P E R I O D I S M O U N I V E R S I TA R I O PA R A L A C I U D A D

Histo rias

para leer antes del fin

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AÑO 13

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FAC U LTA D D E C O M U N I C AC I O N E S / U N I V E R S I D A D D E A N T I O Q U I A MEDELLÍN, DICIEMBRE DE 2012 ISSN16572556

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2 Semblanza La página social de los pobres (II)

Desde los estrados judiciales,

Don UPO narró

tres décadas de hechos de

sangre en Medellín

Caricatura de Elkin Obregón. Tomada del libro Don UPO de Francisco Velásquez.

Gonzalo Medina P. [email protected]

S

i bien fue contundente la famosa frase de la revista fotográfica LIFE, “Una imagen vale más que mil palabras”, también lo es cualquiera de aquellas que han sido capaces de condensar la sabiduría que se esconde detrás de un titular concebido con maestría y con la habilidad para interesar al lector más indiferente frente a un texto. Escritores reconocidos se han destacado por la magia de su titulación, caracterizada por la concisión, la imaginación, cuando no por fundir realidad y ficción en dos o tres palabras. Gabriel García Márquez es uno de los maestros de esta modalidad periodística y literaria: Un señor muy viejo con unas alas enormes, El otoño del patriarca, Un día de estos, Me alquilo para soñar y El amor en los tiempos del cólera, entre muchos otros, son la muestra patente de la maestría de la que puede hacer gala quien sabe dotar de encanto al titular de un escrito, el mismo que invita a leerlo aunque pueda no ser la más consagrada de las piezas narrativas. Y titular textos que dan cuenta de la tragedia del ser humano, sea que hablemos de aquel que es acuchillado por quitarle un celular, o quien muere atropellado en medio de la oscuridad en la más anónima de las calles de un barrio, mientras su familia le espera con ansiedad insistente para disfrutar de la comida prometida, no es tarea fácil por razones obvias, sobre todo porque en ocasiones se conjugan con facilidad el drama y la comedia. La pregunta que surge es clara: ¿quién es capaz de darle vida, a través de un titular, a la narración de esos hechos violentos y al mismo tiempo estar dispuesto a ponerle un toque humorístico, consciente de las fibras sensibles que puede tocar y, en especial, del delicado hilo que puede romper, cayendo en el mal gusto o en la ramplonería? A ese permanente reto se enfrentó durante 31 años el protagonista de esta segunda entrega de la serie dedicada a exaltar la obra de tres cronistas de policía antioqueños. Paisano de Rafael Uribe Uribe, llegó a Medellín en 1927, procedente de Valparaíso, cuando solo tenía 18 años y se proponía terminar el bachillerato. Como en una suerte de profecía de lo que iría a ser el oficio que lo consagraría, Alfonso Upegui Orozco se vinculó al detectivismo como agente secreto, gracias a las intrigas de una tía suya. A los tres meses fue trasladado a un juzgado para desempeñarse como secretario, cargo que le brindó la oportunidad de forjar una vena literaria, al punto de que meses después fundó con otros amigos, en el barrio Campo Valdés, el “Círculo Literario

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De La Urbe continúa con la segunda entrega de la serie dedicada a los cronistas judiciales en Antioquia. Le llegó el turno a Don UPO, el “De Los estrados judiciales”, un maestro en el arte de escribir hechos de sangre y en atrapar a los lectores con sus títulos.

Epifanio Mejía”, en el cual compartió lecturas con literatos de la talla de León Zafir, Tartarín Moreira, Juan Roca Lemus -el papá de Juan Manuel- y el propio Belisario Betancur. Al tener acceso a los expedientes de los distintos procesos, Alfonso se propuso escribir pequeños relatos, cuyo eje narrativo era el drama vivido por el ser humano en sus diferentes facetas.

Aparece Don UPO

Después de siete años de trabajo juicioso, Upegui Orozco decidió ofrecerle estos resúmenes al periódico El Colombiano, buscando que los publicara en la página roja como una sección permanente. Desde 1941 comenzó a aparecer en “De los estrados judiciales”, espacio que daba cuenta de homicidios pasionales, robos, secuestros, asaltos, riñas, estafas en la Medellín de hace 70 años. El poeta y director de cine, Víctor Gaviria, al referirse a quien luego llegó a ser conocido como Don UPO, seudónimo utilizado para firmar su columna en El Colombiano, dice que “[…] el escritor que era escuchó palabras, frases y entonaciones que nunca había encontrado en la literatura. Lugares de la ciudad y del campo nunca descritos, circunstancias que se tornan absurdas, diálogos tocados de dolor y de verdad […], personajes que había visto en las calles de Medellín sin comprenderlos, y que ahora le hablaban directamente desde el corazón de los hechos. Este acopio innumerable de relatos ‘objetivos’, atravesados por la dramaturgia única de la vida diaria de las calles, lo abrumaron y lo llenaron de una emoción por la realidad que lo hacía reescribirlos con una genuina inspiración”. En su obra narrativa, que abarca no menos de 6 mil relatos que dan cuenta del drama del ser humano común y corriente de nuestra región antioqueña, atravesada por la abundancia en algunas de sus poblaciones, o por la aridez en otras, con los cruces conflictivos entre quienes poseen hasta el hartazgo y aquellos que no tienen ni para pensar con esperanza en el otro día, él hace gala de su capacidad para darle vuelta, desde el humor, a la tragedia cotidiana que aún hoy seguimos padeciendo. La risa, cuando no la carcajada, es la que irrumpe en el lector cuando descubre la envolvente magia que caracteriza a Don UPO al poner a dialogar la tragedia con el humor, síntesis insoslayable de nuestra condición humana. Upegui Orozco poseía además una notable versatilidad para abordar con propiedad distintos oficios, a la vez que se movía entre el periodismo judicial y el mundo del deporte. Prueba de ello fue su labor como cronista deportivo, lo mismo que su papel de fundador del Colegio de Árbitros de Antioquia, a la vez que promovió la construcción del estadio Atanasio Girardot en 1953. Y no contento con ello, se des-

3 empeñó como profesor de la Escuela Modelo y fue autor de un libro de educación cívica. Este último esfuerzo literario constituye, si se quiere, una suerte de paradoja en el caso de alguien que como él se movió durante décadas por las sórdidas páginas “De los estrados judiciales”. Su primera aventura literaria ocurrió el 6 de noviembre de 1932, cuando El Heraldo de Antioquia publicó su cuento “La uxoricida”; al mismo tiempo se trataba del ejercicio de escritura que marcaría el estilo narrativo que pocos años después tendría su sección “De los estrados judiciales”. El cuento en mención comienza así: La acusada Martina Fonnegra es culpable de haber dado muerte violenta a su esposo legítimo Marcos Figueroa, hecho que tuvo lugar en el paraje “El Manzanillo”, de la jurisdicción del municipio de Villa Real, en las primeras horas del 25 de septiembre de 1926. […] La uxoricida aparentaba una tranquilidad absoluta. Jamás el banco de los acusados había sentido sobre sí un cuerpo de mujer más escultural. A través del velo negro que ocultaba su rostro, los ojos le brillaban, como si aún no hubiera extinguido en su corazón la dulce, la bella esperanza de obtener su libertad individual. No obstante los rigores y las privaciones de la cárcel en donde llevaba ocho meses de detención, Martina Fonnegra conservaba la elegancia de sus ademanes y a decir verdad, aquel día estaba positivamente hermosa, fascinadora, interesante. Ese mismo año, pero el 14 de mayo, Don UPO publicó en El Colombiano su primer cuento, cuyo título fue Un ladrón enamorado. He aquí el párrafo de entrada: En la desesperante agonía de su delirio inmenso, de su fantástico delirio inescrutable, Adán Cabrera había tomado como último recurso, la más trágica determinación. Rosa, su amada, estaba ya obsesionada de las seducciones, menos indecorosas que la inicial, y en esa mañanita lluviosa abandonó la casucha en donde vivía con Adán y se fue en el primer tren con un propagandista para Barrancabermeja, ávida de nuevos horizontes y de albores nuevos, como si su misión fuera la de arrojarse mucho más allá de la depravación y la desgracia. […] Hubo un momento de silencio. Luego golpearon la puerta cerrada. -¿Quién es?- preguntó Cabrera. -La policía. Necesitamos practicar una requisa en su habitación. Abra usted. Por sola contestación los detectives oyeron en el interior de la casucha una detonación. Después…un silencio profundo. […].

¡Y llegó la inspiración!

Las décadas de oro de Alfonso Upegui Orozco como periodista, no obstante llevar para ese momento 20 años de haber iniciado su columna “De los estrados judiciales”, -primero de marzo de 1943-, en realidad comenzaron a brillar en 1964, razón por la cual dejó de firmarse UPO y pasó a llamarse Don UPO, reconociendo que había adquirido la mayoría de edad intelectual requerida -los 21 años de ley-. Es a partir de 1964 cuando Don UPO irrumpe con un estilo original de titular, distinto al frío, directo y objetivo que hasta el momento lo había caracterizado. La muestra es contundente: Que él fue a ver esa pelea; ahora va 34 meses a prisión Lo pilló robando remolacha; y lo mató de 8 cuchilladas Que no pusieran ese disco; puso la pelea en la calle Como ella atendía al otro; Deogracias lo mató a filo La Pérez se fue con otro y el otro dio muerte a Óscar Le mandó Maltica y tortas revueltas con matarratas Él de baile no entendía; pero de dar cuchillo sí “Pare que voy a trasbocar”; y atracaron al conductor Se empachó de cañón y solomito; y ahora come “ñervo” en La Ladera” Que solamente eran rasguñitos; pero tres esencialmente mortales Estos titulares son la oportunidad para evocar a “hombre, Odulfo”, personaje citado con frecuencia por Don UPO en numerosas crónicas, pero sin explicar la causa de tal mención. Resulta que se trataba de Odulfo Gómez, un cafetero y profesor escolar. Cuando se encontraba al columnista, le decía: “Eso no se dice así”. De allí que Don UPO mencionara su nombre cuando tenía plena seguridad sobre lo que estaba escribiendo o de la manera como lo estaba haciendo. Y con motivo del llamado “Crimen del Edificio Fabricato”, el de la muchacha ascensorista Ana Agudelo Ramírez, delito por el cual fue procesado y condenado Abel Antonio Saldarriaga Posada, portero del mismo, Don UPO se ocupó del caso en su sección “De los estrados judiciales”; al igual que lo hizo el periodista Octavio Vásquez Uribe en su semanario “Sucesos Sensacionales”, protagonista de la primera entrega de esta serie sobre cronistas antioqueños de policía. Veamos algunos titulares de Don UPO en los cuales daba cuenta del proceso judicial por el asesinato sucedido en la sede de la empresa textilera, conocida con el lema “La tela de los hilos perfectos”: • Sábado 27 de marzo de 1971: Posadita: “soy completamente inocente; el fiscal: “Servíos afirmar la cuestión” • Martes 30 de marzo: “Sólo Posada fue el asesino, el descuartizador y el sepulturero de Ana”, dijo Góez Valderrama • Miércoles 31 de marzo: “Posadita no es responsable, por falta de pruebas”, sostuvo el vocero Giraldo • Jueves primero de abril: “Los indicios contra Posadita no son más que simples suposiciones”, dijo Durango H •Viernes dos de abril: Condenado Posadita. Pagará de 15 a 24 años de presidio

Tiró a rayarle un brazo: y le atravesó el corazón

Disfrutemos de un buen fragmento del relato que tiene por título Tiró a rayarle un brazo: y le atravesó el corazón. Es la oportunidad de conocer la gracia narrativa de Alfonso Upegui Orozco para dar cuenta de la tragedia de los humildes seres humanos que han habitado nuestra región o que, como en esta oportunidad, han llegado a ella buscando oportunidades: Esa muchacha Virginia Córdoba Pino, de veinte años y originaria de Quibdó, se vino de su tierra, como millares de compatriotas suyas que han invadido todas

las grandes ciudades de Colombia, y se instaló en un pasaje de “La Bayadera”, por esos terroríficos lados de “La Calesita” y anexos, en una pieza de su prima Preciosina Córdoba, y aunque recién llegada estuvo trabajando como doméstica en residencia de una familia pudiente, como que no se amañaron con ella porque dormía mucho de día, según ella misma lo confesó de manera que parece picada de nagana, de esa mosca africana que los científicos llaman con tanta gracia tse-tse (sic), según hemos leído por allí. Para la fecha de la ocurrencia del hecho que la hizo homicida, viernes 6 de septiembre de 1968, la prieta (de piel negra y carnes apretadas) Virginia se encontraba en la pieza de su prima y a eso de las seis de la tarde se levantó a enjuagar una ropa que había dejado en la poceta, pero fue grande su sorpresa al encontrarla en la caneca de la basura. Inquirió por la persona que le había hecho esa mala jugada, y fue entonces cuando la no menos apretada Aurelina (ojo, linotipista, que no es Aureliana) Mosquera, llamada por otros Amelia le dijo que ella era quien había botado esos chiros (como también llaman en Tutunendo los harapos) asquerosos y que estaba dispuesta a respaldar con hechos su actitud, lo que dijo armándose de un garrote, con el cual le dio un golpe a Virginia en la cabeza. Y Virginia penetró en la pieza de su prima y sacó un cuchillo, con el cual acometió a la Mosquera, clavándoselo repetidas veces. Huyó Aurelina hacia la calle y se fue de bruces sobre la acera, pues tenía atravesado el corazón. Señor juez: yo no tiré a matar a Aurelina, pues le tiré apenas a rayarle un brazo, y no sé cómo es que resultó muerta, dijo la morena oscura ante el Juez 18 Penal municipal instructor del proceso. El Juzgado 6º Superior, atendido por el doctor Fernando Gómez Gómez, con don José Gómez Amaya como secretario, le formuló a Virginia Córdoba Pino el cargo de homicidio simplemente intencional o de propósito, y de él va a responder el próximo viernes, ante sus jueces de conciencia […]. La riqueza de titulares originales y jocosos de Don UPO es infinita. Veamos otro listado de creaciones que mueven a la sonrisa, o a la risa, pero sin dejar de registrar la diversidad de dramas cotidianos que enfrentan el hombre o la mujer para enfrentarse a una sociedad hostil. Muchos de ellos serían calificados de delitos menores, dada su relativa magnitud, pero su trascendencia depende también de las circunstancias bajo las cuales esas personas tienen que resolver necesidades elementales y básicas a la vez como el de conseguirse el alimento diario para ellas y su familia. Ese es el trasfondo que está presente en las historias que contó Don UPO, teniendo sus titulares como particular puerta de entrada: Mató al marido y no sabe cómo Lo besó y le mutiló la lengua Pidieron tallarines y…les sirvieron dedos humanos Por celos un anciano mató a su novia Inesita podía ser de otros; y él la mató por otra cosa Para quedarse con el marido, le partió el corazón a la esposa Avaro para morir era el viejo Sebastián Herrera. “Alimentaba su gallo metiéndole la cabeza por el hueco de una tapia en un solar donde pilaban maíz” Socorro que me asesinaron Le quemaron El Chuscal a Pepa y los pelos le quedaron negros Le dieron un tiro en La Orqueta y quedaron siete huérfanos

Todo se acaba…menos la mala intención

Después de 29 años de hacer de la violencia de los pobres, y contra los pobres, la razón de ser de su oficio de notario de la realidad pero desde la columna “De los estrados judiciales”, Alfonso Upegui Orozco, o Don UPO, llegó al momento inevitable de escribir su última crónica. Ocurrió el 2 de marzo de 1972; el título de su columna postrera fue “Daba gritos a lo mejicano; y Darío le pegó un balazo”. A continuación, el primer párrafo de esta historia: A las doce del día del primero de marzo de 1969, ese muchacho Francisco Antonio Berrío Rúa, de 38 años, casado, originario de San Jerónimo y agricultor, se encontraba en la “Heladería Cuba”, situada en el cruce de la carrera Cúcuta con la calle Amador de esta ciudad, en compañía de Lázaro Bedoya, dedicados a la ingestión de aguardiente, y a escuchar música caliente, especialmente rancheras mejicanas, las que salían de un aparato musical traganíquel, y que Darío de Jesús coreaba con gran entusiasmo, aunque con mala voz, pero sí ejecutaba muy bien los escalonados gritos que son peculiares entre los cantantes manitos, cuando de hacer tiros y entonar canciones populares se trata. El relato de Don UPO da cuenta de la presencia de Darío de Jesús Lopera Hernández, celador del municipio de Medellín, quien estaba “completamente perdido de la rasca”, según sus propias palabras, y que no se aguantó los berridos de Berrío Rúa. Al preguntar Darío de Jesús por el atrevido que era capaz de pegar semejantes chillidos, Francisco Antonio se paró y le respondió que era él, mientras se golpeaba el pecho en actitud desafiante. Darío de Jesús le respondió disparándole un tiro de revólver que terminó incrustándose en el lado izquierdo del cuello, proyectil que le quitó la vida al frustrado cantante de rancheras. Así como la ausencia de Manuel Marulanda en la inauguración de las conversaciones de San Vicente del Caguán, dio origen a la expresión “la silla vacía”, y después a la notable página virtual periodística con el mismo nombre así también hemos de decir que la silla que como cronista de policía ocupó por décadas Alfonso Upegui sigue sin ocupar porque no encontramos aún a quien sea capaz de fundir sensibilidad por el oficio, fino sentido del humor y calidad narrativa para contar esas historias en apariencia insignificantes, logrando impregnarlas del impacto particular que se desprende del encuentro del drama y la risa.

*Gratitudes: Este trabajo no habría sido posible sin el apoyo brindado por el colega Francisco Velásquez Gallego y su libro Don UPO, con prólogo de Víctor Gaviria y edición de Palabra Viva. Gracias, querido Pacho. Don UPO. Fotografía del libro Don UPO de Francisco Velásquez

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

4 Editorial

El mundo no se acabó, pero casi I

srael está destruyendo Palestina. Multitudes alrededor del mundo protestan contra los bancos, la desigualdad social, los gobiernos y las multinacionales, y los pueblos de Oriente Medio están siendo masacrados porque los dictadores están enamorados del petróleo y los baños de oro. En 2011, luego de un terremoto de 8,9 grados, en Fukushima, Japón, falló el reactor de una planta nuclear y considerables dosis de plutonio de alto nivel tóxico se filtraron hacia el suelo exterior y el mar. El Premio Nobel de la Paz se convirtió en un chiste. En 2009 se lo dieron a Barack Obama, tan solo unos meses después de haber asumido la presidencia de Estados Unidos. Debía estar enterándose del estado de las cuentas y entendiendo el complejo entramado de responsabilidades y relaciones de su oficina con el resto del globo cuando el Comité Nobel Noruego lo distinguió con un galardón destinado “a quien haya hecho el aporte más sustancial en la cohesión de las naciones, la eliminación de la esclavitud, la disminución de la cantidad de ejércitos existentes y la contribución a los tratados de paz.” Este año se lo dieron a la Unión Europea, que, aunque tiene sus finanzas en crisis, ha hecho considerables aportes económicos y militares para matar a las gentes de Irak, Afganistán y Libia.

Opinión

Y aquí, en Colombia, en noviembre de este año, un grupo de matones se metió a una finca en Santa Rosa de Osos, les tiró una granada a diez campesinos y después los remató a tiros. Por culpa de Los Rastrojos, hijos de la fallida desmovilización de los paramilitares liderada por Álvaro Uribe Vélez, 200 personas se desplazaron desde las zonas rurales hacia la cabecera municipal por miedo a que las mataran a ellas también. A finales de ese mes, la plenaria del Senado reeligió al Procurador General, Alejandro Ordoñez, al que no le gustan ni los derechos sexuales y reproductivos, ni los de las mujeres ni los de los homosexuales, y que dirige su despacho siguiendo la Biblia y no la Constitución. Y Roberto Gerlein, el que cree que sexo entre mujeres no es nada y entre hombres es excremental, sigue ejerciendo de senador vitalicio. Pero nunca a nadie se le ocurrió pensar que estaba presenciando el fin del mundo. Que ciudades caóticas, gobiernos corruptos, premios a la guerra, economías nacionales en quiebra, y montones de humanos que trabajan día y noche para comprar basura empaquetada y alcohol fueran escenas distintas de un planeta que se suicida. Mucha gente se asustó porque los Mayas predijeron un cambio en las relaciones humanas y en la energía de la Tierra, pero muy poca por la manera como estamos llevando las riendas del mundo. Ya que el planeta no se acabó, ¿qué iremos a hacer con el Procurador?, ¿llegaran a buen término los diálogos entre las guerrillas y el Gobierno Nacional?, ¿se acabarán los paramilitares?, ¿seguiremos rellenando el subsuelo de objetos fabricados por semiesclavos chinos?, ¿le darán el Premio Nobel de la Paz a George Bush?, ¿dejarán los narcotraficantes de matar campesinos?

En el país del efímero dolor patrio

Elizabeth Otálvaro Vélez [email protected]

D

efine, de manera clara y concisa, la Real Academia Española al chovinismo como aquella “exaltación desmesurada de lo nacional sobre lo extranjero”. Nada muy alejado de lo que parece vivir Colombia -sobre todo por lo desmesurado- después del fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) que, según cálculos preliminares de la Armada Nacional, conduce a la pérdida de 75.000 kilómetros cuadrados de área marítima. Con esto, se desató un patriotismo oportunista, encabezado por la alocución del presidente después de conocerse la decisión; seguido por las opiniones de figuras políticas como el expresidente Álvaro Uribe; pasando por las redes sociales e incluso atravesado por la información de los medios más tradicionales y reputados. Esta última oleada chovinista busca en los recovecos de la historia valores como la identidad cultural para argumentar una indignación que había sido relegada en la memoria nacional. No hago referencia a la indignación de los isleños, no. Es apenas natural que haya dolor en aquellos que tienen un profundo arraigo cultural y económico por una parte significativa de lo que, según la disposición de la CIJ, ya no les pertenece. En una crónica publicada por la Revista Semana, titulada “Luto en San Andrés”, se narra que en las aguas cercanas a Quitasueño y Serrana, los dos cayos que quedaron enclavados en territorio extranjero, se encuentran más de mil personas dedicadas a la pesca artesanal, además, de esa zona se extraen alrededor de 150 toneladas de langosta al año y 700 toneladas de peces, una importante fuente de sustento para las familias de La Isla. Y claro, esto tiene que significar un gran dolor. Sin embargo, aludo a un patriotismo que deviene de una indignación que, entre otras cosas, pudo evitarse con un poco más de racionalidad. Desde el mes de abril, la canciller María Ángela Holguín declaraba, en Caracol Radio, que las “decisiones salomónicas” de la Corte podrían entregarle al país centroamericano algo que antes no tenía, y por supuesto, pertenecía a Colombia. En cambio, los esfuerzos del Gobierno se concentraron en enfatizar en la soberanía colombiana frente al Archipiélago, omitiendo, bajo un optimismo ciego, la posibilidad de perder mar, aun cuando opiniones de expertos, como el internacionalista Enrique Serrano, pronosticaban que el criterio de “equidad”, adoptado por la Corte, desencadenaría en el nuevo trazado marítimo. En su alocución presidencial inmediatamente posterior a conocerse el fallo del 19 de noviembre, Juan Manuel Santos en un tono, aunque sereno, muy emotivo, prometió

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a los sanandresanos buscar estrategias para garantizar sus derechos. Las preguntas que quedan son: ¿por qué no se pensó antes en vincular a los habitantes en este proceso?, ¿en escucharlos?, ¿en representarlos? Por otro lado, Nicaragua iba asesorada por uno de los mejores catedráticos en Derecho Internacional Público, Antonio Remiro Brotons, quien venía siguiendo el caso desde hace más de 10 años. Colombia escatimó esfuerzos frente a este litigio. No se preparó al país haciendo partícipes del proceso a los colombianos, no se usó esa supuesta identidad nacional que, si existiera, habría reclamado desde el 2001 una representación a la altura de Brotons. Es por eso que ese falso dolor de patria no sólo viene del gobierno ni del exgobierno, a quien, por cierto, de los once años del litigio le tocaron ocho; también la opinión pública está atiborrada de patriotismo oportunista. En la misma crónica de la edición impresa de Semana del 25 de noviembre, cuentan que en La Isla “solo después, cuando entendieron que les habían cercenado el mar, lloraron y algunos no han parado de hacerlo. Tampoco comen y en las noches no duermen”. Estas maneras de informar sólo distraen la atención y crean un público aturdido por lo sensacional, un público activo en sátiras pero pasivo en la búsqueda de soluciones reales y legales. Ni qué decir de lo que ocurre en las redes; imágenes que reducen el azul de la bandera y comentarios de adeptos del expresidente que personifican este conflicto, insinuando que con su “verraquera” no habríamos perdido ese pedazo de mar. Estas son formas muy contemporáneas de chovinismo, seguramente una idea muy fundamentada en la época de las guerras napoleónicas de donde proviene el concepto, pero que hoy, en Colombia, parece muy esnobista. Y ser esnob con la patria suena muy extraño, pero no encuentro una manera más apropiada de caracterizar una identidad nacional carente de esencia, que no sabe de qué valerse para sentir pertenencia. Si en el dolor nos identificamos, que esa idea de patria vaya un poco más allá de emociones coyunturales y que, por lo menos, estas crisis nos hagan pensarnos como país, que si va a estar indignado lo esté de verdad, más no con un dolor efímero que sirve para conseguir adeptos, “retweets” o “likes”. San Andrés merece un país indignado, pero también merece propuestas racionales.

Director Periódico: Ramón Pineda. Coordinación editorial: Juan David López Morales, Juan David Ortíz Franco. Redacción: Juan Camilo Portela, Elizabeth Otálvaro, Nataly Mira Londoño, Héctor Javier Barrera, Shirley Muñoz Murillo, Felipe Ramírez Valencia, Jorge Caraballo Cordovez, Zalma Salcedo Martínez, Johanna Ramírez Gil, Daniela Margarita Ramírez Ozuna, Miriam Fernanda González Velásquez, Valentina Obando, Jorge Ruiz. Diseño: Julieth Duque Hernández. Corrección: Alba Rocío Rojas. Colaboración: Gonzalo Medina, Elvia Elena Acevedo, María Flórez Ramírez. Fotografía: Felipe Ramírez, Francisco Mejía, Marta Vélez. Caricatura: Ricardo Cortázar; Elkin Obregón, tomada de Don Upo, de Francisco Velásquez. Portada: El escritor, Julieth Duque Hernández. Impresión: La Patria, Manizales. Circulación: 10.000 ejemplares. Director Sistema Informativo: Jorge Ignacio Sánchez. Director TV: Jorge Alonso Sierra. Director Radio: Luis Carlos Hincapié. Director Digital: Diego Agudelo. Comité editorial: Luis Carlos Hincapié, Patricia Nieto, Elvia Acevedo, Ramón Pineda, Raúl Osorio, Jorge Ignacio Sánchez, Gonzalo Medina, Ximena Forero Arango. Universidad de Antioquia, Bloque 15, Museo Universitario, Aula Taller 1. Universidad de Antioquia. Rector: Alberto Uribe Correa. Decano Facultad de Comunicaciones: Jaime Alberto Vélez. Jefa Departamento de Comunicación Social: Deisy García Franco. Las opiniones expresadas por los autores no comprometen a la Universidad de Antioquia.

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No. 62 Diciembre de 2012

FACULTAD DE COMUNICACIONES Ciudad Universitaria Calle 67 N° 53-108 Medellín - Colombia

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Unos hacia adelante y otros hacia atrás

Primero fueron las declaraciones del senador Gerlein sobre el sexo homosexual, luego las de Édgar Espíndola, presidente del PIN, quien tras una extraña elucubración afirmó que se está abriendo paso a avalar la necrofilia y la pedofilia con la aprobación del matrimonio contraído por parejas del mismo sexo en la Comisión Primera del Senado. No obstante lo “excremental” de posiciones que insisten en meterse en las sábanas del otro, se están abriendo, tímidamente, algunas puertas para la inclusión. Claro, no le hacen un favor a nadie; es una deuda que se está saldando.

Adiós a un grande

Opinión

La manera correcta de gritar: no haga ningún tipo

de escándalo

Juan Camilo Portela García [email protected]

E

ntre las enseñanzas que una madre se esmera por transmitir a sus hijos, hay una que tiene especial significación: hay maneras correctas de hacer las cosas. Así sucede en la vida cotidiana: hay que comer con la boca cerrada, en una animada discusión sabemos que hay que pensar antes de hablar y, si ‘no tenemos velas’ en una conversación alguien nos dirá que no hay que meter la cucharada. Mejor aún, cuando queremos expresar nuestro desagrado frente a la colorida camiseta de un amigo, o los nuevos tacones fucsia de nuestra pareja, tenemos claro que hay que saber decir las cosas. Para todo debemos aprender las “buenas maneras”. Lo que nuestras queridísimas madres quieren dejar claro es algo así como que uno puede hacer casi todo lo que quiera desde que sepa cómo hacerlo, es decir, que utilice los medios, pase por los canales y adopte las formas adecuadas. Parece que en esto mismo estaba pensando Carlos Lleras Restrepo en 1966 cuando canceló cualquier posibilidad de dialogo con los estudiante, afirmando que no reconocía “ni la autoridad ni el derecho de asumir esas posiciones”, dado que los estudiantes tenían el feo defecto de utilizar “un lenguaje provocador, insolente y salpicado de cierta jerga comunista”. Después de un par de encerronas en el campus de la Universidad Nacional, Lleras era consciente de las malas maneras de los universitarios y les recordaba continuamente, al igual que a los participantes del resto de iniciativas de movilización social, que por más dignas que sean las reivindicaciones, la protesta social no debe desbordar ciertos los límites. No fue el primero ni el último en lanzar tales afirmaciones, al igual que la enseñanza de nuestras madres, la apreciación según la cual la protesta social tiene sus formas buenas y malas ha sido reproducida por un sinfín de gobernantes, columnistas, periodistas, jueces, profesores, policías y… hasta madres. Más allá de las censuras corrientes acerca de los motivos de las movilizaciones, como por ejemplo la que hoy levanta el procurador

Lo que se entiende por “violencia” y por “alteración del público” no es unívoco, todo lo contrario, se presta a una diversidad tal de interpretaciones que ni siquiera los tipos penales consagrados en el código penal son claros.

No se le recuerda por costosos comerciales en horario triple A ni por haberse convertido en la cara de alguna campaña publicitaria. Los más de diez años por fuera del país y su doble nacionalidad no son impedimento para que hoy, incluso quienes no participan de la pasión futbolera, sientan por lo menos por un momento un sentimiento de duelo frente a la temprana muerte de Miguel Calero. Hay ídolos que se construyen como marca de consumo, otros, sencillamente se hacen grandes, y para varias generaciones, él hace parte de la última camada de grandes arqueros que vio el fútbol colombiano.

Medellín se arrodilló ante la reina

Las calles se congestionaron, la Universidad de Antioquia despachó temprano a trabajadores y estudiantes (¿Cuánto es que cuesta la Universidad cerrada?), los políticos le hicieron lobby, los fans se ‘mamaron’ la fila y la mojada. Todo el mundo quedó feliz, pero el concierto de Madonna no le dejó a la ciudad las ganancias que se esperarían de la visita de tantos turistas, porque en un acto de excesivo y empalagoso despliegue institucional, hasta el bus se los pagaron. Ojalá ‘la reina’ haya tenido por lo menos el gesto de diplomacia artística de decir que Medellín es la mejor ciudad del mundo, para no morir de tristeza por el hueco que dejó en el erario público.

Fronteras invisibles

¿Qué nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde? A veces ni perdiéndolo. Los “colombianos continentales” inflaron pecho, izaron la bandera y cantaron el himno nacional a grito herido y con llanto en los ojos por la porción de mar “cedida” a Nicaragua. Vale la pena preguntarse qué tiene que pasar para acordarnos de que departamentos como Amazonas, Guainía, Vaupés, Vichada, Putumayo o Caquetá, que son otra Colombia, también hacen parte del país, aunque no sean potencias turísticas. Los colombianos no sabemos hasta dónde llegan nuestras fronteras sino hasta que nos las corren.

Ordoñez cuando afirma que “no existen razones para persistir en el paro” por parte de los funcionarios de la Rama Judicial que aun no lo han levantado y a los que se les abrirá indagación preliminar; hay un constante cuestionamiento de las formas. Así, sobre el mismo paro, el Consejo de Estado recuerda, de nuevo, que el paro y la protesta “tienen límites”. Ahora bien, ¿cuáles son los límites? Hace tan sólo un año la ministra de Educación, María Fernanda Campo, se los explicaba así a los estudiantes: “el gobierno ofrece todas las garantías para ejercer el derecho legítimo a la protesta y a la movilización con la condición de que se lleven a cabo de manera pacífica y sin perturbación del orden público”. Es claro: la violencia y el desorden no son formas propias para protestar. Hasta ahí no hay confusión. Sin embargo, dicha fórmula es doblemente problemática. El primer problema es su ambigüedad. Lo que se entiende por “violencia” y por “alteración del público” no es unívoco, todo lo contrario, se presta a una diversidad tal de interpretaciones que ni siquiera los tipos penales consagrados en el código penal son claros. Penalistas, defensores de presos políticos, defensores de derechos humanos y activistas sociales han denunciado en múltiples ocasiones la utilización de tales códigos para ir más allá de la preservación del orden público y criminalizar la protesta. Para no ir muy lejos, recientemente Carlos Romo, abogado de la Universidad de Antioquia, demandó por inconstitucionalidad el artículo 44 del la Ley de Seguridad Ciudadana, en virtud del cual quien “por cualquier medio ilícito imposibilite la circulación o dañe nave, aeronave, vehículo o medio motorizado destinados al transporte público, colectivo o vehículo oficial, incurrirá en prisión de cuatro a ocho años y multa de trece punto treinta y tres a setenta y cinco salarios mínimos legales mensuales vigentes”. Más allá de que tal demanda no haya prosperado, pone de presente la ambigüedad de la normatividad jurídica en estas cuestiones y cómo una ley que pretende garantizar el derecho a la vida y el trabajo, obstaculiza el derecho a la protesta. El segundo problema es de contradicción. Si bien hasta la protesta misma debe encauzarse por ciertos caminos para no devenir en violencia, ponerle unos límites muy restringidos (como el de pedir autorización para ocupar una calle) va contra su misma naturaleza. Me recuerda la historia que me suele contar mi padre de un informe de calificaciones que leyó alguna vez de un niño de primaria: La profesora escribió que el niño “se destaca por su quietud y su silencio”. El absurdo consistía en que la quietud y el silencio no son muestras de aprendizaje. Igual de absurdo es el café descafeinado, gritar correctamente, enojarse en silencio, correr sin sudar, portarse mal siguiendo las normas y protestar sin alterar el orden.

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6 Punto de encuentro

Para salir Fotografías: Album familiar

a juniniar la pinta es lo de más Tal vez no exista en Medellín una calle más popular que Junín. Así ha sido desde siempre, desde que se convirtió en una pasarela para seducir, para ser conquistado, para mostrarse, para ostentar y lucir lo que estaba de moda en la ciudad.

Marta Vélez caminando por Junín

Jorge Andrés Ruiz Ayala Valentina Obando Jaramillo [email protected] [email protected]

A

marillo, rojo, azul, dorado, plateado, verde; tacones, chanclas, tenis, baletas; jeans, vestidos, faldas, pantalones y pantalonetas; se mueven como en un baile descoordinado por la calle llena de gente que se llama Junín, un nombre que como muchos otros espacios del Centro, viene de la independencia porque parece que en Colombia no existe otro momento histórico memorable. En Junín le ganó Simón Bolívar al ejército realista del alto de Perú; después del triunfo, Junín existe en Bolivia, Venezuela, Perú, Ecuador, Argentina y Colombia. Medellín brilla, a más de 1400 metros sobre el nivel del mar, en 380 kilómetros cuadrados de superficie. Mientras la multitud se desliza en el cruce de Junín con La Playa, una inmóvil aguja, ensartada en las entrañas del concreto, apunta hacia el azul celeste, como queriendo tejer el aire y vestir a los habitantes de esta ciudad desmemoriada en la que nuestros mayores erigieron una aguja de 140 metros de altura y nos la dejaron por herencia con el nombre de Coltejer. Y nos olvidamos que así se destruyó un sueño: el majestuoso Hotel Europa, que en sus bajos tenía el Bazar Junín de Jaime de Villa, donde se vendían trajes, calzado y sombreros; y el Teatro Junín, uno de los más grandes de la época, pues “contaba con 100 lunetas, 37 palcos, 800 puestos de preferencia y 2000 entradas de galería”, como explican las páginas del libro Medellín transformación y memoria. Y es la modernización exacerbada y el deseo por cambiarlo todo –el nombre de las calles y de los parques; las fuentes de agua por estatuas; los edificios viejos por los más nuevos– lo que hace que la ciudad se transforme constantemente y olvide con rapidez su pasado, su identidad. Y Junín no es ajeno a esas transformaciones

Un recuerdo de antaño

Juniniar era un verbo muy importante, conocido por los habitantes de Medellìn y de los pueblos. Ese verbo era sinónimo de caminar, de mostrar y de mostrarse. Y como requisito para ello, había que estar bien vestido, “a la moda”. Hombres y mujeres se preocupaban por llamar la atención, por robarse las miradas; de esto dependía su suerte, su nueva conquista, su nuevo amor. Entre finales del Siglo XIX y principios del XX la humanidad tomaría un nuevo rumbo: la producción de automóviles se masifica; la radio y el cine se inventan; inicia el “maquillaje moderno”, y los productos cosméticos se imponen; con ello, surge un nuevo lenguaje y orientación de la belleza, con un mayor carácter sexual; las agencias de publicidad se profesionalizan estimulando la producción y el consumo masivos en un ambiente de lógica capitalista. Este ambiente fue propicio para motivar y democratizar el culto al cuerpo, como un elemento que define la identidad del individuo, y a la moda, determinada por una nueva estética, impuesta por músicos, estrellas de cine, “mandamientos del maquillaje”, medios de comunicación. Ya lo decía Tomás Carrasquilla en 1923 en su texto Tonterías que “La moda no es un capricho ni una arbitrariedad, como tantos lo suponen: obedece a la ley de evolución, de comercio, de trabajo, de variedad; y es casi siempre el carácter de una época reflejado en las cosas físicas y morales susceptibles de mudanza. Es la vida misma en determinados momentos del proceso”.

No. 62 Diciembre de 2012

Empezaba un nuevo siglo al que Medellín no tardaría en entrar como ciudad. Le bastaron 30 años para convertirse en una. En 1900 tenía menos de 60.000 habitantes, en 1930 tenía 120.000. Hubo notorios avances en comunicaciones y transporte, urbanización residencial y comercial. Y como no solo los edificios cambiaron la gente desde adentro también lo hizo, arquitectos europeos modernizaron los edificios, las casas y las calles; diseñadores europeos modernizaron a las señoras y a los señores. El comienzo del siglo XX significó para Medellín, grandes cambios y de ellos consecuencias que se harían evidentes hasta en el vestir, por ejemplo de los sistemas de transporte dice Raúl Domínguez R en el texto Vestido, ostentación y cuerpos en Medellín 1900-1930 que la introducción del carro hacía que el vestido fuera más ligero “el hombre de hoy debe tener los brazos y las piernas libres de adornos y perifollos, debe estar lo más suelto y libre que sea posible, para poder subir fácilmente a los tranvías…”. La Sociedad de Mejoras Públicas se encargó de traer progreso a la ciudad, desde la infraestructura, la educación y capacitación, hasta el ocio y el entretenimiento; lo que exigía tipos específicos de atuendos para cada ocasión. En 1894 había nacido el Club Unión en pleno corazón de Junín, llegar hasta el Club consideraba de un desfile previo por la pasarela de Junín, escenario de la ostentación. El alumbrado público introdujo una nueva necesidad, vestirse para la noche. En 1917 comienza a llegar agua a las casas lo que permitió pasar de estar diseñada para resistir la lavada en piedras, a ser confeccionada con telas delicadas y detalles finos para los lavaderos caseros. Ir al teatro, a un concierto, a una tertulia o a un baile necesitaba tener el vestuario más apropiado para ello. Medellín, una villa que se quería quitar el ambiente pueblerino, se quería distinguir, sobretodo porque no perdonaba lo antiguo, lo viejo, lo que estaba out; tenía que estar en la tendencia, en lo moderno, en lo nuevo, en lo in.

La vida de nosotras era juniniar

Eran los 50’s, trabajar no era una consideración fácil para una mujer como Marta Vélez. Ella vivía en el Barrio la América y de allí salía para subirse a la camioneta, “el bus”, que la llevaba a Medellín, se bajaba en el Centro y con elegancia se sentaba en la silla de la secretaría de gerencia de la Caja Agraria en Carabobo con Colombia. Su turno terminaba a las 5:00 pm. Se encontraba con cuatro amigas en el atrio de la Iglesia de la Candelaria y se iba a juniniar en sus tacones de 8 centímetros que combinaban perfecto con la cartera, los guantes con el sombrero y un vestido copiado de un figurín confeccionado por la diseñadora española de la Casa Christian. Ella y sus 4 amigas flotaban por Junín, una pasarela para que los hombres las vieran. Ellos con traje sastre y sombrero también hacían parte del escenario de ostentación. “Cuando íbamos a juniniar era desde Colombia, íbamos por un lado de la acera y volvíamos por el otro y siempre terminábamos en el Astor comiendo helado con morito; eso era todos los días.” Visitaban el Almacén de Ramón Vasco en Colombia con el Palo, luego a Casa Christian, a las joyerías La Perla o La Suiza, en la calle Colombia, a Calzado Miami, al Salón Chava en Ayacucho con Junín. 140 pesos se ganaba Marta en la Caja Agraria y se gastaba gran parte de ellos en esos almacenes. Uno de esos almacenes era Casa Christian. En 1943, Constantino Tirado, un comerciante, dueño de billares, y su esposa, Blanca Amaya, abrieron en Ayacucho una miscelánea donde, entre otras cosas, vendían telas. La década de los cuarenta tuvo años agitados. El 9 de Abril de 1948, cuando mataron al caudillo, Jorge Eliécer Gaitán, en la villa se desató una gran revuelta, como en muchos lugares de Colombia. Por este motivo, muchos locales de la familia Tirado fueron destruidos; aunque la tienda de telas sobrevivió, la familia quedó al borde de la quiebra. No obstante, el emprendimiento no los abandonaría. A comienzos de los 60’s, trasladan la tienda a Junín, entre Colombia y Boyacá. “La Avenida principal, donde estaba la alta alcurnia de la época”, comenta Johan Guarín Tirado, sobre ese local que sus abuelos en un principio bautizaron como

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Procesión en Junín, 1932.

Christian Dior –como el diseñador–; pero, por cuestiones legales, le cambiaron el nombre a Casa Christian –como se quedó hasta hoy, cuando está por cumplir 70 años–. Ahí continúa en esa gran casa –de tapetes rojos y escalera circular - en la que antes vivió un teatro llamado Cinelandia. La tienda es una tradición que ha pasado de generación en generación, una que forjaron los abuelos de Guarín: “Mi abuela trabajaba en el taller, ella era la encargada de la parte de producción; y mi abuelo, quien tenía don de gentes y buen gusto porque asesoraba bien a las clientas, era el encargado de la parte comercial.” Ellos vistieron esas generaciones antioqueñas que iban a los eventos culturales y a las procesiones de Semana Santa. Y es que para todo buen católico era indispensable estar bien presentado para estar en las procesiones de la Semana Mayor así como las del Corpus Christi y las de Nuestra Señora de la Candelaria que pasaban sagradamente por Junín. En la primera mitad del siglo XX Medellín se caracterizó por la importación de textiles, proliferaban entonces las sastrerías muchas de ellas especialistas en la confección de trajes con estilos europeos. Fue el auge del paño y la seda. “Lo que había en las vitrinas era la moda. Fabricato y Paños Vicuña hacían desfiles en Junín donde las modelos se tapaban solamente con los paños, eran desfiles de telas y luego repartían figurines con vestidos confeccionados con esas mismas telas, para que los mandáramos a hacer a nuestra medida” recuerda Marta Vélez. Hubo un día en el que muchas mujeres y hombres elegantemente vestidos se pararon enfrente de la vitrina de Fabricato, para saber qué estaba de moda. El edificio en Junín con Boyacá se caracterizó por tener una vitrina donde eran exhibidas las últimas innovaciones en textiles; ahora, carteles y posters adornan la vitrina, que entre tanta gente y tantos grandes avisos, pasa desapercibida. Terminada la II Guerra Mundial, las importaciones se reducirían y se daría inicio a la compra de vestidos Pret a Porter -listos para vestir-. Eran traídos de Estados Unidos, lo que introdujo la producción en masa que sustituiría a los sastres y las modistas. Surgen así grandes almacenes como Everfit que nace en 1961. Marta recuerda que “empezamos a comprar vestidos hechos, primero los de Estados Unidos y después de los de aquí, aparecieron los centros comerciales con almacenes de vestidos listos y no volvimos a juniniar”.

Y llegaron los sesenta

Un poncherazo.

Teatro Junín, 1928.

Marta Vélez juniniando.

Blanco, negro, gris, verde militar, azul naval, rosa pastel, azul pastel, amarillo pastel, cuadros y círculos; tacones altos y tacones bajos, plataformas y cocacolos; vestidos por encima de la rodilla, vestidos entallados a la silueta, minifaldas, guantes. La gente se mueve como desfilando, se tongonea sobre la cuenca del río Junín. Corrían los 60s. Medellín era una ciudad de escasos 500 mil habitantes. Relata María Eugenia Gaviria en la revista La Hoja que Junín era la “zona comercial más elegante”, un club democrático, decorado por cafés y heladerías, visitado por ricos y pobres, “abierto, con un gran grupo de gente ubicada siempre en los mismos sitios”. Tres mujeres cruzan por la calle europeizada, sobre sus altos tacones negros; no llevan medias; traen vestidos, desmangados, no muy ceñidos, el uno a cuadros, los otros son blancos; una lleva un chaleco sobre los hombros; dos de ellas tienen cubiertas las manos con guantes; otra, los lleva en la mano derecha, con elegancia. Todas traen carteras grandes, pequeñas, dos blancas y una negra. El cabello es oscuro, suelto; una usa una balaca blanca. Otra mujer cruza con el peinado de “Mafalda”: en forma de campana; lleva pendientes blancos y un collar de enormes y brillantes cuentas sobre la blusa negra de enormes botones. Lindas mujeres, con un aire importado, con un aire francés y estadounidense –pero “más paisas que la arepa”–; caminan majestuosas, sonrientes; miran a un lado y al otro con una gracia natural, que no se asusta por el “poncherazo” que les tomaron de sorpresa. Dos hombres jóvenes pasan, con saco negro; uno con camisa a cuadros; el otro, blanca; cabello corto y engominado –como salidos de una musical hollywoodense–. Parecen seguir la línea de los “muchachos maniquíes que van impecablemente vestidos sin una arruga en el pantalón, sin una pelusita en el saco, la camisa como un pétalo de lirio (…), brillantes los zapatos y el cabello, nacaradas las uñas, depilado el bigote, perfumados, impecables, perfectos, pero legítimos, auténticos Coca-Colos”, como los describía Migdonia Barón Restrepo en 1955, en la edición 84 de la revista La ciudad. Quizás, esos Coca-Colos, se dirigían al Miami, en Junín con Caracas, donde iban “los más pispos”; o al Metropol, los billares para hombres, diagonales a la heladería y pastelería Versalles; la del argentino, quien les permitió tomarse el lugar a los nadaístas, esos “subversivos” de pelo largo, capas negras y sombreros. En el ‘tocador’ del Astor, “a los 14 años nos traíamos las amigas la ropa de las hermanas mayores y allí nos cambiábamos los zapatos planchos, los calcetines, la faldita de lazo y las enaguas por una falda estrecha y unos tacones altos, la cola de caballo era reemplazada por un lindo pelo suelto, nos pintábamos los labios un poquito –rememora Gaviria– y nos íbamos para el teatro Avenida o el Ópera

a la película de mayores de 21 y después milagrosamente transformadas nos íbamos a juniniar y a lucir como ‘mujeres grandes’” Atravesaban la vía varias veces, entre las 5 y las 7 p.m, pero sin exagerar, porque “pasar por Junín más de tres veces era horriblemente mal visto, era mostrarse demasiado”, escribe María Eugenia. Y así pasaban los días de un Junín joven y dorado, en los 60’s, entre el nadaísmo y la moda; el teatro y la heladería, el rock’n’roll, el “go gó” y el “ye yé” de Los Yetis -los Beatles criollos-.

La pasarela de hoy

Como si Junín se revelara a la estructura de la ciudad, de sur a norte sube de estrato en cada cuadra; y tal como lo hace la gastronomía de restaurantes sin nombre donde venden pescado frito, en la cuadra vecina al parque San Antonio, pasando por un par de tragaderos, se llega al Astor, café de estilo parisino en Junín con la Playa; lo hacen los almacenes de ropa y accesorios, que pasan de ser almacenes únicos con nombre desconocido, a almacenes de grandes marcas. Inter, Milán, Barcelona; Holanda, Brasil, Uruguay, Manchester, Medellín y Nacional; todos los colores del mundo combinados para distinguirse; camisetas de estos y otros equipo de futbol, uniformes de baloncesto, trajes deportivos para hacer jogging; zapatos deportivos de marca y piratas. Deportes Junín, Deportes Memos, Paisa Deportes, Wily Deportes, Sports y Plays, Deportes Regol Sport fitness, Tienda Mundialista y Maya Mass; son nombres hechos en letreros que alumbran y resaltan como compitiendo por ser el más grande, el más llamativo. Es la primera calle que mira de frente al parque San Antonio. La acera vecina la que tiene locales incrustados en el cuerpo del Parque, donde comparten los de comida con los de vestuario. Comida y vestuario del Pacífico y del Caribe, mucho color en Calzado Arte y Piel. Muchas más tiendas deportivas comparten la calle entre Maturín y Pichincha; Tendencias Sport, Liverpool, La cancha y Deportes Alejo; estos conservan la izquierda de sur a norte como si fuera norma de tránsito. Aparece también el primero de varios almacenes de ventas a crédito de productos que le compran al proveedor a $40.000 y los venden al triple, almacenes que tienen desde calzoncillos hasta olla arrocera, para que cuando un cliente compre algo nunca los abandone y pague para siempre créditos eternos. Hogar y Moda, con su tradicional logo en verde y azul sobre letras blancas. El mercadeo lo ha dicho y estar cerca para ofrecer productos similares atrae mayor clientela y es una conveniencia comunitaria; desde Pichincha y hasta Colombia predominan los almacenes de calzado, principalmente sobre el lado izquierdo de la calle en dirección sur a norte; Zaluza sport, Calzado Italy en la primera cuadra, y en la de Ayacucho a Colombia; Zapatos Delicia, Vedetta, Vago’s, Calzado Virrey. Y para romper la rutina de tantos zapatos en vitrinas, hay también un par de joyerías, La Italiana por ejemplo lleva más de 40 años sembrada en el lugar; así mismo con un letrero amarillo más grande que la puerta de entrada, con letras negras y un punto rojo, anuncia el Éxito la muerte del Súper Ley. Al lado derecho de Junín entre Ayacucho y Colombia, con un par de bancos de vecinos, los tenis, jeans, blusas, vestidos y shorts son casi tan asequibles como los de las chazas; en Papillon Street Fashion existen blusas desde $10.000, en Deja Vu, tenis desde $30.000, almacén sin nombre de tenis a $20.000; ahí con ellos Totto y luego nuevamente Hogar y Moda. Lo antiguo y lo nuevo, lo elegante y lo Kitsch. Entre Colombia y Boyacá; la Casa Christian, se reúsa a ser desplazada por Look Ejecutivas y Ragged -que desde esa cuadra y hasta el Parque Bolívar ajusta cuatro almacenes-. En Fernando Posada abundan los combos de pantalón y blusa por $40.000 y Pijamas a $10.000. Vamos, Spring Step, Bata y Alpie continúan la marcada oferta de calzado en la calle Junín. En la Playa comienza el Junín de juniniar actual, el peatonal de chazas de flores en el centro y pasajes comerciales parisinos y belgas. Almacén, restaurante, discoteca; almacén, restaurante, librería; almacén pasaje, almacén; tragadero, almacén, pasaje; almacén, pasaje, restaurante; frutería, almacén, almacén, pasaje. El Astoria, el Orquídea Plaza y el Unión y son pasajes que intentan sostener ese aire europeo que caracterizó a Junín por mucho tiempo y que como símbolo mayor tiene la Repostería Astor. Diría Fernando Vallejo que esta es la calle de sus placeres y sus amores, de sardinas y bellezas, del Miami y del Metropol. Ahora, entre Maracaibo y Caracas podría aun el escritor homosocializar en Friends o en Candilejas que es para señores que gustan de otros señores, o almorzar en Versalles o comprar artesanías en Mi Viejo Pueblo. Junín fue el “centro comercial” de Medellín a cielo abierto más importante hasta que aparecen los primeros centros comerciales, como Sandiego, y el polo empieza a ser el sur. Y aunque ya no es el escenario protagonista de la ostentación, sigue siendo un espacio “multisocial y democrático” para todos los estratos que quieren comprar, vitriniar, tertuliar, ver y mostrarse.

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8 De grado

Historias que viajan en una mochila Elvia Elena Acevedo [email protected]

El horizonte

es el lugar de donde

siempre fueron.

Y al él retornan

E

l trabajo de grado es “un esperpento mandado a recoger”. Así lo afirmó hace ya varios meses Bernardo Recamán, profesor de la Pontificia Universidad Javeriana, en un boletín de dicha institución. Digamos que todo depende. Un grupo de tres profesores y tres estudiantes de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia venimos entrevistando desde el mes de mayo a profesores, estudiantes y egresados de 10 carreras de la Universidad para tratar de entender cómo funciona por aquí el tema de los trabajos de grado y si en verdad la cosa es tan monstruosa. Hemos detectado que la gran mayoría coincide en que es necesario que todos los estudiantes hagan un trabajo de grado. Unos y otros, en general, lo ven como la posibilidad de poner a prueba lo que se aprendió a lo largo de la carrera, de explorar una temática un poco más a fondo y de hacer un aporte a la academia o a la sociedad. Más allá, decimos nosotros, el trabajo de grado puede ser considerado como el momento de la verdad, es decir, aquel en que el estudiante demuestra su autonomía, creatividad, responsabilidad, y capacidad de concentración para poner a marchar una idea y llevarla a feliz término. Desde luego, el camino no es exactamente uno de rosas. Por eso aquello del “todo depende”. El trabajo de grado, podemos decir, es el resultado de lo que siembran estudiantes, profesores e instancias administrativas a lo largo de la carrera. Así, el proceso se facilita bajo circunstancias favorables como: que en la respectiva carrera estimulemos a los estudiantes a participar en grupos y semilleros de investigación; que en las materias de metodología de investigación apoyemos al estudiante de forma efectiva en el crítico momento de definir y delimitar el tema; que diseñemos estrategias para recuperar el arte de escribir; que existan parámetros claros que señalen en qué consiste un trabajo de grado en cada carrera; que haya un acompañamiento permanente por parte de asesores y coordinadores. Hacer públicos los resultados de los trabajos de grado es otra de esas circunstancias favorables: los estudiantes observan que es posible compartir con la academia y la sociedad sus hallazgos, y se activa el sentido de la responsabilidad y compromiso entre sus compañeros de facultad. Justamente, cada año el periódico De la Urbe presenta una selección de los trabajos de grado de corte periodístico recientemente concluidos en la Facultad de Comunicaciones. Se trata de adaptaciones de alguno de los capítulos que forman parte del trabajo y que cuentan historias tan diversas como las que traemos en esta ocasión: la violencia que padecen los sindicalistas en Colombia, los juglares del porro en Sucre, la vida después de salir de la cárcel, la mujeres desplazadas del Oriente antioqueño, los que retornan a su hogar luego de vivir años como parias, la mendicidad infantil en Caucasia, las verdes y las maduras de una mujer que decide ser árbitro de fútbol, y hasta los ires y venires de un joven mariguanero en Marinilla. En estas historias están plasmados los esfuerzos de los estudiantes por acercarse a diferentes temáticas sociales y culturales. Para ello, han usado las herramientas que ofrece el Periodismo y que buscan, en últimas, que el gran público las conozca y entienda mejor. Resultados como estos demuestran que es posible realizar con éxito un trabajo de grado de modo que, en vez de “esperpento”, se pueda considerar como una real oportunidad para cerrar la carrera con broche de oro.

No. 62 Diciembre de 2012

Nataly Mira Londoño [email protected]

I. La tercera es la vencida Con varias de las casas marcadas, la zozobra paseándose por el aire y las pisadas que en las noches irrumpían por sus caminos, todos se fueron llenando de malos presentimientos. Hasta cuando una tarde el cielo con voz de trueno volvió realidad sus temores: “Entraron como a las 2:30 p.m. Nosotros estábamos arrancando una yuquita y sembrando un cafecito, cuando vimos pasar un halicoptero (sic) bajitico, bajitico. Cuando escuché un pisoteadero en el camino y le dije a Alberto: ‘¡Ay, jueputa!, ¿qué pasa por aquí?’. ‘Hermano, se entró la guerrilla o ¿serán paracos?’, se preguntó Ricardo, quien junto con su esposa Reina tuvo que escuchar, de la boca de miembros de las AUC, la orden que aún hoy le pesa en el alma. La aparición de un helicóptero que surca el cielo de diferentes regiones es una imagen que han visto la mayoría de los desplazados en Colombia: “En otras zonas del país, como los departamentos de Antioquia, Bolívar y los Llanos Orientales, aseguran algunos propietarios, que los paramilitares llegan en helicóptero con un mensaje perentorio…”, se cuenta en el artículo Los señores de las Tierras de la revista Semana. Las 6:00 a.m. del día siguiente fue el plazo que los paracos -nombre común para hacer referencia a los paramilitares- le dieron a la comunidad para abandonar una zona que, según ellos, era “guerrillera” y que, por tanto, era su deber “limpiarla”. No obstante, Ricardo asegura que “ellos nos dijeron que iban a sacar a esos hijuetantas (sic) pero nos sacaron fue a nosotros porque aquí no había nadie, solo ellos que venían vestidos con camuflados que decían AUC. A mí no me tembló la voz para decirles que, si nosotros éramos trabajadores, ¿por qué nos tenían que sacar? Y ellos me respondieron: “¡Sí, ustedes son trabajadores. Vayan a pedirle ayuda al alcalde de Angelópolis!”. El patriarca Correa no fue el único que se enfrentó a ellos; su hermana Magnolia también lo hizo con esa convicción que solo da el sentimiento de arraigo. “Yo estaba en mi huerta trabajando cuando de pronto llegaron allá y nos dijeron que nosotros no podíamos quedarnos trabajando esa tierra. Entonces, yo le dije a ese comandante: ‘Vea, señor, si usted tiene hijos, su finquita, y llegan a que la desocupen viendo que con eso ustedes viven, ¿ustedes piensan que esto es muy fácil uno salir y dejarlo todo? Porque yo tenía un sembrado muy lindo. Como no me respondía, entonces yo de terca le seguí diciendo cosas: “Vea que hasta pa’ ustedes mismos que de pronto pasen y pidan un plato de frisoles (sic) o mazorcas pa’ comer asadas o en fin, todo esto sirve para el que tenga hambre’”. Entonces ahí sí me contestó, ¡como que le di donde era!: “¡Ah!!! Es que ustedes trabajan para la guerrilla”. Eso me sonó tan ofensivo que le contesté: “Yo no sé quién es esa gente. No conozco a nadie. Y ni sé quiénes son ustedes porque no me digan que ustedes son del Gobierno… Yo no creo que el Gobierno mande a desocupar a unos pobres campesinos que viven en unas veredas bien alejadas de los pueblos y que trabajan para sobrevivir”. Y entonces fue diciendo: “No, esto es una parte del Gobierno y otra parte de nosotros. Y así como ustedes dicen que viven a la mención de la tierra y el aire, nosotros vivimos a la mención del que nos manda”. ¡Dizque comparándose con uno! Pero a mí no me dio miedo decirle: “De todas formas, ustedes reciben su sueldo y nosotros nos lo tenemos que sudar llenos de tierra y cansancio”. Yo creí que se iba a enojar pero ese comandante todo tranquilo me dijo: “Vea, señora. Usted tiene toda la razón pero nosotros tenemos esa orden. ¿A usted le parecería muy bueno que lleguen los guerrilleros y que nos enfrentemos y matemos a sus niños por tirarles a ellos? Por eso les estamos diciendo que desocupen. Vea, cuando las plantas estén de coger ustedes puede venir a cogerlas, pero no a quedarse”. Y ahí paró la discusión porque, después de eso, ellos salieron y se fueron. Y al rato, claro, se escucharon unos disparos. Y ahí fue donde cayeron los Rodas, y cuentan que por allá al otro lado del monte mataron a otros dos. Entonces le dijimos al dueño de La Susana que nos prestara las bestias para sacar al otro día algunas cosas porque ¡ellos lo que no queman, se lo llevan! Mientras que la mayoría empacaba algunas de sus pertenencias y veía cómo se agotaban sus horas en esa finca donde habían crecido y veían crecer a sus hijos. Beto huía entre los matorrales y se convertía así en ‘el salvado’, tanto de la humillación como de la muerte: “Ellos entraron como entre las 2:30 y las 2:45 y yo había salido a las 2:15 de allá porque vi el helicóptero. Eso fue un jueves. Si me los hubiera encontrado, me hubieran detenido o matado. Solo alcancé a decirle a mi hermano: ‘Vea, eso no me parece cosa buena. Aquí va a pasar algo… ¡Ya usted verá si se queda!’. Y arranqué (sic)”.

9 Forzados al destierro, la historia de muchos campesinos en Colombia es la de la lucha por volver a su tierra y recuperar todo lo que ella encierra: la familia, las rutinas, la tranquilidad. Horizontes, Francisco Antonio Cano 1913.

Armenia Mantequilla fue el destino que eligió Beto. Allí se encontró con un amigo oriundo de Heliconia que le propuso un trabajo: “Como yo he sabido de electrónica, él me convidó y, pues, yo acepté para ganarme la platica. Me quedé allá viernes, sábado y domingo”. En medio de la premura y rogándole a Dios que amaneciera para salir de la vereda y así salvar sus vidas, nadie -excepto su hermano con quien horas antes se había encontrado- notó la ausencia de Beto. De resto, todos tenían su angustia puesta en el destino de los trabajadores que aún no habían terminado el jornal en La Susana, una finca cafetera ubicada a hora y media de Promisión que, durante más de 10 años, ha sido la principal fuente de empleo de los campesinos de la región (incluidos los habitantes de la vereda La Cascajala). “A las 6:00 p.m. no queremos ver a nadie fuera de sus casas”, fue la sentencia que obligó a todas las familias a encerrarse: “Nos preocupamos y pensamos que ojalá no se fueran a encontrar a esa gente. Esperar era lo único que podíamos hacer: la mayoría invirtió el tiempo matando los animalitos de engorde para hacer sancocho, tanto que sobró y al otro día ese fue nuestro fiambre para el camino”, describe Azucena. Sobre esa noche, el patriarca rememora que nadie se movió de sus casas porque sabían que estaban vigilados. Y tras escuchar varios disparos en la parte de arriba de la vereda, comprendieron que esta vez las amenazas sí iban en serio: “¿Quién no sintió miedo esa noche? Pero ya solo podíamos esperar que amaneciera para ver cómo salíamos con algunas cositas. Y así fue. A las 6:00 a.m. en punto cogimos unas bestias y salimos más de 60 personas por el camino de Pueblito porque alguien nos dijo que allá nos estaba esperando una volqueta del municipio”.

II. “Volvemos hoy o no es nunca” Dijo Reina Ruiz (q.e.p.d) con voz recia y una convicción que dejó sorprendidas a las más de 20 personas que se encontraban en la sede de la ACA (Asociación de Campesinos de Antioquia) el viernes 7 de septiembre del 2007, a las 7:00 a.m., llenas de corotos, sueños y dudas para retornar por tercera vez a esa ‘tierra prometida’ llamada Promisión. Ante la respuesta negativa de las autoridades y entidades sobre su regreso, “se plantea que el concepto de seguridad es ambiguo y que éste deja un espacio de riesgo muy alto, pues esta zona fue corredor de grupos armados.” Cansados de más de dos años de reuniones con decisiones evasivas, un grupo de campesinos decidió que, así fuera sin ayuda, entraría a la vereda. El abandono del corregimiento, vereda o pueblo, representa para los campesinos desarraigados forzosamente una experiencia denigrante que traspasa su estabilidad económica, y se instala como una pérdida adyacente a su identidad, a sus costumbres y deseos. Más aún porque ellos no eligen marcharse, sino que son obligados a hacerlo en medio del temor a perder la vida, sin tiempo para elaborar el duelo ni para abstraer lo que más puedan de ese espacio rural apropiado. En diversas investigaciones, así como en la visión que el Estado ha instaurado sobre el retorno, se alude a que éste es un proceso vinculado solamente al interés económico de las víctimas por recuperar sus propiedades perdidas. Y aunque éste es un aspecto fundamental en aras de su reparación, también es importante mencionar que existen casos donde los desplazados retornan con el objeto de rescatar su identidad cultural, para resignificar y volver a disfrutar sus prácticas agrícolas y culturales; retornan para recobrar las significaciones cotidianas que les brinda su patrimonio cultural inmaterial.

Es por esto que para el desplazado el espacio rural siempre es motivo de añoranza, pues además de ser un referente de su identidad es un vínculo directo con su pasado y, en algunos casos, la mayor motivación para retornar y reconstruir su presente, pues solo allí pueden ver, oler y sentir los amaneceres, emplear el día en sus huertas y corrales, dedicar las tardes a rememorar lo vivido y soñar en las noches con el esplendor de sus cosechas. La mayoría de los labriegos de Promisión estaban radicados en el barrio Caicedo de Medellín y los demás en municipios de Antioquia. Y aunque sus condiciones de vida no eran las más favorables, tampoco fue fácil dejar lo poco que habían obtenido para embarcarse hacia lo desconocido, pues en más de 10 años es mucho lo que crece el monte. Pero así como la sangre, la tierra llama. Por eso no les importó bajar las laderas con gallinas y enseres al hombro, subirse nuevamente a buses con costales y ollas sometiéndose a la mirada implacable de aquellos que, en voz baja, los señalaron como “desplazados problemáticos”. Sin embargo, las horas fueron pasando y entre opiniones a favor -“recuperemos la tierra porque es nuestra”- y otras en contra -“¿quién nos asegura que vamos a tener comida?”-, los ánimos se apaciguaron. Aunque el arrepentimiento se asomó a la puerta, pero Reina les sentenció el camino correcto. Entonces, todos aplaudieron y, al unísono, exclamaron: “¡Nos vamos pa’ La Mica!”. Sorprendidos, a los funcionarios de la Asociación no les quedó de otra que apoyarlos una vez más, pues desde que la comunidad mostró el deseo de recuperar su vida en el campo, ellos iniciaron una cruzada legal y mediática para que les garantizaran las condiciones necesarias para un retorno integral. De nuevo la algarabía llenó el espacio por la premura de las familias para tomar a sus hijos, acomodar conejos, gallinas y pollos, y amarrar costales y cajas con algunas pertenencias para emprender el viaje. A las 10:00 a.m., funcionarios y campesinos salieron de Medellín con destino a la ‘Ciudad de Ángeles’. Al mediodía llegaron al municipio. Y, aunque la Alcaldía ya estaba sobre aviso, los pobladores ignoraban el regreso de los denominados “guerrilleros”, pues desde que ocurrió el primer desplazamiento desconocieron su identidad campesina y los incriminaron en los hechos de violencia ocurridos. A la 1:00 p.m., al dejar atrás el casco urbano del pueblo, sintieron que ya nada los podía detener y, entonces, como en aquellos tiempos donde salían a comprar víveres o asistían a las Fiestas del Campesino, contaron anécdotas, rieron y expresaron sus expectativas sobre la finca. El paso del tiempo hizo que el bosque adquiriera un aspecto de selva que los hombres tuvieron que ir desmontando con sus machetes para reabrir los caminos de antaño y evitar que algún niño o anciano se cayera. Justamente, la presencia de estos últimos en el grupo ocasionó que el recorrido durara más de lo habitual. Por eso llegaron en pleno apogeo de la penumbra que cubre con su manto a las montañas después de las 6:00 p.m. de la tarde. Si bien eran conscientes de que habían pasado muchas lunas, algunos no pudieron evitar sus lágrimas al observar las ruinas de las que alguna vez fueron sus casas, los escombros de los corrales, los fantasmas de los animales que cuidaban, la sombra de sus cultivos perdidos entre la maleza. Los demás se concentraron en encender velas para ubicar a sus semejantes y sus respectivos equipajes en las tres casas que aún estaban en pie. Las remembranzas de los viejos, el llanto de los niños, las febriles discusiones entre las mujeres y los comentarios estrepitosos de los hombres, fueron llenando de vida a Promisión, ‘la tierra prometida’.

*Retornando a Promisión. Las vidas de un grupo de campesinos forzados al destierro que, con arraigo y valentía, han luchado para recuperar sus labores y tradiciones en la tierra prometida que les arrebató la violencia. Asesores: Jaime Agudelo Figueroa y Gonzalo Medina Pérez.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

10 De grado

Esta es la historia de un exrecluso que antes empleaba las manos para matar y ahora lo hace

para orar

Si su familia hubiese sabido que caer en prisión era la clave para que Edier dejara la obsesión por las armas, o que al salir de allí los únicos combos que iba a liderar son los que se arrodillan a rezar, quizás lo habrían entregado antes al comando de policía más cercano.

Este es Edier. Archivo personal.

Héctor Javier Barrera Palacio [email protected]

D

urante doce años lideró guerras. A sus amigos los herían o los mataban, pero a él no le tocaban un pelo. Una bruja le había “cerrado su cuerpo” contra las balas, “porque el diablo protege a sus hijos en sus fechorías”. Edier Osbaldo Ruiz Carvajal luce una leve barba. Compensa su baja estatura, con su don de mando. Cuando tenía 10 años su padre abandonó el hogar por otra mujer. Tres años después terminó la primaria y no quiso estudiar más. Vivió en un rancho de madera junto al basurero de Moravia hasta que, en mayo de 1985, Pablo Escobar le regaló a Margarita, su mamá, una de las 470 casas que construyó en la parte alta del barrio La Milagrosa con su organización Medellín sin Tugurios. Entre 1985 y 1987, Ruiz se destacó en el barrio por recoger dineros para los pobres, promover el deporte y realizar campañas de aseo. Fue un líder comunitario hasta que Pedro ‘El Pecoso’, presidente de la Junta de Acción Comunal, le propuso camellar para Escobar. “Me atraía la vida de vaqueros. Cuando me hicieron el ofrecimiento ni corto ni perezoso, para mí era un honor”. Dos semanas después le llegó un regalo. Tenía pegado un papel que decía: “Edier, ahí le mando los juguetes para que jueguen en el barrio. Pablo”. Eran seis fierros, calibre 38 corto, cada uno con su munición. Luego reclutó a 17 jóvenes analfabetos entre los 12 y 15 años... En ese tiempo los sueños de un niño, más que ser un médico, un periodista, un abogado, eran ser un sicario. La sociedad no ofrecía nada más. Me llegaban 100 dólares mensuales. Con eso pagaba mi trabajo y el de cinco parceros. Robábamos en las bombas de gasolina, en los bares y en los supermercados para remunerar al resto. Hacíamos Festivales de la Cerveza y bingos bailables cada mes. Trataba de preocuparme por las necesidades de cada integrante, que no les faltara nada. Así me ganaba su respeto y confianza.

No. 62 Diciembre de 2012

Uno de esos días, Edier estaba a punto de dispararle a dos tipos que habían apuñalado a uno de sus amigos. Pero su mamá estaba cerca y por eso ‘Nené’, uno de sus pillos, metió el dedo índice en el gatillo, impidiendo los disparos. No quería que una madre presenciara esa masacre. -¡Mijo, mijo! ¿Qué va a hacer? No lo haga. -Madre, son unos tipos que apuñalaron a mi amigo, pero no se preocupe. -¡Te estás convirtiendo en un animal! ¡Por Dios! Ya varios vecinos le habían dicho que su hijo era el jefe de la ‘banda’. No les creía, pero ahora sus ojos eran testigos. Sin poder contener las lágrimas, ella y los hermanos de Edier le rogaban para que se alejara del bajo mundo. No había nada que hacer. Para él matar se había vuelto un placer, tan adictivo como la marihuana, el perico o el alcohol que consumía antes de perpetrar cada crimen: Cada que asesinaba a alguien sentía satisfacción, sensación de poder, de autoridad. No vacilaba ni me arrepentía de mis actos. Llegaban momentos en los que no era capaz de dormir. Desesperado, a las diez de la noche me picaba el dedo, necesitaba matar a alguien para estar tranquilo. Llamaba a dos o tres parceros y les decía que nos metiéramos donde los enemigos. Teníamos que darle a dos o tres. Resignados, en su casa esperaban en cualquier momento la noticia de su muerte. No imaginaban siquiera que llegaría a una cárcel.

De cacería

Desde el día que la conoció, el 31 de diciembre de 1987, Nury fue testigo de sus fechorías. Cuando bailaban en una de las esquinas del Pablo, azarado por los gritos de los vecinos, él la soltó. Caminó dos cuadras y vio a cinco de sus ‘parceros’ heridos. Diez ‘manes’ del combo de El Salvador los habían cogido a machetazos. Edier y sus otros hombres los persiguieron. Mataron a cinco y otros cinco huyeron. Así, con la misma rapidez con la que eliminaba a sus enemigos, conquistó a su mujer. Habían pasado tan solo dos meses y ella, después de muchas evasivas, le dio el sí, a cambio de que dejará las armas. Pero él seguía enviciado. Coordinaba ‘las vueltas’ sin que Nury lo supiera. En septiembre de 1990, nació Yeison, el primer hijo de la pareja. Por esos días, autorizó la llegada al “Pablo” de dos milicianos del Ejército de Liberación Nacional (ELN) para que hicieran ‘limpieza social’. Un amigo de una tienda, 15 días después, le contó que los había escuchado decir que tenían la orden de asesinarlo. La supuesta ayuda era un señuelo mortal para que Carlos, el jefe de los guerrilleros, se hiciera al control del barrio. Un año después, patrocinado por algunos comerciantes, formó un grupo de ‘limpieza social’ en la comuna 6. Entre sus blancos estaban los viciosos, ladrones, pero en especial planeaba vengarse de los del ELN. Eran 300 bandoleros que controlaban los barrios Moravia, Los Álamos, Andalucía La Francia, Guayabal y la Plaza Minorista. La facción de los ‘elenos’ que controlaba Moravia decidió unirse a Edier para combatir a Carlos. Sentían bronca con él porque les había dado en la cabeza con la ‘tajada’ que les tocaba de una ‘tortica’ que se habían robado. Entre 1992 y 1993 cayeron miembros de ambos bandos en una guerra por el control de las plazas de vicio y las extorsiones. A alias ‘Raúl’, como conocían a Ruiz en el bajo mundo, solo le faltaba sacar la facción del ELN de La Minorista. A punta de plomo los eliminaron y tomaron el control. Lo que Edier no creía, en medio de su sensación de grandeza, era que allá lo capturarían junto con sus compinches.

11 2:00 de la tarde, 9 de febrero de 1994. Tranquilo, a sus anchas, almorzaba en uno de los restaurantes de la Plaza. Oyó pasos fuertes, como si se aproximara una manada de caballos. Pero no, eran las botas de más de mil uniformados que retumbaban. Iban por él y sus hombres. Todo ocurría tal y como se lo había anticipado la bruja. La manzana de La Minorista estaba acordonada. Muchos fueron ‘raqueteados’ por encapuchados con brazaletes del CTI, el DAS, la Policía y el Ejército. “A todos los hombres nos sacaron para el parqueadero trasero de la Plaza. Yo veía un encapuchado señalándome. Ellos (la ley) llevaron manes del combo de Moravia a echar dedo. ‘¡Hey, vení vos!’, me dijo un tombo. Yo fui. Al rato se me vinieron y de una me pusieron las esposas y una capucha”. El Das detiene a 48 milicianos en Medellín es el título con el que el periódico El Tiempo reportó sobre las capturas. Éste es un fragmento: En una redada sin precedentes realizada en Medellín, unidades del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) desarticularon un grupo de las Milicias Populares del Ejército de Liberación Nacional (Eln). Los 48 detenidos operaban en la Plaza Minorista, José María Villa, en el occidente de la ciudad. Entre los presuntos milicianos se encuentra el jefe del grupo Edier Osbaldo Ruiz Carvajal, ‘Raúl’, y seis mujeres. Según Edier, se equivocaron al decir que eran milicianos del ELN porque, en realidad, eran enemigos de ellos. Más adelante el texto habla de los delitos por los que la banda fue detenida: “Estas personas, según las autoridades, están comprometidas en delitos de homicidio, extorsión, boleteo y hurto. Tienen órdenes de captura de la Dirección Regional de Fiscalías de Antioquia. Algunos de ellos tienen sentencias de jueces de la República”.

Pagando cuentas pendientes

Su mujer enflaqueció, se refugió en el trago. Se le veía desconcentrada en su trabajo. Olvidadiza. Estaba tan agobiada que hasta pensó en suicidarse con su hijo. La otra mujer en la vida de Edier, su madre, también parecía prisionera… de la enfermedad. Debieron hospitalizarla un mes. La incertidumbre por la situación de su hijo le alteró la presión y los niveles de azúcar. Era 1996. Edier se hallaba recluido en la cárcel de San Quintín, en Bello. Cincuenta miembros del ‘combo’ de Pachelly le dieron una paliza y le enviaron un café con veneno a su celda. Era un ajuste de cuentas. Sus amigos, recluidos en el Patio 8 de Bellavista, les habían arrebatado el poder a los de Pachelly. Al ver que su vida peligraba, lo devolvieron al Pabellón de Máxima Seguridad de Bellavista. Ni el dinero, ni las conexiones, ni su fama como jefe de sicarios le ayudaron a cambiar su realidad. Los barrotes de una celda lo hacían sentir miserable. Pero no dejó la guerra, y siguió enfrentándose a quienes intentaron cobrarle cuentas o quitarle el poder de los patios. Desde la calle, había órdenes para eliminarlo. “O mataba o me mataban”. ‘Juancho’, un exmiembro de su ‘combo’, lo convenció para que se acercara a Dios. Él que siempre fue un incrédulo, que detestaba y sacaba a plomo a los religiosos que iban por el barrio predicando, ahora empezaba a acercarse a lo que había odiado. El apego a su familia, el arrepentimiento y las dificultades del encierro habían precipitado tan sorpresiva, pero firme decisión. “Antes de caer a Bellavista yo era muy malo, también para leer y para escribir. Cuando quise conocer de la Biblia me metí de lleno y la leí seis veces”. La oración lo volvió reflexivo, lo alejó de las drogas y de su obsesión por las armas. Fue una súplica que le hizo a Cristo. Se dedicó a proteger y a orientar a los internos ‘primíparos’ que llegaban al Pabellón de Máxima Seguridad. Uno de ellos fue Pedro, hermano de Juan, un comerciante a quien Edier había asesinado en la Plaza Minorista por descaderar un perro a patadas. Cuando el asesino reconoció al hermano de la víctima, le pidió excusas. Hubo llanto, abrazos y, por supuesto, perdón. En libertad, promovería encuentros como ese. Estaba cancelando cuentas pendientes.

Condenado en libertad

5:30 de la tarde, jueves 22 de julio de 2005. Ruiz estaba en la cárcel de La Dorada, Caldas, a donde fue remitido de Bellavista. Esperaba la confirmación de su libertad. Un guardián gritó: “¡Edier, vístase que va para notificación!” ¡Qué incertidumbre! El camino entre su pasillo y el cubículo del notificador se le hizo eterno. Pasaron 20, 25, 30 notificados. Él estaba extrañado porque no lo llamaban. ¿Será que no?, se preguntaba mientras observaba la alegría de sus compañeros que gritaban y se abrazaban porque ya eran libres. Al rato, el hombre llegó con un arrume de documentos. Él trataba de mirar por encima del vidrio, pero no lograba leer nada. Entonces, el notificador le dijo: -Al parecer no eras como una buena joyita. -Estoy rehabilitado. Soy otra criatura de Dios. Dígame, ¿qué dice? -Y si sales de aquí, ¿para dónde te irías? -Pues, para mi ciudad. -¿A qué dirección? -Hermano, la verdad, no sé dónde vive mi esposa ahora. Ella se cambió de casa. -Ah, bueno porque entonces mmm… Se va para su casa, hermano. -¡Gracias, Dios mío, gracias! 5:30 de la tarde, martes 27 de julio de 2005. Un guardián lo sacaba por los pasillos. Al unísono sonaban miles de tarros que los internos golpeaban contra el piso y en los barrotes de cada celda por donde Edier caminaba. Se había ganado su aprecio. “Para adelante, muchachos, que ustedes también van para afuera, ¡suerte, suerte!” Les decía mientras entrechocaba sus manos. A las 7:00 de la noche salió. Su familia le movía las manos. Hizo lo mismo. Su hijo le gritaba: “¡Paaapiiiiii!”. Atrás quedaban los días en que su pequeño dejó de estudiar, afectado por su ausencia. Se arrodilló, besó el piso, miró al cielo: “¡Gracias, Señor!” Corrió hacía su familia. Lo esperaban su esposa, sus dos hijos, su madre, un

hermano y dos pastores. “La primera que se me abalanzó fue mi esposa. Me abrazaba y lloraba. Yo cargaba a mis hijos, les daba vueltas: ‘¡Por fin, por fin! vamos a estar juntos, gracias, papito Dios, por sacar a mi papá’, decía mi niña. Volví a nacer”. Su esposa le enseñó la nueva casa en el barrio Campo Valdés. Él miraba en silencio. Analizaba como si fuera un extranjero. Después de 11 años de cautiverio el mundo exterior también volvía a nacer, así como el amor por su hijita de cinco años, que no se le despegaba. Ella abandonó la guardería por dos meses, solo para estar junto a él. Cuando se asomó por la ventana sintió un miedo que no se podía explicar. -Amor, a esta hora estaba con mis compañeros en el ‘bongo’ esperando el almuerzo. -Papi, olvídese de eso que ya no está allá. Esté tranquilo. Ya no tienes que comer a la hora que comías, despertarte a la hora que te despertabas. Ahora es diferente. Se bañó. Su esposa le dio ropa nueva. Le sonaba el celular, sus allegados lo querían saludar. A las 7:00 de la noche festejaron su libertad con un asado. A la 1:00 de la mañana se acostó. Percibió el ambiente distinto. Algo no le cuadraba. Sentía la cama extraña y se preguntaba: “¿Dónde estoy?”. Dormía. Se despertaba cada hora. A las 7:00 se levantó muy extrañado. No escuchaba el bullicio mañanero de sus compañeros de reclusión, tampoco los gritos de los guardianes levantando la gente; entonces se dijo: “¡Hijuemadre, me cogió el día! ¡Ésta no es mi celda!” En los tres primeros años de libertad, cada que las autoridades lo requisaban sentía pánico. En su imaginación rondaba la posibilidad de que alguna de sus víctimas lo hubiera demandado y tuviera que pagar cárcel de nuevo. La serenidad retornaba cuando los uniformados le devolvían los documentos. Y, para colmo, nada que conseguía trabajo, sus hijos le reclaman ropa, aguinaldos, que le ayudara a la mamá. Edier se sentía mal, no sabía qué hacer. En su tiempo de delincuente no le faltaba dinero. Pero no quería retomar esa vida. Como si supieran lo necesitado y vulnerable que estaba, las tentaciones del bajo mundo regresaron: Me acuerdo que en ese diciembre, preciso cuando el niño me exigía cosas, me ofrecieron 100 millones de pesos para matar a dos personas. Me ponían las armas, el carro y la gente. Pero yo lloraba y le oraba a Dios para que me ayudara. La pensé ocho días y estuve a punto de arrancar. Pero Cristo es tan bueno que un amigo me llamó esa semana y me ofreció trabajo. Era en una empresa de taxis. Me tocaba comprar repuestos, hacer aseo, mandados. Sin pensarla, acepté. Llamé a esa gente y les dije que no contaran conmigo. Fue una ayuda muy buena. Ganaba 70 mil pesos semanales. A los nueve meses el dueño del negocio me puso a administrar un almacén. Ya me ganaba 150 mil pesos semanales.

De demonio a pastor

Setenta jóvenes del Patio 8 y treinta exmiembros de la Fuerza Pública recluidos en el Patio 11 lo siguen, pero esta vez no era para matarlo, darle la pela o capturarlo: “Tengo un exmayor de la Policía, un exfiscal, un excapitán, varios exsoldados, un exteniente y varios expatrulleros que han decidido bautizarse y entregar sus vidas a Cristo”. Para muchos es difícil creerlo, pero sí: Edier había pasado de ser un demonio social a convertirse en un pastor evangelista. La misma prisión de Bellavista, en la que estuvo recluido, la venía visitando desde 2009. Allí predicaba y ponía su historia de vida como ejemplo de que un cambio radical era posible si se entregaban a Dios. Construyó una iglesia a la que inicialmente iban familiares y amigos; ahora atiende los fines de semana a más de 200 personas. Hoy lidera un programa de justicia restaurativa con el que busca el perdón entre víctimas y victimarios. En tres años, ha logrado cuatro encuentros. También participa del Instituto Bíblico en Bellavista, el único curso de formación religiosa donde los internos redimen parte de la pena. En 2012, Edier tiene 43 años. El 14 de julio se graduó como Bachiller en el Instituto Porfirio Barba Jacob. Allí mantuvo un bajo perfil sobre su pasado para evitar señalamientos. Resultaba contradictorio, pero a la vez un reto para él, que había trasgredido las normas y ahora anhelaba estudiar Derecho. A medida que se iba ocupando y que respondía por sus obligaciones, fue recuperando su autoridad de padre. Los ‘parches’ en las esquinas eran cosas del pasado. No había tiempo de pensar en eso, su agenda se mantenía copada: en las mañanas laboraba en un negocio de plásticos que tenía su esposa; por las tardes, asistía a reuniones con la Confraternidad Carcelaria o evangelizaba en Bellavista. Cuando miraba de nuevo sus laberintos y sucias paredes, la gente amotinada con miradas que parecían súplicas, los malos olores de los baños, el pollo putrefacto que les daban de comer, se le erizaba la piel y sentía terror de pensar en la posibilidad de regresar a aquel cementerio de vivos en el que estuvo por más de ocho años. “¿Qué pasaría con mi familia si eso ocurriera?”, se preguntaba. Cuando siente que anochece, corre a reencontrarse con su familia. Tiene la sensación de que algo malo le puede pasar transitando las calles a esa hora. Los fines de semana predica el evangelio en su Iglesia. Por momentos, su mente regresa a la cárcel Bellavista y cree que está conversando con otros presos, a sus intentos de espabilar en momentos en los que el sueño le gana la pelea por mantenerse activo, a esa sensación de relajarse como lo hacía en la cárcel, olvidando que tenía tareas pendientes, a esa actitud de “estar mosca” -que lo acompaña en sus recorridos callejeros- y reaccionar si alguna culebra aparece a cobrarle...Siete años atrás había salido de la prisión, pero aun no se sentía libre.

*Este relato hace parte de “Las penas de la libertad, aventuras y desventuras de cuatro habitantes de Medellín que siguen encadenados a su pasado carcelario”, Trabajo de Grado para aspirar al título de Periodista de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia. Asesor: Ramón Pineda.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

12 De grado

Él es Robin. Pareciera que es arrogante, hipócrita, malcriado, soez y drogadicto;

pero no lo es

Marinilla es el pueblo en el que transcurren los pasos de Robin. Un retrato sincero, sin adornos, sin prejuicios de un mariguanero, que puede ser como cualquier otro o, todo lo contrario, diferente a los demás. Felipe Ramírez Valencia [email protected]

É

l es Robin. No suele generar buenas primeras impresiones. Pareciera que es arrogante, hipócrita, malcriado, soez y drogadicto. De todo eso, Robin solamente es una cosa: drogadicto. O lo fue, ahora solo consume marihuana dos veces al día. Se acercan las 3:00 de la tarde. Robin camina por las calles. Yo voy con él. Lleva protector solar en su rostro, no sé por qué tengo la leve impresión de que hace poco tiempo lo empezó a usar. Por esa razón creo que él está enamorado o, por lo menos, está interesado seriamente en alguien. Quiere empezar a cuidar su maltrecha apariencia física. Está rapado o lo estuvo hace 20 días; ahora le sobresalen unos pelos de no más de medio centímetro. Su cabello es negro, no sé si lacio o crespo. Su rostro está un tanto enrojecido y reseco. Tiene algunas manchas. A las chicas no les debe parecer muy apuesto Robin. Sin embargo, tiene un aire, el aire de Robin. Y él me dice: —Oe, ¿usted no me va a hacer preguntas? Hágamelas, pues. Robin es un chico al que le gusta caminar bajo el sol. Caminar bajo el sol y la metafísica. Caminar bajo el sol, la metafísica y, naturalmente, la marihuana. —Yo he metido marihuana, alcohol, cigarros, perico, coca, hongos, LSD, sacol, pepas, cacao sabanero… Para resumirle, lo único que me faltó fue el opio, el basuco y la heroína. Solo hace unos días conozco a Robin y ya me cuenta cosas: que estaba en octavo en el colegio cuando un joven apenas mayor que él, muy radicalista, muy vago, muy punkero, le enseñó a meter de todo. —El 28 de febrero yo probé la ganjah. — ¿Por qué recordás la fecha exacta? —Porque yo dije así cuando estaba fumando: un 28 de febrero yo probé la ganjah. Y todavía me acuerdo. —¿En qué año? —Cuando yo estaba en octavo. No sé en qué año. ¿En qué año estamos? —En el 2012. —Bobo, ¿estamos en el 2012? No, estamos en el 2011. —No, en el 2012. Ambos nos reímos. Y él dice: —Verdad que ya estamos en el 2012. Entonces fue en… déjeme ver —se queda pensando unos segundos, lo verifica—. El 28 de febrero de 2007 probé la ganjah. Luego me dice que la marihuana fue el comienzo de todo. Primero probaba los fines de semana, luego cada tres días, después cada dos, hasta que un día de tantos se enganchó tanto a ella que nunca más dejó de fumar.

No. 62 Diciembre de 2012

—La vez que más fumé marihuana fueron 19 porros en un día, así, gruesos como este dedo. Imagínese pues cómo fumaba. En un día se me iba, mínimo, una pasta de 10 mil pesos. Fumábamos un ‘parcero’ y yo; una vez ese ‘man’ vendió los controles del PlayStation 2 para comprar ganjah. En esa época éramos muy marihuaneros. Ya no. Al menos yo no. —En estos momentos, ¿cuánto comprás? —No. Hace como año y medio que yo no compro. —Entonces, ¿cómo hacés para fumar? —Al principio tuve una planta en la casa, me duró unos meses. Desde que se me acabó, los ‘parceros’ me regalan, Manuel y Sebas son muy amables conmigo, ellos casi siempre me regalan. Es que uno fumando conoce mucha gente y ellos le regalan a uno. No tengo necesidad de comprar. Si quiero fumar, solo hay que salir a la calle. Robin me mira. Sus ojos son pequeños, color café un poco oscuro. Sus pómulos no son gruesos. Tiene barba únicamente en la parte del mentón, le sienta bien. Los labios son delgados. Su tez sería pálida si no caminara tantas horas bajo el sol. No parece demasiado apuesto; sin embargo, tiene un algo: el aire de Robin. Y me dice: —Oe, ¿usted no me va a hacer preguntas? Hágamelas, pues. Es lunes y son las 4:00 de la tarde. Camino con Robin por las mismas calles de la última vez. Sobre nuestras cabezas, el bombazo del sol que anuncia el atardecer y empieza a manchar de colores las nubes. Robin —como todos los días— debe recoger a su hermano menor que sale de la escuela a esta hora. Hoy tiene la misma disposición para hablar de él, de su parte buena y mala, así, con total franqueza frente a un extraño. Robin se graduó hace poco más de un año, no fue una graduación con honores, pero aun así lo logró. En estos momentos, estudia tecnología en Administración de Empresas Agropecuarias los fines de semana. Hoy lleva una camiseta sport de manga corta, de color rojo y azul desteñidos, tiene cuello bien doblado y un par de botones, él solo lleva abotonado uno. Viste un pantalón negro, también un poco desgastado, pero totalmente limpio como la camiseta. Los tenis estuvieron rotos, pero él los reparó con hilo grueso y ahora lucen casi buenos. Tiene algunas gotas de sudor en la parte derecha de la frente. Aun así, caluroso, cansado, transpirado, Robin no huele mal. Y dice: —Cuando estoy sobrio, soy muy activo. Pienso en lo que voy a hacer ahora y en lo que he hecho. Pienso en mis deseos. Cuando estoy ‘colino’ estoy en un plano en el que no pienso nada de eso. Solo vivo en el presente, sintiéndome relajado, en un plano medio, neutral. Llego a un estado en el que no soy nada sino parte de todo. Y pienso: mira la gente con sus pensamientos. ¿Para dónde van? ¿Yo para dónde voy? Me asombro por todo. Llegamos a la escuela. Robin mete su boca por entre las rejas y grita: ¡Ángel, Ángel! Un niño de piel trigueña, cabello lacio, oscuro, cinco años, voltea su cabeza, reconoce a su hermano y con los pasos torpes de la infancia y el movimiento extraño

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Fotografía: Felipe Ramírez

del cuerpo de los niños, viene corriendo hacia él, hacia nosotros. Robin le dice que se despida de la profe. Ángel, con el mismo afán, se devuelve y le da un abrazo a su profesora. Nos despedimos. Un sujeto abre la reja y Ángel sale. Robin le pregunta a su hermano que si nos vamos para el Parque Carolina, Ángel no le escucha y Robin sigue conversando conmigo. —Yo he metido muchas cosas y a la única que me he apegado es a la ganjah. Ya ni tomo, ni siquiera fumo cigarrillo. La marihuana es la única que no he sido capaz de dejar. —¿Para vos esa es la más difícil de dejar? —Sí. La marihuana. Yo sé que a todo mundo le da más difícil dejar esa. —¿Por qué? —Porque esa no le hace ningún daño a uno. El único daño que hace es a los pulmones cuando se fuma. Pero si uno fumara en un vaporizador… Nos dirigimos por el andén hacia el Parque Carolina, que no es más que una cancha de microfútbol, escalas, un pasamanos, dos bancas, tres árboles de mediana altura, poco césped y mucho excremento de perro. Ángel corre en círculos mirando hacia el piso. Me siento a la izquierda de Robin. Y él dice: —La ganjah produce pérdida de la memoria. Pero lo bacano es que es a corto plazo. Usted se olvida de todo mientras usted está trabado. Usted no piensa en el pasado. Pero tal vez sea mejor así. Hay una canción de Zona Ganjha que dice: “quizás sea bueno olvidar y despojarte de lo que aprendiste mal. Y olvidar tiene su lado bueno. Yo cuando fumo olvido las cosas malas”. —¿Ya fumaste hoy? —Sí. Vengo de fumar. Me encontré con unos ‘parceros’ y ellos me regalaron. —¿Cómo te sentís? —Me siento bien. Muy bien. Hacer las cosas trabado se siente brutal. A mí me gusta dibujar, relajado. Jugar fútbol, relajado. Tocar música, relajado. Escuchar música, relajado. Todo se siente mejor, relajado. Ángel le dice a Robin que quiere algo de tomar. Robin se saca un billete del bolsillo y dice que compre un mango donde Nicolás. Un mango no, tres mangos. Es todo el dinero que tiene Robin y está dispuesto a gastárselo en su pequeño hermano y en un desconocido. Robin se quita uno de sus audífonos y me pone una canción. Dice así: “Could you be loved and be loved”. Me dice que cierre los ojos y escuche los bajos, la batería, la voz, la guitarra. Yo los escucho. Trato de separar cada uno de los instrumentos. Percibo la armonía reggae. O eso es lo que me pide que haga Robin. Así mismo le enseñó a escuchar la música su amigo punkero hace cinco años. Por esos días, Robin no sentía el llamado pacífico de Bob Marley sino el furioso estruendo de la anarquía. Y le pregunto a Robin: —¿Pensás dejar la ganjah? —Parce, yo la quiero dejar porque quiero llevar un camino espiritual y la ganjah me lo impide. —¿La ganjah no es precisamente eso: algo espiritual? —No. La ganjah abre la mente. Todo el que fuma le abre la mente. Yo he enviciado a mucha gente y a todos se les abre la mente. Yo he enviciado por ahí a diez. —¿Te arrepentís de eso? —Yo creo que es por eso que no he sido capaz de dejarla, por el karma. —¿Por qué no te arriesgás a dejarla? —Porque no estoy seguro. ¿Ves esa chica que está sentada allá? —¿Cuál? —La que está al lado de la de camisa del Nacional. —Sí. La veo. —Yo era novio de esa chica. A esa chica le gusta de todo. Era toda sanita y ya se volvió toda gamina. Culpa mía. —¿Culpa tuya? —Sí. En ese tiempo era todo alcohólico. Me mantenía tomando con ella en el Morro. Le di a probar la ganjah. Ella también fumaba cigarro. Aunque yo le decía que dejara de fumar esa cochinada, a mí el cigarrillo no me gusta. Hasta que un día peleamos y ya ni la saludo. Yo estaba muy tragado de ella. —¿Por qué pelearon? —Porque la mamá de ella se dio cuenta que yo era muy gamín y todo se complicó. —¿Todavía sentís cosas? —No. No siento nada. Eso fue hace mucho. Además me gusta otra chica. —Robin, ¿qué dice tu mamá? ¿Ella sabe que vos fumás? —Al principio, ella lloraba, se me arrodillaba, me pedía que la dejara. Ya después ella me dijo que era mejor que yo llegara fumado a la casa en vez de borracho. Por eso yo empecé a fumar más. —Claro, se la aceptaron en la casa. —Ella me dice: “Usted fuma marihuana pero al menos usted no llega acá a joder la vida, no llega tarde”. Porque antes yo era así, antes yo llegaba por ahí a las 4:00 de la mañana, todo borracho, y uno se ve muy basura borracho. Pasa gente, pasan carros, se deshacen las nubes y las horas. Comienza a hacer

frío. Robin y yo seguimos hablando. Él dice: —Una vez la policía me cogió con marihuana y yo tenía el uniforme. Me preguntaron el nombre y el grado. Yo como soy honesto se los dije. La policía llamó al colegio. Al otro día una profesora me recibió en la entrada, me regañó y me dijo: “Si se va ir a fumar, póngase un saco que no sea del uniforme”. Solamente me dijo eso. Robin tiene uno de sus audífonos puestos, se ríe mientras me habla. A veces se queda callado, deja que el silencio haga su trabajo. Luego me dice: —Odio el consumismo. El consumismo le crea deseos a la gente y usted desear algo y no poderlo tener es muy frustrante. En ese estilo de vida uno nunca va a estar lleno. El consumismo es egoísmo. Uno cuando es un bebé se siente pleno, feliz, todo porque uno no tiene conciencia, pero cuando uno desea la primera cosa ya se ‘caga’ la vida. Robin mira sus zapatos, las diminutas rocas sobre el andén en el que estamos sentados, suspira, se soba las manos y me dice: —En estos momentos solo quiero hacerle el bien a la gente. —¿Empezando por la chica que le gusta? Nos reímos, pero luego me dice: —Ella me parce muy bonita y tiene una forma de ser muy bacana, pero yo no voy a llegar allá a decirle que ella me gusta, que quiero ser el novio, porque yo la desilusiono. —¿Y por qué la vas a desilusionar? —Porque yo no me conozco bien. Además, yo me enamoro mucho, soy muy sensible, me enamoro muy fácil; en el fondo, también me da miedo. Robin toca el bajo, la batería y la guitarra, en ese respectivo orden de talento, aunque el talento no sea mucho. Tiene una banda con Manuel que se llama En Vía de Extinción. La banda, que pretende tocar música reggae, solo tiene tres meses y ya está a punto de condenarse, ya está en vía de extinción. Hoy es un día de febrero, puede ser lunes. No hay problema, todos los días parecen exactamente iguales cuando se fuma marihuana. El lunes pierde el sentido de lunes, el martes pierde el sentido de martes. Hay días felices y noches con aire suicida, no hay memoria de ninguno de ellos. Es como un tiempo en el olvido entre explosiones y opresiones en el pecho o en el lugar donde surgen las emociones. La banda, de cinco integrantes, ensaya tres tardes a la semana en una habitación de tres metros cuadrados en la casa de Manuel. Y allí están hoy, hace un calor recalcitrante, seco, intratable. No hay brisas, el sol lanza bombardeos continuos de sofoco sobre las tejas de Eternit. El aire ha sido respirado varias veces, está totalmente viciado. Sin embargo, ahí está Robin, su gorro de lana, su baile, la boca seca, los labios rotos, las manos sudorosas deslizándolas por las cuerdas de su bajo. De nuevo hace sol, es extraño que en Marinilla fustigue el calor tantos días seguidos. Suena el timbre de mi casa, me asomo al balcón y ahí está Robin. Caminamos hacia una colina. Allí están sentados tres jóvenes que beben cerveza de la lata bajo la sombra de tres pinos. También está sentado Gabriel. De su bolsillo saca una bolsa de hierba hidropónica, la mejor marihuana de todas. A él le costaron 12 mil pesos esos diez gramos; ese precio puede ascender fácilmente hasta 20 mil o más. Le ofrece a Robin y él le dice que no, que en este preciso instante está de vuelo. Nos quedamos ahí, en el medio de la pelea del viento con las hojas de los árboles. Gabriel termina de fumar, nos ofrece de nuevo, le decimos que no. Se pone de pie y nos da la mano. Le pregunto a Robin: —Cuando no tenés marihuana, ¿qué? —No fumo. Pero casi siempre hay. La marihuana es la droga que más se consume en el planeta Tierra y es la que más se regala. Robin tiene razón, la cannabis es la droga más popular en la mayor parte del mundo. Solo China, algunos países de África, del Medio Oriente y del Este de Europa prefieren otra droga ilegal. Robin se queda mirando hacia ninguna parte, está perdido en sus pensamientos, piensa en el lado oscuro de la luna a las 3:35 de la tarde. Robin y su rutina: abrir los ojos justo después de 7:00 de la mañana. Mirar al cielo, que no es más que el techo de su casa. Tomar un desayuno vegetariano, que regularmente consiste en arepa, queso, leche, tomate y chocolate. Darse un baño de agua fría. Si hay marihuana del día anterior, fumar; si no, aguantarse las ganas. Tareas domésticas: motilar el césped, enterrar los excrementos de su perro, barrer, trapear. En las horas de la tarde, todo es opcional, excepto llevar a Ángel —su medio hermano— a la escuela. Puede ir a ensayar en la casa de Manuel y fumar marihuana, o montar patineta y fumar marihuana, o puede saludar a la chica que le gusta y luego fumar, puede visitar a su padre que tiene casa por cárcel y fumar después o, simplemente, salir a caminar solo bajo el sol y encontrarse a alguien con quien pueda volar. A las 4:00 debe ir por Ángel y llevarlo a la casa. La noche la tiene libre para mirar las estrellas y pensar en por qué existe algo en vez de que no exista nada. Robin dice: —Lo de mi papá pasó así: hace un mes lo llamaron para que fuera a hacer un viaje. Fue a Cuatro Esquinas, que es un barrio de Rionegro; ahí, un hombre le dio un bolso con una libra de marihuana. Mi papá no sabía, simplemente la recibió; él estaba trabajando. Cuando llegó acá a Marinilla, lo detuvieron unos agentes de la Sijín. Como mi papá es independiente, recibió todos los cargos. Robin quiere montar su patineta pero no puede, hace unas semanas un carro se la partió; no tiene los 89 mil pesos que le cuesta una nueva. Sale a trotar y quiere fumar. Recuerda que dos años atrás, por esa misma trocha, un par de policías lo atraparon con una pasta de hierba de 10 mil pesos, se la quitaron y le ordenaron que se largara de ese lugar. Robin estuvo seguro de que ellos, el par de policías, se quedaron fumando su marihuana. Por esa razón, al ver que dejaron la moto sola, agarró uno de los cascos y lo estalló contra una piedra de la carretera empolvada. Luego se fugó trotando. Él es Robin. No suele generar buenas primeras impresiones. Pareciera que es arrogante, hipócrita, malcriado, soez y drogadicto; pero no lo es. Robin es un joven de 18 años que parece como cualquiera, pero es como ninguno. Es humilde, inteligente, sencillo, sincero y directo. Él y yo estamos sentados en una colina y las 9:00 de la noche se acercan. Y me dice: —Oe, ¿usted no me va a hacer preguntas? Hágamelas, pues. Él es un chico al que le gusta caminar bajo el sol. Caminar bajo el sol y la metafísica. Caminar bajo el sol, la metafísica y, naturalmente, la marihuana. Él es Robin.

Él es Robin –editado- hace parte del Trabajo de Grado Humo de media noche, para aspirar el título de Comunicador Social-Periodista de la Seccional Oriente de la Universidad de Antioquia. Asesor: César Alzate.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

14 De grado

Aquí hay un poeta

bailando

Esta es la historia de un poeta caribeño que escribe para asentar su alma, que toda la vida ha buscado la fijeza, la calma, el sosiego. Esta es la historia de un poeta que baila para quedarse quieto.

Rómulo Bustos baila cada ez que puede en los picó de Cartagena

Jorge Caraballo-Cordovez [email protected]

L

a amenaza de un animal ha rondado siempre la mirada de Rómulo Bustos. Un mediodía en Santa Catalina de Alejandría, a los pocos meses de nacido, su madre lo acostó en el catre de tijera y salió al patio a lavar la ropa de su esposo y sus otros seis hijos. En medio del espeso calor caribeño, Blanca Aguirre acercó la pila al lavadero, hundió la totuma en el agua y empezó a restregar, sin darse cuenta de que algo entró en la casa. De pronto advirtió un silencio extraño, como si ya el viento no moviera las hojas gruesas de los once palos de mango, o como si la algarabía del colegio próximo hubiera desaparecido. Con un mal presentimiento se secó las manos en el vestido y volvió apresurada a la habitación: allí encontró un pavo grande y negro parado sobre el catre, apuntando con el pico hacia los ojos abiertos de Rómulo, siguiendo con atención sus movimientos, esperando el momento preciso para atacarlos. La madre lo ahuyentó con un grito y, nerviosa por lo que pudo haber sucedido, tomó en brazos al hijo que salvó de la ceguera. Era el año 1954 y la familia Bustos Aguirre había acabado de llegar al pueblo. Luego de que quebraran los negocios de libros y cristales que tenía el padre en Cartagena y Barranquilla, se vieron obligados a trasladarse a Santa Catalina, donde él había heredado una tierra de sus abuelos. Con la intención de radicarse definitivamente, Alberto Bustos adecuó el terreno y construyó una casa en cemento que bautizó con un nombre de otra lengua: Santiniketan, que en hindi traduce “Morada de paz”. Además de esa palabra, Bustos, lector apasionado, llevó su colección de libros, la organizó en un estante en la sala, y la puso a disposición de aquellos vecinos que la quisieran utilizar. Con el paso del tiempo, y al ser la única que había en el pueblo, los habitantes colgaron un letrero sobre la puerta principal de la casa. En él se leía: Biblioteca. Fue en esa sala con libros donde Rómulo vivió sus primeros años. Su madre lo recuerda como un niño silencioso, solitario, de todos los hermanos el más consentido y apegado a ella. Prefería sentarse y observar las imágenes de una enciclopedia antes que subirse a los árboles, molestar a los animales, o jugar con los niños de su edad. Gracias a ella, que le salvó la vista, y a su padre, que lo rodeó de libros, Rómulo se pasaba las tardes imaginando los lugares y cosas que mostraba, por ejemplo, alguno de los tomos de El tesoro de la juventud, o esperando que llegara su hermana mayor del colegio para que le enseñara los cuadernos de caligrafía. Sin embargo, cuando aprendió a leer, hizo consciente una carencia: los libros enseñaban un mundo distinto al suyo. Él quería ver lagos y en el pueblo sólo conocía pozas; los libros hablaban de avenidas, pero alrededor de la casa apenas había caminos de tierra; existía la palabra nieve, y él no conocía más que la lluvia o el salitre; ante el fulgor tenue de la lámpara de aceite que encendían en la sala al caer la noche, él pensaba en las bombillas eléctricas que aparecían ilustradas en el papel. Esa diferencia entre las imágenes de las páginas y las de su contexto fue su origen como poeta. Por ella aprendió a tornar sus ojos a la imaginación: las palabras se convirtieron en la posibilidad de habitar el mundo deseado. La vida en la morada de paz sólo duró seis años. Alberto Bustos convenció a su mujer de vender la casa y comprar otra en Cartagena para que los hijos pudieran cursar bachillerato, pues en Santa Catalina solo había primaria. Blanca aceptó con temores, y así partieron del pueblo. No obstante, las verdaderas razones que tenía Alberto se descubrieron cuando abandonó a su familia sin aviso y sin dinero apenas arrendaron una casa en el callejón Berlín, lejos del centro de la ciudad. Las dificultades de la familia aumentaron con la imprevista partida del padre. Pero a pesar de la inestabilidad económica, de las constantes mudanzas de casa y de barrio, o de las austeras condiciones en que vivían, todos los hijos asistieron al colegio,

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y Blanca Aguirre nunca dejó de cantar tangos y boleros mientras lavaba. A comienzos de los años 70, cuando terminó el bachillerato en el Liceo e ingresó a estudiar Derecho en la Universidad de Cartagena, Rómulo había vivido con su madre y hermanos en más de una docena de barrios de la ciudad. Cada vez participaba más de la vida urbana, y aunque ésta era mucho más rica y variada que en Santa Catalina, nunca dejó los libros. Trataba de amainar con lecturas la ansiedad por su incapacidad para sentirse completo en ninguna parte. Los cambios de su cuerpo en la juventud, el ardor de los deseos, la pérdida de la inocencia, la conciencia de la propia animalidad, la falta de un centro y de alguien que lo protegiera de sus miedos, todo eso lo arrojó aún con más fuerza al silencio solitario donde se gestan las palabras. Sin embargo, a los pocos meses de ingresar a la universidad, se vinculó a varios proyectos que suspenderían por un tiempo el vértigo de su espíritu. Alfonso Múnera, un compañero de clase, reconocido en la ciudad por su activismo político y cultural, lo invitó a ser miembro de un cineclub que coordinaba, y también a participar en el MOIR (Movimiento Obrero Independiente Revolucionario), una incipiente organización política de izquierda. Múnera, líder y aglutinador por naturaleza, lo relacionó con otros jóvenes intelectuales y artistas de Cartagena. La naturaleza introvertida de Bustos no impidió que cayera bien en los grupos a los que comenzó a asistir, y pronto encontró en esos amigos una forma de vida que desconocía y le gustaba. En los proyectos que emprendió con ellos fundó la ilusión de construir un mundo que pudiera comprender y explicar, que tuviera un orden inteligible, que no desbordara las palabras, que bastara con verlo para sentirse completo: en ellos creyó encontrar el centro, la estabilidad que hasta entonces sólo había sentido en los años de Santa Catalina. Escribió en periódicos, realizó programas de radio, coeditó una revista cultural, participó activamente en política. Pero una vez se graduó de abogado, perdió paulatinamente el interés por esas actividades. El furor de aquellos años universitarios no había logrado silenciar su extrañeza ante sí mismo y ante el mundo. Había asumido su afiliación política como una posible solución a las carencias e injusticias de su entorno, pero cuando se concentró en su arte y su silencio, intuyó que podía responderse más de esa manera que asociándose con otros en torno a una ideología. Escogió el silencio como el lugar para encontrar las imágenes, y la década de los 70 fue de mucho ruido. Los poemas de su libro inaugural, El oscuro sello de dios, retratan el espíritu de Rómulo cuando decidió dedicarse a la poesía. Son de voz templada, serena, grave, resignada. Se preguntan por el sentido de la existencia y no reciben sino respuestas provisionales, efímeras, a fin de cuentas inútiles. Ese libro, con su influencia borgiana (espejos, ajedreces, espadas, tigres, griegos), busca la ruta que lleva a un lugar donde el tiempo no arrastra, donde todo está inmóvil, en equilibrio y armonía. Sin ningún pro-

15 yecto político en qué creer, sin ninguna religión que respondiera a sus dudas, Bustos empezó a escribir poesía para encontrar algo que justificara su existencia, que trascendiera lo mundano. Desde ese primer libro se siente una sutil lucha contra el tiempo, que lo transforma todo y mortifica a un poeta que querría el equilibrio perfecto de la eternidad. El carácter metafísico de El oscuro sello de dios se compensó cinco años más tarde con En el traspatio del cielo, el libro que hizo conocer a Rómulo a nivel nacional. Su escritura comenzó en 1989, cuando se separó por primera vez de su madre y su ciudad. Viajó a Bogotá a cursar una maestría en Literatura en el Instituto Caro y Cuervo, y fue en la fría capital donde lo alcanzó la nostalgia y brotó la necesidad de recrear su infancia en Santa Catalina. En el traspatio del cielo quiso ser un camino de vuelta a casa a través de la añoranza. En sus versos aparecen las imágenes de Santiniketan; su madre despertándose a “atizar el día”; el regreso de la hermana mayor anunciado por la brisa de las cuatro; el inmenso árbol camajorú sembrado en el traspatio, “rodeado de sed, hechizado en el tajo de luz”; el ángel que visitaba al niño solitario, le pedía dulce de tamarindo y le enseñaba los juegos del cielo; el alto vuelo del caballo tallado en una rama de matarratón; el llanto de la madre viendo las espaldas del padre diciendo adiós. El tono general del libro es de una tristeza muda ante los recuerdos más hermosos, como si pasara ante sus ojos algo cuya pérdida apenas empieza a aceptar. En el traspatio del cielo es una despedida, un punto de inflexión, el puente entre la juventud y la madurez en su poesía. Después de él, Bustos dejaría de esforzarse por recrear el mundo y asumiría los rasgos de la realidad que tenía ante los ojos. Luego de terminar su maestría y de escribir En el traspatio del cielo -libro que ganó en 1993 el Premio Nacional de Poesía de Colcultura- Rómulo regresó a Cartagena para hacer parte del grupo de docentes que fundó el programa de Lingüística y Literatura en la Universidad de Cartagena. Como muchos de su generación, encontró en la academia la oportunidad laboral más afín a sus convicciones. Rómulo dice que la docencia es “la profesión más ética que permite el mundo contemporáneo”, y que hubiera sido incapaz de dedicarse a algo distinto, por ejemplo ejerciendo su título de abogado. En 1995 ocurrieron dos episodios importantes en la vida de Rómulo: dejó de dormir y escribió el libro que más quiere. El insomnio es un regalo que me ha dado la vida. Se lo he preguntado muchas veces y no me ha dicho por qué. Apareció y se adecuó a mi ser, de alguna manera, sin yo quererlo. Al principio me incomodaba tremendamente, después me dije que la mejor manera de sobrellevarlo era haciendo amistad con él. Hay momentos en los que se recrudece y otros en los que se amaina, puede desaparecer por semanas, tiene sus ciclos. No tiene explicación racional ni médica, no hay diagnóstico claro. Tuve que comprender que iba a estar ahí quizás para siempre. El insomnio, sin embargo, no ha determinado nada de mi poesía. Por la misma época en que dejó de soñar (y aceptó ese cambio), Rómulo escribió los poemas que conformarían La estación de la sed, libro con el que también aceptó algo que su espíritu negaba: todo está en fuga hacia la nada. Su manera de reconciliarse con esa realidad fue sonriéndole. En su alma nunca dejó de desear la quietud, pero ya no rechazó el cambio permanente de todo. Con ese poemario Bustos encontró el rasgo que ahora distingue su escritura: la ironía. Al ser la inmovilidad su deseo más profundo, no puede más que sonreír al comprobar cómo el mundo dista de lo que él quiere. Su imaginación, uno de las particularidades que hacen hermosa y singular su poesía, ya no era una manera de negar lo que veía, sino de aceptarlo de manera contradictoria: siempre en la frontera entre el asombro y el desencanto. Uno es un continuo hacerse. Mi poesía se mantiene en una tensión: mi vocación es el no movimiento, la plenitud del estatismo; pero todo el universo está en un cambio permanente. El cosmos me dice “mírame, no estoy quieto nunca, y tienes que asumir eso”. Ese universo metamórfico y cambiante es exigente. Yo asumo la poesía como el encontrarme y el desencontrarme cada día. Por ella me asumo ahora como fuga del ser, y eso me ha costado muchísimo trabajo.

El poeta Bustos junto con su colega Pedro Blas en los 70 cuando era estudiante de la Universidad de Cartagena.

Paradójicamente, a pesar de su anhelo de estatismo, la alegría de Rómulo está en el movimiento; y su angustia y dolor, en la quietud. Su plenitud está en la danza: pocas cosas disfruta más que escuchar y bailar salsa. Y, por otro lado, sus miedos lo muerden en los momentos de reposo: cuando se recuesta e intenta dormir, o cuando se sienta a escribir poesía. Bustos tiene sus “fantasmas”. Son los miedos y las obsesiones que lo angustian. El primero de ellos está relacionado con su cuerpo, o con su condición animal. La segunda obsesión tiene que ver con la soledad, pero no la de estar solo durante un tiempo, sino la ontológica, la de las cosas y seres en el universo, todos terriblemente distantes, rozándose fugazmente en caminos que al final no se encuentran. Yo creo que el movimiento más natural de todo ser humano es huir de las obsesiones, que todos las tienen, siempre acechados por algún temor. Lo que le sucede al artista -y esto no es motivo de orgullo- es que por su sensibilidad no puede evitar hacerle frente a eso, y entonces, sin quererlo, se mueve en una dirección contraria a la que se mueve la mayoría de la gente, le toca confrontar esos llamados que le resultan hostiles pero que paradójicamente lo atraen y que lo constituyen. Es algo social: el poeta hace lo que los otros no quieren hacer. O que lo hacen vicariamente leyendo el poema. Para mí la poesía no es el silencio. A la poesía le tengo mucha prevención, no es mi amante favorita, porque me obliga a enfrentar mis fantasmas. De alguna manera le rehúyo, pero tengo que volver a ella. Si yo pudiera no escribir, no escribiría nunca. Como dice Pessoa, “la poesía es el fracaso de la poesía”: ella tendría que no existir, debería no hacerlo. Porque su no existencia podría ser una prueba de un estado más pleno, en el cual ni siquiera se requiera la palabra. El hombre ve la necesidad de hablar para dar vueltas en torno al silencio. En ese sentido la palabra es comunicativa por defecto, no por virtud. Se ve obligada a comunicar lo que no puede comunicar. El silencio es la mejor forma de comunicación, la palabra es una entrometida. Por eso mi aspiración poética es crear imágenes y poemas concretos. Hay mucha poesía etérea o excesivamente hermética que no me interesa; mi deseo más íntimo es que alguien me diga “oye, me gustó el poema que habla de tal cosa”, que me hable de ese poema que le quedó en la retina, que no es difuso, que recibió como una pedrada. Pero escribir pedradas es muy difícil. Desde 2008 Bustos hace un doctorado en Madrid. En julio de 2011 vino a Cartagena a visitar a su madre, que tiene 93 años y está tan bien de salud que se enorgullece de no haber ido nunca al médico. En el viaje aprovechó para pasar unos días con sus amigos y colegas de la universidad. Estuvo casi un mes en la ciudad, y fue feliz. Quienes mejor lo conocen -Alfonso Múnera, Amaury Arteaga, Lázaro Valdelamar- coincidieron en que lo notaban más alegre, sonriente, expresivo, ligero. Fue recibido con calidez por los estudiantes del pregrado en Lingüística y Literatura, quienes lo invitaron a participar de varios eventos alrededor de su poesía. A muchos no los había visto, pues estaban apenas iniciando su carrera cuando él se fue, pero ellos sí lo conocían y lo habían leído. Llenaron todos los auditorios en los que se presentó. Aparte de los compromisos académicos, Rómulo hizo lo que no puede hacer en España: salir a bailar salsa en un picó, como en los años de juventud. Uno de los que más frecuentaban en esa época de universitarios era “El Safari”, y es de los pocos que todavía existen. Antes estaba ubicado en la Avenida Pedro de Heredia, pero ahora fue trasladado a una calle paralela: Camino del Medio. Allá, en el patio iluminado de una casa donde el sonido de la música obliga a gritar al otro para escucharlo, lo vi gozar de la danza. Vi su rostro pleno. Al principio se limitó a escuchar las canciones y ver bailar a los otros, pero a la medianoche, cuando empezaron a sonar los clásicos de salsa con los que creció (Descarga chihuahua, Isla del encanto, Aquí hay un hombre gozando, La cartera, etc.) se levantó animado y sacó a bailar a una joven amiga que fue estudiante suya. Baila muy bien. Es sobrio, sencillo, nunca pierde el ritmo ni vacila en ningún paso. Baila con los ojos cerrados, serio. Mueve mucho los hombros, y lentamente los pies. Detrás de la concentración de su rostro hay una sonrisa. Sonrisa que le regalaba a ella cada vez que encontraban sus miradas, y que volvía a recogerse cuando se concentraba tanto en la música que desaparecían los rasgos de su rostro. En una de las canciones que no bailó, se inclinó hacia uno de los que estaban en su mesa y le dijo: A mí me encanta ver bailar. Me parece el acto más extraño y más maravilloso. El cuerpo responde a los sonidos y se abandona a la verdad de su silencio. Míralos: todos son inocentes cuando bailan. Eran casi las cuatro de la mañana cuando decidimos irnos. Antes de salir estaba sonando una canción de champeta. Rómulo detuvo su camino hacia la salida, señaló una pareja abrazada, que bailaba con movimientos de cadera sutiles, casi imperceptibles, y nos dijo: Así es como se baila champeta: casi ni se mueven, están tan compenetrados que el baile no se nota para los que miramos, llega un momento en que el baile es la quietud. Un movimiento quieto: ese es el clímax. Ese movimiento quieto, ese clímax, es el que busca Bustos en cada uno de sus poemas. Su poesía aprendió a moverse al ritmo de la danza: detrás de cada palabra, de cada paso, hay un silencio inocente, un fugaz lugar de plenitud donde él descansa del vértigo de ser. *Este perfil hace parte del trabajo de grado Tres poetas colombianos contemporáneos, perfiles periodísticos para aspirar al título de Periodista de la Universidad de Antioquia. Asesor: Pablo Montoya.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

16 De grado

Las mujeres que son árbitros

de fútbol están acostumbradas y

preparadas para lidiar con el machismo Andrea Patricia Chavarría Guerra se viste de negro para cumplir su sueño de ser árbitro, una profesión casi destinada solo a los hombres. Y quién creyera… son las mismas mujeres las que más la chiflan cuando está pitando algún partido.

Andrea Patricia Chavarría Guerra, la mujer que decidió ser árbitro.

Johanna Ramírez Gil. [email protected]

M

ientras los niños dormían, don Miguel, cubierto por algunas cobijas, prendió una fogata en el patio de la casona para que su esposa María de Jesús y sus hijos se calentaran ante la inclemencia de la noche. Utilizó la madera que había cargado el día anterior, desde una finca cercana, y con la que iba a cocinar unos fríjoles con garra que tanto le gustaban a Andrea, una de sus hijas menores. Afuera, en el parque del corregimiento La Granja, en Ituango, un batallón de hombres perpetraba una carnicería humana contra algunos habitantes del pueblo: atacaron la estación de Policía y hasta el dueño de la tienda fue acribillado. Con horror, don Miguel observa por las rendijas de la ventana, mientras intenta mantener en calma a su esposa. Andrea continúa dormida al lado de sus hermanos, es muy pequeña para dimensionar el peligro que está latente y la atrocidad que se vive en el pueblo donde nació hace 8 años. Como endemoniados, los hombres empezaron a tumbar, una a una, las puertas de los almacenes y de las casas vecinas. La cercanía de los disparos presagia que están a metros de la familia. Cuando, de repente, un golpe seco aturde a don Miguel. Llegaron a su puerta. “¡Mija, se nos entró la ‘chusma Liberal’! ¿Qué hacemos?”. La niña que salta bruscamente de su cama y se aferra a sus padres, angustiada por el desenlace de la incursión armada, es la misma que ahora, vestida completamente de negro, está de fiesta por ser la primera mujer árbitro en dirigir la final del Festival de Ponyfútbol masculino. Mantiene su rostro rudo que invita al respeto, es un témpano de hielo, aunque por dentro está que se derrite de la emoción. Muy pocos se preocupan por el árbitro, a menos que sea por su equivocación. Ni mucho menos se preguntan de dónde viene Andrea Patricia Chavarría Guerra, la mujer que le sigue los pasos a María Edilma García, la única árbitro FIFA de Antioquia. Inició en el arbitraje gracias a Gustavo Wbeimar Madrid Vásquez, más conocido como Memo, un hombre de 46 años que desde muy joven se ha dedicado a las confecciones. Hasta su taller, ubicado en el centro de Medellín, Andrea llegó pidiendo trabajo por recomendación de una amiga. Al verla, Gustavo supo que tenía al frente a una adolescente que traía consigo un pasado marcado por el conflicto y la miseria. “Llegó literalmente, con hambre y necesidades. Así como lo hacen quienes salen de sus pueblos por la violencia. Quería ayudarla, así que le di trabajo y le empecé a tomar mucho aprecio, hasta que nos convertimos en novios y rapidito nos fuimos a vivir juntos en 1998”. Huyendo de la violencia armada que azotaba los municipios antioqueños, Andrea no tuvo tiempo ni de estudiar, cursó hasta cuarto de primaria y pasó su niñez y parte de su adolescencia recogiendo café junto a sus demás hermanos. Ya en Medellín, con la ayuda de Memo, terminó su bachillerato y emprendió el camino de la superación: “Me hizo salir adelante porque si no hubiera sido por él, yo no sería nada. Yo aguantaba hambre, mucha hambre, hasta que lo conocí”.

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A Andrea le gustaba el fútbol, lo tenía como una pasión, pero todavía no había definido en qué campo quería desempeñarse o si lo consideraría como una opción de vida. Es una enamorada de su trabajo en las confecciones. Su contacto con la pelotita, hasta ese momento, se limitaba a jugar los domingos con sus amigos y amigas integrando los equipos barriales y ver cuanto partido transmitieran por televisión, especialmente los del Deportivo Independiente Medellín. Sin embargo, el arbitraje no estaba considerado en sus planes futuros. Fue algo que se dio con el tiempo. Pronto quedó embarazada de una niña a quien llamaron Saray. El nuevo rol de madre que asumió Andrea le trajo alegría pero a la vez mucha frustración porque ya no podía jugar fútbol, al menos, mientras estaba embarazada y cumplía la maternidad. Su cuerpo atlético sufrió cambios y tendría que entrenar arduamente para recuperar su estado físico. “En la casa yo veía a Andrea como minimizada, pero yo le dije que teníamos una hija que necesitaba más tiempo de la madre, así que el arbitraje fue la solución que yo le sugerí”, recuerda Memo, quien la apoyó en la nueva faceta de su esposa. El arbitraje llegó como una necesidad de estar en contacto con este deporte, sin descuidar a su familia. Tenía que sacarle provecho a su temperamento fuerte, que a veces molesta a muchos, pero que es fundamental para trabajar en uno de los oficios más desagradecidos del mundo. Los insultos, los gritos y las presiones son constantes en el arbitraje porque se está al filo de un error que puede ser trascendental para la definición de un partido o de un título. Es de humanos equivocarse, pero en el fútbol es muy complejo que así lo entiendan los técnicos y los jugadores acalorados dentro de un campo de juego. En 2004 ingresó a la Corporación Colegio de Árbitros de Fútbol de Antioquia (Arbiatioquia), tras los pasos de María Edilma García, la única jueza paisa que tiene escarapela FIFA. Era una mujer muy disciplinada, que desde el primer día que empezó a pitar, mantuvo una rutina de entrenamientos y recibió muy buenas calificaciones en los partidos que pitaba en la Liga. Tanta dedicación, tuvo su primer reconocimiento el 28 de abril de 2007 cuando pasó las pruebas nacionales realizadas por la Comisión Nacional Arbitral en Armenia: ascendió a la categoría B del fútbol profesional colombiano, es decir, estaba a un pasito de llegar a la máxima categoría” cuenta en el artículo Andrea Chavarría: una tarjeta roja al machismo” de Roosevelt Castro Bohórquez en el periódico El Mundo. “Ha sido uno de mis logros más importantes, estar en un torneo tan competitivo como el de Ascenso, es una responsabilidad mayor porque se define el equipo que llega a la máxima categoría”. Alcanzó a ser asistente en cuatro partidos del torneo de ascenso hasta que una lesión que sufrió mientras jugaba fútbol impidió que mantuviera su categoría en las pruebas físicas. Nunca llora por los insultos que escucha durante los 90 minutos que pita un partido. Sí lo hizo cuando perdió la categoría luego de varios años de preparación. Sus lágrimas reflejan las espinas que componen el arbitraje, un trabajo vital para el fútbol pero que en Colombia todavía no es valorado como tal.

17 Es una mujer emprendedora que, ante la falta de garantías en el arbitraje, creó una microempresa de confecciones en su casa en el barrio Castilla para suplir el pésimo sueldo que recibe como juez. Y aunque hace varios años se separó de Memo, a quien sigue considerado su ángel de la guarda, ambos mantienen una amigable relación; él vive con Saray, quien cumplió 12 años, y es socio de Andrea en las confecciones. Ella necesita mantener un cuerpo atlético que resista correr un partido completo, así que en las mañanas entrena en la Unidad Deportiva Juanes de La Paz, a tan solo unas cuadras de su casa. Lo hace sola. También se ve la mayoría de los partidos que transmiten por televisión, analiza los movimientos y las decisiones tomadas por el árbitro. Y sagradamente, recoge en la Liga Antioqueña de Árbitros, los videos de los encuentros que arbitró y los ve en la tranquilidad de su hogar para hacer una autocrítica de su desempeño en el campo de juego. A mí me ha tocado perder mucha plata porque cuando nos mandan a viajar, por ejemplo a un torneo que hay en Urabá, no nos reconocen ni los pasajes; nos toca pagar la comida y si nos coge la noche por allá, también tenemos que pagar el hotel. Tan solo 10 mil pesos, eso nos pagan algunos torneos por pitar un partido. Y de ahí tenemos que costear los pasajes y el fresco que nos tomemos. No queda es nada. La Copa Internacional de Fútbol Femenino de Formas Íntimas es uno de los que más paga, cerca de 65 mil pesos por partido. Es por eso que me dio muy duro perder la categoría, estaba cerquita de la A, donde un central gana 1 millón y medio por encuentro; los asistentes, 500 mil pesos; y el cuarto árbitro, 250 mil, aproximadamente. La falta de dinero nunca ha sido un motivo para rendirse. Ella rompió la tradición patriarcal de su familia, es la excepción de sus siete hermanas, que son campesinas o amas de casa y que dependen económicamente de sus esposos. Tampoco cumplió con el paradigma de las mujeres de su familia que, cuando eran niñas, jugaban con las muñecas y la cocineta de plástico; Andrea compartía con sus hermanos hombres la afición por el fútbol, por correr, gritar y saltar en el pueblo, por esas mismas calles que luego se fueron tiñendo de sangre. Ella recuerda aquella masacre que le cambio la vida, cuando medio dormida y medio despierta, corrió con sus hermanitos y sus padres hasta el fondo de la casona y esperaron. “Todos temblábamos de miedo, abrazados, hasta que se fueron, ellos iban por el dinero de los almacenes, no les interesaba mucho las viviendas, pensamos que nos matarían. A las 6 de la mañana, al salir el sol, los hombres armados huyeron por las montañas cuesta arriba. Según don Miguel, eran integrantes de la guerrilla porque también atacaron la estación de Policía y murió el Comandante del pueblo, junto a algunos uniformados. La masacre fue contemporánea a la ocurrida en Segovia, Antioquia, en noviembre de 1988, a manos de los paramilitares, en medio de una guerra sangrienta entre los grupos armados”. Los días nunca volvieron a ser los mismos para Andrea y su familia. “Había mucha desazón, esos tipos se acostumbraron a estar en el pueblo, no había ni ley, ellos mandaban. El cultivo de tomate de árbol que era tan rentable, ya no valía nada, así que salimos del pueblo junto a mi esposa y los niños”. Se radicaron en Andes por algún tiempo, hasta que dos hermanos de Andrea, Martín y Miguel, fueron asesinados por grupos armados que les arrebataron la poca tranquilidad que habían encontrado en el municipio. Esos recuerdos de Martín, el hermano que más quiso, están acompañados de melancolía y lágrimas. Él la defendía de los niños del pueblo cuando estaban jugando fútbol o a escondidas. Era como su protector. Nunca le reprochó su afición por el fútbol, ni mucho menos se imaginó que su hermana llegaría a ser árbitro. Esa complicidad que tuvieran en la niñez y en la adolescencia hace que Andrea lo extrañe cada vez que juega el Independiente Medellín porque hasta eran hinchas del mismo equipo. Deambulando por Antioquia, llegaron nuevamente a La Granja, a sus raíces, pero ni Andrea ni sus hermanos querían saber algo de ese corregimiento. Édgar, uno de ellos, se fue a Cali en busca de trabajo, pero nunca más llamó ni volvió; hace 21 años envió la última carta. Se tuvieron que radicar en Medellín, llevando a cuestas un pasado doloroso y enfrentándose a la inclemencia de una ciudad que le brinda muy pocas oportunidades a los desplazados. Así fue como Andrea comenzó una nueva vida gracias a la ayuda de Memo. Ella es una de las árbitros que más ordenado mantiene el camerino, recoge la toalla que está en el suelo, guarda la ropa que está fuera de la maleta y no soporta pisar algún reguero. El uniforme negro está finamente aplanchado y sus zapatillas muy limpias. Sandra, que en tantos partidos ha sido su asistente, respeta el momento de concentración que tiene Andrea en el camerino. “Antes de saltar a la cancha, ella nos da una charla y siempre me dice que me apoya en las decisiones que tome como asistente. Está a la expectativa de cómo se irá a desarrollar el partido”. Andrea considera que ser una mujer árbitro no le da desventajas, todo depende de la actitud que se tenga antes de entrar a la cancha. “Los árbitros hombres llegan los viernes a la Liga y se dan cuenta de que van a pitar un partido femenino y hacen mala cara, están desanimados y reniegan; eso se nota al momento de tomar las decisiones. En cambio, a mí me da igual pitarle a hombres o a mujeres. Llego con el mismo entusiasmo y ganas de dirigir porque todo está en mi actitud, no puedo llegar prevenida”.

Andrea también es mamá.

Por mucha concentración que tenga Andrea antes de un partido, por muy buena actitud con la que entre al campo, por mucho que estudie el reglamento y por más que tenga una década de experiencia en el arbitraje, siempre habrá partidos para el olvido, donde el espectáculo del fútbol queda relegado a un segundo plano y en donde sus decisiones arbitrales sean las protagonistas: situaciones incómodas a la que ella se expone por simple valía y amor al arbitraje. Es una utopía pensar que existe la solidaridad femenina en el fútbol, o al menos eso nunca lo ha sentido Andrea. “Estamos acostumbradas a que nos chiflen, pero me da rabia que las mujeres sean quienes más nos digan cosas. Son muy cansonas y deberían apoyarnos, entender que somos humanos, que nos equivocamos pero que nunca lo hacemos con mala intención. Como casi no saben el reglamento, ellas se ponen a gritar por cualquier decisión, algunas son las mamás de los niños o niñas que juegan; entonces, si les tocan al hijo, se enojan, no entienden que el fútbol es de choque y roce. Son muy groseras, me han mandado dizque a cocinar y lavar”. En el comedor de su casa exhibe una galería de fotografías en las que se ve a Andrea, con su tradicional indumentaria de jueza, cuando corre en el campo de juego para impartir justicia, cuando muestra una tarjeta amarilla y cuando cobra una pena máxima. Es una mini–exposición que resume en imágenes sus más de 10 años de carrera arbitral. También están los diplomas de sus grados, del curso en el Colegio de Árbitros y algunas distinciones. Hay unas cuantas medallas y un trofeo imponente de color café que tiene forma de balón de fútbol y de silbato. “Me lo dieron en el Ponyfútbol por haber pitado la final de 2009. Ha sido lo mejor que me ha pasado en el arbitraje”. Juan Pablo Miranda y Andrea Chavarría eran los árbitros que estaban en la baraja para pitar la final. El comité analizó el desempeñó que tuvo cada uno en los zonales y en los partidos claves de la fase definitiva. No tuvieron que debatir mucho. Por unanimidad, la mujer le ganó el duelo al hombre, y no tuvo nada qué ver su género, fueron sus condiciones arbitrales las determinantes. Según Carlos Chavarría, presidente de la Comisión Técnica de la Corporación Deportiva Los Paisitas: “En 2009, el Festival cumplía sus Bodas de Plata y qué mejor manera de celebrarlo que entregándole esa responsabilidad a una mujer, rompiendo 25 años de supremacía de los hombres. Andrea hizo muy buen partido, estaba bien preparada, escuché los mejores comentarios de su arbitraje. La felicitaciones, porque dejó el listón muy alto para los otros árbitros”. Ya cuando iba a visitar a su papá y a su hermana Liliana en el barrio Juan XXIII, los vecinos murmuraban, se quedaban observándola cuando se bajaba de su motocicleta y, cuando salía del barrio, los comentarios no se hacían esperar. La reconocen como la árbitro de fútbol que un día salió en la televisión. Su hermana Liliana está acostumbrada y hasta los vecinos también, a verla por las calles. “En la tienda me decían que ahí llegó la árbitro y yo me reía. Nosotros en casa también la vemos cuando pita, eso es muy bonito porque logró lo que quiso”. Lastimosamente, su madre, María de Jesús, murió hace algunos años; se fue con la satisfacción de saber que Andrea lo logró. Es una lucha constante dentro del campo de juego con los futbolistas y técnicos. Andrea no le tiene medio a la soledad, es una mujer independiente y muy trabajadora. Está enamorada profundamente de su hija Saray y es amiga incondicional de su exesposo Gustavo. Es una luchadora que espera encontrar algún día el amor de su vida. El fútbol le quitó al conflicto armado a una de las mejores árbitros del departamento. Quizá, de no ser por la violencia que azotó a Ituango, Andrea hubiera crecido en el pueblo, rodeada de montañas, desempeñando labores propias del campo; nunca hubiera llegado a Medellín donde sus sueños los vistió de negro.

Este relato hace parte de Las mujeres del fútbol, trabajo de grado para aspirar al título de Periodista que otorga la Universidad de Antioquia. Asesor: Gonzalo Medina. El Ponyfútbol le permitió mostrar sus habilidades en el arbitraje.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

18 De grado

A mí no me gustaría ir por allá,

ni ir a mi casa.

Verónica vivió la violencia del Oriente antioqueño. Desde Argelia partió a Medellín para poder sobrevivir. La limosna fue su sustento durante cinco años. Su recorrido revela las agrietadas secuelas de la guerra.

Uno por ir, pero

tengo muchos

malos recuerdos

Miriam Fernanda González Velásquez [email protected]

E



mprendió un viaje a Argelia para compartir con su hijo y sus padres el dinero de la primera ayuda humanitaria. Notó las calles averiadas, a sus padres más ancianos y los recuerdos de la huida. El día de su desplazamiento, a inicios del 2000, había pagado el bus con la improvisada venta de un televisor. La acompañó un bolso solo con su ropa. Días antes, sus vecinos caminaron trochas y escalaron lomas para subir a un carro en Nariño que los llevara a Medellín; no había otra opción ante la ausencia de Fuerza Pública. Verónica* sabía que su columna no resistiría esa ruta, “esperé que se compusiera un poquito el pueblo”. En su regreso, tampoco olvidó la voz beligerante que interrumpió ese día su anonimato: “¿Pa’ dónde va?”, le preguntaron. “Pa’ Medellín”, respondió sin asombro. No había superado el miedo de las amenazas cuando le sobrevino otro, el de una ciudad inmensa y desconocida. Como siguiendo el rastro de un linaje llegó a Villatina, barrio de Medellín habitado por desterrados igual que ella, muchos de su pueblo, Argelia, Antioquia. Atrás había dejado a sus padres y a su hijo discapacitado. Ahora estaba a merced de la ‘solidaridad pueblerina’ que le pudieran ofrecer sus nuevos y viejos conocidos. Así consiguió un humilde rancho por la diligencia de un “señor”. Con su aspecto recogido por la escoliosis que padece, sus ojos desesperanzados y sus 1.45 m de estatura, recorría el barrio clamando alguna moneda. Con el tiempo, fue ampliando su ruta hacia sectores aledaños. Nunca al Centro, le daba pena y miedo. En contadas ocasiones fue a la Minorista, tenía que estar en fila desde las tres de la madrugada y solo hasta finalizar la mañana empezaba la repartición de alimentos. Igual en Tejelo, filas interminables. Por eso prefería los barrios. El dolor en la columna le impedía buscar trabajo en la ciudad; ni el aseo de su hogar era una labor cómoda. Por esto, la colaboración que le daban le servía para subsistir, aunque no era feliz. La soledad la llevó al aburrimiento y luego a la depresión. Pasó sus primeros cuatro años en Medellín en medio del sonido de las monedas, la oscuridad de su rancho y las interminables cavilaciones nocturnas: “¿Yo pa´ dónde cojo?”, “¿a quién le pido ayuda?”, “¿yo qué hago acá sola?”. Sollozar era su única respuesta sonora. “Y que cada tres meses, pero eso es más demorado. Dizque nos van a indemnizar pa’ que no jodamos más”. Quienes le regalaban monedas le decían que podía recibir ayudas del Gobierno. Desistía de ir a alguna Unidad de Atención y Orientación (UAO) a desplazados, cuando pensaba en la madrugada, filas, las numeraciones e interrogatorios. Sin embargo, en uno de los tantos desplazamientos en Argelia, llegó a Medellín una de sus amigas con la convicción de tramitar la denuncia en la UAO de Cauces. Ella la persuadió para que la acompañara y también para que diligenciara su denuncia. Vio la fila que tanto temía, a los funcionarios y a un sinnúmero de personas en condiciones similares a la suya. Su ánimo decayó con los trámites que prefirió evitar. Algunos incomprensibles, como modificar el tipo de declaración: “Yo me vine sola, pero en el computador aparecía con un mundo de gente que no conozco”. Con lista en mano de lo que necesitaba, Verónica volvió a deambular por las calles 20 días más por la desidia de reunir lo que requería. La funcionaria que la atendió le dijo: “Vaya y vuelve dentro de ocho días que yo le voy a colaborar”. El primer trámite de muchos fue obtener cédula nueva. Se entusiasmó con los 20 mil pesos que le facilitaron para diligenciar la contraseña. Al día siguiente, le consignaron 540 mil pesos que llegaban después de un lustro de su desplazamiento.

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Verónica suele reunirse con otras víctimas del conflicto en la Unidad de Desplazamienro Forzado.

No me dieron ningún apoyo sicológico

Cada vez que visita Argelia, los problemas del pasado y del presente se mezclan en una maraña de neurosis. Evoca a sus sobrinas desaparecidas; sus cortas y afligidas vidas. La muerte de su madre cuando aún eran niñas, el acoso sexual de su padre y las escasas oportunidades que las llevaron a la subversión. No ocultó malestar por el destino de sus sobrinas. Los guerrilleros conocían de sus reproches; esta sería la primera posible causa de su desplazamiento. Una se internó en el monte, falleció al parecer en un combate, y otra terminó desaparecida en el casco urbano. Ambas afectaron la vida de Verónica. Hoy no quiere recordarlas ni revivir los momentos de angustia y temor que la llevan al llanto. Verónica conocía al militar que arrastraba a su sobrina, en embarazo, desde la cama donde dormían hasta la salida de la casa. Su sobrina había hablado varias veces con el soldado. Él mismo le había advertido que la sacara del municipio porque estaba “llevando información a la guerrilla”. Aparte del enojo o la decepción, no podía hacer nada, no tenía autoridad. Después de esa noche, su sobrina desapareció. La agonía de la familia tuvo un ligero descanso cuando después de buscarla, mes tras mes, alguien en una vereda cercana señaló el lugar donde había visto “cómo la tiraban ahí” un año atrás. Con la ubicación, Verónica viajó a Medellín y en la Fiscalía “le colaboraron mucho” para la exhumación. Una vez en el pueblo le dieron cita a las cinco de la mañana para ir con miembros del CTI de la Fiscalía y del Ejército a la vereda donde se encontraba sepultada su sobrina. La imagen de la “ropita vieja” pegada a sus restos es la cinta de un recuerdo triste en la Argelia de ese entonces y en la Argelia venidera. La búsqueda y diligencia ante las autoridades estuvieron a su cargo, “no me dieron ningún apoyo psicológico”. El descanso llegó envuelto en duelo el día de la sepultura. Acongojada, continuó su rutina laboral. Estos hechos se sumaron al historial de las posibles causas de su posterior desplazamiento.

El pueblito se dañó de un todo por todo

En el último viaje a Argelia, la nostalgia retornó, no solo por la violencia reconstruida en cada calle, sino por la descomposición social en la que se ha sumido el pueblo en los últimos años, “¡qué pesar del pueblito, como era de bueno!” Su hijo es sordomudo. El amor filial los hace entenderse entre sí. Lo que no logra comprender es cómo llegó a sus manos la marihuana, “tengo mucho pesar y desconsuelo porque se está entregando al vicio”. El desánimo la ha llevado a contemplar la idea de regresar al municipio para cuidar de su hijo, pero la abandona cuando piensa en su seguridad. Sus visitas no pasan de un par de días aunque el temor dure más. En su último viaje, la preocupación superó al miedo. Los amigos, un pueblo “corrompido” y la ausencia de los padres han llevado a su hijo discapacitado a consumir drogas. Las señoras mayores de 40, como Verónica, se niegan a aceptar estos conflictos cada vez más urbanos. Sentadas en las bancas, en las puertas de sus casas, contemplan con asombro la oleada de “viciosos”, la “manada de maricones” y los matrimonios resquebrajados. Entre sonrisas de resignación, Verónica lamenta que los odie, “al que no quiere caldo le dan doble”.

Aquí vive el que puede, no el que quiere

Mientras el retorno definitivo a su pueblo sea una ruta enrevesada, la ciudad la espera en la agitada comuna 8. La necesidad la llevó al lugar en el que permanece. Su rancho es un resguardo húmedo para la balacera. El crujir de las balas la traslada a la Argelia sin Fuerza Pública de alias ‘Karina’. Siente el desgano de un pecho que

19 se desmaya, la palidez es el síntoma más visible, el temblor de sus piernas apenas pasa como un viento frío. Toma aire y acude a su humilde cocina en busca de una aromática. Los “combos” o “muchachos” controlan el barrio y sus habitantes. A menudo cambian los itinerarios, unas veces con aviso previo. Después de las siete “no puede haber ni un alma en la calle”. Otras veces, las balas los empujan a la cocina de sus casas para que la música y la aromática amortigüen sus cuerpos. Cuando disparan a los transformadores, solo queda la opción de la aromática. En la última visita del alcalde de Medellín, Aníbal Gaviria, se recrea el mismo escenario: un cúmulo de vecinos reunidos alrededor de una caravana de delegados y autoridades que se elevan con promesas e invitaciones a la denuncia. A pocos minutos de su partida, y cuando la gente está comentando las palabras y la ropa del señor Alcalde, las ráfagas vuelven a caer con el mensaje plomizo que recuerda la verdadera autoridad en la zona.

Aquí yo estoy volviendo a ese estrés

Verónica se sintió segura por el tumulto de gente y el Ejército que resguardaban al Alcalde de cualquier ataque. Con suerte, pudo llegar a su rancho antes de que la balacera la encontrara en la calle y el refugio fuese cualquier local aledaño. Mientras se encierra, repasa las similitudes con el conflicto en Argelia: los jóvenes actores, el sonido del arma, los encierros temblorosos, la desprotección institucional, los inocentes caídos. La mujer lee los cuatro años que vivieron con la guerrilla en Argelia y el regreso del Ejército en el 2000 con la intención de “rescatar” al pueblo. En los dos tiempos hubo situaciones difíciles y tristes, el secuestro fallido, la desaparición de sus sobrinas, la muerte de vecinos, el desplazamiento. En la inopia quedaron los habitantes sin luz, comida y mucho menos transporte, “no había nada, nada, nada”. La sal de ganado sazonaba algunos alimentos, “eso tan maluco”, los adultos se aferraban a Dios mientras los niños al lloriqueo.

Hasta que me aburrí y me fui; ese día no tenía ni un peso

Al enclaustramiento, le siguió el éxodo para sobrevivir por más tiempo. Muchos, como Verónica, no entendían la guerra ni sus amenazas. El trabajo en el pueblo y las labores del campo eran sus rutinas; por eso cuando la guerra los hizo huir no sabían exactamente porqué. “Me mandaron dos boletas y a la tercera sí tocó irme”. La inocencia en una guerra ajena ha llevado a muchos al secuestro o a la muerte. Todos los trabajadores del pueblo fueron citados por ‘Karina’ en un municipio cercano, Nariño. Personal de la Alcaldía, del Hospital y del Centro de Comunicaciones iban al lugar del encuentro. El Ejército en una aparición esporádica les ordenó devolverse, estaban en un enfrentamiento con la guerrilla y eso los había salvado, por lo pronto, de un secuestro o de la muerte. Pero el juez “don Alejandro se puso a hablar bobadas borracho” y en menos de un día fue uno más en el historial de muertos. En dos de las tres boletas amenazantes que le enviaron a su casa, Verónica respondía que ella no se metía con nadie, que no robaba, no debía y que solo hacía su trabajo. ‘Es que usted atiende a todos’; esta sería la posible tercera causa de su desplazamiento. En el pueblo se desempeñó en varios cargos de la Agencia de Servicios Edatel. Su trabajo fue una de las actividades que extrañó en la ciudad; aunque después del desplazamiento la empresa no reconoció ninguno de los 18 años laborados. Así como ella desapareció del Municipio, desaparecieron los papeles que respaldaban sus cargos.

Por él dejé de pedir

La soledad, el llanto, las caminatas y la falta de dinero hacían que durante períodos su peso no excediera los 35 kilos. “Yo era flacuchenta”. Apenas se asomaba carne en sus piernas. Se acomplejó y dejó las faldas. Cuando llegaba a las 11 de la noche, de pedir limosna, era poco lo que dormía. Pensaba, lloraba y rezaba; a veces el hambre la levantaba en la madrugada. En la mañana, agradecía a Dios por la vida pero le pedía una compañía, al menos “alguien con quien hablar”. En su rutina de subsistencia, llegó a la comuna de Buenos Aires donde le dijo tímidamente a un vigilante: “Señor, me hace un favor y me regala una monedita”. El celador la miró, se llevó la mano al bolsillo y le regaló mil pesos. A los ocho días, Verónica volvió al sector y el vigilante la llamó. Le preguntó si era de Argelia, él también era de allá, pero Verónica no lo recordaba. Ese día fueron a un restaurante a almorzar. Llegó al lugar con una sonrisa tímida y un bolso lleno de limosna que no le permitió levantar la mirada. Hablaron. Se hicieron amigos. Luego empezó a visitarlo en su apartamento porque su esposa lo había abandonado después de que “tocara” a su hija. Con el tiempo, él empezó a frecuentar su rancho con la advertencia de Verónica de no visitar otra mujer distinta a su exesposa.

Cuando se acerca la fecha de pago, su exesposa lo llama, acuerdan una cita en un lugar central y después de una corta charla y un par de caricias pide dinero para sus hijas. Aunque Verónica se asegura de que una parte del pago se destine para ella, el día en que vio ese encuentro, ocultándose entre las puertas de un local, la rabia la consumió. Lo esperó en su casa y lo amenazó con buscarla para contarle de su relación con ella, pero la compañía y el afecto no la han dejado pasar del amago.

Usted tiene que ser verraquita

Después de ocho años, aún conserva el miedo a enfrentarse a la ciudad. Su actual pareja la ayudó a romper la barrera que representaba la Estación San Antonio del Metro, porque de ahí “no pasaba”. “Si se ve perdida, pregunte”, y eso hace. En la multitud atrapa miradas que detallan su defecto lumbar. Solo los robos de los que ha sido víctima superan el temor a perderse. Un sábado salió a comprar un bulto de papas y, mientras procuraba el equilibrio para subir al bus, una señora arrebató su compra. “Lléveselas si las necesita” fue lo único que pudo decir. La segunda vez estaba esperando un bus para ir a la UAO de Belencito. Cuando se inclinaba con billete en mano para ubicar el bus que debía abordar, un habitante de la calle aprovechó su descuido y le arrebató el dinero. Impresionada por el hecho, le pidió al conductor el permiso para subirse sin pagar.

Yo me animé a ir

“El pueblo era muy bueno pero desgraciadamente la violencia acabó con todo…”. Un público inquietante traga en seco tras escuchar de las voces de las víctimas las atrocidades de la guerra. Llegó a ese grupo de teatro por el entusiasmo de las clases de sombreros y sandalias, también por el refrigerio. Verónica siente que hasta esa actuación “da tristeza”. Contar por lo que ha pasado conmueve porque no es un libreto, sino la representación de su vida y la de otras desplazadas. En el escenario detiene las lágrimas. Seis meses después de la inauguración de un grupo de teatro que surgió como estrategia psicosocial en la UAO, se presentaron ante el presidente de la República, Juan Manuel Santos. El mandatario demostró su gusto por el grupo a través de unas felicitaciones, “pero eso sí no sacó un peso, en vez de haber dicho: ‘a esas señoras deles tanto’”.

Es un milagro, yo era tullida, arruinada

Con los ensayos, las obras, el grupo de compañeras y su novio ha logrado aliviar sus tristezas. Aunque no han desaparecido, le gana el dolor de columna que la aqueja. Los médicos no se explican cómo pudo arriesgarse a tener un hijo y, por poco, un segundo que perdió en un aborto. Varios fueron los problemas durante su primer embarazo con el padre del bebé. “Uno en embarazo y que le peguen”; vivieron juntos solo un mes. Le dio preeclampsia y el bebé nació seismesino. Por su embarazo de alto riesgo, dio a luz en el Hospital San Vicente de Paúl; el bebé pasó varios días en la incubadora. Fue ahí cuando, por primera vez, Verónica pidió limosna, “pa’ poder irlo a ver”. Ella empezó a caminar a los once años, cree que por eso se le “dañó” la espalda; “me arrastraba con las manos”. Cuando vio cerca la embestida de una vaca, levantó sus 20 kilos del suelo y lentamente dio sus primeros pasos. Aprendió a caminar, pero un accidente en un mataculín la mantuvo hospitalizada en Rionegro, Antioquia. Los médicos estaban dispuestos a operarla, pero le advirtieron a su madre que quedaría en silla de ruedas de por vida. “Entonces, me volé”. La cirugía nunca se dio; como pudo continuó caminando y desafiando a la ciencia. El dolor de espalda la angustia. Lava todos los días para no arrumar ropa. Le teme a la cirugía. Así la sienten en una camilla para practicársela se ‘volaría’, como lo hizo alguna vez. Los exámenes no han dado buenos resultados. No quiere depender de nadie, estar “arruinada” en una silla de ruedas y perder todo el camino que ha recorrido con sus pies. Intenta no pensar en esa otra gran preocupación. Sueña, en cambio, con salir del barrio, dejar atrás las balas y refugiarse, junto a su compañero, en un pueblito distinto a Argelia en el que, aunque no tenga dinero, pueda disfrutar de un paseo en él, olvidarse del pánico a los atracos y distraerse para no sentir angustias. Y por supuesto, seguir en pie y caminar. Sus pasos le han permitido huir y sobrevivir. *Nombre cambiado

El relato de Verónica hace parte de La depresión en tres mujeres desplazadas, jefas de hogar y oriundas del Oriente antioqueño asentadas en Medellín, para aspirar al título de Periodista que otorga la Universidad de Antioquia. Asesor: Glemis Mogollón.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

20 De grado

Cuando una voz

intenta acallar

el sonido de las balas La historia de Gabriel Velásquez es también la de otros, la de los sindicalistas que, por no quedarse callados, por denunciar, por decir, se han convertido en víctimas de amenazas, intimidaciones, persecuciones, de violencia selectiva.. Shirley Muñoz Murillo [email protected]

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sa tarde del 2005 cuando Gabriel Velásquez regresó a su finca en el corregimiento de Altavista después de una jornada de trabajo, apenas tuvo tiempo de descansar al lado de su esposa antes de que comenzara a retumbar en el aire el sonido de las balas. En medio del silencio, los disparos se hicieron más recurrentes. Adentro, sólo una sensación: miedo; afuera una tras otra las balas caían en intentos fallidos por alcanzar la casa. La monotonía del sonido de las armas que los hombres disparaban fue interrumpida por la respuesta de otras balas. La atmosfera entró en una dinámica diferente y, adentro, el aturdimiento sufrió una ruptura que le permitió a Gabriel y a su esposa hacer el temor a un lado para mirar a través de la ventana y descubrir al fondo la presencia de la policía. Los tres hombres que antes disparaban, huyeron entre la montaña para cruzar un cañón y esconderse en una finca vecina. En un intento por atraparlos, los policías abordaron un vehículo y tomaron la carretera para comenzar la persecución y tratar de capturarlos. Eran las 6:30 de la tarde cuando Gabriel decidió salir de la casa para comprender lo que había ocurrido. Afuera lo recibió un silencio pesado, cargado aún de los rastros dejados por la estridencia de las balas y por las miradas alarmadas de sus hermanos y de vecinos que, desde las fincas cercanas, intentaban descubrir la magnitud de la situación. En medio de su turbación, Gabriel estaba seguro de algo: los hombres, los disparos y el miedo, no eran más que la materialización de una sombra presente en su vida y en la de su familia durante años. Una manifestación del temor de otros que decidieron encajar su día a día en un esquema de intimidación y amenaza, para contener su voz y evitar que su palabra se escuche.

Contra el miedo una palabra

La lucha de Gabriel como presidente de Sintrabecolicas, sindicato de la Fábrica de Licores de Antioquia, comenzó en 2002. Mientras hacía la veeduría de la Fábrica, se enfrentó a una difícil situación después de que el Gobernador de Antioquia, Aníbal Gaviria, decidiera despedir 250 trabajadores con la excusa de estar respaldado en la Ley 617 del año 2000. En ésta se dictan normas para la racionalización del gasto público nacional, pero se convirtió, en realidad, en un pretexto para apoyar a unas personas que crearon cooperativas de trabajo asociado y vincular por este medio a los obreros que despidió la Fábrica de Licores. De esta manera, apareció una nómina paralela, con trabajadores que no recibían ningún tipo de reconocimiento por parte de la empresa y a los que les eran recortados sus derechos y sus sueldos. Su trabajo se enfocó en denunciar este problema, y también en demostrar una situación de robo continuo de alcoholes de la empresa, bajo la mirada cómplice de la

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administración. En ese momento, quedó en sus manos una cantidad de irregularidades descubiertas; decidió hacer las denuncias respectivas ante la Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría, que sacudieron a los directivos de la empresa y llevaron incluso a la detención carcelaria de algunos. Tiempo después comenzaron a llegar las amenazas; llamadas intimidantes y panfletos fueron las primeras respuestas a las manifestaciones del Sindicato y, principalmente, a las iniciativas de Gabriel. Ante la insistencia de las intimidaciones, Gabriel denunció esta situación ante la Fiscalía; se le asignó protección por parte de la policía a través de visitas periódicas tanto a su casa como a la oficina. Todos los días a determinadas horas del día la policía llega a su lugar de trabajo y a su casa para verificar que tanto él como su familia estén bien; unas visitas que, aunque incómodas, comenzaron a incorporarse en la cotidianidad de su vida y en la de su esposa y su hija. A pesar de las precauciones, las medidas adoptadas por la policía no lo hacían inmune a la persistencia de sus enemigos que buscaban, por todos los medios, amedrentarlo para tratar de frenar sus acciones. Poco tiempo pasó antes de que las voces intimidantes tomaran forma y para que él experimentara, por primera vez, las verdaderas dimensiones de la situación en la que se había circunscrito su vida. Una tarde, minutos después de que Gabriel regresara a su casa, una visita inesperada llegó a la puerta. A las 5:30 de la tarde lo llamaron a la portería, y pudo ver cómo cinco hombres de civil y armados con fusiles descendían de una camioneta Toyota. Algo no estaba bien en la escena que presenciaba. La sensación empeoró cuando los hombres se presentaron como miembros de las Autodefensas Unidas de Colombia. Ellos fueron claros en el motivo de su visita. Llegaron a su casa para exigirle una renuncia inmediata a la organización sindical y para advertirle que debería desistir de las denuncias que estaba instaurando en contra de Juan Fernando Mesa Piedrahita, gerente de la Fábrica de Licores de Antioquia en esa época. La exigencia fue contundente: si él no lo hacía, su vida y la de su familia correría riesgo. Se marcharon no sin antes advertirle que al día siguiente regresarían para recoger una copia de la renuncia al Sindicato. El día siguiente llegó y Gabriel estuvo a la expectativa, atento a que en cualquier momento aparecieran los hombres para pedir la copia de su renuncia. Pero ese momento nunca llegó. Ese día no tuvo noticias de los paramilitares, tampoco los días siguientes. Sin embargo continuó esperando. Entendía que ya no tenía el control sobre las cosas, pues desde el inicio de las amenazas las situaciones eran impredecibles como nunca antes. Él guardó la renuncia en el bolsillo de su camisa y la llevó con él todos los días, como una especie de contra con la que trataba de alejar el temor y salvaguardar su vida. Nunca necesitó utilizar el papel, pero en cambio comenzó a necesitar una protección para las llamadas y los panfletos que aparecieron en los días posteriores, amenazas que llegaban de parte de las Autodefensas Unidas de Colombia.

21 A pesar de que Gabriel, después de esta experiencia, decidió quedarse al margen de los asuntos de la organización, y de que el temor lo llevó a tratar de pasar de bajo perfil e incluso a esconderse, las amenazas continuaron. Cada vez se hicieron más frecuentes las llamadas a su oficina y a su casa, en las que le advertían que por ‘sapo’ y por sindicalista lo asesinarían junto con su familia. Cada una de las manifestaciones que surgieron en su contra durante esa época, se unieron para formar un ambiente de intimidación que era más fuerte de lo que Gabriel podía lidiar. Había presentado su renuncia a la organización y estaba a la espera de la decisión; sin embargo, luchando contra sus temores, seguía al frente del Sindicato. La renuncia a la organización no fue aceptada. Y en medio del panorama complejo en el que se ubicaba su vida, la de su familia y su deseo por reivindicar los derechos de los trabajadores, fue inevitable para él caer en una lucha interna en la que muchos sentimientos comenzaron a reñir, tenía que decidir si debería sobreponer su voz a su instinto de sobrevivencia. Finalmente, el deseo fue más fuerte que el miedo; seis meses después decidió que no se dejaría amedrentar por la intimidación de las armas.

La voz, un escudo para las balas

Desde la noche del 2005, cuando los disparos se escucharon en la casa de Gabriel, los cambios más trascendentales comenzaron a aparecer. Desde meses anteriores todo había girado alrededor del miedo, de las amenazas, y de aprender a convivir con la presencia intermitente de la policía; pero a partir del día del hostigamiento todo cambió. El temor persistía pero ya no era el mismo, el poder de las palabras dio paso a los hechos: su vida se convirtió en blanco de los paramilitares. Debido al peligro que corría, el Ministerio del Interior decidió asignarle un esquema de protección, que constaba de un vehículo y dos escoltas para velar por su seguridad. Pero la tranquilidad estaba lejos de llegar, esta decisión sólo generó preocupación en su familia, su esposa estaba angustiada. Desde unos años atrás eran evidentes los peligros a los que Gabriel estaba expuesto por ser sindicalista; pero el esquema se había convertido en la materialización de esos riesgos, en una realidad que obligaba a todos a ver de frente el miedo y a sentirlo aún más presente. Cada elemento cambió de lugar: las rutinas, las relaciones de Gabriel con su familia y sus amigos, y sobre todo su tranquilidad se vio afectada con todo lo que ocurría. Fue casi imposible acostumbrarse a tener un esquema de seguridad. La relación con su familia se había determinado por las medidas que debía tomar para no correr riesgos, y por la presencia constante de los dos escoltas quienes, al fin y al cabo, eran hombres extraños que entraban a acoplarse a las dinámicas de la familia. Nunca entendió muy bien cómo adaptarse, hasta el día de hoy lo desconoce; no pudo encontrar la forma correcta de dejar su vida en manos de desconocidos. El primer indicio del giro que darían las cosas fue el desplazamiento. Él, su esposa y su hija de 3 años empacaron sus pertenencias y decidieron trasladarse de su casa en el corregimiento de Altavista, ponerla en venta y despedirse de su pasado en ese lugar. Se trasladaron a una casa en el sur de Medellín; sin embargo, no fue garantía para ahuyentar las amenazas. Al poco tiempo, Gabriel sintió que lo estaban siguiendo; las llamadas intimidantes no se hicieron esperar y el asedio se hizo más constante. Cada vez eran más las presencias a su alrededor, el miedo crecía a la par de los seguimientos y, de nuevo, no quedó otra opción que hacer maletas y buscar otro hogar. Para desgracia de Gabriel, las amenazas ya estaban tan ligadas a su vida que huir de ellas era casi imposible. Más aún cuando no se trataba de intimidaciones aisladas, sino de una persecución selectiva que, al parecer, no terminaría sino hasta que su voz se silenciara por completo. A pesar de las intenciones, fue imposible huir al asedio; durante los meses siguientes mudarse de casa se convirtió en una constante. En cada lugar, el alivio era momentáneo; pero la determinación de las personas que trataban de amedrentarlo era más fuerte, y el miedo siempre regresaba. Desde hacía algunos años había comenzado su trabajo de defensa de los derechos de los trabajadores y de denuncia en la Fábrica de Licores de Antioquia. La solución para terminar con el asedio se daba en las propias amenazas: una renuncia a todas las iniciativas que había emprendido; pero a pesar del peso que llevaba encima con la persecución, para Gabriel esa opción era la menos viable. Han pasado 7 años desde que se le asignó el esquema y, sin embargo, a Gabriel todo le resulta tan ajeno y extraño como el primer día. En este corto tiempo, alrededor de 16 escoltas han pasado por su esquema de seguridad, y dice preocuparse cuando se entera de que muchos de ellos han tenido problemas con la justicia. Sin embargo, él sabe que es una situación con la que necesariamente debe lidiar, pues por el uso de la voz, su vida y la de su familia corren riesgo. A cualquier precio debe cuidar de su esposa y de su hija sin guardar silencio, aunque las medidas impliquen tener todo el tiempo sobre su pecho un chaleco antibalas, como esperando que en cualquier momento puedan llegar los disparos tan anunciados en las llamadas.

Y después de todo, algo se ha fracturado

Detrás de las amenazas de Gabriel no sólo se han ocultado grupos paramilitares. Ellos son responsables de gran parte de las amenazas y atentados que han ocurrido contra su vida desde que comenzó la persecución en 2002; pero de manera paradójica diferentes administraciones de la Fábrica de Licores de Antioquia también han tenido parte de responsabilidad en las intimidaciones de las que ha sido víctima. Gabriel se convirtió en la piedra en el zapato para diferentes personas que han estado cercanas a la infiltración de grupos paramilitares al interior de la Fábrica y a la generación de desfalcos, al utilizar el licor como dinero para pagar favores o, en algunos casos, para sobornar a la justicia y evadir procesos judiciales. Cada descubrimiento de este tipo Gabriel lo ha denunciado porque sabe que es necesario emprender una lucha para acabar con la corrupción al interior de la Fábrica, aunque esto implique trazar su cotidianidad sobre un camino de temor. Gabriel comprende las dimensiones del miedo que, desde hace años, envuelve la vida de sus hijos y de su esposa; además sabe que de él depende que esta situación pueda terminar. Sin embargo, afirma que es una de las decisiones más difíciles de tomar: por un lado, su familia insiste constantemente en que deje de lado su actividad sindical para retomar sus vidas y volver a vivir otra vez sin miedo, sin llamadas, sin estar a la espera de que un disparo llegue desde cualquier lugar; y de otro, sus convicciones no le permiten ceder, sabe que es imposible para él guardar silencio. Algunas veces, cuando las amenazas contra su vida y contra su familia se incrementan, a Gabriel no le queda otra opción: deja de lado la representación de la organización esperando que las cosas se calmen. Pero la situación permanece y siempre, al final, ocurre lo mismo: regresa para retomar la presidencia del Sindicato y para continuar con los procesos, postergando continuamente una decisión definitiva. Los hijos de Gabriel han experimentado por igual los contratiempos de las amenazas, pero un peso mayor ha recaído sobre su hija menor. Gabriel y su esposa siempre han tratado de mantenerla al margen de todas las situaciones en las que ha estado inmerso, pero es imposible pretender que se pueda omitir el miedo, los seguimientos, la persecución, cuando todo esto ha hecho parte de la vida de la pequeña desde que nació. Crecer con la presencia de la policía en su casa, los traslados en patrullas para ir a la escuela, ver a su papá con escoltas, y conocer las armas y el miedo, la ubicaron en una realidad que la sorprende pero que a su vez, a sus pocos años de vida, le ha resultado incomprensible. Estas situaciones han colocado a la niña frente a un panorama difícil, en el que no ser consciente de lo que ocurre a su alrededor y no tener la capacidad para manejar las situaciones, la han expuesto a un ambiente de tensión por el cual ha sido necesario recurrir a tratamiento psicológico. El ambiente de su casa con la intervención diaria de los escoltas del esquema de seguridad, y la imprudencia algunas veces con el manejo de las armas, lograron que la niña se sintiera extraña y que muchas de las situaciones cotidianas, hasta la presencia de su propia familia, le resultaran ajenas. Gabriel trata de explicarle todo lo que ocurre, y se ha percatado en las preguntas que la acosan del interés por sus problemas: “¿Papi, a usted también lo van a echar? ¿Lo van a suspender? ¿Lo van a meter a la cárcel? ¿A usted lo van a matar?” Una cantidad considerable de cuestionamientos ronda en su cabeza todo el tiempo, más a la espera de una comprensión de las situaciones que a una respuesta exacta. Después de todo, las convicciones siguen intactas. Inevitablemente el tiempo ha dejado en la vida de Gabriel y en la de su familia un peso insondable marcado por la intimidación y el temor. Han pasado 12 años desde que asumió la presidencia del Sindicato; Gabriel cree que ha llegado el momento de dar un paso a un lado y dejar el cargo. Más que una decisión basada en la prudencia es un deseo en el que tiene puestas todas las expectativas. Quiere que esta decisión se convierta en la llave con la que puede retroceder el tiempo y regresar a su antigua vida: estar de nuevo con su familia, salir al parque con su hija y su esposa; pero, sobre todo, dejar de temer. Con su decisión, él no busca alejarse del sindicalismo. Lo que pretende es continuar como afiliado a la organización, pero dejar el lugar de la presidencia a otra persona que pueda continuar con el trabajo realizado durante sus años como Presidente. Sabe bien que hay temor entre sus compañeros para decidir quién asumirá el cargo cuando él lo deje. El Sindicato ha comenzado a afrontar asuntos delicados y continuar con los procesos es una responsabilidad que pocos estarían dispuestos a asumir, menos aún después de ser espectadores de cómo transformó la vida de Gabriel el tomar la vocería. Él no desea abandonar la lucha que durante tanto tiempo ha sostenido, sólo quiere que, después de tantas situaciones, finalmente llegue algo de tranquilidad a su vida y a la de su familia. Ya tiene todo planeado: se mudará de casa, botará sus celulares y ya no tendrá escoltas, sus días volverán a ser normales. Su hija y su esposa ya no tendrán miedo, él tampoco lo tendrá. El temor que se aferró a él desde la primera vez que escuchó del otro lado de la línea cómo una voz extraña decidía jugar con su vida dejará de habitar en sus espacios. Ya no existirán los vacíos, esos tiempos muertos dominantes entre la inminencia de un disparo y saberse vivo.

La manifestaciones por asesinatos de sindicalistas han sido una constante en la historia de las luchas laborales en Colombia

* Esta historia hace parte de Acallar las voces: relatos de vida de sindicalistas víctimas de violencia selectiva, para optar al título de Periodista de la Universidad de Antioquia. Asesor: Ricardo Aricapa

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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Se murió El Balay en tierra cordobesa

y quedó su cuerpo tendido en la arena…

Este es Miguel Fontalvo, el del toro Balay

El porro es uno de los ritmos que más se bailan en Colombia, pero poco se sabe de sus cantantes y compositores. Miguel Fontalvo, uno de ellos, es de esos juglares de la sabana costeña que para ser maestros no necesitaron ir a la escuela. Esta es su historia.

Daniela Margarita Ramírez Ozuna [email protected]





Aquí te tengo esto”, fue lo primero que dijo Miguel Fontalvo. Se refería a dos portadas de elepés que conserva desde hace años. Una, la del primer disco en acetato grabado en 1977 por su padre Julio Abel Fontalvo Caro, titulado Corazón, corazoncito. Ambos están sentados en la sala de su casa, en el barrio Las Margaritas, de Sincelejo, capital del departamento de Sucre. Las manos del maestro ahora son temblorosas y frágiles. Su hablar es lento y pronuncia las palabras con esfuerzo. Mantiene la mirada hacia el suelo, pero su semblante cambia cuando escucha una de sus canciones. -Tú fuiste la que vino la otra vez, ¿cierto?” -Sí, maestro, fui yo. Su memoria no lo defrauda. Es de piel blanca, ojos oscuros, dedos largos y un bigote no tan tupido como el de sus años mozos. Entre cada palabra deja salir una bocanada de aire que interrumpe el ritmo de su narración. Recuerda muchas cosas y corrige a su interlocutor cuando se equivoca, pero los años y la enfermedad de Parkinson que sufre dificultan su hablar. Está sentado en una silla Rimax frente al televisor. Por lo general, permanece en ese lugar varias horas del día y se entretiene escuchando y viendo la franja de programas de los dos canales más populares de la televisión nacional. El próximo 10 de diciembre cumple 83 años de haber nacido en Las Palmas, corregimiento a 15 kilómetros de San Jacinto, en el departamento de Bolívar, como él mismo lo relata en una de sus canciones. Su infancia transcurrió junto a sus padres, Miguel Fontalvo y Bertha Caro, y a sus cinco hermanos. Las Palmas, cuentan quienes lo conocen, siempre fue un pueblo de gente trabajadora, dedicada al campo, a sembrar tabaco, maíz, ñame y yuca harinosa. Pero iba más adelantado que los demás vecinos. Sus habitantes crecieron entre el sol caliente, los partidos de fútbol en plena cancha polvorienta, la cría de animales y los sonidos de pitos, gaitas y tambores que, interpretados por los más experimentados músicos populares, dejaban escuchar cumbias, porros y fandangos.

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Alfonso Hamburguer conoce a Fontalvo desde hace más de 10 años. Él es oriundo de San Jacinto y asegura que en éste había menos médicos que en Las Palmas, siendo el último más pequeño. La historia musical del maestro comenzó entre el tabaco, la guacharaca, la caja y el acordeón. “Yo trabajaba cultivando tabaco”, apunta Fontalvo. Y esas jornadas de cultivo le sirvieron para ahorrar el dinero con el que compró su primer instrumento. En el municipio de Plato, y en el corregimiento El Difícil, cabecera municipal de Ariguaní, departamento de Magdalena, siguiendo la pista de Francisco “Pacho” Rada y de otros juglares de la época, aprendió a tocar el acordeón.

Salió a vagabundear desde niño

Mucho antes de todo eso, cuando apenas contaba 12 años, empezó a descubrir su amor por la música y sacó a flote la vena artística de la familia y del pueblo. Un tío lo invitaba a las parrandas y fue ahí donde encontró ese espíritu aventurero que lo llevaría a trasegar de por vida. Al menos hasta que algo se lo impidiera, como lo ha hecho su enfermedad. Todo parece indicar que, a estas alturas, ya no es necesario aventurar porque el maestro ha hecho, aparentemente, lo que ha querido. Como muchos de los juglares de su época, asistir a una escuela nunca fue una preocupación fundamental. Alcanzó a cursar hasta tercero de primaria “porque salió a vagabundear desde niño”. La primera versión del Festival Sabanero que se realizó en 1974, como respuesta a las decisiones tomadas en el Festival Vallenato, hizo que Fontalvo fuera invitado a Sincelejo para ser jurado. Y en 1978 su amor por la sabana y la ilusión de tener una casa propia lo impulsaron a tomar la decisión de quedarse en esas tierras para siempre. Así llegó con toda su familia a la capital de Sucre después de vivir cerca de 20 años en Bogotá donde laboró en el Ministerio del Trabajo. Según Hamburguer, su relación con Crispín Villazón de Armas, padre del cantante vallenato Iván Villazón, le permitió hacer parte de esta cartera, “pero en realidad, su puesto estaba en la parranda porque Julio era un gran animador”. Por salir del pueblo tan joven, no le tocó vivir en carne propia la época brutal de violencia en los Montes de María. No le tocaron los desplazamientos forzados de

23 Los arreglos de Pello Torres y su célebre trompeta le dieron a la canción un sabor al polvo que se levanta de la rueda de fandango, un olor a ron y a corral y un calor como el del manojo de velas que Ya no le es necesario acompaña el baile y hace sudar los cuerpos en una noche de fiesta aventurar porque el sabanera. Por eso, Dairo Meza, director de la Banda Departamental maestro Fontalvo ha hecho, de Sucre, dice que en El Balay se conjugan varios elementos como una linda melodía, una buena historia y la utilización del ritmo más aparentemente, lo que ha autóctono: “es un lamento por una pérdida y está grabado en ritmo de porro, que es el ritmo original de las fiestas de corraleja”. querido. Como muchos de Fontalvo es simple a la hora de responder cualquier pregunta, los juglares de su época, lo que no significa, necesariamente, que su interés sea poco. Es un asistir a una escuela nunca hombre espontáneo. -¿Por qué le gusta El Balay, maestro? fue una preocupación - Porque es bonito-, responde sencillamente y le insiste a su hijo que muestre Río crecido y Río seco, las dos producciones que más lo fundamental. Alcanzó a llenan de orgullo. cursar hasta tercero de Permanece sentado en su silla y, pese a sus manos temblorosas, saluda y se despide con un fuerte apretón. Hace siete años murió su primaria “porque salió a esposa, luego de padecer un cáncer. Miguel, quien vive en la misvagabundear desde niño”. ma casa con su familia, se encarga de cuidarlo pues sus hermanos están fuera de Sincelejo. Él espera que su padre disfrute los últimos años que le quedan. Por eso prefiere no “acosarlo” con tratamientos ni medicamentos que lo hagan sufrir. “Papi ya está en sus últimos años y quiero que los viva bien. Él es malo porque sabe que yo lo complazco mucho y por eso hace cosas para llamar la atención”, afirma. En el rostro del maestro se reflejan los años: el bigote negro ahora es blanco como su cabello; sus ojos son más pequeños de lo que eran hace una década; su postura corporal es menos erguida y por eso ha perdido algunos centímetros de estatura; y su caminar, ese que lo condujo sin temor a tantos lugares, se transformó en pasos lentos y cansados. Miguel está orgulloso de su padre Las aventuras del Toro Balay como el maestro de sus canciones. Una Más adelante, Los Graduados le de ellas consiguió que el Toro Balay, grabaron Capullo de rosa blanca; Julio uno de los símbolos de la tradición sabaJaramillo grabó el bolero Corazón coranera, quedara inmortalizado. Ese toro zoncito; Los Cañaguateros, El Bolivarende raza criolla, tan sabanero como el se; y así muchas canciones del maestro Miguel Fontalvo tuvo su cuarto de hora en la música mote de queso, recorrió las corralejas salieron a la luz pública. Sin embargo, de Turbaco en Bolívar, Sincé en Sucre, un encuentro con uno de los ganaderos Cereté en Córdoba y se lució en su pamás renombrados de la zona marcó el tio, el 20 de enero en Sincelejo. Pero un nacimiento de una leyenda de las corralamento quedará por siempre porque el Balay murió en tierra cordobesa. Y como él, lejas; uno de los mayores aportes de Fontalvo. Así nació el porro El Toro Balay, en también permanecerá en sus canciones la memoria del maestro. honor a un toro rejugao, ligero como un rayo, criollo y de color bayo, de propiedad de don Arturo Cumplido Sierra. La portada del elepé, que muestra con mucho orgullo Miguel, y que conserva como una reliquia, tiene la fotografía de su padre quien, sonriente, señala hacia un extenso campo en el que se ven pastar toros y vacas. “Con este LP se conoció por *Esta crónica hace parte de la serie radial El Alma del Porro. Por los caminos primera vez la canción”, dice Miguel mientras suena en una pequeña grabadora un de la tradición presentada como trabajo de grado para aspirar al título de CD en el que se conserva la primera versión del porro. Periodista, en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia. César Cumplido, hijo de Arturo Cumplido Sierra, afirma que el compositor fue Asesor: Marina Quintero. a la oficina de su padre para ofrecerle una canción. Don Arturo le dijo que en vez de homenajearlo a él, cosa que ya habían hecho varios músicos, prefería que le cantara a un toro muy querido de su ganadería que había muerto hacía algún tiempo. Se trataba de El Balay, un toro arriesgado, bravo pero noble, que murió en el corregimiento de Carrillo, jurisdicción del municipio de San Pelayo, Córdoba. Por su renombre y coraje, recorrió varios pueblos. Fue bautizado así por la forma de sus cachos que recreaban la figura del balay, un cedazo formado por un aro de bejuco y un tejido de tiras de hoja de palma o de mimbre que usan los campesinos para cernir maíz, trigo o arroz. Cuentan quienes lo conocieron que, en una ocasión, el toro hirió a un arriesgado manteador quien murió días después. Por venganza, su hermano decidió poner veneno en una banderilla y se fue a Carrillo a terminar con la vida de El Balay. El toro recibió en su cuerpo una cantidad del tóxico que lo dejó tendido sobre la arena y, pese a los esfuerzos, murió en tierra cordobesa, como lo relata Fontalvo en el porro. El Balay había nacido en la hacienda Iberia, pero se crio en la hacienda Santa Teresa, corregimiento de Puerto Viejo, en Santiago de Tolú. Se murió El Balay en tierra cordobesa y quedó su cuerpo tendido en la arena, compa, él nació en la hacienda de Santa Teresa, dice Arturo Cumplido, de una raza buena, compa… “A Julio se le vino la melodía de El Balay en un bus de Sincelejo a Medellín mientras viajaba a cumplir con compromisos musicales. Ahí nació ese porro, en el puesto de los músicos”, cuenta Cumplido. Ni Miguel ni su padre recuerdan a ciencia cierta en qué año fue grabada la canción por primera vez. Pero sí saben que fue con la voz y el acordeón de Rodrigo Rodríguez y con los arreglos y la trompeta del maestro Pello Torres. Pronto, el porro se convirtió en un clásico de la música sabanera. Rodrigo Rodríguez, desde la distancia, hace memoria sobre aquellos días en el estudio de grabación en los que las notas de su acordeón y su voz acompañaban la popular letra del maestro Fontalvo. La grabación se hizo en Unisón, propiedad de Calixto Récord, gerente de Discolombia. Para la época, el estudio estaba copado por muchos grupos y Conrado Marrugo, director artístico de la CBS, separó los turnos de grabación. “Recuerdo que se hizo en bloques, no como ahora que se graba por canales. Los arreglos estaban escritos en las partituras, pero el maestro Pello Torres, muy sabiamente, los hizo todos con la boca. Cantaba las figuras y cuando ya estaba todo grabado, los músicos que interpretaban los instrumentos doblaban los sonidos hechos por la voz. La grandeza también hay que abonársela al maestro Julio Fontalvo porque él recogió unas vivencias de la región. Inclusive parte de los arreglos se los dictaba al maestro Pello Torres y él los escribía. Además, ayudó a que se conservaran las raíces de nuestra música sabanera”, relata Rodríguez. sus familiares y amigos; tampoco las masacres de sus coterráneos ni ver que en Las Palmas ya no se morían de viejos, sino porque a los grupos armados se les ocurría que alguno era colaborador del enemigo o que, definitivamente, su presencia en ese punto estratégico de la región obstruía el tráfico fluido de droga. No vio cómo el corregimiento se convirtió en uno más de los tantos pueblos del país agobiados por la guerra y condenados a la soledad y al olvido. La finca en la que vivían sus familiares aún les pertenece, pero a raíz del desplazamiento de que fueron víctimas no volvieron nunca más. Como tampoco lo hizo el maestro. La casa a la que llegó en Sincelejo es la misma en la que vive hoy. “En Las Margaritas había un programa de vivienda, y así fue como la adquirió. Hay algo que recuerdo y es que Julio siempre llegaba adonde quería. Él salía de Bogotá para la Costa y solo llevaba el pasaje hasta Medellín. Ahí encontraba a alguien que lo ayudaba”, cuenta Gilberto Torres, músico y amigo. Lo mismo ocurría si iba de Sincelejo a Venezuela. El pasaje le alcanzaba hasta Maicao; allá conseguía el resto. Pero su éxito como músico y compositor se inició en 1974 cuando Emiliano Zuleta y su conjunto, en la voz de Poncho Zuleta, grabaron Río Crecido y Río Seco, dos de las canciones más conocidas del maestro. Ambas, compuestas en aire de paseo, elevaron el nombre de Fontalvo y permitieron que fuera reconocido por toda la región. Recientemente, Río Crecido también fue grabada en ritmo de porro por el cantante de música vallenata Jean Carlos Centeno. Cuando el río está crecido es porque está lloviendo y si se le nota horrible, es porque arrastra piedras. Y si me ven afligido, es porque estoy sufriendo; no me mates corazón, no dejes que yo muera.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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Esos niños

parecen gatos,

salen por las noches y duermen todo el día

Caucasia es algo así como la capital del Bajo Cauca. A sus problemas con la minería, con la presencia de grupos y bandas ilegales, se le suma el de la mendicidad. A medida que las cifras de deserción escolar crecen en Caucasia, se abren mayores posibilidades de vagancia y exposición a las drogas y el delito. Zalma Salcedo Martínez [email protected]

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on las 4:30 de la mañana y Amanda Mendoza está desvelada; como todas las noches, se pone en manos de Dios y llora de preocupación. Amanda se resigna y espera una mala noticia. Pero aún tiene la esperanza de volver a ver a su hijo, aunque sea otro día. Al igual que Amanda, Nelly y Cristina viven a diario ese constante temor. Gustavo, Pedro, Carlos y Luis* pasan toda la noche, e incluso parte de la tarde, fuera de sus casas. “Parece un gato, sale por las noches y duerme por el día”, dice Cristina. Llegan de 5 a 6 de la mañana, duermen hasta el mediodía, almuerzan, siguen descansando o, si deciden, vuelven nuevamente a la calle. ¿Qué hace un niño de apenas 10 o 12 años en la Zona Rosa de Caucasia? No es bailar o embriagarse. Mendiga para soportar la noche, hace maldades (como rayar una moto, arrebatarle comida por ociosidad a alguien, golpear a niños menores…), y vende chicles para tener con qué jugar maquinitas, play o comprar mecato. Pedro de 10 años y Gustavo de 11, son hermanos. El mayor, algo más juicioso, a la hora de mendigar prefiere andar solo. Pues no le gustan las hazañas de Carlos, Luis y Pedro. “Ellos ya los tienen en la mira porque hacen maldades, cogen cosas ajenas y meten sacol, y así no les dan plata”, dice Gustavo. Pero en realidad, son los que más dinero recogen en una noche. Pedro puede sacarse desde unos 5 mil a 20 mil pesos por noche; “Luis y Carlos ya para las 12 de la madrugada deben tener su montón de plata”, comenta Pedro. Probablemente es mucho más de lo que él recoge. De algunos bolsos que serán extraviados, celulares de algunas chicas desatentas o dinero de algún borracho, se ganan su ‘lotería’ de la noche. Dice Pedro que en ‘La Y’, otra zona de bares de Caucasia, se encontraron un bolso con gran cantidad de dinero, de la cual no tiene idea cuánto fue ni qué hicieron con ella. El caso llegó a manos de la Policía; pero como no hubo denuncia, la ‘lotería’ de los niños no les fue decomisada. En medio de otros chicos, Pedro jugaba en el Parque de las Ceibas; Carlos y Luis planeaban ofrecerle un poquito de su diversión. Lo que ignoraban es que éste se volvería igual o más adicto que ellos a tal juego. Carlos le ofreció un tarrito de bóxer para entretenerse y le dijo: “Si no metes, te casco”. Pedro no quiso y se fue corriendo, pero aquel lo alcanzó y le dio un puño en el pecho. Ésa y muchas otras veces Pedro lo hizo. Cuando él se droga, se pone rebelde, le dan ganas de pelear e inclusive se siente tan prepotente que hasta a niños mayores los insulta y empuja. “Me da mareo, pienso cosas malas y me tiro al piso en la calle; yo apenas lo hice una sola vez”. Pero Gustavo el chacero (que vende chicles y dulces), que es compañero de calle de Pedro, desmiente la versión de su amigo: “Ese pela’o está envicia’o, yo lo paso viendo que mete cada rato”. Éste con 14 años y toda rudeza, amenaza a los niños con ‘cascarlos’ si le ofrecen droga o incluso si la ingieren delante de él. Al igual que el sacol, otras manías aprendió Pedro: coger dinero, bolsos y celulares táctiles o Blackberry; y lo que roba, venderlo por 50 mil en el centro o en la Terminal de Transportes. “Una vieja me pegó porque le robé, pero un celular todo ‘maluquito’ -dice como si su falta no fuera grave-. Ella sabe dónde vivo. Entonces escondí el celular en otro lado y después me vine para la casa; mi mamá me llamó y me maltrató porque ella le puso las quejas”. Él y los demás nunca llevan esos objetos a sus casas. Cristina y Amanda sólo escuchan lo que la gente les dice, pero prácticamente ni creen en ello. “A mí me dicen que él roba, pero a mi casa no ha traído nada”, asegura Cristina algo indignada por la pregunta. Nelly, en cambio, lo sabe todo; pero ella no cree que pueda hacer algo más que darle consejos. Entre luces, el retumbe de los equipos de sonido, el vallenato que suena, la gente bailando y en medio del montón, está un niño. Con rostro de lástima, picardía o aquella cara de chévere, saca la mano y sin decir nada todos entienden lo que quiere. Algunos pasan por alto sus caras, otros creen que son viciosos y algunos “bondadosos” les dan algunas moneditas. La alegría se apodera del pequeño y sigue mendigando. A Pedro alguien lo insultó, pero él como perro regañado bajó su cabeza y se fue callado. A medianoche, pasa una moto con dos policías. Los niños se alertan. Se dispersan en distintas direcciones y huyen del enemigo. Sin poder evitarlo, uno de ellos es

retenido. Pedro pone resistencia, se rebela y trata de huir. El policía, en su lucha, le pega un manotón en su barriga. Pedro se resiente y le duele la marca roja que le dejó el golpe.

De viaje por Colombia

Son las 5:30 de la mañana. A Carlos y Luis, junto con Gustavo el chacero, les da por ir de aventuras. Se dirigen a la Troncal de Caucasia y se suben a la primera ‘mula’ que pasa; el conductor nunca se da cuenta. Las beneficiosas curvas o resaltos son la oportunidad para abalanzarse por la parte de atrás del camión. Sus preferencias: los que cargan tubos. Esos harán de colchón para brindarles la comodidad que un niño aventurero necesita. Con algunos ‘chiros’, con o sin zapatos o plata se van de viaje para unas cortas vacaciones. De acuerdo, el destino: Cartagena, Santa Marta, Medellín o municipios cercanos a Caucasia; sus vacaciones son 5 u 8 días usualmente. Para Bogotá tardan 5 días en llegar y aproximadamente 10 o más ‘mulas’ que subir para llegar a su destino. Se bañan en algunas cascadas que encuentran en el camino y “retacan” o piden comida en los restaurantes. Algunas veces les toca caminar kilómetros para encontrar el camino correcto, por lo que a veces se desvían de su destino. Carlos es el guía, pues ha viajado en esas condiciones hasta Venezuela. Su abuela desconoce eso, igual que casi todo lo referente a su vida callejera: “Lo único que sé es que cuando regresa huele a feo y está todo sucio”. Cuenta Amanda que hace varios meses a su nieto y a Carlos, en uno de sus viajes a Medellín, la policía los sorprendió; pero gracias a la astucia de Luis evitó que fueran llevados al ICBF: respondió con toda la seguridad del caso que iban para cierta dirección. Se refería a la señora donde varias veces su abuela y él se quedaban para atender su tratamiento mental en esa ciudad. Estando allá, apenas pudieron se escaparon de la mirada de aquella señora. No había alcanzado a enterarse Amanda de la situación cuando ya Luis estaba de vuelta a casa. Lo único que le dijo fue “saludos te mandó doña…”. Ella de repente lo entendió todo. No era la primera vez que ellos se habían escapado de la policía. En Cartagena y en Bogotá, al igual que en Caucasia, burlaron la seguridad tanto de ésta como del ICBF.

A dónde van los niños

Pedro aún sigue en la calle, ahora solo. Sin creer que aquel jueguito iba a llegar a tanto, él se está volviendo adicto al sacol, aunque lo niegue. Pero su hermano y Gustavo el chacero siguen viendo las actitudes groseras y poco normales de Pedro cuando “mete ese vicio”. Su compañía de guerra: un perro callejero que adoptó y lo defiende como dueño. Aunque Gustavo afirmaba que sería un alma mejor y era consciente de los problemas de la calle, volvió a caer en ella. El sueño lo venció y no quiso volver a levantarse a las siete y media de la mañana para ir a trabajar al taller con uno de sus hermanos. Por ahora tiene la chacita que quería, y de vez en cuando se le ve en brazos de su hermano. Sus amigos Luis y Carlos, desde un domingo 20 de mayo que iban para uno de sus viajes a Santa Marta –adonde supuestamente se dirigían- no han vuelto a Caucasia. Sus abuelas viven la angustia de perderlos. Nunca antes un viaje había sido tan largo. El mayor consuelo que pueden tener son las palabras que le decía Luis a su abuela: “No te preocupes que seguramente me habrá cogido la policía”. Y efectivamente, a Luis lo aprehendió la Policía. Fue dejado cerca de Bogotá en un instituto para tratar a menores callejeros y gracias a la denuncia de Amanda ante la Policía, ha podido comunicarse con él dos veces. En este momento, su abuela está gestionando con la Fiscalía para trasladar a su nieto a un instituto más cercano de Caucasia. A diferencia de él, Carlos sigue preocupando a su abuela y sin dar señal alguna. Ni siquiera Luis sabe dónde se encuentra. *Este relato sobre la mendicidad infantil en la Avenida El Pajonal de Caucasia hace parte del trabajo de grado “Niños de la calle: detrás de la fachada” para aspirar al título de Comunicador Social-Periodista otorgado por la Facultad de Comunicaciones en la Regional del Bajo Cauca. Asesor temático: Juan Diego Restrepo; y el metodológico: Luis David Obando.