LIBERTAD RELIGIOSA, DIGNIDAD HUMANA Y DERECHOS HUMANOS

LIBERTAD RELIGIOSA, DIGNIDAD HUMANA Y DERECHOS HUMANOS Francesco D’Agostino Director del Departamento de Historia y Teoría del Derecho, Universidad de...
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LIBERTAD RELIGIOSA, DIGNIDAD HUMANA Y DERECHOS HUMANOS Francesco D’Agostino Director del Departamento de Historia y Teoría del Derecho, Universidad de Estudios de Roma "Tor Vergata", Roma

1. Empleamos palabras y expresiones consolidadas y muchas veces no nos damos cuenta de que están gastadas o de que han cambiado de significado. Tenemos (solo a veces y muy raramente) ideas nuevas y con frecuencia nos hacemos la ilusión de que podemos comunicarlas con el léxico que nuestra tradición lingüística nos ha transmitido. El lenguaje en estos casos es una verdadera y auténtica jaula de la que deberíamos liberarnos. Bien lo sabía Montesquieu, cuando escribió, al comienzo de su obra maestra, El espíritu de las leyes: J’ai eu des idées nouvelles; il y a bien fallu trouver de nouvaux mots, ou donner aux anciens des nouvelles acceptions. 2. Quien quiera hablar hoy de libertad religiosa tiene que saber que ni el concepto actual de libertad ni el de religión religiosa se corresponden con los usos ligüísticos tradicionales y consolidados. Hasta comienzos de la época moderna el concepto de libertad religiosa no se vivía ni se discutía. La identidad religiosa de los individuos coincidía con la de los pueblos a los que pertenecían y la profesión religiosa de un pueblo o bien se traducía (por así decirlo) al imaginario religioso de otros pueblos (como hicieron muy acertadamente los griegos con la religión de los egipcios y después los romanos con la de los propios griegos) o bien se consideraba sustancialmente irrelevante y, por consiguiente, tolerable. La impiedad se consideraba universalmente como un crimen, si bien se castigaba muy raramente, e incluso en estos casos muchas veces inoportunamente, como lo demuestra la condena de Sócrates. 3. El problema de la libertad religiosa pasa a ser un problema teorético importante cuando aparece en la historia, con el judaísmo, la exigencia monolátrica primero y posteriormente monoteísta; exigencia por otra parte de poca relevancia al principio, por el carácter esencialmente étnico y por consiguiente cerrado de la fe de Israel. El cristianismo toma del judaísmo, con resolución, la exigencia monoteísta, pero –al contrario que el judaísmo– la lleva hasta el extremo. Los cristianos pretenden que su religión se reconozca, no solo como una religión verdadera, sino como la única religión verdadera. Todas las demás divinidades que poblaban el panteón politeísta de la antigüedad resultan inevitablemente negadas al no existir, y además, se las rechaza por ser falsas y mentirosas (por usar la expresión que el Dante Alighieri pone en boca de Virgilio en la Divina Comedia – Infierno, I.72). Existe un único Dios, que en Cristo envía a

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sus discípulos a bautizar a todas las gentes y a llevarles, por este camino, la única salvación auténtica: Quis crediderit et baptizatus fuerit salvus erit; qui vero non crediderit condemnabitur (Mc 16, 16). 4. No debe sorprendernos, por tanto, que a través de las dinámicas propias de la historia se haya impuesto en la Iglesia el principio extra Ecclesiam nulla salus y que, por consiguiente, se haya hecho pesar sobre la Iglesia una carga muy particular: hacerse garante de la verdad, traicionada objetivamente por quien profesara una confesión no cristiana (con independencia de la buena o mala fe de los creyentes). En la doctrina católica tradicional, solamente la conciencia objetivamente verdadera posee la plenitud de la libertad; a la conciencia errónea (independientemente, repito, de su buena fe) se le puede reconocer una libertad interior, pero no exterior, esto es, capaz de manifestarse y obrar en el plano social, dado que la dimensión exterior de la libertad a la fuerza tiene consecuencias en otros sujetos, induciéndolos al error o exponiéndoles indebidamente a semejante riesgo. La conclusión de este paradigma, teóricamente irreprensible, pero limitado precisamente por el hecho de ser exclusivamente teórico y doctrinal, era que solamente la Iglesia católica y sus miembros podían reivindicar con pleno derecho la libertad religiosa. El tratamiento que se debía dar a las religiones y a las confesiones no católicas no podía enraizarse en la categoría de la libertad; según el grado del error que podía manifestarse en ellas se podía considerar justificada, o directamente necesaria, una actitud represiva o se podía, finalmente, según el contexto, adoptar una actitud de mera tolerancia, cuando la represión podía producir un mal mayor que el bien que cabía esperar lícitamente de ella. 5. La Iglesia católica llegó tarde, sin duda, en su reconocimiento de la libertad religiosa como un derecho fundamental, el 7 de diciembre de 1965, con una de las declaraciones más importantes del Concilio Vaticano II, la Dignitatis Humanae. No es este el lugar indicado para valorar si esta célebre declaración tiene un carácter más pastoral o teológico, o viceversa; es un dato real que el documento afirma que la Iglesia reconoce y proclama que la libertad religiosa hunde sus raíces en la Revelación. En la que probablemente sea la interpretación más auténtica de la Dignitatis Humanae, el mensaje enviado por Juan Pablo II el 1 de septiembre de 1980 a los jefes de estado firmantes del Acta final de la Conferencia de Helsinki sobre la seguridad y la cooperación en Europa de 1975, se observa que el contexto sociopolítico actual es el que pone de manifiesto que la libertad de religión es un derecho primario e inalienable de la persona y que constituye la razón de ser de las demás libertades. 6. El pensamiento liberal había llegado ya en 1600 a otorgar a la libertad religiosa el estatuto de derecho fundamental, tras el final de las guerras de religión; institucionalmente se encuentra en 1787, en el primer artículo del Bill of Rights americano (Congress shall make no law respecting an establishment of religion or prohibiting the free exercise thereof); en 1789, en el art. 10 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (Nul ne doit être inquiété pour ses opinions même religieuses, pourvu que leur manifestations ne trouble pas l’ordre public établi par la loi) y, finalmente, en la gran Declaración

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universal de los derechos humanos aprobada por la ONU: Everyone has the right to freedom of thought, conscience and religion; this right includes freedom to change his religion or belief, and freedom, either alone or in community with others and in public or private, to manifest his religion or belief in teaching, practice, worship and observance. Es inútil citar los textos de casi todas las constituciones liberaldemócratas del siglo XIX, que se mueven en la misma dirección: todas ellas incluyen el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales en general y de la libertad religiosa en particular. Da la impresión, por tanto, de que, al reconocer el derecho a la libertad religiosa en 1965, la Iglesia ha llegado tarde y de que se ha colocado, con muy poca originalidad, en un camino abierto por otros mucho tiempo atrás. Las cosas, sin embargo, si bien son así desde un punto de vista cronológico, no lo son en absoluto desde un punto de vista temático. La libertad religiosa reconocida y promovida por la Iglesia no se corresponde, salvo en parte, con la reconocida y promovida por el pensamiento de las constituciones liberales modernas. 7. Si se hace un análisis teorético riguroso, el modo típico en que se piensa, proclama e institucionaliza la libertad religiosa se caracteriza por un significativo reduccionismo, resultado coherente de la insuficiente antropología que caracteriza todo el pensamiento individualista moderno. Si se piensa en la libertad religiosa, esto es, el “sagrario” de la conciencia, como un oráculo de la verdad y no como un órgano suyo (en las útiles palabras de Robert Spaemann, tomadas por Joseph Ratzinger), la modernidad ha abandonado, por así decirlo, la conciencia a sí misma y ha hecho de la libertad religiosa una dimensión inaccesible, recóndita, misteriosa y, sobre todo, indiscutible de la subjetividad. Al separar radicalmente la cuestión teórica esencial, esto es, cómo valorar las exigencias de verdad de la religión, revocando sin más que cualquier religión pueda mantener seriamente tales pretensiones, el pensamiento moderno ha separado drásticamente el ethos de la religión del ethos del derecho; la religión se ha interiorizado, el derecho se ha exteriorizado; la religión obliga exclusivamente en el fuero interno, el derecho exclusivamente en el fuero externo; el reconocimiento, por parte del derecho, de la libertad religiosa adquiere el valor de una delimitación de ámbito, que extiende el poder de las normas jurídicas sobre las acciones, abandonando el ámbito de las creencias interiores a la irrelevancia pública. Que de esta manera la religión siga siendo reconocida como una función pasa a ser a fin de cuentas una cuestión irrelevante para el derecho público moderno. Lo importante es que cada ser humano, a quien se reconoce el derecho fundamental a su fe y a su conciencia, se sienta vinculado por la obligación política de fiel obediencia al propio ordenamiento jurídico de referencia. 7.1. Todo lo dicho resulta aún más evidente si pensamos en las estrategias generalmente usadas en la modernidad para dirigir las desviaciones (¡con tal de que sean tolerables!) que podrían surgir de la adhesión confesional de los sujetos, alterando de forma más o menos significativa el orden social. El reconocimiento moderno de la libertad religiosa actúa no solo con la exclusión de normativas

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públicas de carácter coercitivo hacia estas desviaciones (con tal de que, repetimos, sean tolerables), sino, sobre todo, con la puesta en marcha de prácticas sociales capaces de prevenir situaciones conflictivas. Los ejemplos son variados: van desde la puesta en marcha de alternativas (se puede poner, al lado del matrimonio civil, el matrimonio religioso, al que también se le reconoce, con benevolencia, valor público) hasta la promoción de prácticas impersonales (por ejemplo, la inclusión en los menús públicos únicamente de alimentos considerados “puros” por todas las confesiones religiosas). Sin embargo, cuando las desviaciones se consideran intolerables, no se incluyen en el orden de la libertad religiosa. Así, por ejemplo –nos referimos exclusivamente al occidente cristiano– la pretensión de los padres de hacer circuncidar a su hijo varón (la pretensión de someterlo a una mutilación permanente, si bien mínima, prohibida de otro modo por la ley) se referirá a una obligación confesional y se incluirá por tanto en el derecho a la libertad religiosa, si bien practicada por un médico; por el contrario, la pretensión de hacer mutilar a una hija no se referirá a obligaciones de carácter formalmente religioso y en consecuencia se prohibirá y sancionará penalmente. La hipótesis más compleja, pero también más interesante, es la del reconocimiento al ciudadano obligado por los preceptos de su religión de un derecho especial a la auto-exención ante algunas obligaciones públicas muy puntuales (servicio militar, aborto, etc.). Estas formas de auto-exención se llaman hoy día objeción de conciencia, pero reciben este nombre indebidamente, porque quien las lleva a cabo, con la convicción de que magis oportet oboedire Deo quam hominibus (Act 5, 29), puede hacerlo sin pagar precio alguno. 8. Según lo que acabamos de decir, debería quedar claro por qué la reivindicación conciliar de la libertad religiosa, si bien se presenta en plena sintonía con la de matriz liberal, pertenece a un horizonte teorético muy distinto. Para el pensamiento liberal la libertad religiosa, y en general la libertad de conciencia, están en función de la libre construcción de la identidad individual, según las innumerables e indiscutibles potencialidades del yo. Como hemos dicho anteriormente, esta libertad religiosa no se incluye en el horizonte de la verdad, sino en el de la escisión entre la vida privada de las personas y los papeles que deben asumir en las sociedades complejas y que, por consiguiente, les plantean deberes irrenunciables. La libertad religiosa, en cambio, vuelve a ponerse en conexión directa, en los Padres conciliares, con la dignidad de la persona, entendida en sentido objetivo. 8.1. Leamos el texto del párrafo 2 de la Dignitatis Humanae: “Por razón de su dignidad, todos los hombres, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen la obligación moral de buscarla, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad. Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su propia

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naturaleza si no gozan de libertad psicológica al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa. Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición objetiva de la persona, sino en su misma naturaleza. Por lo cual el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella; y no puede impedirse su ejercicio con tal de que se respete el justo orden público”. 9. La referencia a la naturaleza humana como fundamento de la libertad religiosa pertenece claramente al paradigma iusnaturalista, dominante (aunque ya no es tan influyente como en un tiempo) en la teología católica. El carácter específico de los documentos conciliares no permite posteriores profundizaciones en esta indicación fundacional. Ello no impide que se pueda plantear legítimamente la pregunta de si el fundamento iusnaturalista de la libertad religiosa no es demasiado débil o demasiado equívoco para soportar un peso tan grande (como se podría suponer si se piensa que el pensamiento católico ha llegado muy tarde a adquirirlo). 10. Esta pregunta exige que la reflexión lleve a cabo un verdadero y auténtico cambio de horizonte: para responder adecuadamente la consideración iusnaturalista debe transformarse en una consideración antropológica. Aquí está el meollo de la cuestión. Si se entiende, como la Iglesia quiere entender, la libertad religiosa como experiencia humana, personal e irreducible, de búsqueda de la verdad, hay que reconocer que esta búsqueda no posee para el hombre el carácter de una libre posibilidad, sino el de un deber; y la verdadera naturaleza del hombre consiste precisamente en esto, en sentirse destinatario de un deber. 10.1.

Esta fórmula no puede explicarse adecuadamente en estas líneas, aunque es fácil señalar

que reasume eficazmente la sensibilidad religiosa de la tradición judeocristiana (retomada con profunda sensibilidad por Lévinas) y la estrictamente filosófico-racional de Kant. Afirmar que el hombre es el único ser de toda la naturaleza que puede sentirse destinatario de un deber implica afirmar que el hombre debe dar una respuesta a esta instancia de deber y que esta respuesta tiene que ser auténtica, es decir, libre, porque es exactamente esto lo que el deber exige del hombre, la asunción de una libre responsabilidad en el cumplimiento de sus preceptos. 11. Si existe la verdad, el hombre no puede considerarse exonerado del deber de perseguirla, de ponerse a su servicio, de anunciarla. En este sentido la fe, que en la doctrina católica es un don de Dios (o, si así se prefiere, un modo de manifestarse de su gracia) no puede entenderse en su absoluta gratuidad como un bien adquirible por parte del sujeto que lo recibe como un bien privado suyo; al recibir la fe el creyente queda investido al mismo tiempo de un deber, el de manifestarse digno de ella. La gracia de la fe, en otras palabras, no está vinculada a los méritos de quien la recibe (porque a los ojos de Dios, como observa el salmista, ningún hombre tiene méritos que obliguen a Dios a ocuparse de él), pero no por ello desciende sobre el hombre arbitrariamente: exige que el hombre responda, es más, corresponda al bien

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que ha recibido. San Agustín, en uno de sus magníficos sermones, amonesta a sus oyentes: “Nos han comprado a un alto precio… obremos pues para elevarnos a Dios, para hacernos dignos de quien se ha dignado a descender entre nosotros” («Agamus ergo…ut comprehendere eum, ut videre mereamur. Agamus ut quia dignatus est descendere propter nomine Deus, ad Deum homo possit ascendere » (371.4). Esta intuición tan elevada adquiere en la modernidad significados nuevos, que la declaración Dignitatis Humanae resalta (aunque, con toda probabilidad, no intencionadamente). 12. La conclusión puede ser, por tanto, la siguiente. El tema de la libertad religiosa pasa de ser un tema político típicamente moderno a ser un tema antropológico en la época posmoderna. Debe considerarse desde esta perspectiva, antes incluso que como un derecho civil, como una instancia humana fundamental, en la que se condensan las dinámicas identificadoras del sujeto, su propia dignidad. Si se niega la libertad religiosa, la subjetividad humana resulta reprimida, ahogada, herida y, en casos extremos, asesinada espiritualmente. Si se reconoce la libertad religiosa, pero no se enraiza esta instancia en la verdad, la subjetividad de la persona queda abandonada al fluir de las dinámicas emocionales y corre el riesgo de disgregarse cada vez que estas dinámicas alcanzan niveles de intensidad capaces de arrollarla o niveles de aridez capaces de ahogarla. Si, por el contrario, la libertad religiosa se enraiza en el respeto a la verdad (una verdad no impuesta, sino buscada libremente), la subjetividad de la persona tiene la posibilidad de crecer sobre sí misma. En estos términos el debate sobre la libertad religiosa sigue siendo de permanente actualidad antropológica y mantiene también su carácter central en la cultura post-secular.

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