LA VIDA DE UN HOMBRE, EL DESTINO DE UN DIOS

LA VIDA DE UN HOMBRE, EL DESTINO DE UN DIOS Mucho antes del comienzo de nuestra Era, cuando Roma aún era una pequeña ciudad pesquera, sin apenas atisb...
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LA VIDA DE UN HOMBRE, EL DESTINO DE UN DIOS Mucho antes del comienzo de nuestra Era, cuando Roma aún era una pequeña ciudad pesquera, sin apenas atisbo de su gloria y esplendor posterior, cuando Grecia estaba a punto de alcanzar su época clásica, existían, en nuestra Iberia, una serie de pueblos denominados iberos. Esta es la historia de uno de ellos, un héroe que forjó su propia leyenda en vida. Su nombre era pronunciado con temor por los más intrépidos entre los mercenarios, susurrado al viento por quienes lo conocieron, eternamente maldito por quienes lo sufrieron. En algún lugar de la península ibérica, finales del S. VI a. C: Un hombre, Garokan, contemplaba los restos de su amigo, caído frente a la horda enemiga que le asaltó cuando volvía a Miróbriga de comerciar en las ubérrimas tierras tartesias. Las sombras, que los árboles de las lindes del camino que llevaba al vado del río proyectaban, hacían aún más tétrica la imagen de la necrópolis. Su juramento fue silencioso para el resto de los mortales, pero restalló como el más poderoso de los truenos allí donde la divinidad ibera de la guerra residía por toda la eternidad. Y esta le recogió la promesa. Una promesa de caos y destrucción. Un mes más tarde, muchos preparativos después… La vivienda de Balcaldur estaba hecha de gruesos muros de adobe situados encima de un zócalo de piedra. La casa era de planta rectangular y tenía cuatro compartimentos, por lo que era una de las casas más grandes y lujosas del oppidum, aquel poblado fortificado de varias hectáreas y de ciclópeas murallas. Este salió, dejando dentro a su mujer, que, serena, tejía, y pronto paró de escuchar el repetitivo

sonido que realizaban las fusayolas cuando repicaban entre sí en el telar. Cuando ocupó su puesto en el Consejo del oppidum, un emisario se presentó ante él: -

Señor, de acuerdo con lo estipulado, los oppida de Ipolca y de Aurgis han renovado los lazos de alianza que la unen a nuestra capital, así como las aldeas próximas, tributarias al santuario consagrado a la deidad Ataecina, que vele siempre por nosotros. También están en buenas relaciones con nosotros Sisapo y Lacurris, cuyos tributos en cinabrio y alimentos, respectivamente, siguen llegando puntualmente, por lo que prestarían ayuda militar en caso de solicitarlo. Pero debo añadir, mi señor, que un populoso oppidum, cuyo nombre no merece ser citado, junto a los bárbaros celtas de Miróbriga, se han negado a recibir a nuestro enviado y se oponen a vuestra suprema voluntad de unificar bajo vuestro mando a toda la región oretana, por lo que se han alzado en armas contra nosotros- informó dicho emisario al régulo.

-

¿Una insurrección contra nosotros, el pueblo más ilustre de cuantos habitan Iberia? Es intolerable. Manda, presto, enviados a todos los centros de alistamiento repartidos por la región, decretando una leva general. Si quieren guerra, eso tendrán.

-

Pero, ¿no consideráis, mi régulo, que sea precipitada esta decisión? El avituallamiento de las tropas no está previsto siquiera- dijo el más anciano de sus consejeros.

-

No puedo creer que cierto sea lo que llega a mis oídos. Está en juego la honra, el honor y la dignidad de todo un pueblo, de

impoluto pasado y de nobilísimo linaje, ¿y queréis perder el tiempo en tales minucias?

-

Sea como gustéis. Veo que de nada sirve haceros cambiar de opinión. Sus designios serán cumplidos de inmediato.

La luz crepuscular comenzaba a ser insuficiente amparo para la numerosa hueste que dirigía Balcaldur en medio de una ligera neblina. El piafar de los caballos se destacaba en la quietud de la noche. La fina lluvia calaba a hombres y bestias por igual. Pronto comenzó a soplar un viento gélido, como procedente de las entrañas del tártaro. Parecía que los elementos se conjuraban contra el destinado a aplastar la rebelión. La comitiva desfilaba lentamente por una hondonada fluvial rodeada de las agrestes cumbres de la serranía hispánica, deseosa de detener la marcha y resguardarse de la desapacible noche que se avecinaba. Cuando, aliviados por escapar hacia las grutas montañosas, se acercaron lo suficiente a ellas, grandes peñascos se sumaron al agua de lluvia, en un duelo por ver quién era capaz de importunar más a los invasores. Contra todo pronóstico, la valerosa milicia campesina comenzó a desorganizarse ante la pétrea precipitación, cosa que no había hecho frente al agua. En ese momento, se cerró la trampa. Garokan se permitió, al fin, esbozar una afilada sonrisa. A un gesto suyo, sus guerrilleros descendieron hacia el valle. Desenvainando su falcata, poco tardó en unirse a ellos. Balcaldur tardó demasiado en comprender lo que sucedía; al parecer, algunos pastores osaban importunar al ejército, fue su primer pensamiento. Cuando el suelo dejó de ser marrón y pasó a teñirse de

rojo, consideró, erróneamente, que todo había terminado, que la resistencia estaba aplastada. ¡Cuál no fue su sorpresa al descubrir que los caídos eran de los suyos! En ese momento comenzó a inquietarse. La falcata y el brazo de Garokan se contorneaban como si fueran uno. Los estragos eran fruto de su rapidez y poco tiempo permaneció sin sangre su afilado hierro. Con mecánica eficacia, aniquilaron a la desorganizada tropa de Orisos, mientras el estrépito de las espadas entrechocando inundaba el valle. Garokan sentía, con cada estocada hundida en la carne enemiga, que estaba vengando a su amigo, que cobraba el precio que su sangre valía. Y no podía fallar, ya que la Inominada estaba con él, y nada sería capaz de detenerlo. Oteando la situación, hizo un rápido cálculo. Tocaban a más de siete por cabeza, pero se estaban cumpliendo las expectativas sobradamente. Tras limpiar ligeramente la falcata en la hierba húmeda, se dirigió a rodear al único responsable de lo acontecido. Era imposible equivocarse, su penacho rojo se destacaba, visible a kilómetros de distancia. Lo acechó, como una fiera hace con su presa, confiado, aguardando al momento oportuno. No se dio cuenta de que había surtido efecto el cuerno de batalla, que había sido soplado con la caída de las primeras piedras, y numerosos refuerzos se incorporaban al destacamento principal. No había vuelto la cabeza para ver como caían uno a uno sus hombres. Solamente tenía ojos para el responsable de la desgracia que había atormentado su corazón desde su pérdida. Era más que un amigo. Era media vida lo que le habían arrebatado.

Sin más preámbulos, salió de donde se había agazapado y, enarbolando la falcata por encima de sus hombros, aullando de rabia, se dirigió hacia el causante de sus males. Balcaldur, una vez que supo que las cosas iban mal, intentó revolverse y huir. Antes de que pudiera llevar a cabo sus pensamientos, oyó un bramido que lo paralizó. Alguien se dirigía hacia él, cargando violentamente. Sin poder moverse del sitio del estupor, observó como dos de sus guardias personales, unidos al régulo mediante la devotio sacra, caían ante la furiosa tempestad que se había personalizado en el desconocido atacante. O más que persona, parecía un diablo que había bajado a la Tierra para cambiar el curso de una Historia que se desviaba de sus objetivos. Lo último que vio Balcaldur, antes de que se turbasen sus ojos definitivamente, fue el suelo, que se acercaba a una velocidad cada vez más elevada. Garokan había cumplido su objetivo. Había saciado su sed. Pero, mientras escapada de allí, de aquella masacre, tras haber dado muerte al hombre más poderoso de la región, vio a sus hombres en el suelo, junto a incontables charcos de sangre que habían teñido el río de un color negro, como el alma de aquellos que habían cometido semejante atrocidad, entre los que él mismo debía contarse. No sintió el ansiado alivio, el maná que esperaba que resultase la muerte de Balcaldur, el anhelado bálsamo para su fragmentado corazón. Al contrario, sintió como este se le corroía por dentro, destruyendo lo poco que había quedado de él. Sintió que había vuelto a perder. Comprendió, quizás demasiado tarde, que buscando a su compañero había perdido la humanidad que le quedaba, que la venganza sangrienta traía unos fantasmas aún más difíciles de ahuyentar que la melancolía, de la que se podía librar las

noches de luna llena, sumergiéndose en hidromiel, acompañado de alguna morena con la que compartir esos momentos de embriaguez. Los remordimientos que le asolaron por las atrocidades que había cometido, por sus hombres, a los que había guiado hacia la muerte, una muerte que los dejaría vagando errantes por toda la eternidad, se manifestaron, impasibles. Y supo que no podría librarse de ellos si no les compensaba por sus desmanes. Sin fuerzas, intentó poner fin a su vida. Pero su mano tembló, y perdió,

antes

de

llevar

a

cabo

su

propio

ajusticiamiento,

el

conocimiento. Cuando despertó, apresuradamente se subió a un barco, como cumpliendo el dictado de una orden ineludible, y se embarcó rumbo a lo desconocido, intentó ver si conseguía llegar al paraíso o a la morada de los que abandonaban la Tierra por toda la eternidad. Para ello, navegó y navegó, sin descanso, por inhóspitas y lejanas costas, para no regresar jamás. En Iberia, pronto la leyenda creció. ¿Quién era aquel hombre que, junto a un puñado de valientes había aniquilado la mayor fuerza que habíase visto por aquellas lindes? ¿Quién era ese intrépido capaz de derrotar al hombre más poderoso de Iberia, al mando de cientos de hombres, dueño, además, de las más codiciadas y ricas minas de plata? Fue un hombre fiel a sus ideales, incluso cuando descubrió que estos eran erróneos. Entonces, valeroso, se fundió definitivamente con su destino, rodeándose de un aura de divina heroicidad. Su nombre fue olvidado con el paso del tiempo, pero sus gestas pronto pasaron a formar parte de la memoria colectiva de todo un pueblo, el ibero.