ tico. H e aquí, p o r tan to , la estrategia de la institución. L a estrategia que se traduce en el entram ado m inucioso y detallado de las norm as litúrgicas, canónicas y m orales que tiene que cum plir todo católico que pretenda obtener la salvación y la santificación, es decir la am istad con Dios. E sta lógica del discurso institucional entraña una secuencia, una verdadera concatenación de experiencias. A nte todo, la experiencia de lo que está dispuesto y ordenado, lo que está m andado, es decir lo que está legislado y, p o r tanto, lo obligatorio. A partir de esa prim era experiencia, el fiel católico accede a la experiencia principal, la expe­ riencia de sentirse aceptado y querido p or Dios; y la experiencia tam bién de que él quiere a Dios. D e ahí, la paz en la conciencia ante el deber cum plido. El cristiano que observa exactam ente las ceremonias eclesiásticas, experim enta lógicamente el desagrado de quien tiene que cumplir con una obligación pesada; pero al mismo tiempo experimen­ ta tam bién la satisfacción de quien siente cercano y casi tangible el am or de D ios y el am or a Dios. Esta doble experiencia, la experiencia del am or y la experiencia de lo obligatorio (porque es lo legislado), pos descubre hasta la evidencia en qué consiste la estrategia de la institución, en un sentido concreto, a saber: la obra m aestra del poder consiste en hacerse am ar, de tal m anera que así se propaga la sumisión, que llega a convertirse y mistificarse, entre grandes sectores de la población, en verdadero deseo de sum isión7. Y es lógico que así suceda, habida cuenta de las prem isas que hemos explicado, ya que, en la lógica de la institución tal com o está organizada, la experiencia del am or pasa necesariamen­ te por la ley, por el som etim iento a la ley, de tal m anera y hasta tal punto que am ar viene a ser igual a someterse. D e donde resulta que la ley viene a erigirse en una especie de ídolo, hacia el que los adeptos orientan y dirigen un am or sin fin. P or eso, la divinización práctica (no necesariam ente teórica) del poder resulta esencialmente constitu­ tiva de la burocracia institucional. Y es m ediante esa divinización com o los sujetos disfrutan de la tranquilidad y de la seguridad que les proporcionan los jefes, es decir, los representantes de la ley8. M ucha gente se convence así de que el poder es absolutam ente bueno, por la sencilla razón de que cuanta m ás sumisión haya, hay más am or, más 7. Cf. P. Legendre, L'amour du censeur, París 1974, 5; Sobre este asunto, cf. C. Domínguez, M ea culpa, mea culpa, mea maxima culpa: Proyección 26 (1979) 119-133. 8. Cf. P. Legendre, Jouir dupouvoir. Traite de labureaucratiepatrióte, París 1976,13.

L os profetas fracasados

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seguridad, más tranquilidad y más paz. P or este procedimiento, y por él solo, la censura llega a ser auténticam ente efectiva y, por lo tanto, ap ta p ara m anipular a los sujetos, hasta hacerles am ar el sometimien­ to, com o el verdadero sustituto del deseo o, en otras palabras, com o el verdadero sustituto de las aspiraciones m ás profundas de la persona9. Por lo demás, todo este planteam iento no significa que la vida cristiana se tenga que realizar fuera de toda institucionalización; la vida cristiana es esencialmente vida com unitaria y sabemos que la vida de una com unidad com porta una cierta organización institucio­ nal. Pero de este asunto hablarem os m ás adelante. 4.

L os profetas fracasados

De lo dicho resulta que la ley, concretam ente la ley religiosa, ocupa el lugar privilegiado, el puesto central, en la relación del hom bre con Dios. Porque, a partir de lo que hemos dicho en el núm ero anterior, la conciencia del com ún de los fieles está conform a­ da de tal m anera que, de hecho, la m edida de la relación con D ios es la ley. Es decir, se tiene el convencimiento de que una persona está tanto más cerca de D ios cuanto m ás fielmente observa la ley. L a ley es, por tanto, la m ediación necesaria entre D ios y el hombre. Com o es bien sabido, esta form a de conciencia —la conciencia que pone a la ley en el centro de la vida religiosa— no ha sido un invento de la iglesia. El m odelo ejemplar de esta form a de conciencia es la m entalidad farisaica. E sta m entalidad es central en la problem á­ tica que nos presenta el nuevo testam ento: aparece fuertemente desta­ cada en los enfrentam ientos de Jesús con sus adversarios; y en las polémicas de Pablo con los judíos. Por eso, antes de seguir adelante, conviene decir algo sobre el movim iento fariseo. Los fariseos fueron un m ovim iento de seglares piadosos, cuyo origen se rem onta al siglo segundo antes de Cristo. Este m ovimiento tuvo sus antecesores en los jasideos, del tiempo de los macabeos. Com o grupo organizado, aparecen bajo Juan H ircano II (135-104 a. C.). En su origen fueron un m ovim iento de oposición a los príncipes sacerdotes asm oneos, por la m undanización política de éstos, ya que los fariseos querían u n a religiosidad pura. D e ahí el nom bre de «separados» (periSÉ ayya)10. Pero el origen rem oto del m ovim iento fariseo hay que buscarlo más atrás. D e hecho, sé rem onta a los tiem pos del exilio (siglo VI a. C.) y más concretam ente a la figura de Esdras (siglo Y a. C.). Esdras 9. 10.

Cf. P. Legendre, V am òur du censeur, 107. Cf. M . J. Lagrange, Le, judaisme avant J. Christ, Paris 1931, 268-301.

230

Símbolos de libertad

es u n personaje de singular im portancia p a ra com prender la evolu­ ción de las ideas religiosas, concretam ente en lo que se refiere a la im portancia y al significado de la ley en el judaism o. Porque es precisam ente a p artir de Esdras cuando se acentúa progresivamente la tendencia a supervalorar la ley en Israel, colocándola en el centro de la vida religiosa del pueblo. N o vam os a analizar aquí las causas de tipo histórico que determ i­ naron la im portancia que adquirió la figura de Esdras y el influjo que tuvo este personaje en la m entalidad religiosa de Israel i 1. M ás im por­ tante que eso será destacar un pu n to que es, sin duda, esencial en todo este asunto: en el judaism o se fue im poniedo la idea, a partir del exilio, de que la acción y la denuncia de los profetas había sido un fracaso. Porque aquellas denuncias proféticas sobre la necesidad de practicar el bien y aborrecer el mal no habían sido capaces de levantar al pueblo de su postración p ara llevarlo a la prosperidad, sino que, por el contrario, to d a aquella palabrería profetica había desembocado en la ru in a y en el destierro. D e ahí parece que se llegó al convencimiento de que era necesario concretar las antiguas exigencias proféticas, de carácter dem asiado general, en una form a codificada y legal que fijara las obligaciones de los ciudadanos ante Dios. Com o se ha dicho muy bien: Al plantearse el problema de cómo hacer la voluntad de Dios, los fariseos hubieron de enfrentarse con el fracaso de los grandes profetas, con su impotencia para convertir al pueblo y con el hecho de la deportación, que, según la creencia general, fue el castigo de Dios por los pecados de Israel. A la vista de esto, se propusieron realizar la ética de los profetas reduciéndola a una ética de pormenor, detallista12. Así pues, a partir del siglo quinto antes de Cristo, se impone progresivam ente en Israel la idea según la cual lo que esencialmente distingue a este pueblo de los dem ás pueblos es que posee la léy de Yahvé. En adelante, Israel es el pueblo de la ley. Por este camino, la ley entera pasó a ser criterio del judaismo. Si la mirada sacerdotal retrospectiva hacia el pasado había exaltado la figura de Aarón, el patriarca de los sacerdotes, también Moisés, que nunca había sido olvidado, alcanzó ahora toda su excepcional impor­ tancia y, desde luego, no el Moisés liberador y salvador, ni el Moisés profeta, sino el Moisés legislador13. 11. U n buen estudio sobre este punto en M. N oth, Historia de Israel, Barcelona 1966,289-291. 12. Cf. P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, M adrid 1969, 369. 13. D. Arenhoevel, E l período postexílico, en J. Schreiner (ed.) Palabra y mensaje del antiguo testamento, Barcelona 1972, 339-340.

E l precio de la ley

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E n adelante, pues, será la ley la que fijará los rasgos característicos del judío com o individuo y com o p u e b lo 14. A p artir de este planteam iento, conviene, quitarse de la cabeza la idea, corrientem ente adm itida, según la cual los fariseos fueron vina . gente depravada. T odo lo contrario. Ellos fueron hom bres de una religiosidad em inente y de una generosidad ejemplar en su empeño religioso. Entonces, ¿en qué estuvo el fallo de estos hombres? Sencilla­ mente, en que p a ra ellos la revelación de D ios es la ley y la ley es la revelación de Dios. A h o ra bien, al identificar de tal m anera la revelación con la ley, la consecuencia lógica que dedujeron es que lo m ás grande que puede hacer el hom bre es observar y cum plir la ley. P or consiguiente, la T o rà se sitúa en el centro mismo de la relación del hom bre con su Dios. Pero, com o p o r o tra parte, la T orà no puede prever todos los casos y situaciones posibles que se le presentan al hom bre en su vida, entonces se hacía enteram ente necesaria la aplica­ ción de la ley a cada caso y a cada situación. Esa aplicación, sin embargo, no se podía dejar al arbitrio del sujeto, sino que tenía que estar tam bién fijada en u n a legislación. Así surgió la halachach, que era la aplicación de la norm a de la T orà a cada caso, y que tenía el mismo valor que la Torà. Precisamente, la función de los rabinos (maestros de la ley) consistía en hacer la interpretación auténtica de la T orà a cada situación concreta y a cada caso singular. Y esto se hacía de tal m anera — insistam os una vez m ás en ello— que cada prescrip­ ción de la halachach se consideraba que tenía exactamente el mismo valor que la Torà. U n rabino decía: «Todo lo que un discípulo inteligente pueda enseñar en adelante, en presencia de su rabino, fue revelado ya a M oisés en el Sinaí» *5.

5.

El precio de la ley

Todo lo que hem os dicho hasta aquí sobre la ley tiene un funda­ mento último: la c o n c e d a religiosa es esencialmente heterónom a. Es decir, la conciencíal es tanto m ás perfecta cuanto m ás niega y reniega de su autonorm a. En consecuencia, toda decisión hum ana tiene que estar determ inada y prescrita, no p o r la autodeterm inación del sujeto, sino p o r la prescripción de una norm a escrita y fijada en una determ inada codificación legal. El hom bre no puede, en ningún momento, guiarse p o r la autodecisión que b ro ta de él mismo, sino por la heterodecisión que ha sido fijada por D ios mismo en una norm atii 14. 15.

Cf. P. Ricoeur, o. c.\ 393. Cf. Tr. H erford, The pharisees, New Y ork 1924, 85.

232

Símbolos de libertad

va; o p o r quien tiene autoridad divina p ara aplicar esa norm a a cada caso y a cada situación. D e ahí que lo m ejor es que to d a la vida esté dom inada p o r la ley. Y de ahí que lo mejor que puede hacer el hom bre es observar la ley, cum plirla hasta el últim o detalle. C uanto m ás ley y cuanto m ás observancia legal haya, tan to mejor, porque así el hom bre depende m ás de D ios y de esa m anera se hace tan to más perfecto. En principio, este planteam iento parece enteram ente correcto. Porque si D ios es D ios y el hom bre es el hom bre, lo m ejor que puede y debe hacer el hom bre es someterse a Dios, obedecer a Dios. Y parece lo m ás obvio que el m ejor cam ino y el m ás seguro para obedecer y someterse es cum plir la ley de Dios. H e ahí lo m ás noble y lo m ás seguro que puede hacer el hom bre. A¡sí, y sólo así, parece que D ios queda en su lugar; y el hom bre en el su|yo. Por eso, cuando se tra ta de las prácticas religiosas, lo m ejor y lo m ás seguro que puede hacer el creyente es observar con la m ayor exactitud posible las norm as rituales y las leyes litúrgicas establecidas. Sólo de esa m anera los sacram entos se celebran com o D ios m anda. Y com o el hom bre necesita. En principio, no cabe duda que este planteam iento parece el único razonable y sensato. Sin em bargo, p o r poco que se piense en todo este asunto, enseguida descubre uno las consecuencias verdaderam ente graves que se deducen inevitablemente de esa m anera de pensar y, sobre todo, de proceder. En efecto, u n a vez que se ha establecido la ley com o la m ediación absolutam ente im prescindible entre Dios y el hom bre, es decir, una vez que se h a aceptado el criterio según el cual el único cam ino p ara agradar a Dios es la observancia de la ley, de ahí se siguen cuatro consecuencias: 1 ) En prim er lugar, desde el m om ento en que se acepta que la ley tiene ese papel en la vida religiosa del hom bre, todo el problem a de la conciencia se centra inevitablem ente en la idea de transgresión: lo que la conciencia tiene que hacer es evitar la transgresión de la ley. A eso se reduce esencialmente su función específica. Y de ahí se sigue que todo el ser y el quehacer de la conciencia queda orientado a que el hom bre deje de ser m alvado y sea justo, es decir, observante de la ley. Según eso, «la polaridad del ju sto y del m alvado» es la característica esencial de la conciencia16. 2) La segunda consecuencia es que la conciencia se orienta prim ordialm ente y casi necesariam ente hacia la idea de mérito. «El m érito es el sello del acto justo, com o una cualidad de la voluntad bu en a» 17. P or consiguiente, la actividad de la conciencia está orienta-

16. P. Ricoeur, o. c., 403.

E l precio de la ley

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d a hacia el acrecentam iento personal del propio m érito. O dicho de o tra m anera, la actividad de la conciencia está orientada hacia el propio sujeto, no hacia lo que es gratificante y beneficioso p ara los demás. En, el fondo, se tra ta de una form a de conciencia que fom enta el egoísmo m ás raim ado. 3) L a tercera consecuencia es que cuando la conciencia está esencialmente determ inada por la ley, esa conciencia term ina por dar la misma im portancia a lo grande que a lo pequeño. En teoría, por supuesto, nadie dirá que las cosas deben ser así. Pero, en la práctica, resulta inevitable que la conciencia, cuyo criterio esencial es la ley, no termine por mezclar lo grande y lo pequeño, dando prácticam ente la misma im portancia a unas cosas que a otras. D e hecho, sabemos que el fariseísmo d ab a la m ism a im portancia a los preceptos de la T orà que a las norm as de la halachach. P ara el fariseo p uro y auténtico, lo mismo era, en la práctica, quebrantar un m andam iento del decálogo que dejar dé cum plir una de las m uchas m inucias que habían fijado los rabinos, por ejemplo d ar más pasos que los debidos en sábado u otras cosas p o r el estilo. 4) L a cu arta consecuencia es m ás grave, sin d uda la m ás grave de todas. Se tra ta de que la conciencia que está esencialmente orientada por la ley, cuando llega la hora de la verdad y en la práctica concreta de la vida, term ina por d ar m ás im portancia a lo secundario que a lo principal. Es decir, u n a conciencia centrada en el cumplimiento de la ley d a m ás im portancia a lo pequeño que a lo grande. Y eso por una razón que se com prende fácilmente: el am or, que es lo verdaderam en­ te grande y lo principal, no es codificable en u n a norm ativa legal. Así nos lo dice la experiencia. Y así resulta de la m ism a naturaleza del amor, ya que am ar a alguien es lo m ism o que vivir u na experiencia original, que no es tem atizable en ideas, norm as y preceptos, sino que es esencialmente u n a experiencia espontánea de carácter intuitivo. D e ahí resulta que, al n o ser codificable el am or, y al ser perfectamente reglamentable todo lo demás, el am or pasa a segundo término, m ientras que lo dem ás ocupa el prim er puesto en las preocupaciones de la conciencia. P or o tra parte, lo decisivo en la experiencia del am or no es evitar la transgresión, sino el riesgo de la entrega sin límites ni reservas. De ahí que cuando la conciencia está polarizada por la idea de la transgresión, la persona llega a incapacitarse p ara am ar, porque toda la obsesión se centra en cum plir norm as y en evitar transgresio­ nes, m ientras que lo verdaderam ente grande de la vida, que es la entrega al Otro (con todos los riesgos que eso com porta), pasa totalm ente inadvertido; o incluso to d o eso del am or y la entrega llega a ser visto com o u n a cosa sospechosa, ya que en n o pocas ocasiones lo que exige el am or puede entrar en conflicto o en concurrencia con lo

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Símbolos de libertad

que está legislado. Las exigencias que b rotan espontáneam ente de la experiencia afectiva son absolutam ente imprevisibles y no sabemos hasta dónde nos pueden llevar, m ientras que la ley es clara y term i­ nante, fija exactam ente los límites de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar. D e ahí que el am or es esencialmente arriesgado, m ientras que la ley es segura. P or eso se com prende que m uchas personas se aferren a la ley y se desentiendan prácticam ente de lo que exige el am or con todas sus consecuencias. A h o ra bien, si tom am os m uy en serio estas cuatro consecuencias, se com prende fácilmente que la conciencia legal, es decir, la concien­ cia que está orientada esencialmente p o r la observancia de la ley, es una conciencia en la que se dan estas tres características: 1) ante todo, es inevitablem ente u n a conciencia atorm entada, ya que todo su foco de atención está orientado hacia la transgresión: lo que interesa y lo que preocupa es evitar a to d a costa la transgresión. Pero com o las posibles transgresiones son infinitas, resulta prácticam ente inevitable que la conciencia term ine p o r vivir atorm entada; o por el contrario, lo que bien puede ocurrir es que la conciencia acabe entregándose al laxismo y a la indiferencia, cuando ve que la carga de las obligaciones le resulta dem asiado intolerable. L a experiencia nos enseña que estos dos peligros son el pan de cada día en la vida m oral y religiosa· de m ucha gente; 2) en segundo lugar, se tra ta de una conciencia egoís­ ta, porque, com o hem os dicho, es una conciencia que está fundam en­ talm ente orientada hacia la consecución del mérito: lo que centra la atención es la autorrealización personal, el progreso de lo meritorio. P or o tra parte, com o lo codificado en la ley es algo objetivamente fijo y concreto, ese egoísmo se m anifiesta en form a de búsqueda de seguridad. D e ahí que esta form a de conciencia es propia de personas inseguras y a veces neurotizadas, cuya expresión suprem a es el escrú­ pulo religioso; 3) finalm ente, esta form a de conciencia es una con­ ciencia pervertida, ya que a veces se le da la m ism a im portancia a lo principal y a lo secundario; y con frecuencia, lo secundario pasa a ocupar el prim er puesto, m ientras que el am or y la justicia se m argi­ nan, se olvidan en la práctica o incluso se consideran como cosas peligrosas. En este sentido, los evangelios nos cuentan cómo Jesús se tuvo que enfrentar, con frecuencia, a los fariseos precisamente a causa de esta perversión: las exigencias del am or eran prácticam ente olvida­ das o incluso m enospreciadas, m ientras que lo accesorio ocupaba el centro de las atenciones (cf. M t 23,23-24; M e 7, 8-13; Le 10,25-37; cf. tam bién M t 15,1-20; Le 11, 37-44). Y la experiencia nos enseña cóm o es frecuente que la gente «religiosa» y observante de la ley se aferre a cosas m ás o m enos pequeñas, com o son rezos, ayunos, observancias rituales y tradiciones, m ientras que se desentienden prácticam ente, y a

El precio de la ley

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veces m uy gravemente, de am ar a los demás. Se repite entonces la perversión de los fariseos: lö secundario pasa a ser lo que m ás agobia y preocupa a la conciencia, m ientras que lo fundam ental queda prácticam ente m arginado o incluso es atropellado seriamente. Es el caso de personas que experim entan una especie de irritación instintiva cuanao se queorantan determ inadas norm as litúrgicas, m ientras que en realidad no sienten la misma irritación ante el sufrimiento y la desgracia de m uchos ciudadanos. L a ley, no cabe duda, d a seguridad a la conciencia, libera de muchos m iedos y de no pocos riesgos, ofrece siempre la impresión de estar en lo cierto, en el recto camino, con la certeza de que al cumplir la ley se está haciendo lo m ejor que se puede hacer. Todo esto obviam ente resulta gratificante. Pero, después de lo que hemos visto acerca de lo que entraña la conciencia legal, es evidente que el precio que se cobra la ley, a cam bio de la seguridad que da, es demasiado alto. Porque no se tra ta solamente de que, al propagarse la conciencia legal, se propaga inevitablemente la infelicidad y hasta el torm ento de m uchas personas. Se tra ta de algo m ás grave aún: con la conciencia legal se p ro p ag a el m ás refinado y sutil egoísmo, el repliegue de cada conciencia sobre sí misma, se propaga el distanciam iento de las personas y la consiguiente soledad, se propaga, sobre todo, la aten­ ción y el interés p o r cosas que no responden a las exigencias profun­ das de cada corazón h rm a n o en cada situación concreta, m ientras que lo verdaderam ente (Riportante, que es el am or y la libertad de los hijos de Dios, queda insensiblemente m arginado o incluso práctica­ mente atropellado. P ara term inar será conveniente indicar — nada m ás indicar— las consecuencias que la conciencia legal acarrea cuando se enseñorea de la vida sacram ental. Los sacram entos, entonces, se celebran con la más exacta fidelidad al ritual establecido, se cumplen las norm as, se observan los detalles, el conjunto de la cerem onia ofrece la impresión de que se está haciendo lo que se tiene que hacer y como se tiene que hacer. Pero, en definitiva, ¿en qué p ara todo eso? La experiencia nos enseña que la atención y el interés del celebrante y de los participantes suele quedar acaparada por el ritual y por el cumplimiento de las norm as, m ientras que la experiencia profunda de las personas y los símbolos que pueden expresar esa experiencia quedan prácticam ente unto, al margen. H asta el pu nto de que cuando se resulta u n a doctrina no·sedosa e inadmisible, gicamente perféS frecuencia, se celebran :eucaristías, que s< pero en las que nadie Is;e quiere de ver e ahí, seguramente, _ ^ w M iftS 'g ftc a y precio m ás caro que tie ne que pagar la sacram ental, tal com o ile hecho está o r ^ & i^ d a

gjfrq

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6.

Símbolos de libertad L a e x p e rie n cia c ristia n a esencial

Se h a dicho u n a y mil veces que la-experiencia cristiana esencial es la experiencia del amor. La experiencia del am or de Dios al hom bre y la experiencia del am or del hom bre a D ios y a los dem ás hombres. Lo cual es absolutam ente cierto. La Biblia y la tradición cristiana lo afirman de tal m an era e insisten en este p u nto con tal constancia y coherencia que no puede quedar duda alguna sobre esta cuestión. Y no vam os a insistir en ello porque es un asunto de sobra conocido18. Pero con decir eso, n o tocam os el fondo de la cuestión. Porque cuando aquí hablam os de experiencia, entendem os esta expresión en su sentido m ás global, en cuanto estado y actividad hum ana que implica no sólo presenciar, conocer o sentir una cosa por sí mismo y en sí mismo, com o cuando decimos «sé por experiencia lo que es eso » 19, sino adem ás todo el conjunto de vivencias que acom pañan al conocim iento de una cosa o de las cosas y personas en general, por contraposición a lo que es un a ciencia puram ente abstracta o discursi­ v a 20. A hora bien, desde este pun to de vista, decir que la experiencia cristiana esencial es la experiencia del am or, resulta una afirmación inevitablemente ambigua. Por una razón que se com prende fácilmen­ te: com o hemos visto antes, la «estrategia de la institución» consiste en vincular la experiencia del am or a la experiencia de la ley obedeci­ d a y cum plida, lo que supone que, en la conciencia de la m ayor parte de los fieles, la experiencia del am or no está asociada y vinculada a la experiencia de la libertad, sino exactam ente a algo que es todo lo contrario: la experiencia de lo obligatorio. De donde resulta que, para m ucha gente, la experiencia cristiana esencial es, en la práctica, la experiencia de la obligación cum plida, de tal m anera que en el cumplim iento de lo obligatorio se pone la realización y la experiencia del am or. L a consecuencia que se sigue de eso es que hay muchísimas personas que saben perfectam ente que lo m ás im portante para un cristiano es el amor, pero en realidad lo que practican es un conjunto de obligaciones m ás o m enos m inuciosas, que quizás tienen muy poco que ver con el am or efectivo a los demás. Y lo más curioso de todo este asunto es que tales personas suelen tener la conciencia clarísima 18. L a bibliografia sobre este p u n to es inmensa. L as ideas fundam entales y una selección bibliográfica se pueden ver en V. W arnach: L T K I, 178-180; p ara la historia de la teología y de la tradición cristiana, cf. J. Ratzinger: L T K VI, 1032-1036. 19. Tal es la prim era acepción que tiene la palab ra experiencia en el uso de la lengua española. Cf. M . M oliner, Diccionario del uso del español I, M adrid 1975, 1257. 20. P ara este punto, cf. F. Gregoire, L ’instuition selon Bergson. Etude critique, Louvain 1947, 122-125, citado po r A. L eonard, Diet, de Spir. IV, 2005.

La experiencia cristiana esencial

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de que sólo cum pliendo esas obligaciones minuciosas es cóm o tienen que realizar en su vida el am or cristiano. Tal es el caso de m uchas gentes de buena voluntad, que ponen un afán desmedido en observar al detalle las norm as rituales u otras cosas p o r el estilo, pero de tal m anera que al mismo tiem po abrigan sentimientos o adoptan formas de conducta que distan m ucho de lo que es am ar sinceramente a otra persona. C uando esto sucede, el problem a no está en que esas personas observen las norm as establecidas hasta el últim o detalle, porque eso en sí es bueno y parece ser u n a de las cosas m ás razonables y excelentes que puede hacer una persona religiosa. Sin embargo, eso entraña un inconveniente m uy serio: en la práctica diaria de la vida, quienes se com portan de esa m anera suelen sentirse muy tranquilos en su conciencia por el hecho de obedecer a lo que está m andado en la legislación, p o r m ás que en el conjunto de su vida no sean personas entregadas p o r entero al am or de los demás com partiendo con los más desgraciados lo que cada uno es y lo que cada uno tiene. La experiencia en este sentido es elocuente. Por poner un ejemplo: si las autoridades eclesiásticas se enteran de que en tal parroquia no se observan cuidadosam ente las norm as litúrgicas en la adm inistración de los sacram entos, lo m ás seguro es que m ás tarde o m ás tem prano se produce la alarm a y al párroco se le llam a la atención o quizás hasta se le im pone u n a sanción adecuada; sin embargo, suele ser relativa­ mente frecuente que esas mismas autoridades religiosas no se alarmen en el mismo grado y con los mismos efectos si saben que en esa misma parroquia hay cantidad de gentes desgraciadas a quienes el párroco o los feligreses no les prestan especial atención. L a cosa está clara: en la m entalidad y en el estilo eclesiástico, preocupa m ás la observancia de la ley que la puesta en práctica del am or. ¿Por qué ocurre esto? P or la sencilla razón de que, según la m entalidad eclesiástica m ás generalizada, la experiencia cristiana esencial no es la experiencia del am or que se engendra en la libertad cristiana y desem boca siempre en la libertad cristiana, sino que, por el contrario, la experiencia esencial del cristiano consiste en el am or que se engendra en el som etim iento a las obligaciones legales y desemboca en la m ás m inuciosa observancia de las obligaciones que im pone la ley. P or supuesto, en el plano de las ideas, lo que se dice y se repite hasta la saciedad es que lo m ás im portante en la vida cristiana es el am or, pero en el terreno de las prácticas y de los com portam ientos, lo que se urge y se exige —-hasta con censuras y castigos, si es preciso— es el cum plim iento obediente de lo que está legislado. Sin duda alguna, ésta fue la situación y el atolladero en que se vio metido el fariseísmo dél tiempo de Jesús. Y algo muy parecido es lo

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Símbolos de libertad

que ah o ra ocurre con m uchísim os cristianos. Porque por m ás que en los libros y en las predicaciones eclesiásticas se digan cosas m aravillo­ sas sobre el am or y la caridad, el hecho es que la conciencia de la gente se conform a y configura con lo que se practica en las iglesias. Los autores del nuevo testam ento se dieron cuenta de este proble­ m a con una clarividencia sorprendente. Y a hemos visto, en el capítulo segundo, cóm o Jesús no se conform ó ni se limitó a decir que lo m ás im portante en la vida es el am or. Jun to con eso e incluso antes que eso, Jesús quebrantó intencionadam ente las leyes religiosas estableci­ das y rom pió con la práctica religiosa de su pueblo y de su tiempo, hasta resultar un individuo sospechoso y escandaloso, al que, las autoridades religiosas consideraron que era necesario eliminar. Por su parte, Pablo defendió tan apasionadam ente la libertad que por ello fue acusado com o inm oral (cf. Rom 3, 8; 6, 1). Por este asunto soportó persecuciones y palizas (cf. 2 C or 11, 23-26) y hasta tuvo enfrentam ientos muy serios con sus com unidades y con el mismo Pedro (G ál 2, 11-21). Lo cual indica inequívocamente hasta qué p unto Pablo com prendió que en este asunto la iglesia se jugaba algo m uy decisivo, quizás lo m ás decisivo en la existencia cristiana. Y así es, en efecto. ¿Por qué? P ara responder a este pregunta, será necesario recordar que, según la m anera de pensar de m uchas perso­ nas, hablar de la libertad es lo mismo que hablar de lo m ás cóm odo, lo m ás fácil, lo que lleva en definitiva a la inm oralidad. Sin embargo, el pensam iento de Pablo va exactam ente en la dirección opuesta: lo que él vio, con toda claridad, es la estrecha relación que existe entre la libertad cristiana y la cruz de Cristo. Así lo dice en la posdata de la C arta a los gálatas: Esos que intentan forzaros a la circuncisión son, ni más ni menos, los que desean quedar bien en lo exterior; su única preocupación es que no los persigan por causa de la cruz del Mesías, porque la ley no la observan ni los mismos circuncisos; pretenden que os circuncidéis para gloriarse de que os habéis sometido a ese rito (Gál 6, 12-13).

L a circuncisión era el rito que vinculaba al hom bre con la religión de la ley y, por eso, lo som etía a la ley. Según esto, Pablo quiere decir: los que optan por la ley se apartan de la cruz de Jesús, es decir se a p artan del seguimiento y del destino de Jesús. Porque, en el fondo, aceptar la libertad cristiana es lo mismo que cargar con la persecución por causa del Mesías crucificado. Pablo resum e y recapitula21 el contenido de la C arta a los gálatas con este pensam iento que, en el

21.

Cf. A. van Dülm en, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, Stuttgart 1968, 68.

■ L a ley contra la gracia

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fondo, viene a decir lo siguiente: optar por la libertad de la ley es o p tar por la cruz; apartarse de esa libertad es apartarse de la cruz. H e aquí p o r qué se puede decir con todo derecho que la experien­ cia cristiana esencial es la experiencia del am or, pero en la m edida — y sólo en la m edida— en que ese am or bro ta de la libertad cristiana y desemboca en la libertad que es propia del hom bre de fe. ¿Qué quiere decir esto en definitiva? El análisis de la doctrina de Pablo sobre la libertad de la ley nos d ará la respuesta.

7.

L a ley contra la gracia

Se ha dicho con frecuencia que la libertad cristiana en lo que se refiere a norm as y lev s (morales, litúrgicas, etc.) no significa la abolición o supresión c d tales norm as y leyes, sino simplemente un cambio del espíritu coníque se deben cum plir. Según esta m anera de pensar, lo que Cristo vino a suprim ir no es la ley, sino lo m olesto de la ley. Es decir, la liberación de la ley, que predica el nuevo testam ento, no consiste en que la ley ya no obliga a los cristianos, sino en que los cristianos cum plen las leyes religiosas (divinas y hum anas) con tanto am or que, en realidad, esas leyes ya n o resultan molestas ni pesadas, sino todo lo contrario. O sea, lo que C risto h a cam biado no es la ley, sino la actitud del creyente p ara cum plir la ley. Es verdad que Cristo suprimió ciertas observancias legales y rituales del antiguo testam ento (< írcuncisión, ayunos, norm as sobre el sábado, los alimentos prohibi­ dos y algo más). Pero no es menos cierto que la iglesia — que ha sustituido a la sinagoga— h a im puesto otras leyes (sobre el domingo, el ayuno y la abstinencia, la organización eclesiástica, la adm inistra­ ción de los sacram entos, etc.). Esto, poco m ás o menos, es lo que piensan m uchos cristianos e incluso no pocos teólogos. D e ahí que para m ucha gente la fidelidad y la obediencia a D ios se mide por la fidelidad y la obediencia a la ley. D e donde resulta que, en la conciencia de m uchos fieles, la m ediación y la m edida del am or cristiano es la ley religiosa. ¿Es acertada y correcta esta m anera de pensar? ¿qué nos dice el nuevo testam ento a este respecto? P ara ir derechamente al centro mismo del problem a, lo primero que hay que decir es que, en la enseñanza de Pablo, Cristo vino a abolir la ley, de tal m anera que los cristianos ya no estamos en régimen de ley, sino en régimen de gracia. L a afirm ación de Pablo en este sentido es tajante: «el pecado no tendrá dom inio sobre vosotros, porque ya no estáis en! régimen de ley, sino en régimen de gracia» (Rom 6, 14). El texto es terminante: el pecado no tiene ya dominio,

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Símbolos de libertad

com o dueño y señor absoluto (kurieúein) , sobre los creyentes22. Y la razón está en que la ley, com o régimen de salvación, h a sido abolida; en su lugar, C risto h a instituido un régimen nuevo, el régimen de la g racia23. Pablo establece de esta m anera una antítesis, que no es una afirm ación puram ente retórica, sino que se refiere directamente a una realidad: la libertad que caracteriza al hom bre de fe24. Esto, evidente­ mente, quiere decir que la ley y la gracia de Dios son dos realidades contrapuestas. Y son dos realidades contrapuestas porque la ley es característica de la situación del hom bre en pecado y de todo lo que lleva consigo esa situación, m ientras que por el contrario la gracia es la m arca distintiva del régimen que se instaura con C risto 25. Precisamente porque existe esta contraposición tan tajante entre la ley y la gracia, por eso las afirm aciones de Pablo a este respecto llegan a adquirir una fuerza sorprendente: «la función de la ley es dar conciencia del pecado» (Rom 3, 20); «la ley se metió por medio para que proliferase el delito» (R om 5, 20); «el pecado no tendrá dominio sobre vosotros, porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia» (R om 6, 14), lo que viene a indicar que «estar bajo el pecado» y «estar bajo la ley» son dos afirmaciones que se refieren a la misma co sa26, por m ás que la coincidencia de estas dos situaciones no signifique necesariam ente la identidad de la ley con el pecado (cf. R om 7, 7)27. Pero hay más, porque Pablo llega a decir que «las pasiones pecaminosas que atiza la ley activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte» (R om 7, 5). P or otra parte, lo que hace la ley es descubrir el pecado, porque «si descubrí el pecado, fue sólo por la ley» (R om 7, 7); m ás aún, la ley hace recobrar vida al pecado, p orque «al llegar el m andam iento, recobró vida el pecado y morí» (R om 7, 9). P or eso se com prende que de la misma m anera que hay u n a estrecha conexión entre «ley» y «pecado», igualmente existe una vinculación profunda entre «ley» y «maldición»: «los que se apoyan en la observancia de la ley llevan encima una maldición» (Gál 3, 10); adem ás, la ley «se añadió p ara denunciar los delitos» (Gál 3,19). Esta visión, tan profundam ente pesimista de la ley, alcanza una densidad particular en la frase lapidaria del mismo Pablo: «la fuerza del pecado es la ley» (1 C or 15, 56). 22. Ibid., 99. 23. Se podría tam bién traducir: «porque vosotros no estáis ya bajo el im perio de la ley, sino de la gracia», Cf. A. Viard, Saint Paul épitre aux romains, París 1975, 148. 24. Cf. E. Käsem ann, An die Römer, en Handbuch zum neuen testament 8 a, Tübingen 1947, 170-171. 25. F. L eenhardt, U epitre de saint Paul aux romains, N euchätel 1957, 97-98. 26. H. H übner, Das Gesetz bei Paulus. Ein Beitrag zum Werden der paulinischen Theologie, Göttingen 1978, 114. 27. Ibid., 115.

La ley contra la gracia

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Por el contrario, lo que caracteriza a la nueva situación, que se instaura p ara los hom bres a partir de Cristo, no es la ley sino la gracia, de tal m anera que existe una auténtica oposición entre el régimen de la ley y el régimen de la gracia: «porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia» (R om 6, 14; cf. 5,2.15.21). Lo que es cierto hasta tal punto que quienes buscan agradar a Dios y pretenden santificarse28 p o r medio de la obediencia y la observancia de la ley, rom pen con el Mesías y caen en desgracia (Gál 5, 4 ) 29. Por consiguiente, entre la ley y la gracia de D ios no hay térm inos medios, ni se adm iten fórm ulas de com prom iso, porque la oposición es tajante: pretender agradar a D ios m ediante el cumplimiento de la ley es poner, de hecho, el centro de la vida cristiana en el propio esfuerzo y en las obras que cada uno realiza (cf. Rom 9,30-32; 10,2-3)30; por el contrario, pretender agradar a D ios m ediante la gracia es centrar la vida cristiana en el favor, la generosidad y el don de Dios (cf. Rom 3, 24; Tit 3, 7)3i. Pero hay m ás. Porque, llevando todo este razonam iento hasta sus últimas consecuencias, hay que decir que no sólo existe un a incom pa­ tibilidad entre la ley y la gracia, sino sobre todo entre la ley y Cristo. 28. Pablo utiliza aquí el presente pasivo dikaioúsze, que expresa la idea de «querer ser justificados o rehabilitados po r la ley». Cf. M. Zerwick, Analysis philologica novi testamenti graeci, R o m a 1953,423. L a «rehabilitación» ( dikaioúsze) es, en la teologia de Pablo, la noción clave p ara indicar el acercam iento del hom bre a Dios. M ás en concreto, indica la acción salvadora de D ios con el hom bre (R om 1, 16); en ella Dios actúa, no com o juez que d a a cada uno su merecido, sino com o soberano que concede una amnistía (Rom 1, 7; 3, 21-22). El resultado de esta am nistía es un cam bio interior que hace al hom bre agradable a D ios (R om 5, l- 2 ) y q u e e s la salvación incoada (Rom 1,16-17; 4,13; 5, 9.17.21; 8, 10; 10, 10; G ál 3, 6-9). 29. El texto es durísim o. Pero conviene tener en cuenta que la traducción no adm ite dudas. Cantera-Iglesias, Sagrada Biblia, M adrid 1975, 1333, traduce: «N ada tenéis que ver con C risto los que buscáis la justificación por la ley; os desgajáis de la gracia». El aoristo pasivo de katargéo significa literalm ente «hacer á-ergon, ineficaz»; de ahí la idea de «rom per con Cristo»; o tam bién la idea de «no tener nada que ver con Cristo». El mismo sentido, en H. Schlier, La Carta a los gálatas, Salam anca 1975, 264; y en J. M. González Ruiz, Epístola de san Pablo a los gálatas, M adrid 1971, 230. 30. Cf. G . Siegwalt, L a loi, chemin du salut, Neuchátel 1971, 203-204. 31. L a gracia es, en la teología de Pablo, el don de Dios que resume y condensa los dem ás dones. P or eso, en los saludos de sus cartas, es el don y el favor que desea, ante todo, p ara sus destinatarios (2 C or 1, 2; 1 Tes 5, 28). E n el fondo, es el don hecho por C risto (2 C o r 8 ,9 ; 12,9). Expresa la gratuidad de la rehabilitación que D ios otorga (Rom 4, 4-5; 5, 15-17) y por eso explica el endurecim iento de los judíos (Rom 11, 5-6). N uestra resurrección y nuestra glorificación testim onian la infinita riqueza de su gracia (E f 1, 6-7; 2, 7). Los sentidos fundam entales en que Pablo utiliza el térm ino gracia son: prim ero, la gracia es gratuita; segundo, es el favor de Dios y de Cristo, misericordioso y liberador, que perdona los pecados y hace que desbordem os de beneficios divinos. Cf. R. W. Gleason, La gracia, Barcelona 1964, 73. Cf. también J. M orson, The gift o f sant ifying grace in the N. T , London 1952. |

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Símbolos de libertad

P or eso exactam ente Pablo llega a afirmar: «los que buscáis la rehabilitación por la ley (èn nomo dikaioú sze), habéis ro to con el Mesías» (Gál 5, 4). M ás adelante volveremos sobre este texto capital en la teología del nuevo testam ento. D e m om ento, baste con decir que buscar la salvación y la santificación a p artir de lo que nos puede a p o rta r el som etim iento a la ley, es oponerse al plan de D ios tal como nos ha sido revelado en Jesús el Mesías.

8.

E l m ás su til de todos los pecados

L a liberación de la ley es afirm ada por Pablo, de m anera más term inante, en R om 7, 1-4: ¿Acaso ignoráis, hermanos (y hablo a gente entendida en leyes), que la ley obliga al individuo sólo mientras vive? Así, una mujer casada está legalmente vinculada al marido mientras él está vivo, pero, si el marido muere queda exenta de las leyes del matrimonio. Consecuencia: que si se va con otro mientras vive el marido, se la declara adúltera; en cambio, muerto el marido, está exenta de las leyes del matrimonio y, si se va con otro, no es adúltera. Pues bueno, hermanos míos, en el cuerpo del Mesías os hicieron morir a la ley; así pudisteis ser de otro, del que resucitó de la muerte, y empezar a ser fecundos para Dios.

L a intención de Pablo es clara: afirm ar, con toda firmeza, que el cristiano está exento de la ley, es decir, que la ley no cuenta para él. Precisam ente p ara llegar a esta conclusión, Pablo tom a com o punto de p artid a un principio que es en sí mismo evidente: la ley se enseñorea sobre el hom bre, le dom ina y le obliga (kyrieúei) solamen­ te m ientras d u ra el tiem po de su vida ( é f oson jrón on ) (7, 1). Por consiguiente, desde que el hom bre está m uerto ya no hay ley para él. A h o ra bien, eso exactam ente es lo qije ocurre con el creyente: él ha m uerto p ara la ley. El dativo de relación (n o m o ), que acom paña al aoristo pasivo del verbo zanatóo indica que el cristiano ya no existe p a ra la ley (7, 4). O m ás exactam ente, la ley no existe para él. L a m uerte del cristiano se produce en el bautism o: en el m om ento en que es bautizado, el creyente es crucificado y m uerto con el Mesías (R om 6, 2-8), de tal m anera que Pablo llega a afirm ar que «si uno h a m uerto p o r todos, entonces todos han m uerto» (2 C or 5, 14). D e esta m anera, llegamos a com prender el sorprendente paralelismo que existe entre «m orir al pecado» (R om 6, 2.7) y «m orir para la ley»

El más sutil de todos los pecados

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(R om 7,4; G ál 2,19). D e donde resulta que, lógicamente, vivir para la ley es lo m ism o que vivir p ara el pecad o 32. Evidentemente, esta conclusión resulta increíble y escandalosa. Porque, d ad a la form ación religiosa que han recibido los m ás amplios sectores de la poblaciórí Católica, casi todos estam os acostum brados a pensar justam ente lo coptrario, es decir que vivir para D ios implica vivir p ara la ley, m ientras que vivir sin ley es lo mismo que vivir en el pecado. Pues bien, el pensam iento de Pablo es exactamente al revés: el que quiera m orir al pecado tiene que m orir a la ley. ¿Por qué? Porque vivir p ara cum plir la ley y observarla h asta el último detalle lleva consigo el m ás peligroso y el m ás sutil de todos los pecados: el orgullo ( kaújesis).

En efecto, la actitud de orgullo, precisamente basada en el cum pli­ miento de la ley religiosa, es lo que caracterizaba a los judíos (R om 2, 23), hasta el punto de que pretendían som eter a los cristianos a la ley solamente para gloriarse de que los creyentes se habían sometido a los ritos legales (G ál 6, 13). El orgullo religioso era el móvil de las pretensiones legalistas y rituales de los judíos. Y es que, en el fondo, el hom bre que centra su vida religiosa en el cum plimiento de la ley, lo que hace, en definitiva, es centrarse en sí mismo, en su propia conducta, en su propia perfección. Se trata, en últim a instancia, de la aberración m ás sutil y m ás profunda en que puede caer el hom bre religioso. Porque, bajo la apariencia de u n a intensa búsqueda de Dios, en realidad a quien se busca es a sí mismo. Por eso, Pablo afirm a que el orgullo tiene que quedar eliminado, no por las propias obras — las obras que proceden del cum plim iento de la ley— sino por la fe: «Porque ésta es nuestra tesis: que el hom bre se rehabilita por la fe, independientemente de la observancia de la ley» (Rom 3, 28). Precisam ente p o r esto, D ios escogió lo débil del m undo, lo plebeyo y lo despreciado, «para que ningún m ortal pueda enorgullecerse ante Dios» (1 C or 1, 2 9 ) 33. 32. L a relación que Pablo establece entre el texto de Rom 7,1-4 y el texto bautismal de Rom 6, 2 s, h a sido acertadam ente observada por E. Käsemann: am bos textos em piezan por la pregunta «¿Acaso ignoráis...?» ( è àgnoeite) (R om 7, 1 y 6, 3). En realidad, Rom 6, 11, al hablar de la m uerte bautism al de los creyentes, establece la nueva existencia de estos, cuyas consecuencias de deducen en Rom 7,4. Cf. E. K äsem ann, An die Römer, 179-180. ¡ 33. El orgullo o propia glorificación ( kaujáomai, kaújema, kaújesis) no aparece ni en los sinópticos, ni en Juan, ni en los Hechos, com o tam poco en las cartas de Pedro. Fuera de Pablo, es utilizado por H ebreos (3, 6) y por Santiago (1, 9; 2, ! 3; 3, 14; 4,16). En Pablo es frecuente, ya que aparece m ás de 60 veces. El orgullo que se basa en la propia conducta, en la fidelidad religiosa y leg^l, es u n a actitud radicalm ente incom patible con la fe (Rom 3, 27; 1 Cor 1, 29.31; 4, 7; E f 2, 9); es la actitud típica de los judíos (Rom 2, 17), de los observantes de la ley (R om 2, 23) y de los que quieren someter a los demás a las

244

Símbolos de libertad

El m ás sutil de todos los pecados es el orgullo reUg|í>S»· Este pecado es característico de gente piadosa, pecado de personas obser­ vantes y practicantes. Es el pecado que consiste en sentirse seguros y autosatisfechos, porque observam os las leyes religiosas con exactitud y fidelidad. Y se tra ta de un pecado tan to m ás sutil cuanto que quien lo comete, difícilmente cae en la cuenta de su verdadera situación. En eso consiste su extrem ada peligrosidad.

9.

L a ley da fru to s de m uerte

El pensam iento de Pablo va aún más lejos. Porque precisamente en el contexto general del capítulo siete de la C arta a los rom anos, llega a afirm ar que el cristiano está radicalm ente exento de la ley religiosa. Y lo explica así: Cuando estabais sujetos a los bajos instintos, las pasiones pecaminosas que atiza la ley activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte; ahora, en cambio, al morir a lo que nos tenía cogidos, quedamos exentos de la ley; así podemos servir en virtud de un espíritu nuevo, no de un código anticuado (Rom 7, 5-6). P or lo que se refiere al tem a que venimos estudiando, hay dos cuestiones en este texto que nos interesan sumamente: 1) la fuerza con que Pablo afirm a la liberación de la ley; 2) los frutps que produce la observancia legal. En cuanto a lo prim ero, no cabe duda de que la frase que utiliza aquí Pablo es fuerte. En efecto, la expresión «quedam os exentos de la ley» ( katergézem en àpò toú nóm ou) es estrictam ente paralela de la o tra expresión que h a utilizado antes p a ra decir que la m ujer queda exenta de las obligaciones m atrim oniales una vez que el m arido ha m uerto (katérg eta i àpò toú nómou toú ándrós) (Rom 7, 6 y 7, 2). La observancias rituales y legales (Gál 6, 13). Pablo reconoce un orgullo santo, que se fundam enta en Dios po r Jesús el M esías (R om 5, 11) y en la esperanza (R om 5, 2) o simplemente en Jesús M esías (Rom 15, 31). N o se trata, po r tanto, de la complacencia de la pro p ia conducta, sino que, po r e¡ contrario, consiste en la actitud desconcertante del que se gloría de sus propias tribulaciones y sufrim ientos (R om 5, 3), especialmente el orgullo incom prensible que se basa en las propias debilidades (2 C or 11, 30; 12, 5-6.9). P orque p ara un creyente no hay más m otivo de orgullo que la cruz de Cristo (Gál 6, 14), p ara que «el que se enorgullece, que se enorgullezca en el Señor» (2 C or 10, 17). P or todo esto se com prende que el orgullo que se atribuye P ablo (2 C or 1, 12; 7, 4.14; 8, 24; 10, 8; 11, 18) se fundam enta en el don y la gracia de D ios (2 C or 1, 12). P or lo demás, jam ás aparece en Pablo una expresión de orgullo o com placencia en su propia conducta religiosa; y m ucho m enos en su fidelidad a la ley. Tales m otivaciones no deben existir para un cristiano. Cf. R. Bultm ann: T W N T III, 646-654.

L a ley da fru to s de muerte

consecuencia que se sigue del estricto paralelism o de estas dos frases es obvia: lo mism o que la mujer viuda queda radicalm ente liberada de las obligaciones m atrim oniales en cuanto su m arido ha fallecido, de la m ism a m anera el cristiano queda liberado de la ley, «al m orir a lo que nos tenía cogidos» ( ápozanóntes én 6 kateijóm eza) (Rom 7, 6). Por consiguiente, la ley ya no existe, ni puede existir, para el hom bre de fe. Y debe quedar claro que aquí no cabe adm itir térm inos medios o fórm ulas de com prom iso: si no hay térm inos medios entre la vida y la m uerte, tam poco los hay entre el sometim iento a la ley y la liberación de ella. Dicho de o tra m anera, se tra ta de una liberación total y sin posibles restricciones34. Pero hay más. En R om 7, 5 dice Pablo que «las pasiones pecami­ nosas que atiza la ley activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte». Con estas palabras, Pablo afirm a y establece una contrapo­ sición que resulta asom brosa. D e una parte, está la fecundidad que caracteriza al hom bre liberado de la ley; de o tra parte, la fecundidad que es propia del que está som etido a la ley: el que está liberado de la ley produce frutos p ara D ios ( karpoforésomen tó zed) (Rom 7,4); por el contrario, el que vive sometido a la ley produce frutos para la m uerte (karpoforèsai tó zan à io ) (R om 7, 5). Estas dos afirmaciones, paralelas y contrapuestas, desembocan lógicamente en una conclu­ sión que es enteram ente básica para com prender cómo debe plantear­ se y realizarse la vida cristiana: si el hom bre quiere fructificar para Dios — hacer algo que valga la pena ante Dios— tiene que ser a base de vivir liberado de la ley. De lo contrario, es decir, si no vive liberado de la ley, los frutos que produzca no le llevarán sino a la m u erte35. C om o se ve, en la teología de Pablo, el tem a de la m uerte está estrecham ente ligado con el tem a de la ley. Y por cierto en dos sentidos que son diam etralm ente opuestos entre sí: de una parte, está la m uerte que se produce en el hom bre de fe cuando es bautizado, que es la vinculación a la m uerte de Jesús el M esías y que lleva consigo la 34. En este sentido de liberación total entiende este pasaje F. Pastor, L a libertad en la Carta a los gálatas, Valencia 1977, 218. Aquí conviene insistir, una vez más, en que esta m uerte del creyente se produce precisamente en el bautism o, lo que quiere decir que el bautism o es el punto de partida de la liberación total de la ley. Cf. E. Käsem ann, An die Römer, 181; A. van D ülm en, o.'c., 105-106; W. Thüsing, Per Christum in Dum. Studien zum Verhältnis von Christozentrik und Theozentrik in den paulmischen Hauptbriefen, M ünster 1968, 96-98. [ 35. El verbo karpoforéo aparece ocho veces en el nuevo testam ento y tiene siempre un sentido religioso. Se refiere a la reacción del hom bre ante la palabra de Dios o más exactam ente ante su m ensaje (M t 13, 23; M e 4, 20.28; Le 8, 15). M ás en concreto, es el elogio que merecen los creyentes if^r su reacción favorable y su acogida ante el evangelio, lo que se traduce en to d a clase t jbuem is obras (C ol 1, 6.10). En R om 7, 4-5 expresa el destino fundam ental del hom bre lo hacia Dios o hacia la m uerte.

246

Símbolos de libertad

m uerte al pecado, la m uerte al propio orgullo, al egoísmo hum ano y, p o r eso, la m uerte a la ley en cuyo cum plim iento encuentra el hom bre religioso la fuente inagotable del m ás sutil de todos los pecados, el pecado de la autosuficiencia y la autosatisfacción, el orgullo más refinado y el m ás peligroso. D e o tra parte, está la m uerte en que desem boca el hom bre que se em peña en realizar su vida religiosa por el cam ino de la observancia de la ley; en este caso, la m uerte es el fruto destructor que produce la falta de libertad con respecto a la ley. D os consecuencias se siguen de lo dicho. La prim era es que la liberación total de la ley es, p a ra el cristiano, cuestión de vida o m uerte: o el hom bre se libera de su propio egoísmo y m uere así al orgullo religioso y a la ley; o se entrega a su propia autorrealización m ediante el som etimiento a la ley y entonces desemboca en la muerte, porque la ley term ina por producir destrucción y aniquilam iento en sus esclavos, en los que se someten a ella. La segunda consecuencia es que, com o ya hemos dicho, la m uerte a la ley y la consiguiente liberación ante ella se produce en el bautism o. Lo cual quiere decir que el sacram ento es com prendido por Pablo, ante todo y sobre todo, com o sacram ento de liberación: a partir del bautismo, el hom bre de fe no está som etido a la ley, es decir, el creyente está radicalmente liberado en el sentido más hondo de estja afirmación. M ás adelante volveremos sobre este p unto capital, para puntualizar su significado y sus efectos.

10.

E l M esías es el fin de la ley

P or lo que hemos visto hasta aquí, se advierte claram ente que, en la enseñanza de la C arta a los rom anos, la ley no existe para el hom bre de fe. A hora bien, esta conclusión nos ayuda a com prender el sentido exacto de uno de los textos m ás im portantes de Pablo sobre este asunto: «Porque el fin de la ley es el mesías, y con eso se rehabilita a todo el que cree» (Rom 10, 4). El fin ( télos) expresa, ante todo, la idea de término (el final y la consiguiente desaparición de una cosa o de una situación)36. Pero puede expresar tam bién la idea de culminación (aquello hacia lo que 36. Es el primer sentido que tiene la palabra. Cf. H. G. Liddell-R. Scott, A greekenglish lexicon II, Oxford 1951, 1772-1773. L o mismo en el nuevo testamento. Cf. W. Bauer, Wörterbuch zum N. T., Berlin 1958,1608. Efectivamente, en los escritos neotestam entarios es éste el significado q u em as se repite: M t 10, 22; 24, 6.13.14; 26, 58; M e 3, 26; 13,7.13; Le 1, 33; 18, 5; 21,9; 22,37; 1 C or 1, 8; 10,11; 15,24; 2 Cor 3,13; 1 T e s 2 ,16; Heb 3, 6.14; 6, 8.11; 7, 3; Sant 5, 11; 1 Pe 3, 8; 4, 7; A p 2, 26; 21, 6; 22,13. En este sentido hay que incluir, com o veremos enseguida, R om 10, 4.

i)! E l Mesías es el fin de la ley

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tiende tal persona, tal cosa o tal situación)37. Según este doble significado, el texto de Pablo puede afirm ar o bien que con la venida de C risto la ley desaparece; o bien que la persona de Cristo es el culmen y la plenitud hacia la que tiende to d a la ley. ¿En qué sentido se ha de entender este texto? Los autores que explican a san Pablo se dividen en sus respuestas a esta cuestión3^ Sin em bargo, se puede decir que lo que Pablo afirm a en R om 10, 4 es que Cristo es el térm ino de la ley. Es decir, la venida del M esías representa y lleva consigo el final y la consiguiente desaparición del régimen legal39. En efecto, el «fin de la ley» ( télos nóm ou) se pone en relación y se explica por la «rehabilitación» (eís dikaiosynen) que D ios concede al creyente. A h o ra bien, en el contexto de esta frase, Pablo dice con toda claridad que la rehabilitación que D ios concede no viene p o r la ley, sino p o r la fe40, de tal m anera que precisam ente en eso estuvo la gran equivocación de los judíos en su innegable fervor religioso, porque «olvidándose de la rehabilitación que D ios da y porfiando por m antenerla a su m odo, no se sometieron a la rehabilitación de Dios» (Rom 10, 3). Los judíos se equivocaron porque pusieron todo el problem a de la relación con D ios en el cumplim iento de la ley. Por el contrario, según la predicación de Pablo, el problem a de nuestra relación con D ios no tiene m ás solu­ ción que el cam ino de la fe. Y es que, en el fondo, la ley y la fe son cam inos incom patibles, hasta el punto de que se excluyen m utuam en­ te, como afirm a repetidas veces el mismo Pablo (R om 3,21-22; 9, 3132; Flp 3, 9 )« . 37. Este segundo sentido no excluye necesariam ente el primero, sino que con frecuencia lo incluye. Así en Jn 13, 1; Rom 6, 21.22; F lp 3, 19; 1 Pe 1, 9. O tras veces se refiere simplemente a la idea de cumplimiento: 2 C or 1, 13; 11, 15; 1 Tim 1, 5; 1 Pe 4, 17. 38. Expone las diversas sentèncias E. K äsem ann, A n die Römer, 273. 39. H ay autores que traducen en el sentido de «culminación». Asi, por ejemplo, F. C antera-M . Iglesias, Sagrada Biblia, 1288. O tros prefieren la inclusión de am bos sentidos. Así, p o r ejemplo, M. Zerwick, Analysis philologica N . T., 352; A. E. Harvey, Companion to the new testament, Oxford 1970, 528; A. Viard, o. c., 224; F. J. Leenhardt, o. c., 151; tam bién se puede citar en este sentido a P. Bläser, Das Gesetz bei Paulus, M ünster 1941, 200. P or su parte, H. H übner, o. e., 119, parafrasea en el sentido de que el M esías es el final del abuso de la ley. F. Pastor, o. c., 244 piensa que «parece bastante claro que si la salvación viene por Cristo (cf. R om 10, 9-11), esta mención de la ley indica la superación de ella po r obra del Señor, que ha liberado de su observancia». Y cita en este sentido a O. Michel, Der B rief an die Römer, 224; W. Sanday-A. C. H eadlam , The epistle to the romans, Edinburg 1908, 284-285. i 40. E n efecto, Pablo contrapone, en los v. 5-6, la rehabilitación que viene po r la ley a la rehabilitación que viene por la fe. Pero no se trata solamente de una simple contraposi­ ción. Además, Pablo op ta decididám ente por la rehabilitación que proviene de la sola fe, cosa que afirm a expresamente e n ‘el v. 10. 41. A los textos citados hay que añadir los num erosos pasajes en los que Pablo afirm a que la rehabilitación no puede ser concedida al hom bre por la observancia de la

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Símbolos de libertad

Por consiguiente, cuando en Rom 10,4 se dice que «el fin de la ley es el Mesías», de tal m anera que eso se pone en relación con la rehabilitación que Dios concede al creyente, en realidad a lo que P ablo está apuntando es a que la ley ya no existe para el hom bre de fe com o cam ino de rehabilitación ante Dios. O sea, el hom bre no puede pretender acercarse a D ios m ediante el cum plim iento de la ley, porque con la venida de C risto la ley ha dejado de existir com o medio de rehabilitación ante D io s42. Por lo demás, sólo este planteam iento resulta coherente con to d a la enseñanza de la C arta a los rom anos acerca de la rehabilitación del hom bre por la fe en Jesús Mesías. Y coherente tam bién con la enseñanza general de Pablo sobre este a su n to 43.

11.

Vivir para D ios es morir a la ley

En la C arta a los gálatas se plantea el mismo problema: la liberación del cristiano frente a la ley. Pero se plantea con más insistencia y con m ás fuerza, si cabe, que en la C arta a los rom anos. El prim er texto en este sentido aparece en el pasaje donde Pablo cuenta su enfrentam iento con Pedro (Gál 2, 11-21). Este enfrenta­ m iento, com o es sabido, estuvo m otivado por la conducta inaceptable de Pedro cuando éste, p o r miedo a los partidarios de la circuncisión (G ál 2,12), volvió a someterse a las observancias de la ley religiosa. El problem a que entonces se vino a plantear era fundam entalm ente de orden ético: Pedro «se había hecho culpable» (kategnosm énos) (Gál ley: R om 3, 20.28; G ál 2, 16.21; 3, 11.21-22; 5, 4. Cf. S. Lyonnet, Exegesis Epistulae ad romanos, cap. 1 ad IV, R om a 1963,182. En estos textos, Pablo no hace m ás que insistir en su dilema: el judeocristianism o, que vivía en estado de ley, en pleno sistema legal, tuvo que m orir a la ley para vivir en Cristo. O sea: tuvo que salir de la jurisdicción de la ley, para pasar íntegram ente a la jusrisdicción de la gracia de Cristo. Cf. J. M. G onzález Ruiz, Epístola de san Pablo a los gálatas, 127. 42. P ara esta interpretación de R om 10, 4, cf. A. van Dülm en, o. c., 126-127; G. Siegwalt, o. c., 213-214; F. Zorell, Lexicon Graecum N. T., París 1961, 1311-1312; G. Delling: T W N T V III, 57; H. H ellbardt, Christus das Telos des Gesetzes: Ev.Th. 3 (1936) 331-346; R. Bultm ann, Christus das Gesetzes Ende, en Glaube und Verstehen II, Tübingen 1952, 32-58, especialmente 48; P. Stuhlm acher, Das Ende des Gesetzes: Zeitschrift fü r Theologie und Kirche, Tübingen 1970, 14-39; E. K äsem ann, A n die Römer, 272-273. 43. A parte de lo ya dicho en la n o ta 41, hay que tener en cuenta lo siguiente: por la fe se concede, no sólo la rehabilitación, sino tam bién el Espíritu (Gál 3, 4; E f 1, 13); ahora bien, existe una incom patibilidad radical no sólo entre la ley y la fe, sino tam bién entre la ley y el Espíritu: tal es el sentido de G ál 5,16-18. P or tanto, se puede afirm ar, un a vez más, que existe una incom patibilidad absoluta entre la rehabilitación y la ley. P ara el concepto de rehabilitación en Pablo, cf. S. Lyonnet, o. c., 80-108, con bibliografia abundante en pág. 80; también 192-204.

Vivir para Dios es morir a la ley

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2, 11)44, de tal m anera que no procedía rectam ente ( orthopodoùsin) según la verdad del evangelio (G ài 2, 14). Por eso, Pablo tuvo que encararse con él y reprenderlo en público. L a argum entación de Pablo es tajante: «ningún hom bre es rehabilitado p o r observar la ley, sino por la fe en Jesús M esías» (Gál 2, 16). O sea, el hom bre no vive en am istad con D ios y se salva45 por observar la ley, sino solamente por la fe en Cristo. A partir de este planteam iento, Pablo contrapone el com portam iento culpable (parabátes) (Gál 2, 18) de los que, como Pedro, vuelven a la observancia de la ley, al com portam iento verdade­ ro y correcto de los que, com o Pablo, no se someten a la observancia de la ley46. T odo esto quiere decir que los versículos 19-21 no pretenden directam ente presentar u n a teoría sobre la fe y la vida cristiana, sino m ás bien en qué debe consistir en concreto la vida del creyente. Frente a la conducta inconsecuente de Pedro, he aquí la conducta del hom bre que pretende ser consecuente con el evangelio: Porque yo por la ley he muerto para la ley, con el fin de vivir para Dios. Con el Mesías quedé crucificado. Ya no vivo yo, vive en mí Cristo; y mi vivir humano de ahora es un vivir de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí. Yo no inutilizo el favor de Dios; y si la rehabilitación se consiguiera por la ley, entonces en balde murió el Mesías (Gál 2, 19-21).

Evidentemente, la intención de Pablo es m ostrar, por contraposi­ ción al com portam iento de Pedro, que la ley ya no existe para el hom bre de fe: el creyente «ha m uerto p ara la ley» (2, 19). Esta afirmación es paralela de Rom 7, 6, en donde, com o hem os visto, Pablo afirm a de m anera term inante que los cristianos hemos quedado «exentos de la ley»47: m orir p ara la ley es quedar en libertad con 44. L a expresión indica claram ente la idea de juzgar a alguien reo de un delito o culpable de una falta. Tal es el sentido inequívoco de este verbo en 1 Jn 3, 20-21. E n este sentido, observa atinadam ente H. Schlier: «kategnosménos no significa reprehensibilis o reprehendendus, tam poco repj hensus o accusatus, sino condenado en el sentido de que su propia conducta lo había c d penado». H. Schlier, La Carta a los gálatas, 99-100. 45. L a salvación es el f r |t o consum ado de la rehabilitación: Rom 1, 16-17; 4, 13; 5, 9.17.21; 8, 10; 10, 10; G ál 3,'6-9; E f 2, 8-9. 46. Hay que tener en cuenta que los v. 18 y 19 están en prim era persona. A hora bien, puesto que expresan cosas exactam ente contrapuestas, está claro que no pueden referirse a la experiencia personal del mismo Pablo. El égá es literario. Y sirve claram ente para contraponer dos m odos def com portam iento: el com portam iento cristiano frente al com portam iento judaizante. Cf. P. B onnard, L ’épitre de saint Paul aux galates, Neuchätel 1953, 55; A. van Dülm en, o.¡c., 24, nota 40. 47. Y a en Rom 7, 4, P áblo afirma: «en el cuerpo del M esías os hicieron m orir a l.i ley». Y más claram ente en el v. 6: «ahora, al m orir a lo que nos tenía cogidos, quedam os exentos de la ley». Y es im portante observar el curioso paralelism o según el cual «m orir p ara la ley» (ápoznéskein tä n ö m o ) es sinónim o de «m orir al pecado» (ápoznéskein té

250

Símbolos de libertad

respecto a la ley. Y esto es tan serio que sólo a partir de esa liberación, el cristiano puede vivir para Dios (2,19). Lisa y llanamente, el hom bre que pretenda vivir p ara Dios tiene que liberarse de la ley48. M uerte y vida son dos realidades enfrentadas y contrapuestas. D e la m isma m anera, la ley y D ios son absolutam ente incompatibles en la vida del cristiano. P or lo demás, esta liberación de la ley no es una simple teoría inventada por Pablo, sino que es una exigencia de la m isma ley. En efecto, la expresión diá nómou (2, 19) es siempre en Pablo un genitivo de cau sa49. La traducción, por tanto, es: «por la ley he m uerto a la ley». ¿Qué quiere decir esto? En la C arta a los rom anos se dice textualmente: «A hora, en cambio, independientem ente de toda ley, está proclam ada u n a amnistiai que D ios concede, avalada por la ley y los profetas, am nistía que Dios otorga por la fe en Jesús Mesías a todos los que tienen esa fe» (Rom 3, 21-22). Y m as adelante: «Enton­ ces, con la fe, ¿derogam os la ley? N ada de eso; al revés, la ley la convalidamos» (R om 3, 31). Pablo quiere decir que la ley antigua, en su verdadero y profundo sentido, testim onia en favor de la liberación de la m ism a ley, puesto que afirm a la intención divina de justificar a circuncisos e incircuncisos a partir de la fe y sobre la sola base de la fe 50. En este sentido, la am nistía de Dios está «avalada por la ley y los profetas»; y p o r eso tam bién la C arta a los rom anos afirm a que no derogam os la econom ía antigua, sino que la convalidamos. P or consiguiente, el sentido de G ál 2, 19 es que el creyente, precisamente por fidelidad a la ley y al proyecto de D ios tal como

am artía) (R om 6, 2 y 10). G ram aticalm ente se tra ta de dos afirmaciones estrictam ente paralelas y equivalentes. Cf. A van Dülm en, o. c., 25, n. 42. Según Pablo, por consiguien­ te, la liberación del pecado y la liberación de la ley son dos realidades paralelas. Si Cristo nos ha liberado del pecado, tam bién nos ha liberado de la ley. P o r consiguiente, si el creyente es el hom bre que debe vivir libre del pecado, igualm ente debe vivir libre de la ley. 48. El texto dice: ina Zed séso. La conjunción final ¡na expresa claram ente la orientación del pensam iento: el que quiera vivir para Dios, tiene que m orir a la ley. Com o se ha dicho muy bien: «Es el haber m uerto y ahora estar m uerto a la ley, de m odo que la ley tiene en mí únicam ente a un m uerto. P ara la ley no soy m ás que un m uerto que ya no cuenta para su actividad». H. Schlier, La Carta a los gálatas, 117; cf. H. H übner, Das Gesetz bei Paulus, 90. Es verdad que la C a rta a los gálatas insiste m ás sobre la libertad de la ley com o situación (2, 19; 3, 13; 4, 5; 5 ,1 ) que sobre la libertad del pecado (cf. G ál 1,4); pero am bas cosas están Íntim am ente relacionadas y vinculadas la u n a a la otra. Cf. F. Pastor, L a libertad en la Carta a los gálatas, 243. 49. Cf. R om 2, 12; 3, 20.27; 4, 13; 7, 5.7; G ál 2, 21. La expresión es paralela de diá písteos, que es tam bién siempre genitivo de causa: Rom 3, 22; 4, 14 Gál 2,16; 3, 14. Cf. en este sentido W. Bauer, Wörterbuch zum N. T., 358; m ás exactamente, A. Oepke en TW N T II, 65, lo considera instrum ental. Cf. tam bién la Traduction oecuménique de Ia Bible, Paris 1972, 554. 50. Cf. F. J. Leenhardt, L'epttre de saint Paul aux remains, 66.

La ley es una maldición

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aparece en el antiguo testam ento, tiene que m orir a la ley. En definitiva, se trata del mismo argum ento que el propio Pablo va a utilizar en G ál 4, 21: «si queréis someteros a la ley, ¿por qué no escucháis lo que dice la ley?». C om prender la ley, no era simplemente observar tal o cual prescripción particular, sino, a la luz de las Escrituras, discernir el papel negativo y solamente preparatorio qpe la ley tenía con relación a Jesucristo51.Ó sea, a partir de una com pren­ sión profunda de la ley, se tenía que llegar a la conclusión de que el creyente debe vivir liberado de la ley. Y la razón es la siguiente: la ley, entendida com o «Escritura» (G ál 4, 22), afirm a que los cristianos no somos hijos de esclavitud, sino hijos de libertad (Gál 4, 31). D e lo cual se deduce lógicamente: «para que seamos libres nos liberó el Mesías; conque m anteneos firmes y no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud» (G ál 5, l ) 52. D e esta m anera, el creyente vive crucificado con C risto (G ál 2, 19). Porque ya no vive para autoabastecer su propio orgullo y su autosuficiencia, sino que vive de la fe en el H ijo de Dios, que am ó al hom bre y se entregó por él (Gál 2, 20).

12.

L a ley es una maldición

M ás tajante, si cabe, que en el pasaje anterior, Pablo vuelve a afirm ar la liberación de la ley en Gál 3, 13-14: El Mesías nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito, pues dice la Escritura: maldito todo el que cuelga de un palo; y esto para que por medio de Jesús el Mesías la bendición de Abrahán alcanzase a los paganos y por la fe recibiéramos el Espíritu prometido. 51. Cf. P. B onnard, L'eptíre de saint Paul aux galates, 95. P o r lo demás, aquí conviene n o tar lo siguiente: es verdad que Pablo contrapone netam ente el antiguo testamento al nuevo en 2 C or 3,7-18; pero tam bién es cierto q ueen G ál 4,24-31 afirm a el dinamismo inherente al antiguo testam ento que lógicamente debe llevar a la comprensión de la libertad instaurada p o r Cristo en el nuevo. Sobre este punto, cf. G. Siegwalt, La loi, chemin du salut, 75-77. Por otra parte, hay que preguntarse si realmente en los escritos posexílicos del antiguo testam ento se operó una verdadera desviación que favoreció la radicalización del legalismo en Israel. Tal es la tesis de M. N oth, Die Gesetze im Pentateuch. Ihre Voraussetzungen und ihr Sinn, en Gesammelte Studien zum Alten Testa­ ment, München 1957,132 s. Pero esta tesis está aún lejos de lo que podríam os llamar una conclusión cierta y segura. Cf. W. Zimmerli, L a ley y los profetas, Salam anca 1980. 52. Com o se h a dicho m uy bien, todo el punto del argum ento es dem ostrar con la misma ley que los creyentes están libres. U niendo esa intención inicial de Pablo y sus afirmaciones finales (G á l4,31-5,1), la conclusión fluye: libres de la m ism aley. Si no fuera así toda la perícopa no tendría sentido. Cf. F. Pastor, L a libertad en la Carla a los gálatas, 127. Sencillamente se puede afirm ar que quien es un esclavo de la ley, no es en modo alguno cristiano. Cf. H. H übner, Das Gesetz bei Paulus, 116.

¡

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Símbolos de libertad

En este texto se utiliza el verbo éxagoráso, que significa redim ir o, m ás exactam ente, liberar m ediante el pago de una cantidad 53. Se tra ta literalm ente del m ism o verbo que Pablo utiliza en G ál 4, 5 para afirm ar la liberación de la ley que Cristo vino a realizar. En nuestro texto (3,13), el objeto directo de la liberación es la maldición que lleva consigo la ley. ¿De qué m aldición se trata? Y por tanto, ¿a qué se refiere esa liberación? En G ál 3, 10 se dice: «los que se apoyan en la observancia de la ley llevan encima una maldición, porque dice la Escritura: m aldito el que no se atiene a todo lo escrito en el libro de la ley y lo cumple» (cf. D t 27, 26). L a idea que aquí se expresa es la siguiente: el hom bre, con sus propios recursos, n o puede realizar el program a que el mismo D ios le presenta; p o r eso incurre en la m aldición54. D e donde resulta lógicam ente que el hom bre es liberado de la m aldición en la m edida en que es liberado de la ley. P or lo tanto, al decir P a­ blo que el M esías nos liberó de la m aldición de la ley, en el fondo lo que afirm a es que estam os liberados de la misma ley. Porque si no hubiera liberación de la ley, no podríam os escapar de la m aldición que lleva aparejada la ley. C oncretando m ás el sentido del texto, hay que decir que la liberación de la ley tiene una finalidad concreta: m ediante esa libera­ ción, los paganos pueden alcanzar la bendición de A brahán y los creyentes pueden recibir el Espíritu prom etido (Gál 3,14). Es decir, la bendición divina y el Espíritu se dan a los hom bres precisamente porque éstos son liberados de la ley. D e lo contrario, sólo podem os esperar la m aldición que recae inevitablemente sobre los que se apoyan en la observancia de la ley religiosa55. M ás adelante, cuando estudiemos el sentido concreto que la ley tiene en la enseñanza de Pablo, podrem os com prender el alcance de esa m aldición que pesa sobre los que se apoyan en la observancia de la ley religiosa. Pero ya desde ahora se puede entender, de alguna m anera al menos, lo que representa esa maldición. Basta echar m ano de la propia experiencia; o de la experiencia que nos sum inistran los demás. El hecho es que quienes centran su vida espiritual en la observancia exacta de la legislación, la norm ativa, el reglamento, en el 53. Cf. por ejem plo, M . Zerwick, Analysis philologica N . T., 420. 54. Cf. J. M. G onzález Ruiz, Epístola de san Pablo a los gálatas, 152. 55. Sobre la relación de este pasaje con la práctica griega de liberación sacral de esclavos, Cf. A. Deissm ann, Licht von Osten, Tübingen 1923, 270-280; H . Schlier, L a Carta a los gálatas, 159-160. Esta interpretación es puesta en duda por S. Lyonnet, en el sentido de que se trataría, m ás bien, de la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. S. Lyonnet, De peccato et redemptione II, R om a 1960, 49-66; A. van Dülm en,

Ya no estamos sometidos a ¡a ley

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fondo son personas profundam ente desgraciadas. Sin tener que llegar al caso patológico de las personas escrupulosas, sabemos de sobra las dosis de infelicidad, de m alestar profundo y de angustias* de concien­ cia que tienen que soportar los que tom an tan en serio la observancia de la ley, que quieren llevar ese principio hasta sus últimas consecuen­ cias. El resultado, entonces, es u n a vida abrum ada por el peso de una; especie de m aldición. H e ahí el significado m ás elemental de la trem enda afirm ación de Pablo: «los que se apoyan en la observancia de la ley llevan encima u n a maldición».

13.

Ya no estam os som etidos a la ley

Pero, sin d uda alguna, el texto m ás claro de Pablo sobre la liberación de la ley es el de G ál 3, 23-26: Antes que llegara la fe estábamos custodiados por la ley, encerrados esperando a que la fe se revelase. Así la ley fue nuestra niñera, hasta que llegase el Mesías y fuésemos rehabilitados por la fe. En cambio, una vez llegada la fe, ya no estamos sometidos a la niñera, pues por la adhesión al Mesías Jesús sois todos hijos de Dios.

Pablo establece en este texto una contraposición neta entre la fe y la ley: m ientras no v rio la fe en C risto Jesús, los hom bres estaban sometidos a la ley; etí ¿am bio, «una vez llegada la fe», ya no estamos sometidos a la ley. ! P ara llegar a esta conclusión, Pablo utiliza la imagen del pedago­ go, personaje de la sociedad griega que era bien conocido por los destinatarios de la C arta a los gálatas. Pero aquí es de sum a im por­ tancia p ara el lector m oderno entender lo que era la figura del pedagogo en la sociedad de aquel tiempo. Porque para nosotros hoy, un «pedagogo» es un «educador», es decir, se trata de una persona que prepara y capacita al niño y al joven p ara la adultez y la madurez de la vida. Según esta m anera de pensar, que nos es hoy enteram ente connatural, la ley tuvo la función de educar y preparar a los hombres para que, en su día, llegaran a la adultez y a la m adurez de la fe cristiana. Y desde este punto de vista, se justifica en nuestros días el hecho de im poner leyes severas en m ateria de formación cristiana, para que de esa m anera la gente llegue a la m adurez de la fe en Jesucristo. Por eso, las reglam entaciones y norm as m inuciosas se suelen considerar com o la mejor form ación para educar en la fe adulta y coherente. Los colegios, noviciados y seminarios se han basado am pliam ente en esta argum entación. Com o tam bién es relati­ vamente frecuente oír este tipo de razonam ientos para explicar por

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Símbolos de libertad

qué se im ponen norm as y rúbricas minuciosas en las celebraciones sacram entales. P or supuesto, aquí no vamos a discutir el problem a propiam ente pedagógico, en sentido m oderiio, de si efectivamente lo m ejor para la educación es im poner norm as y leyes o dejar, m ás bien, a los educan­ dos vivir en un am biente fundam entalm ente permisivo. Obviamente, ese asunto no entra en las intenciones y en la problem ática de este libro. Pero si aquí se h a hecho referencia a esa cuestión, es simplemen­ te porque parece im portante dejar claro de una vez que este texto de Pablo (Gál 3, 23-26) no tiene nada que ver con el problem a pedagógi­ co m oderno, ni se refiere a eso en absoluto. Es m ás —y aquí está lo m ás serio del asunto— lo que Pablo quiere decir es justam ente lo contrario, a saber: que la ley no fue una preparación para la fe, sino que existe una contraposición radical entre la ley y la fe. ¿Por qué decimos esto? La función del pedagogo, en las costum bres y en la cultura de aquel tiempo, consistía en lo siguiente: 1) se tratab a de una función lim itada en cuanto al tiem po, ya que d u rab a solamente m ientras el niño no llegaba a la adultez: 2) se trata b a tam bién de una función lim itada en cuanto a su contenido y al papel que ejercía el llam ado «pedagogo», porque la misión de éste no consistía en educar al niño, sino solamente en llevarlo a los educadores, que eran propiam ente los encargados de preparar al pequeño para la m ayoría de edad; 3) se tratab a finalmente de una función to d a ella orientada hacia otro estado, el de la edad adulta, en el que el pedagogo ya no tenía nada que h acer56. P or lo tanto, si Pablo dice que la ley era el «pedagogo», en realida4 lo que quiere decir es lo siguiente: 1) que la función de la ley estaba lim itada en el tiempo: sólo tenía validez hasta que llegara la fe, pero una vez llegada la fe (y tal es la situación de los hom bres desde la venida de Jesús el Mesías), la ley ya no tiene nada que hacer, o sea, estam os totalm ente liberados de la ley; 2) existe, por consiguiente, una incom patibilidad radical entre la ley y la fe: am bas no pueden coexistir en la mism a persona, es decir si vivimos ya en un régimen de fe, eso significa que la ley ya no tiene, ni puede tener, papel alguno en nuestra vida de creyentes; 3) la función de la ley no consistía, ni puede consistir, en educar p ara la fe, porque la misión del pedagogo 56. Cf. P. Bonnard, L ’éptlre de saint Paul aux galaíes, 76; A. Oepke, Der B rief des Paulus an die Galater, Berlin 1957, 88-89; G. Bertram , en TW N T V, 596-624. En las fam ilas griegas y rom anas, el paidagogós era un esclavo cuya tarea concreta consistía en vigilar a los m uchachos de seis a diez años; y se sabe que su oficio era tan de poca im portancia que era elegido entre los esclavos que no servían p ara o tra cosa; además castigaba duram ente a los m uchachos. Cf. H. Schlier, La Carta a los gálatas, 194-195, que ofrece inform ación docum ental en este sentido.

L a misión liberadora de Cristo

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no era educativa — eso estaba encom endado a otras personas— sino solamente represiva o de dom inio, hasta que llegase la edad de la libertad p ropia del a d u lto 57. Por consiguiente, Pablo no pretende en este texto presentar a la ley com o una realidad positiva y benéfica cuya misión es preparar y educar p ara la libertad de la fe. L a intención de Pablo es muy distinta: él sólo quiere contraponer el régimen de la esclavitud y sometimiento propio de la ley (el «pedagogo», la niñera m ás bien, habría que decir con nuestras categorías de hoy) al régimen de la libertari que es lo que caracteriza a la fe. En consecuencia: todas las interpretaciones que, de una m anera u otra, tienden a hacer el elogio de la ley com o algo positivo y válido y cuya función es servir de preparación p a ra que el cristiano llegue así a la adultez de la libertad, son interpretaciones que no tienen fundam ento en la enseñanza de san Pablo. Por tanto, los métodos de form ación espiritual que se basan en un nuevo legalismo, bajo pretexto de que así se educa p ara la libertad cristiana, podrán justificarse p o r otros argum entos, pero desde luego en la doctrina de Pablo no encuentran apoyo alg u n o 58.

14.

La misión liberadora de Cristo

Pero Pablo va m ás lejos. Porque no se tra ta solamente de que los cristianos estam os liberados de la ley. Se trata, además, de que la misión p ropia y específica de Jesús el M esías consistió exactam ente en llevar a cabo esa liberación: Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, pues, aunque es dueño de todo, lo tienen bajo tutores y administradores, hasta la fecha fijadapor el padre. Igualnosotros, cuando éramos menores estábamos esclavizados por lo elemental del mundo. Pero cuando se cumplió el plazo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, sometido a la ley, para que recibiéramos la condición de hijos (Gál 4, 1-5). 57. P ara u n a inform ación m ás detallada de la función del «pedagogo», cf. E. Schuppe, en Pauly-W issowa, Realencyctopädie der classischen Altertumswissenschaft X V III/2, 2375-2385. P or todo lo dicho, se com prende perfectam ente el dicho de A. Schlatter: en ningún sentido es la ley «la callada preparación para la revelación de la fe». Citado por H. Schlier, La Carta a los gálatas, 196. 58.Pablo n o presenta la ley com o «pedagogo que encam ina a Cristo», según la expresión desafortunada de D uncan. Y no se debe entender en ese sentido ni positivamen­ te (en cuanto que gradualm ente eduque al hom bre p ara el bien), ni negativam ente (en cuanto que nos d aría a conocer nuestros pecados). Al menos, por lo que respecta al pensam iento de Pablo, es seguro que tales ideas son enteram ente ajenas a su doctrina. Cf. H. Schlier, L a Carta d los gálatas, 195-196.

256

Símbolos de libertad

Lo mismo que en G ál 3, 23-26, Pablo contrapone aquí dos situaciones: de u n a parte, la situación del hom bre bajo la ley (4, 1-3); de o tra parte, la situación del creyente a partir de la venida de Cristo (4, 4-5). L a prim era situación se caracterizaba porque era un estado de esclavitud ( doúlou) (4,1 ), ( dedouloménoi) (4, 3); la segunda, por el contrario, sé define com o un estado de libertad con relación a la ley, porque precisam ente el verbo éxagoraso que utiliza Pablo (4, 5) significa liberar, redim ir y rescatar a un esclavo59. A hora bien, en eso justam ente consistió la misión del H ijo de D ios en el m undo: él vino p a ra liberar a los hom bres de la esclavitud de la ley. Y, m ediante eso, p a ra que así recibiéramos la condición de hijos de Dios (4, 5). Pero aquí conviene n o tar algo que es de singular im portancia: la liberación de la ley actúa com o mediación entre el estado de esclavi­ tu d y el estado de filiación 60. Pablo quiere decir: los hom bres llegan a ser hijos de D ios precisam ente porque son liberados de la ley. P or eso se com prende exactam ente la contraposición que el mismo Pablo establece en 4, 7: «de m odo que ya no eres esclavo, sino hijo». Por consiguiente, lo que define y especifica a los hijos de D ios es que son los hom bres que ya no están sometidos a la ley, porque han sido liberados de esa esclavitud61. Vivir com o hijos de D ios es vivir libres 59. Cf. M. Zerwick, A nalysisphilologica N. T„ 421; H. G. Liddell-R. Scott, A greekenglish lexicon I, Oxford 1951, 850; M . A. Bailly, Dictionnaire grec-fran(ais, Paris 1929, 692. 60. L a frase está construida con dos proposiciones finales, m arcadas por la conjun­ ción ina, de tal m anera que la prim era proposición, «para rescatar a los que estaban som etidos a la ley», es el paso previo p ara la últim a proposición: «para que recibiéramos la condición de hijos». 61. E n 4, 3 se refiere la esclavitud a «lo elemental del m undo» o m ás exactam ente a «los elem entos del m undo» ( sioijeta toú kósm ou). Se han dado diversas interpretaciones de estos «elementos del mundo»: 1) «elementos» en su sentido m ás general: principios elementales, conocim ientos pueriles o principios religiosos imperfectos; 2) el sentido que los elem entos tenían en la filosofia estoica, com o elem entos constitutivos del universo: el agua, la tierra, el fuego y el m ar; 3) los «elementos» serían los astros o los espíritus que rigen la m archa del m undo. En todo caso, es claro que las especulaciones que se pueden hacer p ara identificar a estos «elementos» son casi interminables. D e todas maneras, una cosa hay clara: el som etim iento a «los elementos del mundo» co m p o rtáb ala observancia de leyes y reglas que p ara n ada sirven en orden a la relación del hom bre con Dios. E n este sentido, es decisivo el texto de Col 2,20-23: «Si m oristeis con el Mesías a los elementos del m undo, ¿por qué os sometéis a reglas cornasi aún vivierais sujetos al m undo? “ N o pruebes, no tomes, no toques” , de cosas que son todas para el uso y consumo, según las consabidas prescripciones y enseñanzas hum anas. Eso tiene fam a de sabiduría p o r sus voluntarias devociones, hum ildades y severidad con el cuerpo; no tiene valor ninguno, sirve p ara cebar el am or propio». P a ra las diversas interpretaciones de «los elementos del m undo», cf. A. Oepke, D er B rie f des Paulus an die Galater, 93-96; H. Schlier, L a Carta a los gálatas, 221-223, con am plia bibliografía; A. J. Bandstra, The law and the elements o f the world. A n exegetical study in aspects o f PauFs teaching, K am pen 1964; A. W . Cramer, Stoicheia tou Kosmou, Niew skoop 1961.

Libertad total

257

de esclavitudes legales. Y Pablo añade la dem ostración últim a de que eso tiene que ser así: «la prueba de que sois hijos es que D ios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo, que grifa ¡Abba! ¡Padre!» (4, 6) 62. En el fondo, este texto se refiere a una experiencia profundam en­ te hum ana: la relación «señor-esclavo» se organiza mediante una norm ativa legal; por el contrario, la relación «padre-hijo», por ser relación de am or, funciona m ediante los dinamism os que com porta to d a relación afectiva. Porque la experiencia nos enseña que cuando dos personas se quieren intensamente, lo que m enos se les ocurre es establecer un reglam ento p ara precisar legalmente cómo se tienen que agradar. Los cristianos son los hijos de Dios. P or eso, su relación con D ios no se basa en la esclavitud de la ley, sino en la libertad del amor. En definitiva, Pablo viene a decir: donde hay ley, hay esclavitud; por el contrario, dond< b j y fe hay amor. Y por eso, libertad, j í

15.

L ibertad total

L a libertad que Jesús el Mesías ha traído a los hom bres es total. Es decir, no tolera ninguna clase de esclavitud religiosa. Ni la esclavitud que com portaba la religiosidad pagana (G ál 4, 8-11), ni la esclavitud que im ponía la ley ju d ía (Gál 4,21-31). D e tal m anera que Pablo llega a afirm ar esta libertad con una frase curiosam ente reiterativa: «Para que seamos libres nos liberó el Mesías; conque m anteneos firmes y no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud» (Gál 5, 1). Para com prender el sentido y el alcance de este texto, hay que tener en cuenta dos cosas. A nte todo, Pablo se refiere aquí a la libertad con relación a la ley, porque de eso es de lo que se trata, tanto en el contexto anterior (4,21-31), com o en el contexto siguiente (5,2-4). En el conjunto del pasaje, Pablo se refiere a la ley en cuanto instrum ento de esclavitud (4, 24.25.31) y en cuanto elemento negativo que lleva inevitablemente a rom per con el Mesías y a caer en desgracia (5, 4). Por lo tanto, cuando en 5, 1 se contrapone la esclavitud a la libertad, lo que en el fondo se contrapone es la ley a la fe (cf. 5, 5-6). Pablo, pues, viene a decir: lo mismo que son incom patibles la esclavitud y la libertad, igualmente lo son la ley y la fe. C om o se ha dicho muy

62. Este texto se h a de interpretar en el sentido de que los fieles han recibido el E spíritu porque son hijos, no en el sentido contrario: son hijos porque han recibido el Espíritu. Pablo habla prim ero de;la adopción filial y, a partir de eso, menciona el envío del Espíritu. Cf. P. B onnard, L ’eptire de saint Paul aux galates, 87. Sobre el sentido de la invocación «Abba» p ara dirigirle a Dios, son bien conocidos los estudios de J. Jeremias, Teologia del nuevo testamento I, Salam anca 4198 Ϊ 80-87.

t

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Símbolos de libertad

acertadam ente a propósito de este texto, «el que es esclavo, no es cristiano en m odo alguno»63. Pero hay una segunda cuestión, que interesa más directam ente a nuestro estudio, si cabe. Se trata de la im portancia y la am plitud que implica esta afirm ación de la C arta a los gálatas. M ás de un au tor ha indicado que estas palabras constituyen el resum en de to d a la c a rta 64, lo cual es cierto, ya que el tem a central de todo este escrito de Pablo es precisam ente la libertad del cristiano con respecto a la ley y, por otra parte, la afirm ación que se hace en 5, 1 expresa la situación central cristian a65. Esto supuesto, lo que Pablo afirm a es que el Mesías «nos liberó p ara la libertad». El dativo té éleuzería intensifica la fuerza del verbo «liberar» 66 Lo que quiere decir que se trata de una liberación en su sentido m ás universal y abso lu to67. Concretam ente, la frase alude a la liberación de un esclavo68, de tal m anera que a lo que ap u n ta es a la liberación definitiva: no es cuestión de salir de una esclavitud p ara caer en otra, sino de acceder al estado de la m ás plena libertad 69.

16.

L a ley contra el Espíritu

Pero hay más. Porque no sólo son incom patibles la ley y la fe, sino que, m ás en el fondo, existe una incom patibilidad radical entre la ley y el Espíritu. L a afirm ación de Pablo en este sentido es tajante:

63. H. H übner, Das Gesetz bei Paulus, 116. 64. F. Pastor, L a libertad en la Carta a ¡os gálatas, 140; P. Bonnard, L ’épttre de saint Paul auxgalates, 101; cf. tam bién E. Burton, The epistle to the galatians, Edinburgh 1921, 270. 65. F. Pastor, o. c., 140. 66. Cf. M. Zerwick, Analysisphilologica N. T., 423. Además, el stékete de 5,1 indica la firmeza con la que han de perm anecer en tal libertad, lo m ism o que en 2 Tes 2,15. Cf. F. Pastor, o. c., 141. 67. Com o observa acertadam ente P. Bonnard, o. c., 101-102, Pablo emplea aquí el verbo liberar en sentido absoluto; él no dice ni cóm o ni limita esa liberación. 68. U na inscripción griega usa los mismos térm inos p a ra describir la liberación de un esclavo por la divinidad. Cf. A. Deissmann, Licht von Osten, 275 s. 69. Se ha dem ostrado que la M ischna preveía dos form as del rescate de esclavos: o bien p ara u n a nueva esclavitud o bien para la libertad definitiva. Pablo apunta sin duda a este segundo caso. Cf. K. H . Rengstorf, /.u Galater 5,1 : Theologische Literaturzeitung 76 (1951) 659-662. P or lo demás, Pablo no entiende la libertad com o la facultad psíquica de escoger entre dos contrarios, ni m enos aún com o la apertura hacia una autarquía jurídica o m oral. P ara él la libertad es el estado de los «hijos de Dios» (Gál 3, 6), con el cual quedan intrínsecam ente habilitados para superar sus grandes alienaciones: el pecado y la m uerte. Cf. J. M. G onzález Ruiz, Epístola de san Pablo a los gálatas, 232.

La ley contra el Espíritu

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Proceded guiados por el Espíritu y nunca cederéis a deseos rastreros. Mirad, los objetivos de los bajos instintos son opuestos a los del Espíritu y los del Espíritu a los de los bajos instintos, porque los dos están en conflicto. Resultado: que no podéis hacer lo que quisierais. En cambio, si os dejáis llevar por el Espíritu, no estáis sometidos a la ley (Gál 5, 16-18).

Este texto presenta lo que debe ser la vida m oral del cristiano. A eso se refiere siempre, en los escritos de Pablo, el verbo peripatéin (5, 16)70. A hora bien, esta vida m oral del cristiano se define com o una vida guiada por el E spíritu71, cuyos frutos son enum erados a conti­ nuación (5, 22-24). Lo radicalm ente opuesto a esa vida, es decir, a la conducta ética del cristiano, es el proceder según los deseos rastreros o los bajos instintos72, en definitiva las acciones que proceden del egoísmo hum ano (5, 19-20). Pablo quiere decir: donde hay apertura y disponibilidad hacia D ios y hacia el prójim o, ahí está el Espíritu de Dios; p o r el contrario, donde hay egoísmo (con las acciones que de él proceden), ahí está la m ás radical oposición al Espíritu de Dios. Pues bien, supuesto lo que se acaba de indicar, en el versículo 18 presenta Pablo la afirm ación m ás fuerte y decisiva: «si os dejáis llevar por el Espíritu, n o estáis sometidos a la ley». Esto quiere decir tres cosas: 1) de la m ism a m anera que hay un antagonism o radical entre el Espíritu y los bajos instintos, igualm ente hay un antagonism o

70. Rom 6 ,4 ; 8, 4; 13,13; 14,15; 1 C or 3, 3; 7,17; 2 C or 4,2 ; 5, 7; 10,2.3; 12, 18; Gál 5,16; E f 2 ,2 .1 0 ;4 ,1 .1 7 ; 5,2,8.15; Flp 3,17.18; Col 1,10; 2 ,6 ; 3,7; 4 ,5 ; 1 T e s2, 12; 4, 1.12; 2 Tes 3, 6.11. N o hay ni un solo texto de Pablo en el que este verbo tenga el significado de m archar en sentido fisico. Siempre se refiere al sentido figurado: el com portam iento en sentido ético. 71. Se trata del E spíritu de Dios, al que con frecuencia se refiere Pablo en esta carta: 3, 2.5.14; 4, 6; 5, 5. E sta últim a cita es particularm ente esclarecedora, pues está en el contexto de nuestro texto. Cf. en este sentido A. Oepke, Der B rief an die Galater, 134. Por o tra parte, en R om 8, 9-17 se establece la contraposición entre el E spíritu y los bajos instintos; ah o ra bien, en ese pasaje se trata ciertam ente del Espíritu de Dios. Cf. R om 8, 9.11.14.16. 72. En la teología de Pablo, el térm ino sárx designa con frecuencia lo débil, lo transitorio, lo propio del hom bre con sus limitaciones (Rom 6, 19; 7, 5.18.25; 13, 14; especialmente en el capítulo 8, 4-9.12-13; 1 C or 5, 5; 2 C or 7 ,1 ; G ál 5,13.24; 6, 8.13; E f 2, 3; Col 2, 18.23), concretam ente la debilidad m oral (Rom 7, 5. 25; 8, 7-8) de donde brotan inm oralidades y divisiones entre los hom bres (1 C or 3, 3; Gál 5, 19-21) y, en definitiva, el am or propio (Col 2,18-23). P or otra parte, el deseo ( epizumia) designa en Pablo la pasión o instinto pecaminoso: R om 1,24; 6,12; 7,7.8; 13, 9.14; 1 C or 10,6; G ál 5,16.17.24; E f2, 3; 4, 22; Col 3, 5; 1 Tes 4, 5. La única excepción que se puede citar es F lp 1, 23 y 1 Tes 2, 17. D e todo esto resulta que la expresión epizumia sarkós designa inequívocam ente los deseos rastreros o los bajos instintos (R om 13,14; G ál 5, 16.24; E f 2, 3). Cf. E. Schweizer, en T W N T V, 425-430. i

260

Símbolos de libertad

irreconciliable entre el Espíritu y la ley73; 2) «ceder a deseos rastre­ ros» y «estar som etidos a la ley» son realidades paralelas y, en ese sentido, equivalentes74; 3) si el cristiano se define como el hom bre que no cede a los bajos instintos, en la m ism a m edida se define tam bién com o el hom bre que no está sometido a la ley75. El pensam iento de Pablo no puede ser ni más claro ni más term inante: hablar de un cristiano es hablar de un hom bre que vive enteram ente liberado de la ley religiosa, lo mismo que tiene que vivir absolutam ente liberado y alejado de las acciones que producen los bajos instintos. Porque, en definitiva, am bas cosas son antagónicas con el Espíritu de Dios. Lo que acabam os de indicar es de la máxim a im portancia cuando se tra ta de organizar el com portam iento cristiano y, en general, lo que solemos llam ar la «form ación espiritual» de los fieles. Por una razón que se com prende enseguida: cuando se habla de vida cristiana y de cóm o debe regirse la conducta de un creyente, es frecuente oír decir que en eso debe jug ar un papel im portante el Espíritu santo y su acción en la intim idad de la conciencia. Pero, al mismo tiempo, se insiste tam bién en que la ley es un elemento absolutam ente indispen­ sable p ara proceder com o Dios m anda. Evidentemente, desde el m om ento en que las cosas se plantean de esa m anera, el problem a que se le presenta a cualquier persona es ver cómo se tienen que arm onizar y conjugar la acción del Espíritu, por una parte, y los imperativos de la ley, por otra. Se dice que am bas cosas son im portantes. E incluso, los m ás avanzados, llegan a afirm ar que la prim acía la tiene el Espíritu. Pero resulta que cuando venimos a lo inmediato, a lo concreto de la vida y de las situaciones, la función del Espíritu consiste (según dicen algunos) en ayudar a los cristianos para que cum plan con m ás fidelidad y con m ás facilidad las leyes religiosas y las norm as eclesiásticas establecidas. Es decir, lo que en la práctica se viene a afirm ar es que lo primero! y principal es la ley. Y entonces, la función del Espíritu consiste, de hecho, en ser un auxiliar de la ley, u n a ayuda y un estímulo, p ara que la ley quede m ejor y más exacta­ m ente cumplida. D icho de o tra m anera, el Espíritu queda sometido a la ley com o un com plem ento de la misma.

73. Aquí es im portante n otar el paralelism o en tre pneúmati ágesze (5,18) y pneúmati peripateile (5, 16). Este paralelism o indica claram ente que el m ism o antagonism o que existe entre el Espíritu y los bajos instintos es el que existe entre el Espíritu y la ley. Cf. A. van Dülm en, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, 63. 74. Cf. el paralelismo indicado en la n o ta anterior. 75. Téngase en cuenta que la expresión úpó nómon designa en Pablo el estado de som etim iento o esclavitud bajo la ley: Rom 6, 14.15; 1 C or 9, 20; Gál 3, 23; 4, 4.5.21.

Libertad por el evangelio

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A hora bien, está claro que, después de lo que hemos visto antes acerca del pensam iento de Pablo sobre este asunto, hay que afirmar con toda claridad que entre la ley y el Espíritu no caben soluciones a medias, ni fo rm u la s te comprom iso. Porque se trata de dos realidades antagónicas y cont ypuestas. N o se puede, pues, dosificar en nuestra vida cristiana la ley V el Espíritu, com o si se tratara de dos com ponen­ tes que hay que conjugar y arm onizar a toda costa. El problem a, por el contrario, está en optar o por la ley o po r el Espíritu, a sabiendas de que la opción por uno de estos dos elementos excluye inevitablemente al otro. Si es que queremos ser fieles al planteam iento de Pablo, no hay más rem edio que llegar a esta conclusión.

17.

L ibertad p o r el evangelio

La enseñanza de Pablo sobre la libertad de la ley no aparece solamente en las cartas a los rom anos y a los gálatas. Tam bién en la prim era C arta a los corintios, Pablo se refiere a su libertad personal con respecto a la ley. Y lo hace de tal m anera que, en este caso, la libertad del creyente se nos presenta con una dimensión más profun­ da: Soy libre, cierto, nadie es mi amo; sin embargo, me he puesto al servicio de todos, para ganar a los más posibles. Con los judíos me porté como judío para ganar judíos; con los sujetos a la ley, me sujeté a la ley, aunque personalmente no esté sujeto, para ganar a los sujetos a la ley. Con los que no tienen ley, me porté como libre de la ley, para ganar a los que no tienen ley; no es que yo esté sin ley de Dios, no, mi ley es el Mesías; con los inseguros me porté como inseguro, para ganar a ios inseguros. Con los que sea me hago a lo que sea, para ganar a algunos como sea. Y todo lo hago por el evangelio, para que la buena noticia me aproveche también a mí (1 Cor 9, 19-23).

El principio que Pablo establece aquí es el principio de la libertad m ás radical: él se siente y se com porta, no sólo com o libre de la ley, sino incluso com o libre con relación a la m isma libertad de la ley, de tal m anera que, si llega el caso, él no tiene inconveniente en someterse a la ley, «para ganar a los sujetos a la ley» (v. 20); lo mismo que con los inseguros se p o rta como inseguro, «para ganr a los inseguros» (v. 22). Lo único que interesa, en definitiva, es que el evangelio, es decir la «buena noticia» y el don de Dios, alcance a todos y llegue a todos (cf. v. 23). Esto es lo único absoluto. Lo demás, todo es relativo. Incluso el ejercicio y la puesta en práctica de la libertad con relación a la ley. Pero aquí conviene dejar en claro que, al plantear las cosas de esta m anera, Pablo no pretende en m odo alguno poner en duda la libertad

262

Símbolos de libertad

del creyente con respecto a la ley. N i siquiera reducir o limitar, de alguna m anera, esa libertad. L a afirm ación inicial de Pablo es tajante en ese sentido: «Soy libre de todo» (eleúzeros ék pánton) (v. 19). C om o se h a dicho m uy bien, en este «todo» va incluida la ley76. Y p ara que no quede duda sobre este punto tan fundam ental, Pablo insiste lo mismo en la frase que va a continuación, afirm ando sin am bigüedades que él no está som etido a la ley (m è òn autòs ùpò nóm on) (v. 20). U na vez afirm ada esta libertad sin limitaciones, el mismo Pablo reconoce y afirm a que, en determ inadas circunstancias, pueden pre­ sentarse ocasiones en las que precisamente por fidelidad al evangelio, lo m ejor sea com portarse sin hacer problem as de las cuestiones relacionadas con la ley. Porque lo que im porta de verdad es ser libres, incluso de esa m ism a libertad, si es que las exigencias evangélicas así lo aconsejan en determ inados m om entos. Dicho de otra m anera, Pablo vive tan absolutam ente libre, que puede com portarse de la form a m ás conveniente en cada situación, sin sentirse atado a nada ni a nadie, porque su única ley es Jesús el M esías (v. 21). N o se trata, pues, de una limitación de la libertad, sino que es exactam ente todo lo contrario. Porque, en últim o término, lo que Pablo viene a decir es que nunca debemos hacer problem a de las cuestiones que se refieren a la ley: lo único verdadero y sensato que se puede decir al respecto es que, partiendo del principio intocable de la libertad total ( ék p án ton ), e fr-ta d a ca so se debe hacer lo que aconse­ jen las circunstancias, m irando únicam ente al servicio de los demás (v. 19) y a la causa del evangelio (v. 23). Por eso, sabemos que, en m ás de una ocasión, Pablo se com portó de esa m anera (cf. A ct 16, 3; 21, 20-26). Porque él sabía muy bien que el anuncio de Jesús com o el Mesías, que estaba prom etido en las Escrituras, no sería aceptable p a ra los judíos, si estos sabían a priori que los seguidores de Jesús abandonaban la ley de Dios; en tal caso, la com unidad de Jesús, con su mensaje, habría sido rechazada de antem ano y sin m ás averiguaciones77. De ahí que Pablo no duda en someterse a determ inadas observancias legales, cuando ese com porta­ m iento era lo m ás aconsejable p a ra que los judíos pudiesen aceptar, al m enos en principio, el mensaje cristiano. Por lo demás, resulta perfectam ente comprensible que Pablo no sea, en este caso, tan tajante com o en la C arta a los gálatas. La razón es clara: en la com unidad de Corinto, el peligro no era precisamente el legalismo, sino m ás bien lo contrario, ya que, com o es bien sabido, 76. 77.

F. Pastor, L a libertad en la Carta a los gálatas, 222. Cf. W. G utbrod, en T W N T IV, 1059.

L a ley como fuente de hostilidad y de división

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entre aquellos cristianos había quienes interpretaban la libertad con criterios sencillamente inadmisibles (cf. 1 C or 6, 12; 10, 23)78. Pero aquí es interesante recordar dos cosas: en primer lugar, que, incluso en esas circunstancias, Pablo vuelve a recordar el criterio de la libertad que tiene el creyente con respecto a las observancias legales (1 C or 8, 4-6; 10, 23-27.29); en segundo lugar, que D ios clasifica de débiles ( ászenés) a los cristianos que sienten escrúpulos o dudas de conciencia por cuestiones de sometimiento a la ley (1 C or 8, 7.9; cf. Rom 15, 1). Pablo es coherente con su pensam iento fundam ental: la rehabilitación del hom bre entre D ios no proviene de la observancia o no observancia de la ley, sino de la fe en Jesús el. M esías79. Finalm ente, es im portante advertir que todo este planteam iento no significa que el creyente viva en la anarquía m oral y en el libertinaje. L a libertad del cristiano es u n a libertad responsable (1 Cor 8. 1-13: 10, 23-33). Porque p ara el hom bre de fe la ley es el M esías (1 C or 9, 21)80. M ás adelante explicaremos lo que esto quiere decir.

18.

L a ley como fuente de hostilidad y de división

P or últim o, en esta larga enum eración de textos sobre la libertad de la ley, es im portante recordar un pasaje fundam ental de la C arta a los efesios. El a u to r81 se refiere a los cristianos convertidos del paganismo: ellos, antes de su conversión, no tenían un Mesías, estaban excluidos de la ciudadanía de Israel, el pueblo elegido y predilecto de Dios, y por eso no entraban en la alianza con el Señor,

78. Cf. F. Pastor, L a libertad en la Carta a los gálatas, 223. 79. Cf. H. Conzelmann, Der erste B rief an die Korinther, G öttingen 1969, 190. 80. P ablo no pretende sugerir que el cristiano tenga una nueva ley, que sustituya a la antigua. Se trata, m ás bien, de que para el creyente la norm ativa legal queda sustituida por la fidelidad a la persona de Jesús el Mesías. Cf. H. Conzelmann, o. c., 190. P ara un estudio m ás detallado de esta fórm ula paulina, cf. C. H. D odd, Ennomos xpistoy: Studia Paulina (1953) 96 s. 81. A unque la carta se presenta com o escrita por Pablo (3,1 ; 4,1 ; 6,20), hoy existen razones de peso p ara poner en duda el que Pablo fuera realm ente quien la escribió. Enire esas razones, la m ás im portante es el estilo literario de la carta, que no coincide con el de los otros escritos de Pablo. Pero, aun en el caso de que el autor fuera otro, está fuera de duda que la carta presenta un cuerpo de ideas básicas, que coinciden con la teología paulina. P ara to d o este asunto, cf. J. E rnst, Die Briefe an die Philipper, an die Philemon, an die Kolosser, an die Epheser, en Regensburger Neues Testament, Regensburg 1974, 253263; K . A land, D as Problem der Anonymatäl und Pseudonymatät in der christlichen Literatur der ersten beiden Jahrhunderte, en Studien zur Überlieferung des N. T. und seines Textes, Berlin 1967,24-3 f Gnilka, Der Epheserbrief en Herders theologischer Kommen­ tar zum Neuen Testamenti λ /2, Freiburg 1971, 13-21.

264

Símbolos de libertad

viviendo sin esperanza y sin D ios en el m undo (E f 2, 11-12). Esto supuesto, el autor prosigue: Ahora, en cambio, gracias al Mesías Jesús, vosotros los que antes estabais alejados estáis cerca por la sangre del Mesías, porque él es nuestra paz: él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo en su vida mortal la ley de los preceptos con sus reglamentos; así, con los dos, creó en sí mismo una humanidad nueva, estableciendo la paz, y a ambos, hechos un solo cuerpo, los reconcilió con D ios por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad (Ef 2, 13-16).

La idea que el au to r quiere expresar es clara en el fondo: los paganos estaban alejados lo m ism o de Israel que de D ios (v. 12); por tanto, acercarse a D ios suponía acercarse igualmente a Israel, puesto que éste era el pueblo que poseía la alianza, la am istad y la fe en el verdadero Dios. Pero, de hecho existía una dificultad, hum anam ente insuperable, p ara que se produjera este acercamiento de los gentiles con Israel. Esa dificultad era un auténtico m uro de separación, una barrera divisioria, que se levantaba entre los pueblos paganos y el pueblo judío, y que provocaba la hostilidad entre unos y otros (v. 14). Ese m uro de hostilidad y de división era la ley religiosa de los judíos, que, de una parte, im pedía a Israel confundirse con el m undo y, de o tra parte, prohibía a los gentiles el acceso al pueblo de D io s82. Por eso, se com prende que p ara hacer de los dos pueblos un solo pueblo (v. 14), y p ara lograr, por consiguiente, el acercamiento de todos a Dios, C risto tuvo que abolir la ley (v. 15), porque ella era el obstáculo, hum anam ente insuperable, que hacía imposible la reconciliación de judíos y gentiles entre sí; y, a partir de eso, la reconciliación de los gentiles con Dios. A hora bien, al abolir la ley, Cristo ofreció a todos, judíos y gentiles, la salvación por p u ra gracia. De lo cual se siguió la desapari­ ción de la m utua hostilidad: unos y otros ya no tenían nada que reprocharse, porque ante la cruz de C risto los unos y los otros no son sino pobres pecadores, «salvados gracias a esa generosidad por la fe» (v. 8)83. Por consiguiente, el auto r de la C arta a los efesios afirm a en este texto (2, 13-16) dos cosas en relación a la ley: en prim er lugar, que el 82. Cf. Ch. M asson, L ’épitre de saint Paul aux ephésiens, Neuchätel 1953, 164-165. Cf. las im portantes citas que aduce este autor, en las que se ve claram ente cóm o p ara el judaism o la ley constituía una autèntica barrera de separación, que provocaba la hostilidad. Cf. en este sentido H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum N . T. aus Talmud und Midrasch III, 587. 83. Cf. Ch. M asson, L'épttre de saint Pauel aux ephésiens, 165-166; J. Ernst, Die Briefe an die Philipper, an die Philemon, an die Kolosser, an die Epheser, 316-317.

Un balance negativo

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efecto fundam ental de la m uerte de Cristo fue la abolición de la ley84; en segundo lugar, que la ley religiosa es un m uro de separación y una fuente de hostilidad entre los hom bres creyentes y los no creyentes, de tal m anera que precisamente por eso, el Mesías tuvo que suprimir la ley de los preceptos con sus reglam entos85, porque de no suprimirla, los no creyentes hubieran persistido en su enemistad hacia los creyen­ tes y, en definitiva, hubiera sido imposible la reconciliación de todos con Dios. D icho en pocas palabras: donde hay ley religiosa, hay división; y donde hay división es imposible el acercamiento a Dios. Difícilmente se puede afirm ar con más vigor y con más claridad, no sólo el hecho de la supresión de la ley, sino además la razón profunda de p o r qué la ley religiosa tuvo que ser suprimida. 19.

Un balance negativo

Se tra ta ahora de hacer un balance de los m ateriales analizados, hasta este m om ento, en el presente capítulo. L a conclusión básica que de esos m ateriales se sigue es bien clara: en las cartas de Pablo (incluyendo la de los efesios), se encuentran hasta doce textos en los que de m anera inequívoca y term inante se afirm a que los creyentes han sido liberados de la ley, es decir que la ley religiosa ya no existe para el hom bre de fe. H e aquí la afirm ación m ás clara de todo cuanto dice Pablo acerca de la ley. E sta afirm ación representa la anulación más radical del principio básico del judaism o rabínico, según el cual la relación del hom bre con D ios se define p o r la relación del hom bre 84. Evidentemente, lo que C risto realizó, m ediante su m uerte en la cruz, fue la reconciliación de los hom bres con Dios (v. 16). Pero, según la estructura del texto, tal reconciliación se logró precisamente porque «mediante la sangre del Mesías» (v. 13) fue suprim ido el m uro de separación. A hora bien, ese m uro era precisam ente la ley. O sea, el efecto fundam ental de la m uerte de C risto fue la abolición de la ley y, m ediante eso, la reconciliación con Dios. P ara expresar esta abolición de la ley, el autor utiliza el participio aoristo del verbo katargéo, que significa exactam ente «hacer ineficaz, destruir, abolir». W. Bauer, Wörterbuch zum N . T., 825. 85. El v. 15 no se limita a afirm ar que C risto abolió la ley, sino que dice más: el sustantivo nómos va acom pañado po r un complemento, form ado por otros dos sustanti­ vos: ton èntolòn én dógmasin. La idea que el au to r quiere expresar está clara: C risto abolió la ley que consiste en to d a una serie de preceptos y que se expresa en determ inadas ordenanzas o reglamentos. L a traducción, por tanto, que parece m ás coherente es: «la ley de los preceptos con sus reglamentos». ¿Por qué precisa el autor, en este caso, el concepto de ley de esa m anera? El sustantivo dogmata aparece o tra vez en las llam adas «cartas de la cautividad», en Col 2, 14; y el verbo dogmatiso, en Col 2, 20. En am bos casos, concreta­ mente en 2, 20, se refiere inequívocam ente a los m inuciosos reglam entos de la tradición judía referentes a los alim entos y a la pureza ritual. A hora bien, precisamente estos reglamentos minucioso^ eran los que constituían el verdadero m uro de separación entre judíos y gentiles, puesto que a p artir de tales reglam entos se prohibía todo contacto entre unos y otros. Cf. Ch. M asson, o. c., 166.

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con la ley 86. Este principio venia a decir que según sea la fidelidad del hom bre a la ley y, en general, a las norm as establecidas, así será la fidelidad del hom bre hacia Dios. Pablo, por el contrario, establece el principio fundam ental de la liberación total frente a la ley. Este principio quiere decir lo siguiente: 1. El creyente h a m uerto p ara la ley (Gál 2, 19), o sea: la ley no existe p ara el hom bre de fe. P orque el Mesías es el térm ino de la ley (R om 10, 4), de tal m anera que existe un paralelism o exacto entre «m orir al pecado» (R om 6, 2.7) y «m orir a la ley» (R om 7, 4; G ál 2, 19). 2. T odo eso es así porque a partir de Cristo, el único cam ino que lleva a Dios es la fe (R om 3,28.30; 4,13.24; 5,1; E f 2,8). A hora bien, la fe y la ley son cam inos incompatibles, de tal m anera que se excluyen m utuam ente (R om 3, 21-22; 9, 31-33; Fil 3, 9) o sea: donde hay fe no puede haber ley, porque existe una incom patibilidad radical entre am bas (G ál 3, 23-26), lo m ism o que son incom patibles la libertad y la esclavitud (G ál 5, 1). 3. La razón p rofunda de esta incom patibilidad está en que la rehabilitación, que D ios concede al hom bre, no procede de la ley, es decir no proviene del esfuerzo hum ano por hacer la voluntad de Dios, sino que proviene solam ente de la fe, que es el don de Dios (Rom 3, 20.21-22.28; 4, 13; 10, 5-6; G ál 2, 16.21; 3, 11.21-22; 5, 4). 4. P or eso se com prende que, de la m isma m anera que son incom patibles la fe y la ley, igualm ente lo son el Espíritu y la ley (Gál 5, 16-18) de tal m anera que la bendición y el Espíritu se dan a los hom bres en la m edida en que son liberados de la ley. D e lo contrario, sólo podem os esperar la maldición que recae sobre los que se apoyan en la observancia de la ley (Gál 3, 13-14). 5. D e lo dicho se sigue que la ley y la gracia son dos realidades contrapuestas (R om 6, 14), es decir, los que buscan agradar a Dios p o r m edio del cum plim iento de la ley rom pen con Cristo y caen en desgracia (G ál 5, 4); o dicho de o tra m anera, el hom bre que quiere vivir p ara D ios tiene que vivir liberado de la ley (Gál 2, 19). Es más, los hom bres llegan a ser hijos de D ios precisamente porque son liberados de la ley (G ál 4, 4-5). 6. Las consecuencias éticas de todo este planteam iento son pa­ tentes: el que está liberado de la ley fructifica para D ios (Rom 7, 4), p o r el contrario, el que vive som etido a la ley fructifica para la m uerte (R om 7, 5). Porque, en definitiva, «ceder a deseos rastreros» y «estar som etidos a la ley» son cosas equivalentes (G ál 5, 16-18). P or otra parte, la ley religiosa desencadena inevitablemente la división entre 86.

Cf. W. G utbrod, en T W N T IV, 1047.

¿Afirma Pablo la pervivencia de la ley?

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los que se someten a ella y los que no se someten; pero donde hay división, no hay posible acercam iento a Dios. Por eso, sabemos que C risto m urió en la cruz p ara liberar a los hom bres de la ley y, m ediante eso, liberarlos tam bién de la hostilidad entre ellos mismos. Las guerras de religión y las sangrientas persecuciones de judíos, herejes y paganos, que han ensuciado tantas páginas de la historia, son la prueba m ás clara de que, efectivamente, la ley religiosa es una fuente inagotable de divisiones y enfrentam ientos entre los hombres. Teniendo en cuenta que, en to d o este desagradable asunto, no se trata sólo de un problem a a nivel hum ano, sino además de una cuestión trascendente, en el sentido m ás estricto de la palabra. Porque sólo a partir de la reconciliación entre los hom bres es posible vivir en paz con D ios (E f 2, 13-16). 7. Por últim o, la libertad del creyente llega hasta tal punto de exigencias que el hom bre de fe debe vivir liberado de la misma libertad con relación a la ley (1 C or 9, 19-23). Esto quiere decir, en definitiva, que lo único verdaderam ente intocable para el cristiano es el evangelio. Lo que ocurre es que precisam ente si queremos ser fieles a la fe evangélica, de esa fe lo que se sigue es la liberación de la ley religiosa. Pero, si en algún caso, en atención a los que todavía son débiles en la fe, se ve que es m ejor n o hacer problem a de tal o cual prescripción legal concreta, entonces el evangelio nos pide que salve­ mos la fe del «débil», sin hacer m ás problem as del asunto. Las cosas claras y en su sitio: lo único absoluto es el evangelio (1 C or 9, 23). El balance, pues, es negativo en relación a la ley. Pero tam bién es cierto —y eso es lo que im porta— que en la medida que es negativo p ara le ley, lo es positivo p ara la fe. P orque se da una incompatibili­ dad radical entre la vida de fe y la vida que, bajo el pretexto que sea, se somete a la ley. 20.

¿Afirm a P ablo la pervivencia de la ley?

Al plantear esta ; iegunta, no se tra ta de poner en duda lo que hemos visto hasta estel m om ento, sino de resolver una duda im portan­ te, a saber: ¿no hay textos en los que Pablo parece adm itir la validez y la pervivencia de la ley? ¿se puede afirm ar, sin más, que la ley ya no existe p ara el creyente? P ara responder a estas preguntas, se debe recordar, ante todo, que en las cartas de Pabló hay dos series de textos sobre la ley: en unos — los m ás claros y los m ás abundantes— afirma, con todo vigor y sin lugar a duda, que la ley h a sido abolida p o r Cristo; en otros, parece adm itir la pervivencia de la ley. A la prim era serie pertenecen los doce textos que hem os analizado hasta este m om ento en el presente capítu-

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lo; a la segunda serie corresponden algunos textos que, al m enos en principio, parecen ofrecer u n a seria dificultad, en cuanto que, de alguna m anera, adm iten la validez de la ley. E sta segunda serie de textos se encuentra concretam ente en la C arta a los romanos: 3,31; 7, 12.14-16.21-25; 8, 1-4.7)87. ¿Qué se puede decir com o respuesta a esta aparente contradicción? A nte todo, parece enteram ente obvio recordar que Pablo no se va a contradecir a sí mismo. Es más, en un asunto que entrañaba consecuencias tan graves p ara to d a la com prensión del cristianism o y de la vida de los creyentes, Pablo debió pensar muy bien lo que decía. Por eso, parece sencillamente inverosímil la idea de que Pablo se expresó con ta n ta am bigüedad sobre esta cuestión que, en definitiva, n ad a seguro podem os saber al Respecto. Esto, lógicamente, quiere decir que si en u n a serie abundante de textos se afirm a claram ente que los cristianos han sido liberados de la ley, esa afirmación responde a 'un d ato muy fundam ental p ara la com unidad cristiana, para la iglesia en general, y p ara cada uno de los creyentes. P or o tra parte, es un principio herm enéutico elemental que cuan­ do en un au to r se dan frases o afirm aciones aparentem ente contradic­ torias — y m ás cuando esas afirm aciones se encuentran en un mismo docum ento— lo más oscuro debe ser interpretado a partir de lo más claro y no al revés. A hora bien, lo m ás claro en la enseñanza de Pablo, según hemos visto ampliamente, es que la ley ha sido abolida por Cristo, es decir, que la ley religiosa ya no existe para los creyentes. Por consiguiente, a partir de este planteam iento se han de interpretar y com prender los otros textos en los que, de alguna m anera al menos, parece adm itirse la pervivencia de la ley. D icho más claramente: o adm itim os que en Pablo se dan manifiestas contradicciones, o no tenem os m ás remedio que afirm ar que esos textos, en los que parece adm itirse la validez de la ley, tienen otro sentido, es decir, se refieren a algo que no contradice la enseñanza fundam ental de Pablo acerca de la liberación de la ley. Y así es, efectivamente. Porque, en prim er lugar, la ley es para Pablo «ley de Dios». En este sentido se han de entender los textos de 9 87. A esta enumeración de textos hay que añadir el de 1 Tim 1, 8-11: «Sabem os que la ley es cosa buena siempre que se la tom a com o ley, sabiendo esto: que no h a sido instituida p ara la gente honrada; está p ara los criminales e insubordinados...». L a gente honrada, para quienes no ha sido instituida la ley (los justos), son sin duda los que han sido rehabilitados por Cristo, los que viven po r la fe y no según la ley (Gál 3, U ; Rom 1, 17; 5, 19; Col 2,20-22); éstos no tienen necesidad de norm as legales, porque en ellos la fe actúa por medio de la caridad (G ál 5,6.14; R om 13,8). Cf. C. Spicq, Les éptlrespasim uk a I, Paris 1969, 332. P or consiguiente, este texto es una confirm ación m ás de que l¡i le\ no existe para el creyente.

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R om 7, 22.25; 8, 7. P or eso, la ley es «espiritual» (R om 7, 14) y «santa» (R om 7, 12); y p o r eso tam bién el m adam iento (én to lé) es «santo, ju sto y bueno» (R om 7, 12)88. Estos adjetivos, con los que Pablo califica a la ley, vienen a indicar simplemente que la ley de la que habla y a la que se refiere constantem ente es la ley dada por Dios, la ley en su sentido religioso m ás estricto. Por tanto, de esos textos no se puede deducir que la ley siga teniendo validez, ya que sabemos por otros pasajes que la ley ha sido abolida. Lo único que podemos concluir, a partir de esos textos, es que la ley anulada y abolida por Cristo es la ley de Dios. Pero hay dos pasajes en la C arta a los rom anos, que resultan más difíciles de interpretar. En el prim ero de esos textos, Pablo afirma: «Entonces, con la fe, ¿derogam os la ley? N ad a de eso; al revés, la ley la convalidamos» (R om 3, 31). Este pasaje, com o es lógico, se ha de entender según el contexto en el que está situado. A hora bien, en los v. 29-30, Pablo dice que Dios no es solamente Dios de los judíos, sino que lo es de todos los pueblos. En ese sentido, la E scritura se había pronunciado explícitamente (cf. por ejemplo Sal 24, l ) 89. Por o tra parte, en los versículos que siguen inm ediatam ente a nuestro texto, Pablo inicia la argum entación (que se va a prolongar por todo el capítulo cuarto) según la cual la Escritura afirm a que A brahán fue rehabilitado por D ios en virtud de la fe (Rom 4, 3.9.13-14.16.22; cf. G en 15, 6), no en virtud de la observancia de la ley (cf. Rom 3, 28). Por consiguiente, según el contexto en el que está situado R om 3, 31, podemos y debemos concluir que en. ese.pasaje la palab ra «ley» no se refiere a lo que Dios m anda, sino en general a la enseñanza del antiguo testam ento, según la cual D ios tenía el designio de rehabilitar a los hom bres por la fuerza de la fe en C risto, no p o r el sometimiento a la observancia de la ley90. En consecuencia, cuando Pablo afirm a que no derogam os la ley, sino que la convalidamos, lo que en realidad dice es que no prescindi­ m os de la enseñanza del antiguo testam ento, sino que procedemos plenamente de acuerdo con tal enseñanza91. Dicho m ás claramente, lo que Pablo viene a afirm ar en este texto es que el antiguo testamento enseña que el hom bre es rehabilitado por la fe; o para decirlo con más 88. Cf. C. E. B. Cranfield, St. Paul and the law, en R. Batey (ed.), New testament issues, London 1970, 149. 89. Acerca de este punto, cf. A. Viard, Saint Paul, épttre aux remains, 106. 90. Cf. F . J. Leenhajrdt, L ’épitre de saint Paul aux remains, 115. 91. La utilización del térm ino «ley» ( nomos), p ara referirse al conjunto del antiguo testamento, no es extraña en Pablo. Se puede citar, en ese sentido, Rom 3, 19. En 1 Cor 14, 21 se refiere, con la palabra «ley», a un pasaje profètico (Is 28, 11-12); otras veces,

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propiedad: el antiguo testam ento ofrece una argum entación válida en p ro de la tesis que defiende Pablo, según la cual el hom bre es rehabilitado ante D ios p o r la fe, independientemente de la observan­ cia de la ley. P o r lo tanto, la ley — en el sentido de antiguo testam en­ to— testim oniaen favor de la tesis fundam ental de Pablo:.a partir de la venida de Jesús el Mesías, la ley ya no tiene valor. El otro texto que debem os analizar aquí, ya que ofrece tam bién cierta dificultad en cuanto al problem a de la supresión de la ley, se encuentra en el capítulo octavo de la C arta a los romanos: En consecuencia, ahora no pesa condena alguna sobre los del Mesías Jesús, pues, mediante el Mesías Jesús, la ley del Espíritu de la vida te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. Es decir, lo que le resultaba imposible a la ley, reducida a la impotencia por los bajos instintos, lo ha hecho Dios: envió a su propio Hijo en una condición como la nuestra pecadora, para el asunto del pecado, y en su carne mortal sentenció contra el pecado. Así, la exigencia contenida en la ley puede realizarse en nosotros, que ya no procedemos dirigidos por los bajos instintos, sino por el Espíritu (Rom 8, 1-4).

» La dificultad que aquí se plantea es clara: a prim era vista, parece que la ley antigua (que sería la ley del pecado y de la m uerte) h a sido suprim ida, pero al mismo tiempo ha sido tam bién sustituida por la ley del Espíritu de la vida (que sería la ley religiosa actualm ente en vigor p a ra los creyentes). Si, efectivamente, es ése el sentido de estas palabras de Pablo, ahí tendríam os el argum ento m ás claro para dem ostrar que la ley no h a sido suprimida, sino m ás bien sustituida p o r la actual legislación religiosa, a la que estarían obligados los creyentes. ¿Es ésa la interpretación correcta? P a ra responder a esta cuestión, hay que tener en cuenta que Pablo contrapone la «ley del Espíritu» a la «ley del pecado» (v. 2). Entre am bas expresiones existe un paralelism o perfecto. Lo cual quiere decir que, en este caso, la palabra «ley» ( nomos) no se puede entender en el sentido de «una norm ativa codificada que obliga al hombre», porque entonces Pablo vendría a decir que la ley del antiguo testa­ m ento era sencillamente m ala y pecaminosa, en cuanto «ley de pecado», norm ativa que o bien procedía del pecado o bien era una ley que llevaba al pecado o quizás que codificaba y legalizaba el pecado. A h o ra bien, todo eso, aparte de lo insensato que resulta por sí mismo, está expresamente en contra de los elogios que hace el mismo Pablo de la ley antigua cuando la califica de «espiritual» (Rom 7, 14) asocia a un pasaje de la T orà un texto profètico (Rom 9,12 s; 10,6 s. 13.19 s; 11,8 s; 15,10 s; 2 C or 6, 16 s; Gál 4, 27.30). Cf. W. G utbrod, en T W N T IV, 1062- Cf. también, para el sentido de este texto, A. van Dülm en, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, 88.

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«santa» (R om 7, 12), porque era en realidad la «ley de Dios» (Rom 7, 22.25; 8, 7). T odo esto, p o r tanto, nos viene a decir que la «ley del Espíritu» no se puede entender com o la «norm ativa legal y codificada que procede del Espíritu» o quizás la «norm ativa que lleva al Espíri­ tu», por la sencilla razón de que, d ado el paralelism o antes apuntado, tendríam os que aceptar que la ley del antiguo testam ento era pecami­ nosa y m ala, cosa que resulta enteram ente inadmisible como aecha­ mos de indicar. Entonces, ¿qué nos viene a decir este pasaje de Pablo? El texto dice que la «ley del Espíritu» nos h a liberado de la «ley de! pecado» (v. 2). Y eso significa que «lo que le resultaba imposible a la ley, reducida a la impotencia p o r los bajos instintos, lo ha hecho Dios» (v. 3). En consecuencia, lo que Pablo quiere decir es que el régimen del Espíritu y de la vida sucede al régimen del pecado y de la m uerte92. Desde este punto de vista, el texto es claro y coherente con toda la teología de Pablo sobre la liberación de la ley: se tra ta de dos situaciones contrapuestas; frente a la condición del hom bre bajo la ley, está la condición del cristiano, guiado y anim ado por el Espíritu. E sta nueva condición está determ inada por una auténtica liberación ( éleuzérosen) : liberación del régimen legal, que conduce a la m uerte (v. 2), para vivir en el régimen del Espíritu que da la vida. D e ahí resulta que todo lo que m anda la ley es realizado p o r el creyente, no en virtud d&4a fuerza que d a la ley, sino por la fuerza que proviene del Espíritu: la m uerte reinó desde A dán hasta Moisés» (Rom 5, 14)104. En Ron) 9, 4, aunque no se utiliza la palabra «ley» (n om os), sino «legislación» (nom ozesía), hay sin embargo una alu­ sión clara a la ley prom ulgada por Dios precisamente en el m om ento solemne en que estableció la alianza y el culto que el pueblo le debía trib u ta r105. En R om 10, 5, tam bién se alude expresamente a la legislación mosaica; en ese sentido, Pablo cita a Lev 18,5, texto que se encuentra en la exhortación introductoria al código legal que sigue inm ediatam ente (Lev 18,6-23). Por últim o, en esta serie de textos, hay que citar tam bién 1 C or 9, 9, en donde se hace referencia expresa a la ley m osaica D t 25,4). L a utilización alegórica del antiguo testam ento que hace Pablo en este p asaje106 no quita fuerza en m odo alguno al hecho de que, una vez más, la ley es p ara él la ley a Moisés. Por tanto, nos encontram os con toda una serie abundante de textos en los que Pablo, al hablar de la ley, se refiere con toda seguridad a la ley divina, la ley dada por Dios, que incluye ante todo el decálogo. Se trata, p o r consiguiente, de la ley religiosa en su sentido 103. En el judaism o helenístico, Moisés era presentado frecuentem ente com o m edia­ dor. Cf. P. Bonnard, L'építre de saint Paul aux galates, 73. 104. Al decir que «la m uerte reinó desde A dán a Moisés», se está refiriendo claram ente a que la ley, de la que h a hablado en el v. 13 es ciertam ente la ley dada a Moisés. P or lo demás, la perspectiva de Pablo aquí no es tanto cronológica, sino m ás bien de orden lógico, en cuanto que se refiere a situaciones diversas, no propiam ente a situaciones sucesivas. Cf. F. J. L eenhardt, L'építre de saint Paul aux remains, 85, n. 2. 105. En la estructura de los capítulos 19 y 20 del libro del Exodo, se presenta prim ero la oferta de la alianza (Ex 19, 1-9), seguida de la teofania (19, 10-25); después viene la prom ulgación del decálogo (20,: 1-21 ) y finalmente la prim era ley sobre el culto, concreta­ mente sobre el altar (20, 22-26). Se advierte exactam ente el mismo orden que pone Pablo en Rom 9, 4. P or lo dem ás, se han hecho curiosas conjeturas de organización de los seis elementos que cita Pablo en este texto, por ejemplo en O. Michel, Der B rief an die Römer, G öttingen 1963, 227, n. 2. ' 106. Para este punto, cf. fi. Conzelmann, Der erste B rief an die Korinther, 183.

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Símbolos de libertad

m ás fuerte: la voluntad preceptiva im puesta por D ios a los hom bres y expresada en un código legal, cuya form ulación fundam ental consiste en los diez m andam ientos. A h o ra bien, precisam ente porque ése es el sentido fundam ental de la ley en la teología de Pablo, por eso se com prende la relación que él establece entre la ley y el pecado. A nte todo, la ley hace que el pecado se m anifieste com o pecado, es decir, com o desobediencia a Dios. Según R om 5, 13-14, los hom bres eran pecadores ya antes de ser prom ulgada la ley. Pero, una vez prom ulgada, lo que hizo la ley fue m anifestar el pecado, hacerlo visible y constatable, com o se dice expresam ente en R om 3, 20. Es más, la ley vino para aum entar el pecado: «se m etió p o r m edio p ara que proliferase el delito» (ina pleonáse tó p a ra p to m a ) (Rom 5,20; cf. tam bién G ál 3 ,1 9 )107. Pero no sólo eso. En realidad, lo que pasa es que la ley hace que el hom bre peque m ás (Rom 7, 11 conferido con G en 3,13), hasta el punto de que Pablo llega a afirm ar que «la fuerza del pecado es la ley» (1 C or 15, 56). En ausencia de la ley, el pecado está como m uerto (Rom 7, 8), pero cuando viene la ley, el pecado acelera su actividad: «al llegar el m andam iento, recobró vida el pecado y morí» (Rom 7, 9 )108. La pregunta que lógicamente hay que hacerse aquí es por qué Pablo tiene esta visión tan pesim ista y tan som bría de la relación que existe entre la ley y el pecado. L a explicación es sencilla y coherente con lo que se h a dicho hasta aquí. C uando Pablo habla de la ley se refiere a la ley en su sentido m ás fuerte: la voluntad impositiva de D ios sobre aquellas cosas que constituyen los pecados m ás perjudi­ ciales p ara el hom bre, h asta el extremo de causarle la m uerte (Rom 107. Según G ál 3, 19, la ley se añadió para denunciar los delitos, en un sentido concreto: para que los pecados, aum entados y constituidos en pecados «formales», m anifestaran la necesidad de la redención. Cf. M. Zerwick, Analysis philologica N . T., 421. Esta frase ha sido entendida en tres sentidos: 1) p ara hacer conocer a los hom bres sus desobediencias (Agustín, Calvino, Burton); 2) p ara contener el pecado hasta la venida de Jesucristo (Crisòstom o, Baur, Reuss, etc.); 3) p ara hacer abundar el pecado, p ara excitarlo y darle la potencia de m uerte que no tiene sin la ley; por la ley sola el pecado se hace verdaderam ente transgresión m ortal de la voluntad de Dios. Este es el sentido que cuadra indudablem ente con la intención de Pablo en este pasaje. E n este sentido se puede citar, no sólo 1 C o r 15, 56, sino además: R om 5, 20; 7, 7 s; 8,2-3. Cf. P. Bonnard, L'épttre de saint Paul aux remains, 72-73. O com o dice H . Schlier, La Carta a los gálatas, 177, la ley h a sacado a la luz las transgresiones com o tales, en cuanto que el pecado se concretó en las transgresiones. 108. Sobre este asunto, cf. C. E. B. Cranfield, St. Paul and the law, 149-150. Por lo demás, aquí no se tra ta de que Pablo tenga una visión pesimista del hombre. Se trata, más bien, de que el hom bre, confrontado con la voluntad de Dios claram ente conocida, se descubre a sí m ism o com o hostil a esa voluntad divina. P ablo no hace aqui una antropología abstracta, sino una constatación de hecho, resultado de la experiencia. Cf. F. J. L eenhardt, L'épttre de saint Pau