MARGARITA RIVIÈRE. Clave K

MARGARITA RIVIÈRE Clave K Índice Primera parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Segunda parte. . . . . . . ....
8 downloads 1 Views 81KB Size
MARGARITA RIVIÈRE

Clave K

Índice

Primera parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

11

Segunda parte. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

109

Tercera parte. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

265

Epílogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

293

Guía de personajes (según orden de aparición) . . . . . . . .

299

Nota editorial Margarita Rivière recibió, en los años noventa, la propuesta de escribir un ensayo que relatara el clima social durante los años de la transformación de la sociedad y las instituciones en un Estado democrático y moderno. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que el ensayo constreñía toda la información que tenía y que necesitaba un género que le permitiera más libertad, que diera cabida a la intuición, a los sentimientos... Desafortunadamente, la novela fue amablemente «rehusada» y no pudo publicarse. Más de quince años después, esta novela que sale a la luz no ha necesitado actualizaciones ni correcciones, sigue siendo el relato de una sociedad y un período que marcó el inconsciente colectivo.

9

Primera parte

Sonrió satisfecho. Comenzaba un excelente día. Por la ventanilla del coche, brillante, negro y con el banderín extendido, miró una vez más su territorio. Hoy lo reconocía más que antes como algo suyo. No le gustaba la ciudad, y aquella era rebelde, pretenciosa. Frunció el ceño. Los urbanitas habían mostrado en las urnas que eran unos insensatos. Lamentarían no haberlo votado, se dijo. Volvió a sonreír pensando en las sorpresas que esperaban a aquellos orgullosos ciudadanos que lo miraban por encima del hombro. O eso le parecía siempre a él, que clasificaba a la humanidad en dos grandes grupos: los que lo tienen todo por nacimiento y los que solo consiguen algo con el esfuerzo propio. Los primeros acarrean generaciones de molicie y autosuficiencia. Del duro esfuerzo él sabía bastante, aunque su padre le había dejado una modesta fortuna y una apreciable red de relaciones que le parecía tanto más diminuta cuanto más crecían sus ambiciones. Hoy, tras su contundente triunfo electoral, esas ambiciones podían empezar a materializarse: ya no le iban a volver a hacer sombra; ni podrían ignorarlo. Ahora hasta esos urbanitas rebeldes y caprichosos tendrían que tenerlo en cuenta. 13

Sonrió de nuevo: había muchas cosas que hacer. La acción, era inevitable, le producía un cosquilleo renovador, casi eréctil. Ahora todo dependía de él. Solo de él, de su buen criterio; y que lo tenía estaba demostrado. Su trayectoria de demócrata se reconocía en todas partes, era intachable. Inarrugable, le había dicho ayer en plena calle una admiradora: «Usted es inarrugable, por esto me gusta». Aquella mañana había comprobado que, pese al trajín electoral, las noches sin dormir y las comidas a salto de mata, su cara no acusaba ningún rasgo de cansancio. Hasta las patas de gallo, habituales huéspedes cuando se traspasa la barrera de los cincuenta, daban a su cara la solidez del hombre hecho a sí mismo, seguro de su habilidad. Qué bien sienta el éxito, se había dicho. Y, aunque era bajo, más bien rechoncho y completamente calvo desde hacía años, al mirarse en el espejo mientras se afeitaba se encontró guapo, cosa que no sucedía habitualmente, y se animó a elegir una contundente corbata de color naranja que rara vez utilizaba. Con ella se sintió rejuvenecido.

Eran las ocho de la mañana. La ciudad, gris y cansina, despertaba despacio, pero él ya estaba camino de su despacho, dispuesto a envolver a todos con su carisma, su visión estratégica, su imprevisibilidad. Ser imprevisible lo fascinaba, y ahora que tantos estaban pendientes de sus más mínimos gestos, era un placer de dioses sorprenderlos a cada paso. El factor sorpresa lo había ayudado siempre: hacer lo que los otros no esperan es la primera ventaja en el maratón de la vida. Nadie esperaba, por ejemplo, que un banquero como él financiara, en las difíciles épocas de la dictadura, a quienes la combatían: por eso pudo hacerlo, lo cual le otorgó prestigio 14

de demócrata convencido cuando el dictador murió. Fue una magnífica jugada que, además, le había salido gratis. Su papel consistió en administrar —eficazmente, desde su punto de vista— dinero ajeno, dinero de próceres que querían preparar el futuro y a los que, por cierto, costó bastante convencer de que se trataba de una inversión rentable. «La gente tiene que luchar por algo más allá de lo puramente material, ¿o no? ¡No hay cambio sin contenidos, sin ideas! —decía a sus inversores, y los halagaba—: ¡Sois los mecenas del futuro! ¡Eso no tiene precio ni me lo podréis pagar nunca!». Repasó mentalmente las llamadas del día y de la noche anterior: ahí estuvieron todos ellos —«las familias», los llamaba—, con sus felicitaciones y sus recomendaciones del tipo «a ver qué haces ahora». Ilusos. Contuvo una sonrisa. Los despreciaba, pero sabía que estaría obligado a hacer el camino junto a aquel enjambre de ricos atemorizados por la posibilidad de dejar de serlo. Y no les faltaba razón: los hombres como él nunca renuncian a poder decidir que la riqueza cambie de manos. En esto se manifestaría su propia fuerza. Todos tendrían su satisfacción, ¿por qué no? Su pequeña sorpresa. Marca de la casa, se calificó a sí mismo con buen humor: «soy imprevisible». Hasta Catarahc, el más duro de todos los próceres, se había deshecho por teléfono al felicitarlo. Aunque, como cabía esperar, no olvidó mencionar, una vez más, lo que habían discutido tantas veces sobre el minitrasvase: aquel hombre estaba empeñado en hacer un negocio imposible... «¡El futuro es hoy!, ¡por fin! ¿Hay algo imposible para ti hoy, K?», le había dicho. Y tenía razón. Hoy empezaban a reclamarlo y, también, a temerlo. Se sentía confortado con ese deseado descubrimiento: daba por hecho que manejaría a su conveniencia 15

las reclamaciones y las exigencias que aparecían junto a cada halago. Dejaba atrás muchas horas de trabajo para que aquella gente tan orgullosa como dura de mollera entendiera lo elemental: cualquier situación desfavorable puede convertirse en oportunidad si se acierta en la dosis de savoir faire. Al fin los había convencido de que había que jugar todas las cartas. «La derecha o la izquierda son algo coyuntural —les insistía—. Lo que importa son lo sentimientos. Los sentimientos de país. El orgullo de ser como somos. Salir de la humillación secular, brillar con luz propia, ser reconocidos como pueblo, volcarse en los símbolos: todo esto es lo que motivará a la gente en la nueva etapa», les había prometido. Hizo bien al confiar en su instinto. Y en su poder de convicción. Había tenido razón cuatro años antes, cuando solo él, con su habilidad conciliadora, pudo formar un Gobierno de compromiso que nadó felizmente entre dos aguas, gracias a que los sentimientos se pusieron en primer término. Un poco a la izquierda y un poco a la derecha: todo sea por el país, y él apareció como el gran conciliador. ¿No era algo elemental? Ahora —solo habían pasado cuarenta y ocho horas desde ese increíble resultado electoral— tenía muchísima más razón que hacía cuatro años. Este solo pensamiento lo hacía sentirse feliz, aunque era un hombre muy exigente: jamás se sentía satisfecho por muy bien que rodaran las cosas. Cuestión de carácter. Tuvo plena conciencia de su poder cuando Catarahc, en esa conversación del día anterior, le había dicho, medio en broma: «Ahora sí que no voy a tener más remedio que cambiarme el apellido, ¿qué te parece Katarahc?». A lo que él le había contestado: «Pues, mira, es mucho más elegante». Vivir para ver a Catarahc 16

convertido en Katarahc merecía la pena y auguraba cosas mejores. Pero no olvidaba lo mucho que le había costado llegar hasta allí. Se había acostumbrado a ese proceso mental del «sí, pero no» y del «no, pero sí» hasta sentirlo como algo instintivo. Nunca daba nada por ganado. Siempre habría cabos sueltos por alguna parte, y esos son los más peligrosos. Su cerebro funcionaba rápidamente: «No hay que olvidar el pasado; el pasado es la gran lección». Se prometió tener memoria. El maratón de la vida, el factor sorpresa: esos eran sus ejes propios para la acción. Tiempo largo, acción inesperada. Perspectiva y anticipación. Ambición y habilidad. Ideas claras. No debía —en realidad no podía— olvidar lo mucho que le había costado que durante la dictadura confiaran en él tanto los próceres como los opositores. Pero había logrado que nadie desconfiara entonces —y tampoco ahora, se dijo— de un hombre de orden como él, católico como el que más en un país de católicos, pero tolerante con la legión de desviados y comecuras. Así se transformó en el paño de lágrimas de unos y de otros. Recibió todas las confidencias. Su mano derecha ignoró lo que hacía la izquierda, y viceversa. Desde esa posición de privilegio cultivada pensando en el futuro, ayudó a todos los que, como él mismo, entendieron que el objetivo era reconstruir el país, devolviéndole su personalidad, sus tradiciones y, sobre todo, el control sobre la propia capacidad emprendedora y los negocios. Mover dinero sin más intromisión que la inevitable: eso era la independencia, la libertad. Y la lengua, basada en ese inmemorial signo k que la dictadura había convertido en maldito, encarnaba el gran símbolo. Visto desde el presente, la concreción de un símbolo tan claro —y banal— había sido un gran error de la dictadura 17

y una gran suerte para la oposición. La bandera de la k, tan fácil de entender, movilizó lo anquilosado: las tonterías más grandes encantaban a las masas y las ponían en estado de trance. Luchar por la k se asimiló así a luchar por la libertad y hasta por la felicidad. Él mismo, en esas épocas históricas de la resistencia bancaria, había adoptado la K —ka mayúscula, porque el desafío debía ser percibido en toda su grandeza— como nombre de guerra. Al principio solo sus íntimos lo llamaban K; hoy ya lo hacían todos. La k, añadida a cualquier palabra, daba ahora un aire de dignidad, de autenticidad y de democracia ante unas masas necesitadas de elementos sencillos y fácilmente perceptibles. Una simple, vetusta y vulgar k las había puesto en pie, cosa que no ocurría desde hacía siglos. Era como si todos los astros se conjuraran para dar paso a una nueva etapa histórica que él —esa era su responsabilidad— llevaría a buen puerto. Al recuperar su pasado, aquel pueblo simple, crédulo y temeroso de hacer el ridículo recuperaría su futuro. Él estaba allí como garantía: esta era la misión de su vida. Algo tendría que ver Dios en ello, le decía siempre Marka, su esposa, la mujer fuerte que describe la Biblia. Ella había creído en él desde que lo conoció como vendedor de aspirinas que no eran aspirinas y de penicilina que no era penicilina. Marka siempre tenía razón. «Tú eres un corredor de fondo», le repetía desde que se casaron, tan jóvenes e ingenuos. Lo invadió una extraña ternura de reconocimiento a aquella mujer tenaz. Una esposa ejemplar para un hombre providencial: ese fue el deseo con el que el canónigo Q bendijo su unión. Hacía ya mucho tiempo que se había celebrado aquella boda modélica, modesta y digna. 18

Providencial o no —en el fondo era un completo escéptico, cosa que Marka nunca sospechó—, él era un corredor de fondo, pero también un buen sprinter; siempre incansable en el corto, medio y largo plazo. Inagotable. Resistente como un junco que, tras el vendaval, siempre vuelve a su posición inicial. «La vida me ha preparado para todo», se dijo mientras el automóvil arrancaba despacio en uno de los semáforos que jalonaban su ruta habitual. No soportaba las paradas inútiles con las que la ciudad lo castigaba. Se había negado a llevar una escolta motorizada que le abriera paso entre el tráfico salvaje y denso, pero cavilaba constantemente sobre cómo saltarse los semáforos dentro de la legalidad sin que eso denotara privilegio alguno.

En el asiento del coche reposaban los periódicos de la ciudad. Todos, también los de la capital, lo alababan: un gran político, un gran triunfo de la democracia, un gran futuro. Había sido una victoria electoral indiscutible. Por fin. Suspiró hondo forzando el diafragma mientras arrugaba la nariz. Le habían enseñado aquel ejercicio de yoga para relajarse en momentos de extrema tensión y lo había tomado como un hábito: él siempre estaba en tensión. La tensión del gran hombre, la tensión del héroe. Sonrió de nuevo. Hoy podía permitirse aquella pequeña expansión y aflojar algo —no todo— el autocontrol, los incontables lemas que configuraban cualquier rincón de su universo personal. No hay que ceder a la autosatisfacción: es una trampa del enemigo; ese era su lema favorito: hay que estar siempre vigilante en espera de lo peor. Pero, si alguna vez había una excepción a la norma, allí estaba, hoy era un gran día. Un día sin nubes. 19

Un día atado y bien atado. Con todo previsto: los corresponsales extranjeros a primerísima hora, porque el mundo era un territorio a explorar. Un asunto decisivo que marcaba su interés por la jornada que comenzaba. K concedía prioridad a los asuntos de imagen y se había apresurado a convocar a los extranjeros antes que a ningún periodista local. «Quiero que el mundo me conozca mejor. Que sepan que podemos ser una nación sin Estado pero con personalidad propia, definida y sólida. Y milenaria. Con ideas claras sobre lo que queremos. Con la mano tendida a los demás. Acogedores desde nuestra singularidad. Más europeos que nadie: Europa empezó entre nosotros. El comercio comenzó con nosotros. Abiertos a los negocios y a la prosperidad...». Algo así le había dicho a Coska, su impagable secretario; también un hallazgo de Marka. Coska era un hombre discreto con el que daba gusto trabajar, porque se anticipaba a su pensamiento, además de que tenía las ventajas de ser más bajito que él y de no pretender protagonismo alguno. Repasó mentalmente el encuentro con los corresponsales: «Es lo más importante del día, porque da a entender que no renuncio a hacer política exterior». Ya se imaginaba —y disfrutaba— el escándalo previsible: «¡No tienen competencias para hacer política exterior! ¡Qué se han creído!», clamarían los cortesanos y chupatintas de la capital del Estado. El ministro lo llamaría y el presidente del Gobierno central pondría el grito en el cielo. Mejor. Así él podría formar su gabinete con tranquilidad y sopesando todos los pros y los contras, de acuerdo con lo que le interesaba: docilidad y fidelidad a prueba de bomba. Esta conferencia de prensa le iba a exigir lo mejor de sí mismo. Esos eran los retos que más lo excitaban. —Mikel —llamó al chófer. 20

—Excelencia. —Karmen. No hacía falta decir más. Mikel, su álter ego desde la prisión, compañero de conspiraciones y de escaladas, tocó una sola tecla del teléfono sin manos del coche. «Presidencia del Gobierno», dijo el altavoz con inusitada fuerza. —¿Ya han llegado los dossiers? ¡Karmen! Los dossiers para los corresponsales. ¡Reclámalos inmediatamente! ¡Ha de estar el gráfico electoral! ¡El que retoqué personalmente ayer!... Eso espero. ¿Quién dices que ha llamado? ¿Queiket? ¿Otra vez? ¿Le has dicho que hoy no puedo hablar con él? ¿Que es urgente? Pues mira, Kar, si se presenta ya le puedes decir que se vaya. No voy a hablar con él. Su secretaria, Karmen, a la que él llamaba Kar cuando estaban solos, era otra de los leales de siempre y una mujer que, al cabo de los años, aún lo excitaba con solo imaginar su escote, rotundo y espléndido; un escote que le había inspirado sus mejores discursos. Karmen era guapa, explosiva, coqueta; provocativa, todo hay que decirlo. La política no le interesaba nada y esa era su mejor cualidad. Subió con él, junto a él, en el banco, y lo sabía todo de él. Su intimidad se había materializado un día lejano en el que ella lo había ayudado a ocultar en la caja fuerte los documentos que dejaron inerme y a su merced al principal rival de K. Agua pasada, pero que decidió su propio futuro como dirigente político único. Aquel día vio por primera vez que los desbordantes pechos de Kar se le ofrecían en exclusiva junto a una caja fuerte de complicada combinación, y supo que jamás podría prescindir de semejante estímulo laboral. Kar le había dado aquella íntima seguridad que tiene el lector de Playboy cuando materializa el sueño imposible. Después, la familiaridad 21

con Kar se plasmó en ese gesto habitual de depositar la pluma Montblanc con la que firmaba los documentos en el acogedor escote de la secretaria. Más de una visita se había sorprendido al ver cómo K extraía con toda naturalidad una brillante y gruesa pluma negra de entre los pechos de Karmen y la volvía a colocar allí tras haberla utilizado. —Esos dossiers estaban haciéndose ayer noche —dijo Mikel con su voz monocorde. Y pulsó el botón de la radio. El informativo estrella de la primera emisora pública ya había comenzado con los ecos de la gran victoria electoral y el suspense abierto sobre la formación del Gobierno. Nombres y más nombres, allí desfilaban hasta los enemigos, una risa. Oyó gruñir a Mikel: —¡Ajá! Ja, ja. Muy interesante. —Calla. Están diciendo lo previsto, lo que ayer se les entregó. Estos chicos cumplen. El informativo anticipó los perfiles de los supuestos candidatos, sin un fallo. Y, a continuación, anunció una primicia en exclusiva: «El periodista Adolf Queiket, conocido demócrata y luchador por las libertades, será el nuevo director de la televisión y la radio públicas, es decir, de esta casa, según hemos podido saber de fuentes absolutamente fiables. La confirmación oficial del nombramiento está prevista para este mediodía». Mikel, que había subido el volumen de la radio al percibir los gestos impacientes de K, observó, por el retrovisor, cómo se había alterado su expresión. El locutor desgranaba un pomposo currículum de Queiket, cuando K, furioso, ordenó: —¡Karmen! Los segundos parecieron eternos hasta que se estableció la conexión telefónica. 22

—Karmen, llama ahora mismo a Queiket, que se presente inmediatamente. Inmediatamente, digo. No preguntes. En mi despacho. Los corresponsales esperarán si hace falta, pero será un encuentro muy rápido. Cuelga, Mikel —dijo esto levantando mucho el tono de voz y con contundencia. Observó que ya estaban en las proximidades del palacio y miró el reloj—. ¿Qué se ha creído este imbécil de Queiket? —dijo, dirigiéndose a sí mismo. El coche estaba parado en otro semáforo y Mikel se giró hacia atrás. —Así que no va a la tele... —dijo Mikel. —¿Tú crees que yo estoy loco o qué? Queiket tiene otras cosas que hacer y él lo sabe. Nunca irá a la televisión. No se le puede dar a la gente todo lo que quiere. Mikel calló; su expresión denotaba contrariedad. Conocía a la perfección, desde siempre, los «favores» de Queiket a K: puro chantaje, en su opinión. El periodista Adolf Queiket solo tenía de periodista la tarjeta de visita. Había comenzado como correveidile de Catarahc, y se decía que habían sido los norteamericanos los que lo habían colocado ahí. Súbitamente se convirtió en dirigente sindical, y mostró un radicalismo que iba mucho más allá de la extrema izquierda. Su relación con Catarahc se reanudó cuando este comenzó a invertir en K y en sus propuestas de futuro; para entonces Queiket ya era un nacionalista furibundo: de la rama que defendía la k como opción reformista y colocaba la q como símbolo de la gran tradición y del pasado. En aquella época, la oposición democrática se entretenía en este tipo de discusiones: ¿es suficiente reivindicar la k o hay que combatir la q como símbolo de identidad? 23

El debate entre la k y la q —todo el mundo lo sabía— equivalía al que tenían los que se interesaban por la política: ¿reforma o ruptura? Es decir: ¿cambiamos de régimen o solo lo modificamos? Queiket fue, en aquellos días, un militante de la pureza y la ortodoxia, lo que le acarreó aureola de héroe comprometido y favoreció sus tareas de intermediación entre el mundo del dinero y K, el cual lo premió con su confianza. Pero solo el propio Queiket sabía si realmente era «un hombre de K» o «un hombre de alguien más». Acaso iba por libre y se buscaba la vida con intrigas de distinto tipo. A la hora de la verdad, Queiket había decidido jugar fuerte y eligió dirigir la televisión y la radio públicas. Había trabajado mucho por ello, pero K nunca le dio más esperanzas que las que daba a otros muchos. ¿Era también la hora de la verdad para Queiket? Y si lo era, ¿qué significaba?, se preguntaba Mikel, que no quitaba ojo del retrovisor observando el rostro hermético y malhumorado de K. Mikel había presenciado aquel tira y afloja desde que K decidió presentarse a las primeras elecciones: ya entonces Queiket quería la televisión y K no se la dio, lo cual creó un fuerte malestar entre los dos. Mikel, veterano en calar a afines y desafectos, siempre había tenido a Queiket bajo sospecha: sabía que era capaz de cualquier cosa, no tanto por ambición como porque su cabeza no funcionaba como la de los demás. Mikel se atrevió a decirle a K en ese viejo tono de compinches que cada día le costaba más utilizar: —Si no le das la tele, prepárate. —A Queiket lo ha abandonado el desodorante, Mikel. Es un hombre aislado. No diré que inofensivo, pero sí aislado. Ha jugado demasiado. —Precisamente. 24

—¿Qué quieres decir? —Que es perfectamente capaz de traicionarte... —¡No seas agorero, Mikel, y documéntame eso si tienes huevos! Venga, ya hablaremos... El coche se había introducido en el palacio por el gran portón y ya le abría la puerta una legión de ujieres vestidos de impecable uniforme azul oscuro. K se dirigió inmediatamente al ascensor.

25

Guía de personajes (según orden de aparición)

K: el día de su contundente triunfo electoral, aunque era bajo, más bien rechoncho y completamente calvo desde hacía años, al mirarse al espejo se encontró guapo. Ser imprevisible lo fascinaba, el factor sorpresa lo había ayudado siempre. Nadie esperaba, por ejemplo, que un banquero como él financiara a quienes combatían la dictadura. Su trayectoria democrática era intachable. Sebastián Catarach: presidente de inmobiliarias, bancos, consorcios semipúblicos y patrocinador de K en ciertos negocios «patrióticos». Necesita urgentemente un buen golpe económico. Marido de Clarín. Marka: la esposa de K, la mujer fuerte que describe la Biblia. El canónigo Q: el sacerdote que, desde tiempos inmemoriales, cada mañana departe al menos un cuarto de hora con K. Coska: el fiel secretario de K. Mikel: chofer de K: su alter ego desde la prisión, compañero de conspiraciones. Karmen (Kar): la secretaria más poderosa e impenetrable del planeta, posesión indiscutible de K, cuyo escote, rotundo y espléndido, le ha inspirado sus mejores discursos.

299

Adolf Queiket: su papel público como periodista comprometido con el nacionalismo lo resguarda de cualquier sospecha acerca de los trabajos sucios que efectúa comprando voluntades e influencias. Correveidile de Catarach, son conocidos los favores que le debe K. Santa: sobrina huérfana de Sebastián y Clarín Catarach. Lleva tres meses en la ciudad tras años de estudios y vida en el extranjero. Carla: amante de Coska. Clarín: esposa de Sebastián Catarach. Para Luis, su estilista, ella es «la reina de la ópera, la musa del urbanismo». «A mi mujer no la amo, la admiro», afirma Sebastián. Lola M.: presidenta de la Junta del nuevo Museo Nacional de Arte Kaiko. Julián Guevara: sus quince años como periodista le han dado un fastidioso sentido de la realidad. Este periodista «charnego» es valorado por su entorno profesional, pero se le considera un «bicho raro» que se mantiene al margen de las «camarillas». Ruskov: político del que se dice que puede ser pronto el presidente de la nueva Rusia. Ricardo Bahigues: arquitecto, amigo de Clarín, que está diseñando una propuesta para la remodelación del Teatro de la Ópera. Miren: ex esposa de Julián Guevara, profesora de kaiko antiguo. Ramón Terra: ministro de Economía del Gobierno socialista del Estado central, antiguo colaborador de K en la lucha contra la dictadura. 300

Wilson Anglada: abogado de K, es una de las instituciones invisible y, por tanto, más influyente de la ciudad. Su despacho, Trumm y Asociados se especializa en gestión de sociedades, patrimonios y negocios.

301