Nace una novela Por Sergio Aguirre

Nace una novela Por Sergio Aguirre En las escuelas y en encuentros donde el público lector es mayoritariamente joven, la pregunta, la primera pregunta...
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Nace una novela Por Sergio Aguirre En las escuelas y en encuentros donde el público lector es mayoritariamente joven, la pregunta, la primera pregunta que me hacen es “cómo se me ocurrió”, a veces formulada como “en qué se inspiró para escribir”, tal o cual novela. Por alguna razón que desconozco, no sucede lo mismo cuando la audiencia es adulta. Rara vez me hacen esa pregunta. Me hace suponer que los adultos, por lo menos aquellos con los que he conversado sobre mis textos, la mayoría mediadores o colegas, intuyen o saben que la ocurrencia de una novela es un proceso y que tratar de resumirlo en una respuesta sería un cometido engorroso y que tal vez parte de la gracia es que permanezca oculto. Cuidado de lector, podría decirse: no vaya a ser que esa pequeña revelación, por baladí o aburrida o lo que fuere, venga a empañar una narración que hemos disfrutado. Sin embargo, a mí esa pregunta me gusta. Y eso es porque cuando estoy en un aula con lectores de alguna de mis novelas me imagino a mi mismo en el colegio con la posibilidad de preguntarle a un autor que he leído cómo se le ocurrió tal historia, o tal personaje. Me resulta la pregunta más natural. En mi época de adolescente, pienso ahora, le hubiera preguntado a Agatha Christie cómo tuvo la idea de juntar diez personas sin conexión entre sí en una isla de la que no pueden salir y que después de la cena de bienvenida escucharan una grabación donde se les acusa de crímenes antiguos para que, a lo largo de la novela, sean asesinados de la manera en que mueren los negritos de una canción de cuna conocida universalmente. Hoy mismo me muero de ganas de preguntarle a Thomas Harris, por ejemplo, cómo concibió a Hannibal Lecter, un psiquiatra con una cultura, una inteligencia y una sensibilidad inauditas, ¡que es un caníbal gourmet!. O el otro asesino serial de Süskind que fabrica un perfume con la esencia de sus víctimas, capaz de cautivar hasta la posesión a cualquier ser humano. Monstruos exquisitos. Y así tantas ideas maravillosas. Sí, me da curiosidad la génesis de una novela cuya alma, diría, reside en una idea, ya sea la cifra de un argumento o un personaje, algo susceptible de ser presentado en pocas líneas. No digo que las novelas deban concebirse como el desarrollo de una idea. Puede haber tantos modos de concebir una novela como novelas haya. Sólo señalo que son las novelas que más me interesan y que tal vez por eso, como narrador, mis géneros sean el fantástico y el policial de enigma, porque son géneros cuyo atractivo se aloja en una tesis básicamente

inquietante, que debe ser de carácter extraordinario y que nos procure -en el caso del policial como condición sine qua non- una sorpresa. Por eso esa pregunta me gusta, y porque me ha permitido recordar –sólo en parte, por supuesto- a partir de qué y cómo se construyeron los argumentos de las novelas que escribí, y que lo más probable es que si nadie me lo hubiera preguntado lo terminaría olvidando por completo. Cada idea, y me refiero a la primera idea, que tuve para una novela o para un cuento fue porque la buscaba. Nunca me sucedió, como a otros escritores, que el encuentro con algo, un rostro, una escena en la calle, una frase, etc., me provocara las ganas o la necesidad de generar una historia que la justifique. Eso que se suele llamar inspiración no me sucede. Nada de la realidad, incluida cualquier experiencia más o menos recordable de mi vida, me estimula en un sentido literario para una primera idea. Ni siquiera noticias de fenómenos extraños, que ocurren por aquí y por allá, asesinatos sin resolver, desapariciones misteriosas, todas cosas afines a mi interés, logran interesarme para comenzar. Me dan, por supuesto, ganas de saber qué sucedió, o cuál es la historia oculta detrás de esa noticia, pero no de inventarla. En verdad me gustaría que me pase alguna vez, pero por el momento no ha sido así. Lo que yo llamo mi “inspiración” tiene más bien la forma de un estado subjetivo, un estado de búsqueda que se produce a nivel del pensamiento. Pienso en temas, palabras, trato de crear frases que me cuenten algo. Es caótico y frustrante. Es uno de los peores momentos porque es el momento en que uno no tiene nada. Pero un día surge una oración, un elemento mínimo pero que por alguna razón me gusta, me resulta prometedor. A partir de allí algo se pone en funcionamiento (me veo tentado a decir que un mecanismo, pero me suena muy “mecánico”) y no concluye hasta que termine la novela. Una vez leí que Cortázar decía que el no sabía cómo iban a terminar sus cuentos. Que comenzaba a escribir e iba hacia donde el relato lo llevaba. La verdad es que no lo creí. Después de leer sus cuentos, al menos los anteriores a Octaedro, me parecía imposible una afirmación de ese tipo. En ese tiempo yo escribía mis primeros relatos y la experiencia era que si no sabía hacia dónde iba no podía avanzar ni un párrafo. La concepción del argumento de mi primera novela –que ahora compartiré con ustedes- me liberó en parte de esa creencia.

La venganza de la vaca es la única novela que me exigió -o pensé que me exigía- resolver todo el argumento antes de escribirla. Tenía un plazo para entregarla, y necesitaba saber exactamente hacia donde me dirigía y cómo iba a continuar el próximo capítulo, y el otro, hasta el final. Por eso también fue la única en la que tomé notas de todo lo que se me ocurría para el armado de esa historia (ideas, preguntas, soluciones provisorias), por lo que me resulta la más fácil de reconstruir. La primera idea -que no llegaba a serlo- era tan simple y tan poco original que no lo podía creer: chicos que se juntan para contar historias de miedo. Una novela con muchas historias adentro. “Hermoso”, pensé, y lo sigo pensando porque me encantan las historias adentro de otras. También resolvía mi temor a la novela -nunca había escrito una- y ocuparla en gran parte con relatos, supuse, aligeraría el tramado. “Que buen truco”, me dije. Hasta ahí todo bien, pero algo tenía que ocurrir en la novela. ¿Qué? Un asesinato, me pareció lo más natural, yo que quería escribir un policial. Comenzaba a parecerse a una idea: chicos que se juntan a contar cuentos de miedo y al final se comete un asesinato. Que todo se tratara de un asesinato. Pero ¿por qué? ¿A quién? ¿Qué tenía que ver con los relatos que contaban? ¿Los asesinos o monstruos de los relatos se materializaban de alguna manera y cometían un asesinato en la realidad? Podía ser... pero eso la convertía en una novela fantástica. Y por otra parte, ¿qué le daba unidad a la novela si eran distintos relatos de miedo? Entonces pensé que el monstruo o el asesino de los relatos tenía que ser uno solo, todas las historias que los chicos narraran esa noche debían tratar sobre un solo monstruo/asesino que después aparecería en la realidad para hacer, justamente, realidad esas pesadillas. Ése sería el personaje de la novela: el protagonista de los cuentos, el malvado. Recuerdo que en ese momento pensé que podía tratarse de una mujer, una mujer rubia, no sé por qué. E imaginé una escena donde mientras se contaba una historia, en un momento uno de los chicos la ve cruzar por una ventana. Pero ¿cómo salía de los relatos?, ¿por qué? ¿La habían invocado al contar sus crímenes? Una idea espantosa. ¿Y quién era esa mujer, tan al estilo femme fatal del policial negro que me había imaginado? Descarté a la rubia. Además se había sumado otro problema: ¿por qué todos contaban historias del mismo asesino/monstruo? Dos respuestas: era una especie de monstruo o criminal del pasado que había habitado en ese lugar -por supuesto un lugar apartado donde nadie puede escapar y ocurren las historias de crímenes-, una leyenda local. Era plausible, pero la novela perdía toda gracia. Quedaba algo así como el monstruo del lago Ness que al final se comía a los chicos de la cabaña, o por lo menos a uno. Solución eliminada.

Entonces apareció la segunda, que estaba a la vista, como la carta robada de Poe: contaban historias del mismo monstruo porque previamente se habían puesto de acuerdo. Por consiguiente, si se habían puesto de acuerdo era con una intención. Para engañar a alguien me pareció la mejor. Y si contaban historias de miedo era para hacerle sentir miedo a su víctima, hacerle creer, de esa forma en que creemos en las historias de miedo cuando somos chicos. Y nos vamos a dormir con la idea de que aquello que hemos escuchado existe y puede venir por nosotros. Y como corolario me ofrecía en bandeja la idea de que el lector sea, junto con la víctima, engañado. La conspiración, ausente en la idea original, de pronto se tornaba fundamental para la novela. Estaba feliz. Sólo necesitaba un motivo. Que fue sencillo encontrar si uno repasa el limitado catálogo de motivos para cometer un crimen: venganza. La venganza era lo más natural, y lo que más posibilidades me daba para encontrar su justificación. Sin embargo, algo no funcionaba. ¿Para qué tomarse el trabajo de provocarle miedo a alguien con historias si después se lo va a asesinar? No. El castigo tenía que ser, si contaban cuentos de miedo, aterrorizar. Aterrorizar a alguien como venganza. De eso se trataría la novela, o sea, mutaba la idea original. Aterrorizar, no asesinar. Era mucho mejor, por varias razones: -La idea de que todos los chicos que participaban en esta conspiración quisieran matar a un compañero de pronto me resultaba extrema, tenía una escala dramática que escapaba a la novela. - Si se trata de provocar miedo el relato fantástico es más eficaz que el policial. Cuando los chicos se juntan a contar relatos de miedo cuentan historias fantásticas, no de crímenes ni asesinos. Se trata del miedo a lo sobrenatural. Y si se cuentan en el campo, mejor. Se precipitó una decisión: el lugar apartado tenía que ser una zona rural, escenario privilegiado para ese tipo de historias. Retomaba algo que había descartado: la leyenda local. Por lo menos una de las historias que se relatan esa noche -porque iba a ocurrir de noche- había sucedido allí mismo. - Si los relatos eran fantásticos, facilitaban aun más su confección: porque el fantástico da mucha más libertad que un relato policial, y aun más si cada cuento se trataba de una variación sobre el mismo, ahora, fenómeno/espíritu/monstruo. Después pensé: una de las razones para contar cuentos de terror, o la gran razón, es divertirse. El que cuenta se divierte con el miedo del otro. Eso puso sobre la mesa

algo nuevo, la noción de broma. Divertirse aterrorizando al otro. ¿Eran psicópatas? No, eran adolescentes. Sólo los adolescentes pueden hacer ciertas cosas, y estos tenían que tener una buena razón para hacer lo que hicieron. ¿Cuál? Todavía no lo sabía. Me daba vueltas la idea de la broma. En una de esas vueltas se me vino a la cabeza la más elemental: aparecérsele de repente a alguien con un disfraz. Un disfraz... qué grosero. Pero no me parecía grosera una mise-en-scène. Una gran puesta como momento culminante de la novela. ¡La pesadilla hecha realidad! ¡Un final alucinatorio! Según consta en el cuaderno de notas, estaba encantado con esa idea. Quedaban dos grandes asuntos sin responder: - ¿De qué se estaban vengando? ¿Qué había hecho ese personaje y cómo podía yo contarlo sin que el lector sospechase que aquello podía tratarse de una venganza? - ¿Qué tipo de monstruo, de espíritu o de fenómeno era el protagonista de los cuentos? Con respecto a la primera anoté: - La víctima no sabe que los ofendió, o no hubiera ido. - ¿Qué puede haber hecho sin saberlo? La idea de crimen estaba cada vez más lejana de la novela, y esa limitación me ayudó a encontrar la respuesta a la pregunta: ese personaje había provocado, sin saberlo, una desgracia, una muerte. ¿Cómo? ¿De quién? No podía ser de ningún compañero, pensé en ese momento, (ahora me pregunto por qué no). Tenía que ser de alguien próximo, alguien querido por todos o especialmente por uno. Alguien importante. ¿La madre de uno de ellos? No me convencía... aunque después usé esa idea para el comienzo de la novela como excusa para presentar a los personajes. ¡La muerte de un profesor! Un profesor querido por todos. Un profesor, cuando es querido, es muy querido. Eso me gustó, aunque ¿cómo no mencionar esa muerte durante el encuentro? Seguía teniendo una relación muy directa con todos los personajes... ¿Y si se trataba del hijo de un profesor? Sí. O peor: el hijo de una profesora. Un niño. Me pareció que la muerte de un niño podía ser un motivo para planear una venganza de ese tipo. Bien, pero ¿cómo este personaje provocó la muerte del niño? ¿Quería hacerlo? Por supuesto que no, pero tampoco su acto tenía que ser inocente. ¿Cómo? Por algo dicho, pensé. El personaje dice algo, con mala intención, y eso deriva en la muerte del hijo de la profesora. Raro, pero posible.

Por otra parte, me daba cuenta de que esto era más que un dato de la historia, era una segunda historia. O mejor dicho, una primera. La pre-historia de la novela. Sin embargo no podía contarla antes, y tampoco después. Tenía que ser narrada paralelamente a ese encuentro en el campo donde tendrían lugar los hechos. Y desde allí, en la intercalación, colaborar en la intriga acerca de lo que sucede en la novela. Hacer que el lector se pregunte: ¿Por qué me cuentan esto? ¿Qué relación tiene esta historia de la profesora y su hijo -de corte realista- con lo que está ocurriendo en esta casa apartada y con los relatos fantásticos que se narran esa noche? Y esto determinó la estructura de la novela, que quedaba con tres planos: lo que ocurre en ese encuentro, lo que ocurrió hacía un año y los relatos sobrenaturales. Me entusiasmaba, porque así la novela tomaba la forma de un rompecabezas donde recién al final, con la última pieza, mostraría su verdadero rostro. Con respecto a la segunda, el tipo de monstruo personaje de los cuentos, hallar esa respuesta fue lo más difícil. Estaba perdido. Todo me resultaba ridículo, o... desubicado en torno a la historia. Hasta que tuvo lugar un encuentro inesperado. Como dije antes, no tenía mucho tiempo para entregar el manuscrito ya que la fecha tope del concurso donde la presenté -Norma Fundalectura- era en abril, y tomé la decisión de participar en diciembre, cosa que hoy me parecería un desatino. Para evitar toda distracción decidí mudarme al campo por esos meses. Disponer de todo el día y la tranquilidad para dedicarme a escribir. Y la verdad es que funcionó. Una actividad regular que tenía, para pensar, era caminar. Realizaba caminatas por los alrededores, una, dos, tres veces al día, iba al almacén, que está bastante alejado de la casa, pensando en la novela. Y así. Había pasado mil veces por un camino solitario, detrás del monte que bordeaba la casa, que cruzaba una zona de pastoreo de vacas. En uno de esos paseos vi, a la vera del camino, tres vacas. A la distancia, observé que las tres estaban paradas, una al lado de la otra, con la cabeza vuelta en dirección hacia donde yo venía. Me llamó la atención la postura de las vacas, esa regularidad, y el hecho de que parecían estar mirándome. Digo parecían porque nunca había visto una vaca mirar a una persona. Las vacas eran, para mí, el tipo de animales incapaces de fijar una mirada, una mirada que denote curiosidad o intención, como la mirada de los perros, los gatos, las serpientes. Y lo más extraño de todo era que a medida que me acercaba, las tres giraban sus cabezas lentamente siguiéndome con su... ¿mirada?

Al llegar a donde estaban, por supuesto, me detuve. Las vacas seguían mirándome ahora a menos de cuatros metros. Vaya uno a saber qué les llamó la atención, pero me miraban a mí, y en ese momento sentí una especie de inquietud, algo parecido al miedo. Nada sobrenatural: el miedo de que de pronto quisieran atacarme o algo parecido, no sé por qué. O lo supe después, cuando recordé una escena que había presenciado de niño. A riesgo de extenderme demasiado, tengo que contarla. Cuando era chico un verano fui de vacaciones a la casa de mi abuelo, en el interior, con mis padres y mi perro “Colita”, un perro que ya tenía sus años, aunque por raza era bastante menudo. Todas las mañanas íbamos a lo que se llamaba “la casa vieja”, un campo pequeño en el que estaba la casa, un molino, un tanque australiano, una represa y algunas vacas, que no llegaban a diez. Colita, un perro absolutamente citadino, no había visto una vaca en su vida. Y apenas bajó del auto comenzó a ladrar desesperado a esas bestias desconocidas. Nuestra sorpresa fue que las vacas se lanzaron a la carrera espantadas por los ladridos de mi mascota. Colita las perseguía hasta que las vacas, finalmente, se internaban en el monte y allí terminaba la persecución. Todos los días sucedía lo mismo: Colita bajaba del auto y comenzaba a correr a las vacas que otra vez huían hacia el monte, y desde allí el perro regresaba, contento supongo, después de su prueba de fuerza o de territorialidad o no sé de qué. Era un poco ridículo ver semejantes animales huyendo de esa pequeña criatura. La escena se repitió por tres o cuatro días. Pero antes de la semana sucedió algo que nunca imaginamos, ni siquiera mi padre, que había crecido en el campo. Ese día el perro bajó del auto y, como ya era costumbre, empezó a ladrarlas y a correrlas hacia el monte. Pero ese día las vacas no hicieron más de cien metros cuando de pronto se detuvieron, todas al mismo tiempo, dieron la vuelta y ¡comenzaron a perseguir al perro! La escena se había invertido, sólo que ahora había un peligro real. La persecución fue más larga y Colita se vio obligado a seguir corriendo por ese camino que llevaba a la represa. Y mi padre y yo detrás gritándoles a las vacas, tratando de espantarlas porque si lo alcanzaban ¡lo iban a reventar! El perro no tuvo más remedio que meterse en la represa, una laguna de no más de sesenta metros de diámetro, y nadar hasta el centro de ese pequeño lago. ¿Qué hicieron las vacas? Rodearon la represa en su totalidad, ¡distribuyéndose uniformemente para que el perro no pudiese escapar! Ver para creer. Regresé de esa caminata con la cabeza hirviendo. La mirada de las vacas y el recuerdo de aquellas otras tomando represalias contra el perro me habían cautivado. La

idea de que las vacas, detrás de su mansedumbre, pudieran ser criaturas peligrosas y vengativas, daba en el blanco de la leyenda local que estaba buscando y, aunque yo no creo mucho en la originalidad, me parecía, a todas luces, algo original para una novela de misterio. A su vez me llevó a pensar, no en ese momento sino bastante después, que cuando uno escribe una novela sucede un fenómeno que trasciende el hecho de escribir y es la idea ya común de que cuando uno busca una cosa el universo parece conspirar para que se la encuentre. No ha dejado de sucederme desde entonces aunque nunca de la manera tan elocuente con que la experimenté esa tarde. No se trata de nada mágico, por supuesto. Uno tiene la novela en la cabeza, y el deseo es el que verdaderamente hace el trabajo de encontrar. Aprendí a confiar en eso. Muy bien, pero volviendo a mis problemas: ¿cómo metía la vaca en los relatos? ¿Las apacibles vacas se transformaban en seres monstruosos que atacaban a la gente? No. Personas se convertían en vacas. La metamorfosis era la solución. Todos los relatos tenían que narrar casos de metamorfosis. (Allí está Metamorfosis escrita con mayúsculas en el cuaderno. Y también de nuevo mi escena querida de la ventana: ahora, “mientras se cuenta un relato de metamorfosis se ve pasar una vaca por la ventana. ¿Será una persona?”) ¿Por qué la metamorfosis? ¿Era una raza? ¿Una maldición? ¿Un hechizo? Todo me servía, porque eran varios cuentos y la diversidad me salvaba del riesgo de que, con el mismo tema, todos se trataran de lo mismo. Otro problema: ¿Por qué los chicos habían elegido el tema de la vaca para su venganza? Porque podrían haber sido vampiros, o perros asesinos o alguien muerto que vivió en esa casa, pero no: eran vacas. Porque era la leyenda local, claro. Pero me resultaba insuficiente. Sería mucho mejor si el castigo tuviera alguna relación entre la frase dicha por el personaje (causante de la muerte del niño) y las vacas. ¿Qué podía haber dicho? ¡Vaca! Decirle vaca a alguien es un insulto. Algo que se hace con mala intención. Y es simple, no requiere demasiada trama que lo justifique, menos si está dirigido a una profesora. La historia tomaba forma: una profesora muy querida (ya vería por qué) hacía repetir de año o algo grave a un alumno (que no nos debe gustar) y éste la insulta, le dice “vaca”. La profesora tenía que ser gorda o gordita, con dificultades con ese tema, y claro, verse afectada por el insulto.

En este momento estuve a punto de cambiar la muerte del niño por la de la profesora misma. Haciendo que ella decidiera hacerse una intervención y muriese en el quirófano. Pero desistí porque una operación supone cierta reflexión y responsabilidad del que se somete. Y ese personaje no podía ser tan inmaduro como para operarse por un insulto. Algo así aligeraba de culpa al agresor, y debilitaba todo. Y eso sin hablar de la posibilidad de mala praxis. No, pésima idea. El insulto tenía que generar una circunstancia fatídica, algo que escapase al control de la profesora. ¿Cuál? Una circunstancia... algo que ver con niños... ¿buscar niños a la salida del colegio? Llegar tarde para buscar un niño en la escuela. Un clásico para presagiar tragedias. Me gustaba. ¿Y el final? ¿Qué pasaba al final? ¿Cómo era esa puesta en escena que armaban los personajes? No podía ser nada acartonado, ni nada que implicara tecnología. Cuanto más natural mejor. ¿Meter una vaca en la habitación de la víctima? Imposible. ¿Un cadáver de vaca? Menos. Pero sí una cabeza. Una cabeza de vaca asusta. Pero más asusta tocarla sin saber qué es. ¿Y qué más? Bien, tenía lo que quería: el personaje se aterroriza. ¿Y qué pasa? ¿Se encienden las luces y todos dicen “Todo fue una broma”? ¿Tanta cosa para llegar a esa tontería? Entonces se me ocurrió. Y creo que el final cayó por su propio peso. Me había quedado sin el asesinato de la idea original, pero en su lugar iba a suceder algo peor, algo mucho más trágico y más tremendo.

La venganza de la vaca fue la única novela en la que hice un armado del argumento antes de escribirla, como ya dije, y anoté todas las ideas y las preguntas que se me ocurrieron. No sucedió eso cuando abordé Los vecinos mueren en las novelas. Las circunstancias eran diferentes, no tenía plazo de entrega, y el cuaderno de notas me pareció una tarea innecesaria. Las ideas que consideraba buenas y las preguntas importantes no se me olvidarían (de hecho no me las podría sacar de la cabeza). Tampoco necesitaba todo el argumento para comenzar. En ese momento tenía ganas de escribir un policial inglés, situado en Inglaterra, con personajes y elementos prototípicos del género. Sacarme el gusto escribiendo algo bien Agatha Christie. Pero todo lo que me imaginaba era muy Agatha Christie. No tenía sentido. Y una noche se me ocurrió, por oposición, la primera idea para los vecinos. Si

Agatha Christie presentaba de cinco a más sospechosos, en mi novela habría sólo dos, y uno de ellos sería la víctima. Todo se desarrollaría en un cuarto, como en el teatro, en la sala de una casa inglesa en la campiña. Y quedó así: Dos personas que no se conocen en un cuarto. Charlan amablemente, pero uno de ellos va a matar al otro. No sabemos quién a quién, por qué, ni cómo, pero eso va a ocurrir. Acá la idea central me llevaba en primer lugar a pensar en los personajes, preocupación que en La venganza... me resultaba totalmente secundaria. Tampoco sabía cómo iba a terminar hasta muy avanzada la novela, lo que me llevó a modificar capítulos ya escritos. Que no fue el caso de El misterio de Crantock ni de El hormiguero, ambos originalmente cuentos, donde ya tenía el argumento, los personajes y el final. El trabajo era darles el espacio que, a mi parecer, esas historias necesitaban. En la primera, que había sido un cuento con exceso de personajes y de trama, me gustaba la idea de desarrollar cada uno de los extraños episodios que narraba el cuento y con ellos, uno por capítulo, invitar al lector a entrever una hipótesis de la naturaleza del misterio que habitaba ese pueblo. Para que en el próximo capítulo, con el nuevo episodio, esa hipótesis quedara desmentida, y así generar una intriga in crescendo hasta el final de la novela. Con El hormiguero la necesidad era desarrollar los personajes, tía y sobrino, y el conflicto del héroe, Omar, fundamental para que el final alcanzara la intensidad que imaginé originalmente y que el cuento no había conseguido. Así, cada novela nació de una manera diferente y me planteó un recorrido y una experiencia distintas. Y mis intereses, mis ganas, mis gustos, también fueron cambiando de novela en novela. Me pregunto, releyendo este recordatorio de cómo fueron las cosas con La venganza de la vaca, si hoy tomaría las mismas decisiones que hace doce años y, naturalmente, no puedo más que dudarlo. Entonces me digo: “Menos mal que la escribí”.