Los millones en el exilio. Léon Degrelle

Los millones en el exilio Léon Degrelle Los millones en el exilio Léon Degrelle Los millones en el exilio Entrevista a Léon Degrelle, líder del re...
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Los millones en el exilio Léon Degrelle

Los millones en el exilio Léon Degrelle

Los millones en el exilio Entrevista a Léon Degrelle, líder del rexismo belga. Al escapar en mayo de 1945 de las tropas soviéticas y de la represión belga, usted llegó a España. Algunos han dicho o han escrito que usted llevaba consigo una verdadera fortuna. ¿Es cierto? El gran público solo ha conocido políticos especuladores o, al menos, pegados como ventosas a sus intereses personales. El hecho de que un hombre haya consagrado su vida, con un desinterés total, a su país y a su pueblo, les resulta propiamente increíble. De ahí el éxito de los bulos concernientes a mis recursos cuando llegué a España. Hace poco aún he leído cuentos de ese calibre en un libro titulado Degrelle y publicado en Bruselas por el editor De Meyere. Es una chapuza de un terrateniente flamenco afrancesado, hoy muy afectado por el peso de los años, y que en tiempos remotos estuvo a sueldo mío. Se llama Charles d'Ydewalle. Medio lelo, cuenta que en Bruselas, en los últimos días de la guerra, yo amontonaba fajos de libras esterlinas en maletas. ¿Quién habrá podido contarle esa payasada? En primer lugar, en aquella época yo estaba en el frente, y además no tuve ni una sola libra esterlina durante toda la guerra. Pero Bélgica, después de 1945, ha sido tan receptiva a los chismes más absurdos sobre mi vida y mi obra, que un viejo farsante casi chocho puede publicar fríamente invenciones de ese calibre. Para sus lectores belgas es cosa hecha que yo me largué forrado de libras esterlinas, como un Basil Zaharoff, el magnate del petróleo y de los cánones, o como un Aristóteles Onassis, el rey de los petroleros. ¡Yo no tenía más que abrir mis maletas en España, y ya era millonario nada más al llegar! ¿Qué representa para usted el dinero? A decir verdad, el dinero nunca me ha interesado. Decenas de millones pasaron ante mis narices, y en especial los que tan amistosamente me prestó Mussolini. Jamás quise hacerme cargo de ellos. Era el conde Xavier de Grunne el que los recibía en su castillo de Wezembeeck-Ophem. Para mí, un político que trata de amontonar billetes no es un político. ¡Que son las satisfacciones del dinero al lado de las alegrías sobrehumanas que da la conquista de los hombres! El que está seguro de su poder de captación de un pueblo, ¿cómo va a tener el menor interés en cuestiones de perra gorda? Para el conquistador político la apetencia de poseer es muy distinta: es la captación de las masas, a las que subyuga, deslumbra y arrastra. Y ellas mismas le llevan hacia adelante en una comunión de una fuerza incalculable. Frente a ese dominio, ¿qué es el dinero? Una minucia. Un Mussolini y un Hitler, que manejaron cientos de miles de millones murieron tan pobres como un leñador o un peón de obras publicas. Quizá no me crea, pero durante toda mi vida política en Bélgica jamás tuve una cuenta personal en un banco. Es fácil de comprobar. Depositar 100.000 francos en una ventanilla, o esconderlos debajo de la cama, no se me habría ocurrido, y más bien me hubiese parecido extravagante. Tener bellos muebles, cuadros inspirados y una casa amplia y apacible, entre hayas centenarias orladas por el flamear de los tulipanes, -1-

eso sí. El conquistador tiene necesidad de belleza para nutrir su fuerza. Ella le da la inspiración que eleva su pensamiento. Por lo demás, una existencia ruda, con pocos gastos, me ha bastado siempre perfectamente. Todo lo que reportaban mis escritos y mis mítines - y eran sumas inmensas - lo recogía el movimiento rexista. Durante la guerra, mi vida fue especialmente espartana. No conocí más que el rancho del soldado. Quizá fui el único combatiente del frente del este que no recibió ni un solo paquete durante cuatro años. En cuanto al dinero que ganaba mi prensa durante mi ausencia, sirvió para comprar a mis soldados cigarrillos y chocolates, adquiridos en el mercado negro o en la resistencia. Pues sí, ¡en la resistencia!, ya que ésta revendía a los intermediarios de las Waffen SS, en lotes de 4.000 kilos, el café que les lanzaban en Francia, en paracaídas, los aviadores británicos. En la última quincena de la guerra marché rápidamente a nuestras oficinas de Berlín, para recoger los 2 millones que había obtenido de beneficios nuestro diario L'Avenir, cuya tirada en Alemania alcanzaba los 100.000 ejemplares. Esos 2 millones los di hasta el último céntimo, para repartir entre la tropa. Por lo demás, en vano. Se los entregué al Mayor Jacobs para su reparto en el momento final, pero antes de que pudiera hacer la distribución fue capturado por una unidad motorizada canadiense que se apresuro a quitarle el dinero. Caía del cielo a la bahía de San Sebastián sin un céntimo en el bolsillo. No habría podido comprarme ni un bocadillo si hubiese aterrizado sin romperme los huesos. El hospital militar fue para mí, a la vez, el remedio a mis heridas y un albergue. ¿Cómo se las arregló para abandonar el hospital? Yo estaba en secreto en el Hospital Militar de San Sebastián. Al cabo de quince meses, una vez rechazadas todas mis ofertas para volver a Bélgica, y expulsado teóricamente de España, tuve que desembarazarme de mis ropas. No poseía ni siquiera un traje de paisano. Había caído en el mar con el uniforme de las Waffen SS. Para salir a la calle necesitaba al menos unos pantalones que no tuvieran el color feldgrau. Y al dejar Noruega no disponía más que de los del uniforme del frente. ¡En la Unión Soviética no nos paseábamos con un guardarropa detrás! Tuve que mandar a teñir los que tenía. Durante varias semanas vendí a otros internados mis pocos cigarrillos de herido, hasta reunir las 10 pesetas que la mujer de la limpieza reclamaba para el tinte. Era la tarifa más barata. Por otra parte, el tinte era tan detestable que cuando recogí esos históricos pantalones, la noche de mi evasión, tenía los muslos tan negros como los del Mariscal Mobutu. El tinte se había pegado a mi piel como una calcomanía. Volvemos a sus millones. Se había dicho de los que logró guardar a tiempo en Suiza... Se trata de nuevas invenciones fantásticas Según los periódicos belgas, había depositado millones de francos. Los había guardado allí en espera del fin de las hostilidades, e hice que los transfirieran a España después de 1945. De ahí el confort que disfrutaba. Lo mismo que no tuve ni un franco en ningún banco belga, nunca conté, ni durante la guerra ni después de ésta, con un solo franco en Suiza. Ni directa ni indirectamente. Treinta años después se sigue repitiendo esa bobada de los millones suizos. ¡Y con qué seguridad! Pero nunca se explicó nada al -2-

respecto. Si alguien hubiese estado enterado de algo hubiera facilitado alguna precisión: cómo se realizo la transferencia a Suiza, por quién, cuándo, a cuánto ascendía la cantidad depositada, en qué divisas, por qué canal bancario. ¡Nada! Habiendo inventado todo, los novelistas de la prensa jamás han podido responder a una sola de estas preguntas. La práctica de la mentira no les perturba. Dentro de diez años habrá todavía en Bruselas un periódico u otro para volver a sacar esa invención. ¿Y qué hacer? Los periódicos son tabúes. Toda replica que envíe pasa al cesto de los papeles. Ni un solo periódico belga, ni una sola revista, me dejaron nunca replicar en sus columnas. Su miedo resulta casi divertido. Advierto no solo la confesión de su mala fe, sino también de su impotencia. ¿Esos son hombres? Tan magníficos millones no existieron nunca, ni en Suiza ni en ninguna otra parte. Por el contrario, lo que sí fue real, y puedo revelarle hoy, es que durante la guerra hubo diversas tentativas del bando aliado para atraerme. Así, en 1942, al volver del Cáucaso, y por mediación de una cuñada de Jean Carton de Wiart, la marquesa de Leyde, los norteamericanos me propusieron que fuera a ver a dos emisarios suyos a su consulado general de Barcelona. A tal efecto ponían dos pasaportes a mi disposición. ¿Pensaban quizá en rehacer conmigo la alianza del Almirante Darlan en Argel, cuando tan vivamente deseaban echar a De Gaulle de las cuadras londinenses? ¿Sospecharon Pierlot y Spaak alguna vez en aquella época que, a su espalda, sus grandes aliados buscaban establecer conmigo, a sus expensas, una solución de recambio? Ahora su situación en el exilio parece bastante floreciente. Sin exagerar. Una vez liberado de mis servidumbres políticas, y libre para disponer de mi vida, he llegado a poseer en el exilio algunos bienes, un techo y, sobre todo, lo que me es indispensable en la vida: algunas obras de arte. ¿Cómo? Es muy sencillo: he trabajado duro. Durante diez años yo ofrecí gratuitamente mi vida al pueblo belga y luché por él con una obstinada energía, como jefe del Rex, sin cobrar nunca un céntimo de sueldo. En mi casa vivíamos únicamente de mis escritos y de los recursos familiares. En el frente no quise cobrar nunca mi sueldo. Durante toda mi vida política de líder siempre tuve cuidado de no ganar nada, bajo ningún concepto. Siempre he vivido estrictamente al día. Y entonces, ¿qué hay de sus recursos en España? Si toda mi vida de antes de 1945 la entregué sin restricciones y sin compensaciones a mi ideal, en el exilio he dado prueba de que, si lo hubiera querido, desde mi juventud, y con mi trabajo exclusivo, habría podido adquirir bienes considerables. Durante varios años, aislado de casi todo el mundo, perdido en un páramo de Sierra Morena, a 20 kilómetros del pueblo más próximo, solo pude servirme de un viejo teléfono de manivela para realizar mis primeras operaciones. Era casi pintoresco. Enseguida contribuía montar cerca del Guadalquivir una industria metalúrgica. Efectué también excelentes operaciones con algodón en Australia. Luego me hice constructor. Proporcioné techo incluso a cincuenta familias de una base americana.

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¿De una base norteamericana? Pues sí, y a la aventura no le faltó lo picante. Todos aquellos militares americanos querían fotografiarse a mi lado con mi guerrera y mis condecoraciones del frente del este. Asistieron en masa a las bodas de dos de mis hijas, a las que llevé al altar con todas mis cruces gamadas al viento. La prensa internacional publicó, horrorizada, las fotos. ¿En conclusión? Vivo en el exilio con dignidad, gracias a mi trabajo. No me importa el dinero. Lo que me interesa, es poseer algunas obras de arte que me recuerdan que, desde hace siglos, que a los hombres les domina la pasión por la belleza. A menudo me levanto a medianoche para tomar en mis manos un pequeño bronce romano, o para soñar ante la cabeza de mármol de una Venus de cabellos ondulados como las olas del mar. O para emocionarme ante una pieza del siglo XV pintada por un primitivo flamenco. Yo quisiera ver a aquellos que me han mancillado tan a menudo, ante un exilio tan duro como el mío, sin un céntimo al iniciarlo, sufriendo aún por mis heridas, acosado por todas partes, teniendo que llevar una vida increíble, obligado durante mucho tiempo a pasar de un refugio a otro. Quisiera verles crear con su esfuerzo lo que yo he creado, en un país extranjero, a fuerza de exprimir el jugo de mis meninges y trabajando duramente más de doce horas diarias.

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“Según los periódicos belgas, había depositado millones de francos. Los había guardado allí en espera del fin de las hostilidades, e hice que los transfirieran a España después de 1945. De ahí el confort que disfrutaba. Lo mismo que no tuve ni un franco en ningún banco belga, nunca conté, ni durante la guerra ni después de ésta, con un solo franco en Suiza. Ni directa ni indirectamente. Treinta años después se sigue repitiendo esa bobada de los millones suizos. ¡Y con qué seguridad! Pero nunca se explicó nada al respecto. Si alguien hubiese estado enterado de algo hubiera facilitado alguna precisión: cómo se realizo la transferencia a Suiza, por quién, cuándo, a cuánto ascendía la cantidad depositada, en qué divisas, por qué canal bancario. ¡Nada!” (Léon Degrelle)