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Las mil caras del rostro Un recorrido por las múltiples dimensiones que ofrece la contemplación del rostro, desde los fisiognómicos y estéticos hasta los morales. aurelio arteta

Belén Altuna, Una historia moral del rostro. Pre-Textos, 2011.

Ocasión y resumen Confiesa la autora que su libro nace de la fascinación por la idea de que el carácter moral de una persona pueda revelarse mediante signos corporales y, especialmente, faciales. Hurgar en el fundamento del viejo dicho “la cara, espejo del alma”: he ahí la ocasión y el motor. A su base late la universal necesidad humana de saber con quién estamos tratando, de si merece nuestra confianza o nuestra prevención, y para eso no tenemos otra guía más a mano que el rostro del otro. En definitiva, miramos si tiene cara de pocos amigos o de buena persona... Más allá de aquel punto de partida, no obstante, la indagación desborda esos límites por todas las costuras de sus epígrafes y capítulos. Entre las variadas perspectivas aquí abordadas hallaremos retazos de historia del pensamiento filosófico y teológico, así como de la pintura y la literatura; consideraciones sobre estética, psicología, sociología de la

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belleza o antropología filosófica; oportunas referencias cinematográficas, alusiones a las técnicas de deshumanización; y al final, como no podía ser de otra manera, un acercamiento estrictamente moral. Por lo demás, al no encubrir sus citas, la honestidad de la autora radica en no haber pretendido pasar por original. Bastante favor nos ha hecho con elegir un tema tan amplio, reunir lo principal de las reflexiones que ha suscitado, masticar esa materia y entregarnos un ensayo que es a la vez un archivo repleto de sugerencias útiles. Según un somero resumen, la primera parte gira en torno a la adecuación entre la cara y el fondo de uno mismo y, con ella, de la necesidad metafísica de la unidad de lo interior y lo exterior. De ahí la temible pregunta de si a una determinada edad somos responsables de nuestro rostro y tenemos, ay, la cara que nos merecemos. La reflexividad que implica la lectura del rostro propio y ajeno se plasma en la historia del espejo, de los retratos y autorretratos, hasta alcanzar la contemporánea sociedad de imágenes y de multidifusión de rostros. Todo ello tenía que desembocar como segunda parte en la Fisiognomía, ese saber de gran raigambre histórica empeñado en descifrar los rostros como marcas del carácter o signos del destino de sus sujetos. La tercera cuestiona la congruencia o incongruencia de la implícita correlación entre los valores de la belleza y del bien. Pues ha sido un hecho hasta tiempos modernos que, una vez representado lo bueno como bello y lo malo como repugnante, los juicios estéticos sobre las personas transportasen a menudo juicios morales. Las relaciones cara a cara, es decir, el lugar que funda una ética del rostro cuyo máximo pensador ha sido Levinas, constituye el objeto de la cuarta y última parte. Leer los rostros La de leer los rostros es una inclinación universal entre los hombres. La profesora Altuna nos recuerda que con el rostro hacemos la más cotidiana de las metonimias: tomamos la parte por el todo, la cara por la persona. El rostro es nuestro primer embajador ante los demás, lo primero que los otros ven de nosotros y lo primero que nosotros vemos de ellos. Lo queramos o no, nos presenta y nos representa; él encarna la básica tabla

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de señales emitida por su sujeto, su síntoma más inmediato. Hemos de fiarnos de las apariencias, puesto que resulta lógico presuponer alguna continuidad entre el ser del hombre y su aparecer. Si nos equivocamos en el juicio del otro, será por una mala lectura o bien porque su doblez (o, digamos, su caradura) impiden la penetración de nuestra mirada. Más que conocer el propio, conocer el rostro ajeno es un requisito imprescindible para convivir. A nuestra especie le caracteriza una necesidad compulsiva de mirarnos la cara, que es el test de fiabilidad y predictibilidad más al alcance de todos. Basta reparar en el conocimiento inagotable que extraemos de los rasgos faciales de las personas, desde el sexo a su estado anímico, desde su carácter y aptitudes hasta sus disposiciones morales y sus proyectos últimos. Bien es verdad que el rostro del otro admite diversas lecturas, por ejemplo, una biográfica de lo que su sujeto ha sido y otra programática o profética, la de eso que será. Y no cabe olvidar que ante un espectador todos podemos exhibir caras diversas según convenga: la propiamente individual tanto como la genérica que no deja captar más que el tipo, el uniforme social o profesional que llevamos puesto; o bien una cara que se pretende verdadera y otra que sólo busca engañar a quien la observa y que provoca el desafío del ¡mírame a la cara!... La cara se vuelve entonces careta, la expresión inmediata del ser de uno puede convertirse en el lugar inicial de su fingimiento. Para leer mi rostro, en cambio, he de mirarme en un espejo y ese reflejarme en él implica ya un ejercicio de reflexión sobre mí mismo. El individuo autoconsciente nace con el espejo o, más bien, con la propagación de su uso. Descubrimos así un rostro que es mi representante ante los otros, pero del que a menudo nos extrañamos o sentimos que nos traiciona porque no trasluce lo suficiente nuestro ser interior. Nos parece que el rostro (vultus, facies) viene a ser con frecuencia una máscara (persona) involuntaria, que nuestra persona física oculta la moral. Y es que, sugiere con acierto la autora, ¿cómo es posible que un ser tan cambiante y heterogéneo se reduzca a un solo yo y disponga de un solo rostro? No puedo hablar de mi identidad, porque soy plural. Los espejos (y la fotografía, etcétera)

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reflejan lo que somos, pero no lo que creemos y, sobre todo, queremos ser. Ante la propia mirada y la ajena, en suma, a menudo mi rostro me decepciona. El cara a cara, lugar de la ética La tesis culminante del libro es que el rostro humano tiene un significado ético, que el encuentro moral surge en el “cara a cara”, en la cercanía de los rostros. Entonces percibimos en toda su intensidad el poder de la mirada, un poder tal como delatan la vergüenza o la culpa. Se diría que ciertas miradas nos tocan y que, fija en nosotros, su misma duración puede obligarnos a rehuir la nuestra o, cuando la volvemos hacia el desconocido, a esbozar un rostro indiferente para que no se sienta herido. Amorosa, despectiva o asesina, lo innegable es que casi toda mirada transmite un juicio de valor. Pero el encuentro de rostros cobra un sentido moral tan sólo porque es un encuentro de semejantes, un reconocimiento de nuestra esencial igualdad. No todos los seres nos parecen semejantes a nosotros, porque no a todos les otorgamos la dignidad de tener un rostro. No tiene rostro Dios, cuya mirada no resistiríamos; ni lo tienen los muertos, porque ya no miran; ni, para la mayoría, tampoco lo tienen los animales, porque el rostro de uno es el de cualquier otro de su especie. La historia del hombre puede estudiarse como la historia de la ampliación del círculo de los semejantes, que al principio solo contenía a los de la propia tribu y hoy tiende potencialmente a abarcar a la humanidad entera. Solo potencialmente, todavía. Son incontables los desheredados de la tierra que carecen aún de rostro para quienes habitamos mundos mejores; demasiadas mujeres asumen sin rechistar tradiciones que les obligan a velar parcial o totalmente su rostro, etcétera. Y, sobre todo, los avances históricos en la humanización pueden sufrir terribles retrocesos deshumanizadores. Valgan por todos ellos los siniestros propósitos totalitarios que, a fin de borrar del mundo de los vivos a millones de seres humanos, exigen primero borrar en lo posible su rostro. La producción de tal desemejanza equivale a ensanchar su distancia respecto de nosotros, y todo eso requiere servirse de mecanismos de anestesia

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moral: así se aborta el movimiento espontáneo de la compasión (o de la empatía). Entre esos mecanismos, como se sabe, la burocracia que nos agrupa bajo rótulos colectivos o que diluye la responsabilidad por unos daños que sólo cabe atribuir al conjunto de la cadena; los estereotipos que nos incitan a ver en miembros de otros grupos étnicos o religiosos a bichos repugnantes o a calificarlos de infrahumanos; una tecnología armamentística que, al matar cada vez a mayor distancia, elimina cualquier rasgo individual de los sacrificados... Y, al fondo, Levinas Por si aún hiciera falta, la autora nos revela al fin que su larga reflexión se inspiraba en el pensamiento de Emmanuel Levinas y que en él debía terminar. Para este filósofo, en efecto, el sentido de la Ética viene dado por el otro, porque no somos tanto con-los-otros, ni seres-parasí como seres-para-los-otros. El nacimiento de la Ética, de nuestros deberes hacia el prójimo, procede del rostro del otro. Si considera a la Ética como la “Filosofía Primera”, es porque el rostro significa la anterioridad del ente sobre el ser, la prioridad del individuo humano respecto del todo. Y si lo inmediatamente mostrado por ese rostro es un ser débil, desnudo y vulnerable, solo y sometido al supremo abandono de la muerte..., entonces nuestra relación con él es la de absoluta responsabilidad para con él. Ese imperativo de responder de él y por él es anterior a cualquier contrato y compromiso particulares, a toda deliberación y decisión racional. Ese rostro es una llamada inocultable a atenderle, a ponernos a su servicio; a no matarle, desde luego, pero también a no dejarle siquiera morir solo porque todo lo suyo es asunto mío. El otro me precede, estoy en deuda con él, soy su rehén, de tal manera que la responsabilidad contraída con el otro resulta asimétrica, gratuita, infinita. En definitiva, ser hombre significa ser responsable del otro hombre tal como me lo pide su rostro. Es verdad que vivimos la responsabilidad en un plano más inmediato y artificial, como una propiedad legal y moral nacida del acuerdo. Aquí ya no comparecen los hombres en tanto que seres únicos, sino como individuos del mismo género y ciudadanos iguales. Ahora

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toca juzgar y comparar a estos “terceros”, es decir, hay que hacerles justicia a fin de conciliar sus derechos. Esta responsabilidad concreta no será infinita, sino limitada por esos derechos, pero nadie piense por ello que aquella dimensión última de la responsabilidad ha quedado suprimida. Al fin y al cabo, “el discurso de la justicia se pone en marcha en nombre de la responsabilidad frente a otro, de la misericordia y de la bondad a las que apela el rostro de otro hombre”. Este rostro nunca deja de interpelarnos. Tal vez así se explican –déjenme añadir, por mi cuenta– dos fenómenos de gran transcendencia para la reflexión moral. Me refiero, en primer lugar, a lo que Jaspers bautizó como culpa metafísica. A partir de la solidaridad última que nos enlaza a los hombres como hombres, esa clase de culpa nos hace sentir responsables de toda injusticia cometida en el mundo, especialmente de la que pudimos haber impedido o mitigado. A los que tras 1945 decían avergonzarse de ser alemanes, Hannah Arendt replicaba que “yo me avergüenzo de ser un ser humano”. El segundo fenómeno al que aludo es uno que vincula la conciencia de culpa con el rostro o la mirada del otro. Se diría que esa conciencia por dejar de hacer algo en favor del prójimo estará fundada siempre que esa conducta sea obligatoria, pero no cuando es supererogatoria, es decir, cuando representa algo que va más allá de la llamada del deber. En este último caso, las excusas con que nos justificamos estarían fuera de lugar porque nadie podría reclamárnoslas. Si pese a ello las ofrecemos, ¿no será para así librarnos de la compulsión moral que emana del rostro del prójimo defraudado?

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV.

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