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MONÓLOGOS!! (bocetos de personajes)! de Claudio Mazza!

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Mi abuelo Gene Krupa! !

MONÓLOGOS (bocetos de personajes) de Claudio Mazza: Mi abuelo Gene Krupa

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Mi abuelo Gene Krupa

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La estridencia del timbre resonó durante diez o quince segundos. Carla y yo nos

miramos sabiendo perfectamente quién era. Esa forma única de llamar. Una vez, alguien de la familia llegó a abrir la puerta de calle antes de que él despegara su dedo del pulsador. Yo arreglaba la persiana del comedor, subido a una escalera y Carla me pasaba las herramientas e intentaba ayudarme. Desde lo alto, mientras ella iba hacia la puerta, miré a través de la ventana para confirmar mi sospecha. Me quedé unos segundos observándolo sin ser visto. Allí, junto a la verja del jardín, firme como un soldado. La camisa blanca abotonada hasta el cuello, un sweater pardo y viejo, los pantalones hemisféricos ajustados entre el ombligo y el pecho, la cabellera de ese dorado-cobrizo que no da la naturaleza y su sonrisa de labios prietos. Y esa mirada. Llevaba bajo el brazo derecho un paquete envuelto en diarios y atado con una cuerda. Carla siempre decía que el abuelo no nos quería. A ninguno de nosotros. - Nicolás no nos quiere. No hace de abuelo. Ni antes ni ahora. Los tres hermanos estábamos de acuerdo, incluso Mauro. No es que creyéramos que nos odiara, simplemente pensábamos que no sentía el menor interés por nosotros ni ahora ni cuando éramos niños, cuando nos demostraba su existencia fastidiándonos. De chicos, las pocas veces que lo veíamos, solía tomarnos el pelo o incordiarnos hasta hacernos rabiar o incluso llorar. Y en especial a mí, aquella vez. Nicolás vivía con la abuela Blasa, no muy lejos, en la vivienda que había detrás de su tienda. Un largo pasillo salía desde el fondo del local, comunicando a un lado y al otro las oscuras habitaciones que daban a unos patios a los que nadie salía nunca. El comedor, la cocina, los dormitorios, el baño. Mi abuelo era capaz de recorrer los doce o quince metros de pasillo haciendo redoblar un único y eterno pedo que retumbaba por las paredes y cuando llegaba al final, cuando acababa su solo, se medio giraba con su sonrisa dura ya desplegada en la cara, para comprobar los gestos desencajados de sus involuntarios y pasmados espectadores.

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Nicolás y Blasa vivían bajo el mismo techo en una relación sin grandes problemas pero casi sin comunicación. ¿Se respetaban? ¿Se toleraban? Daba igual. Nadie sabía o recordaba cómo se habían conocido, si se habían enamorado, si hubo alguna vez pasión entre ellos. Ni siquiera el Viejo ni mis tíos recordaban haberlos visto alguna vez en gesto cariñoso o de complicidad. El negocio del abuelo era una vieja tienda de barrio que vendía medias, zoquetes, ropa de trabajo, calzoncillos kilométricos, pañuelos de bolsillo, pañuelos de cuello, pañuelos de cabeza, vestidos baratos de señora, uniformes de colegio, guardapolvos, corbatas con tornasolados de insecto, camisas de nylon, camisetas de frisa, camisetas de película de mafiosos y casi todo hecho con unas telas sintéticas y brillosas. Estoy ahora convencido de que, para surtir la tienda de mi abuelo, la industria textil de los setenta agotó varios yacimientos de combustibles fósiles. La había abierto hacía décadas, cuando el barrio no era más que un suburbio de los suburbios de Buenos Aires y la estación del tren, el correo y su tienda eran los únicos signos de progreso que se veían por allí. Hacía ya tiempo que la tienda había quebrado y Nicolás subsistía con una pensión miserable y la ayuda económica de sus hijos. A veces, entre los nueve y los trece años, me mandaban a ayudar en la tienda con la promesa de que el abuelo me pagaría algo en agradecimiento. Solían ser las dos o tres semanas del inicio de vacaciones de verano, entre el fin de las clases y la Navidad, cuando se suponía que se vendía más que nunca. Cada año el pago por mis servicios podía variar entre unos pañuelos en su caja de celuloide, unos zoquetes para el colegio o una camiseta, y a todo aprendí a encontrarles las costuras falladas o los agujeros de polillas cuando llegaba de vuelta a casa. Eran jornadas aburridas, largas, las que pasaba detrás del mostrador junto a Nicolás y su ayudante, Víctor, que olía a jaula de osos y no paraba de contar chistes malísimos. La tienda tenía una clientela cautiva que seguramente compraba allí para evitar trasladarse hasta lugares donde la ropa fuera de la década en curso. En esas semanas tenía que atender a inmensas señoras, con sus corpiños afilados y sus caderas planetarias en torno a las cuales siempre orbitaba algún satélite filial que se hurgaba los cráteres nasales hasta extirparse un inmenso meteorito verde (¿criptonita?) que al menor descuido dejaba alunizado en un borde del mostrador. Y peor era cuando las señoras venían solas porque me usaban de referencia para medir La cueva del erizo

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la talla de los uniformes, de las camisetas y me zarandeaban, me hacían dar vueltas y a veces hasta me retaban por no estarme quieto o por estar tan flaco o por no tener la talla de sus hijos, de todos ellos. A media tarde, mi abuela resucitaba de la siesta y nos traía unos inacabables tazones de té con leche tibia y unos prismas de cartón a los que ella llamaba bizcochos. El abuelo Nicolás rompía decenas de esas cosas dentro de su té hasta crear una papilla parduzca que deglutía entre rítmicos sorbidos eólicos. Todavía hoy sigo odiando el té con leche. Aquella vez tendría nueve o diez años. Sería la primera hora de la tarde, con la tienda vacía, en silencio y un calor pegajoso inundándolo todo. Yo estaba subido a una banqueta acomodando prendas de un estante cuando Nicolás atrajo mi atención golpeando un lápiz contra la caja como un director de orquesta. Yo me hacía el distraído, pero comenzó a chistarme y a llamarme con una mano hasta que no pude evitar bajar y acercarme. Víctor nos observaba desde otro mostrador. Nicolás sonreía. Labios apretados. Estiró los brazos y puso sus manos sobre mis hombros. Me miró desde arriba. Esa mirada, dura. Creí que iba a decirme algo importante. Aún esperaba algo de él. Entonces me atrajo hacía su cuerpo, me abrazó con firmeza y apretó mi cara contra su barriga. Cuando, desconcertado, giré la cabeza para no asfixiarme, mi abuelo descerrajó uno de sus tremendos pedos mientras me apretaba la cabeza contra su panza para que no escapara ni se perdiera ninguna nota. Víctor aplaudía y se reía a carcajadas dejando ver que le faltaban varias muelas. Cuando el abuelo por fin me soltó o conseguí deshacerme de su abrazo, huí de la tienda y corrí enfurecido hasta mi casa. No quise ver a Nicolás hasta el siguiente verano y entonces lo hice solo por complacer al Viejo. Esa fue la única vez que mi abuelo me abrazó y no puedo olvidar la humillación y el odio que sentí aquel día. Y lo que es peor, nunca, en todos los años pasados, conseguí entender por qué me había hecho aquello. Carla abrió la puerta y, a través del jardín, lo saludó. -Hola, abuelo. -¿Está tu padre? -Pasá. Yo también me alegro de verte. -¿Está o no está? Carla resopló y elevó las pupilas. La cueva del erizo

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-No. Llamó hace un rato. Dijo que llegarán con mamá dentro de unas horas. Nicolás seguía inmóvil junta a la verja. -Es que me iba a… -¿Pasás o te vas? -No se… ¿Y no te dio nada para mí? -Mirá, abuelo, yo no sé dónde está la guita ni cuánto te va a dar esta vez así que… -¿Vos qué sabés? ¿Te creés que soy un muerto de hambre, Carla? ¿Que solo vengo a buscar plata? -No me dirás que por fin venís a contarme un cuento para dormirme. -¿Puedo esperarlo? -No. Te estoy invitando a entrar para después echarte… ¡Claro, que podés! Pasá, dale. Mientras ellos entraban, bajé de la escalera y los seguí hasta la cocina. Como saludo le ofrecí un té. -¿Querés un té? -¿Es Cross & Blackwell? -¡Mirá, qué casualidad! Justo esa es la marca que tenemos. -¿Seguro? -¿Querés ver la lata? -Sí, ¿a ver?… -¡Sos increíble! ¡Mirá! ¿Ves? -Esperá. Dame acá. -Tomá, tomá. Revisala. Nicolás aceptó la caja y metió la nariz dentro. -¡Lo tenías que oler! ¡¿Cómo podés ser tan…tan…?! -¿Nunca entendés nada, vos? En esta casa nadie entiende nada… Al buen té se lo reconoce por la fragancia, por la textura de la hoja. Me gusta oler el té, me trae buenos recuerdos. Esto es lo más parecido a un té decente que se puede encontrar hoy en este país de mierda. -¿Está bien entonces? ¿Te gusta el olor que tiene? La cueva del erizo

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-Bueno… No es muy fresco pero se nota que es bueno. -Entonces te doy una primicia, abuelo: en “esta casa”, como decís vos con un poco de asco, no toma té ni el perro… -¡Je!... No hace falta que me lo jures. -…y esta lata la guarda mi vieja desde hace años y la rellena con el té más barato del supermercado para no tener que escucharte. -¡No es cierto! ¡¿Ese es el ejemplo de respeto que te enseñan tus padres?!.. -¿No es increíble? ¿Quién los habrá maleducado así? ¿Se te ocurre alguien? -¡No me hablés así, carajo! ¡Parece mentira! ¡Yo a tu edad…! -¿A qué edad? ¿Sabés mi edad? ¿Cuántos años tengo? -¡Bah!… -No, no, contestame. ¿Cuántos años tengo? -Recuerdo perfectamente cuándo naciste porque, por tu culpa, tu padre dejó la tienda y empezó con sus trabajitos miserables. -Ese trabajitos que te pagan los médicos, las facturas… -Te estás pasando, Renzo. Te aviso que te estás pasando. -Todavía no me dijiste cuántos tengo. -Tenés…. - Tic, tac, tic, tac… -Sí, tenés quince. ¡No, dieciséis! -¡Oh!... ¡La respuesta correcta es diecisiete! Le agradecemos que haya participado en nuestro concurso y se lleva usted de regalo ésta humeante taza de té. ¡Y con azúcar! -No tiene gracia, Renzo -En eso estamos de acuerdo, abuelo. No tiene gracia. No tiene ni puta gracia. Carla intentó romper la tensión cambiando de tema. -¿Qué es ese paquete? -Nada… Discos de pasta. Discos viejos de jazz. -¿Son tuyos? -¡Por supuesto! Pensé que a lo mejer podía… Pero no, no importa. -¿Querés escucharlos acá, en el tocadiscos? La cueva del erizo

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-El mío se rompió hace años. -¿Querés escucharlos o no? -Bueno… mientras llega tu padre. Volvimos al comedor y yo me subí a la escalera para seguir con mi tarea mientras Carla empezó a poner los discos. Nicolás se transformó. Durante casi dos horas estuvo señalando las piezas, los movimientos, los intérpretes. Nos habló de Benny Goodman, de Duke Ellington. De las grandes orquestas de Tommy Dorsey y Artie Shaw. Y especialmente se detenía cada vez que en las piezas sonaba la batería de Gene Krupa, de quien conocía todos sus trucos y habilidades. Nos contó de las salas de baile en el Buenos Aires de los años veinte y treinta, de los teatros de revista, de los monólogos de Pepe Arias. Y de nuevo volvía a la batería de Gene Krupa y nos enseñaba a identificar su toque maestro, su duende. Contó historias de su juventud, de su descubrimiento del jazz. Nosotros escuchábamos mudos y encadilados a ese orador entusiasta y emotivo que nunca habíamos conocido. No nos atrevimos ni a mirarnos. Cuando acabó el último disco nos quedamos los tres en silencio. Él carraspeó como incómodo, frunciendo el ceño y encajando los hombros. Yo bajé de la escalera, en la que había permanecido sentado todos ese tiempo y me acerqué a la cómoda. Saqué de un cajón el sobre que el Viejo me había dejado para Nicolás, por si venía. Cuando se lo di, volvió el abuelo de siempre. -¿Te divierte hacerme perder el tiempo? ¿Te estabas riendo de mí? -¡De verdad querés seguir con esto, abuelo? -Me voy. Con ustedes no se puede. Envolvió los discos de mala manera y se metió el sobre en un bolsillo mientras iba hacia la puerta. Carla lo interrumpió cuando ya iba a salir. -¿Tenés más discos de esos en tu casa? Nicolás no se giró para contestarle. -Por supuesto. Colecciones completas. -Traelos la próxima vez que vengas. Entonces Nicolás sí se volvió, pero no respondió a Carla. Me miró a mí. Yo asentí con la cabeza. -Sí, traelos. Y que sean de Gene Krupa. La cueva del erizo

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