LA PERSPECTIVA DE LA SOCIEDAD DE LA CULTURA

Introducción LA PERSPECTIVA DE LA SOCIEDAD DE LA CULTURA Arturo Rodríguez Morató El universo de las artes ha experimentado profundos cambios a lo l...
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Introducción

LA PERSPECTIVA DE LA SOCIEDAD DE LA CULTURA

Arturo Rodríguez Morató

El universo de las artes ha experimentado profundos cambios a lo largo del último siglo. Todo el orden cultural en el que este mundo se hallaba inscrito y en el que venía ocupando

secularmente

un

espacio

institucionalizado

de

actividad

cultural

especializada, está ahora en trance de transformarse. Además de múltiples cambios en la organización social de las artes, estas transformaciones han supuesto la expansión de la esfera cultural especializada mucho más allá del núcleo original de las artes clásicas y de los límites del mercado, la proyección del paradigma artístico en otros muchos ámbitos de la vida práctica y un espectacular aumento del interés que las artes despiertan en la esfera política y en el conjunto de la sociedad. Todo ello hace que las artes estén pasando a desempeñar hoy un nuevo papel estratégico dentro de la dinámica social y que en consecuencia quepa hablar ya del advenimiento de la sociedad de la cultura.

Este libro examina la situación de cambio cultural en la que nos encontramos, analiza sus diferentes claves y considera varios de sus aspectos más importantes. Es un análisis que se lleva a cabo a lo largo de los diversos capítulos que lo integran. Pero para comprender la trascendencia de la mutación en marcha se hace necesario ir más allá de las consideraciones parciales. Es preciso analizar los perfiles básicos y las razones de fondo del proceso, pues éste resulta todavía hoy extremadamente confuso. Por otra parte, hay que discutir los planteamientos clásicos sobre el orden cultural contemporáneo, ya que su implícita y contradictoria amalgama en el inconsciente

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colectivo del mundo intelectual impide el avance de la teorización. En este texto introductorio pretendemos encarar este doble reto, ofreciendo una perspectiva global del cambio cultural y un diagnóstico general del papel y el lugar de la cultura en la sociedad actual. Así sentaremos las bases para interpretar debidamente los análisis más específicos que luego se abordan en el resto del volumen.

Para empezar, examinaremos los principales parámetros del proceso de cambio cultural en relación con un par de coordenadas teóricas que consideramos fundamentales: en primer lugar, la teoría postindustrial de Daniel Bell, que presentaremos en su histórica pugna con la teoría de la cultura de masas, y seguidamente la teoría de la modernidad artística de Bourdieu, a la que someteremos a un contraste crítico con la realidad actual en este campo. A continuación, analizaremos en detalle las lógicas sociales que intervienen en el proceso histórico de conformación del nuevo orden cultural y las claves estructurales por las que éste se caracteriza. Seguidamente, llevaremos a cabo una recapitulación crítica de los más influyentes diagnósticos que hasta ahora se han ofrecido sobre él, mostrando cómo la perspectiva de la sociedad de la cultura se ha ido perfilando en relación con ellos. Como conclusión a este recorrido analítico, consideraremos después los peligros y las oportunidades para las artes en la nueva situación. Y por último, en relación con la visión desarrollada, haremos una presentación general de cada uno de los diferentes capítulos del libro.

El desarrollo cultural contemporáneo y las artes Los territorios del arte, ámbitos tradicionalmente marginales en el modo de vida burgués, se han expandido enormemente a lo largo del siglo XX y han alcanzado en las últimas décadas una clara centralidad social. Han aumentado en gran medida los consumos artísticos y culturales y se han ido haciendo mucho más influyentes en la vida de las personas, señaladamente en la de los jóvenes (Gans, 1999; Pronovost, este libro). De igual forma, han crecido paralelamente las prácticas artísticas amateur. Y una evolución semejante ha podido registrarse también con respecto a los mercados de trabajo artístico, que han aumentado considerablemente sus efectivos y todavía más su capacidad de atracción (Menger, 1999, 2002).

Por lo demás, estas

evoluciones se corresponden con las que han experimentado las industrias culturales, amplificadas a un nivel inusitado en nuestros días, e igualmente las instituciones artísticas clásicas -los museos, las orquestas o los teatros-, que se han multiplicado por doquier.

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Se ha producido un ensanchamiento de la esfera cultural, por la asimilación de un creciente número de actividades, cada vez más lejanas al núcleo original de las artes clásicas (cine, fotografía, músicas populares, producciones artísticas ligadas a los nuevos medios de comunicación de masas). Y además, el sector público, y en los últimos años el tercer sector, se han ido haciéndo más y más presentes en este ámbito (Girard, 1988). Han ampliado y fortalecido, primero, el marco institucional de las artes clásicas; han entrado a intervenir luego en el terreno de las artes comerciales, tratando de acercarse al conjunto de la población; y han acabado por desbordar el terreno cultural especializado, en su tendencia a la patrimonialización del entorno y de los modos de vida de la población (Poulot, 2001; Ariño, este libro). Esta creciente implicación pública se ve acompañada, asimismo, por un auge muy general de la cultura comunitaria, que adquiere formas cada vez más mercantilizadas (Hannerz, 1996).

Son las relaciones generales entre la cultura y la economía las que han cambiado. El ocio se convierte en un espacio privilegiado del consumo y en él las actividades se cargan cada vez más de contenido simbólico y espectacular. En la producción de todo tipo de bienes y servicios, la dimensión simbólica adquiere, de hecho, una importancia central, produciéndose una estetización generalizada de las prácticas y de los bienes (Featherstone, 1991; Lash y Urry, 1994). Esto se expresa de forma clara en la importancia y en el volumen que adquieren las actividades de diseño y de publicidad en todo tipo de procesos de producción y de consumo.

¿A qué responde este nuevo panorama cultural? Pues sin duda es el resultado de múltiples procesos entrelazados. Para empezar, estas transformaciones se inscriben en el proceso general de progreso socioeconómico que ha tenido lugar en las sociedades occidentales a lo largo del último siglo y especialmente a partir de la II Guerra Mundial; un proceso de aumento generalizado de la productividad, y consiguientemente también, de incremento de la renta y del consumo, de ampliación del tiempo de ocio y de elevación del nivel educativo.

Cultura y sociedad postindustrial

Como es sabido, la gran transformación social del siglo XX fue diagnosticada por Daniel Bell como el advenimiento de la sociedad postindustrial (1976). Pese a la interpretación economicista que se ha solido hacer de la tesis de Bell, lo cierto es que considerada en su conjunto, es decir, teniendo en cuenta a un tiempo la obra que le da

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nombre y la inmediatamente posterior Las contradicciones culturales del capitalismo (1977), con la que originalmente componía un mismo manuscrito, así como otros importantes escritos anteriores del autor (1964, 1969), puede decirse que la visión del cambio social que esa tesis planteaba tenía una dimensión cultural fundamental. De hecho, según el propio Bell reconoció (1976: 57, n. 45), la etiqueta de sociedad postindustrial tuvo su origen en el marco de la nueva sociología del ocio de los años 50, donde sirvió para apuntar a la nueva realidad de una sociedad cada vez más basada en el ocio y el consumo masivos en lugar de en el trabajo.

Para

Bell,

el

cambio

técnico-económico

y

el

cambio

cultural

aparecen

inextricablemente ligados: “La transformación cultural de la sociedad moderna se debe, sobre todo, al ascenso del consumo masivo –decía Bell en Las contradicciones...- El consumo masivo, que comenzó en el decenio de 1920, fue posible por las revoluciones en la tecnología, principalmente la aplicación de la energía eléctrica a las tareas domésticas..., y por tres invenciones sociales: la producción masiva de una línea de montaje, que hizo posible el automóvil barato, el desarrollo del márketing, que racionalizó el arte de identificar diferentes tipos de grupos de compradores y de estimular los apetitos del consumidor; y la difusión de la compra a plazos, la cual, más que cualquier otro mecanismo social, quebró el viejo temor protestante a la deuda... En conjunto, el consumo masivo supuso la aceptación, en la esfera decisiva del estilo de vida, de la idea de cambio social y transformación personal, y dio legitimidad a quienes innovaban y abrían caminos, en la cultura como en la producción” (1977: 73).

La sociedad norteamericana –la más avanzada en el proceso de postindustrialización se le antojaba a Bell “la primera gran sociedad en la Historia con el cambio y la innovación fundados en su cultura” (1964 [ed. orig. 1955]: 45). La moderna organización social dejaba de estar centrada, así, en el dominio de la naturaleza o en el desarrollo técnico, para autocentrarse finalmente en un juego de pura interacción social (1977: 144-145), en una problemática, por tanto, de desarrollo puramente cultural. “Mientras que, en tiempos, la cultura era la “superestructura” de la sociedad – dirá también Bell-, plasmada en tradiciones de trabajo, de familia y de vida religiosa, la sed de cultura se convierte hoy en el fundamento de la sociedad: sus impulsos plasman los otros componentes vitales” (1969 [ed. orig. 1962]: 22). Desde mediados del siglo pasado, pues, la visión de la sociedad postindustrial planteaba la idea de un

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creciente predominio de la cultura en la sociedad contemporánea y, en consonancia con ello, igualmente la de una creciente proliferación cultural (op. cit.: 48-51).

Esa perspectiva de opulencia y dinamismo cultural, no obstante, fue puesta fuertemente en cuestión a mediados del siglo pasado, cuando en los Estados Unidos arreciaron las críticas a lo que se dio en llamar la cultura de masas: la cultura proyectada por los potentes medios de comunicación de la época; una cultura que, como el propio Bell observó, logró por entonces crear –por primera vez- una comunidad cultural norteamericana. Ahora bien, ¿qué hay de ese estereotipo crítico de la cultura de masas, que tan influyente ha sido durante tanto tiempo en nuestros círculos académicos? ¿En qué medida se contrapuso a la visión de la sociedad postindustrial o aún la impugna? Para valorar debidamente esta cuestión, a continuación vamos a tratar de aclarar cómo fue que surgió esta alternativa a la perspectiva cultural de la sociedad postindustrial y cómo es que llegó a fraguar finalmente en los Estados Unidos, donde el optimismo postindustrialista parecía especialmente bien fundado.

Desde finales del siglo XIX, la cultura popular que va desarrollándose en Norteamérica sobre bases mercantiles, sustituyendo a las anteriores formas y tradiciones folklóricas, había ido siendo rehuida por la buena sociedad y había ido siendo denostada al mismo tiempo ritualmente como zafia y vulgar. Esta descalificación, tan común a todas las dinámicas de distinción cultural inscritas en la modernidad, acompañaba, sin embargo, en ese caso a un vigoroso proceso de construcción de un espacio institucional exclusivo de alta cultura (museos, orquestas sinfónicas, teatros de ópera). Paul DiMaggio, que ha estudiado la construcción de ese espacio en el Boston de la segunda mitad del siglo XIX (1982), ha podido en este sentido afirmar que “la constitución de una alta cultura institucionalizada fue inseparable de la emergencia de las industrias de cultura popular (las cadenas nacionales de vaudeville, las compañías organizadoras de giras teatrales de carácter oligopolista, la industria cinematográfica, la discográfica y –a la altura de los años 20- la radio)” (DiMaggio, 1991: 142). Por eso, cuando en los años veinte el boom consumista y el auge de la publicidad, de la radio y del cinematógrafo produzcan un acercamiento efectivo entre los patrones de vida de la población e introduzcan con ello entre las élites un incipiente temor ante el peligro de la homogeneización cultural, este temor no encontrará de entrada demasiado eco entre los círculos académicos e intelectuales norteamericanos.

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En Europa, por el contrario, las profundas transformaciones de la vida urbana durante las primeras décadas del siglo, con la proyección masiva de los nuevos medios de comunicación y de las industrias culturales, había puesto en crisis los equilibrios básicos sobre los que se sustentaba la cultura humanista procedente de la Ilustración. Será, por tanto, en Europa donde cuajará en este tiempo el temor a la homogeneización cultural. Enlazando con una vieja tradición que arranca de Tocqueville, de Stuart Mill y de Mathew Arnold, autores como Scheler y Ortega formularán un pesimista diagnóstico de la sociedad de la época. La sociedad masa que ellos criticaban anulaba al individuo, homogeneizándolo y degradándolo culturalmente, y se abocaba así a una dinámica irracional de graves consecuencias (Giner, 1979). Pero el diagnóstico cultural de estos primeros críticos de la moderna sociedad de masas era de carácter antropológico; ellos aludían fundamentalmente a los nuevos estilos de vida y a las nuevas pautas de interacción resultantes del desarrollo de la tecnología y del creciente proceso de burocratización. Lo que se va a etiquetar y a criticar seguidamente como cultura de masas no será eso, sin embargo, sino el universo simbólico producido y propagado por los nuevos medios de comunicación de masa. Y el hecho es que esos medios –la radio, luego la televisión- y las industrias culturales a ellos ligados –la industria discográfica y la cinematográficadonde van a experimentar su mayor desarrollo y donde van a alcanzar su mayor proyección cultural será en los Estados Unidos. Por razones de tamaño de mercado, por la especial adecuación del marco regulativo al desarrollo empresarial y por la propia opulencia de la economía americana, que tiene su apogeo a partir del boom consumista que sigue a la II Guerra Mundial, medios e industrias culturales alcanzarán en los Estados Unidos una envergadura incomparable. Allí, además, su amplia penetración y su tendencial universalidad llegarán a hacerse más patentes que en ningún otro lugar, debido al favorable sustrato con el que contaban, de una enorme población inmigrante rabiosamente deseosa de integrarse al nuevo universo cultural americano y debido también a la escasa resistencia que les planteaba un universo de la alta cultura todavía en fase de consolidación. Por todo ello, será en ese país donde finalmente germine el debate sobre la cultura de masas. ¿Pero en qué sentido se planteará en este caso la crítica? Y en primer lugar, ¿cómo es que ahora sí que se suscita una importante preocupación por la cultura de masas en los Estados Unidos cuando veinte años antes la crítica a la sociedad de masas no había llegado allí a fraguar? 1

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Eso es así por más que Robert Park, figura prominente de la Escuela de Chicago, y su discípulo Herbert Blumer, habían abordado el tema en algunos de sus trabajos anteriores a la II

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La sensibilización norteamericana con respecto al tema de la cultura de masas tuvo lugar merced a la incorporación al tradicional coro crítico conservador, de una inesperada nueva voz, que se revelará muy potente y estratégicamente crucial: la de los círculos humanistas de izquierda, reforzados ahora por la llegada de los exiliados europeos, y en particular la de los miembros de la influyente Escuela de Frankfurt. Al decir de Eugene Lunn (1990), estos críticos de izquierda –Clement Greenberg, Dweight MacDonald o Adorno- reaccionaban así a la integración consumista de la clase obrera americana, que la cultura de masas supuestamente operaba. Conviene puntualizar, sin embargo, que éste era sólo uno de los aspectos de la nueva realidad ante la que estos críticos reaccionaban. El otro aspecto clave era la nueva dimensión industrial y la nueva configuración oligopolística que estaban adquiriendo en aquel momento las empresas culturales americanas en su empeño de dirigirse ahora a la totalidad del público (Morin, 1962). Ese desarrollo aparecía ante sus ojos como una seria amenaza para la autonomía artística moderna. La crítica izquierdista de la cultura de masas retomaba en este sentido la legendaria bandera de la revolución artística moderna. Tal como Bourdieu (1992) ha señalado, esta bandera se alzó de forma paradigmática en la Francia del Segundo Imperio contra el reforzado control de la vida artística que por entonces intentaba imponer el poder político y económico, y frente al auge del arte comercial que éste instigaba, ahogando la autonomía artística alcanzada en el siglo anterior. Al igual que los héroes artísticos de aquella época, los críticos de izquierda de la cultura de masas se revelaban así contra el peligro de que la lógica económica capitalista se impusiera en el ámbito de la cultura, degradándola.

En la crítica a la cultura de masas que fraguó en los Estados Unidos a mediados del siglo XX se amalgamaron temas de diversa procedencia ideológica, pues 2 . A las tradicionales acusaciones de mediocridad, vulgaridad y falta de significado cultural, de raíz conservadora, se les añadió el rechazo a la mercantilización e industrialización de la cultura, de espíritu romántico (Williams, 1958) e inspiración vanguardista. A esto se sumó también la preocupación por los efectos narcóticos y los usos manipulativos de los medios, que entroncaba con la vieja inquietud liberal de los teóricos de la sociedad masa, pero que enlazaba igualmente con el desasosiego izquierdista ante la

Guerra Mundial. Pero como Martin Jay (1974: 356) ha señalado, esos fueron trabajos aislados y no demasiado críticos. 2 Un completo catálogo de estos temas puede encontrarse desarrollado en Giner (1979: 263 y ss.).

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desmovilización obrera. Todo ello se fundió en el común vaticinio de un horizonte de homogeneización cultural.

Más allá de la dimensión valorativa, de crítica cultural, que resultaba predominante y era característica en este discurso, se expresaba en él toda una visión sobre la configuración del orden cultural moderno, sobre su dinámica y su previsible futuro. Esta visión, que incluía la idea de una recepción homogénea y pasiva por parte del público,

la

de

una

producción

cultural

cada

vez

menos

diversa

y

más

monopolísticamente controlada por grandes empresas de producción en masa y la de un horizonte de ineluctable homogeneización cultural, pareció verosímil durante un tiempo, a lo largo de los años 40 y 50, pero fue cuestionada desde el principio por la sociología empírica y acabó siendo arrumbada por los hechos.

La investigación sociológica sobre la comunicación de masas, que floreció desde principios de los años 40 en la Universidad de Columbia alrededor de la figura de Paul Lazarsfeld y de su legendario Bureau of Applied Social Research, fue poniendo de manifiesto muy pronto la gran diversidad existente en las pautas de consumo y de fruición de los medios por parte de los diferentes estratos sociales, la limitada influencia que éstos ejercían sobre la audiencia y la importancia decisiva que en cualquier caso tenían las mediaciones y los contextos sociales (Wolf, 1987). Las evidencias acumuladas por los estudios de comunidades y por las investigaciones sociológicas sobre el ocio cuestionaron también paralelamente la idea de una audiencia pasiva y vulnerable (Wilenski, 1964). En ese sentido, David Riesman y sus colaboradores destacarían en su influyente obra de 1950, The Lonely Crow (1964), la función en realidad liberadora que podían desempeñar los medios, como recurso de los individuos frente a la influencia de sus grupos de iguales. Las cosas iban quedando claras, pues. Pero todos estos correctivos científicos recibirían aun un respaldo muy significativo cuando al otro lado del Atlántico prestigiosos investigadores sociales cercanos al marxismo optaron por enfrentarse a estos mismos tópicos del discurso crítico de la cultura de masas. Por un lado, Richard Hoggart, en su obra de 1957, The Uses of Literacy, proclamará la subsistencia de las diferencias de clase y las “resistencias” que en concreto la clase obrera ofrece a la penetración de los mensajes de los medios de comunicación de masas. El fundador de los cultural studies británicos llamará así la atención sobre la imposibilidad de deducir la experiencia de la recepción del análisis de los textos culturales, una práctica que resultaba típica en los trabajos de los estudiosos de la masificación cultural. Por otra parte, Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron insistirán en ese mismo punto en 1963, en la crítica mordaz y

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despiadada que lanzarán frente a los intentos de desarrollar en Francia por aquellos años un discurso afín al de los críticos culturales americanos (Bourdieu y Passeron, 1963). Todo el programa de investigación en el que ellos se hallaban embarcados por entonces –el que conducirá años más tarde a la publicación por parte de Bourdieu de la famosa obra La Distinction (1979)- partía de una estrategia de indagación y de unas hipótesis diametralmente opuestas y tomaba como punto de referencia clave la alta cultura en lugar de la “cultura de masas”.

El cuestionamiento sociológico de la visión del orden cultural que ofrecía el discurso crítico de la cultura de masas resultó tanto más eficaz cuanto que uno de sus fundamentos –la idea de una todopoderosa industria cultural de carácter fordista- muy pronto reveló su inconsistencia. De hecho, casi al mismo tiempo que Horkheimer y Adorno publicaban su Dialektik der Aufklärung (1970 [ed. orig. 1947]), en la que acuñaban el término de “industria cultural” como sustituto del de cultura de masas, a fin de subrayar el carácter global y centralmente organizado de la producción cultural orientada a las masas (Wolf, 1987: 94), la verdadera industria cultural americana que había servido de modelo a su teorización entraba en una etapa de profundo cambio, que supondría la rápida desaparición de su característico perfil fordista. Veamos a continuación cómo tuvo lugar este cambio en el caso de la industria cinematográfica y en el de la industria discográfica, sin duda los dos más significativos 3 .

En el caso de la industria cinematográfica, un famoso fallo judicial de 1948, que obligaba a los estudios a desprenderse de las cadenas de cines sobre las que basaban su control del mercado, e inmediatamente después la feroz competencia de la televisión, serían los factores desencadenantes de la crisis. Ante ella, las “factorías” cinematográficas (Universal, Paramount, Warner Brothers), que habían sido el paradigma de la aplicación de los principios fordistas de organización al terreno de la producción cultural, se vieron obligadas a transformarse. Lo hicieron apostando en principio por la innovación productiva, eliminando sus fórmulas estandarizadas y diversificando sus producciones, y también adoptando una política de desintegración vertical (contratación de productores independientes para la fase de preproducción) y de externalización de servicios (sustitución de los contratos de larga duración de guionistas, directores o actores, por otros vinculados a un único proyecto). Estas 3

Lo que vamos a explicar seguidamente respecto a la evolución de la industria cinematográfica estadounidense se basa en Storper (1989). En cuanto a los cambios en la industria discográfica, nuestras fuentes son los trabajos de Peterson y Berger (1971 y 1975), y el más reciente artículo compilatorio de Peterson (1990).

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políticas, que pretendían disminuir los gastos fijos y asegurar así la recuperación del negocio, tuvieron como resultado involuntario el fortalecimiento de los productores independientes, lo que empujó más y más en el sentido de la desintegración y acabó llevando a la crisis total del sistema en 1970. Desde entonces, los estudios se han transformado en compañías financieras y ya no operan como factorías de creación.

En el caso de la industria discográfica, la transformación resultaría de todo similar. También aquí, desde los años 20, se había conformado un sistema en el que unas pocas grandes compañías (RCA, Columbia, Decca y Capitol), que controlaban establemente el mercado, organizaban la producción al modo de verdaderas factorías musicales. En ellas, los autores de canciones, los cantantes y las orquestas operaban como empleados fijos y estaban burocráticamente integrados en extensas estructuras funcionales, los discos eran producidos de forma rutinaria, eran grabados en los propios estudios, distribuidos por medios también propios y promocionados a través de canales bajo el control directo de las compañías (cadenas radiofónicas nacionales que emitían música en directo, estudios cinematográficos productores de películas musicales y teatros musicales de Broadway). Pero ese sistema cambió radicalmente en muy pocos años.

Entre 1955 y 1959, el control del mercado norteamericano por parte de las cuatro grandes pasó de un 74 a un 34%. Esta brusca quiebra del tradicional oligopolio discográfico fue debida a una combinación de cambios tecnológicos, organizacionales y de mercado. Ya la crisis de Hollywood había supuesto pocos años antes el abandono de la realización de musicales por parte de los estudios y su entrada directa en el negocio discográfico, infringiendo con ello un doble golpe al sistema de dominio de las grandes discográficas. Por otra parte, la aparición en ese momento del disco de vinilo, en su doble versión de 33 y 45 rpm., que, a diferencia del de 78 rpm., pesado y frágil, ofrecía a las pequeñas compañías independientes posibilidades de distribución muy accesibles, supuso también un importante factor de cambio, pues proporcionó a estas compañías una condición necesaria para su posterior desarrollo. Pero el factor que resultaría más decisivo para la quiebra del sistema habría de ser la radical transformación experimentada por la radio en aquellos años. Al igual que ocurrió en el caso del cine, el auge de la TV determinó la crisis del oligopolio radiofónico vigente hasta entonces. La desconfianza sobre la viabilidad de este medio en las nuevas condiciones de competencia mediática llevó al abandono de las grandes cadenas. Estas se desmembraron, sus emisoras locales fueron enajenadas y otras muchas surgieron a partir de la relajación de la anterior política restrictiva de concesión de

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licencias, mantenida hasta entonces para preservar los intereses de las grandes empresas. El resultado fue la fragmentación del mercado nacional en un enorme número de mercados locales, diversos y competitivos. De esta situación surgió un nuevo modelo de radio. Las nuevas emisoras, económicamente modestas y dirigidas a audiencias bien definidas, optarán por la música grabada, como forma barata de programación, y desarrollarán la estrategia del cultivo de gustos específicos. La relación entre las empresas radiofónicas y discográficas cambian: la nueva radio pasa a promocionar directamente el disco y de forma muy intensa, pero ahora se tratará de una música escogida en función del gusto específico de cada público particular, sin importar su compañía de procedencia. Esto favorecerá enormemente la aparición de nuevas compañías discográficas especializadas en distintos géneros musicales, la diversificación general del mercado de la música grabada y el aumento del consumo (la facturación se dobla entre 1954 y 1959). Es en este contexto en el que emerge el rock.

En el nuevo panorama resultante, el sistema de organización de la industria discográfica cambia profundamente. Los nuevos creadores musicales acrecientan su autonomía artística, especialmente a partir de los años 60. Surgen productoresemprendedores que desarrollan identidades musicales peculiares desde pequeñas discográficas propias o trabajando en términos de free-lance para compañías más grandes. La música se graba en estudios alquilados y los contratos de músicos y técnicos son ahora por trabajo. Es decir, que todo el segmento de la producción se redefine y que en buena medida se externaliza o se autonomiza. En el otro extremo del proceso, por otro lado, en el ámbito de la distribución, aparecen diferentes cadenas independientes, así que también por ahí el patrón de integración vertical se resquebraja. En definitiva, pues, el perfil fordista de la industria discográfica norteamericana, y por extensión mundial, se difumina.

La desestructuración de las industrias culturales fordistas por excelencia no significó la definitiva desaparición de los conglomerados gigantes en esos ámbitos del cine y de la música, ya que la concentración empresarial se recuperó luego en ellos (si bien ya de forma menos estable). Y ni siquiera el modelo fordista de organización del proceso productivo desapareció de raíz del mundo de la cultura, ya que su ocaso en esos campos, o también en el de la radio, como hemos visto, coincidió con su transposición al ámbito televisivo. Pero en conjunto puede decirse que el horizonte general de masificación cultural a partir de la industria dejó de resultar verosímil desde esa época de finales de los 50, por más que persistiera el espejismo durante algún tiempo,

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fundado en visiones parciales o miopes. El caso es que un nuevo patrón organizacional, de carácter flexible, mejor adaptado al dinamismo social y técnico del capitalismo avanzado, estaba ya en circulación y su avance resultaba innegable.

Por último, la visión de la cultura de masas implicaba también –habíamos dicho- un horizonte de general homogeneización cultural de la sociedad. En realidad, la existencia o subsistencia de la diversidad cultural era más o menos explícitamente admitida por los críticos de la cultura de masas, pero lo que sociólogos como Bell o Shils insistieron en destacar es que esta diversidad no había disminuido en los Estados Unidos con el avance de los medios de comunicación, sino que se había mantenido, o incluso había tendido a aumentar, y que las prácticas y consumos de alta cultura en particular se habían ampliado de forma sustancial. De hecho, retrospectivamente se ha llegado a reconocer que durante la primera mitad del siglo XX los medios de comunicación y las industrias culturales norteramericanas desempeñaron un papel crucial en la “ampliación de la comprensión y del contacto de las capas populares con la alta cultura” (DiMaggio, 1991: 142). Nada más alejado, pues, de un proceso de homogeneización. La explosión contracultural de los sesenta, intrínsecamente opuesta a la complaciente cultura comercial, acabaría en cualquier caso por provocar el definitivo desvanecimiento del espejismo de la cultura de masas 4 . A partir de entonces, esa idea de la cultura de masas pasará a ser considerada un mito incapaz de resistir la contrastación empírica. “El capitalismo de consumo –dirá Swingewood (1977: 20), por ejemplo-, en lugar de crear una vasta masa, homogénea y adocenada culturalmente, lo que genera son diferentes niveles de gusto, diferentes audiencias y consumidores” (1977: 20). La perspectiva que se afirma en la década de los setenta será ya, por tanto, claramente la contraria: la de una persistente, marcada y dinámica diversidad cultural (Gans 1974; Bourdieu 1979).

En definitiva, la visión de Bell sobre el desarrollo cultural de la sociedad postindustrial se ha revelado sustancialmente certera. Sin embargo, tampoco puede darse por enteramente válida. Las grandes transformaciones culturales apuntadas en la teoría de la sociedad postindustrial entrañaban asimismo, según dijimos, cambios profundos en el propio entramado del universo artístico, cambios que Bell en gran medida

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Herbert Gans dirá más tarde, tratando de explicar el hecho: “Por una parte, algunos de los críticos dejaron de atacar a la cultura popular porque identificaron un nuevo y más importante enemigo, la llamada cultura juvenil, a la que criticaban por su radicalismo político, su hedonismo, su misticismo y su nihilismo. El otro cambio de dirección fue todavía más drástico y planteó, por lo menos implícitamente, el fin de la crítica a la cultura de masas, al entender que las ideas de la alta cultura habían sido aceptadas e integradas en la cultura popular” (1974: 5).

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vislumbró, pero que en realidad no llegó a valorar en su justa medida, ni supo tampoco comprender en sus verdaderas consecuencias. La dimensión estructural de estos cambios puede apreciarse claramente a partir del contraste entre el conocido modelo de Bourdieu sobre la modernidad artística, basado en el análisis de un caso ejemplar, el del mundo literario y sus transformaciones en la Francia del siglo pasado (Bourdieu, 1992), y el panorama actual en este ámbito 5 .

La redefinición de las reglas del arte

Para Bourdieu, el universo artístico moderno moderno se caracteriza ante todo por su autonomía; una autonomía fraguada históricamente a través de un largo proceso de emancipación frente a toda determinación externa, de afirmación de la libertad de creación y de progresivo reconocimiento del poder demiúrgico del genio artístico. Forjado el nuevo orden artístico en la oposición frente al poder y al interés económico, esa será también la tensión esencial que constituirá el nuevo espacio del arte autónomo, la tensión entre el valor artístico y el valor económico. Esa tensión conformará la estructura del nuevo espacio social del arte, delimitando en él dos sectores principales: el del arte puro, creado en función del interés artístico y orientado a la innovación formal o conceptual, y el del arte comercial o burgués, creado en función del interés económico y orientado, pues, a la mera satisfacción de la demanda. Estos dos sectores quedarán opuestos y enfrentados 6 . Cristalizado de este modo el espacio del arte autónomo, propio de la modernidad, éstas serán las reglas básicas de su estructuración y funcionamiento:

1.

En primer lugar, existirá un contraste radical entre los dos sectores básicos del espacio artístico en todos los órdenes de su funcionamiento, tanto en relación con el modo de producción y de circulación de las obras como en lo que se refiere a las formas de intermediación con respecto al público. En el sector del arte puro, de producción restringida, la faceta predominante de la actividad será la faceta de creación, mientras que en el sector comercial, el de gran producción, lo será la de

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Hay que decir que Bourdieu tendió siempre a eludir, minimizándolos, los cambios acaecidos en el sistema de las artes a partir de los años setenta. Las anomalías que al respecto registró, muy ocasionalmente, en su libro de 1992, y más in extenso en otros escritos posteriores (Bourdieu, 1996 y 1999), fueron interpretadas por él como desarrollos puramente circunstanciales, incapaces de cuestionar la vigencia de su teoría. 6 A partir de entonces, como dirá Bourdieu, “el artista no puede triunfar en el terreno simbólico más que perdiendo en el terreno económico” (1992: 123). El éxito público se convertirá en oprobio artístico.

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difusión. En el primer caso, el ciclo de producción será largo, pues la demanda inicial es por principio nula y la valorización económica, a través de la progresiva difusión, será siempre incierta al inicio del proceso, produciéndose en todo caso a largo plazo. Por el contrario, en el segundo caso el ciclo de producción será corto. Las obras, adaptadas de antemano a la demanda, circularán de forma rápida y masiva, siendo su obsolescencia igualmente veloz. Los beneficios económicos serán entonces inmediatos y seguros. En correspondencia con estas diferentes circunstancias de producción, la configuración empresarial en ambos terrenos tenderá a ser muy distinta: típicamente capitalista y organizacionalmente industrial, es decir, fordista, en el caso del sector de gran producción, y meramente artesanal, y además manifiestamente antieconómica, en el del sector de producción restringida 7 . Por lo demás, las formas de intermediación con respecto al público serán también alternativas. En el sector de producción restringida, dos tipos de instituciones de intermediación resultarán claves: de un lado, los “descubridores” (autores y críticos que aportan crédito a las nuevas obras), y de otro las instituciones de conservación y el sistema de enseñanza (instancias que eventualmente las consagrarán ante el gran público). En contraste, el sector de gran producción dependerá fundamentalmente de los medios de comunicación y utilizará a fondo tanto la publicidad como el márketing.

2. A partir de este funcionamiento, se constituirán tres posiciones básicas en el campo de producción artística. Dentro del sector de producción restringida, las de la vanguardia consagrada y la vanguardia bohemia. Y dentro del sector de gran producción, la del arte comercial. Estas posiciones caracterizarán a las empresas, en el sentido que acabamos de indicar, pero también a los creadores y a las obras. Los artistas, para empezar, se diferenciarán doblemente: dentro del sector no comercial, más que nada por su edad, y en correspondencia con ella, por su distinta extensión curricular; y entre el sector comercial y el no comercial, por su opuesto

perfil

de

carrera,

oficialista

y

cargado

de

reconocimientos

y

condecoraciones, en el primer caso, y heterodoxo, así como alejado de todo tipo de honores mundanos, en el segundo. En cuanto a las obras, será su mayor o 7

Como explica Bourdieu (1992: 202), la lógica polarizada del campo de producción artístico hace que la “denegación” de la economía (del interés económico, de la preocupación comercial) sea un requisito para la acumulación de capital simbólico. Sin embargo, ese mismo capital simbólico tiende a convertirse a la larga en capital económico, sirviendo así para sufragar los inevitables costos económicos de la actividad. De este modo, las empresas del sector restringido, en la medida en que tienen éxito y subsisten, adquieren un perfil organizacional contradictorio, escindidas entre las exigencias antieconómicas de la producción innovadora y las exigencias propiamente económicas de la explotación del fondo acumulado.

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menor academicismo, medido ante todo en relación con el devenir lineal de los estilos, lo que las distinguirá 8 .

3. Esta estructura del espacio artístico dará lugar a una dinámica de cambio estético progresivo y revolucionario. Porque en el polo de la creación pura, que es en este caso el único polo de innovación, ya que el otro, en cuanto que sometido a la demanda, es por naturaleza conservador, el acceso a la existencia de los nuevos creadores sólo se hace posible como reconocimiento simbólico de un aporte diferencial y a través de la disputa de la legitimidad artística de los ya consagrados. Rige, pues, una obligada dialéctica de la distinción, en la que todo el campo se temporaliza conjuntamente. Los recién llegados se hacen presentes desde el momento en que imponen unas nuevas señas de identidad estéticas frente a las previamente establecidas. Ese momento de dominio que marca su existencia, ese faire date en la elocuente expresión francesa que lo designa, relega a los ahora desplazados de la actualidad y a sus opciones estéticas hacia el pasado. Y produce también, al mismo tiempo, una traslación de la jerarquía social de los gustos. Pues también los gustos del público se desplazan en una paralela y homóloga dialéctica de la distinción; una dialéctica ésta, en la que las diferentes capas de la burguesía, que componen básicamente dicho público, compiten por la superioridad cultural, es decir, por la posesión del gusto más exquisito 9 . El mecanismo del cambio se acaba de componer de este modo. Los artistas consagrados van accediendo a un público burgués cada vez más amplio, sobre la base del generalizado interés por parte de ese público por asimilar las claves de la legitimidad cultural. Pero esa asimilación supone a un tiempo valorización económica y banalización simbólica, de acuerdo con la lógica fundacional del campo del arte autónomo. Esa banalización les hará vulnerables a los ataques de los nuevos artistas, que tratarán de imponerse impugnando el valor artístico, ahora devaluado, de sus obras. Por último, las fracciones más avanzadas de la burguesía harán suyos los nuevos signos estéticos. Y así, un nuevo ciclo estará listo para comenzar.

8

Las nuevas vanguardias irán marcando el tiempo de la actualidad artística, la novedad, mientras que las vanguardias consagradas representarán lo ya clásico, y el arte comercial lo definitivamente viejo, lo que se haya ya desconectado del tiempo artístico presente. 9 Las capas populares, según la teoría del consumo cultural de Bourdieu (1979), no entrarían en esa pugna. Sus gustos, por definición “vulgares”, se situarían claramente al margen, encontrando su alimento en exclusiva del lado del arte comercial.

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4. Por último, de esta dinámica resultará una tendencia a la progresiva autonomización formal de las obras (que irán despojándose, así, de todo contenido y de toda función extraartística) y una tendencia también a la creciente especialización de los códigos, tanto por disciplinas como por géneros.

Este es, en resumidas cuentas, el modelo que Bourdieu nos propone para representar el sistema artístico moderno. Pero, ¿son todavía estas reglas de la modernidad artística las que rigen el funcionamiento de los universos artísticos en la actualidad?

Desde luego, no cabe duda de que algunos de las reglas más características de la modernidad artística hace tiempo que han quedado desvirtuadas. ¿Qué queda, por ejemplo, de la tendencia a la autonomización formal de las obras y al autismo interpretativo? En realidad, la época finisecular se ha caracterizado más bien por la regresión a códigos estilísticos más ampliamente compartidos (a la figuración, a la biensonancia, a la narratividad). La ideología de la superación contínua y lineal ha sido impugnada en todas las disciplinas artísticas por quienes han propugnado una rematerialización de las obras, una recuperación del contenido y hasta de la funcionalidad extraartística. Esto no ha eliminado por completo la indagación formal vanguardista, que se prosigue a su modo en algunas tendencias, pero ha desprovisto a ésta de su valor normativo.

De paso, se ha quebrado también el rígido orden temporal que organizaba la dinámica de la modernidad artística. Las vueltas y revueltas estilísticas del cambio de siglo parecen haber desbaratado para siempre la esquemática lógica estética de la prioridad (Moulin, 1992), propiciando un clima artístico y unos esquemas de valoración mucho más pluralistas. Poco queda de la dinámica de cambio estético progresivo. El pautado relevo de ciclos de consagración estilística ha sido suplantado por una contínua pugna, más o menos vivaz en cada momento, entre una multiplicidad de opciones y de nuevas propuestas.

Por su parte, el rítmico ajuste entre producción y consumo, que había sido –recordémoslo- un mecanismo esencial de la transmutación entre valor simbólico y valor económico, no parece tampoco, hoy por hoy, muy operativo. En el ámbito de la creación musical seria, por ejemplo, la aceleración de la evolución vanguardista ha producido en el siglo pasado una tal desconexión con el público melómano que la dinámica de progresiva difusión de innovaciones llegó a quedar para ella suspendida (Menger, 1986). Por otro lado, y en sentido opuesto, tanto en el ámbito de la literatura

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como en el de la plástica ha dejado de ser inhabitual que el éxito artístico acompañe al económico. En definitiva, pues, es toda la mecánica de la distinción cultural moderna la que parece seriamente alterada.

Y si la dinámica del orden artístico moderno está alterada, ¿hasta qué punto subsiste su estructura? ¿Se mantiene, por ejemplo, el esquema tripartito del campo artístico, tal como había sido descrito por Bourdieu? Veamos. Para empezar, podemos señalar que, cuestionada la lenta pauta de consagración de los artistas, la distancia entre los consagrados y los jóvenes aspirantes, que era de carácter más que nada temporal, se ha acortado mucho. La carrera, en efecto, ha tendido a hacerse mucho más rápida, tanto en el acceso al reconocimiento artístico como en la consecución del éxito económico. En este sentido, esa oposición, que recubre una gran diversidad de situaciones, ha dejado de tener la importancia estructural que había tenido. Pero todavía más trascendental que ese cambio resulta la difuminación que está teniendo lugar en el contraste entre las posiciones “artísticas” y “comerciales” (Crane, 1987). Los artistas consagrados, por ejemplo, ya no carecen de reconocimientos y honores, sino que, por el contrario, los acaparan. Y los jóvenes aspirantes no se mantienen ya generalizadamente al margen de las instituciones oficiales, pues éstas hace tiempo que se han abierto a la vanguardia 10 . La creación misma, que había llegado a hacerse estrictamente incompatible entre ambos campos, ha vuelto a amalgamarse de mil maneras. En la plástica, por ejemplo, desde la aparición del pop art proliferan todo tipo de asimilaciones e hibridaciones (Cherbo, 1997). Y lo mismo ocurre en otros ámbitos artísticos. Los géneros en principio más dispares y opuestos conviven ahora sin disonancias y sin desdoro en una misma obra: la novela experimental y el periodismo deportivo, los culebrones televisivos y el teatro de vanguardia, la ilustración y la pintura artística. Y ya no resulta infrecuente encontrar a exquisitos intérpretes, como el Kronos Quartet, combinando en su repertorio y en sus conciertos la vanguardia musical contemporánea con autores como Jimi Hendrix, Television o Astor Piazzola.

¿Y qué es lo que ocurre, por otra parte, en relación con las empresas de ambos sectores? ¿Se mantiene el contraste en los modos de producción y de distribución de las obras? ¿Cabe seguir distinguiendo hoy entre formas de intermediación alternativas respecto al público? Ciertamente no puede decirse que las pautas descritas por Bourdieu hayan desaparecido por completo del panorama actual, pero no cabe duda 10

De hecho, ya en 1962 Daniel Bell anunciaba el colapso de la vanguardia por la inmediata aceptación de sus propuestas (1969: 38).

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tampoco de que las transformaciones que se han producido al respecto en las últimas décadas son muy profundas. Se mire como se mire, la aproximación en sus prácticas entre los dos sectores básicos del campo artístico resulta evidente. El sector de gran producción ha cambiado grandemente su fisonomía. La imagen tradicional de la industria cultural como un conglomerado integrado verticalmente, en el que la demanda resulta perfectamente previsible y permite, por tanto, una gestión segura y eficaz de la producción, ha dejado en gran medida de ser cierta. Los casos arquetípicos

de

la

industria

cinematográfica

y

de

la

industria

discográfica

norteamericanas, que hemos descrito anteriormente, muestran que las incertidumbres respecto a la demanda han llegado a ser consustanciales también a este sector. Debido a ello, como hemos visto, en estas industrias se ha impuesto una tendencia hacia la desintegración vertical de las empresas y la segregación de la función de producción. El panorama actual en este sector es, así, el de una concentración oligopólica de grandes organizaciones distribuidoras y difusoras, en las que se acumula establemente el beneficio, frente a una multiplicidad de pequeñas y medianas empresas productoras, orientadas a la creación, en las cuales lo que se acumula es el riesgo; algo –esto último- no tan alejado de la configuración típica de las empresas del sector de producción restringida en la versión de Bourdieu 11 .

Por otra parte, en el ámbito de la producción restringida, la progresiva expansión de la subvención pública y privada ha alterado en gran medida la lógica que vinculaba el ciclo de consagración a la mecánica de la distinción cultural y a la valorización económica de la obra a largo plazo. En ese sentido, el radical cambio de actitud de las instituciones de conservación, que se han abocado a un cada vez más temprano reconocimiento de la innovación, ha contribuido extraordinariamente, no sólo a la aceleración de la carrera artística de los nuevos creadores, sino también a la aceleración de la carrera en el mercado, y lo que resulta todavía más transgresor, a la sincronización de ambos tipos de carrera. A veces, la constitución de mercados altamente protegidos por la subvención ha propiciado la desvinculación absoluta de los creadores respecto al público, rompiendo con ello igualmente la mecánica de progresiva asimilación 12 . Y en todos los casos, el aumento de la intervención pública

11

Eso explica la paradoja que encuentra Eve Chiapello en su reciente estudio sobre la problemática de la gestión artística (1998), de que sea en una empresa de producción audiovisual (una empresa dedicada fundamentalmente a la realización de seriales para la televisión) donde aparece el más agudo conflicto con las exigencias de la gestión económica. 12 Ha sido el caso de la música contemporánea en Francia (Menger, 1983), anteriormente evocado.

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en favor de la creación artística ha tendido a disminuir el riesgo económico de la producción, transformando así las condiciones de la misma 13 .

Por último, las ambigüedades, las aproximaciones y las intersecciones también proliferan en el ámbito de las fórmulas e instituciones de intermediación. Hoy en día, los descubridores artísticos se han profesionalizado, estudian márketing y tratan de suscitar la mayor atención mediática posible para sus lanzamientos. Los publicistas y comunicadores, por su parte, intervienen cada vez más decisivamente en la valorización y jerarquización del arte puro 14 . Y el sistema de enseñanza, sensibilizado por la crítica culturalista y aleccionado por el relativismo cultural que transmiten las instituciones de conservación, está dejando de operar como garante último de la legitimidad cultural.

La contrastación con Bourdieu permite apreciar la nueva configuración del mundo de las artes: la reconciliación y el acercamiento entre las posiciones artísticas y comerciales de los creadores, la fragmentación y flexibilización de las industrias culturales, e inversamente el progresivo aposentamiento y a la vez el creciente comercialismo de las instituciones de alta cultura, así como la mediatización de las instancias críticas. La teoría postindustrial de Bell, por su parte, proporciona la perspectiva procesual y contextual necesaria para concebir el marco sociohistórico en el que la transformación del ámbito artístico se ha producido y la naturaleza del nuevo orden cultural en el que hoy se asienta.

La lógica de la nueva configuración

La dinámica capitalista postindustrial, que supuso la terciarización de la economía, el desarrollo del capitalismo corporativo y del Estado del Bienestar, provocó profundos cambios sociales en el segundo tercio del siglo XX. Se produjo una enorme expansión de la educación superior (Collins, 1979) y una generalizada tendencia a la profesionalización del trabajo (Sarfatti Larson, 1977), al tiempo que el consumo se disparaba y el ocio se convertía en un espacio vital de gran importancia. Todas estas 13

Ese hecho queda ilustrado en el citado estudio de Chiapello (1998) por la sorprendente armonía con la que se integran las exigencias de gestión económica en el caso de las orquestas; organizaciones caracterizadas, como se sabe, por su elevada dependencia de la subvención. 14 Ese es uno de los cambios actuales que Bourdieu reconoció en sus últimos escritos sobre estos temas (cf. Bourdieu, 1996: 66-67).

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transformaciones desencadenaron a su vez una doble lógica de cambio cultural: del marco cultural del modo de vida, por un lado, y de la esfera cultural especializada, por otro.

Un vector fundamental de cambio cultural del modo de vida ha venido dado por el amplio desarrollo de unas nuevas clases medias ligadas a la mutación postindustrial. Estas nuevas clases medias, que afirman su liderazgo cultural a partir de la generación de los baby boomers (Pronovost, este libro), resultan de unas nuevas condiciones de existencia social: por una parte, un entorno ocupacional definido a partir de credenciales educativas, de valor universal y no tanto basado, como era tradicional, en una red local de contactos y en la antigüedad laboral; y por otra, una socialización cultural desarrollada lejos de la familia y más allá de la infancia, en el entorno educativo sobre todo y de forma continuada a partir de ahí (DiMaggio, 1991). Estas nuevas clases medias impulsan la destradicionalización general de la sociedad y la individualización de las identidades y los estilos de vida (Beck, 1998; Giddens, 1995). Es así como avanza en el conjunto social, por un lado, la redefinición patrimonial de los modos de vida tradicionales (Ariño, este libro), y por otro, el cambio sociológico que Inglehart (1977, 1990) ha registrado como sustitución de los valores materialistas por los valores postmaterialistas (los orientados a las necesidades de pertenencia y estima, o a los intereses de autorrealización intelectual y estética). Este cambio cultural general se conforma en primer lugar en el ámbito del consumo (Zukin, 2003), donde se desarrolla una creciente reflexividad estética, mediada por la publicidad (Lash y Urry, 1987, 1994), y se expresa de modo paradigmático en el terreno del turismo (Urry, 1991) y de la moda (Crane, 2000).

Los cambios en la esfera cultural especializada han seguido una lógica independiente, pero han estado a su vez estrechamente entrelazados a los cambios culturales más generales que acabamos de reseñar. La crisis de las industrias culturales norteamericanas de mediados del siglo pasado tuvo, como hemos visto, múltiples causas endógenas, pero su resolución a partir de la década de los sesenta en forma de reestructuración posfordista sólo pudo producirse sobre la base de las nuevas pautas de consumo cultural –más diversas, más cambiantes, menos jerarquizadasintroducidas por las nuevas clases medias profesionales.

En el ámbito de las instituciones de alta cultura –orquestas, teatros, museos-, que han experimentado también importantes cambios de orientación a partir de aquellos años, en el sentido de hacerse más y más inclusivos, social y estéticamente (Zolberg, este

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libro), el factor clave fue la gerencialización, una transformación organizacional que realzó el poder de los administradores. Como DiMaggio (1991) ha puesto de manifiesto, en las últimas décadas un nuevo cuerpo profesional –el de los gestores culturales, de formación universitaria- ha tomado forma y ha ganado poder en el seno de estas instituciones, en detrimento de quienes anteriormente las controlaban, que eran los patronos privados y los profesionales de la estética. Estos nuevos administradores son por naturaleza proclives a las políticas de inclusión y de expansión institucional –objetivos a menudo entrelazados- porque en ellas se cifran sus propias posibilidades de promoción económica (sus sueldos suelen estar en relación con el presupuesto de la institución) y porque a través de ellas se crea el espacio de actuación en el que se sustenta su autoridad y su autonomía.

El ascenso de la nueva figura del gestor cultural remite, sin embargo, también a un impulso originario de expansión y de transformación de las instituciones de alta cultura, más allá de los límites de la esfera cultural especializada. En primer lugar, este impulso resulta del incremento de la implicación estatal en el sostén de estas instituciones, un incremento que obedece a una lógica política con sus propias claves, y con efectos que desbordan ampliamente los límites de las instituciones tradicionales de alta cultura. Esta lógica política se pone en marcha con la institucionalización de la política cultural como extensión del Estado del Bienestar (Zimmer y Toepler, 1996, 1999). Aunque siguiendo derroteros particulares, en función de la diversidad de los modelos institucionales de base, la mayoría de los paises occidentales experimenta una misma deriva doctrinal tras la instauración de las administraciones culturales en los años sesenta, de las orientaciones de democratización cultural a las orientaciones de democracia cultural 15 . Se trata de una deriva que articula una lógica de fondo común, afín a la filosofía del Estado del Bienestar: la de la inclusión social y la responsabilización pública. Esta lógica, que es en buena medida responsable del desarrollo inflacionario de la administración cultural, tiene efectos diversos 16 . En las instituciones 15

tradicionales

de

alta

cultura

la

lógica

de

la

inclusión

y

la

Las políticas de democratización cultural, que son las que primero se ponen en marcha, tenían por objetivo hacer llegar al conjunto de la población la cultura canónica que tradicionalmente había sido patrimonio de las élites. Frente a ellas, posteriormente, las políticas de democracia cultural pusieron el énfasis en el fomento de la propia actividad cultural de la población, abondonando toda actitud jerarquizante en materia cultural. 16 Otra lógica que impulsa también de forma importante el desarrollo inflacionario de la administración cultural es la lógica de la replicación administrativa (Urfalino, 1989): la tendencia a replicar los departamentos culturales en los diferentes niveles de la administración pública en función de la oportunidad –las competencias culturales nunca son exclusivas- y el interés que ofrecen –la acción cultural sirve para crear imagen e identidad, lo cual se traduce en peso político.

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responsabilización se concreta en la tendencia de las administraciones a favorecer la ampliación y diversificación de los públicos, así como la justificación de las actuaciones. Esto sitúa a las administraciones en la misma línea de los gestores y hace de ellas sus más firmes impulsores. Pero más allá de estas instituciones, la lógica de la inclusión y la responsabilización ha impulsado, asimismo, la extensión de los apoyos de la administración a los creadores, e igualmente su implicación en el sostén de actividades artísticas cada vez más alejadas de las artes clásicas (Zolberg, este libro). En conjunto, todo ello ha contribuido grandemente a la desjerarquización del campo cultural.

Otro factor de suma importancia en el ascenso de la figura del gestor y en el avance de la administración cultural dentro del ámbito de la alta cultura ha sido el retraimiento de las élites sociales (DiMaggio, 1991). Los grupos sociales dominantes, que en la era del capitalismo familiar habían hecho de la alta cultura un coto exclusivo, una cultura estamental que servía de base para su cohesión y reproducción local, con la llegada del capitalismo gerencial cambian las bases de su dominio y dejan de depender de ella. El espacio acotado de la alta cultura ya no será funcionalmente necesario para la reproducción de las élites económicas, que ahora ejercen su poder a través de mecanismos deslocalizados de control corporativo, y consecuentemente éstas dejarán de sostenerlo. Este abandono sólo será parcialmente compensado por el posterior desarrollo del mecenazgo fundacional y corporativo. Pero éste ya no operará en el sentido de la exclusividad, sino que, predominantemente controlado por la clase media corporativa y motivado por objetivos de imagen pública o de bienestar social, se convertirá en un aliado de las administraciones y de los gestores en sus políticas de ampliación de públicos y de eclecticismo estético. Por lo demás, la deriva hacia una mayor inclusión, social y estética, de las instituciones de alta cultura reforzará todavía más el desapego de las élites sociales hacia ellas, en cuanto que pondrá en cuestión también su funcionalidad distintiva. Como puede verse, pues, todas estas dinámicas no harán sino retroalimentarse, reforzando mutuamente sus efectos.

Ahora bien, no sólo dinámicas de naturaleza socioeconómica y factores de carácter organizacional han impulsado el cambio cultural contemporáneo. También lógicas de carácter intrínsecamente cultural han incidido decisivamente en él. La dialéctica vanguardista del arte moderno, que se despliega de acuerdo con una lógica particular, sustentada en la autonomía alcanzada por el campo artístico a lo largo de la modernidad (Bourdieu, 1992), es también responsable, por ejemplo, del alejamiento de las élites sociales respecto a la alta cultura. Su avance, que va a ir acelerándose con

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el tiempo, no es lineal ni exclusivamente formalista, pero sigue en general una lógica de progresiva impugnación convencional (tanto en relación con convenciones discursivas como institucionales). En grado creciente se problematiza, así, la tradicional función identitaria del arte, se dificulta su comprensión y fruición, y se cuestiona también el marco social, inmediato o general, en el que se inserta. De este modo es como el arte fue haciéndose ajeno, y hasta crecientemente antagónico, a las élites sociales que en otro tiempo lo habían apoyado, contribuyendo a su progresivo extrañamiento.

La eficacia causal del cambio propiamente cultural no operó en el exclusivo ámbito de la alta cultura. A este respecto, las transformaciones socioeconómicas de la primera mitad del siglo XX, que como hemos visto fueron acrecentando el peso y la centralidad social de la cultura, prepararon el terreno para una mutación trascendental. Los principios expresivos y subversivos, de naturaleza romántica, que el arte había articulado durante más de un siglo en el espacio social delimitado y marginal que le estaba reservado, se trasladaron al espacio social más general. A través del vehículo generacional de la juventud, estos principios germinaron a finales de los años sesenta en la llamada contracultura, un conjunto de ideologías y formas de vida contrapuestas al sistema social establecido. El desarrollo del discurso cultural incidió así, de forma crucial, en el desencadenamiento de la crisis social de aquellos años. La cultura se había tornado a esas alturas estructuralmente decisiva.

Las revueltas estudiantiles de finales de los sesenta no obtuvieron resultados políticos relevantes, pero la revolución expresiva que abanderaron impregnó a toda una generación y caló profundamente en la sociedad. La desestabilización sociopolítica que provocaron se encadenó poco después a la crisis económica del 73, que sacudió los cimientos del orden económico vigente desde la postguerra, debilitando la capacidad estructurante de la economía. Así, la reestructuración que toma forma a partir de los años ochenta lo hará ya bajo el signo de la cultura. Los impulsos contraculturales de los sesenta se materializarán entonces en un nuevo orden de valores y formas de vida (Martin, 1981), en un nuevo universo de creaciones postmodernas (Harvey, 1989) y en modelos innovadores de producción económica, como el representado por el Silicon Valley (Florida, 2002). Pero más allá de desarrollos específicos, el cambio será de carácter estructural y supondrá, por así decir, el advenimiento de la sociedad de la cultura.

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La reestructuración de los años ochenta significa, en primer lugar, la culturalización de la economía. Por una parte, se desarrolla una nueva organización industrial, de naturaleza postfordista (Piore y Sabel, 1984; Lash y Urry, 1987). En buena medida, esta organización, basada en la especialización flexible y la desintegración vertical, surge en respuesta a un nuevo patrón de demanda, extremadamente diverso y cambiante, de bienes y servicios de carácter posicional, culturalmente muy elaborados. Se trata de una demanda inducida y regida por el cambio cultural de las nuevas clases medias postindustriales; así, pues, de una demanda engarzada a la dinámica cultural, lo que plantea un revolucionario patrón de interdependencia economía-cultura. A partir de la reflexividad estética que el individualismo expresivo de las nuevas clases medias entroniza como nueva pauta social, todo el ciclo de actividad económica, desde la producción (cada vez más basada en el diseño), pasando por la comercialización (a través de la publicidad), y hasta el consumo, experimenta una intensa estetización (Lash y Urry, 1994). Por otro lado, aparece un nuevo paradigma de gestión del trabajo, que trata de trasladar al mundo de la producción ordinaria las características de la organización artística (Chiapello, 1998) -la gestión por proyecto, la organización flexible y ligera o la construcción emergente-, y también las del trabajo expresivo, propio de los creadores (Menger, 2002) –los valores de implicación, de realización personal, de identificación con la actividad y con la actuación. Se va conformando así un nuevo espíritu del capitalismo (Boltanski y Chiapello, 1999), una nueva ética económica: el ethos creativo (Florida, 2002). Es una suerte de reconciliación de la economía con la cultura, dos dominios que durante más de un siglo, a lo largo de toda la era industrial, habían evolucionado en radical oposición.

La reestructuración de los ochenta afecta también en un sentido parecido a la política, culturizándola. Tras la ruptura del compromiso corporativo se produce la desactivación del antagonismo político tradicional. Las identidades de clase se erosionan, los grandes partidos y sindicatos de izquierda entran en declive y los patrones de mobilización social y de voto dejan de remitirse predominantemente a ellos. Nuevas dinámicas de signo culturalista se abren paso (Keith y Pile, 1993; Clark y HoffmannMartinot, 1998), a partir de movimientos sociales identitarios (étnicos, territoriales o de género), de subpolíticas de carácter cultural y de mobilizaciones por causas específicas (contra el racismo, por ejemplo). Por lo demás, el sistema político se transforma, de una estructura fundada casi exclusivamente en el nivel nacional, a otra multipolar, en la que el poder local y la esfera global cobran protagonismo. Estos nuevos polos gravitarán también crecientemente hacia la cultura, porque de ella dependerán cada vez más: el ámbito local, para sus estrategias de desarrollo, y el

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global, en cuanto que las nuevas líneas de conflicto que en él se apuntan son asimismo de naturaleza cultural (Huntington, 1996: 125).

La culturalización de la economía y de la política marcan la doble alteración estructural que define el nuevo orden de la cultura: la desdiferenciación y la nueva centralidad de la cultura especializada. Por lo que se refiere a la nueva centralidad, ésta se especifica paradigmáticamente en el caso de las grandes ciudades (Zukin, 1995; O’Connor y Wynne, 1996; Lloyd y Clark, 2001; Corijn, 2002; Kwok y Low, 2002). Ahí la actividad artística ha demostrado ser un recurso eficaz en procesos de regeneración de barrios degradados o en procesos de promoción de centros históricos (Zukin, 1982; Bianchini y Parkinson, 1993). A través de ella se expresan cada vez más los conflictos intergrupales o interétnicos y del mismo modo es manejada hoy políticamente para lograr el objetivo inverso: la cohesión y la integración social (Jacobs, 1998; Evans, 2001; Sharp et al., 2005). Además, aparece actualmente como un factor de enorme importancia en la potenciación de la imagen de la ciudad o en su transformación (Landry, 2000; García, 2005; Yeoh, 2005), función que puede tener una trascendencia social y económica de primer orden, como demuestra el caso característico de Bilbao. En éste, como en tantos otros, el efecto renovador revierte en la moral ciudadana, y por esta vía en el nivel general de actividad, y también, de modo superlativo, en el atractivo de la ciudad, ya sea para las empresas de fuera o para el turismo.

Con la larga cadena de industrias a las que alimenta (agencias de viajes, líneas aéreas, aeropuertos, hostelería, restauración), el turismo es uno de los pilares fundamentales de las economías urbanas contemporáneas (Fainstein y Judd, 1999). Y junto a él, de forma muy a menudo combinada, además, se sitúan las industrias culturales (Sassen y Roost, 1999). La producción cultural en su conjunto se constituye en un motor central de la economía local. Porque estando cada vez más basada la economía actual en procesos culturales de manipulación simbólica, y siendo así que esta capacidad de manipulación simbólica se concentra tradicionalmente en las metrópolis, el sector cultural que la contiene tiende a ocupar un predominante espacio dentro de ellas (Scott, 1997, 2000). A esta centralidad contribuye también el carácter especialmente dinámico y avanzado de la producción cultural (Lash y Urry, 1994; Chiapello, 1998; Menger, 2002), así como su capacidad catalizadora de la economía creativa (Florida, 2002).

En cuanto a la desdiferenciación, evidenciada en el creciente entremezclamiento de las esferas política, económica y cultural, su trascendencia como cambio histórico se

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aprecia en contraste con la imagen acuñada de la modernización como proceso de diferenciación social. Adoptando un punto de vista weberiano, por ejemplo, podemos representarnos el orden cultural moderno como el resultado de un largo proceso de racionalización. En él, tanto las representaciones mentales de la existencia como las instituciones que organizan la vida social se han ido decantando, han ido escindiendo la imagen mítica originaria, diferenciando ámbitos de realidad y esferas de acción y dando lugar a grupos culturales distintos y jerarquizados. En la representación weberiana de la modernidad capitalista, el orden cultural es un orden de valores contrapuestos y de esferas de acción separadas. Las artes ocupan dentro de él un espacio autónomo y aislado; un espacio que es relativamente marginal, puesto que, como la religión, aunque en forma opuesta a ella, las artes no hacen sino desempeñar una mera función compensatoria: una función de consolación antiracional en el marco de un modo de vida dominado por la racionalidad instrumental (Menger, 1992).

Frente a esta disposición, típicamente moderna, hemos visto que la interpenetración y el

entremezclamiento entre

las

esferas política,

económica

y

cultural son

características estructurales de la sociedad actual. El plural y fragmentado modo de vida contemporáneo ha dejado de estar estrictamente dominado por la racionalidad instrumental: la weberiana jaula de hierro se ha convertido con el tiempo en una mera jaula de goma (Gellner, 1987), a través de la cual se puede transitar con facilidad.

Las artes, su lenguaje de elaboración formal, sus valores sensuales y emocionales, su dinámica de innovación, se proyectan y encarnan más y más en el mundo del trabajo y la producción, lo mismo que en el entorno material que de él resulta (a través de su presencia

directa,

crecientemente

ubícua,

como

imágenes

y

objetos

predominantemente simbólicos, o en su plasmación indiferenciada en toda clase de elementos funcionales, así semiotizados). El espacio, público y privado –no digamos el mediático- se conforma estéticamente. Y las dinámicas de poder y apropiación que en torno a él se desarrollan adquieren más que nunca un carácter estilizado y ritual. La afirmación o disputa identitaria, crucial a este respecto, se proyecta hoy, por ejemplo, desde y hacia los museos, que ejercen así de laboratorios cívicos (Bennett, 2005); o se despliega también en la piel de las ciudades, poblándolas de formas estéticas emblemáticas, de escenificaciones patrimoniales y de celebraciones rigurosamente coreografiadas. Por su parte, actores políticos y poderes constituidos de todo tipo se legitiman sobre la retórica y sobre los ceremoniales de la autenticidad.

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Como se ha señalado a menudo, la proyección del arte más allá de su espacio acotado en el orden cultural moderno es un fenómeno intrínseco al propio desarrollo del arte en la modernidad. Desde las vanguardias dadaista y surrealista surgidas en las primeras décadas del siglo XX, diversos movimientos han protagonizado intentos de situar el arte en el terreno de la vida cotidiana, de hacer de la vida una obra de arte, de apropiarse de lo banal para transfigurarlo artísticamente. Este desplazamiento, sin embargo, no será estructuralmente efectivo hasta que la nueva centralidad institucional del arte confluya con la culturalización del modo de vida en la relativamente desdiferenciada configuración del orden cultural contemporáneo, una configuración en la que la política, la economía y la cultura se entremezclan hasta tal punto que ya no cabe hablar siquiera de lógicas independientes. En este nuevo marco, las artes, no sólo han ganado terreno y se han diversificado, sino que han adquirido nuevas e importantes funciones: funciones de desarrollo identitario, individual y colectivo, funciones de regeneración simbólica de espacios y de dinamización económica de territorios, etc. (Bouzada, este libro). La vida social en su conjunto, tanto en su dinámica económica como en su dinámica política, tiende ahora a pivotar en gran medida sobre la dinámica de creación cultural.

La desdiferenciación entre las esferas de la cultura, de la economía y de la política se corresponde, por otra parte, con una desdiferenciación interna de la propia esfera cultural. Y es que una característica fundamental del nuevo orden cultural que hoy se está configurando es la difuminación dentro de él de todas las fronteras y la atenuación también de todos los contrastes.

En la perspectiva de Bourdieu que

anteriormente hemos evocado, la imagen del orden cultural moderno era la de un orden de la distinción (entre los consumidores), de las distancias (entre los creadores) y de las oposiciones (entre productores y consumidores). Hoy, sin embargo, tal como hemos visto, los sectores del arte puro y del arte comercial tienden a converger (las carreras de los creadores pueden ser igualmente cortas y fulgurantes, los modos de actuación de los intermediarios tienden a ser cada vez más similares y ya no es apenas extraño el tránsito entre géneros de diferente legitimidad). Las prácticas y los consumos culturales son cada vez menos excluyentes (Peterson y Kern, 1996) y el paso de la posición de consumidor a la posición de creador se ha hecho mucho más fácil en múltiples actividades artísticas características de la época, sobre todo entre los jóvenes (Willis, 1990).

La distensión del universo artístico, es decir, la relativa desactivación de sus oposiciones y jerarquías, que es un factor fundamental en el proceso de ampliación del

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territorio de lo artístico (por asimilación de actividades antes juzgadas como ilegítimas o como impuras), es también un elemento clave en el cambio de las relaciones entre las diversas disciplinas artísticas y entre el mundo de las artes y el conjunto de las prácticas que componen los estilos de vida de la población (Zolberg y Cherbo, 1997). Si el paradigma de la modernidad artística preconizaba la profundización en las esencias del propio código disciplinar, la época actual alienta todas las formas de la promiscuidad, tanto entre géneros como entre disciplinas artísticas. De forma correspondiente, los curricula de los creadores tienden ahora hacia la versatilidad (McRobbie, 1999: 8). Y si en otro tiempo la tendencia había sido hacia la expurgación de toda funcionalidad ajena a la lógica artística del espacio social del arte, hoy vemos cómo proliferan en este espacio todo tipo de contaminaciones. En realidad, hasta puede decirse que la propia dinámica de la innovación artística se sitúa hoy predominantemente

en

estos

espacios

intersticiales,

interdisciplinares

y

supradisciplinares, cifrándose más en la circulación que en la acumulación (Lash y Miles, este libro).

El nuevo orden cultural da lugar, así, al surgimiento de un espacio de conexiones y relaciones transdisciplinares cada vez más denso y decisivo. Este espacio propicia la consolidación del marco local metropolitano como el ámbito característico de la dinámica cultural contemporánea, y ello porque hace que estos enclaves metropolitanos, siguiendo la lógica de los distritos industriales, tiendan a concentrar crecientemente la actividad cultural, al aprovechar las ventajas competitivas de operar como grandes matrices de procesos culturales múltiples (Rodríguez Morató, 2001). Dada la creciente intersección de los mercados de trabajo artístico, su mayor densidad metropolitana ofrece importantes ventajas a los creadores (Menger, 1993). Para las industrias culturales, dadas las condiciones de producción flexible en las que operan actualmente, el anclaje metropolitano les proporciona también sustanciales beneficios, tanto en términos de ahorro de costos de transacción como por las economías externas que se derivan de la propia densidad de los actores: procesos de aprendizaje colectivo, políticas y acciones concertadas, etc. (Scott, 1997; 2000). Pero el dominio cultural metropolitano se cifra sobre todo en la importancia que van cobrando actualmente los procesos culturales transdisciplinares, que tienden a adoptar una configuración local: procesos de producción en los que se vinculan diferentes sectores, como la TV y el mundo editorial, o el sector del juguete y el cine de animación; o

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procesos en los que se entrelaza la actividad de sectores disciplinares específicos y la actividad cultural informal 17 .

En el nuevo orden cultural que se materializa en las modernas metrópolis toma forma una nueva lógica de la creatividad cultural. Es una lógica que ya no opera en forma lineal y unívoca, a partir de estímulos y de recursos proyectados desde una sociedad pasiva y refractados y revaluados culturalmente por un universo de creadores omnipotentes. El dinamismo cultural contemporáneo se cifra ahora en procesos de contornos flexibles y de carácter no lineal. La dinámica de la creación y del consumo cultural

en

las

modernas

metrópolis

depende

de

forma

decisiva

de

los

entrelazamientos y de las retroalimentaciones entre diferentes sectores y procesos: es ante todo una cuestión de sinergias y de resonancias interdiscursivas. Las vibraciones creativas, al igual que las dinámicas de atención valorizadora y de resonancia y reelaboración simbólica, tienen lugar de contínuo en muy diversos puntos de la matriz cultural metropolitana, y eso por más que tales vibraciones sigan siendo crucialmente elaboradas en los territorios de la cultura especializada. En este contexto, el universo artístico ve erosionada en gran medida su autonomía y disminuida de igual modo su autoridad, pero acrecienta enormemente su influencia. En la nueva sociedad de la cultura, el universo de las artes viene a constituir el centro neurálgico de la matriz cultural local. La caracterización del nuevo orden

La perspectiva que venimos trazando sobre la nueva sociedad de la cultura que hoy se va configurando ante nuestros ojos no es para nada nueva. En realidad, es una visión que resuena en numerosas teorías y análisis del cambio cultural elaborados a lo largo de las últimas décadas. Muchos de estos trabajos han dado cuenta de aspectos esenciales del nuevo orden cultural. Sin embargo, debido a una inadecuada focalización, a debilidades o ambigüedades teóricas, o a insuficiencias analíticas de diverso tipo, estos trabajos no han logrado en general ofrecer una visión consistente del tema. A menudo han resultado parciales, o incluso contradictorios, y han creado así con respecto a él un cierto confusionismo. Por eso conviene precisar aquí, aunque sea brevemente, en qué medida nuestra perspectiva difiere o coincide con otros

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Harvey Molotch, en un memorable trabajo sobre Los Angeles (1996), explica cómo las culturas de diseño sedimentadas localmente y las imágenes locales dan lugar a un fondo de estilos, sensibilidades y temas del que se alimenta toda la creación local.

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planteamientos de análisis al respecto que resultan especialmente prominentes o afines.

En primer lugar, hay que referirse a Bell. Daniel Bell advirtió hace ya muchos años (1977) que el orden cultural actual ya no está regido por la ética puritana racionalista sino por valores y sensibilidades de carácter hedonista. El diagnóstico de Bell ya reconocía el carácter culturalista del desarrollo postindustrial de las sociedades avanzadas. Pero Bell se equivocaba al pensar que la deriva culturalista de la sociedad postindustrial plantearía una contradicción de fondo al sistema capitalista. Lo que ha ocurrido, por el contrario, es que los impulsos de la cultura hedonista, además de canalizarse hacia el mercado, cosa que él ya observaba, se han trasladado también, y han transformado decisivamente, el propio mundo de la producción. Han desactivado así la contraposición, que Bell juzgaba insuperable, entre el sujeto de la producción y el sujeto del consumo. Cabe decir, pues, en suma, que la teoría de Bell proporciona un excelente punto de partida para la comprensión del nuevo orden cultural, aunque resulta a la postre inadecuada para dar cumplida cuenta de su génesis y de su dinámica actual.

En segundo lugar se sitúan las teorías de la postmodernidad. Estas teorías, que tienen su auge en los años 80 y en los primeros 90, son una derivada heterodoxa, y en ciertos casos herética, del marxismo académico, al igual que lo es la teoría postindustrial. Desde esa tácita afinidad de fondo, las teorías de la postmodernidad se sitúan en continuidad con la teoría postindustrial. Pero no sólo con ella, también con otras teorías sobre el cambio social de similar raigambre, como la teoría de la sociedad de la información o la teoría postfordista. Porque de hecho las teorías de la postmodernidad se caracterizan por su eclecticismo (Kumar, 1995). En cualquier caso, más allá de su amplia diversidad y de su ambigua identidad (pues junto a algunos autores que se reconocen como postmodernos muchos otros rechazan tal apelativo), estas teorías tienden a reconocer siempre la nueva importancia y centralidad de la cultura, así como el entremezclamiento entre cultura y sociedad 18 .

18

Ese reconocimiento arraiga en las percepciones que puso en circulación el marxismo hegeliano de entreguerras, influido por la visión weberiana de la racionalización social: la teoría de la reificación de Lukács, que encontró su eco luego en la visión de la sociedad del espectáculo de Debord y en la teoría del simulacro de Baudrillard, y las ideas sobre la pérdida del aura y la mercantilización desdiferenciadora de la cultura de los teóricos de Frankfurt, ideas que enlazan también con Lukács y que repercuten luego en Jameson.

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En términos generales puede decirse que las teorías de la postmodernidad, de Baudrillard a Jameson o a Harvey, hacen un certero reconocimiento de aspectos cruciales del cambio cultural que aquí estamos contemplando. Es criticable, sin embargo, su común indiferencia por la contrastación empírica, que favorece su irresponsabilidad teórica, y es abiertamente rechazable la irracional pendiente epistemológica por la que suelen deslizarse (Giner, este libro). En Baudrillard, por ejemplo, es apreciable su percepción de la potenciación y la semiotización del consumo, pero se impone descartar la deriva idealista de la teoría del simulacro, con sus insostenibles corolarios epistemológicos.

Aparte de estas carencias y peligros, hay habitualmente una ambigüedad profunda en las teorías de la postmodernidad, que denota una grave incomprensión, o cuando menos confusión, respecto al análisis del orden cultural contemporáneo. Se trata de la ambigüedad entre una concepción del cambio cultural restringida a la esfera cultural especializada –“la cultura postmoderna”- a menudo postulada como única perspectiva de análisis relevante, y una visión más amplia, en la que la cultura aparece plenamente imbricada en la realidad social y económica, hasta el punto de que ya no cabe concebirla aisladamente 19 . Básicamente, este confusionismo se explica por la falta de una clara asunción de la perspectiva institucional y socio histórica de la autonomización cultural, que es de raíz weberiana, y por tanto resulta en principio ajena a estos planteamientos. La dimensión de este déficit, variable según los autores y orientaciones, determina en buena medida el grado de confusionismo y las dificultades analíticas que encuentran unos y otros.

En ausencia de la perspectiva weberiana de la autonomización institucional de la cultura, por ejemplo, Bell es incapaz de comprender la relativa intrascendencia de la oposición modernista entre cultura y economía, ni el alcance práctico de la reconciliación postmodernista. Por su parte, Harvey, afectado por la misma limitación, no consigue ir más allá de la idea del reflejo en su categorización de las relaciones entre las formas culturales postmodernas y las formas de producción del capitalismo contemporáneo. Cuando por su aguda sensibilidad respecto al cambio epocal de las condiciones de vida haya de reconocer la existencia actual de unas más íntimas y plurales intersecciones entre cultura y sociedad no hará sino constatar su perplejidad (Harvey 1989: 114-115). Pero Jameson, por el contrario, sí que logra articular una representación conceptual del cambio. Y lo hace precisamente porque incorpora la 19

Krishan Kumar (1995: 112-121) llama la atención sobre esta contradicción.

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perspectiva weberiana de la autonomización de la esfera cultural, en su caso vía Marcuse. A partir de ella, los signos de los tiempos ya pueden interpretarse con sentido: es un proceso de desdiferenciación pluridimensional de la esfera cultural (entre la alta cultura y la cultura popular, entre las diferentes disciplinas artísticas), al tiempo que de expansión y disolución explosiva de esa misma esfera cultural en el dominio general de lo social. Como puede verse, un planteamiento bastante afín en principio al que inspira la noción de sociedad de la cultura, tal como aquí la presentamos. La radical insuficiencia analítica del planteamiento desarrollado por Jameson con respecto a la textura institucional y al contexto socio histórico del cambio cultural contemporáneo, que resulta de modo inevitable de la perspectiva disciplinar desde la que se formula, limita, sin embargo, la coincidencia a esta cuestión de principios.

Moviéndose a partir de las fronteras de la teoría de la postmodernidad, Lash, a diferencia de los autores anteriores, ha ido elaborando una visión sociológica del cambio cultural bien fundada en la perspectiva histórica de la autonomía de la cultura 20 . Es un necesario punto de partida para desarrollar un análisis fructífero de la realidad cultural actual 21 . En el planteamiento de Lash (1990) hay, pues, una clara percepción del significado histórico de la desdiferenciación cultural, a partir justamente de la perspectiva weberiana de la diferenciación cultural, recreada luego por Habermas (1987) y por Bourdieu (1971) 22 . Al mismo tiempo, no obstante, se malinterpreta en él la naturaleza del proceso de cambio propiamente dicho, pues Lash lo considera en continuidad con el esquema de la dinámica de distinción cultural de Bourdieu, como también hace Featherstone (1991), cuando en realidad el cambio cultural contemporáneo desbarata la propia noción de capital cultural (DiMaggio, 1991) en la que esa dinámica se sustenta. Y en contrapartida a esa confusión de signo materialista sobre el cambio se extrapola además, idealistamente, el análisis de la situación de la esfera cultural tras él, hablando de un supuesto nuevo régimen de 20

En la sociología de la cultura, sólo Bourdieu antes que él había adoptado esa perspectiva, aunque en su caso de modo muy distinto, pues nunca reconoció la trascendencia de los cambios culturales contemporáneos. 21 Otras teorías de la cultura que se postulan hoy en día a partir de tradiciones teóricas alejadas de esta perspectiva, como la sociología cultural neofuncionalista de Jeffrey Alexander (2000) o el enfoque basado en la idea del “circuit of culture” (du Gay 1997; du Gay et al. 1997), que hunde sus raíces en la tradición neomarxista de los cultural studies británicos, tienen grandes dificultades para valorar debidamente el cambio cultural actual y son por completo incapaces de comprender la primacía estructural de los productores culturales en la dinámica cultural moderna y contemporánea. 22 Bryan S. Turner (1990) también propugnó la adopción de esa perspectiva para considerar el tema del cambio postmoderno, pero sin ir más allá en su análisis.

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significación figural y de una supuesta desdiferenciación de la economía cultural, cuando la clave estructural del nuevo orden no es ya en verdad el predominio de unas nuevas fórmulas sino la pluralidad misma de las dinámicas de significación y de los patrones institucionales de producción, distribución y consumo. En consonancia con estas derivas, Lash (1990) no conseguirá despejar la ambigüedad sobre el alcance, restringido o general, del cambio.

Lash y Urry (1994), sin embargo, sí que adoptarán, de modo más coherente, una clara perspectiva de carácter global sobre la desdiferenciación cultural. Por más que no llegarán todavía a desarrollar una visión plenamente articulada y consistente del nuevo orden cultural, en ese libro avanzarán ya toda una serie de valiosos análisis sobre él. Una idea subyacente a todos ellos será que la cultura –la cultura especializada- tiende ahora a constituirse en principio matriz de la sociedad. Es la idea fundamental que sugiere la expresión sociedad de la cultura, que Lash y Urry llegan a emplear ocasionalmente en su libro (1994: 143), importando y traduciendo la expresión alemana Kulturgesellshaft 23 .

En torno a la noción de sociedad de la cultura hay, pues, una perspectiva abierta de investigación y análisis 24 . En esa perspectiva se inscribe este trabajo 25 . No obstante, la visión que aquí planteamos de la sociedad de la cultura, más allá de subrayar la 23

Hermann Schwengel (1991) ha explicado que la fórmula Kulturgesellshaft se ha venido utilizando repetidamente en círculos políticos y académicos alemanes desde principios de los años 80. Allí, al parecer, el término designa una cierta perspectiva de modernización de las sociedades capitalistas avanzadas: la perspectiva del avance de la sociedad postindustrial, que potencia el individualismo, la flexibilidad y la reflexividad social, y en dónde la actividad cultural especializada se convierte en un importante activo económico y la creatividad artística y cultural deviene un modelo social fundamental. 24 Tras Lash y Urry (1994), Angela McRobbie (1999) la ha hecho suya también. 25 Conviene advertir que esta perspectiva nada tiene que ver con el concepto de sociedad de cultura, que ha empleado Emilio Lamo de Espinosa en varias de sus obras (Lamo de Espinosa et al., 1994; Lamo de Espinosa, 1996). En su caso, la idea de sociedad de cultura, confrontada siempre a la de sociedad de ciencia, remite a una noción muy básica y al tiempo muy restrictiva de cultura, como “conjunto de respuestas ya probadas y contrastadas a incitaciones del entorno” (Lamo de Espinosa, 1996: 27). La cultura aparece ahí como una elemental forma de vida colectiva de carácter intemporal; algo ciertamente periclitado y opuesto por principio a la modernidad. Esta acepción de cultura le sirve a Lamo para establecer un radical contraste con respecto a la ciencia y así caracterizar a la sociedad actual como sociedad de ciencia. Como es obvio, el concepto de cultura implícito en nuestra expresión sociedad de la cultura, lo mismo que el que encierra la expresión Kulturgesellshaft, no tiene apenas nada en común con el que Lamo utiliza. La cultura de la que nosotros hablamos es en primer lugar la que se gesta en el seno de la esfera cultural especializada, donde la ciencia ocupa su lugar al lado de las artes y éstas muestran un dinamismo tan intenso como el de aquélla; y aunque comprende asimismo la dinámica simbólica que tiene como marco el modo de vida (Hannerz, 1992), se trata de un modo de vida que no es ya unívoco ni estable, si no que se declina en plurales y cambiantes estilos de vida, continuamente reelaborados en estrecha relación con los flujos simbólicos procedentes de la esfera cultural especializada.

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nueva centralidad de la cultura especializada, como hacen en mayor o menor grado las diferentes versiones que de ella se ofrecen, propugna la focalización del análisis sobre ese componente de cultura especializada, en tanto que motor de la dinámica cultural contemporánea. Es un punto de partida que nos parece esencial para poder llevar a cabo una teorización consecuente del nuevo orden cultural. Peligros y oportunidades para las artes en la nueva sociedad de la cultura

El escenario clave de la sociedad de la cultura es la ciudad. En el contexto urbano, la mayor centralidad social de la cultura supone, en primer lugar, una mayor atención pública hacia ella; una atención que valoriza la creación y el patrimonio autóctono, que incita a la práctica y al asociacionismo cultural, aunque no siempre repercuta inmediatamente en el consumo, y que, en cualquier caso, suele conjugarse también con un incremento en el interés externo, con un aumento del turismo cultural, por ejemplo.

La mayor atención publica revierte, de una u otra forma, en un aumento de los recursos disponibles para la actividad artística, ya sea por la nueva demanda que produce el turismo cultural, por una mayor propensión al mecenazgo o al patrocinio cultural privado, o, en fin, por una mejor disposición de los poderes públicos a la inversión en cultura.

Pero al mismo tiempo, la nueva centralidad social de la cultura en la ciudad ofrece también no pocos riesgos para la propia vitalidad cultural urbana. Numerosos sociólogos han documentado ampliamente los procesos de aburguesamiento que suelen experimentar los barrios artísticos de las ciudades y el efecto de expulsión que esto tiene para los creadores. Analizando el caso de Nueva York, la metrópoli cultural arquetípica del siglo XX, Sharon Zukin ha llegado a concluir que “puede haber una contradicción entre la reputación de Nueva York como lugar de innovación cultural y como mercado cultural” (Zukin, 1995: 150).

Por otro lado, la evidencia de la utilidad de la cultura para el desarrollo urbano, ya sea por sus efectos cohesionadores o por los múltiples beneficios económicos que se le asocian, suscita el peligro de la funcionalización extracultural de la política y de la acción cultural, dependencia que puede tener repercusiones muy negativas en la vitalidad artística de la ciudad. Es un peligro que se concreta hoy en día especialmente

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en el sesgo economicista de muchas políticas culturales, concebidas tan sólo en razón de sus repercusiones económicas a corto plazo, y ciegas respecto a los efectos que pueden producir en los complejos y delicados sistemas culturales contemporáneos.

En cuanto a la revolución comunicacional que estamos viviendo, sus efectos sobre el mundo de la cultura son igualmente ambiguos. Frente a los agoreros de la homogeneización cultural, cabe constatar que la multiplicación de los canales y de los flujos mediáticos tiende a aumentar las posibilidades de emisión de nuevos contenidos (Crane 2002). En el contexto de Internet, será más fácil para las producciones periféricas o marginales acceder a públicos lejanos y especializados. Y por otra parte, el propio aumento generalizado de la demanda de contenidos proporcionará nuevos recursos que repercutirán directa o indirectamente en todo el mundo de la creación cultural.

Sin embargo, también en este caso son obvios los riesgos que entraña el actual desarrollo comunicacional para el florecimiento de las artes. Por un lado, el proceso está dando lugar a una acelerada concentración de los conglomerados mediáticos, que de entrada limita ya la competencia y amenaza la diversidad dentro de los viejos marcos estatales (Tremblay, este libro). Y por otra parte, en el contexto de la desjerarquización estética propia de nuestros días, en el que la autoridad de la creación artística está muy mermada, la potenciación de los polos industriales de la cultura, con su inherente tendencia conservadora, puede poner en peligro la viabilidad de las iniciativas innovadoras.

La creatividad cultural sólo puede germinar localmente y hay una tensión de fondo inevitable entre el desarrollo cultural urbano y el auge de la industria cultural comunicacional. De hecho, un nefasto escenario alternativo de la sociedad de la cultura podría ser el hogar mediáticamente conectado. Cabe pensar que esta tensión entre el escenario del solipsismo receptivo y el de la ciudad creativa se decantará en favor de la creatividad cultural sólo en la medida en que consiga fraguar una nueva forma de autonomía artística, que ahora habrá de ser de base local, multicultural e interdisciplinar, más que universal y sectorial; y ya no de carácter absoluto e irresponsable, como en los tiempos heroicos del modernismo, sino una autonomía permanentemente negociada con las comunidades de las que emerge y con los nuevos socios de la innovación artística.

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Panorámica general del libro

Los capítulos que componen este libro exploran, a través de diferentes registros analíticos, las claves de fondo de la nueva sociedad de la cultura. De un lado, analizan el trasfondo estructural de las profundas transformaciones que ha experimentado la cultura moderna a lo largo del siglo pasado y las nuevas configuraciones que hoy en día la caracterizan. De otro, muestran las nuevas articulaciones y dinámicas territoriales de la cultura en la sociedad contemporánea. Y por último, proporcionan también puntos de vista críticos sobre algunos de los efectos más inquietantes de esta evolución culturalista de la sociedad en la que estamos inmersos.

En la primera parte, se consideran algunas de las principales dimensiones de cambio del ecosistema cultural. Gilles

Pronovost examina, para empezar, las principales

transformaciones que ha experimentado la participación cultural en Occidente. A este respecto, Pronovost detecta dos grandes tendencias de evolución longitudinal: de un lado, hacia un lento crecimiento del tiempo libre y de otro, hacia la intensificación correlativa de las prácticas culturales. Más allá de estas evidencias de fondo, lo que Pronovost constata también es el importante proceso de renovación cultural que ha tenido lugar en las últimas décadas, con cambios significativos en los patrones de consumo –ahora cada vez más diversos- y con un creciente papel de los medios en el acceso a la cultura. En el segundo capítulo, Antonio Ariño analiza el fenómeno de la patrimonialización cultural, un proceso en continua expansión, que supone la radical redefinición culturalista de la tradición y del pasado. A este respecto, Ariño muestra cómo a partir de la segunda mitad del siglo XX la noción moderna de patrimonio desemboca en el concepto de patrimonio cultural, un concepto intrínsecamente público e inclusivo, a través del cual todo lo que rodea al modo de vida tradicional y todo lo que remite al pasado entra en proceso de museización, haciéndose acreedor a una nueva valoración (estética o científica) y a un nuevo tratamiento (de preservación, estudio y espectacularización). Y si la museización se extiende así, por medio de la patrimonialización cultural, a nuevos ámbitos más allá del arte, en el terreno propiamente artístico se transforma, haciéndose en este caso más plural y más compleja. Eso es lo que muestra Vera Zolberg en el capítulo siguiente, al considerar el modo en el que las instituciones artísticas han ido cambiando sus políticas de inclusión-exclusión a lo largo del siglo pasado. El caso norteamericano, que Zolberg examina en particular, resulta paradigmático a ese respecto. Lo es tanto por su posición especialmente avanzada en esa línea de evolución, que es debida al carácter relativamente más democrático de sus élites y a la gran diversidad étnica del país,

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como por el poderoso influjo que el modelo cultural norteamericano ejerce en todo el mundo. El universo artístico tiende en ese sentido a ampliar sus principios de reconocimiento y a problematizar sus relaciones con la sociedad.

En su sentido más tradicional, la cultura ha solido ser considerada como un orden simbólico unitario que organizaba la vida de una comunidad territorialmente bien delimitada, distinguiéndola de otras. De modo equivalente, la cultura especializada moderna ha tendido a ser tácitamente representada en el espacio del Estado-nación. En ambos casos, el marco territorial resultaba implícito, por su carácter estable y poco decisivo. Pero en el contexto actual de la globalización y la culturalización de la sociedad la dimensión territorial de la cultura se ha tornado crucial, definitoria. La segunda parte del libro aborda esa perspectiva. En ella, Scott Lash y John Miles analizan, primero, el fenómeno paradigmático del llamado Joven Arte Británico, que estos autores consideran característico de la nueva sociedad de la cultura globalizada. A través de él, nos muestran, en efecto, cómo las nuevas coordenadas propician una nueva lógica de la práctica artística (de circulación y ya no de acumulación) y cómo ésta, que supone una nueva interpenetración entre cultura y sociead, alumbra un nuevo estatus del objeto artístico. Por su parte, Xan Bouzada revela en el capítulo siguiente cómo la potenciación contemporánea de la cultura se imbrica con el proceso de globalización, transformando las configuraciones y las dinámicas culturales locales. Bouzada destaca, a este respecto, las ambigüedades del proceso de globalización cultural, un proceso que promueve la activación local de la cultura, pero a costa de su deriva privatizadora y comercial, y que pone en riesgo también la vitalidad de las identidades culturales locales.

La nota crítica de Xan Bouzada es amplificada, por último, en la tercera parte del libro, donde se sitúan las reflexiones que pretenden alertar sobre las amenazas que entraña la presente situación. Ahí, en el capítulo sexto Gaëtan Tremblay recapitula las circunstancias que hacen de la cultura un sector de actividad de importancia crucial en la sociedad contemporánea. Sin embargo, para Tremblay esta especial revalorización de la cultura en el mundo actual no constituye en realidad un signo positivo de los tiempos. Por el contrario, para él supone más bien un problema, pues en su opinión implica su trivialización mercantil, amén de otros peligros. En este sentido, Tremblay concluye afirmando la necesidad de un recentramiento de los valores culturales. Por último, en el capítulo séptimo Salvador Giner nos ofrece una meditación crítica sobre el propio discurso analítico que la sociedad de la cultura como tal propicia, cerrando de este modo, a través de un exacto itinerario reflexivo, el recorrido de este libro. El hecho

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es que uno de los efectos del avance desdiferenciador de la sociedad de la cultura es la desestructuración cognoscitiva, tal como el aldabonazo postmodernista de Lyotard puso de manifiesto, y que una de las expresiones de esa desestructuración se halla en la proliferación de discursos acríticos sobre la nueva realidad cultural (muchos de ellos inscritos en el vaporoso mundo de los estudios culturales). Pues bien, el trabajo de Giner constituye una vigorosa crítica de esa deriva y al mismo tiempo una enérgica reivindicación del más sobrio discurso analítico de la sociología de la cultura, que es el discurso propio de este libro. En este sentido, para él sin duda representa un muy adecuado colofón.

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