La vida de Eduard Seier. Recuerdos personales*

La vida de Eduard Seier. Recuerdos personales* Por Lotte Hoepfner, Gisela von Wobeser I INTRODUCCIÓN Los estrechos vínculos que se establecieron ent...
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La vida de Eduard Seier. Recuerdos personales* Por Lotte Hoepfner, Gisela von Wobeser

I INTRODUCCIÓN

Los estrechos vínculos que se establecieron entre Alemania y México con la visita del célebre viajero Alejandro de Humboldt a principios del siglo pasado se han mantenido desde entonces a través de un fructífero intercambio académico y científico. Muchos destacados investigadores alemanes han dedicado sus vidas al estudio de diversos aspectos de la realidad mexicana. Entre ellos ha sido Eduard Seier uno de los más notables. Seier se abocó al estudio de las viejas culturas mesoamericanas, en particular a la azteca y la maya. Durante los años de juventud el interés de Seler estuvo enfocado hacia las ciencias naturales, en especial a la botánica. Posteriormente se dedicó al estudio de la filología y la lingüística, produciendo algunas investigaciones sobre el sánscrito y otros idiomas indogermánicos. Fue a través de esta rama del conocimiento que su mira se dirigió hacia México, ya que las lenguas maya y azteca atrajeron su atención. En 1887 presentó como tesis doctoral un trabajo titulado El sistema de conjugación de los idiomas mayas, en la universidad de Leipzig. Con la intención de ampliar y profundizar sus conocimientos sobre las antiguas culturas mesoamericanas partió Seler ese mismo año rumbo a México para llevar a cabo su primer viaje de estudios. Contaba ya con 38 años. La confrontación directa con los vestigios de las viejas culturas dejaron una impresión tan profunda en el investigador que determinaron el futuro * Este artículo fue publicado por primera vez en 1949 en el volumen titulado El México Antiguo. Revista internacional de arqueología, etnografía, folclore, prehistoria, historia antigua y lingüística mexicanas, editada por la Sociedad Alemana Mexicanista, volumen VII, 1949, pp. 58—74. La introducción es de Gisela von Wobeser.

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derrotero de su vida. Con honda dedicación se consagró el resto de sus días al estudio de las culturas mesoamericanas. El mayor mérito de Seler fue el de crear el fundamento para el estudio científico de la Antigüedad Mesoamericana. Con él queda superada la etapa de las conjeturas y especulaciones. Fue muy cauteloso en el desarrollo de sus tesis científicas, utilizando métodos provenientes de las ciencias naturales. Alfonso Caso señaló que "Las bases sobre las que hace descansar Seler sus interpretaciones son en primer lugar, una comparación de las fuentes, bien sea de los cronistas e historiadores españoles, o de los indígenas; en segundo lugar, las traducciones de los textos indígenas, pero traducciones realizadas no sólo por un conocedor de la lengua, sino por el conocedor de la cultura, en su totalidad, de estos pueblos indígenas. Por eso pudo llegar a traducir, en forma inteligible, expresiones que un simple conocedor de la lengua, pero ignorante del calendario, de la mitología, de la organización social, en suma, de la cultura de los pueblos antiguos, no habría podido traducir. En tercer lugar se basa en un estudio de primera mano, de los manuscritos pictóricos indígenas, dándoles toda la importancia que merecen, como la fuente más auténtica que poseemos para el conocimiento de las antiguas culturas indígenas, y por último, en un estudio minucioso de los detalles, combinando lo que sabemos por las antiguas fuentes, lo que nos dicen las pictografías indígenas y lo que se encuentra en la escultura y en la cerámica". (Alfonso Caso "Influencia de Seler en las ciencias antropológicas": El México Antiguo, op. cit., p. 26). Amplió su campo de estudio a otras ramas afines, tales como la arqueología, la etnología y la historia. Realizó en total seis viajes de estudio a México, Centro y Sudamérica, entre 1887 y 1910. Sometió a un análisis minucioso las piezas arqueológicas que encontró en los museos y en colecciones particulares. Visitó y estudió centros arqueológicos, entre ellos Xochicalco y Chichón Itzá, e hizo excavaciones en Centroamérica. Con la ayuda de su esposa Caecilie Sachs de Seler tomó innumerables fotografías e hizo reproducciones, dibujos y acuarelas de muchas piezas y edificios. Asimismo hay que destacar su labor como coleccionista. Poseyó una amplia colección de objetos prehispánicos y adquirió un gran número de piezas para el Museo Etnográfico de Berlín, de cuya sección americana fue director. Seler creó una escuela de americanistas alemanes. Gracias al mecenazgo del duque de Loubat se instituyó en la Universidad de Berlín una cátedra para lingüística y arqueología americanas, de la cual fue titular. Sus

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cursos comprendían arqueología de México, Centroamérica y América del Sur y las lenguas náhuatl, maya y quechua. Entre sus discípulos más destacados se cuentan Walter Krickeberg, Walter Lehmann, Franz Termer, Theodor Wilhelm Danzel y Heinrich Ubbelohde-Doering. Sus publicaciones fueron muy abundantes y variadas. Una gran parte de los artículos están contenidos en los cinco volúmenes de las Gesammelte Abhandlungen. Se refieren a análisis lingüísticos, descripciones de piezas, traducciones de códices, aspectos etnográficos, estudios arqueológicos, monografías sobre un tema determinado y aspectos generales de la historia antigua de México, así como trabajos de menor envergadura sobre Sudamérica. Destacan entre sus trabajos las traducciones y estudios sobre códices, que permitieron un acercamiento científico a la historia antigua mexicana. Entre 1888 y 1909 aparecieron ediciones críticas del códice Tonalámatl de la colección Aubin, del códice Fehervary-Mayer, del Vaticano y del Borgia. La obra cumbre de su vida, a la que dedicó la mayor parte de su esfuerzo, fue la traducción de los escritos de Bernardino de Sahagún. Consideró que esta obra era la más rica en cuanto a su contenido y la información que proporciona y, por lo tanto, le pareció fundamental su traducción y análisis. Desafortunadamente sólo pudo traducir una parte de los escritos sahagunianos, quedando truncado su sueño de legar a la posteridad una versión completa.

II D E LA VIDA DE EDUARD SELER. RECUERDOS PERSONALES

Georg Eduard Seler nació en Crossen del Oder, el 5 de diciembre de 1849. Fue el tercer hijo de cuatro de un matrimonio de maestros pobres. Su padre, Gottlieb Seler, era profesor de la escuela municipal de Crossen. Su madre, de apellido Münch, procedía de una familia de oficiales, venida a menos, y oriunda de Bohemia. El joven Eduard era de complexión delicada, pero de fibra, y estaba dotado de gran penetración y de una memoria extraordinaria. En la escuelita de su ciudad natal fue siempre el primero de su clase, y sus buenas calificaciones le valieron una beca, destinada solamente a los hijos de los maestros, para el Colegio de Humanidades de Joachimsthal de Berlín. Allí trabó amistad con mi padre, Immanuel Hoffman, amistad íntima, que posteriormente se estrechó aún más por vínculos de familia con motivo del matrimonio de Eduard Seler con una

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prima de mi padre, Caecilie Seier-Sachs, la que más tarde sería la renombrada filántropa y defensora de los derechos de la mujer. La conoció en casa de mis abuelos, que en el Berlín de aquel entonces era el centro de reunión de los intelectuales de tipo liberal y de los amantes de la buena música. Muerto su más viejo amigo, mi padre le dedicó en sus funerales los sentidos acordes de su viejo violin, que han de haber llegado al Elíseo como avanzada de salutación y confirmación de su cordial amistad; pues un año después mi padre dejó este mundo para unirse con él en la Región Eterna. En la Pascua de 1869, Eduard Seier sustentó examen de bachiller y se matriculó en la Universidad de Breslau para estudiar Ciencias Naturales, su asignatura predilecta. Dedicóse especialmente al estudio de las gramíneas y a las filíceas y hasta el fin de sus días conservó su devoción por estas ciencias, no descuidando, como es de suponer, la amistad con sus compañeros de estudios, entre los que se contaban los consejeros privados Engler y Urban, más tarde directores del Jardín Botánico de Berlín, y los profesores Magnus y Aschersohn, botánicos de fama. Después de su muerte, y de acuerdo con sus deseos, su gran colección de herbarios fue donada por su viuda al Museo Botánico de Dahlem. En el verano del 70, Seler se incorporó al Regimiento "Elisabeth", de guarnición en Breslau, para cumplir su año de servicio militar. Estuvo en el sitio de París y, celebrada la paz, reanudó sus estudios en Berlín. Como no podía sufragar los gastos de sus estudios, debido a sus limitados recursos, tuvo que sufrir muchas privaciones; su salud comenzó a resentirse y se vio precisado a aceptar el puesto de preceptor en la casa del general von Winterfeld, ayudante personal del príncipe Alejandro de Prusia. Más tarde pasó a la casa del banquero barón Bleichröder. El 25 de mayo de 1875 se recibió como profesor de Enseñanza Superior y en 1876 obtuvo el puesto de maestro de planta para Ciencias Naturales y Matemáticas en la escuela preparatoria "Dorotheenstädtisches Realgymnasium". En 1879 le atacó un grave padecimiento gástrico y tuvo que separarse del servicio escolar. Regresó a Crossen con su anciana madre, su padre ya había fallecido, la que se dedicó a su cuidado con verdadero amor. El doctor Hermann Sachs, médico de Berlín y padre de la que fue su esposa, le prescribió una dieta rigurosa y le recomendó el traslado a un clima más cálido. Se instaló en Trieste donde vivía su hermana Teresa, con quien había mantenido siempre íntimo contacto espiritual. Ella era profesora del Colegio Alemán de dicha ciudad.

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A la capacidad profesional del generoso doctor Hemann Sachs y a la abnegación de su hermana Teresa se debe exclusivamente la conservación de la vida del que más tarde había de ser tan famoso sabio. En Trieste se dedicó al estudio de idiomas y de etnología, con tan fructífera labor que dio a la luz pública en 1887 El sistema de conjugación de los idiomas mayas. Por este trabajo, la Universidad de Leipzig le confirmó el título de doctor. Contrajo matrimonio con Caecilie Sachs en el año de 1885 y la joven pareja fue a residir a una casa propia, aunque de reducidas dimensiones, edificada sobre la colina "Fichteberg" en Steglitz, estimulando con ello el progreso de este reducido suburbio occidental de Berlín. Debido a la desahogada posición de su esposa, Seler no tuvo en adelante la preocupación por buscarse la vida y se ofreció como colaborador en la Sección Americana del Museo de Etnología de Berlín, de la cual más tarde fue nombrado director. Los emolumentos que obtenía en este puesto los dedicaba a sus publicaciones científicas. En 1887 emprendió Seler, junto con su esposa, el primero de sus viajes científicos a México. El último de ellos correspondió al año de 1910. Las primeras expediciones fueron financiadas por el notable mecenas francés duque de Loubat, fascinado por el poderoso genio de Seler. Las posteriores, se llevaron al cabo con los recursos particulares de su esposa, quien le acompañaba en todas sus penosas excursiones, ya manejando la cámara con excelente habilidad para tomar fotografías del maravilloso paisaje mexicano, de las ruinas, de los antiguos objetos de arte, ya ayudándole en la preparación de las copias y en todos los diversos trabajos que se ofrecían. En años posteriores Caecilie Seler-Sachs, trasladándose a las grandes ciudades de Alemania, despertaba el interés por México por medio de proyecciones y conferencias, culminando con la publicación de su obra Auf alten Wegen in Mexiko und Guatemala, en la que relata los acontecimientos y episodios de estos viajes. En el año de 1889, el duque de Loubat donó los fondos necesarios para fundar en la Universidad de Berlín una cátedra de Lingüística, Etnología y Arqueología Americanas, imponiendo por condición que el Dr. Eduard Seler fuese el primero en desempeñar tal cátedra. El emperador Guillermo II confirió al duque, por su cuantioso donativo, la condecoración de segunda clase de la Orden del Aguila, invitándole a un almuerzo en el Palacio de Berlín; honor concedido muy rara vez en aquellos tiempos. Con motivo de este acontecimiento, sucedió una anécdota que voy a Unauthenticated Download Date | 1/17/17 6:30 AM

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relatar, para destacar la característica despreocupación de Seler. Cuando éste acompañó a su admirable protector al palacio real, metidos en un coche de alquiler, se engolfaron tanto en una conversación científica estas dos notables inteligencias, que Seler no se percató de que se había sentado a la derecha del duque, acto de desacato a la etiqueta, que más de un pedante criticó. En estos pequeños faux pas incurría con alguna frecuencia el distraído profesor, como cuando, concentrado en su trabajo científico, le avisaba un mozo del museo que era tiempo de guiar por la Sección Americana a los miembros de la casa imperial o de la de los príncipes, Seler los hacía esperar horas enteras, sin que estos altos personajes tomaran mal la distracción del profesor, puesto que sabían que en todo momento estaba dispuesto, con su peculiar amabilidad, a prodigar sus conocimientos científicos. Seler jamás abrigó ambiciones bastardas. Su sola ambición era servir a la ciencia. Traducía en actos la frase de Nietzsche: "Ser hombre significa consagrarse a una causa por la causa misma". Y ni en los días de su mayor gloria cambió nunca su modo de ser. Por su mucha modestia y auténtica personalidad era querido por igual por sus colegas y sus discípulos. Comedido y amable en el trabajo, caballeroso y atento en su trato con las damas, era, sin embargo, rigurosamente objetivo en la discusión científica. Sentía gran placer cuando se presentaba un nuevo alumno en su cátedra, poco frecuentada en esos días. Si se trataba de un pobre "de solemnidad", Seler lo eximía de todo pago; y no sólo eso, le mandaba dinero y material escolar en forma anónima. ¡Cómo que bien sabía lo difícil que es para un joven cursar un largo estudio sufriendo hambres! Recibía en todo tiempo a sus discípulos y, durante las noches, se le veía muchas veces debatir con alguno de ellos durante horas, a tal grado que se le olvidaban las comidas. Seler, por su amor a la naturaleza, englobaba a toda la creación: al hombre, al animal y a la planta. Conocía cada árbol y cada arbusto de su extenso jardín y nos explicaba a qué especie y a qué familia correspondían. Cuando niños - éramos siete hermanos entre varones y mujeres si en ocasión de algún festejo nos invitaban al espacioso jardín de los Seler, nuestro tío jugueteaba con su pareja de perritos zarceros Xolo y Minka y sus crías. Nosotros compartimos estos juegos sobre el extenso y verde césped. Lord, perro de aguas blanco y bien esquilado, era el único que contemplaba nuestros retozos infantiles con desdén y filosófica gravedad. Llegado el invierno, por lo general frío y destemplado, el jardinero,

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cumpliendo las instrucciones para el caso, se dedicaba a la construcción de cuantos albergues podía para alojar en ellos a los famélicos estorninos, a los que Seler personalmente daba de comer todas las mañanas. Estos curiosos pájaros, como agradecidos de las atenciones de su dueño, le dieron un último adiós cuando su féretro cruzaba el ahora abandonado jardín; uno de ellos se adelantó al cortejo y, abriendo su pardo plumaje, se puso a brincar como para despedir a su benefactor, que ya no volvería a ver, dándole el postrer adiós. A principios del siglo, fui a vivir a la casa de los Seler, por ser ahijada de mi tío, y tuve la dicha de respirar, durante casi una década, la intensa atmósfera intelectual y la amplia animación de la vida social que imperaba en ella. Asistían, además de los representantes de todas las facultades científicas, artistas, literatos y otros intelectuales eminentes. La persona que lograba presenciar una de aquellas veladas, en salones amueblados con gusto exquisito y atendida con toda clase de consideración y distinciones, jamás olvidaba el rato feliz que había vivido. Entre los invitados que frecuentaban dichos salones, para no mencionar más que unos cuantos, se encontraban: el profesor Franz Boas, de Nueva York; el profesor Dorsey, de Chicago; Karl von den Steinen; el profesor Ehrenreich, todos de la rama de arqueología y etnología. El egiptólogo Ermann; los antropólogos von Luschan y Hans von Virchow, en aquel entonces directores generales de los museos de Berlín; su excelencia Schöne, grecólogo; su excelencia Bode, historiador de arte. Además de los mencionados botánicos, el explorador Schweinfurth; los filósofos Friedrich Paulsen y el profesor von Harnack; el notable oculista Wilhelm Mühsam; el teniente coronel von Pochhammer, consagrado al estudio de Dante; los escritores Thomas Mann y Otto Bierbaum, y el arquitecto Schulze-Naumburg, así como muchas prominentes damas del movimiento feminista. La labor diaria de mi tío se desarrollaba del modo siguiente: tras un frugal desayuno, compuesto de un bistec crudo, pan blanco y té chino, siguiendo la costumbre de sus días de enfermo, montaba en su bicicleta para trasladarse a la universidad o al Museo de Etnología para dar sus cátedras. Regresaba puntualmente a la hora de la comida, que en el invierno se efectuaba en el espacioso comedor, recubierto de maderas finas, que lucía aquí y allá primorosas piezas de Talavera, y durante el verano bajo los añosos y frondosos árboles del jardín. Anda el cuento, que yo había desterrado de la mesa de los Seler el tradicional periódico diario Vossische Zeitung, que mi tío y mi tía acostumbraban leer precisamente al mediodía, porque mi charla juvenil no les dejaba lugar para otra cosa.

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Terminada la comida, mi tío subía al primer piso en el que se encontraba una espaciosa biblioteca, pintada por completo con frescos mexicanos y repleta de libros y herbarios. Sentado en un sillón frente a la ventana que daba al sur, se dedicaba a leer, entre sorbo y sorbo de aromático y tonificante café, las revistas científicas de su especialidad. Después, tras una frugal cena, reanudaba su trabajo, que no interrumpía hasta la madrugada. Además del gran escritorio junto a la misma ventana, había en el salón dos grandes mesas, sobre las que se veían las fichas clasificadas de su diccionario de la lengua náhuatl. En invierno, en un pequeño invernáculo contiguo a la biblioteca, trabajaba mi tío, de pie, utilizando un gran pupitre. En las tibias noches veraniegas, ese pupitre se colocaba en un saliente y se le adoptaba una luz protegida del viento. ¡Cuántas veces al regresar de los bailes, bien entrada la noche, subiendo la colina Fichteberg, veía yo brillar aquella luz por entre el espeso follaje del jardín y destacarse la silueta del sabio anciano de cráneo alargado y luenga barba! Su mirada de vidente vagaba en la lejanía; Seler seguramente recibía sus revelaciones científicas de las silenciosas honduras de la noche. Por mi risa y charla con algún joven que me acompañaba, reconocía mi llegada; y para no perturbar el sueño de mi tía, bajaba apresurada y ágilmente las alfombradas escaleras - nunca pesó mucho su cuerpo - para abrirme la reja del jardín, ya que casi siempre olvidaba yo llevarme la llave. Después, me ayudaba a librarme de los atavíos de baile y me ofrecía una taza de magnífico y sabroso café, pues era maestro en el arte de preparar la aromática bebida y en su presentación, ya que lo hacía en primoroso recipiente de plata, en el que destacaban artísticos jeroglíficos mexicanos, sirviéndolo en su correspondiente taza de igual metal y con los mismos atributos. Nunca olvidaré aquel café tan exquisito. Cuando mi tía preguntaba al día siguiente: ¿A qué hora llegaste anoche a casa? Mi tío se adelantaba con la respuesta: Tan divertida conversación tuvimos, que ni siquiera vimos el reloj. Mucha era, en verdad, la comprensión de mi tío para mis travesuras juveniles, pues adivinaba mis más íntimos deseos. La prolongada labor nocturna de mi tío solamente se interrumpía cuando tenía que asistir a las diversas sesiones de las sociedades científicas. Llegaba puntualmente, cuando aceptaba la invitación de algún colega o era él quien actuaba de anfitrión. Nadie turbaba el silencio de su estudio y, como excepción, los únicos que podíamos penetrar impunemente en su retiro, éramos Peko, su perrito favorito, y mi humilde persona, ya para

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pedirle una solución a un problema de matemáticas, ya un esquema para mi próxima composición escolar. Con frecuencia nos mandaba mi tía como avanzada para anunciarle una visita poco grata; en caso de festejos, para pedirle que se pusiera el frac y sus condecoraciones, o para rogarle que hiciera de despensero, que al condescender, yo tenía asegurado el adorno de la mesa con mis vinos preferidos. Como grandes conocedores, mis tíos sabían apreciar una buena función de teatro clásico, que no perdían, y asistíamos también a los estrenos de los dramaturgos modernos. Su compositor predilecto era Mozart, cuyas aladas melodías servían como sedante a su intensa labor intelectual. A más de una de esas grandiosas funciones asistí con ellos. Mi tío nunca dejaba de asistir a los conciertos de cámara de la fina cantante Susanne von Dessoir, especializada en la música de Mozart. Era esposa del filósofo y esteta Max von Dessoir y ambos eran invitados con frecuencia a la casa de los Seier. Los domingos y días festivos los aprovechaba mi tío para hacer largos recorridos en bicicleta, a la que era muy aficionado, por los campos de la Marca de Brandemburgo; y las vacaciones universitarias, de alrededor de tres meses, las destinaba para realizar viajes de recreo por Alemania, Italia, Rumania y otros países europeos, de los que el matrimonio regresaba repuesto de fatigas y con acopio de impresiones y recuerdos. En la Pascua florida de 1906 emprendí con mis tíos mi primer viaje a Italia. Llegamos a Florencia y Roma, pasamos por Praga, Viena, Bolonia y Milán. Mi tío aprovechaba las mañanas para dedicarse a sus trabajos científicos, visitando la Laurentiana de Florencia y la Biblioteca Vaticana de Roma. Mi tía y yo recorríamos los museos, las galerías y las iglesias. En las tardes, hacíamos espléndidas excursiones por la Collis, cerca de Florencia, y por la Campagna, cerca de Roma. En la Cuidad Eterna pasábamos las noches, invariablemente, en alguna de las típicas trattoria del país, platicando alegremente con miembros del Instituto de Historia. Presenciamos, con Harnack, la excavación de una tumba cristiana de los tiempos de las primeras persecuciones, enclavada en un cementerio judío. Tuvimos también la suerte de concurrir a la celebración de un Año Santo, festividad en la que se abre la Puerta de Bronce de Michelangelo, en la Basílica de San Pedro. Nos fue dado ver, igualmente, la ordenación de un sacerdote en San Juan de Letrán, y escuchar un magnífico concierto de música sacra dado por las monjas del Sagrado Corazón, en el Monte Piccio. Por intervención del entonces bibliotecario mayor del Papa, después Unauthenticated Download Date | 1/17/17 6:30 AM

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cardenal Ehrle, amigo de mi tío, conseguí el permiso para entrar en los jardines del Vaticano y estar presente en una audiencia concedida por el Papa. En el otoño del mismo año nos embarcamos en el puerto de Bremen con destino a Nueva York. Era mi primer viaje rumbo a la América e íbamos al Congreso Internacional de Americanistas que se realizaría en Canadá, de donde pasaríamos al Congreso Internacional de Geólogos, que se celebraría en México. En el barco nos encontramos con un ilustre grupo de congresistas, entre los que figuraban el barón von Zahn, discípulo de Richthofen, y su esposa; el doctor Hartmeyer, investigador de las profundidades marítimas, y el doctor Friedländer, renombrado vulcanòlogo. En Nueva York fuimos invitados por Franz Boas, y con él, en los espléndidos bosques de hayas a orillas del Lago George, visitamos al anciano doctor Jacobi, único superviviente de los amigos de Karl Friedrich Schurz, en su plática nos relató interesantes cosas de la época de 1848. En México, comisionado mi tío por el gobierno, sirvió de guía a los congresistas para las visitas a las diferentes ruinas. Estuve en muchas de esas excursiones y expediciones. Visitamos San Juan Teotihuacan, acompañados por don Leopoldo Batres, conservador de las antigüedades mexicanas, y escoltados por fuerza militar, pues los indios estaban todavía aferrados a la creencia de que se provocaría la cólera del dios de las lluvias si se emprendían excavaciones en su santuario. Creían que tal desacato tendría por consecuencia un año de sequía, perjudicial para las milpas, obsesión que los había arrastrado al crimen, matando a algunos de los capataces y obreros que trabajaban en las ruinas. En nuestras expediciones, emprendidas a caballo, con buenas tiendas de campaña y bien surtidos de provisiones, pude apreciar cómo mi tío, poseedor de los idiomas nativos, penetraba perfectamente en la mentalidad del indio. Alguna vez, que se tropezaba con un xenofobo empedernido, nuestro mozo Diódoro, hace mucho tiempo desaparecido, intervenía en la dificultad, trabajo no muy difícil para él, puesto que era hombre altísimo y de mucha chispa. Así nos pasó en el valle de Etla, en el estado de Oaxaca. íbamos recomendados a un señor Cruz, cuyo sembradío se suponía estaba sobre una antigua necrópolis. Lo encontramos al toque de oración, guiando su yunta de bueyes, al regreso de sus labores. No quería identificarse con nosotros, pero cuando Diódoro le contó que el profesor extranjero vivía en la ciudad de Oaxaca, frente al palacio arzobispal (se refería a la casa del cónsul alemán Gustavo Stein), y que rezaba el rosario

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todas las mañanas y todas las noches, esa mentirilla inofensiva allanó la dificultad, porque el señor Cruz nos invitó a su limpio jacal, nos obsequió pulque y tortillas y permitió a mi tío cavar donde y como le vino en gana. Ese trabajo le proporcionó gran cantidad de valiosos tepalcates. Nunca olvidaré las románticas noches que pasamos en el valle de Mitla. Cuando mis tíos habían terminado su fatigosa tarea: excavar, medir, dibujar, confeccionar copias, etc., y los últimos rayos del sol poniente hacían resplandecer una vez más las ruinas y los alrededores, nos sentábamos a cielo abierto en torno a la lumbre. Una joven india, muy bonita, nos servía tamales y atole calientes, mientras su abuela, de pelo blanquísimo y arrugado rostro, fumaba su pipa, y entre bocanada y bocanada de humo, nos contaba a mi tía y a mí, cuentos y leyendas de la región. Mi tío, libro de apuntes en mano y lápiz en ristre, se aprovechaba de la ocasión para sus anotaciones, y con frecuencia me repetía que la tradición oral de los indios le había enseñado tanto como los viejos códices. Por esos días, me dijo una vez: De ahora en adelante nos acompañarás en todos nuestros viajes, a menos que te cases. Había hecho una certera profecía, pues en mayo de 1907, mes en que, según Heinrich Heine, cantan todos los pájaros, estando en la capital de México, conocí a mi futuro marido; y una lucida boda, efectuada en la casa de los Seler, en el suburbio berlinés de Steglitz, colina de Fichteberg, puso fin a mis desahogados y felices años de doncella. En esa ocasión, mi tío, hizo uso, como era frecuente de sus derechos como señor de la casa. Hay en Alemania la costumbre de que en el banquete nupcial la novia se siente entre el novio y el párroco que ha casado a la pareja. Se suscitó una pequeña disputa entre él y el maître de plaisir por el modo de ocupar la mesa, y mi tío declaró: Esta vez el señor párroco tendrá que conformarse con la suegra. Dicho sea de paso, fue un trueque brillante, puesto que mi madre era hermosa, afable, tenía ingenio y gozaba de la especial simpatía de mi tío. Él, empero, fundaba su razón para el discutible lugar de honor de estar junto a la novia, con estas palabras: Yo la llevé a bautizar y he hecho de ella una buena pagana. El gran moralista, Seler, era ateo, lo mismo que su esposa, pues eran ambos de idénticas ideas; y yo, como toda joven de temperamento vivo, me hallaba en el período de los ímpetus y de los arrebatos. El último viaje del matrimonio Seler a México fue en 1910 con motivo de las fiestas del Centenario de la Independencia, en las que Seler en su carácter de delegado de la Universidad de Berlín, pronunció el discurso oficial en la ceremonia del descubrimiento de la estatua de Humboldt, ob-

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sequío del emperador Guillermo II al pueblo mexicano. Junto con su amigo, el doctor Franz Boas, se hizo cargo de la primera presidencia de la Sociedad de Arqueología, que acababa de fundarse. Después lo vi una vez más en Berlín, por los años de 1911 y 1913, en la plenitud de su labor intelectual y su fuerza creadora, en la culminación de su fama. Fue en ese tiempo cuando llegó a ser miembro de la Academia Prusiana de Ciencias, como sucesor de Humboldt y Buschmann. El color favorito de Seler era un rojo vigoroso y vivo, prueba de su orientación positiva frente a la vida. Era optimista, de genio inquieto, pero sereno. Cuando de recién casada estuve de visita en Berlín, mi tía me llamaba con frecuencia por teléfono para indicarme: Esta noche debes ponerte tu vestido rojo de seda; tu tío te llevará a la mesa. Cosa que a mí me llenaba de orgullo y de contento a las dignas matronas esposas de los profesores. En noviembre de 1913, durante mi viaje de regreso a México, nuestro barco se detuvo un día en el Havre. A las seis de la mañana me despertó el steward con estas palabras: Un señor de edad avanzada desea verla y la está esperando sobre cubierta. Me vestí rápidamente, pues sabía yo que era mi buen tío que, después de un banquete de la Académie Française, dado en su honor, había tomado el expreso nocturno con el fin de acudir puntualmente a darme el último adiós. Al despedirnos, me dijo: ¡Quién sabe si nos volvamos a ver, y cuándo! Sus presentimientos se realizaron, aunque no por completo. Cuando, en 1921, fui a radicar a Alemania par atender la educación de mis hijos, me encontré con un hombre viejo y acabado. Los sufrimientos materiales y morales de su pueblo, las privaciones prolongadas de una larga guerra, habían minado su salud. Su esposa, en la paz, auspiciadora liberal de las ciencias y de las artes, fue en la guerra una patriota igualmente grande. Invirtió la mayor parte de su fortuna en empréstitos de guerra, el resto lo devoró la inflación. No permitía que entrara en la casa un gramo más de grasa que lo permitido y, no obstante que renunció a favor de su marido a la ración que a ella le correspondía, no logró con este sacrificio impedir la invasión de la esclerosis en el cerebro del infatigable sabio. En noviembre de 1922 me encontraba en Munich, sometida a un tratamiento, cuando fui presa de gran inquietud. Contra la voluntad de mis médicos, me trasladé a Berlín; creí que le había pasado algo a uno de mis hijos. Pero a mi llegada, mi padre me preparó haciéndome saber que la vida de mi tío llegaba a su fin. Fui a verle; y sólo encontré una sombra

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que hubiera cruzado el Aqueronte y perteneciera ya al Más Allá. Su mirada de vidente escudriñaba en la lejanía de su tierra de ensueño, México; y su esquelética mano trazaba jeroglíficos en el aire. Las últimas palabras que pronunció con claridad, las dijo al volver a verme, y fueron: ¡Qué alegría! Para tornar a las ansias de su agonía, de las que la muerte le liberó el 23 de noviembre de 1922. Una ceremonia fúnebre, sencilla e impresionante de acuerdo con sus deseos y los de su esposa, impuesta también por la grave situación de las circunstancias, puso término a la carrera fecunda y sustancial de aquel hombre único. Ante el ataúd habló por la Universidad de Berlín el afamado historiador Dietrich Schäfer; por la Academia Prusiana de Ciencias, el profesor Penck y por el Museo de Etnología y sus discípulos, el profesor Dr. Lehmann. El México científico ponderó la gloria del difunto néstor alemán de la arqueología mexicana, con grandes encabezados en los diarios. El gobierno mexicano, para manifestar su duelo por la muerte del que fuera ciudadano honorario de la ciudad de México, mandó cerrar por tres días las puertas del Museo de Arqueología y envió el pésame a la viuda, por conducto de su representante diplomático en Berlín. Se recibieron telegramas de condolencia de todas partes del mundo y de muchas instituciones científicas de las que Seler era miembro activo o miembro correspondiente. Entre ellas de la Académie Française, que era del tenor siguiente: "Le grand savant et le grand homme est mort". Seler había renunciado a sus ingresos en favor de las viudas y huérfanos de la guerra mundial. Sus cenizas, depositadas en una urna azteca, cuya hechura encargó la viuda a un escultor berlinés, de acuerdo con dibujos originales, fueron inhumados en el mausoleo familiar de Steglitz. Allí también tuvieron su última morada los restos mortales de la fiel compañera de su vida, después de muchos años de solitaria y amarga decepción. La furia de las bombas dejó en ruinas y escombros el cementerio de Steglitz, sin que osara atentar contra las reliquias de los dos intelectuales alemanes, de mérito internacional, puesto que la urna se mantiene incólume en la tumba cubierta de hiedra. Como un mal nunca viene solo, la hermosa casa que se levantaba en la colina Fichteberg, que guardaba muchos tesoros de arte y que fue habitada por el joven matrimonio desde el año de 1885 — con excepción de sus grandes viajes, pasaron en ellas sus años más felices —, hasta las postrimerías del siglo pasado y principios del presente, llegó a ser el lugar de Unauthenticated Download Date | 1/17/17 6:30 AM

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Lotte Hoepfner y Gisela von Wobeser

cita de intelectuales de primera magnitud, dentro de cuyos muros Seier consumó sus profundas investigaciones científicas con los más brillantes resultados . . . esa casa, fue pasto de las llamas, así como la mayor parte de su valiosa biblioteca, cuyos restos pasaron a manos de Gustavo Stein, su hijo adoptivo. No obstante la obra de Seler vive en las publicaciones científicas diseminadas por bibliotecas alemanas y extranjeras, lo mismo que, entre algunos afortunados particulares. Su interpretación de las ciencias arqueológicas mexicanas queda viva en la mente de sus discípulos, impregnada en su espíritu y transmitida a la nueva generación. Es simbólico — por el amor y lealtad que la pareja de eruditos abrigaba por México, su tierra elegida - que entre el montón de escombros de Fichteberg se hayan conservado las antigüedades mexicanas. En el pabellón del jardín, con sus paredes ornadas de hiedra, en donde en días más felices se hospedó más de un sabio alemán o extranjero, se ven, semiborrados por la acción de la intemperie, frescos que representan símbolos de hospitalidad. Este pabellón es habitado en la actualidad por la hija adoptiva, señora Eda Stein-Seler y la vieja nana de sus hijos, Leonarda Luna. En la parte principal de la casa, de la que ya casi sólo se ven los cimientos, se conserva, encima de la derribada entrada central, un relieve en piedra arenisca que representa al dios hogareño del fuego conyugal. En el lado sur sólo quedan en pie, de una columnata, cuatro columnas que sostienen otras tantas figuras imponentes. Allí están, enegrecidas por el humo de las llamas, recubiertas por la pátina del tiempo, sirviendo de guardianes a dos mujeres de edad que, cuando no podían llegar a tiempo al refugio del destruido sótano, buscaban protección debajo de esas columnas contra las mortíferas explosiones. Allí estaban sin pestañear, cuando eran lanzados los proyectiles de los cercanos cañones antiaéreos alemanes; cuando los balines de la artillería rusa zumbaban sobre sus cabezas; cuando las monstruosas detonaciones de las pesadísimas bombas inglesas y americanas retumbaban ensordecedoramente, tronchando los viejos árboles del jardín cual si fueran cañas, cavando cráteres en el prado y convertían en un mar de llamas la casa que se alzaba detrás de esas figuras. Allí permanecen todavía pasando los crudos inviernos del norte, cubiertas de espesas capas de nieve; coronadas sus testas de hielo; esperando pacientemente la llegada de la primavera para que derrita la nieve, que haga brotar de la tierra campanillas blancas y humildes violetas a los pies

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de las columnas, y trepar más alto, alrededor de ellas, los racimos morados de las glicineas y la hiedra del olvido. Allí están, en las tibias noches de verano, en que la luna y las estrellas brillan a través de las arcadas ventanas en ruinas, bañando con su mágica luz plateada, en el hoy descuidado parque, los espesos setos de madreselvas y jazmines de embriagantes perfumes. Allí estarán durante centenares de años, en señal de que el espíritu de su dueño sobrevive a los tiempos de demencia, de furibunda destrucción; perdurarán con su estoicismo azteca aun después de futuras catástrofes, como testigos de un cultural pasado milenario, el del gran pueblo mexicano, originado y florecido en el soleado paraíso, que es México.

BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA PARA LA INTRODUCCIÓN

— Ferdinand Anders, Wort- und Sachregister zu Eduard Seier Gesammelte Abhandlungen (Graz 1967) — El México Antiguo. Revista internacional de arqueología, etnología, folklore, prehistoria, historia antigua y lingüística mexicanas 1 (Mexico 1949). — Eduard Seier, Einige Kapitel aus dem Geschichtswerk des Fray Bernardino de Sahagún, ed. Caecilie Seier-Sachs (Stuttgart 1927) — Eduard Seier, Gesammelte Abhandlungen zur amerikanischen Sprachund Altertumskunde 1-5 (Graz 1960-1961)

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