Narraciones de la tortura

Universidad de Chile Facultad de Ciencias Sociales Escuela de Antropología Narraciones de la tortura Su representación en tres textos dramáticos Tesi...
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Universidad de Chile Facultad de Ciencias Sociales Escuela de Antropología

Narraciones de la tortura Su representación en tres textos dramáticos Tesis para optar al título de Antropólogo Social

Rolf Foerster Gonzalez profesor guía Daniel Egaña Rojas tesista

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“A Egaña que se vaya al carajo con sus citas y demostraciones” Diego Portales∗ “La oscuridad engendra violencia y la violencia pide oscuridad para cuajar el crimen” Rosario Castellanos, Memorial de Tlatelolco



Epistolario de Don Diego Portales, 1821-1837, tomo III, pp.378-371 citado en “El peso de la noche” de Alfredo Jocelyn-Holt Letelier, p.113, Ed. Planeta/Ariel, 1999 (1997)

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RESUMEN El tema de esta investigación es la tortura política durante la dictadura militar en Chile, y analiza desde la antropología cómo ha sido reflexionada en la pos dictadura por el campo dramático –en tanto sectores de la sociedad civil y la cultura– buscando determinar la conceptualización y comprensión de dicho fenómeno y si es posible aportar lineamientos explicativos sobre percepciones sociales de la tortura. Una primera parte de la investigación se aboca a conceptualizar la tortura política, tanto desde su relación formal con la estructura estatal como su imbricamiento en el contexto especifico de la dictadura chilena, intentando ponderar perspectivas históricas y teóricas conceptuales. Esta instancia busca generar un marco comprensivo de la tortura como base de los análisis posteriores. En la segunda parte de la investigación, trabajo sobre tres cuerpos dramáticos (obras de teatro) que ubican la tortura como un motivo central: La Muerte y la Doncella de Ariel Dorfman, Provincia Señalada de Javier Riveros, y Una Casa Vacía de Carlos Cerda y Raúl Osorio. De su análisis se desprenden lineamentos consubstanciales al fenómeno de la tortura y que simultáneamente reflejan de forma particular la realidad chilena. De forma paralela, los textos –en su potencial puesta en escena- se sitúan como un contra discurso a la apropiación oficial del problema de la tortura política, abarcando dimensiones personales y colectivas que ésta niega.

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INDICE INTRODUCCIÓN

p.005

CAPITULO I: Sobre la representación y el tratamiento de los textos: algunos alcances metodológicos

p.015

CAPITULO II: Coordenadas generales de la tortura

p.026

CAPÍTULO III: Escarbando en los orígenes: historia y etimología

p.040

CAPÍTULO IV: Aproximación a la tortura política en Chile a)Sobre la tortura b)Del contexto c)Sobre la víctima d)Sobre el torturador e)El testimonio del límite y la problematización social de la tortura

p.060 p.060 p.069 p.079 p.088 p.097

CAPÍTULO V: Descripción de la información, los textos a)La muerte y la doncella b)Provincia señalada c)Una casa vacía

p.107 p.107 p.111 p.114

CAPÍTULO VI: Análisis, los textos en la historia a)La muerte y la doncella b)Provincia señalada

p.119 p.119 p.126

c)Una casa vacía

p.134

CAPÍTULO VII: Análisis, los textos como metarrelato a)La necesidad y dificultad de nombrar b)La indeterminación del espacio c) La relación como marca, la fundación de una presencia CAPITULO VIII: Resultados y conclusiones Bibliografía

p.140 p.140 p.143 p.148

p.153 p.169

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INTRODUCCIÓN a)Antecedentes La tortura se presenta como una de las áreas menos estudiadas de la represión política ejercida durante la dictadura militar. Ante la brutalidad de los ejecutados políticos y la indeterminación de los detenidos desaparecidos, el tema de la tortura política pasó a un segundo plano de la reflexión teórica (Vidal 2000). Por esto la mayor parte de los estudios y trabajos en torno a la tortura se encuentran en las áreas de atención primaria para las víctimas: salud mental (Pesutic 1996; Reszcynski, et al. 1991; Rojas 1989; 1996; Vásquez 1994) y apoyo jurídico (Domínguez 1990; Fresno 1990; Galiano 2001; García Villegas 1990). De este modo, en Chile la reflexión de segundo orden en torno a la tortura ha quedado habitualmente postergada. Esto es clausurado de forma dramática con el informe Rettig que en 1991 se niega a investigar los casos de tortura –que no terminaron en muerte– ocurridos durante la dictadura (Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. 1991)1. La postergación indeterminada del Estado sepultará durante años cualquier intento por recopilar y reconstruir las dimensiones reales que mantuvo el fenómeno, dejando paso a la proyección y especulación como único camino para imaginar el universo afectado; según proyecciones de la Vicaría de la Solidaridad (1990), elaboradas en un documento inédito, la cifra total supera los 300.000 casos2. La clausura oficial impuso cierta traba intelectual que ha impedido la reflexión fuera de los marcos en los que tradicionalmente se ha trabajado la tortura en Chile. Un ejemplo de ello 1

“La tortura también debe caracterizarse como una de las más graves violaciones y este informe trata de la práctica de la tortura durante el período que ha estudiado, como no podía menos de hacerlo. Sin embargo, no se pronuncia, caso a caso, sobre quiénes fueron víctimas de tortura, a menos que de las torturas haya resultado la muerte, o que el hecho de la tortura haya sido importante para formarse convicción sobre aspectos esenciales del caso, como ser, irregularidades de los Consejos de Guerra o inverosimilitud de la supuesta fuga de los detenidos. Formalmente, esta restricción está impuesta por el decreto que creó la Comisión. Pero la Comisión entendió que había también una razón de fondo para tal limitación: el examen pormenorizado de denuncias individuales sobre tortura, que cabía esperar hubieran sido muy numerosas, habría retardado inevitablemente este informe, cuya pronta conclusión el país tenía derecho a esperar.” (Comisión Nacional Verdad y Reconciliación 1991:xxvii) 2 Esta cifra es similar a la que maneja la Comisión Ética Contra la Tortura (2001b); aunque es probable que pueda excederse pues considera que las detenciones por razones políticas implican inequívocamente tortura. Aun así sabemos que uno de los factores que determinan la tortura frente a la violencia policial es la percepción subjetiva que la víctima posea. La reciente entrega del informe Valech (elaborado por la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura) estipula por primera vez una cifra oficial respecto sobre víctimas de tortura: la misma comisión que enero del 2004 proyectaba una cifra aproximativa entre las 50.000 y 70.000 víctimas de tortura política durante la dictadura militar ( Revista Siete + 7, 23 de enero 2004:9), al finalizar su labor el informe final sólo registra cerca de 35.000 denuncias, de las cuales “califican” solamente 28.000.

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es el que se produce al revisar las tesis de las universidades chilenas que versan sobre la tortura3. De nueve tesis publicadas en once años (1990 – 2001), tres son de psicología y se abocan al tema de la salud mental (Cárdenas 1999; Collarte 1992; Cruzat 1990); y cinco son de derecho, revisando la tortura principalmente en función al derecho internacional (Cruz y Garcés 2001; Durán 1992; Gajardo y Rivera 1999; Giancaspero 2001; Jordán 2000). Sólo una (Torrealba 1993) logra salirse del molde y reflexionar sobre la tortura desde el espacio, los lugares de detención y su resignificación en la post dictadura. Aun así existen algunos intentos relativamente tempranos por comprender el fenómeno fuera de las áreas mencionadas (DITT-CODEPU 1990; López y Otero 1989; Sánchez 1990; Tricot 1990; Vicaría de la Solidaridad 1990). En su mayoría se dan como corolario del trabajo de organismos como la Corporación de Promoción de Defensa de los Derechos del Pueblo (CODEPU), la Comisión Nacional Contra la Tortura o la Vicaría de la Solidaridad. Un papel central en la reflexión en torno a la tortura constituye la serie de once volúmenes editados (semestralmente) por CODEPU: Tortura. Documento de Denuncia, en el que se revisan las constancias de tortura recibidas por los diversos organismos de derechos humanos, se evalúa la situación del país y se elaboran documentos de trabajo –textos reflexivos– sobre la tortura4. Resalta también el trabajo de Ricardo López y Edison Otero, Pedagogía del terror: un ensayo sobre la tortura, por ser un intento de hacer la reflexión desde lo netamente teórico –suspendiendo momentáneamente los aspectos éticos y morales, médicos o judiciales–, para comprender la configuración del torturador. Los autores elaboran cuatro categorías generales de socialización necesarias –pero no deterministas ni suficientes– para que se “produzca” el torturador: subvaloración de la víctima, obediencia a la autoridad, adhesión ideológica y un contexto de impunidad (López y Otero 1989). Estableciendo relaciones de mutua dependencia e inclusividad entre las categorías, plantean el carácter social que tiene la tortura, dejando en evidencia su rol adoctrinador y el cómo (implícitamente) funda una verdad oficial. Valoro este trabajo por ser el primero en tomar distancia con los hechos puramente contingentes, logrando una reflexión que ve

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Producto del examen de los catálogos bibliotecarios de las principales universidades del país. La mayoría de estos documentos de trabajo fueron recopilados en el libro Persona, Estado, Poder: Estudio sobre Salud Mental. Chile 1973-1989 (Rojas 1989) 4

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implicancias sociales por sobre el hecho casuístico, aun así, es un estudio acotado que deja en tinieblas un amplio espectro del fenómeno. El 10 de marzo de 2001, a diez años de la caída del régimen militar, se constituyó la Comisión Ética Contra la Tortura cuyo principal objetivo es realizar un estudio cuantitativo de las situaciones de tortura vividas en nuestro país así como de sus consecuencias individuales, familiares y sociales, y elaborará propuestas destinadas a la reparación del daño en todos sus niveles (Comisión Ética contra la Tortura 2001a:1). A la fecha, la Comisión ha elaborado seis informes que en términos generales, además de entregar testimonios, siguen los lineamientos en los dos ejes temáticos ya descritos (Comisión Ética contra la Tortura 2001b; 2001c; 2002a; 2002b; 2002c; 2003). Recién en el tercer informe se introduce un capítulo dedicado a las formas de respuesta de la ciudadanía como el Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo y la Funa; en el quinto, un capítulo está dedicado a reflexionar sobre el rescate de la memoria histórica; el último centra su reflexión en las diversas reacciones y repercusiones con que la dictadura chilena marco el panorama nacional e internacional. Durante el año 2003, diversos sectores políticos presionaron al gobierno para que asumiera una actitud positiva frente al vacío oficial existente respecto a derechos humanos. Así, variados sectores políticos (incluida la ultraderecha pinochetista) elaboraron propuestas propias en esta materia. Llegó a ser sintomático ver a la UDI presentar, bajo el epíteto “construir un camino de paz y superara los viejos odios”, su propuesta de reparación que, en un doble movimiento, fagocitaba y deslegitimaba sin reparos la lucha histórica de diversas agrupaciones de defensa a los derechos humanos. De este modo, el 12 de agosto el presidente Lagos se manifiesta ante el país para anunciar la propuesta gubernamental sobre derechos humanos que incluye la creación de una comisión investigadora. Es así como el 26 de septiembre de 2003 se crea por decreto supremo 1.040 la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, cuyo objeto es determinar “quiénes son las personas que sufrieron privación de libertad y torturas por razones políticas, por actos de agentes del Estado o de personas a su servicio, en el período comprendido entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990” (Ministerio del Interior). El mismo decreto obliga a la Comisión a producir un informe equivalente a lo que fue, en su momento, el informe Rettig. Repitiendo el gesto de la postergación, con más de cuatro meses de retrazo, el 28 de Noviembre de 2004 el presidente Lagos hizo público el informe de la Comisión. En él, el Estado chileno

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reconoce la responsabilidad institucional frente a la prisión política y las torturas cometidas entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990, pero también fija el número oficial de víctimas “calificadas” por la Comisión en cerca de 28.000 (4/5 del total de personas que entregaron su testimonio testimoniaron), estableciendo una verdad oficial sobre la tortura en la dictadura militar. Es así como, salvo contadas excepciones, la academia de la post dictadura no se aventurará en reflexiones teóricas sobre el fenómeno de la tortura y la experiencia vivida en Chile que desborden la jurisprudencia o la salud mental. Entonces cabe preguntarse, ¿Fue efectivamente la tortura un hecho social lo suficientemente irrelevante para no despertar el interés de la reflexión fuera de los márgenes que la asistencia a las víctimas fijaban? Definitivamente no.

b)Nuevos lugares La constatación desoladora de una doble clausura –política y académica- sobre el tema de la tortura, incita a desplazar la mirada hacia instancias alternativas de la reflexión social. Fuera de los cánones positivos de la objetividad y la rigurosidad teórica existen espacios fértiles donde la reflexión crítica de los procesos dictatoriales no se entrampó en las clausuras de la transición. A estos espacios se les considera tradicionalmente cercanos a las humanidades o al campo artístico, son lo que el sentido común llama cultura, pero más precisamente pertenecen a la mal llamada “cultura docta” que se funde con la “industria cultural”: me refiero a expresiones como la literatura, el teatro, la plástica, los documentales, el cine, etc. Producciones culturales que junto con tener un importante factor estético adoptan complejos grados de reflexión crítica. Probablemente sea en el campo de las producciones culturales, donde más fuertemente se ha podido reflexionar sobre la dictadura en general y la tortura en particular. Esto por el doble juego que permite el campo artístico: por una parte las posibilidades que abre el uso de un lenguaje que trama en coordenadas metafórica – metonímicas; por otra, y estrechamente relacionada, la capacidad de generar espacios y travestir formas de expresión que escapan a los controles e instrucciones del poder hegemónico. Simultáneamente, el campo artístico-cultural no circunscribe su reflexión a los criterios de método y verdad con que las disciplinas sociales intentan trabajar cuando levantan sus

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estandartes de “científicidad”; y en este sentido, el campo artístico no es subsidiario del dato duro o clausurado, sino que su operar se regula por sensibilidades estético-políticas con que los autores se desenvuelven socialmente. Estas características permiten que la reflexión artística sobre la tortura política genere cierta continuidad narrativa que muchas veces desborda los márgenes y constricciones que los datos médicos y jurídicos imponen. Las producciones desvían sus miradas de la víctima individualizada, del estudio de caso, para hablar ampliamente sobre procesos y matices de la sociedad que expresan la óptica subjetiva con que socialmente se internaliza la tortura. Existen múltiples producciones artísticas cuyo eje central se construya en torno a la tortura política de la dictadura chilena; por citar algunos ejemplos, en poesía Con los ojos vendados de Oscar Aguilera, Carmen Luz Parot en el documental Estadio nacional, en la literatura Carlos Cerda con Una casa vacía, en la música los trabajos de Mauricio Redolés (Triste funcionario policial) o el grupo De Kiruza (Algo está pasando), en el ensayo Fernando Villagrán con Disparen a la bandaba, o en el teatro el célebre texto de Ariel Dorfman La muerte y la doncella, etc. Este espacio de reflexión –amplio y heterodoxo– es tomado, no como una propuesta estética, sino como un planteamiento discursivo por medio de un formato particular. De este modo, propongo que la validez de cada pieza no puede ser reducida a los marcos disciplinarios en los cuales se gesta, sino que es posible y exigible establecer lecturas transdiciplinarias de ellas. Esta perspectiva supone una suerte de secularización de la propuesta estética la cual se expresa de forma acabada, desde las artes en la plástica, con la figura de Marcel Duchamp: “con los ready-mades el arte cambia su enfoque de la forma del lenguaje a lo que decía” (Battcock 1977:66), pero es con Joseph Kosuth quien lo lleva a su límite al plantear que “una obra de arte es una especie de proposición presentada dentro de un contexto de arte como comentario artístico” (Rose 1977:113). El estudio reflexivo sobre este campo, en el tema de la tortura política aplicada durante la dictadura militar, es inaugurado recientemente por Hernán Vidal con su texto Chile: poética de la tortura política (Vidal 2000), en el que desde el análisis literario introduce una teoría sobre el cuerpo torturado, utilizando el concepto de vida bruta que extrae de la idea de nuda vida del filosofo Giorgio Agamben (1998). Por medio de la bio política, Vidal

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elabora una lectura mítica y ritualista de la tortura, como un rito de pasaje hacia una metamorfosis total de cuerpo y la conciencia, sobre la cual establece un intento de interpretación multidisciplinario que comprenda el fenómeno desde una cultural nacional. *** Dentro del amplio espectro reflexivo que la producción cultural abarca, he seleccionado el formato de la dramaturgia para realizar esta investigación. Esta elección –aparentemente arbitraria dentro de abanico de posibilidades- se fundamenta en dos criterios que la ubican en contexto cercano a la disciplina antropológica: en primer lugar, la concepción del teatro como un acto ritual y mítico, en tanto “una terapéutica espiritual de imborrable efecto” (Artaud 1971:87). Este planteamiento, propone que “el teatro debe ser considerado también como un Doble, no ya de esa realidad cotidiana y directa [...], sino de otra realidad peligrosa y arquetípica. [...] [exteriorizando un] drama esencial [...] [que] está hecho a imagen de algo más sutil que la Creación misma” (Artaud 1971:49-52). Artaud plantea esta idea en tensión a un teatro psicológico que se desarrolla en Europa de los años 30, pero sobre ello está un eterno conflicto de la dramaturgia, a saber la interpelación que logre el texto ante el espectador. La idea de teatro como instancia ritual/ representacional de un orden mayor, es trabajada desde la antropología por Clifford Geertz (1999) en sus estudios sobre Bali. El segundo criterio remite a la relación conceptual subsidiaria de las ciencias sociales con el teatro: papeles, escenarios sociales, roles, etc., nociones que tienen como fundamento la idea que vivimos una gran representación social, socialmente construida y constantemente actuada. Esta idea es desarrollada por Georges Balandier, quien plantea que “tras cualquiera de las disposiciones que pueda adoptar la sociedad y la organización de los poderes encontraremos siempre presente [...] a la teatrocracia” (Balandier 1994:15). De este modo, el autor propone que los hechos sociales, y específicamente las instancias en las que el poder está en juego, pueden ser leídos como una puesta en escena permanente donde “se dirige lo real por medio de lo imaginario” (Balandier 1994:17), enmascarándolo a través de la transmutación, con el fin de subordinar, dominar y gobernar a la sociedad. El dispositivo teatral no se reduciría tan sólo a las interacciones sociales, sino que también se manifestaría en el territorio, la ciudad y el espacio público, donde se inscribe mediante el diseño (como en el caso de Haussmann en París o la construcción de Brasilia) o los monumentos (el Arco de Triunfo o la Llama de la “libertad”

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por ejemplo). La misma noción, pero en un sentido inverso, es trabajada desde el teatro político de Edwin Piscator, para quien su teatro es tratado “como [un] laboratorio para el estudio del comportamiento humano, del carácter y de la sociedad” (Piscator 1968:50). Ubicada en la dramaturgia, esta tesis se desarrolla sobre tres textos: a) La Muerte y la Doncella de Ariel Dorfman, escrita en 1992 y llevada al cine en 1994 por Roman Polanski, relata el encuentro entre una mujer y el médico que la torturó durante su detención por los servicios secretos de la dictadura; b) Una Casa Vacía de Carlos Cerda y Raúl Osorio, es una adaptación realizada en 1999 de la novela homónima de Carlos Cerda publicada en 1996, y relata como una pareja joven se muda a una casa que fue centro de detención y tortura, y junto a sus amigos reconstruyen de forma trágica la historia de la casa; y c) Provincia Señalada de Javier Riveros, es un texto que fue montado el año 2003 por Rodrigo Pérez y está elaborado con retazos de una serie de textos testimoniales. Relata la convivencia de seis personajes implicados con la represión del régimen militar5. La propuesta de este trabajo es que los tres textos se aproximan a la tortura de forma particular, poniendo en evidencia la especificidad del contexto y la intensidad de las relaciones en la cual se produce y reproduce el fenómeno. Es así como la reflexión sobre la tortura nos lleva a cuestionarnos los vínculos que establecemos en lo cotidiano, en la contingencia, al nivel de lo “presencial” (Cousiño y Valenzuela 1994). Paralelamente los textos conforman un relato único y coherente, que se revela subvirtiendo la narrativa oficialista sobre la tortura política. De este modo, su puesta en escena es doble: por una parte, sitúa en el espectáculo colectivo sentidos que habían sido sustraídos del espacio público. Por otra, se articula como una narrativa alternativa, proponiendo nuevas trazas de sentido que reordenen los significados fragmentarios. La representación de la tortura que los textos entrañan, dirige sus fuerzas a visibilizar el escamoteo y a oponer el nuevo relato al sentido único que intenta fija la dictadura. En este sentido, la narrativa de los textos fija su atención en un nivel que el discurso dictatorial omite, a saber, el de la experiencia personal, permitiendo la comprensión colectiva del fenómeno.

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Si bien la publicación de los textos se produce en tres momentos radicalmente distintos de la posdictadura, y las generaciones de los autores son disímiles, no considero que esto altere las implicancias del análisis debido a los supuestos metodológicos con los que trabajare los textos. Para mayor detalle ver Capítulo I.

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De este modo, la hipótesis del trabajo se orienta a explicar la particularidad que ha tenido la reflexión en torno a la tortura, así como su marginación, silenciamiento y postergación. Propongo que esto último es reforzado principalmente por la intensidad en la que se produce y resuelve la tortura, pues pondría constantemente en juego los vínculos primarios (pre-reflexivos) de la sociabilidad, insertando en su seno la idea de daño. Esto quiere decir que la escisión que produce la relación torturador-torturado no logra desarticular completamente la unidad social, o si lo hace rearticula un nuevo vínculo marcado por lo inconcluso, como sello de una realidad definida por la violencia y el daño. A diferencia de otros tipos de violencia social, la tortura política –específicamente la que nos interesa– juega más allá de su mero acto constitutivo, trascendiendo la ruptura para instalarse, fantasmalmente, como elemento de la nueva unidad. En este sentido, el daño no desarticularía completamente la unidad social, sino que decantaría en huella de un orden que ahora se expresa como irresuelto, travistiéndose en hilo vinculante de una “nueva presencialidad”.

c)Problema y objetivos Esta

investigación

pretende

explorar

algunos

aspectos

de

la

reflexión

social

contemporánea sobre la tortura política ocurrida en Chile durante el período 1973 – 1990, así como determinar sus lineamientos principales. En el presente estudio, tales aspectos serán problematizados bajo la perspectiva que entrega la producción de la dramaturgia nacional, sintetizados en la pregunta ¿Cómo la dramaturgia post dictadura ha reflexionado socialmente en torno a la tortura política ocurrida en Chile durante el período 1973 – 1990? Debido a la reducida producción teórica, los objetivos generales superan el mero análisis de los textos dramáticos, por lo que esta tesis propone dos objetivos generales íntimamente relacionados: •

Elaborar un marco comprensivo de la tortura política en Chile, fundado sobre las imágenes arquetípicas del torturador y el torturado.



Analizar tres narrativas sobre la tortura elaboradas desde la dramaturgia nacional.

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Descompuestos en los siguientes objetivos específicos: •

Revisar la noción de tortura política y contextualizarla en su aplicación en Chile por el régimen militar.



Elaborar un marco teórico comprensivo de la figura del torturado y del torturador.



Analizar los textos de: Ariel Dorfman, La Muerte y la Doncella; Javier Riveros, Provincia Señalada; Carlos Cerda y Raul Osorio, Una Casa Vacía, desde la perspectiva de su contenido conceptual y desde la perspectiva de su contenido histórico. ***

Esta tesis monográfica está estructurada en ocho capítulos. Los tres primeros introducen al tema de forma general: el primero es una aproximación, donde se distinguen dos tramas superpuestas que constituirían los textos, y se define la función y alcance de la representación; en el segundo capítulo se revisan algunas nociones en torno a la relación entre el Estado y la violencia como marco de la tortura política; y en el tercero se hace un recorrido histórico de la tortura, desde Grecia a la actualidad, camino que es completado por una revisión de los diversos significados que el concepto ha tenido en la lengua española. En el cuarto capítulo se realiza un esfuerzo doble por definir y descomponer la idea de tortura política, al mismo tiempo que se aplican los conceptos a la realidad histórica de Chile dictatorial. Este capítulo, el más extenso de la tesis, se divide en cinco partes: la revisión del concepto, el contexto social en el cual se inscribe y la narrativa oficial que la explica, una apartado sobre las víctimas, otro sobre los torturadores y un último referido a la experiencia límite, su testimonio y su problematización social. Los tres capítulos siguientes se abocan a los textos dramáticos: en el primero (capítulo V) se hace una descripción del contenido para que el lector se interiorice; en éste, se ha respetado la estructura original a fin de dar cuenta de manera clara y transparente tanto la forma como el argumento de los textos dramáticos. En el capítulo VI el análisis intenta dilucidar los referentes históricos que componen los textos. Y por último, en el capítulo VII

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se analizan los textos desde los contenidos transversales que marcan el relato, identificando tres temáticas fundamentales de la tortura. Por último, la tesis termina con un capítulo destinado a la revisión e interpretación de los resultados para luego delinear ciertas conclusiones.

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CAPITULO I: SOBRE LA REPRESENTACIÓN Y EL TRATAMIENTO DE LOS TEXTOS: ALGUNOS ALCANCES METODOLÓGICOS En este capítulo se trataran dos temas de alcance metodológico. El primero respecta al procedimiento analítico que se le darán a los textos dramáticos, su sustracción de la literatura y su ubicación en la antropología. El segundo trabaja la relación que mantiene el texto, como representación social, con el hecho al que refiriere y las mutuas implicancias que esto significa. Al comenzar, es preciso hacer ciertas observaciones respecto al tratamiento de los textos dramáticos: primero que nada, es necesario recalcar que he optado por centrarme exclusivamente en el texto dramático y no en el planteamiento escénico de determinado autor. El realizar una lectura solamente sobre el texto permite centrarse en los aspectos del contenido, el tramado que lo compone, así como la determinación de los referentes históricos desde los cuales se construye. De este modo, explícitamente se suspende en el análisis la polisemia que traería la inclusión de ritmos, tiempos, tonos, vestuarios, escenografías, desplazamientos, actuaciones, etc.. Por su parte, el texto dramático maneja un tipo particular de textualidad: sustraído del espectáculo (del “texto espectacular”), es más que un mero texto “literario” (Dubatti 2000). Específicamente, el texto dramático sería teatralmente incompleto, pues al fundarse solamente en signos lingüísticos excluiría cierto “espesor donde [además] entran en juego [...] todos los [signos] de la puesta en escena” (Dubatti 2000:50). Por otra parte sería más que pura literatura, puesto que “su naturaleza teatral (aunque incompleta) lo hace entrar a la vez en el campo de lo escenificable” (Dubatti 2000:50), es decir, posibilita una “virtualidad teatral” que lo inscribe en determinadas “matrices de representatividad”. Ahora bien, la particularidad del texto dramático recaería en ser una suerte de partitura teatral en dos aspectos: primero, desde su naturaleza lingüística, contaría con una “notación dramática”, lo que implica tanto una “división externa” –en función a técnicas y terminologías particulares como escenas, actos, cuadros, etc.- como una “doble enunciación” –la del hablante dramático básico, es decir, las acotaciones o didásticas del texto, y el habla de los personajes (Dubatti 2000). El segundo aspecto es que el texto dramático produciría una actividad imaginaria, la cual se encuentra condicionada por la

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“forma escénica”. Es decir, “el ejercicio de lectura del texto dramático es una suerte de composición escénica imaginaria, de elaboración de un proto-texto espectacular de naturaleza imaginaria, incompleto e incesantemente modificable, dotado de posibilidades de expresión ilimitadas” (Dubatti 2000:51-52). Pero el análisis de los textos dramáticos en su particularidad (en sus mismos términos) no permite desmarcarse de los márgenes del estudio literario, y lo que aquí se pretende es inscribir el discurso en la investigación antropológica. Así pues, en una primera instancia, debemos remitirnos a cierta textualidad propia de la disciplina y determinar la relación que guarda con la dramaturgia: estoy pensando en los mitos y sus propiedades. Para Mircea Eliade (1985), el mito se distingue de la fábula o el cuento en tanto aquel remite a una realidad, y éstos no. Para el autor, el mito consigna una “historia verdadera” sobre los orígenes, pero nunca es un relato textual de lo que efectivamente ha sucedido, siempre está mediado por lo sobrenatural. La veracidad de los mitos se sustenta en el hecho que éstos siempre se refieren a la génesis de realidades “empíricas”, ya sean propiedades o instituciones humanas (como el origen de la muerte o la religión). Así, conocer el mito es conocer el origen que dio lugar a determinada realidad. Por otra parte el mito sostiene una estrecha relación con el rito; para que éste sea efectivo debe conocerse cabalmente aquel: “no se puede cumplir un ritual si no se conoce el , es decir, el mito cuenta cómo ha sido efectuado la primera vez” (Eliade 1985:23, cursivas en el original). Destaco dos puntos coincidentes entre el concepto que trabaja Eliade sobre el mito y la realidad dramática en el contexto que nos interesa: por una parte, la noción de que el mito siempre remite, aunque no necesariamente de forma directa, a una realidad concreta, específicamente al origen de algo, o de todo. El mito es “paradigma de todo acto humano significativo” (Eliade 1985:25). Por otra parte, la estrecha relación entre mito y rito recuerda, de alguna manera, la relación entre texto dramático y puesta en escena, donde el conocimiento de una se hace indispensable para la efectividad del otro. El análisis de los mitos que realiza Lévi-Strauss se remite a la lingüística y los sitúa en un tercer nivel por sobre (y con carácter inclusivo) de los dos primeros, a saber, la lengua y el habla. Pero para que esto sea así, el mito debe poseer tanto propiedades sincrónicas como diacrónicas: “un mito se refiere siempre a acontecimientos pasados [...] pero el valor

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intrínseco atribuido al mito proviene de que estos acontecimientos, que se suponen ocurridos en un momento del tiempo, forman también una estructura permanente. Ella se refiere simultáneamente al pasado, al presente y al futuro” (1970:189). Esta ubicación en las coordenadas de la lingüística implica que el mito es descomponible en unidades básicas constitutivas superiores a las propias de la lingüística (fonema, morfema, semantema), éstas son los mitemas6. La clasificación por medio de mitemas permite la construcción de una tabla de análisis de doble entrada: las filas consecutivas representan la cronología, es decir, el relato diacrónico (la lectura es de izquierda a derecha, de arriba a abajo); y las columnas ordenan en ciertos “haces de relaciones” basados en las funciones significantes de los mitemas. Así la “comprensión” del mito en una perspectiva sincrónica se hace considerando cada columna como una unidad, y leyéndolas de izquierda a derecha (Lévi-Strauss 1970). La perspectiva estructuralista de Lévi- Strauss posee ciertas observaciones e implicancias que me gustaría revisar. Primero, el autor considera que en el mito “la formula traduttore, traditore7 tiende prácticamente a cero.[...] El valor del mito como mito, por el contrario, persiste al despecho de la peor traducción.[...] La sustancia del mito no se encuentra en el estilo, ni en el modo de narración, ni en la sintaxis, sino en la relatada” (1970:190); el contenido y sentido del mito es lo realmente significativo para su análisis y no necesariamente el formato en el cual éste se exprese. Segundo, y en un sentido similar, la noción de que en los mitos no existe una versión más auténtica que otra, sino que el mito se define por el conjunto de todas las versiones existentes y se consideran todas por igual, todas pertenecen al mito. El sentido del discurso mítico estaría dado por su pertenencia y relación con el conjunto de mitos a los que refiere8. Ambas observaciones de Lévi-Strauss remiten prácticamente a lo mismo: los mitos constituyen un continuo discursivo en torno a un tema, al cual se le pueden agregar numerosas versiones sin variar mínimamente lo medular de éste: su estructura. Esta idea 6

El mitema se ubica en el nivel de la frase, pero la frase como resultado del análisis estructural (“economía de la explicación, unidad de solución, posibilidad de reconstruir el conjunto a partir de un conjunto y de prever los desarrollos ulteriores a partir de los datos actuales” (Lévi-Strauss 1970:191)); luego, a cada mitema le corresponde un número según su orden de aparición en el relato y su función, es decir, cada vez que se repita la función significante de un mitema, se repite el primer número que se le asigna a dicha función. 7 Literalmente “traductor, traidor” 8 Es interesante ligar esta perspectiva con la que ofrece Michel Foucault en El orden del discurso (2002); el autor no considera el discurso como equivalente a un texto, por el contrario el discurso es presentado como un flujo que gira en torno a un tema (las palabras son mías). El discurso médico, por ejemplo, esta conformado por el conjunto de textos y discursos particulares que se entraman en torno a la medicina,

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permite márgenes de permutabilidad entre distintos relatos que remiten a un mismo hecho, con el fin de desentrañar una narración sui generis: el mito, con M mayúscula, es todos y ninguno a la vez. Pero en Lévi-Strauss, al centrarse netamente en la lingüística, ubicando las elaboraciones míticas como un producto del pensamiento salvaje, descuida o más bien niega cualquier referencia a una realidad social concreta; el mito pasa a ser una mera representación ficticia de la génesis cultural. Es Girard quien ve en el mito los resabios de hechos reales. Para él, tanto el mito, como el rito y el entredicho serían consecuencia directa del mecanismo victimal operado en la génesis de la hominización, marcas culturales que remiten al linchamiento original9: el mito es una remembranza transfigurada de este único acontecimiento original, el rito su conmemoración (que tanto recuerda como canaliza la violencia en la sociedad) y los entredichos son los mecanismos prohibitivos para el control de la violencia social (1982; 1993). Estas tres instituciones se crearían a partir del recuerdo social de la experiencia primera, es decir nunca se refieren textualmente al original, sino que son imaginadas producto de la potencia con que se vive la experiencia mimética y su resolución sacrificial. El recuerdo que distorsiona a la víctima, sacralizándola y demonizándola, trasfigura también los hechos que el mito narra. Para Girard, la deconstrucción del mecanismo victimal permite incluir en el análisis un gran abanico de discursos, que hasta el momento carecían de valor histórico, a partir de la lógica de los textos de persecución10 (1982; 1986). De este modo, el mecanismo victimal no sólo se entramaría en los mitos de origen, sino también en textos literarios y filosóficos a partir de algunos estereotipos. Los textos de persecución son reconocibles por la presencia yuxtapuesta de más de uno de los cuatro estereotipos: el primero es la evidencia de una crisis social y cultural, un proceso de indiferenciación y desconcierto. La sensación de crisis conduce al segundo estereotipo, que tiene relación con la acusación, la búsqueda de sospechosos de cometer algún crimen terrible. Independiente del fundamento real o ficticio de la imputación, el tercer estereotipo de los textos de persecución es “la designación de los autores de estos crímenes como poseedores de signos de selección victimaria, unas marcas paradójicas de indiferenciación” (1986:35). 9

Para mayor detalle ver cita nº20 Con “textos de persecución” Girard se refiere, por ejemplo, a los diversos relatos surgidos durante el siglo XVI, producidos por cristianos, que atribuyen la terrible peste negra que azota a Europa a los judíos. Estos relatos asocian las diversas practicas del judaísmo, y su divergencia con el cristianismo, a la desgracia de la peste, para luego justificar la violencia contra los judíos como modo de purificar la comunidad.

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Por último, un cuarto estereotipo es la violencia aplicada sobre la víctima a la que le achacan la crisis. Los textos de persecución poseen ciertas características destacables: primero, no son necesariamente históricos, en el sentido que remitan literalmente a un hecho particular ocurrido en un lugar determinado, sino más bien tienen un carácter estructural; esto permite que podamos considerar distintos textos como permutables e imbricables en un sólo discurso, una narración de una persecución especifica (los judíos en el siglo XIV en Europa o los argelinos por parte de los franceses a mediados del siglo XX). Segundo, generalmente el relato es construido por los perseguidores, aun cuando posteriormente (si no hubo exterminio total y efectivo) sea apropiado por los perseguidos; de lo que se desprende que, aunque la violencia es real, la víctima nunca es elegida a partir de los crímenes esteriotipados que se le imputan, sino por los rasgos victimarios que el texto le atribuye. Llegado a este punto podemos retomar el texto dramático, ya no desde la perspectiva literaria, sino como si fuese un mito. Cabe aclarar eso si, que no postulamos a una lectura “mítica” de toda la dramaturgia universal, sino más bien, que los análisis estructuralistas derivados de la mitología son pertinentes para esta investigación, debido al contenido especifico que reúnen los textos que pretendemos analizar. El ejercicio que implica considerar las obras dramáticas como si fueran mitos, específicamente “textos de persecución”, requiere hacer algunas salvedades formales. Es necesario destacar que, si bien la tortura política como metarrelato se inserta perfectamente en la lógica de los textos de persecución, la dramaturgia que analizamos no se produce (construye) desde la perspectiva de los victimarios, sino de la de los perseguidos; esto responde a propiedades de la tortura misma que en nada contradicen los postulados Girardianos sobre la violencia: los perseguidores no han producido abiertamente un discurso sobre la tortura, o si lo han hecho la ubican como un costo residual. Esto, porque parte de la efectividad de la tortura descansa en su ocultamiento y negación de la esfera pública, así como la efectividad del mecanismo victimal recae en la ignorancia de la sociedad respecto a su funcionamiento. La perspectiva mítica admite desplazar el análisis a planos que la literatura no concede tan fácilmente. La permutabilidad simbólica permite releer los textos dramáticos como si

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fueran un solo relato y no tres documentos independientes, tratarlos como el mito de la tortura política (mito, en el sentido ya expuesto y no como una invención fantasiosa). Así mismo, la noción de texto de persecución reconcilia ideas aparentemente contradictorias: la ficción del texto, noción de irrealidad, es ahora perfectamente compatible con la idea que el referente es un hecho efectivo, la violencia ha ocurrido realmente. Ahora bien, la distancia con que se inscribe el texto dramático en el proceso real al que alude, impide que nuestro análisis descanse exclusivamente en la perspectiva mítica. Los textos dramáticos con que trabajamos no sólo refieren a una estructura precisa, sino también a hechos históricos perfectamente identificables. En este sentido el contenido formal (nombres, lugares, situaciones) adquiere relevancia. De este modo, surge una segunda lectura del texto dramático: la de entender el texto como un registro auténtico que, bajo un lenguaje metafórico y literario, reflexiona sobre acontecimientos reales de la historia reciente del país11. Pero esta perspectiva del texto dramático introduce una pregunta disciplinaria, a saber, ¿por qué encontraríamos en la reflexión artística materiales más idóneos que los que las propias ciencias sociales ofrecen?. Las construcciones discursivas críticas de la dictadura (y posdictadura) deben entenderse bajo la tiranía de un monólogo totalizante y hegemónico, que busca encuadrar cada variación en un modelo rígido de orden, es decir, bajo “la invariabilidad de lo Uno: de lo único” (Richard 1990:6). Desde esta perspectiva, las experiencias límites de la represión producen un quiebre del sentido colectivo puesto que, si bien deben ser socializadas para su recomposición, son discursivamente negadas –y negadas como discurso– por la maquinaria del régimen militar. La reflexión en la dictadura debe comenzar desde el fragmento, tejer los retazos de la experiencia, articular desde la exclusión los trozos de sentido, elaborar un nuevo discurso que permita comprender el trauma dictatorial. Pero el Uno está ahí, imponente, castrador, 11

Esta idea fue planteada en los años sesenta por Ángel Rama (1969) quien analiza la violencia implícita en la obra de Gabriel García Márquez, como el reflejo de la cotideanización de la violencia en América Latina: “esa violencia, al continuar invariable, se transformó en estado natural; la distorsión de la realidad y la vida se hizo norma, costumbre cotidiana. Ni siquiera parecen alarmar al resto del continente los cien mil muertos de una guerra civil no declarada” (1969:112). Simultáneamente, es posible ligar esta idea a lo que Bajtin (1990) llama método histórico-alegórico, mediante el cual el texto es leído como un conjunto de “claves” que, al ser descifradas, rebelan nombres y acontecimientos históricos contemporáneos al autor.

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violento, amenazador; como bajo la mirada del ojo que todo lo ve, las nuevas trazas de sentido deben escamotearse ante el poder. Nelly Richard (1998) plantea que la “producción de lenguajes” durante la dictadura generó principalmente dos respuestas para sobreponerse a la brutalidad del quiebre de sentido: “el discurso científico” y “la textualidad poética”. Para la autora, las ciencias sociales intentaron comprender el quiebre desde el encuadre de la academia, desde la objetividad del conocimiento; así, enfrentaron la crisis mediante la recomposición del tejido social, ordenando las fisuras, suturando “las brechas dejadas por tantos vacíos de representación con una discursividad reunificadora de sentido” (1998:49). La ciencia social, en aras de la explicación, sacrificó la comprensión. No fue el caso de la producción cultural (“la textualidad poética”) que trabajó sobre los fragmentos de sentido, buscando “confeccionar equivalencias sensibles que pusieran en correlación de signos el desastre categorial de los sistemas de representación sociales, con una experiencia del lenguaje hecha de oraciones inconclusas, de vocablos extraviados, de sintaxis en desarme” (Richard 1998:49). Hasta cierto punto, es posible cuestionar el análisis de Richard respecto a la reflexión de las ciencias sociales. Hacia 1984 surgen diversos textos que, aunque de forma oblicua, reflexionan sobre el quiebre de sentido producido por la dictadura. Es el caso de Crítica a la razón utópica de Franz Hinkelammert, La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado de Nolbert Lechner, o Cultura y modernización en América Latina de Pedro Morandé. Aun así, es interesante destacar dos fenómenos que acompañan su producción. Por un lado, estrictamente hablando, estos textos se alejan de la rigurosidad de la ciencia social para inscribirse en la ensayística. Por otro lado, la problematización y crítica del sistema social supera con creses el hecho coyuntural de la dictadura política chilena. Es decir, si bien estos textos –construidos desde la reflexión de las ciencias sociales- no “sacrifican la comprensión” del proceso histórico que vive el país, tampoco dan cuenta de la realidad coyuntural (cotidiana) que desarticula el sentido inmediato de la sociedad. La comprensión del sentido de la experiencia represiva que sí puede articular la producción cultural, y no su mero análisis explicativo, se debe tanto a la posibilidad metafórica - metonímica que ofrecen los géneros “poéticos” como a la capacidad de –aun cuando la represión es más fuerte– descubrir espacios y formas de expresión que se

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escapan a las pedagogías del poder o, como sostiene Nelly Richard, es “bajo las condiciones de censura en que la ambigüedad se torna recurso de sobrevivencia gracias a cómo los mecanismos condensatorios y desplazatorios de la elipsis y de la metáfora rodean el signo de la opacidad para que una cierta indeterminación referencial lo proteja de la persecución de las lecturas oficiales” (1990:6-7). Así, la producción cultural no es necesariamente subsidiaria del dato duro (clausurado) que las disciplinas “científico social” exigen continuamente, por el contrario su accionar esta regulado por la sensibilidad estética y política con que los autores se desenvuelven socialmente, lo que las excluye de cierta legitimidad disciplinaria. Richard lo plantea en términos de “trazas de sentido que la investigación social discriminaría por considerar que no hablan el lenguaje suficientemente claro de lo que merece ser sistematizado en grandes marcos explicativos” (Richard 1998:12). Esta exclusión de cánones dogmáticos, permitió generar cierta continuidad narrativa en la reflexión sobre la tortura, desbordando constantemente los espacios jurídicos y médicos, retrayendo la mirada de las víctimas individualizadas y los números estadísticos, para posicionarla sobre procesos o aspectos de la sociedad más amplios y que reflejan la internalización subjetiva que socialmente se tiene de la tortura. Si bien la laxitud de la “textualidad poética” metaforiza y trasviste al referente, en ningún caso lo pierde de vista ni lo reduce a una categoría analítica, por el contrario, busca ubicarlo en el sentido social y la memoria histórica. Propongo entonces tratar los documentos como si contuviesen una doble trama yuxtapuesta: una de carácter estructural, homóloga entre los textos, referida a la tortura política en términos generales; y otra de carácter histórico, referida a hechos particulares de la represión (lugares, personas, instituciones, etc.). Estas dos tramas están de tal modo imbricadas que su disociación sólo puede ser producto de un ejercicio teórico y no es posible encontrarlas de forma independiente en la realidad. Esto, porque por más que se repliquen los métodos, procedimientos y manuales, la tortura política afectara a cada sociedad de forma diferenciada; y si bien se pueden encontrar semejanza entre distintos regimenes del terror, la densidad, dosificación, ocultamiento y distribución que adquiere la tortura en la larga cadena represiva nunca será igual. ***

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Relacionado con lo anterior es importante destacar que si bien el texto dramático se presenta como el material empírico de este trabajo, siempre es tomado como vínculo indirecto para aproximase al hecho real que representa. El texto es una representación colectiva de la tortura política y nunca un elemento autónomo –de generación espontánea- para el análisis. Denise Jodelet (1985) ve en las representaciones sociales una forma particular de conocimiento, orientado a la comprensión, comunicación y dominio del entorno social, y cuyos contenidos están establecidos por los contextos en los que éstas surgen. La autora destaca que representar significa tanto “sustituir, estar en lugar de” como “hacer presente en la mente, en la conciencia” (1985:475, cursivas en el original), es decir, la representación, al mismo tiempo que es símbolo de un acontecimiento, re-produce mentalmente una cosa, situación o idea. Pero a diferencia del símbolo la representación social no se limita a restituir un elemento ausente, sino que, además, permite sustituir lo presente. Para Jodelet (1985) la representación social no es una reproducción pasiva de elementos exteriores –una copia o duplicado en un interior-, sino más bien una interacción entre elementos internos y externos, estímulos y respuestas, psicológicos y sociales que se dan de forma conjunta e indiferenciada y que modifican tanto sujeto como a lo representado. Esto implica que en la representación constantemente hay una actividad constructiva y reconstructiva, que le permite al sujeto no ser un mero actor pasivo sino un autor activo de las estructuras que el mismo ajusta sobre la marcha. Pero este carácter creativo y autónomo de la representación social no se reduce al objeto, sino que, también, le impone al sujeto todo un juego de simbolismos sociales que influyen sobre sus comportamientos. “Incluso en representaciones muy elementales tiene a lugar todo un proceso de elaboración cognitiva y simbólica que orientará los comportamientos” (Jodelet 1985:478). La autora plantea que la elaboración de una representación social se produce mediante un proceso de objetivización, cuyo fin es reabsorber el exceso de significados fragmentarios y polarizados que circulan “en el flujo de comunicaciones en que nos hallamos sumergidos” (Jodelet 1985:481). El proceso de objetivización consta de tres partes: una construcción selectiva, una esquematización estructurante y, por último, su naturalización. En la primera, los sujetos seleccionan segmentos de la información que circula en la sociedad –en el caso de la tortura, información fragmentaria en torno a la

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represión militar- a partir de criterios políticos o ideológicos, y sobre todo criterios normativos (determinados por el sistema de valores). Posteriormente, en un segundo momento, basados en la selección se elabora un núcleo figurativo, es decir, una estructura de imagen que ordena, vincula y explica la información. Por último es naturalizado, es decir, las figuras y estructuras del pensamiento se transforman en elementos de la realidad, el modelo explicativo es ontologizado (Jodelet 1985). La noción de representaciones colectivas, sociales, permite complementar, limitar y contextualizar el análisis de la doble trama yuxtapuesta que se le aplicará a los textos. Es evidente que en tanto representación social, la tortura (y toda la brutalidad de la dictadura chilena) está en un proceso formativo que todavía no ha llegado a una etapa de naturalización homogénea para toda la sociedad chilena. Esto se debe, probablemente, a la corta distancia histórica que nos separa del hecho12. De este modo, todavía hay una fuerte tensión –dentro de la sociedad- en la fijación de un esquema estructurante que explique y comprenda el fenómeno de modo completo y unívoco. Todavía existen vacíos que difuminan y fragmentan la información, trabas en su circulación y de ves en cuando explosiones de información que redefinen algunos significantes. Con la idea de tensión en la fijación de esquemas estructurantes, implícitamente estoy hablando de los distintos discursos explicativos que circulan e intentan hegemonisar la interpretación sobre el periodo histórico que comprende la dictadura militar. Dentro de flujo de discursos, el que con más fuerza se posiciona en la sociedad es el discurso oficial del régimen militar, que luego será reapropiado por sectores de la Concertación, y que se despliega como antagónico a la narrativa de los textos dramáticos. En estricto rigor, son los textos dramáticos –como parte de un proceso mayor- quienes se plantean como una interpretación alternativa y opuesta a la versión de la oficialidad, como un intento de doblegar el sentido que el escamoteo dictatorial aspira a inscribir en la sociedad. En el capítulo IV, se intenta dar los principales lineamientos que componen esta narrativa, en la que las violaciones a los derechos humanos (y con ellos la tortura) son constantemente disimulados. Por otra parte, la noción de representación social grafica el vínculo (y su sentido) entre la tortura política y los textos dramáticos. Como ya se dijo la representación es un proceso 12

Por ejemplo, y en contraste con esto, nadie niega la violencia de la conquista, o en un caso más cercano, la represión de los movimientos obreros de a comienzos del siglo XX. Son imágenes (representaciones sociales) naturalizadas por la sociedad, es decir, con una realidad propia por sobre las apropiaciones que distintas agrupaciones sociales o políticas hagan de ellas.

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doble y simultaneo, que por una parte sustituye y por otra evoca mental y emocionalmente situaciones a las que por algún motivo no es posible tener acceso. En el caso que nos interesa, el de la tortura política, esto cobra particular importancia. Como se verá en el capítulo III, con el nacimiento de la prisión moderna la tortura deja de ser un espectáculo público, y se sustrae a un espacio privado del poder soberano. La tortura, como dispositivo represivo del gobierno militar, afecta directa o indirectamente a toda la sociedad, pero su sustracción y escamoteo traba la comprensión colectiva del fenómeno. Así, la única aproximación colectiva (social) a la tortura es bajo su representación. Es en este sentido que la representación social supera la interpretación intersubjetiva para transformarse en una forma de conocimiento social que permite entender las operaciones y tensiones que cruzan nuestro entorno social.

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CAPÍTULO II: COORDENADAS GENERALES DE LA TORTURA ¿Bajo qué ejes ubicar la tortura política? ¿Cuáles son las claves para su aproximación? Se hace necesario preguntarse por el contexto, por los puntos fuertes que articulan y sitúan a la tortura en lineamientos generales. Recurrir a ciertas trazas, distinguir el fenómeno que nos interesa del amplio imaginario que la palabra tortura evoca. Es necesario calificar lo político, particularizar el hecho, y así sustraerlo de sus múltiples homólogos. En el Estado moderno, la institución de la tortura puede introducirse bajo dos lógicas distintas: allá está la de la guerra, dirigida hacia otro; acá la política, aplicada a un igual. Si bien es probable que el acto mismo (el acontecimiento de torturar) no difiera en ambos casos, sus implicancias han de ser distintas al menos en dos niveles: por un lado el contexto de producción13, y por otro su valoración y repercusión social14. En la guerra interestatal son los soldados de los ejércitos quienes pueden llegar a torturar, en cambio, en su versión política, el agente es –generalmente- un miembro de los organismos policiales de inteligencia. Con la distinción anterior, implícitamente se esta excluyendo del análisis los tipos de tortura no institucionalizados que ocurren fuera de la maquinaria estatal. Esto es especialmente relevante para comprender que la tortura, tal como la conocemos, es subsidiaria de la racionalización que impone la modernidad en todos sus niveles incluyendo, claro está, el Estado. Pero ¿qué es el Estado moderno?. Para Weber “es una asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de dominación y que, a este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su dirigente y ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de ellos por derecho propio, sustituyéndolos con sus propias jerarquías supremas” (1993:92)15. La

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Por “contexto de producción” me refiero a los organismos del Estado que intervienen, las condiciones en las que acontece, los lugares utilizados, etc. 14 Es interesante destacar que si bien estas dos lógicas responden, generalmente, a situaciones históricas precisas y en cierto modo excluyentes, pueden introducirse como lecturas legítimas para un mismo hecho. Esto ocurre, por ejemplo, con las luchas independentistas, cuando la soberanía del Estado es puesta en duda y se pasa de una narrativa de “agresión interna” a una “internacional”. 15 El la propuesta de Weber, es el Estado quien se auto atribuye la “legitimidad” del uso de la violencia, y no es ésta una condición per se.

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definición del autor es de carácter histórico, y constata cómo se ha constituido el Estado moderno: el paso desde un régimen monárquico, donde el príncipe debe compartir su poder y gobierno con un sinnúmero de vasallos locales, al embargo paulatino de éstos y con ello el poder administrativo y los medios materiales que detentan. Las relaciones recíprocas del vasallaje se tornan en vínculos contractuales que aseguran la administración del territorio. El derecho propio con que otrora el vasallo gobernaba, se transforma en un “favor” del príncipe, que selecciona de entre sus servidores a los más aptos para la administración, los que con el tiempo se transformarán en “políticos profesionales”. Así, los medios de dominación feudal poco a poco se politizarán para devenir en un Estado moderno. La reciprocidad se trasviste en diplomacia, luego en política16. Ésta se instala como la arena de lucha de la esfera estatal, lucha por poder, por parcelas de poder17. Comienza una transformación perversa; si anteriormente el poder se concentraba en una o más figuras corpóreas (el príncipe y sus vasallos), ahora logra una suerte de inmaterialidad que lo ubica en todos y en ninguno a la vez. Se “desencanta”, pero mantiene su trascendencia; se deja de poseer para ser controlado, administrado y distribuido. Así, la disputa por el poder que supone el Estado moderno –en una “democracia plebiscitaria” – se traduce en la lucha por la dominación y la violencia históricamente legitimada. En esta arena entran en juego los actores que articulan la máquina partidista, profesionales de la política dedicados a reclutar votos para el partido en el mercado electoral (Weber 1993). El control de la violencia por parte del Estado significa no sólo una herramienta eficaz para sus intenciones hegemónicas, sino también una forma de reforzar la noción trascendente y absoluta del poder estatal. Pero ¿Cuál es el destino, en tanto teleología, que adquiere la violencia?, Walter Benjamin toma como juicio de crítica el establecido por el derecho positivo, a saber, el sentido que ésta adopte; así la violencia adoptaría una doble función con respecto al derecho (y por lo tanto institucionalidad): por un lado es fundadora de derecho, por otro es conservadora de derecho (Benjamin 1998). La primera 16

Siguiendo a Weber por política entenderemos “la aspiración a participar del poder o a influir de la distribución del poder [...] dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos que lo componen”, luego, lo político “depende directamente de los intereses en torno a la distribución, la conservación o la transferencia del poder” (1993:84) 17 Poder es, en palabras de Hanna Arent, “la capacidad humana [...] para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. Cuando decimos de alguien que está “en el poder” nos referimos realmente a que tiene un poder de cierto número de personas para actuar en su nombre. En el momento en que el grupo [...] desaparece, “su poder” desaparece” (1998:146)

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es quizás la más interesante, en tanto evidencia la necesariedad que tiene el Estado de monopolizar toda la violencia, al tiempo que se atribuye la legitimidad de la misma. La consideración de “que la violencia en manos de personas individuales constituye un peligro para el orden legal” se debe a que “cuando no es aplicada por las correspondientes instancias de derecho, lo pone en peligro, no tanto por los fines que aspira alcanzar, sino por su mera existencia fuera del derecho” (Benjamin 1998:26-27). El Estado se atribuye el monopolio pues éste le asegura tener la potestad sobre el orden institucional y legal; permitir lo contrario es volver, en palabras de Weber, a sociedades “estamentales”18, donde el derecho no es uno y trascendente, sino que se esparce entre diversos poderes. El ejemplo más claro del sentido fundador de derecho que tiene la violencia se expresa en las guerras, donde el vencedor se apropia de posiciones virtualmente irrecuperables que, tras acordar la paz, se sancionan y reconocen como instancias de un derecho nuevo (Benjamin 1998). Pero el Estado, para asegurar su continuidad, no puede valerse exclusivamente de las instancias fundadoras de derecho. Por esto, genera instituciones que, ambiguamente, dominan la “doble función” de la violencia: el militarismo, consecuencia de la instauración del servicio militar obligatorio tras la primera guerra mundial (en Europa), “es el impulso de utilizar de forma generalizada la violencia como medio para los fines del Estado” (Benjamin 1998:29). Pero hay otra, aún más ambigua y cotidiana, la policía; si bien su función es mantener el derecho (el orden legal), es decir, conservarlo, la misma propiedad implica –solapadamente– una vaga facultad para fijarlo (fundarlo) bajo ciertos límites (Benjamin 1998)19. Así, la distinción entre ambas funciones se desvanece, queda

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“Por entendemos el conjunto de poseedores por derecho propio de los medios materiales para la guerra o para la administración, o de poderes señoriales a título personal” (Weber 1993:94) Es posible entrever en los planteamientos de Carl Schmitt, la misma condición ambigua que marca, para Benjamin, la idea de policía en el Estado moderno. En su libro sobre el Concepto de la política (1984), Schmitt plantea que cuando el Estado adquiere unidad política, es porque ha logrado establecer la “paz, seguridad y orden” en su interior. Luego, “como es sabido, la formula suele servir para la definición de policía. En realidad, dentro de semejante Estado ya había solamente policía y no política” (1984:16). La existencia de la policía significaría la suspensión momentánea de cualquier distinción amigo/enemigo al interior del Estado, es decir, la policía como expresión del Estado consagrada a la mantención de su paz, seguridad y orden, o lo que es igual, la mantención de su derecho. Por otra parte, “el Estado, considerado como unidad esencialmente política, corresponde el jus belli, es decir, la responsabilidad real de determinar en caso dado, por virtud de una decisión propia, el enemigo y combatirlo” (1984:72). Pero para que el jus belli le sea legítimo, el Estado debe procurar la mantención de la normalidad dentro de su unidad, es decir, mantener activa la formula paz, seguridad y orden, llevándolo a una situación paradojal. “Esta necesidad de pacificación intestina conduce [...] al hecho de que el Estado [...] decide también por sí mismo, mientras subsiste, quien es el enemigo interno” (1984:74). Esto es igual a decir que el Estado, para mantener su unidad política, constantemente funda el derecho, y el agente que utiliza es la policía.

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parcialmente suspendida en aquellas situaciones en las que el Estado no puede asegurar el orden legal o existen pequeños intersticios de poder. Es en estos intersticios que la tortura, en su variante política, reaparece. Pero a diferencia de sus homologas históricas, lo hace de forma más solapada, clandestina, indeterminada. Así, la prisión marca una inflexión profunda, sustraída del espectáculo, su aplicación siempre será “secreta”. Los suplicios experimentados dentro del sistema penal, establecerán una cláusula de silenciamiento sobre sí mismo, lo que ocurra dentro de la prisión se transforma en una incógnita. Taussig se pregunta si no son –por sobre las verdades básicas, el Ser o las ideologías del centro del Estado– “las fantasías de los marginados sobre el secreto del centro, lo que se convierte en lo más importante políticamente para la idea del Estado” (1995:171). Probablemente sí. Derrocado el misticismo del poder soberano que inviste el príncipe, el Estado debe generar un nuevo misterio que articule su poder. La cárcel pública es uno de los depositarios de ese misterio, por lo tanto un lugar vaciado de control para el ciudadano anodino. Su hermetismo permite a la vez, constituirse como uno de los lugares en que la violencia de Estado experimenta con la propiedad fundante de derecho enunciada por Benjamin. Las fantasías de los marginados, el misticismo, la necesidad del secreto, la evidencia de un más allá desconocido, son las fuentes de legitimidad que el Estado enarbola para sostener el monopolio de la violencia. Al igual que la noción de derecho de Benjamin o el imperativo de escribirlo con “E” mayúscula, los “argumentos” del Estado descansan en cierta noción de trascendencia (los gobiernos pasan, las instituciones se quedan). La legitimidad de los actos del Estado se fundan en esta trascendencia, en la distancia que separa al ciudadano anodino de la maquinaria abstracta que lo rige y determina. Pero ¿Qué fundamenta esta aparente trascendencia que legitima al orden institucional y, en última instancia, el uso de la violencia por parte del Estado?. Ante esta pregunta es posible establecer dos respuestas, como dos son los grandes modelos en torno a la procedencia del Estado moderno. Por un lado está el modelo “aristotélico”, que básicamente propone que la formación del Estado, en tanto polis, se explica como una evolución progresiva que va desde la familia, pasando por la aldea, hasta llegar a la ciudad donde éste surgiría (Bobbio 1992). Este modelo imperó en el pensamiento político, creciendo en complejidad, hasta el siglo XVII donde surgen los planteamientos “iusnaturalistas” principalmente en la figura de Thomas Hobbes. En

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contraposición al modelo aristotélico que ve una continuidad entre el estado natural de sociabilidad (la familia) y el Estado, el modelo iusnaturalista plantea que si bien el punto de partida del análisis del origen y fundamento del Estado está en el estado de la naturaleza, entre ambas instancias hay una relación de contraposición, pues el sentido del primero es corregir y superar al segundo (Bobbio 1992). Consiguientemente, “el paso de un estado de la naturaleza al estado civil no se produce necesariamente por la fuerza misma de las cosas, sino mediante uno o más actos voluntarios e intencionados de individuos intencionados en salir del estado de la naturaleza” (Bobbio 1992:16). Bajo estos dos modelos, el planteamiento de Weber se inscribiría en tradición aristotélica, al establecer una continuidad entre la concentración de los “medios materiales” por un gobierno estamental y el monopolio de la violencia por parte del Estado. Aun así, no puede dar cuenta de cómo es que se liga la administración monopólica de la violencia con la legitimación trascendental a la que el Estado recurre y del que todos somos parte. En la misma clave que el modelo aristotélico (es decir, bajo el supuesto de una continuidad evolutiva entre el Estado y las formas de gobierno anterior), Rene Girard (1982; 1993) intenta dar una solución desde la antropología a la conflictiva relación que sostiene la legitimidad del poder y el uso de la violencia. El autor se sitúa en una antropología de la religión, pero sus postulados no se agotan en la explicación del origen de lo religioso, también hablan sobre la hominización, la cultura, las instituciones (entre ellas el Estado moderno), el control social de la violencia y la importancia que juega ésta en la formación de lo trascendente. El gran mérito del autor es construir una teoría explicativa a partir de un “mecanismo” relativamente simple que se entramaría en el origen de toda institución social, y por lo tanto en el origen de la primera, la religión. Éste es el mecanismo victimal. El mecanismo victimal es la clave, pero la aproximación a él en su “estado puro” sólo es posible de forma hipotética20. La constitución del trascendente se generaría en la 20

Como antropología fundamental, el mecanismo victimal remite siempre al primer linchamiento. En él encontramos la explicación del paso de lo indiferenciado a la diferencia social, de lo continuo a lo discontinuo. Así, el linchamiento original remite a un cambio cualitativo radical e irrevocable entre dos tiempos. Girard recurre al concepto de mímesis, imitación, para explicar el giro que da la sociedad hacia la hominización. La mímesis sería una propiedad que encontramos en muchas especies animales, no es exclusivamente humana, pero “más allá de cierto umbral de fuerza mimética, las sociedades animales resultan imposibles. Así pues, ese umbral corresponde al umbral de la aparición del mecanismo victimal, al umbral de la hominización” (Girard 1982:109). Ahora bien, el linchamiento original se desencadenaría en tres o cuatro fases distintas:

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internalización de fuertes experiencias de violencia colectiva, como puede ser un linchamiento, un sacrificio, o un genocidio: ante una virulenta crisis social, una guerra de todos contra todos, la colectividad –mediante actos miméticos- espontáneamente establece un sujeto antagónico, que rápidamente se individualiza, para desencadenar una lucha de todos contra uno; la violencia colectiva es canalizada con el exterminio de la víctima, la que genera hacia la sociedad una doble transferencia: por una parte, al terminar la violencia intestina se reafirma la premisa de que su existencia era la causante unívoca de la crisis, es decir, la víctima era la verdadera responsable y fue correctamente ajusticiada; por otra parte, al ser su muerte la única causa visible de la restitución de la armonía social, se le sacraliza. De ahí en adelante, la administración de la violencia social está íntimamente ligada a la trascendencia y las divinidades. Pero una vez constituido lo trascendente el mecanismo no desaparece, pues se entrama en el ejercicio institucional de forma ladina, ocultando y solapando su funcionamiento con el fin de conservar intacta su efectividad. Básicamente, la administración del mecanismo será la forma en que la sociedad conduce la violencia social; el recuerdo de la primera gran crisis no siempre es suficientemente fuerte para evitar el reflorecimiento de la violencia intestina, la voracidad de la violencia requiere ser continuamente engañada con el sacrificio ritual o algún

a)mímesis de apropiación: El grupo está indiferenciado. De pronto surge un objeto que uno o más individuos desean. El deseo se expande, miméticamente, por el grupo, todos quieren apropiárselo. La pregunta es cómo surge el primer deseo, aquí entra la lógica de la profecía auto cumplida mediada por la mímesis: “A” observa que “B” se encuentra cerca del objeto “O”, y piensa que lo va a coger, por lo que estira su mano para hacerlo primero. “B”, que no pretendía tomarlo, ve que “A” tiene la intención de coger el objeto, le surge el deseo de copiarlo e imita el gesto. “B” corrobora que la intención de “A” era tomar el objeto “O”, por lo que reafirma y continúa su acción. Prontamente C, D, E, etc. se les sumarán. b)crisis mimética, la desaparición del objeto: La apropiación deviene en disputa, luego violencia. Las rivalidades se potencian, olvidando progresivamente el objeto “O” que ocasionó la disputa, comienza un proceso de “purificación” de la violencia antagónica. “La mímesis es más fuerte que nunca, pero ya no puede ejercerse a nivel de objeto, pues el objeto ha dejado de existir. Ya no hay más que antagonistas, a los que designamos como , puesto que, bajo el aspecto de su antagonismo, no hay ya nada que los separe” (1982:37). c)mímesis de antagonismo: “Si la mímesis de apropiación divide haciendo converger a dos o más individuos en un mismo y único objeto del que todos quieren apropiarse, la mímesis del antagonista, forzosamente, reúne haciendo converger a dos o más individuos en un mismo adversario al que todos quieren abatir [...] “No podemos saber... qué razón insignificante hará converger la hostilidad mimética sobre tal víctima en lugar de tal otra” (1982:38). Esta instancia mimética es la más oscura del mecanismo victimal, pero la más fundamental debido al “efecto de reconciliación que resulta de esa polarización unánime” (1982:38) d)sacrificio de la víctima: la descarga de la violencia de todos contra uno, el linchamiento, devuelve a la comunidad su calma original, confirmándoles la responsabilidad de ésta en la crisis. Pero por sobre el retorno al orden, la muerte por el linchamiento colectivo genera una doble sensación que se deposita sobre víctima, una doble transferencia: Por un lado se le recuerda como la culpable de todos los males, la causante única y exclusiva de la crisis social. Por otro se le sacraliza, su muerte ha restablecido el orden social, ha devuelto la armonía, es benévola, santa, divina. Es este recuerdo sobre la víctima, el cambio cualitativo que introduce el mecanismo victimal, la diferenciación de lo continuo, el origen “físico” de una “metafísica”, la génesis de lo religioso, el comienzo de la hominización.

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homólogo. Así mismo, el mantenimiento del mecanismo en el entramado social hace que las nociones de trascendencia sean continuamente actualizadas y legitimadas. Si la colectividad, mediante el mecanismo victimal, regula y evita la violencia intestina, cabe preguntar por las situaciones en que ésta puede desarrollase en la sociedad. Girard plantea que la instancia más cercana al desarrollo de una crisis social es la que se da a partir de la venganza de sangre21, donde tras la muerte de un individuo, el grupo (de parentesco, por ejemplo) venga su muerte con el asesinato del homicida o un sustituto de éste; antes de concluir la disputa el nuevo asesinato exigirá más violencia, y así de un momento a otro, ésta se extiende por todo el cuerpo social: “existe un círculo vicioso de la venganza y ni siquiera llegamos a sospechar hasta qué punto pesa sobre las sociedades primitivas. Dicho círculo no existe para nosotros [porque] el sistema judicial aleja la amenaza de la venganza. No la suprime: la limita efectivamente a una represalia única, cuyo ejercicio queda confinado a una autoridad soberana y especializada en la materia” (Girard 1993:23). La legitimidad de autoridad se sustenta en el alcance trascendental de sus veredictos, la eficacia “mágica” que reviste a la venganza oficial de justicia. El sistema judicial sustrae la venganza individual para adjudicarse, implícitamente, el monopolio de su complemento, la venganza pública. De este modo las sociedades contemporáneas no controlan la violencia por medio de la prevención –como ocurre en el sacrificio ritual– sino que utilizan una suerte de curación social, las penalidades intentan sellar el conflicto por lo que son, en general, irrevocables. Pero para que tenga efectividad social, la naturaleza del mecanismo victimal debe permanecer oculto, escamoteado a los ojos del individuo tras un velo de poder trascendental: “A partir del momento en que es el único en reinar, el sistema judicial sustrae su función a las miradas. Al igual que el sacrificio, disimula – aunque al mismo tiempo revela– lo que le convierte en lo mismo que la venganza, una venganza parecida a todas las demás, diferente sólo en que no tendrá consecuencias, en que no será vengada. En el primer caso, la víctima no es vengada por que no es la ; en el segundo, la víctima sobre la que se abate la violencia es la 21

Es interesante establecer el vínculo entre la venganza de sangre con las consecuencias que trae la noción de “A” de Propp. En Morfología del cuento, plantea que los relatos pueden reducirse a la combinación de 31 funciones básicas, entre las que se encuentra la “A”, que se define como la “fechoría” y cuyas formas pueden ser: El agresor rapta a un ser humano, Inflige daños corporales y, entre otras, provoca una desaparición repentina. Con el paradigma de la “A”, o la lógica del daño, se plantea que siempre que acontezca “A”, se exige automáticamente una reparación o castigo (“U” de Propp, definido como “castigo”). El punto es, qué pasa cuando la “U” es leída como otra “A”, exigiendo nuevamente un castigo, es decir, produciendo una escalada de violencia infinita e incontrolable. Vladimir Propp “Morfología del cuento”. Ed. Fundamento. Madrid. 1971

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, pero se abate con una fuerza y una autoridad tan masiva que no hay respuesta posible” (Girard 1993:29). De este modo, el mecanismo victimal no se agota en el sacrificio ritual practicado por sociedades simples, lo traspasa y se instala en el seno del orden institucional que sostiene al Estado moderno. Es importante aclarar que no es posible homologar literalmente la abstracción girardiana del mecanismo sacrificial a la tortura política. La tortura es una institución que en cierta medida deviene históricamente del desarrollo de la esfera judicial y por lo tanto es parcialmente subsidiaria de las nociones girardianas en torno al sacrificio, pero en ningún caso se agota en éste. La tortura política es mucho más compleja que la violencia que el Estado se atribuye como legítima, y aun así la trascendentalización de la violencia estatal es lo que enmascara el fenómeno y lo hace eficaz para la sociedad. Pero la discusión detallada de las posibles implicancias teóricas entre tortura política y el sacrificio ritual, las veremos en el capítulo IV; por ahora resulta interesante distinguir entre los diversos niveles en que opera la integración social, esclareciendo también el alcance de uno y otro fenómeno. Ahora bien, el modelo iusnaturalista también puede dar cuenta del origen que legitima el uso exclusivo de la violencia por parte del Estado. Siguiendo la teoría política de Hobbes, en el origen del Estado se ubica la guerra de todos contra todos, pero a diferencia de Girard que la ve como un hecho real de carácter histórico, se plantea que corresponde al estado de la naturaleza, entendido sólo como un raciocinio hipotético y contrapuesto al Estado moderno22. En términos concretos, cuando se refiere a “estado de la naturaleza” piensa en “aquel Estado en que un gran número de hombres, uno por uno o en grupo, viven en el temor recíproco y permanente de una muerte violenta, a falta de un poder común” (Bobbio 1992:47). Para superar este estado de desamparo, Hobbes propone generar un pacto de unión23 que transfiera el poder individual de cada sujeto a un poder soberano mediante un pacto de sumisión, de este modo define el Estado como

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Hobbes ve que las conductas anárquicas –específicamente la guerra civil que atraviesa su país- son resabios o evidencias de la existencia de un estado de la naturaleza, pero también está conciente que en los estados más larvales de sociabilidad humana este estado ya no es puro. 23 Evidentemente este proceso no es ni antojadizo ni automático. Hobbes introduce la razón humana, como el cálculo por el cual ante determinadas premisas se llega a determinadas consecuencias. La razón, que es parte de la naturaleza humana, en su uso recto determinaría una serie de reglas –las que adquieren la forma de una ley natural- cuyo objeto es la coexistencia pacífica y armónica del ser humano. Así, sí en el estado de naturaleza (guerra de todos contra todos) la vida se encuentra constantemente amenazada, las leyes de la naturaleza o el uso recto de la razón se orientan ante todo a conservar la vida.

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una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos como juzgue oportuno para asegurar la paz y defensa común (Hobbes en Bobbio 1992:52)

Hobbes cree que el poder del Estado no es completamente soberano, y que por lo tanto no sirve para articular una paz social si es que no se considera como irrevocable, absoluto e indivisible24. Es este concepto de soberanía el que implícitamente escamotea cierta trascendencia. Sí bien la misma definición de Dios mortal insinúa la posibilidad de implicar una exterioridad, pareciera que la teoría política de Hobbes no realiza este vínculo de forma explícita25. Son las lecturas posteriores las que darán cuenta de la exteriorización del poder. La definición de soberanía de Hobbes contiene una paradoja: “El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico” (Agamben 1998:27). Siguiendo el pensamiento de Schmitt, Agamben plantea que es en la excepción jurídica –ese “estar afuera”- desde donde es posible explicar y comprender las lógicas del Estado soberano. Esta se presenta como una exclusión donde

Ahora bien, el tener conciencia de las leyes de la naturaleza no asegura que todos las respeten (consecuencia del raciocinio de que para qué voy tener la necesidad o interés de respetar una regla sí no puedo estar seguro que los otros la respeten) “de lo que sigue que el único camino para hacer eficaces las leyes naturales, es decir, para hacer que los hombres actúen según la razón y no según la pasión es la institución de un poder tan irresistible que convierta en desventajosa cualquier acción contraria. Este poder irresistible es el Estado” (Bobbio 1992:49). 24 De la definición de Estado anteriormente citada se desprenden estas tres características: es irrevocable en tanto es “un pacto de sumisión estipulado entre los individuos singulares y no entre el pueblo y el soberano” (Bobbio 1992:52); es absoluto pues “consiste en atribuir a un tercero por encima de las partes el poder que cada uno tiene en el estado de naturaleza” (Ibid); y es indivisible porque “al que se le atribuye el poder es [...] una sola persona” (Ibid). Si el poder soberano no fuera irrevocable, evidentemente no podría ser completamente soberano pues estaría coartado por su revocabilidad. Es absoluto porque –a diferencia del estado de naturaleza en que cualquiera puede ser soberano o súbdito- sólo el soberano es soberano, pues tiene “sólo él el derecho sobre todo que antes del pacto [de unión] correspondía a cada uno” (Bobbio 1992:55). La indivisibilidad está dada principalmente por dos temores que acompañan a Hobbes y que son propensos a llevar al Estado a la situación de anarquía que él ve: por un lado la división de los poderes al interior del Estado, por el otro, la separación entre poder espiritual y temporal. 25 Conviene recordar que la cita que da origen a la analogía del Estado con el Leviatán bíblico lo describe como un ser al que “no existe potestad en la tierra que se le iguale”; es decir, intrínsicamente inmanente. Esto porque la “soberanía comprende tanto el supremo poder económico [...] como el supremo poder coactivo” (Bobbio 1992:51) como consecuencia de la renuncia individual al derecho sobre todas las cosas y a la fuerza necesaria para mantenerlo. De este modo, el único derecho inalienable para la teoría de Hobbes pasa a ser la vida individual (entendida desde un punto de vista biológico y no social).

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La norma se aplica a la excepción desaplicándose, retirándose de ella. El estado de excepción no es, pues, el caos que precede al orden, sino la situación que resulta de la suspensión de este. En este sentido la excepción es, verdaderamente, según su etimología, sacada fuera (ex - capare) y no simplemente excluida. [...] [Es decir,] no es la excepción la que se sustrae a la regla, sino que es la regla la que, suspendiendose, da lugar a la excepción y, sólo de este modo, se constituye como regla, manteniéndose en relación con aquélla. El particular de la ley consiste en esta capacidad de mantenerse en relación con una exterioridad. Llamamos relación de excepción a esta forma extrema de relación que sólo incluye algo a través de su exclusión. (Agamben 1998:30-31)

Es mediante la excepción, como ordenamiento jurídico del Estado soberano, que éste puede vincularse con exterioridades ajenas (ya sea el caos, ya sea Dios), pues “para referirse a algo [inmanente], una norma debe pues presuponer aquello que está fuera de la relación (lo irrelacionado [lo trascendente] ) y no obstante, establecer de esta forma una relación con ello” (Agamben 1998:32). El estado de excepción se constituye como la zona de indeterminación que vincula la normalidad jurídica con la exterioridad caótica y trascendente. De este modo, es en la figura de la excepción donde el poder soberano conjuga la violencia y la trascendencia que el ciudadano anodino le atribuye al Estado. De forma paralela, Agamben indaga en las distinciones que a lo largo de la filosofía política se han articulado sobre la vida. Los griegos, plantea, contraponían el concepto de zoe –que se refiere a la vida biológica, común a todos los seres vivos incluyendo a las divinidades- y bíos –referida a la vida social de un individuo o grupo-. Sí bien la vida política (bíos politikós) se contrapone y nunca puede ser considerada como zoe, como nuda vida26, establecen y están mutuamente implicados en una “relación de excepción”, es decir, la nuda vida está incluida en el concepto de bíos por medio de su exclusión. Los trabajos de Foucault (2000; 2003) plantean la creciente inclusión del cuerpo biológico (zoe) en las estrategias que despliega el poder para el control de los individuos, una biopolítica como plataforma de la política moderna. Agamben completa esta postura al plantear que la inclusión del zoe en la polis es tan antigua como el mismo concepto, y que lo novedoso de la biopolítica es que la vida misma (zoe) entra al calculo del poder estatal 26

Agamben propone el concepto de nuda vida para referirse al zoe, bajo la forma de esa vida que cualquiera puede dar muerte. La desnudez de la vida donde las vestimentas son los significados sociales que le damos a nuestra vida.

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Lo decisivo es, más bien, el hecho de que, en paralelo al proceso en virtud del cual la excepción se convierte en regla, el espacio de la nuda vida que estaba situado originalmente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con el espacio político, de forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bíos y zoe, derecho y hecho, entran en una zona de irreducible indiferenciación. (Agamben 1998:19)

Agamben pone en evidencia el vínculo perverso que define la biopolítica moderna, cuando por medio de los estados (y espacios) de excepción, el Estado introduce el control sobre el cuerpo –sobre la nuda vida-, normalizando su inclusión en el ordenamiento social y político. De esta manera, lo único que –se suponía- el poder soberano de Hobbes dejaba en manos de los individuos (la vida) entra en el cálculo estatal. *** Si bien lo anteriormente expuesto permite ubicar la tortura dentro de las tensiones propias del Estado, es necesario puntualizar que el fenómeno no se puede reducir exclusivamente a la dimensión política. En este sentido es atingente la crítica de Cousiño y Valenzuela (1994), en la que plantean que la sociología ha trabajado exclusivamente sobre dos modelos integrativos de la sociedad: el político-institucional y, más recientemente, el sistémico; excluyendo del análisis las instancias pre-reflexivas de integración, ubicadas en el plano de la cultura27, es decir, en el plano de la presencia. Este hecho se debe a que históricamente la reflexión social surge como respuesta a “la incapacidad de establecer el vínculo social en el plano de la cultura, y la consecuente necesidad de reflexivizar este tema y situarlo en el plano del orden institucional” (1994:31). Para los autores, la necesidad de instaurar un vínculo construido en términos racional-discursivo, surge cuando la presencia del otro deviene problemática, esto es, cuando en el seno de una colectividad las diferencias culturales se hacen irreconciliables, peligrando la integración social. En la modernidad, esta crisis se habría producido por, al menos, dos hechos: las disputas religiosas del siglo XVI (reforma y contra reforma), que por primera vez 27

En el resto del capítulo, el concepto de “cultura” (experiencia cultural) se entenderá en los términos que los autores plantean, es decir, “la idea de una experiencia social originaria, pre-reflexiva (sobre la cual se puede, sin embargo, reflexionar), que se encuentra en la base de un vínculo social no instaurado contractualmente y que, por ende, constituye el sustrato de un orden social no fundado en las instituciones sino en la eticidad” (Cousiño y Valenzuela, 1994:38). Se hace necesario distinguirlo de la acepción utilizada en capítulos anteriores en torno a lo cultural, donde el término era empleado en el sentido de una “industria cultural”, es decir, como productos de consumo masivo (literatura, poesía, cine, video, teatro, etc.) y no –como ahora se retoma- en el sentido de un ethos identitario.

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adquirieron el carácter de guerras de exterminio; y la experiencia de hambre y miseria en el siglo XIX, producto de la diferenciación social resultante de las estrategias de apropiación social del excedente económico (Cousiño y Valenzuela 1994). Esta idea de que la modernización implicó la superación de la crisis de los vínculos sociales (producto de la ruptura de los lazos pre-reflexivos o presenciales), por niveles integrativos racionales y sistémicos, se tradujo en la noción de que sólo estos últimos eran legítimos para el análisis e integración social, desplazando a los aspectos culturales a esferas privadas, alejadas del espacio público. De este modo, se planteaba que la modernización era una evolución en la construcción de los vínculos sociales, pasando de una etapa pre-reflexiva o salvaje, a una racional o moderna. El planteamiento de Cousiño y Valenzuela, es que el “vínculo social fundado en la cultura no se ha roto, pero que la diferenciación social alcanzada (complejidad) se sitúa en un nivel de magnitud que ya no hace posible fundar la integración social en la cultura” (1994:175). Lo que ocurriría en las sociedades complejas sería una constante pugna entre los tres principios básicos de integración

social:

la

presencia

(cultura),

la

consciencia

(instituciones)

y

las

comunicaciones (sistemas). Si bien, la importancia de la cultura como mecanismo integrativo de la sociedad no es una novedad dentro del desarrollo antropológico, lo atractivo del planteamiento es la inclusión de la cultura dentro de un modelo de análisis de sociedades complejas, mediante la noción de presencia. Pero ¿Qué es exactamente la presencia? ¿En qué se distingue de los otros niveles de integración? Si para la perspectiva racionalista es el individuo, con voluntad y consciencia, quien funda la sociedad a partir de acuerdos consensuales alcanzados argumentalmente; y para la visión sistémica el análisis de la sociedad se realiza en términos de diferencia, mediante la identificación de los códigos binarios con que cada sub-sistema opera; para la óptica de la presencia es la persona (ontológicamente comprendida) la que en el encuentro con otra funda el vínculo pre-reflexivo, así esta experiencia preserva su dimensión temporal por medio de la memoria –en contraposición con la utopía racionalista y noción de presente en la perspectiva sistémica28.

28

Así mismo, los tres principios básicos mantendrían formas particulares de operar en la economía y la política. En el primer caso lo pre-reflexivo, lo racional y lo sistémico se expresaría en la “economía del gasto”, “economía del trabajo” y “economía del consumo”, en el que adoptarían la forma del modelo del “señorío” (y su extensión populista), la ”politización” (política reflexiva) y la “opinión pública” respectivamente. Para una explicación más detallada ver Cousiño y Valenzuela, Politización y Monetarización en América Latina, 1994, p. 180-188

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Este principio pre-reflexivo permite integrar una nueva perspectiva al análisis de la violencia estatal. Si bien ésta se sitúa principalmente, como veíamos con Girard y Benjamin, en el nivel institucional (El sistema Judicial, la Policía y las Fuerzas Armadas); bajo el punto de vista de la presencia, podemos comprender los fenómenos de violencia sistemática –como es el caso de la tortura política– desde la óptica de la persona entendida, no como una entidad psicológica sino, como un constructo cultural. Indudablemente, esto no implica que el fenómeno de la tortura “salga” de la perspectiva institucional, es más, ahí encontramos su origen y articulación: en la lógica costo-beneficio la tortura es una herramienta altamente efectiva y eficiente en la desarticulación de proyectos sociales (utopías), y se entrama en un sistema represivo mayor. Lo que se plantea, en cambio, es que el análisis del fenómeno de la tortura no se agota en el principio institucional de articulación de la sociedad, sino que lo desborda; pero este desborde tiene características particulares dentro del conjunto de mecanismos represivos utilizados durante el gobierno militar29, debido a la intensidad experiencial que implica. La tortura, antes que la relación institucional entre dos antagonistas políticos, se configura sobre la base de la experiencia concreta del encuentro entre dos personas. Pero si seguimos a Cousiño y Valenzuela, la tortura es una de las expresiones más brutales de lo que podríamos llamar una “guerra de exterminio”, una instancia radical de diferenciación cultural, es decir, “el rompimiento del núcleo ético prereflexivo sobre el que se asienta el vínculo social” (1994:31); en este sentido, la experiencia de la tortura se asemeja más a la disolución que a la creación de un vínculo presencial. Ahora bien, mantener la tesis de que tras cada diferenciación cultural el vínculo prereflexivo se disuelve inevitablemente, es reproducir la lógica con la que las ciencias sociales clásicas desplazaron y excluyeron de su análisis las instancias culturales como principios integrativos de vínculos sociales. La hipótesis se sitúa en el extremo opuesto, manteniendo la idea que los vínculos pre-reflexivos –si bien no pueden integrar la totalidad de las sociedades complejas– no desaparecen completamente tras una situación radical de diferenciación cultural (como la que se vivió durante la dictadura militar y que es 29

La Vicaría de la Solidaridad define por “víctima de la represión” a aquellas personas que han sufrido las violaciones fundamentales: ejecuciones, desapariciones, tortura, pérdida de libertad y exilio (Vicaría de la Solidaridad 1990), a lo que habría que agregar el amedrentamiento tanto individual como colectivo (allanamientos, detenciones colectivas, llamadas, amenazas, despidos por asuntos políticos, etc). Posiblemente sólo la experiencia de la desaparición forzada y de la ejecución política alcance el nivel de intensidad que la tortura pone en juego, pero no es posible recoger el testimonio experiencial de las víctimas, ni los victimarios han estado dispuesto a revelarlo.

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acentuada en la experiencia de la tortura). Más radical, la hipótesis central de esta investigación plantea que: la experiencia de la tortura política, por sobre el daño generalizado que implica, no desarticula completamente el vínculo social, sino que decanta en huella de una síntesis que ahora se expresa como irresuelta, travistiéndose en hilo vinculante de una nueva presencia que genera la víctima con el victimario.

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CAPÍTULO III: ESCARBANDO EN LOS ORÍGENES, HISTORIA Y ETIMOLOGÍA ¿Qué puede decir la tradición sobre la tortura? La constante reproducción de palabras, relatos, mecanismos e instituciones inscribe en ellos lógicas no siempre explícitas. Así toda revisión de estos tópicos, implica un rastreo de los rasgos relevantes que encierra un fenómeno determinado. En este capítulo pretendo revisar la historia de la tortura en tanto institución, marcando las distintas funciones y el lugar que se le concede dentro de la sociedad. A este examen le sucede una pequeña exploración referida la etimología de la palabra tortura. Evidentemente la tortura no es creación de la modernidad, su origen institucional remite al menos a la Grecia clásica que, según Forner, “es para nosotros la inventora de ese bello descubrimiento de castigar a los hombres para averiguar si son o no dignos de castigo” (1990:60). Desde Grecia a la actualidad, la tortura continuamente estará tensada sobre una paradójica doble función: el suplicio como castigo corporal al tiempo que se entrama en la complejidad probatoria del sistema penal. Prueba y pena de un mismo crimen. Para los Griegos, el uso de tortura era de carácter público. Usada en los procedimientos jurídicos, podía ser aplicado tanto a hombres libres como a esclavos. Pero es en estos últimos donde jugaba un papel particular. En la ley Griega, los esclavos estaban completamente privados de fe judicial, es decir, su opinión no era legítima para acusar o atestiguar en un proceso penal. Todo cambiaba en caso de que el testimonio del esclavo fuese extraído bajo tormentos corporales, “y llegaba tanto la preocupación por esta parte, que [...] se daba más crédito en Atenas a la declaración de un esclavo arrancada con ecúleo, el fuego y los azotes, que al testimonio de un hombre libre producido espontáneamente y sin extorsión” (Forner 1990:61). Asimismo, en el caso de estos últimos, su confesión también adquiría mayor peso cuando estaba mediada por el suplicio, pero éste era reservado sólo a limitadas situaciones30. El daño corporal se inscribe de forma particular, bajo el ritual judicial se inviste a la víctima de características que socialmente no se le reconocen. El esclavo, lo infrahumano, de pronto pasa a poseer una legitimidad especial, pero ésta no se asimila a lo humano (el ciudadano libre) sino que lo supera, y en cierto modo su palabra pasa a ser sagrada. La tortura como garante, la 30

La tortura aplicada a hombres libres se limitaba a los extranjeros (metecos), mas no a los ciudadanos griegos. La ciudadanía en la Grecia clásica poseía una inmunidad casi sagrada (Mellor 1960).

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tortura como potencia. Como si el cuerpo supliciado recuperase cierta nobleza y pureza natural, como si la sangre legitimara el discurso, como si el daño travistiera la apreciación social. Aun así, la aplicación de tortura a un esclavo estaba sujeta a la autorización de su dueño. Esto no se debía a razones humanitarias sino mas bien a un factor de utilidad. Un esclavo mal herido, era un esclavo inservible. Roma hereda gran parte de la tradición jurídica helénica, así mismo, los suplicios corporales. En una etapa temprana, los romanos restringen el uso de la tortura exclusivamente para los esclavos. Esta “moderación” con respecto a los Griegos, no ocurre en la potestad sobre los suplicios: el esclavo puede ser castigado por su amo en contextos extrajudiciales, sin ninguna reglamentación. El trato al esclavo es semejante al que se tiene con los animales. Correlativo a esto, el valor de la declaración de un esclavo (extraída bajo tortura) ya no es válida por si misma, ahora, debe estar acompañada por indicios congruentes. Con César, el suplicio se expande hacia el resto de la sociedad romana, es decir, hacia los hombres libres. Pero esto no significó una mayor reglamentación: “jamás se publicó una ley que determinase con individualidad en qué casos se debía echar mano del tormento, contra la persona, hasta qué grado y de qué manera“ (Forner 1990:77, destacado en el original). Aun así los esclavos nunca se equipararon, en lo que respecta a los suplicios, a la condición de los hombres libres. De este modo, el esclavo podía ser torturado en un juicio ya fuese el reo inculpado o un testigo del delito, no así el hombre libre al cual el suplicio le era aplicado sólo en condición de reo. Alec Mellor (1960) hace notar que la expansión generalizada de la tortura en la sociedad romana, se produce mediante el giro que sufre la noción de crimen majestatis31, cuando mediante la Lex Julia majestatis, se fusionan los distintos tipos de crímenes políticos en una sola magistratura: la del emperador. La tortura fue también arma eficaz para los romanos en la persecución de los primeros cristianos. Aquí el suplicio se aplicó en un triple sentido, asemejándose por primera vez a las funciones de la tortura moderna: primero que nada tenía el carácter de pena, pues existía un edicto que prohibía la profesión de cristianismo. Luego, se proponía averiguar 31

El crimen majestatis (Crimen majestatis imminutae) se refiere al crimen de Estado, al crimen político. Su objetivo es castigar cualquier acción que ataque la seguridad del Estado. La tesis de Mellor (1960) que atraviesa todo su libro “La Tortura” se centra en la relación entre el surgimiento del crimen majestatis y la tortura.

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los misterios, dogmas y doctrinas del cristianismo. Por último tenía el objeto de obligar a los cristianos a abandonar la religión y reducirlos al culto de los dioses (Forner 1990 nota º51). Por primera vez, la tortura se delinea sobre tres elementos que serán difíciles de separar: la tortura cómo castigo, cómo búsqueda de información y cómo confesión redentora, constituye la triada que marca la evolución de esta institución. A lo largo de la historia, cada una adquirirá relevancia por sobre las otras –sin que nunca se eliminen-, pero es bajo la imagen de la segunda (la búsqueda de información) que la tortura política reaparece en el siglo XX. Con el empleo de la tortura para perseguir el cristianismo, ésta sobrepasa la penalidad y entra en la pugna ideológica. Ya no es sólo materia de castigo, tampoco busca el mero esclarecimiento de la verdad, el suplicio es correctivo del cuerpo, pero sobretodo, de la mente. La disidencia heterodoxa es perseguida, castigada y corregida. Se instala en el seno de una lucha antagónica –mutuamente excluyente– con el fin de unir lo disperso, enmendar el orden social y acallar el ruido, para restablecer, de una vez, la armonía ideológica (teológica). Podemos ver que, tal como el suplicio griego, la tortura romana en la persecución del cristianismo, intenta devolver, enmendar y restituir cierta rectitud de espíritu; la tortura en cierta forma purifica, corrige y añade algo al alma. Por otra parte estamos ante una incipiente instrumentalización política de la tortura: perseguir y castigar lo distinto, lo que se separa del Uno, por miedo a la articulación de verdades y poderes autónomos que pugnen por la legitimidad de éste. La invasión germana produjo la fusión del código romano con el propio de cada pueblo septentrional. Por esto la política de los suplicios se regionalizó dentro del imperio, la mayoría lo elimino, algunos lo confinaron exclusivamente para los esclavos, y quienes lo mantuvieron para los hombres libres, lo reglaron estrictamente. En la mayor parte de Europa, y siguiendo la tradición germánica, el procedimiento criminal de los feudos era de carácter acusatorio, donde Dos adversarios se hallan frente a frente; uno de ellos perjudicado por un delito, pide reparación. El otro, autor del presumible delito, se declara inocente. Inmediatamente se reconoce en ese querellante y en esa víctima al Demandante y al Demandado. La causa se debate oral y públicamente ante un tercer personaje: el Juez. Este último, desde lo alto de su sitial, dirime las cuestiones exactamente como el árbitro de un match.

(Mellor 1960:63)

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Este sistema prescindía enormemente de la tortura judicial para determinar las responsabilidades en el crimen, pero por el contrario requería que alguien se transformara en el acusador. En el caso de la península ibérica se especificaron los delitos en los cuales los tormentos tendrían cabida, prescribiéndolos “para todo género de personas, nobles y plebeyas, en las causas de traición al rey y a la nación, de homicidio y de adulterio. En los demás delitos privilegiaron a los nobles, sujetándolos sólo al juramento, y los plebeyos no debían ser sometidos a la tortura sino cuando el valor del delito superara los quinientos sueldos” (Forner 1990:82). Por otra parte, el uso de la tortura como medida probatoria también estaba regulado. Si el supliciado resistía el tormento, con lo que probaba su inocencia, quien incriminaba al reo era sometido a torturas. Además, una acusación debía estar acompañada de una declaración escrita que se entregaba secretamente al juez, si tras los tormentos el reo negaba o se inculpaba con una versión completamente distinta a la impugnada, el querellante pasaba a estar a disposición del inculpado para ser atormentado. Si bien la tortura se desarrolla en el seno de la esfera judicial, resguardar especialmente la figura del rey (suerte de poder central) y la nación, es proteger el orden inmanente que constituye a la sociedad independiente de cualquier concepto de verdad. Es propiamente con la escuela de Bolonia que en el siglo XII el derecho romano es revitalizado e introducido en el mundo medieval. Con él, reaparecería también la tortura en el centro de los procesos judiciales. Nuevamente, y con mucha fuerza, la idea de que sólo la confesión hace legítima la condena del convicto está en boga, y para ello nada mejor que la tortura. El sistema acusatorio necesitaba de un demandante, con el renacimiento de la lógica inquisidora, no es necesario que la parte afectada reclame la culpabilidad del sospechoso, sólo basta que éste se confiese culpable ante un ministerio público o algo similar (Mellor 1960). A mediados del siglo XIII, Alfonso X dicta el derecho de las Partidas32 por el cual se estipulaba un límite a las torturas: “si el tormento repetido dos o tres veces no resultaba la confesión del reo, rectificada fuera del estado de dolor, se le diese por quito, esto es se le declarase inocente, se le absolviese y se le reintegrase su antiguo estado de libertad” (Forner 1990:84). 32

Código de las siete Partidas, comenzó a escribirse cerca de 1256 finalizándose en 1265

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Pero indudablemente la marca más significativa en la aplicación de la tortura durante la historia es la que ha dejado la Inquisición. Si bien, como ya se ha mencionado, su origen no es reglar sino secular (la escuela de Bolonia y sus derivaciones), es en la versión eclesiástica en la cual adquiere mayor fuerza. La Inquisición nace durante el siglo XIII, arrastrando los temores del papado en materia de dogma y herejía de la Iglesia católica. El primer tribunal surge en 1220 fundado por el papa Honorio III, pero rápidamente se diseminará la lógica inquisitorial por toda Europa. En España, el tribunal del Santo Oficio no se constituyó hasta finales del siglo XV. Sin embargo, en 1478 los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, fundaron la Inquisición Española, organismo autónomo a la Inquisición Pontificia. En 1252 el papa Inocencio IV promulga la bula “Ad extirpanda”, con el objeto de frenar el catarismo que se expandía especialmente en Francia. Básicamente permitía “extender a los herejes la tortura de los criminales vulgares, la bula no hacía sino trasladar una práctica corrientemente admitida para casos considerados en la oportunidad de los más graves” (Mellor 1960:93). El proceso inquisitorial buscaba determinar y enmendar la herejía. Para eso, una vez constituido el tribunal, se proclamaba un tiempo de gracia para que los herejes se entregaran voluntariamente (a cambio se les prometía un trato más mesurado). La evidencia obtenida por delación o rumores era revisada por “los calificadores, quienes instruían sumario y opinaban acerca de si la persecución era o no justificada” (Turberville 1965:54). La detención podía hacerse en cualquier momento y el inculpado era llevado a una prisión secreta de la Inquisición. No se rebelaba el delito del que se le acusaba, las pruebas en su contra, ni quiénes eran sus delatores. Se le decomisaban todos sus documentos y, si la herejía era grave, también los bienes para esperar la condena. Las condiciones de reclutamiento eran peores que las de la justicia ordinaria, “la prisión secreta a la que iba a para el sospechoso era generalmente un lugar mucho más desagradable que la casa de penitencia, en donde sería encarcelado si llegaba a ser condenado a encarcelamiento” (Turberville 1965:55). Entre el encarcelamiento y la notificación del delito del que se le acusaba, existía un largo tiempo (días, semanas, incluso meses) para que –por medio de entrevistas con el inquisidor- el mismo confesara los cargos que se le imputaban. Luego de los interrogatorios preliminares, el fiscal presentaba las pruebas formalmente, y por primera vez el acusado conocía con certeza las circunstancias y los cargos que se le

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imputaban. Aquí los testigos debían ratificar, por medio de la interrogación del Inquisidor y ante dos frailes (considerados como personas honestas), todas sus declaraciones previas. Posteriormente el acusado hacía su defensa ante tales acusaciones. Para esto se valía de un consejero que, más que entablar su defensa, intentaba persuadir al detenido a que se reconciliara con el tribunal por medio de la confesión plena. En su defensa el acusado generalmente intentaba imputar a algún enemigo la autoría de las acusaciones para así desprestigiarlo. Por último se hacía una “consulta de fe, acerca del veredicto, entre el Inquisidor, el Obispo o su ordinario, y quizás uno o dos peritos en teología o derecho. [...] La consulta podía dar lugar a una decisión inmediata del caso, o bien, si las pruebas no eran satisfactorias o se dudaba por cualquier razón, se recurría a la tortura” (Turberville 1965:57). La tortura era utilizada en diversas circunstancias: cuando sus declaraciones eran incongruentes, cuando la confesión era parcial, cuando reconocía la actitud (crimen) pero negaba su intención herética, o cuando la evidencia era incompleta. Así mismo, la lógica probatoria se basaba en una compleja aritmética de indicios33 con el fin de determinar la herejía. Para la inquisición la debilidad de las pruebas no determinaba la inocencia del hereje, por el contrario, hacía más severa la tortura. La única alternativa aparente al tormento era la confesión y con ello, la condena. Si ésta era leve, el hereje se redimía – mediante suplicios– en establecimientos de la Inquisición, si era grave la pena entraba al ceremonial público del cadalso. Pero la tortura practicada por el santo oficio, no estaba reservada exclusivamente para los herejes. La Inquisición española aplicaba los tormentos a los testigos que contestaban con evasivas o se retraían. Por otra parte, el acusado podía oficiar de testigo y ser supliciado por ello para delatar a los cómplices, pues se consideraba una confesión incompleta si es que no revelaba otros implicados. Finalmente, el proceso concluía con el pronunciamiento formal de la sentencia. Pero nunca condenaba a los herejes a la pena capital, cuando el Inquisidor terminaba su trabajo entregaba al penitente al brazo secular. El trabajo del santo oficio no era aplicar 33

Los diversos indicios pueden ser: “pruebas ciertas, directas o legítimas (los testimonios, por ejemplo) y las pruebas indirectas, conjeturales, artificiales (por argumento); o las pruebas manifiestas, las pruebas considerables, o las imperfectas o leves; o también: las pruebas “urgentes o necesarias” que no permiten dudar de la verdad del hecho; [...] los indicios próximos o las pruebas semiplenas, que se pueden considerara como verdaderas en tanto que el acusado no las destruya por una prueba contraria; [...] en fin, los indicios lejanos o “adminículos”, que no consisten sino en la opinión de esos hombres” (Foucault 2000:42). Cada indicio tiene una valoración jurídica determinada, pero a la vez las pruebas pueden ser combinadas y, por lo tanto, potenciadas de múltiples maneras: “dos pruebas semiplenas pueden hacer una prueba completa; dos adminículos [...] pueden combinarse para formar una semiprueba” (Foucault 2000:42).

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penas ejemplificadoras, sino salvar el alma de la víctima; sólo cuando la redención –que estaba mediada inevitablemente por la tortura– no tenía éxito, la Inquisición dejaba al hereje en mano del poder temporal. De este modo, la Iglesia se libraba del poder moral que significaba la condena. Pero cuando un hereje era abandonado al poder secular, su suerte estaba echada; omitir la condena de muerte significaba entorpecer la labor de la Iglesia en materia de fe. En los dominios españoles, la acusación de herejía se transforma en la respuesta a cualquier desorden cívico, así como la articulación de la máquina inquisitorial la solución a dicho problema. Esto, porque la Inquisición española ha dejado de ser una institución propiamente eclesiástica para transformarse en una institución del Estado. “En la legislación española el Gran Inquisidor era nombrado por la Corona y no dependía más que de ella” (Mellor 1960:96). La primera mención de un juicio de fe en Chile data de 1559, pero es tres años más tarde que se realiza el primer juicio por herejía: Alonso de Escobar es condenado por taparse los oídos durante la prédica del evangelio en la parte que respecta a la moral, teniéndosele por luterano. Pero la inquisición chilena no logra gran trascendencia. En general, para toda Latinoamérica, la inquisición –los “españoles de capa negra”– es constantemente acusada de abusar de las regalías de la corona y significar un gran gasto para el gobierno local por sobre el beneficio. Repetidas veces entre 1610 y 1751 se regula el fuero y las aptitudes del santo oficio, hasta que progresivamente deja de tener relevancia. En 1808 la Inquisición es oficialmente abolida. Destacan varios puntos en el proceso inquisitorial, pero por sobre todo, la ambigüedad misma que la constituye. La inquisición se presenta como un organismo autónomo al poder civil, de funcionamiento independiente pero jerárquicamente superior a las instituciones seculares. Su actuar se descuelga del poder soberano, al tiempo que es éste el que lo funda. La inquisición se entrama en los márgenes, en la delgada línea que separa el poder espiritual del secular, siempre al borde de lo visible, de lo clandestino. Por eso no extraña que intervenga de noche, que utilice cárceles propias y secretas, que vista capas negras, que juegue sobre el silencio. El tribunal se presenta como un lugar indeterminado y soberano, como una excepción que vierte su mano sobre la sociedad para rectificarla y reordenarla. Volver en conformidad con el orden, buscar la ortodoxia de la fe es la base inquisitorial. En cierta medida replica textualmente el mecanismo empleado por los romanos contra los

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primeros cristianos, desarticular (eliminar) los elementos que alteren la armonía por medio de la triple función del aparato persecutor: castigarlos por una conducta penada, pensar distinto; persuadirlos (por medio del terror) a que abandonen la herejía, reducir la oposición a su mínima expresión; y, desentrañar las lógicas de la herejía, conocer su funcionamiento y las razones de su actuar. Castigo, redención e información. Aunque los dos primeros son fundamentales para el proceso correctivo, la información como delación adquiere progresiva importancia; pero será en la época moderna donde representará un papel central. Si bien, como se planteaba más arriba, la tortura inquisitorial es heredera de la versión secular reeditada por la escuela de Bolonia, el proceso de aquella sobrepasa los límites impuestos a ésta. La Inquisición naturalizara el proceso como una instancia secreta donde la intensidad de la tortura sólo depende del Inquisidor. En cierta medida, el escamoteo del tormento de la esfera pública, sustrae también la dimensión colectiva que se juega en el mecanismo. El gesto indicativo que ofrece la tortura pierde fuerza, condensandose sólo en la pena (que en el caso de la Inquisición podía ser la ejecución). No ocurre lo mismo con el tormento secular, donde progresivamente el mecanismo se constituirá en el teatro del poder soberano. *** Entre el fin del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, la tortura es fuertemente criticada como procedimiento punitivo legítimo y comienza una completa reforma penal, que traerá (al menos a nivel discursivo) la abolición de los suplicios. El siglo XVIII es también la cúspide del suplicio como espectáculo, teatro de los poderes sociales que confluyen en el cadalso y la plaza pública, la tortura ha desbordado su función estrictamente jurídica para inmiscuirse en instancias populares, mezclándose con la fiesta y lo carnavalesco. Para el primer tercio del siglo XIX, los suplicios y las muertes eran un espectáculo difícil de manejar. En 1832 se aplicó por última vez en Inglaterra. El cuerpo de la víctima fue sacado, después de quince días, de la horca “porque el cadalso se encontraba convertido en un lugar de paseo y distracción. Se sabía que un día de horca era en Inglaterra un día feriado, y los comerciantes lo advertían en sus clientelas” (López y Otero 1989:46). El espectáculo que significaba la horca no sólo remitía a la construcción del cadalso, se construían balcones y estrados para los espectadores, y para el día del suplicio, las ciudades se llenaban de forasteros.

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Pero este desborde no implica un descontrol. Por el contrario, el uso del tormento se ha reglado como nunca antes, descendiente de las prácticas inquisitoriales, ya no deja espacio a las indeterminaciones. Tanto la elección como la aplicación de la tortura están altamente normadas: El suplicio pone en correlación un tipo de perjuicio corporal, la calidad, la intensidad, la duración de los sufrimientos con la gravedad del delito, la persona del delincuente y la categoría de las víctimas. Existe un código del dolor; la pena, cuando es supliciante, no cae al azar o de una vez sobre el cuerpo, sino que está calculada de acuerdo con reglas escrupulosas: número de latigazos, emplazamientos del hierro al rojo, duración

de la

agonía en la hoguera o en la rueda, [...] tipo de mutilación que imponer. (Foucault 2000:40)

Así mismo, no es un procedimiento aislado, de ubicación indeterminada. La tortura se haya inmersa en un complejo sistema probatorio donde la confesión que se extraiga no es ni la última ni la más determinante prueba del caso, pero sí una herramienta fundamental, necesaria para la resolución y condena. La tortura ha trascendido la esfera netamente jurídica para inmiscuirse en los ámbitos políticos que rigen la sociedad, pues para el siglo XVIII –y desde hace mucho tiempo atrás– “el delito, además de su víctima inmediata, ataca al soberano; lo ataca personalmente ya que la ley vale por la voluntada del soberano; lo ataca físicamente ya que la fuerza de la ley es la fuerza del príncipe” (Foucault 2000:53). Todo crimen, por muy minúsculo que sea, afecta al orden general de la sociedad, la pone en jaque al cuestionar el poder en su fundamento. Así, la tortura –en tanto castigo– realiza una suerte de síntesis de la armonía social, restituyendo el estado previo al daño, o mejor dicho, reforzando el orden que emana del poder soberano, instaurando uno nuevo que evidencia el esplendor del poder del príncipe. Por esto el suplicio ha de ser público, para que no sólo la víctima marcada sino toda la sociedad reconozca en el cuerpo torturado el poder soberano. El tormento se imbuye de una ritualidad particular, la que se despliega en el centro del teatro social. El cadalso

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como contexto, el cuerpo como escenario34. La ceremonia marca el delito, pero también marca el poder absoluto del príncipe, el suplicio es una victoria del soberano. Toda violación a la ley es una trasgresión al orden, a su orden, a su persona. El peor criminal es el regicida, pero cada falta, por pequeña que sea, es un pequeño regicidio, un pequeño ataque al soberano. Así mismo, toda condena es una condena del príncipe, y es él, sólo él, quien puede revocarla. En el transcurso del siglo XVIII, diversos juristas entablan una fuerte crítica al uso de la tortura en el proceso judicial y con ello una reforma de todo el sistema penal. Resuenan en la crítica al tormento como prueba legal el nombre de distintos juristas, entre otros: Rush, Forner, Sevan, Duport Howard, Beccaria. Este último plantea la gran injusticia que se comete al inculpar a un inocente, ya que “un hombre juzgado infame por las leyes, debe, para liberarse de esta infamia, confirmar la verdad de su deposición con la dislocación de sus huesos” (Beccaria 1993:81). Además, el tormento representa una desventaja intrínseca para el inocente frente al reo, ya que debe someterse al tormento en la fase indagatoria de la investigación (independiente de la sentencia)35. Para Forner (1990), en cambio, la tortura no era válida porque las confesiones por ella conseguidas sólo eran referentes al tormento mismo y no a los actos que conducían al ilícito. La corriente abolicionista se planteará en oposición radical al pasado, postulando su pensamiento como algo totalmente innovador, una suerte de conciencia moderna ante las atrocidades de la antigüedad. Mucho de estos juristas evitan expresamente hacer referencia a opositores que, ya en la Roma clásica, despertaba la tortura. Replican sus 34

Para Foucault (2000), la ejecución –por medio del espectáculo- evidencia la verdad de la sentencia, en diversos aspectos: a)En primer lugar el culpable hace de pregonero de su mismo crimen, lo proclama públicamente, atestiguando su falta: se pasea por las calles, lleva consigo un cartel que recuerda la sentencia, debe detenerse en los cruces, leer repetidamente su condena, se retracta públicamente a la puerta de la iglesia, en fin, lleva inscrito en sí mismo el dictamen del poder. b)Rearticular la Escena de la confesión. A esta se le agrega la retractación del delito y un reconocimiento del mismo, espontáneo y público. El suplicio pasa a ser una instancia de verdad, en que el condenado puede agregar nuevas revelaciones o ser torturado nuevamente por el tribunal con el fin de conseguir nombres de otros culpables. c)El espectáculo permitía relacionar unívocamente la sentencia con el crimen, estableciendo un vínculo verdadero y descifrable por todos. Así el cadalso se disponía, por ejemplo, en el lugar del crimen cometido. d)Por último, el control temporal del espectáculo. La lentitud del tormento, la agonía del cuerpo, el suplicio como anticipación de las penas del infierno. 35 “Una consecuencia extraña, que necesariamente se deriva del uso de la tortura, es que el inocente se hace de peor condición que el reo; puesto que aplicados ambos al tormento, el primero tiene todas las combinaciones contrarias; porque, o confiesa el delito, y es condenado, o lo niega, y declarado inocente ha sufrido una pena que no debía; pero el reo tiene un caso favorable para sí, este es, cuando resistiendo la tortura con firmeza, debe ser absuelto como inocente; pues así a cambiado una pena mayor por una menor” (Beccaria 1993:91-92)

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ideas pero no la fuente. Alec Mellor plantea que Ulpiano (siglo II d.c.) ya advertía “que las declaraciones arrancadas mediante la tortura son poco seguras así como peligrosas y que traicionan a la verdad, pues algunos hombres están endurecidos al castigo y desprecian el dolor hasta el punto de no poder sacarse nada de ellos, en tanto otros profieren cualquier mentira antes que soportar el dolor” (1960:36) . Los pensamientos humanistas de la modernidad pronto encuentran intolerable la tortura, la idea de buscar un castigo sin suplicio se hace imperiosa36. El nacimiento de la guillotina en Francia, en reemplazo de la hoguera, es el intento de sustraer el dolor de la pena capital. Este viraje en la valoración del tormento, se da en el contexto de un cambio social, económico y político que replantea todas las relaciones del poder. La principal crítica se orienta al exceso del poder, tanto la brutalidad de los castigos como el vicio en la administración de la justicia. El absolutismo del rey se ha delegado, fragmentado y distribuido por un sinnúmero de instancias locales: la iglesia y sus órdenes, los señores locales, la policía, los funcionarios de justicia; todos reclaman cuotas de poder, todos en nombre del príncipe, la justicia se desnaturaliza, se genera un sobreponer en torno al castigo, una sobreabundancia de ilegalísimos (Foucault 2000). Paulatinamente los delitos tienden a orientarse más hacia la propiedad que a la persona, el robo se transforma en la primera de las infracciones, el regicida se transforma en un antisocial, cada delito es contra el cuerpo social entero; así mismo, el tormento aparece cada vez más desproporcionado, la reforma penal intenta acomodar las penas a la clase del delito. El castigo como medición de fuerza del soberano se transforma en un intento por salvar las almas de los criminales. El ejemplo se desplaza, el suplicio como réplica del delito se trasviste en la pena como redención del crimen. La reforma intenta “dotar el poder de castigar de un instrumento económico, eficaz, generalizable a través de todo el cuerpo social, susceptible a cifrar todos los comportamientos, y por consiguiente, de reducir todo el campo difuso de legalismos” (Foucault 2000:98). Una nueva lógica que reviste al sistema penal, para los reformadores el castigo se debe inscribir sobre ciertos lineamientos generales37, poseer un espíritu, enmendar al cuerpo social. 36

En Chile “la práctica de la tortura ha estado expresamente prohibida desde 1876, año de entrada en vigencia del Código Penal, en cuyo articulo 150 se sancionaba a los que decretaren o prolongaren indebidamente la incomunicación del procesado, le aplicaren tormentos o usaren con él de un rigor innecesario`” (Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura 2004:229) 37 a)la cantidad mínima: si el crimen procura ventajas para quien lo realiza, la pena debe presentar una desventaja mayor; b)la idealidad suficiente:”el castigo no tiene que emplear el cuerpo, sino la representación”, transmitir la idea de que es peor la pena que el crimen; c)la certidumbre absoluta: establecer como necesaria,

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Pero la reforma no logra cristalizarse como los juristas del siglo XVIII pretendían, sus propuestas terminan archivándose en la filosofía del derecho antes que en el sistema penal. La economía del castigo termina por devorar las sutilezas con que se proyectaba la justicia, decantando finalmente en un sistema correctivo completamente homogéneo. Todo se reducirá a una sola institución, a un gran edificio correctivo, un lugar que definirá la política del castigo hasta la actualidad: la prisión moderna. El nacimiento de la prisión significa el ocultamiento del castigo, con ello el silenciamiento de la tortura de la escena pública. En 1886, sólo cuarenta años después del último suplicio-espectáculo en Inglaterra (que terminó en la horca), W. Robertson Smith le escribía a los editores de la Enciclopedia Británica para que el ensayo sobre el totemismo se incluyera en la edición, reemplazando algo de menor importancia: “el ensayo sobre la tortura, aunque es bueno, no es para nada necesario, pues la gente se puede informar sobre la tortura en otras partes, y el interés sobre el tema no sólo no aumenta, sino que está en decadencia” (en Taussig 1995:151). La tortura era reiteradamente negada en la escena pública como un hecho relevante, la introducción del sistema punitivo dentro de los límites carcelarios implicaba, al menos teóricamente, la eliminación de los suplicios, ya sea en tanto pruebas o como castigos. *** El pensamiento abolicionista cuajará varios decenios en las lógicas punitivas. La tortura aparentemente desaparece, o a menos su intensidad baja y su práctica es celosamente ocultada. Recluida la pena en la prisión, la tortura reaparecerá desde sus administradores, la policía y gendarmería. Ya a mediados del siglo XIX se alzan algunas voces que atacan las estrategias policiales La Tortura está abolida: ¡así lo proclama nuestra legislación! No obstante, la necesidad de obtener confesiones en determinadas causas ha hecho imaginar un nuevo género de tortura, difícil de resistir por mucho tiempo, aun para el más firme valor. [...]Quiero hablar del secreto, y no temo tomar sobre mí toda la responsabilidad de los hechos que voy a referir. [...] El hombre sometido a ese género de tortura, es, ordinariamente, arrojado en un calabozo estrecho, casi siempre húmedo [... que] no recibe mas que un débil rayo de luz unívoca e indisociable la relación entre la pena y el crimen; d)la verdad común: homogeneizar los criterios de verdad que intervienen en la sentencia judicial; e)la especificación óptima: clasificar y calificar hasta el más mínimo crimen, particularizarlos para no dejar intersticios. (Foucault 2000)

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por una tapa de madera adaptada a una ventana enrejada. [...]Una letrina, colocada cerca de él, para que se descargue de sus necesidades de la naturaleza, contribuye, con el olor infecto que exhala, a tornar el lugar insoportable. [...] Un poco de pan y agua es toda la alimentación

de

ese

desgraciado;

y,

en

algunas

ocasiones,

hasta

se

olvida

intencionalmente dárselo, a fin de disminuir sus fuerzas. (Bérenger en Mellor 1960:181-182)

La descripción de Bérenger continua, sí el detenido no se doblega comienza una fase de vigilia inducida mediante un potente foco hasta que “ya no es un hombre lo que queda, es un espectro, un cadáver que ha perdido a menudo hasta la sensación de dolor” (Ibíd.). Pero más allá del contenido especifico del tormento, es interesante la noción de secreto con que el autor califica y destaca la tortura post abolición. Lo que la moral moderna desaprueba solo puede funcionar oculta a la sociedad. Paralelo al progresivo perfeccionamiento del tormento policial, a principio del siglo XX la macro política contribuye a redefinir la tortura. Alec Mellor (1960) propone dos condiciones, ligadas a la administración del Estado y su política exterior, que explican la reaparición de la tortura. Por un lado el surgimiento de los Estados totalitarios, por le otro y marcado por la guerra moderna, el perfeccionamiento de los servicios especiales de inteligencia. Para la RAE el totalitarismo define al régimen que ha “concentrando la totalidad de los poderes estatales en manos de un grupo o partido que no permite la actuación de otros partidos” (Real Academia Española 2001). Es decir, un Estado donde toda política es una política de Estado, no dejando paso a la disidencia ni a la oposición, o, lo que en palabras de Schmitt (1984) sería una unidad política del Estado impuesta por la fuerza. En un Estado así, la única libertad posible es la que éste determine, del mismo modo que el delito queda sometido a la voluntad del soberano. El derecho penal, cuyo objeto es prever los actos delictuosos para castigarlos, no puede pues en un regimen totalitario sino tratar de absorber todas las infracciones en un delito único –El crimen de estado- [...] Así, la resurrección del crimen majestatis se explica sin ninguna dificultad. [... Esto, porque en el régimen totalitario] la menor fisura en el edificio puede conducír a la ruina; un complot afortunado es la unica esperanza y sosten de decenas de millones de hombres. Y, desde luego, por una lógica impecable, semejante

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régimen debe recurrir a la tortura, ya que ella le es tan necesaria como el aire a un aparato respiratorio. (Mellor 1960:190-192)

No es que el totalitarismo reinvente la tortura, sino que la considera legitima para mantenerse en el poder. En un régimen totalitario la violencia del Estado no fija límites. El desarrollo de los servicios especiales está íntimamente ligado a las guerras del siglo pasado. Bajo la premisa de que el factor determinante de la victoria en una guerra es el conocimiento del enemigo, a comienzos del siglo XX diversos Estados europeos desarrollaron complejos servicios de inteligencia y espionaje. En su forma más básica, estas particiones administran el interrogatorio a los prisioneros de guerra, donde la rapidez con la que se consiga información geopolítica es determinante para ganar o perder una batalla. Surge nuevamente un sistema inquisitivo, cuyo principal objetivo no es el castigo de la disidencia ni la búsqueda de una confesión redentora, sino la obtención rápida y certera de información estratégica. Si bien ningún manual de interrogatorios incentiva expresamente a la tortura, por el contrario, adhieren a diversas convenciones que prohíben la coerción física y mental (ej. Convención de Ginebra relativa al trato de prisioneros de guerra, del 12 de agosto de 1949), es sabido que en la practica esto no ser respetan y tras cada conflicto bélico surgen voces de denuncia. Un caso reciente es la invasión militar a Iraq por parte de EEUU. El espionaje moderno (y su cara opuesta, el contraespionaje) surge a finales de siglo XIX ligado a la noción de Defensa Nacional (Mellor 1960). Antes de esa fecha, el espionaje estaba restringido exclusivamente a los tiempos de guerra, pero posteriormente se constituirá de forma permanente. Es así como se hace imprescindible la creación, mantención y perfeccionamiento de los servicios de información, que funcionan indistintamente tanto durante la guerra como la paz. Nuevamente, existen convenciones que norman el trato a espías, fijando la obligatoriedad de ser juzgado en un tribunal marcial, pero es evidente que estas no siempre son respetadas. Por ultimo, como un tercer factor que impulsó el desarrollo de servicios secretos, se encuentra la lucha contra el terrorismo (Mellor 1960). Los distintos Estados nacionales –y numerosas convenciones internacionales- encuentran en el terrorismo la justificación más legítima para la creación de oficinas secretas de información. Debido a las características

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difusas y trasnacionales con que opera, constituye el peligro más temido para los Estados pues cuestiona el alcance de la protección que pueden brindar a los ciudadanos. Por este mismo motivo, en la lucha contra el terrorismo los Estados y sus servicios de información no escatiman en los medios que emplean, justificando indirectamente el uso de la tortura para obtener información. *** Recapitulando, la tortura en tanto institución, responde a lo que tradicionalmente se entiende como question del tormento, es decir, como un dispositivo probatorio que se inserta en el interrogatorio judicial. Se instala como mediación, entre el crimen y el castigo, entre la sentencia y los hechos, entre lo correcto y el error, pero por sobre todo es mediadora de la verdad, y en cierta medida define la verdad. En la jurisprudencia griega la encontramos en su forma más “honesta”: el cuerpo supliciado, independiente de su origen, se transformaba en el portador de una verdad, su discurso era legítimo en cuanto se extraía por medio de la tortura; la inscripción en el cuerpo establece un vínculo de credibilidad entre el culpable/testigo y el interrogador: la voz del esclavo –a la que no se le presta la menor atención– cobra, mediante tormento, repentina importancia y legitimidad, se hace portadora de un saber especial que permite al inquisidor aprehender la verdad. Este vínculo, entre la violencia sobre el cuerpo y la generación de una verdad casi absoluta, se mantendrá a lo largo de toda la historia del tormento; la posibilidad de verdad, será el centro del debate en torno al uso de la tortura, especialmente en los abolicionistas del siglo XVIII pero también para las críticas contemporáneas a la tortura política. Pero junto con la imposición de la verdad, a lo largo de la historia, el tormento tendrá como fin tanto el castigo como la búsqueda de información. Es posible identificar al menos tres movimientos que realiza este dispositivo en su evolución histórica: el primero –y relacionado con lo anterior- es el cambio que sufre la tortura desde la búsqueda de un culpable hasta la búsqueda de la información. El segundo se refiere al desplazamiento de la función jurídica del tormento hacia una función política. Y por último el paso de la tortura de ser un acto público a uno privado. Como se señalaba más arriba, el suplicio en tanto constituyente de un proceso de carácter inquisitorio buscaba encontrar la confesión de culpables antes que determinar las circunstancias en las que ocurría un crimen. De este modo, la disputa en el tormento entre

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el verdugo y su víctima, era una disputa por imponerle a esta última la verdad judicial construida en torno al crimen. La confesión puesta en la boca del inculpado comprobaba tanto el crimen como la imputación, legitimaba el trabajo del verdugo, al tiempo que redimía al inculpado. Progresivamente el interés por imponer una verdad al supliciado quedara en un segundo plano. Vinculado a la sustracción del espectáculo, ya no es fundamental demostrar que el culpable ha confesado espontáneamente. Cuando el tormento sobrepasa la esfera judicial y se acopla a las persecuciones religiosas y políticas, la información que el cuerpo supliciado puede entregar adquiere relevancia. La tortura como incitación coercitiva a la delación adquiere paulatina importancia, hasta convertirse en el elemento central de su uso por los servicios secretos de seguridad. El desplazamiento de la función jurídica del tormento hacia una función política se hace particularmente notorio durante el siglo XVIII, cuando en el seno de todo suplicio está la figura del rey: todo crimen implica un pequeño regicidio, es decir una afrenta directa al poder político central; a su vez toda tortura es fruto de la expresión soberana del regente, quien públicamente socializa su poder. Pero el giro no es inmediato, hunde sus raíces en los orígenes más remotos del tormento, cuando éste es utilizado en función de proteger el poder central, de perseguir y rectificar la disidencia, de ordenar la sociedad bajo un dogma. Es el caso de la tortura aplicada en persecuciones de fe: primero, por los romanos contra los cristianos; luego, por la Inquisición contra los herejes del cristianismo. En ambos no se cuestiona la verdad de los hechos (una verdad jurídica) sino la legitimidad del poder, donde en ambos casos el crimen consiste cuestionar el dogma imperante. Pero es en el siglo XX que el uso político del tormento adquiere su dimensión más compleja al instaurarse los regimenes totalitarios. En estos Estados cualquier cuestionamiento al poder amenaza al orden completo, por lo que hasta la menor disidencia debe ser sofocada. La tortura se transforma en un arma efectiva, al servicio de los intereses del Estado. Finalmente me interesa destacar el movimiento que sufre el locus donde se ejecuta la tortura: el paso del cadalso a la celda carcelaria, de lo público a lo privado, del espectáculo al secreto. Este desplazamiento se consolida con la creación de la prisión y la abolición del tormento público, pero ya está presente en los mecanismos inquisitoriales. Como vimos, la Inquisición fundaba gran parte de su poder en la autonomía y oscurantismo de los que se inviste: el tormento aplicado en lugares indeterminados, alejados de la luz pública y por lo tanto fuera de toda fiscalización, distanciaban al

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individuo anodino de la experiencia de búsqueda de verdad, transformándola en producción de verdad. Posteriormente, con la creación de los centros de reclusión, el tormento quedara completamente escindido de espectáculo, naturalizándose como espacio propio del poder soberano y autónomo de la comunidad. Desde ahora en adelante la tortura solo podrá ser concebida socialmente como una representación. Si el espectáculo era un diálogo para determinar la verdad o un teatro para representar el poder del rey, la tortura tras las cuatro paredes es la confirmación que el poder soberano no puede ser cuestionado. Así, es posible establecer cierto correlato entre la politización de la tortura y su sustracción de la escena pública. Si bien no ocurren como dos procesos simultáneos, la consolidación de uno va a la par del otro; en diversos aspectos, la eficacia de la tortura política radica en su sustracción de lo público a lo secreto. *** El relato histórico no es la única manera por la cual una institución registra socialmente sus disposiciones. El uso y la etimología de las palabras, su inscripción en el diccionario como garante de una explicación/interpretación oficial, permiten revisar al alero de la historia las diversas valoraciones que se le atribuyen a un fenómeno. Al parecer, la palabra tortura sería la traducción literal del vocablo latín tortùra, aceptada en español mucho antes de su cristalización en la primera edición del Diccionario de la lengua española en 173938. En esta edición la palabra tiene dos acepciones: la primera remite a una institución precisa, la question de tormento, es decir, a su uso en interrogatorios y medios probatorios, ampliamente difundidos en Europa por la Inquisición. Pero la segunda, remite a términos disímiles: oblicuidad, o cortadura. ¿Qué es lo oblicuo?, ¿Quién se corta? ¿Lo que tortura o lo torturado? Ambos interrumpen un proceso natural, la oblicuidad desvía, el corte segrega y divide un continuo. En el cuerpo, el corte o la oblicuidad trabajan en la ortopedia, guían las formas, las moldean; pero también evidencian un trabajo cutáneo, externo, en el borde corporal, en cierto margen. Como explica Foucault (2000), el siglo dieciocho en Europa está marcado por dos procesos paralelos y complementarios enmarcados en la reforma penal: abolicionismo del tormento y la implantación de un sistema carcelario correctivo; cortadura y oblicuidad responden en cierta medida a los dos modos de ortopedia social. 38

La primera edición se inicia en 1713, bajo el nombre de Diccionario de autoridades, y es publicado en seis volúmenes entre 1726 y 1739.

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Casi sesenta y cinco años más tarde (1803), en su tercera edición, el diccionario incluye una tercera acepción referida explícitamente al ser, a saber, pena, dolor, aflicción o angustia que se padece en el cuerpo o en el ánimo. Se incluye en la definición el “ánimo”, es decir el espíritu y también sentimientos, lo que equivale a un reconocimiento de cierta psicología en la tortura, y con ello la posibilidad de extender la ortopedia no sólo al cuerpo sino también a la mente. Esta inclusión se produce al comenzar el siglo que dará luz a Ivan Plavlov, el padre del conductismo. La ortopedia social ya no se limita solamente a una modelación física mediante la inscripción de cortes y torceduras, ahora también el alma se ve involucrada con la incorporación del sufrimiento del ánimo. Al iniciarse el siglo XX (1914), la definición experimenta una locuaz modificación, la acepción de tortura como oblicuidad, o cortadura, es remplazada por la de calidad de tuerto (en 1926 se agregará “o torcido”). La ortopedia adquiere un locus preciso: la vista, por lo que simultáneamente es ortopedia y ocultamiento. Al tuerto se le ha castrado parte de la realidad, no puede ver más que medias luces, lo que la modelación le permite, siempre habrá un retazo de la realidad que le es negado, al cual no tiene acceso. La eliminación parcial de la visión trabaja como una suerte de acallamiento, no se habla con seguridad de lo que no se puede ver. Este cambio léxico coincide con la primera guerra mundial; cuando ya se le creía abolida en todas las instancias, la tortura resurge públicamente en la sociedad contemporánea en el contexto del conflicto bélico. Pero ésta aparece bajo la lógica del tuerto, y el tormento se sitúa en el campo (físico y visual) de ojo extraído. La eliminación de un ojo en animales con vista estereoscópica (como el humano), es pasar de la tridimensionalidad a la bidimensionalidad, perder una perspectiva, perder la perspectiva del fenómeno. El daño modifica la percepción de la realidad que tiene la víctima, o desde otro lado, genera una nueva realidad indisociable de la tortura, una nueva manera de percibir, de presenciar. Si la tortura “enmienda”, la gramática hace lo propio; para la edición de 1970, la metáfora del tuerto es transpuesta, y se retorna –con más precisión– a la figura original de la torcedura: tortura como desviación de lo recto, curvatura, oblicuidad, inclinación39. El 39

Surge el cuestionamiento si una “desviación de lo recto” puede ser considerada como un acto ortopédico (orto: recto o correcto; pedía: educación), creo que la respuesta es afirmativa en tanto la intencionalidad con que opera la desviación apunta a torcer un proceso natural (una suerte de rectitud inicial); en este sentido la tortura no es una corrupción espontánea de un desarrollo correcto, sino una desviación intencionada sobre un cuerpo, como muestra del poder soberano que se le aplica.

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refinamiento del lenguaje elimina las huellas: ya no hay más heridas a tajo abierto, la brutalidad de la ortopedia ya no cicatriza, el espectáculo de la sangre que brota de la cortadura se sustrae. El trabajo sobre el cuerpo ya no es externo, no hay más cortaduras, no hay más tuerto, la modelación será interna, las huellas cutáneas son ocultadas. Pero esto no impide que deje rastros y marcas, la tortura es siempre un trabajo de imposición de nuevas formas. La definición de tortura trabaja constantemente sobre la idea de una ortopedia del sujeto y la sociedad, la tortura como una instancia violentamente correctiva, donde un poder la utiliza como medio para moldear a su antojo. Esta ortopedia no se limita a una cirugía física del cuerpo sufriente, también trabaja sobre el ánimo (es decir, el alma, espíritu o intelecto) para asegurar la completa adaptación a las verdades del poder. Pero esta corrección actúa de una forma particular: a diferencia de la educación que adiciona conocimientos sobre el individuo, la tortura moldea por medio de la sustracción corporal y mental; esta operación se encarna en la metáfora del tuerto, donde el trabajo quirúrgico se ejecuta sobre los órganos que permiten asimilar la experiencia, la privación de la vista es complaciente a la acción invisible que el corset de la tortura realiza sobre el cuerpo. La historia de la palabra mantiene un cierto paralelismo con la historia de la institución. Si bien no son del todo contemporáneos, en ambas se produce una continua invisibilización del dispositivo. En las primeras definiciones de la tortura (1780), la corrección del cuerpo está marcada por la cortadura, es decir, por una escisión física, una inscripción sangrante, que evoca la necesidad de mostrar espectacularmente como se despliega la pedagogía social. Cómo se planteó anteriormente, en el siglo XVIII confluyen corrientes abolicionistas con la expresión más brutal del suplicio/espectáculo, de este modo es perfectamente coherente la idea de una reunión carnavalesca de corrección social, donde la ortopedia esté marcada por la sangre. Pero con las nuevas ediciones, el significado de la palabra sufre un desplazamiento formal, privilegiando la corrección silenciosa, subcutánea y limpia. El espectáculo es progresivamente sustraído de la escena pública, luego es reforzado con la sustracción de la vista, para que finalmente elimine cualquier huella de violencia física que controla el cuerpo. La metáfora del tuerto es propia de las guerras mundiales, cuando la brutalidad bélica amputó a miles de personas de algún miembro.

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CAPÍTULO IV: APROXIMACIÓN A LA TORTURA POLÍTICA EN CHILE Hasta el momento hemos abordado del fenómeno de forma tangencial, tratando de problematizar la tortura desde elaboraciones generales externas al fenómeno chileno. Este capítulo intenta acercarse a la tortura política en dos ejes superpuestos: uno teórico y otro histórico. La “superposición” es producto de intenciones y soluciones prácticas: por un lado, al incluir la reflexión nacional es imposible obviar el referente desde el cual se elaboran, por otra, al incluir la perspectiva histórica, las elaboraciones teóricas adquieren mayor fuerza y sentido. Este capítulo está dividido en cinco apartados: comienza con una aproximación general a la tortura, donde se intenta, a partir de la definición de Naciones Unidas, profundizar en el caso chileno. El segundo acápite está destinado al contexto general en el que se produce la tortura política en Chile, por contexto he querido abarcar la mayor cantidad de instancias del péndulo que une la micro-física con lo macro-social; seguido de esto se hace un intento de recomponer la ubicación de la tortura en el relato elaborado por la dictadura. Luego, dos apartados destinados al estudio de las figuras del torturador y del torturado, entendidos como personajes arquetípicos que constituyen el vínculo presencial de la tortura. Finalmente se hace una aproximación a la problematización colectiva de la tortura a partir de la noción del límite social. a) Sobre la tortura La palabra es en sí compleja y difusa, tiende a escabullirse tanto a nivel conceptual como práctico, su existencia se percibe y se niega, se sabe y se oculta. Está ahí, siempre lo ha estado –y continúa- pero ¿Qué es? Al esbozar una aproximación a la tortura, pretendemos evitar desbordarnos en la fuga de límites que el mismo concepto constantemente introduce. Quizás un buen comienzo para determinar lo que es la tortura política, con el propósito de extraer ciertas consecuencias, sea revisar la definición que propone las Naciones Unidas, en tanto autoridad de derecho internacional. El artículo primero de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes plantea

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Se entenderá por el término "tortura" todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas. (ONU 1987)

Formalmente nos encontramos ante dos términos (o funciones) que se enfrentan en posiciones radicalmente asimétricas, donde la relación que entablan está mediada por el daño (“dolores o sufrimientos graves”)40. En esta relación desigual, quien causa daño (torturador) lo emplea de forma teleológica, es decir, espera conseguir de la víctima (torturado), o causar en ella, un efecto específico. En los primeros años de dictadura, cuando operó la DINA, los principales objetivos que persiguió la tortura fueron tres (Rojas 1988): a)extraer información de forma inmediata para detener a más personas, y así desarticular partidos políticos (de izquierda) que ejecutaban supuestas acciones subversivas (“obtener información o una confesión”41); b)quebrar la resistencia del prisionero/detenido, con el fin de anular su condición de cuadro político para inutilizarlo en el posterior desarrollo de tareas políticas y de oposición al régimen (“intimidar o 40

Para este trabajo, he delimitado operacionalmente la tortura a la relación que se produce entre dos figuras arquetípicas, asimilable a la noción de question del tormento revisada en capítulos anteriores. Aun así, se hace necesario notar que la tortura política puede ser vista y vivida como un proceso mucho más largo y complejo que inicia su trama en la detención, o incluso antes. La violencia del arresto y la brutalidad con que actúan los funcionarios, puede ser leída como el inicio de un proceso que deviene en interrogatorios, luego en tortura. En este sentido, las sesiones de tortura (como mecanismos estandarizados y controlados, practicadas en lugares específicos y delimitados –como por ejemplo la imagen de “la parrilla”) se ubican en puntos álgidos de continuo que incluye el encerramiento, el hacinamiento, el oír repetida y continuamente “otras sesiones”, los disparos, los gritos y diversos ruidos estridentes que saturan el ambiente de todo el proceso de detención. Bajo esta óptica, la detención es la tortura misma. 41 La obtención de información mediante coerción física y psicológica es uno de los puntos más cuestionados que rondan la reflexión filosófica en torno a la tortura, tanto así que fue uno de los argumentos más sólidamente esgrimidos para su derogación (Beccaria 1993); desde los movimientos abolicionistas sabemos que la obtención de verdades a partir de la tortura está sujeta a un perverso juego: el verdugo intentará imponer la respuesta correcta en la boca de la víctima y así generar una doble redención: la del torturado que “sale” de su error para entrar a la verdad del orden oficial, en tanto el victimario ennoblece su labor destructiva y la sitúa en el plano de la remodelación: de la conciencia, del actuar, del orden. Una reflexión contemporánea elaborada en Chile es la de Edison Otero y Ricardo López en su libro “Pedagogía del Terror: un ensayo sobre la tortura”, donde, como su nombre lo indica, se resalta el tormento como instancia fundadora de verdad: “la tortura educa: remplaza la crítica por consentimiento. Modela de una cierta manera que interesa al poder” (1989:77). De este modo, cabe preguntarse si es la tortura el método más eficaz en la obtención de información fidedigna.

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coaccionar”); y c)castigar por la simple filiación ideológica o partidaria del detenido (“basada en cualquier tipo de discriminación”). Personalmente creo que se persigue un cuarto objetivo que la autora omite: la tortura, como parte de todo el sistema represivo, busca eliminar la oposición en cuanto masa (“pueblo”) crítica del régimen, por medio de instaurar un estado generalizado de terror, terrorismo de estado, terror a ser torturado. De este modo, no sólo se acalla al cuadro político, sino también al opositor sin filiación. Es así como la tortura adquiere una dualidad intrínseca, constantemente se revela como medio y fin de un mismo propósito: la represión política y social. Para esto, los organismos de “seguridad” del régimen emplean múltiples métodos de tortura, tanto físicos como psicológicos. Entre los métodos nominados por las primeras reseñas hechas por el COPACHI42 y por la comisión Interamericana de Derechos Humanos se encuentran (Rojas 1988): Torturas Físicas: Aplicación de electricidad en diversas partes de cuerpo (preferentemente en encías, genitales y ano pues no quedan marcas, también sobre heridas y el resto del cuerpo); golpes; apedreamientos; apaleos; golpes con laque y con objetos contundentes; ojos tapados o encapuchamiento; quemaduras con ácidos y cigarros; inmersión en petróleo o agua; flagelación indeterminada; calabozos insalubres o con insectos; obligación a desarrollar actividades sexuales (violación); revolcones en piedras; ingestión de excrementos e inmundicias; arrojamiento de excremento e inmundicias sobre el detenido; potro; colgamientos (por el cuello, manos, pies u otra extremidad); falta de agua por una semana; fractura deliberada de extremidades; tajeamiento de miembros; lanzamiento al vacío con los ojos vendados; yagatán en las uñas; extracción de uñas; desnudamiento al sol; extirpación de testículos*; hundimiento de cráneo (con pérdida de masa encefálica)*; baños de agua fría; disparos de fusil junto al oído; asfixia; pau de arara (colgamiento de manos y pies); permanencia de pie por tiempo indeterminado; permanencia en silla, amarrado o engrillado, por tiempo indeterminado; arrastramiento por el suelo atado; heridas de bala; pinchamiento de alfileres u objetos punzantes; aplicación de pentotal o drogas tendentes a causar pérdida de voluntad. Torturas psicológicas: amedrentamiento con alusión a familiares; simulacro de fusilamiento; simulacro de atropello (con auto); simulacro de violación a mujeres; 42 *

Comité de Cooperación para la Paz en Chile produce muerte

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obligación de presenciar torturas; obligación a presenciar violaciones sexuales; fotografías en posiciones obscenas; interrupción del sueño; música estridente y continua; amenazas a las personas (asesinato, nuevas torturas o continuación de éstas); amenazas en contra de la familia (detención, tortura y violación de esposas e hijas); presión para colaborar e inculpar

a

otro;

filmación

de

detenidos

haciéndoles

leer

declaraciones

de

autoinculpamiento; firma forzada de declaraciones autoinculpatorias; incomunicación en recintos secretos. No pretendo hacer un catastro completo de los métodos de torturas empleados43, sino sólo dar una visión general sobre el amplio espectro que significó la tortura política del régimen militar. Aún así, es necesario indicar que a pesar de la distinción formal que se pueda hacer entre métodos físicos y psicológicos, es fundamental tener en cuenta que “toda forma de tortura cualquiera sea la técnica utilizada, es un sufrimiento psíquico” (Rojas 1989), es decir, el quiebre (psíquico) de la persona –en tanto eliminación del ciudadano activo– se presenta como uno de los objetivos principales que la acción persigue. Esto implica, desde el punto de vista clínico, que la tortura siempre genera un daño o secuela mental que, en mayor o menor grado, se torna irreparable, y por lo tanto resulta imposible de articular sobre ella una completa lógica del olvido. Por otra parte, existe en la definición de la O.N.U. un detalle que no deja de ser fundamental para el problema que nos interesa. La tortura es vista como la práctica de un “funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia”, es decir, como una función del aparato del Estado, reconociendo su existencia institucional y no como mero abuso de violencia y

43

La Vicaría de la Solidaridad estipuló en “La represión en Chile: 1973-1990”, documento de trabajo inédito, una tipología de quince categorías de torturas aplicadas durante la dictadura militar [torturas sexuales; torturas de privación; inmovilizaciones; aplicación de descargas eléctricas; golpes; cortes, pinchazos extirpaciones y heridas; ingestiones; colgamientos, lanzamientos, estiramientos; aplicación de drogas o medicamentos no terapéuticos; quemaduras; torturas de inmersión; ruidos enervantes o terroríficos; torturas de tipo psicológico; obligación de firmar declaraciones; insultos o malos tratos] subdivididas en más de noventa ítems (Vicaría de la Solidaridad 1990). Recientemente la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (2004) ha elaborado una nueva topología compuesta de dieciocho métodos: golpizas reiteradas; lesiones corporales deliberadas; colgamientos; posiciones forzadas; aplicación de electricidad; amenazas; simulacro de fusilamiento; humillaciones y vejámenes; desnudamientos; agresiones y violencia sexuales; presencia de torturas de otros; ruleta rusa; presencia de fusilamiento de otros detenidos; confinamiento en condiciones infrahumanas; privaciones deliberadas de medios de vida; privación o interrupción del sueño; asfixias; y, exposición a temperaturas extremas. Es evidente que estas tipologías no intentan reducir la complejidad de la tortura a simples etiquetas aglutinantes, sino que expresan el esfuerzo por racionalizar la experiencia para que esta sea comunicada.

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poder de sujetos particularizables44. Estamos hablando de que la tortura, así como otras formas represivas, se plantearían como estrategias estatales, intencionadas y dirigidas (“todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona”), que emplean a funcionarios en un tiempo específico; la tortura se transforma en trabajo, con sueldo y horarios que cumplir, existiendo un lugar y un modelo que transforman la mera violencia en tortura, pasando de la simple relación a un aparato institucional complejo. Refiriéndose al mismo tema, Sartre nos habla de la dudosa condición de la tortura política: “Excluida –a veces muy débilmente–, pero aplicada sistemáticamente por detrás de la fachada democrática, la tortura puede definirse como una institución semi clandestina”. Por lo mismo, no es de extrañar que su accionar esté “indisolublemente ligada a [combatir] la clandestinidad de la resistencia o de la oposición” (Sartre 1958:29-30). Si seguimos al autor, deberíamos plantear que el funcionamiento de esta institución estatal adquiere una extraña suerte de “legitimación” al excluir de la legalidad grupos u organizaciones opositoras, como antesala de su accionar. Públicamente la disidencia es negada en su existencia y deslegitimada en su operar, perdiendo la posibilidad de establecer un alegato “válido”; de este modo, su represión y desarticulación no requiere un funcionamiento al alero de la legalidad, ni tampoco una amplia justificación, dando espacio al uso de dispositivos (rapto, tortura, desaparición) alejados del derecho. Nos enfrentamos a una idea basal para comprender la tortura en el marco de la represión política institucionalizada durante la dictadura, me refiero a la noción de que ésta se practica por medio de su exclusión de la escena pública, y por lo tanto de una verdad oficial: negación, camuflaje, ocultamiento que incide directamente en la comprensión y aprensión que se tiene de fenómeno. La tortura como práctica sistemática de represión social y política por parte de un Estado funciona a la sombra del mismo, en sus deslindes, en sus excepciones. La capucha del verdugo ya no esconde tan sólo la extraña figura del victimario. Desplegada, encubre ahora al cuerpo de la víctima, el lugar de ejecución y, lo que es más, la facticidad del hecho. La lógica de la capucha-ampliada se despliega continuamente en los márgenes de la tortura política, obnubilando no sólo el hecho, el texto, sino su contexto y su comentario,

44

Solo con el Informe Valech (2004) el Estado chileno reconoció su responsabilidad institucional, elaborando pequeñas reparaciones “simbólicas”. Días antes, adelantándose a su publicación, el Ejercito también había reconocido su responsabilidad institucional en la tortura política ocurrida durante la dictadura militar.

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es decir, el discurso que la constituye, la representa, la explica y comprende. No sólo es difícil “encontrar” tortura, se enrarece también su interpretación. El ocultamiento pasa a constituirse como un factor central en el dispositivo de la tortura política, en tanto permite la negación de la misma: si nadie sabe dónde, nadie puede asegurar qué ocurre. Los centros de tortura se transforman en la negación del espacio, y por lo tanto, la negación de su contenido. Son lugares oficializados, pues pertenecen a instituciones de constitución legal (DINA, CNI, SIFA), pero se niegan operacionalmente: nada ocurre, nada acontece. Al igual que los organismos de “inteligencia” y los torturadores, son características permanentes de estos lugares la

excepción e

indeterminación continua. Giorgio Agamben se ha preguntado por la estructura jurídico política que define estos lugares en los cuales el estado de excepción, sobre el cual se funda el poder soberano (pues es el único capaz de romper con el ordenamiento legal), se realiza establemente. Para él, es “un lugar aparentemente anodino [que] delimita en realidad un espacio en el que el orden jurídico normal se suspende de hecho y donde el que se cometan o no atrocidades no es algo que dependa del derecho, sino sólo del civismo y del sentido ético de la policía [u otro funcionario] que actúa provisionalmente como soberana”, es decir, es “una localización sin ordenamiento” (Agamben 2001:41). El autor piensa en campos de concentración Nazi, es decir, lugares identificables en los que la indeterminación legal posee un locus preciso, pero ¿Qué ocurre cuando su identificación es confusa, sino imposible? La mayoría de los centros de detención y tortura que utilizaron principalmente la DINA y la CNI (como también el Comando Conjunto, SIFA, DICOMCAR y COVEMA) fueron clandestinos, y sólo cuando esto se hizo insostenible fueron cerrados45. Son lugares de reclusión transitorios y muchas veces sus detenidos no son oficialmente reconocidos, lo que sumado a la indeterminación legal plantea una indeterminación de la condición del sujeto detenido. “Quienes estábamos en Cuatro Álamos, teníamos aún la condición de 45

Por ejemplo La Venda Sexy (Los Plátanos c/ Macul), Londres 38 (actual Londres nº 40), Villa Grimaldi (José Arrieta 8200), Cuartel Ollague (José Domingo Cañas nº 1367 y nº 1347), Tres Álamos (Canadá nº 53), Cuatro Álamos (Casa de Walter Martínez), AGA (Academia de Guerra de la Fuerza Aérea ubicada en Av. La Condes), Casa Amarilla (Av. Apoquindo c/ Agusto Leguia), Maruri nº 650, Clínica Santa Lucía (Santa Lucía 162), Cuartel Borgoña (Borgoña 1470), etc. Para mayor referencia ver “Tercer Informe de la Comisión Ética contra la Tortura” (2002a), capítulo I, apartado 5 “Listado de lugares de detención y torturas en Chile durante la dictadura. 1973-1989”.

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detenidos no reconocidos como tales, o sea, que podíamos desaparecer en cualquier momento. Lo más terrible era la incertidumbre de saber que a cualquier hora podían ir a buscarnos, para ser llevados nuevamente a otros cuarteles” (Arce 1993:145). Poner entre paréntesis la condición del sujeto por medio de un espacio indeterminado en constante excepción jurídica, es asimilar estos centros de detención como verdaderos hoyos negros que, transitoriamente, eliminan cualquier tipo de “humanidad” de los detenidos, cosificándolos. Ahora son objetos y no ciudadanos, por lo tanto no existen46, no están detenidos, ni menos se les está torturando. La indeterminación física va siempre acompañada de una indeterminación en el discurso, una negación, una exclusión, que de alguna u otra forma deja intencionalmente abierto un intersticio que permita verla, recordarla y seguirla. La tortura, como otros medios de represión, reaparecen constantemente en forma de murmullo, rumor, huella del hecho macabro al que se intenta encerrar y cubrir. Así se establece un discurso oficial que niega constantemente la veracidad del hecho. Para Michel Foucault (2002) el discurso puede ser controlado y delimitado externamente de al menos tres formas distintas y complementarias: a)la exclusión por medio de la prohibición, imponiendo una lógica del tabú del texto (lo impuestamente indecible), un “ritual de la circunstancia” y el derecho exclusivo al habla; b)la separación y el rechazo al ubicar

un

objeto

(o

sujeto)

en

la

oposición

normal/anormal,

bueno/malo,

correcto/incorrecto, donde se prohíbe e invalida la circulación del discurso del sujeto “anómalo” por el sólo hecho de pertenecerle: y c)la voluntada de verdad/falsedad, es decir, la construcción histórica que regula los criterios de aceptación de verdad, o “la forma que tiene el saber de ponerse en práctica en una sociedad, en la que es valorado, distribuido, repartido y en cierta forma atribuido” (Foucault 2002:22). De este modo, la tortura en Chile como materia de discurso, como texto en sí misma, se vio constantemente aprisionada por la violencia de la exclusión. Junto a la imagen del 46

Su presunta inexistencia se ve respaldada con una serie de decretos de ley y su ejecución: el mismo día del golpe se decreta (DL nº 3) estado de excepción, condición que se prorroga cada seis meses; el 13 de octubre de 1973 (DL nº 77) se declaran disueltos, prohibidos y considerados asociaciones ilícitas a los partidos, entidades, agrupaciones, facciones o movimientos "que sustenten la doctrina marxista”; en junio de 1974 se queman los registros electorales, caducados por el DL nº 130 (19 / 11/ 73); y en 1977 con el DL nº 1697 se declaran disueltos a los partidos políticos en receso, se prohíbe la existencia de partidos y agrupaciones, facciones o movimientos de carácter político, y se proscribe toda acción de índole político-partidista.

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detenido desaparecido, el discurso en torno a la tortura fue constantemente deslegitimado, omitido, sustraído y negado del relato oficial. Un caso penosamente paradigmático es el que se produce cuando el informe Rettig se niega en 1991 a investigar los casos de tortura –que no terminaron en muerte– ocurridos durante la dictadura47. Por su parte, el relato autobiográfico de la tortura no es legítimo, pues éste pertenece al estigma del delincuente: “Cuando un ciudadano se comporta como criminal, se le trata como tal, el trato es apropiado, es decir bueno” declaraba para revista “Ercilla” el General Cesar Mendoza en 1974 (citado en Rojas 1989). Así mismo la figura del torturado, en tanto actor activo de la oposición, es constantemente excluido y negado como interlocutor, pasando a ser una figura clandestina, sin voz, cuyo alegato no es válido en tanto ni siquiera se le reconoce ciudadanía48. Por último, más radical y brutalmente, se decreta que “en Chile no se tortura”. Ésta es la hipótesis ampliamente repetida por el dictador Pinochet de que el régimen militar no violó los derechos humanos: “¿Cuándo hemos sido tan importantes para que revistas, prensa, radio y televisión exhiban a este Chile como si fuera un país de esclavos y donde no se respetan los Derechos Humanos?” (Augusto Pinochet en discurso del 14/06/83, citado en Rojas 1989). Es el intento de instaurar una verdad oficial que niega el hecho epistemológicamente. Cuando Osvaldo Romo dice que no torturó porque o de lo contrario el 90 % de los presos chilenos es víctima de tortura (Guzmán 2000), realiza un doble movimiento: desplaza el concepto de tortura fuera de la excepción que significa la represión política de la dictadura militar, al tiempo que minimiza el hecho al ubicarlo 47

“La tortura también debe caracterizarse como una de las más graves violaciones y este informe trata de la práctica de la tortura durante el período que ha estudiado, como no podía menos de hacerlo. Sin embargo, no se pronuncia, caso a caso, sobre quiénes fueron víctimas de tortura, a menos que de las torturas haya resultado la muerte, o que el hecho de la tortura haya sido importante para formarse convicción sobre aspectos esenciales del caso, como ser, irregularidades de los Consejos de Guerra o inverosimilitud de la supuesta fuga de los detenidos. Formalmente, esta restricción está impuesta por el decreto que creó la Comisión. Pero la Comisión entendió que había también una razón de fondo para tal limitación: el examen pormenorizado de denuncias individuales sobre tortura, que cabía esperar hubieran sido muy numerosas, habría retardado inevitablemente este informe, cuya pronta conclusión el país tenía derecho a esperar.” (Comisión Nacional Verdad y Reconciliación 1991: xxvii) 48 Sobre esta instancia de exclusión se deben realizar dos salvedades: la primera corresponde al trabajo efectuado por organismos de derechos humanos (como la Vicaría de la Solidaridad, el Equipo DITT-Codepu o el Fasic, entre otros) de recopilación de testimonios de torturados políticos, con el consiguiente apoyo psicológico y judicial, realizado durante la dictadura militar. El segundo corresponde a la reciente iniciativa del Gobierno de crear la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Decreto Supremo Nº1.040 del 27/09/03), cuyo fin es esclarecer quiénes fueron las víctimas de la privación de libertad y tortura política durante la dictadura. La Comisión funcionará durante seis meses, prorrogables por tres más, recopilando y registrando testimonios de las víctimas para elaborar un informe cuyo fin es plantear las bases de una reparación “austera y simbólica”.

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brutalmente en la cotidianidad carcelaria chilena. Es un intento por trastocar el criterio que define lo que es la tortura. Pero ¿qué se oculta? o, mejor dicho, ¿por qué se oculta? Las estrategias de simulación nunca son inocentes, desde el momento en que se ejecutan se busca afectar tanto sobre lo que se encubre como a quién se le oculta. La tortura no se esconde para perderse como secreto, la tortura busca ser un secreto, casi siempre a voces, pero secreto vivo al fin. La diferencia entre uno y otro, vivo y perdido, es que este último sólo le interesa al especialista, al arqueólogo, aquél (el secreto vivo) en cambio inquieta e importa a todos. Los procedimientos de control y delimitación del discurso en torno al torturado político, remiten en diversos aspectos a la figura del criminal común, naturalizando la tortura para este último. Así, el acto de la tortura no es del todo negado: se puede especular que existen individuos constantemente torturados, pero son externos a la coyuntura política, nada tiene que ver con la dictadura, no hay persecución política. Así mismo, físicamente, las inscripciones en el cuerpo tienden a ser tenuemente borradas. Mecanismos que van desde la sustracción pública por medio de centros clandestinos, donde la ubicación indeterminada presume secuestro antes que detención, hasta el aplazamiento de los días de incomunicación que la ley 18.314 (más conocida como “Antiterrorista”) proveía al fiscal para “formalizar la investigación”49, buscan que las marcas corporales de la tortura no estén presentes cuando la víctima reaparezca a la luz pública. Las vendas que cubren los ojos de las víctimas, son realidad y metáfora del mismo fenómeno. En algún momento de la detención éstas se aflojan y permiten que se filtren las imágenes del terror. Pero de a poco, en cantidad dosificada, ¡no vaya a ser que recuerdo se transforme en reconocimiento!. La gracia del secreto es que está en el límite que divide la realidad con la fantasía, y es por eso que el manto que cubre a la tortura es eternamente imperfecto; es más, su gran parte de su eficiencia radica en ello. Para que el terror a la tortura política se propague socialmente, ésta no puede eliminar todas las marcas de su existencia, si así fuese, sólo quienes la experimentan vivirían imbuidos en la paranoia y la esquizofrenia; dejar pequeñas huellas es parte del montaje, 49

Específicamente me refiero al artículo 11, capítulo II, ley 18.314, promulgada el 17 de mayo de 1984, que está destinada a “Determinar las conductas terroristas y fijar su penalidad”

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las suficientes para alejarla del olvido, pero demasiado pocas para transformarla en una certeza generalizada. “El régimen consideraba conveniente permitir la publicación de algunas noticias relacionadas con la represión como una manera de intimidar a la población” (Americas Watch 1987:22) b)Del contexto Como todo hecho social complejo, ubicar la tortura en coordenadas espacio temporales no es una tarea sencilla, más aun si hablamos de fenómenos que se constituyen socialmente sobre la trama de la incertidumbre, del relato de boca en boca, de la especulación y la negación. La tortura opera y se acopla a diversos niveles de análisis, que van desde la microfísica de la relación torturador–torturado a la microsociología, política y economía nacional e internacional de un determinado período histórico. Dentro de la ambigüedad que la constituye, la tortura se ubica como una de las piezas centrales de un complejo engranaje que afecta a todos los ámbitos de la vida social: entre la inseguridad, la desconfianza, el miedo y el terror, la tortura es una útil herramienta en un proceso radical de trastocación de la sociedad. Este proceso de “reestructuración nacional” –que se ejecutó durante la dictadura- operó en dos ejes: uno “visible”, en el que desde el Estado y con el apoyo de la empresa privada se instauró una fuerte política neoliberal en lo estrictamente económico, mientras que se reafirmaba una moral profundamente católica y conservadora (Junta Militar 1974)50; y uno “invisible”, en el que el gobierno militar articuló una estrategia y discurso de “guerra interna”, ubicándose en el contexto mundial de la guerra fría, y haciendo que una importante parte del Estado y sus recursos se dirigieran a la desarticulación y eliminación de partidos políticos de oposición al régimen. No es nuevo postular que ambas caras del gobierno militar fueron complementarias, que pertenecieron a un plan mayor que abarcó gran parte de Latinoamérica, y que recibieron el apoyo de capitales extranjeros, principalmente EE.UU.51 50

La combinación entre tradicionalismo y políticas neoliberales conforman una ideología muy cercana al pensamiento de Friedrich Hayek. Por esto no es de extrañar que a mediados de los ochenta este autor sea muy leído, e incluso traducido, entre cierta intelectualidad chilena. 51 Si bien ambas caras de la “reestructuración” ya están enunciadas desde los primeros meses de dictadura, específicamente en la declaración de principios de la junta (donde se legitiman tanto los aspectos económicos y valóricos, como los políticos de guerra contra el marxismo y guerra interna), es importante destacar que el auge de cada uno se produce en tiempos históricos distintos. Un primer momento de la dictadura está

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Así, “el objetivo de los golpes no es tanto el derrocamiento de determinado gobierno como la fundación de un nuevo orden. Se busca imponer una nueva normativa y normalidad mediante procedimientos propios de una lógica de la guerra: la aniquilación del adversario y la abolición de las diferencias” (Lechner 1990:20). Efectivamente, este violento cambio no significa sólo un cuestionamiento político (en el sentido de una ruptura con un extenso orden democrático institucional), sino que también una modificación en todos los parámetros de certidumbre de la vida cotidiana: existen nuevas reglas del juego, pero éstas no siempre son conocidas ni están especificadas para todos. La nueva normalidad se define en los ejes de un constante estado de excepción donde la violencia se desenvuelve de forma institucionalizada. Esta imposición normativa y la producción de normalidad requieren el silenciamiento de cualquier contraparte crítica que cuestione los fundamentos del nuevo orden, por lo que se debe adoctrinar al consentimiento pasivo y la paralización de la actividad política. De este modo, la tortura se inserta en lo que se ha llamado una pedagogía del terror (López y Otero 1989:76), que busca forzosamente transmitir a la población las verdades del poder. Es destacable que en la lógica del terror la verdad no es necesariamente planteada de forma positiva, el ejemplo del error permite la fuga suficiente para que las conductas esperadas se intuyan pero no se manejen con certeza; así “el uso dosificado y medido de la información que habla a otros sobre estos hechos, basta para hacer extensiva la formación a personas que no han recibido su propia lección. El efecto deseado por la tortura se generaliza por medio del miedo” (López y Otero 1989:78), miedo a no cumplir con la regla, a desbordar los márgenes y a ser el próximo ejemplo52. Si hablamos de una pedagogía del terror basada en la tortura, en tanto acto ejemplificador, es indispensable situarla en referencia a un esquema completo de represión que se ejecutó en Chile: desapariciones forzadas, ejecuciones políticas, exilios, allanamientos, diversos tipos de amedrentamientos y detenciones (Vicaría de la Solidaridad 1990) son los mecanismos básicos que articulan la “nueva normalidad”. Si marcado por la violencia intestina con que los organismos represivos desarticulan la sociedad; en este periodo destaca la DINA y todo el aparato clandestino que la rodea, pero se extiende a los primeros años de funcionamiento de la CNI (aproximadamente hasta 1979). El segundo momento es fundado con la constitución política de 1980, y destaca la llegada de los chicago boys y su incorporación al gobierno. 52 El Informe Valech (2004) constata como los medios de comunicación y el poder judicial fueron cómplices del montaje dictatorial destinado a silenciar, ocultar, tergiversar y dosificar la información en torno a la tortura política, contribuyendo a la maquinaria pedagógica que educaba en el terror.

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seguimos la línea del ocultamiento –de una narrativa oficial que encubre cierto trastoque social impuesto– destacará junto a la figura de la tortura la imagen del desaparecimiento forzado, en tanto ambos se constituyen como la negación de un hecho, situándose en la esfera del rumor. En la lógica represiva que operó durante la dictadura, torturados y desaparecidos pueden pensarse como distintos grados de intensidad de un mismo fenómeno53. De este modo, establecen un doble vínculo “solidario” que, por un lado, facilita su comprensión, y por el otro refuerza la dinámica del terror como cemento al nuevo orden que se pretende instaurar. Me explico. Ubicar ambas situaciones en una misma escala gradual, permite entender al desaparecido como producto del ensañamiento e intensificación de la tortura hasta el límite de la muerte, dándole un contexto y un prefacio a la desaparición que la aleja del acto espontáneo y repentino que propone su nombre [detenido desaparecido]. Al mismo tiempo, el torturado, más allá de las marcas físicas y psicológicas, encuentra una representación vicaria de lo vivido que acompañara fantasmalmente a la totalidad de la sociedad54. Aun así, este vínculo se constituye –dentro de la dinámica del miedo– como un reforzamiento “pedagógico”, pues la experiencia de sobrevivir a la tortura no es en sí el límite, por el contrario es la antesala a una experiencia más extrema de la cual tan solo en el campo de la especulación se puede tener “certeza”. Si la tortura está constituida al borde de la incertidumbre, la desaparición política es su realización constante; nadie sabe dónde, cómo o cuándo, menos se sabe el después. El no asimilar la “verdad” del orden dictatorial, es asumir la posibilidad no sólo de la tortura sino también de la eliminación. La pedagogía social, que tiene un origen en la violencia, se entrama en todos los niveles de la sociedad, como círculos concéntricos que rodean a las víctimas directas de la represión, como líneas oblicuas que cruzan a las posibles nuevas víctimas. Ya se ha dicho que –en una primera instancia- la pedagogía opera en las relaciones presenciales

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Sin duda un número importante de los detenidos desaparecidos fueron asesinados intencionalmente (fusilados por ejemplo) debido a su importancia en la disidencia a la dictadura, aun así existen muchos testimonios en los cuales queda estipulado que la muerte era una consecuencia de la desmedida brutalidad con la que se aplicaban diversos métodos de tortura. Por otra parte, la muerte siempre es el suplicio multiplicado al infinito, el suplicio llevado hasta el límite, no hay ninguna ejecución en que la víctima no anticipe su muerte mediante un sufrimiento eterno. 54 Se volverá sobre este vínculo en el último apartado de este capítulo “e)El testimonio del límite y la problematización social de la tortura”.

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entre la víctima y el victimario, desde las prácticas inquisitoriales hasta nuestros tiempos, el verdugo intentará imponer la respuesta correcta en la boca de la víctima y así generar una doble redención: la del torturado que “sale” de su error para entrar a la verdad del orden oficial, en tanto el victimario ennoblece su labor destructiva y la sitúa en el plano de la remodelación: de la conciencia, del actuar, del orden. En una segunda instancia –la pedagogía social- opera en el círculo cercano a la víctima, donde los familiares y amigos están constantemente sometidos a una fuerte presión (social). Éstos se transforman en una suerte de vínculo entre el torturado y la sociedad, un puente de comunicación coronado por el silencio: la voz del torturado no sale del núcleo familiar, con suerte el relato testimonial está presente dentro de él; por su parte, el círculo cercano debe sustraer de las miradas el cuerpo torturado, simular lo anodino, “normalizarlo”, hacer como si fuera de otra forma. El manejo de la verdad oficial como maquillaje político, se expande de la víctima a su familia y núcleo cercano, la clandestinización segrega doblemente, tanto del grupo que se protege en el camuflaje, como la sociedad que observa recelosamente. Esta segunda instancia, segundo círculo, es la que el Equipo de Salud Mental-DITT del CODEPU definió como tortura a familiares (Pesutic 1996). La pedagogía actúa, en un tercer nivel, sobre el entorno social por medio de la díada delación/silenciamiento, tanto en lo inmediatamente circundante al núcleo familiar de las víctimas como al resto de la sociedad. La pedagogía –sustentada en la oposición verdad/mentira– se trasviste del argumento de una guerra interna, a la cual hay que sobrevivir; como las guerras son instancias de aniquilación, la delación se trasforma en un mecanismo legitimado por el gobierno militar que se inscribe en una lucha política existencial55. Señalar, distinguir, denunciar. Separar el blanco del negro, situarse a un lado

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Ya es clásica la propuesta de Carl Schmitt (1984) de que “la distinción propiamente política es la distinción entre el amigo y el enemigo” (p. 33), entendido en un sentido concreto, existencial, donde la permanencia de una colectividad se ve amenazada por la existencia de la otra. Es en este sentido el concepto de enemigo implica “la posibilidad, existente en la realidad, de una contienda armada, o sea, de una guerra” (p. 48) es decir, la posibilidad que la distinción amigo/enemigo devenga en matar físicamente a nuestro enemigo. Por otra parte la guerra interna o civil se produce cuando la unidad política del Estado se rompe, desplazándose la distinción amigo/enemigo al interior de la misma. Cabe preguntarse para el caso chileno, si es posible considerar el proceso dictatorial como una guerra que surge al extremar las hostilidades políticas, o, si estamos ante un exterminio unilateral que se ha disfrazado de guerra para justificar el uso desmedido de la violencia. En su prólogo Schmitt ha dado algunas pistas para resolver esta pregunta. Para reconocer en la violencia social una guerra políticamente constituida, esta “situación está clara para todos en ambos lados”. En el caso de una guerra externa, “el Derecho internacional reconoce al enemigo en la guerra como Estado soberano al

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de la línea, fijar la oposición: demarcarla en beneficio del poder, alineándose con el poder, sobreviviendo a la voracidad del poder. El efecto contrario a la delación es mantener el silencio y negarse a la denuncia. Pero la sustracción es cómplice de los gestos indicativos, el escamoteo de la oposición; se reproduce perversamente la pedagogía, convirtiendo la afonía en mudez, situando el discurso oficial como único e incontrarrestable. Así, el nuevo orden elimina de la esfera pública cualquier murmullo disonante; y si éste se produce, lo considera un residuo peligroso, que se debe eliminar. La fundación de un nuevo orden oficial difícilmente ocurre en el vacío, los golpes de Estado latinoamericanos se enmarcan en un movimiento global iniciado con la guerra fría, el control geopolítico del área se traduce en la ideología que sustenta la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN). Ésta remite nuevamente al acto pedagógico, producto de la sistematización de teorías y experiencias de la guerra fría, donde Estados Unidos adoctrina a los mandos militares de Latinoamérica –mediante la Escuela Militar de las Américas, Ford Gullick, Panamá- en un esquema que se enmarca en las ideas de “guerra total” y mundo bipolarizado. Para la DSN existe una guerra permanente de carácter mundial entre el mundo occidental cristiano y el oriente comunista, donde las dos fracciones se oponen irreconciliablemente. Ante la imposibilidad de reproducir una tercera guerra mundial, es decir, un conflicto abierto entre las facciones, se plantea la idea que el ataque a occidente se produce por medio de la subversión. Así, surge la noción de que la sociedad y la seguridad nacional está en peligro, que elementos foráneos conspiran contra el “ser nacional”, y que la única alternativa es que las fuerzas armadas asuman la conducción política del Estado y con ello la defensa de los valores nacionales y tradicionales. La doctrina asume que todo individuo es amigo o enemigo, que las agresiones pueden venir de cualquier lado (internas o externas), que la guerra es total, global, indivisible y permanente56; y que, por

mismo nivel”, lo mismo ocurre al interior del Estado, donde “también el enemigo tiene su estatuto; no es ningún criminal” (p. 17) Ya se ha mostrado que las víctimas de la dictadura nunca fueron tratadas con dignidad, que el operar de gobierno militar se acercaba más a un Estado policial que a un conflicto bélico. En este sentido, el discurso de la guerra interna debe ser visto como una ideología antes que una realidad política, un simple maquillaje con que la dictadura cubrió sus cadáveres. 56 Es posible identificar en la DSN elementos que la imbuyen en una “guerra por la humanidad”: concebir una bipartición real de mundo, una guerra global en el sentido político de la expresión, donde solo hay amigos y

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lo tanto, todo acto individual o grupal está en favor o en contra de la nación (Velásquez 2002). Bajo la doctrina, todo acto disonante con el nuevo orden es transformado en subversión, luego en terrorismo. La idea de terrorismo disocia el fin político de la forma (a veces violenta) que puede tener una acción, ubicándolo en el plano del crimen y no en el reivindicativo. El terrorismo despolitiza, la violencia se entiende por la violencia, el argumento de la guerra interna y la defensa nacional encuentra asidero. La DNS militariza las estructuras administrativas del Estado, las orienta hacia la guerra permanente, pero como ésta no existe externamente, la vuelca hacia el interior. Las ramas del ejército, creadas para la defensa de la soberanía nacional, salen a las calles, operando internamente. Al ver que la subversión es interna a la nación se buscan filiaciones extranjeras, traiciones a la patria. La nueva actuación del ejército es respaldada por un cuerpo legislativo que se entronca en la ley de seguridad interior del Estado (Nº 12.927 del decreto supremo Nº 890 del 25 de agosto de 1975). Todo acto sospechoso, disidente de la única voz, se enmarca en sus redes. *** Como se planteaba más arriba, junto con la delación, la omisión es cómplice del discurso oficial bajo el que se ubica la tortura. Así, a la par del contexto socio político, se hace necesario preguntarse por la narrativa con la cual la dictadura militar articuló explícita o implícitamente las violaciones a los derechos humanos, particularmente la tortura política. Como ya se ha planteado la tortura es negada como práctica de la dictadura militar. Diversos personeros de aquel régimen rechazan reiteradamente la idea de que en el golpe de Estado –al que llaman pronunciamiento- y en los años de dictadura se hayan enemigo, y los primeros deben –por el bien común y su existencia- vencer a los segundos. Cuando esto ocurre, el argumento político queda vacío se transforma en pura ideología que justifica el exterminio. “Cuando un estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, la guerra no es una guerra d la humanidad, sino una guerra en la que un Estado determinado trata de secuestrarla en su favor. [...] El concepto de la “humanidad” es un instrumento especialmente adecuado para la expansión imperialista del propio poder. [...] La adopción del nombre de la humanidad, su invocación, el monopolio de esta palabra, podría servir únicamente para enunciar, dado que no cabe introducir esos nombres sin que traiga ciertas consecuencias, la terrible pretensión de negar al enemigo la cualidad de hombre, de declararle “hors-la-loi” y “hors l´humanaité”, y la afirmación de que la guerra debe llevarse, por esa razón, hasta la mas extrema inhumanidad. [...] La humanidad no es un concepto político” (Schmitt 1984:91-92)

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producido violaciones a los derechos humanos. Pero de tanto en tanto, el mismo régimen da pequeñas muestras de los actos delictivos que esconde. El 18 de abril de 1978 la junta militar promulga la Ley 2.191 que será mejor conocida como “ley de amnistía”. Mediante cinco escuetos artículos, se pretende cerrar un paréntesis de cuatro años y medio, en que la violencia del Estado –amparada en el estado de sitio y el toque de queda- alcanzó niveles sin precedentes. El texto invitaba a dejar “atrás odiosidades hoy carentes de sentido”, planteando, por último, “la necesidad de una férrea unidad nacional que respalde el avance hacia la nueva institucionalidad que debe regir los destinos de Chile” (Junta Militar 1974). Con él, se le daba fuerza un proceso de limpieza de imagen de la dictadura, que había comenzado meses antes con la disolución de la DINA y que pretendía olvidar, de una vez y para siempre, toda la violencia del golpe de Estado y los años que siguieron. Es sabido que estos movimientos no fueron más que actos cosméticos, pues la violencia y el terror de Estado nunca desaparecieron. Aun así, el texto de la Ley anuncia una “amnistía a todas las personas que, en calidad de autores, cómplices o encubridores hayan incurrido en hechos delictuosos”, aceptando implícitamente que el gobierno militar –amparado en el estado de excepción- efectivamente violó la ley, las personas y sus derechos. A lo largo de toda la dictadura se pondrá en duda, por parte del gobierno, las acusaciones de tortura y violaciones a los derechos humanos. Cada vez que estas violaciones se hacen evidentes se argüirá, en un primer periodo, que el país esta en guerra interna y, posteriormente, que se trata de enfrentamientos con grupos terroristas (es decir, nopolíticos). Paralela a esta constante simulación, la junta militar elabora un discurso mesiánico. Básicamente se plantea que a comienzo de los años setenta –durante el gobierno de la Unidad Popular- el país se encontraba desecho (más bien destruido) económicamente; esto, debido a que “la experiencia demuestra que el marxismo tampoco engendra bienestar, porque su carácter socialista y estatista no es apto para un adecuado desarrollo económico” (Junta Militar 1974:1). Ante estas circunstancias, el golpe de Estado es visto como combate frontal de la Patria ante el comunismo internacional, cuyo fin es revertir la crisis y producir –entre otras cosas- un desarrollo acelerado de la economía. El proyecto “redentor” de la junta militar opone el estatismo de la Unidad Popular a una economía descentrada, desregulada, que promueva la libre iniciativa económica y la

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protección a la propiedad privada. “Se trata de hacer de Chile una nación de propietarios y no de proletarios” (Junta Militar 1974:4). Este proyecto estuvo acompañado de la volatilización del capital, mediante –por ejemplo- las reformas a los sistemas previsionales que privatizó su administración y las ubicó en los mercados de valores. Debido a la implementación de políticas neoliberales, la economía chilena experimentó un explosivo crecimiento que se vería frenado con la gran crisis de 1981-82. Si bien la economía nacional no se repone sino hasta el último periodo del gobierno militar, las reformas económicas han reestructurado completamente el sistema, el Estado ha sido completamente desmembrado y el gobierno administra una economía neoliberal. Es en la superposición de estos dos relatos que, finalmente, cierta narrativa oficialista asimila –más bien digiere de forma marginal- el tema de la tortura y las violaciones a los derechos humanos. Cuando la violencia del Estado se hace innegable y se transforma en un hecho de la causa, se articula una estrategia discursiva que lo minimiza como un costo necesario en la reestructuración económica del país. Para el discurso de la oficialidad dictatorial, las violaciones a los derechos humanos son asimiladas como un costo social menor frente a las significativas mejoras de la economía. Pedro Morandé (1987) identifica la ambivalencia implícita en la palabra costo social, adquiriendo dos sentidos distintos: el costo absoluto y el costo alternativo. “En ambos casos, la expresión está referida a la presencia de un daño o perdida que la sociedad o alguno de sus componentes deben sobrellevar para que tenga éxito una determinada política o modelo de desarrollo” (Morandé 1987:85). Por costo absoluto se entiende un modelo cuya ejecución produce objetivamente perdida de vidas, pobreza extrema o suspensión de principios éticos de utilizar medios lícitos para la implementación de la política. En el costo social absoluto, el daño es consustancial a la puesta en practica de determinado modelo. Por otra parte el costo alternativo se emplea principalmente como arma de crítica, pues supone que el costo social “pagado” por la implementación de determinado modelo podría haber sido eliminado (o al menos reducido drásticamente) si se asumiera una estrategia alternativa a la que se usó57. En la narrativa de la dictadura, las violaciones a los derechos humanos (y con ello la tortura política) son leídas como un costo marginal pero absoluto para el

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Pedro Morandé, en su afán de demostrar la permanencia del sacrificio en las sociedades modernas, criticará fuertemente la posibilidad de que un modelo social alternativo sea posible de implementar sin algún tipo de costo social, a menos que se fetichicen las instituciones. Para la finalidad de esta tesis no me interesa polemizar este punto, sino más bien destacar la utilidad narrativa de ambos sentidos que adquiere la expresión “costo social”.

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cambio económico que sufre el país. Es decir, la violencia de la dictadura es consustancial al cambio neoliberal que se impuso, lo uno no podría haber sido sin lo otro. La ecuación entre una política económica neoliberal implementada por el gobierno militar y las violaciones a los derechos humanos realizadas por el mismo gobierno como un costo marginal absoluto, se ve reforzada por inscribir ambos procesos bajo un sentimiento patriótico, “lo que se hizo fue por el bien de la patria y cuestionarlo es ser antipatriótico”. De este modo se recubre todo el proceder de la dictadura bajo un sistema binario, engarzado a la dicotomía amigo/enemigo. Lo interesante de este discurso es que no se limita al período dictatorial. La “transición a la democracia” dirigida por la Concertación, asume su papel de administrador del sistema económico impuesto por la dictadura y con ello los “costos” sociales de su instauración. De este modo el discurso es reiterado de forma literal, con la salvedad que quien lo reproduce no lo hace para maquillar su conducta sino para justificar la violencia ajena. Alejandro Foxley (ex ministro de Hacienda del primer gobierno de la Concertación y actual senador DC) plantea respecto a Pinochet Él realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después, al cual están tratando de encaramarse todos los países del mundo. Hay que reconocer su capacidad visionaria y la del equipo de economistas que entró a ese gobierno el año 73 [...]que fueron capaces de persuadir al gobierno militar –que creía en la planificación, el control estatal y la verticalidad de las decisiones- de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etcétera. Esa es una contribución histórica que va a perdurar por muchas décadas en Chile y que, quienes fuimos críticos de algunos aspectos de ese proceso de importancia histórica para Chile, que ha terminado siendo aceptado prácticamente por todos los sectores. Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Esto es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar. Su drama personal es que, por las crueldades que se cometieron en materias de derechos humanos en ese período, esa contribución a la historia ha estado permanentemente ensombrecida. (revista Cosas 5/5/2000)

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Para Foxley, las violaciones a los derechos humanos no califican como un problema nacional, a lo sumo son un drama personal que opaca la figura del jerarca y su contribución al país. Surgen como un apéndice, una situación colateral que opaca todo el aporte histórico en materia económica. De este modo, la Concertación, sin cuestionar el modelo y su identificación con él, sólo repara en la condición de absoluta del “costo social” (las violaciones a los derechos humanos) y lo plantea en términos de “costos alternativos”. Pero en términos generales, la tortura seguirá siendo negada. Tanto por militares como por funcionarios de los gobiernos siguientes. Fernando Vallejos (DC) embajador de Chile en Mexico58, en una nota del diario mexicano Uno más Uno Negó hoy que en el buque escuela Esmeralda se haya practicado la tortura durante el régimen de Augusto Pinochet, como lo señalan los reportes de Amnistía Internacional. [...] Indicó que nunca han probada nada sobre las supuestas actividades de tortura en el Esmeralda. [Y afirmó, ante las denuncias de tortura, que] esto tienen que probarlo, una persona no puede lanzar un rumor al mundo sin probarlo, porque sería injuria, si tienen un cargo que hacer que lo hagan, para eso existen tribunales de justicia en Chile. [...]Si hay un cargo que lo presenten, pero venir a hacerlo acá en la prensa, para producir un escándalo, me parece antipatriótico... (Uno más Uno 12/4/2004)

Vallejos se apropia del discurso dictatorial contraviniendo los avances que su misma coalición (la Concertación) ha hecho en cuanto a esclarecimiento de la violaciones a los derechos humanos. Ya en el Informe Rettig se reconoce el funcionamiento del buque escuela Esmeralda como centro de detención y tortura. Vallejos no solo niega la evidencia nacional e internacional, sino que además vuelve a situar la tortura en las coordenadas del rumor. Por último, convencido de la narrativa del costo social absoluto, Vallejo articula su discurso bajo la oposición amigo/enemigo: acusar al gobierno militar es antipatriótico. De forma muy superficial, estos son los ejes que marcan la relato dictatorial sobre la tortura. Y esta es la narrativa ante la cual los textos dramáticos –como representación de la tortura- intentan generar un nuevo sentido. Lo que aquí es marginal para la sociedad, allá es capital. Las representaciones colectivas de los textos operan como una contra cultura de la lectura única que plantea el gobierno militar y que retoma parte de la

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Removido abruptamente de su cargo a finales de 2004 por petición expresa del gobierno de Mexico.

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Concertación, abriendo intersticios de sentido que socialicen la tortura como un problema y no como un fenómeno marginal. c)Sobre la víctima Este apartado, al igual que en el siguiente, intenta generar una aproximación a las figuras de la víctima y el victimario de la tortura política en dos ejes traspuestos: uno histórico, que indaga sobre quiénes fueron, y otro teórico que intenta situar al arquetipo dentro de la sociedad, preguntándose por su función en el mecanismo represivo y en la sociedad en general. El interés está centrado principalmente en el segundo, pues los arquetipos son considerados como categorías analíticas por sobre su realidad histórica. Aun así creo que es indispensable intentar recomponer el dato histórico, acercando el análisis al sentido y realidad nacional. La literatura chilena ha trabajado a la víctima principalmente desde la perspectiva de la reparación médica (Cárdenas 1999; Collarte 1992; Cruzat 1990; Reszcynski, et al. 1991; Rojas 1989; 1996, entre otros), estudiando detalladamente las consecuencias individuales y sociales que, desde lo psicológico/psiquiátrico, la tortura produce. La otra gran área de estudio se produce en al ámbito jurídico que revisa la condición de las víctimas ante el derecho internacional y el local (Domínguez 1990; Durán 1992; Fresno 1990; Gajardo y Rivera 1999; Galiano 2001; Giancaspero 2001; Irigoin 1980; Jordán 2000, entre otros). Sin desestimar los aportes anteriores, este acápite intenta situar la figura de la víctima dentro del proceso social que se desarrolla teniendo a relación víctima/victimario como eje central. La violencia de la tortura es vivida por la víctima como una experiencia única, personal e irrepetible, que destaca por su singularidad frente a la vida del individuo; independiente de que un sujeto experimente más de una situación de tortura en su vida, cada una se inscribe como un suceso único y particular. Por otra parte la tortura política, tal como se practicó en Chile, genera una dimensión colectiva (Madariaga 1990); las disposiciones de los centros clandestinos de detención – que principalmente eran casas habitacionales destinadas a estos fines- desdoblan las “sesiones de tortura” en una experiencia ininterrumpida de terror. Las demarcaciones físicas que impone el suplicio se ven rebalsadas y afectan a toda la colectividad que

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transita por el centro: el hacinamiento en las celdas (muchas veces garajes o sótanos), la rotativa de detenidos sometidos a las sesiones, la condensación de olores, la música estridente, los gritos de los captores, los gritos de los torturados, etc. impone un ambiente que colectiviza la experiencia, donde la violencia se percibe por todos lados y la tortura se transforma en un continuo. Un tercer aspecto de la tortura es la perspectiva social que produce. La víctima, ego, al salir del centro de detención clandestino, retorna a sus redes sociales primarias (familia, amigos cercanos), irradiando explícita o implícitamente la experiencia de la tortura. Así, según Sergio Pesutic (1996) existirían tres niveles de víctimas: a)las directas, que corresponde a aquellas personas que han pasado por la tortura en situaciones de arresto o secuestro, ya sean en un recinto secreto o conocido, o bajo la forma de lo que se ha llamado tortura in situ (aquella que se aplica en el curso mismo de los secuestros o detenciones breves en el domicilio o en vehículos); b)las familiares, que corresponde a aquellas que presentan trastornos derivados de su condición de ser familiares o personas que mantienen un vínculo estrecho con los sujetos que han sufrido tortura directa; y c)las indirectas, incluye aquellos casos en los que una determinada situación represiva (exilio y retorno, persecución, amenazas, familiares de ejecutados o detenidos desaparecidos, exonerados políticos, cesantes por causas ideológicas, etc.), pasada o actual, ha generado trastornos llegando a constituir motivo de consulta psicológica59. La socialización de la experiencia de la tortura (su transmisión e implicación de un grupo mayor), es parte de los objetivos políticos que ésta tiene: afectar la colectividad mediante la trastocación de una pequeña parte. Pero esta socialización permite generar en las víctimas directas un contraste entre la experiencia individual y la social, comprendiendo el trasfondo mismo de lo social en la tortura: “la individualidad, el sujeto particular, ha sido objeto de la amenaza vital no en tanto persona aislada, sino en su condición de parte o representante de determinando estamento social, históricamente significativo para la clase dominante, es decir, por su peligrosidad en tanto conjunto de sujetos entrelazados a través de una identidad política o ideológica que refleja esa pertenencia de clase” (Madariaga 1990:79). De este modo surge la pregunta por cuál es la colectividad que la tortura afectó, es decir, quiénes son los torturados. 59

Estas categorías fueron elaboradas operacionalmente por el equipo interdisciplinario de Salud Mental-DITT del CODEPU, por lo que están sujetas al tratamiento clínico; por esto, la tercera categoría (víctimas indirectas) incluiría también a toda la gente que no llega a la consulta pero que igual posee trastornos, la cual es imposible de determinar.

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Como ya se planteó anteriormente, la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación no incluyó en el informe Rettig un catastro detallado de las víctimas de la tortura política. Un año antes, la Vicaría de la Solidaridad (1990) proyectaba una cifra torturados políticos que superaba los 300.000 casos. El 2001, la Comisión Ética contra la Tortura retomaba esta estimación al interpelar al Gobierno para que actuara activamente frente a los torturados. Los organismos de Derechos Humanos que registraron denuncias de tortura durante el régimen, contabilizaron cerca de cuatro mil casos. Aun así, esta información (los testimonios) es confidencial y no es accesible sin la expresa autorización de la víctima, por lo que se hace imposible obtener un panorama general de las víctimas de la tortura. Ante las presiones de diversos sectores políticos el Presidente Ricardo Lagos creó el 2003, bajo Decreto Supremo (Nº 1.040), la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, que intenta esclarecer una parte postergada de las violaciones a los Derechos Humanos ocurridas durante la dictadura militar. Con varios meses de retrazo, el informe que se esperaba para mediados del 2004 vio la luz pública a fines de Noviembre del mismo año. Ante la Comisión declararon 35.868 personas, siendo “calificadas” como víctimas tan solo 27.255 personas. Indudablemente los resultados del llamado informe Valech (2004) son parciales. La desproporción que guardan con las proyecciones realizadas por la Vicaría en 1990 o la Comisión Ética el 2001 –no llegando a comprender ni el 10% de éstas- hace sospechar de la representatividad cuantitativa del informe. Con todo, inscrito en la historia oficial, el trabajo de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura representa a la fecha, la aproximación más precisa al perfil de las víctimas de la tortura política durante el régimen militar. Si bien la completitud del universo es un concepto límite, por lo tanto no es factible, la información entregada por el informe Valech (2004) nos permite delinear la comunidad de víctimas. Antes de la aparición de este informe, la hipótesis con la que me aproximé a esta comunidad ubicaba a la tortura dentro de un continuo de la represión60, por lo que el perfil de las víctimas debía ser similar al estipulado en el informe Rettig. Tras la publicación del informe Valech se torna evidente que la ponderación de esta hipótesis 60

Esta hipótesis implicaba concebir que el fenómeno de la tortura no fue, en tanto dispositivo, particularmente selectivo con un sector de la oposición frente a otro, sino que se insertó como un mecanismo más en la represión política y social de la dictadura. Con esto no se negaba la particularidad que pudiera tener la tortura frente a otros dispositivos represivos, sino más bien se suponía que la los distintos partidos de oposición habían sido repreprimidos de forma similar independiente del “método” utilizado.

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debe hacerse con cautela ya que ambos informes no manejan los mismos criterios para describir la comunidad de víctimas. Por ejemplo, el informe Valech omite referirse a la nacionalidad de las víctimas, mientras que el informe Rettig si toca este tema, dejando claro que la represión afectó principalmente a población nacional. Según los casos estudiados por este informe (2.279 en total), el 97.76% de las víctimas era de nacionalidad chilena, el 1.76% latinoamericana, y lo restante de diversos países del mundo. De este modo, la represión de la dictadura militar no fue contra un “Otro” extranjero (infiltrado para desatar la subversión), idea impuesta desde la Doctrina de Seguridad Nacional, sino sobre un igual transformado en enemigo; así, la experiencia represiva es una escisión sobre el continuo cultural, no un choque entre grupos excluyentes. En términos generales la tortura política afectó principalmente a hombres (87,5% de total de casos “calificados” por la comisión Valech). Sin embargo es perentorio resaltar que cuando esta afectó a mujeres, casi en su mayoría, incluyó la violencia sexual como forma de tortura. Esto hecho pone en evidencia la matriz machista y patriarcal con que actuó la represión política que muchas veces vio en las prisioneras un medio por el cual quebrar a sus compañeros antes que un cuadro político activo. Es en los meses posteriores al golpe donde se vivió el momento más álgido de represión que la historia política que nuestro país recuerde61. Si bien la brutalidad sobrepasó los márgenes del antagonismo político, viéndose afectada por la vorágine de la represión gente que no tenía una postura definida62, el informe Valech establece que las primeras víctimas de la tortura con filiación política (es decir, dentro del 69% que declaró pertenecer o simpatizar con un partido) pertenecen en su mayoría al PS (37%) y al PC (28,1%). Le siguen personas simpatizantes de izquierda que no especificaron un partido

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Según el informe Valech de 27.255 casos calificados por la comisión, el 67,4% (18.364) fue detenido y torturado entre el 11 de septiembre de 1973 y el 31 de diciembre del mismo año. Ademas el informe distingue dos periodos más de represión política: uno comprendido entre enero de 1974 y agosto de 1977, marcado por la acción de la DINA (donde se concentra 19,3% de las víctimas), y otro ubicado entre septiembre de 1977 y marzo de 1990, marcado principalmente por la CNI (13,3% de las víctimas). 62 El 45,98% de las víctimas estipuladas por el Informe Rettig no tenían militancia política conocida. Dentro de este grupo se tipifico un segmento de casos como “víctimas de violencia política”, es decir, víctimas que no estaban determinadas de antemano en la estrategia del régimen, como por ejemplo muertes que ocurrieron como consecuencia de disparos por parte de uniformados hacia peatones durante el desarrollo de protestas y allanamientos (citado en Derechos Chile 2004). Por su parte, en el Informe Valech cerca del 31% de las víctimas “calificadas” no presentan militancia política. Sin embargo, cabe destacar que la Ficha de Antecedentes con que trabajó esta comisión no incluya preguntas respecto a la filiación política de las víctimas, es decir, es muy posible que esta cifra sea considerablemente menor.

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político (18%), luego un item denominado otros con un 10%63, y por último, movimientos de oposición armada (MIR, FER, FTR) con un 5,9%64. A su vez, desde el punto de vista laboral (clase social) la mayoría de las víctimas de este primer periodo son obreros – trabajadores calificados (32%), trabajadores no calificados (21%)-, seguidos por los profesionales y técnicos (15%), y luego estudiantes (12%). Solo un 4% tiene altos cargos públicos. Por otra parte, el informe Valech consigna que, a lo largo de la dictadura, el grueso de las personas detenidas y torturadas eran menores de 30 años (57.9%) y el 13.7% menor de edad (21 años). Un 25.4% tenía entre 31 y 40 años, y un 16.8% era mayor de 41 años. En los primeros años del régimen militar, durante la década del setenta, la represión selectiva se fue depurando; los organismos de inteligencia se compartimentaron con el fin de desarticular partidos políticos específicos. Sintomático es el crecimiento exponencial de la represión a los movimientos de oposición armada (MIR, FTR, FER), que para el segundo periodo (74-77) triplican el porcentaje de víctimas (15,9%). Así mismo, a finales de los setenta y a principio de los ochenta, la oposición interna articuló nuevas dinámicas para enfrentar la dictadura: organizaciones sociales y religiosas por un lado, oposición armada de filiación partidista65, por el otro. De este modo los nuevos blancos de la represión fueron: Activistas de organizaciones de derechos humanos (COPACHI, PIDEE, CODEPU, CINTRAS, ILAS, MCTSA); miembros de las agrupaciones de familiares de víctimas de ejecuciones, de desapariciones forzosas y presos políticos; líderes religiosos

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“La categoría reúne a: MAPU, Partido Radical, DC, Izq. Cristiana y partidos de derecha” [sic] (Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura 2004:573, nota nº5) 64 Es interesante destacar la subvaloración que le dio la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, a la filiación política de las víctimas al no incluir esta pregunta en la Ficha de Antecedentes. Consecuentemente, el Informe Valech asimila burdamente la militancia a partidos de la UP a la DC y, lo que es más insólito, a los militantes de partidos de derecha (ver nota anterior) Por otra parte es interesante contrastar la filiación de las víctimas del informe Valech con las del informe Rettig. Este último distribuye un universo de 2.279 víctimas así: PS 405 víctimas (17.77%); MIR 384 víctimas (16.84%); PC 353 víctimas (15.48%); MAPU 24 víctimas (1.05%); FPMR 19 víctimas (0.83%); PR 15 víctimas (0.65%); DC 7 víctimas (0.3%); IC 5 víctimas (0.21%); PN 4 víctimas (0.17%); Otros Partidos 15 (0.65%); Sin militancia conocida 1048 víctimas (45.98%). Lo que más sorprende es constatar el altísimo porcentaje de victimas fatales del MIR frente a su relativamente bajo índice de víctimas torturadas (menos del 6% del universo total “calificado” por la comisión Valech), evidenciando una política de exterminio hacia este movimiento. Por otra parte, y de forma inversa, resalta el bajo índice de víctimas fatales del PS y el PC si se compara con el porcentaje de víctimas de tortura (22,2% y 20,9% respectivamente), lo que implica una política represiva centrada en el terror y la inmovilización antes que el exterminio. 65 En este sentido destaca el progresivo aumento de víctimas del PC (llegando al 44% en el tercer periodo), ante la evidente disminución de víctimas del PS (que llega a un 15,3% en el tercer periodo). Probablemente esto se explica por la radicalización de la lucha antidictatorial del PC (que 1983 crea el FPMR, su brazo armado) y el progresivo enfriamiento del PS.

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y miembros de movimientos religiosos que se oponían al régimen (FASIC, Vicaría de la Solidaridad); miembros de la oposición armada al régimen (FPMR); miembros de organizaciones políticas y sociales de izquierda que se manifestaron abiertamente en oposición al régimen; y por último, familiares y amigos de miembros de alguno de los grupos antes mencionados (Derechos Chile 2004). Por su parte, durante los ochenta, producto de las protestas nacionales, reaparecen las detenciones masivas, que en algunos casos devienen en tortura66. Si bien puede sonar evidente, la tortura –así como la mayor parte de la represión– estuvo dirigida principalmente en contra de opositores al régimen, adaptándose a las diversas formas que adoptó esta oposición. Además, debido a la brutalidad y visceralidad con que se desencadeno la violencia política, la represión desbordó los márgenes del activismo para afectar eventualmente al ciudadano anodino. *** En la reflexión en torno a las víctimas de la tortura es inevitable formular una pregunta clave: ¿es posible prepararse ante la tortura?, y en una perspectiva histórica, ¿hubo preparación/entrenamiento para enfrentar la tortura?. Debo aclarar que por ningún motivo este cuestionamiento aspira a justificar, aminorar o desestimar la brutalidad de la tortura política y sus implicancias psicosociales, sino que intenta contextualizar un fenómeno íntimamente relacionado a la tortura, a saber, la entrega de información y la delación. La complejidad de responder esta pregunta radica principalmente en que, más allá del posible entrenamiento que se pudiese –o no- recibir al respecto, tanto la tortura como la reacción de cada individuo es única. En 1978 tres mujeres medicas terminaron de escribir Tortura y resistencia en Chile, estudio medico-político (Reszcynski, et al. 1991), una investigación sobre 300 casos de tortura ocurridos en el primer año de dictadura. Ya en el título de su trabajo estaban las claves para aproximarnos al problema de la resistencia, a saber, la complicada ponderación de los factores médicos (corporales, físicos y psicológicos) y los políticos. La brutalidad con que opero la represión militar en los primeros meses después del golpe era impensada. Posiblemente ningún movimiento ni partido político pudo anticipar la vorágine con que los agentes militares reprimieron y torturaron a la población. Incluso 66

Es probable que esta sea una de las causas que expliquen el continuo crecimiento porcentual de los estudiantes víctimas de tortura que, para el tercer período, alcanzaron el 25% del total de víctimas.

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movimientos como el MIR, que promovían la lucha armada, suponían que ésta se daría dentro de un contexto de “guerra justa” (marcada por el Estado de Derecho) donde la tortura, como medio de lucha politica, era impensable (Vidal 2000). De este modo cabria suponer que la mayor parte de las víctimas (67,4%) nunca pudo tener siquiera acceso a información organizada que le ayudara a sobrellevar la tortura, es decir, anticiparse a la detención y prepararse par resistir. No obstante esto no significa que el primer periodo haya estado marcado por el inevitable quebrantamiento de cada torturado. El uso de chapas y biografías falsas es la primera barrera que precariamente articulan los detenidos para evitar la entrega de información. Por su parte, la misma situación de detención colectiva y tortura genera instancias donde se refuerzan las convicciones a no entregar compañeros, a no delatar. Sin embargo la efectividad de estas barreras estará condicionada a la combinación de factores fisiológico y ideológicos del detenido. El estudio de Reszczynski, Rojas y Barceló no da una razón única por la cual un detenido resista la tortura política, más bien enumera una serie de factores positivos que reforzaban el convencimiento a no delatar, entre ellos: “las actitudes combativas de los compañeros que llamaba a resistir; la rabia, el desprecio, el odio creciente frente a las evidencias constantes del brutal comportamiento del enemigo; una voz de aliento, una explicación, aclaraban de pronto el verdadero significado del enemigo y las consecuencia que a futuro tendría el no haber sabido resistir” (1991:161). En este sentido, resistir a la tortura es visto, en última instancia, como un problema existencialmente político donde mi vida solo es plena por oposición a la de mi enemigo (y viceversa). Esta tensión se hace evidente en el testimonio de un detenido que, tras largas y feroces sesiones de tortura, acepto acusaciones que le hacían sus torturadores Un día, cuando ya puede caminar, lo llevan al baño y lo dejan solo. Allí encuentra a un prisionero, hombre de edad, antiguo militante, a quien no conocía. El viejo lo aborda con afecto; él, en medio de su desesperada soledad le cuenta que había “hablado”. Jamás olvidará la respuesta: “lo pueden destruir a golpes compañero, pero si Ud. delata ya no será más un hombre, estará muerto de por vida”. Le bastaron estas palabras. Al enfrentar nuevamente el interrogatorio y la tortura, no solo no dice nada, sino que además logra desmentir lo ya dicho. No cede. Otra vez lo torturan hasta la perdida del conocimiento. (Reszcynski, et al. 1991:166)

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Ahora bien, en el periodo siguiente a los primeros meses de la dictadura, los partidos políticos rápidamente se vieron obligados a asimilar la tortura como un fenómeno basal dentro de la maquinaria represiva. Nuevamente es legitima la pregunta de sí fue posible elaborar estrategias –aunque sean precarias- de resistencia a la tortura política. Con la clandestinización de los partidos políticos de izquierda en 1973 bajo el DL nº 77, la posibilidad de articular instancias de “entrenamiento” para resistir la tortura se tornan altamente improbables; y si es que la hubo, ésta tiene que haberse orientado a un selecto grupo de cuadros políticos. Cualquier tipo de entrenamiento político en los primeros años de la dictadura significaba un enorme desgaste de recursos humanos y físicos, sin contar el peligro en que se ponía a los militantes clandestinizados. Aceptando las estadísticas del informe Valech (2004) (donde sólo el 69% declaró una militancia partidaria), la mayoría de las víctimas con filiación política declararon ser militantes de base en sus partidos (63%) y solo un 18,3% ejercía cargos de responsabilidad dentro del mismo (0,2% a nivel nacional, 5,4% a nivel regional y 12,1% a nivel comunal). De este modo podemos plantear que la mayoría de las víctimas nunca tuvo un “conocimiento” que les permitiera afrentar la tortura política, a la cual se enfrentaron únicamente con sus convicciones ideológicas. Pero no todos los partidos fueron de base, el MIR que aspiraba a serlo, al momento del golpe militar era predominantemente un movimiento de cuadros políticos con alguna formación militar. Como ya se dijo, la formación armada del MIR no contemplaba una lucha revolucionaria marginada del Estado de Derecho, por lo que el entrenamiento predictadura difícilmente contempló la resistencia a la tortura. Al ser el MIR (junto al FER y el FTR) uno de los objetivos principales de la DINA, su desarticulación fue relativamente rápida y eficaz. Así a finales de 1974, la represión había aniquilado prácticamente todo la estructura clandestina del partido y la posibilidad de formar nuevos cuadros militares en Chile era prácticamente nula67. Posiblemente, solo en el tercer periodo de la dictadura (1977-1990) existió una suerte de “entrenamiento” para resistir la tortura. Este se habría producido en el entrenamiento en Cuba de cuadros militares del FPMR y del MIR. En 1977, se planeo desde Cuba la operación retorno, que comenzaría a ejecutarse en 1980 con la internación de miristas a 67

“Después del 11 de septiembre de 1973 se calcula que el desbande de militantes inducido por el temor, la muerte, la prisión, el exilio y la salida precipitada del país de asesores extranjeros redujo al MIR a una red clandestina de unos 900 cuadros efectivos. Según el Informe Rettig, es al golpe” (Vidal 1999:101)

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Chile para iniciar una guerrilla en las cordilleras de Neltume y Nahuelbuta –operación que fue desarticulada en junio de 1981, debido al alto grado de infiltramiento de los servicios represivos en el MIR. Dos años más tarde comenzaría la internación clandestina de militantes comunistas, entrenados en Cuba y ex combatientes de la guerrilla nicaragüense, para a fines de diciembre de 1983 fundar el FPMR. No obstante, el contingente de oposición armada al régimen nunca alcanzó un número prominente de militantes. En la clandestinidad, es difícil imaginar el reclutamiento y formación de nuevos cuadros militares con el nivel de entrenamiento que se alcanzo a fines de los años `70 en Cuba. Así, las nuevas generaciones se vieron privadas –si es que existió- de un “entrenamiento” para hacer frente a la tortura política. Esto queda demostrado en el trabajo de Guerrero (1999) La tortura: poder y saber resistencial, donde investiga si los militantes de la oposición armada de fines de los ochenta manejaban información acerca de resistir situaciones de tortura. En las entrevistas grupales que realiza, se hace evidente que sus informantes nunca tuvieron una “educación formal” en torno a este tema, sino que por el contrario –antes de ser detenidos- ni siquiera pensaban en esa opción: “Yo insisto, nunca hubo una preparación dirigida, nunca hubo una cartilla que dijera, puta, prepárense pa` esto, pa` esto otro, lo demás eran simplemente imágenes que uno se hacia abajo la alternativa de caer muerto o caer preso” (Guerrero 1999:3435). No es posible estimar en cifras la cantidad de personas que se quebraron ante la tortura y entregaron compañeros al aparato represor, tampoco es posible calcular cuantos murieron bajo torturas por preferir callar. La opción que cada detenido tomó frente a ambos polos de la resistencia mezclaba una serie de factores de carácter fisiológicos y políticos. Si hubo un entrenamiento sistemático para afrontar la tortura, este fue marginal y desconocido para la mayoría de las víctimas, y a la hora de enfrentarse con el tormento primó la convicción personal antes que un adoctrinamiento partidisista. Pareciera que los escasos cuadros políticos que accedieron a este “entrenamiento” no pudieron reproducirlo a las nuevas generaciones, por lo que la idea de que el militante de movimientos armados no hablaba ante la tortura se convirtió en una mitología antes que en un hecho real. En palabras de un ex-FPMR, detenido y torturado durante los años 80: “Incluso hay experiencias tan vulgares, tan pencas con respecto a ese trabajo, que simplemente muchas veces esas dudas se obviaban con el simple decir que "el Rodriguista

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o el Combatiente en la tortura no habla". Lo cual era totalmente ajeno a la realidad, la mayoría de los combatientes que caían sí hablaban, sí entregaban información. Nunca callaban en su totalidad.” (Guerrero 1999:34)

Resta ahora revisar el arquetipo del torturador, para luego intentar dilucidar como puede problematizarse socialmente la experiencia límite de la tortura. d)Sobre el torturador Si la tortura es un área poco estudiada de la represión militar durante la dictadura, los torturadores representan el gran vacío. Son pocos los textos que se aboquen –como tema fundamental- a la comprensión del torturador, en tanto figura arquetípica de la represión. Por razones más o menos evidente, las áreas donde hubo reflexión sistemática del fenómeno de la tortura –jurídica y salud mental- prácticamente no incluyeron la perspectiva de los torturadores68 (entre los que si tratan el tema Pérez Arza 1990; Pesutic 1996). A su vez, el informe Rettig niega esta posibilidad doblemente: por un lado omite de manera explícita el estudio de los torturados y por consiguiente de su contraparte, los torturadores; por el otro, el informe se niega a emitir juicio sobre los responsable, al considerarlo atribución del poder judicial69. Gesto similar se producirá 13 años más tarde con el informe Valech, donde además de omitir explícitamente los nombres de los torturadores (borrándolos de los testimonios citados), se clausura –incluso para el poder judicial- el contenido de los testimonios entregados a la comisión70. Aun así existen importantes trabajos que no es posible desconocer, partiendo por “Pedagogía del Terror: un ensayo sobre la tortura” de Ricardo López y Edison Otero (1989), donde se intenta discriminar los factores que confluyen en la constitución del torturador. Otros textos significativos son los de carácter (auto)biográfico realizados a ex agentes de la dictadura (Arce 1993; Guzmán 2000; Merino 1994) que desde una perspectiva menos teórica, pero no por ella menos rica, permiten la comprensión de estos oscuros personajes. 68

Sólo en contadas excepciones, cuando el peso de la conciencia produjo crisis, algunos ex torturadores se acercaron a los centros de apoyo de diversas instituciones de derechos humanos, ingresando en la reflexión sobre el tema. 69 Ante esta negación de entregar públicamente los nombres de los responsables, se publica recientemente el libro “Informe Gitter: los criminales tienen nombre” de Julio Oliva (2003), donde haciendo un juego de palabra se lista a más de 4,000 nombres de agentes y colaboradores del régimen militar. 70 Días después de la publicación del informe Valech, la coordinadora de ex–presas y ex–presos políticos de Santiago hizo público el informe “Nosotros, los sobrevivientes acusamos” donde se entregan casi dos mil nombres de torturadores y colaboradores de represión dictatorial (incluyendo a abogados, médicos y periodistas).

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La figura del victimario es especialmente ambigua y difícil de tratar, probablemente porque se encuentra en la inflexión entre el Estado como constructo abstracto y omnipresente, y los individuos como personas de carne y hueso, con motivaciones, ideologías, valores, expectativas, etc. El victimario es fundamental para el Estado, al tiempo que mantiene una categoría residual, indeterminada y oculta. Por otra parte, en tanto persona, se constituye como un ser dual que se despliega en el límite entre la humanidad y la brutalidad. El torturador es, en sí mismo, la indeterminación. ¿Cómo aproximarse a este sujeto que se constituye en tanto excepción de un sistema social, y a la vez pasa a ser pieza central en la modificación del mismo?. Una entrada es la que propone su condición de sujeto indeterminado para la sociedad. Aquí podemos recurrir a la analogía que ofrece la figura del brujo como depositario de lo insólito, lo indeterminado: “El brujo era cuidadosamente educado en un sistema de doble personalidad para que, sin abandonar el mundo cotidiano, pudiera representar en él lo absolutamente extraño a la vida social” (Morandé 1987:120-121). La indeterminación se expresa como la posibilidad de desdoblarse, de vivir dos vidas antagónicas sin que sean conflictivas, permear la barrera sin entrar en crisis. Suerte parecida corre el torturador en su configuración de sujeto indeterminado. Sin quitarle el peso a su responsabilidad individual en la violación de los derechos humanos, podemos plantear su condición de victimario en tanto producto de un aparato de Estado, “de una cuidadosa educación”, de la introyección de “valores” específicos. Los organismos de “inteligencia” del régimen militar, así como sus homólogos en otros países latinoamericanos, mantuvieron una extensa red no sólo de cooperación para la represión (como la operación Cóndor), sino de endoculturación –abarcando ideologías y metodologías destinadas a hacer de los servicios de inteligencia armas efectivas en contra de la subversión71-. El torturador es el resultado de una cuidadosa educación que incluye la racionalización y naturalización de la violencia. 71

El caso más clásico es el de la llamada “La escuela de las Américas” (SOA) que funcionó en Panamá desde 1946 y en 1984 se trasladó a Georgia. En 1996 “el Pentágono dió a conocer siete manuales de entrenamiento en español utilizados por el SOA hasta 1991” donde “se recomendaban técnicas de interrogación como la tortura, la ejecución, el chantaje, y la detención de familiares de los interrogados” (School of American Watch 2004). Pero, además, existieron apoyos directos entre los países, como es el caso de Brasil y Uruguay que entraron tempranamente en regímenes autoritarios y asistieron técnicamente a sus vecinos; para una comprensión gráfica, ver la película “Estado de sitio” de Costa Gavras.

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Sobre esta construcción –mediante una pedagogía- del sujeto torturador, López y Otero (1989) han distinguido al menos cuatro factores formales necesarios (que no son deterministas ni suficientes) para su producción72: 1) La subvaloración de la víctima se produce mediante la instalación del prejuicio, por el cual los individuos dicotomizan el mundo en dos grupos humanos; la actitud hostil hacia fuera es el inverso de una lealtad incondicional hacia la propia colectividad, de este modo la hostilidad se transforma en cohesión sentimental y emotiva con el grupo de pertenencia. La noción de prejuicio se desarrolla escindida de la verdad o falsedad de sus contenidos, más bien utiliza imágenes detenidas, ancladas en la memoria, denominadas “estereotipos”. Así, cuando cualquier contradicción amenaza la integridad del grupo, ésta se racionaliza para acomodarla –mediante distorsiones- a los estereotipos. Es en tiempos de incertidumbre y crisis social que el mecanismo del prejuicio se acentúa. 2) La obediencia a la autoridad refiere a la estructura en la que se entrama el torturador. La decisión de torturar no es espontánea, casi siempre viene bajo la forma de una orden. Quien ejecuta la tortura se justifica al haber actuado bajo esa orden. La disolución del individuo en una relación orden y obediencia, implica la existencia de una organización que se estructura jerárquicamente. Esta organización tiende a ser piramidal, donde a medida que se desciende va aumentando la obediencia, al tiempo que se disuelve la responsabilidad. En estas estructuras, sumadas a la lógica del prejuicio, se produce un traspaso de conciencia del individuo a la institución. 3) La adhesión ideológica. Entendida esta última como un sistema de creencias y respuestas ya establecidas que se hallan dadas y a las que se adhiere sin cuestionamiento. Los autores conciben la ideología como un enmascaramiento, encubrimiento y ocultamiento de intereses al cual, no obstante, no se puede rehuir. Las ideologías son de alcance universal, trascendentales, por lo que refieren a sistemas cerrados y coherentes de explicación de los fenómenos, son de validez total y permanente, y pretenden ser verdaderas y definitivas. La adhesión –por la vía institucional- a un sistema ideológico se transforma en un proceso sentimental y no racional. Al mismo tiempo que la institución asegura la permanencia de la ideología, mediante la construcción de un cuerpo doctrinario que norma la conducta y la acción de los adherentes. Transformada en doctrina, la ideología no permite y combate cualquier actitud crítica. De este modo, la ideología se trasforma en un refuerzo necesario para la organización y el individuo prejuiciado.

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Cabe destacar la similitud entre estas categorías y las que desde la experiencia médica elabora Pérez Arza (1990), a saber: deshumanización de enemigo, habituación a la crueldad, obediencia automática, oferta de impunidad y oferta de poder.

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4) El contexto de impunidad. Éste se despliega sobre diversos planos: primero, la masificación y naturalización de una ideología determinada amplía de forma considerable la impunidad sobre los actos de violencia, pues ésta se ve largamente justificada y aceptada, lo que reduce las instancias censoras. Luego, al operar en la clandestinidad, con la ausencia de una fiscalización institucional, el acto violento (tortura) queda completamente oculto. Por último la responsabilidad es disuelta en la estructura.

Si bien estos factores no pueden ser leídos de forma independiente, pues funcionan de forma complementaria reforzándose mutuamente, es en el contexto de impunidad donde se remarca la indeterminación social que adquiere el torturador: el actuar marginado de la legalidad, su clandestinización y ocultamiento, tiene como contraparte una vida pública que debe coordinar sin que ambas se interfieran. Entramado en una red jerárquica y oblicua, los torturadores se desdoblan para justificarse ante la sociedad. La familia y los amigos desconocen el contenido de la actividad laboral, para ellos es solo un funcionario cercano al Gobierno; tanto así que, para no levantar sospecha, los torturadores de la Venda Sexy cumplían un horario de trabajo similar al de cualquier oficina. Pero la especificidad con que se inviste el oscuro oficio deviene en problemática incluso para el Estado (esa suerte de trascendencia que da sentido al brujo/torturador), quien simula organismos alternativos que justifiquen los honorarios “especiales”. Es así como la DINA crea diversas empresas fachadas con que paga a sus planas de empleados; entre ellas se encuentran “Pesquera Arauco”, “Conpala Ltda.”, “Servicios Industriales Elissalde y Poblete Ltda.”, “Pesquera Chile” y “Pedro Diet Lobos” (Oliva 2003). El torturador, una figura importante que vincula la inmanencia represiva con la trascendencia del Estado totalitario, es constantemente protegido y encubierto, pero sin embargo –a la larga- se transforma en una categoría residual para la institución represiva. En este sentido existen figuras paradigmáticas, como la de Osvaldo Romo Mena, personas que sin una preparación militar se introducen violentamente en un rígido mundo de jerarquías y lealtades, donde la orden se sobrepone al individuo. Romo es un sujeto de origen poblacional que rápidamente llega a codearse (desde su posición subordinada) con Manuel Contreras, uno de los hombres más importantes del régimen militar; su conocimiento poblacional hace de él una bisagra que articula y hace efectiva la represión Estatal a nivel micro; pero este mismo sujeto es abandonado cuando el régimen deja de sustentarse.

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Me pareció más bajo que en mi recuerdo y cuando encorvado y arrastrando una pierna, con sus ojos llorosos me dijo ¿me perdonaste? Supe que el hombre de mi recuerdo, ese asqueroso, sucio, grosero, de uñas roídas que me causó mucho dolor y repugnancia en el año 74, es una persona que en ese gesto me demostró que el Osvaldo Romo que todos conocen, y que sin duda fue un torturador y violador implacable, representa el “hombre desechable” que la DINA necesitó para sus productos de aniquilamiento (Arce 1993:142)

Olvaldo Romo, el “guatón” Romo, es uno de los pocos relatos editados que existen sobre los torturadores y su vida en dictadura73. Este personaje es paradigmático no sólo en su condición de producto, sino en su dualidad: al ser civil, y no militar, la idea de esta doble personalidad (necesaria para los funcionarios de los servicios de “inteligencia”) se expresa nítidamente: padre de familia en las noches, torturador en el día; es decir, lo que para algunos es un ser humano afectuoso y cercano, para otros es un animal “asqueroso, sucio y grosero”. Además, su condición de civil lo hace mantener una vida social y familiar exenta de la tradición militar que rige a la mayoría de los miembros de los organismos de “inteligencia”. Romo es de clase socio-económica baja, lo que a la hora de plantearse discursivamente en tanto sujeto torturador es decisivo. Su origen marginal y su temprano encuentro con el sistema punitivo-represivo74, lo lleva a minimizar la tortura en cuanto acto inhumano: “Periodista:- Pero, torturaste a muchas. Romo:- ¡No! Yo no torturé. Torturé, torturar, es lo que dice la gente, torturar, eso que te vuelvo a decir; eso es una fantasía creada por los organismos internacionales. (P):- ¿Aplicar corriente? (R):- Yo creo que aplicar corriente no es torturar. (P):- Eso, ¿no es torturar? (R):- ¡No! Yo creo que no, por que entonces el noventa por ciento de los que están aquí en la penitenciaria fue torturado. Porque todos los maquinaron. No hay ni un preso que esté aquí que diga oye, no, yo grité. Tiene que ser muy cobarde, muy maricona la persona para que oye, yo voy a entregar todo” (Guzmán 2000) 73

El libro es “Romo, confesiones de un torturador” de Nancy Guzmán, también están los textos de Marcia Alejandra Merino, la “flaca” Alejandra, Mi verdad: más allá del horror... yo acuso, y el de Luz Arce, El Infierno, que si bien no son torturadoras de “primera mano”, deciden colaborar abiertamente con el sistema represivo. 74 En su juventud, antes de 1973, Romo fue detenido en un acto delictual por investigaciones, donde fue torturado. Ver Nancy Guzmán (2000)

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Sin intenciones de justificar o minimizar la tortura, el testimonio de Romo permite ver nítidamente que para el victimario –en tanto agente represivo del Estado- la tortura se ha naturalizado de manera radical, llegando a ser considerada práctica legítima del sistema punitivo-penitenciario75. Esta codificación cognitiva no se produce solamente en el ámbito individual, sino que es parte de una educación institucional con correspondencia doctrinaria. De este modo, ver a los torturadores como entidades individuales y autónomas sólo es útil desde una perspectiva arquetípica, más para su comprensión cabal es indispensable preguntarse por el conjunto. El torturador no es sólo una colectividad, en tanto se entrama en una institución que lo protege, encubre y respalda; el torturador es una colectividad desde que el tormento es aplicado por un equipo: el carcelero que saca al detenido de su celda y lo conduce a la sala de torturas; el guardia que lo recibe con insultos y golpes, y lo ata a la parrilla; el oficial que lo interroga preguntando insistentemente el paradero de otro militante; el soldado que acciona la corriente eléctrica; el médico que examina un cuerpo exhausto para saber cuánto más resistirá, etc. Son equipos complejos, de alta especialización y cohesión interna, que trabajan por turnos y de forma rotativa76. Estos equipos de tortura se entraman en las estructuras jerárquicas de los diversos organismos represivos, estableciendo imbricados vínculos con instituciones externas, como son los “fiscales o funcionarios subalternos de los tribunales ad-hoc” (Madariaga 1990:75). El equipo de tortura generalmente se inscribe en instituciones particulares, por lo que es indispensable preguntarse por las orgánicas que funcionaron durante la dictadura. La mayoría de las entidades represivas se inscriben administrativa y jurídicamente dentro de alguna de las ramas de las Fuerzas Armadas y de Orden; casi todas son organismos de inteligencia con una alta cuota de autonomía, lo que motivó a que los altos mandos adoptaran políticas de rotación de personal, con el fin de mantener cierta dependencia institucional hacia las F.F.A.A.. La actuación de estos organismos se inscribe dentro de la 75

Sobre la naturalización de la tortura en el sistema penitenciario y su homologación a la tortura política, reflexiona Hernán Vidal (2000) en “Chile: poética de la tortura política”. 76 Tal es el grado de especialización de estos equipos que se controla hasta el mínimo detalle de la detención: “En los centros de reclusión y en particular en las casas de interrogatorio tortura, se van creando progresivamente condiciones especiales seleccionadas para cada prisionero político, de acuerdo a dos hechos fundamentales: 1)Quien es el prisionero que se va a torturar, 2)Cual es el tipo de tortura especifica que se va a aplicar selectivamente sobre él. De este modo aparece una nueva situación de trasfondo que hemos llamado Condicionada, porque es una situación especialmente preparada de acuerdo a la técnica de tortura que se va a aplicar y para que esta sea más eficaz” (Reszcynski, et al. 1991:122)

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Doctrina de Seguridad Nacional, que plantea –como se señaló anteriormente- la existencia de una guerra permanente contra el comunismo internacional, pero ésta no sería una guerra militar sino que civil e interna (Derechos Chile 2004). Las diversas orgánicas represivas no actuaron homogéneamente a lo largo de la dictadura; su génesis, modificaciones y disolución se debieron a los variados contextos políticos que atravesó el país; así, durante los primeros meses del golpe fueron principalmente “servicios de inteligencia” local los que se articularon en torno a la represión política. El SIN, SIM y SIFA (Servicios de Inteligencia Naval, Militar y Fuerza Aérea, respectivamente) prestaron su asistencia desde el mismo día del golpe de estado, desarticulando primero la oposición interna a las F.F.A.A. y luego la interna al país. Estos organismos están íntimamente ligados a la gestación de la DINA –que se creó con personal de las tres ramas del Ejército- y fueron cruciales en la represión hasta que ésta fue operativa. En los inicios de la dictadura, se creó la SICAR (Servicio de Inteligencia de Carabineros) que en un primer momento tuvo la misión de investigar la adhesión de la institución al gobierno depuesto, pero luego se transformó en un activo colaborador de la DINA. La DINA surge el 14 de junio de 1974, con la promulgación del Decreto Ley 521, donde se consagra como una entidad autónoma con presupuesto propio y dependiente directamente de la Junta Militar. Estuvo bajo las órdenes de Manuel “Mamo” Contreras Sepúlveda hasta el 13 de agosto de 1977 cuando es disuelta debido a las presiones internacionales que acusan a la DINA de perpetuar el asesinato de Orlando Letelier y Ronnie Moffit en Washington (21-9-76). La DINA representa la etapa más dura de la represión organizada que el régimen militar articuló. Si bien es el período que cubre los últimos cuatro meses de 1973 donde que se registra la mayor densidad de violaciones a los derechos humanos –1.213 personas murieron o desaparecieron en manos de agentes del Estado (Lira y Castillo 1991) y 18.364 personas fueron torturadas según el informe Valech -, es con la DINA que el estado de excepción en el que se desarrolla la represión inicial adquiere el anquilosamiento institucional, naturalizando la violencia sistemática del Estado. En el segundo periodo de la dictadura (1974-1977) la DINA intentó hegemonizar la represión del régimen, cayendo en el descrédito de los otros servicios de inteligencia (principalmente el SIFA y el SIM). Tanto es así, que a mediados de 1974 Edgardo

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Ceballos Jones propuso a la dirección del MIR un “acuerdo” para detener la masacre de sus cuadros, pues consideraba que los servicios de inteligencia ya habían desarticulado las estructuras fundamentales de dicho partido77 (Vidal 1999). Tal es la repugnancia que produjeron los métodos de Contreras entre algunos sectores de la oficialidad que “se presume incluso que el Servicio de Inteligencia Militar (Ejercito-SIM) llegó a intentar el asesinato del general Contreras” (Vidal 1999:124) Durante este periodo también operó el Comando Conjunto. Esta fue una agrupación de inteligencia que maniobró de forma clandestina, sin reconocimiento legal, entre los 1975 y principios de 1977 (Derechos Chile 2004). Estuvo integrada en su mayoría por agentes del SIFA, a los que más tarde se le unirían algunos miembros de la SICAR, SIN y DINE. Su principal objetivo fue la desarticulación del partido y las juventudes Comunistas, así como la fuerza central del MIR (Derechos Chile 2004; Oliva 2003). Tras la disolución de la DINA, se crea el 13 de agosto de 1977, bajo el Decreto Ley 1.878, la Central Nacional de Informaciones (CNI). Este organismo fue la continuación institucional de la DINA, pero a diferencia de ésta la CNI era un organismo militar vinculado al gobierno por medio del Ministerio del Interior, es decir, dependía directamente del Presidente de la República. El mismo decreto que la fijaba como sucesora del patrimonio y personal de la DINA, le daba un carácter mixto (civiles y militares) y, en teoría, limitaba su actuar al poder judicial: la CNI podía detener sólo sobre la base de una orden judicial, pero en la práctica hacía uso de la facultad de “detener preventivamente” (Derechos Chile 2004; Oliva 2003). La infraestructura con que operó la CNI sobrepasó con creces a la empleada por la DINA, pues articuló una red a escala nacional con centros de detención en todas las grandes ciudades. A diferencia de la DINA, su dirección cambió constantemente: en los primeros momentos estuvo a cargo de Manuel Contreras, luego Oldaniel Mena Salinas (1977-1980), Humberto Gordon Cañas (1980-1986), Hugo Salas Wenzel (1986-1989), Humberto Leiva Gutierrez (1989), y Gustavo Abazúa Rivadeneira (1989-1990). En 1980, 14 personas fueron secuestradas por un grupo autodenominado COVEMA (Comando de Vengadores de Mártires). En la operación, uno de los secuestrados muere

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El acuerdo consistía en deponer las armas y exiliar a los militantes. No obstante, “la tregua fue rechazada por Miguel Enríquez, puesto que habría clausurado definitivamente toda significación política para el MIR” (Vidal 1999:123)

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a causa de las torturas inflingidas. El escándalo obliga al gobierno a investigar y en una declaración conjunta de la CNI y Carabineros se determina que COVEMA está integrada por personal de Investigaciones. Al parecer se trataría de un grupo constituido tras la muerte del coronel Roger Vergara, director de la Escuela de Inteligencia del Ejército (Oliva 2003). Es evidente que todos estos organismo mantuvieron un continuo vínculo con sus superiores jerárquicos dentro de las FFAA, es decir bajo las ordenes directas de la Junta Militar. Como el mismo signo de la DINA lo representa, constituyeron el puño de acero del gobierno dictatorial. De este modo, cuando Pinochet asumió la presidencia, la recientemente formada CNI ya dependía del Ministerio del Interior. Tras la delimitación tanto del grupo en que se ubican las víctimas de la tortura como sus victimarios, cabe preguntarse si es posible trazar un vínculo entre el torturado y la sociedad; es decir, preguntarse si es que la experiencia víctima ante su torturador se entrama de alguna forma particular en la colectividad o si en cambio ésta queda suspendida de sus relaciones sociales. Para responder esta interrogante, creo que es fundamental iniciar el camino desde la significación social que pudiera tener la experiencia vivencial de la tortura. e)El testimonio del límite y la problematización social de la tortura La tortura es una experiencia límite, al ponerse en juego sobre la línea que divide la vida y la muerte. Límite, en tanto que la ejecución (cámara de gases, silla eléctrica, horca o guillotina) es el paso siguiente a la tortura, o desde otra perspectiva, su maximización al infinito (Foucault 2000; López y Otero 1989 entre otros); situada en el margen, a un paso de la muerte, cuestiona constantemente el sentido de la vida. Las torturas practicadas en centros clandestinos durante la dictadura, siempre tenían como trasfondo la posibilidad de la desaparición, es decir, de ser eliminado por los captores. Pensar al desaparecido implica pensar al torturado, y así, cualquier significación social que se le quiera dar a la figura del torturado, pasa por la imagen de alguien que ha vivido en carne propia el límite social78. 78

Para Morandé (1987), la contradicción entre la vida y la muerte es tomada como material simbólico para expresar y comprender la contradicción entre naturaleza y cultura (sociedad), el tránsito de la animalidad a la humanidad, y la distinción entre inmanencia y trascendencia, es decir, en la oposición vida/muerte se evidencia el “sentido” y el límite de la vida humana (social y cultural). Pero hay que tener claro que “la muerte

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Pero definir la tortura como una situación límite trae consigo ciertas preguntas que son, de alguna forma, inevitables: cómo aproximarnos a esta experiencia límite, cuál es su contenido real, qué implica este contenido y cómo éste es socialmente comunicado. Es decir, siendo redundante, delimitar la experiencia límite y su socialización. Franz Hinkelammert ha puesto en evidencia que los conceptos límites –que se constituyen en coordenadas espacio temporales trascendentales- están marcados por la imposibilitad de su realización en el espacio-tiempo histórico (en Morandé 1987); de modo análogo, las experiencias que llamamos límite –como la tortura- son solamente aproximaciones históricas al misterio que encierra cualquier sentido que se le dé a la vida. No son muchas las instituciones y dispositivos que problematizen el límite social, seguramente porque la lógica institucional sitúa a la supervivencia de la misma en la cima de sus prioridades y traspasar impulsivamente el límite significa, en algún sentido, el fin de toda organización. Así, probablemente la institución más largamente estudiada con estas características es el sacrificio ritual: donde el límite se experimenta colectivamente al vivir la muerte de la víctima sacrificial como una representación vicaria de la muerte social (Morandé 1987); lo que al ser sólo una representación simbólica del límite social, permite la continuidad institucional sin que la colectividad sea puesta en peligro. Comparar el sacrificio con la tortura política, o mejor dicho, entrar a la tortura mediante el sacrificio es una tarea arriesgada, en tanto se homologan instituciones que tienen una significación y valoración social completamente distinta. El sacrificio (acto de generación de lo sagrado) trabaja sobre el límite para constituir lo trascendente y de este modo el valor social. El sacrificio ritualizado es un modo efectivo de realización del valor social. La tortura, por su parte, está lejos de constituir un valor, es más, postulamos claramente que encarna un anti-valor social; y si bien ha sido conceptualizada como un acto ritual (Vidal 2000), su problematización del límite no está directamente relacionada con la noción de una trascendencia social, sino que traza los márgenes de la inmanencia. Es indudable que la capacidad de ambas instituciones de problematizar el límite no se debe a una coincidencia formal, sino al vínculo que establecen con la violencia social.

sólo tiene sentido como límite en el plano de la cultura. En él, se trasciende la pura cuestión objetiva de la sobrevivencia –que es el plano de la muerte en el contexto de la animalidad– quedando abierta la pregunta por el sentido de la muerte propia y de la ajena” (Morandé 1987 : 90-91), es decir la muerte de la colectividad.

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Morandé plantea que la violencia política sería producto de la negación de la dimensión ritual de la muerte, un intento secularizador por ocultar y disolver el sacrificio en la esfera política, al cual el sacrificio se resiste (Morandé 1987:89-90). Esta óptica plantea que la emergencia reiterada de la violencia política sería una consecuencia de esta negación, situando al sacrificio con anterioridad a la violencia. Pero es René Girard (1982; 1993) quien deconstruye la naturaleza sacrificial, circunscribiéndola a un mecanismo social por el cual se controla la violencia intestina que genera una crisis mimética. El autor muestra el doble movimiento con que el sacrificio canaliza la violencia social: por una parte construye arbitrariamente una víctima como la responsable de la violencia79; por otra, produce la trascendencia al divinizar el efecto apaciguador que la muerte de la víctima provoca en la sociedad: post facto la víctima culpable es sacralizada. Como se deja entrever en el mecanismo sacrificial, la carga simbólica que se pone en juego descansa en la construcción social que se haga de la víctima de la violencia; y creo que es aquí donde la entrada sacrificial permite establecer un vínculo con la tortura. La consideración girardiana de que la víctima es arbitrariamente seleccionada, tiene como contraparte su inocencia; pero esto último no se plantea como una consecuencia sino como un imperativo. Si la víctima es arbitraria, todos podemos ser potencialmente la víctima, es decir, se nos abre la posibilidad de establecer un vínculo sensible con su muerte para experimentar socialmente el límite. A las mismas conclusiones llega George Bataille quien expresa que “la muerte de la víctima sacrificial es también la representación de la muerte propia”, es decir, “en la víctima, todos somos iguales” (en Morandé 1987:97 y 117); ambos atributos refieren a la potencial permutabilidad de la víctima, pues no importa quién sea, su muerte desencadena una experiencia colectiva tan grande y potente que permite visualizar la representación de la muerte propia y también colectiva –el límite de la vida y el límite social- a quien participa del sacrificio (en tanto espectáculo). Desde una perspectiva social, no está en la víctima sino en la transferencia de la experiencia la efectividad del dispositivo, y por lo tanto la elección de aquella es en sí arbitraria.

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La selección de una víctima específica y no otra, es un acto arbitrario pues la efectividad del sacrificio no depende del hecho mismo sino de la transferencia social que él produce. Para mayor detalle ver nota nº20

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Con los párrafos anteriores se deja ver una distinción fundamental que se debe considerar en cualquier aproximación a la tortura política desde las teorías sacrificiales: ésta es la oposición entre lo público y lo privado, entre el acto espectacular y el dispositivo secreto. Como se vio anteriormente, la tortura en la historia realiza un doble movimiento: de la función judicial a la política, del espectáculo al secreto. Es así que, desde el nacimiento de la prisión moderna, el tormento como juego del poder soberano, deja definitivamente de ser un acto público y se recluye entre cuatro paredes. Esto significa una pérdida de la eficacia del gesto demostrativo, pero por otra parte instaura un velo más entre las redes del poder soberano y el ciudadano anodino. La sustracción del espectáculo establece una brecha entre la víctima de la tortura y del sacrificio ritual que repercute directamente sobre la eficacia simbólica del dispositivo. La desaparición de la escena pública generalmente produce que la intensidad con que socialmente se problematiza el límite decaiga, pues la colectividad queda disociada de la experiencia. Desde la perspectiva sacrificial sabemos que en los tiempos de menor eficacia es cuando mayor densidad adquiere el mecanicismo80, de modo similar, para que la tortura política se esparza como un murmullo por la sociedad debe posee un alto espesor cuantitativo. Si esto es así, cualquier aproximación a las víctimas de la tortura política desde una comparación con el sacrificio ritual, debe incluir en la ecuación una alta densidad de víctimas para que la problematización del límite social interpele a la colectividad. Efectivamente, las víctimas de la tortura política moderna nunca surgen, como ocurre en el sacrificio, de manera individual; deben ser decenas, cientos o miles para que la colectividad entera se conmocione ante este cruel mecanismo. Tanto es así que cuando la tortura concurre en los sistemas penitenciarios, de forma cotidiana pero en menor proporción, la sociedad no la asimila como un problema colectivo sino que la racionaliza como perteneciente a un segmento social: la delincuencia marginal. Pero la sustracción del espectáculo plantea un segundo problema, a saber, cómo se media la distancia entre la experiencia dentro del centro clandestino de tortura, y la colectividad donde se genera y problematiza la experiencia del límite social. Esta

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Un ejemplo clásico es el del imperio Azteca, que en sus días de decadencia aumentó de forma vertiginosa el número de sacrificios humanos realizados diariamente.

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mediación, entre dos coordenadas físico/temporales, sólo es posible a través de la figura del testigo que el torturado encarna81. ¿De qué es testigo el torturado que socializa su experiencia en un centro de detención? ¿Cuál es el contenido simbólico de su testimonio? Ésta es una de las preguntas centrales en toda aproximación al fenómeno de la tortura política, así como cualquier experiencia de violencia análoga. Giorgio Agamben (2000) ha reflexionado sobre la función del testimonio en situaciones límites. El contexto a partir del que escribe es el de los campos de concentración Nazi, especialmente Auschwitz, pero su análisis es perfectamente aplicable a lo que ocurrió en Chile dentro de los centros clandestinos de detención y tortura82. Para Agamben el campo puede ser concebido como “una serie de círculos concéntricos que, similares a las olas, rozan sin cesar un no-lugar central” (2000:53); el límite externo de este no-lugar lo componen los individuos que han sido seleccionados para ser eliminados (lo que en el caso chileno podrían ser los ejecutados políticos o las víctimas de tortura con las que se han ensañado de forma extrema), pero el interior está marcado por una “zona gris” que expresa lo inenarrable de un campo83. Es en esta zona gris donde se pone en juego la experiencia límite que se vive en el campo/centro de detención. Cómo aproximarnos a este círculo marcado por lo inenarrable. Agamben lo analiza a partir de ciertas figuras arquetípicas que componen la zona gris en Auschwitz: el

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La figura del testigo sobrepasa a la mera imagen del torturado, también están los detenidos, los torturadores, y toda persona que transita y vive la situación dentro de un centro de detención. Por razones de la investigación me interesa trabajar exclusivamente la superposición que se produce entre el testigo y el torturado. 82 El análisis de Agamben sobre el campo (Auschwistz) presupone una doble condición: por un lado es un centro de reclusión y por otro un campo de exterminio. En este sentido, cualquier comparación con la realidad chilena debe tener en cuenta que si bien son innegables las ejecuciones políticas y las muertes por torturas reiteradas dentro de los centros clandestinos de detención, no hubo una política de exterminio como en el régimen Nazi, por lo que las proporciones de uno y otro fenómeno son considerablemente distintas. 83 La categoría de lo inenarrable se funda en la existencia de dos estatus de testigo: el testigo integral, que “son los que no han testimoniado ni hubieran podido hacerlo. Son los que han tocado fondo”; y el seudotestigo, el superviviente, que “hablan en su lugar [del testigo integral], por delegación: testimonian de un testimonio que falta” (Agamben 2000:34). El problema paradigmático que encierra el testigo integral es expresado en la paradoja planteada por J. F. Lyotard en Le différend: “Haber visto realmente “con sus propios ojos” una cámara de gas sería la condición que otorga la autoridad que ha existido y de persuadir a los incrédulos. Pero todavía sería necesario probar que mataba en el momento en que se vio. Y la única prueba admisible de que mataba es estar muerto. Pero, si se está muerto, no se puede testimoniar que ha sido por efecto de la cámara de gas” (Lyotard en Agamben 2000:34-35). Así, el testimonio de un torturado (superviviente, seudotestigo) es siempre un testimonio de una incompletitud, de una experiencia límite que guarda la huella de la imposibilidad de testimoniar, de lo intestimoniable, de la zona gris.

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musulmán y los sonderkommando84. Si bien no se conoce la existencia reiterativa de imágenes tan descarnadas en el caso chileno, la aproximación que hace el autor permite comprender las tensiones que imperan dentro del campo/centro de detención. La encarnación de la zona gris representa la voluntad política de despojar al hombre (y a la mujer) de su humanidad, manteniendo solamente la apariencia de hombre; esto, porque “en rigor, en el acto de matar, el poder se suprime a sí mismo: la muerte del otro pone fin a la relación social. Por el contrario, al someter a sus víctimas al hambre y la degradación, gana tiempo, lo que le permite fundar un tercer reino entre la vida y la muerte” (Sofsky en Agamben 2000:48)

Este “tercer reino” se constituye como un umbral extremo y extenso en el límite entre la vida y la muerte, un espacio fundado en la indeterminación entre la humanidad y la no humanidad, “la vida vegetativa y la de relación, la fisiológica y la ética, la medicina y la política” (2000:49). El sentido del campo –al igual que el centro de detención- está marcado por esta lucha constante entre la víctima y el victimario, que intenta desplazar a aquella hacia el límite biológico del cuerpo, donde cualquier imperativo social ha sido brutalmente escindido. Es el intento –y experimento- por prolongar la vida a niveles en que cualquier rasgo de humanidad sea puesto en duda, donde las categorías sociales (y jurídicas) de responsabilidad y ética quedan suspendidas; pero esta zona de irresponsabilidad, no se ubica más allá de bien y el mal (en un espacio/tiempo trascendental), sino por el contrario como plantea Levi (1988), está ubicada en un más acá, en el espacio inmanente del infrahombre. El cuestionamiento del límite social de la violencia política no busca, como en el sacrificio, establecer un vínculo con el

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El musulmán es una figura reiterativa en los testimonios de supervivientes a los campos de concentración nazi, y se refiere “al prisionero que había abandonado cualquier esperanza y que había sido abandonado por sus compañeros, no poseía ya un estado de conocimiento que le permitiera comparar entre el bien y el mal, nobleza y bajeza, espiritualidad y no espiritualidad. Un cadáver ambulante, un haz de funciones físicas ya en agonía” (Améry en Agamben 2000:41). Por su parte, los sonderkommandos (escuadra especial) era un “grupo de deportados a los que se confiaba la gestión de las cámaras de gas y de los crematorios. Eran los que tenían que conducir a los prisioneros desnudos a la muerte en las cámaras de gas y mantener el orden entre ellos; sacar después los cadáveres con sus manchas rosas y verdes por el efecto del ácido cianhídrico, y lavarles con chorros de agua; comprobar que no hubieran objetos preciosos escondidos en los orificios corporales; arrancar los dientes de oro de las mandíbulas; cortar el pelo de las mujeres y lavarlo con cloruro de amoniaco; transportar los cadáveres a los crematorios y asegurarse de su combustión y, por último, limpiar los hornos de los restos de ceniza” (Agamben 2000:24)

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trascendente, le basta con demostrar los límites de la inmanencia a los que puede llegar la degradación humana. Por otra parte, y de forma complementaria, Agamben propone que si para la teología y la filosofía el límite funda y valida el orden inmanente, el estado de excepción –en tanto situación límite- funda y valida el orden jurídico normal; pero sabemos que: por una parte, la situación del campo –así como en los centros clandestinos de detención y tortura- es de un estado de excepción permanente; y por otra, que el humano tiene la sorprendente y perversa capacidad de adaptarse (mediante la naturalización) a las situaciones extremas. Así, la conjugación de ambas circunstancias produce, en el campo/centro de detención, la tendencia a convertir en hábito la experiencia del límite85. Bajo estas circunstancias, son las instancias de normalidad (entendida como antinomia del estado de excepción) las que evidencian el verdadero horror de centro de detención. La reducción del hombre (y la mujer) en su grado más extremo, la adaptación a la excepción, la indeterminación de lo infrahumano no sólo cuestiona el sentido de la humanidad y de la especie, sino que le niega toda dignidad a la vida humana y lo que es peor (si es que hay algo peor), le niega la dignidad a la muerte. La zona gris del campo pone en evidencia una paradoja antropológica constituyente, a saber que “la potencia humana confina con lo inhumano, el hombre soporta también al no-hombre [...] Esto quiere decir que el hombre lleva en sí el sello de lo inhumano, que su espíritu contiene en el propio centro de él, la herida transfixante (sic) del no-espíritu” (Agamben 2000:80). Es esta paradoja la que encarnan los sujetos que transitan por la zona gris (el musulmán o los sonderkommando) y que a su vez se inscribe en los testimonios como lo inenarrable de la experiencia límite vivida en el campo. Surge la pregunta por la naturaleza que adquiere la zona gris en la experiencia chilena, es decir, cuál es el momento en que la degradación del detenido llega al límite de despojar sus rasgos de humanidad sin producir su muerte, fundando un “tercer reino entre la vida y la muerte”. A diferencia de la experiencia nazi, en que el ghetto y el campo constituyeron 85

“Es esta tendencia paradójica a convertirse en su contrario lo que hace de verdad interesante la situación límite. Mientras el estado de excepción y la situación normal están separados en el espacio y en el tiempo, como es habitual, permanecen opacos, aunque en secreto se refuerzan mutuamente. Pero tan pronto como se muestran de forma abierta su convivencia, como sucede hoy de forma más frecuente cada vez, se iluminan entre ellos, por así decirlo, desde el interior. Esto implica, sin embargo, que la situación extrema no puede servir de criterio de distinción [...], sino que su lección es más bien la de la inmanencia absoluta, la de ser ” (Agamben 2000:50).

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la norma en la represión contra los judíos, en Chile la noción de relegar grandes poblaciones no perduró: el Estadio Nacional funciona sólo unos cuantos meses, e Isla Dawson nunca mantuvo un número muy elevado de prisioneros. La detención en los centros clandestinos de reclusión y tortura sólo ocasionalmente se prolongan por más de uno o dos años, su uso es transitivo y por lo mismo no se puede esperar a que el tiempo actúe invariablemente sobre los cuerpos. A diferencia del campo de concentración, la degradación tiene que ser forzada y el camino es la tortura sistemática. Los círculos concéntricos que se desplazan lentamente hacia ese no-lugar llamado zona gris, en el centro clandestino de detención, están inevitablemente marcados por la tortura; la degradación del cuerpo y el límite que marca el ingreso a ese “vértice anónimo [...][que] lleva impresa la verdadera efigie del hombre” (Agamben 2000:53), es producto del ensañamiento y no una consecuencia de la desnutrición y el abandono. De este modo, vivir en la zona gris, vivir el y en el límite, es vivir permanentemente la experiencia de la tortura en su potencia. Por esto, de cierta manera, el torturado es nuestro musulmán86. 86

Morandé, ha pensando la estrecha relación que existe entre la administración de la violencia y la especifidad cultural. “La identidad de cada cultura particular depende en gran medida de la manera en que ella exprese u oculte el sacrificio y de las instituciones que cree para administrarlo” (1987:92) [frase que debe ser entendida en el contexto de que para Morandé toda violencia intestina de la modernidad es expresión del sacrificio]. Esto porque el sacrificio es “la experimentación del límite de toda organización social total” (p. 91). A pesar del acierto de la propuesta, creo que Morandé yerra al considerar la violencia política como la subversión del sacrificio ante los intentos de la sociedad por eliminarlo; si esto fuese así, nos veríamos obligados a pensar que –en estos casos- la experimentación del límite responde a una imposición de ese “misterio que trasciende la vida social, [... esa] exterioridad absoluta” (p. 91) llamada Dios. Agamben ha demostrado que una teodicea que intente explicar Auschwitz “no sólo no nos dice nada de Auschwitz, ni sobre las víctimas ni sobre los verdugos; sino ni siquiera consigue evitar el final feliz. [... pues] la teodicea es un proceso que no pretende establecer las responsabilidades de los hombres, sino las de Dios” (Agamben 2000:19). Si el vínculo entre violencia y especificidad cultural es real, sería pertinente especificar ciertos patrones culturales actuales que la experiencia límite del torturado (a diferencia de la experiencia del musulmán, por ejemplo) ha impuesto a nuestra sociedad. Si bien el contenido de este vínculo es suficientemente vasto para dar pie a una nueva investigación, me atrevo a delinear ciertos trazados generales. Al comienzo de este capítulo se determinan cuatro objetivos que persigue la tortura política en Chile: a)extraer información de forma inmediata para detener a más personas, y así desarticular partidos políticos (de izquierda) que ejecutaban supuestas acciones subversivas; b)quebrar la resistencia del prisionero/detenido, con el fin de anular su condición de cuadro político para inutilizarlo en el posterior desarrollo de tareas políticas y de oposición al régimen; c)castigar por la simple filiación ideológica o partidaria del detenido; y d) eliminar la oposición en cuanto masa (“pueblo”) crítica del régimen, por medio de instaurar un estado generalizado de terror. La tortura se engarza en un sistema de circulación de información sustentado por el terror inmovilizante (b y d) cuya herramienta es la delación (a) y donde fin es desarticular la adscripción a determinados movimientos, mediante el castigo selectivo de sujetos con identidades colectivas y culturales específicas (c). Ahora bien, la administración de la violencia por parte del Estado chileno, bajo la forma de la tortura política, definió la sociedad en patrones que hoy en día pesan de forma capital. Investigaciones recientes sobre la identidad en Chile pueden dar luz sobre este fenómeno: en el marco de proyecto Fondecyt nº 1020266 “Identidad e identidades: construcción de la diversidad en Chile” se desarrolló durante el mes de mayo de 2004 el seminario “identidad e identidades: un debate visual”. El primer día (26 de mayo) se mostraron tres focus group orientados a la clase media y realizados en diferentes comunas de Santiago. Si bien el tema de los focus era la identidad, para quienes asistimos al seminario la percepción generalizada fue

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Si el torturado es el sobreviviente del centro, pero a su vez es potencia de una suerte de musulmán, de la encarnación de la zona gris, su condición de víctima plantea un desdoblamiento simbólico respecto a la víctima sacrificial. En el mecanismo sacrificial la víctima es tratada como material simbólico para la representación de la muerte social; debido a que la muerte de lo sacrificado es real, la experiencia de la víctima sólo puede ser percibida por la sociedad como representación de la muerte propia. La víctima sacrificial es previamente consagrada, esto es, apartada de la mundaneidad social con el fin de que, en su particularidad, interpele a toda la colectividad. No ocurre lo mismo con la víctima de la tortura que posee una doble cualidad: es representación simbólica, al mismo tiempo que es la constancia experiencial de los límites sociales. Es representación simbólica en cuanto hace de testigo y testimonio de quienes no pueden testimoniar, de hombres y mujeres en que la aplicación de la tortura sobrepasó aquel tercer reino para deshacer el cuerpo físico y acabar con cualquier rasgo de vida. Como representación, el cuerpo torturado establece un vínculo empático con el cuerpo sustraído del detenido desaparecido, dejando constancia de los momentos previos, de sus últimos diálogos y mensajes para la realidad social ajena al centro, pero también como marca física de los tormentos sufridos, huellas del ensañamiento que se tuvo contra el cuerpo. La víctima es constancia experiencial en el momento que sale y articula un testimonio, muestra sus marcas y transmite su vivencia a su núcleo familiar o alguna organización de acogida; es constancia en el momento que la experiencia ha sido socializada y difundida

que dentro de los temas más recurrentes de la clase media chilena (en amplios espectros socio económicos) está el profundo miedo que sienten hacia su entorno, existe un encapsulamiento de la gente en sus casas que le impide socializar con su vecindario. Si bien es cierto que es difícil determinar el origen de este temor, ya que probablemente es multicausal y de gran variación en cada caso particular, tanto en los videos como en los análisis posteriores a su exhibición, se hizo reiterativa la vinculación de este temor con la realidad histórica vivida por Chile en los últimos 35 años (a saber Unidad Popular, Dictadura Militar, Transición a la Democracia) situándolo como un legado de las convulsiones y represiones de la dictadura. El miedo al “otro” ligado a la tríada delación-detención-tortura perduraría trasvertido en la transición concertacionista. El paradigma del terrorista asociado al activista de izquierda, donde todos eran posibles terroristas y por lo tanto la convivencia estaba sujeta a ser delatado/descubierto, devendrían en el paradigma del delincuente, donde todos son posibles delincuentes. Si antes las relaciones eran discretas por el miedo de ser delatado, ahora son discretas por el miedo a ser asaltado; el esquema se mantiene, el contenido cambia. Lo anteriormente propuesto no pretende ser una explicación total ni menos concluyente; no está fundada en vastas investigaciones y está lejos de ser comprobada. Sólo pretende ser una aproximación posible a las repercusiones culturales que tiene la administración de la violencia por parte del Estado, mostrando el vínculo que puede existir entre la tortura política y las disposiciones sociales.

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fuera de las paredes del centro, contagiando de las dinámicas represivas a los distintos entornos que cobijan a la víctima.

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CAPÍTULO V: DESCRIPCIÓN DE LA INFORMACIÓN, LOS TEXTOS Este capítulo intenta ser una aproximación al contenido de los textos, como una referencia para el lector y el análisis posterior. Se pretende revisar los argumentos de forma general, suspendiendo parcialmente el análisis y la valoración, a la vez que se persigue conservar la estructura formal del texto. Aun así, es imprescindible considerar que toda descripción implica inevitablemente procesos de selección arbitrarios que marcan la narración. Al mismo tiempo, este capítulo encubre el fin de tener un punto de contraste entre la narrativa dictatorial sobre la tortura –ya delineada en el segundo apartado del capítulo IVy la que plantean los textos dramáticos. Ambos se ubican como estructuras de sentido que ordenan, de forma distinta, el flujo de significados que circulan en torno a la tortura, y en cierta medida, “compiten” por la representación colectiva de la tortura política del Chile dictatorial. a) La Muerte y la Doncella de Ariel Dorfman, Ediciones Flor, 1992 Personajes: Paulina Salas, Gerardo Escobar, Roberto Miranda. La Muerte y la Doncella es un texto que, por medio de tres actos, desarrolla el encuentro fortuito entre una mujer torturada durante la dictadura militar y su torturador, mediado por un tercer personaje, el esposo de ella. La obra está ambientada en los primeros meses de post dictadura, en un lugar indeterminado de la costa chilena, aunque puede tratarse de cualquier país que acaba de salir de un régimen dictatorial. Paulina Salas y su marido Gerardo Escobar, pasan las vacaciones en su casa en la playa. Ambos fueron activos opositores a la dictadura militar que acaba de terminar. Gerardo es un prominente abogado defensor de los Derechos Humanos que durante los primeros años de la dictadura realizó trabajos de forma clandestina, y acaba de ser llamado –de forma imprevista– por el Presidente de la República para conformar una comisión investigadora de los atropellos a los derechos humanos cometidos durante el régimen anterior. -primer acto, escena 1

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A su regreso a la playa desde la capital, Gerardo sufre una pana del auto, un pinchazo, que lo deja abandonado en la carretera. Tras un rato de pedir auxilio a los automovilistas un amable doctor lo recoge y le ofrece llevarlo hacia su destino. La llegada de Gerardo en un auto ajeno, revive en Paulina todos sus temores respecto a la represión de la dictadura, la experiencia de su detención marcó su vida de forma radical, generando una profunda desconfianza ante lo desconocido. Gerardo le comunica a Paulina que debe regresar a la capital el día lunes, con lo que ésta entiende que ya ha aceptado el cargo en la Comisión sin consultarle a ella. El tema es particularmente sensible para Paulina, pues sabe que la Comisión se encargará solamente de los ”casos graves”, “irreparables” (Dorfman 1999:21), es decir, los que terminaron en la muerte de la víctima; que la verdad que se establezca estará condicionada a lo que se pueda “comprobar” (Dorfman 1999:22); que después de escuchar las denuncias éstas quedarán como una verdad sin justicia; y que los datos recopilados se traspasarán a los tribunales de Justicia, los mismos que fueron cómplices de la dictadura. -escena 2 Una hora más tarde, la calma ha vuelto y la pareja se ha acostado. De pronto se escucha un auto que se aproxima a la casa, al motor y las luces se apagan, alguien se acerca y golpea la puerta. Gerardo calma Paulina y sale a recibir al inesperado visitante. Éste es nada menos que el doctor que recogió a Gerardo en la carretera, Miranda, doctor Roberto Miranda. Roberto ha regresado para llevarle la rueda pinchada que se había quedado en su auto. Además escuchó en la radio el nombramiento de Gerardo Escobar para conformar la Comisión Investigadora. Roberto se deshace en halagos para la Comisión, asegurando que será un gran paso para la reconciliación nacional al “cerrar un capítulo tan doloroso para nuestra historia” (Dorfman 1999:27). A la vez adopta una posición radical frente a los responsables de la represión: clamando por una ley de Talión, “yo estoy por matar a estos hijos de puta” (Dorfman 1999:29); sin embargo, sabe que el ejército y los poderes fácticos no permitirán tal descabezamiento, “nadie cuenta nada y se cubren las espaldas entre todos, y si lo que dices es cierto entonces los militares no van a permitir que ninguno de sus hombres se vaya a declarar, y si ustedes los citan van a decir que se vayan a la puta

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que los parió” (Dorfman 1999:30). La conversación se alarga y se hace tarde, por lo que Gerardo invita a Roberto a dormir. Acepta. -escena 3 Paulina ha escuchado la conversación, y cuando todos duermen, busca un revólver, aturde a Roberto y lo ata a una silla. Luego sale a esconder el auto del doctor, regresa y espera que ambos despierten. -escena 4 Al despertarse Roberto, atado y amordazado, ve que Paulina le apunta con su revólver. La voz de él le trajo oscuros recuerdos a Paulina, los que re elabora en un monologo para el doctor. En la vida de Paulina hubo un quiebre, y el doctor Miranda se relaciona con él. Estudiaba medicina pero algo muy fuerte no le permitió continuar, “le agarré... bueno, fobia no es la palabra exacta, resquemor... a la profesión” (Dorfman 1999:36). Recuerda también, con cierta aversión, desayunos de pan untados en mayonesa con jamón. Pero donde más se instala el malestar es en una pieza de Schubert, la Muerte y la Doncella. El quiebre en la vida de Paulina se trasviste sintomáticamente en su relación con Schubert, su compositor favorito. Desde que ocurrió, Paulina ya no puede escucharlo Si lo ponen en la radio, lo apago, incluso me cuido de no salir demasiado [...]. Una noche fuimos a cenar a casa de... eran personas importantes, de esas con fotos en las páginas sociales... y la anfitriona puso a Schubert, una sonata para piano, y yo pensé me levanto y la apago o simplemente me levanto y me voy, pero mi cuerpo decidió por mí, porque me sentí mareada, repentinamente enferma y tuvimos que partir con Gerardo, y ahí se quedaron los demás escuchando a Schubert sin saber lo que había causado mi mal (Dorfman 1999:37).

Paulina ve que el quiebre con Schubert, el quiebre en su vida, puede reconstituirse: “siempre me prometí que llegaría un momento para recuperarlo [...] se me ocurre que ahora voy a poder empezar a escuchar de nuevo a mi Schubert” (Dorfman 1999:37). Gerardo se despierta sin entender lo que sucede: Roberto atado mientras Paulina le apunta con un revolver. Gerardo intenta desatar a Roberto pero Paulina se lo impide: “¡es él!, es el médico” (Dorfman 1999:38). Gerardo no lo cree posible, no le cree a Paulina que

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lo pueda reconocer, después de todo estaba con los ojos vendados. Gerardo intenta persuadir a Paulina, pero ésta está convencida que deben juzgarlo ahí mismo, juzgarlo entre ellos. -segundo acto, escena 1 Ha pasado el mediodía, Gerardo acompañó a la grúa en busca de su auto, Paulina continúa con su monólogo. Le cuenta a Roberto cómo fue la noche en que la soltaron de su detención clandestina, y de cómo nunca mencionó su vínculo con Gerardo y protegió su nombre. Regresa Gerardo. Nuevamente intenta persuadirla de que desista del juicio, pero Paulina se niega y le impone que sea él quien defienda a Roberto. Gerardo habla con Paulina sobre cuál será el destino del doctor, ¿Lo matará?, ¿Lo dejará libre?, ¿Cuál es la intención de Paulina?. En este diálogo se produce la mayor inflexión en la vida de la pareja, cuando recapitulando el reencuentro entre Gerardo y Paulina nombran por segunda vez las torturas y violaciones que sufrió Paulina durante su detención; durante quince años había sido un capítulo suspendido e incompleto, fantasmal, enterrado pero en pena. “Hace años que no hablo ni una palabra, que no digo ni así de lo que pienso, que vivo aterrorizada de mi propia... pero no estoy muerta, pensé que estaba enteramente muerta pero estoy viva y sí que tengo algo que decir” (Dorfman 1999:51). Paulina insiste en que es él, el doctor Miranda, el mismo que ponía a Schubert mientras hablaba de filosofía y la violaba. “No sólo le reconozco la voz, Gerardo. También le reconozco la piel. El olor. Le reconozco la piel” (Dorfman 1999:52). Ante lo que no puede olvidar. Aun así le ofrece a Gerardo un trato, la confesión de Roberto a cambio de su libertad. -escena 2 Gerardo intenta persuadir a Roberto de que confiese. Gerardo no está completamente convencido de la culpabilidad de Roberto, pero sabe que es la única forma de que Paulina lo libere. Prontamente el doctor Miranda termina por comprender que la única salida es la confesión, aunque esta sea inventada; así le pide a Gerardo que le pregunte a Paulina qué debe poner en el relato. -tercer acto, escena 1

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Gerardo le pide a Paulina que relate por segunda vez en la vida su detención: “necesito saberlo de tus labios” (Dorfman 1999:65). La primera vez, inconclusa, había sido la noche en que Paulina fue liberada. El relato de su detención se funde con la confesión de Roberto, las instancias en las que se conocen, el rol que el doctor asumió en la relación. Roberto justifica su actuar entre el revanchismo y el humanitarismo de su profesión, pero la brutalización de la experiencia termina por consumirlo hasta transformarlo en un particular torturador y violador. La confesión firmada por Roberto y construida a partir del relato de Paulina, le reafirma a ésta que él es su torturador: los pequeños vacíos y errores en la narración han sido corregidos fielmente por el doctor. Ahora es Paulina quien debe decidir sobre el futuro de Roberto: dejarlo libre, como prometió a cambio de la confesión, o acabar con su vida para siempre. -escena 2 Han pasado los meses, la Comisión ya esta en plena marcha, y Gerardo y Paulina van a un concierto de Schubert. Antes de que empiece la función, Gerardo explica a algún conocido los avances de la Comisión. De pronto entra al teatro Roberto y se sienta en un extremo de la misma fila, mirando siempre a Paulina. Una vez comenzada La Muerte y la Doncella, Paulina voltea y entrecruza durante unos instantes miradas con Roberto y vuelve a mirar al escenario... Fin. b) Provincia Señalada (una velada patriótica) de Javier Riveros, documento de trabajo, 2003 Personajes: Ferrer, Hilke, Guatón, Pochi, Ingrid, Perro Provincia Señalada relata de forma anárquica la convivencia entre seis personajes arquetípicos de la represión dictatorial. Dividida en tres partes (actos), funde la historia reciente con una lectura particular de la historia nacional de “larga duración”. La narración transcurre sin referencias temporales, en un lugar anodino de Chile, posiblemente una casa o un cuartel. El texto es caótico, a ratos confuso y esquizofrénico, por lo que su descripción puede caer en la incoherencia. -Primera parte. La patria (Chacabuco) Los primeros instantes transcurren en un entrecruzamiento de voces que alaban la grandeza del ejército y sus victorias, el patriotismo femenino y la geografía nacional. No

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hay un diálogo, sino textos que se suceden. De pronto Hilke se excusa para ir a cagar al baño, lo que da pie a un diálogo entre Guatón y Ferrer sobre ella; la catalogan de puta y recuerdan los rumores que hablan de la cantidad de soldados con los que se ha acostado. Cuando Hilke regresa, retoman los textos nacionalistas de corte militarista. Luego cantan “ay mamá Inés”, canción popular cubana87. -Momento poético-cultural Ingrid, Hilke, Pochi y Ferrer recitan fragmentos del canto primero de La Araucana (de Alonso de Ercilla y Zúñiga). Luego Ingrid y Pochi cantan “Aleluya”. Hilke propone tomar once. -Secuencia: Las Chiquillas En el comienzo de la escena, sólo interactúan los personajes femeninos (Hilke, Ingrid y Pochi), preparan la once, se lamentan de sus estados físicos (estéticos), se comparan, se degradan y se insultan, cruzan desafíos, continúan preparando la once. Luego hablan de comida, comida de humanos, comida para animales. Llega Ferrer y canta. Luego, Guatón describe cómo se aplica la electricidad en las torturas y lo que él siente. -Secuencia: escena de amor 1. Hilke describe cómo la violaron mientras estaba detenida por subversiva: la estaban bañando y el sargento empezó a tocarla mientras se masturbaba. Se le acerca Ferrer, y se le declara. Pero Hilke lo rechaza pues cree que el amor no existe y “lo único que andan buscando es hacerle la cochinada a una y después virarse, virarse para siempre” (Riveros 2003:10). Cantan y luego Hilke invita a tomar once. -Segunda parte. La once (Maipú) Perro

recita

una

poesía,

y

después

cantan

“La

Diuca”.

Pochi

describe

el

descuartizamiento. Ingrid e Hilke, intercalan textos para describir “el tormento de la rata”; luego Hilke sigue la descripción mientras Ingrid comenta su depresión: se siente fea, inactiva, sola, ha dado la vida por la patria, por la institución (carabineros) y nadie se lo reconoce, sobreviviente de un atentado, siente no haberle hecho mal a nadie y eso a nadie le importa. Es más, alega que tiene en tribunales injustas denuncias de homicidio, raptos, secuestros, torturas, desapariciones y violaciones a mujeres. Perro interviene anunciando que se va a matar... 87

Para mayor especificidad del contenido de las canciones, remitirse al texto original.

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-Secuencia: escena de amor 2 Ferrer se comporta amablemente con Hilke, le ofrece pan y se preocupa por su salud. Hilke responde agresivamente, lo increpa, le recuerda cómo era antes su relación: “Ahora te vení a hacer el buena persona conmigo, después que me sacabai la cresta a cada rato cuando estaba detenida, pa que vayai sabiendo ya no te tengo miedo, ahora estoy en la institución, y te puedo denunciar...” (Riveros 2003:16). Ferrer fuerza a Hilke a que se bañe, ella vomita, quiere bañarse, Perro quiere matarse. -Tercera Parte. La catástrofe (Cancha rayada) -Secuencia: las confesiones Cada personaje inicia un pequeño monólogo, se cruzan y se intercalan. Ferrer recuerda las deplorables condiciones de higiene de las presas políticas. Perro relata la constante tensión que sufre al contrastar sus deseos positivos sobre el mundo con la realidad negativa, terrible y asquerosa. Ingrid rememora el día en que asesinaron a sus perros y el rechazo que produce en la gente. Hilke habla de sus sentimientos amorosos, de su impotencia, de cómo se siente utilizada por los hombres para satisfacerlos sexualmente, de su odio hacia los mismos, de su odio a sí misma. La Pochi y Guatón relatan “el suplicio de las caricias”. Luego cantan “la vasija de barro”. Perro continúa amenazando con que se va a matar. -Secuencia: escena de amor 3 Hilke desafía a Ferrer porque la mira lascivamente. Éste le contesta y provoca. Se insultan, él le pega, ella ofrece matarlo, él le pregunta con cuántos se ha acostado y la trata de traidora. Esto último descompone a Hilke, quien se retrae. Él insiste en su traición. Cantan “los viejos estandartes”. Perro insiste en que se va a matar, e inicia un monólogo en el cual agradece los esfuerzos de su madre por intentar sacarlo adelante y odia a Dios por no haberlo dejado conocer el amor, un amor homosexual. -Secuencia: la tortura del Perro Guatón y Ferrer interrogan a Perro sobre su condición sexual, si es o no homosexual. Insistentemente lo insultan y degradan. Se intercalan pequeños textos de Pochi, Ingrid e Hilke que hablan de la integridad y belicosidad de las personas. Guatón y Ferrer fuerzan a Perro, insultándolo, hasta que vomita. Le dicen que es tonto, tullido, enfermo y maricón, se burlan de él, lo fuerzan a reírse y después lo castigan por lo mismo. Lo torturan...

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-Gran Final Como una larga letanía se recitan diversos tipos de tortura utilizados por el régimen militar, que concluyen con la “exposición pública como espectáculo”, recargando el espectáculo. Fin. c) Una Casa Vacía de Raúl Osorio, TIT & Carlos Cerda, Apuntes teatrales 117, 2000 Personajes: Andrés, Sonia, Manuel, Cecilia, Julia, Chelita, Jovino, Marcela, Matías, Sergio Una casa vacía narra el reencuentro de un grupo de amigos en torno a la inauguración de una casa. La obra trabaja las relaciones entre los personajes y los lugares, y sobre la tensión de dos tiempos (el pasado y el presente). El texto, dividido en tres partes, está ambientado en los últimos años de la dictadura, a mediados de los ochenta, en una casa de Ñuñoa o Macul. -Primera parte. La Restauración Andrés ha regresado del exilio en Alemania, y está lleno de dudas sobre lo que le deparará Chile. A la primera persona que ve es a Sonia. Por su parte Cecilia se cuestiona su matrimonio con Manuel, le cuenta a su padre que quiere separarse pero éste, en vez de apoyarle, insiste en que tiene que tratar de nuevo y para ello le regala una casa. Cuando llegaron a la nueva casa, notaron que debía llevar abandonada muchos años: estaba descuidada, sucia, con grandes manchas y quemaduras El encuentro entre Sonia y Andrés revive momentos del pasado: la relación que sostuvieron doce años atrás, meses antes del exilio y que fue bruscamente interrumpida. Mientras Cecilia recuerda los primeros años de su relación con Manuel, éste revisa el intento de Cecilia por reflotar la relación a partir de la casa nueva. Manuel acepta paulatinamente el cambio de casa, pero sus sospechas se vierten sobre su suegro, Jovino ¿Por qué les ayuda en la relación si siempre se opuso a ella? Cecilia, nostálgica, logra convencerse de que la casa nueva es la solución a su crisis matrimonial.

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Julia acepta la invitación a la inauguración de la casa de Cecilia, Julia trabaja en la Vicaria de la Solidaridad, tiene un hijo que ha criado sola y los problemas la agobian. La relación entre Sonia y Julián está tensa. Julián conoció a una mujer y Sonia volvió a ver a Andrés. Sonia y Andrés repasan cada detalle de la última noche en que estuvieron juntos, 10 de septiembre en el pedagógico, luego a comer y terminar en un hotel. Julián canta el tango Los Mareados. Julia se prepara para la inauguración y mientras se viste recuerda a su esposo Carlos, ejecutado político. Andrés pasa a buscarla, y en el camino a la casa nueva, recuerda y recorre el barrio donde creció. La casa nueva es su casa de la infancia, donde jugaba con su hermano bajo la mirada de la madre: todo está igual, menos la casa. La reja de madera fue cambiada por un alto muro, la puerta por un portón de fierro, se agregó un altillo y lo único que se conserva intacto es el árbol delantero. -Segunda parte. La Grieta. Cecilia y Manuel relatan el estado de la casa cuando recién llegaron, estaba sucia, manchada y quemada. Luego recorren la casa, y muestran las piezas a los amigos, recordando el lugar y las dimensiones de las quemaduras. En una habitación, Manuel apaga la luz para mostrar cómo se refleja la luna en las hojas de un árbol; el mismo árbol produce en Cecilia sensaciones desagradables, evoca ruido de quejidos, como una voz humana en la lejanía, una súplica, un lamento. El paseo continúa, y bajan al sótano. En la oscuridad, Julia cae en cuenta que la forma y cantidad de peldaños se asemeja a un relato que muchas veces ha escuchado. Julia entra al baño sola, no se siente bien, la tina le provoca nauseas y le traen recuerdo de oscuros testimonios “¿Cómo será tener la cabeza dentro del agua mientras una mano de hombre te aprieta la nuca y te hunde y te ahoga y te asfixia?” (Osorio, et al. 2000:39). No hay duda, la nueva casa de Cecilia, la antigua casa de Andrés, es el mismo lugar descrito en decenas de testimonios, un centro clandestino de detención y tortura de la DINA conocido como La Venda Sexy. Julia recuerda el testimonio de Chelita, una profesora detenida violentamente en su hogar, trasladada posteriormente por agentes de la DINA a la Venda Sexy, donde era torturada periódicamente de forma brutal, llegando

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incluso a ser internada en la clínica producto de los golpes. Luego quedó en libertad, pero fue nuevamente detenida, ahora por Investigaciones, en julio de 1978. Manuel, medio ebrio, se cuestiona nuevamente su relación con Cecilia, su dependencia hacia su suegro y la influencia de éste en su relación. Marcela revisa su vida: desde que partió Andrés, ha tenido que criar sola a su hijo Matías. Cuando Andrés vino a visitar a su hijo, descubrió que él ya no lo necesitaba, pues Marcela había logrado resolver sola cada uno de los problemas de Matías. Julia interroga a su recuerdo, sentadas una junto a la otra, revisa el testimonio de Chelita: los ocho peldaños del sótano, el rechinado de árbol, la bisagra del portón, los lamentos lejanos, todo calza, todo es igual. Sonia quiere retomar el curso interrumpido de su pasado y le pregunta a Andrés si se casaría con ella en caso de separarse. Andrés la rechaza, la quiere pero no se casaría, siente que no debió volver a Chile, que todos tienen miedo de perder lo único que les queda. Julia se cuestiona, a pesar de estar segura de que la casa es la Venda Sexy, las dudas asoman constantemente; Chelita retoma el relato, cuenta cuando llegó a la Vicaría, la tortura del submarino. Finalmente Julia se convence y resignifica cada espacio de la casa. Sergio, hermano de Andrés, llega a la inauguración. Ante el cuestionamiento de todos explica cómo decidió arrendar y luego vender la casa: en los primeros años del exilio de Andrés, Sergio decidió que la mejor manera de ayudarlo económicamente y de ayudar a sus padres era arrendando la casa y así lo hizo. Una pareja joven llegó tras el aviso en el diario, no pusieron problema ante la garantía y pagaban puntualmente. Meses después Sergio vio al hombre con otra mujer y un niño, pero no le dio mucha importancia; sólo cuando, leyendo el diario, reconoció a la mujer bajo otro nombre como una instructora de carabineros, se le complicó la existencia. Sospechó que algo malo podía estar ocurriendo. Fue a la casa y vio como habían cambiado la reja por un portón. Cuando llamó al número que aparecía junto al pago del arriendo, llegó un militar diciendo que conocía la situación de su hermano y que mejor se mantuviera al margen si quería que no le pasara nada. Tras el relato de Sergio, Cecilia conmocionada huye de la casa.

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Andrés increpa a Sergio por haber entregado la casa. Pero también por haber guardado silencio, por haber ocultado la verdad. Sergio se defiende planteando que en Chile las cosas eran más duras que en el exilio. Andrés recrimina que era la casa de la infancia, su casa. Sergio protesta que la arrendó para ayudarlo a él. Chelita continua con su testimonio. Habla de la experiencia del miedo, el miedo previo, el miedo constante, miedo a lo desconocido. Relata cómo se disociaba de su cuerpo para soportar las sesiones de tortura. Andrés cuestiona el destino colectivo. Julia lo reconoce en la penumbra, cansada le pide que la acompañe hasta que se duerma; entretanto reflexiona sobre los torturadores y su doble condición: salvajes funcionarios policiales y sujetos anodinos, irreconocibles entre la colectividad. Manuel, borracho, se pregunta por la mala suerte de tener justamente esta casa y no otra. Nuevamente sospecha de su suegro, ¿Qué cosas sabía cuando les regaló la casa? ¿Por qué Cecilia se marchó con sus hijas? -Tercera Parte. El Derrumbe Cecilia se dirige con sus hijas a la casa de su padre. En el camino reflexiona en torno a la casa, “¡estaba herida. Herida en el parquet y esas manchas, esas malditas manchas por todos lados!” (Osorio, et al. 2000:48). Cuando llega donde Jovino, lo increpa: ¿Cómo llegó esa casa a sus manos?, ¿Sabía lo que fue esa casa?. Jovino niega que los rumores sean verdad, culpa a los amigos de Cecilia de inventar historias, de lavarle el cerebro, de llevarlos al infierno; pero Cecilia no le cree e insiste que él sabía el origen de la casa. Andrés evalúa su regreso a Chile, como ve el país actual, como era el que dejó. Todo ha cambiado, nada es como imaginaba, como recordaba; entre los dos tiempos un haz de violencia se ha filtrado, trastocando radicalmente la realidad “¿Y cuándo entró la violencia en esta historia? ¿Qué hacer si al volver al nido de tu infancia lo descubres hecho mierda, transformado en un infierno para mujeres indefensas, arrojadas al horror y al espanto?” (Osorio, et al. 2000:49).

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Andrés sale decidido de la casa, para no regresar más. Al salir se encuentra con Sergio, le comunica que no regresará más. Se despiden pero se rechazan. La obra culmina con un coro femenino que adopta la voz de la víctimas de La Venda Sexy; luego, Julia invita a los espectadores a abrir los corazones a las voces de esta casa. Fin.

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CAPÍTULO VI: ANÁLISIS, LOS TEXTOS EN LA HISTORIA Como ya anunciábamos en capítulos anteriores, una lectura completa de los textos dramáticos no puede omitir la distancia que hay respecto a la realidad histórica en su construcción. Cada texto, además de ser la interpretación (o representación) subjetiva y particular de la experiencia social de la tortura, se inscribe en una trama histórica que alude y recrea ciertas situaciones, personajes y espacios que concurren en la tortura. La pregunta que este capítulo intenta resolver es sobre el origen material con el que trabajan los textos, la realidad que la metáfora cubre, el sustento histórico que dirige el sentido. a)La muerte y la doncella Los médicos en la tortura. El 26 de junio de 2001, el presidente del colegio médico de Chile, Enrique Accorsi, pedía perdón públicamente por los profesionales de la salud que, durante el gobierno militar, participaron en torturas. La historia no es nueva ni el hecho reciente. Ya desde los primeros días de la dictadura, médicos de diversas especialidades apoyaron operativos militares que incurrían en torturas y que muchas veces terminaban en muertes o desapariciones forzadas; es el caso del doctor José María Fuentealba Suazo, implicado en la desaparición de tres ciudadanos chilenos el 27 de septiembre de 1973 (Oliva 2004). El conocimiento de nombres de médicos torturadores circuló como rumor desde los inicios de la dictadura; los testimonios fragmentarios de las víctimas lograron muchas veces que el Colegio Médico sancionara a los responsables, es así como en el informe del 31 de marzo de 1986 fueron identificados Luis Losada Fuenzalida, Manfred Jurgensen Caesar y Camilo Azar Saba como profesionales de la salud implicados en la muerte por tortura del profesor Federico Alvarez Santibáñez, ocurrida en agosto de 1979 (Oliva 2004). La lista es larga88 y se opone a los esfuerzos que hicieron diversos equipos de salud mental para prestar apoyo y tratamiento a las víctimas de la tortura política.

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Además de los profesionales de la salud mencionados se sabe que también participaron activamente en instancias represivas o de tortura Guillermo Aranda, Alejandro Babaich Schmith, Darwin Arraigada Loyola, Raúl Díaz Doll, Werner Gálvez, Fernando Jara de la Maza, Vittorio Orvieto Teplizky, Bernardo Pulto, Werner Zanghellini, Hernán Taricco, Nader Nasser, Osvaldo Eugenio Leyton Bahamondez, Rodrigo Vélez, Samuel Valdivia Soto, Luis Hernán Santibáñez Santelices, Eduardo Contreras Balcarce, Juan Pablo Figueroa Yáñez, Eugenio Fantuzzi Alliende, Roberto Lailhacar Chávez, Sergio Roberto Muñoz Bonta, María Eliana Bolumburú Tabeada, Gregorio Burgos, Sergio Marcelo Virgilio Bocaz, Hernán Taricco Lavín, Jorge León Alessandrini, Víctor Carcuro Correa, Guido Mario Félix Díaz Paci, entre otros (Oliva 2004)

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En el estudio realizado por Amnistía Internacional “La tortura en Chile” (citado en Rojas 1989) se constata que de 18 personas que afirmaban haber sido torturadas, en 12 casos hubo participación de personal de salud antes de la tortura, en 9 después de las sesiones y en 6 casos se determinó participación directa de personal médico en las sesiones de tortura. La figura del médico en la sesión de tortura, como uno más del equipo, es una imagen reiterativa en diversos testimonios; por eso, la elección de la profesión de Roberto Miranda en La muerte y la doncella no es anecdótica. El médico-torturador presenta una fuerte tensión ética y moral en el seno del oscuro oficio: desde la profesión está, juramento hipocrático mediante89, impulsado a prestar asistencia médica dentro del torbellino de brutalidad que implica la detención represiva; pero por otra parte es un activo colaborador y protagonista de la represión política, y en este sentido participa de las sesiones de tortura como una voz autorizada en la resistencia del cuerpo frente a bestiales estímulos. El médico-torturador subvierte sus conocimientos de salud para prolongar el sufrimiento de la víctima, la curación y reparación se transforma en tecnificación del dolor. El médico-torturador lleva el oficio al conocimiento profesional y especializado, sus saberes sobre anatomía y fisiología son puestos al servicio de una maquinaria perversa que refina los torpes y brutales mecanismos de tortura. Queda sólo la pregunta si Roberto Miranda es una metáfora o tiene raíz en algún personaje histórico. El texto no nos concede muchos referentes del pasado de Miranda, mas en su confesión menciona a un sujeto completamente histórico: el “Fanta”. Este oscuro personaje es tristemente conocido por su participación en el degollamiento de los tres profesionales comunistas en 1985 (Manuel Guerrero, Santiago Nattino, José Manuel Parada), y por el cual cumple cadena perpetua en Colina. Miguel Arturo Estay Reyno, alias “el Fanta”, ex militante comunista, se convirtió en delator y luego en agente tras ser detenido en 1975 por el Comando Conjunto (Oliva 2003). El Comando Conjunto operó entre 1975 y 1976, mismo periodo en el que se ambienta la detención de Paulina Salas. En esos años “el Fanta” trabajó en la desarticulación de las Juventudes Comunistas y el PC. El informe Gritter identifica a alrededor de ochenta y 89

“Por lo que respecta a la curación de los enfermos, ordenaré la dieta según mi mejor juicio y mantendré alejado de ellos todo daño y todo inconveniente. No me dejaré inducir por las súplicas de nadie, sea quién fuere, a propinar un veneno o a dar mi consejo en semejante contingencia.” Extracto del juramento hipocrático (en Castiglioni 1941: 150)

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nueve miembros del Comando Conjunto, de los cuales sólo uno es médico (cardiólogo): Alejandro Jorge Forero Álvarez acusado de trabajar “supervisando torturas y drogando prisioneros que eran sacados para hacerlos desaparecer” (Oliva 2003). Si bien no se le imputa ninguna violación, Forero Álvarez es una imagen cercana al referente histórico del doctor Miranda. La Comisión y sus limitantes. El 25 de Abril de 1990, a un mes y medio de asumido como Presidente Patricio Aylwin, se creó por decreto supremo Nº355 la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. La Comisión tenía por función cuatro puntos capitales: establecer un cuadro completo de los hechos graves; identificar a las víctimas y su actual paradero; proponer medidas de reparación y reivindicación; y, recomendar medidas legales y administrativas que impidan o prevengan que estos hechos se repitan. ¿Pero qué se entendería por hechos graves?90: Para estos efectos se entenderá por graves violaciones las situaciones de detenidos desaparecidos, ejecutados y torturados con resultado de muerte, en que aparezca comprometida la responsabilidad moral del Estado por actos de sus agentes o de personas a su servicio, como asimismo los secuestros y los atentados contra la vida de personas cometidos por particulares bajo pretextos políticos. (Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. 1991)

Desde la génesis, la Comisión está doblemente amputada en sus facultades: por un lado reduce las violaciones a los derechos humanos a la muerte, sustrayéndole gravedad a la tortura, la detención, el amedrentamiento y otras formas de coacción; por otra parte sujeta la “Verdad y Reconciliación” al conocimiento, reparación y reivindicación de las víctimas, disociados del victimario que es causa necesaria del daño, literalmente la Verdad se transforma en una verdad a medias. Gerardo Escobar, de profesión abogado, ha sido llamado por el presidente a conformar la Comisión. Gerardo es reconocido defensor de los derechos humanos y con sus cuarenta y tantos años es el miembro más joven convocado para la ocasión. La Comisión Verdad y Reconciliación, mediante el decreto supremo que la creó, fue conformada por ocho 90

Paulina: Sólo casos de muerte, ¿no? / Gerardo: No entiendo, Paulina. / P: La Comisión. Sólo se ocupa de los casos de muerte. / G: La Comisión investiga casos de muerte o con presunción de muerte. / P: Sólo casos graves. / G: Se supone que esclareciendo lo más terrible, se hecha luz sobre... / P: Sólo casos graves. / G: Digamos los casos... digamos irreparables. / P (lentamente): Irreparables. (Dorfman 1999:21)

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miembros: seis abogados (Raúl Rettig, Jaime Castillo, José Luis Cea, Ricardo Martín, Laura Novoa, José Zalaquett), un historiador (Gonzalo Vial) y una asistente social (Mónica Jiménez). Dentro de los abogados, el más joven de todos es José Zalaquett, que al momento del informe bordeaba los cincuenta años. Nuevamente nos encontramos con una aproximación relativa al personaje, al igual que Escobar, Zalaquett es un visible defensor de los derechos humanos que trabajó al amparo de instituciones como el Comité por la Paz. Aun así, el personaje guarda una brecha insalvable con el referente, a diferencia del primero, José Zalaquett estuvo detenido clandestinamente en un recinto de la DINA durante los años 1975-76. La violación sexual como tortura. El texto trabaja una realidad que muy pocas veces se ha enfatizado: la violación como una tortura particular dirigida específicamente contra las mujeres91. La particularidad de este hecho se debe a que en la violación se sobreponen dos matrices diferentes pero complementarias: a la violencia ejercida mediante del autoritarismo se le agrega la violencia de género, produciendo en la víctima efectos demoledores tanto físicos, como psicológicos y emocionales. La visibilización de esta doble matriz es algo relativamente reciente, pero generar tal conciencia permite desdoblar el simbolismo que rodea a esta tortura. En la actualidad no se manejan datos cuantitativos en torno a la difusión que tuvo la violación, como método de tortura, durante el régimen militar. Un esfuerzo reciente es la investigación “Las mujeres víctimas de la violencia sexual como tortura durante la represión política chilena (1973-1990): un secreto a voces” (2004) que realizó el Área de ciudadanía y derechos humanos de la corporación de desarrollo de la Mujer La Morada y la fundacion instituto de la Mujer. El principal problema que maneja una reflexión en torno a este tema es que las víctimas, debido a la fuerte matriz de género que opera, sub valorizan su experiencia como una situación de tortura política, instaurando un segundo nivel de silenciamiento. Como decía, la violación (en tanto tortura política) maniobra sobre una doble trama de violencia que es necesario desentrañar: en un primer nivel se puede considerar la violación como una modalidad más que asume la tortura política, esto es, pensarla como

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Si bien existen testimonios acerca de violación masculina como método de tortura, éste apartado está abocado a tratar el tema de la violación como tortura dirigida contra las mujeres. Esto se debe principalmente al encuadramiento del análisis en el texto “la Muerte y la Doncella”.

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un tormento específico homologable y permutable a cualquier otro; si bien bajo esta óptica trabajan las tensiones y opresiones, ocultamientos y afonías propias de la tortura política, reducir la especifidad de la violación sexual a ellas es ser, por lo menos, simplistas. Sobre la primera trama se extiende una segunda, enmarcada en el género y que se despliega de forma particularmente perversa. Si en el capítulo IV acotábamos la doble teleología implícita en la tortura (medio y fin de la represión social y política), el análisis desde una perspectiva de género obliga a desdoblar esta relación: situando el daño no sólo en función de la víctima de la violación sino como medio para torturar directamente a otra. Entender este desdoblamiento requiere, hasta cierto punto, decontruir el rol de la mujer en la lógica militar con que opera la tortura política. Según Radhika Coomaraswamy, relatora especial sobre la violencia contra la mujer, desde la convención de Ginebra de 1949 que se asociaba la violencia contra la mujer a ideas de “protección” y “honor”, de modo que quien la ejerciera estaba “atentando al honor” y no cometiendo un delito. Así, “al utilizar el paradigma del honor, vinculado como está a las ideas de castidad, pureza y virginidad, se han consagrado formalmente en el derecho humanitario ciertos estereotipos de la feminidad” (Coomaraswamy 1998:11). La agresión sexual queda entrampada en una situación moral que desplaza del análisis la verdadera gravedad del hecho, a saber, el daño psicológico y físico de la víctima; la trasgresión del honor es, muchas veces, socializado de tal forma que la violación se transforma en una agresión moral hacia la comunidad, relegando en un segundo plano a la víctima. La violación se constituye socialmente en un acto simbólico por sobre su brutalidad fáctica, lo que sub valoriza la gravedad del hecho. Bajo esta perspectiva, la violación (como método de tortura particular y enmarcado en una lógica machista y militarista) se utiliza no sólo como tormento específico dirigido contra las mujeres en contextos de represión política y social, sino que también se transforma en material y medio para torturar psicológicamente a las mismas o a terceros92. Por sobre la perversión particular que pueda o no tener el torturador que recurre a la violencia sexual, la violación trabaja constantemente sobre el paradigma del honor que nos habla Coomaraswamy. De este modo, la violación es muchas veces utilizada como un medio

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Entre las primeras reseñas de métodos de tortura confeccionadas por el COPACHI destacan: obligación a desarrollar actividades sexuales (violación), simulacro de violación a mujeres, amenazas de violación en contra de la familia (esposas e hijas) y obligación a presenciar violaciones sexuales (Rojas 1988).

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para afectar a un tercero, más que como un método propio de violencia sexual contra las mujeres. Es tan fuerte el arraigo de este paradigma en las estructuras profundas de nuestra sociedad que, como antes mencionábamos, muchas veces sub valora la experiencia incluso por debajo de la categoría de tortura. Son muchas las mujeres que, trabajando bajo esta matriz, niegan su experiencia como una tortura política o acallan su relato por la “des-honra” que les produce. Las estrategias de ocultación con que la maquinaria represiva trabaja se ven potenciadas en la violencia sexual contra las mujeres, cuando las estructuras machistas de la sociedad articulan un nuevo silencio. Es por esto que el esfuerzo por generar un estudio empírico en torno al tema de la violencia sexual como tortura requiere un esfuerzo mayor, que no sólo desancle la tortura del manto que la cubre, sino que deconstruya las relaciones de género que juegan sobre toda violencia sexual93. La realidad de Paulina Salas puede intentar comprenderse bajo alguna de las directrices que acabamos de trazar. Si bien ella es consciente de que su experiencia se enmarca en la tortura política que sufrió durante su detención, siempre ha impuesto un fuerte silencio sobre su vivencia. Gerardo es el único que sabe que en los días que estuvo detenida fue torturada, pero el contenido íntimo nunca fue revelado. El silencio se impone como una traba que no permite trabajar la violación dentro de su núcleo familiar más íntimo. En el caso de Paulina Salas es imposible buscar una semejanza con la realidad histórica, pues las estrategias que intervienen en la violencia sexual hacen que el personaje se revele como paradigmático, Paulina Salas es todas y a la vez no es ninguna94.

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Una entrada alternativa, quizás mas teórica y menos sensible, pero no por ello menos interesante es la que se puede hacer desde Foucault y su voluntada del saber (2003). Para el autor la modernidad modifica cierta forma de hacer política, introduciendo en el seno del calculo del poder el tema del cuerpo y la vida: surgen de forma paralela una anatomopolítica de cuerpo humano y una biopolítica de la población, donde la sexualidad es uno de los puntos neurálgicos que liga esta dimensión macro con lo micro. Desde esta óptica, la introducción de la violencia sexual en la tortura moderna no debe ser interpretada solamente como la maximización de la brutalidad intrínseca a las relaciones de género, sino como parte de un proceso de biologización del poder. Si en la tortura clásica el suplicio habla exclusivamente a través de la sangre, en la tortura moderna también se habla a través de la sexualidad. 94 El informe Valech consigna que un 12,47% de las víctimas de tortura política fueron mujeres. “Casi todas las mujeres dijeron haber sido objeto de violencia sexual sin distinción de edades y 316 dijeron haber sido violadas. No obstante, se estipula que la cantidad de mujeres violadas es muy superior a los casos en que ellas relataron haberlo sido, por las consideraciones anteriores y porque existen numerosos testimonios de detenidos que señalan haber presenciado violaciones, cometidas en una gran cantidad de recintos de detención” (Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura 2004:291).

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Que será de mi torturador. La Muerte y la Doncella introduce un tema sumamente complejo de comprender, el reencuentro entre la víctima y su torturador. Si bien es posible que esta noción tenga sus raíces en experiencias europeas post holocausto, para el caso chileno este hecho no es trabajado hasta finales de los años noventa. Posiblemente el caso más emblemático es el del académico Felipe Agüero que en febrero de 2001 hizo pública la situación de trabajar en el mismo lugar que su torturador (Claudio Meneses Ciuffardi). Agüero venía sospechando desde finales de los años ochenta que aquel especialista en seguridad y defensa con el que coincidía en diversos seminarios era su torturador del Estadio Nacional. Las dudas y el silencio duraron más de diez años hasta que, mediante una carta, expuso la situación al director del instituto en que ambos trabajaban (Escobar y Torres 2003). El año 2000 se editó en Francia el documental Chile des bourreaux en liberté (Chile los torturadores andan sueltos) donde, tras una minuciosa investigación, se localiza el paradero de diversos torturadores que en la actualidad viven anodinamente. Dentro de todos los casos filmados es impactante la situación vivida por Ángela Jeria, viuda del general de la Fach Alberto Bachelet, torturada en Villa Grimaldi por Marcelo Moren Brito. Ella descubrió hace pocos años vivir en el mismo edificio que su torturador, encontrándoselo en instancias cotidianas como el ascensor o el supermercado (Comiti y D'arthuys 2000). Probablemente, lo más dramático de esta situación, es la constatación de las víctimas de que su experiencia no ha sido narrada en la sociedad y se ven forzados a replantearla personalmente. El contexto de impunidad con el que cientos de torturadores viven su vida cotidiana, se refleja brutalmente cuando la víctima descubre que el personaje siniestro de su detención es un ciudadano anodino que transita libremente y goza de los mismos derechos que él (o ella), sin ninguna sanción jurídica o moral. b)Provincia señalada (una velada patriótica) Provincia señalada es una obra construida a partir de citas, desde el título hasta el contenido de los diálogos; del mismo modo los personajes son en sí una cita, a momentos literal, a momentos difusa.

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Guatón. Indudablemente hablamos de Osvaldo Romo Mena, el guatón Romo o Comandante Raúl. Este siniestro personaje se hizo mundialmente conocido cuando en 1995 concedió una entrevista al programa “Primer Impacto” de la cadena norteamericana Univisión95. En aquella ocasión describió, de forma descarnada, cómo aplicaba corriente eléctrica a las prisioneras políticas, cómo no dejar marcas, el destino de algunos desaparecidos en el mar y volcanes. Durante la Unidad Popular, Romo fue un exaltado militante del USOP (Unión Socialista Popular), gracias a lo que conoció a los principales dirigentes y enlaces del MIR en poblaciones como Vietnam Heroico o Nueva La Habana. Pero en los primeros momentos del golpe de Estado, Romo viró en 180 grados su actuar enrolándose entre las filas del Ejército, y posteriormente de la DINA. En la DINA desempeñó funciones junto a Basclay Humberto Zapata Reyes (alias el “Troglo”) en el grupo operativo “Halcón 1”, perteneciente a la Brigada Caupolicán, a cargo del teniente Miguel Krassnoff. Halcón 1 y 2, eran operativos cuya misión era salir a detener, para luego interrogar y torturar. Trabajó al menos en Londres 38, José Domingo Cañas y Villa Grimaldi. Romo no era militar de carrera, sino que adquirió el cargo de sub oficial “ad-honorem”; debido a esto, cuando fue juzgado, pasó los primeros años de prisión en la Penitenciaria y luego en Colina II, y no en Punta Peuco. El texto de Provincia señalada no hace referencia directa a la biografía de Romo, sin embargo, el monólogo que describe la aplicación de electricidad como tortura es atribuido a Guatón, estableciendo un vínculo inequívoco con las imágenes televisadas por Univivisión. Un hombre tenebroso que describe de forma impávida, clara y simple cómo torturar con corriente sin dejar marcas corporales y cuáles son los límites corporales del suplicio: “cree que se va a morir, que se va a reventar, pero no es nada, no les pasa nada” (Riveros 2003:8). Su segundo texto sobre la tortura es un diálogo que junto a la Pochi establece en torno a “el suplicio de las caricias”.

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La entrevista se encuentra transcrita en “Romo, confesiones de un torturador” de la periodista Nancy Guzmán (2000)

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Pochi. El referente es indudable, se trata de Viviana Lucinda Ugarte Sandoval (alias “la Pochi”), militante de Patria y Libertad hasta el golpe de Estado. Luego fue contratada como agente civil de la Fach, con destinación a la DIFA y con posterioridad al Comando Conjunto (Oliva 2003). Viviana Ugarte reapareció mediáticamente cuando se supo que su esposo, el General (r) Patricio Campos, había destruido información referente a detenidos desaparecidos que tenía como destino la “mesa de diálogo”, siendo que ella estaba estrechamente vinculada al Comando Conjunto. Meses después, en diciembre del 2002, el juez Cristian Carvajal, suplente para causas de derechos humanos en el Tercer Juzgado del Crimen, procesó a la Pochi, como cómplice del secuestro de Ricardo Manuel Weibel Navarrete y de Juan René Orellana Catalán en 1975 y 1976, respectivamente. La Pochi ya había sido procesada en 1986 a manos de Carlos Cerda, por la desaparición de 13 militantes comunistas por el Comando Conjunto. El proceso fue cerrado al aplicársele la Ley de Amnistía. Si bien la Pochi fue un elemento simbólico en la denuncia de una rearticulación del Comando Conjunto para establecer redes de protección, no es un personaje especialmente emblemático de la represión militar. Su aparición en Provincia señalada se debe más a un fenómeno contingente al momento de escribir la obra que a su impronta en algún imaginario de la represión. El texto dramático tampoco hace alcances biográficos de Viviana Ugarte, participa de un monólogo y un diálogo en que relata dos suplicios: el de las caricias y el descuartizamiento. No hay testimonios de que estas torturas estén asociadas al actuar específico de la Pochi, sino más bien inscriben a Ugarte junto a Romo en la figura del torturador. Ingrid. Nuevamente no cabe duda que el personaje se refiere a Ingrid Felicitas Olderock Bernhard (alias Myriam Ayala o la “gringa”) una figura tenebrosa dentro de la DINA. Inició su carrera en Carabineros de Chile como voluntaria de la comisaría de menores en 1962; siendo oficial fue trasferida al organismo represivo, donde por orden de Manuel Contreras quedó encargada de reclutar el personal femenino para la institución. Integró la Brigada Purén, que funcionaba en Villa Grimaldi (cuartel Terranova) bajo las órdenes del oficial Raúl Eduardo Iturriaga Neuman y el Mayor Eduardo Espinoza y cuyo principal objetivo era la represión y aniquilamiento del PS y el PC, así también el

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seguimiento a la Democracia Cristiana. Se le acusa de participar en torturas en este recinto. Una de las facetas más perversas de Ingrid Olderock dice relación con el entrenamiento de perros para torturas sexuales de mujeres y hombres; éstas se aplicaban en la Venda Sexy o Discoteca, centro de detención clandestino de la DINA ubicado en calle Irán (3037) con los Plátanos. Tras la disolución de la DINA pasó a trabajar en la SICAR. El 15 de Julio de 1881 fue víctima de un atentado, posiblemente perpetrado por los círculos de protección de la DINA. En declaraciones entregadas años después, Ingrid inculpó a una “dinita”, suerte de grupo secreto que resguardaba a los antiguos camaradas de armas, y sindicó a Ricardo Lawrence Mires como el autor del atentado en su contra. Ingrid Olderock también es conocida por inculpar, durante la dictadura, a Augusto Pinochet del asesinato del general Carlos Prats y su señora. Tras refugiarse en Alemania Federal en 1987, concedió una entrevista a la televisión de este país donde, junto con la acusación de Pinochet, relataba cómo se fabricaban cargos falsos en contra de los detenidos, situando armamento en su domicilio y tergiversando información. En la entrevista reconoció también una de las torturas más sádicas de la dictadura, a saber, el tormento “a niños de 5 a 10 años, que eran ejecutados en presencia de los padres y con el objetivo de sacar confesiones de estos últimos” (Proyecto Internacional de DD HH 2004). Ingrid Olderlock falleció el 18 de Marzo de 2001. A diferencia de los personajes anteriormente analizados, el texto dramático hace referencia directa a la vida de Ingrid. Es más, gran parte de los textos del personaje son extractos casi literales de una entrevista publicada en la Revista de Crítica Cultural nº 23, fechada en noviembre de 2001. El atentado que sufrió, la bala en la cabeza, la mala puntería de carabineros, sus dotes de música, el día en que sus perros aparecieron decapitados, el prontuario negro que tiene, el rechazo que produce en la gente, el estar sola sin amigos, etc. son citas del personaje a la persona, de la Ingrid ficticia que convive con ex torturadores a la Ingrid real que conversa con Claudia Donoso y Paz Errázuriz en el living de su casa. Prácticamente no

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hay invención de biografía, sino trueques en el orden del discurso, pequeñas modificaciones que le dan coherencia al texto. Aun así, los pequeños parlamentos que no son cita a la Ingrid real, remiten de alguna u otra forma a su biografía. En su autopercepción, la Ingrid ficticia ejecuta un vínculo importante al travestir su cuerpo con el de un can: ”estoy fea, vieja y fea, la cara se me ha puesto asquerosa, ya no soy una mujer, soy cualquier cosa, una perra vieja, tiñosa y desnutrida, con las tetas feas, con el pelo feo, con las manos feas, con las piernas feas, con el alma fea, no sirvo para na” (Riveros 2003:6). En su decadencia se mimetiza con la parte más oscura de su vida, con los perros que entrenaba y que ahora se subvierten sobre ella. El atentado es un tema recurrente. Si bien arruinó gran parte de su vida, marcando un antes y un después, Ingrid ve en él un valor positivo al imbuirla de cierta particularidad frente a otros carabineros que “salen a retiro y son uno más” (Donoso y Errázuriz 200115; Riveros 2003:14). El 2 de diciembre de 1981, día nacional de la mujer decretado por el gobierno militar, se premió a catorce “destacadas” mujeres, entre ellas figuraba “Ingrid Olderock, mayor de Carabineros, que fue víctima de un atentado terrorista” (La Segunda 02/12/81). Hilke. Hasta ahora los personajes conservaban el nombre de su referente histórico, pero ¿quién es Hilke? ¿de donde ha aparecido? Gran parte de Provincia señalada vuelve una y otra vez sobre la relación entre Ferrer y Hilke, una relación violenta y tormentosa, de intentos de amor pero con mucho odio. Hilke vive en un cuerpo atormentado, constantemente disminuido por sus pares y sus historia. Tiene un pasado oscuro que la subvalora frente a los otros personajes, una marca de la conversión -como sefardí de la España medieval- que suspende su posibilidad de ser plena. Pero qué es esta marca, quién es Hilke. La identidad del grupo recae en su condición de agentes de represión política. En este código, los conversos son aquellos militantes de izquierda que se transformaron en colaboradores del régimen militar. Bajo esta categoría, existen ciertos personajes paradigmáticos que se han hecho públicos, ya sea por los procesos en los que están sometidos, ya sea por las confesiones que han hecho. En los primeros años de los

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noventa fueron publicados dos textos que encuadran en esta categoría: “El infierno” de Luz Arce y “Mi verdad” de Marcia Merino, “la flaca Alejandra”. Tras su conocimiento, se hace evidente que el personaje de Hilke está basado principalmente en la figura de Luz Arce. De este modo, Hilke es construida sobre la autobiografía de Luz, sobre el mito, o mejor dicho sobre una interpretación de ambos. Luz Arce fue militante del PS, mas por razones laborales terminó (durante la Unidad Popular) trabajando muy cercana al GAP y al MIR. Los primeros meses de la dictadura se mantuvo en la clandestinidad, hasta que el 17 de marzo de 1974 fue detenida al intentar hacer un contacto. En su detención fue intensamente torturada, llegando a tener que ser hospitalizada. Cuando salió de hospital, habían detenido a su hermano, lo que la hace quebrarse frente a las torturas. Es así como el oficial de Carabineros Ricardo Lawrence les ofrece convertirse en delatores a cambio de su vida. Luz acepta. Poco a poco, desde la condición de delatora se transformara en agente de la DINA, travistiéndose de perseguida a perseguidor. Pero volvamos al texto. Hilke es funcionaria de la institución, aun así cae sobre ella un pesado rumor. Guatón: si poh, ¿no te acordai de todas las cuestiones que se decían de ella en la institución? [...] pero si ésta se acostaba con todos, se tiró a todo un regimiento encima, como dos mil quinientos setenta y tres milicos: oficiales y pelaos (Riveros 2003:3). Al igual como ocurrió con Luz Arce, el posicionamiento de Hilke dentro de la institución es visto como un intercambio de favores sexuales con diversos sujetos. Luz en su autobiografía describe la relación sentimental que sostuvo el general Rolf Wenderoth, mientras trabajaba como su secretaria particular; situación que le concede cierta protección y le permite ascender a analista en el Departamento de Inteligencia Interior de la DINA. Pero la relación se transforma en un fuerte estigma, una marca dentro de la institución. El segundo hito biográfico que establece el vínculo entre Hilke y Luz es un relato desgarrador de una violación que sufrió mientras estaba detenida en el hospital. Luz tiene el pie herido, esta internada y un sargento la baña periódicamente en una tina, donde la viola y la agrede físicamente. Hilke: antes de ser reclutada por la institución, cuando estuve presa por subversiva... un sargento me llevó al lugar de las tinas para realizarme mi aseo. El sargento comenzó a

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jabonarme con un enorme pedazo de esponja. [...]puso la mano sobre mi pecho, y con la otra comenzó a tocarme los genitales. Yo no sé qué harían otras mujeres en mi situación... Traté de incorporarme, de detener sus manos con las mías. Me soltó por un momento, sólo para liberar su enorme pene y volvió a aplastar mi pecho. Comenzó a masturbarse... (Riveros 2003:9)

Por último, y a lo largo de toda la obra, se retorna cíclicamente a la relación establecida entre Hilke y Ferrer. Son diálogos difusos, intentos de conquista de Ferrer, dudas y reticencias de Hilke. Independiente de quien sea Ferrer, la relación que entablan cuestiona constantemente la condición de objeto sexual en que es situada Hilke. La oferta del amor mezclada con la relación de subordinación, tensión entre humanidad y jerarquía, sensibilidad y poder, es una constante en las posibles relaciones de pareja de Luz y de Hilke dentro de la institución. La tensión se traduce en impotencia, en ganas de matar a quienes abusan de ella, en ganas de morirse también; irreconciliación con el pasado, imposibilidad de futuro, intentos de fugarse, de huir de la situación, alejarse de la institución: renunciar a todo, como los frustrados intentos de Luz de alejarse de la DINA, morirse para la redención. Hablar, delatar, colaborar. El personaje de Hilke plantea un problema que conviene revisar mas profundamente, a saber, la colaboración de militantes de izquierda con el régimen militar. En el capítulo IV se planteaba la pregunta de si existía un entrenamiento para resistir la tortura, concluyendo que si es que lo hubo, éste debió ser extremadamente marginal. Preguntarse por el “entrenamiento” es, en cierta medida, invertir la pregunta por la delación. Desde el primer momento de la dictadura, varios ex militantes de izquierda colaboraron con el régimen militar. Se piensa que algunos de ellos, como el guatón Romo, fueron “infiltrados” por la derecha en partidos de izquierda durante la UP. No obstante, en la mayoría de los casos, la información que entregaban los detenidos era producto de las largas y reiteradas sesiones de tortura. Hablar, delatar y colaborar representan grados crecientes de entrega de información. Como planteaba un testimonio del capítulo IV, es muy difícil que un “combatiente” no hablara, esto es, aceptar alguna acusación, confirmar alguna hipótesis de los servicios represivos o algo similar. Sin embargo, esto en ningún caso significa entregar a más compañeros. De una alta sanción moral, la delación (y la delación bajo tortura) fue uno de

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los ejes centrales mediante el cual los organismos represivos desarticularon gran parte de los movimientos armados y partidos de oposición. Generalmente el detenido era interrogado, bajo tortura, por sus posibles enlaces políticos; si éste se quebraba, los organismos represivos montaban un operativo para que, al momento de reunirse en la vía pública, el contacto fuera detenido. Numerosos son los testimonios de militantes que simularon un enlace para librarse de sus captores, paro también son muchos los relatos que dan cuenta de la efectividad de este método. Para quienes eran militantes de izquierda, llegar a la delación implicaba la angustia de sentirse culpable por el destino de los compañeros caído, angustia que aumentaba cuando se sabía que habían muerto por torturas o sido ejecutados. Por la efectividad con que actuó la maquinaria represiva en los primeros meses de la dictadura, es posible pensar que la delación bajo torturas era más frecuente que lo que los mismos militantes de izquierda suponían. En el extremo de este espectro se encuentra la colaboración con los organismos represivos. Uno de los primer casos conocidos fue el del “encapuchado del Estadio Nacional”. En su declaración ante la Vicaría de la Solidaridad, Juan Rene Muñoz Alarcón (ex dirigente del Partido Socialista, miembro del comité central de la juventud) explica como los servicios de

contrainteligencia lo hacían pasearse con una capucha por el Estadio cuando este era campo de concentración masiva. El trabajo de Muñoz consistía en reconocer gente de su antiguo partido para que fueran interrogada y torturada (muchos murieron). Otra tarea que se le encomendó consistía en salir a la calle con grupos militares para reconocer a más militantes, que luego eran detenidos y torturados. Si bien Muñoz Alarcón explica en su testimonio que él renunció al partido antes del golpe, también da cuenta de otros militante que colaboraron ocultamente con el régimen También quiero referirme a Tolosa, militante de la Juventud Comunista y del comité central, quien ha delatado a medio mundo, pero también quiero dejar constancia y decir en su favor que fue terrible y bárbaramente torturado (Azocar 2004)

La colaboración supera cualitativamente a la delación, ya que generalmente quien colabora pierde su condición de detenido y pasa a ser considerado un agente civil del aparato represor. Este es el caso de Marcia Merino y Luz Arce, que incluso llegaron a tener cargo y sueldo pagado por la dictadura. La colaboración significa una negación radical de la identidad política, es decir, una negación existencial ya que se suspende cualquier referente y convicción moral que se tuviera antes de colaborar. Es en este

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sentido que debe leerse la frase citada en el capítulo IV: “lo pueden destruir a golpes compañero, pero si Ud. delata ya no será más un hombre, estará muerto de por vida”. Ferrer. Este personaje es, probablemente, puro arquetipo; el texto omite cualquier referencia bibliográfica exceptuando el intento reiterativo que realiza para “conquistar” a Hilke, pero el curso de la relación no permite situarlo como un sujeto histórico. Rolf Wenderoth, jefe y amante de Luz Arce, podría tener en este sentido algún vínculo con la figura de Ferrer; aun así, la relación de este último con Hilke está más cerca de una situación de poder que de un romance. Ferrer es el militar jerárquico, autoritario y machista, incrustado en las estructuras patronales más profundas de la idiosincrasia nacional, se siente dueño del poder y no un mero usuario. Ferrer es la imagen del militar a cargo de un centro clandestino de detención y tortura, es amo y señor de sus territorios, paternalista con sus funcionarios y con sus detenidos, pero frío y calculador a la hora de ejecutar una tortura. Profundamente nacionalista, convencido de la tesis de la guerra interna, Ferrer representa a las altas esferas de los organismos de represión como la DINA, COMEVA, CNI, etc. Perro. Al igual que Ferrer, este personaje puede ser leído como arquetipo, suspendiendo una comprensión histórica de él. Si Ferrer es la cúspide de la jerarquía, Perro representa el escalón más bajo, el soldado raso que se vio inmerso en una situación que lo desbordó. Perro no es un sujeto violento, pero la violencia lo rodea y lo persigue; Perro no entiende bien las lógicas que operan en su entorno, porqué “la vida es fea, horrible y dolorosa” (Riveros 2003:17), por qué la gente se pone mala, por qué “la vida siempre termina mostrándote su lado más terrible y asqueroso” (Riveros 2003:18). Y es por eso que quiere fugarse de la realidad, desertar de la jerarquía, morirse. En este sentido, Perro representa todos los conscriptos que no soportaron la violencia de la represión y fueron castigados con la tortura y la desaparición; Perro es la disidencia, el cuestionamiento inocente de la estructura. Como decía en un comienzo de este apartado, Provincia señalada no es sólo una transposición de personajes del imaginario represivo, los diálogos son también constantes trazas que vinculan múltiples discursos históricos. Ya hablábamos que la construcción de Hilke remite constantemente a “Mí infierno” de Luz Arce; la de Ingrid a la entrevista de

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Olderock publicada en la Revista de Critica Cultural; así mismo, en más de una ocasión habla en boca de Ferrer la declaración de principios de la Junta Militar fechada el 11 de marzo de 1974. Comentario aparte son las canciones, poemas y torturas que se introducen en la narración del texto, entramando el folklore (Ah mamá Inés, Aleluya, A la mar fui por naranjas), la historia patria (Himno de Angol, La araucana) y la oscuridad de la historia reciente (El descuartizamiento, el tormento de la rata, la electricidad, etc.) como un solo discurso nacional, como una visión particular del relato nacionalista chileno. c)Una casa vacía La Venda Sexy. Centro clandestino de detención y tortura de la DINA, que operó durante los años 1974 – 75; esta ubicado en la comuna de Macul, en la calle Irán 3037 (c/ Los Plátanos). Se presume, a partir de testimonios de detenidos y ex agentes, que este recinto estaba conformado casi exclusivamente por Carabineros. Se desconoce el nombre, en jerga militar, de este recinto, por lo que fue llamado entre sus víctimas de dos maneras, que encierran una perversa realidad: Venda sexy alude al hecho que los detenidos ingresaban y permanecían el mayor tiempo vendados y que una parte importante de las torturas ahí realizadas eran violaciones u otros tipos de violencia sexual. El segundo nombre con que se le conoció fue La Discoteque, ya que al ubicarse en un barrio residencial, mantenía todo el día música estridente a un alto volumen para que los transeúntes no oyeran los gritos de las torturas (Proyecto Internacional de DD HH 2004; Trinity college 2004). La Venda sexy es conocida también porque dentro de las aberraciones sexuales se encontraba el uso de perros amaestrados para violar sexualmente a mujeres y hombres. La electricidad

y las “parrillas” eran también torturas habitualmente empleadas. Al

parecer, los agentes que trabajaban en este centro de detención y tortura cumplían horarios similares a la jornada laboral, por lo que las torturas eran suspendidas al caer la noche, las normas se relajaban y el trato pasaba a depender de la voluntad del guardia (Trinity college 2004).

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El texto habla explícitamente del centro de detención. “Chelita: cabe señalar que a esas alturas tenía certeza que mi lugar de detención y tortura era el centro de la DINA conocido como ” (Osorio, et al. 2000:40). Y éste es reconocido por la descripción que una ex prisionera hace ante una abogada de la Vicaría de la Solidaridad. Como parte de los procesos judiciales llevados a cabo por la Vicaría de la Solidaridad se incluye la descripción del recinto hecha por una detenida Una casa de dos pisos con subterráneo, con piso de parquet, una ventana redonda en el baño y una escalera de mármol, impresionante, muy grande, curva y ancha. Continuamente había música estridente, e incluso una vez pusieron en la pieza dos discos con la música a todo volumen, que nos produjo una terrible sensación. [...] Fui bajada a un subterráneo donde comenzaron a torturarme a golpes, corriente, etc. [...] Esa noche dormí en una pieza común que al parecer estaba destinada a los nuevos detenidos. Al día siguiente fui llevada a una pieza de mujeres, lugar donde vi a numerosas personas que estuvieron conmigo.[...] Continuamente, además, entraban individuos a la pieza que nos vejaban de todas las formas imaginables y posibles. (citado en Rojas 1988:20)

La Vicaría y su equipo jurídico. Para hablar de la Vicaría de la Solidaridad (1976 –1992) es necesario remontarse a los primeros días del golpe militar cuando Monseñor Silva Henríquez, el Obispo Luterano Helmut Frenz y lideres de diversas iglesias como Metodistas, Pentecostés y la comunidad Israelita, fundan el día 6 de octubre el Comité de Cooperación por la Paz en Chile (COPACHI), también conocido como Comité Pro-Paz o el Comité para la Paz. Esta organización duraría poco más de dos años, cuando Augusto Pinochet prohibiera en diciembre del 1975 su funcionamiento, enviándole una carta al cardenal Silva con sus razones para proscribirla (Americas Watch 1987; Precht 1998; Vicaría de la Solidaridad 1976). El Comité Pro-Paz fue la primera organización nacional que se abocó a la defensa de los derechos humanos, creando un bufet de abogados al servicio de este objetivo. En sus dos años de funcionamiento cerca de 40,000 personas pidieron atención jurídica (Vicaría de la Solidaridad 1976), se presentaron más de 2,000 recursos de amparo (Precht 1998), “se manejaron sobre 6,900 casos de persecución política en Santiago y 1,900 casos en el resto del país. Además, se asesoraron más de 6,400 casos de exoneraciones” (Derechos Chile 2004).

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El fin del Comité significaba el desamparo jurídicos de muchas causas. El primero de enero de 1976, sólo días después de su disolución, el Arzobispado de Santiago funda La Vicaría de la Solidaridad que se encargaría de retomar y continuar la labor del Comité. Las diferencias entre el Comité de la Paz y la Vicaria de la Solidaridad son de carácter institucional. Mientras el Comité era íntereclesial, la Vicaría es de la Iglesia católica [...] [usando] los canales normales de la Iglesia (Vicaría de la Solidaridad 1976)

La Vicaría fijó tres objetivos morales para que guiaran su actuar: defender la vida de los perseguidos, obtener la libertad de los detenidos y socorrer a los indigentes. Pero fue en el aspecto jurídico donde adoptó una postura radical de ejercer la no violencia activa, es decir, a pesar de defender numerosas causas ante tribunales, no asumir

la defensa

jurídica de las personas procesadas por actos de violencia, una vez asegurado su derecho a la vida y a un juicio justo (Precht 1998). El departamento jurídico de la Vicaría contaba de 8 a 10 abogados internos y otro equipo de, aproximadamente, 40 abogados colaboradores que se distribuían en las diversas áreas según la naturaleza del derecho violado (Americas Watch 1987). Pero el proceso de apoyo a las víctimas comenzaba mucho antes. Cuando una persona se dirigía a la Vicaría solicitando ayuda u orientación, era atendido por una de las seis (a ocho) asistentes sociales, quien escuchaba el problema y determinaba si es que se podía solucionar de inmediato o si requería la atención especializada de un abogado. En la mayoría de los casos una orientación o consejo era suficiente. A su vez, íntimamente relacionado con la labor de las asistentes sociales, trabajaba un equipo medico “formado por un medico internista, cuatro sicólogos y una enfermera” (Americas Watch 1987:31). Si la asistente social consideraba pertinente el apoyo legal, la persona era enviada a uno de los abogados internos de la institución, dependiendo la naturaleza del caso. “Una de las razones por las cuales la Vicaría utiliza los instrumentos legales para defender los derechos humanos, es porque el régimen, aprovechándose de las tradiciones jurídicas chilenas, usa la ley para violarlos” (Americas Watch 1987:32). Utilizando recursos de amparo o habeas corpus, el departamento jurídico de la Vicaría logró visibilizar los distintos procedimiento clandestino por los cuales la dictadura procesó

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y condenó a opositores al régimen militar. En este sentido, los recursos de amparo, denuncias de tortura y otras gestiones judiciales, no solo han constituido verdaderos desafíos para los tribunales, también han permitido documentar las violaciones a los derechos humanos. Como parte de este equipo, ante el personaje de Julia han desfilado centenares de testimonios de víctimas de la represión militar. Conoce cada detalle de los más oscuros lugares, y sabe –sin nunca haber estado- la exacta distribución de los espacios. Constantemente, dispositivos arqueológicos reconstruyen dedicadamente cada centro de tortura, su disposición, sus ruidos y olores. Involuntariamente, Julia y sus compañeros de trabajo se transforman en el termómetro de la represión: “como ellas deben entrevistar diariamente a mucha gente están en condiciones de evaluar periódicamente la represión” (Americas Watch 1987:31)

El exilio y el retorno. No hay una cuantificación precisa del exilio chileno durante el régimen militar, aun así la Oficina Nacional de Retorno manejaba en 1990 cifras cercanas a los 200 mil, y que según la Vicaría llegarían a las 260 mil (Rebolledo 2001; 2004; Rebolledo y Acuña 2001). Esto lo hace constituirse como uno de los mecanismos represivos más masivos de la dictadura. Para Loreto Rebolledo (2004) el proyecto fundamental que se configura en el exilio es el del retorno, pero cuando las condiciones políticas permiten concretarlo, el tiempo ha roído las posibilidades de que se cumpla satisfactoriamente; terminar el exilio o dar el paso siguiente hacia la inmigración, son decisiones que han dejado de estar sujetas a la voluntad individual o la prohibición institucional: los hijos, las condiciones socio económicas, las redes sociales, la inserción laboral, ingresan en complejas ecuaciones que motivan la decisión. A su vez el retorno, en tanto surge como la culminación de un proyecto largamente añorado, deja al sujeto en una situación de inseguridad e incertidumbre, de contradicción y ambigüedad, de soledad y aislamiento, producto de no poder darle “continuidad a un hilo vital que en algún punto se cortó (Rebolledo 2004:15).

pero que no se reenhebra automáticamente”

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Quien retorna se ve atrapado en una tensión de pertenencia espacio-temporal. Por una parte siente haber vivido en una realidad íntima que no comparte con ninguno de sus pares, por otro, percibe “que el exilio fue un tiempo entre paréntesis y que su vida –de una manera u otra- dejó de contar en su país de origen” (Rebolledo 2004:16). Ésta es la sensación que acompaña al personaje de Andrés, que vive la tensión como un acto delirante entre la expectativa y la realidad96. Los doce años de su exilio lo han transformado en un “ojo que recuerda”, una percepción que –ante el vacío de significados- sólo puede contrastarse con el recordar. Su reencuentro con Sonia es testimonio del hilo vital que se ha roto, deteniéndose, suspendiéndose en un eterno momento. Este brutal contraste entre el ojo y el recuerdo se produce, en parte, porque “el sueño de muchos exiliados es volver y encontrar a su país y a la gente tal como estaban en el momento anterior al caos que los obligó a partir” (Rebolledo 2004:16); el incumplimiento de este sueño es la frustración de Andrés al ver su casa, su hijo, su ex esposa. *** Se ha tratado de dar una mirada general a los referentes históricos que hilvanan los textos dramáticos, entendiendo que la trama conceptual-estructural sobre la tortura implícita en ellos es insuficiente para generar por si misma un sentido completo acerca de la experiencia límite vivida por los protagonistas –de la historia reciente y del relato dramático-. Simultáneamente, esta trama histórica–alegórica funciona como un anclaje a la realidad que desplaza la estructura literaria hacia el discurso histórico. Los hechos que el texto dramático transfigura pertenecen a una realidad social compartida y, en mayor o menor medida, legitimada por gran parte de la sociedad. De este modo, su puesta en escena social no puede considerarse como una entelequia que intenta significar las incógnitas (vacíos y ocultamientos) de la historia reciente, sino como un relato real que emerge desde lo reprimido para dar a conocer su propia experiencia, constantemente deslegitimada por el poder. El anclaje histórico permite que la lectura de los textos sea entendida, no como una fantasía, sino como elementos para reactivar un dialogo social. 96

Andrés: ¿qué es un reencuentro? [...] ¿un delirio que te promete algo idéntico al pasado y descubres en cambio el deterioro, la perdida, el castigo del tiempo? (Osorio 2000:30)

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CAPÍTULO VII: ANÁLISIS, LOS TEXTOS COMO METARRELATO Si bien los textos manejan líneas argumentales variadas y están producidos en diferentes años de la postdictadura –de modo que responden a contextos de producción históricamente

disímiles-,

es

posible

identificar

ciertos

hilos

que

los

cruzan

transversalmente. Éstos constituirían aspectos de un nuevo relato, o más bien partes del gran relato: el de la tortura política de la dictadura chilena. Así, este capítulo intenta plantear un análisis de los textos dramáticos desde una perspectiva que los ubica como distintas versiones de un mismo texto; esto significa prestar más atención a las similitudes que los articulan, que a las particularidades que los diferencian. Sin embargo, estoy conciente que debido a sus contextos de producción, los textos no tratan los mismos puntos de forma homogénea. Así, por ejemplo, lo que es central en uno puede no ser más que anecdótico o secundario en los demás. Por lo tanto, este análisis representa un esfuerzo de recomponer los lineamientos generales que el conjunto de los textos le atribuye al fenómeno de la tortura política en Chile, como claves comprensivas de un metarrelato coherente. a) la necesidad y dificultad de nombrar Puede parecer un tanto evidente y tautológico, pero lo que primero emerge al leer los textos es la imperiosa necesidad de nombrar, de ligar e inscribir la experiencia dentro de un significante. Digo que puede parecer evidente y tautológico por que el mismo hecho de construir un texto narrativo sobre cualquier experiencia, es decir –en cierta manera- transformarla en un testimonio, es de por sí un intento de inscribirla en el discurso mediante la enunciación, de traducir lo vivido a cadenas de significantes. Pero al revisar los textos es notorio que la necesidad sobrepasa al mero hecho de ubicar el fenómeno en el discurso: los personajes, así como los autores, sienten la pulsión constante de articular en el lenguaje la experiencia descarnada de la tortura, como si las metáforas y ficciones de la narración fueran insuficientes para transmitirla.

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El mayor desborde es visible en Provincia señalada, donde para finalizar el texto calma su necesidad desplegando, con cierta verborrea (una larga lista de torturas aplicadas durante el régimen militar). Una novena parte del texto está dedicada exclusivamente a la vocalización de torturas; nombrarlas, dejar constancia expresa de su existencia, para que no se dude ni se mal interprete, para que nadie niegue que es eso lo que se quiere decir cuando se habla de “torturas”. Sin embargo esta lista no es más que “el gran final”, la culminación de una larga cadena de enunciaciones que marcan al texto. Entramados en el argumento, diversos personajes relatan

crudamente

el

contenido

de

algunas

torturas:

“la

electricidad”,

“el

descuartizamiento”, “el tormento de la rata” y “el suplicio de las caricias”. Son pequeñas inflexiones en la lectura que no están ahí de forma casual. Intercaladas en el relato, contrastan con la impavidez con la que los personajes llevan su vida y, de forma brutal, revelan la naturalidad con que son llevadas estas prácticas. Pero la enunciación no se limita a las torturas, en Provincia señalada el autor también siente la necesidad imperiosa de ligar a un nombre real la ficción de sus personajes; el bautismo es también una denuncia (los responsables están ahí y tienen nombre), es por eso que –como se vio en el capítulo anterior- la mayoría de los personajes encarnan no sólo un arquetipo de la represión, sino juegan sobre la biografía de diversos agentes de la dictadura militar. Y es en este acto biográfico en el que se encuentra una nueva enunciación, la testimonial. El dar testimonio de la experiencia sobrepasa la enunciación en cuanto ubica el discurso en una cadena histórica de significados. En Provincia señalada hay dos personajes que de forma particular trabajan con su biografía desde testimonios históricos: Ingrid, y en menor medida Hilke, están construidas a partir de relatos verídicos; mímesis de enunciaciones anteriores, la biografía del personaje se transforma en espejo de la experiencia personal, una doble enunciación que recuerda que tras la ficción del texto el acontecimiento es real. Al contrario de Provincia señalada, en La muerte y la doncella la necesidad de nombrar es trabajada desde una perspectiva más problemática, a saber, desde la dificultad de nombrar la experiencia. Paulina Salas, al igual que miles de chilenos que fueron torturados, nunca ha podido reconstruir verbalmente su experiencia, la que se instalado bajo la forma de un trauma profundo que surge involuntariamente en determinadas

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situaciones. Para Gerardo y Paulina la tortura de ella es algo implícito, pero indefinido, un significante escindido de su significado que se instala constantemente como una presencia sobrecogedora. El casual reencuentro con Roberto violentará el trauma, obligando a Paulina – y también a Gerardo- a verbalizar: Gerardo: ¿Pero entonces qué vas a hacerle? Lo vas a qué entonces, lo vas a... Y todo esto porque hace quince años atrás a ti te... Paulina: A mí me... Qué cosa, Gerardo. Termina. (Breve pausa) Nunca quisistes decirlo. Dilo ahora. A mí me... Gerardo: Si tú no quisistes decirlo, ¿cómo iba a hacerlo yo? Paulina: Dilo ahora. Gerardo: Sólo sé lo que me dijiste esa primera noche... cuando... Paulina: Dilo. A mí me... Gerardo: A ti te... Paulina: A mí me... Gerardo: Te torturaron. Ahora dilo tú. Paulina: Me torturaron. ¿Y qué más? (breve pausa) ¿Que más me hicieron, Gerardo? (Gerardo va hacia ella, la toma en brazos) Gerardo (susurrándole): Te violaron. (Dorfman 1999:49)

La imposibilidad de nombrar se instala como una nueva estrategia de silenciamiento que cubre la tortura; un impedimento verbal que refuerza la imposición institucional de omitir el fenómeno. Este vínculo es totalmente explícito en La muerte y la doncella, ya que la otra gran aproximación al problema de la necesidad de nombrar la hace mediante un fuerte cuestionamiento a la institucionalidad de la transición política a la democracia, al poner en evidencia la negación de ésta de trabajar socialmente la temática de la tortura. Sobre la dificultad, tanto de Paulina como de Gerardo, de nombrar –verbalizar- su experiencia biográfica, se instala en el seno de la relación el tema de la Comisión97: Gerardo ha aceptado participar en ésta, pero ambos saben que casos como el de Paulina quedarán excluidos. “Gerardo: La Comisión investiga casos de muerte o con presunción de muerte” (Dorfman 1999:21). La exclusión de la tortura de la agenda transicional significa, en cierta medida, su exclusión como tema público, es decir, un nuevo reforzamiento a favor del complaciente silencio que busca la tortura; la negación estatal es un obstáculo más para la necesidad de nombrar, que sólo logra su realización cuando un otro la reconoce en el 97

En alusión directa a la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación

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acto de escuchar. La muerte y la doncella muestra las dificultades que socialmente se imponen a la posibilidad de enunciación. En Una casa vacía, la necesidad de enunciar está más ligada al texto que al argumento. Este último se plantea como un pretexto para que los personajes desentrañen el oscuro pasado que ha marcado a la casa. En este sentido, el texto se constituye como una enunciación de denuncia, se nombra para ubicar un centro de tortura real y exponer las estrategias con que se intenta ocultar ante la sociedad. La casa vacía es el centro de tortura conocido como la Venda Sexy –cuyo nombre en jerga militar se ha perdido en el secreto de camarillas- ubicado en la calle Irán 3037 (c/ Los Plátanos); pero esto no lo saben los personajes que descubren una casa tenebrosa y muy mal cuidada por sus anteriores dueños. Las extrañas marcas de quemaduras en el piso, las manchas en las murallas y el techo son indicios del pasado que los personajes no logran descifrar; el autor debe invocar un fantasma –Chelita-, que por medio de Julia resignifique y denuncie el verdadero pasado de la casa. Pero la intromisión de Chelita plantea una nueva enunciación, la del testimonio; Chelita, al igual que cientos de chilenos, es una sobreviviente que ha optado por verbalizar su experiencia ante otro, los funcionarios de la Vicaría de la Solidaridad. Describir su detención, las torturas, todo el proceso que vivió y que ahora socializa “en un crescendo”, como si las palabras surgieran con independencia a ella, como si la sobrepasaran por el deseo de contar su realidad y “de ayudar en el esclarecimiento de la verdad en torno a personas que estuvieron detenidas junto a mí en el lugar ya mencionado y que hoy se encuentran desaparecidas” (Osorio, et al. 2000:40). La pulsión por verbalizar se liga a la necesidad que existe de socializar la experiencia y a que ésta sea aceptada como válida. Por otra parte, creo que el constante impulso a nombrar que refleja el texto dramático, está íntimamente ligada a la necesidad de constatar que la ficción (propia de la dramaturgia) es, en muchos aspectos, nada más que una realidad travestida. De modo que la verbalización en el texto plantea una doble afirmación: la de marcar una realidad y luego legitimarla socialmente. b)La indeterminación del espacio Hay una tensión constante que domina el emplazamiento de las obras de teatro, demostrando la íntima relación que existe entre la tortura política y el lugar en la cual se produce. Este tema está profundamente trabajado en Una casa vacía que, como el

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nombre lo insinúa, despliega el argumento sobre las múltiples significaciones que un mismo edificio puede adquirir. En Una casa vacía convergen tres nociones potentes sobre el significado del emplazamiento, dos de ellas son consistentes pero no menos indeterminadas y una tercera es vinculante de las anteriores al tiempo que se expresa de forma sui generis. Me refiero a las ideas de una cotidianeidad, asociada a la imagen del hogar de la infancia; la de la posibilidad de fundar una nueva relación; y por último, la idea del inmueble como depositario del horror, en tanto emplazamiento de un centro clandestino de detención y tortura. Creo posible plantear que la configuración de estos emplazamientos se da por la superposición simultánea de estos elementos, que las tres nociones están íntimamente relacionadas y que se establecen vínculos que las refuerzan mutuamente; pero para ello es importante precisar el contenido de cada una de estas nociones. La noción de cotidianeidad que adquiere el emplazamiento es ambivalente. Por una parte está la idea del inmueble como morada: la casa de la infancia de Andrés y Sergio (una casa vacía), donde jugaban y se criaron, los espacios usados diariamente como propios, personales, íntimos; esto es, la idea de que la casa es un espacio inminentemente habitable, creado para vivir y desarrollarse, o como piensa Hundertwasser: el inmueble como un tercera piel del humano (Rand 1992). Por otra parte la cotidianeidad expresada como la prolongación indeterminada del estado de excepción dentro de la casa. El centro de tortura es la excepción vuelta cotidiana; si en el espacio público el toque de queda (por ejemplo) es una expresión momentánea del estado de excepción, tras las paredes del centro de tortura éste se ha naturalizado, se ha hecho habitual. Pero aun así la casa sigue siendo casa, es decir, espacio creado para vivir; la arquitectura, las dimensiones que han sido pensadas para habitar son forzadas a resignificarse en el código del terror que implica el centro de detención. El baño destinado a la higiene, se transforma en la cámara particular de tortura, la gran tina es el “submarino”, el sótano es la celda, las viejas camas son “parrillas”. Imposición de nuevos significados a estructuras cercanas, a elementos de la vida cotidiana que habitamos y usamos.

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¿Quién puede sospechar que la casa del vecino ha sido forzada a dejar de serlo? Centros de detención como José Domingo Cañas nº 1367 y 1347 o la propia Venda Sexy trabajada en Una casa vacía, son espacios anodinos si se ven desde la calle son una casa residencial más, como cualquier otra, que se ha construido en el sector. No hay marcas institucionales ni señales que indiquen que el recinto se ha normalizado en la excepción. Entran y salen autos, se escucha música, aparentemente está habitada. El inmueble es preso de dos niveles de cotidianeidad contrapuestos que lo ubican en la indeterminación. Y es esta indeterminación la que se vierte en el segundo significado que me gustaría tratar, el inmueble como depositario del horror. El centro en tanto centro, y ya no como la transposición forzada de una casa, requiere generar diversos niveles de encubrimiento: por un lado la ubicación, como imposibilidad de que las víctimas la sitúen en el mapa de la ciudad; por el otro el contenido, para qué es utilizada cada pieza, qué se guarda tras una pared. El centro clandestino es tal porque es inubicable en cualquier plano, las coordenadas espaciales han quedado suspendidas ante la sociedad asegurando omitir la pregunta sobre el contenido y las acciones que se realizan en el interior. Estar en todos y ninguna parte; indeterminar el lugar, indeterminar el contenido; nadie sabe qué hay dentro, nadie sabe bien qué ocurre adentro. La distancia entre el adentro y el afuera se ensancha enormemente, la puerta_patio_rejas que separa el centro clandestino de tortura de la vida cotidiana parece infinito: Chelita: las campanadas de una iglesia, las voces de la feria, las micros [...] Esa casa estaba en medio de la gente. Las personas pasaban frente a la casa durante todo el día. No entiendo cómo no escuchaban nuestros gritos desde la calle. (Osorio, et al. 2000:41)

Espacialmente, el centro clandestino busca generar la distancia con el entorno, distancia que permite consolidar la barrera que divide el estado de permanente excepción de la vida social cotidiana, constituyéndose como una realidad propia e independiente de la sociedad. Una tercera óptica desde la que es tratado el espacio es la que lo ve como posibilidad de fundar una nueva relación. Si bien en Una casa vacía está planteado en términos de una

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relación sentimental entre Cecilia y Manuel, los que ven la nueva casa como la posibilidad de refundar su matrimonio, creo posible establecer una lectura traspuesta al fenómeno de la tortura. La llegada de Manuel y Cecilia a la casa es el intento forzado por reconstruir su matrimonio, forzado por Jovino –padre de Cecilia- que prefiere salvar las apariencias por sobre la armonía de la relación. Pero es precisamente este pie forzado lo que impide que la relación se constituya de forma positiva, la aparente concordia no logra ocultar lo irreconciliable. De forma similar y desde la perspectiva del inmueble, la casa/centro de tortura está marcada por la convergencia de dos ejes de significación distintos, incluso contrapuestos, que fundan y tensa la relación entre dos personajes (también antagónicos): el torturador y el torturado98. La idea que anteriormente planteamos, de una dualidad en el espacio expresada en dos versiones de la cotidianeidad, la de la morada y la del estado de excepción, se constituyen como dos ejes que interactúan de forma violenta, superponiéndose e implicándose mutuamente para redefinir constantemente el espacio. De esta pugna, de esta relación forzada entre la casa habitación y la zona de excepción, surge un tercer espacio cuya marca es la contradicción que plantea el intento de conciliar significados antagónicos del espacio. Este tercer espacio está marcado por la vertiginosa sensación de observar el abismo que se produce al tomar conciencia que la cotidianeidad del hogar (y de la vida social) puede devenir en la brutalidad de la tortura política (en el centro de detención), con sólo cruzar un umbral. Esta sensación ambigua de proximidad y a la vez extrañeza sólo es posible percibirla en la discreción del espacio, cuando un lugar aparentemente anodino es forzado a cumplir funciones para las cuales no está diseñado; a diferencia de la cárcel, donde el concepto, la estructura y su uso calzan casi a la perfección, en el centro clandestino convive con dos realidades que en sus intersticios develan el verdadero horror del mismo. Creo que es esta tensión la que permite acercarnos de forma más fiel a la conceptualización de los espacios en los que se desarrolló la tortura política. Si bien el análisis anterior responde al texto de Una casa vacía, no es ajeno a los otros textos. 98

Nuevamente es atingente recordar la oposición Schmittsiana que define lo político, a saber, la dististinción entre amigo y enemigo, sujetos existencialmente opuestos que en el centro de tortura deben convivir.

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En La muerte y la doncella sabemos que el argumento trascurre en la casa de playa que es propiedad de los protagonistas, ¿Qué más cercano que el lugar que uno elige para descansar?; es una casa de relajo, de un matrimonio de mediana edad que vive sus vacaciones en relativa armonía. Al mismo tiempo, sabemos que la casa no tiene un locus determinado, es todas y cualquiera de las casas de playa que miles de chilenos distribuyen por la extensa costa. Pero esta cotidianeidad anodina se interrumpe cuando Paulina descubre que su torturador ha conocido a su marido y que está durmiendo en el living. El abismo se hace presente, las marcas de Paulina reviven con toda su fuerza y vemos cómo la tranquilidad de la casa es transformada en un centro de detención sui generis. Si bien los roles, las circunstancias y los grados de intensidad son completamente distintos a los que enfrento Paulina en su detención, se abre un intersticio que revive la experiencia en toda su magnitud: Roberto está atado a una silla y una mordaza cubre su boca, Paulina juega con un revólver y amenaza con ejecutarlo. La tranquilidad del hogar se ve forzada a convertirse en un espacio de excepción donde el desenlace de lo que ocurra está en las manos de los captores. Provincia señalada plantea el problema de manera inversa; si en La muerte y la doncella un espacio cotidianamente habitado es forzado a transformarse en un centro de detención, aquí es el centro el que –a momentos- pareciera adquirir las características de un hogar. Si bien el lugar es indeterminado (clandestino tal vez) y el motivo que reúne a los personajes no está explicitado, es evidente que son agentes represivos del régimen militar y que probablemente conviven en algún espacio semi institucionalizado (como los centros de detención y tortura). Pero en el transcurso del argumento el espacio será forzado a travestirse cuando los personajes adopten una dinámica familiar; Ferrer como un gran patriarca, las mujeres en la cocina preparando la once, pequeñas situaciones de “romanticismo”, en fin, una serie de tópicos que son guiños tanto a la vida cotidiana como a la idiosincrasia nacional. Este contraste evidencia la dualidad del centro, la vertiginosa indeterminación que se abre en torno a la tortura. De esta manera, los tres significados sobre el espacio que Una casa vacía pone en juego, no son más que variadas caras de un mismo y confuso fenómeno. Es justamente esta

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sensación ambigua –vertiginosa- la que constituye el emplazamiento físico de la tortura política99. c)La relación como marca, la fundación de una presencia Siguiendo la línea del apartado anterior, es posible identificar en los textos dramáticos un tercer lineamiento transversal que convoca la relación que se produce entre el torturado y el torturador, entendido este último desde una duplicidad: como el sujeto real que tortura, y/o como la metáfora de un aparataje complejo que actúa sobre la víctima. Al parecer, la interacción forzada que impone la tortura generaría un vínculo presencial, una marca que trasciende (en el tiempo) a la detención y que se instalaría particularmente en las víctimas y su entorno. De gran complejidad, este vínculo es trabajado en los textos de forma desigual; y si bien, planteo que refiere principalmente a la relación entre el torturado y su victimario, sólo La muerte y la doncella lo trabaja de forma literal; para los otros dos textos, la presencia de la tortura se inscribirá en elementos secundarios. Para Paulina, en La muerte y la doncella, su experiencia de tortura se ha instalado como una marca que interviene reiterativamente en su vida cotidiana. En los quince años que distan de su detención, nunca ha podido olvidar la secuencia de acontecimientos que estamparon su tortura. De forma sintomática, los recuerdos de esos oscuros días reaparecen como impulsos involuntarios de su cuerpo cada vez que una situación le recuerda su experiencia. De forma reflexiva hay ciertas conductas que abandonó radicalmente tras su detención por el fuerte recuerdo que le producían; estudiante de medicina, Paulina dejó la carrera debido a que fue justamente un médico quien la torturó y violó sistemáticamente, le agarró un resquemor a la profesión. Pero por sobre las conductas reflexivas, son las instancias prerreflexivas las que evidencian de forma brutal las marcas que dejó la tortura en la psiquis de Paulina. Citada 99

Estamos frente a una situación análoga a la que ocurre en el campo de concentración, cuando el estado de excepción es momentáneamente suspendido por pequeños instantes de “normalidad” y que, para Agamben (1998), representa “el verdadero horror del campo” (p. 25), pues ante el contraste se hace visible tanto la dimensión deshumanizante que tiene el campo, como lo deshumano de la normalidad.

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en el título de la obra, La muerte y la doncella –pieza musical de Schubert- simboliza este complejo vínculo que se instala fantasmalmente en la vida de las víctimas de la tortura. Cada vez que Paulina la escucha, su cuerpo somatiza en contra de su voluntad, no le responde y se descontrola, sintiéndose superada por un malestar visceral. El cuarteto de cuerdas se instala como representación simbólica de la violenta relación que sostuvo con el doctor Miranda durante los días de su detención; ésta es una relación primaria, cara a cara, que se redefinió de forma brutal en las sesiones de tortura que éste le propinó. La violencia con que opera la tortura no destruye la relación presencial, sino que funda una distinta, particularmente siniestra, que marca a ambos términos, pero especialmente a la víctima de la tortura. El contenido del vínculo se le presenta a Paulina bajo tres aspectos que en su reencuentro con Miranda debe resolver: El primero refiere a la idea de lo inconcluso, la imposibilidad de reconstruir su experiencia para cerrar el capítulo; tal es la perversidad de este vínculo que Paulina sólo se siente capaz de reconstruir su pasado ante la presencia de su victimario. “Hay cosas que nunca le conté a Gerardo, ni a mi hermana, ni menos a mi mamá... mientras que a usted le puedo decir exactamente lo que me pasa, lo que me pasaba por la cabeza cuando me soltaron” (Dorfman 1999:43). Íntimamente asociado a lo anterior, el segundo aspecto es la idea de un paréntesis en su vida; simbolizado en Schubert, su vida tras la tortura nunca ha vuelto a la normalidad, siempre ha habido un aspecto indescifrable (incluso para Paulina) del control de su mente y su cuerpo cuando surgen los recuerdos de su detención. “Se me ocurre que ahora voy a poder escuchar de nuevo a mi Schubert” (Dorfman 1999:37). Por último, y entramado con los anteriores, está la idea de pérdida, de un tiempo perdido –el paréntesis en la vida-, como si el no poder concluir su detención significase al mismo tiempo no poder continuar con su vida Gerardo: Te quedaste presa de ellos, todavía estás presa en ese sótano en que te tenían. Durante quince años no has hecho nada con tu vida. Nada. Mírate, tenemos la oportunidad de comenzar de nuevo, de respirar. ¿No es hora de que...? [...] que te liberes de ellos, Paulina, eso es lo que te estoy pidiendo (Dorfman 1999:53)

En Una casa vacía, si bien no se trabaja profundamente sobre la figura de las víctimas y los victimarios, no es menos potente la noción de una presencia que marca la relación en

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la tortura. Esta presencia ha trascendido a los sujetos y está impregnada en cada rincón del espacio. Está claro que el funcionamiento del centro de tortura ha dejado marcas visibles que cubren todas las habitaciones: grandes manchas de quemadura, suciedad en los muros y los techos, etc. Pero la idea de una presencia no se refiere específicamente a eso; las marcas físicas que puedan asociar el inmueble al centro de tortura corresponden al aspecto reflexivo de la relación. Por el contrario, si la tortura ha dejado una marca profunda, ésta surge aun cuando los aspectos físicos han sido borrados. La presencia de la tortura se expresa de diversas formas en el texto. De un modo general marca toda la inauguración de la casa, imponiéndose como una grieta subcutánea que amenaza con demoler el inmueble, condenando cualquier aspiración a la catástrofe. Todo intento de generar armonía se ve perturbado por el inmueble que lo condena al fracaso. Pero también se encarna en dos elementos del texto que, de forma más amable, recuerdan la trascendencia con que se instala la presencia de la tortura. El primer elemento es el árbol de la casa, el cual se presenta como una suerte de alma o espíritu que asimila los procesos ocurridos en el inmueble. Su relación-comunicación con los personajes ocurre mediante sensaciones que se expresan en instancias prerreflexivas como el sueño de Cecilia donde lo asocia a “una mezcla de quejido y de voz humana [...] Era como un roer, como un raspar de algo que se arrastra con mucho dolor y que parecía a punto de morir” (Osorio, et al. 2000:38). El árbol repite el lamento que escuchó cotidianamente mientras estuvo junto al centro de detención, ha inscrito en sus ramas y raíces las experiencias vividas en la casa y ahora las reproduce como una voz que testimonia eternamente. El árbol representa de alguna forma la parte viva de la casa, y es el depositario de la tortura como presencia. De esta íntima relación que se produce entre el árbol y la casa se percata Sergio y su hermano. “Andrés: En cierto modo, el árbol también es como una casa./ Sergio: Una casa con huellas nacaradas, una libidinosa saliva, una baba que esta noche brilla a la luz de la luna.” (Osorio, et al. 2000:45). El árbol es el modelo biológico de la casa, susceptible a marcar (dejar huellas en) la experiencia.

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Un segundo elemento que trabaja la presencia en el texto es el personaje de Chelita, una aparición fantasmal que dialoga con Julia. Chelita se inscribe en dos códigos: por un lado está la imaginación de Julia, que reconstruye su experiencia en la Vicaría de la Solidaridad, aquí se presenta como un recuerdo; pero por otra parte, el fantasma de Chelita está indefectiblemente ligado a la casa, se revela ante Julia solamente en la casa porque es algo que le pertenece, una especie de testimonio suscrito en el mismo inmueble. La presencia de Chelita está impregnada en el ambiente, sobrepasando la mera imaginación. Julia: ¿Y qué es ese quejido que tengo pegado aquí al lado de mi oreja? ¿y ese olor extraño y maldito que hay en el aire? (Huele y palpa el aire presintiendo la presencia de alguien, buscando una señal. Finalmente, en un súbito descubrimiento). Las voces de mis mujeres. La voz de la Chelita. ¡La Chelita! (Osorio, et al. 2000:39)

Si el árbol es una especie de espíritu, un alma de la casa, la Chelita se presenta como una suerte de conciencia que liga la realidad de la casa con el mundo exterior, contextualizando los sonidos mortíferos que oye cada noche Cecilia con la historia dictatorial del país. Si bien en Provincia señalada no hay un suceso histórico dentro de la narración que marque la presencia de la tortura como una remembranza, ésta se hace presente constantemente

como

la

posibilidad

de

que

la

violencia

visceral

irrumpa

intempestivamente entre los personajes y sea canalizada por la tortura. En el transcurso del argumento, diversos personajes explican detalladamente la aplicación de algunas torturas, como la electricidad o el tormento de la rata. Aunque son locuciones espontáneas, destinadas a explicitar el vínculo que une al personaje con su oscuro oficio, éstas se inscriben dentro de la necesidad conciente y reflexiva de comunicar de forma ordenada el contenido de las torturas. Pero por sobre estos parlamentos –o mejor dicho bajo estos parlamentos- surgen reiterativamente enunciados inconexos, de apariencia arbitraria, que marcan el movimiento de un flujo de significantes asociados a la tortura en potencia. “Perro: Herir, quemar, punzar, destrozar” (Riveros 2003:1) //

“Guatón: Hambrear, torturar, ahogar / Hilke: Apuñalar, fusilar, envenenar,

ahorcar” (Riveros 2003:4). Pequeños textos autónomos insertados como pulsaciones del

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relato que incita a los personajes a producir el espectáculo. En cierta medida, Perro presiente su destino, sabe asumir su rol de víctima y anuncia, entre espasmos, su propia muerte. En Provincia señalada, la presencia de la tortura se revela como imperativo prerreflexivo que mueve a los personajes hacia el gran final. Lejos de creer que, en este sentido, la tortura de Perro se plantea como un acto involuntario marcado por la presencia de una entidad que trasciende a los sujetos, las constantes pulsiones de verborrea que anteceden el cruel espectáculo son las marcas inscritas subcutáneamente en los cuerpos de los torturadores. El vínculo presencial que genera la tortura se expresa en los victimarios bajo la forma de una pulsión a repetir el horror, a cotidianizar la tortura. Roberto: Al principio me dije que con esto les estaba salvando la vida [...] pero después empecé a... poco a poco, la virtud se fue convirtiendo en algo diferente, algo excitante. [...] Empecé a brutalizarme, me empezó a gustar de verdad verdad. Se convierte en un juego. Te asalta una curiosidad entre morbosa y científica. ¿Cuánto aguanta ésta? ¿Aguantará más que la otra? (Dorfman 1999:71-72)

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CAPITULO VIII: RESULTADOS Y CONCLUSIONES Llegado a este punto conviene revisar ciertas premisas implícitas a lo largo de la investigación, detenerse a examinar su alcance e implicancias, así como formular posibles nuevas líneas de investigación. En el inicio de esta tesis, se constataba el vacío práctico y teórico que manejan las ciencias sociales (y de forma especial la antropología) respecto a la tortura política durante a la dictadura militar, por lo cual nos aventuramos a desviar la atención de los que podrían haber sido el material empírico disciplinario para centrarnos en producciones culturales (artísticas-culturales), específicamente textos dramáticos producidos en la post dictadura que refiriesen al tema. Esta decisión se debió principalmente al carácter exploratorio de la investigación que, más que por un contenido conceptual, se preguntaba por la forma en que se ha narrado y reflexionado socialmente la tortura; esto es, me interesaba explorar el fenómeno desde la socialización del mismo, por sobre las percepciones individuales que se tuviera. De este modo, la investigación exploratoria jugaba una apuesta: podían diversos textos dramáticos referirse coherentemente a un hecho, superando sus disimilitudes; eran capaces de “hablar” más allá de su contenido argumental. Al concluir esta tesis creo esta premisa fue salvada satisfactoriamente. La metodología empleada refería de forma directa a la premisa que permitió la inclusión de los textos dramáticos; ésta planteaba que los textos estaban construidos en una doble trama, autónomas pero coherentes entre sí. Los capítulos del análisis (VI y VII) evidencian su pertinencia al demostrar que, sobre una trama histórica, se elabora otra trama más estructural y conceptual que, sin embargo, está íntimamente ligada a la realidad nacional100. De este modo, los tópicos analizados responden –en cierta medida- al devenir particular que ha tenido la narración pública de la tortura política; principalmente estoy pensando en el primero: “la necesidad y dificultad de nombrar”, que creo íntimamente ligada a la negación institucional y el contexto de impunidad que ha marcado la reflexión de

la

posdictadura

sobre

la

tortura.

El

hablar

como

una

necesidad

surge

problemáticamente cuando la esfera pública se niega a tratarlo, y es ahí cuando se vuelve dificultad. Si pensamos en las distintas comisiones nacionales que se han formado para 100

Si bien, no existe jerarquía entre las tramas históricas y “estructurales”, me interesa centrar la atención de las conclusiones principalmente en esta última.

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investigar sobre la dictadura, ninguna se propone reconstruir (nombrar) los procesos con todos sus actores, sino que centran su atención exclusivamente en las víctimas, ocultando la identidad de los autores y responsables de violaciones a los humanos y sus derechos. Los textos dramáticos, como agentes discursivos de la socialización de la tortura, claman por la imperiosa necesidad de que las voces de las víctimas sean escuchadas, y no en el sentido de exigir una reparación concreta o simbólica como la institucionalidad transicional ha propuesto, sino desde la perspectiva de generar un relato válido y completo de la historia reciente de nuestro país; nombrar los lugares, los torturadores, las víctimas y las torturas no es un acto masoquista de revivir un pasado doloroso, sino un intento de dar cabida en el sentido a un espacio que se le ha negado completamente la posibilidad de ser. Como se dijo en un principio, el drama de la tortura es que ha quedado oculta y constantemente relegada a un segundo plano en la reflexión sobre la represión militar; por lo que en la intención de nombrar está el intento de visibilizar en la sociedad diversos aspectos de la experiencia de la tortura. Por otra parte, pero en consecuencia con lo anterior, el tramado histórico que constituye a los textos puede ser leído como un reforzamiento empático a esta necesidad de verbalizar, pues sitúa en un espacio/tiempo compartido los contenidos más ocultos que atraviesan a la tortura, al mismo tiempo que los imbuye de realidad. Pero los textos no sólo recalcan la necesidad de nombrar, también trazan ciertos contenidos de la experiencia. En el apartado del capítulo VII sobre la indeterminación de los espacios está una de las ideas fuerzas que cruza la puesta en escena social de la experiencia de la tortura en el contexto de la reclusión política101. Si bien el análisis, al remitirse a los textos, se circunscribe en la práctica sólo a la dimensión espacial, se están planteando estructuras que trabajan sobre el habitar, es decir, sobre las percepciones e imperativos que significan las relaciones sociales y que sobrepasan la mera distribución física. La “indeterminación de los espacios” es metáfora de la tensión que se vive al contrastar la excepción jurídica, política, ética y moral de la tortura con la normalidad de la vida cotidiana, es la constatación del mutuo contagio entre ambas esferas, y la posibilidad de vislumbrar el continuo desbordamiento al que están sometidos. Contagio y 101

Aunque es posible conceptualizar la tortura con independencia de la reclusión, es decir, con independencia del centro de detención, y no por ello deja de ser legítima, existente y válida, a lo largo de esta tesis he trabajado implícitamente sobre la tortura como si estuviera íntimamente ligada a los centros clandestinos. Este vínculo es, en cierta medida, arbitrario y restrictivo del concepto de tortura, puesto que naturaliza la relación. La tortura política no sólo se practicó en espacios privados y clandestinos, muchas veces concurrió en vía pública o en las propias casas de las víctimas. Aun así, esta selección dentro del universo de significado que ofrece el término, ha servido para guiar el análisis y circunscribir la magnitud del problema.

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desbordamiento son calificativos de la indeterminación, de la privación de certezas a las que se someten constantemente los protagonistas –principalmente las víctimas- de la tortura; pero las características del centro de detención amenazan con subvertir a quien las engendra, el contagio y desbordamiento cruzan las fronteras de la clandestinidad y, mediante la inscripción en las víctimas, instalan la tensión en la sociedad. Creo que esta tensión se despliega en dos niveles: por una parte, desde la perspectiva de las víctimas, expresa el continuo intento de la maquinaria represiva por implantar el dominio radical sobre el ser humano –tanto sobre su cuerpo como sobre su humanidad, sociabilidad y cultura-, normalizándolo en una cotidianeidad sui generis dentro del centro de detención. Por otra está la perspectiva social, donde la tensión se instala principalmente como una imposibilidad de comprender el fenómeno, siendo a su vez – probablemente- uno de los escasos caminos de generar cierta empatía con el drama de las víctimas. Esto, porque la contradicción entre normalidad y excepción que la tortura trabaja e inscribe en las víctimas, cuestiona los límites que estos conceptos adquieren fuera del centro de detención, es decir, de algún modo cuestionan el sentido de la cultura y de la sociedad. Un tercer contenido trabajado en el análisis es la idea de la marca que se instala en los protagonistas de la tortura –especialmente en las víctimas- y que trascendería en el tiempo como una situación inconclusa. En cierta medida esta marca, trabajada como una presencia, es la tortura misma que se impregna en los cuerpos y los espacios, es el recuerdo imborrable de la oscura relación que fijó un antes y un después. Si bien esta presencia de la tortura está trabajada particularmente desde la óptica de la víctima, creo que no es posible excluir las inscripciones que la tortura deja en los victimarios, la que en cierta medida está delineada en los textos dramáticos (Provincia señalada y, en menor medida, La muerte y la doncella); es en este sentido que postulo que la tortura política redefine una relación presencial, la que luego se expresa como incompleta e irresuelta, donde el daño está íntimamente ligado al vínculo que establece el torturador con su víctima. Si lo anterior es cercano a la realidad, se desprenden ciertas implicancias que me gustaría plantear y que tienen relación con un tema muy vigente hoy en día. Éste refiere a la reparación. Si la marca, y por lo tanto el trauma de la tortura está sujeto a la relación de la víctima con sus victimarios, las únicas instancias reparatorias –por muy simbólicas que

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sea- deben trabajar sobre esta relación. En La muerte y la doncella este hecho es explícito: tanto la superación del trauma de Paulina, encarnado en la pieza de Schubert, como cierta redención de la culpa de Roberto, pasa por el reencuentro que ambos sostienen, donde “simbólicamente” este último es juzgado. Así, y ligado con el primer punto (la necesidad de nombrar), el conocer la realidad histórica con todos sus matices se hace indispensable para recomponer la trama en que la tortura se inscribe; enjuiciar a los culpables no puede ser leído como una suerte de revanchismo que sostienen las víctimas ante su victimarios, sino que expresa la necesidad de que la sociedad reconozca y legitime algunas vivencias personales –y sociales- de nuestro pasado reciente. De este modo, los tres puntos del análisis –de alguna u otra manera- responden al vínculo que establece una experiencia personal con la sociedad más amplia. Se ubican como intentos de diálogo que median la comprensión social de la tortura. En este sentido, al concluir esta tesis surge la impresión de que la única aproximación posible para abrir caminos de comprensión de la tortura, nace en el ámbito de las mediaciones que se puedan establecer entre el fenómeno y la sociedad –exceptuando, claro está, las reflexiones biográficas que indudablemente aportan la perspectiva más rica del fenómeno. Como planteábamos en capítulos anteriores, una de las características de la tortura política es la sustracción de la escena pública, es decir, su concurrencia entre cuatro paredes; así, le es imprescindible establecer un puente que asocie la experiencia con la colectividad social. A diferencia del sacrificio, que es un acto público, la tortura se ubica en lo privado. La mediación primaria es el testimonio, el relato que miles de víctimas (re)producen para dejar constancia de su brutal experiencia clandestinizada. En un primer momento, este surge en dos niveles: uno familiar o cercano donde la víctima posiciona el relato dentro de un círculo íntimo, y que se constituye como un espacio cerrado en que la circulación del mismo está ampliamente limitada; y uno institucional, donde espacios empáticos recogen la experiencia de las víctimas por diversos motivos (judiciales, magnificación institucional y/o, en la mayoría de los casos, por razones de salud mental –ya sea por la función terapéutica del ser escuchado, ya sea para articular trabajos posteriores)102. 102

Es importante recalcar que no todas las voces llegan siempre a constituirse en un testimonio, muchas prefieren callar antes que revivir el miedo o la vergüenza que sienten ante su experiencia traumática, o por no considerar que su vivencia “califica” como tortura. Este es el caso –anteriormente planteado- de las violaciones, especialmente a mujeres, el tema de la vergüenza se despliega de forma capital para que la experiencia no devenga en palabra.

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En un segundo nivel ubico el testimonio “editado”, es decir, el testimonio que sobrepasa la voz y su posible trascripción para situarse en el texto intencionado, generalmente autobiográfico que describe matizadamente la experiencia. En este género ubico de forma paradigmática, desde la literatura universal, “Si es esto un hombre” de Primo Lévi, donde un prisionero judío-italiano reconstruye su experiencia en un campo de concentración nazi. Para el caso chileno hay tres textos que de alguna forma se posicionan en el género: dos son autobiográficos y relatan la experiencia de dos militantes de izquierda que fueron detenidas por servicios represivos de la dictadura, donde se trasformaron en delatoras y agentes de la represión política, estos son “El infierno” de Luz Arce y “Mi verdad” de Marcia Merino; un tercer texto que podría ubicarse en el testimonio editado, aunque en su versión invertida, es el texto de Nancy Guzmán, “Romo: confesiones de un torturador”. Este texto testimonia la experiencia de la tortura desde los victimarios y en este sentido también es una mediación que nos permite aproximarnos a la tortura. Existe un tercer nivel de mediación que trabaja tanto sobre estos relatos como las marcas que ellos van dejando en la sociedad; éste incorpora progresivamente instancias reflexivas e intenta ligar la experiencia con sectores más amplios de la sociedad. Esta mediación corresponde a toda producción/observación que –en lenguaje de la teoría de sistemas- podríamos llamar de segundo orden, es decir, producciones reflexivas que trabajan directa o indirectamente sobre la base de los testimonios y no a la experiencia misma, desde donde elaboran un discurso comprensivo que vuelcan hacia la sociedad. En este nivel confluye un espectro amplio de discursos que van desde temas concretos (como el diagnóstico médico de las víctimas o reflexiones sobre su situación procesal), disquisiciones más abstractas o conceptuales (como pueden ser reflexiones filosóficas o morales), hasta reflexiones ficcionales y/o estéticas (como es la literatura, poesía, plástica, cine, etc.). En cierto sentido, este tercer nivel de mediación cubre también cualquier elaboración discursiva que se produzca con base en cualquiera de las producciones antes mencionadas, pues –siguiendo con la lógica sistémica- es imposible distinguir entre órdenes de observación superiores103.

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De este modo, tanto el material con el cual se elabora esta tesis, como los resultados que de ella se desprendan, se ubican en este tercer nivel de observación del fenómeno; y, desde distintos marcos disciplinarios, media la relación entre la experiencia y un segmento de la sociedad.

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Es aquí donde se ubica el material empírico de esta tesis. Los textos dramáticos son un testimonio indirecto en tanto no están elaborados desde la experiencia, sino que se construyen sobre la base de las marcas que (de distintas formas) se han socializado y llegan a un autor determinado. El texto dramático se sitúa como un vínculo comprensivo, el cual –a diferencia del testimonio primario- es elaborado desde la perspectiva que entrega vivir en la sociedad. Es decir, socializa la experiencia de la tortura no desde la vivencia personal, ni siquiera es subsidiario del diálogo directo con quien la vive, sino que a partir de los distintos discursos que circulan en la realidad social: ya sean en el ámbito de discurso público (difundido por los medios y organismos de derechos humanos), en el ámbito privado (relatos o experiencias cercanas o conocidas), o en el murmullo, rumor o secreto a voces. Esto explica que los textos dramáticos estén tramados –voluntaria o involuntariamente- sobre ciertos hitos históricos y públicos que contextualizan y caracterizan el relato, pues se construyen desde y para la colectividad, y no para la reflexión de alguna experiencia personal. Tomar conciencia de esta distinción no es menor a la hora de proyectar el alcance de nuestras conclusiones, pues inmediatamente nos alejamos de las percepciones personales que las víctimas puedan tener de su experiencia para ubicar la reflexión sobre la tortura en el ámbito de lo sociocultural. De este modo, a la hora de evaluar la hipótesis y el cumplimiento de los objetivos, reubicamos las preguntas iniciales desde la puesta en escena social que la reflexión sobre la tortura provoca. Por otra parte, remarcar la distancia del texto dramático como reflexión/representación de la experiencia a la que refiere, nos hace retomar y asociar la idea girardiana –trabajada en el capítulo I- de los textos de persecución. Esta categoría no sólo plantea la existencia real del referente extra textual (la tortura como un hecho histórico real), sino que establece la transferencia y la distancia que se produce entre la víctima arbitraria de la violencia intestina y los estereotipos básicos que configuran estos textos. En otras palabras, plantea que el texto de persecución no responde directamente a la experiencia particular de la víctima, sino que es una construcción posterior que descansa en la transferencia social que la ejecución de la víctima produce. El texto de persecución no pretende desentrañar el contenido de la experiencia, sino que constata cómo la sociedad produce relatos por sobre las estrategias de ocultamiento que despliega la violencia intestina y los vencedores. De este modo, si bien es imposible ver la experiencia (léase tortura) cara a

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cara, el texto inscribe en su contenido las repercusiones y transferencias que éste produjo en la sociedad. Pero el texto dramático no es un texto de persecución cualquiera. Tanto la forma como la finalidad de su producción, lo ubican en un lugar especial dentro del espectro discursivo que la sociedad genera sobre el tema de la tortura. Esto se debe principalmente a que la dramaturgia, como antesala de la teatralidad, elabora disposiciones y estrategias que trabajan a contracorriente de la mecánica interna de la tortura política moderna. En diversas instancias de esta tesis, se ha planteado como uno de los puntos fundamentales de eficacia con la que actúa la tortura, su sustracción de la escena pública y la clandestinización de su entorno. Por una parte, esto responde a un proceso histórico ligado a la abolición, que ilegaliza la tortura y sustrae las penas de los espacios públicos para ubicarlos en la cárcel moderna; por otra, su uso clandestino por parte de las dictaduras la sitúa como una herramienta efectiva de la guerra sucia que, por sobre el tormento mismo, genera sensaciones paranoicas en amplios sectores de la sociedad. La dramaturgia y su puesta en escena no se agotan en las reflexiones particulares que establezcan sobre el pasado histórico reciente, también implican un proceso específico de socialización que se entrama profundamente con la significación colectiva que la tortura produce en una sociedad. La potencial puesta en escena se imbrica en dos corrientes de sentido que la ligan a las problematizaciones que se puedan hacer sobre la tortura: por un lado, le retorna la teatralidad que hasta el siglo XIX le era central al tormento, al situar el cadalzo de la plaza pública, el melodrama del diálogo entre el poder soberano y el cuerpo social era visto e internalizado por toda la comunidad, participando del ritual presencial y simbólicamente al poner de manifiesto los límites del poder y la justicia social. Por otra parte y desde una perspectiva moderna, la puesta en escena de la representación dramática de la tortura –y no la tortura real- permite que la colectividad sea interpelada por un conflicto cercano e histórico pero al mismo tiempo de carácter universal, generando una catarsis colectiva104. Esta idea proviene de la tradición aristotélica para la cual la tragedia narra situaciones paradigmáticas de la vida humana (como lo es la violenta problematización del límite social por la tortura política), es decir, disposiciones universales con las cuales cualquiera puede identificarse y empalizar. A su vez la catarsis

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La idea de catarsis (literalmente “purga, purificación”) viene del griego y es la “purificación ritual de personas o cosas afectadas de alguna impureza” o el “efecto que causa la tragedia en el espectador al suscitar y purificar la compasión, el temor u horror y otras emociones” (RAE 2004)

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es el efecto de purificación que produce la identificación con los personajes y sus situaciones. De este modo la representación, mediante la teatralidad, le devuelve a la tortura política cierta dimensión colectiva que históricamente se le ha restado; una empatía social comprensiva y purificadora que sitúa la experiencia individual en el todo. Complementario a lo anterior, la puesta en escena incorpora un segundo fenómeno. Los textos dramáticos traman un discurso alternativo y antagónico al que el oficialismo dictatorial impuso. En el capítulo IV ha quedado delineado, a grandes rasgos, el contenido de este último: el gobierno militar, encabezado por la Junta, se piensa de forma mesiánica ante la crisis social y económica en que se encuentra la Unidad Popular. Bajo esta lógica, la brutal reestructuración socio económica que desencadeno en la implementación del sistema neoliberal, es vista como un cambio necesario. Paralelamente, se niega que el nuevo régimen viole los derechos humanos –las acusaciones son minimizadas al atribuírselas al complot internacional-, todo se hace bajo la (nueva) legalidad. Aun así, tanto por necesidad de la dictadura como por los intersticios que abre la oposición, de cuando en cuando las diversas violaciones a los derechos humanos (como la tortura) salen a la luz publica. Ante esto, la oficialidad las minimiza, y las introduce en el mismo discurso mesiánico bajo la clave de costos sociales. Para el régimen militar, la tortura no es un problema de personas (sujetos o colectividades sociales), es solo un calculo en la reestructuración de un país, una variable macroeconómica dentro del concierto administrativo. Y si efectivamente ocurre –cosa que esta puesta en duda-, no se articula en contra del país, sino a favor de éste, pues se dirige contra grupos subversivos aislados. Como ha sido demostrado en el capítulo VII, los textos hilvanan un discurso consistente sobre la tortura política de la dictadura militar; discurso que se contrapone al que el mismo régimen elabora. Esta oposición es radical en diversos sentinos, pero quizás el más importante es el hecho de situar la tortura política como un problema legitimo en sí mismo –es decir, autónomo en su ocurrencia de la reestructuración económica neoliberal-. Ya no es posible hablar de costo social, de un apéndice necesario en el plan salvifico que la Junta militar ejecutó para implementar un nuevo sistema. Desde los textos, la tortura política es inscrita exclusivamente en un sistema represivo, en la jerarquía militar que se coordina para fragmentar, mediante el daño, a una sociedad.

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Como correlato de lo anterior, los textos dramáticos problematizan la tortura desde el individuo y sus colectividades. Si el discurso dictatorial la ubica en las coordenadas macro sociales, como costo directo de grandes procesos de reestructuración económica, la narrativa de los textos se centra en el conflicto interpersonal, en la relación de la víctima con sus torturadores, y de ambos con su entorno social inmediato. En este sentido, el discurso dictatorial es explicativo, mientras que el que revelan los textos es comprensivo. Esto es así, pues la dramaturgia pone de manifiesto no solo el hecho mismo, sino que también las tensiones, contradicciones y sensaciones (vertiginosas) que definen a la experiencia, y la dificultad que implica socializarla. La puesta en escena del conflicto interpersonal es un intento de socializar la complejidad de la relación que vincula a las víctimas con sus victimarios, superando la lectura simplista que los ubicaría a ambos lados de la oposición schmittiana (como enemigos existenciales sustraídos de cualquier implicación mutua). A su vez, la experiencia deja de ser entendida como el paso mecánico de individuos por un sistema punitivo/represivo, para ser comprendida como una experiencia límite que cuestiona no solo el sentido de la excepción en orden institucional, sino también la normalidad del mismo y la ambigüedad de las fronteras que los separan. En contraposición al discurso dictatorial, los textos dramáticos ubican la tortura política en una esfera de sentido suficientemente cercana para interpelar al ciudadano (chileno) anodino, problematizando tanto la experiencia ajena como los límites de su acontecer cotidiano. *** Ahora bien, se hace necesario contrastar nuestros resultados con la hipótesis inicial y ver como debe ser leída a la luz de la investigación. Al comienzo de esta investigación se elaboró una hipótesis que planteaba la posibilidad de explicar la marginación, silenciamiento y postergación de la tortura política bajo la perspectiva de centrar el estudio en el tipo de vínculo que generaba la víctima con su victimario. Implícitamente se postulaba que la principal diferencia que existía entre la tortura y otras formas de violación a los derechos humanos radicaba principalmente en la cercanía de la relación entre la víctima y su victimario. Así, el daño y la violencia de la tortura política, que podría pensarse que desintegran cualquier posibilidad de articular un vínculo social (incluso lo destruía), generan un nuevo vínculo –más complejo que el anterior, marcado por un

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antagonismo político- que se expresa como huella de una relación irresuelta, es decir, la tortura política producía una nueva y particular relación presencial. La hipótesis que movió a esta investigación no pretendía, como podría pensarse, ubicar este vínculo en un marco similar a lo que se conoce como síndrome de Estocolmo105, donde las víctimas y los victimarios desarrollan vínculos afectivos estrechos mediante la identificación de aquellos con éstos, sino que (con menor expectativa) planteaba que esta relación constitutiva –que en ningún caso tenía un carácter positivo- marcaba tan profundamente la tortura que cualquier reflexión en torno a ella pasaban por la problematización de su irresolución histórica. Para esto era imprescindible trabajar sobre las categorías de víctima y de torturador como modelos arquetípicos que constituyen la relación y buscar los puntos fundamentales que trascendían históricamente para imprimirse en los textos dramáticos. La hipótesis de investigación no puede ser comprobada satisfactoriamente si se hace una lectura dirigida a los individuos. En cierta medida, su verificación estaba condenada al fracaso desde su enunciación en el marco de este trabajo. Si bien sabemos que el referente de los textos es completamente real (en el Chile dictatorial si se torturó), las dos tramas por la cuales están construidos los discursos son altamente selectivas y generalizadoras por lo que tienden a disolver los casos particulares: tanto si son leídas desde una trama histórica, como si se lo hace desde el contenido –como textos de persecución-, el caso particular como referente (que no necesariamente existe en los textos dramáticos) se difumina. Por otra parte, como planteamos más arriba, la posición desde la que se elaboran estos textos está suficientemente mediada para sea poco probable que la experiencia concreta y particular llegue íntegramente a las instancias de elaboración de los textos dramáticos106, es decir, existe una distancia considerable entre las víctimas, los torturadores y el escritor. Por último, y orientado al marco disciplinario, no creo pertinente para la antropología social una lectura que pone el énfasis en el individuo 105

En el año 1973, en un asalto bancario ocurrido en la ciudad de Estocolmo y que se prolongó por casi seis días, un fotógrafo captó en el momento de la liberación la imagen de una rehén besándose con uno de los asaltantes. La fotografiá dio pie para lo que se conoce como “síndrome de Estocolmo”, es decir la identificación por parte de la víctima con sus captores. 106 Esto es particularmente cierto en el caso chileno donde sólo hace algunos meses se le ha prestado atención a la recopilación pública, intensiva y sistemática de testimonios de víctimas de la tortura. Por otra parte, los organismos de derechos humanos que durante la dictadura fueron los principales espacios institucionales de acogida a las víctimas de la represión –como la Vicaría de la Solidaridad- mantienen, compresiblemente, un secreto profesional sobre los testimonios de las víctimas, que no pueden hacerse públicos sin la expresa autorización de quien lo dio o de sus familiares directos.

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y su psiquis, y que deja de lado la transmisión y problematización que la colectividad pueda o no hacer sobre el fenómeno la tortura107. De este modo, creo que la hipótesis debe ser revisada bajo la premisa de que el vínculo que marca la relación ha sido hipostasiado a la sociedad bajo diversas mediaciones, de modo que los textos se aproximan a él mediante huellas oblicuas que –en cierta medidatambién interpelan a la colectividad. Abandonada una entrada individual, planteo que el tema de la traducción entre la experiencia y la representación –que los textos dejan ver en el análisis-, refleja el intento por colectivizar la irresolución del vínculo. Así, la revisión hecha al comienzo de éste capítulo debe ser releída bajo esta voluntad tácita de la mediación, que implicaría la sustracción de elementos personales para la puesta en escena de situaciones que problematizan el vínculo desde la perspectiva de su socialización. Siguiendo la pauta fijada por el análisis y su posterior revisión, hay tres temas que cruzan los textos. El primero y más evidente es la necesidad de nombrar, que si bien se ha ubicado principalmente bajo el contexto institucional de impunidad como una resistencia a la tendencia que relega constantemente la tortura política a un segundo plano y la condena a la invisibilización, desde la perspectiva de la hipótesis la enunciación es casi ontológicamente el primer nexo con la colectivización. Se nombra para reafirmar la existencia del vínculo, pero también darlo a conocer, socializarlo, pues en un primer momento la relación está circunscrita al silencio del centro de detención, a lo más a quienes transitan por él en las diversas condiciones. En este sentido, la enunciación marca ciertos hitos fundamentales: ubica e individualiza a los actores, distinguiendo a la persona de la investidura, al individuo de la institución (de lo contrario la denuncia seguiría en la lógica de los procesos transicionales donde los nombres son remplazados por la jerarquía en la institución: capitán de ejercito, mayor de carabineros, etc.); luego, actualiza en procesos nemotécnicos cada instante de la tortura, cada etapa del daño que define el vínculo, los nombres, las jergas, los procedimientos; y por último, recompone los lugares, diagrama los planos de su funcionamiento, cuántos pasos separan los espacios, cuántos peldaños hay que subir. Se nombra para diagramar, reproducir y sentar las bases de la experiencia.

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Indudablemente las acotaciones de este párrafo son producto de las reflexiones que el propio desarrollo de la investigación ha puesto en evidencia y que la revisión realizada para el proyecto de tesis –del cual se desprendió la hipótesis- no permitía ver.

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En un segundo lugar se ubica cierta alusión directa al vínculo, a “la relación como marca”, como “fundación de una presencia”108. Al analizar los textos, es posible identificar ciertos elementos que indican directa o indirectamente que la relación entre las víctimas y los victimarios sobrepasaría el hecho contingente de que dos individuos confluyan de forma desigual al seno de un macabro dispositivo. Lo que principalmente hila a estos diversos elementos es que nunca surgen como actos concientes que los personajes articulen con el fin de referirse a la tortura, se instalan más bien como sensaciones, como pulsos prerreflexivos que sobrepasan la voluntad de los individuos para surgir intempestivamente en escena. Esta idea es abordada desde distintos aspectos: la más evidente (La muerte y la doncella), lo desarrolla explícitamente en el argumento donde el drama de los personajes es precisamente la posibilidad fortuita de resolver la inconclusión de este vínculo; tanto el personaje Paulina, que sintomáticamente entra en crisis cuando escucha a Schubert, como Roberto, que impulsivamente regresa a la casa de Gerardo para redefinir los límites de su pasado, están marcados por la necesidad de dilucidar la continuidad de su pasado, de concluir la experiencia que los limita hasta el presente. En los otros textos, el vínculo se presenta de forma implícita, más abstracto, pero también relacionado con la mediación hacia la colectividad social: en Una casa vacía se pone en evidencia el desbordamiento espacio/temporal, al trascender los sujetos y “contagiar” inclusive a los inmuebles para afectar a sectores empáticos de la sociedad; en Provincia señalada, la presencia funde argumento con la representación en sí, marcando el tiempo no sólo de los personajes sino del texto dramático mismo. En definitiva, lo que los textos ponen en evidencia es que el vínculo trasciende el instante histórico de la relación para instalarse en la biografía de los sujetos como huella de un proceso inconcluso, desbordándolos e influyendo a su entorno. Por último, y quizás el hilo conductual más atingente a la puesta en escena colectiva de la experiencia de la tortura es “la indeterminación del espacio”, pues ésta se debe principalmente al contraste de la realidad dentro del centro con lo que ocurre afuera de él. Si bien en el análisis hablamos de una tensión interna producida por la confrontación de conductas y significaciones del espacio –si no excluyentes- contradictorias, desde la perspectiva de la socialización de la experiencia el abismo se desdobla al interpelar la

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Tanto en el análisis como en el comienzo del capítulo he ubicado este ítem en un tercer lugar; la razón por la cual ahora esta en el segundo responde a la distancia que separa el contenido que problematiza con la colectividad a la que está dirigida.

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realidad externa del centro de detención. Las conductas más habituales y elementales adquieren un nuevo sentido cuando vemos que la tensión que define el interior del centro de detención es producto de la superposición de la excepción normativa con la cotidianeidad que día a día vivimos como seres culturales; esto, porque dos realidades que en la vida social permanecen separadas y contrapuestas se imbrican para generar un nuevo orden marcado por la violencia y deshumanización, cuestionando profundamente el fundamento que define la comodidad de nuestra propia realidad. La mediatización de los textos dramáticos permite un doble diálogo hacia la colectividad social: por una parte, el contraste permite establecer empatía con lo que significa el retorno de las víctimas –y en menor medida lo torturadores- a una normalidad jurídica después de experimentar la vida en la indeterminación, a la vez que traza las abismantes sensaciones de contexto en el cual se funda la relación vinculante; por otra parte, y probablemente con cierta connotación antropológica, se pone colectivamente en cuestión el fundamento normativo –pero también ético y moral- que rige nuestra cultura y sociedad, y que día a día se articula mecánicamente. Es posible que algunos lectores noten que el contraste entre los resultados y la hipótesis abandona aspectos claves del desarrollo expuesto en el capítulo IV, específicamente lo que refiere a la distinción entre las figuras del torturador y la víctima. Creo que este “abandono” no se debe a una hipótesis mal formulada, sino a la dificultad de obtener una visión global del fenómeno y sus actores. Planteado en términos elementales estoy diciendo que los textos dramáticos –al igual que la mayoría de la reflexión y producción discursiva que versa sobre la represión y la tortura política- son elaborados desde la comunidad de las víctimas; esto quiere decir que reflejan los intereses, pero por sobre ellos, las sensibilidades con que este tema es tratado, reflexionado e internalizado por un segmento acotado de la sociedad, y a su vez, esto repercute de forma directa en la manera como es comunicado a la colectividad. Son más o menos evidente las razones por lo cual la comunidad de los torturadores se ha abstenido de realizar reflexiones sobre el tema, acto que en gran medida es contradictorio al dispositivo mismo –reflexionar públicamente de un hecho que le es negada su existencia, es un absurdo. Aun así, sería interesante trabajar –en futuras investigaciones- cómo el gobierno represivo (y los individuos que los componen) comunica lo incomunicable, cuáles son los intersticios del discurso que fugan contenidos excluidos (el más evidente está en la frase “en Chile no se tortura”). Esta incompletitud de la ya precaria producción en torno a la tortura, ob_liga a

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que la hipótesis mantenga siempre un pie en lo incierto, logrando sólo dar medias luces sobre el fenómeno. Teniendo medianamente delineada una lectura de los resultados a la luz de la hipótesis inicial –es decir, nuestra interpretación de los resultados-, conviene re-revisar ciertas conclusiones y lineamientos que podemos sacar en limpio. Primero que nada, este trabajo pone en evidencia la plausibilidad de realizar una investigación disciplinaria en ámbitos que son ajenos a la ortodoxia de la antropología social. El legado del “nativo” impone sistemáticamente la necesidad de que una antropología en sociedades complejas estudie pequeños grupos con identidades culturales fuertemente definidas, rechazando la posibilidad de sustraerse a estas categorías para estudiar procesos amplios que afectan a la realidad nacional109. Sabemos que la tortura política no es exclusiva de ningún sector o subcultura chilena –a lo sumo de las capas politizadas en el período de mayor politización de nuestra historia-, por el contrario, es un problema de magnitudes nacionales que se inserta en el marco de un violento cambio social y cultural dirigido por gobierno militar que articuló la represión para producir cambios estructurales en la economía; ante esto es imprescindible realizar al menos el intento de establecer diversos puentes que comprendan el fenómeno desde nuestra disciplina, aportando a la reflexión nacional sobre nuestro pasado y presente, es decir, comprender en su complejidad un segmento de nuestra identidad. Ligado con lo anterior, el segundo tema relevante que propone esta investigación es la plausibilidad de trabajar, desde la antropología, con objetos de estudio que en alguna forma son ajenos a la disciplina. El análisis de los textos dramáticos se enmarca tradicionalmente dentro de los estudios literarios110, pero esto sólo si los consideramos como discursos cerrados en sí mismos; la propuesta de esta tesis es valorar y asimilar los textos dramáticos a conjuntos de narrativas “míticas” que produce nuestra sociedad sobre su realidad histórica. En este sentido podría criticárseme el no haber seguido en el análisis la rica tradición estructuralista que Levi-Strauss desarrolla sobre los mitos. Esta opción se debe principalmente a que considero que el análisis estructural no podría haber 109

Esto queda completamente de manifiesto cuando vemos que los temas nacionales –que indudablemente responden a la lógica de una identidad cultural, histórica y socialmente construida- casi nunca son abordados por antropólogos, sino sociólogos o historiadores. 110 Dentro de esta disciplina, la crítica cultural es el área donde se podría establecer la mayor vinculación con la antropología.

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dado cuenta del vínculo entre el contenido de los textos/mitos y la realidad nacional; en cierta medida por que Levi-Strauss desestima el valor que puedan tener hechos históricos en la creación de estos relatos, autonomizando su estudio y ligándolo con tropos del pensamiento. Creo que esto se debe, principalmente, al paradigma del “Otro”, evidente en la insistencia de la antropología de oponerse culturalmente a su objeto/sujeto de estudio, evitando hacer antropología de nuestra misma cultura, donde la historia pasa a ser un hecho relevante. La noción de “texto de persecución” trabajada por Girard (1982; 1986) intenta dar cuenta de este hecho, a su vez no es de extrañar que el francés elabore el concepto para el estudio de textos europeos de la época medieval, es decir, relatos de su cultura de origen. Un tercer punto que me interesa destacar ya ha sido delineado en lo que antecede del capítulo y se refiere a lo inevitable de trabajar con mediaciones que liguen la experiencia de la tortura política con problematización y reflexión social. Esta idea tiene al menos tres puntos o aspectos destacables: el primero se encuentra en el dispositivo mismo de la tortura política que se ejecuta tras el silencio y ocultamiento del centro de detención. Desde esta óptica nos es imposible tener un acceso directo al fenómeno, no sólo por tratarse de un hecho históricamente anterior al presente sino también por estar oculto a la sociedad. El segundo punto, íntimamente ligado al anterior, plantea la incompletitud de las mediaciones: por un lado, si bien el testimonio como mediación primaria es la instancia en la que mejor se puede reflejar la experiencia, siempre existe un segmento que se niega a ser aprehendido marcado por lo inenarrable de la experiencia límite, por otra parte la mediación es incompleta en tanto la circulación de los testimonios está altamente restringida imponiendo la necesidad de generar nuevos niveles bajo la forma de discursos elaborados pero selectivos. El tercer punto que marca este tema, es la constatación de que sólo a través de mediaciones elaboradas es que la sociedad puede conocer, problematizar y reflexionar sobre la tortura política, ya que ellas poseen una alta circulación para interpelar a un gran número de personas. Como corolario de este último punto, en este tipo de discurso testimonial hay un desplazamiento desde la constancia hacia la denuncia. Por último, referido a los textos dramáticos, planteo que no sólo son plausibles objetos de estudio para la antropología, sino que ante el tema de la tortura política se sitúan en un lugar privilegiado para el análisis. Esto se debe a que implícitamente, y por sobre el contenido, siempre está la potencia de la puesta en escena, la ejecución en el

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espectáculo, la colectivización catártica de la experiencia. En este sentido el contenido, determinado por la forma, se orienta no sólo a revisar ciertos temas fundamentales sino que intenta ponerlos en el debate social implicando al potencial público en la problematización de la tortura política. Esta potencia de ser ubica al texto dramático –en lo referente a la tortura política- en las puertas del concluir la experiencia como un cuestionamiento colectivo a los fundamentos de la sociedad y la cultura. Ya se ha dicho que la efectividad represiva de la tortura política se entrama fuertemente en las claves del miedo y des-concierto111, en cierta medida en la puesta en escena se abre la posibilidad de re-concertar la sociedad desgarrada por la tortura, plantear un diálogo que sobrepasa a los actores implicados –sin desestimar su papel central- y que convoque a toda la sociedad.

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Según la D.R.A.E. desconcierto: 1. m. Descomposición de las partes de un cuerpo o de una máquina. 2. m. Estado de ánimo de desorientación y perplejidad. 3. m. Desorden, desavenencia, descomposición.

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