SACRAMENTOS DE LA VIDA En el fondo de la gaveta escondo un pequeño tesoro: una colilla de cigarrillo adherido a un vidriecito. Es una colilla amarillosa por el humo, y de paja, como se acostumbra a fumar en el sur del Brasil. Nada de nuevo y, sin embargo, esta insignificancia, tiene una historia única, habla al corazón, posee un valor evocativo de una nostalgia infinita. Era el 11 de Agosto de 1965, en Munich: lo recuerdo muy bien. Allá afuera, las casas aplaudían el sol vigoroso del verano europeo; flores multicolores lucían en los parques y se asomaban sonrientes a las ventanas. Eran las dos de la tarde, cuando el cartero me trajo la primera carta de la patria, cargada con la tristeza del camino recorrido. La abro precipitadamente y descubro que parece un periódico porque todos describen... Decía: Ya debes estar en Munich cuando leas estas líneas. Igual a todas las otras, sin embargo esta carta te lleva un hermoso mensaje, una noticia que entendida desde la fe, es de veras maravillosa. Dios ha exigido de nosotros en estos días un tributo de amor, de fe y de sumo agradecimiento: descendió al seno de nuestra familia, nos miró uno por uno y escogió para sí al más perfecto, al más santo, al más maduro, al mejor de todos, al más próximo a El, a nuestro amado Papá. Querido, Dios no lo apartó de nosotros, porque lo dejó aún más verdaderamente entre nosotros; Dios no se llevó a Papá para sí, sino que nos lo dio aún más; El no lo arrancó de la alegría de nuestras fiestas, sino que lo plantó hondamente en la memoria de todos. Al día siguiente, en el sobre que me había traído el anuncio de la muerte, percibí una señal de vida de aquel que nos diera en todos los sentidos: una amarillenta colilla de cigarrillo de paja, del último cigarrillo que se había fumado momentos antes del infarto al miocardio que lo liberó definitivamente de esta cansada existencia. La institución profundamente femenina y sacramental de mi hermana, había colocado la colilla en el sobre. Desde este momento en adelante, la colilla de cigarrillo dejó de ser solamente eso, para ser un sacramento vivo, que habla de vida y acompaña la vida. Esa colilla pertenece al corazón de la vida y a la vida del corazón, ya que recuerda y hace presente la figura de Papá. "Oímos de sus labios y aprendimos de su vida que quien no vive para servir, no sirve para vivir"; así está escrito en su tumba". (Leonardo Boff)

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Somos seres simbólicos. Solemos expresar con gestos nuestra vida, nuestros amores y nuestras esperanzas. Lo mejor de nosotros lo solemos expresar con signos, que son más elocuentes que cualquier explicación racional. Un beso, un detalle, una mirada, una sonrisa, un abrazo, unas lágrimas, un regalito, unas palabras, que sólo se entienden desde el amor, son maneras diferentes de expresar lo que se siente.

También la fe, por estar en las honduras de la vida, se expresa simbólicamente. Desde antiguo los cristianos quisieron manifestar lo que sentían y vivían de Jesús. Una pequeña frase, un pescadito garrapateado en las paredes de las catacumbas, un poco de agua, el reunirse para partir el pan, la cruz, se fueron volviendo signo de fe, que en ellos palpitaba, de la presencia de Jesús, a quien sentían vivo en medio de ellos. Así como nuestra vida se expresa en gestos, así la fe de la Iglesia se vuelve símbolos, signos que hablan de Dios, de Cristo, del Espíritu, del amor eficaz del Señor. La vida se hace gestos, y la fe se hace sacramentos.

La dimensión simbólica del Hombre y de la Fe La vida de los hombres está llena de símbolos, de sacramentos de la vida cotidiana: una colilla de cigarrillo que recuerda al papá muerto, el jarro de agua fresca, la mantilla que usaba mamá, una tarjetica que se guarda con cariño como recuerdo del amigo de siempre, la dedicatoria de un libro de poemas, unos te quiero mil veces dichos a la luz de un farol, son algunos de los sacramentos de la vida ordinaria. Se trata de cosas y palabras que dejaron de ser simples cosas y palabras, para convertirse en signos que hablan de un mensaje más profundo. Son signos que contienen, exhiben, rememoran, visualizan y comunican una realidad diferente de ellos, en ellos presente y por ellos aludida. Cambiar la mirada: Entrar en la dimensión simbólica supone un cambio de mirada en nosotros. La mirada científica y objetiva no puede entender la dimensión de los signos. Para la mirada científica una colilla de cigarrillo no es más que un conjunto de tabaco, alquitrán y otros materiales ya parcialmente consumidos; una tarjeta no es más que un poco de papel usado y viejo; un beso es una mutua transmisión de saliva y la dedicatoria de un libro no es más que un conjunto de palabras que forman oraciones con sujeto y predicado. Para la mirada científica y objetiva, las cosas no hablan de otra realidad, no dicen, no revelan. Las palabras no dicen más de lo que dicen. Expresiones como "tú eres

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mi corazón", "mi vida eres tú", "mi cielo", resultan ininteligibles ante la mirada científica y objetiva. Para esa mirada el corazón es un músculo, la vida viene en gran parte del funcionamiento adecuado de ese órgano y el cielo no es más que la forma metafórica como solemos llamar a los estratos superiores de la atmósfera. Para entrar en la dimensión simbólica hay que adquirir otra mirada, la mirada sacramental. Ante esa mirada, todo puede decir mucho más de lo que dice. Una prenda, igual a millones de prendas más, puede ser única porque me hace presente a un ser querido. Una tarjeta, igual a millones de tarjetas más, puede ser especial para mí, porque me trae a la memoria la presencia viva del amigo que tanto amo. Una frase como "Tú eres mi vida", repetida cada día, dicha siempre, se vuelve la más honda expresión del intenso amor que siento por alguien. Penetrar en la estructura de lo simbólico: Cambiar de mirada, superar el estrecho margen de lo científico y objetivo y entrar en la mirada sacramental, supone descubrir la estructura de lo simbólico. El signo está constituido dinámicamente por estas dimensiones: INMANENCIA, TRASCENDENCIA Y TRANSPARENCIA. La inmanencia es la realidad material, inmediatamente manifiesta para los sentidos. La trascendencia es el significado profundo al que alude la realidad que percibimos por los sentidos. La transparencia es la capacidad que tiene el signo para remitir inmediatamente a un significado más profundo. La colilla de cigarrillo tiene una realidad inmanente: un poco de picadura a medio consumir, dentro de un trozo de papel enrollado. También tiene una realidad trascendente: recuerda a la figura del Papá bondadoso que enseñó a sus hijos que la vida era servir. Y esa colilla es también algo transparente porque recuerda y trae el presente, por sí misma y a través de sí misma, ese recuerdo que va mucho más allá de la mera realidad material que se percibe. Todo sacramento participa de esta estructura. Lo mismo el beso que la frase del enamorado, lo mismo la flor guardada entre las páginas de un libro que el agua vertida en el Bautismo. En todo sacramento hay una realidad material o sensible, que es desbordada por el significado profundo y trascendente que transparenta tal realidad. La vida humana está hecha de símbolos. También la fe como parte de la vida sobre todo, como plenificación de la vida, se expresa en múltiples signos. Pero para penetrar en la dimensión simbólica de la fe, es necesario también superar la mirada científica y objetiva y conocer la estructura de lo simbólico y sacramental. Sin esto, el mundo de los símbolos de la fe es ininteligible. Nos podría pasar lo que le sucedió a aquel astronauta ruso, que conociendo la tradición cristiana de que Dios está en el Cielo dijo haber demostrado que Dios no existía, cuando no pudo verlo en el espacio. Si hubiera superado la mirada científica y objetivista, si hubiera sabido de sentidos profundos, si hubiera entrado en la dimensión simbólica de la fe, habría tal vez descubierto lo que es el Cielo para los cristianos, y habría quizá experimentado la presencia de Dios tan cercana en el espacio interior como en las honduras del corazón.

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La vida sacramental Siempre los símbolos de la fe, han sido llamados sacramentos. Pero, ¿qué son los sacramentos? "El sacramento, es ante todo, un modo de pensar. El pensamiento sacramental concibe la realidad no como cosa, sino como símbolo. El pensar sacramental es universal;: vale decir: todo se puede transformar en un sacramento. El sacramento sólo es sacramento en el horizonte de la fe. La fe, encuentro vital y acogida de Dios en la vida, se expresa a través de objetos, gestos, palabras, personas... Tales expresiones son sacramentos, y no sólo expresan la fe, sino que además, la suponen como fundamento y la alimentan haciéndola crecer". (Leonardo Boff) Antiguamente se reducía la vida sacramental a la determinación de unas cosas, unas palabras y unos gestos específicos, que acompañaban o constituían la celebración de los tradicionales siete sacramentos de la Iglesia. Esta manera de entender la vida sacramental trajo los siguientes problemas: -Se enfatizaron tanto los elementos rituales (pan, vino, agua, palabras dichas por el sacerdote, aceite, etc.) que la acción del Espíritu Santo quedaba casi suspendida al cumplimiento adecuado de tales elementos. -Así los sacramentos se volvieron COSAS. En virtud de tal cosificación, los siete sacramentos se volvieron apartados independientes, unidos vagamente por la fe y diferenciados con toda claridad por el uso de distintas cosas y palabras. -Y ya que la Iglesia es, ante todo, la vida sacramental, estando ésta reducida a lo meramente ritual, la Iglesia terminó siendo una dispensadora y administradora de ritos. Los sacramentos no son cosas ni palabras. Todo en la Iglesia es Sacramento: la liturgia, el servicio a los más pobres, el anuncio profético, la vida de los cristianos. Todo es sacramento. El sacramento es una forma de pensar y una manera de vivir la fe. Cuando los cristianos descubren que todo lo que ellos son, dicen y hacen, puede transparentar al Señor, empiezan a captar la dimensión sacramental. "En la Iglesia primitiva la palabra sacramentum significaba originalmente la conversión del hombre a Dios: quería decir exactamente el compromiso sagrado de vivir coherentemente las exigencias de la fe cristiana hasta el martirio. Después, la palabra sacramento empezó a usarse para el rito que expresaba el compromiso cristiano con el mensaje liberador de Jesús". (Leonardo Boff)

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La vida sacramental es, pues, vida de conversión, vida de fe, vida de intenso compromiso con Jesucristo. Sólo desde una vida así vivida, los símbolos, ritos y palabras, recuperan su dinamismo liberador, dejan de ser cosas y se vuelven expresión y alimento de una fe profunda y coherente.

Los sacramentos fundantes: Jesús, sacramento del Padre; la Iglesia, sacramento de Cristo A partir del Concilio Vaticano II se empezó a ver la Iglesia como un sacramento que le da sentido y origen a todos los sacramentos. Desde el Vaticano II, la Iglesia no es una sumatoria de sacramentos que se administran, sino que ella misma es un sacramento. La Iglesia es, por tanto, SACRAMENTO UNIVERSAL DE SALVACIÓN. Ahora bien, la Iglesia es salvante porque es Sacramento de Jesús. La Iglesia es una institucionalización de la vida cristiana, es decir, es un seguimiento comunitario de Jesús Crucificado. El principio básico es que el cristianismo y, por tanto, la vida de la Iglesia, es seguir a Jesús Crucificado. Ser cristiano es un crucificado. Ser crucificado es ser seguidores de un despojado. Y ser seguidor de un despojado es dejarse despojar. Los cristianos sólo somos cristianos, cuando somos despojados, cuando en nuestra vida se trasluce la presencia del Jesús que se entregó por amor, cuando somos, en consecuencia, sacramento del Crucificado. El despojo no es, sin embargo, un logro de la voluntad, sino una acción transformadora del Resucitado al interior de las personas. Por eso, una comunidad de despojados es una testimonio viviente de la acción transformadora del Resucitado, que es capaz de despojarnos para ponernos al servicio de los demás, especialmente de los más débiles y abandonados. Cuando nos vamos despojando, cuando vamos aprendiendo el lenguaje de la entrega y del amor gratuito y sin interés, es porque Dios está haciéndonos a imagen y semejanza de Cristo. Somos, entonces, símbolos vivientes de Cristo y, por tanto, nos volvemos sacramentos vivos de Jesús. Lo básico en la Iglesia es esta dinámica de salvación. La Iglesia vive para hacer presente la salvación de Jesús, para tocar "jesúsmente" a los hombres, transformándolos íntimamente mediante la fuerza del Resucitado que en ella habita. Todo en la Iglesia está puesto al servicio de esta institucionalidad básica. Las palabras, los signos rituales, el servicio a los pobres, la liturgia, todo tiende a transparentar la presencia viva de Jesús y a tocar íntimamente a las personas para hacerlas seguidoras de Cristo. Así, quien ve a la Iglesia, ve a Cristo y quien se abre a la capacidad transformadora de la Iglesia, se deja salvar por el Espíritu del Señor. Pero si la Iglesia es Sacramento, es porque Jesús mismo es Sacramento. Toda la vida de Jesús es un transparentar el rostro del Dios vivo. Jesús vino a DARNOS VIDA DE DIOS, para que lleváramos en nosotros, una Vida capaz de vencer el Mal. Ahora bien, Jesús da vida

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de Dios, SIENDO él mismo, el MODO DE SER de DIOS. Jesús, es el MODO DE SER de DIOS. Humanidad y Divinidad no son cosas yuxtapuestas en Jesús, la una sobre la otra. La divinidad de Jesús se manifiesta en esa humanidad que muestra cuál es el proceder de Dios. El que Jesús sea Hijo de Dios, no es un juego de palabras filosófico, es la profunda verdad de la vida de Jesús. Jesús es Hijo de Dios, porque todo su proceder, toda su manera de ser hombre, es un transparentar el modo de proceder y la manera de ser del Padre. Esa humanidad que muestra con total claridad quien es Dios y cómo es Dios, es, por ende, un Sacramento. Jesús es Sacramento del Padre porque todo lo que hace transparenta a Dios; por eso dice el mismo Jesús: "Quien me ve a mí, ve al Padre". (Juan 14, 9) Los años de trabajo, la oración constante a lo largo de toda su vida, su disponibilidad para atender a todos, pero especialmente a los más débiles; esa actitud tan suya de buscar insistentemente al pecador, sus palabras trayendo la alegría de una Buena Nueva, toda esa manera de ser de Jesús, es la manera de ser de Dios, pues Cristo es sacramento del Padre y, por ende, Dios es como lo muestra Jesús. La vida sacramental es un comportamiento, una manera de vivir que hace presente a Dios, que lo transparenta. Jesús es, por tanto, el gran sacramento. Quien lo ve, ve al Padre. La Iglesia, presente en el mundo, tiene la misión de seguir las huellas de Jesús, para hacerlo así presente ante los ojos de los hombres. Por eso la Iglesia es un sacramento. Quien la ve, ve a Cristo. En la Iglesia hay además toda una vida que va buscando de diversas maneras, el llevar a los hombres al seguimiento real de Jesús. Personas, cosas, ritos, celebraciones, servicios que pretenden hacer especialmente presente la fuerza salvadora de Jesús. Esos son los sacramentos de la Iglesia. Quien penetra en su dinámica, entra en la gran vertiente de la salvación. Claro está, para percibir todo esto, hay que cambiar la mirada. Muchos hombres vieron a Jesús; pero pocos descubrieron en Él al Hijo de Dios. Muchos ven la Iglesia y se quedan llenos de amargas críticas. Pocos, muy pocos descubren detrás de las estructuras y las construcciones, la imagen viva de Cristo. Muchos celebran sacramentos; pero pocos, muy pocos descubren que cada sacramento celebrado es un compromiso cada vez más intenso con un Dios que nos transforma, haciéndonos a imagen y semejanza de su Hijo Jesús.

Fuente: Pastoral de Escolapios de Colombia

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