Los cuatro elementos: tierra

Desde el punto de vista físico, el elemento tierra, que representa a todos los objetos sólidos que hay en el planeta, tiene las características de este estado: guarda una forma y un volumen propios; al parecernos más denso que los líquidos y los gases, da una sensación de pesantez y contundencia; también puede asociársele dureza y, en algunos casos, maleabilidad. A un objeto sólido, y esto es importantísimo para el arte, puede cambiársele de forma. Por ejemplo, una piedra, debidamente tallada, puede adquirir la forma de una esfera, de una manzana o de un cuerpo humano. Una vez transformada, si no se manipula más, conservará su nueva forma eternamente. Desde el punto de vista psicológico, el elemento tierra tiene muchos significados que se derivan tanto del hecho de representar al estado sólido, como de su propio nombre, que es el mismo con el que denotamos al planeta donde vivimos, así como de ser la palabra que nombra al suelo donde estamos parados y de donde obtenemos nuestros alimentos. De esta forma, la naturaleza sólida del elemento tierra, como se dijo antes, nos provoca una sensación de gravidez y de contundencia, pero también de permanencia e inmutabilidad; de reposo e inmovilidad; de fortaleza y resistencia. Como el planeta en que habitamos, la Tierra nos provoca 188

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una sensación de pertenencia, de ser el hogar que compartimos todos: una enorme y hermosa esfera azulada que gira impertérrita en torno al deslumbrante Sol; también nos causa una sensación de permanencia: la Tierra, así como ha existido desde mucho antes de que apareciéramos sobre ella, seguirá existiendo cuando no quede huella del género humano sobre su corteza. Como la superficie seca del planeta, la tierra tiene sus significados más vastos y complejos. Antes que nada, el suelo que pisamos, la tierra, es lo que nos sostiene en pie y sostiene a nuestras casas, las cuales, a su vez, están hechas de esa misma tierra o de los objetos que reposan en su superficie; la tierra, entonces, es apoyo y es morada. Además, la tierra nos da el sustento, al brotar de sus entrañas las plantas que nos alimentan y alimentan también a otros animales que comemos. La tierra, pues, nos da la sensación de soporte, de fertilidad, de ser el lugar donde brota la vida; pero también es el lugar que recoge nuestros restos mortales, y los restos mortales de todos los seres vivos que deambulan sobre ella; los recoge en su seno descompuestos y los recompone para luego formar parte de ella misma: “polvo eres y en polvo te convertirás”, dice el proverbio bíblico, que bien podría replantearse como “tierra eres y en tierra te convertirás”. Por darnos cobijo y sustento; por brotar de su seno todo cuanto vive y por recoger en él a todo cuanto muere, asociamos a la tierra con la fertilidad, con el origen de la vida y con el destino de la muerte. Sus oquedades, que nuestros ancestros usaron como vivienda, nos recuerdan el útero materno, el tibio lugar del que salimos y, a su vez, la oscura tumba en que descansaremos para siempre. Así, vemos a la tierra como nuestra madre y, en general, la identificamos con el principio femenino. De ahí que en prácticamente todas las religiones se le haya representado como una diosa, como una mujer fértil y maciza, exuberante y promiscua. Es la madre Gea de los griegos; aquella que, instigada por los dardos de Eros, recibió el abrazo del 189

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cielo, Urano, para gestar en sus entrañas a los gigantes y titanes que serían padres de los dioses del Olimpo y abuelos de los seres humanos. También ella es la temible Coatlicue, la del faldellín de culebras, dadora de vida y muerte, engendradora del sagrado maíz y madre del furioso Huitzilopochtli, el dios patrón de los aguerridos mexicas. Desde el punto de vista estético, la tierra es la materia prima fundamental de las artes plásticas; con ella se hacen los objetos artísticos y sobre ella se plasman las imágenes pictóricas, que, a su vez, se elaboran con materiales derivados de la tierra. De hecho, el término “plásticas” se refiere a la ductilidad de este elemento, que le permite tomar innumerables formas. Por otra parte, la tierra, como diosa madre, ha inspirado infinidad de obras de arte, tanto escultóricas y arquitectónicas como pictóricas; otro tanto le ha ocurrido como la superficie seca del planeta, que se ha visto retratada en un sinfín de bellísimos paisajes.

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Los cuatro elementos: agua

El elemento agua representa a todos los líquidos que hay en el planeta y manifiesta, en consecuencia, las propiedades físicas de ese estado: tiene un volumen propio, pero no una forma propia; tomará la del recipiente que lo contenga. Es un fluido: sobre una superficie sólida, se extenderá uniformemente en todas direcciones formando un charco redondeado; su fluidez hace que pueda desplazarse de lo alto a lo bajo de una superficie inclinada de tal manera que, formando una especie de hilo, puede estar simultáneamente en todos los puntos de su recorrido. Si cae a través del aire, formará un chorro continuo, pero si sólo cae una minúscula fracción de líquido, tomará la forma de una esfera perfecta en el aire: una gota. Los líquidos tienen una propiedad física que es fundamental para las artes plásticas, especialmente para la pintura: son capaces de disolver algunos cuerpos sólidos, esto es, pueden formar, con los sólidos en forma de polvo o cristal molido, mezclas homogéneas que conservan las propiedades de los líquidos, pero con algunas características del sólido, el color o la densidad, por ejemplo. En términos psicológicos, prácticamente todas las sensaciones que nos provocan los fluidos se derivan del líquido que 191

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le da nombre al elemento clásico: el agua. El agua nos sugiere transparencia, ligereza, fluidez, pureza, frescura y, sobre todo, vida. El agua nutre a las plantas y sacia nuestra sed. Desde siempre la hemos asociado con la limpieza. No hay cultura humana que no haya desarrollado un rito de ablución o de bautismo con el agua. Pero el agua también conforma las lluvias, los ríos, las lagunas y los mares, y, con ellos, nos provoca sensaciones encontradas de vértigo y remanso, de movimiento continuo y de reposo absoluto, de una fuerza incontrolable y de una inmensidad imposible. Para darnos una idea de la grandeza de Dios, los teólogos medievales sugerían la siguiente imagen: “en los pliegues de sus párpados caben todos los mares océanos”. El agua está arriba y está abajo: cuando hay una sequía severa, volteamos nuestra vista hacia arriba y la buscamos afanosos en el cielo en busca de las anheladas nubes que la contienen; o bien, perforamos la tierra, porque tal vez allá abajo, en sus entrañas, se encuentre un pozo cuya fresca agua podrá saciar nuestra sed y empapar nuestros campos. Por otra parte, el agua es el único de los cuatro elementos que podemos encontrar en los tres estados físicos: como gas en el vapor que se condensa en las nubes, como líquido en los ríos, mares y lagos, y como sólido en la cumbre de las montañas más altas y en las desoladas regiones de los casquetes polares. Tal vez por eso, Tales de Mileto, un antecesor y maestro de Empédocles, propuso al agua como el elemento primigenio. Como sea, esta versatilidad del agua nos provoca una sensación de cambio y transformación muy especial. Además, la naturaleza líquida del elemento agua nos hace identificarlo con la sangre, el líquido vital por excelencia que desde siempre nos ha producido fascinación, respeto y temor a veces. Dada su importancia toral para que haya vida, el hombre, por lo menos desde que se volvió sedentario y estableció un vínculo de dependencia aún más estrecho con este líquido, lo 192

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ha venerado a través de infinidad de deidades asociadas a él, muchas de ellas representadas en hermosas esculturas y pinturas, como el poderoso Neptuno, señor de las aguas mediterráneas, o el impasible Tláloc, dador de todas las aguas del Anáhuac.

Jiutepec, Mor., 21 de julio de 2007

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Los cuatro elementos: aire

El aire es un gas y, como tal, no tiene forma ni volumen propio, adquirirá aquellos del recipiente que lo contenga. Por eso, paradójicamente, aunque nos dé la sensación de vacuidad, el aire es el único de los tres elementos que llena absolutamente todo el espacio que lo contiene: en un objeto sólido o líquido, es posible distinguir al objeto del espacio donde se encuentra; el aire, en cambio, no permite que ni una sola porción de ese espacio quede sin su presencia. El aire es ligero, incoloro, inodoro e insípido. Es mucho más fluido que cualquier líquido y su densidad es muchísimo menor que la de cualquier líquido o sólido. Ya desde la Antigüedad se sabe que cuando están juntas dos o tres sustancias con diferentes densidades y que no pueden mezclarse unas con otras, la menos densa se acomodará arriba. Por eso el aire siempre está arriba. Tan ligero es, que nos parece que ni siquiera la gravedad terrestre es capaz de atraparlo. Pero sabemos que no es así: el aire está sujeto a la Tierra por acción de su fuerza gravitatoria. De hecho, el único lugar donde puede verse al aire separado del espacio es desde una nave espacial que viaje más arriba de la estratosfera. En cualquier otro sitio del planeta, jamás podremos ver separados al aire y al espacio. Esta capacidad que tiene el aire de llenar el espacio que lo 194

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envuelve hace que fácilmente identifiquemos al espacio con el propio aire. Por otra parte, el modelo microscópico de los gases señala que los átomos o moléculas que los conforman están muy separados unos de otros moviéndose al azar en todas direcciones. La palabra “gas” sugiere este desorden: la propuso el químico del siglo xvii, Jan Baptista van Helmont, y es el término que en lengua flamenca significa “caos”. Psicológicamente, al aire, como a la tierra y el agua, lo asociamos con la vida, aunque de una forma más sutil: como aliento, como esa sustancia intangible que llena nuestros pulmones discreta, pero continuamente a lo largo de nuestra vida, y que se va con ella en nuestro último suspiro. La sutileza del aire hace que lo asociemos con lo abstracto e inmaterial. Si el alma, el espíritu y el aliento vital mencionado arriba tuvieran una esencia física, ésta sería el aire. El aire es de tal ligereza que nos recuerda el vacío. Cuenta Kant en una soberbia parábola que alguna vez un ave volaba muy alto, en un cielo límpido y sereno. El ave, contemplando el maravilloso panorama que le ofrecían sus ojos, planeaba sin esfuerzo en la inmensidad del éter. Una profunda sensación de libertad, de independencia colmaba su espíritu. Justo cuando estaba más arrobada en sus sensaciones, una súbita racha de viento golpeó contra sus plumas. “Si no hubiese aire, pensó entonces, mi libertad sería absoluta”. Si no hubiese aire, por supuesto, el animal no podría volar. Ese sentimiento contradictorio de libertad, vacío y plenitud nos asalta continuamente con relación al aire: es espacio abierto y es vértigo; el aire nos invita a volar, a remontarnos a lo alto; en el aire, en las alturas, están las moradas de los dioses; más allá del aire, en el espacio, donde el aire es tan ligero que ya no es, se encuentran, impertérritas, las estrellas. Pero cuando el aire se mueve, cuando forma vientos furiosos, entonces su presencia nos aplasta y aterroriza. Lo más ligero se transforma en lo más contundente, capaz de derribar un 195

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edificio. Como el aire en reposo es la esencia del espacio, el viento es la esencia del movimiento. De hecho, para sugerir el movimiento en una ilustración dibujamos pequeñas líneas a los lados del objeto que supuestamente se mueve para indicar el viento que acompaña al movimiento. Como en el caso de la tierra y el agua (y también del fuego, como se verá más adelante), al aire se le han asociado poderosas deidades, desde el temible Eolo, cuyos soplos guiaban a buen puerto a los marinos aqueos, o bien les impedía llegar a su entrañable Ítaca, hasta el mágico Ehécatl-Quetzalcóatl, con su tocado cónico y su máscara de pico de ave, desde donde soplaba los vientos dadores de la vida y de la muerte.

Jiutepec, Mor., 28 de julio de 2007

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Los cuatro elementos: fuego

El fuego es el único de los cuatro elementos que no corresponde a una manifestación de la materia. Representa, más bien, lo que complementa a la materia en el mundo físico: la energía. Para la física clásica, la materia sin energía no tendría posibilidad de manifestarse y la energía sin materia sería imperceptible. Albert Einstein fue aún más lejos: afirmó que la materia, manifestada como masa pesante, y la energía son una y la misma cosa; son todo lo que compone el universo. La teoría de Einstein predecía que un poco de materia contiene cantidades ingentes de energía; o bien, que se requieren magnitudes enormes de energía para conformar un ápice de materia. Tristemente, las bombas que explotaron en Hiroshima y Nagasaki demostraron que las ideas del sabio judío alemán eran correctas. El fuego que estamos acostumbrados a ver es el producto de la combustión (oxidación vigorosa) de una sustancia orgánica que se manifiesta como luz (la flama o la llama) y calor. En términos más precisos, es la energía que libera la reacción química entre el carbono y el oxígeno. Aunque no es un objeto material, el fuego puede verse y puede sentirse. De hecho, al mismo tiempo que el fuego es el resultado de una interacción química, puede ser el causante de muchas transformaciones químicas o físicas. El fuego que pro197

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duce el gas en las hornillas de una estufa, por ejemplo, puede transformar a los alimentos que se cuecen sobre ella para hacerlos comestibles y sabrosos. La acción del fuego, del calor, puede trasformar a un sólido en líquido y éste, a su vez, en gas. Curiosamente, la fuente de luz y calor más poderosa e importante de que disponemos no se encuentra en nuestro planeta; se encuentra a más de ocho minutos-luz de él, en el Sol. El astro en torno al cual giramos es una inmensa bola, no exactamente de fuego, pero sí de una forma de materia y de energía que instintivamente relacionamos con este elemento. El fuego produce sobre nuestra psique una amplia variedad de sensaciones y percepciones. Desde que nuestros ancestros lograron domesticarlo, nos ha acompañado a lo largo de nuestra saga por el planeta. Brinda calor, cobijo y protección; en torno a él establecimos nuestras casas; en realidad, la palabra “hogar” proviene del término latino focaris, que quiere decir “fuego”, “hoguera”. El fuego, como los otros elementos, también nos sugiere vida, pero de una forma dinámica, casi violenta. Asimismo, vemos en él la forma más drástica de purificación, al tiempo que, en su acción, la prueba definitiva de la pureza. Al fuego no puede engañársele: sólo el oro puro no dejará residuos cuando se somete a él. El sentido purificador que atribuimos al fuego es el que lo lleva a asentarse en las lúgubres cavernas del purgatorio. Contra lo que pudiera pensarse, las luengas llamas que abrasan a los pecadores no están allí para causarles dolor, sino para limpiar las inmundicias de sus almas. El fuego es tan próximo a la pasión que puede confundirse con ella: “ardo de deseo”, decimos al ser amado, o bien “mi corazón es una hoguera”, o parafraseando al gran Quevedo: “tu amor incendió mi cuerpo, y las cenizas que dejó siguen enamoradas de ti”. Nadie que contemple una hoguera o una simple candela 198

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puede escapar de la singular sensación que produce la imagen de las llamas en nuestra mente. Cuando son grandes y violentas, nos invitan a imaginar; cuando son débiles y tenues, nos invitan a ensoñar. Asociamos al fuego con el conocimiento: es la chispa que lo enciende; por eso se dice que los dioses del Olimpo castigaron al gigante Prometeo: al darles el secreto del fuego a los humanos, la sabiduría ya no fue privativa de los dioses; lo mismo hizo el sabio Quetzalcóatl con los habitantes del Nuevo Mundo. Espero que ese fuego que nos dieron los dioses (o la evolución) no termine por incendiar a nuestra especie.

Jiutepec, Mor., 4 de agosto de 2007

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