Los tercios en el mar Magdalena de PAZZIS PI CORRALES Universidad Complutense de Madrid

RESUMEN Aproximación al modo de vida de los tercios embarcados en una armada de guerra, tanto en las aguas del Mediterráneo como en las procelosas del Océano Atlántico, en los primeros siglos de la modernidad, particularmente significativos en el protagonismo continuado de grandes y célebres batallas en el mar que requirieron con frecuencia la constante representación del poder naval español. Se analizan muchos aspectos, desde el momento en el que se solicitan tropas para formar parte de las guarniciones de guerra en los barcos destinados a una jornada naval, su procedimiento de selección, enganche, paga, llegada a los puertos de embarque y principales dificultades de su reclutamiento hasta los frecuentes sinsabores que implicaba el servicio a bordo en el que convivían alejados de su diario quehacer por espacio de largas estancias en verdaderas fortalezas flotantes, privados de sus familias y en condiciones sanitarias difíciles, con penurias alimenticias, compartiendo espacio y tiempo con el resto de la tripulación, pero no siempre en armonía, preparándose para el combate..... Palabras clave: Historia Moderna, siglos XV y XVI, tercios, armada de guerra, Mar Mediterráneo, Océano Atlántico, Historia Naval.

ABSTRACT This paper looks at the way of the life of the tercios (crack infantry troops of the King of Spain) serving on board navy warships both in the Mediterranean and the stormy waters of the Atlantic Ocean in the first centuries of the Modern Era. This was a time of famous sea battles as Spain strove constantly to maintain its maritime supremacy, and the contribution of the tercios is therefore particularly interesting in this context. Many aspects are analysed, starting with the moment in which troops were first sought to man warships forming part of a naval expedition; other aspects looked at are the selection procedure used, enlistment, the payment, arrival at the embarkation ports and the main recruitment difficulties. An account is also given of the frequent trials and tribulations they suffered in serving long spells aboard these veritable floating fortresses, the wrench of living so far from their normal daily life and families, the difficult sanitary conditions and poor food, the occasional friction and strife with the rest of the crew they had to share space and time with while girding their loins for the combat..... Keywords: Modern history, fifteenth and sixteenth history, tercios, military navy, Mediterranean Sea, Atlantic Ocean, naval history.

A lo largo de los siglos modernos, tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, en el Pacífico o en el Mar de las Indias, los tercios españoles se embarcaron en escuadras y armadas para luchar contra el enemigo. También lo hicieron otras Cuadernos de Historia Moderna. Anejos 2006, V 101-134

ISBN: 84-95215-98-5

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unidades de infantería extranjeras tomadas a sueldo, italianas y alemanas, combatiendo en el escenario mediterráneo aunque evitando la regularidad de la contienda atlántica, negándose las compañías suizas y valonas a navegar, al ampararles sus condiciones de alistamiento. No debe sorprender, pues, que en los grandes enfrentamientos navales, especialmente en los oceánicos, se recurriera siempre a los tercios españoles cuya presencia se consideraba imprescindible para llevar con éxito una misión de combate. La posición hegemónica alcanzada por la Monarquía Hispánica y su despliegue auténticamente mundial había hecho necesario un Ejército y una Armada que defendieran sus posesiones e intereses. Al igual que en otras partes de Europa, en la España de los siglos XVI y XVII, los cada vez mayores compromisos exteriores propiciaron un incremento de la actividad militar y que un creciente número de hombres se hiciera soldado. Hubo muchos españoles sirviendo en los ejércitos desplegados por los inmensos territorios de la Monarquía Hispánica, en América, pero sobre todo en Europa, luchando en Italia, en los Países Bajos, en Alemania, en Francia, al igual que en otros campos de batalla, los escenarios marítimos. Con el tiempo y no pocas vicisitudes y dificultades, se fue consolidando un ejército permanente como instrumento de la Corona, adquiriendo el soldado profesional una relevancia desconocida hasta entonces. Al servicio del rey se encontraban dos clases de tropas, las que actuaban en el interior de la Península, constituyendo un heterogéneo y desigual conjunto de guardas –las de Castilla fueron las más representativas– y de milicias, organizadas por los municipios y a las que estaban obligados a concurrir sus habitantes. Y en el exterior intervenían aquellas tropas que debían salvaguardar los territorios amenazados por los enemigos de España o donde el dominio hispánico se veía amenazado. Divididas en unidades de infantería, caballería y artillería, estas tropas eran muy fácilmente reconocibles y, a partir de 1536, se acabarían identificando con las unidades tácticas creadas por Carlos V, los tercios, –elementos más característicos del ejército de la Monarquía Hispánica fuera de la Península–, cuyo número iría en aumento y su nombre genérico acabaría por designar a todo el ejército de nuestra Monarquía, algo bastante inexacto puesto que en realidad no eran más que una parte del mismo. En el caso de la Armada, las nuevas fronteras marítimas que fue adquiriendo España con el paso de los años, la aparición de movimientos depredadores de corsarios ingleses, franceses y berberiscos –al acecho de las naves españolas de vuelta de las Indias–, y su general hostilidad al crecimiento de la hegemonía hispánica, exigieron una potente cobertura naval para defender y salvaguardar los caminos marítimos y los territorios de los distintos reinos y posesiones integrados en la Monarquía. Tal realidad se tradujo, asimismo, en la protección de los convoyes, a través de las flotas, y la defensa del tráfico marítimo local, mediante escuadras de guarda, por un lado; y en la constitución de específicas fuerzas de ataque, las armadas, para llevar a efecto las empresas y jornadas en el mar en las que se embarcaban los tercios como poderoso núcleo de intervención rápida, por otro. Esta última necesidad exigió la presencia de un importante número de barcos de guerra acondicionados para tal fin, al objeto de subir a bordo ese personal de guerra con capacidad para abatir al enemigo en un enfrentamiento naval. 102

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Unos propósitos tan variados exigían, obviamente, diversidad de medidas y pluralidad de estructuras puesto que, además, había que contar con diferentes ámbitos marítimos que reclamaban distintas necesidades. En función del objetivo, la misión a realizar y el teatro de operaciones en el que se desenvolverían, las naves debían ser de determinada condición y peculiaridad. Lógico. No era lo mismo cruzar el Atlántico, que circunnavegar África próximo a la costa en busca de los productos de las Indias orientales, que surcar el tormentoso Mar del Norte o el versátil y voluble Mediterráneo. Esta disparidad de mares y de objetivos exigía desarrollar distintos tipos de unidades, de armas y de buques obligando a articularlos en otra forma para constituirlos en fuerzas operativas. Y su desigual estructura forzaba también a embarcar de manera variada las unidades de infantería, verdaderas guarniciones extraordinarias a bordo de los barcos de guerra. ¿Quiénes formaban parte de ellas? ¿Cuáles eran sus motivaciones? ¿Cómo era su existencia durante el tiempo en el que permanecían embarcados?. En las siguientes páginas trataremos de aproximarnos a esas tropas embarcadas, tanto en las no siempre tranquilas aguas del Mediterráneo como en las procelosas del Océano Atlántico, en los primeros siglos de la modernidad, particularmente significativos en el protagonismo continuado de grandes y célebres batallas en el mar que requirieron con frecuencia la constante representación del poder naval español. Nos acercaremos a las motivaciones de los soldados embarcados, tipos humanos con una historia a su espalda, desconocida casi siempre, pero reveladora de los frecuentes sinsabores que implicaba el servicio a bordo, en el que convivían alejados de su diario quehacer por espacio de largas estancias en verdaderas fortalezas flotantes, privados de sus familias y en condiciones sanitarias difíciles, con penurias alimenticias, compartiendo espacio y tiempo con el resto de la tripulación, pero no siempre en armonía, preparándose para el combate.....1 La necesidad de infantería en las jornadas navales Sin entrar en consideraciones profundas acerca de la estructura interna y de mando de los barcos en los diferentes teatros de operaciones navales, existía un esquema común al Atlántico y al Mediterráneo, que apenas sufrió variación. Por una parte, el mando; en segundo lugar, la gente de cabo –italianismo que se impuso en 1 Sobre cuestiones relacionadas con la organización naval, las armadas de los Austrias y la vida en el ámbito marítimo, véanse algunas de mis principales publicaciones: Felipe II y la lucha por el dominio del mar. Madrid, 1989; “La Otra Invencible”, 1574. España y las potencias nórdicas, Madrid, 1983; “Pedro Menéndez de Avilés y la armada septentrional en 1974” en Temas de Historia Militar. T.II. Zaragoza 1982, pp. 318-325.; “Pedro de Valdés y la Armada de Flandes (1575)” en Cuadernos de Historia Moderna, núm 9, Madrid, 1988, pp. 10-35; “Naos y Armadas: el mundo marítimo de Felipe II” en Torre de los Lujanes, nº 34, Madrid, 1997, pp. 31-62; “La Armada de los Austrias” en Studis, nº 27 , Valencia, 2001, pp. 23-51; “La Armada en el siglo XVII” en Calderón de la Barca y la España del Barroco, 2 vols., Madrid, 2001, vol. I, pp. 131-155; “Después de Kinsale: La Monarquía y el futuro de la Armada española” en E. GARCÍA HERNÁN y otros: Irlanda y la Monarquía Hispánica: Kinsale 1601-2001. Guerra, Política, Exilio y Religión, Madrid, 2002, pp. 205-222.

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España–, y después la gente de remo (chusma), que interesaba cuando existía una necesidad de propulsión manual; una división en la dotación que no siempre quería decir que coexistiera en todos los barcos, ya que solamente la hallamos en los de tracción rémica. La denominada gente de cabo estaba constituida por la “gente de guerra”, a la que se añadían los oficiales (maestre, piloto, condestable, cómitre), así llamados porque ejercían un oficio y un saber específico, suboficiales (guardián, sotacómitre y contramaestre) y la marinería (marineros, grumetes y pajes) que formaban la “gente de mar”, en la que, paradójicamente, se admitían artilleros y lombarderos. La segunda categoría era el artillero, con una aptitud específica en el manejo de las piezas de artillería y en algunos casos –el condestable, su jefe superior– se daba un saber concreto en la conservación de las piezas, la preparación de la pólvora y artificios y la dirección del tiro. Finalmente, la marinería que trabajaba bajo la dirección de los oficiales de mar y su misión era la ejecución de la maniobra y la realización de los trabajos mecánicos de a bordo. Formaban también un importante núcleo de combate (principalmente para las operaciones de abordaje) aún cuando existía una guarnición. Por lo general, la marinería se nutría de hombres que no habían podido encontrar ningún otro oficio honrado en tierra y un buen número de ellos se embarcaba por sed de aventuras, para escapar de la justicia o para mejorar su nivel de vida. Cuando no se conseguía completar la tripulación se recurría a las levas forzosas, es decir, una fuerza armada cercaba los puertos y se llevaba a cuantos hombres encontrase, fueran marinos o no. Pero también formaban parte de la marinería aquellos a quienes les atraía el mar y la vida a bordo, pese a la dureza de sus condiciones, hallando entre ellos distintas categorías con funciones concretas en las embarcaciones. La “gente de guerra” propiamente dicha era la tropa de pelea, los soldados, aunque también y con demasiada frecuencia y número otro tipo de gente sin aptitud ni vocación para el oficio de las armas, simples oportunistas, aventureros o los que en ocasiones se llamaban “sobresalientes” porque su oficio era pelear, lidiar, sobresalir.... Pronto se demostraron fuerzas insuficientes a medida que creció la amenaza por mar, razón por la que ya desde la segunda mitad del siglo XVI se embarcaron unidades de infantería española –articuladas en tercios–, bien adiestradas y buenas conocedoras de su oficio. Enseguida, los infantes se habituaron al medio naval actuando en él, sin la destreza y agilidad del marinero en el abordaje y contra abordaje, pero hábiles en el manejo de la espada, del tiro del arcabuz y del mosquete. Paulatinamente, los tercios fueron desplazando a la gente de pelea incluida en los galeones y galeras como dotación ordinaria y sólo se recurrió de nuevo a ella con carácter sustitutorio, de manera que la armada en su conjunto embarcaba unidades de infantería distribuidas en las distintas escuadras de barcos que la formaban, según las necesidades del momento. Al frente de los tercios se hallaba un maestre de campo, superior jerárquico de todos los oficiales y aproximadamente tres mil hombres –la cifra oscilaba entre 2500 y 3000 hombres en teoría–, si bien la práctica demostró que no fue fácil reunir ese número siempre, pues las distintas empresas navales exigían efectivos diferentes en circunstancias también desiguales. Dichos efectivos se repartían en compañías y escuadras aunque podía haber también algunas compañías sueltas, es decir, 104

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no integradas en tercio alguno. El sargento mayor, cargo superior al capitán, era el superintendente de todos los sargentos de su tercio y su función era organizar los preparativos de la batalla y el desarrollo del combate. Las compañías estaban dirigidas por un capitán –para serlo debía saber leer y escribir– que elegía la capacidad y competencia de los subalternos que le asistían: el cabo, el sargento – a cuyo cargo estaba la instrucción, adiestramiento y orden– y el alférez, considerado segundo del capitán, su brazo derecho, primer soldado de la compañía; el furriel o aposentador, con lectura y escritura obligada, al igual que saber hacer cuentas, enlace directo con el sargento, encargado de recibir el abastecimiento del rey (munición, armas y vestuario), anotándolo en un estadillo, al tiempo que también distribuía el pan y las tareas porque era el que entregaba la ración diaria a cada soldado, debiendo preparar con esmero los alojamientos, en guarnición o en campaña. Capitanes, maestres de campo y generales eran importantes modelos para las tropas que mandaban y tenían una función con sus efectivos: como mandos del ejército, los capitanes daban “pláticas”, exhortaban y animaban a los soldados cuando se acercaba el momento de entrar en combate y estaba cerca el inicio de la batalla. De igual forma, los maestres de campo daban discursos a sus tercios antes de salir a la batalla a enfrentarse al enemigo. También hallamos otros cargos como los de capellán, barbero –médico–, pífano y dos tambores. Los pífanos y tambores en principio eran tres, daban publicidad a los bandos y transmitían las órdenes e instrucciones, recorriendo de pueblo en pueblo el distrito asignado para el reclutamiento de soldados, tocando bien los instrumentos y ejecutando los toques militares, marcha, reunión, atención, retirada, asalto, mensaje... Debían contar con la experiencia suficiente para escuchar, entender y trasmitir las respuestas, impresionando sus redobles al enemigo, a la par que fortaleciendo el valor de los suyos. Cada compañía embarcada formaba el núcleo combatiente del buque, aunque en casos de imperiosa necesidad se reforzaba con varios grupos de soldados auxiliares. Por regla general, tenía 250 plazas, divididas en diez escuadras de 25 hombres, asumiendo el mando el cabo de escuadra. Según el mayor o menor tonelaje del barco, era mayor o menor el contingente de infantes. Por ejemplo, en 1583, en la armada con destino a la conquista de las Azores, iban embarcados 5.427 infantes distribuidos en cuatro tercios, cada uno de ellos dirigido por su correspondiente maestre de campo2. Cuatro años después –en 1587– en la escuadra de galeras de España, fue embarcado un tercio de infantería a cargo de un maestre de campo, con 1.350 infantes, que se distribuyó por las galeras que la formaban. Así dispuesto, el soldado estaba vinculado a su compañía y a su tercio, no a una galera determinada. Por otra parte, de esta forma y en caso de necesidad, podía aumentarse la fuerza de combate enviando unidades de infantería bien adiestradas para distribuirlas en las embarcaciones según exigiera la situación, desde 100 soldados por galera a incluso 25. En lo referente a la “gente de remo”, conocida por el nombre de “chusma”, durante la navegación era la encargada de bogar –si se iba a remo– o de la maniobra del 2 Vid. M. de P. PI CORRALES, “La batalla naval de las Azores (1582-1583)” en Historia 16, núm 86, Madrid, 1982, pp. 39-44.

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velamen –si se marchaba a vela–, estando integrada por voluntarios (buenas boyas) y forzosos (forzados y esclavos). El soldado El soldado por antonomasia era el infante, generalmente voluntario, de procedencia muy diversa, desde los propios territorios hispánicos hasta otras partes de la Monarquía y de fuera de ella, por lo que es frecuente hallar alemanes suizos, walones, irlandeses.... Vivía del oficio de las armas, cobraba un sueldo por combatir y, además de la espada y la daga o puñal que usaban todos prácticamente con aptitud y destreza, las más famosas eran las picas, los arcabuces y los mosquetes que dieron nombre a los tipos de infantes más especializados y prestigiosos, componentes de los tercios: piqueros, arcabuces y mosqueteros. Dicho armamento no era propiedad del soldado sino que se recibía del rey y en sus sueldos se hacía un descuento hasta cubrir el importe total. Estaban organizados en compañías que reclutaba un capitán autorizado por el rey, a su vez encargado de nombrar al alférez y al sargento, a quien acompañaban un tambor y un pífano cuando se encaminaba al lugar al que se le había facultado para reclutar gente, como ya se ha señalado. Entre las condiciones o exigencias del reclutamiento se encontraba la robustez, salud y, en fin, un aspecto físico que predispusiera a soportar la dureza de las campañas y una edad que oscilara entre 18 y 40 años (los había también de 15, 16 y 17 años y mayores de 45). En opinión de un veterano conocedor de los entresijos de la profesión militar, Marcos de Isaba, si tenían que prepararse para la guerra era necesario un largo aprendizaje, no debiendo admitirse ningún soldado de menos de veinte años, “los primeros cinco aprenda a tratar sus armas, hacer sus guardas, respetar sus oficiles, obedecer las órdenes....;de veinte años de edad hasta veinte y cinco, ya lo hemos hecho soldado”3. Por otra parte, en 1625, todavía se quejaba el marqués de Villafranca en el Consejo de Guerra de que la “infantería estaba llena de muchachos”, circunstancia que no tuvo forma ni influencia para atraer hombres de las condiciones aptas para el oficio militar4. Otras condiciones o requisitos para ser soldado eran observar buena conducta y costumbres, ser de probada honradez y dignos de confianza, por lo que no cabían los pendencieros y parlanchines para no exponerse a ofender; ser esmerado en los buenos modales en los alojamientos y, por encima de todo, ser persona valiosa, antes que nada buen cristiano, sin vicios ni pasatiempos perjudiciales y deshonrosos. 3

Experto soldado,había servido durante los años finales de Carlos V y en los primeros del de Felipe II, en particular en la dimensión mediterránea. Su posición y bagaje de más de cuarenta años de servicio, le permite ofrecernos algunos remedios para sanar el “cuerpo enfermo de la milicia española”, título que da a un conjunto de capítulos en donde van apareciendo las líneas maestras de su pensamiento, entre otras la necesidad de buenas pagas, corregir abusos de los oficiales y tropa, insubordinación, inexperiencia por edad, etc. Vid. Marcos de Isaba, Cuerpo Enfermo de la Milicia Española, Madrid, 1991, p. 114. 4 Archivo General de Simancas (en adelante, AGS), Guerra Antigua (GA) Legajo 913. En este legajo hay varias consultas del Consejo de Guerra de ese año acerca de peticiones de sustituciones por poca edad entre la tropa.

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De su procedencia social sabemos que era muy variada, pues entre los soldados hallamos artesanos, tratantes, labriegos y de otras profesiones (sastres, pintores, escribientes, barberos, etc..), pero también un número importante de aventureros, ociosos, vagos, pordioseros, mendigos e incluso criminales, ya que cuando los voluntarios no eran suficientes, el rey autorizaba una leva de menesterosos, maleantes y delincuentes. Con respecto a los oficiales, conocemos que se les exigía tener varios años de experiencia militar, aunque no siempre se cumplía tal condición, y ser de familia noble, por regla general solteros y segundones, caballeros, novicios de órdenes militares y también gentiles-hombres. Poco entendemos de las razones o motivaciones de los soldados para servir en el Ejército, pues apenas hay evidencias, si bien podemos hacer suposiciones, basadas en su propio comportamiento: desde el sentimiento auténtico de servir al rey, por la perspectiva de ganar en un batalla, el deseo de gloria, de posibilidad de hacer fortuna, “por el ruido e vanidad de la guerra”5, pero también –sin duda– por el deseo de aventuras, la oportunidad de un salario (seguramente muy superior al obtenido en faenas agrícolas o artesanales), la huída de la justicia, de un marido burlado o de un pariente ultrajado, la garantía de una alimentación asegurada, la esperanza de burlar la pobreza en busca de una vida mejor, etc. Generalmente, al soldado se le aleccionaba en lo honroso de la profesión que acababa de escoger y de los altos valores cuya defensa se le encomendaba, al tiempo que se le preparaba físicamente y recibía una cuidadosa instrucción militar para que alcanzase la destreza máxima posible en el manejo de las armas. Los había bisoños (novatos) y veteranos, entre los que se encontraban los llamados “aventajados” por haber alcanzado una ventaja o recompensa por un buen servicio prestado. Como se alistaban por un sueldo –de ahí el nombre de soldado– el escaso dinero que disponían siempre lo llevaban encima, cosido a sus ropas o en el interior de una bolsa fácil de ocultar. Un gran incentivo para ellos, dada la escasez económica en la que solían vivir de forma permanente y el eterno retraso del sueldo que percibían por su oficio, pues podía reportarle ganancias tan sustanciales como inesperadas. Debían comportarse valientemente pero sin temeridad en el cumplimiento de las órdenes recibidas y en los bandos generales para no perder por descrédito su reputación de buen soldado. Demostraban lealtad hacia sus compañeros, compartían tiempo de cocina, útiles de comida, ropa de abrigo...; en los combates los atendían si caían heridos, los retiraban del campo o escenario de la contienda, probablemente cuidando de sus heridas hasta dejarlos en manos del médico o cirujano. Dentro de los tercios había un término que definía muy bien las relaciones de los soldados entre sí: “fraternidad”, fraternidad de camaradas, amigos, porque el tercio era, en definitiva, una gran familia en la que todos se trataban con afecto. Había también unas condiciones o requerimientos para todo aquel que quería hacerse soldado. No debía casarse ni vivir en concubinato para no tener ataduras y 5

D. HURTADO DE MENDOZA: Comentarios de la Guerra de Granada. Edición de M. GÓMEZ MOREMemorial Histórico Español. Tomo XLIX, Madrid, 1948, p. 35. Citado en L. WHITE: “Los Tercios en España: el combate” en Studia Historica, vol. 19 (1998) p. 149, nota 36.

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estar permanentemente dispuesto a las exigencias de la guerra; la homosexualidad estaba prohibida y severamente castigada. Es verdad que se admitían prostitutas en un mínimo por unidad del 4 al 8%, pero en realidad eran más, aunque sabemos con certeza que esas mujeres viajaban y se alojaban separadas: las había casadas y se albergaban en otros lugares para marcar la diferencia. Sin lugar a dudas eran requisitos o exigencias destinados a la selección de los mejores, tarea ésta que resultaba siempre difícil, según se desprende del rigor en ella que nos detallan numerosos testimonios. Veamos sólo un botón de muestra, aunque sea largo: Dice que ha mirado y considerado en la elección de algunos capitanes que en estos años pasados se han nombrado, en lo cual le parece no se ha guardado la orden que se debiera, ni conseguido el fin con que V.M. y los reyes de gloriosa memoria, sus predecesores en ellos, preferían a los hombres de más suficiencia, práctica y experiencia en las cosas de la mar y guerra de ella y más beneméritos por servicios que se fuese posible, para que los tales pudiesen en las jornadas de mar que se ofreciesen servir de capitanes, almirantes, consejeros y pilotos mayores, y así en los tiempos del católico rey D. Fernando y del Emperador nuestro señor, no se daban los dichos cargos sino a hombres de conocida suficiencia, y así en las dichas costas había muy pocos que gozaban este honor y acostamiento, porque en Vizcaya solamente había los capitanes Lezcano, Pedriza, Portuondo, los dos hermanos Artietas, y en Guipúzcoa Aldamar, Noblecia y Machín de la Rentería, todos los cuales eran hombres de probada suficiencia y servicios en la cosa de la mar y guerra de ella, y los más principales y ricos de las dichas costas, y de algunos años a esta parte, le parece que en la elección de los dichos capitanes no se ha guardado la dicha orden, antes se han elegido algunos capitanes, que no son embargante que son hombres honrados y principales, son totalmente ignorantes en las cosas de la mar y la navegación...”6.

La imagen que tenía la sociedad de entonces del soldado no era buena. Frecuentemente solía considerarlo un sediento de violencia, sinvergüenza moral, demasiado inclinado a las apuestas, las mujeres, la blasfemia y el olvido de su conducta cristiana, achacándole una constante sed de venganza y desconsideración con los vencidos, pues practicaba con regularidad la matanza despiadada de los enemigos o su mutilación, ya estuvieran vivos o muertos, con la excusa de aplicar castigos ejemplarizantes. Avaricia, lujuria, crueldad, parecían ser igualmente los únicos móviles del soldado cuando se lanzaba a un saqueo o había de repartir un suculento botín obtenido tras el asalto a una villa o ciudad en el transcurso de una batalla. 6

Existen muchos documentos que refieren preocupación por la adecuada selección de hombres, entre otros, este Discurso del capitán Sancho de Archiniega acerca de lo que Felipe II debe mandar en las costas de Vizcaya para que haya número de naos y navíos en aquellas costas. Año 1578. Vid C. FERNANDEZ DURO: La Armada Española, Madrid, 1975, vol. II, pp. 437-488. Otros ejemplos son relaciones de hombre y sus circunstancias “profesionales” que podemos encontrar en la Colección Navarrete. Museo Naval de Madrid. Vol. 22 fol.116 doc. 33. Memorial de los hombres de mar y guerra que hay en el Señorío de Vizcaya y provincia de Guipuzcoa con expresión de las circunstancias de aptitud de cada uno de ellos. Año 1570; Colección Navarrete. Museo Naval de Madrid. Vol. 22 pp. 118-120. Relación de los capitanes y maestres de naos y marineros que podran ser útiles en distintas armadas. Año 1570.

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Por todo ello, el soldado fue considerado una amenaza para la sociedad ya que iba armado, estaba habituado a la violencia, vivía por y para ella y su objetivo principal en el ejercicio de la profesión era matar. Disciplina, sacrificio o ética militar parecían conceptos muy lejanos del interés particular y el particularismo siguió prevaleciendo en el comportamiento castrense hasta el siglo XVIII, al alcanzarse entonces una progresiva profesionalización de los militares7. Lo cierto es que los soldados y marinos españoles tuvieron que hacer frente a muchas dificultades, sin pagas, sin permisos, sin alimentos, despreciados por muchos. Los moralistas y escritores de la época se escandalizaron de sus –a su juicio– lamentables situaciones en la sociedad, resultado de su “mala vida”. Ser un profesional de la milicia estaba mal visto. Luis Vives identificó militar con ladrón y en el Lazarillo de Tormes aparecen como miserables, todo ello como resultado de una baja actitud moral que redundaba en su actuación. Se afirmaba que su corrupción era frecuente, al igual que se decía que la avaricia y el fraude de los proveedores había matado más soldados y marinos que la pólvora y las balas de los enemigos. Bobadilla describe la situación que provocaban en la sociedad de modo crudo y lamentable: “que ignoren y no intenten: cada uno de éstos parece caudillo de amotinadores y capitán de ladrones. No dejan huerta ni jardín que no talen, ni insolencia que no cometan, sin que haya justicia que les castigue, miedo ni vergüenza que los enfrene8”

Esta afirmación y otras parecidas eran consecuencia de la convicción general de que la mayoría de los soldados era “gente ignorante, mal inclinada”, que se “juntaban” con “otra suerte de hombres que son la hez de los pueblos”. Thompson nos habla del recelo y desprecio por parte de las actitudes populares: “Yo vi en un lugar de España ir un hijo de labradores a sentar plaza de soldado contra la voluntad de su padre, y andar el padre y parientes llorando por la calle y diciendo que quería ser su hijo infamia de todo su linaje...”9

En 1596, el Comisario General de Infantería, don Bernardino de Velasco, reconoció “la enemistad que con el nombre de soldados tienen toda la gente común, y particularmente las justicias, es tan grande que ningún delito se ace en todo el tiempo que ay leva de infantería que no se les cargue, y ninguna cossa se querrá provar contra ellos para que no se allen muchos testigos”....”y dicen que la mayor parte de la poca gente que lograba reclutar es ruyn y que no ay hombre honrado que hubiera assentarse”.....”generalmente [los soldados] son odiados y mal vistos y tratados, y en particular, de las justicias los deste nombre”10. 7 Para la vida material del soldado y otras consideraciones, ver la obra de R. QUATREFAGES: Los tercios, Madrid, 1976, en el correspondiente capítulo dedicado a esta temática, p. 358 y ss. 8 E. GARCÍA HERNÁN: Irlanda... op. cit., p. 86. Cita 52. 9 I. A. A. THOMPSON: “Milicia, Sociedad y estado en la España Moderna” en La guerra en la Historia, Salamanca, 2000; p. 126. 10 AGS. G, libros-registro del Consejo de Guerra, Libro nº 69 (14-8-1593 a 14-7-1596).

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El prestigio social del soldado no aumentó en el siglo XVII, ni en sus actuaciones terrestres ni en las navales porque habían brotado demasiadas críticas denunciadoras de su situación y clamaban a favor de una necesaria reforma. En 1610 podemos ver en un memorial uno de los ataques más duros, en especial contra la nobleza, responsable de la inexistencia de buenos soldados, denuncia que años más tarde un autor anónimo recordaba, lamentándose ante un consejero de estado de que “la industria militar falta, pues no se conoce un capitán español a quien se pueda encargar un ejército el día de hoy, ni quien ex profeso haga un estudio de esta loable disciplina y necesaria a una tan grande república para su reputación y conservación”11. Es verdad que hubo muchos esfuerzos por revitalizar la figura del soldado, precisamente porque era necesarios para el éxito o la victoria de los ejércitos hispánicos. De ahí que tengamos testimonios como los de Sebastián de Covarrubias al afirmar que el soldado es” el gentilgombre que sirve en la milicia, con la pica, arcabuz o otra arma, al cual por otro nombre llaman infante, pelea ordinariamente a pie, su ejército de dice soldadesca”; y el marinero es, simplemente, “el que anda en la mar con navío”, sin destacar cualidad alguna. O la opinión que de ambos tiene nuestra insigne pluma Miguel de Cervantes en el Discurso del Quijote de las armas y las letras acerca de los soldados (“...valenctia y atrevimiento el mayor que se puede hallar en ellos [los soldados] en todos los trances de la guerra”) y la que hace en el Licenciado Vidriera sobre los marineros al afirmar que “son gente gentil e inurbana que no sabe otro lenguaje que el que se usa en los navios; en la bonanza son diligentes y en la borrasca son perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su arca y su rancho y su pasatiempo ver mareados a los pasajeros”. De lo que no cabe duda es que el soldado seguía siendo un hombre fácilmente apartado de los caminos de la conciencia, influido por el mal ejemplo, los desbordamientos pasionales o, simplemente, por lo precario de su vigor, puesto que mucho más que para cualquier otra persona el momento futuro no le pertenecía. Resultaba muy difícil que no despertaran los más bajos instintos cuando había que matar a otros soldados entre ensordecedores rugidos; cuando se salía del combate manchado y pegajoso de sangre, con la bota recubierta de lodo... No obstante y aun cuando es verdad que en la vida de soldado había venganza, odio... también existía humanidad, generosidad y cohesión de los tercios españoles, basada en el sentido del honor y del valor del servicio a Dios y al rey; orgullo militar enraizado desde la reconquista, la convicción de éxito. De hecho, los numerosos motines que se produjeron a lo largo de los años, nunca fueron por cuestiones en el sentimiento de fidelidad al rey. Por lo tanto, también existía el “buen soldado”, valiente, disciplinado, respetuoso con las leyes religiosas y militares. Había un ideal suficientemente vivo y atractivo. Independientemente de esta “cara y cruz” del soldado, lo cierto es que una vez que el capitán autorizado por el rey lograba un satisfactorio número de soldados en 11 E. GARCÍA HERNÁN: Milicia General en la Edad Moderna. El Batallón de Don Rafael de la Barreda y Figueroa, Madrid, 2003. Cita 19, p. 77.

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el lugar en el que le habían facultado para “hacer gente”, tomaba la primera muestra o revista destinada a establecer los componentes de la unidad y se encaminaba a su destino. Las irregularidades en estas muestras eran muy numerosas, pues en no pocas ocasiones los capitanes hacían aparecer más soldados de los reales para “embolsarse” los sueldos correspondientes a los soldados no existentes. Además, era frecuente corregir los abusos de los funcionarios (veedores, contadores, pagadores y otros) que con demasiada reiteración falseaban sus cuentas incrementando el número de soldados para hacerse con las cantidades correspondientes a las plazas inexistentes, que se daban por válidas y reales; una actuación que se producía en connivencia con los oficiales, un abuso no privativo de las armas españolas, pues parece era práctica común en los ejércitos europeos. Organización y función de los tercios embarcados Crear y disponer una Armada para un desenlace concreto y determinado no fue nunca fácil porque eran muchos los pasos que había que llevar a cabo a fin de que todo estuviera preparado para cuando saliera a la mar. En primer lugar, el monarca nombraba a la persona que iba a dirigirla12, que en teoría debía ser experimentada13, así como a quienes iniciaban los trámites de su puesta en marcha y organización posterior. Aunque larga, vale la pena como muestra este nombramiento de Pedro Menéndez de Avilés para la armada que se ordenó preparar en Santander el año 1574, al objeto de comprobar el detalle y la minuciosidad de los deberes y obligaciones de quien debía comandarla: “Don Felipe, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias... Por cuanto la Armada de la carrera y costas de Indias, de quién es Capitan General el Adelantado Pedro Menéndez de Avilés, Comendador de Santa Cruz de la Zarza, nuestro gobernador de nuestras provincias de la Florida y Capitán General de ellas, conviene que ande en guarda de ella, y por ir reduciendo los piratas y corsarios y los daños y robos que hacen a nuestro sùbditos y vasallos, habemos acordado que se arme y junte en la villa de Santander otra armada de veinte naos gruesas, y cuarenta zabras con otras cuarenta lanchas, que corra y limpie la costa de Poniente y el canal de Flandes, y recuperar algunos puertos de aquellos estados que los rebeldes tienen ocupados, y para que se lleve a un gran número de infantería española a ellos, y los demás efectos que se les ordenaren, y que en todos 12 Real Título concedido a Pedro Menéndez de Avilés, de Capitán General de una Armada dispuesta en Santander para la guardia y custodia de la Costa de Poniente y del Canal de Flandes. Aranjuez, 10 de febrero de 1574. Archivo del Conde de Revilla-Gigedo, Marqués de San Esteban del Mar. Legajo 2, nº 3; A. 10. 13 Discurso del capitán Sancho de Archiniega acerca de lo que Felipe II debe mandar en las costas de Vizcaya para que haya número de naos y navíos en aquellas costas. Año 1578. Vid C. FERNANDEZ DURO: La Armada... op. cit., vol. II pp. 437-448. En su largo contenido hay un párrafo muy expresivo: “ [en los nombramientos] parece hay desorden, porque le parece se eligen para tales cargos algunos hombres totalmente ignorantes de las cosas de la mar, y tales que no sólo son marineros, pero aún no han visto el mar, los cuales, por no ofender particularmente a nadie, y porque a V.M. le son notorios, no hay para qué los nombrar...”.

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los dichos navíos haya seis mil hombres de mar y guerra, y acatando la fidelidad, rectitud, suficiencia y celo que vos, el dicho Adelantado Pedro Menéndez, teneis de servirnos y lo mucho y bien que nos habeis servido, habemos acordado daros y elegir y nombrar, como nuestro Capitán General de la dicha Armada y gente de mar y guerra de ella, por el tiempo que nuestra voluntad fuere; y queremos y mandamos y os damos poder cumplido para que la rijais, goberneis y mandeis, así estando en puertos como navegando, y que tomeis y hagais tomar las muestras y alardes a la gente de mar y guerra que fueren en la dicha Armada, para que asímismo libreis y hagais pagar el sueldo que hubieren de haber por libranzas firmadas de vuestro nombre...

A continuación, las instrucciones precisas sobre la cantidad y calidad de las provisiones, vituallas y bastimentos incluidos en los barcos por el tiempo que estuviera cumpliendo su misión concreta, aspecto que ponía de manifiesto todo un complejo entramado de extraordinarias dificultades: la escasez o ausencia de dinero para el avituallamiento que los particulares adelantaban y que tras muchos años, y con suerte, acababan cobrando14; la imposibilidad de hallar provisiones necesarias y adecuadas en el lugar de partida y, en consecuencia, la necesidad de solicitarlas en tiempo a otras zonas; por último, la deficiente organización administrativa a la par que una muy dudosa honradez por parte de los oficiales a cuyo cargo estaba la recogida de todo el material para embarcar. Junto a ello, el reclutamiento de los marineros y hombres de guerra que habrían de constituir la dotación humana de dicha armada. Por regla general, solía determinarse el número de soldados considerados precisos y se procedía a dar los pasos adecuados para embarcar a la gente de guerra que habría de intervenir en combate. De esta manera se trasladaban unos efectivos desde donde se hallaran en guarnición hasta el puerto de salida, al tiempo que se incorporaba parte de la infantería embarcada en otras armadas por su especial experiencia, destreza y adiestramiento, procedente de otros tercios o de galeones de la Carrera de Indias, por ejemplo, que ya no era necesaria en ellos. A estas dotaciones se sumaba la petición de otros reclutas a ciudades y señoríos si el número previsto así lo exigía, bien de Andalucía, bien de Galicia, Extremadura y León; y el contingente de 14 Baste un ejemplo para lo que acabamos de señalar en el extracto de este texto que reproducimos seguidamente: “6.600 escudos a Francisco López por 3.000 quintales bizcocho./ 7.700 escudos a Ruy López por 3.300 quintales de pan. 4.146 escudos a Baltasar Rodriguez por 1.456 quintales de queso de Flandes, 700 fanegas de habas y 30 pipas de vinagre./ 1.600 escudos a Alonso Gómez por 500 vestidos de paño y lienzo./ 830 escudos al mismo por 100 camas y otras cosas de lienzo para servicio del hospital de la armada./ 1.550 escudos al mismo por 7.000 sacos de angeo y 960 varas de lienzo para banderas/ 827 escudosa Francisco Gómez por 67.266 libras de carne fresca de vaca/ 5.453 escudos a Juan Vermegezo por 550 pipas de vino de Portugal./ 553 escudos a Gonzalo Núñez por conservas y dietas./ 2.500 escudos a Basilio Gómez por medicinas./ 125 escudos a Antonio Gago por obras en los galeones San Martín y San Felipe/ 135 escudos a Martin Jacome por remos de zabras y pataches/ 3.500 escudos por un crédito dado en Monzón para acabar de pagar el vino. que llegó de aquella ciudad/ 1832 escudos a alemanes y flamencos para 864 qm de jarcia para aparejar tres galeones/ 2.840 escudos a los mismos por árboles, antenas y velas para los tres galeones....” Relacion del dinero que se debe a diversas personas, vecinos de Lisboa, por pertrechos y provisiones para la Armada que fue a la isla Tercera. Lisboa, 2 de julio de 1583. AGS, GA, legajo 147, fol 98.

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soldados resultante de las levas hechas en distintos lugares de la geografía peninsular, realizados por diferentes capitanes para los que se indicaba el lugar y el número, normalmente 250 soldados, aunque siempre fue difícil alcanzar esa cifra. Las primeras dificultades: deserciones y amotinamientos En el reclutamiento de los soldados con destino a embarcar quedaban precisados los requisitos exigidos, el lugar donde debían ser reclutados, su condición de ser útiles para el servicio, al igual que su edad –ser mayores de 18/20 años– y condición –no “viejos”–. Una vez fijado el número y efectuada la revista, circunstancia en la que el recluta adquiría la condición de soldado, las compañías recién formadas eran conducidas al lugar de concentración indicado, haciéndose cargo de ellas un comisario que, a su vez, las llevaba al lugar de embarque. Este comisario, acompañado de un alguacil real en el ejercicio de su autoridad, había de decidir cómo, por donde y cuando se harían los desplazamientos, alojamientos y abastecimientos hasta el punto de destino. Y durante el trayecto surgían ya las primeras complicaciones, siendo una de las más frecuentes las deserciones y el abandono del servicio. Pese a que existieron numerosas leyes y ordenanzas que castigaban las deserciones, fueron sin embargo abundantes las noticias de las fugas de los soldados, en especial los más jóvenes e inexpertos (bisoños), por falta de paga o cuando escaseaba la comida. Curiosamente y, según los datos proporcionados por Lorraine White, desde mediados del siglo XVI, la paga diaria que en teoría recibía un infante –con los correspondientes descuentos de balas y pólvora gastada –era mucho más baja que el salario diario medio que percibía un jornalero, razón por la cual ¡qué casualidad! las tasas más altas de deserción coincidían no con la crudeza de una campaña militar, la vida a bordo, los rigores del invierno húmedo embarcado, el temor de un desastre bélico o ser herido, sino con los meses de mayor actividad agrícola, tanto de siembra como de cosecha15. Es evidente que si estaban participando en una empresa naval poco podían hacer, pero esos periodos eran más difíciles para hallar soldados dispuestos a embarcarse. Lo que está claro es que los mandos eran seguidos por los soldados, de manera que si caía el jefe o moría en la lucha, solía ser frecuente la descomposición de su tropa; si eran valientes, también sus hombres; si resultaban corruptos, con toda seguridad cundiría el ejemplo entre sus subordinados. Por otra parte, sustituir esas deserciones y encontrar “repuesto” no debía ser nada fácil y los que se hallaban recibían un pago sensiblemente superior al habitual, según el testimonio de un funcionario de reclutas de mediados del siglo XVII que afirmaba que se pregonaba que “ a cualquiera persona que se quisiese alistar por soldado le darían cada dia seis reales de socorro, y una paga y un vestido luego anticipadamente....tal es la necesidad que hay de gente que no se halla un hombre por un ojo de la cara”16. Tal dificultad suponía la búsqueda de hombres para el 15 16

L. WHITE: “Los Tercios”... op. cit. pp. 141-167. Avisos de Barrionuevo, I, p. 219.

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reclutamiento y, en particular, para las operaciones navales, por lo que en numerosas ocasiones –quizá demasiadas– se permitió hacer levas de gente bandolera17. Resulta curioso, no obstante, que la deserción no afectara a los oficiales ya que, al poder ausentarse con o sin licencia no tenían necesidad de ”practicarla”. Por otra parte, gozaban de ciertos privilegios –fuero militar y exención de la jurisdicción de las justicias locales– el prestigio de su puesto y el nombramiento a su cargo de la oficialidad menor de sus compañías (un capitán, un alférez, un sargento, un furriel, dos tambores, un pífano, dos cabos de escuadra...) entre otros. Pero, de lo que no cabe duda es que las numerosas deserciones provocaban un importante menoscabo para la hacienda real al demorar en no pocas veces la partida de las armadas hacia su destino final. El general en mando de ésta tenía poderes judiciales sobre todas las personas embarcadas y, además, en caso de fuga, sobre las que hubieran ayudado al fugitivo proporcionándole cobijo, armas o municiones18. Las penas aplicadas a los desertores eran severas y pasaban desde los cien latigazos y cinco años de galeras, a la prohibición de no volver jamás a las Indias, por ejemplo. El siglo XVI es rico en manifestaciones que ofrecen una constante preocupación por la posible huida de los soldados embarcados y la conveniencia de pagarles. Es el caso de lo que le escribe Juan Andrea Doria a Felipe II en 1565: “Para cumplir con lo que Don Juan de Idiaquez por parte de V.M. me ha mandado, he puesto aquí con la mayor brevedad que he podido lo que se me ofrece acordar acerca de la reforma del armada de V.M. para que sea del servicio que ha sido otras veces, y no gaste V.M. en ella tanto dinero como ha gastado de años acá sin algún provecho; lo cual todo paréceme que consiste en cuatro puntos, y aunque no dejará de apuntar algunos otros pareceres que merecen que se tenga en cuenta con ellos, todavía a mi parecer estos cuatro son los más principales. El primero es que V.M. mande consignar en parte cierta el dinero que será necesario para la paga de las galeras, y que mande también proveer con tiempo el que será menester para la de la gente de guerra que anduviere en ellas, y para la provisión de las vituallas y otras cosas necesarias de manera que no de ningun modo falta en ello. El segundo es que los capitanes de galeras asistan de contínuo y naveguen en ellas, y que los veedores y contadores sean tales como conviene. El tercero que V.M. mande señalar un buen tercio de infantería española para el servicio de la armada...”19

O la circunstancia que vive la Monarquía hispánica en 1571, cuando el rey decidió enviar al duque de Medinaceli al frente de una armada con destino a los Países Bajos para prestar ayuda al ejército allí destacado con hombres y dinero, en el intento de someter a los sublevados flamencos. Tras dos salidas fracasadas por el mal tiempo, el propio duque se lamentaba en estos términos de su difícil situación: 17 Dada la escasez de soldados y marineros por la falta de pagas puntuales, los monarcas permitieron reclutar a “gente bandolera” del Reino de Aragón. AGS, GA, legajo 145, fols. 75 y 111. 18 A. THOMAZI: Las flotas del oro. Historia de los galeones de España, Madrid, 1985, pp. 61 y ss. 19 Carta de Juan Andrea Doria a Felipe II sobre el mejor gobierno de sus armadas. Sin fecha (probable 1565 por hallarse con otra documentación de similar contenido que tienen ese año de referencia) ni firma de su autor. Codoin, vol. 32, p.310. No figura el subrayado en este documento original ni en los siguientes, salvo que se indique expresamente.

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“Tres inconvenientes me paresce que trae esta burla que nos ha hecho el mes de mayo, si bien en esta costa (cantábrica) no la tienen por nueva. El uno es podersenos ir los soldados, y el otro es no estar la armada junta, y el tercero y mas importante, acabarsenos las vituallas...”20

En efecto, no era inhabitual la deserción de los soldados si la armada no zarpaba en la fecha señalada, pues ha de tenerse en cuenta que una salida en falso implicaba su permanencia en puerto a la espera de un nuevo apresto, con el consiguiente consumo de vituallas y otros bastimentos, la separación de su familia y la incertidumbre de una nueva partida. El suceso que experimenta el duque de Medinaceli no es exclusivo, como tampoco sus lamentaciones. Unas lamentaciones que parecen hacerse crónicas, según la opinión de Pedro de Valdés, Capitán General de la Armada de Poniente, sobre las dificultades de mantener hombres de guerra y marineros en la armada que se prepara con destino a Flandes cuatro años más tarde: “...Los dueños y personas a cuyo cargo ha estado el alistar y poner en orden las naos que vinieron de Andalucía han procedido de mala gana y con sobrada lentitud...La armada se deshace cada día y la causa es el desorden y el caos y la poca gana que tienen estos hombres de servir al rey...Los soldados, marineros y otra gente de mar está muy remisa en querer servir en esta armada si no se les aumenta el sueldo...Los maestres de las zabras y dueños de las naos no quieren obligarse a juntar la gente necesaria en servicio de sus barcos y no aceptan que se les haya ofrecido tres pagas adelantadas y otras varias promesas...”21.

Hasta aquí unas realidades descritas a las que bien podría sumarse la experiencia desafortunada en una tormenta, que asustaba tanto al personal embarcado que si los daños eran considerables y se veían obligados a regresar al puerto provocaban una deserción masiva22. Por otra parte, las malas condiciones de alojamiento en las que se quedaban tras algún percance sufrido hacía probable dicha huída, como vivieron los soldados embarcados en la ya mencionada armada de Pedro de Valdés del año 1575. En su salida rumbo a Flandes sin el debido pertrecho tanto en hombres como en barcos y vituallas, al poco de salir de Santander una tempestad dispersó las naos, hundiendo algunas y dañando seriamente a otras; al no poder mantener sus efectivos humanos en condiciones de alimentación y sanidad, muchos soldados y marineros huyeron aprovechando la confusión del momento y los que permanecieron, 20

Carta del duque de Medinaceli al rey. Desde la nave, en el puerto de Santander, el 7 de mayo de 1572. Codoin, vol. XXXVI, p. 25. 21 Carta de Pedro de Valdés, Capitán General de la Armada de Poniente, sobre las dificultades de mantener hombres de guerra y marineros en la Armada que se prepara con destino a Flandes. Año 1575. AGS, GA, legajo 80 fol. 95. 22 Al no poder singularizar todos y cada uno de los casos que nos hemos encontrado acerca de deserciones, remitimos a algunos ejemplos concretos de distintos años y por diferentes circunstancias con ocasión de condiciones climatológicas adversas en la salida de una armada o en la permanencia de ella en el puerto. AGS, Estado (E), legajo 563, fol. 42; E, legajo 564, fols. 12, 128; GA, legajo 81, fol. 453.

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apenas pudieron soportar el intenso frío y la falta de ropa, situaciones en las que las deserciones generales pueden resultar hasta cierto punto comprensibles. Un año antes, en 1574, tuvo lugar una circunstancia similar, pues quien comandaba la armada con destino a Flandes que estaba presta a salir y sólo esperaba las embarcaciones que debían venir de Andalucía para hacerse a la vela, dio orden de embarcar a las compañías de infantería ya formadas. El retraso de los barcos andaluces más de lo esperado provocó que los embarcados comenzaran a consumir los bastimentos y las vituallas, calculadas para los tres meses que habrían de estar en la mar cumpliendo su misión. La mayoría de los soldados, que debía cobrar el sueldo de dos pagas por adelantado tal y como se les había prometido en el momento del enganche, no llegó a recibir nada, circunstancia que provocó un grave clima de malestar e inconformismo con la consiguiente huida de muchos marineros y hombres de guerra. Su ausencia hubo de reponerse con nuevas levas y con el resultante retraso –de nuevo– de los barcos23. Otra muestra la tenemos unos años después, en 1583. En esta ocasión con motivo de la segunda armada preparada para la conquista de la isla Tercera, rebelde a la corona española tras la toma de Portugal. La falta de dinero –constante en la organización de las empresas navales españolas, más aún si se trataba, como era el caso, de aprestar una armada consecutiva a la del año 82–, retrasaba el puntual apresto de los buques y, por consiguiente, el lento embarque de los soldados y marineros, así como de las vituallas y bastimentos. Sin embargo, esto no fue lo peor, ya que la falta de paga a los hombres reclutados para su servicio en la armada, provocó descontentos generalizados y continuas deserciones. Cuando el 25 de mayo de 1583 el Consejo de Guerra decidió que el Marqués de Santa Cruz, llevase en la Armada que dirigía un total de 10.000 hombres, tal número nunca se cumplió, según la muestra tomada un mes después de su partida en la que se habla de una cantidad de soldados sensiblemente inferior. Durante los meses de abril y mayo la correspondencia mantenida entre Santa Cruz, el rey y los reclutadores de infantería revelaba una constante preocupación y temor ante la escasez e inexperiencia de la gente levantada para el servicio de tan decisiva jornada naval, pues no hay que olvidar que, además, continuaba en primer plano el problema de la paga. Muchos soldados se negaron a embarcar hasta ver satisfechas sus deudas atrasadas. De hecho, de los 2.500 soldados que el maestre de campo Bobadilla debía reunir en su tercio, sólo habían llegado a Lisboa 550, y en junio, únicamente 1.000. Al final, lograron salir distribuidos en distintas compañías por los barcos, un total de 5.141 soldados24. La célebre empresa marítima conocida popularmente con el nombre de “Armada Invencible” – hoy “Gran Armada”– tampoco se sustrajo a estos problemas de abandono o deserción de los soldados. El marqués de Santa Cruz, en una carta fechada el 9 de enero de 1588, cuando se aprestaba la Armada y un mes antes de su muerte, ponía de manifiesto la importancia que tenía 23 Para este suceso en particular, vid AGS, GA, legajo 78, fol. 152; legajo 156, fols. 132, 104. Para la armada de Santander, la obra de M. de P. PI CORRALES: “La Otra Invencible”, 1574. España y las potencias nórdicas. Madrid, 1983. 24 AGS, GA, legajo 145, fols. 59,115, 165 y 252; legajo 150, fol. 221.

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“la asistencia de los mozos de cámara para escusar que no se vayan soldados. De dos compañías se han ausentado 15 o 16. Tres que se hicieron a las manos, el uno se ahorcó y los dos por ser muy mozos se han condenado a galeras. Los demas se escaparon porque portugueses los pasaron en unas barcas y después por despoblados. Se lo he dicho al Señor Cardenal Archiduque y pedido mande nombrar un juez para que sde castigue este negocio y otros semejantes y ayude a los mozos de cámara...”25

Y existen otros numerosos ejemplos en este sentido que demuestran, no obstante pese a reiteradas comunicaciones, que las deserciones continuaban. Junto con la deserción por el excesivo rigor del servicio, solía ser frecuente el amotinamiento, también por falta de remuneración. Era lógico. A partir del momento en el que la ausencia de medios, de pagas y de socorros planteaba una situación económica insoportable, resultaba imposible que no se produjeron los motines, una realidad demasiado frecuente que ponía en peligro el éxito o la victoria obtenida en una batalla y en el curso de una guerra, a más largo plazo. En el momento del alistamiento, era práctica dar a los soldados una paga, a veces sólo un socorro o ayuda para la marcha. Precisamente por el temor a la deserción se solía efectuar el pago una vez embarcados, para que no tuvieran posibilidad de huir. Con estas gráficas palabras se expresaba el gobernador de Menorca acerca de las pagas a los soldados26: “Si pagan bienen, no sea tarde la benida, porque soldados mal pagados hazen mil desconciertos”:

O las que destacan esta permanente realidad entre las tropas españolas: “El provecho grandísimo que de esto se sacará es el de no haber de levantar tantas infanterías a cada ruido, las cuales gastan más en el camino de donde se levanta, hasta donde ha de servir, que en el lugar donde sirve”27.

En tierra, el motín se desarrollaba bajo unas pautas comunes: los amotinados expulsaban a sus jefes y oficiales y a los llamados guzmanes –soldados que permanecían leales– eligiendo a una nuevo jefe que organizaba a los insurrectos y establecía con ellos las condiciones para su vuelta a la normalidad, entre otras el abono de las deudas pendientes. Los amotinados no solían desobedecer todas las reglas, sino que sustituían la normal disciplina del servicio por una propia que ellos mismos creaban. Durante el tiempo que duraba la “negociación”, los amotinados vivían 25 Carta del marqués de Santa Cruz al rey. Lisboa, 9 de enero de 1588. AGS, GA, legajo, 220, fol. 5. Citado en M. GRACIA RIVAS: Los Tercios de la Gran Armada (1587-1588), Madrid, 1989 p. 54. 26 El Gobernador de Menorca al virrey de Valencia desde Ciudadela, el 5 de septiembre de 1536. AGS, Estado Aragón, legajo 272. fol. 68. 27 Colección Navarrete. Museo Naval de Madrid, vol.12, fol. 325 , doc. 87. Discurso sobre la importancia de y las ventajas que resultaban al servicio de S.M. de tener fuerzas en mar para resistir a las del enemigo. Por el señor Abad Coll. Sin fecha

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a costa de los lugares que los alojaban, agravando la ya de por sí difícil y vidriosa relación con los vecinos, una relación conflictiva constante28 que no se daba –como ahora veremos– a bordo, aunque compartieran similares actitudes los soldados amotinados en el mar y los de tierra. Alojar a los militares del rey era una obligación de los súbditos. Trataban de evitarlo por la turbia relación entre soldados y paisanos y, a veces, la eludían ofreciendo a los oficiales cantidades de dinero para que llevaran a sus hombres a otros lugares. Por otra parte, los alojamientos eran gratuitos: abrigo seguro, caliente, si era preciso con sábanas, mantas, comedor, asientos cubiertos... los más afortunados, por regla general los mandos... Sin embargo y para evitar posibles enfrentamientos, a los soldados se les instruía en su actitud en los alojamientos; si era en casa de algún civil, debían respetar a sus huéspedes, particularmente a las mujeres, a los religiosos, no provocar peleas ni riñas...Son constantes y graves las quejas de los dueños de los alojamientos o de representantes de ciudades o pueblos. Porque los choques entre las gentes de los lugares y los soldados se dieron de forma repetida y numerosos fueron las noticias de incidentes como que en 1558 salieran al campo los paisanos de Albacete armados con picas y arcabuces comprados especialmente por la ciudad para impedir que los soldados entrasen en el pueblo o los de la ciudad de Baza en 1667, levantada para resistirse a un alojamiento de caballería, a los que se unieron otros de distintos lugares, resueltos a desistir29. Dificultad que continuaba con las mugrientas condiciones higiénicas de los alojamientos u otras circunstancias vejatorias para los soldados, con las violencias físicas y orales entre aposentadores y aposentados. En estas circunstancias, tampoco faltó la picaresca, como la protagonizada por algunos oficiales que cobraban una cantidad a los pueblos por no alojar en ellos a sus hombres; inmundas de los alojamientos u otras circunstancias vejatorias para los soldados. Hubo incluso roces jurisdiccionales con las autoridades civiles que dejaremos para otra ocasión. En el mar, las circunstancias geográficas y espaciales eran distintas, si bien el fondo y la razón del motín era idéntico. Hay muchos ejemplos de amotinamiento, porque hubo numerosas ocasiones en las que ni siquiera cobraron30. A este respecto es significativo el caso de otro intento infructuoso más llevado a cabo en el mismo año de 1575 con idéntico propósito de proporcionar apoyo naval y humano desde España, a Flandes. El 25 de noviembre, al intentar salir la armada con cua28 De esta obligación se libraban los nobles, los miembros de las milicias y los familiares de la Inquisición. 29 AGS, GA, legajo 52, fol. 62. 30 El sueldo de un soldado con plaza sencilla era de 3 escudos, y con plaza doble, cuatro, según el estudio realizado por M. GRACIA RIVAS: Los Tercios... op. cit., pp. 47 y ss. Otros autores ofrecen distintas cifras, entre 4 y 6 escudos al mes (dependiendo si eran aventajados -6-, arcabuceros -4- o mosqueteros -5-), como A. THOMAZI: Historia... op. cit., pp. 70-71; F. F. OLESA MUÑIDO: La galera... op. cit., p. 151, señala 2 escudos y una ración al mes. Por otra parte, en un documento localizado en la sección de Guerra Antigua del Archivo General de Simancas (legajo 77, fol. 211) se dice que de 6000 infantes que está previsto se embarquen para la Armada que se apresta en Santander en 1574, se repartan la mitad para guarnecerla y el resto, desembarque en tierra. A los primeros, los embarcados, se les entregarán 4 pagas y a los que deberán batirse con el enemigo en tierra, dos pagas.

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trocientos catorce soldados levantados en Andalucía y otros tantos en diferentes regiones españolas, con provisión para tres meses y “estando el tiempo bueno y dada la orden de levar anclas”, los soldados se amotinaron. Al grito de “dinero, dinero, paga, paga”, arrancaron la liquidación de una parte de sus atrasos y algunos navíos emprendieron la marcha. Pero todo lo que consiguieron fue verse envueltos en una violenta tormenta en el golfo de Vizcaya . Algunos de los barcos quedaron maltrechos; otros, se perdieron; y los que consiguieron doblar el cabo de Finisterre, se vieron obligados a volver, otra vez, a España, debido a un nuevo amotinamiento31. El relato que sigue a continuación, habla por sí mismo: Que estando a 25 del pasado, despachada la armada para poder partir y previniendo el tiempo, ordenó Sancho de Archiniega fuesen a tomar las anclas de las naos, y estandolo haciendo se amotinaron los soldados de la nave capitana y los demás diciendo que no se habían de partir de allí hasta que les pagasen, y yendo el dicho Archiniega y Juan de Peñalosa a sosegarlos encontraron en el muelle a don Pedro de Valdés con alguna gente, y se les dijo que no habian de partir hasta que vista por V.M. la relación que el dicho don Pedro hiciese del estado en que estaban las naves de su cargo, proveyese lo que fuese proveido, y le hizo un requerimiento de ello, de que envia testimonio con otros que lo hicieron, los dueños de las naos del cargo del dicho don Pedro en que dicen las causas porque no pueden navegar sin proveerse de muchas cosas que le faltan. Con todo esto fueron el dicho Archiniega y Peñalosa a las naos, y hallaron en la capitana de don Pedro todos los soldados debajo de cubierta estorbando que no tomasen las anclas, y pidiendo que les pagasen primero que partiesen, y habiendoles dado a entender que se les había dado en ropa, armas y socorros más de lo que habían de haber, y que para su satisfacción se fenecerían sus suentas, y para que las viesen nombraron a algunos de ellos. Les respondieron: dinero, dinero, paga, paga, con todo lo cual los sosegaron prometiendoles socorro con fenecimiento de cuenta, y se les dio de dos a cuatro reales por deber los más de ellos a 500 y 1000 maravedíes. Que no se ha hecho demostración alguna, aunque se va haciendo averiguación contra los que fueron causa de dicho motín, hasta tener orden de V.M. de lo que hagan, que siendo V.M. prevenido conviene sea ejemplar para lo de adelante...32

Este ejemplo y otros similares nos advierten de las numerosas y complejas dificultades e inconvenientes en el apresto de una armada, aunque también es cierto que a veces este tipo de incidencias no impedía –sólo retrasaba– los preparativos, que seguían su curso. Así y una vez solventados los posibles percances que se han mencionado con anterioridad, se procedía al embarque de la dotación de marineros, soldados y otro personal. Se tomaba la muestra de los tercios y eran distribuidos, como ya se ha dicho, en compañías y escuadras, junto con el plan de embarque de todas ellas. En lo referente a su reparto, en muchas ocasiones, había reajustes en la asignación de las naves en las que irían, bien por retrasos de éstas en la entrada al puer31 32

AGS, E, legajo 565, fols. 112, 124; GA, legajo 81, fol. 453. Carta de don Jorge Manrique y otros capitanes sobre el motín de soldados de la Armada de don Pedro de Valdés el 4 de diciembre de 1575. AGS, GA, legajo 80 fol. 99.

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to de salida, bien por la exigencia de adecuar las compañías a la capacidad de la embarcación. Algunas veces hallamos información complementaria en documentos que señalan algunos efectivos sueltos, no asignados a tercio alguno, compañías sueltas; en otras, descubrimos los detalles de las raciones que diariamente se dan en las naves, por lo que no solamente se puede conocer las compañías que en ellas están embarcadas sino también datos muy valiosos sobre el resto de las dotaciones y su vidas a bordo33. Bien. Hasta aquí hemos recorrido con los soldados reclutados el camino al lugar desde donde se embarcaban para una empresa naval. Una vez alcanzado el puerto de destino, subían a bordo junto con los marineros permaneciendo a la espera de la orden de zarpar e iniciar la jornada. La vida a bordo El embarque se hacía con orden pero también con lentitud, habida cuenta de que en numerosas ocasiones la salida se retrasaba, lo que hacía que las vituallas se consumieran por parte de los embarcados. La vida a bordo de un barco no era nada fácil y si tampoco lo era la vida militar en tierra, en el mar existían graves inconvenientes que no todos eran capaces de superar bien: la pequeñez del espacio en donde estarían por un tiempo desconocido en la práctica (entre dos y seis meses) y la enfermedad más común entre todos los que convivían en un barco: el mareo. Por otra parte, a las estrechas condiciones materiales de hábitat se añadían las propias de la convivencia con el resto de la marinería, la distribución de funciones, la rutina antes de entrar en batalla, la separación y alejamiento de la familia34, la alimentación, el combate, el fragor de la batalla, la asistencia higiénica y sanitaria... Detengámonos un poco más en algunos de estos últimos aspectos. Como se ha señalado con anterioridad, la alimentación constituía también un importante elemento a considerar para todo el personal embarcado, en general, y las unidades de infantería, en particular, sobre todo, si se pretendía llevar a feliz término una misión naval. Si contemplamos, simplemente, un “menú” de la dotación de 33 Por ejemplo, las cuentas del duque de Medinaceli por su primer retraso en la salida de la armada (AGS, Consejo y Juntas de Hacienda (CJH), legajo 119) las peticiones de soldados de sus salarios atrasados en 1572 y 1574 (legajos 117 y 138 respectivamente) y el abastecimiento de la infantería embarcada en 1575 (legajo 136). 34 Era algo relativamente habitual la presencia de mujeres públicas y de las familias de soldados acompañando a un ejército en movimiento, como también que embarcasen en las distintas naves de una armada o escuadra, aunque no se ha hecho una investigación profunda a ese respecto. Conocemos, sin embargo, que en la empresa naval de 1588, Felipe II prohibió terminantemente su presencia, “por las ofensas que dello se suelen hacer a su Divina Majestad, y el embarazo que en las armadas y ejercitos hacen, encargando a los Generales de las escuadras de naves, y Maestres de Campo, Capitanes de Infanteria y Maestres de naos para que ellos lo tengan grandisimo de no permitirlo, y de hacer las diligencias necesarias para estorbarlo en caso que hubiera alguna persona o personas que lo quisiesen intentar, para lo cual parece que sería bien hacer echar bando, porque nadie pueda pretender despues ignorancia, para los que contra ello fuesen, y ejecutar las penas siendo necesario algunas, para que con ello los demás escarmienten” C. FERNANDEZ DURO: La Armada Invencible, Madrid 1884-85 Tomo I. Doc. 58, p. 426.

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los barcos, nadie podría pensar que uno de los atractivos para enrolarse era precisamente el alimento. La base alimenticia era sobre pan, carne o pescado, huevos, vino, cerveza, manteca, vinagre, aceite, legumbres frescas o secas35. En algunos documentos figuran también cereales, lentejas, carne en salazón, sal y garbanzos; de manera más ocasional arroz, queso y tocino salado36. Conocemos con bastante precisión el tipo de alimentación habitual en las armadas al seguirse unos patrones fijados ya desde tiempo atrás y adaptados a la duración de los viajes y al personal embarcado, razones por las que debían utilizarse siempre alimentos capaces de mantenerse más tiempo de forma natural o que pudieran almacenarse en sal, el conservante más empleado y más económico por aquel entonces. A simple vista podría parecer un menú variado y nutritivo, aunque la realidad solía ser bien distinta: la comida era mala porque resultaba muy difícil conservar los víveres frescos, por ello la frecuencia de una carne maloliente y medio podrida y la galleta agusanada. Para poner remedio a esta situación y, puesto que los viajes podían durar muchos meses, la carne se embarcaba salada para su mejor conservación aunque así preparada resultaba seca y dura, tanto como el queso, del que se decía podía tallarse en él botones para los uniformes militares. El agua “dulce” almacenada pronto se transformaba en fango verdoso y otro tipo de líquido, por ejemplo la cerveza, no se conservaba mucho mejor. El pan también se ponía rancio o mohoso por lo que se sustituía con una especie de galleta o bizcocho duro de harina y agua. Nadie podría pensar –insistimos– que la situación descrita servía de incentivo a los que iban a embarcarse, pero seguramente esta “paupérrima manutención” se considerara un “lujo” que no todos podían compartir en una época en la que la miseria era frecuente y los recursos escasos y que, con toda probabilidad era mejor que la que muchos marineros y soldados disfrutaban con sus propias familias. Pobreza, monotonía y deficiencias en los alimentos, situación auténtica por la que debían pasar los que poco después entrarían en combate. Las raciones concretas de la gente de guerra solían constar individualmente de una libra y media de vizcocho37 al día (rebanada de pan diario en puerto y vizcocho en la mar); una libra de carne de vaca; media libra de pescado, doble ración de

35 Así nos los cuenta el propio soldado Bernardino de Mendoza en su obra Teoría y práctica de la guerra, 1568, p. 81. 36 Buena muestra de lo que acabamos de señalar lo tenemos en la “Relación de los bastimentos que se han de enviar al Puerto de Santa María, o a Cadiz o San Lúcar para las chalupas que el rey manda armar para provisión de 1040 soldados por dos meses”, Málaga 17 de junio de 1564. Codoin, vol. 27 pp. 433-434, en la que figura vizcocho, vino, carne de tocino, carne de vaca salada, atún, queso, aceite, vinagre, habas y garbanzos. Incluso también ajos, según observamos de esta otra “Relación del costo de los bastimentos que Su Majestad mandó proveer para trece mil hombres por tres meses”, Málaga 2 de mayo de 1564. Codoin, vol. 27 pp. 534-436. 37 Sabemos que este bizcocho o vizcocho se hacía con harina de trigo más o menos entera a la que se añadía levadura para inflarlo antes de introducirla en el horno. Una vez hecho, se asaba de nuevo a temperatura moderada para que se secara y durase más que el pan corriente, proceso que recibía el nombre de biscotto, o dos veces cocido. Era muy utilizado en la ración de los tercios embarcados por poco volumen, riqueza energética y fácil conservación.

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aceite si no se comía pescado (bacalao) y medio azumbre de vino38. Además, habas y garbanzos tres veces a la semana, lo mismo que la ración de queso y tocino (dos onzas) y un día de cada siete, una libra de arroz entre diez personas39. Unas cantidades que no parecen variar con el tiempo, según se desprende de las “Ordenanzas para el Buen Gobierno de la Armada del Mar Océano”, de 24 de enero de 1633 40, en las que de sus cuatrocientos artículos hay veintidós dedicados a esta cuestión, lo que supone el 5% de la atención global de dicha normativa: “a diario, ración entera de vizcocho, vino y menestra y un azumbre de agua a cada persona, cuatro dias de la semana racion de tocino, dos dias la de pescado y el restante de queso y el aceite y el vinagre necesario y la sal adecuada”41

Ración diaria, pues, distribuida en los días de la semana de la manera siguiente: 1,5 libras de vizcocho (766 grs= 919 grs de pan); 0,5 azumbre de vino (1 litro), 1 azumbre de agua (2 litros), 2 onzas de menestra (arroz, habas o garbanzos)( 60 grs); cuatro veces a la semana: tocino(6 onzas, es decir,180 grs), dos veces a la semana: una ración de pescado (180 grs; una vez a la semana, 6 onzas de queso (180 grs). Los días que no se daba pescado o queso se entregaba una onza de aceite(30 grs) y medio cuartillo de vinagre (0,5 litros). Llama la atención la ingestión de vino en una cantidad (500 kcal), que estaba muy por encima de la normalmente admitida en nuestros días, los mismo que se advierte una constante preocupación por el abastecimiento de pan, una cuestión importante puesta de manifiesto en numerosas ocasiones. Las palabras que siguen son una muestra de muchas del mismo tenor, reiteradas ante una empresa naval: Espero que salga la Armada el 20 de mayo pero para ello necesita provisión de dinero. Que han llegado las provisiones de Andalucía excepto el tocino; que lo demás ha llegado en buenas condiciones. Faltan por llegar algunas cosas de Galicia porque no había dinero para pagarlas....Hállome preocupado por la falta de pan, porque desde enero ya se han gastado 16.000 quintales y para no retrasar la salida 38

AGS, Contaduría Mayor de Cuentas (CMC) 2ª época, legajo 472, s.f. Para la armada del duque de Medinaceli de 1571, vid GA, legajo 75, fol. 42; para la armada de Pedro Menéndez de Avilés, organizada tres años después, vid legajo 77 fol. 211. 39 Relación de los bastimentos que son menester para 9.000 hombres de mar y guerra –6.000 para seis meses y 3.000 por tres meses– del año 1574. AGS, GA, legajo 78, fol. 272. Otros muchos datos similares pueden encontrarse, a modo de muestra, en los documentos hallados en las siguientes secciones del citado archivo: “Cuenta de los que sirven en el Ejército y Armada de las Islas Terceras de 1582 y 1583” (CMC, 2º época, legajo 158);”Cuentas del Tenedor de Bastimentos del año 1575” (legajo 58); “Cargos y datas con el Tenedor de Bastimentos de la Armada que se juntó en Santander. Año de 1574 en adelante (legajo 711). En la mayoría de ellos hallamos también otros alimentos como membrillo, alcaparras, mostaza, ciruelas, higos, miel y lentejas. 40 Ordenanzas del Buen Gobierno de la Armada del Mar Océano de 14 de enero de 1633, Barcelona, 1678. 41 Ibídem, artículos 285, 286, 295 Las cuestiones concretas que se recogen sobre alimentación están directamente referidas en el texto. Uno de los artículos recoge un curioso aspecto, “las raciones de mujeres, ración ordinaria todo el tiempo que estuvieren sus maridos embarcados, que se ha de cargar a cuenta de sus sueldos a razón de real y medio cada una”.

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de la armada creo que si el pan no llega, debe salir un barco tras la armada cuando tenga listo el pan que ha de venir de Sicilia para tres meses. Mientras tanto, que se tomen fiadas algunas fanegas de trigo para dar pan fresco a la gente de guerra y a los de las galeras. En cuanto salga la armada no quedará en Lisboa nada de vizcocho porque ha sido necesario sacarlo de donde estaba almacenado porque se estaba humedeciendo al ser duro y recio el invierno. Ruego a S.M. vaya pensando en la manera de dar vizcochos a las galeras si no llega a tiempo el de Sicilia.42

Las abundantes referencias a la nutrición y alimentación de los embarcados reflejan, sin duda alguna, el desvelo porque todo resultara adecuado y, en este sentido, ya el articulado de las referidas Ordenanzas es muy preciso en el cumplimiento en los requisitos exigidos para el buen fin de una jornada naval: el bastimento debía comprarse en lugares próximos a la formación de la armada, para que su almacenamiento evitara su descomposición o pérdida si era trasladado a un lugar lejano, y el veedor general debía velar por la escrupulosidad de la compra, especificando al detalle la cantidad y calidad de las mercancías adquiridas, así como el lugar de procedencia43. A este funcionario real competía igualmente la buena fabricación del bizcocho, lo más importante como fuente de energía en la alimentación a bordo, “porque es el genero principal de la racion de la gente”44; la supervisión de las barricas y botijas para el almacenamiento y conservación de los alimentos, al igual que el vino y el agua45 y las órdenes que debía dar respecto al bastimento estropeado, con cuidado de no repartirse en la tripulación paras evitar las enfermedades y su propagación46. Con todo, el régimen alimenticio de los soldados y marineros que viajaban en los barcos debió variar poco durante los siglos XVI y XVII ni tampoco de forma sustancial de un ámbito marítimo a otro. En general, su valor nutricional y aporte vitamínico y de proteínas fue más que satisfactorio, lo suficientemente equilibrado para la buena alimentación de los embarcados. Quizá cierta deficiencia de vitaminas y de sales minerales, teniendo en cuenta el desgaste del combate. Sin embargo, hasta este detalle quedó regulado, pues aquellos que hubieran contraído una enfermedad, recibirían una dieta especial, rica en otros alimentos que escaseaban a diario47. Además de una alimentación saludable y necesaria para quienes se embarcaban en los navíos que habrían de luchar contra el enemigo, otro de los temas preocupantes de toda empresa naval fue el relativo a la sanidad porque el continuo desgaste a que se sometían los marineros y soldados era constante y muy frecuente. El personal embarcado aceptaba como gaje del oficio los tiros del enemigo pero uno 42

Carta de Andrés de Alba, proveedor de bastimentos y vituallas a Felipe II. Lisboa, 24 de abril de 1583. AGS, GA, legajo 144 fol.196. 43 De las citadas ordenanzas, arts. 259-261. 44 Art . 263. 45 Arts. 264-265, 275 y 280. 46 Arts. 274, 278. 47 “Dietas que fueren menester para el regalo y cura de los enfermos: se tenga cuydado de embarcar en ella cantidad de carneros vivos, gallinas, vizcocho blanco, açucar, ciruelas passadas, almendras, pasas, huevos, dulces y las demas dietas que acostumbran”. Arts. 226, 286-288 de las referidas Ordenanzas.

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de los temores mayores de la vida a bordo eran las enfermedades, que eran más mortales y mataban lentamente. Como este riesgo era conocido se establecían medidas que no eran suficientes para prevenir la difusión de la epidemia. Por otra parte, si un marinero o soldado caía, la única esperanza era su propia resistencia, incrementada a base de una dieta especial. Porque era una realidad constatada la falta de una adecuada y moderna atención saludable e higiénica, que la ciencia médica estuviera bastante atrasada y el hecho de que los médicos fueran incapaces de comprender del todo la aparición de las fiebres, su rápida y fulminante propagación o cómo atajarla o poner remedio y, por supuesto, mucho menos los barberos-cirujanos. La humedad y la suciedad contribuían, sin duda, a ello. Como cobertura sanitaria en la España Moderna existían médicos, licenciados universitarios, cirujanos, cirujanos-barberos y algunas órdenes religiosas que se dedicaron en particular al cuidado de enfermos48. Había hospitales del Ejército en función de campañas determinadas y, por lo tanto, eran ambulantes, al igual que curanderos, ayudantes y familiares (generalmente mujeres) que seguían a los soldados. Del cuidado médico-sanitario-quirúrgico de la tripulación de un barco se encargaban una serie de personas, a veces bien preparados profesionalmente, otras con una acreditada experiencia en circunstancias de atención a enfermos más que avalados por una verdadera profesión médica reconocida académicamente. Dada la baja proporción de médicos y cirujanos a soldados –se calcula un promedio de un cirujano por cada 1.385 soldados y un médico por cada 8.650, proporción totalmente insuficiente49–, cada una de las compañías de infantería (250 soldados) tuvieron un barbero-cirujano, de menor cualificación y sin recursos quirúrgicos o farmacéuticos, pero mucho más asequibles y próximos para acudir a atender a un soldado herido en el transcurso del combate, cuando no era cuidado por sus propios compañeros. Era persona con pocos conocimientos, de ordinario adquiridos con la experiencia en campaña, con la función de atender a los enfermos heridos de su compañía en primera instancia; es decir, sangrar, vendar e inmovilizar a los pacientes, todo ello sumamente complicado en el fragor del combate, por lo que el capitán de cada compañía se cuidaba mucho de seleccionar con acierto al que casi con seguridad sería el único en poder atender a sus soldados. En cualquier caso resulta sorprendente que, dada la violencia de los enfrentamientos y su frecuencia, la tasa de muerte no fuera más alta. Un estudio centrado en la sanidad de la jornada contra Inglaterra en 1588 nos permite conocer con detenimiento la asistencia dispensada a los tercios50. Y por él descubrimos la distinción entre el socorro médico a cada una de las compañías en las que se dividía el tercio, y la ofrecida, en general, para éste. En el primer caso, como acabamos de señalar, cada compañía tenía habitualmente un cirujano-barbero 48 Labor importante fue la de los frailes de la Orden de San Juan de Dios, creadores de un hospital en Mérida a fines del siglo XVII que recibía dos reales y medio al día para cada enfermo (más del doble de la paga diaria de un soldado), además de la provisión de un médico y un boticario. En la ya citada armada de Pedro Menéndez de Avilés se sabe de su oportuna atención a los apestados. 49 E. ROLDÁN GONZÁLEZ: “De la farmacia medieval a la castrense del XV y XVI” en II Jornadas Nacionales de Historia Militar, Málaga, 1993; pp. 85-89. 50 M. GRACIA RIVAS, M.: La sanidad, op. cit, pp. 33 y ss.

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y cada tercio disponía en su plantilla de un médico y un cirujano, nombrados por el capitán general por medio de un nombramiento al efecto, en donde quedaba estipulado el sueldo a percibir, dieciséis escudos mensuales al primero y diez al segundo, diferencia que no obedece sino a los estudios universitarios del primero y la falta de ellos, por lo general, de los segundos, aunque con probada habilidad y experiencia y, por tanto, validos para su “oficio”. Incluso cuando no estaban en combate, su habilidad se hacía muy necesaria, puesto que los soldados manejaban continuamente las armas y de ello resultaban heridos por accidente –en la instrucción– e –intencionados– en los altercados, sin contar con las enfermedades. Cuando el número de enfermos o heridos superaba sus posibilidades, eran enviados al hospital que, no obstante, era en realidad un buque de carga con todo el material sanitario y la botica, pero sin posibilidad de operar hasta su despliegue en tierra; por lo tanto, no un buque-hospital tal y como hoy lo entenderíamos sino un buque que transportaba un determinado material sanitario. Este planteamiento constituyó un permanente riesgo para la salud y atención médica de los soldados, al concentrar en un sólo barco todos los recursos terapéuticos; de manera que si éste se perdía o hundía en el combate o simplemente se alejaba del lugar en el que se necesitaba con urgencia, no era posible dicha atención51. A las dificultades ya descritas hay que añadir otras realidades. Ya hemos señalado líneas más arriba que el personal embarcado aceptaba como gaje del oficio los tiros del enemigo o las faenas propias de su condición, pero uno de los temores mayores de la vida a bordo eran las enfermedades, que eran más mortales y mataban lentamente. Las bajas producidas –mas o menos cuantiosas– requerían la presencia de un profesional que actuara inmediatamente pero, en efecto, también existían otros problemas que se producían días después de un enfrentamiento en el mar. El riesgo mas frecuente era la aparición de epidemias que en ocasiones llegaba a aniquilar por completo a toda una compañía o una escuadra. Un claro ejemplo lo tenemos en la armada de Pedro Menéndez de Avilés del año 1574, que no salió porque se extendió un brote de peste que alcanzó mortalmente al propio capitán de la empresa y a un elevado número de marineros y soldados52. 51 Es el caso del ataque a la isla de San Miguel en 1583 en donde “se noto grandemente la falta de los medicos, cirujanos y material de hospital, que quedaron en la nao ragucesa, apartada de la escuadra...”. AGS, GA, legajo 147, fol. 258; o lo ocurrido cinco años después, en el regreso de barcos de la Armada Invencible a Santander con más de 1000 enfermos, sin ningún tipo de material sanitario ni medicamentos con los que poder socorrerlos, al haberse perdido las urcas en donde iba embarcado, por lo que se improvisó un hospital con la ayuda que iba llegando de fuera. Con posterioridad a esta triste experiencia, quedó determinado que se dotaría a cada unidad de un cargo de medicamentos. AGS, GA, legajo 341, fol. 290. Citado en M. GRACIA RIVAS: La sanidad... op. cit., p. 44. Otro ejemplo lo hallamos en una expresiva frase que habla por sí sola: “Todas las cosas de la botica van en la Nao Trinidad”. Colección Navarrete. Museo Naval de Madrid, vol. 16, fol. 136, doc. 13. Relación de los bastimentos que lleva una armada de cinco naos. Año 1549. 52 En el caso de la Armada de Menéndez de Avilés, véase mi libro ya citado La “Otra Invencible”...en donde se describen estos pormenores detalladamente; para éste que describimos, AGS, GA, legajo 219, fol. 37; legajo 221, fol. 46.

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Otro lo encontramos en las repercusiones que sobre la gente de guerra tuvieron distintos brotes epidémicos durante el periodo en el que la Gran Armada con destino a Inglaterra permaneció en Lisboa en 1588. Poco después de la llegada de la flota de Andalucía con un foco inicial entre la gente de las galeazas que llevaba más tiempo embarcada, inmediatamente se propagó a otros barcos procedentes de tierras andaluzas. Como el hospital de la armada se encontraba navegando, hubo que improvisar uno aunque con escasa suerte, pues el número de afectados crecía rápidamente. La situación llegó a tal extremo que se procedió al desembarco de la gente como medio más eficaz para atajarla y poder así limpiar las naves, orearlas y “purgar el aire malo que hay en ellas”, quemando romero en los sollados, uno de los pisos o cubiertas inferiores de los barcos. Sin embargo, poco después, un nuevo brote epidémico, de nuevo la variedad de tifus exantemático o tabardillo de pintas coloradas”, el que acabó con la vida de don Alvaro de Bazán, hizo decir que “mucha gente ha enfermado y peligrado”, por lo que también hubo que desembarcar la infantería y proceder a la “desinfección” de las naos. Si bien este riesgo era conocido, pese a que se establecieron medidas para evitarlo, nunca fueron suficientes para prevenir la difusión de la epidemia. Por otra parte, la ciencia médica estaba bastante atrasada y ni siquiera los médicos comprendían del todo por qué se producían las fiebres, su rápida y fulminante propagación y cómo podían atajarse o poner remedio. La humedad y la suciedad contribuían, sin duda, a ello. Los remedios aplicados eran los existentes en la época teniendo en cuenta la infraestructura hospitalaria existente en un navío. Las heridas se trataban con cierto rigor y buenos remedios, todos los que la ciencia médica de entonces ponía a disposición del profesional que la practicaba: en las lesiones por cañonazos, lo más frecuente era proceder a la amputación y luego a la cauterización de las heridas quemándolas con un metal caliente o aceite hirviendo, sin recurrir a la anestesia, que no existía. También fue eficaz la aplicación de apósitos hechos con grasa animal para cerrar las heridas, menos dolorosas que las maceraciones de vino y aguardiente, si bien también menos seguras y con más riesgo de supuración y gangrena53; y las que resultaban abiertas a consecuencia de espadazos o por picas, simplemente se cosían. Aquellas que se producían por proyectiles (flechas o heridas de bala) eran las peores, las que diezmaban las filas, las que resultaban mucho más difíciles de sanar y más fácilmente provocaban la muerte, porque si no producían hemorragias interna, podían astillar los huesos en su penetración y tal realidad aumentaba el riesgo de infecciones, unas infecciones que trataban de evitarse previamente con cocimientos astringentes y espolvoreando polvo quemado, con ungüentos de minio y purgas al paciente, suministrándole alimentos nutritivos no siempre eficaces54. Si bien es cierto que los médicos contaban con el auxilio de los boticarios que proporcionaban “ungüentos”, desconocemos la eficacia de los medicamentos al no existir estadísticas que respalden cualquier afirmación que podamos hacer en un sentido o en otro. 53 54

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R. QUATREFAGES: Los tercios... op. cit., Madrid, 1976, pp. 159 y ss. WHITE, L.: op. cit., pp. 158-162.

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Lo que sí sabemos es que a partir de las ordenanzas de 1633, el cirujano llevaba su propio instrumental médico adecuado55 y las medicinas necesarias. Por otro lado, también observamos que el contenido del botiquín embarcado apenas varió a lo largo de los primeros siglos de la modernidad. Rahn Phillips ha comparado listas de medicamentos y remedios en las que figuran jarabes (uno de ellos de limón), emplastos, aceites, aguas, polvos, preparaciones, drogas, ventosas, vendas, jeringas, balanzas y pesos para ofrecer la dosis adecuada, aunque –insistimos– es muy difícil juzgar hasta qué punto resultaban eficaces56. Por otra parte, las minuciosas disposiciones de su extenso articulado también atendían situaciones preventivas, la prohibición de embarcarse gente con “enfermedad contagiosa, mal de corazon u otras semejantes”57, resolutivas ante la eventualidad de un posible desembarco de los heridos en combate, lo que se debía hacer con los enfermos una vez desembarcados al conocerse el mal contraído, si ello fuera posible y un lugar adecuado para su curación ya que “en las partes en donde estuviere la dicha Armada se forme un hospital, en que se acuda a esto con el cuydado y puntualidad que conviene”58. Existen algunos artículos específicos para el funcionamiento y organización de dicho hospital59. Los tercios en combate Los infantes eran embarcados en navíos para luchar contra el infiel, participar en expediciones de corso, combatir las acciones piráticas de holandeses, ingleses y franceses, formar parte de expediciones de reconocimiento en convoyes de protección de flotas o cuando se aprestaba una armada dirigida a enfrentarse a los estados enemigos. Embarcados, los soldados debían adaptarse a la vida en el mar y soportar las incomodidades de a bordo, quizá una de las peores el hacinamiento y sus consecuencias, especialmente graves para remeros o galeotes y que afectaban gravemente a toda la tripulación, mandos y tropa, soldados, marineros y otro tipo de gente embarcada. El capitán de infantería se encargaba de que sus soldados confesaran y comulgasen antes de embarcar, asegurándose que los víveres embarcados para ellos fueran de buena calidad y abundantes y si la travesía se prolongaba era el único con autoridad para racionar las comidas. También designaba las funciones que sus hombres desempeñarían en el combate enviándoles a los distintos puestos: unos para asaltar al abordaje, otros para tirar con el mosquetón o el arcabuz, y otros para distribuir la pólvora con arreglo a las necesidades. Por debajo del alférez se hallaba un sargento a cuyo cargo estaba la instrucción, adiestramiento, disciplina y orden, así

55 56 57 58 59

De las citadas ordenanzas, vid. Arts.222-224 C. RAHN PHILLIPS: Seis galeones… op. cit., pp. 266-268. De las referidas ordenanzas, vid. Art. 144. Ibídem, Art. 213. Ibídem Arts. 214 y 215, 218 y 219.

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como la vigilancia de las guardias. Un furriel, encargado de los problemas logísticos, un capellán, un barbero –médico–, un pífano y uno o dos tambores, según hemos visto ya. Por su parte, los cabos se ocupaban de la limpieza y el mantenimiento de las armas, colocaban a los centinelas y les relevaban cada tres horas. Había un cabo con rango superior por encima de los demás, el cabo principal o cabo de escuadra60. Antes de salir a la mar, cada uno de ellos debía limpiar y reconocer las armas que tenía a su cargo y hacerse con la provisión y otros elementos necesarios para el arma con la que iba a pelear, ya fuera mosquete –con su horquilla y demás aderezos– o arcabuz, morrión, pica, coselete, pólvora, cuerda, plomo, etc...61. Una vez en el mar existía una instrucción precisa del modo y manera de actuar en él para pelear, según se desprende de varios fragmentos de una amplia “orden o instrucción sobre el modo y manera que se ha de tener para pelear en el mar”,que aunque sin fecha, ubicamos casi con seguridad en torno a mediados del siglo XVI: El modo que se ha de tener para pelear en el mar es el siguiente: primero que el General o Capitan salga del Puerto ha de hacer alarde de su gente, poniendo a los arcabuceros adonde tiren de puntería, y aquellos que peor lo hicieran apartarlos a una parte y entregárselos al condestable de la artillería para que le sirvan de ayudantes...A los soldados de más movilidad se les ha de entregar el zurrón de la pólvora al tiempo de la batalla para que la guarde del fuego como conviene, y asímismo los cartuchos: los demás ayudantes han de estar dos en cada pieza con sus espeques en la mano para agotar la pieza a popa y a proa, y a babor y a estribor, porque no pierda de andar el navío. El condestable y demás artilleros han de dar muchas lecciones a sus ayudantes para que lo sepan hacer al tiempo de la batalla: ha de repartir sus picas, a cada artillero las que le cupieren entregando los de popa y proa a los más marineros, porque sepan mandar al que gobierna, que bote el timón a babor y a estribor para que haga el tiro a su gusto. El general ha de mandar a su sargento mayor reparta las escuadras, a uno del árbol mayor a popa, y otro del árbol a proa, así por una banda como por otra, señalando a cada soldado su saetera. Y si viniere un sólo navío a abordar, se ha de pasar el soldado de la otra saetera, para tirando el soldado de aquella saetera, tire el otro por la proa entretanto que el otro carga con mucha presteza, guardando los frascos y frasquillos con mucho cuidado del fuego, y especialmente los que están debajo de cubierta. Asímismo se ha de repartir la gente de mar señalando tres buenos timoneles, y para el gobierno del timón señalando, fulano es el primero, y si tuviere alguna bala 60 La compañía se divide en escuadras, que son las verdaderas unidades de combate, siendo el cabo el jefe de cada una de éstas. 61 Algunos documentos localizados por años y empresas navales efectuadas, en la sección de Contaduría Mayor de Cuentas (CMC) y Contaduría Mayor del Sueldo (CMS) del AGS, especifican el equipamiento de los infantes embarcados por ciertas instrucciones impartidas para el ajuste de cuentas al reformarse las compañías. Por ellos han podido precisarse –aunque el trabajo no se ha completado aún– algunas de las armas comunes que se debían descontar a los soldados, así como su vestuario –un vestido entero, una ropilla, unos calzones, dos camisas, un sombrero, un jubón, unas medias y unos zapatos–, raciones y munición. GRACIA RIVAS, M.: Los Tercios... op. cit., pp. 46-48 y 109-114 ha realizado un magnífico estudio acerca de las unidades de infantería embarcadas para la empresa naval de 1588 contra Inglaterra.

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y se lo llevase, fulano es el segundo, y fulano el tercero. Asímismo, fulano y fulano estén en la gavia del trinquete, proveyéndolos de la misma manera. Fulano tenga cuenta con la escota de la banda de babor y fulano con la escota de la banda de estribor. // Fulano y fulano tengan cuenta de regar la cubierta porque no se encienda si hubiere algún fuego artificial, y tener las medias pipas llenas de agua con unos pedazos de vela mojada para apagar adonde se encendiere... Después de repartida la gente de mar y guerra en cada navío, tiene obligación el General o Capitán de mandar secretamente a un navío de los de su conserva que de noche ponga farol, porque en viéndole toquen a arma falsa para que cada uno acuda a donde le está mandado..., y así estará la gente diestra en caso de pelea con nao enemiga... Lo que más importa para pelear en la mar es guardar la orden que he dicho62.

Cuando no estaban en combate, la actividad de los infantes era amplia y sus distracciones abundantes: jugaban al ajedrez, a la carrera de anillas y practicaban otros esparcimientos que servían de entretenimiento y también de entrenamiento. Cada jefe de la compañía supervisaba la instrucción de los soldados y organizaba juegos o combates simulados: les hacía practicar el tiro de arcabuz, el manejo de la pica, las técnicas de combate..., adiestrándose el mismo en iguales acciones. Algunos soldados dedicaban las horas libres a la lectura para perfeccionar el conocimiento, al estudio, en particular a la antigüedad clásica, si bien un número elevado de ellos consagraba muchas horas de su tiempo de ocio, al juego y a las mujeres. Era lógico, estaban muy lejos de su patria y de los suyos. Respecto al primero, los preferidos eran los dados, la taba y la baraja. En lo referente a las mujeres, los soldados sólo podían vivir con sus esposas; las otras mujeres debían ocupar las estancias o locales a los que estaban asignados. Curiosamente, las prostitutas se consideraban necesarias (entre tres y cinco por compañía) y en muchos casos acababan convirtiéndose en compañeras asiduas del soldado, compartiendo con él el sueldo y el botín que pudiera obtener. Los juegos de azar estaban rigurosamente prohibidos pero, pese a ello, se practicaban; las partidas las controlaba el sargento para asegurarse de que el soldado no perdía sus armas. Y en caso de infracción, el capitán podía decidir que el ganador no había vencido, que pagara el perdedor y emplear el dinero en una buena causa, hábil iniciativa que “distraía” de la tendencia al juego. No podían querellarse ni lanzar desafíos. ¿Cual era la misión de los tercios embarcados?. Sin duda pelear y ya hemos visto cómo debía actuar la gente de pelea en el ámbito marítimo, si bien debe advertirse que las tácticas y estrategias que se emplearon a lo largo de las centurias modernas estuvieron condicionadas básicamente por el medio en que se desarrollaron, Mediterráneo, Atlántico, Mar del Norte, por las unidades navales empleadas, galeras o galeones, y por el tipo de enfrentamiento, defensivo u ofensivo, en el mar. En los primeros siglos de la Edad Moderna los recursos navales de la Monarquía hispáni62 Orden e instrucción del modo y manera que se ha de tener para pelear en el mar. Sin fecha segura, alrededor de 1550. Colección Navarrete. Museo Naval de Madrid. Vol. 22 fol. 161 doc. 47.

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ca tuvieron que hacer frente a tantos cometidos y sus posesiones se hallaban tan dispersa por superficies tan vastas que no siempre resultó fácil ejercitar con eficacia las funciones de coordinación y defensa. En función de las circunstancias políticas, la planificación fue también diferente. Ya hemos advertido con anterioridad que no eran nada fáciles las condiciones bajo las cuales vivían los soldados. Hurtado de Mendoza relata descriptivamente las circunstancias más que difíciles en las que se encontraban: “ En fin, pelearse cada día, con enemigos, frío, calor, hambre, falta de munición y aparejos: en todas partes daños nuevos, muertes a la contina, hasta que vimos a los enemigos, nación belicosa, entera, armada y confiada en el sitio63.

A estas condiciones había que añadir la realidad de la batalla, algo que sabemos bien por nuestra insigne pluma –Cervantes– que, como quien conocemos, perdió un brazo durante una acción militar, cuando afirmaba que “sonaba el duro estruendo de espantosa artillería; acullá se disparaban infinitas escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes...”. Realmente, hay que imaginar el ensordecedor ruido, el susto, la alarma, la sangre...que puede muy bien explicar una deserción o huida masiva. En una batalla, lógicamente, era de esperar un número importante de bajas, pero éstas se producían a veces más por las deserciones que por un desgaste militar verdadero, tal y como lo hemos puesto de manifiesto unas líneas más arriba. Cuando empezaban los disparos, las densas nubes de humo que oscurecían el campo de batalla, restringían la visibilidad de los combatientes y hacían relativo el alcance de cualquier arma. Los cañonazos del barco enemigo, los primeros momentos de confusión, el desconcierto y la desorganización generalizada se abría paso. Durante los enfrentamientos navales había un alto porcentaje de muertos, heridos y enfermos; y, si era elevado el número de los fallecidos directamente el día de combate, también destaca el paulatino aumento de los muertos, a medida que parte de los heridos iba muriendo en el transcurso de los días, semanas e incluso meses sucesivos. Todo ello dependía de la duración de las campañas y del tiempo que llevaban embarcados en el momento del combate o enfrentamiento naval. Peores aun que el hacinamiento o la promiscuidad, eran las consecuencias del combate, la muerte por impacto en órganos vitales o heridas graves; a veces, las heridas– aunque breves– podían acabar con la vida del soldados por las frecuentes infecciones y la propia incapacidad médica para combatirla con los recursos médicos y cirujanos de los que se disponía entonces. Pero quizá mejor era morir, porque era una solución final pero rápida, y resultaba superior que vivir el resto de los días tullido o con un miembro amputado. Son muy numerosos los testimonios que trasladan con minuciosidad el momento del combate. Destacamos algunos casos en concreto porque hacen referencia a unos momentos particularmente decisivos en los enfrentamientos navales. El primero describe gráficamente la narración que el capi63

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HURTADO DE MENDOZA:... op. cit., p. 2.

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tán Miguel de Oquendo ofrece acerca de la lucha que tuvo lugar en el mar en la batalla de las islas Azores, en julio de 1582: “...Y todos juntos navegando la vía de Punta Delgada, que es la ciudad de esta isla de San Miguel, descubrimos la mar toda llena de naves, y en el puerto de San Miguel o Punta Delgada; y como fuimos descubiertos de ellos, comenzaron a hacerse a la vela y salir a la mar, y en poco espacio se pudieron en orden 56 navíos de guerra; y vistos por mucha armada, mandó su Señoría hacer la vuelta de la mar, y ese día se acabó con esto, que fue a los 21 día sábado. Domingo mañana amanecieron ambas Armadas a la vista, obra de poco más de dos leguas una de otra: el enemigo que venía deseoso de verse con la nuestra y muy confiado de la victoria comenzó ese día a enviar navíos corredores a descubrir y reconocer nuestra Armada, los cuales lo hicieron así, y según ahora lo hemos entendido de ellos, les causó mucho contento las nuevas que les llevaron los tales navíos, de que los nuestros eran de ruin suerte y mal artillados, y que había bien poco en vencernos, y que era una armadilla de nada; y con esto se pasó ese día. Otro día amanecimos a vista y no muy lejos una de otra, e hicieron señales los contrarios de batalla, y vistos por el Marqués, nos pusimos en orden, y mandó que le esperásemos, y así no osó en pasar por delante más de ponersenos de barlovento, atravesados los unos y los otros, y así estuvimos hasta después de comer, y en ese tiempo anduvieron sus pataches de una nao en otra, y después de un rato comenzaron a arribar sobre nuestra Armada todas las naos grandes del enemigo, siguiendolos los demás. Yo en este tiempo me hallé el más cercano de ellas, y me rodearon la capitana y almiranta y me dieron una rociada de artillería, a las cuales se les respondió con la misma fruta, y no osaron abordar; y visto por el Marqués el atrevimiento, se atravesó con los dos galeones del Rey, “San Martín” y “San Mateo”, y me puse con el mío en hilera, y tomamos todas las demás de la Armada a nuestro abrigo, y así puestos en esta buena orden, pasó el enemigo por nuestro barlovento con todas sus naves gruesas, disparando toda la artillería de la banda, y los galeones, como la traían brava, hubo una buena escaramuza, y no hubo mosquetes ni arcabuces, y con esto pasó este día. De nuestra nao se hizo con la poca artillería que pudimos, de suerte que el Marqués quedó contento....64.

La segunda muestra de la violencia y confusión del combate la encontramos en las frases que siguen a continuación, en este mismo episodio naval: “En el dicho reseno de las Muelas, a embestir con los fuertes y trincheras; y púsose un cuerpo de galeras de ellos, a donde recibió muchos cañonazos y mosquetazos que le tiraban, y luego empezó la capitana a batir y desmontar a la artillería enemiga, y el resto de las galeras hicieron otro tanto,; y con la batería de la galera capitana y las demás, las barcas fueron a tierra y echaban gente a los lados de los fuertes y al través de las trincheras, aunque con mucha dificultad y trabajo, y esforzándose bajo la presión del fuego enemigo, de artillería, de arcabuces y mosquetes. Al asaltar las trincheras, los soldados se encontraron bajo un cerrado fuego de 64 Carta del capitán Miguel de Oquendo al secretario Juan Delgado sobre la lucha que tuvo lugar en el mar en la batalla de las Islas Azores. 29 de julio de 1582. AGA, GA, legajo 128 fol. 30.

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armas de corto alcance, pero al final consiguieron tomar fuertes y trincheras que los soldados franceses tenían a cargo del capitán borgoñón, persona de mucha opinión entre ellos; y luego salió el Marqués en una barquilla, y en otra los caballeros que iban en su galera, y acabó de echar la primera desembarcación en tierra, y a tomar las montañas y colinas de todas partes, y ordenó a don Lope de Figueroa, maestre de campo general, formáse los escuadrones con sus mangas de arcabuceros y escopeteros, y nuestra gente de la vanguardia se fue mejorando con los enemigos, yendo en las primeras mangas, don Pedro de Toledo y don Pedro de Padilla con otros caballeros y capitanes de los tercios de la primera desembarcación, y ya empezaban a cargar muchos escaramuzando con ellos, hasta ponerlos tres cuartas de legua de la marina, adonde tenían la fuerza de su ejército, escaramuzando siempre muy valientemente, dando cargas y recibiéndolas, ganando y perdiendo los nuestro una eminencia, de manera que fue menester que el Marqués, que estaba en el frente de sus escuadrones, se mejorase dos veces con ellos por dar calor a su arcabucería”.

Un tercero y último ejemplo lo hallamos en los incidentes ocurridos en el barco del contador Coco de Calderón en su paso por el Canal de La Mancha, cuando la Gran Armada se dirigía a la conquista de Inglaterra, en agosto de 1588. Además de la falta de armas decisivas en el combate –no en vano las quejas al respecto eran constantes65–el fragor de la batalla queda descrito gráficamente: “Y dispararon con tan gran fuego de sus cañones que destrozaron mucho adovios de los nuestros y hubimos de reparar los daños que los muchos disparos habían causado en la arboladura y el casco, a proa como a popa, y bajo la línea de flotación, en lugares de difícil reparación... Maltrataron los enemigos tanto a los galeones “San Mateo” y “San Felipe”, que a “San Felipe” le descabalgaron cinco piezas de la banda de estribor, y un artillero italiano, que después murió de un balazo, clavó una pieza grande que venía a la popa. Lo que visto por don Francisco de Toledo (comandante del “San Felipe”), y que le habían llevado la cubierta primera y rompídole ambas las bombas y desenjarciándole, mandó echar garfios y que abordasen con cualquier navío, llamando a los enemigos viniesen a las manos. Ellos respondían que se rindiesen a buena guerra, y un inglés desde la gavia, con una espada y rodela, les decía: “ea, buenos soldados, daos a la buena guerra, que os la haremos”. Y un mosquetero, en lugar de respuesta, con un balazo, le echó abajo a la vista de todos, y tras esto, el maestre de campo (don Pedro de Toledo) mandó disparar la mosquetería y arcabucería, lo que por los enemigos visto, se retiraron, y los nuestros, llamándoles cobardes, intimando con palabras feas su poco ánimo, llamándoles gallinas, luteranos, y que volviesen a la batalla...”.

Por lo que llevamos visto hasta ahora, los soldados estaban expuestos a una muerte constante y los remedios médicos de la época no disminuyeron –según se 65 Extraemos parte del relato en lo que al armamento se refiere, en expresivas frases como las que siguen a continuación: “están desarmados de armas útiles, aunque a pocos les faltan espadas y dagas y armas viajeas enhastadas, y algunos arcabuces y ballestas”...; “la falta que esta jente y toda la provincia [Andalucía] tiene es el de armas, porque los arcabuces que ay son muy poco y malos, y las demas armas lo mesmo”...”estan con pocas armas y éstas fueron espadas y algunas dagas, y escopetas muy pocas, y picas ninguna...”. “De armas estan muy faltas....”

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esperaba– el número de víctimas en combate. Como se presumía que el soldado español era católico y, como tal debía servir, fue costumbre nombrar a un capellán para cada compañía. Y puesto que el capitán era también responsable de la salud moral de sus soldados, al ser garante del espíritu de su tropa ante Dios se apoyaba en dicha función en el capellán, quien administraba servicios religiosos regulares, sosteniendo con ellos la moral de la tropa: solía decir misa antes del combate y después suministraba los sacramentos a los moribundos. Para “optar” a ese “oficio” el postulante debía ser clérigo, de vida honrada, buena reputación; y, si era monje, había de contar con la licencia de su superior que garantizara su competencia y conducta. Evidentemente tenía una importante misión que cumplir pues los soldados debían ser reconfortados y estar bien preparados para “el día postrero”, aunque algunas veces su conducta dejara mucho que desear y mereciera algunos calificativos despectivos de su actuación por parte de militares de prestigio como éstos: “Idiotas e irregulares, como es de creer que lo son los más que acuden a servir por tres escudos66”. En efecto, había preocupación por salvar el alma de los soldados reforzando su moral de combate, recordándoles que eran soldados al servicio del rey y que, además, servían a una causa más alta, la defensa del catolicismo en toda Europa. Por ello abundan los llamamientos a no ceder, porque si se sucumbía con ellos se perdía la esperanza de la ortodoxia en el continente europeo. Esta insistencia favoreció la existencia de obras encaminadas a elevar el espíritu de la tropa que embarcada se preparaba para entrar en acción. Obras como la de Álvaro Pizarro de Carvajal que destacaba las virtudes que debían concurrir en el infante, constancia, prudencia, liberalidad, recato, modestia y clemencia67; la de Gil de Velasco defendiendo el “amor a la patria y a sus hijos”68; las palabras de Fray Juan Ginto al afirmar que “es buen soldado y buen christiano animoso matar y confiado muere”, pues “con pecado no se peca, con valor y con la gracia animosamente se acomete al enemigo”69; las afirmaciones inequívocas de Alonso de Andrade quien, al analizar las virtudes cristianas del soldado ante los distintos pecados y tentaciones que se le iban presentando en el ejercicio de su oficio, defendía que “con buenos libros, oración, mortificación y penitencia, confesión y comunión puede ir “sorteándolos”70 o las del padre Benito Remigio Noydens, contundente en la denuncia de la actitud de los soldados en lo que a su deber cristiano se refiere: “Muchos soldados el dia que asientan plaça, debaxo de la vandera del Príncipe, toman licencia para todo género de vicios: bien es que aya muchos que los enseñen, como ese mismo dia echan sobre si nuevas diligencias...”71. 66

Sancho de Londoño se “despacha” con gusto en su crítica hacia algunos de los capellanes que tuvo la oportunidad de conocer. Véase su obra El discurso sobre la forma de reducir la disciplina militar a mejor y antiguo estado..., Bruselas, 1596, pp. 11, citado en R. QUATREFAGES: Los Tercios, op. cit., pp. 284. 67 Prenda del soldado magnánimo, Toledo, 1649. 68 Católico y marcial modelo de prudentes y valerosos soldados, Madrid, 1650. 69 Divina y Humana Milicia y Reglas Militares, Zaragoza, 1653. 70 Milicia espiritual, Madrid, 1662. 71 Decisiones prácticas y morales para curas, confesores y capellanes de los Exércitos y Armadas, Madrid, 1665.

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Cuando concluía su vida militar el soldado se licenciaba y quedaba exento de sus obligaciones castrenses, abandonando así el Ejército. Lo hacía por edad o por enfermedad, si bien desconocemos con precisión qué fue de los miles de soldados ya licenciados por haber cumplido su compromiso militar o haber resultado apartado del servicio por mutilación, pues los centenares de casos estudiados no sirven para generalizar ni hacerlo extensivo a todos. Algunos de los que sobrevivieron a los avatares de la guerra en el mar fueron superdotados por esa supervivencia, pero con pocos motivos para alegrarse porque al final de sus días se encontraban sin fortuna. Sabemos que muchos regresaron al Ejército, quizá añorando su modo de vida y podemos volver a encontrarlos, pero ahora en expediciones americanas. Otros, simplemente regresaban a sus lugares de origen, a sus hogares, al calor y protección de sus familias o en la esperanza de recibir por sus servicios alguna merced o hacienda; algunos trataban de encontrar un acomodo en algún lugar o recluirse en alguna institución religiosa, buscando refugio en la vida espiritual, profesando en alguna orden, para acabar su vida en paz, próximos a Dios.

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