LAS DIMENSIONES SOCIALES DE LA EXPERIENCIA DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

LAS DIMENSIONES SOCIALES DE LA EXPERIENCIA DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES Ricardo Antoncich, S.J. Introducción ¿oposición o armonía? El tema que quere...
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LAS DIMENSIONES SOCIALES DE LA EXPERIENCIA DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES Ricardo Antoncich, S.J. Introducción ¿oposición o armonía? El tema que queremos estudiar es muy importante, pero al mismo tiempo toca miedos y temores muy profundos. Para los que están interesados en la justicia social, el tema de la espiritualidad les parece algo “superfluo” e incluso peligroso por llevar a una “alienación” espiritualista e intimista. El presupuesto antropológico que está en la base es que la persona humana es social por naturaleza, crece en sociedad, es configurado por ella; y que la relación con Dios no nos debe apartar del mundo, como se pensaba en antiguas tradiciones ascéticas, sino por el contrario, insertarnos en él. Por otro lado a los que han hecho y vivido la experiencia espiritual en serio, les parece que la conquista de la libertad espiritual siempre se da en la interioridad del sujeto, en su conciencia, y es allí donde se confronta con el desorden de su afectividad y de su vida; donde experimenta el mal realizado y el perdón recibido, y desde donde toma sus opciones fundamentales en la vida sin dejarse manipular por las ideologías que existen a su alrededor. Aquí también tenemos un presupuesto antropológico: la libertad fundamental de cada persona está dentro de sí misma y es desde allí donde vive su vida y se compromete con los demás. Un compromiso por la justicia, sin esta raíz de la decisión libre, puede ser una moda y una concesión a las ideologías del momento. Los Ejercicios Espirituales son prácticas en el “orden del espíritu” que Ignacio contrapone a los ejercicios corporales. Estos ejercicios se practican por cada uno, en el silencio de su vida interior. Diríamos que la “sociabilidad” en la práctica de estos ejercicios se reduce al mínimo –durante la experiencia del mes de oración- , y el ideal sería que sólo el orientador significara esa necesaria apertura que permite al ejercitante salir de sí mismo. Si los Ejercicios dan un aporte a la dimensión social, no es porque Ignacio haya tomado lo social como tema explícito de su discurso; sino porque tiene una imagen del ser humano que implica lo personal y lo social intrínsecamente unidos. La singularidad de la persona individual nunca se cierra en sí misma, sino que está permanentemente abierta a la universalidad de toda la humanidad. Más aún, podríamos decir que una característica de los Ejercicios es recordar en los momentos más íntimos y decisivos de la singularidad personal, el contexto del mundo que le rodea para no perder el sentido de su acción singular dentro de la universalidad de lo humano. Veamos algunos ejemplos: el conocimiento del pecado propio se ahonda cuando se lo pone en el contexto de las acciones de toda la humanidad [58] hasta llegar a la “exclamación admirative” porque todas las criaturas “me han dejado en vida y conservado en ella” [60] a lo cual se suma la conciencia de la comunidad de los santos que intercede por mi, tema que aparecerá más adelante con frecuencia. No podemos sentirnos responsables del mal de nuestra vida sin sentirnos corresponsables del mal del mundo.

La Oblación al Rey Eternal une la composición de lugar “delante vuestra infinita bondad y delante vuestra Madre gloriosa, y de todos los santos y santas de la corte celestial, que yo quiero y deseo, y es mi determinación deliberada... [98]. De igual manera, en los Binarios, cuando lo que se quiere es “pedir gracia para elegir lo que más a gloria de su divina majestad y salud de mi ánima sea”[152] ello se hace en un contexto solemne: “ver a mí mismo cómo estoy delante de Dios nuestro Señor y de todos sus santos para desear y conocer lo que sea más grato a la su divina majestad”[151], y finalmente, en la Contemplación para alcanzar amor “ver cómo estoy delante de Dios nuestro Señor, de los ángeles y de los santos interpelantes por mí” [232]... para que yo, “enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad” [233]. Ignacio sabe que las decisiones de fidelidad a Dios permiten a la persona entrar en la comunidad de los santos y redimidos y que hay relaciones especiales entre el sujeto individual que está tomando la decisión y la comunidad bendecida por Dios. No es “mero asunto privado” sino obra de una salvación que es universal. Por eso, en los extremos presentados al comienzo hay mucho de verdad; la vida humana se realiza en sociedad, pero se decide en la interioridad de la conciencia. Si “se decide” seguir una moda, en realidad no hay una decisión profunda desde el sujeto; el sujeto “decide ser decidido por otros”. Por otra parte las decisiones de la persona se hacen posibles en el contexto de un tejido humano de acciones, decisiones, instrumentos, posibilidades. Y el mismo camino hacia a Dios pasa por los hermanos y por el amor al prójimo. El aporte de los Ejercicios es fundamental para conseguir la libertad interior. ¿Pero es evidente su aporte para el compromiso social? Nuestra tarea consistirá por tanto en mostrar que ambos polos se necesitan, se exigen mutuamente. Que, por un lado, no llegamos a la decisión más profunda si no nos abrimos a la universalidad de todo lo humano; pero, también por otro lado, que nuestro compromiso social exige convicciones y decisiones arraigadas y profundas, que sólo se consiguen cuando hay un serio trabajo de cultivo de la interioridad personal. Se impone una relectura del texto de los Ejercicios que nos permita comprender que ambos polos se encuentran íntimamente entrelazados en la misma espiritualidad. Nos proponemos tratar el tema en dos partes: En la primera, esbozaremos brevemente la antropología, o el concepto del ser humano, que subyace en los Ejercicios y mostraremos que el “cristocentrismo”de los Ejercicios implica una antropología de libertad interior y de compromiso social, como las dos caras de una misma espiritualidad. En la segunda trataremos de reflexionar sobre los desafíos que se nos abren en este milenio, para vivir esta espiritualidad. Primera parte: Antropologia integral de la persona en sociedad La primera parte es más conocida de todos, porque expresa los grandes ejes estructurales de los ejercicios. 1. Una visión integral de la persona humana

Poder hablar de espiritualidad y de compromiso social, sin oponer estos aspectos, supone la unidad del concepto del ser humano. Una antropología los opone cuando piensa que la vida del espíritu se asegura por la evasión de la historia, y porque el ser humano esencial y exclusivamente es un ser espiritual en una “cárcel” corporal transitoria. Esta antropología no permite edificar un compromiso abierto al mundo, ni una inquietud por modificar la historia. En forma semejante una antropología que niega la dimensión del espíritu para limitarse a los horizontes psico-somáticos de ajustamiento en la naturaleza y en la historia para satisfacción de sus necesidades materiales y psicológicas, tampoco es capaz de sustentar una apertura a lo trascendente y espiritual. La posibilidad de estas dicotomías es que ambos aspectos están de hecho en la persona humana, pero la dicotomía no permite ni su integración ni la interna subordinación de una a la otra. Por eso, nuestra propuesta es considerar al ser humano como un ser personal, integralmente constituido por tres grandes dimensiones que le capacitan en forma específica para tres grandes modos de relación con todo lo que le rodea y consigo mismo. 1.1. El ser humano como ser personal, psico-somático y espiritual Recogemos términos y conceptos que la filosofía de inspiración cristiana y la teología han ido puliendo, adaptándose a los descubrimientos modernos sobre la conciencia humana. Esta integración de elementos se expresa mejor por una clasificación tripartita que bipartita. La tradición de definir al ser humano como compuesto de “cuerpo y alma” no se armoniza adecuadamente con el desarrollo de la psicología contemporánea, que se suele expresar con palabras como “mente”, “espíritu” “psiquismo”, etc. En el mismo acompañamiento de formación de religiosos y laicos, se confunde a veces el desarrollo psicológico con el desarrollo espiritual, como si fueran una misma realidad y no dos aspectos a integrar dentro de un mismo proceso. La explicación reside tal vez en que la palabra “psique” usada por Platón para expresar el “alma” como parte del compuesto humano capaz de la trascendencia, es hoy usada en la psicología como el conjunto de fenómenos que acompañan, inciden, modifican los otros fenómenos de carácter somático, sin necesariamente aludir a la contemplación de lo ultra-empírico, como lo pensó el gran filósofo. Hablar de cuerpo o soma, alma o psique, y espíritu, deslinda la manera de pensar la integridad de lo humano. Y entendemos entonces por “espíritu” la capacidad de relacionarse con lo trascendente, de carácter supra-empírico. Este tipo de relación se da evidentemente en la vivencia religiosa, pero no sólo en ella; también se da en el pensamiento “metafísico” que sigue una rigurosa racionalidad, pero rebasando las fronteras de las comprobaciones experimentales como las postula el concepto moderno de la ciencia. En tiempos más recientes, el binomio “persona-naturaleza” ayuda a entender este conjunto de elementos. Por naturaleza entendemos las “riquezas o posibilidades”que

tenemos en nuestro cuerpo y alma, o sea en el campo psico-somático. Ese conjunto de capacidades, de facultades, de potencias, son nuestro punto de apoyo para establecer relaciones, que en el campo de la naturaleza se refieren a los seres materiales, seres vivos de carácter vegetal y animal, y sobre todo los otros seres humanos, provistos también del conjunto psico-somático. A diferencia de la naturaleza, el concepto de persona implica el proceso y resultado de disponer en libertad, de las riquezas naturales, de tal manera que va constituyendo aquello que somos. Porque somos naturaleza somos indigentes, necesitados de lo que nos rodea; porque somos persona somos ricos, sobreabundantes, capaces de autodonación y de amor. La tensión entre naturaleza y persona es tal vez la que nos hace sentir los alcances y límites de nuestra humanidad. Esta tensión, puede, a su vez ser caracterizada por las palabras opuestas, inmanencia y trascendencia. Por la inmanencia expresamos la realidad de “estar en el mundo”, limitados por el espacio, y de estar vinculados a un pasado que nos transmite toda la riqueza que tenemos, todas las experiencias personales y sociales que nos configuran. Por la trascendencia expresamos la realidad de “no ser del mundo”, es decir, sobrepasar el espacio y el pasado, saliendo de nuestro límite psico-somático para experimentar al otro ser personal como sujeto y no como objeto de las relaciones que nacen de mi ser subjetivo. La “alteridad” es experiencia de trascendencia y mucho más cuando es el Absolutamente otro. Pero también el futuro es experiencia de trascendencia y mucho más cuando es puesto en relación con nuestra libertad.[1] Estos conceptos de inmanencia y trascendencia tienen también un valor cultural. La cultura se vuelve un muro protector de nuestras identidades, pero que nos cierra a otras identidades, Estar “dentro” es seguridad, adaptación, comodidad. El “afuera” aparece como amenaza. Es el “pánico” que nos suscita el desconocido, ignorado, pobre, etc. [2] Nuestra cultura moderna globalizada, puede estar tejiendo ese muro de identidad de un mundo altamente tecnificado, pero que se cierra a los otros, los ve como amenazas terroristas, o como sujetos a quienes explotar en la economía o quienes imponer políticas y controles de tipo militar. Tales fenómenos de una época histórica están tocando algo fundamental; rompiendo el equilibrio entre inmanencia y trascendencia, entre naturaleza y persona, entre pasado y futuro humanos. Y en torno a estos problemas de fondo pueden jugarse los significados de nuestra propia espiritualidad. 1.2.El ser humano en el conjunto de relaciones con Dios, los otros seres humanos y el mundo. Tener una naturaleza y ser una persona, son el punto de apoyo de relaciones con el resto de seres: la naturaleza no-personal, las otras naturalezas personales, la naturaleza de un ser divino suprahumano. Nos construimos a nosotros mismos como seres personales por el modo concreto de usar nuestras riquezas naturales psico-somáticas y espirituales. Por nuestro cuerpo estamos en el mundo, nos relacionamos con la naturaleza, nos alimentamos, vestimos, protegemos; somos activos técnicamente transformando el mundo exterior. En los Ejercicios, Ignacio es minucioso en algunos detalles del cuerpo para el fin de los

ejercicios, vg. la oscuridad y la luz, conforme a las meditaciones de la pasión de la resurrección, las penitencias, los ayunos; las posturas antes y durante la oración, la distribución de los ejercicios a lo largo del día. Pero la relación del psiquismo convivimos con los demás, en un todo social; nuestros sentidos de visión, audición, tacto, nos permiten ver, sentir, tocar muchos matices de lo visible, audible, táctil. No sólo entramos en contacto con otros seres corporales, sino con lo que ellos sienten, piensan y desean, experimentando por analogía las reacciones de ellos semejantes a las nuestras ante los mismos estímulos. Esta “visión”es diferente a la de contemplar una montaña, está animada por nuestro psiquismo que nos hace capaces de sentir los sentimientos de la otra persona. No es mero fenómeno somático de un ser animal, sino psico-somático de un ser humano. La cumbre de nuestro ser relacional es Dios. Nuestra inteligencia y nuestra libertad buscan incesantemente la verdad y el bien que nos hacen ser más. Vivimos esa relación conforme a la “imagen” de Dios que nos hacemos a partir de experiencias previas: confianza, miedo, generosidad. En la apertura de nuestro ser espiritual se sitúa la dimensión de la fe religiosa y toda la contribución ignaciana se sustenta en este punto de apoyo. 1.3. Visión ignaciana de esta integración en el Principio y Fundamento. [3] El breve texto del PyF ofrece en apretada síntesis las características de una concepción ignaciana del ser humano que nos permiten integrar las relaciones de la espiritualidad con las de la construcción de la historia por nuestros compromisos sociales. El eje central de la argumentación descansa en estas cinco palabras: “el hombre es creado para...” Se establece un punto de vista que abarca la totalidad de lo que existe, concebida como una realidad que tiene su origen en la acción divina. Las obras del ser espiritual no son caóticas, tienen finalidades y propósitos. Hay una sintonía entre el fin que se propone el Creador y el fin que propone al ser humano inteligente y libre: la gloria del Creador. Mucha reflexión teológica hizo falta para formular como lo hizo Ireneo, que “gloria Dei vivens homo” La gloria de Dios creando un ser personal es la vida de este ser personal en su máxima plenitud, la vida somática, psíquica y espiritual. Entregando al ser humano una naturaleza que es racional y libre, le es dado al mismo tiempo algo que puede modificar lo dado; el ser humano recibe un don que es una tarea; algo previo y algo que debe ser decidido y construido desde lo íntimo del ser mismo del ser humano. Inmanencia de lo dado y trascendencia de lo que va a ser transformado; pasado y futuro de la vida humana que sobrepasa los limites de la existencia histórica espacio-temporal; tal es el ser humano que se encuentra con un “para ...” de su existencia sobre el que decide con libertad. Creador y creación se ordenan entre sí con subordinación total del orden creado hacia el Creador, pero por la mediación humana. El ser humano por su inteligencia y libertad asume la tarea de medir la aproximación mayor o menor de cada una de las cosas creadas hacia el fin; pero hay un detalle de extraordinaria importancia. Lo que la inteligencia capta no siempre es ejecutado fiel y claramente por la libertad. Existe el área de la afectividad que juega un importante papel en el destino de toda la vida. La afectividad inclina, lanza, sostiene, pero también frena, ciega, obstaculiza. El orden de la razón es sencillo: tanto cuanto, el “orden” del afecto es complicado, porque el afecto

puede “desordenarse”, es decir actuar contra el orden racional; en definitiva, actuar irracionalmente, no en forma total y absoluta, sino en forma camuflada por “falsas razones” que parecen dar “peso” mayor a una opción que otra, pero “peso subjetivo” que no tiene correspondencia con el “peso objetivo” de las realidades mismas. La intuición de los afectos desordenados, es de extraordinaria importancia tanto para vivir adecuadamente la espiritualidad ignaciana como para realizar el compromiso social desde las decisiones libres de una actividad espiritual. Creo que en la formulación del Principio y Fundamento (PyF) se comete con mucha frecuencia el error de entender el fin del hombre en sentido individual y “las demás cosas”en un sentido compuesto en donde entran las cosas estrictamente dichas y también las otras personas. Este error interpretativo divide entre individuo / resto del mundo, colocando la tarea de salvación humana en el plano exclusivamente individual. Nada, en el texto ignaciano, abona esta interpretación. “El hombre” a quien Ignacio se refiere, es un término universal: todo ser humano. La vocación de glorificar a Dios es de todos, sin excepción, la tarea de ordenar racionalmente por el tanto-cuanto y afectivamente por la lucha para vencerse a si mismo en los afectos desordenados, es igualmente tarea de toda la humanidad; es tarea que debemos hacer conjuntamente ayudándonos unos a otros. Cuando “el hombre” es universal y no singular, no hay oposición entre lo individual y lo social, y mucho menos entre la espiritualidad del individuo y el compromiso social de relación con todos los demás. Esta unidad intrínseca de lo individual-social puede captarse hasta en la más íntima experiencia del pecado perdonado, como está dicho en parte, en la introducción de este trabajo. El proceso de autocrítica despertado por las meditaciones del pecado personal y la experiencia del perdón de Dios que se siente en forma muy personal e íntima, no es una invitación a encerrarse en una conversión intimista, sino para ser repetida en infinitas conversiones de otras personas a quienes se quiere comunicar la experiencia de los ejercicios. El Cristo que nos restaura y redime es el mismo que tiene un proyecto universal del Reino del Padre y que invita a cada ejercitante a sumar fuerzas bajo su bandera. La íntima y profunda conversión individual, en términos de espiritualidad ignaciana es la ambición misionera y la transformación social más completa de todas las relaciones humanas (conquistar todas las tierras....dice el Rey Eternal [93] ). El crecimiento de la indiferencia Lo que Ignacio espera de cada ejercitante es el progreso de la indiferencia propuesta en PyF como punto de partida, hacia un segundo nivel que está en la Oblación al Rey Eternal, para terminar en el tercer grado de humildad, con una experiencia profundamente mística de unidad con Dios. La indiferencia en PyF consiste en “que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por

consiguiente en todo lo demás, solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados”[31]. La posibilidad de las injurias, vituperios y pobreza, es aceptada desde otra óptica, e incluso pedida, en la oblación del Rey Eternal: “yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada, sólo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza así actual como espiritual, queriéndome vuestra santísima majestad elegir y recibir en tal vida y estado”[98]. Pero en donde aparece “el orden de la razón” -que exige la medida del tanto cuanto, y exigiría la total y perfecta indiferencia-, es en el segundo grado o modo de humildad: “me hallo en tal punto que no quiero ni me afecto más a tener riqueza que pobreza, a querer honor que deshonor, a desear vida larga que corta, siendo igual servicio de Dios nuestro Señor y salud de mi ánima” [166]. Puede decirse que la afectividad está sometida a la razón que muestra motivos para ir o no ir por un camino o por otro, pero que en este caso, la razón no encuentra el motivo fundamental de opción que es la “mayor gloria”, el “mayor servicio”. Y aquí está lo sorprendente. El verdadero Ignacio, el místico, el que ha vivido la espiritualidad de acercamiento a Dios, en Cristo, con total amor, se revela por entero en el Tercer Modo de Humildad, donde vuelve a repetir “el orden de la razón”: “siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad”, -y por tanto la situación de perfecta indiferencia-; pero aquí hay un cambio que nos sorprende: el “orden de la afectividad” se adelanta y muestra una preferencia que le hace salir de la indiferencia: “por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre, que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, y deseo ser más estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que sabio ni prudente en este mundo” [167]. La explicación de este proceso y de esta conjunción inesperada del “orden de la razón” del tanto cuanto y del “orden del afecto” por la conformidad con la vida de Cristo, está en el proceso que se ha ido siguiendo a lo largo de los ejercicios, de contemplar los misterios de la vida de Jesús. 2. Un modelo personal de integración de espiritualidad y compromiso. El PyF nos da los elementos para entender el concepto de ser humano que muestra simultáneamente la articulación de las decisiones personales de una libertad “liberada de afectos desordenados” en función de un servicio universal para “la mayor gloria y servicio de Dios”. Esta decisión cuenta con entero realismo con obstáculos muy poderosos que provienen de falsos criterios de autorealización humana, que la sociedad nos presenta como ideales de vida. La vida de seguimiento de Jesucristo sólo puede eliminar otras tentaciones y ofertas, cuando está cimentada en un amor profundo, cuya prueba es el tercer grado de humildad. Las pruebas y dificultades pueden ser vencidas por una persona tenaz que comprende que “vale la pena” hacer serios esfuerzos por llegar a aquel valor que los compensa. Diríamos que el motivo de sacrificar algo ahora por obtener un valor después, se centra todavía en cada persona por sí misma. Ignacio no propone esta dinámica: no es el fruto de los sacrificios lo que alienta el duro camino, sino el amor; el

asemejarse con Cristo en vivir esas mismas dificultades, incluso si los frutos de tal sacrificio fueran “igual gloria de Dios” que otra alternativa menos penosa y más agradable. La libertad interior que se consigue al ordenar los afectos nos permite contemplar el “camino” futuro para realizar nuestra vida. 2.1. La orientación de la vida a través de los valores como horizonte de realización humana En la pedagogía moderna se insiste mucho en la importancia de los valores como “polos de atracción” de nuestros esfuerzos [4]. El valor, como las utopías, no está dado, sino hay que realizarlo. Tienen una “existencia” intencional; son valores porque son valorizados, pero el que existan o no dependen de aquel juicio de que “vale la pena” sacrificar algo por lo que se obtuvo en cambio. Todo “valor” pues implica una “pena”, es decir un valor a sacrificar, pero “menospreciado” en relación al valor a conseguir. Los valores no suponen “desprecios” de otros valores, sino también “aprecios”de ellos. El “menosprecio” sin embargo muestra de inmediato una “jerarquía de valores” en la que se refleja la totalidad del ser personal que hace una elección. Esto sucede con la amistad, según el refrán: “dime con quien andas y te diré quién eres”; “dime cual es el valor que prefieres a los demás, y te diré quien eres”. Los valores son utopías de prácticas de vida; metas, propósitos, medidas, normas. Se los puede pensar en forma abstracta, pero entonces es difícil realizarlos. Un valor no atrae por su definición, atrae por verlo realizado en una persona concreta. Aristóteles tiene una observación interesante: ¿cómo aprender esa prudencia que sabe tener todos los puntos en cuenta y elegir la mejor salida posible?. Responde: observa a las personas prudentes, y haz lo mismo. El Evangelio nos trae una situación semejante: “¿quién es mi prójimo?”. Y Jesús cuenta la parábola del buen samaritano, terminando así: “vete y haz tú lo mismo”. Los valores se “devalúan” cuando se habla de ellos y no se da testimonio; el hablar es el valor nominal de esta moneda del espíritu; el testimonio es el valor real. El valor circula como tal en los hechos de la vida. 2.2. Las cuatro semanas de los Ejercicios, como pedagogía del seguimiento. La espiritualidad ignaciana que une libertad personal y compromiso social, tiene en PyF su núcleo conceptual, donde persona y sociedad están unidos en una misma finalidad de servicio a Dios. Ese núcleo es desarrollado en el modelo de valores que explicitan los modos de relación de la persona con Dios, los otros y el mundo. 2.2.1 Una experiencia del anti-valor que niega todos los valores.

El proceso se da en las cuatro semanas. La primera es el reconocimiento del único antivalor que niega totalmente el sentido de la vida, el pecado. ¿Por qué es tan importante hacer esta experiencia? Reconocer el propio pecado con toda claridad es condición para comprender y perdonar las flaquezas de los demás. No se comprende a los otros si no se ve su lado negativo, pero no como motivo de condena y desprecio, sino en situación de semejanza con algo que el ejercitante ya ha vivido en sí mismo: viendo el mal con todo su realismo. El pecado es un fracaso de la libertad. ¿Puede la historia de nuestros fracasos edificar nuestro auto-estima? ¿No es el recuerdo de lo negativo una invitación a la depresión y al pesimismo? Freud y otros han estudiado muy bien los mecanismos psicológicos que se desarrollan en torno a la culpabilidad. En ocasiones las experiencias pueden ser tan traumáticas que sea necesaria la ayuda de un especialista. La gran diferencia entre estas patologías de la culpabilidad y la experiencia del pecado en los ejercicios, es que en estos, el pecado no es visto en forma aislada y en la pura relación del sujeto con sus actos, sino en la perspectiva de una actitud de misericordia de Dios que no solo ve al sujeto y sus actos en la verdad del mal, sino también lo ve con sus actos futuros desde la posibilidad del perdón y de la misericordia. Por paradójico que pueda parecer, la experiencia más espiritual y personal del pecado perdonado, es la más social al mismo tiempo. El Evangelio lo dice claramente al asociar la misericordia de Dios con el perdón fraterno. El mal humano siempre tiene una perspectiva triangular; no se da solamente en dos puntos del mismo plano horizontal, el que hace el mal y el que lo padece, sino en el triángulo de la mirada de Dios, arriba, sobre los dos puntos de la línea abajo. El ejecutor del mal no sólo ofende a su semejante, ofende a Dios; por eso, quien ha sido víctima del mal causado por otro y perdona a su ofensor, no solo realiza un “acto horizontal” sino que su gesto entra en el movimiento de la misericordia del mismo Dios que nos perdona y por eso exige nuestro mutuo perdón, y que se revela como misericordioso a través de sus hijos misericordiosos. Lo más íntimo de un proceso personal se vuelve lo más “revolucionario” de un proceso social porque “crea” nuevas relaciones no desde la situación de beneficios dados, sino desde la “nada”, o peor que nada, porque es la ofensa. Para una comprensión social de los ejercicios, el punto de la experiencia personal del mal, del perdón y del mal social y sus posibilidades de superación es decisivo. No basta el análisis objetivo de las “fuerzas sociales” que producen la injusticia y la explotación. Esas “fuerzas” no son anónimas; son acciones humanas y sus autores tienen nombres y apellidos. Tomar una valiente posición contra las injusticias requiere, para ser valor vivido en Cristo, ser portador de la denuncia de algo que niega el plan de Dios, pero al mismo tiempo portador del anuncio de algo que realiza el plan de Dios. Omitir este doble aspecto en la lucha por la justicia es “desordenarnos” afectivamente, precisamente con algo que es un don positivo: la justicia. Si la justicia con el pobre nos lleva al odio del que lo explota, no es aquella justicia que Cristo nos pide.

La mirada de Dios sobre el pecador que se arrepiente, está llena de ternura; pero su mirada era ya tierna aun antes del arrepentimiento; mejor, porque ya era así es capaz de movernos; porque Dios sufría al vernos enfermos en el espíritu aun antes de querer nosotros buscar la salud. Imitar ese modo de ver el mundo es la justa perspectiva para nuestros análisis de la realidad. Pero esta perspectiva es imposible si no se experimentó primero, en uno mismo esa mirada misericordiosa. Ver cristianamente el mal del mundo, -algo tan esencial para el compromiso social por transformarlo- supone la experiencia profundamente íntima de la misericordia de Dios en la propia vida; - algo tan “espiritualista” e “intimista” como ninguna otra-. Este ejemplo, muestra pues, esa integración personal-social que nos permite un compromiso social desde una raíz nueva de experiencias de perdón y de misericordia. La meditación del pecado termina con las tres preguntas de acciones pasadas, presentes y futuras, de las dos personas en relación: Cristo y el ejercitante. Deja allí un interrogante que prepara la iniciativa de Cristo: la invitación del Rey Eternal, inicio de la segunda semana. 2.2.2. Desde la experiencia del antivalor hacia la construcción de una vida con valores Viviendo la experiencia de una “nueva vida”, se produce un giro en la metodología de los ejercicios. A diferencia de la primera semana, en la que el encuentro con Cristo ha sido una experiencia de redención que se fundamenta en la naturaleza divina del Redentor, en la segunda, la semana del seguimiento, el centro de las contemplaciones está en la humanidad de Cristo. Esta devoción a la humanidad, que el siglo de oro de la ascética y mística española destacó tanto, es común en Ignacio, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz y otros. La experiencia ignaciana nos ofrece una Cristología que balancea muy bien todos los aspectos de la cristología y nos acerca a ellos desde nuestra propia antropología. La naturaleza divina es objeto de la primera y de la cuarta semana; la naturaleza humana, de la segunda y de la tercera; pero mientras las dos primeras están fuertemente centradas en la interioridad del ejercitante que toma conciencia del pecado y que contempla la vida histórica de Jesús para “apropiarse” de sus valores, las dos últimas nos proyectan fuertemente en el sentido de la historia por el misterio pascual. El don de “la vida nueva” que brota de la cruz redentora, es un “camino a seguir” Camino que tiene una meta: el Padre, que tiene una largura, que es la vida entera de cada persona; una anchura que es la humanidad entera hasta donde llegue nuestra capacidad de amarla y servirla. En ese camino, el mismo de siempre y para todos, hay huellas muy distintas según “las sandalias” de los peregrinos; las huellas de pies desnudos de pobres, las sandalias sencillas y planas, las modernas y sofisticadas con los dibujos de las suelas. Cada uno “imprime” en el camino, las huellas de su sandalia, y el tiempo no podrá borrarla; es la biografía personal que se une a la biografía de la humanidad entera.[5]

2.3. El seguimiento de Jesús, escuela de valores del espíritu Para no salir del camino, necesitamos de los indicadores de la ruta: eso son los “valores” que “al ser apropiados” hacen valiosa nuestra vida misma. Hay propiedades de los objetos físicos según su naturaleza; hay propiedades jurídicas que ligan objetos a personas (“mi casa”), pero hay propiedades que sólo existen cuando son “apropiadas”, es decir vividas: hacer la justicia es hacerme justo a mi mismo. Los valores canalizan el modo de relacionar de la riqueza natural psico-somática y espiritual, en actitudes, comportamientos, conductas que forman la contextura misma de la existencia de un ser humano. Hay valores de relación con el mundo que muestran su uso responsable (vg. cuidado por la ecología) y solidario (vg. compartir gratuitamente nuestros bienes con aquellos que tienen necesidad de ellos). 2.3.1. El valor de la pobreza como uso sobrio y solidario de los bienes de este mundo. Jesús enseña un modo “cristiano” de vivir la relación con la naturaleza: verla en relación con el amor creador del Padre, y como don de servicio a los hermanos. La comida de los pájaros, la belleza de colores de las flores, lleva al canto a la providencia que será mucho mayor con los hijos que se consagran a la justicia. El que el sol y la lluvia caigan sobre todos sin discriminar a nadie, ni justos ni pecadores, para Jesús es una lección del amor de un Padre que no tiene enemigos, aunque muchos seres humanos se “hagan a sí mismos, enemigos de Dios”. Pero esta decisión humana no modifica la eterna decisión del Padre de amar incondicionalmente a cada uno de sus hijos y Jesús quiere decirlo a todos y nos convida a todos a seguir anunciando este mensaje hasta el fin de los siglos. Sólo mirando al Padre que no tiene enemigos nos hacemos capaces de perdonar a nuestros enemigos “para ser hijos como el Padre”(Mt 5) El valor de la “pobreza” -con una riqueza semántica que hoy nos cuesta mucho entender por la sobrevaloración del sentido económico referido a la carencia de bienes-, es el modo que Jesús enseña de “situar” la relación de los bienes del mundo, en el medio de las relación de las personas entre sí y con Dios. La pobreza no es solo carencia de bienes materiales; hay otras carencias de bienes morales y espirituales que destruyen mucho más la integridad de las personas. Se puede vivir en un palacio, pero con el corazón cerrado a los gritos de los pobres. Al Padre le “duele” esta carencia de solidaridad en el corazón de ricos y poderosos; le “duele” así como le “duele el hambre”en el estómago de los pobres. ¿De qué sirve que se dé un pan al hambriento si le reprocho su falta de iniciativa?; ¿de qué sirve que denuncie la injusticia de un corazón duro, si no le hago experimentar otros valores que provienen de Dios? Una manera “cristiana” de pensar en la pobreza de los carentes de bienes materiales y/o morales, es verles a ellos desde una actitud de “pobreza espiritual”, que es disponibilidad, entrega a Dios para que sus proyectos de Evangelio se realicen en el mundo. La polisemia de la pobreza, encuentra entonces todas sus dimensiones: relación con cosas (tener hambre, saciarlo), relación entre personas (ser compasivo, solidario) y

relación con Dios (reconocimiento de nuestro “vacío” radical que solo puede ser llenado por el don de la gracia de Dios). La pobreza se inscribe por tanto en el cruce de dos líneas, una vertical que nos lleva a la paternidad de Dios y otra horizontal que nos lleva a la fraternidad humana. Estos dos “valores” sustanciales, definen la vida y obra de Jesús al predicarnos el Evangelio del Reino. 2.3.2. Vivir como hermanos La vida de Jesús de Nazaret está llena de situaciones, de encuentros humanos, de reacciones y de iniciativas; es una vida sencilla de un campesino galileo, pero también es la vida arriesgada de un profeta. Como profeta anuncia la “proximidad del Reino de Dios” una realidad en la cual hay que creer y esperar, pero no pasivamente, sino cambiando ya de conducta. Las conductas, actitudes, que Jesús de Nazaret toma en relación con los prójimos muestra muy bien en qué consiste la fraternidad del Reino. Un aspecto de la fraternidad es el compartir, en relación con la pobreza que acabamos de considerar. Jesús retoma la predicación del Bautista: comparte, no acumules riquezas para ti, no seas injusto. Compartir los bienes de este mundo es ponerlos en otro nivel distinto al de la satisfacción de necesidades individuales; es ponerlo en el ámbito de las relaciones sociales; es sembrar semillas de una sociedad de personas que confían entre sí, que se ayudan, donde los necesitados no quedan abandonados a su suerte porque la humanidad se afirma como familia universal. Del nivel que resitúa los bienes “físicos” del mundo, asociándolos al nivel espiritual de relaciones fraternas, Jesús pasa a este nivel nuevo rescatando el carácter personal de cada ser humano. Jesús muestra su actitud de servicio por las curaciones, por el estímulo para mejorar de vida, y sobre todo por su Palabra que siempre actúa como semilla dispuesta a crecer si se ponen las condiciones para ello. Enfermos y pobres, pecadores, excluidos de la sociedad por una razón o por otra; todos son hermanos, prójimos a quienes hay que amar en forma semejante a como se ama a Dios, y mejor aún, en forma semejante al modo de amar de Dios/ La parábola del buen samaritano es escuela de fraternidad; no importa las causas de su sufrimiento; en algunas ocasiones ayudar es reconocer las causas y evitarlas; pero lo que al fin importa es remediar los efectos de esas causas y sobre todo la grave herida que deja toda acción de violencia, impotencia, abandono de otros para quienes se es simplemente “objeto” de compasión o, peor aún, de indiferencia. La herida que el mal hecho por un hermano sobre otro no se cura con cosas, sino con otra presencia de hermano que acompaña a la víctima, y le dice que los bienes del acompañado se ponen al servicio de la vida de la víctima. La elección que Jesús hace de los personajes de la parábola es deliberada por sus contrastes: judíos / samaritanos; hombres piadosos, cumplidores de la ley, pero indiferente al dolor del hermano / un desconocido pero de

buen corazón, puesto por Jesús como modelo de conducta para todos, judíos y samaritanos. La relación fraterna es llevada hasta una profundidad insospechada: nos encontramos con el mismo Cristo en el hambre de los pobres, en el aislamiento de los encarcelados, en la cama de los enfermos. La pobreza como actitud de distancia que frena la codicia del poseer, es sobre todo, actitud de acercamiento y de comunión con las personas pobres, sobre las que caen los males de la ignorancia, de la falta de deseos de superación, pero mucho más, las explotaciones injustas de su trabajo mal pagado, las condiciones penosas de vida que se prolongan de padres a hijos. El pobre, por su existencia, es una señal del mal funcionamiento de una sociedad; y por paradoja, sobre ese pobre, Jesús nos llama la atención: “allí estoy yo. Mi Encarnación me hizo solidario con todos; pero preferencialmente con los hijos en quienes es difícil reconocer el rostro de mi Padre”. 2.3.3. Vivir como hijos Los exegetas confirman una y otra vez la original relación de Jesús de Nazaret, con Dios a quien llama de “Padre”. A tal punto que Pablo, acostumbrado desde el judaísmo a “bendecir a Yahvé”, cambia su invocación diciendo: “Bendito sea el Padre de Nuestro Señor Jesucristo”. Nuestro Dios cristiano es Paternidad, amor de Padre, revelado en el Hijo y constituyéndonos a nosotros en hijos por el Espíritu. Para Jesús esta relación con el Padre es el eje de su vida, es su “pasión” y centro de articulación de todo lo demás; la sobriedad y pobreza ante el mundo es vivencia de respeto a los dones del Padre; la fraternidad y entrega a los hermanos es expresión y testimonio del origen común de la única Paternidad. Las exigencias del Evangelio son, en ocasiones, heroicas: amar al prójimo como a sí mismo; perdonar al enemigo y orar por los que nos persiguen, compartir con el necesitado. En la oración del Padre Nuestro se registran dos peticiones que son como la síntesis del vivir fraternal: compartir el pan y perdonar. De inmediato surge la pregunta de si podremos garantizar la vida propia cuando nos prodigamos en ayudar a los demás. ¿Dónde está el límite de la caridad? Jesús invita a ver la conducta del Padre celestial con las flores y los pájaros; y a poner la confianza en ese mundo de fraternidad y confianza filial. Del mismo modo, perdonar a quien nos ofende es una exigencia muy costosa; pero contemplar al Padre celestial que no discrimina a nadie, que ama a buenos y malos derramando el calor del sol o la lluvia sobre unos y otros, ayudará a vivir como hijos entrando en la práctica del perdón. 2.4. El misterio pascual como punto álgido de la unidad entre espiritualidad y compromiso. La experiencia de Dios como Padre lleno de misericordia parece estar en contradicción con el final de la vida del Hijo entregado por el Padre a un mundo amado. El misterio de la muerte del Hijo no se comprende sin el misterio de la libertad humana que puede

rechazar el don que el Padre hizo al mundo, porque lo amaba; y sin el misterio del amor del Padre que sigue amando a ese mismo mundo que rechaza su don y la devuelve la salvación. La experiencia más personal y privada de cada ser humano, la de su propio pecado y del perdón de Dios, es la experiencia más social porque permite interpretar desde su experiencia el pecado del mundo y el perdón que Dios ofrece a ese mismo mundo. La historia personal se vuelve preciosa parábola de la historia del mundo; de lo que ha sido, de lo que está siendo y de lo que está llamado a ser. El misterio de la Pascua, que ocupa el contenido de la tercera y cuarta semana de ejercicios; entendiendo por pascua la muerte y la resurrección del Señor, es la clave de comprensión de la historia humana como un juego de libertades entre Dios y la humanidad. Creados en libertad, la usamos para ofender al creador. No se nos quita esa libertad, pero se nos ofrece el camino para “conquistarla” Esa conquista es penosa, en el plan de Dios, porque se aleja de todo lo que sea conquista por un poder que se impone, para manifestarse por un amor que se propone. Las conquistas del poder siempre quedan “fuera” de los sujetos conquistados; es otra voluntad, del dominador que les obliga a un camino, que ellos, los dominados, en el fondo no han elegido. Las conquistas del amor siempre nacen de “dentro”. El amor que se propone camina junto con el amor de la persona que se dispone para acogerlo y recibirlo. El amor que nació en gratuidad, hace nacer otro amor en gratitud, y desde entonces dos corazones que se aman caminan juntos. La Pascua es la revelación del misterio del Dios Trinitario; El Padre que es amor de gratuidad engendra al Hijo; el Hijo responde acogiendo ese amor y volviendo al padre por el camino de la gratitud. Ese Dios que es amor, no quiere imponerse, sino proponerse, hacerse oferta que interpela la libertad de la humanidad. Queremos en la segunda parte mostrar el sentido profundo de la pascua para alimentar el compromiso cristiano en la historia. Bástenos aquí haber apuntado su relevancia. Segunda parte: Una espiritualidad y un compromiso de inspiración ignaciana para el tercer milenio Tal vez la principal dificultad para vivir un compromiso social inspirado en la espiritualidad ignaciana sea la complejidad de los problemas sociales, propios de nuestra época. Nuestro desafío está en mostrar que la pedagogía espiritual ignaciana es apta para confrontar esta complejidad, porque va hasta la raíz misma de las actitudes desordenadas del individuo y de la sociedad. Cuando Ignacio propone las reglas para la práctica de las limosnas está confrontando ciertamente las dos dimensiones personal y social de la persona; decidir de lo propio es expresión de autonomía; beneficiar y servir a otros, es gesto social. Pero el problema es diferente, si un rico llegó a serlo por explotación del trabajo; hay una exigencia de justicia de reparar los daños de la injusticia, que va más allá del simple compartir lo propio.

1. La complejidad del problema social moderno El problema se vuelve más oscuro todavía si las finanzas para un negocio vienen de dineros mal habidos. Conocer ese origen y tolerarlo nos hace de alguna manera cómplices en el mal. Pero estas exigencias éticas en el manejo del dinero se vuelven oscuras cuando los sistemas de capitalización se vuelven anónimos, internacionales. Una empresa explotadora puede ser conocida como tal en un país, en una zona industrial; pero no es conocida en las filiales en el extranjero. Las multinacionales no tienen que preocuparse por la buena fama en las naciones de sus sedes principales... La responsabilidad ética se diluye en el anonimato. Lo que vuelve muy complejo el problema es el mercado financiero tal como se está imponiendo por tratados comerciales, sin ningún impedimento ni restricción para entrar y salir de los países, Las finanzas se han vuelto hoy como la sangre de la economía de un estado; el flujo de salida de capital significa literalmente dejar al país en condición “exangüe”. de muerte o de grave colapso económico. La vida moderna se está construyendo en dos niveles: en el de las decisiones globalizadas en las que se requiere muchísima información mantenida no “al día”, sino “al segundo” y luego en el de las expectativas de la vida cotidiana, en la cual las personas se encuentran sometidas al stress en dosis elevadas y con necesidad de fugas o descansos que son muchas veces standarizados por la sociedad de consumo: filmes de moda, shows, excursiones y paseos, etc. En la medida en que la vida cotidiana es moldeada también por la propaganda, los ritmos de trabajo y descanso dejan de ser autónomos y se va perdiendo el sentido de la propia identidad. Tal vez ésta sea una de las razones profundas de la reacción ante la revolución informacional que construye la “sociedad red”. Me refiero al fenómeno de la búsqueda de identidad en grupos de pertenencia: comunidad local, raza, género, tradiciones, cultos religiosos. La masificación de la sociedad globalizada, busca las reafirmaciones de identidades colectivas en espacios más pequeños y más homogéneos. Para el ser humano de la “calle” es excesiva responsabilidad manejar su propia economía, establecer sus propios ritmos de descanso y encima de todo eso sentir una cierta corresponsabilidad frente a los problemas del mundo. Para poder simplificar nuestra visión, vamos a acentuar tres polos densamente humanos que tienen que ver con la relación con el mundo por la economía; y con la sociedad y el Estado por la cultura y la política. La economía se ha expandido en tal forma que ha suprimido literalmente todas las fronteras de las naciones y tiende a imponer sobre todas ellas una norma única: el mercado, sin barreras ningunas.

La política se entremezcla de tal manera con la economía que los gobernantes de las naciones más poderosas se reúnen en conferencias mundiales sobre todo para garantizar las mejores condiciones para el mercado, comprometiéndose en el gobierno de sus estados a propiciar las condiciones económicas y políticas de una estabilidad interior en ambos campos que sustente la estabilidad exterior del orden mundial. La cultura, por su parte tiende a homogeneizarse, a medirse por parámetros iguales y universales: el consumismo como estilo de vida universal, y la democracia como el régimen político también universal. Se forma a las nuevas generaciones en las convicciones de que sólo la alta capacidad tecnológica y profesional; y el empeño en conseguir sus propias metas individuales, puede garantizar el sueño de sus vidas: dinero, poder, disfrute de felicidad. En estos tres ámbitos hay infinidad de elementos circunstanciales que se deben controlar y armonizar entre sí; son objeto de discusión de los expertos: ¿como abrir un mercado mundial de bienes de corta duración?, ¿cómo atraer inversiones extranjeras si hay normas rígidas de control?, ¿cómo articular la fuerza de los sindicatos en una era informacional que descentraliza la actividad laboral?, ¿cómo potenciar la fuerza de los partidos políticos cuando crece el descrédito por la corrupción extendida de los gobernantes? Estas cuestiones y muchas otras más son muy pertinentes y no se pueden eludir. Plantearlas y resolverlas es asunto científico técnico, que parece muy ajeno a los aportes de la espiritualidad. Caín mató con una quijada de burro, una bomba moderna mata mil personas con su carga explosiva. ¿De qué sirve plantearse el problema tecnológico del armamentismo, si dejamos de lado el problema humano de la muerte de un hermano? Los ejercicios, por principio, colocan el problema en el centro de las relaciones humanas y no en la de las cuestiones tecnológicas, que son problemas de medios y no de fines. Por otra parte hay fenómenos culturales que se extienden por varias generaciones que buscan el sentido de los acontecimientos. La modernidad y post-modernidad se han encargado de hacer de la razón y del progreso un dogma, pero al mismo tiempo, sospechar de las utopías de querer cambiar el orden de las cosas con alternativas solidarias. El último ingrediente añadido a este panorama es el terror (11 de setiembre) y la imposición de guerra al margen de los pactos establecidos después de la Segunda Guerra Mundial, destruyendo caminos ya recorridos. 2. Dos propuestas para elegir la vida personal y configurar la vida social ¿Podemos encontrar en estos rasgos, algunos elementos de orden, de construcción, de esperanza? ¿Podemos ofrecer una perspectiva que nos permita ver de modo constructivo el camino de un mundo nuevo? Ignacio nos ha descrito en la meditación de las dos Banderas, una situación de conflicto, de valores, de métodos de acción. Y ante estas propuestas nos sugiere “pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo, y ayuda para dellos me guardar, y conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán y gracia para le imitar”

Hay escalones bien claros en ambas estrategias, riqueza, honor y soberbia; pobreza espiritual y actual, deseo de oprobios y menosprecios, humildad. Esas estrategias, en el fondo, son exactas a través de los tiempos, aun cuando puedan darse grandes variables en las circunstancias históricas. ¿Cómo, en mundo de hoy, se producen y acumulan las riquezas? Parece existir entre economistas serios un consenso sobre el capitalismo como el mejor camino de producción de riquezas, pero al mismo tiempo su incapacidad para distribuirlas. El contraste entre estos dos aspectos, de los cuales sólo el primero suele ser alabado y defendido, se hace patente con la historia de la revolución industrial y de la actual revolución informacional. La motivación del lucro de las personas parece haber triunfado sobre los modelos de planificación económica y de régimen de propiedad socializada. Hasta parecen antagónicos ambos objetivos de una economía sana. A medida que se acentúa la distribución, se alza la protesta de destruir el incentivo para aumentar la riqueza, y viceversa. Los reformadores de la revolución industrial proponían un salario justo que permitiese también a los trabajadores el acceso a la propiedad privada de los medios de producción industriales. Algunas experiencias exitosas como la de Ford, aseguraron al mismo tiempo expansión del mercado y capacidad de compra de esos bienes. Las luchas salariales también tenían el objetivo de llegar a una clase media con cierto acceso a bienes industriales. Sin embargo, capital y trabajo nunca se entendieron en la revolución industrial; o si hubo entendimientos, como vg. capital y trabajo dentro de un país desarrollado; era porque se explotaba, por las empresas multinacionales, a los trabajadores de los países pobres por el otro. La nueva revolución informacional cambia casi radicalmente los términos de esta tensión entre producción-distribución, capital-trabajo. Esta revolución ha permitido la globalización de la economía funcionando en tiempo real, desde los polos más distantes del mundo entero. El control de los factores de producción de riqueza es casi absoluto, sobre todo en lo referente al mercado financiero, verdadera “sangre” de la anatomía de la economía mundial. Los mecanismos de distribución, como por ejemplo, establecer regulaciones legítimas al flujo financiero, no son admitidos. Un país que ofrece sus recursos a la inversión mundial, merece tener la seguridad de que la invasión de capitales pueda permanecer con cierta estabilidad para crear y distribuir la riqueza en beneficio de sus habitantes. Si a esta realidad económica globalizada, añadimos los nuevos rumbos de una política que intenta globalizarse, pero no por las decisiones de los ciudadanos de todos los países, sino por las decisiones de algunos gobernantes de esos países, -aunque contradigan el sentir claramente manifestado de sus electores-, tendremos una idea clara de hasta qué punto la economía controla la política y determina las decisiones de los poderosos. El sentido de la democracia queda pervertido cuando los gobernantes de países menos desarrollados no tienen alternativas en beneficio de su pueblo sino someterse a las normas e imposiciones de las fuentes mundiales de financiación, para iniciar, continuar y perpetuar el proceso de la “deuda externa”, eterna deuda que se ha vuelto impagable y además injusta.

Todo esto se hace “aceptable”en una cultura del consumismo que distorsiona las necesidades humanas; que sustituye sus necesidades por deseos hábilmente despertados por la propaganda comercial de bienes superfluos. El consumismo diluye los marcos de tradiciones de los pueblos y lleva a todos a satisfacer iguales deseos con iguales productos globalizados. 3. Aporte de la espiritualidad ignaciana para el compromiso social Ante esta realidad, ¿qué orientaciones puede ofrecer una espiritualidad como la ignaciana? Los problemas aquí planteados, desde las macro-estructuras económicas, políticas y culturales no son sino los síntomas de heridas más profundas que se dan en las personas y en los conjuntos sociales: el sentido de la vida humana, el origen y el fin de su existencia, la elección de los medios más eficaces para conseguir los objetivos fundamentales y subordinar los otros al fin último. Hay dos maneras de apuntalar esas convicciones últimas: una es a partir de la concepción creacionista, vinculada a algunas de las grandes religiones; otra es la esperanza de que a través de los millones de años de la evolución del cosmos, que terminan por producir las condiciones de vida de seres vegetales o animales, y en forma más avanzada del animal racional, podamos llegar con esa misma razón a establecer acuerdos entre todos los seres humanos, capaces de crear condiciones universales de sobrevivencia. La apuesta por la racionalidad humana debe ser hecha por todos, incluso por los que tengan cosmovisiones religiosas. Ignacio pertenece a una tradición, la cristiana y ofrece argumentos tanto de la razón como de la fe. El principio y fundamento se basa en el hecho de que “el hombre es creado para...” Quien determina ese finalismo no es el mismo ser humano, porque no se ha dado a sí mismo la existencia. La creación le hace depender en el ser y también en la finalidad de la creación, que le corresponde a su condición de criatura. Pero en la lógica fundamental de Ignacio hay, por otra parte, una convicción: la capacidad de la razón humana para fijar, desde el consentimiento de su libertad, un fin último que subordina todos los otros fines, que permite elegir medios, y que permite ser instancia critica frente a los afectos desordenados. La finalidad última de una sociedad en donde la vida humana sea valor referencial de todo, fundamento de las exigencias de condiciones que hagan posible y permitan crecimiento y desarrollo de esa vida, sería una finalidad capaz de recibir la aceptación universal. De alguna manera esto es lo que se pretende cuando se trabaja en los derechos humanos; base de consenso universal. Y también para esta hipótesis no-creacionista, es válida la argumentación ignaciana: donde hay un fin último hay una subordinación total de todos los fines posibles y se impone una sabia elección de los medios, que puede estar distorsionada no sólo por el error, sino sobre todo por el desorden de la afectividad. No entro aquí en la discusión de si esta postura que prescinde el dato religioso de la creación es o no suficiente para unir a toda la humanidad. Pero aun limitándonos a quienes tienen la certeza de la creación, tendríamos una base segura para fundamentar la

conducta de millones de seres humanos. Si al menos, éstos, vivieran la lógica de PyF ofrecerían a la humanidad el don de muchas soluciones y el alivio de menos problemas. El problema no está en la unión teórica de la ortodoxia, sino en la ortopraxis, aunque sea sólo exigencia de creyentes. 3.1. Desenmascarar los “afectos desordenados” sociales Desde el horizonte del fin absoluto y último: -“Gloria Dei” traducida en términos de Evangelio: “proximidad del Reino de Dios que exige conversión”- podemos decir que la economía, la política, la cultura tienen posibilidades extraordinarias, pero exigen, como realidades creadas, ser miradas desde el fin último. Por eso resulta sospechosa una economía que es muy funcional para producir riqueza, pero disfuncional para distribuirla; una democracia que permite la libre expresión de electores de un poder, pero impide la libre manifestación de una sociedad civil que acompaña los procesos de ejercicios del poder; o de una democracia que da a su gobernante no sólo el poder sobre su propio pueblo, sino la arrogancia de usurpar un poder sobre todos los pueblos de la tierra con el único argumento de su poderío militar; una cultura que presenta el atractivo de satisfacer los intereses del individuo pero oculta la insatisfacción permanente de otros aspectos del ser individual, y sobre todo muchos otros seres humanos que no tienen acceso a los bienes necesarios para realizarse como personas. En los tres casos aquí citados, hay un punto de coincidencia común que en términos ignacianos podría expresarse como “afectos desordenados”; a los que producen la riqueza no les interesa la distribución, a los que alcanzan el poder democráticamente no les interesa la vigilancia crítica permanente de sus electores ni limitar el poder que dan a quien gobierne los espacios de su patria; a los que venden productos para satisfacer demandas de una cultura consumista no les interesa formación de conciencias lúcidamente críticas. Ignacio tenía razón al plantear en PyF con tanta claridad que el problema en términos prácticos va a ser la manera de reaccionar ante la salud o la enfermedad, la riqueza o la pobreza, el honor o el deshonor, la vida larga o corta. Las ciencias sociales han llamado “ideologías” a estos afectos desordenados sociales que encubren la realidad, exaltando virtudes de un sistema pero ocultando sus graves defectos. La dificultad estriba en la capacidad de las ideologías de revestirse de rigurosa apariencia de rigor científico. El aporte ignaciano no es el de un método de critica ideológica; es algo más básico y fundamental: conocer que el ser humano es capaz de encubrir con razones aparentes las opciones que no se ajustan al proyecto de Dios. En otros términos, la originaria tentación del Génesis: “ser como dioses”, árbitros del bien y del mal, de la vida y de la muerte. 3.2. Desenmascarar la alienación religiosa en el segundo binario Hay otro aporte típicamente ignaciano que se mueve en el plano religioso de las representaciones de Dios. El desorden de los afectos, y en términos sociales, el encubrimiento de las ideologías es tanto más peligroso y funesto cuanto se aproxima al

campo de lo Absoluto, de Dios. Porque el ser humano que construye “su absoluto” deja de reconocer al verdadero Dios y por tanto fabrica un ídolo. Y es precisamente en este campo, donde Ignacio tiene mucho cuidado en discernir la voluntad de Dios real y verdadera, de la “voluntad” de Dios aparente y falsa. Para la Iglesia universal sería un gran bien, aplicar el modelo del “segundo binario”a sus prácticas pastorales: Queremos servir a Dios, sí, pero sin relativizar los medios de este mundo; sin relativizar el saber académico, el poder económico, la fuerza de lo político. Y relativizar no quiere decir “despreciar” , sino “menospreciar” esos valores, cuando está en juego otro valor superior. Pablo renunciaba al derecho de ser sostenido económicamente por la comunidad a la que servía pastoralmente, con tal que quedara en claro lo absoluto del Evangelio. Todos los valores de este mundo no pueden bloquear el reconocimiento del gran valor de la presencia de Cristo en los pobres. Cuanto los valores del mundo nos hacen ciegos a este valor, estamos en el “segundo binario”. Queremos servir a Dios con los medios que nos parecen más importantes que el Dios mismo a quien queremos servir. Los tres binarios tienen, por tanto, una profundidad excepcional cuando se releen desde una óptica social. Se trata de una “meditación” [149] en un momento en que se busca lo que es voluntad de Dios y se pide la gracia para elegirla y vivirla. Es una meditación que claramente vuelve al principio y fundamento: fin y medios; pero hay tres tipos humanos: el primero, de los que conocen el fin y lo aceptan, pero no ponen los medios. En contraste con este primer tipo, el tercero es de los que sí ponen los medios, y para ello dejan ya afectivamente esa “opción inconsciente”de preferir los medios que más agradan. Es el segundo binario, donde se encuentra el sutil engaño que es mucho más difundido de lo que pensamos, y cuyo desenmascaramiento es no sólo un acto humano de lucidez y honestidad, sino un acto religioso de acercarse a Dios y no al “idolo” que nuestra conciencia fabrica. El segundo binario, quiere y afirma que busca a Dios, pero el apego que tiene a lo relativo de los medios se ha vuelto en realidad el Absoluto de su vida; es decir, pone condiciones a Dios: servirle, sí, pero con estos medios, por estos caminos. El tema no es solo del uso de medios, sino de absolutizarlos de tal manera que el rostro de Dios se desfigura, se olvida, se relega. Aquí se da el fenómeno que los psicólogos y críticos de la cultura, sobre todo de la religiosa, han denunciado con tanta fuerza y vigor: la alienación humana. La alienación tiene sus raíces en la inseguridad interior que busca sus soluciones fuera de sí por medio de proyecciones a las que se da valor absoluto. Feuerbach analizó el fenómeno: la lucha entre la felicidad e infelicidad, lleva a proyectar una felicidad perpetua, que no se encuentra en el presente, pero que vendrá en el futuro. Ese Absoluto de perpetua felicidad es Dios y sus recompensas eternas; la religión es entonces un calmante del sufrimiento histórico, que aliena a la humanidad de su gran tarea: buscar construir una felicidad ya aquí en la tierra. Como consecuencia, el pueblo ignorante no sabe su enfermedad alienante y no quiere despojarse de ella; quitarle, incluso a la fuerza, ese calmante, es confrontarlo con la realidad y hacerle crecer en humanidad para ser agente de su propio destino; el ateismo así pensado no es sino la otra cara de un

humanismo intencional. Para amar a la humanidad hay que quitarle el opio que la tranquiliza y paraliza. Hay exactamente un paralelismo entre la alienación religiosa descrita por el marxismo siguiendo a Feuerbach, y el segundo binario. Los medios relativos se han convertido en la voluntad absoluta de Dios. Nos aferramos a ellos porque nos convienen, pero ocultamos, e incluso por inconsciencia, esta razón alegando ser la voluntad divina. Nada produce resultados tan desastrosos en la evangelización del Reino como el anuncio de un Evangelio que nos aliena. El inconsciente humano sigue creyendo que en Dios no hay sufrimiento y por tanto donde hay sufrimiento no hay Dios; una ideología así sería perfectamente cómoda a la sociedad de consumo; a los países poderosos que se erigen en árbitros del mundo; porque en estos casos se mide el gozo, la felicidad en términos de egoismo. Si sufro, es castigo de Dios, si no sufro es premio; si los otros sufren es porque lo merecen. Si la alienación es “proyectar” un dios conforme a las aspiraciones humanas, no hay religión mas “desalienante” que el cristianismo, porque nos dice que Dios y dolor pueden ir juntos cuando dolor y amor se han juntado. De allí la constante pedagogía ignaciana del amor incluso en el dolor, hasta llegar a la tercera manera de humildad. El mundo moderno está al borde de la más terrible de las alienaciones. Creer que el mundo que construye es lo que Dios quiere, aunque sea tan contrario a los criterios del Evangelio, tan distante a la opción por los pobres, tan opuesta al camino de Jesús que nos anuncia tomar su cruz. Podemos, incluso con la tranquilidad espiritual que produce la experiencia de los Ejercicios, contribuir a esta alienación religiosa. Podemos educar y formar cristianos con rígida moral individual y familiar pero con carencia absoluta de una ética social, sobre todo económica, política, cultural. Es el cristiano aferrado a la “fe” pero que rechaza la “justicia”. Es una de las grandes gracias de Dios el don de la espiritualidad ignaciana que nos permite ver juntos “fe” y “justicia”; y amar y seguir a Jesús sobre todo en la cruz y reconocido sobre todo en el pobre. Estos signos de “desalienación” son vitales para entender el sentido social de los ejercicios. La gran contribución de los ejercicios para el ser personal individual y social es saber que sus decisiones humanas deben ser iluminadas por la razón y por la fe, pero que pueden no llegar a serlo cuando nos enturbian las pasiones, la afectividad no ordenada por esa misma razón y fe. El proceso de “ocultamiento” del desorden se reviste precisamente de “orden”. Por ejemplo, se identifica la justicia con la ley, aunque ésta sea perfectamente injusta e inhumana; se acepta como ciencia rigurosa la que constata mecanismos construidos sobre “ideas reguladoras” aunque se sepa que estas ideas no funcionan; más aún, no se quieren que funcionen. La idea reguladora de la economía es el mercado perfecto, que exige total igualdad de condiciones de los participantes en ese mercado; basado en un “dogma” de una realidad inexistente, se rechazan todas las medidas que llevarían precisamente a la igualdad de condiciones en el mercado, como la de defender a los que están en posición más débil.

La idea reguladora de la democracia supone un pueblo que elige sus gobernantes y acompaña su gestión para que no abuse de su poder en los ámbitos de la nación que los eligió; pero en nombre de esa democracia como “idea reguladora” se impone una democracia que permite a los gobernantes ignorar la voluntad popular de sus pueblos y sobre todo arrogarse sobre otros pueblos una autoridad y un poder que nadie les otorgó. Lo mismo puede decirse de la cultura que une a los pueblos conforme a tradiciones y valores; pero esos valores pueden distorsionarse, invertirse dentro de una escala axiológica; una cultura que se impone por los eficaces medios de comunicación modernos, por la educación en escuelas y universidades donde no se enseña a pensar ni a “ordenar los medios” de la ciencia y de la técnica en orden al “fin”de una sociedad humana y feliz donde reine la paz y la justicia. 3.3. Sólo una persona que cambia puede cambiar el mundo Hemos afirmado que la propuesta ignaciana de vigilancia sobre los afectos desordenados afecta al individuo como ser personal y social. Un solo ser, la persona, se abre a dimensiones de vida diferentes; pero con iguales procesos. Lo individual y lo social no son dos “campos” distintos, sino dos espacios en donde un mismo sujeto va a actuar. La intuición ignaciana toca este principio. Haga lo que haga el ser humano, sea en lo individual o en lo social, no hace sino proyectarse como es y como quiere llegar a ser a través de sus actos. Por esta unidad de un solo sujeto podemos establecer el principio típicamente ignaciano de que no puede haber ningún cambio en la sociedad si no ha habido primero cambios en la persona. Esto significa que la sociedad no la cambian “marionetas” manipuladas al margen o contra su conciencia. Sólo personas que han tenido la absoluta honradez de contemplar el mal realizado por ellas mismas, el pecado, y de experimentar el perdón, son capaces de ser agentes de cambios sociales. ¿Por qué esta convicción en la que todos estaríamos de acuerdo no han dado sus resultados de compromisos sociales por la fe y la justicia? El problema está en el desconocimiento de aspectos científicos del psiquismo individual y de los mecanismos sociales. La psicología nos ha abierto a campos donde no habíamos entrado nunca, como el inconsciente. Hoy un director de ejercicios debe conocer las ideas fundamentales del psiquismo humano y de sus mecanismos de alienación. De la misma manera, la sociología nos ha revelado la complejidad de las sociedades modernas donde actuamos con responsabilidades individuales y colectivas. Nuevamente, el director de ejercicios debe conocer estos mecanismos sociales, sobre todo los ideológicos, que falsifican las decisiones libres. Esto no significa que los ejercicios deban transformarse en cursos de psicología o sociología. Ellos tienen su finalidad propia, pero que presupone el conocimiento humano; cuanto más profundo sea este conocimiento, con más realismo ayudaremos a

los que hacen la experiencia de los ejercicios a situarse en su historia personal y colectiva. Lo importante es que esto sea realizado en su condición de sujeto, y esta es la convicción ignaciana: sólo se cambia el mundo por personas que han cambiado ellas mismas. 3.4. La pedagogía ignaciana para cambiar la sociedad desde la conversión personal ¿Cómo dar el paso de salir del espacio individual al social? Si el desorden afectivo es el punto de unidad común de ambos, todo lo que sea reflexionar sobre él es ya dar pasos positivos para incidir en los dos campos. Pero el proceso ignaciano no se queda en el Principio y Fundamento: pasa a la única manera de educar a la persona a orientarse en su vida por valores: la propuesta de un modelo de vida. Ese modelo es la persona de Jesucristo. La subjetividad de Jesús de Nazaret, porque es un sujeto humano, se enfrentó exactamente con los dos “campos” individual y social que hemos mencionado. Por eso, la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, son la pedagogía simultánea de los procesos psicológicos y sociológicos que siguen a la conversión. Ha sido un error, tal vez muy difundido, pensar que Cristo es modelo de actitudes internas, pero no de comportamientos externos y sociales. Hay algo de verdad en que los contextos históricos son diferentes entre una sociedad tradicional campesina y la moderna urbana. Desde luego las parábolas deberían ser distintas; miles de personas de ciudad nunca han contemplado una semilla de mostaza. Pero los contextos sociales distintos por los niveles de tecnologías, por los intereses políticos que están en juego, siguen siendo siempre espacios construidos por el ser humano para vivir su vida. Trabajar con lucidez sobre esa característica común, porque es humana y por tanto universal para tiempos y lugares, es el arte y la pedagogía de quien propone los Ejercicios. Y la regla fundamental de la vida de Jesús, privada y pública fue la confrontación entre la realidad que le rodea y el Reino que el Padre quiere que exista ya en este mundo. Lo que impide que esa realidad se transforme en Reino es la libre voluntad de las personas: iluminarlas, e incluso interpelarlas con vigor por la denuncia del pecado; proponer una vida que está configurada ya por el Reino de la filiación y de la fraternidad, es decir la propia vida personal de Jesús de Nazaret; intentar esa misma realidad de Reino en un grupo de personas contagiadas por los mismos ideales. Este es el camino que el Evangelio nos señala para cambiarse a sí mismo y al mundo. Pero hay algo mucho más serio todavía: el anuncio de un Padre que respeta la libertad de sus hijos, hasta límites impensables: dejar que asesinen a su propio Hijo entregado al mundo. Se trata de un Padre que no quiere obras de hijos guiadas por el temor, sino del amor. Cuando tratamos de forzar a que la conducta de las personas se transforme por el temor, dejamos de revelar a ese Padre que entrega a su Hijo en manos de la humanidad que lo llevan hasta la cruz.

Por eso, el misterio pascual de la muerte y de la resurrección de Cristo es la cumbre final del proceso de trasformación personal y colectivo. Por un lado separa la corta vida de la persona y la larga vida de toda la historia humana. Hay utopías del Reino que unos hijos nunca veremos realizadas aunque hayamos luchado decididamente por ellas. Pero por otro lado, une esa vida corta de la persona y esa vida larga de la historia del mundo, por un vínculo efectivo de eficacia, pero invisible a nuestros ojos, porque es obra del Espíritu en el corazón de las personas. Entregar la propia vida para los cambios que el sujeto personal debe realizar y para sumarse a las grandes transformaciones del mundo en Reino, es la decisión fundamental que hay que hacer en ejercicios y la cual puede falsificarse por el encubrimiento de nuestros afectos desordenados. La Tercera y Cuarta semana son intensamente afectivas. La advertencia contra el desorden del afecto, se transforma en invitación a seguir los afectos ordenados que nos ponen en comunión con los sufrimientos y los gozos de Jesucristo. Ordenar mis afectos personales por la escala de los afectos de Jesús significa sufrir por aquello que hace sufrir a Cristo: el pecado, el orgullo, la autosuficiencia, la imposición egoísta de los caprichos de uno mismo, la mentira, la infidelidad. La pasión de Jesús es medida de orden de nuestras pasiones personales; en sentido cualitativo, de modo que nunca una alegría para mí sea una tristeza para Cristo; pero también en sentido cuantitativo, es decir, guardar la proporción entre mis pequeños sufrimientos humanos y los grandes sufrimientos de Cristo sobre todo en su pasión. Pero el gozo es también otro sentimiento humano y es necesario ordenarlo por la regla de Cristo. Y nuevamente en sentido cualitativo (ningún gozo mío si no es de Cristo) y cuantitativo: valorar más los grandes gozos de Cristo que los míos, tan pequeños y con frecuencia egocéntricos. Los gozos de Cristo Resucitado se refieren a la revelación del Padre en la resurrección del Hijo y por tanto el “desvelamiento” total del misterio del dolor humano que será definitivamente vencido. Es insuficiente comparar sufrimientos y gozos personales con los de Cristo; es preciso comparar sufrimientos y gozos sociales con los de Cristo. Mi dolor es eco del dolor del mismo Cristo, pero también lo es todo sufrimiento del mundo. La compasión con las víctimas es camino seguro de encontrarnos con Cristo afectivamente, viéndolo en los que sufren. No necesitamos de un mundo feliz para encontrar en él a Cristo: es el mundo real en el que se encuentra; es en los billones de personas marginadas del mercado. manejadas contra su voluntad por las democracias aparentes de nuestro mundo político; en las jerarquías axiológicas que ponen en último lugar los valores del espíritu. Solidaridad con ellos, encuentro con ellos. Todo eso puede ser política, economía, cultura, pero es mucho más: es insertarse en aquella humanidad en la cual el Hijo de Dios quiso encarnarse. Si Juan dice que “Dios entregó su Hijo al mundo” no es a un mundo ficticio de justos y santos, sino a ese mundo sobre el cual Ignacio presenta la decisión trinitaria: “Hagamos la redención del género humano”.

El misterio pascual es el misterio de la cruz, que por un lado representa la maldad de la libertad humana que rechaza que Jesús siga viviendo con nosotros y decreta su muerte; pero por el otro representa la infinita bondad del Padre que nos acoge para la vida filial precisamente por el camino de esa muerte impuesta por la humanidad a Jesús. No son dos “muertes” una que es efecto de la maldad y otra que es principio de la bondad de Dios; es una misma, transformada por dentro por el amor. Ese es el poder de Dios que compartimos por el Espíritu. El Espíritu de Dios hace de las Víctimas de los Poderes de Este Mundo, las Victorias del Poder del Espíritu de Dios sobre Este Mundo. Las Víctimas comienzan a ser Victorias cuando “resucitan” por la fe, la esperanza y el amor. Esa resurrección es intra-histórica, anticipa ahora la que va a suceder al fin de la vida; en este sentido anticipa el Reino que viene. Ese fué el Evangelio de Jesús: conviértanse (ahora) porque el Reino está cerca (todavía no está aquí). Vivir de un modo nuevo, filial y fraterno, ya ahora es “nuestra conversión”, pero el motivo es la “proximidad” (y no la presencia plena) de; Reino. En otros términos la realidad futura del Reino es determinante de las conductas presentes de los seguidores de Jesucristo. La Pascua de Cristo que sucedió al inicio de la era cristiana y se realizará al final de los tiempos es anticipada por cada creyente cuando en cada sufrimiento humano pone la esperanza del futuro a construir. No sustituye sufrimiento por alegría, sino por esperanza; hace así que el futuro esté actuando ya en el presente. La psiquiatría nos acostumbró a los determinismos del pasado. La libertad humana no existe porque todo está programado por las experiencias iniciales de la vida. El determinismo del pasado es una fuerza de la naturaleza que limita a la libertad de la persona. Pero es muy diferente la auto-determinación de un futuro libremente elegido porque es la fuerza de la persona y de su libertad por construir un presente a imagen y semejanza del Reino que espera. El fruto obvio de la espiritualidad ignaciana es el de personas maduras individual y socialmente que en ambos campos de la vida proceden de igual modo, buscando la voluntad del Reino sin dejarse llevar de los afectos desordenados que lo deforman. Y como nuestras aspiraciones humanas son por la vida, la riqueza, el honor; tenemos que atender con especial atención al sufrimiento, la pobreza, el deshonor de aquellos que son Victimas de este mundo, pero se convierten en Victorias ya presentes del mundo futuro. Considerados los Ejercicios como el camino de educarnos para vivir el misterio pascual en el hoy del mundo, creo que se constituye en uno de los recursos más sólidos de la espiritualidad cristiana, donde todos los elementos se integran armónicamente entre sí: donde una antropología de la esencia psico-somática y espiritual del ser humano, nos permite comprender la existencia cotidiana de los tejidos de relación con el mundo, con los otros y con Dios. Pero esta antropología es abierta, porque ha encontrado el misterio en la Cristología, siendo por tanto los Ejercicios el encuentro de ambas, porque reconoce que en el Verbo Encarnado se da la plenitud de la humanidad. Esa plenitud nos permite caminar como Jesús “haciendo el bien”, pero cuando la muerte y el fracaso

parecen proclamar el sin-sentido de una vida que busca la justicia y la fe; la certeza del Resucitado sigue transformando nuestras dudas y temores en cantos de esperanza. La más atenta fidelidad a la historia se sobrepasa a sí misma cuando está atenta a lo metahistórico, que no está después sino “dentro” de la historia, invisible para los ojos del cuerpo, pero visible a los de la razón y del espíritu. Contamos con el poder del Espíritu que permitirá revelar el poder de la resistencia de los pueblos que caminan con esperanza y vencen el miedo. Personas transformadas por la intimidad de la amistad con Jesucristo y vigilantes sobre los afectos desordenados sociales y las sutiles alienaciones religiosas, encontrarán en los Ejercicios de San Ignacio una fuente de alimentación y sustento espiritual.

-------------------------------------------------------------------------------[1] En esta presentación de la antropología de los Ejercicios tomo algunos conceptos fundamentales de Henrique Lima Vaz: Antropología, 2 tomos, Loyola, Sao Paulo; y de João Roque Junges: Evento Cristo e Ação Humana. Unisinos 2001, São Leopoldo. [2] Allí reside la dificultad fundamental para realizar con coherencia la opción por los pobres. Ver el interesante artículo de Jung Mo Sung: Solidariedade e a condição humana, en Convergencia 36 (marzo 2001) 89-109. [3] Las ideas que aquí presento fueron trabajadas en mi ponencia Antropología y valores en San Ignacio, para el Seminario de Educación y Espiritualidad’de la CPAL, agosto 2003. [4] Ver el excelente estudio de Jesús Montero Tirado Educación ignaciana y cambio social, Ed. Loyola y CEPAG, 2003. [5] Ver mi articulo El seguimiento de Jesús, hoy, en América Latina, en ITAICI, Revista de Espiritualidad Ignaciana,.2003

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