Los otros JULIO ALMEIDA

C

uando ya ha terminado el siglo XX, pasan aún cosas que creíamos del pasado, que quisiéramos felizmente superadas. En Ceuta, treinta chicos marroquíes eran rechazados a la puerta de un colegio por padres de los niños ceutíes (el endogrupo o intragrupo, decimos en la jerga sociológica), y los menores tuvieron que entrar en el mismo con protección policial y en hora diferente porque eran supuestamente problemáticos. ¿O por ser meramente otros? Y en Estados Unidos la Coca-Cola ha de indemnizar a negros y a mujeres con una cantidad millonaria por haberles pagado menos que a los varones blancos en el mismo trabajo. Al acrónimo wasp del americano ejemplar (blanco, anglosajón y protestante) aún le faltaría la inicial del obvio primer sexo.

En Canadá, en noviembre de 1999, ya pasó algo así: 230.000 funcionarias públicas, después de quince años de batalla legal, consiguieron que el Gobierno las indemnizara con cantidades considerables, según los años trabajados, y las equiparara con sus colegas masculinos. ¡Tantos años para ver estas discriminaciones! Acaso porque en el hombre existe mala levadura, como dijo un poeta, el Deuteronomio aconseja textualmente: “Amad al extraño, porque también vosotros habéis sido extraños en el país de Egipto”. Sigo la versión del cardenal Martini, último premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, que fue profesor de exégesis del Nuevo Testamento en la Universidad Gregoriana de Roma. En un

trabajo suyo, tras recordar la parábola del buen samaritano, concluye que Jesús se identifica con el extranjero: “Era forastero y me hospedasteis” (Mateo 25, 35). ¿Quién tiene en cuenta estas enseñanzas? ¿Cuántos leemos la Biblia, el libro fundamental de nuestra historia —decía el Cardenal en Oviedo el 27 de octubre pasado— y el libro del futuro de Europa? En la Antigüedad grecorromana, antes de que la moralidad judeocristiana se abriera camino en las mentes occidentales, parece que no había en los espectadores del circo sentimientos de igualdad que los unieran con las personas que eran devoradas vivas por leones y tigres. Los miraban como si fueran de otra especie, es decir, los veían tan otros que ni se compadecían de ellos. Pero esto cambió. A sus lúcidos 85 años lo observó Norbert Elias: “En comparación con la Antigüedad, ha ido en aumento nuestra capacidad de identificación con otros seres humanos, la compasión por sus sufrimientos y su muerte”. Los juegos de gladiadores que luchaban a muerte convivieron cuatro siglos con la Iglesia primitiva, que predicaba contra ellos, hasta que unas leyes del cristiano Honorio, primer emperador de Occidente (395-423), los abolieron para siempre. Quien había estudiado largamente el proceso de civilización recuerda el aumento de nuestra empatía a lo largo de la historia, sí, pero constata un punto débil de las sociedades occidentales: el hecho de que todavía muchas personas tienen gran dificultad para identificarse con los viejos y los moribundos. Tal había sido la terrible situación de los orígenes, menos idílica de lo que suele suponerse. Los sacrificios humanos eran ritos habituales en la América precolombina. Aún lo ve y lo escribe Alejandro de Humboldt, que vivió en lo que hoy es Venezuela de 1799 a 1804. Los salvajes detestan a los que no

pertenecen a su familia o tribu; conocen sus deberes para con la familia y los parientes, pero ninguna compasión les impide comerse a las mujeres o a los niños de una tribu enemiga. El gran naturalista cuenta que preguntó a un indio escapado del río Guaisia, ya algo civilizado, si aún sentía a veces deseos de comer carne de indio cheruvichahena y contestó que en la misión sólo comería lo que viese comer a los padres. Y a su juicio la cosa es clara: “A los ojos del indio del río Guaisia, el cheruvichahena es un ser totalmente distinto a él; matarlo no era una acción mucho más injusta que matar jaguares en la selva”. Esta fue la situación originaria. Puede leerse su libro Del Orinoco al Amazonas, en donde reconoce que las leyes y costumbres de las colonias españolas favorecen mucho más la libertad de los negros que las de las restantes naciones europeas. Y tampoco hay que recordar aquí lo que sucedió en la Alemania nazi y en otros lugares. Para aquellos rubios germanos, los judíos no eran personas como ellos; por tanto, podían exterminarlos sin piedad. No hay que reconsiderar más atrocidades. De modo que nunca podemos estar seguros, siempre hemos de andar vigilantes. La Constitución —artículo 27— ordena la escolarización de todos los españoles y, de paso, la de los extranjeros que se hallan en edad escolar. Esos muchachos marroquíes tienen el derecho y el deber de ir a nuestra escuela, como harían si vivieran en Francia o en Suecia, sujetos siempre a la organización escolar del país de recepción; como hacen también millares de niños españoles que viven en otros países. ¿A qué vienen esas protestas? Lo que sí parece mejor por principio es que se distribuyan en varios colegios; mejor que ir juntos al mismo. No parece razonable reunir a niños problemáticos en clases aparte: la experiencia muestra que

los así etiquetados propenden a hacerse peores. Hace un siglo, el curso 1902/03, Durkheim iniciaba su andadura en la Sorbona con una reflexión sobre la educación moral que luego redactó en dieciocho lecciones y se publicaron póstumamente en 1925. En la decimotercera, el fundador de la sociología de la educación deja escrito lo que ningún maestro debe ignorar a estas alturas: “Nunca es conveniente poner en íntimo contacto a sujetos de mediocre valor moral: sólo se envician mutuamente. La promiscuidad de esas clases artificiales, integradas por pequeños delincuentes, no es menos peligrosa que la promiscuidad carcelaria”. De sobra sabemos hoy cuánto depende nuestro comportamiento de las expectativas de los demás; hasta tal punto depende el discípulo del trato amable o desconfiado del maestro, que desde luego los niños peor considerados se harán peores y los queridos darán más de sí. ¿En cuanto a los Estados Unidos? Sabemos que la trata de esclavos data de tiempo inmemorial; que los árabes cambiaban caballos por esclavos —un esclavo valía por un semental, una esclava por una yegua— y que los portugueses los imitaron y se dedicaron a su comercio ya en el siglo XV; que en 1511 un informe dirigido al rey Fernando dice que el trabajo de un esclavo negro equivalía al de cuatro indios; que entre 1500 y 1525 se llevarían a Santo Tomé, marcados con hierro candente como si fueran ganado, unos veinticinco mil esclavos. (Esta isla de 836 kilómetros cuadrados, rozada por el Ecuador en el extremo sur y a unos 280 kilómetros de África Occidental, estaba deshabitada hasta que los portugueses la descubrieron, hacia 1470, y la convirtieron en trágico centro de distribución de esclavos). Sabemos que eran obligados a trabajar todos los días excepto los domingos y fiestas de guardar; que las familias acomodadas de

Andalucía, a principios del XVI, tenían cuando menos dos esclavos: negros, blancos, moros, de preferencia los primeros; que en 1541 Carlos I exigió que se diera una hora diaria de instrucción cristiana a los esclavos americanos; que el gobierno ilustrado de Carlos III promulgó un nuevo Código Negro Español estatuyendo 270 días laborables y se podía obligar a los esclavos entre 17 y 60 años a trabajar de sol a sol; que en 1619 un barco holandés descargó y vendió los primeros veinte esclavos africanos a los pobladores de Jamestown… La trata de esclavos de la Edad Moderna —véase la reciente obra de Hugh Thomas— duró trescientos cincuenta años y en ese tiempo fueron transportados según sus cálculos unos once millones de negros. Interesa también un libro de Madariaga: El auge y el ocaso del Imperio español en América. El 4 de julio de 1776 el Congreso de Filadelfia promulga la Declaración de Independencia y de los Derechos de los Americ anos, que el rey Jorge III reconoce en 1783, después de la guerra. Pero los americanos, que con admirable decisión proclaman la novedad de que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes (así empieza la Decla ración de Derechos de Virginia de 12.6.1776), se olvidan del negro, con algunas excepciones, como la del viejo y sensato Benjamín Franklin. Quien había sido esclavista como casi todos, al final de su vida condenó el tráfico de esclavos y luchó por liberarlos, pero le informaron que el Congreso carecía de potestad para intervenir en los asuntos particulares de los Estados que admitían la esclavitud. ¡Asunto particular! Ello no obstante, la Constitución no lo impedía y los Estados fueron aboliendo la trata por su cuenta. En 1787 seguían con la trata legal Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia, pero ya por poco tiempo. En 1800, en algunas plantaciones de Virginia se criaban

esclavos para su venta: ni necesidad tenían del mercado internacional. Por fin, en Estados Unidos y en Gran Bretaña la trata es ilegal desde el 1 de mayo de 1807. La trata, que no la esclavitud. Y quienes más habían traficado con esclavos en el siglo XVIII, los británicos, insistían ahora en la abolición general: en el Congreso de Viena (1815), los gobiernos de Gran Bretaña, Francia, España, Suecia, Austria, Prusia, Portugal y Rusia firmaron una declaración considerando que la trata era repugnante y prometían abolirla lo antes posible. La América hispanoportuguesa siguió por ese camino, incluso los fue emancipando. Sólo en Cuba y en el Brasil seguían demandando esclavos y en parte por esa razón, dice Thomas, retrasaron casi un siglo su independencia. En 1831, cuando Tocqueville hizo a América su viaje celebérrimo, alabó su original instrucción primaria, ya al alcance de todos los niños blancos, pero previó con clarividencia el peligro que encerraba la esclavitud. “El más temible de todos los males que amenazan el porvenir de los Estados Unidos nace de la presencia de los negros en su suelo”. Los norteamericanos del Sur hasta habían prohibido enseñarles a leer y escribir. Era demasiado. El tiempo dio la razón a Franklin, dice un biógrafo, y lo que pudo resolverse en aquellos tiempos de fervor democrático fue agravándose; la decidida intervención de Lincoln, setenta y cinco años después, no resolvió la situación. Han pasado varias generaciones, pero hay quien sigue sin comprender que se ha de retribuir por igual a blancos y a negros, a varones y a mujeres. Naturalmente, luego habrá que distinguirlos por su buen hacer o por su negligencia. Hace doscientos años, en 1798, el Diccionario de la Academia Francesa publicó un suplemento que contenía las palabras nuevas en uso después de la Revolución. En 1987,

cuando se iba a cumplir el segundo centenario de la misma, apareció en París, al cuidado de Isabelle Albaret, un librito de 50 páginas reproduciendo Les mots de la Révolution (ed. Leddrapier). Son 418 palabras que circulan desde la toma de la Bastilla. Junto al metro, el kilo, el litro, etcétera, que ponen acuerdo en el maremágnum de las distintas medidas de cada país y aun de cada región, aparecen civisme, démocratie, École Normale, fonctionnaire public, législature. Y aparecen liberté y égalité, no así fraternité, que completa la tríada famosa que pronto veremos en los euros franceses. La igualdad queda definida de este modo: “S. f. Égalité de droits. Elle consiste en ce que la Loi est la même pour tous, soit qu’elle protège, soit qu’elle punisse”. Después de siglos y milenios de desigualdad estamental, el nuevo régimen ordena por fin que la ley es igual para todos, proteja o castigue. Para la cuestión que nos atañe, medítese el claro artículo 14 de nuestra Constitución: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Dos milenios después del Evangelio, más de tres después del Deuteronomio, vamos reconociendo derechos humanos. Y a las veces conculcándolos sin misericordia. En un escrito de juventud, a Ortega le disgusta la palabra los nuestros; le parece feroz, incalculable, anárquica. Poco después Unamuno se ocupa de los japoneses, que deciden abrirse a Occidente, que empiezan a occidentalizarse. Escribe don Miguel en Figueira da Foz, en agosto de 1914, y quien hacia 1895 había recomendado que España se abriera a los cuatro vientos, alaba a los modernos japoneses, mezcla de griegos y romanos en lo de inquirir cosas del mundo. (¿No estuvieron en Lucena hace poco

curioseando nuestro sistema educativo?) En griegos, romanos y japoneses no se ha apagado el espíritu de curiosidad ni se encierran en una muralla cantando ¡Nosotros, nosotros, sobre todo, sobre todo el mundo!, que es para el profesor de Salamanca la suprema fórmula de la barbarie. Cuando en cierta ocasión, hacia 1984, le preguntaba yo a uno que por qué no debía España entrar en la OTAN, me replicó castizo y redundante: Porque nosotros somos nosotros. ¿No es fantástico? En fin, en el capítulo X de España inteligible, Julián Marías ha escrito que los españoles, por haber estado durante siglos cuerpo a cuerpo con y contra los musulmanes, hicieron profundamente, quizá más que ningún otro pueblo europeo, la experiencia del otro, del que está instalado en otra fe, otra lengua, otra tradición, otros usos, otro sentido de la vida. Sin duda los cristianos que hicieron la Reconquista, los hispano-romano-godos que en 1500 eran ya los españoles, habían sido durante siglos hombres de frontera (el topónimo incorporado a tantas ciudades pasó al árabe: al-Fruntira; véase el último volumen publicado de la Historia de España Menéndez Pidal, VIII, III, pág. 459). Seguramente los españoles se habían constituido frente al otro —el sarraceno u oriental— y por eso pudimos estar en mejor situación para comprender al indio americano como persona; por eso podemos y debemos resistir hoy la tentación de subestimar al otro en general. Por lo demás, ¿quién que no sea un árbol no ha sido forastero alguna vez? Si se mira bien, todos somos otros e intrasferibles. Para concluir, digamos con el teólogo Hans Küng que el cristiano tiene el estricto deber de no discriminar al otro hombre. Y el no cristiano probablemente tendrá que aprenderlo. Es decir, si para el médico no

matar es el mayor mandamiento; si para el científico no mentir es el deber inexcusable; si para el comerciante no robar es obligación evidente, un exquisito mandato profesional obliga al maestro a no discriminar a sus alumnos bajo ningún concepto: niños o niñas, guapos o feos, inteligentes o torpes, de alta cuna o de origen humilde, cristianos o musulmanes.