RELACIONES AFECTIVAS Y APRENDIZAJE ESCOLAR

“RELACIONES AFECTIVAS Y APRENDIZAJE ESCOLAR” Juan José Calzetta 1. INTRODUCCIÓN La cuestión de los nexos entre relaciones afectivas y aprendizaje e...
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“RELACIONES AFECTIVAS Y APRENDIZAJE ESCOLAR”

Juan José Calzetta

1. INTRODUCCIÓN

La cuestión de los nexos entre relaciones afectivas y aprendizaje escolar remite, necesariamente, al tema más general de los vínculos entre afectividad e inteligencia (o pensamiento), problema clásico de la Psicología, que ha merecido diferentes respuestas, con mayor o menor fortuna y de alcance diverso. No atribuyo, por cierto la mayor potencia explicativa a las que se suelen agrupar bajo la denominación genérica de “Psicología del aprendizaje” (Learning Psychology), aunque sus meticulosas descripciones de algunos procesos tienen el mérito de permitir su reinterpretación desde perspectivas más fecundas. Ello cuando la obsesión experimentalista no termina enturbiando irremediablemente las relaciones entre afectividad (o sexualidad) y pensamiento. En general, podría afirmarse que toda explicación que se limite a descansar en la consciencia o bien en la descripción de la conducta, no arribará sino a conclusiones poco satisfactorias. No sólo permanecerán ajenas para ella la naturaleza y la dinámica de los afectos, sino que, además, se mantendrá velada la sutil e intrincada trama que relaciona ambas series, hasta el punto de que no es posible, como se desarrollará, concebirlas aisladas. Se hace entonces evidente que sólo desde el Psicoanálisis -entendido, de acuerdo con lo que definió Freud en 1922

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como “una serie de concepciones psicológicas” adquiridas a partir de la

investigación y tratamiento de los trastornos neuróticos- será posible intentar la captura de las determinaciones afectivas de los procesos de aprendizaje. Pero para hacer justicia a la complejidad propia de éstos últimos, se hará necesario, también, recurrir a otra vasta concepción teórica, que seguramente expresa el punto de mayor alcance explicativo de la “Psicología de la Consciencia”: Me refiero a la epistemiología genética de Piaget, aunque la puesta en relación de ambos sistemas científicos no deje de ser una empresa riesgosa y ardua. Llevar adecuadamente a cabo tal intención excedería mucho el propósito de este trabajo. Trataré, por lo tanto, de establecer algunas precisiones que ayuden a limitar la cuestión. Ya las dos primeras palabras del título plantean problemas y sugieren algunas reflexiones. ¿A qué puede llamarse con propiedad “relaciones afectivas”?. Aparece ésta en primera instancia como una construcción ambigüa, aunque rica en significado y resonancias. Para comenzar, el término “relaciones” evoca problemas de índole filosófica. En tanto categoría aristotélica, es la referencia de una cosa a otra. 1

Según explica Ferrater Mora (5) requiere la existencia de un sujeto real y de un término real distinto realmente del sujeto para que el “ser” de la relación pueda advenir a modo de inserción entre los términos. Como se observa, es ésta una definición de la cuestión que se vincula -como desarrollaré más adelante- con los conceptos freudianos relativos al narcisismo primario. Enzo Paci, filósofo italiano contemporáneo, define la relación como proceso y, por lo tanto, como modo de unión dinámica. Por fín, un problema central es si las relaciones deben definirse como externas o internas. En el primer caso, las cosas poseen una realidad independiente de sus relaciones, es decir, las cosas son ontológicamente previas a las relaciones, las cuales se sobreponen a las cosas, ordenándolas de cierto modo. En el segundo, las cosas no son independientes de sus relaciones: las relaciones constituyen la cosa. No resulta difícil adscribir a la primera concepción las corrientes psicológicas predominantemente conexionistas, vinculadas en su mayoría al conductismo. Por el contrario, las teorías desarrolladas por Freud y Piaget encuentran un punto de confluencia al concebir que el sujeto se constituye a sí mismo en la medida en que construye su objeto. Aún cuando se trata de objetos específicos para cada uno de ambos sistemas, esto es, como se desarrollará más adelante, una cuestión de extrema importancia. Es por esta necesaria implicación del otro que la expresión actualmente más usual en Psicoanálisis es, precisamente, “relación” y no “elección” de objeto, ya que ésta última aludiría exclusivamente a la perspectiva del sujeto. El concepto de “relación de objeto” -de menor amplitud pero, por la misma causa, más preciso que “relaciones afectivas”- remite, según define Laplanche y Pontalis (22) , a la organización de la personalidad, a la aprehensión fantasmática de los objetos y al tipo de defensa predominante. Si bien Freud enunció la idea, el mayor desarrollo de este concepto corresponde a los post-freudianos, y alude a la importancia creciente otorgada a la relación individuo-medio. Debe advertirse, sin embargo, que la relación de objeto debe abordarse fundamentalmente a nivel de la fantasía, ya que ésta determina la aprehensión de la realidad. Idea presente en Freud desde los comienzos de su teorización: ya desde el “Proyecto de una psicología para neurólogos”

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aborda la cuestión, por ejemplo, a nivel de las “cargas de atención”, como se

verá luego. En lo que respecta al afecto, éste plantea al Psicoanálisis una serie de problemas que no dejan de recibir respuestas un tanto ambigüas en la obra freudiana. Como bien señala André Green (20), Freud procura en sus primeros trabajos “liberarse del aspecto cualitativo de los fenómenos psíquicos”, en parte con la pretensión de alcanzar el modelo de objetividad de las ciencias naturales, pero también para separar el concepto de “actividad psíquica” del fenómeno de conciencia, eminentemente cualitativo. Pero hacia 1924, Freud

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revisa la relación de las variaciones de las magnitudes de

cantidad con la producción de estados de placer o displacer. De todos modos, como reflexiona Green, “si no se tiene el derecho de reducir la calidad en cantidad, no se puede pretender una 2

independencia total de la una para con la otra”. Es decir, el aspecto específicamente económico de la cuestión, expresado en la fórmula “Quantum de afecto”, no puede ser en absoluto dejado de lado. En particular, cuando se intenta comprender la naturaleza de un trabajo del Yo como es el aprendizaje: también aquí, como en Física, en la fórmula que explique ese trabajo debe considerarse la magnitud de las fuerzas en juego. Ello es así, porque cualquier definición de “aprendizaje”que se intente debe tener en cuenta, inevitablemente, cuestiones como la motivación y los obstáculos. No caben dudas de la naturaleza afectiva de la primera, y es también evidente que los segundos obedecen, a menudo, al juego de los afectos. Ya en el “Proyecto ...”, Freud señala que la producción de afecto, tanto placentero como displacentero, puede estorbar el curso del pensamiento. El papel del Yo consistirá aquí en inhibir los grandes desplazamientos de excitación en el sentido de la descarga, para permitir que se mantengan vigentes las ligaduras que garanticen la continuidad del proceso secundario. Como es evidente, a mayor cantidad implicada en la tendencia primaria -es decir, cuanto más intenso sea el afecto en juego- tanto mayor será la dificultad del Yo para sostener su propósito. Una definición de aprendizaje que se limite a consignar el incremento de las capacidades funcionales, será obviamente insuficiente si se pretende abordar el fenómeno a nivel humano: son otras las cuestiones sobre las que debe hacerse pivotear el asunto. Para Sara Paín

(24),

por ejemplo,

“el aprendizaje constituye el equivalente funcional del instinto, en tanto se puede entender a aquel como la transmisión de las modalidades de acción específicamente humana”. Los bienes culturales “forman parte de la sexualidad” y, por ello, “el aprendizaje es, al mismo tiempo, un acto de amor”. Y la cuestión de la sexualidad presente deberá extenderse hasta comprender también la dimensión axiológica que subyace a cualquier proceso de transmisión de conocimientos. Freud enseñó que las más elevadas aspiraciones del espíritu abrevan en la misma fuente en que se nutren los deseos. Sólo éstos pueden poner en marcha el aparato psíquico, y las construcciones ideológicas, explícitas o implícitas, tampoco escapan a esa determinación. Para concluir con esta primera aproximación a las variables en juego, resumiré una definición de institución escolar

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que estimo operativa: Se trata de un grupo humano abocado a una tarea

específica, con objetivos y fines que le son propios, que se realizan según un encuadre estable de tiempo y espacio. Sustenta un objetivo manifiesto: transmitir cultura -que implica transmisión de conocimientos para la asunción de roles sociales- y un objetivo latente detectable en la variable axiológica. Ambas influyen en la modalidad específica con que se realiza la transmisión. Está organizada jerárquicamente y a cada lugar de la escala le corresponde una función determinada que implica un distinto grado de poder e influencia sobre los demás. Se rige formalmente por un código de normas y tiene una interrelación constante con el contexto social del cual forma parte.

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2. LAS PRIMERAS RELACIONES AFECTIVAS O LA DISPOSICIÓN A APRENDER

Tal vez no falte algún docente que crea que su labor debe realizarse en contra del deseo del alumno, siempre dispuesto a distraerse con cualquier cosa si la voluntad del maestro no se ocupa a cada momento de encarrilarlo. Afortunadamente, las cosas funcionan de otra manera: Si no se contara con el deseo de aprender, no habría escuela que se sostuviera. Ni tampoco, por cierto, cultura que necesitara de la escuela como órgano de reproducción. Para el Psicoanálisis, la naturaleza de tal deseo es indudablemente libidinal. Se trata de un destino de la sexualidad infantil que la cultura aprovecha. Para comprender la forma en que ese destino se realiza, se hace necesario examinar, con algún detenimiento, el proceso de constitución del aparato psíquico, especialmente en función de las relaciones que lo determinan (2, 6, 7, 10, 11, 14, 16). Es que la perspectiva del otro está presente en el Yo desde el inicio; el otro lo funda, el Yo es en ese otro y luego buscará en el otro la confirmación de su ser. Resulta imposible pensar un proceso complejo como el aprendizaje al margen de las relaciones afectivas que le dan sentido. Por un lado, aquellas de las cuales deriva como deseo; por otro, aquellas que lo contienen y lo sostienen en la actualidad. Es decir, los vínculos con maestros, compañeros y aún los padres actuales, que ya dejaron de ser, por supuesto, aquellos sobre los que se fundara la dimensión desiderativa. En los inicios de la organización psíquica, resulta indistinguible la investidura de objeto de la identificación y aún del deseo. La repercepción alucinatoria del objeto desiderativo implica, al mismo tiempo, la primera asignación de cualidad, representada por el ligamen de la cantidad con la representación del objeto -por supuesto, aún no reconocido como otro- y el primer enlace identificatorio, ya que allí se constituye el basamento del Yo. Es el momento que Freud, después de elaborar la segunda tópica del aparato psíquico, llama “Narcisismo primario”, de indiferenciación sujeto-objeto. Desde el punto de vista del objeto no sería aún posible hablar de relación: no existe aún un término distinto realmente del sujeto que permita el advenimiento de tal relación. Sin embargo, se trata del momento en que la relación con el otro -concebida ahora desde el punto de vista de un observador externo- es más determinante. Desde esas primeras investiduras-identificaciones se va constituyendo lo esencial de la representación del Yo y del objeto; es decir, las primeras hebras de la finísima trama del aparato, que terminará de hilarse muchos años después. Es el momento de la constitución del Yo Placer, a partir del polo Placer de la serie Placer-displacer. La polaridad afectiva es aquí amor-indiferencia que se erige sobre la huella de las sucesivas experiencias de satisfacción. La experiencia dolorosa, la insatisfacción de la necesidad que excede las precarias posibilidades elaborativas de la alucinación, no tiene aún otro efecto que el desestructurante: la angustia automática -una forma aún puramente cuantitativa- es producto de la invasión de

cantidad que desarticula la incipiente 4

capacidad representacional. Pero el Yo cuenta con su auxiliar externo: en él se apoya para reconstruirse y de él comienza a aprender

lo que más adelante constituirá su repertorio de

respuestas específicas. Naturalmente, tal aprendizaje es a partir de la identificación. Es decir, desde el comienzo de la vida psíquica el aprendizaje es una experiencia intensamente atractiva, carácter que no perderá jamás. En este período en el que el cuerpo del niño se nutre del de la madre, correspondiente a la fase oral de la libido, también el Yo se alimenta con las acciones específicas maternas a las que incorpora. Con esas herramientas aborda la tarea que corresponde a este momento de su evolución: cualificar las cantidades, discriminar, atribuir valor a los estímulos. Este vencimiento de la cantidad -primer dominio logrado por el Yo- es efecto de sus primeros aprendizajes. No pocas consecuencias para la psicopatología de los trastornos narcisistas se extraen de esta circunstancia. Al mismo tiempo que el Yo Placer se constituye el Yo Real Primitivo (anterior al Yo de realidad definitivo) a partir de las investiduras periódicas (cargas de atención) que permiten categorizar la representación como interna o externa. El Yo no es un receptor pasivo de estímulos externos: los organiza en función de valores libidinales. Como comenta Avenburg (1), “la distorsión del recuerdo por medio de la fantasía se extiende a la distorsión misma de la percepción, distorsión que es a la vez una cualidad específicamente humana... distorsión que no es otra cosa que otorgamiento de valor”. En el camino de un mayor dominio de la realidad, el Yo logra incluir la representación del objeto hostil, que, merced a las categorías antes señaladas, quedará ubicado como externo. Nuevos estados afectivos (odio y miedo) se dirigen ahora hacia el exterior, donde se ubica el No-Yo. “El odio le marca el camino al amor”, explica Freud al referirse al orden en que aparecen los sentimientos referidos a la realidad externa. El Yo, así purificado, se hará ideal por identificación total con el objeto de amor, que logra sostener esa idealización gracias a la infinita maldad de todo lo demás. Es, indudablemente, una posición inmejorable para la libido. ¿Por qué habría de abandonarla? Por ananké, explica Freud. Pero el solo impacto de la necesidad sería desarticulante si no mediara el aprendizaje por identificación con el objeto. Un objeto madre suficientemente estable como para sostener al Yo, suficientemente presente en sus cuidados amorosos (no creo que haya que exagerar la preocupación por proveer la frustración necesaria: ésta es inevitable y los efectos que se atribuyen a su falta suelen ser más bien producto de la incoherencia) y suficientemente organizado como para poder reflejar al Yo en su imagen. A partir de ese apoyo, podrá realizar el Yo las inhibiciones de investiduras que eviten la identidad de percepción y lo pongan en camino de obtener la identidad de pensamiento. Ese tránsito hacia la respuesta específica -es decir, el establecimiento de la identidad de pensamiento como forma predominante de funcionamiento del Yo (proceso secundario)- se orienta 5

según la forma del pensamiento reproductivo, un tipo de inhibición yoica de la descarga alucinatoria de aparición bastante temprana. Es provocado, explica Freud

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“por la desemejanza

entre la catexia desiderativa de un recuerdo y una catexia perceptiva que le sea similar”. En este caso, “la experiencia biológica ha enseñado que es arriesgado iniciar la descarga mientras los signos de realidad no hayan confirmado la totalidad del complejo, sino solo una parte del mismo”. Si el Yo incipiente logra descomponer ese complejo en dos porciones: la cosa (parte común del complejo perceptual y el desiderativo) y el atributo (parte diferente), la diferencia “hace surgir el impulso a la actividad del pensamiento, que volverá a interrumpirse cuando coincidan” y el Yo pueda iniciar la descarga. Freud señala que la forma más primitiva de este pensamiento reproductivo consiste en la aparición de una imagen motriz intercalada entre ambos complejos, producto del registro de movimientos anteriores. Al ser reactivada esta imagen por la realización efectiva de un movimiento, queda conseguida la identidad y permitida la descarga. Esta forma cogitativa -que Freud ejemplifica con la búsqueda que hace el lactante del pecho de su madre en posición favorable para la succión- representa la esencia del proceso de pensamiento aún en sus formas más evolucionadas. Conviene reparar aquí en la importancia que Freud otorga a la interiorización del movimiento propio -es decir, de la acción- en la construcción del pensamiento, lo que, en alguna medida, recuerda las formulaciones de Piaget en el mismo sentido. La posibilidad de aprender estará determinada, en parte por esa capacidad de interiorizar la acción; pero también -y fundamentalmente- por la consolidación de las identificaciones. Estas permitirán al Yo confiar en sus propias habilidades para dominar primero las cantidades por vía de la cualificación, luego la realidad externa por medio de la acción específica. Adquisición que tendrá lugar cuando, con el dolor de su narcisismo caído, el Yo acepte desprenderse del objeto, o sea renunciar a su idealidad. Hace falta haber recibido mucho afecto -es decir, tenerlo incorporado como parte del Yo- para tolerar semejante pérdida.

3. DOMINAR Y APRENDER

Junto con la ambivalencia afectiva que supone esa nueva relación, el peso de la cuestión del dominio se traslada ahora de las cantidades al objeto: será necesario controlarlo para garantizar la satisfacción. Pero también hay allí mucho para ver; la pulsión de mirar -sexual- se combina con una pulsión del Yo, la del dominio del objeto. Esta última afirmación no implica desconocer, por supuesto, el posible abordaje de la cuestión desde el punto de vista de la última teoría freudiana de las pulsiones. Esta aceptación de la exterioridad del objeto con el progreso que ello implica en el proceso de construcción yoica, señala un nuevo nivel en la mezcla de las grandes pulsiones de vida 6

y muerte, notable precisamente en el dominio del objeto y en la aparición de la agresividad y el sadismo concomitante. Pero creo lícito preservar las teorías anteriores en tanto son distintos niveles de análisis; su valor explicativo no desaparece: tan solo se incluye dentro de una teorización más abarcativa. Este vínculo con una realidad exterior ambivalente -cuya cualidad más inquietante es que puede desaparecer, como lo indica en este momento el predominio de la angustia de pérdida de objeto, lo que le da nuevo sentido a los desarrollos de angustia, antes puramente cuantitativos- corre parejo con la implementación de una habilidad de consecuencias importantísimas: el dominio del lenguaje verbal. Como explica Freud, éste surge anaclíticamente sobre el llanto que precedía a la aparición de la madre; su primera función es invocadora y ocupa el lugar de prótesis para esa deficiencia del Yo, que se reveló impotente para provocar la inmediata aparición del objeto de amor. La magia de las palabras es su primer atributo. Desde el punto de vista metapsicológico, su importancia también es enorme: al ligarse a las representaciones de cosa, las de palabra permiten ahora que el pensamiento se haga preconsciente y, por lo tanto, conscienciable. El pensar en palabras implica, como acción interior, un cierto nivel de descarga que permite la percepción de cualidad; es decir, consciencia. Pero la palabra, que comienza siendo un atributo más de la cosa, adquiere un nivel de realidad específico. Más que a las cosas termina remitiendo a otras palabras; es decir a un código que preexiste al sujeto, que alude a la existencia de los otros y cuya gramática enmarcará las posibilidades de intercambio, a partir de ahora predominantemente simbólico. Es evidente que el deseo de saber -categorizable ya como pulsión epistemofílica- es tributario de un juego pulsional que la preexiste, y que se modela según la forma que tomen las relaciones que se establezcan entre el Yo y su objeto. Al dominar al objeto -o, antitéticamente, al ser dominado por él, que es una forma paradojal de poseerlo- se suman en esta etapa (correspondiente al predominio de la organización anal de la libido) una penetrante curiosidad, la necesidad de aprehender cada una de las características del objeto amado y, por extensión, de toda la realidad circundante. Recordemos que para Freud, una de las formas de pensamiento, entre las tenidas en cuenta en el “Proyecto ...”, es la que se encarga de examinar la realidad, aún en ausencia de todo indicio del objeto, a la búsqueda, precisamente, de cualquier señal que pueda anunciar su presencia. Como anota Beatríz Janin (21) “El dominar al propio cuerpo y al objeto, que se manifiesta claramente en la motricidad, y cuyo órgano privilegiado es la mano, se vislumbrará más adelante en el esfuerzo por romper, ya no juguetes, sino ideas, pensamientos, para poder estructurar nuevos saberes”. La necesidad de ver y dominar conducen al deseo de saber. Para poder dominar la realidad es necesario integrar lo que se ve en construcciones cada vez más coherentes y abarcativas. Se producen entonces las primeras teorías sexuales infantiles, que procurarán conjurar los misterios que presenta la realidad: el origen, la diferencia. Ambos se refieren al daño ocasionado al 7

narcisismo, ya maltrecho, cuyo esplendor procura restituir el Yo mediante rodeos cada vez más amplios. En este camino hacia una integración cada vez más perfecta de los datos que la percepción ofrece al Yo de Realidad definitivo (es decir aquel que ya tolera pensar el displacer como parte de su propia realidad), no es infrecuente que el sujeto reniegue de su percepción, convenciéndose de que ve lo que en realidad no existe

(17).

Consecuencia de la relativa inestabilidad del Principio de

Realidad en los años infantiles, que permite la ambivalencia intelectual ante la castración en la fase fálica. La pulsión epistemofílica, que se va constituyendo según este proceso, es sensible a la relación del niño con sus otros significativos. En principio es necesario un Yo que se haya constituido, a partir de sus vínculos iniciales, suficientemente íntegro como para lograr la inhibición de los procesos primarios; que haya adquirido suficiente confianza en sus recursos -en otros términos, que haya sido suficientemente amado- como para tolerar la ruptura de su narcisismo primitivo. Luego, es preciso que su tendencia al dominio, su sadismo y su compulsión a mirarlo todo hayan sido tolerados como manifestaciones legítimas. De lo contrario, es probable que la tendencia al cuestionamiento y la curiosidad no se instalen como vías facilitadas, lo que puede conducir al raquitismo de la pulsión de saber, al desinterés por aprender. Luego, la instalación del drama edípico, su naufragio y la entronización de su heredero, el Super Yo, ocasionan nuevos avatares para el deseo de aprender y resignifican los anteriores. Para preservar su integridad, el yo apela al recurso extremo de perder parte de su realidad: tanto una parte fundamental de sus propios deseos, como un aspecto del objeto -su dimensión específicamente sexual- no pueden ser ya pensados, no pueden pertenecer al Yo, que invierte una porción de su energía en mantenerlos lejos de sí. Pero, ¿Hasta dónde llegará esta pérdida de investiduras preconscientes? La respuesta a esta pregunta es particular para cada caso -porque la represión lo es- y estará determinada en gran medida por la forma específica de las relaciones afectivas. Puede cualquier aprendizaje acabar representando a la prohibida investigación sexual, en cuyo caso sucumbirá también a la prohibición y se verá seriamente perturbado, ya sea que se inhiba completamente o se convierta en una rumiación obsesiva que a nada conduce. O bien puede el Súper Yo, en tanto Ideal, demandar el cumplimiento de una perfección imposible, que deprime al Yo y anula toda posible ganancia de placer en el aprendizaje. La solución ideal consistirá en una sublimación exitosa, que destine la energía de la sexualidad infantil reprimida a la adquisición y producción de conocimientos. Implica un recurso narcisista: imposibilitado de destinar su libido al objeto, el Yo elige amarse a sí mismo, en la confianza de que algún día logrará alcanzar la perfección, cuando se iguale al Ideal y el conocimiento adquirido llegue a ser una “bella totalidad”.Con esto cuenta la escuela: Corresponde al momento en que el niño comienza su tránsito institucional, cuando los padres caen de su pedestal ideal y otros, fuera de 8

la familia, se acercan a ese lugar privilegiado. A partir de este momento, tanto circunstancias de la vida escolar como familiar podrán desestabilizar el equilibrio pulsional alcanzado, lo que lleva a menudo a la resexualización -y, por lo tanto, al fracaso- de las sublimaciones conseguidas. A veces, ese desequilibrio se instala como un síntoma neurótico; otras, depende de las alternativas del ambiente y tiende a recuperarse el equilibrio cuando las circunstancias afectivas se estabilizan, es decir cuando la situación afectiva encuentra un trámite adecuado cualitativa y cuantitativamente. Más adelante desarrollaré dos ejemplos que ilustran estas posibilidades. Vale la pena señalar que, para Freud (9), las circunstancias de la vida escolar comportan fenómenos afectivos sumamente intensos, que sólo cabe clasificar dentro de los transferenciales. Por las características de la institución escolar -en cuanto a organización jerárquica, prestigio social, grupos de pares igualmente subordinados pero con una propia ordenación según “grados” -los vínculos ambivalentes con los padres idealizados de la primera infancia y con los hermanos según el orden de filiación, son desplazados a las figuras de maestros y compañeros. El hecho de que el acceso a la escolaridad ocurra en la segunda mitad de la infancia, o sea cuando, como señalé más arriba, los padres sufren la desidealización, es de capital importancia: “Comprenderemos ahora -dice Freud- la actitud que adoptamos ante nuestros profesores del colegio. Estos hombres, que ni siquiera eran todos padres de familia, se convirtieron para nosotros en sustitutos del padre. También es esta la causa de que, por más jóvenes que fuesen, nos parecieran tan maduros, tan remotamente adultos. Nosotros les transferíamos el respeto y la veneración ante el omnisapiente padre de nuestros años infantiles, de manera que caíamos en tratarlos como a nuestros propios padres. Les ofrecíamos la ambivalencia que adquiriéramos en la vida familiar, y con ayuda de esta actitud luchábamos con ellos como habíamos luchado con nuestros padres carnales. Nuestra conducta frente a nuestros maestros no podría ser comprendida, ni tampoco justificada, sin considerar los años de la infancia y el hogar paterno”. No es otro el sentido, por otra parte, que comporta la expresión “segunda madre”, tan usual para referirse a la maestra. Es evidente que si semejantes magnitudes afectivas están implicadas en la vida escolar, la tarea específica, (es decir el aprendizaje) resultará fácilmente perturbada -o facilitada- por las relaciones en juego. Cabe destacar que Freud siempre consideró que, entre los aportes más valiosos del Psicoanálisis, se encuentran los que puede prestarle a la pedagogía. Por una parte, subrayó el papel que le cabe, precisamente, a las relaciones afectivas en la constitución de un carácter apto para el aprendizaje autónomo. En 1906, escribe

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: “Si el propósito del educador es impedir cuanto antes

que el niño llegue a pensar por su cuenta, sacrificando su independencia intelectual al deseo de que sea lo que se llama “un niño juicioso”, el mejor camino es, ciertamente el engaño en el terreno sexual y la intimidación en el terreno religioso”. Por otro lado, muchos años después (18), considera 9

que el niño se ha convertido en “el principal objeto de la investigación psicoanalítica” y recomienda a todo educador poseer formación en esta disciplina, pues de lo contrario el niño seguirá siendo para él “un enigma inaccesible”. Por fin, en 1933 (19), estima que la aplicación a la pedagogía es, quizás, “lo más importante de cuanto el análisis cultiva”.

4. UNA INTEGRACIÓN POSIBLE

Como apunté antes, la comprensión del fenómeno del aprendizaje escolar requiere algún nivel de articulación de lo ya expuesto con elementos de la teoría epistemológica genética. No resulta una tarea simple: cada una de ambas encuentra su propio objeto teórico mutuamente irreductible, lo que plantea de inicio una seria dificultad epistemológica. Ello no obstante, hay intentos -algunos de ellos muy fértiles- de producir una verdadera articulación entre ambos cuerpos científicos que vaya más allá del mero reconocimiento de una “energética” que subtiende y alimenta a los procesos cognoscitivos, concebidos como absolutamente autónomos. Jean Marie Dolle (4), por ejemplo, propone una integración que apele al Psicoanálisis para explicar la dimensión afectiva, mientras que la intelectiva merece un abordaje psicogenético, ambas como partes de un continuo que incluye a personas y cosas. Las relaciones con las personas estructuran la afectividad, mientras que la inteligencia se construye a partir de la relación con los objetos. En la perspectiva diacrónica, las estructuraciones de la afectividad preceden a las de la inteligencia, pero al mismo tiempo, son las primeras formas que toman las estructuraciones inteligentes. En la perspectiva sincrónica, las estructuraciones de la afectividad y de la inteligencia no son más que dos maneras de expresar las estructuras adaptativas según su impacto sobre las personas y/o cosas. Afectividad e inteligencia se implican mutuamente, y una predomina sobre la otra, según los distintos momentos evolutivos, en lo referente al establecimiento de las relaciones con lo real. Por ejemplo, de los dos a los siete años predomina la afectividad; en el período siguiente, hasta los once o doce años (equivalente al período de latencia, pero también al de las operaciones concretas) predomina la inteligencia. Sara Paín

(24),

por su parte, destaca la existencia de paralelismos entre ambas teorías, que se

manifiestan sobre todo en tres cuestiones: A) ambas son estructuralistas, B) ambas son genéticas y C) ambas son teorías del inconsciente, entendido en un sentido general. Tal inconsciente constituiría una categoría concreta, positiva y estructurante “que tiene por objeto la instauración simultánea de un mundo comprensible y de un sujeto que en él se reconozca y haga reconocible su deseo”. Considera al aprendizaje como equivalente funcional del instinto, en tanto asegura la reproducción del modo específicamente humano de ser; categoría que comparte con el deseo, en 10

tanto este “sostiene las condiciones para el cumplimiento de la sexualidad”. Articula una dimensión cognitiva y una simbólica, considerando al inconsciente “puro proceso” y a la consciencia “puro resultante”. Apela a una interpretación lacaniana de la teoría psicoanalítica, y considera al inconsciente como el efecto de un sistema de relaciones, cuyas operaciones son de dos tipos: las semióticas y las lógicas. Concluye que: “no habría dos tipos de elaboración, una primaria y otra secundaria, sino dos tipos de operaciones que corresponden a dos estructuras diferentes, la inteligente y la desiderativa”. No intentaré aquí siquiera una aproximación crítica a ninguna de ambas conceptualizaciones, a las que, por otra parte, el apretadísimo resumen que antecede rinde poca justicia. Tan solo apuntaré algunas ideas que puedan servir para comenzar una reflexión. Con respecto a la construcción de Dolle, el reparto explicativo entre ambas teorías tal vez resulte excesivamente simplificador. Por otra parte, al ubicar al mismo nivel de análisis al afecto y a la inteligencia, parece desdibujarse el objeto teórico. En cuanto a la articulación que propone Paín -creo yo que bastante más sólidaextiende el concepto de inconsciente de modo que a mi parecer lo aleja de las ideas freudianas. Además pierde claridad la diferencia entre procesos primario y secundario, tal vez como consecuencia del escaso interés concedido al aspecto económico. Por otra parte, ambas parecen no tener suficientemente en cuenta que, dentro del edificio científico freudiano, existen, desde el comienzo, elementos para una teoría del pensamiento coherentes con el conjunto. Pribram y Gill (27),

por ejemplo, atribuyen a las ideas contenidas al respecto en el “Proyecto ...” de Freud un valor

preponderante en relación con desarrollos recientes en el campo de la teoría cognitiva. Lo que difícilmente puede discutirse, en cambio, es la utilidad de una articulación práctica. Es decir: ambas teorías son irreductibles, ninguno de los objetos teóricos puede subsumirse en el otro y la síntesis ofrece aún aspectos problemáticos; pero los dos sistemas encuentran su intersección sobre el objeto concreto, al que contribuyen, entre otros saberes, a develar. Es en la práctica donde el psicólogo puede apelar a ambos para dar cuenta de la materialidad a la que debe aplicar su acción transformadora. Sobre todo si la interrogación es acerca de un problema como el aprendizaje escolar. Para Piaget, si bien la transmisión es necesaria para el proceso de aprendizaje, no es suficiente pues es también imprescindible que el niño disponga de una lógica interna como para reestructurar ese conocimiento. De lo contrario, sólo podrá ser memorizado como una repetición carente de sentido. Esta adquisición por elaboración de los conocimientos depende del nivel alcanzado por las estructuras intelectivas. La inteligencia no es, entonces, una categoría aislable de procesos cognoscitivos: “Hablando en propiedad, no es una estructuración entre otras: es la forma de equilibrio hacia la cual tienden todas las estructuras cuya formación debe buscarse a través de la percepción, del hábito y de los 11

mecanismos sensomotores elementales. Hay que comprender, en efecto, que si la inteligencia no es una facultad, esta negación implica una continuidad funcional radical entre las formas superiores del pensamiento y el conjunto de los tipos inferiores de adaptación cognoscitiva o motriz: la inteligencia no sería, pues, más que las formas de equilibrio hacia la cual tienden éstos últimos” (25) . Es decir, con el termino genérico “inteligencia” se designan las formas superiores de organización o de equilibrio de las estructuras cognoscitivas. Es característico -y particularmente útil para la Psicología Evolutiva- que estas etapas se suceden según una ley de evolución tal que ninguna de las fases consideradas resulta omitible ni permutable con otras. Por otra parte, es posible asignarle -con ciertas limitaciones- un valor cronológico a cada una de ellas, de modo que los eventuales desfasajes resulten psicológicamente significativos. El período que corresponde al tema de este trabajo, por ejemplo (desde los seis hasta los doce años, entendiendo como aprendizaje escolar el que se produce en el ámbito de la escuela primaria) abarca desde la transición del período preoperatorio -especialmente del subperíodo intuitivo- al operatorio concreto, hasta el comienzo de la transición de éste al período de las operaciones formales. El tramo más importante de esta secuencia, es decir el correspondiente al pensamiento operatorio concreto se manifiesta, dice Piaget (25) , por “una especie de deshielo de las estructuras intuitivas y la repentina movilidad que anima y coordina las configuraciones, rígidas hasta entonces en diverso grado, no obstante sus progresivas articulaciones”. Ello como consecuencia de una nueva propiedad del pensamiento, la reversibilidad -ya prefigurada al fin del período sensorio motor, pero en un terreno puramente práctico, al constituirse el grupo de los desplazamientos-, que determina que allí donde hay “agrupación” hay conservación de un todo. Debe tenerse en cuenta que todo progreso de la adaptación del sujeto al medio, en el sentido de una equilibración creciente, procede por el interjuego, particular para cada etapa, de sus componentes: asimilación del medio a los esquemas del sujeto, acomodación del sujeto a lo real. Es claro que si se pretende la utilización de ambos sistemas teóricos para dar cuenta del objeto concreto real, debe tolerarse la frustración que ocasiona el carecer, por el momento, de una teoría unificada (¿llegará acaso a ser alguna vez una “bella totalidad”?). Las preguntas que subsisten son demasiado importantes como para intentar respuestas apresuradas: ¿Qué puntos en común existen, por ejemplo, entre las teorías freudiana y piagetiana del pensamiento? O bien, ¿Cuál es la distancia que media entre representación e imagen mental?, para citar tan sólo dos de las más obvias. De todos modos es mucho lo que se puede hacer, en el sentido de promover un aprendizaje escolar auténticamente creativo, si se lo concibe en el marco que ofrecen ambas teorías.

5. LOS AFECTOS EN EL AULA 12

Conviene tener en cuenta que, para Piaget (25, 26), la evolución afectiva del niño obedece a las mismas leyes que gobiernan a los procesos cognoscitivos. Por ejemplo, cuando la función semiótica permite el acceso a la representación, el objeto afectivo permanece presente, aún en ausencia física. Esto, “entraña la formación de nuevos afectos, bajo la forma de simpatías o antipatías duraderas, en lo que concierne a los otros, y de una consciencia y de una valoración duraderas de sí, en lo que concierne al Yo”. A partir de eso se asiste a un proceso de socialización progresiva, hasta que al llegar al nivel de las operaciones concretas se establecen nuevas relaciones interindividuales, de naturaleza cooperativa. Si bien en el período anterior los intercambios eran sociales desde el punto de vista del sujeto, un observador externo no podía sino verlos centrados en el mismo niño y sobre su actividad propia, en lo que constituye el egocentrismo infantil en este terreno. La adquisición de la reversibilidad como propiedad del pensamiento permite otras relaciones: “Es en los niveles de la construcción de las agrupaciones de operaciones concretas donde se plantea, por el contrario, con toda su agudeza, el problema de los respectivos papeles del intercambio social y de las estructuras individuales en el desarrollo del pensamiento”. La cooperación supone una reciprocidad entre individuos que saben diferenciar sus puntos de vista. “La lógica –define Piaget- es una moral del pensamiento, impuesta y sancionada por los otros”. El comienzo del período de las operaciones concretas encuentra al niño apenas después de iniciado su ciclo escolar. Si el docente comprende el valor de los intercambios afectivos y percibe, al mismo tiempo, las nuevas posibilidades que el nivel operatorio brinda para la cooperación, seguramente su labor será fructífera en el sentido de promover un aprendizaje escolar creativo, es decir, auténtico. Es de lamentar que, por lo general, esas condiciones disten de cumplirse, tanto en el nuestro como en otros países. Por ejemplo, Ana Teberosky, del Instituto Municipal de Investigación en Psicología aplicada a la Educación, de Barcelona, España, escribe

(30):

“El grupo

escolar... es un buen lugar para practicar la socialización, en su sentido más amplio. Esta situación privilegiada puede aprovecharse para que los niños compartan entre sí el proceso de comprensión de la escritura, a través de sus intercambios. En segundo término, la socialización ofrece la ventaja de permitir un inmediato feedback de lo que cada niño hace o dice en el curso de la tarea común. Si bien la situación de intercambio se da espontáneamente entre los niños, no suele ser aprovechada por la escuela, e incluso a menudo se la reprime por temor a que los intercambios de información sean más bien intercambios de ‘errores’, que dificultan la enseñanza y alteran la disciplina. Puesto que los niños ‘no saben escribir’, deberán aprenderlo siguiendo ordenada y dócilmente las enseñanzas del maestro”. Si fue posible pensar en el concepto de “transferencia” para referirse a algunos de los fenómenos afectivos entre alumnos y maestros, ¿por qué no recurrir a la “transferencia recíproca” 13

para aludir a los vínculos en sentido inverso, es decir, de maestros a alumnos? No es difícil, para quien está a cargo de la tarea docente, llegar a la convicción de que, siendo el depositario del Saber y el custodio de su transmisión, queda naturalmente investido de un Poder especial, que los alumnos deben aceptar con alegría y hasta agradecimiento. No pocas vicisitudes afectivas sobrevendrán a partir del cumplimiento –gracias al sometimiento del niño- o la frustración de semejantes expectativas. En esa cuenta habrá que cargar algunas antipatías o ciertos enamoramientos poco explicables. Una forma de premiar o castigar, desde la relación afectiva y, a menudo, más allá de la consciencia. La escuela transmite más de lo que pretende –aún cuando los maestros se quejen, a menudo, de que no logran enseñar todo lo que se proponen-: cabría decir aquí que el estilo es, en parte, también el contenido. Si el niño aprende que aprender es memorizar ritualmente una serie de cosas inservibles (sin más valor que el que le otorga esa liturgia), está adquiriendo también una actitud hacia el conocimiento: éste será siempre la palabra de otro, la única actitud posible ante ella es, entonces, la recepción pasiva y la acumulación. Dado que éste aprendizaje está reforzado por la particularísima relación afectiva que lo sostiene, puede pensarse que así también se sancione una actitud todavía más general. Me refiero al probable residuo que tal aprendizaje dejará en el carácter como rasgo estable, como supervivencia identificatoria de lo que fue una vez una poderosa relación de objeto. Lo que queda así reafirmado es una disposición hacia la autoridad, ya sea que se la padezca o -por una simple inversión de pasivo en activo que no modifica el contenido- se la ejerza. Este congelamiento de la libido en formas rígidas autoritarismo-pasividad implica un regreso a viejas formas de dominio del objeto. Allí, naturalmente, no queda espacio para creatividad alguna. Desde ya, no puede ser dejada de lado la cuestión de los intensos intercambios afectivos entre pares: relaciones de alianza y de rivalidad, exclusiones, victimizaciones, envidias, celos, pactos secretos, todos ellos se entrecruzan con el objetivo formal de la escuela. Al punto de que es habitualmente observable en la clínica que un trastorno de aprendizaje suele ir acompañado por perturbaciones en ese nivel de los vínculos sociales. Es también la oportunidad para otro aprendizaje: el que tiene que ver con el tránsito del sujeto del medio familiar al social, del que la escuela es algo así como un modelo experimental. Ya cerca de la finalización del curso de la escuela primaria, para muchos niños llega el acceso a la pubertad, con los tormentosos cambios que implica. La cuestión madurativa otorga a la sexualidad -hasta ese momento apenas un motivo para que varones y nenas jugaran a perseguirse o a “ponerse de novios”- un nuevo e inquietante status. El carácter del púber exhibe, regularmente, las consecuencias de esa repentina lucha entre desbordes pulsionales y mecanismos de defensa. En el plano intelectual comienza el acceso a la posibilidad de pensamiento formal, o hipotético deductivo, que le permite alejarse cada vez más de lo concreto. La búsqueda de un nuevo 14

equilibrio pulsional, la comprobación de los cambios corporales que se suceden, las nuevas posibilidades intelectuales y la percepción del inexorable alejamiento de sus grupos primarios (familia y escuela) que todo ello impone, contribuyen a condicionar su carácter. Sus relaciones afectivas serán puestas a prueba por la tensión que produce su cuestionamiento implacable, por un lado, y su búsqueda de apoyo todavía infantil, por otro. En este momento de crisis, en que la relación entre deseos y represiones sufre un nuevo reordenamiento, es particularmente importante la influencia de aquellos a los que el púber está unido por intensos vínculos afectivos. De ellos dependerá, en buena medida, su posibilidad de conservar el interés por el aprendizaje, a cuyo servicio podrá poner, entonces, sus nuevas capacidades.

6. DOS CASOS DE LA PRÁCTICA PSICOLÓGICA

Desarrollaré a continuación dos ejemplos que ilustran otras tantas posibilidades de abordaje de los nexos entre relaciones afectivas y aprendizaje escolar. Uno de ellos se refiere al papel de las relaciones actuales, en especial los vínculos de los niños entre ellos y con sus maestros. El otro alude a la incidencia de las relaciones pretéritas en el aprendizaje escolar.

¿PERIODO DE LATENCIA? El caso corresponde a la práctica institucional escolar

(28),

en un establecimiento privado de

jornada completa. Hacia fines de mayo, de manera más o menos brusca, un segundo grado entró en crisis. La maestra encontró que le resultaba imposible contener los desbordes de los niños, y ella misma resultó víctima, en alguna ocasión, de las tizas, las carpetas y los lápices voladores. Su palabra no era escuchada y, por lo visto, ya no quedaba allí lugar para el aprendizaje. La capacidad de cooperación social para la tarea, recientemente adquirida con el comienzo del período operatorio concreto, había desaparecido. En su lugar, una suerte de “alianza fraterna”, de naturaleza mucho más primaria, se oponía decididamente a cualquier normatividad. La directora intentó imponer el peso de su autoridad para restablecer el orden, pero fue en vano: comprobó que los chicos estaban dispuestos a respetarla muy poco más que a la maestra y advirtió, con cierto azoramiento, que mientras ella procuraba hacerse obedecer, varios niños se masturbaban ostensiblemente, frotándose contra los bancos. Todo en medio de un caótico griterío que amenazaba el orden de la escuela entera. La decisión de cerrar el grado, redistribuir a los chicos y, eventualmente, aconsejar el pase de los más revoltosos parecía inminente. La psicóloga de la escuela propuso, entonces, que le dieran unos meses de tiempo para trabajar con el grado, lo que fue aceptado como último recurso. Antes de 15

disponerse al encuentro con los niños, reunió algunos datos de la historia reciente. La maestra con la que habían comenzado el año había tomado licencia hacía poco tiempo con motivo de su casamiento y viaje de “luna de miel”, y la que la reemplazaba estaba embarazada, lo que también le ocurría a la maestra de idioma de la tarde. Recientemente, en una reunión de padres, había surgido un hecho significativo: algunos niños comentaban en sus casas que la primera maestra -la que se había ido con motivo de su boda- había respondido de manera agresiva, violenta y hasta despectiva a los que le habían preguntado acerca de lo que ocurriría durante esa “luna de miel”. Por último, uno de los niños, uno de los posibles líderes del grupo, había padecido hacía poco el nacimiento de un hermano de un segundo matrimonio del padre. Cuando la psicóloga entró al grado, fue recibida, naturalmente, con la misma disposición de ánimo con que los niños hostilizaban a la maestra y a la directora. No logró hacerse escuchar como para explicar su función. Con el último resto de autoridad que podía quedarle, indicó a los integrantes de una de las tres filas de bancos que la siguieran fuera del aula, a la sala donde ella tenía su lugar de trabajo. Una vez allí, le resultó más sencillo comunicar a los chicos su propósito: ellos podían hacerle todas las preguntas que quisieran sobre cualquier tema. Ella, por su parte, se comprometía a responder todo lo que estuviera a su alcance; lo que no supiera contestar, procurarían averiguarlo juntos. Además, por supuesto, formalizó con ellos un pacto de silencio y les aseguró que no se sancionaría a nadie por lo que dijeran durante las reuniones. Al principio sólo hubo mutismo y desconfianza. Ella esperó y los animó a hablar. Al rato, los chicos ametrallaban a la psicóloga con preguntas referidas, invariablemente, a cuestiones sexuales. Los temas no eran -no podían serlo- originales: la diferencia de los sexos, el nombre popular de los órganos genitales, el origen de los bebés, qué era eso del coito, dónde y cómo se realizaba. La excitación recorría el grupo como una carga eléctrica. Todos participaban en la elaboración de las respuestas, compartiendo lo que cada uno sabía. Cuando llegó el fin del tiempo disponible, los niños no se querían ir y tuvo que forzarlos a retirarse, con la promesa de un próximo encuentro. Los grupos sucesivos -correspondientes al resto de las filas- ya no vinieron en son de guerra. Las noticias acerca de la reunión habían circulado entre ellos, y el interés era el estado predominante. Trabajó dos veces con cada fila. Luego comenzó a reunirlos a todos juntos en el grado, gracias a que el clima ya había cambiado: la esperaban con interés y participaban con entusiasmo en cada reunión. Luego sobrevino una modificación importante, al principio sutil, poco más tarde evidente: no sólo el clima de atención, cooperación en la discusión e intercambio de información era otro; también los temas comenzaron a cambiar ostensiblemente. De las preguntas del tipo: “¿cómo se forma el bebé en la panza de la mamá?”, se pasó a: “¿cómo se transforma la 16

comida en caca?” Y luego: “¿cómo hace el ojo para ver?”. Al cabo de cierto tiempo – sorprendentemente breve- la curiosidad se había transferido totalmente de la sexualidad a otros temas. Las preguntas que circulaban finalmente eran, por ejemplo, del tipo: “¿cómo hace el avión para mantenerse en el aire?”. El deseo de aprender se había restablecido. La psicóloga dio por terminado su trabajo en el grado pero siguió atenta a su evolución, ya que la composición del grupo se mantuvo aproximadamente estable los restantes años de la escuela primaria. No sólo no volvió a entrar en crisis, sino que se destacó, dentro de la escuela, por su rendimiento. ¿Cómo puede interpretarse lo ocurrido en ese proceso? En primer lugar, cabe atribuir globalmente la crisis a un fracaso colectivo de los mecanismos sublimatorios, con la consecuente resexualización de la pulsión epistemofílica. Cuando la primera maestra anunció que los dejaba por su casamiento y luna de miel -al parecer no había podido disimular la expectación que tal circunstancia le producía a ella misma- se generó un estado de excitación en la clase, especialmente ambivalente porque la perspectiva de abandono incrementaba los sentimientos hostiles. Cuando la maestra, jaqueada por la curiosidad de los chicos, reaccionó en forma a su vez agresiva y descalificatoria, incrementó el estado de frustración. Si se tiene en cuenta el valor transferencial del vínculo, se comprende que la situación, impedida toda elaboración por vía de la palabra, creara las condiciones económicas para la crisis que sobrevino poco después. La gravidez ostensible de las otras dos maestras -la suplente y la de la tarde- aportaron una cuota nada despreciable al conflicto: más curiosidad, pero también nuevas perspectivas de abandono. Probablemente, el factor desencadenante fue la situación del niño cuyo padre tuvo un hijo en su segundo matrimonio: el estado afectivamente explosivo de este chico se generalizó como un “contagio psíquico” sobre la base de un elemento común, una de las formas de identificación descriptas por Freud. La conducta del grupo terminó expresando a la vez los sentimientos de odio y la excitación sexual, regresivamente manifestada como agresividad, pero cuyo origen era evidente. El componente hostil de la transferencia adquirió primacía. Además, los niños actuaban lo que ya habían padecido: su maestra los había tratado en forma agresiva y desconsiderada. La aceptación del ordenamiento jerárquico necesario para el funcionamiento de la institución, la cooperación y el deseo de aprender quedaron inhibidos. En otras palabras, la intensidad del estado afectivo (proceso primario) perturbó totalmente la posibilidad de pensar (proceso secundario). La acción psicológica se orientó a facilitar en los niños una elaboración simbólica del conflicto por vía de la palabra y el pensamiento. Para ello debió comenzar por desarticular el fenómeno grupal espontáneo cuya nota principal era la agresividad y el desafío, lo que logró descomponiendo el conjunto en grupos más pequeños. Allí se restauró ese vínculo homólogo al de la “transferencia positiva sublimada”, necesario para el análisis, pero también imprescindible en 17

todo proceso enseñanza-aprendizaje. El psiquismo de los niños se encargó del resto, dado que se sintieron amparados por esa persona, ligada transferencialmente a la línea de imágenes parentales, que les ofreció protección y también respeto por sus pensamientos. Ello permitió que se recuperaran las sublimaciones perdidas; o, en otros términos, que la energía de la afectividad retornara al servicio de los procesos cognoscitivos.

CUANDO PENSAR ES UN PELIGRO El ejemplo que desarrollaré a continuación procede de la práctica clínica. Martín es traído a consulta a causa, precisamente, de trastornos de aprendizaje, debido a los cuales se sugirió, desde el colegio, un diagnóstico psicológico. Tiene diez años y medio, está en quinto grado y la tarea escolar parece haber llegado a ofrecerle dificultades insalvables. Desde el comienzo de la escuela, las cosas fueron difíciles para él: pasar de grado se le fue haciendo cada vez más trabajoso y ahora parece haber llegado al límite. Se lo ve resignado y abatido, habla más bien poco y sus dibujos, también escasos, son pequeños y poco seguros. En las entrevistas con los padres y con él se revelan otras dificultades. Para el padre aparece como un chico falto de iniciativa y de energía, extremadamente tímido -tanto en su relación con adultos como con otros niños- y la madre subraya el hecho de que a veces tiene preocupaciones exageradas ante la posibilidad de que algún miembro de la familia sobre todo el padre- padezca un accidente. En las entrevistas con él me veo obligado a desarrollar bastante actividad para promover algún intercambio. Pero si jugamos, por ejemplo, al “Ahorcado”, él termina invariablemente pendiendo de la cuerda; mi cuello no corre peligro alguno. Este juego consiste en que uno de los participantes debe adivinar, letra por letra, la palabra imaginada por el otro. Cada fracaso se computa agregando un trazo al monigote que pende de la cuerda. Si el dibujo queda concluido (es decir, ahorcado) antes de que la palabra se descubra, significa que el que intenta adivinarla perdió la partida. Este juego, de simbolismo inquietante, se revela útil en el análisis de niños, sobre todo cuando, por algún motivo, la verbalización aparece perturbada. Los temas implicados en la misma estructura del juego no son insignificantes: el pensamiento, la competencia, la muerte. Martín prefería la seguridad de su propia muerte que la incertidumbre de sostener la competencia. Cuando intenté averiguar sobre el funcionamiento de la memoria o la imaginación de Martín, encontré que ambas funciones aparecían empobrecidas. Se mostraba como mentalmente disminuido, y así parecía sentirse. Por su edad, debería hallarse en condiciones de realizar operaciones concretas, pero su pensamiento perdía reversibilidad cuando se sentía obligado a resolver un problema. Desde el principio me pareció claro que era necesario cargar el déficit en la cuenta de sus afectos. El proceso diagnóstico me llevó a la convicción de que la inhibición de sus funciones intelectuales y afectivas era producto de una configuración neurótica que trabajaba en 18

contra de sus posibilidades de saber y aprender. Si bien Martín parecía creer en una insalvable deficiencia congénita de su inteligencia, a mí me parecía más bien un ejemplo de lo que Isabel Luzuriaga (23) llamó “contrainteligencia”, es decir, el resultado de una activa y sofisticada actividad del Yo, que labora contra sus propias capacidades. Las sucesivas entrevistas con él y los padres permitieron recoger pistas valiosas. Cuando Martín contaba cuatro años tuvo lugar un período de aguda desavenencia entre los padres que culminó en una separación que, con idas y vueltas, se prolongó durante cierto tiempo. Luego, sobrevino un embarazo y un nuevo hijo. Lo particular fue que, según creían los padres, Martín no se había enterado. El padre volvía la mayor parte de los días a la casa después del trabajo y se quedaba hasta que el niño dormía. A la mañana se le decía que papá ya se había ido a la oficina. Martín no preguntaba. Tal vez porque mamá era fácil presa de la angustia y ciertas cuestiones hacían que sus ojos se llenaran de lágrimas. Estaba dispuesto a ser un buen hijo: cuando comenzó el tratamiento, él también estaba seguro de que no sabía nada. Para sostener el engaño de que había sido víctima, tuvo que radicalizar la ignorancia: a partir de entonces, nada pudo ser bien investigado, razonado o recordado por él. Había obviamente un beneficio secundario: en su pasividad era motivo de preocupación y sufrimiento para sus padres, como ellos lo habían sido para él. El tratamiento operó según una doble estrategia. Por un lado, el trabajo con la familia apuntó a que se aclarara el viejo entuerto, con la finalidad de que el niño sintiera, aunque tardíamente, que había permiso para averiguar la verdad. Era una manera de contribuir a aliviar el imperativo superyoico. Por otro lado, el análisis de Martín. No puede sorprender que una buena parte del mismo fuera ocupada por la prohibida hostilidad de Martín hacia su padre. En plena tormenta edípica había logrado expulsar a papá de casa, quedándose él como dueño y señor. El secreto conservado confirmaba que había allí algo terrible, que lo implicaba necesariamente. El peso de su hazaña cayó sobre él, diría Güiraldes, “como una parva sobre un gorrión”. Su imposibilidad de saber lo protegía de sus deseos; un fracaso era el castigo necesario. Al cabo de algo más de un año de tratamiento, su inteligencia y su rendimiento escolar habían mejorado en forma notable. El miedo a la desgracia en la familia despareció, y la incrementada autoconfianza le permitió nuevas posibilidades de relación con sus pares. Poco después dejé de verlo. Cuando lo reencontré casualmente un par de años más tarde, ni la pubertad ni el comienzo del colegio secundario parecían presentarle problemas insalvables.

7. CONCLUSIÓN

19

No puede pensarse el aprendizaje escolar -ni, de un modo más general, cualquier proceso de aprendizaje- al margen de las relaciones afectivas en las cuales se desarrolla y de las que se nutre. El aprendizaje está ligado al afecto, es decir, a lo pulsional, desde los inicios de la vida; para entender el origen del deseo de saber, así como sus perturbaciones, es necesario remontarse a los primeros momentos en la constitución del aparato psíquico. Luego, el destino de ese deseo estará unido a la suerte de la sexualidad infantil a la que se vincula. Aquí le acechan nuevos peligros: puede, por ejemplo, sucumbir a la prohibición de aprender o quedar anonadado por un imperativo categórico que exija aprender lo imposible. Aún después de instaladas las sublimaciones que ponen a su servicio la energía de la sexualidad reprimida, la viabilidad de la voluntad de aprender estará sujeta, en mayor o menor medida, a la calidad de las relaciones afectivas que la enmarcan ene el tránsito escolar. Relaciones que, por supuesto, se determinan desde varios lugares en un juego al que es posible llamar de transferencias y contratransferencias: amores, odios, orgullos heridos. Para que el aprendizaje realmente se verifique, es necesario que el sujeto se apropie, por vía de la elaboración, del conocimiento; es decir que lo produzca. Ello implica que el docente debe también advertir y respetar el nivel evolutivo de la inteligencia alcanzado. De esa manera puede consolidarse la relación afectiva con el maestro y el grupo que propicia un aprendizaje autentico y no una mera repetición pasiva. Relación a la que contribuye el nivel operatorio alcanzado, con sus nuevas posibilidades de cooperación social. Son numerosos los puntos conflictivos en los que este cambio -que implica más cosas que las que la escuela se propone transmitir- pueda perturbarse. El nudo puede estar en cualquier punto de la compleja red de relaciones en que se incluyen el niño, su familia, el grupo de pares y los maestros. Igualmente numerosas son las posibilidades de acción psicológica, muchas de ellas de sentido preventivo. Como señalé en otro trabajo

(3),

la escuela es un lugar privilegiado, también,

para laborar en la prevención y promoción de la salud. Este objetivo incluye tanto el abordaje de los vínculos afectivos como el logro de autenticidad en el proceso mismo de aprendizaje; ambos aspectos de una sola realidad.

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BIBLIOGRAFÍA

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