LOS COLORES DEL TASSILI Todo ocurrió de la noche a la mañana. Nunca se había visto nada semejante en la remota y fértil meseta de Tassili. Al principio, todos evitaban acercarse. Un paralizante miedo fue lo primero que les invadió pero, al cabo de tres semanas, los más osados, lanza en mano, ya se acercaban a unas decenas de metros de aquellas esferas parpadeantes de luz y color. No pasaron más de dos meses. A pie, junto a sus bestias, venidos de lejos, de aldeas invisibles en el mapa, acudían temerosos y desconcertados los curiosos y los supersticiosos, los niños y los ancianos, las mujeres y los jefes tribales, los brujos y los guerreros. Todos ellos llegaban a cientos, como nunca antes se recordaba. Primero llegaron los Turkana, con sus rebaños de cabras y sus enormes y llamativos collares multicolores, ocultando y adornando sus esbeltos cuellos. Más tarde, los Mursi, con sus cuerpos pintados de múltiples tonos de negros y rojos, a través de los cuales, expresaban tanto su estado de ánimo exaltado y temeroso a lo desconocido como su recelo hacia aquellas luces insólitas e enigmáticas de las que habían oído hablar semanas antes. Días después, aparecieron los Himba, untados de manteca y hierbas secas que los convertían en ocres figuras, confundiéndoles al caminar entre sus yacarés y vacas watusi, de enormes cornamentas y generosas en leche. Los Surma, con sus platos de argila en los labios y orejas, junto a los Dinka, grandes pescadores venidos de la lejana costa de Ananguat, con sus cabezas rapadas y dientes parcialmente arrancados. Los Samburu, grandes artesanos del

sur y los Daasanach, exiliados de varias y distintas tribus del oeste, dedicados exclusivamente a la agricultura y la caza. Estaban casi todas, algunas de ellas, enemigas acérrimas desde tiempos mucho más primitivos. Éstas, evitaban acampar próximas unas de otras, para esquivar posibles disputas entre sus miembros más jóvenes e impetuosos. Al principio, se concentraban todos en grupúsculos según las tribus a las que pertenecían y a estas, se iban sumando progresivamente aquellos nuevos miembros que llegaban de otros lugares dispersos, también llamados por aquel turbador suceso. Como la paleta de un pintor antes de comenzar su cuadro, se diferenciaban, acampados uno a uno, los tonos que adornaban el cuerpo y los rostros de cada tribu, separadas unas de otras, como si entre ellas existiesen fronteras invisibles e imaginarias. Formaban así un gigantesco y ancho anillo polícromo, sentados o en pie, de rodillas o tumbados, presenciaban aquel fulgente y extraordinario acontecimiento que había surgido de la nada, en medio de la nada. Se acomodaban y reunían, siempre a una distancia lo suficientemente prudencial como para no sentirse amenazados. Rooibos humeantes en mano, varas bajo el brazo, esperaban la noche sentados en el suelo con sus brazos escuálidos sobre las rodillas, porque en la noche las luces eran tan mágicas como las estrellas naciendo en el cielo al atardecer, abriéndose a la oscuridad, multiplicándose, llamándose todas a aparecer y ocupar su ancestral lugar. Cuando se cernía la oscuridad, el silencio envolvía el lugar. Guardaban silencio durante algunos minutos, tan solo se dejaba escapar el mugido de una

vaca, el cantar nocturno de los Kakapos o los alaridos de los bonobos al caer el sol, pero el resto, era silencio. Al cabo de un rato, el silencio era roto por el crepitar de las incipientes hogueras que daban paso a diseminados susurros, convirtiéndose estos, poco a poco, en sonidos, en palabras dispersas que iniciaban moderadas y sigilosas conversaciones. Decenas de dialectos y lenguas que, en un ir y venir frenético de ideas y pensamientos, cobraban vida, rompían leve pero ininteligiblemente la noche. Mientras tanto, las luces de aquella esfera ovoide se encendían y se apagaban siempre al mismo ritmo, repitiendo siempre un patrón de colores y pausas, uno tras otro, sin demoras ni atropellos, como un mensaje oculto que se pronunciaba durante horas y así, durante días y más días. Como es de suponer, nadie alcanzaba a entender nada pero no se aburrían del misterioso espectáculo. Nadie se atrevía a marcharse y regresar a sus labores y obligaciones. Nadie se atrevía a abandonar aquel lugar en torno a aquellas inexplicables luces. Era demasiado bello, demasiado hipnótico y cautivador. En torno a un fuego amable, se reunían todas las noches los ancianos para compartir sus sueños y premoniciones. A veces, después de largas dialécticas, se giraban a las luces y enmudecían durante horas para contemplar el majestuoso y enigmático espectáculo. Aquellas luces les estaban diciendo algo, el aire bailaba indescifrable, y ellos sabían que algo cambiaría para siempre. Mientras tanto, de manera casi indiferente, cada persona allí presente, era otro color que caminaba. De aquellos negros cuerpos, brotaban verdes y azules, rojos y blancos, afeites y pinturas corporales que desteñían las sombras que se

cruzaban fundiéndose en la noche frente a aquellas luces y frente a sus piras, como una estridencia sincrónica de colores y de movimiento que se fundía en una sola magia desconcertante y se proyectaba viva, en las paredes areniscas del lugar. Era demasiado íntimo, demasiado profundo. Aquel lugar se convirtió pronto en el lugar donde la vida se aturdía en un dolor existencial que les invadía y no llegaban a comprender. En otras ocasiones, disertaban sobre ello casi susurrando, mientras compartían la carne y la leche que las mujeres les servían. En un ingente e incesante ir y venir de preguntas y dudas, el sueño les asaltaba sin ninguna respuesta. Solo añadían más incertidumbre a las insondables incógnitas de las noches anteriores. Entre los hombres jóvenes menos exaltados y más meditabundos, empezó a reinar la curiosidad por aquellas pequeñas concentraciones de ancianos y, poco a poco, el círculo empezó a ampliarse en torno a ellos. Alguien dijo una noche: -Guardad silencio, hay más sabiduría escuchando que hablando-.Lo cual cohibió durante días la intervención de gente más joven que solo escuchaba lo que allí se decía o lo que allí se interpretaba. Todos se mantenían ocupados durante el día. Los brujos ensayaban bailes y los guerreros colaboraban en las coreografías. Mujeres y jóvenes tallaban máscaras para la ocasión que luego eran pintadas con múltiples colores representativos de todas las tribus que allí se congregaban, todo ello, bajo la estricta supervisión de los chamanes.

Los sabios ancianos, pertenecientes a cada una de las tribus, conocidos entre ellos de otras épocas remotas de encuentros casuales o comerciales, apenas descansaban, dormían unas pocas horas, con el fin de regresar lo antes posible a sus deliberaciones sobre aquellas luces. -Esta claridad no es molesta, es como mirar al sol sin quemarse- decía uno. -Sus sombras sin cabeza bailan al caer la noche- opinaba otro. -Sus luces son como sus sombras, no dejan ver a través- comentaba otro. - Nuestra deidad Olorum habla una lengua extranjera. Solo debemos observar y escuchar, no es necesario entender -dijo el más anciano de los allí presentes añadiendo: - El abuelo de mi abuelo le contó una antigua historia, mi padre me la conto a mí. Esto ya ocurrió en tiempos remotos en otros lugares. En el lejano TanZumaitak, sucedió también en la región aislada de Azyefú. Allí, los mayores llevaban a los muchachos jóvenes para el aprendizaje de las cuevas. En ellas, sus antepasados les legaron sus historias a través de las pinturas que adornaban sus paredes. -Debemos hacer lo mismoY todos asintieron. Así, un grupo reducido de ancianos y chamanes, con la ayuda de algunos jóvenes, empezaron a preparar tintes macerando hojas, resinas, jugos de plantas y flores que a su vez, eran mezclados con minerales, tierras, cenizas, insectos y moluscos. Una vez conseguida una buena gama de tonos, entraban en las múltiples

cuevas y abrigos del gran laberinto rocoso del Yabbaren y, día tras día, plasmaban aquel momento único. Con pequeñas espinas, huesos y pelos de animales, iniciaban una asombrosa historia que nunca sería olvidada. Tuvieron lugar las primeras danzas. Por la noche, saltaban y bailaban en torno a las luces rindiendo el tributo de la unión, de la unión que allí se había labrado durante el tiempo que habían convivido juntos en aquel lugar.

A las danzas y tambores noctámbulos les seguían sacrificios diurnos de animales, trueques, uniones entre miembros de diferentes tribus, acuerdos tribales, intercambio de ungüentos, remedios y bálsamos.

En el transcurso de esas frenéticas horas, otra mañana asomaba, una vez más, entre las montañas del Yabbaren; otras luces, parpadeaban despertándose y, con ellas, aquel inquietante lugar se mostraba en todo su esplendor. Las antorchas, consumidas y fatigadas, emergían también de las cuevas al amanecer habiendo cumplido su propósito. Los chamanes, exhaustos y doloridos, surgían tras ellas cubiertos de colores y tiznes tras horas de perfilar sus relatos. Los primeros y dispersos rayos de luz solar empezaban a invadir las sombras y las tinieblas de la noche en un ancestral espectáculo, cotidiano y único desde siempre en su esencia y, poco a poco, lo iba envolviendo todo con su cálido aura: las flores, los objetos, los hombres que allí yacían. En ella, todo se unificaba. La luz del sol hacía nacer las cosas, sus colores, en un armonioso recorrido de variados y veleidosos matices. La luz traía a cuestas el color. Y parecía que los colores despertaban jugando entre la fluida y luminosa atmósfera en móviles efectos de luz y de sombra, hasta posarse sobre las cosas. Amarillos, en el corazón

de la Masdevalia y en los pétalos de la Tigridia, en cuyo centro se posaba el ardiente naranja; rojo, en las túnicas que arropaban a los Dinka; azul, sobre los lirios que bordeaban el arroyo; verde sobre los frescos helechos, las hojas de los árboles, los tallos de las plantas, celeste, sobre el inmenso cielo. Todo se hacía visible en el intenso olor de las abundantes retamas, como en una sinfonía sin batuta, con esa leve brisa matinal que acariciaba los cuerpos aún dormidos. Y en medio de aquel espectáculo habitual pero portentoso, estaba aquel extraño objeto que atenuaba su luz como sobrecogido por el amanecer del mundo.

Ocurrió de la noche a la mañana. Nunca se había visto nada semejante en la remota y fértil meseta de Tassili. Todos salieron despavoridos. Los ancianos permanecieron. Lo esperaban. Lo habían visto en sus sueños. Esa misma noche, unas figuras surgieron de las luces. ----------------La inmensa zona de desfiladeros presagiaba toda clase de riesgos pero Henri Lhote jamás retrocedió un solo paso. Quería cumplir su sueño a toda costa. Un accidente que casi le condena a la paraplejia y la guerra con la Alemania nazi, habían truncado sus intentos anteriores pero, esta vez, era real. Estaba allí. La víspera de la partida, su mirada se perdía, temblorosa y turbada entre las dunas y los mapas, en ese paisaje indefinidamente repetido hasta más allá de donde alcanzaba la vista, siempre borrosa por el asfixiante calor que secaba hasta las lacerantes lágrimas aún no derramadas por el inminente esfuerzo. Pero su mirada se confundía obsesionada aun más en un pasado remoto y olvidado.

Dejaron atrás el mundo. La sed, siempre estaba presente, su fiel y torturadora compañía, recordándole a cada momento lo que debía olvidar y lo que debía, sin embargo, aun soportar en su búsqueda. Apenas podía ver más allá de los tres meses de expedición que tenía aun por delante en el peligroso desierto del Sahara. Los días eran agotadores y, a partir de la ciudad argelina de Djanet, empezaron a aparecer los primeros desfiladeros en las montañas. Cada respiración se convertía en un abrasador jadeo que penetraba en la carne consumiendo la vida mientras, en el interior de sus cabezas, se componían esperanzas en forma de oasis, pequeños edenes imaginarios que salpicaban los inmensos arenales colocados caprichosamente, como casualidades entre todas sus penurias. Las bestias, extenuadas, se desplomaban con el aliento cortado por el esfuerzo. Las rampas, cada vez más empinadas, y la mole de pedruscos se iban haciendo más imponentes. Un pequeño e incesante reguero de gotas de sangre revelaba los cortes en las pezuñas de sus camellos debido a los afilados guijarros. Después de incontables esfuerzos, la árida meseta de arenisca de Tassili, con sus desfiladeros angostos como callejuelas, como en una ciudad de pesadilla, empezaba a revelarles increíbles sorpresas: cuevas, acantilados, abrigos en las rocas y en cada laberinto de roca, dispersas, un hallazgo delirante y sobrecogedor: miles de millares de antiguas pinturas sobre sus paredes y techos: cazadores, arqueros, grandes escenas de la vida cotidiana, pequeñas gacelas, jirafas, avestruces, elefantes, bueyes, yacarés e incluso hipopótamos.

Después de explorar la región durante semanas, la variedad de estilos y de temas superpuestos en la infinidad de imágenes que se les iban revelando en aquel lugar, les dejó literalmente estupefactos. Pero Henri Lothe nunca imaginó lo que vendría después. Una mañana, dejándose llevar por algo más que la voluntad, conscientes pero con la mente ausente, avanzaban lentamente en el silencio mágico y abrasador de los pasillos entre cúpulas de areniscas, alzándose como gigantes mudos, cuando algo sin precedentes, les dejo literalmente trastornados. Sus gemidos, ahogados, continuaban cuando abrió los ojos llorosos y comprobó que no soñaba. Entre tropiezos, Henri Lothe llegó a ellos, confirmando que no se trata de una ilusión, como tantas otras que hubo y se esfumaron. Seres descomunales y amenazantes figuras se les mostraban en pinturas desconcertantes e inmensas de diez mil años de antigüedad. Imposible reprimir los gestos de admiración entre aquel caos salvaje e impresionante de seres extraños, objetos imposibles de otros mundos y multitud de historias fantásticas que resurgían del olvido, les envolvían y les hablaban de hechos fabulosos a través del tiempo. Aquellas pinturas eran como abrazos de agua recorriendo su piel sedienta en una profunda caricia de un privilegiado artista sin nombre, vetusto, desaparecido. Henri sentía ese escalofrío recorriéndole la espína dorsal como sentir un viento que no viene del aire. Anochecía. El sueño vencía ayudado por el intenso agotamiento. En ese lugar tampoco existían noches en vela. El alma del explorador, ya calmada,

reposaba, casi levitando, observando lejanas estrellas ya extinguidas, pero cuya luz todavía se dejaba ver en sus retinas, recordándole que, una vez, existieron. Henri Lothe abandonó las cuevas con sus pupilas rabiosas de colores, mente y alma colmadas de las historias de lo que allí aconteció hace milenios. Viajo miles de años atrás y nunca más pudo regresar. Todavía hoy, en la meseta de Tassili n’Ajjer, esas historias permanecen imborrables en la roca del macizo argelino.