Princesa de Navidad

Jennie Carrasco Molina

La corona me quedaba demasiado grande. Era una de esas coronas con brillantes falsos, imitación miss universo. Mamá la había comprado en el bazar del barrio, para cuando mi hermana Melisa fue electa princesita de navidad en la escuela. Le compró el vestido de tul celeste y los zapatos blancos de charol. También gastó en aretes de perlas de plástico y pulseras plateadas. La Melisa parecía un cielo, toda azul y brillos, como estrella mismo. Yo tenía cinco años y Melisa ocho. Me habría gustado ser yo quien estuviera en el escenario, recibiendo la banda de reina, los regalos y, sobre todo, siendo coronada y aplaudida por toda la escuela. Pero no. Tuve que permanecer en el asiento, junto a mamá, casi sin respirar, dentro de un caluroso traje de casimir, con corbata y todo, y con ganas de salir corriendo y encerrarme en el baño a llorar. -Los niños no lloran-, repetía mi padre casi a diario, cuando me veía a punto del llanto por cualquier nimiedad –según él-. Que si se moría un gato, que si me reventaban la pelota, que si Melisa rompía mi juguete favorito… Recuerdo la vez en que una paloma chocó contra el ventanal de la sala. Murió instantáneamente. La tomé entre mis manos, aún caliente. Tenía el cuello roto. Lloré durante horas, abrazando el cuerpecito desmadejado. Papá se había ido de viaje, así que pude lagrimear a mis anchas. Nadie vino a consolarme. Me dormí con la paloma entre los brazos. Al día siguiente, la enterré y olvidé la historia. Aparentemente. Porque, más tarde, vi algunos amigos míos morir como palomas desvalidas, abandonados por sus parientes, en hospitales que no eran nada hospitalarios, y lloré con un llanto como el que me provocó la paloma. La primera vez que me puse la corona fue un domingo por la tarde, cuando todos hacían la siesta. Cansada de haber jugado bajo el sol, Melisa se durmió en la cama de mis padres y ellos dormitaban en la sala, con los rostros cubiertos por el periódico dominical. El cuarto de mi hermana se convirtió en territorio libre. Un cuarto de niña, con peluches, barbies y cortinas rosadas que hacían juego con el edredón. En el tocador, Melisa tenía cada cosa en su sitio: el agua de colonia, las binchas, el maquillaje para jugar, los cintillos, su alcancía y, en una caja de plástico transparente, la corona de princesita de navidad. Allí la vi, llamándome, brillante y hermosa, destellando con el sol de la tarde de verano. Me acerqué de puntillas, tomé la caja, la abrí. Con la mayor delicadeza, agarré la corona y, mirándome al espejo, la coloqué sobre mi cabeza, imaginando la ovación de un público que me admiraba por mi hermosura.

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Entonces, sentí una enorme necesidad de usar el atuendo completo, el vestido de cielo, los zapatitos blancos de charol, la corona. Abrí el armario y, nerviosamente, descolgué el vestido. Lo miré, lo acaricié como a un tesoro ansiado desde siempre. Por miedo a que alguien viniera de pronto, no me atreví a desvestirme, me puse la prenda sobre la ropa de niño, até la cinta, planché la falda con las manos, arreglé los hombros. Quedé maravillado, al ver cómo me convertía en una linda niña digna de ganar el concurso navideño (todos decían que yo era más bonito que mi hermana, con mis pestañas rizadas, mis ojos brillantes y grandes, mi boca, mis cachetes…). Me puse la colonia de Melisa, su maquillaje de juguete: brillo en los párpados, labios rosados, colorete. Paseé por el cuarto como toda una modelo. Flexioné las rodillas, con el pie izquierdo detrás del derecho. Hice venias abriendo el vestido ancho y vaporoso, el tul celeste parecía de verdad el firmamento claro de ese verano en que confirmé que algo estaba de más en mi cuerpo. El encanto terminó cuando escuché ruido. Papá y mamá hablaban, el movimiento volvía a la casa. Parecía que se acercaban a la habitación donde tan en secreto estaba yo disfrutando de mi feminidad. Desprendí la corona de mi cabeza, la guardé en su caja de plástico transparente y la dejé en su sitio. Me saqué el vestido a toda velocidad, y lo colgué de nuevo en el armario. Lo mismo hice con los zapatos. Las voces eran cada vez más fuertes. Salí del cuarto, pretendiendo que mamá y papá no me sintieran. Por suerte, no se habían movido de la sala, se reían, conversaban en voz muy alta. Corrí hasta el baño, sudaba, estaba a punto de orinarme en los pantalones. Llegué con las justas, bajé la bragueta y salió el gusano que cada día se convertía más y más en un estorbo. Me lavé la cara y me fui al jardín con la pelota, aparentando que jugaba fútbol. Papá salió y, con una gran sonrisa, se puso a patear la pelota para tratar de hacer un gol. Con el tiempo fui encontrando momentos precisos y secretos, para desarrollar la habilidad de transformarme en la niña que vivía dentro de mí y me hacía soñar con pasarelas y desfiles, con ser la reina de las discotecas, la más aclamada, la mejor vestida, la más bella. Mamá me encontró un día con el vestido de cielo y la corona. Vi su cara de horror, en sus ojos pude leer: “mi hijo es un marica”. Pero reaccionó como no lo imaginé. Se lanzó a abrazarme y, sin decir una palabra, me quitó la corona y el atuendo. -

No se lo diremos a tu padre ni a Melisa, tembló su voz, en cierto modo cómplice.

Yo guardé silencio. Sólo sabía de las ganas enormes, cada vez más enormes, de ponerme vestidos y de cortarme ese aparato carnoso que colgaba entre mis piernas y me impedía ser lo que quería ser. En mi cabeza crecía una hermosa nena de ojos brillantes y grandes, con pestañas rizadas, labios bien formados, senos redondos y unas piernas que serían la envidia de todas las chicas del barrio. El silencio era mi consigna. Lo sabían los pájaros y mi cuaderno. Y mi madre, que me decía, “Emilito, seas lo que seas, siempre serás mi hijo adorado”.

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Mi padre, en cambio, se sentía orgulloso de su hijo. El Emilio que asistía a colegio de varones, con el pelo cortadito, ropa de hombre a la moda, juegos masculinos. Imagino que él me pensaba con un pene y unos testículos bien puestos, dignos del macho seminal que alargaría el apellido dándole una nutrida descendencia. Más de una vez admiró mi voz varonil que –decía- estaba seguro que encantaba a las chicas. Le gustaba que lo acompañara al estadio para ver los partidos de su equipo favorito. Para mí era una tortura. A veces iba al baño y vomitaba. Por suerte nunca se le ocurrió iniciarme en un prostíbulo, como hacían los padres de mis compañeros. Pasé la adolescencia sintiendo un fuerte rechazo a la entrada triunfal que hacían mis amigos en la vida de los machos. Fumaban. Tenían muchas chicas y se retaban para ver quién había besado más bocas. Hacían concursos de masturbaciones. “A ver, quién tiene el pene más grande”. Concursos de quién apunta más lejos al orinar, de quién aguanta más sin eyacular. Yo siempre fingía que estaba atrasado en los estudios; que tenía cita con un profesor para que me explicara algo que no entendí en la clase; que mi madre me esperaba para que la acompañara al médico; que iba a ir con mi padre a ver una película prohibida para menores… siempre hallaba un pretexto. Uno que otro me miraba con ironía y sospecha que fueron in crescendo hasta que un día me agarraron. Eran ocho. Me llevaron al patio trasero del colegio, donde nunca iba nadie. Me bajaron los pantalones. Era para morirse: uno de ellos agarró mi pene y me masturbó hasta que, entre hipos y vómitos, salió de mi cuerpo esa sustancia viscosa y blanquecina, igual a la que alguna vez mi padre depositó en mi madre y se formó un ser dual que me habitó durante veintisiete años. Con las mesadas que me daban para la semana me compré faldas, maquillaje, blusitas cortas, botas, uñas postizas. En un rincón de mi armario los guardaba como un tesoro. Melisa mostró algunas veces su sospecha de que algo raro pasaba conmigo. Se me quedaba mirando largamente, como tratando de descifrar mi mutismo. Nuestra relación no iba tan bien porque ella quería que, como el típico hermano, la llevara a las fiestas; que fuera el enamorado de su mejor amiga; que la presentara como su novia a mi amigo del que estaba prendada, para darle celos… Llegó un momento en que su insistencia me colmó. La llevé a mi cuarto, abrí el armario y le mostré todos mis atuendos y menjunjes. Abrió la boca y los ojos con una desmesura exagerada. “¡No!”, atinó a decir, antes de salir disparada de mi cuarto. Se encerró en el suyo por horas. El momento de cenar no respondió al llamado de mamá. No salió sino al día siguiente, para ir a clases. No me dirigió la palabra. A mamá y papá tampoco. Mi madre pareció entender lo que había pasado. Papá no comprendía nada, simplemente se alzó de hombros y dijo “ya se le pasará”. Claro que se le pasó. Se le pasó cuando se lo contó a mi padre. Mamá trató de interceder. Mamá, tan linda y solidaria. “Es su opción, es libre de hacer lo que quiera con su vida, con su cuerpo. Es un ser humano y eso es lo que importa”, alegó sabiamente. Pero papá era una fiera. “¡No eres mi hijo!”, vociferaba mientras se mesaba los cabellos. “¡Eres un monstruo!, ¡Qué clase de monstruo has parido!”, le gritó a mi pobre mamá. Ella 3

guardó silencio y me abrazó. Melisa me miraba con cara de asco, con actitud de venganza porque nunca accedí a sus pedidos. “¡Vete!”, gritó mi padre. “¡Sal de mi casa inmediatamente! Desde hoy dejas de ser mi hijo”. Y se dirigió a mi cuarto. Abrió el armario y empezó a tirar al piso toda mi ropa, a pisotearla, a rasgarla. No llegó a ver las ropas de chica porque habría sido el acabose. Mamá lo detuvo. Traía una mochila. Me ayudó a colocar en ella las cosas. Él se encerró en su cuarto, como Melisa la noche anterior. Me fui sin despedirme, sin regresar a ver, con un poco de plata en el bolsillo, que mamá alcanzó a sacar de su cuarto antes de que papá lo cerrara con llave. Vagué durante horas, con la mochila al hombro. La noche parecía una boca oscura dispuesta a devorarme. Noche negra y amenazadora, llena de sombras que salían de detrás de los postes listas para matarme, para cortarme en pedazos por querer ser lo que no era. Nadie a quien acudir. Mamá lejana y querida. La única. La soledad se apoderó de mis huesos. Me recorría, helada, con tintes de arrepentimiento y culpa. “Soy un asco”, me repetí durante horas, con ganas de morir, de volver a nacer como un verdadero varón, o como mujer. Con un deseo infinito de que el universo se acomodara de otra manera y se abrieran todas las puertas para que la gente como yo pudiera vivir en paz con lo suyo. Dormí en una pensión de mala muerte. Allí se alojaban chicas trans, trabajadoras nocturnas del sexo. Me tentaron, se me ofrecieron. Yo llevaba en la maleta mis ropas de mujer. Quise ser directo y les dije de una vez que mi deseo era ser como ellas, que desde niño vestía ropas femeninas y que tenía la intención de operarme. Pensé que iba a ser rechazado, porque podía resultar competencia. Pero no fue difícil que me acogieran como una más. Había sitio para todas. Rápido me sentí en mi ambiente y fui aprendiendo a ser Ella, la que me había habitado desde siempre. Emilia. Enormes bengalas explotaban dentro de mí, me sentía tan libre. Bailé hasta cansarme. No paraba de mirarme al espejo con mis vestidos y mi maquillaje. “Qué hermosa eres”, me decía la imagen sonriente. Pero el bulto entre las piernas estorbaba cada vez más. Debía esperar. Estaba a punto de terminar la universidad. Unos meses más e iba a entrar a trabajar en la empresa de ingenieros. Con las mejores notas y buenas pasantías, el rimbombante título de ingeniero en sistemas, tenía un puesto asegurado, buen sueldo, viajes. Me exigí a mí mismo tener mucha paciencia. Ya llegaría el momento. Entré a la empresa. Mi especialización era indispensable en el medio, uno de los pocos técnicos en el país, graduados en fabricación de micro chips para toda clase de máquinas y programas. Todo sucedió como en un sueño. Pasaban los meses. Mamá me visitaba a escondidas en el pequeño apartamento que alquilé. Mi padre nunca se reconcilió conmigo. Mi hermana, a duras penas, aceptó. Con el tiempo se integraría a mi grupo de amigos y amigas, con el tiempo. 4

Amores fugaces. Amores eternos. Tuve de todo. Para qué detallar, solo sé que una vez dentro de este mundo de energías diferentes, una vez tomada la decisión, me volví un marginal, tuve una doble vida: de día el famoso ingeniero, de noche la diva de las discotecas. Sabía que esta vida transcurre totalmente al margen de lo que se dice “normal”. Nunca más volví a ver a mis compañeros de la escuela ni a los del colegio ni a los de la universidad. Me torné invisible. Me sentí mariposa de alas transparentes. Cada vez que la gente me señalaba con el dedo estaba a punto de rodar por la pendiente. Y ahí estaban mis amigas, las que hacía décadas se asumieron como hermosas chicas de voz masculina, manos y pies grandes, muchas de ellas con demasiado vello, tomando exceso de hormonas femeninas para eliminarlos, con siliconas y operaciones, con terapias de voz, con tratamiento psicológico. Ese era mi camino. La reconstrucción total de mi cuerpo. Me operaron la cara, una estética totalmente femenina, rasgos finos, nada de barba, frente pequeña y mentón delgado. La terapia acompañaba a la transformación. No obstante, no podía dejar de sentirme como protagonista de un cuento parecido al de Frankestein. Yo, un monstruo, no por lo monstruoso, sino por ir contra natura. La diferencia con el de Frankestein estaba en que él era ficción y yo realidad, con un cuerpo nuevo que no sabía cómo iba a caminar por este mundo. Parecía fácil. Parecía que el sueño hecho realidad me iba a permitir una vida feliz y realizada. Pero no. Ahí estaban las pesadillas: yo era una mujer descomunal y peluda, con un pene monstruoso. Soñaba que mi padre me perseguía con un cuchillo para cortarme él mismo la muestra de mi masculinidad. Corría detrás de mí, gritando frases ininteligibles, sólo entendía “pene”, “verga”, “falo”, “macho”. En sueños me vi en una cama de hospital, envuelto en vendajes, prohibidas las visitas, encerrado en un cuarto diminuto donde apenas cabía la cama. Sabía que sólo con el tiempo lograría acostumbrarme a mi nuevo estado. Las fiestas, las parejas, los oscuros sitios donde nos encontrábamos para vivir nuestra vehemencia, fueron cada vez más parte de mi vida. Poco a poco se acomodaba en mi mente la Emilia libre, alegre, danzarina. Un día tuve la inesperada visita de Melisa. Me traía un regalo. “Ábrelo”, dijo insistente, al ver que yo dejaba sobre la mesa del comedor la caja envuelta en papel violeta, y atada con una cinta roja. La abrí lentamente. Miré en su interior… ¡era una corona exacta a la primera, la de la infancia!, más grande y más brillante. Melisa sonreía. Nos abrazamos. Reímos. Lloramos. Me desvistió, me vistió, pintó mis labios, me colocó la corona y salimos del brazo a andar por las calles.

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