Nombre del alumno:

ESCUELA PREPARATORIA OFICIAL NÚMERO 72 ANTOLOGÍA Literatura y Contemporaneidad II Núm. de Lista // Nombre del alumno: ______________________________...
57 downloads 2 Views 2MB Size
ESCUELA PREPARATORIA OFICIAL NÚMERO 72 ANTOLOGÍA

Literatura y Contemporaneidad II

Núm. de Lista // Nombre del alumno: _________________________________________________ Núm. de lista

Apellidos

Nombre (s)

Grupo 2° ____ CUARTO SEMESTRE Profa. Stephany Caso Alfaro www.eltunel72.wordpress.com

UNIDAD I

HIPERTEXTO E HIPERLITERATURA (CIBERLITERATURA)

LEER COMO REBELDÍA* (Fragmento) Nada más terrible que tener que leer, que equiparar a la lectura con una engorrosa obligación, lejana a nosotros. Sucede desgraciadamente. Sobre todo en aquellos años de la adolescencia donde hay tanta vida que atender afuera de los temarios escolares. Pensamos que los libros no son vida, que en ellos están los padres, los maestros y la sociedad que nos hostigan de manera constante. Hay carteles que dicen que seremos mejores personas si leemos. El mundo se llena de palabrería alrededor de la lectura. La lectura nos parece sinónimo de aburrido, cosa seria, solemne. Al dejar el territorio de la infancia y sus lecturas gozosas, sobre todo leídas en voz alta por alguien que nos quiere, o llenas de dibujos acompañadores y graciosos, entramos en el territorio de la imaginación emergida de la palabra escrita. Tanto decirnos que tenemos que leer puede vacunarnos contra la lectura, que, sin duda con buenas intenciones, a veces ha equivocado sus maneras. En el desesperado deseo por que un mayor número de gente le dé una oportunidad al libro, que conozca los alcances de la lectura, se han librado desesperadas batallas en los medios impresos y electrónicos. Aquí en corto, confieso que la lucha por contagiar el gusto por la lectura sólo se puede librar con lentitud, es una batalla más parecida a la seducción que se da entre dos personas que a la comunicación masiva. Basta muchas veces con que el muchacho o la muchacha que nos gusta traiga un libro bajo el brazo o cite a Laura Avellaneda (de La Tregua de Benedetti) o a Demián (de Herman Hesse) o la “Canción desesperada” de Pablo Neruda, para que busquemos encarecidamente el libro. El contagio entra por vía del afecto, de los sentidos, de la pasión con que un maestro nos exprese el tránsito que significó determinada lectura. No hay libros equivocados, tal vez momentos equivocados para acoger al libro. La literatura, como toda manifestación del arte, es territorio de las pasiones. Recuerdo al profesor Castillo que enseñaba ética en la preparatoria, bastó que una de sus clases la dedicara a relatar Metamorfosis de Kafka, para que él mismo pareciera Gregorio Samsa transformado en escarabajo y que nosotros, después de verlo sudar, de imaginar lo pesado que resultaba voltear su cuerpo de escarabajo para poder andar, de oler la manzana podrida incrustada en su caparazón de coleóptero, transitásemos por esa experiencia que estaba en una página impresa. Nunca olvidaríamos que existía un autor checoslovaco de nombre Franz Kafka que escribía historias extrañas porque no estaba a gusto con su padre ni con su vida de oficinista. Allí había una clave en la que nos reconocíamos: no estaba a gusto con su vida. Nosotros durante la adolescencia tampoco lo estamos. El mundo tiene la ilusión poderosa de ser nuestro y los adultos se empeñan en no dejarnos disfrutarlo en paz. Hay que ser como ellos: aburridos, sedentarios y tan seguros de tener la razón. Cuando uno da la oportunidad al libro, descubre el mundo de las muchas razones. No sólo una. Mientras Castillo narraba Metamorfosis el mundo era mucho más amplio que el aula pintada de verde relajante y el pizarrón rayado con gis blanco. El mundo tenía dimensiones en la realidad paralela que es la literatura: mundos imaginarios que parecían verdaderos. Hubo que abandonarse a la seducción de la lectura para que el mundo fuera una cama con un escarabajo pero también un rey todopoderoso, como Macbeth; y un loco cuerdo que creía que una moza de taberna era una princesa, como lo haría Don Quijote. El mundo se hizo ancho por la devoción de quien ya le había hincado el diente a los libros, por quien sabía, por puritita experiencia, que las páginas escritas contenían emociones, ideas, personas, espejos y anchuras. * Mónica Lavín. Leo, luego escribo. Ideas para disfrutar la lectura . Lectorum, México, 2001 (pp. 11-13)

RAYUELA

JULIO CORTAZAR

TABLERO DE DIRECCIÓN A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El primero se deja leer en la forma corriente, y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue. El segundo se deja leer empezando por el capítulo 73 y siguiendo luego en el orden que se indica al pie de cada capítulo. En caso de confusión u olvido, bastará consultar la lista siguiente: 73 - 1 - 2 - 116 - 3 - 84 - 4 - 71 - 5 - 81 - 74 - 6 - 7 - 8 - 93 - 68 - 9 - 104 - 10 - 65 - 11 - 136 - 12 106 - 13 - 115 - 14 - 114 - 117 - 15 - 120 - 16 - 137 - 17 - 97 - 18 - 153 - 19 - 90 - 20 - 126 - 21 79 - 22 - 62 - 23 - 124 - 128 - 24 - 134 - 25 - 141 - 60 - 26 - 109 - 27 - 28 - 130 - 151 - 152 - 143 100 - 76 - 101 - 144 - 92 - 103 - 108 - 64 - 155 - 123 -145 - 122 - 112 - 154 - 85 - 150 - 95 - 146 29 - 107 - 113 - 30 - 57 - 70 - 147 - 31 - 32 - 132 - 61 - 33 - 67 - 83 - 142 - 34 - 87 - 105 - 96 - 94 91 - 82 - 99 - 35 - 121 - 36 - 37 - 98 - 38 - 39 - 86 - 78 - 40 - 59 - 41 - 148 - 42 - 75 - 43 - 125- 44 102 - 45 - 80 - 46 - 47 - 110 - 48 - 111 - 49 - 118 - 50 - 119 - 51 - 69 - 52 - 89 - 53 - 66 - 149 - 54 129 - 139 - 133 - 40 - 138 - 127 - 56 - 135 - 63 - 88 - 72 - 77 - 131 - 58 - 131 Con el objeto de facilitar la rápida ubicación de los capítulos, la numeración se va repitiendo en lo alto de las páginas correspondientes a cada uno de ellos.

LA BIBLIOTECA DE BABEL (El jardín de senderos que se bifurcan (1941; Ficciones, 1944)

Jorge Luis Borges (1899–1986) By this art you may contemplate the variation of the 23 letters...

The Anathomy of Melancholy,part. 2, sec. II, mem. IV

EL UNIVERSO (QUE otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro

cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas. El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto

bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.[1] El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.) Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables M C V no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores. Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior [2] dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito. Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No

había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero. También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada. A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden. Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los "tesoros" que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos. También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total[3]; ruego a los dioses ignorados que un hombre—¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!—lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que

sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique. Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de "la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira". Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos—y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?). La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana—la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta. Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar—lo cual es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.[4]

Mar del Plata, 1941 [1] El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido limitada al la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor). [2] Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: A veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario. [3] Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.

[4]Letizia Álvarez Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaríaun solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nuevo o cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri, a principios del siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecun sedoso no sería cómodo: cada hoja aparentemente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.

LA FUSIÓN ENTRE IMAGEN Y TEXTO María Jesús Lamarca Lapuente. Hipertexto: El nuevo concepto de documento en la cultura de la imagen.

Por su parte, la poesía ha intentado también nublar las fronteras entre imagen y signo lingüístico ya desde antiguo. En la época clásica y medieval, existían los caligramas, que en 1913 retoma Guillaume Apollinaire. En ellos se representa la imagen a que hace mención el discurso, dibujándola por medio de sus propias palabras. Así pues, la disposición gráfica representa visualmente el contenido del texto, literatura y artes plásticas se funden y confunden.

La paloma apuñalada de Guillaume Apollinaire La poesía experimental se llevó a cabo sobre la página impresa, pero ya quiso salirse de ella moldeando las palabras y los signos y creando los llamados poemas objeto. Se produce una tensión entre lo verbal y lo visual, lo simbólico y lo icónico. Se pretende romper también no sólo con la orientación de la lectura de izquierda a derecha, que se piensa que es en realidad una representación arbitraria de la cadena secuencial del lenguaje hablado, sino también con la página bidimensional, también leída de izquierda a derecha y de arriba a abajo. El texto se dispone libremente en el espacio bidimensional como podemos ver en los siguientes ejemplos de poemas visuales:

La capilla aldeana de Vicente Huidobro En el arte incluso hay un intento de suprimir el lenguaje y convertirlo en imagen. "La canción nocturna del pez" (1905) de Christian Morgenstern, compuesto de signos métricos y el "Poema Fónico mudo" de Man Ray (1924), son un claro ejemplo de esta aproximación:

Fuente: http://www.merzmail.net/fonico.htm

Los poemas dibujados de Vicente Huidobro han sido recientemente pintados por diferentes autores, lo que demuestra que el gusto por la fusión y confusión entre imagen y texto sigue vigente:

Couchant, 1922

Ocean, 1921

Marine, 1925

Poemas pintados (izquierda) y poemas dibujados de Vicente Huidobro (derecha). Fuente: http://www.telefonicadechile.cl/cultura/saladearte/huidobro/poemas_pinta dos.html Estas tendencias han formado parte de la literatura de vanguardias, la poesía experimental de los años 60 y 70 del siglo XX y sigue vigente en la actualidad a través de la práctica de nuevos caligramas y la poesía visual actual. Los títulos (multimedia y poesía experimental, del lenguaje visual al libro objeto, lenguaje visual, música-poesía visual, poesía fonética, polipoesía, holopoesía o poemas holográficos, el ojo que lee) a que da entrada la web denominada Poesía visual son muy ilustrativos de en qué consisten estas prácticas poéticas y el intento de convertir el signo textual en otra cosa. La poesía de las vanguardias históricas dio también lugar a una dialéctica no sólo entre la imagen y el texto, sino también entre el sonido y el texto. La poesía fonética ligada al futurismo ruso e italiano, el dadaísmo y MERZ y a las vanguardias históricas de principios del siglo XX fue un intento de introducir en el terreno literario el irracionalismo y de expresar las palabras con diversos sonidos. La poesía sonora no es poesía recitada o declamada al modo tradicional, sino poesía experimental que utiliza técnicas fonéticas y/o ruidos. Se evita usar la palabra como mero vehículo del significado y se compone el poema mediante sonidos que requieren una realización acústica. No es una mezcla de música y discurso o viceversa, sino que el discurso se hace música o viceversa. El poema sale de la página para ser recitado con la voz, pudiéndose acompañar de diferentes instrumentos, como martillos, timbales, maderas, o declamaciones simultaneas con otras declamaciones. Tristán Tzara explora el poema simultáneo a dos o varias voces y también incluye otros sonidos primitivos y cantos procedentes de África y Oceanía. Se trata de un espectáculo visual y fonético. Los futuristas rusos también inventaron el concepto "zaum" buscando un lenguaje transmental vacío de racionalidad. Se trataba de una lengua conceptual que huía de la sintaxis y de los signos de puntuación, por ejemplo, por medio de una sucesión de sustantivos que producían una sucesión continua de imágenes y que pretendía llevar el lenguaje hasta la onomatopeya y el ruido. En 1913 Luigi Russolo escribe el manifiesto "El arte de los ruidos" donde estudia el ruido de la guerra y los ruidos de la naturaleza, los etno-ruidos, la grafía enarmónica, etc. dando origen al llamado Arte del Ruido. En 1933 Marinetti publica "La radio futurista" donde presta una atención específica a la radio, a la que él llamaría La Radia para sus "síntesis radiofónicas". Estos

experimentos futuristas son un preludio de lo que ahora pueden ser la música electroacústica y el sonar, el instrumentista omnipotente y sin límites humanos; y un ejemplo claro de cómo dar otro sentido diferente a un medio determinado. La poesía es un arte que utiliza las palabras como materia prima. La poesía visual enriqueció la palabra dándole cuerpo a la superficie del papel, pero también se intentó dar cuerpo a la palabra utilizando otro tipo de materiales. Así surgen poemas hechos en madera, vidrio, metal o plexiglás, y también los libros o poemas objeto. Lo que se quiere es trascender la linealidad y rigidez del soporte papel y del formato impreso. En la actualidad han surgido intentos similares a los ya citados en los que no sólo se quiere romper con la página impresa mediante una falsa impresión de tridimensionalidad, sino ofreciendo realmente dicha tridimensionalidad al colocar el poema directamente en el espacio, liberándolo definitivamente del papel. Ello ha sido posible gracias a la holografía. Así nació, en 1983, la holopoesía. Incluso los poetas que la practican hablan de una cuarta dimensión, porque la percepción del holopoema depende también del tiempo subjetivo del lector. Los holopoemas pretenden romper la fijación, integridad y continuidad del texto, porque su lectura no se da lineal ni simultáneamente, sino a través de fragmentos vistos por el observador según las decisiones que tome puesto que dependen de la posición que adopte el observador en relación al objeto. Los holopoemas introducen, pues, los conceptos de no linealidad, interactividad, transitoriedad, multimedialidad, flexibilidad en el contenido, obra abierta, etc. que también son características propias del hipertexto. Se trata de poemas o documentos dinámicos que varían de forma, colores, volúmenes y texto dependiendo de la posición del observador o lector. Son pues, al igual que el hipertexto, nuevas estrategias de lectura y escritura.

FUENTE DE INFORMACIÓN

http://www.hipertexto.info/documentos/f_imagen.htm

INTERNET UNA INVENCIÓN LITERARIA Por Pablo Escandón M. En esta oportunidad, el autor aborda cuatro textos literarios y los compara con las estructuras de los sitios web y con el uso y función de los hipertextos para demostrar que las novelas y las historias que utilizan recursos literarios ya inventaron Internet. Las obras analizadas son los cuatro Evangelios, El jardín de los senderos que se bifurcan, Diccionario jázaro y Cien años de soledad. Introducción “Muchos años después, frene al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella remota mañana en que su padre lo llevo a conocer el hielo.” (1990). Así inicia la maravillosa obra de García Márquez que acaba de cumplir cuatro décadas de ver la luz editorial y que, a pesar de haber llegado al millón de libros impresos, muchos de los jóvenes nacidos, amamantados y criados frente a un monitor de computador no conocen ni la han leído. Esta aseveración se la constata cada semestre con los estudiantes universitarios a quienes al inicio del curso se pregunta si han leído Cien años de soledad y por lo menos el 80% no lo ha hecho. De ese porcentaje, el 100% ha navegado en Internet y cuenta que prefiere la lectura en pantalla a la que se realiza en papel, ya que con el ratón y el cursor puede hacer saltos, avances, retrocesos y paralelismos que el libro les impide realizar. En efecto, el libro, heredero del códice, es una herramienta físicamente estática que no puede competir con la espectacularidad del monitor, pero que genera mayor interactividad mental. La obra máxima de García Márquez realiza una interacción infinita con el lector, mediante la cual se reconstruye la historia del Macondo: desde su esplendor se hace un retroceso hasta los orígenes del poblado, para desembocar en su ocaso. Esta novela establece un gran desafío para el lector, ya que la saga de los Buendía está poblada de Aurelianos y José Arcadios. ¿Qué tiene que ver una novela publicada en soporte papel, en formato libro, hijo del códice, con la Red Internet y sus aplicaciones? Todo, puesto que las estructuras narrativas que rompen con la linealidad del tiempo y de la acción en una historia son las que organizan a los sitios web del mundo cibernético, a los juegos de video y a los de realidad virtual. Internet se plasmó digital y tecnológicamente con la invención del browser, pero de manera mental, se estructuró con las historias construidas por Sterne, Cervantes, Flaubert, Faulkner, Borges, Vargas Llosa, entre otros, quienes eliminaron de su narrativa la linealidad y propusieron la tabularidad asociada al pensamiento leonardiano, expresada en el entramado de la historia, mediante la cual se realizan asociaciones, evocaciones e interpretaciones de diversa índole, similares a las mismas que realizamos cuando damos clic sobre un hipertexto. De esta manera, establecemos una interactividad mental y asociativa entre nuestros conocimientos y el texto. Así entonces, veremos cómo Internet utiliza las mismas estructuras narrativas que por centurias, los escritores han desarrollado y aplicado para contar sus historias, por ende podemos afirmar que Internet es un invento de la ficción literaria. Para ello abordaremos los conceptos de linealidad y tabularidad; conoceremos que es el pensamiento leonardiano y como se aplican al hipertexto, luego nos centraremos en cuatro obras literarias que ya utilizaron un hipertexto mental y estructural, pero no informático.

Linealidad y tabularidad

Una historia que desde su inicio hasta el fin respeta la lógica temporal y el orden preestablecido de las acciones tienen una escritura lineal, mientras que las obras que no ciñen a este orden y crean una ruptura de tiempo y espacio, son tabulares. La linealidad la encontramos en la base fundamental de todo texto pues una historia tiene que estar constituida desde su inicio hasta su final, de manera lógico-temporal, pues como dice Christian Vandendorpe (1999) en Del papiro al hipertexto, ensayo sobre las mutaciones del texto y la lectura: “A primera vista, el relato es el prototipo de una masa verbal lineal y de una

tabularidad débil o nula” (39), pero no todo relato merece ni tiene que ser contado con esta estructura, lineal, pues de lo contrario se banalizaría el hecho artístico, que propende a romper las estructuras de lo canónico y a alejarse de la linealidad “De hecho, la noción misma de texto, que viene del latín textus, remite originalmente a la acción de “tejer entrelazar, trenzar”, lo cual supone que no le ha sido contada como un cuento folclórico o una narración oral, es decir, de principio a fin. Romper con la unidireccionalidad propuesta por Aristóteles en su Poética es generar un texto tabular que a su vez produce múltiples motivos, originados por similares causas, que de igual manera establecen nuevas formas de presentar la historia, de leerla y de comprenderla. No todas las historias lineales son completamente predictivas, pues entre ellas tenemos al relato policial o de enigma, ni tampoco todas las tabulares son muy inteligentes, pero si simulan, mucho más, los ejercicios mentales que hacemos a diario en nuestra vida, pues representan un desafío para nosotros. Pensamiento leonardiano versus pensamiento aristotélico En “Correspondencias”, Luis Racionero (1997) estableció dos tipos de pensamiento: el lógico de causa y efecto, el aristotélico, y el de la analogía, el isomorifismo y las correspondencias, el leonardiano. En este brevísimo ensayo, explica que el pensamiento aristotélico es cuantitativo y se expresa en ecuaciones matemáticas, mientras que el leonardiano de sincronicidad es cualitativo y se expresa en imágenes simbólicas que comparan cada cosa con una de las ideas en sí mismas, sin reducirlas a unidad común, como en la metáfora. “Ahí está el trabajo, ahí la obra: conectar, siempre conectar, todo con todo; significativamente: imaginación” (Racionero 1997:118). Estas conexiones mentales son tomadas por Internet y materializadas con el hipertexto. Así, esta herramienta informática se constituye en la concreción de lo tabular y leonardiano, pues permite anular lo lineal y establece conexiones con las analogías y correspondencias.

Hipertexto El hipertexto, mediante el cual se erige Internet, es una herramienta informática que enlaza textos, fotografías y gráficos entre sí o entre ficheros almacenados. El hipertexto, base fundamental de todo documento en la Red, rompe con la linealidad y con la lógica de causaefecto o acción-reacción y unifica las nociones de espacio y tiempo, por ello Internet es un medio tabular, pues “permite el despliegue en el espacio y la manifestación simultanea de diversos elementos susceptibles de ayudar al lector a identificar sus articulaciones y encontrar lo más rápidamente posible las informaciones que le interesan” (Vandendorpe 1999:114) Con el hipertexto se rompe la linealidad y se acaba con el pensamiento aristotélico, ya que al utilizarlo, el usuario de la Red puede acceder de manera tabular, bajo una concepción leonardiana a cualquier información diseminada en el ciberespacio, sin necesidad de ir desde un inicio hasta un final. 1. Selección. El caso más sencillo de selección es aquel en que el lector escoge en una lista o determina por una entrada en el teclado el bloque de información que está interesado en leer. Los diversos bloques de información constituyen otras tantas unidades distintas entre las cuales no hay ningún enlace esencial. El lector es guiado por una necesidad de información muy precisa que se agota no bien logro la satisfacción. (…) el modo más frecuente de selección lo ofrecen las “hiperpalabras”, denotadas por un color particular, y sobre las cuales el usuario es invitado a cliquear para explorar el contenido que encubren. 2. Selección y asociación. El lector escoge el elemento que quiere consultar, pero también puede navegar entre bloques de información dejándose guiar por las asociaciones de ideas que surgen con el fluir de su navegación y de los enlaces que se le proponen. Este modelo es típico de la enciclopedia. 3. Selección, asociación y contigüidad. Además de los modos precedentes, los bloques de información son accesibles de manera secuencia, como lo son las páginas de un libro. Este modelo convienen a un ensayo o a un artículo científico y sobre todo será utilizado para adaptaciones

sobre CD-ROM de obras impresas sobre papel. Corresponde a una transposición simple del formato códice al formato electrónico (…). 4. Selección, asociada, contigüidad y estratificación. Además de ser accesibles mediante los modos precedentes, los elementos de información pueden ser distribuidos en dos o tres niveles jerarquizados según su grado de complejidad, lo cual permite responder a las necesidades de diversas categorías de lectores o satisfacer, en un mismo lector diversas necesidades de información. Este modelo de hipertexto combina al máximo las ventajas del códice con las posibilidades abiertas por la computadora, sobre todo por la consideración de una nueva dimensión del texto, que es la de la profundidad. Al superponer distintas “capas” de texto sobre un mismo tema o, según otra metáfora satelizar alrededor de un núcleo central distintos documentos complementarios cuyos usos son indefinidos, un hipertexto estratificado ofrece de hecho varios libros en uno. (97-98). El hipertexto hace que los textos de la Red se abran de manera estructura, temática e interpretativa; en este sentido tiene una correspondencia con lo propuesto por Umberto Eco en Obra abierta (1990), en el cual toma al texto literario como el que mejor representa la apertura hacia la interpretación y posterior consumo. En este sentido, el hipertexto es el medio por el cual se abren los textos, de manera estructural, temática e interpretativa. Esta tipología sobre la cual se estructuran todos los sitios de la Red, proviene de la cultura libresca y, particularmente, de la épica narrativa, pues cada tipología describe a una obra narrativa, por ello Internet y el multimedia son herederos de las estructuras propuestas por las grandes obras y maestros universales del cuento y de la novela.

La épica: tabular y leonardiana.

Contar historias, como dice Kundera en El telón (2006), es una acción que asimila y transforma un hecho, es decir, la realidad en manos de un narrador no es inmutable y al fundamentarse en esta base, el relato es lo más adecuado para que el pensamiento leonardiano se desarrollo. Entonces, la ficción literaria, el periodismo y el ensayo son hijos de esta concepción que conecta algo con lo demás, derivando lo central hacia lo satelital. Aprender el mundo y transformarlo, siempre desde un punto de vista, es lo principal de la prosa y la analogía, el isomorfismo y las correspondencias estructuran los mensajes que rompen con la lógica de causa-efecto. Si bien toda la literatura, incluida la lírica, está construida con este pensamiento, es en el relato donde mejor se anida, pues las estructuras narrativas, desde las más simples hasta las más complejas realizan correspondencias y analogías, temporales y lógicas. Narrar historias, sean reales o de ficción, así como exponer temas mediante el ensayo o la divulgación científica, siempre emplearan el pensamiento leonardiano, pues por medio del lenguaje se explican y se cuentan los hechos, no es este orden. Con cada palabra o frase, el narrador evoca mundos, olores, sabores y sonidos, y así crea un efecto artístico, pero los conceptos e idea, en el caso del ensayo, generan sentido lógico. Si bien ambos textos, estructurados lógicamente, hacen que el lector recuerde y transforme lo leído, esas mutaciones se dan mediante el pensamiento leonardiano de correspondencias y asociaciones mentales que se desarrollan durante toda la vida del ser humano y quienes trabajan con la palabra buscan apretar ese gatillo preciso que desencadenara lo deseado en su lector, pero que con cada uno es completamente distinto, ya que las experiencias vitales son particulares e irrepetibles. A pesar del pensamiento leonardiano que anula la lógica aristotélica de causa y efecto, se concibe la tabularidad, que anula la linealidad, tanto de pensamiento omo de acciones. Esta clase de hipertextos (Vandendorpe, 1999) que se presentan en documentos hipermedia de la Red pueden presentarse aislados o reunidos y no son sino aplicaciones binarias de lo que hace el cerebro humano: selecciona una palabra o idea, la asocia con otras, las combina y todo ello

genera un grado de dificultad deseado, es decir, genera un mensaje destinado a un receptor modelado por el autor.

Hasta este momento hemos expuesto conceptualmente lo que Internet ha tomado de los libros y de la narrativa mundial, ahora demostraremos como la tipología hipertextual desarrollada por Vandendorpe (1999) se aplica a Los evangelios, a El jardín de los senderos que se bifurcan, al Diccionario jazaro y a Cien años de soledad, para confirmar que la invención de Tim BernersLee es producto de la narrativa y de su lógica.

Los evangelios: selección y asociación La buena nueva que cuentan los textos atribuidos a Mateo, Marcos, Lucas y Juan no es otra que la vida de Jesús de Nazaret, desde que es engendrado por el Espíritu Santo hasta que sube a los cielos. Una historia contada cuatro veces, con un mismo protagonista, narrada desde distintos puntos de vista y con diferentes maneras de comenzar la historia. Es decir, cada evangelista propone su forma tabular de contarnos la vida de Jesús, pues no todos inician en el mismo punto. Es así que Mateo empieza con la exposición genealógica de la estirpe de la cual desciende Jesús, mientras que Marcos lo hace desde que es bautizado por Juan, El Bautista. Lucas comienza con la aparición del ángel a Zacarías, quien le anuncia que su esposa Isabel dará a luz a Juan, El Bautista. Y el último evangelio, el de Juan, inicia con el primer testimonio de la venida del Mesías, declarado por El Bautista. Así pues, quien desea leer sobre la vida de Jesús lo puede hacer mediante cualquier entrada, por cada uno de los cuatro evangelios, que entre sí tienen la asociación de estar conectados por un mismo protagonista. La biblia, al estar estructurada por libros y cada uno marcado por capítulos y versículos, se constituye en un texto tabular, pero además, cada evangelio establece una conexión con el otro y estos con los demás textos del Nuevo Testamento. Entonces, este libro con sus múltiples entradas y asociaciones diversas cumple con las dos primeras clases del hipertexto establecidas por Vandendorpe: selección y asociación. En este sentido, todos los sitios en Internet nos ofrecen, como primer grado de hipertextualidad, la selección, pues el usuario de la Red tiene en el monitor un listado que le permite escoger y determinar su itinerario de lectura o el tema. La vida, milagros, pasión y resurrección de Jesús es el motivo aglutinante de estas historias que se convierten en el punto de partida de lo que siglos más adelante será desarrollado por Mijail Bajtin en su teoría de la polifonía. Los milagros son narrados en cada evangelio de manera distinta y están conectados entre sí por el hecho y el protagonista. En Internet, estas conexiones están presentes y materializadas por el hipertexto mediante los anclajes de palabras o imágenes que asocian términos o hechos. Los diferentes finales de cada uno de los evangelios, son uno solo y nos presentan como películas fragmentadas el mismo relato desde diversas perspectivas que van sumando a la comprensión del hecho, como las versiones en un juicio, que completan o contradicen lo expuesto; así, el hipertexto se convierte en un punto de vista independiente y complementario que por sí solo es un libro, pero construye uno más grande. Con esta idea de inserción está construida la Biblia: cada texto es independiente, pero es un ladrillo más de la gran edificación solida que es. Cada libro tiene su conexión, pero sólo los Evangelios han tendido una red tan imbricada por lo cual han podido destacar al personaje de sus historias. He ahí una de las virtudes estructurales de estos libros. Al momento de hacer los saltos entre libros, podemos notar que establecemos itinerarios de

lectura interna, es decir, que no salen del gran libro, la Biblia. En términos de navegación por la red diríamos que establecemos enlaces internos dentro del mismo sitio, sin necesidad de recurrir a contextos externos. La configuración de la Biblia hace que sea un sitio con enlaces internos que, estructuralmente para ser comprendida, no necesita de enlaces fuera de ella. Un verdadero desafío hipertextual comprendería en enlazar internamente los libros, hechos, personajes, profecías, etc., con la finalidad de dar una mayor cohesión y contextualización a cada una de las referencias que se presentan en todos y cada uno de los capítulos y versículos de este gran libro, tomando como modelo las conexiones existentes en los evangelios. De esta manera, nos daríamos cuenta de que la Biblia sería un gran laberinto del cual sólo Dédalo podría salir.

Borges, el ciego inventor de una Red multicausal El escritor argentino Jorge Luis Borges pensó en la literatura como una malla reticular llena de selecciones, asociaciones, contigüidades y estratificaciones y plasmó esta concepción en la semejanza que encontró entre el laberinto y la biblioteca, en donde reposa el saber infinito asido por el ser humano. No existe una vía única para llegar al conocimiento, así como existen alternativas para salir de un laberinto. En El jardín de los senderos que se bifurcan (1941), Borges propone alternativas paralelas para el fin de su relato. La realidad no es única y la multicasualidad, que no es otra cosa que tener la alternativa de seleccionar y asociar ideas, personajes, espacios hechos, crean nuevos finales, nuevas rutas del lectura por las que el lector puede transitar. En el relato, que no resumiré para que el lector acceda a él, se habla de un laberinto y un libro, por separados, pero uno de los personajes, quien luego expondrá la multicasualidad, dice: -Un laberinto de símbolos –corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pen diría una vez Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un sólo objeto. El Pabellon de la Limpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pen murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pen se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmentó de una carta que descubrí. Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de que manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Ts’ui Pen. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las acciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pen, opta –simultáneamente- por todas. Crea, así diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang,

digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a supuesta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc. En la obra de Tsui Pen, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas. Es en este cuento y no en otro que Borges crea la Red multicausal y acaba con la tradición en la forma de contar historias que presentan un solo final y una explicación única de los sucesos. La multicasualidad borgeana está opuesta a la univocidad existente en la lógica del relato policial, que sume como explicación ordenadora del mundo a los ciencias naturales y físicas, pero no a la complejidad del ser humano y sus formas. En este sentido, los relatos borgeanos apelan más a las múltiples causas que generan un suceso y no a uno solo, es decir, a las conexiones infinitas que encontramos en la vida, tanto en los planos físicos y materiales como en los espirituales y del pensamiento racional y metafísico. ¿Por qué el escritor –creador de un libro-laberinto es la cultura oriental y no occidental? Pues, porque nuestra cultura está completamente intoxicada con el racionalismo unívoco y positivista de las ciencias, mientras que la oriental se guía por los movimientos impredecibles de la naturaleza, que está organizada en una red. Internet es un camino múltiple con inicios y destinos que se bifurcan con cada clic. Cuando buscamos información es ese laberinto, las opciones se multiplican y las verdades son distintas, desde las comprobadas hasta las réprobas, pero cada una tienen su importancia y aporte al hecho, palabra o definición que deseamos consultar, conocer o dilucidar. Al igual que Ts’ui Pen y su antecesor Dédalo, Tim Bernes Lee creó un laberinto con textos (comprendiendo texto a todo entramado de signos), en el cual establecemos un itinerario o una ruta por la cual transitaremos y así será nuestro conocimiento: unívoco o con bifurcaciones. En este caso, la ruta más corta entre dos puntos es un hipertexto que nos llevara a un sinfín de asociaciones, ideas, realidades paralelas y continuas que nos explican el mundo, que no es único ni compacto, sino múltiple y estratificado, como los hipertextos. En otro mundo, dice Stephen Albert, el personaje del El jardín de los senderos que se bifurcan, o en otra realidad, él mata a su asesino o escapa, pero no en uno anterior o posterior, sino un uno paralelo, pues los caminos propuestos por Borges existen en el espacio y en el tiempo, por ello coexisten, al igual que cualquier tipo de hipertexto, que esté en el ciberespacio y depende del final que queramos darle a nuestro viaje a la elección de uno u otro, pero debemos tener la certeza de que ese no es el único hipertexto que nos puede llevar al conocimiento de una realidad, pues el mundo no es único, existen mundos y múltiples causas que los generan, por ello los caminos se bifurcan y los laberintos existen. Borges hizo de cada uno de sus textos: cuentos, ensayos y poemas un nodo desde el cual se puede recorrer no sólo su obra, con un itinerario interno, sino el desarrollo del pensamiento del ser humano, es decir con un itinerario de enlaces externos, también. Pues la obra total de este escritor está estructurada como hacen los sitios que conectan sus páginas internas entre si y que además nos dan mayor información o nos remiten a sitios y/o paginas que están fuera de su servidor. Es la idea borgeana de la biblioteca infinita, en la que un libro se comunica con otro, no sólo en lo físico sino en lo temático pues los enlaces se dan en el aquí y ahora y en el tiempo. Un laberinto posee tantas entradas como salidas y las vías para llegar a ellas no siempre son únicas, por ello, en El jardín de los senderos que se bifurcan, el final es como su inicio: desconcertante y múltiple, aunque el asesino logre su objetivo, Stephen Albert puede escoger su destino, como nosotros lo hacemos con las palabras para nombrar a alguien o a algo.

Una novela-diccionario

Un diccionario es una obra de consulta para conocer los significados o acepciones de palabras o términos, y se encuentra ordenado internamente de forma alfabética. Los diccionarios son buenos ejemplos de obras tabulares, pues cada término es una entrada que tiene vínculos con otras, pero ninguna establece nexo con todas. Esta idea tabular de presentar un término o una palabra como elemento de conexión es la que desarrollo Diccionario jázaro (1989) del autor balcánico Milorad Pavic. La diferencia de esta obra con un diccionario tradicional es que cada una de las entradas (palabras, términos o personajes) tiene relación total entre sí, es decir, en esta obra cada enlace (hipertexto) es selectivo, asociativo, contiguo y estratificado, lo que no ocurre en un diccionario normal. Pavic. Cuenta la historia del pueblo jazaro desde sus tres influencias culturales y religiosas: la musulmana, la católica y la judía. Dividido en tres libros, con cada versión del origen de los jazaros, respectivamente, el autor nos entrega un camino de bifurcaciones que aniquilan las verdades absolutas y unívocas, pues cada término, personaje y hecho tienen su justificación e interpretación por las tres fuentes que configuraron a esta etnia: la judía, la musulmana y la católica. Este juego textual permite establecer un itinerario de lectura completamente aleatorio y no convencional, pues el lector lo puede hacer independientemente por palabra, que se conecta con la misma en las otras dos versiones, de inicio a fin, o por cada uno de los libros. Al igual que los evangelios que cuentan una misma historia, Diccionario Jazaro, narra el origen desarrollo y esplendor de este pueblo desde distintos puntos de vista culturales y religiosos, pero además agrega el elemento lúdico de poder establecer itinerarios de lectura, al igual que lo hace un hipertexto. Esta estructura de diccionario permite que el lector haga saltos entre uno y otro libro y contraste, confronte y haga sus deducciones acerca de un hecho histórico o de cómo los héroes para los musulmanes con los villanos para los judíos o para los católicos y viceversa. El lector puede seleccionar la entrada a la historia y decide la asociación que realiza debido a la contigüidad existente y de esa manera jerarquiza o estratifica los sucesos. Pero esta actividad no es única, es múltiple como el jardín de Borges y su laberinto. Es decir, esta novela se convierte en un verdadero laberinto de palabras del cual saldremos una vez que hayamos consultado todas las palabras que, a su vez, son independientes y complementarias, como los evangelio la saga de los Buendía, con fundadores de Macondo, testigos y generadores de la historia del pueblo. En su gran novela, el Nobel colombiano establece una dinastía familiar que repite los nombres de los principales hombres que construyeron la familia: José Arcadio y Aureliano. La novela inicia con el coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, no es el primer Aureliano, pero sí el más importante, antes de él hubo más y después de él, otros; ninguno como él, que murió en la plaza de Macondo y su sangre baño al pueblo. La creación de la dinastía Buendía con la repetición de los nombres puede ser considerada como una estructura hipertextual, ya que podernos establecer asociaciones en la sucesión de Aurelianos y José Arcadios, es decir, el coronel fusilado nos establece conexiones con sus antecesores y predecesores. Quienes lo antecedieron, lo fueron configurando y los que le sucedieron son ecos de su presencia. El Aureliano que muere en la plaza de Macondo vive la centuria en los otros que llevan su nombre, pues cada Aureliano es único pero complementario del otro y todos del fusilado. Cien años de soledad es, además, una oba que anula, como las anteriormente citadas, la linealidad de la historia y la lógica narrativas, sin mencionar que el realismo mágico deroga la racionalidad occidental y positivista, y por ello, va más hacia el pensamiento leonardiano, ya que todos los personajes y hechos tienen sus asociaciones y nexos, complementarios que van construyendo la obra. La novela inicia en “medias res”, cuando Macondo ya enterró al primer Buendía que ayudó a fundar el pueblo, y mantiene los saltos temporales de avance y retroceso para comprender en su totalidad la historia de la familia y del pueblo, pues mientras el coronel Aureliano va a ser

fusilado, recuerda la mocedad de Macondo y el narrador inicia con la contabilidad de los José Arcadios y Aurelianos. Esta novela, tabular en estructura y esencia, está construida como si tuviera hipertextos de asociación y contigüidad, que son los personajes, que a su vez, se constituyen en anclajes, por medio de los cuales se establecen las analogías complementarias de lo que es Macondo y de lo que es la familia Buendía, pues existe correspondencia entre el pueblo y la saga. Las bifurcaciones de la historia son los personajes y el laberinto es Macondo; los itinerarios de la lectura son los distintos Aurelianos y José Arcadios que se ubican y se repiten temporalmente en el espacio del pueblo.

A manera de salida del laberinto Saltos temporales: adelantos, retrocesos, asociaciones entre personajes, abducciones, inducciones, deducciones, iniciar un relato desde el final o desde el medio de la historia son técnicas que por más de mil años los escritores han utilizado para anular la linealidad y que ahora internet ha hecho suyas, y que muchos consideran que la Red lo ha inventado todo, sin considerar que tan sólo es un producto de la invención humana, que aplica y usa todo lo conocido, descubierto e imaginado por el ser humano hasta ahora. El pensamiento leonardino, plasmado en las obras literarias narrativas, es el que ha transcendido y el que ha establecido escuelas o movimientos artísticos en el mundo. El pensamiento aristotélico subyace en toda historia, pero las analogías y correspondencias apelan a una interactividad con el lector, que no lo crearon los dispositivos electrónicos, sino las verdaderas obras de arte, como las grandes novelas y cuentos. Borges, Bonetti, Sábato, Cortázar, Ángel F. Rojas, García Márquez, Vargas Llosa y todos los escritores del denominado “Boom latinoamericano” son los creadores de una nueva formas de narrar, de hacer pensar las historias, de ver el mundo, de contarlo… Por ello, la narrativa novelesca, la tradición de la épica, que nace con Cervantes y prosigue con todos sus cultivadores como Sterne, Proust, Faukner, son los reales mentalizadores de internet. Tim Berners Lee es su desarrollador, o en analogía religiosa, es el profeta, pero los escritores son los dioses. Internet es hijo de la filosofía clásica y moderna, es una invención literaria, es una práctica política, tiránica y democratizadora, y quien crea que es una invención que crea o que refunda el mundo, es porque pertenece a aquellas estirpes condenadas a cien años de soledad que no tiene una segunda oportunidad sobre la tierra (García Márquez 1987).

UNIDAD II

FUSIÓN DE CULTURAS: AMÉRICA Y OCCIDENTE

LITERATURA NAHUATL

EL AVE ROJA DE LA DIOSA El ave roja de Xochiquetzal se deleita, se deleita sobre las flores. Bebe la miel en diversas flores: se deleita, se deleita sobre las flores. Cant. Mex., f. 61 R., lin. 17 ss. También se halla en los Romances de los señores de la Nueva España, con leves variantes. Del centro del Valle de México.

CANTO A TEZCATLIPOCA: Dios de la Noche Yo mismo soy, el enemigo Busco a los enviados y a los mensajeros De mis tíos los emplumados de negro Aquí los tengo de ver. Aquí he venido trayendo Mi espejo mágico que su superficie está humeando Y traigo también a los de signo 5. Canto a Tezcatlipoca Dios de la noche Yo mismo soy descarnado Yo mismo soy el trueno Soy el oscuro arcano Yo soy el señor del cerro.

LIBRO SAGRADO DE LOS MAYAS "POPOL VUH" (o "Libro del Indígena Quiché") Capítulo II […] Y al instante fueron hechos los muñecos labrados en madera. Se parecían al hombre, hablaban como el hombre y poblaron la superficie de la tierra. Existieron y se multiplicaron; tuvieron hijas, tuvieron hijos los muñecos de palo; pero no tenían alma, ni entendimiento, no se acordaban de su Creador, de su Formador; caminaban sin rumbo y andaban a gatas. Ya no se acordaban del Corazón del Cielo y por eso cayeron en desgracia. Fue solamente un ensayo, un intento de hacer hombres. Hablaban al principio, pero su cara estaba enjuta; sus pies y sus manos no tenían consistencia; no tenían sangre, ni substancia, ni humedad, ni gordura; sus mejillas estaban secas, secos sus pies y sus manos, y amarillas sus carnes. Por esta razón ya no pensaban en el Creador ni en el Formador, en los que les daban el ser y cuidaban de ellos. Estos fueron los primeros hombres que en gran número existieron sobre la faz de la tierra. En seguida fueron aniquilados, destruidos y deshechos los muñecos de palo, recibieron la muerte. Una inundación fue producida por el Corazón del Cielo; un gran diluvio se formó, que cayó sobre las cabezas de los muñecos de palo. De tzité se hizo la carne del hombre, pero cuando la mujer fue labrada por el Creador y el Formador, se hizo de espadaña la carne de la mujer. Estos materiales quisieron el Creador y el Formador que entraran en su composición. Pero no pensaban, no hablaban con su Creador, su Formador, que los habían hecho, que los habían creado. Y por esta razón fueron muertos, fueron anegados. Una resina abundante vino del cielo. El llamado Xecotcovach llegó y les vació los ojos; Camalotz vino a cortarles la cabeza; y vino Cotzbalam y les devoró las carnes. El Tucumbalam llegó también y les quebró y magulló los huesos y los nervios, les molió y desmoronó los huesos. Y esto fue para castigarlos porque no habían pensado en su madre, ni en su padre, el Corazón del Cielo, llamado Huracán. Y por este motivo se obscureció la faz de la tierra y comenzó una lluvia negra, una lluvia de día, una lluvia de noche. He aquí, pues, el principio de cuando se dispuso hacer al hombre, y cuando se buscó lo que debía entrar en la carne del hombre. Y dijeron los Progenitores, los Creadores y Formadores, que se llaman Tepeu y Gucumatz: "Ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra y que aparezcan los que nos han de sustentar, y nutrir, los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados; que aparezca el hombre, la humanidad, sobre la superficie de la tierra." Así dijeron. Se juntaron, llegaron y celebraron consejo en la oscuridad y en la noche; luego buscaron y discutieron, y aquí reflexionaron y pensaron. De esta manera salieron a luz claramente sus decisiones y encontraron y descubrieron lo que debía entrar en la carne del hombre. Poco faltaba para que el sol, la luna y las estrellas aparecieran sobre los Creadores y Formadores. De Paxil, de Cayalá, así llamados, vinieron las mazorcas amarillas y las mazorcas blancas.

Estos son los nombres de los animales que trajeron la comida: Yac [el gato de monte], Utiú [el coyote], Quel [una cotorra vulgarmente llamada chocoyo] y Hoh [el cuervo]. Estos cuatro animales les dieron la noticia de las mazorcas amarillas y las mazorcas blancas, les dijeron que fueran a Paxil y les enseñaron el camino de Paxil. Y así encontraron la comida y ésta fue la que entró en la carne del hombre creado, del hombre formado; ésta fue su sangre, de ésta se hizo la sangre del hombre. Así entró el maíz [en la formación del hombre] por obra de los Progenitores. Y de esta manera se llenaron de alegría, porque habían descubierto una hermosa tierra, llena de deleites, abundante en mazorcas amarillas y mazorcas blancas y abundante también en pataxte y cacao, y en innumerables zapotes, anonas, jocotes, nances, matasanos y miel. Abundancia de sabrosos alimentos había en aquel pueblo llamado de Paxil y Cayalá. Había alimentos de todas clases, alimentos pequeños y grandes, plantas pequeñas y plantas grandes. Los animales enseñaron el camino. Y moliendo entonces las mazorcas amarillas y las mazorcas blancas, hizo Ixmucané nueve bebidas, y de este alimento provinieron la fuerza y la gordura y con él crearon los músculos y el vigor del hombre. Esto hicieron los Progenitores, Tepeu y Gucumatz, así llamados. A continuación entraron en pláticas acerca de la creación y la formación de nuestra primera madre y padre. De maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre. Únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres, los cuatro hombres que fueron creados. Capítulo II Estos son los nombres de los primeros hombres que fueron creados y formados: el primer hombre fue Balam-Quitzé, el segundo Balam-Acab, el tercero Mahucutah y el cuarto Iqui-Balam. Estos son los nombres de nuestras primeras madres y padre

Profecía de Chilam Balam de Chumayel Que era Cantor, en la antigua Maní.9 1. En el Trece Ahau, en las postrimerías del Katún, será arrollado, el Itzá y rodará Tancáh, Padre. 2. En señal del único Dios [Hunab Ku, "Unica-deidad"]10 de lo alto, llegará el Árbol sagrado [Uaom Ché, maderoenhiesto], manifestándose a todos para que sea iluminado el mundo, Padre. 3. Tiempo hará de que la Conjuramentación esté sumida, tiempo hará de que esté sumido lo Oculto, cuando vengan trayendo la señal futura los hombres del Sol [Ah Kines, "Sacerdotes-del culto-solar"], Padre. 4. A un grito de distancia, a una medida de distancia, vendrán y ya veréis el faisán que sobresale por encima del Árbol de Vida [Uaom Ché, madero-enhiesto].11 5. Despertará la tierra por el norte y por el poniente. Itzam despertará. 6. Muy cerca viene vuestro Padre, Itzaes; viene vuestro hermano, Ah tan-tunes. 11. Cuando levanten su señal en alto, cuando la levanten con el Árbol de Vida, todo cambiará de un golpe. Y aparecerá el sucesor del primer árbol de la tierra, y será manifiesto el cambio para todos. 16. Y ya entra en la noche mi palabra. Yo, que soy Chilam Balam, he explicado la palabra de Dios sobre el mundo, para que la oiga toda la gran comarca de esta tierra, Padre. Es la palabra de Dios, Señor del cielo y de la tierra. No hay verdad en las palabras de los extranjeros. Los hijos de las grandes casas desiertas, los hijos de los grandes hombres de las casas despobladas, dirán que es cierto que vinieron ellos aquí, Padre. ¿Qué Profeta, qué Sacerdote, será el que rectamente interprete las palabras de estas Escrituras?12

- Del Chilam Balam de Chumayel. Versión de Antonio Mediz Bolio (1930). Edición y notas de Mª Mercedes de la Garza. SEP, México 1985.

VISIÓN DE LOS VENCIDOS

Establecidos ya los españoles en México-Tenochtitlan Motecuhzoma se convirtió prácticamente en prisionero deCortés. Varios textos indígenas como el Códice Ramírez, la XIII relación de Ixtlilxóchitl, el Códice Aubin, etcétera, se refieren de manera directa a la matanza preparada por don Pedro de Alvarado, durante la fiesta de Tóxcatl, 1 celebrada por los nahuas en honor de Huitzilopochtli. Hernán Cortés se había ausentado de la ciudad para ir a combatir a Pánfilo de Narváez, quien había venido a aprehender al conquistador por orden de Diego Velázquez, gobernador de Cuba. Alvarado "el Sol", como lo llamaban los mexicas, alevosamente llevó al cabo la matanza, cuando la fiesta alcanzaba su mayor esplendor. Aquí se ofrecen dos testimonios, conservados en náhuatl y que pintan con un realismo comparable al de los grandes poemas épicos de la antiguedad clásica, los más dramáticos detalles de la traición urdida por Alvarado. Primeramente oiremos el testimonio de los informantes indígenas de Sahagún, que nos narran los preparativos de la fiesta, el modo como hacían los mexicas con masa de bledos la figura de Huitzilopochtli y por fin, cómo en medio de la fiesta, de pronto los españoles atacaron a traición a los mexicas. Los informantes nos hablan en seguida de la reacción de los nativos, del sitio que pusieron a los españoles refugiados en las casas reales de Motecuhzoma. El cuadro se cierra, cuando llega la noticia de que vuelve Cortés. Los mexicas "se pusieron de acuerdo en que no se dejarían ver, que permanecerían ocultos, estarían escondidos. . . como si reinara la profunda noche. . ." Los españoles atacan a los mexicas Pues así las cosas mientras se está gozando de la fiesta, ya es el baile, ya es el canto, ya se enlaza un canto con otro, y los cantos son como un estruendo de olas, en ese preciso momento los españoles toman la determinación de matar a la gente. Luego vienen hacia acá, todos vienen en armas de guerra. Vienen a cerrar las salidas, los pasos, las entradas: la Entrada del Águila, en el palacio menor; la de Acatl iyacapan(Punta de la Caña), la de Tezcacoac (Serpiente de espejos) . Y luego que hubieron cerrado, en todas ellas se apostaron: ya nadie pudo salir. Dispuestas así las cosas, inmediatamente entran al Patio Sagrado para matar a la gente. Van a pie, llevan sus escudos de madera, y algunos los llevan de metal y sus espadas. Inmediatamente cercan a los que bailan, se lanzan al lugar de los atabales: dieron un tajo al que estaba tañendo: le cortaron ambos brazos. Luego lo decapitaron: lejos fue a caer su cabeza cercenada. Al momento todos acuchillan, alancean a la gente y les dan tajos, con las espadas los hieren. A algunos les acometieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dispersas sus entrañas. A otros les desgarraron la cabeza: les rebanaron la cabeza, enteramente hecha trizas quedó su cabeza. Pero a otros les dieron tajos en los hombros: hechos grietas, desgarrados quedaron sus cuerpos. A aquéllos hieren en los muslos, a éstos en las pantorrillas, a los de más allá en pleno abdomen.

Todas las entrañas cayeron por tierra Y había algunos que aún en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y parecían enredarse los pies en ellos. Anhelosos de ponerse en salvo, no hallaban a donde dirigirse. La matanza del Templo Mayor (Códice Florentino) Pues algunos intentaban salir: allí en la entrada los herían, los apuñalaban. Otros escalaban los muros; pero no pudieron salvarse. Otros se metieron en la casa común: allí sí se pusieron en salvo Otros se entremetieron entre los muertos, se fingieron muertos para escapar. Aparentando ser muertos, se salvaron. Pero si entonces alguno se ponía en pie, lo veían y lo acuchillaban. La sangre de los guerreros cual si fuera agua corría: como agua que se ha encharcado y el hedor de la sangre se alzaba al aire, y de las entrañas que parecían arrastrarse. Y los españoles andaban por doquiera en busca de las casas de la comunidad: por doquiera lanzaban estocadas, buscaban cosas: por si alguno estaba oculto allí; por doquiera anduvieron, todo lo escudriñaron. En las casas comunales por todas partes rebuscaron.

La reacción de los mexicas Y cuando se supo fuera, empezó una gritería: -Capitanes, mexicanos . . . venid acá . ¡Qué todos armados vengan: sus insignias, escudos, dardos! . . . ¡Venid acá de prisa, corred: muertos son los capitanes, han muerto nuestros guerreros . . . Han sido aniquilados, oh capitanes mexicanos. Entonces se oyó el estruendo, se alzaron gritos, y el ulular de la gente que se golpeaba los labios. Al momento fue el agruparse, todos los capitanes, cual si hubieran sido citados: traen sur dardos, sus escudos. Entonces la batalla empieza: dardean con venablos, con saetas y aun con jabalinas, con harpones de cazar aves. Y sus jabalinas furiosos y apresurados lanzan. Cual si fuera capa aurilla, las cañas sobre los españoles se tienden. Los españoles se refugian en las casas reales Por su parte los españoles inmediatamente se acuartelaron. Y ellos también comenzaron a flechar a los mexicanos, con sus dardos de hierro. Y dispararon el cañón y el arcabuz. Inmediatamente echaron grillos a Motecuhzoma. Por su parte, los capitanes mexicanos fueron sacados uno en pos de otro, de los que habían sucumbido en la matanza. Eran llevados, eran sacados, se hacían pesquisas para reconocer quién era cada uno. El llanto por los muertos Y los padres y las madres de familia alzaban el llanto. Fueron llorados, se hizo la lamentación de los muertos. A cada uno lo llevan a su casa, pero después los trajeron al Patio Sagrado: allí reunieron a los muertos; allí a todos juntos los quemaron, en un sitio definido, el que se nombra Cuauhxicalco (Urna del Águila). Pero a otros los quemaron sólo en la Casa de los Jóvenes.

Presentación: Sobre la historia contra factual Por Humberto Beck Octubre 2008 | ARTÍCULO DE LA REVISTA LETRAS LIBRES

Se conoce como historia contrafactual el ejercicio de imaginar escenarios alternativos que respondan a la pregunta “¿Qué hubiera pasado si...?” La historia contrafactual es, simultáneamente, un método de análisis historiográfico y un género de creación literaria. Opera en dos momentos. En el primero se identifica un punto de divergencia con la historia real (una bifurcación significativa, la supervivencia o muerte de un personaje, la derrota o victoria en una batalla crucial). En el segundo se realiza la reescritura de la historia de manera consecuente con los cambios introducidos por la divergencia. ¿Qué hubiera pasado si Napoleón no es derrotado?, ¿si los confederados triunfan en la Guerra Civil norteamericana?, ¿si Alemania vence en la Segunda Guerra Mundial?, ¿si el comunismo soviético no se derrumba en 1991?, han sido algunas preguntas contrafactuales célebres, con respuestas diversas lo mismo en la historia que en la literatura. Tito Livio formuló, hace casi dos mil años, el primer contrafactual del que se tenga noticia: si Alejandro Magno hubiera emprendido su conquista hacia el oeste en vez del este, habría iniciado una guerra con el Imperio romano. En el siglo XVIII, Gibbon se preguntaba: ¿qué hubiera pasado si los sarracenos vencen a Carlos Martel en el año 773? Entre burlas y veras, respondía: las verdades del Corán se proclamarían en las cátedras de Oxford ante un público de circuncidados. Si bien existían antecedentes dispersos, el filósofo francés Charles Renouvier inauguró formalmente la historia contrafactual como género literario con la publicación en 1876 de su obra Ucronía: Esbozo histórico apócrifo del desarrollo de la civilización europea tal como no ha

sido, tal como habría podido ser. El título de su obra acuñó una nueva palabra y contribuyó a

definir un concepto: el de los contrafactuales como el equivalente de la utopía (un no lugar) en la historia. La genealogía iniciada por Renouvier cuenta entre sus miembros a autores como Winston Churchill, Philip K. Dick, Vladimir Nabokov, José Saramago y Philip Roth. Asimiladas en el ámbito literario, las ficciones históricas han sido, sin embargo, repetidamente rechazadas en el mundo de la historiografía. No pocos historiadores las han juzgado juegos inconsecuentes, basura imposible de respetar académicamente. Convencido de la esterilidad de cualquier planteamiento contrafactual, el historiador británico E.H. Carr afirmó: “La historia es el registro de lo que la gente hizo, no de lo que dejó de hacer.” Ante una censura tan categórica, ¿por qué interesarse entonces en lo que no pasó? Las razones son ricas y diversas. Si se desea realizar un análisis comparativo de las explicaciones causales en la historia, la perspectiva contrafactual es una necesidad lógica, como ha señalado Niall Ferguson. Del mismo modo, si se pretende conocer plenamente el pasado, los contrafactuales constituyen una exigencia metodológica, pues para comprender lo que ocurrió es imprescindible considerar todas las alternativas que en un momento histórico dado se manifestaron como posibles. Descontar estas alternativas como irreales porque no se cumplieron es, en palabras de H.R. Trevor-Roper, “no sólo un error, sino un error craso. Un error porque, aun cuando se frustraron, explican los motivos de los personajes y encierran una lección histórica”. Si ofrecen preguntas y respuestas plausibles, los escenarios contrafactuales pueden ser algo más que una especulación sin sentido: productos de la imaginación con una base empírica. Isaiah Berlin afirmaba, en un espíritu similar, que el realismo histórico consiste, precisamente, en “situar lo que ocurrió en el contexto de lo que pudo haber ocurrido”. No es difícil entrever una razón adicional: los ejercicios contrafactuales nos liberan de la prisión de la necesidad histórica, recordándonos que la historia no tiene una orientación anticipada ni es gobernada por leyes filosóficas, materialistas o espirituales, sino que es el escenario de un enfrentamiento entre la libertad, la fortuna y la imaginación. Nos enseñan que la historia es una materia indeterminada, una sustancia más parecida a una nube que a un reloj. Al concebir el devenir histórico como un territorio poblado de accidentes, actuaciones espontáneas y actos fallidos, las ucronías nos revelan, sobre todo, la prueba de nuestra fragilidad, y nos rescatan de la versión más obstinada del determinismo: la de pensar que las circunstancias del presente eran la única conclusión histórica posible. “La miseria del historicismo –es decir, de las visiones deterministas de la historia– es la miseria de la falta de imaginación”, sostenía Karl Popper, señalando una carencia menos estética que moral. Los ejercicios de historia imaginaria ocurren en el cruce de la crítica y la fantasía, una fantasía que supone la crítica: el imaginarnos otros o disueltos en la nada implica suspendernos, mirarnos desde fuera con ojos descreídos. Las ficciones históricas son fantasías críticas que demuestran la inestabilidad del presente, la historia, la realidad. Conjeturar un país imaginario, lo mismo a través de la historia que de la literatura, es arrebatar del limbo de la posibilidad algunos de los innumerables países que, latentes, también habitan nuestra historia: gemelos enemigos, desdoblamientos inquietantes, sombras de nosotros mismos frente a las cuales el país real se desdibuja y penetra en la irrealidad. Nada distingue, en el ámbito de la posibilidad, a la historia existente de las historias imaginarias. El número de los pasados apócrifos que en su momento fueron tan plausibles como el pasado real es considerable. Nada los distingue, tampoco, en su verosimilitud. Bien mirado, nuestro pasado resulta tan inaudito como el más delirante de los pasados imaginarios, y pareciera que su único rasgo distintivo es haber sufrido el accidente de ser real. Este mapa, esta historia, pudieron haber sido la brutal fantasía de una imaginación feroz. Esbozar los pasados imaginarios de México es admitir la contingencia de nuestra historia y, desde ese extrañamiento, indagar en un pasado que nos conduzca, todavía más, al asombro. ~

La conquista fracasa. Costa Indómita, 1519-1847 Octubre 2008 | REVISTA LETRAS LIBRES

Por Federico Navarrete

La verdadera historia del fracaso de la expedición ilegal de Hernán Cortés a Costa Indómita, en 1519, permaneció envuelta en el misterio durante varios siglos. Sólo conocíamos los testimonios de la expedición punitiva de Pánfilo de Narváez que en 1520 encontró los cráneos descarnados de varios centenares de rebeldes ensartados en hileras en una macabra estructura de madera, cerca de las ruinas de una efímera población, la villa que pretendió fundar el forajido Cortés en esas tierras ignotas y que llamó Veracruz. Los expedicionarios identificaron el cráneo del desafortunado capitán de la expedición y lo regresaron a Cuba ensartado en una pica, como correspondía a un traidor a la Corona. Incluso iniciaron el rumor de que Cortés y sus hombres, cegados por la ambición y la traición, se habían asesinado entre sí. Sin embargo, la mayor parte de los españoles creyó que habían sido los nativos del lugar quienes los exterminaron, de ahí que bautizaran a este sitio como Costa Indómita, cimentando una reputación de fiereza que sólo habría de crecer con los años. Por ello, el único legado duradero de esta insignificante expedición fue disuadir definitivamente a todos los temerarios que soñaban con penetrar hacia el interior de Costa Indómita, pese a los rumores de sus riquezas proverbiales. Correspondió a Lord Cadbury, miembro de la Expedición Científica que visitó Costa Indómita en 1848, al año siguiente de la expedición militar británica encabezada por la Compañía de las Indias Occidentales que subyugó finalmente al poderoso imperio (o Triple Alianza TlaxcalaTenochtitlan-Tzintzuntzan), el honor de descubrir inequívocos testimonios históricos, en antiguos libros pictográficos, del ataque masivo que sufrió la expedición de Cortés al poco tiempo de desembarcar y que terminó con el exterminio de todos sus hombres. Dicha expedición militar fue encabezada por el capitán Cuitláhuac, quien unos años después sería artífice de la alianza de los mexicas con Tlaxcala y Tzintzuntzan y luego un longevo gobernante de Tenochtitlan, tras la muerte de Motecuhzoma en la primera epidemia de viruela, fechada ahora en 1528. Un detalle romántico, muy celebrado por Lord Cadbury en su clásica obra A History of the Civilizing Influence of the English on the Natives of the Brave Coast, es la ayuda clave que prestó para lograr la derrota de los españoles una mujer india de nombre Malintzin, que había sido brutalmente esclavizada por ellos y que tras ser liberada se convirtió en una de las esposas principales de Cuitláhuac.

Los mismos libros tenochcas también aclararon un misterio que las historias del efímero imperio español nunca pudieron dilucidar: ¿quién fue el primer expedicionario que proporcionó al nuevo imperio de Costa Indómita armas de fuego y caballos, a cambio de esclavos y oro, convirtiéndolo así en una potencia militar virtualmente invencible? Unos historiadores acusaron al expedicionario floridense Nuño de Guzmán de haber sido el que inició este “infame trato“, mientras otros señalaban a los propios hombres de Pánfilo de Narváez como los iniciadores del lucrativo comercio. Más allá de esta disputa, sin embargo, ambas escuelas coincidían en que este tráfico humano, tan vana y repetidamente denunciado por el obispo de Santo Domingo, Bartolomé de las Casas, permitió prosperar rápidamente a los reinos españoles en América pero también terminó por provocar su temprana ruina. En todo caso, la interpretación de Lord Cadbury de las pictografías indígenas, apoyada por testimonios de los miembros de la casa real tenochca, aclaró más allá de toda duda que fue Nuño de Guzmán quien, en 1521, negoció el primer intercambio de este tipo con los tenochcas, encabezados nuevamente por el capitán Cuitláhuac, y que incluso dejó en estas tierras a un pequeño contingente de guerreros que se encargó de enseñar a los nativos de Costa Indómita a manejar las armas y a montar los caballos. A cambio obtuvo una promesa de exclusividad en este comercio que los astutos tenochcas nunca honraron, pues pronto establecieron tratos similares con las expediciones de “rescate” venidas de Cuba y con representantes de otras naciones europeas. Lord Cadbury descubrió también que varios de los temerarios miembros del contingente dejado por Guzmán llegaron a la legendaria Tenochtitlan, donde casaron con hermanas e hijas de Cuitláhuac, fundando varios linajes militares y aristocráticos mexicaespañoles que habían conservado hasta esos días su poder y su prestigio. Los testimonios históricos recogidos y analizados por el historiador inglés muestran también que fue gracias al poder de las armas y los caballos comprados a los españoles, que los tenochcas pudieron imponer una alianza a sus enemigos más acérrimos, los tlaxcaltecas y los tarascos. Si bien esta alianza implicó la subordinación de hecho de estos centros al poder tenochca, también les permitió participar en el lucrativo tráfico que se estableció con los españoles, y poco después con los ingleses, franceses y holandeses. Desgraciadamente, para conocer estas negociaciones contamos únicamente con el testimonio de los documentos mandados hacer por el exitoso Cuitláhuac, pues él mismo ordenó la quema de todos los libros tlaxcaltecas y tarascos, así como de las historias tenochcas que trataban de las épocas anteriores al establecimiento de la nueva Triple Alianza.

COLONIALISMO

REDONDILLAS Sor Juana Inés de la Cruz

quejándoos, si os tratan mal, burlándoos, si os quieren bien. Opinión, ninguna gana, pues la que más se recata, si no os admite, es ingrata, y si os admite, es liviana. Siempre tan necios andáis que, con desigual nivel, a una culpáis por cruel y a otra por fácil culpáis. ¿Pues como ha de estar templada la que vuestro amor pretende?, ¿si la que es ingrata ofende, y la que es fácil enfada?

Hombres necios que acusáis a la mujer, sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis; si con ansia sin igual solicitáis su desdén, por qué queréis que obren bien si las incitáis al mal? Combatís su resistencia y luego, con gravedad, decís que fue liviandad lo que hizo la diligencia. Parecer quiere el denuedo de vuestro parecer loco, al niño que pone el coco y luego le tiene miedo. Queréis, con presunción necia, hallar a la que buscáis para prentendida, Thais, y en la posesión, Lucrecia. ¿Qué humor puede ser más raro que el que, falto de consejo, él mismo empaña el espejo y siente que no esté claro? Con el favor y el desdén tenéis condición igual,

Mas, entre el enfado y la pena que vuestro gusto refiere, bien haya la que no os quiere y quejaos en hora buena. Dan vuestras amantes penas a sus libertades alas, y después de hacerlas malas las queréis hallar muy buenas. ¿Cuál mayor culpa ha tenido en una pasión errada: la que cae de rogada, o el que ruega de caído? ¿O cuál es de más culpar, aunque cualquiera mal haga; la que peca por la paga o el que paga por pecar? ¿Pues, para qué os espantáis de la culpa que tenéis? Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis. Dejad de solicitar, y después, con más razón, acusaréis la afición de la que os fuere a rogar. Bien con muchas armas fundo que lidia vuestra arrogancia, pues en promesa e instancia juntáis diablo, carne y mundo.

INDEPENDENCIA // PRIMERA NOVELA HISPANOAMÉRICANA

José Joaquín Fernández de Lizardi El periquillo Sarniento (fragmento) Fuímonos, por fin, al circo de la diversión, que era un gran corral, en el que estaban formados unos cómodos tabladitos. Sentámonos el padre vicario y yo juntos, y entretuvimos la tarde mirando herrar los becerros, y ganado caballar y mular que había. Mas advertí que los espectadores no manifestaban tanta complacencia cuando señalaban a los animales con el fuego, como cuando se toreaban los becerrillos o se jineteaban los potros, y mucho más cuando un torete tiraba a un muchacho de aquéllos, o un muleto desprendía a otro de sobre sí; porque entonces eran desmedidas las risadas, por más que el golpeado inspirara la compasión con la aflicción que se pintaba en su semblante. Yo, como hasta entonces no había presenciado semejante escena, no podía menos que conmoverme al ver a un pobre que se levantaba rengueando de entre las patas de una mula o las astas de un novillo. En aquel momento sólo consideraba el dolor que sentiría aquel infeliz, y esta genial compasión no me permitía reír cuando todos reventaban a caquinos. El juicioso vicario, que ¡ojalá hubiera sido mi mentor toda la vida!, advirtió mi seriedad y silencio, y leyéndome el corazón me dijo: -¿Usted ha visto toros en México alguna vez? -No señor – le contesté-, ahora es la primera ocasión que veo esta clase de diversiones, que consisten en hacer daño a los pobres animales, y exponerse los hombres a recibir los golpes de la venganza de aquéllos, la que juzgo se merecen bien por su maldita inclinación y barbarie. -Así es, amiguito – me dijo el vicario-; y se conoce que usted no ha visto cosas peores. ¿Qué dijera usted si viera las corridas de toros que se hacen en las capitales, especialmente en las fiestas que llaman Reales? Todo lo que usted ve en éstas son frutas y pan pintado; lo más que aquí sucede es que los toretes suelen dar sus revolcadillas a estos muchachos, y los potros y mulas sus caídas, en las que ordinariamente quedan molidos y estropeados los jinetes; mas no heridos o muertos como sucede en aquellas fiestas públicas de las ciudades que dije; porque allí, como se torean toros escogidos por feroces, y están puntales, es muy frecuente ver los intestinos de los caballos enredados en sus astas, hombres gravemente lastimados y algunos muertos. -Padre – le dije yo-, ¿y así exponen los racionales sus vidas para sacrificarlas en las armas enojadas de una fiera? ¿Y así concurren todos de tropel a divertirse con ver derramar la sangre de los brutos, y tal vez de sus semejantes? -Así sucede –me contestó el vicario-, y sucederá siempre en los dominios de España, hasta que no se olvide esta costumbre tan repugnante a la naturaleza, como a la ilustración del siglo en que vivimos. (…)

ROMANTICISMO

Canción a la disolución de Colombia Andrés Bello

Deja, discordia bárbara, el terreno que el pueblo de Colón a servidumbre redimió vencedor; y allá vomita, aborrecida furia, tu veneno, y esa tu tea, a cuya triste lumbre el tierno pecho maternal palpita, allá tan sólo agita, donde jamás fue oído de libertad el nombre, y donde el cuello dobla, encallecido bajo indigna cadena, el hombre al hombre.

¿Qué acento pudo a la postrada España más alegre sonar? Miradla el luto mudar gozosa en púrpura fulgente. Ya en su delirio, la visión apaña del cetro antiguo, y el servil tributo demanda con usura al Occidente. Brilla en la cana frente el orgullo altanero, cual súbito revive, cuando iba el rayo a despedir postrero, la tibia luz que pábulo recibe.

¿El que la ley ató sagrado nudo que se dignaron bendecir los cielos en tanta heroica lid desde los llanos que baña el Orinoco hasta el desnudo remoto Potosí, romperán celos indignos de patriotas y de hermanos? ¿De labios colombianos saldrá la voz impía: Colombia fue? ¿Y el santo título abjuraremos que alegría al nuevo mundo dio y a Iberia espanto?

"¿Es éste el pueblo desdeñoso, esquivo, ¡con irrisión dirá ¿qué oprobio estima mis leyes, y mi nombre vituperio? No de tener el corazón altivo de sus padres blasone; no le anima alma capaz de libertad e imperio. En largo cautiverio degeneraron; falta para llevar a cabo una empresa tan alta generosa virtud al que fue esclavo.

¡Ah! no será, ni en corazones cabe que enamoró la gloria, tanta mengua; o si pudo el valor desatentado culpa, un momento, consentir tan grave; honor lo contradijo, y de la lengua volvió la voz al pecho horrorizado; que no en vano regado con la sangre habrá sido de víctimas sin cuento el altar, do en mil votos repetido se oyó de unión eterna el juramento.

"¿Veislos violar el pacto, fementidos, jurado apenas? ¿Veislos ya la espada contra sí revolver? El ebrio sueño desvanecióse; en breve, en breve uncidos pedirán ser a la coyunda usada, y de la voz se acordarán del dueño". -¡Ciego error! ¡Vano empeño! Si dejada el torrente su natural costumbre, arrastrare sus ondas a la fuente, querrá volver el libre a servidumbre. […]

ADIÓS, OH PATRIA MÍA Ignacio Rodríguez Galván

Alegre el marinero en voz pausada canta, y el ancla ya levanta con extraño rumor.

Las olas, que se mecen como el niño en su cuna, retratan de la luna el rostro seductor.

De la cadena al ruido me agita pena impía.

Gime la brisa triste cual hombre en agonía.

Adiós, oh patria mía, adiós, tierra de amor.

Adiós, oh patria mía, adiós, tierra de amor.

El barco suavemente se inclina y se remece, y luego se estremece a impulso del vapor.

Del astro de la noche un rayo blandamente resbala por mi frente rugada de dolor.

Las ruedas son cascadas de blanca argentería.

Así como hoy la luna, en México lucía.

Adiós, oh patria mía, adiós, tierra de amor.

Adiós, oh patria mía, adiós, tierra de amor.

Sentado yo en la popa contemplo el mar inmenso, y en mi desdicha pienso y en mi tenaz dolor.

¡En México!... ¡Oh memoria!... ¿Cuándo tu rico suelo y a tu azulado cielo veré, triste cantor?

A ti mi suerte entrego, a ti, Virgen María.

Sin ti, cólera y tedio me causa la alegría.

Adiós, oh patria mía, adiós, tierra de amor.

Adiós, oh patria mía, adiós, tierra de amor.

De fuego ardiente globo en las aguas se oculta: una onda lo sepulta rodando con furor.

Pienso que en tu recinto hay quien por mí suspire, quien al oriente mire buscando a su amador.

Rugiendo el mar anuncia que muere el rey del día.

Mi pecho hondos gemidos a la brisa confía.

Adiós, oh patria mía, adiós, tierra de amor.

Adiós, oh patria mía, adiós, tierra de amor.

MENTIRAS DE LA EXISTENCIA DOLORA ¡Qué triste es vivir soñando en un mundo que no existe! Y qué triste ir viviendo y caminando, sin fe en nuestros delirios, de la razón con los ojos, que si hay en la vida lirios, son muchos mas los abrojos. Nace el hombre, y al momento se lanza tras la esperanza, que no alcanza porque no se alcanza el viento; y corrre, corre, y no mira al ir en pos de la gloria que es la gloria una mentira tan bella como ilusoria. ¡No ve al correr como loco tras la dicha y los amores, que son flores que duran poco, muy poco! ¡No ve cuando se entusiasma con la fortuna que anhela, que es la fortuna un fantasma que cuando se toca vuela! Y que la vida es un sueño del que, si al fin despertamos, encontramos el mayor placer pequeño; pues son tan fuertes los males de la existencia en la senda, que corren alli a raudales las lágrimas en ofrenda. Los goces nacen y mueren como puras azucenas, mas las penas

MANUEL ACUÑA

viven siempre y siempre hieren; y cuando vuelva la calma con las ilusiones bellas, su lugar dentro del alma queda ocupado por ellas. Porque al volar los amores dejan una herida abierta que es la puerta por donde entran los dolores; sucediendo en la jornada de nuestra azarosa vida que es para el pesar "entrada" lo que para el bien "salida". Y todos sufren y lloran sin que una queja profieran, porque esperan hallar la ilusión que adoran!... Y no mira el hombre triste cuando tras la dicha corre, que sólo el dolor existe sin que haya bien que lo borre. No ve que es un fatuo fuego la pasión en que se abrasa, luz que pasa como relámpago, luego: y no ve que los deseos de su mente acalorada no son sino devaneos, no son más que sombra, nada. Que es el amor tan ligero cual la amistad que mancilla porque brilla sólo a la luz del dinero; y no ve cuando se lanza loco tras de su creencia, que son la fe y la esperanza, mentiras de la existencia.

UNIDAD III

LA LITERATURA LATINOAMERICANA Y LA CONTEMPORANEIDAD

REALISMO, COSTUMBRISMO, NATURALISMO

CUENTO "EL ASESINATO DE PALMA SOLA" DE RAFAEL DELGADO Al Sr. Lic. D. José López Portillo y Rojas Cuando el Juez se disponía a tomar el portante y sombrero en mano buscaba por los rincones el bastón de carey y puño de oro, el Secretario —un viejo larguirucho, amojamado y cetrino, de nariz aguileña, cejas increíbles, luenga barba y bigote dorado por el humo del tabaco—, dejó su asiento, y con la pluma en la oreja y las gafas subidas en la frente, se acercó trayendo un legado. —Hágame usted favor... ¡Un momentito! ... Unas firmitas... —¿Qué es ello? -respondió contrariado el jurisperito. —Las diligencias aquellas del asesinato de Palma-Sola. Hay que sobreseer por falta de datos... —Dios me lo perdone, amigo don Cosme; pero ese mozo a quien echamos a la calle tiene mala cara, muy mala cara! La viudita no es de malos bigotes, y...-Sin embargo... ¡ya usted vio! —Sí, sí, vamos, deme usted una pluma. Y el Juez tomó asiento, y lenta y pausadamente puso su muy respetable nombre y su elegante firma —Un rasgo juvenil e imperioso— en la última foja del mamotreto, y en sendas tirillas otras tantas órdenes de libertad, diciendo, mientras el viejo aplanaba sobre ellas una hoja de papel secante: —Ese crimen, como otros muchos, quedará sin castigo. Nuestra actividad ha sido inútil... En fin... ¿no dicen por ahí que donde la humana justicia queda burlada, otra más alta, para la cual no hay nada oculto, acusa, condena y castiga? Don Cosme contestó con un gesto de duda y levantó los hombros como si dijera:-¡Eso dicen! —¿Hay algo más? —No, señor. —Pues, ¡abur! El secretario recogió tirillas y expedientes, arrellanóse en, la poltrona y encendió un tuxteco. I En agosto, en plena temporada de lluvias, entrada la noche, una noche muy negra y pavorosa, va Casimiro, el honrado y laborioso arrendatario, camino de su rancho de Palma-Sola, jinete en 1a Diabla, una excelente mula de muchos codiciada, y por la cual le ofrecían hasta ciento cincuenta duros los dueños del Ceibo ciento cincuenta de águila platita, sonante y contante a la hora que los quisiera, ¡peso sobre peso! —Pero ¡quia! Casimiro contestaba: No, amo ¿Vender mi Diabla? – ¡Nones! ¡Si sólo el nombre es lo que le afea! Primero vendo la punta y malbarato el cafetalito. Vamos, señor amo, antes empeño la camisa que vender la bestia; y luego que mi mujer está que no cabe con su mula. Y la verdá, señor, cuando va uno en ella, va uno mejor que en el tren Margarita le tiene un cariño y una ley, que... no es capaz. ¡Ni aunque le ofrecieran por ella las perlas de la Virgen! Si quiere la otra, mi amo, la Sapa... mañana se la traigo. ¡No le recele, patrón! También la Sapa es buena, es casi como ésta. Tiene buen paso, ni pajarera ni mañosa. De veras, no le desconfíe. Aunque la vea caidita de agujas... Se la arrearé pa cá, pa que la vea. Por, la vista entra el gusto. Ya verá qué rienda. Se la merqué al cotijeño el año pasado. Le di cuarenta. ¡Es barata! Cuarenta me dan; ni medio más ni medio menos. ¡Es pa los amos y nada les gáno! ¡Qué caminos aquellos, Dios santo! Desde más acá del barreal comenzaba lo bueno. Zarzas y acahualeras cerraban el paso, yen algunos puntos eran tales los zoquiteros, que las bestias se hundían hasta los encuentros; pero ¡pero allí de la Diabla! no perdía momento, y libre, ligerita, suelta la brida, subía, bajaba, costeaba el lodazal, y se colaba entre los matorrales como Pedro por su casa. Iba Casimiro cabizbajo y triste. No había motivo para ello, ysin embargo estaba asustadizo, y de cuando en cuando le daba un vuelco el corazón, como si le amenazara la mayor desgracia. Ganas le daban de volverse al Ceibo y allí pasar la noche.

De un lado el llano. Del otro el bosque sombrío, negro, pavoroso, lleno de espantables rumores: silbidos de serpientes, estruendos de árboles viejos que se caían, roncar de sapos en zanjas y lagunetas; en los pochates más altos, ulular de buhos, y allá, al fin de la selva, el estrépito del torrente y el ruido creciente del aguacero que venía que volaba con un tropel de cien escuadrones a galope. En la serranía, desatada tempestad; la tormenta estacionada en las cimas, un relámpago y otro, y otro, y truenos, y más truenos, como si las legiones infernales batallaran allí en combate definitivo. En los picachos, en los crestones, en las cúspides supremas, los fulgores del rayo se difundían a través de las nubes, iluminándolas a cada instante con coloraciones fugitivas, rojas, áureas, cerúleas, que dejaban ver el sinuoso perfil de los montes y la negra mole de fuliginosa cordillera. En el llano, reses medrosas y ateridas que, refugiadas al pie de los huizaches, ramoneaban en las yerbas húmedas; entre los matorrales, en las orillas del arroyuelo, entre las mafafas resonantes, el centellear de los cocuyos. —¡A llegar! —se dijo el ranchero componiéndose la manga de hule— ¡A llegar que el agua está encima! ¡Anda, Diabla, que ya poco te falta! Como si adivinara los deseos de su dueño el noble animal alargó el paso y taca, taca, taca... El aguacero. Primero rachas de viento húmedo y frío; luego gruesos goterones que caían con estrépito en la arboleda, y en seguida la lluvia desatada. Avanzaba el jinete a la vera del fangoso camino. Término de ésta era el maizal: una milpa magnífica, ya en jilote, cuyas cañas estremecidas por el agua y el viento, remedaban rumores de crujiente seda. De allí partía una vereda, ancha y ascendente, al fin de la cual estaba la casa. A través de las plantas se veía el fuego del hogar que ardía con llama titilante y rojiza. Por aquel rumbo dirigió Casimiro su caballería. En vano: la Diabla se detuvo alebrestada, renuente, erguida la cabeza, altas las orejas. —¡Epa! ¿Qué te sucede? —exclamó el jinete—. ¡Epa! —repitió. La Diabla, rebelde al freno, pugnaba por volverse. Casimiro gruñó entre dientes un terno y azuzó al animal, hincándole las espuelas, pero éste resistía encabritándose. —¿No quieres? Pues... ¡toma! Y ¡zas! Un par de latigazos, uno por cada lado. La mula arrancó al trote. Entre la milpa quedaba un hombre escondido, envuelto en negra manga, apoyadas las manos en el cañón de una escopeta II ¡Qué alegremente ardían los leños en el hogar! Tronaban los tizones y las llamas se retorcían trémulas en torno del tronco ennegrecido, proyectando en los muros danzarinas y quebradas sombras. Cuando Casimiro llegó ya Margarita le esperaba en la puerta. Linda campesina de apiñonado rostro, esbelto talle y grandes ojos negros. Sonreía afable y cariñosa. Aquella sonrisa era la sonrisa de la traición, encubridor halago de una emoción profunda y horrible. —¡Creí que no venías! ¡Jesús! ¡Si vienes hecho un pato! ¡Quítate la manga que encharcas esto! —No me pasó el agua. Luego; voy a desensillar, y a persignar a esta mañosa que en la milpa se me armó de un modo que por nada quería andar. ¡Si no le arrimo! . . . Sintió Margarita que el corazón se le subía a la garganta, y tragando saliva y dominándose, murmuró: —¡Ah Dios! ¡Vaya! ¿Y por qué? —Se asustaría... Los animales a veces ven visiones. Si sigue con esas mañas, aunque a ti no te cuadre, se la vendo al amo. Yo no sé lo que fue. —El mapachín ¡Puede! El cuento es que paró las orejas y que ni a cuartazos quería andar. Aflojaba la lluvia y la tormenta cesaba. Uno que otro relámpago allá en la sierra. Casimiro desenjaezó en el portalón, fue a persignar la bestia y a poco entraba en la casa. —¡Caramba! Si vieras: echo de ver que no traigo la pistola. No le hace Pa la falta que me hace. Margarita se puso lívida al oír esto. -¿No bebes? —Echate el café y tráite la limeta. Estoy cansado y quiero dormir. III

Media noche pasada, porque el gallo había cantado dos veces, oyóse en el techo un golpe, como el de una piedra chiquita, lanzada sin fuerza. Casimiro roncaba, Margarita no dormía, no había querido dormir. —¡Casimiro! ¡Casimiro! —¿Qué cosa? -contestó medio dormido. —¡Casimiro! —¡Oh! ¿qué quieres? —¿Oíste? —No. —Alguno anda allá afuera. ¿Por qué? —Oí ruido. —¡Déjame dormir! —No; si clarito oí el ruido. Los animales están inquietos. Oí ruido como de gente que se acerca. -Si vendrán a robarse las bestias. —No, mujer, si el perro no ladra... —Porque no está. Desde ayer no parece. —¡Voy! —rezongó el ranchero saltando de la cama—. ¡Y luego que no tengo la pistola! —Coge el machete. El ranchero se embrocó el sarape, tomó el machete y salió al portalón. El cielo se había despejado. La luna iluminaba con triste claridad arboledas y maizales; ligera brisa susurraba en las palmas, y los charcos reproducían aquí y allá, el menguante disco del pálido satélite. Las mulas se revolvían inquietas. La Diabla, al sentir a su amo, relinchó de alegría. Margarita dejó el lecho, y quedo, muy quedo, de puntillas, conteniendo el aliento, fría de terror, erizado el cabello, se fue hasta la puerta. Allí, en espera de algo terrible, se detuvo a escuchar... De repente sonó un disparo. Se oyó un grito; después un ¡ay! lastimero; en seguida un quejido; y luego el aterrador silencio del campo adormecido. De entre la espesura del cafetal se destacó un bulto. Un hombre que con el arma en la mano llegó hasta el portalón, y que en voz muy baja, como si tuviera miedo de sí mismo, como si temiera escuchar sus propias palabras, dijo: —¡Ya!... V Ocho años después, cierto día del mes de mayo, conversaban muy alegres y entretenidos el Juez que ya conocemos y su Secretario don Cosme. —¿Se acuerda usted, amigo -dijo el primero—, del asesinato de Palma-Sola. —¡Vaya si me acuerdo! —respondió el viejo, echando una bocanada de humo. Usted creía que la mujer, que, por cierto no era de malos bigotes, y el muchacho que pusimos en libertad. . . —¡Y sigo en la mía, señor don Cosme! En aquel momento entró una mujer que llevaba de la mano a un muchachito, como de siete años, muy raquítico y enclenque. La mujer parecía más enferma que la infeliz criatura. Pálida, exangüe, encanecida, aparentaba doble edad de la que tenía; pero en sus ojos brillaba aún vivísimo rayo de hermosura. El Juez y su secretario la reconocieron al momento. La miraron de pies a cabeza y luego se miraron asombrados. Era Margarita. —¿Qué quería usted, señora? —preguntó el Juez. La mujer permaneció muda algunos instantes. —¿Qué deseaba usted? —repitió don Cosme. —Señor Juez; -dijo al fin— ¿Se acuerda usted de Casimiro González, aquel que. . . mataron en Palma-Sola? —Sí, ¿por qué? —Porque, señor, ya no puedo más... ya esto no es vivir... y vengo...vengo a decirlo todo, a decir quiénes lo mataron... —Y... ¿quiénes lo mataron? -replicó el magistrado con imponente severidad. —La verdá, señor, ¡yo!...Y el que ahora es mi marido! y la desdichada mujer cayó de rodillas, y presa de mortal congoja, ahogándose, se echó a llorar.

LA BOLA

Emilio Rabasa

Suceso grave Por aquellos días andaba la política descompuesta y la situación delicada, en virtud de que el descontento cundía en las poblaciones más importantes del Estado; la tempestad se anunciaba con un murmullo sordo, y el mar revuelto de la opinión pública iba alzando olas que alteraban, aunque débilmente, el tranquilo estero de San Martín. Más de una vez oí en la tienda de los Gonzagas la voz profética de Severo, que con humos de sabio previsor, creía y afirmaba que antes de mucho se armaría la bola; que el distrito X no soportaba a su Jefe político; que el Distrito Z se moría de hambre por la escasez de maíz, y sin embargo, no se [23] disminuía el impuesto sobre el arroz que era su único ramo de explotación; que en el Congreso el Lic. Pérez Gavilán iba minando y minando, al grado de que contaba ya con una mayoría dispuesta a encausar al Gobernador cuando las cosas estuvieran en sazón; que dos Jefes políticos acababan de ser removidos por sospechosos y sustituidos con personas que no servían para maldita la cosa; en una palabra, que la bola se armaría antes de mucho. Debo decir con franqueza, que Severo me era profundamente antipático, de una manera invencible, para lo cual tenía yo motivos que voy a confesar, aunque algunos me causen rubor. Gozaba yo en el pueblo de tal cual reputación de muchacho ilustrado, al extremo de haber sido alguna vez secretario interino del Ayuntamiento, con aplauso de este respetable cuerpo, quien, sin embargo, hubo de nombrar propietario a un primo de la esposa del Jefe político, porque éste así lo dispuso. Tenía yo una hermosa letra inglesa, de la que había en aquel tiempo poquísimos ejemplares, y solía yo poner las [24] primeras palabras de las actas con letra gótica que no dejaba que pedir. Además, me sabía como el Padre Nuestro la gramática de Quiroz, la Aritmética comercial que era texto en San Martín, y había leído diez o quince veces el Instructor y otras tantas el Periquillo; con todo lo cual tenía formado un caudal de instrucción, que abrazaba retazos de ciencias naturales, tajadas de Historia, girones de Geografía, y aun ciertos mendrugos de Náutica y Derecho natural. Ahora bien; a pesar de todo esto, Severo me miraba siempre desde arriba, como si estuviera encaramado en la torre de la Iglesia y yo metido en el fondo de un pozo; y lo que más me irritaba era la buena fe visible con que se suponía superior a mí. Y lo cierto es que cuando estábamos en el mismo corro, hablaba él sin reparo, con la voz reposada y calmosa de siempre, y con su eterna persuasión de decir grandes cosas, mientras yo me sentía encogido y guardaba vergonzoso silencio; y por más que yo me esforzaba en declarar interiormente que aquel fatuo era un ignorante, le admiraba en realidad [25] y le envidiaba, sobre todo sus conocimientos literarios, que a pesar de mi resistencia me cautivaban, y avivaban en mi alma el corrosivo veneno de la envidia. En verdad nada sabía, pero tenía ese desplante para decir desatinos, que aun en nuestra culta capital se sobrepone con frecuencia a la verdadera instrucción y al positivo talento.

No me lo hacía menos antipático su físico. Era hombre como de treinta y cinco años, bajo de cuerpo, de menguada frente, mirar soñoliento, labios delgados rodeados de escasos y gruesos pelos semirrubios, y piernas más que medianamente encorvadas, que movía en paso largo, lento y acompasado, como correspondía a un hombre de sus talentos y fama. Aunque todo el pueblo tenía por él sentimientos a los míos semejantes, era bien aceptado en todas partes: paradoja que se comprende fácilmente, con sólo saber que era el tinterillo de San Martín. Nada menos que seguía un pleito contra el tendero español y como apoderado de los Gonzagas, por no sé qué negocio que ambas [26] casas comerciales hicieron en participación. Tal era el hombre que anunciaba la proximidad de la bola, y que en el día de la patria tenía el alto encargo de hablar al pueblo. Realmente, las noticias de la capital eran alarmantes, y se sabía que las remociones de empleados se hacían frecuentes, como sucede siempre que llega a las alturas del poder el rumor de próximas borrascas. En San Martín, mientras tanto, se procuraba no tener opinión por lo expuesto que es formularla antes de que se sepa el resultado probable del negocio; pero yo que oía las conversaciones y atisbaba las palabras y los gestos, y aun alguna descuidada franqueza, me persuadí desde entonces de que en este país la opinión está siempre en favor del desorden, de donde diere, y sin necesidad de averiguación, a verdad supuesta y buena fe guardada. Oyendo aquí y platicando allá, un día en el portal, otro en el atrio de la iglesia, una noche en la tertulia de los Llamas, fui formando un conjunto de noticias, suposiciones y comentarios que me dieron la suficiente [27] instrucción en esta especial chismografía que se contagia, que embriaga y que envicia. Poco tiempo bastó para que yo le tomara afición decidida, y solía ya con frecuencia meter mi cucharada en glosas y profecías. Era un hecho: el licenciado Pérez Gavilán era un grande hombre; por supuesto; como que la iba a armar contra los abusos y desmanes del poder. Era sin duda un grande hombre, digno de regir los intereses del Estado. El Gobierno deseaba arrojarle del Congreso; pero no había manera de conseguirlo, y además se temía que tal proceder hiciera estallar la mina. Estaba de acuerdo con tres militares de importancia; ¡no cabía duda! El Jefe político del distrito H. era su compadre: luego el distrito era suyo en cuerpo y alma. No había que calentarse la cabeza, la revolución comenzaría antes de un mes. Y en cuanto a la parte de San Martín, clarito se veía que el Gobierno, conociendo que no contaría con el Comandante Cabezudo, había enviado a Coderas para tenerlo a raya. Pues ahí está el motivo de sus sordas hostilidades. Don Mateo, podía apostarse [28] a que estaba ya de acuerdo con el gran Pérez Gavilán y con el General Baraja, a quien el otro confiaba la parte militar del asunto. Por supuesto que de todas estas indudables hipótesis tomaba yo nota en un corro para soltarlas en otro; mas debo declarar que no hablaba yo de la misma manera entre los de las Lomas que en ruedas del barrio del Arroyo. Ambos, sin desmentir su raza, deseaban que hubiera lumbre, pero los de las Lomas hacían votos interiormente porque a Don Mateo se le llevaran los demonios; mientras los del Arroyo estaban impacientes porque su jefe diera la voz de alarma para ponerse a su lado y entrar en la zambra. Yo no tenía color determinado, y era por lo mismo igualmente aceptado por unos y otros; pero comenzó a divulgarse mi inclinación a Remedios, y esto sobró para que en mi presencia se hablase con cuidado de no lastimar ni remotamente a Don Mateo. Lo comprendí y no quise hacer tan mal papel entre los de las Lomas; dejé de frecuentar el portal; pero procuré que tampoco me tomasen por enemigo. Tal era la delicadísima [29] situación de San Martín cuando llegó el 16 de Setiembre, que como antes he dicho, se celebraba aquella vez con nuevo y no conocido lujo. Y sabido todo esto por el lector,

calcule la trascendencia del desgraciado suceso del aquel día, que pasmó, confundió y alarmó al ya asustadizo vecindario. Fue el caso, que habiendo tomado la bandera Don Mateo para presidir el paseo cívico de costumbre, Coderas se interpuso en su camino, se la quitó de las manos, y con voz desde luego irritada, dijo:

-Esto me toca a mí. El héroe de San Martín se quedó de pronto estupefacto, más que de corrido, de admirado al encontrar hombre capaz de cometerle desacato tan inverosímil. Pero en seguida la sangre acudió agolpada a su cabeza, manchósele el semblante de un color rojo amoratado que lo dio un aspecto de ferocidad espantosa, y cerrando los puños gritó: -¡A Vd.!... ¡Cómo a Vd.! Coderas estaba ya en la plaza. -Sí, señor -replicó-; yo soy la primera autoridad política del distrito. -¡Y yo!... [30] -¡Vd. aquí no es nada! Y el Jefe político, haciendo un gesto de grosero desdén, inició la marcha grave y pausadamente al son del tambor, y suavemente acariciado por el lienzo tricolor que el viento echaba sobre su cabeza. Cuando Don Mateo quiso lanzarse sobre él, según su costumbre, dos o tres amigos suyos y yo le detuvimos, procurando calmarle. Los asistentes se habían quedado de una pieza, deseando en su mayoría convertirse en ratones y escapar por cualquier agujero para no verse en el fatal compromiso de quedarse con el Comandante o seguir a Coderas; pero su vacilación no podía ser larga, porque el Jefe político se iba alejando, y los más tomaron el partido de ir con él. Los Llamas creyeron encontrar el medio justo: saliendo de la sala, se escurrieron pegados a la pared hasta la esquina, y tomaron a buen paso el rumbo de su habitación; resultando de aquí que Don Mateo creyese que habían ido con Coderas, y éste que se habían quedado con aquél. Yo no me moví... por no moverme.

EL ZARCO

REALISMO

Ignacio Manuel Altamirano Fragmento Era un joven como de treinta años, alto, bien proporcionado, de espaldas hercúleas y cubierto literalmente de plata. El caballo que montaba era un soberbio alazán, de buena alzada, musculoso, de encuentro robusto, de pezuñas pequeñas, de ancas poderosas como todos los caballos montañeses, de cuello fino y de cabeza inteligente y erguida. Era lo que llaman los rancheros un "caballo de pelea". El jinete estaba vestido como los bandidos de esa época, y como nuestros charros, los más charros de hoy. Levaba chaqueta de paño oscuro con bordados de plata, calzonera con doble hilera de "chapetones" de plata, unidos por cadenillas y agujetas del mismo metal; cubríase con un sombrero de lana oscura, de alas grandes y tendidas, y que tenían tanto encima como debajo de ellas una ancha y espesa cinta de galón de plata bordada con estrellas de oro; rodeaba la copa redonda y achatada una doble toquilla de plata, sobre la cual caían a cada lado dos chapetas también de plata, en forma de bulas rematando en anillos de oro. Llevaba, además de la bufanda con la que se cubría el rostro, una camisa también de lana debajo del chaleco, y en el cinturón un par de pistolas de empuñadura de marfil, en sus fundas de charol negro bordadas de plata. Sobre el cinturón se ataba una "canana", doble cinta de cuero a guisa de cartuchera y rellena de cartuchos de rifle, y sobre la silla un machete de empuñadura de plata metido en su vaina, bordada del mismo material. La silla que montaba estaba bordada profusamente de plata, la cabeza grande era una masa de ese metal, lo mismo que la teja y los estribos, y el freno del caballo estaba lleno de chapetas, de estrellas y de figuras caprichosas. Sobre el vaquerillo negro, el hermoso pelo de chivo, y pendiente de la silla, colgaba un mosquete, en su funda también bordada, y tras de la teja veíase amarrada una gran capa de hule. Y por dondequiera, plata: en los bordados de la silla, en los arzones, en las tapafundas, en las chaparreras de piel de tigre que colgaban de la cabeza de la silla, en las espuelas, en todo. Era mucha plata aquélla, y se veía patente el esfuerzo para prodigarla por dondequiera. Era una ostentación insolente, cínica y sin gusto. La luz de la luna hacía brillar todo este conjunto y daba al jinete el aspecto de un extraño fantasma con una especie de armadura de plata; algo como un picador de plaza de toros o como un abigarrado centurión Semana Santa. ... La luna estaba en el cenit y eran las once de la noche. El "plateado" se retiró después de este rápido examen, a un recodo que hacia el cauce del río junto a un borde lleno de árboles, y allí, perfectamente oculto en la sombra, y en la playa seca y arenosa, echó pie a tierra, desató la reata, quitó el freno a su caballo y, teniéndolo del lazo, lo dejó ir a poca distancia a beber agua. Luego que la necesidad del animal estuvo satisfecha, lo enfrenó de nuevo y montó con agilidad sobre él, atravesó el río y se internó en uno de los callejones estrechos y sombríos que desembocaban en la ribera y que estaban formados por las cercas de árboles de las huertas. Anduvo al paso y como recatándose por algunos minutos, hasta llegar junto a las cercas de piedra de una huerta extensa y magnífica. Allí se detuvo al pie de un zapote colosal cuyos ramajes frondosos cubrían como una bóveda toda la anchura del callejón, y procurando penetrar con la vista en la sombra densísima que cubría el cercado, se contentó con articular dos veces seguidas una especie de sonido de llamamiento: -¡Psst ... psst ... ! Al que respondió otro de igual naturaleza, desde la cerca, sobre la cual no tardó en aparecer una figura blanca. -¡Manuelita! -dijo en voz baja el "plateado" -¡Zarco mío, aquí estoy! -respondió una dulce voz de mujer. Aquel hombre era el Zarco, el famoso bandido cuyo nombre había llenado de terror toda la comarca.

NATURALISMO

LA SANTA (FRAGMENTO) FEDERICO GAMBOA Aquí es, —dijo el cochero deteniendo de golpe a los caballos, que sacudieron la cabeza hostigados por lo brusco del movimiento. .....La mujer asomó la cara, miró a un lado y otro de la portezuela, y como si dudase o no reconociese el lugar, preguntó admirada: ..... — ¡Aquí!... ¿en dónde?... .....El cochero, contemplándola canallamente desde el pescante, apuntó con el látigo tendido: ..... — Allí, al fondo, aquella puerta cerrada. .....La mujer saltó del carruaje, del que extrajo un lío de mezquino tamaño; metióse la mano en el bolsillo de su enagua y le alargó un duro al auriga: ..... — Cóbrese usted. .....Muy lentamente y sin dejar de mirarla, el cochero se puso en pie, sacó diversas monedas del pantalón, que recontó luego en el techo del vehículo, y por último, le devolvió su peso: ..... — No me alcanza; me pagará usted otra vez, cuando me necesite por la tarde. Soy del sitio de San Juan de Letrán, número 317 y bandera colorada. Sólo dígame usted cómo se llama... ..... — Me llamo Santa, pero cóbrese usted; no sé si me quedaré en esa casa... Guarde usted todo el peso, -exclamó después de breve reflexión, ansiosa de terminar el incidente. .....Y sin aguardar más, echóse a andar, de prisa, inclinado el rostro, medio oculto el cuerpo todo bajo el pañolón que algo se le resbalaba de los hombros; cual si la apenara encontrarse allí a tales horas, con tanta luz y tanta gente que de seguro la observaba, que de fijo sabía lo que ella iba a hacer. Casi sin darse cuenta exacta de que a su derecha quedaba un jardín anémico y descuidado, ni de que a su izquierda había una fonda de dudoso aspecto y mala catadura, siguió adelante, hasta llamar en la puerta cerrada. Sí advirtió, confusamente, algo que semejaba césped raquítico y roído a trechos; arbustos enanos y uno que otro tronco de árbol; sí le llegó un tufo a comida y a aguardiente, rumor de charlas y de risas de hombres; aun le pareció, —pero no quiso cerciorarse deteniéndose o volviendo el rostro— que varios de ellos se agrupaban en el vano de una de las puertas, que sin recato la contemplaban y proferían apreciaciones en alta y destemplada voz, acerca de sus andares y modales. Toda aturdida, desfogóse con el aldabón y llamó distintas veces, con tres golpes en cada vez. .....La verdad es que nadie, fuera de los ociosos parroquianos del fonducho, paró mientes en ella; sobre que el barrio, con ser barrio galante y muy poco tolerable por las noches, de día trabaja, y duro, ganándose el sustento con igual decoro que cualquiera otro de los de la ciudad.

MODERNISMO

LA NIÑA DE GUATEMALA

José Martí

Quiero, a la sombra de un ala, contar este cuento en flor: la niña de Guatemala, la que se murió de amor. Eran de lirios los ramos; y las orlas de reseda y de jazmín; la enterramos en una caja de seda... Ella dio al desmemoriado una almohadilla de olor; él volvió, volvió casado; ella se murió de amor. Iban cargándola en andas obispos y embajadores; detrás iba el pueblo en tandas, todo cargado de flores... Ella, por volverlo a ver, salió a verlo al mirador; él volvió con su mujer, ella se murió de amor. Como de bronce candente, al beso de despedida, era su frente -¡la frente que más he amado en mi vida!... Se entró de tarde en el río, la sacó muerta el doctor; dicen que murió de frío, yo sé que murió de amor. Allí, en la bóveda helada, la pusieron en dos bancos: besé su mano afilada, besé sus zapatos blancos. Callado, al oscurecer, me llamó el enterrador; nunca más he vuelto a ver a la que murió de amor.

AMA A PRISA

Manuel Gutiérrez Nájera Mientras ufana la risa de tus labios no se aleje, si quieres que te aconseje ¡ama aprisa! Con raudo mariposeo se va de esta a aquella flor en las alas del deseo, libando el licor hibleo del amor. ¡Seres y cosas felices jamás tuvieron raíces! Se ven marchitas las rosas y mustias las margaritas... ¡Pero no se ven marchitas ni alondras ni mariposas! Con gentileza y donaire se paran en donde quieren, y cuando al cabo se mueren su libre tumba es el aire. Ama a cuantas te quieran también amar, porque siendo tantas, tantas ¡no las podrás recordar! ¡Ama al velo que solo las almas malas están prendidas al suelo. ¡Todo lo que sube al cielo tiene alas! Hay, aquí; mañana, allá; sin locura ni pasión como quien de paso va y seguro de que está en casa su corazón. Haz la amorosa comedia o la comedia divina... ¡Mas córtala si declina en tragedia! ¡Todo en risa, todo en risa! ¡Todo entre galán y dama! Sin amar a todas, ama... pero aprisa, muy aprisa. Que así, yendo sin cesar de esta flor a aquella flor, cuando te quiera buscar no te encontrará el dolor. Mas ¡ay! que en esta infinita mudanza eterna del alma todo nuestro ser agita sed insaciable de calma. Sé para el amor travieso en labios de hermosas locas,

y allí conoce las bocas... ¡pero no conoce el beso! En las breñas del camino se queda el alma cansada, como túnica de lino por las zarzas desgarrada. Noche helada cae al campo solitario, como las noches del polo, y envuelto en ese sudario queda el espíritu solo. Quiso Dios que abran las almas el vuelo; más solo llegan al cielo las que van de dos en dos. Las otras vagan errantes, en el espacio perdidas... Pero, muertos o inconstantes, ya no vendrán los amantes de esas blancas prometidas. Busca, busca a la mujer que da paz al pecho herido, y en llegándola a tener, forma un nido. ¡Los pájaros son muy sabios! Huye la risa de prisa, y cuando se va la risa ¡qué secos quedan los labios! No vuelan las ilusiones ni ostentan sus ricas galas sino teniendo par alas dos alas de corazones. Haz pues lo que te aconsejo; como la hermosa un espejo, así el alma busca ansiosa otra alma tierna y amada, y solo se mira hermosa si en ella está retratada. Intranquilo cazador que marchas entre las flores, sabe que huyen los amores y que es eterno el amor. Y mientras para él no existe, pierde el mirto su follaje y aparece enfermo y triste; mas ya verás cuál se viste en mayo, con rojo encaje. Impacientes las palomas vuelan por valles y lomas de libres hacienda alarde, con caprichoso volar, pera cuando cae la tarde, regresan al palomar.

DESEOS

Salvador Díaz Mirón Yo quisiera salvar esa distancia ese abismo fatal que nos divide, y embriagarme de amor con la fragancia mística y pura que tu ser despide. Yo quisiera ser uno de los lazos con que decoras tus radiantes sienes; yo quisiera en el cielo de tus brazos beber la gloria que en los labios tienes. Yo quisiera ser agua y que en mis olas, que en mis olas vinieras a bañarte, para poder, como lo sueño a solas, ¡a un mismo tiempo por doquier besarte! Yo quisiera ser lino y en tu lecho, allá en la sombra, con ardor cubrirte, temblar con los temblores de tu pecho ¡y morir de placer al comprimirte! ¡Oh, yo quisiera mucho más! ¡Quisiera llevarte en mí como la nube al fuego, mas no como la nube en su carrera para estallar y separarse luego! Yo quisiera en mí mismo confundirte, confundirte en mí mismo y entrañarte; yo quisiera en perfume convertirte, ¡convertirte en perfume y aspirarte! ¡Aspirarte en un soplo como esencia, y unir a mis latidos tus latidos, y unir a mi existencia tu existencia, y unir a mis sentidos tus sentidos! ¡Aspirarte en un soplo del ambiente, y así verte sobre mi vida en calma, toda la llama de tu pecho ardiente y todo el éter del azul de tu alma! Aspirarte, mujer... De ti llamarme, y en ciego, y sordo, y mudo constituirme, y en ciego, y sordo, y mudo consagrarme al deleite supremo de sentirte ¡y a la dicha suprema de adorarte!

EL VELO DE LA REINA MAB [Cuento. Texto completo]

Rubén Darío La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una buhardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdichados. Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros unas espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a otros unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro encendido; y a quiénes talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas caballerías que se beben el viento y que tienen las crines en la carrera. Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul. *** La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero: -¡Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en la blanca y divina Venus que muestra su desnudez bajo el plafond color de cielo. Yo quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la estatua una sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro, y amo los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto como un semi-dios, en el recinto de la eterna belleza, rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico chitón, mostrando la esplendidez de la forma, en sus cuerpos de rosa y de nieve. Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Porque pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy. Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque a medida que cincelo el bloque me ataraza el desaliento. *** Y decía el otro: -Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris, y esta gran paleta del campo florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He recorrido todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas. He pintado el torso de Diana y el rostro de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la luz como a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo, con sus magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah, pero siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para poder almorzar! ¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración, trazar el gran cuadro que tengo aquí adentro...! *** Y decía el otro: -Perdida mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, temo todas las decepciones. Yo escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías orquestales de Wagner. Mis ideales, brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la percepción del filósofo que oyó la música de los astros. Todos los ruidos pueden aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de mis escalas cromáticas. La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde el ruido

de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio. *** Y el último: -Todos bebemos del agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y para que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso que es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del celeste perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los vuelos inconmensurables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el huracán. Y para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso, y escribo la estrofa, y entonces si veis mi alma, conoceréis a mi Musa. Amo las epopeyas, porque de ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y los penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos líricos, porque hablan de las diosas y de los amores; y las églogas, porque son olorosas a verbena y a tomillo, y al sano aliento del buey coronado de rosas. Yo escribiría algo inmortal; mas me abruma un porvenir de miseria y de hambre... *** Entonces la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros, o de miradas de ángeles rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida de color de rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los pobres artistas. Y desde entonces, en las buhardillas de los brillantes infelices, donde flota el sueño azul, se piensa en el porvenir como en la aurora, y se oyen risas que quitan la tristeza, y se bailan extrañas farándolas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje, de un violín viejo, de un amarillento manuscrito.

LA RAZA DE BRONCE Amado Nervo Señor, deja que diga la gloria de tu raza, la gloria de los hombres de bronce, cuya maza melló de tantos yelmos y escudos la osadía: !oh! caballeros tigres, !oh! caballeros leones, !oh! caballeros águilas, os traigo mis canciones; !oh! enorme raza muerta, te traigo mi alegría. Aquella tarde, en el Poniente augusto, el crepúsculo audaz era en una pira como de algún atrida o de algún justo; llamarada de luz o de mentira que incendiaba el espacio, y parecía que el sol al estrellar sobre la cumbre su mole vibradora de centellas, se trocaba en mil átomos de lumbre, y esos átomos eran estrellas. Yo estaba solo en la quietud divina del Valle. ¿Solo? ¡No! La estatua fiera del héroe Cuauhtemoc, la que culmina dispersando su dardo a la pradera, bajo del palio de pompa vespertina, era mi hermana y mi custodio era. "Eras tú, y a tus pies cayendo al verte —te murmuré— quiero ser fuerte; dame tu fe, tu obstinación extraña; quiero ser como tú, firme y sereno; quiero ser como tú, paciente y bueno;

quiero ser como tú, nieve y montaña. Soy una chispa; ¡enséñame a ser lumbre! Soy un gujarro; ¡enséñame a ser cumbre! Soy una linfa: ¡enséñame a ser río! Soy un harapo: ¡enséñame a ser gala! Soy una pluma: ¡enséñame a ser ala, y que Dios te bendiga, padre mío!". Y hablaron tus labios, tus labios benditos, y así respondieron a todos mis gritos, a todas mis ansias: —"¡No hay nada pequeño, ni el mar ni el guijarro, ni el sol ni la rosa, con tal de que el sueño, visión misteriosa, le preste sus nimbos, y tu eres el sueño! "Amar, ¡eso es todo!; querer, ¡todo es eso! Los mundos brotaron el eco de un beso, y un beso es el astro, y un beso es el rayo, y un beso la tarde, y un beso la aurora, y un beso los trinos del ave canora que glosa las fiestas divinas de mayo". Yo quise a la Patria por débil y mustia, la Patria me quiso con toda su angustia, y entonces nos dimos los dos un gran beso; los besos de amores son siempre fecundos; un beso de amores ha creado los mundos; amar... ¡eso es todo!; querer... ¡todo es eso!

POSTMODERNISMO

I

LOS SONETOS DE LA MUERTE Gabriela Mistral

Del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada. Que he de dormirme en ella los hombres no supieron, y que hemos de soñar sobre la misma almohada. Te acostaré en la tierra soleada con una dulcedumbre de madre para el hijo dormido, y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

que otra dormida llega a la quieta ciudad. Esperaré que me hayan cubierto totalmente... ¡y después hablaremos por una eternidad! Sólo entonces sabrás el por qué no madura, para las hondas huesas tu carne todavía, tuviste que bajar, sin fatiga, a dormir. Se hará luz en la zona de los sinos, oscura; sabrás que en nuestra alianza signo de astros había y, roto el pacto enorme, tenías que morir... III

Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas, y en la azulada y leve polvareda de luna, los despojos livianos irán quedando presos.

Malas manos tomaron tu vida desde el día en que, a una señal de astros, dejara su plantel nevado de azucenas. En gozo florecía. Malas manos entraron trágicamente en él...

Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, ¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna bajará a disputarme tu puñado de huesos!

Y yo dije al Señor: ?«Por las sendas mortales le llevan. ¡Sombra amada que no saben guiar! ¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales o le hundes en el largo sueño que sabes dar!

II

»¡No le puedo gritar, no le puedo seguir! Su barca empuja un negro viento de tempestad. Retórnalo a mis brazos o le siegas en flor».

Este largo cansancio se hará mayor un día, y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir arrastrando su masa por la rosada vía, por donde van los hombres, contentos de vivir... Sentirás que a tu lado cavan briosamente,

Se detuvo la barca rosa de su vivir... ¿Que no sé del amor, que no tuve piedad? ¡Tú que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!

SUAVE PATRIA Ramón López Velarde PROEMIO

la inmensidad sobre los corazones.

Yo que sólo canté de la exquisita partitura del íntimo decoro, alzo hoy la voz a la mitad del foro a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo para cortar a la epopeya un gajo.

¿Quién, en la noche que asusta a la rana, no miró, antes de saber del vicio, del brazo de su novia, la galana pólvora de los juegos de artificio?

Navegaré por las olas civiles con remos que no pesan, porque van como los brazos del correo chuan que remaba la Mancha con fusiles. Diré con una épica sordina: la Patria es impecable y diamantina. Suave Patria: permite que te envuelva en la más honda música de selva con que me modelaste por entero al golpe cadencioso de las hachas, entre risas y gritos de muchachas y pájaros de oficio carpintero. PRIMER ACTO Patria: tu superficie es el maíz, tus minas el palacio del Rey de Oros, y tu cielo, las garzas en desliz y el relámpago verde de los loros. El Niño Dios te escrituró un establo y los veneros del petróleo el diablo. Sobre tu Capital, cada hora vuela ojerosa y pintada, en carretela; y en tu provincia, del reloj en vela que rondan los palomos colipavos, las campanadas caen como centavos. Patria: tu mutilado territorio se viste de percal y de abalorio. Suave Patria: tu casa todavía es tan grande, que el tren va por la vía como aguinaldo de juguetería. Y en el barullo de las estaciones, con tu mirada de mestiza, pones

Suave Patria: en tu tórrido festín luces policromías de delfín, y con tu pelo rubio se desposa el alma, equilibrista chuparrosa, y a tus dos trenzas de tabaco sabe ofrendar aguamiel toda mi briosa raza de bailadores de jarabe. Tu barro suena a plata, y en tu puño su sonora miseria es alcancía; y por las madrugadas del terruño, en calles como espejos se vacía el santo olor de la panadería. Cuando nacemos, nos regalas notas, después, un paraíso de compotas, y luego te regalas toda entera suave Patria, alacena y pajarera. Al triste y al feliz dices que sí, que en tu lengua de amor prueben de ti la picadura del ajonjolí. ¡Y tu cielo nupcial, que cuando truena de deleites frenéticos nos llena! Trueno de nuestras nubes, que nos baña de locura, enloquece a la montaña, requiebra a la mujer, sana al lunático, incorpora a los muertos, pide el Viático, y al fin derrumba las madererías de Dios, sobre las tierras labrantías. Trueno del temporal: oigo en tus quejas crujir los esqueletos en parejas, oigo lo que se fue, lo que aún no toco y la hora actual con su vientre de coco. Y oigo en el brinco de tu ida y venida, oh trueno, la ruleta de mi vida. […]

ALFONSINA STORNI VOY A DORMIR Dientes de flores, cofia de rocío, manos de hierbas, tú, nodriza fina, tenme prestas las sábanas terrosas y el edredón de musgos escardados. Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. Ponme una lámpara a la cabecera; una constelación; la que te guste; todas son buenas; bájala un poquito. Déjame sola: oyes romper los brotes... te acuna un pie celeste desde arriba y un pájaro te traza unos compases para que olvides... Gracias. Ah, un encargo: si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido... YO EN EL FONDO DEL MAR En el fondo del mar hay una casa de cristal. A una avenida de madréporas da. Un gran pez de oro, a las cinco, me viene a saludar. Me trae un rojo ramo de flores de coral. Duermo en una cama un poco más azul que el mar. Un pulpo me hace guiños a través del cristal. En el bosque verde que me circunda —din don... din dan— se balancean y cantan las sirenas de nácar verdemar. Y sobre mi cabeza arden, en el crepúsculo, las erizadas puntas del mar.

NOVELA DE LA REVOLUCIÓN

UN DISPARO AL VACÍO Rafael F. Muñoz

AL MEDIO DÍA, el tiroteo fue decreciendo en fuerza, como si tuviera hambre. Un mayor herido en la ‘rente, tan fatigado que al moverse arrastraba los pies en la tierra, insistía en gritar con voz enronquecida sus órdenes de fuego y un centenar apenas completo de soldados, heridos, cansados, enfermos de desmoralización, consumían sus municiones tirando al aire, con más deseos de levantar un paño blanco en la punta de los fusiles, que de acertar los disparos en el pecho de los rebeldes que avanzaban cautelosamente, ocupando las casuchas y las quebradas del terreno, refugiándose tras de los árboles. Sesenta soldaderas, bravas mujeres que eran para los federales esposas, proveedoras de alimento, cocineras, ayuda a toda hora, compartían la inquietud de los hombres, quizá con más carácter. Eran las mujeres del pueblo, acostumbradas a las vicisitudes de la campaña militar, a las fatigosas caminatas, a la continua falta de alimentos, al peligro de los combates y la angustia de las retiradas; mujeres que muchas veces combatían al lado de sus hombres, los veían morir o morían con ellos. Ochocientos rebeldes habían ocupado la población desde la noche anterior, cuando la pequeña guarnición de soldados del gobierno se replegó a la estación del ferrocarril con la vaga esperanza de que le llegaran refuerzos, o pasara algún tren en que retirarse y salvar la vida. Pero las horas habían transcurrido en una inútil y angustiosa espera: las paralelas del ferrocarril veíanse desiertas, y los aparatos telegráficos habían quedado mudos desde el amanecer, cuando fueron cortados los alambres al sur y al norte. En la lucha desigual de uno contra ocho, las mujeres conservaban más elevado el espíritu de guerra; de un corral próximo, atestado de leña, habían llevado hasta los andenes pilas de troncos y ramas de mezquite, retorcidos como llamas, espinosos y duros, para formar trincheras a los soldados, protegiéndolos del fuego continuo y certero, que tenía heridos en la cabeza a la mayor parte de los defensores, y que a los muertos, tendidos en el andén o recostados sobre la leña, había roto las frentes con la violencia expansiva de las balas mitad plomo y mitad acero. Agonizaba el mes de noviembre y hacía un frío para lobos. En la madrugada veíase congelada el agua en los barriles alineados para caso de incendio a lo largo de las paredes de la estación, y de los canalones colgaban pequeños carámbanos como pétreas barbas del viejo edificio. Durante el día, un sol rojizo, pequeño, que a través de la niebla veíase opaco y desnudo de su melena de llamas, era impotente para entibiar las rachas de viento que esparcían los alientos de las nieves lejanas. Los fusiles estaban fríos a pesar de los disparos, y los soldados, con las manos ateridas, tiritaban encogidos dentro de sus capotes. A lo lejos, desde sus posiciones, los tiradores rebeldes comenzaron a gritar: —¡Ríndanse, soldados! Contestaba la voz ronca del mayor herido, con una orden para fuego rápido, y eran unos cuantos los disparos que salían detrás de los macizos de leña, los que obedecían al desgano la orden. Por una callejuela que desembocaba frente a la estación, apareció un hombre que llevaba una hilacha blanca amarrada a la punta de un varejón de dos metros de largo. No llevaba armas y avanzaba confiado en que los soldados habrían de respetar su emblema de paz. En efecto, sin esperar las órdenes de su jefe, los defensores suspendieron el fuego y levantaron sobre las trincheras sus fusiles, con la culata en alto, en señal de que no dispararían. El emisario avanzó, sosteniendo su varejón con ambas manos levantadas a la altura de la cabeza. Al llegar a la bocacalle, dejando atrás la línea de sus compañeros, gritó con voz clara que se dispersó en ondas concéntricas por todo el escenario del combate. —¡Mi general ofrece que respetará la vida de quienes se rindan inmediatamente! Los soldados no contestaron. —¡Mi general ofrece que respetará la vida de quienes se rindan inmediatamente! El mayor de la cabeza vendada irguióse sobre la leña, removió algunos troncos y avanzó con las manos en alto. —¡Nos rendimos!

REALISMO MÁGICO Y LO REAL MARAVILLOSO

EL ARPA Y LA SOMBRA ALEJO CARPENTIER FRAGMENTO

Atrás quedaron las ochenta y siete lámparas del Altar de la Confesión, cuyas llamas se habían estremecido más de una vez, aquella mañana, entre sus cristalerías puestas a vibrar de concierto con los triunfales acentos del Tedeum cantado por las fornidas voces de la cantoría pontifical; levemente fueron cerradas las monumentales puertas y, en la capilla del Santo Sacramento, que parecía sumida en penumbras crepusculares para quienes salían de las esplendorosas luces de la basílica, la silla gestatoria, pasada de hombros a manos, quedó a tres palmos del suelo. Los flabelli plantaron las astas de sus altos abanicos de plumas en el astillero, y empezó el lento viaje de Su Santidad a través de las innumerables estancias que aún la separaban de sus apartamentos privados, al paso de los porteadores, vestidos de encarnado, que flexionaban las rodillas cuando hubiese de pasarse bajo una puerta de bajo dintel. A ambos lados del largo, larguísimo camino, seguido entre paredes de salas y galerías, pasaban óleos oscuros, retablos ensombrecidos por el tiempo, tanicerías apagadas en sus tintes, que mostraban acaso, para quien los mirara con curiosidad de forasteros visitantes, alegorías mitológicas, sonadas victorias de la fe, orantes rostros de bienaventurados o episodios de ejemplares hagiografías, algo fatigado, el Sumo Pontífice se adormeció levemente, en tanto que se desprendían, por rango y categorías, los dignatarios del séquito, invitados a no seguir adelante, más allá de éste a otro umbral, en observancia del estricto protocolo de las ceremonias. Primero, de dos en dos, fueron desapareciendo los cardenales, de cappa magna, con sus solícitos caudatorios; luego, los obispos, aliviados de sus mitras resplandecientes; después los canónigos, los capellanes, los protonotarios apostólicos, los jefes de congregaciones, los prelados de la recámara secreta, los oficiales de la casa militar, el Monseñor mayordomo y el Monseñor camarlengo, hasta que, faltando poco ya para llegar a las habitaciones cuyas ventanas daban al patio de San Dámaso, las pompas del oro, el violado y el granate, el moaré, la seda y el encaje, fueron sustituidos por los atuendos, menos vistosos, de domésticos, ujieres y bussolanti. Al fin, la silla descansó en el piso, junto a la modesta mesa de trabajo de Su Santidad y los porteadores la levantaron de nuevo, aligerada de su augusta carga, retirándose con recurrentes reverencias. Sentado ahora en una butaca que le daba una sosegada sensación de estabilidad, el Papa pidió un refresco de horchata a Sor Crescencia, encargada de sus colaciones y, luego de despedirla con un cresto que también se dirigía a sus camareros, oyó como se cerraba la puerta la última puerta que lo separaba del rufilante y pululante mundo de los Príncipes de la Iglesia, Prelados palatinos, dignidades y patriarcas, cuyos báculos y capas pluviales se confundían, en humos de incienso y diligencia de turiferrarios, con los uniformes de los Cameristas de capa y espada, Guardias nobles y Guardias suizos, magníficos, estos últimos, con sus corazas de plata, partesanas antiguas, morriones a lo condottiero, y trajes listados en anaranjado y azul colores a ellos asignados, de una vez y para siempre, por el pincel de Miguel Ángel tan ligado en obras y recuerdo a la suntuosa existencia de la basílica.

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

NO TE RINDAS Mario Benedetti No te rindas, aún estás a tiempo De alcanzar y comenzar de nuevo, Aceptar tus sombras, Enterrar tus miedos, Liberar el lastre, Retomar el vuelo. No te rindas que la vida es eso, Continuar el viaje, Perseguir tus sueños, Destrabar el tiempo, Correr los escombros, Y destapar el cielo. No te rindas, por favor no cedas, Aunque el frío queme, Aunque el miedo muerda, Aunque el sol se esconda, Y se calle el viento, Aún hay fuego en tu alma Aún hay vida en tus sueños. Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo Porque lo has querido y porque te quiero Porque existe el vino y el amor, es cierto. Porque no hay heridas que no cure el tiempo. Abrir las puertas, Quitar los cerrojos, Abandonar las murallas que te protegieron, Vivir la vida y aceptar el reto, Recuperar la risa, Ensayar un canto, Bajar la guardia y extender las manos Desplegar las alas E intentar de nuevo, Celebrar la vida y retomar los cielos. No te rindas, por favor no cedas, Aunque el frío queme, Aunque el miedo muerda, Aunque el sol se ponga y se calle el viento, Aún hay fuego en tu alma, Aún hay vida en tus sueños Porque cada día es un comienzo nuevo, Porque esta es la hora y el mejor momento. Porque no estás solo, porque yo te quiero.

EL ABUELO Mario Vargas Llosa Cada vez que el viento desprendía una ramita o golpeaba los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, haciendo ruido, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado que era una enorme piedra y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas sombras medio deformes que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. El viejecito había sido corto de vista desde joven, y también algo sordo, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si la cena había comenzado, o si aquellas sombras movedizas las causaban los árboles más altos. Regresó a su asiento y esperó. La noche anterior había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos abundaban, y los esfuerzos desesperados de don Eulogio, que agitaba sus manos constantemente en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y se sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente momento atrás, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, sorprendiéndolo de pronto en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?”. Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta trasera esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, recordando haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía deslizarse hacia la calle sin ser visto. “¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Solo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos golpeándole el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta aún, porque sus pasos lo habrían despertado, o el pequeño, habría distinguido a su abuelo, encogido y durmiendo, justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina. Esta reflexión lo animó. El viento soplaba con menos violencia, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando entre los bolsillos de su saco, encontró pronto el cuerpo duro y cilíndrico del objeto que había comprado esa tarde en el almacén de la esquina. El viejecito sonrió regocijado en la penumbra, recordando el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, agitando levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba frente a sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó, abandonando la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de suave color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo. A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara despacio por las afueras de la ciudad, corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y roja del cielo sería más sorprendente y bella en medio del campo. Mientras el automóvil corría con suavidad por el asfalto, sus ojitos vivaces, única señal ágil en su rostro fláccido, lleno de bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal vecino a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció distinguir un extraño objeto. “¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no le oyó-. “¡Deténgase! ¡Pare!”. Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura forma impenetrable

despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era un poco pequeña y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y el cráneo pelado tenía una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior. Entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo… Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos sangrientos y mágicos del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al comienzo estuvo muy preocupado. Pensó que podían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó solo un momento de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía y sin vida, sino habitada de animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente recordaba haber soñado que una larga fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar, causando desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, advertía la escena por un catalejo. Había imaginado que la limpieza de la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía soldado en las paredes internas y brillaba como metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que fuera visible que disminuía la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que esta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo, arrancándole con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquel intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, luciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la suave superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió precipitado del Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría penumbra de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviera clausurada. Enervado, calmo, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y que aquella cedía con un corto chirrido. En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía una bomba de oxígeno golpeándole el pecho. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza y se resbaló de la piedra, cayendo de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en un sabor desagradable de tierra mojada en la boca, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo para elevar la mano que aprisionaba la calavera de modo que esta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo siempre limpia.

La pérgola estaba a cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del corredor, una forma clara y esbelta, y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más oscura y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, purísima, que cruzaba el jardín como un animalillo. No esperó más: extrajo la vela de su saco, juntó a tientas ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra. Luego con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado para verlo mejor, comprobó de nuevo que la medida era justa: por el orificio del cráneo asomaba un puntito blanco como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque las palabras eran todavía incomprensibles, don Eulogio supo que se dirigía al niño. Hubo en ese momento como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos gritos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo interrumpió como una explosión este último. “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy”. Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados, pero casi de inmediato dejó de oírlos. ¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que le estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio solo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la imagen que supuso cuando una llamarada sorpresiva creció entre sus manos con un brusco crujido, como de muchas ramas secas quebradas a la vez, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por los huesos de la nariz y de la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado. Había quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto y embrujado ante el espectáculo medio macabro, medio mágico de la calavera en llamas. Justamente en ese instante escuchó el grito. Fue un grito salvaje, como un alarido de animal herido, que se cortó de golpe. El niño estaba delante de él, en el círculo iluminado por el fuego, con las manos retorcidas frente a su cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido de terror, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba rígido y mudo y rígido, haciendo unos extraños ruidos con la garganta, como roncando. “Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquel rostro de huesos que llameaba. Sus ojos estaban inmovilizados, con un terror profundo y eterno retratado en ellos, fijamente prendidos al fuego y a aquella forma que se carbonizaba. Don Eulogio vio también que a pesar de tener los pies hundidos como garfios en la tierra, su cuerpo estaba sacudido por convulsiones violentas. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el espantoso aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de espanto. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido incluso más perfectos que su plan, cuando sintió muy cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía en su carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, salvaje también pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo ni volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.

CHAC MOOL [Cuento. Texto completo]

Carlos Fuentes

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer elchoucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje. Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol. Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de respeto por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los escalafones. “Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -también hay, como barricada de una invasión, una fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de

propina.” “Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?... figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos. “Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo. “Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch...” “Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la escultura. “El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.” “Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió por el piso y llego hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la oficina.” “Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.” “Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.” “Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.” “El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.” “Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han

permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente es muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.” “Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.” “Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, al apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.” “Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.” Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa: “Todo es tan natural; y luego se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el agua de rojo... Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?... si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?... Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí, mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas. “Casi sin aliento, encendí la luz. “Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular. Los dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi cama; entonces empezó a llover.” Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus

servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre: “Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘...un gluglú de agua embelesada’... Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético. “He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tlaloc1, y cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.” “Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no empape más la sala2.” “El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla -horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo?- es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no llueva -¿y su poder mágico?- vivirá colérico e irritable.” “Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y como no me contestó, me atreví a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.” “Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda para que diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.” “Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una especie de resentimiento

concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un testigo..., es posible que desee matarme.” “Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.” Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro. Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido. -Perdone... no sabía que Filiberto hubiera... -No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.

AUTORES CONTEMPORÁNEOS QUE SE SUGIERE REVISAR  OCTAVIO PAZ  JAIME SABINES  ALÍ CHUMACERO  JOSÉ REVUELTAS  JUAN RULFO  JOSÉ EMILIO PACHECO  JUAN JOSÉ ARREOLA  GABRIELGARCÍA MÁRQUEZ  JOSÉ VASCONCELOS

www.eltunel72.wordpress.com