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“La mano” Guy de Maupassant

Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto. El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión. Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre. Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio: -Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada. El magistrado se dio la vuelta hacia ella: -Sí, señora, es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarlo de las circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso en que verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo. Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una: -¡Oh! Cuéntenoslo. El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió: -Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son los hechos: «Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.

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«Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias. «Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar por Marsella. «Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina. «Se crearon leyendas en torno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias particularmente horribles. «Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell. «Me contenté, pues, con vigilarlo de cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él. «Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio. «Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto. «Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas cinco o seis veces. «Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, lo vi en el jardín, fumando su pipa a horcajadas sobre una silla. Lo saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.

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«Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba mucho este país, y esta costa. «Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió riéndose: «-Tuve mochas avanturas, ¡oh! yes. «Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila. Dije: «-Todos esos animales son temibles. «Sonrió: «-¡Oh, no! El más malo es el hombre. «Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento: «-He cazado mocho al hombre también. «Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes sistemas. «Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo: «-Eso ser un tela japonesa. «Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo. «Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante. Pregunté: «-¿Qué es esto? «El inglés contestó tranquilamente:

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«-Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta. «Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje. Dije: «-Ese hombre debía de ser muy fuerte. «El inglés dijo con dulzura: «-Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle. «Creí que bromeaba. Dije: «-Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar. «Sir John Rowell prosiguió con tono grave: «-Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario. «Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: “¿Estará loco o será un bromista pesado?” «Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas. «Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque. «Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarlo. La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie. «Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche. «Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente. «Nunca pudimos encontrar al culpable. «Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del cuarto.

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«El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible. «¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre. «Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras: «-Parece que lo ha estrangulado un esqueleto. «Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba. «Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange. «Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ninguna ventana, ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado. «Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado: «Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban llegando. «A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe cómo, en la misma hora del crimen. «Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien. «Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie. «Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió nada. «Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a

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dormir, tres veces volví a ver el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si fueran patas. «Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; lo habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice. «Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.» Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó: -¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que según usted ocurrió. El magistrado sonrió con severidad: -¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueños. Pienso simplemente que el propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este caso es una especie de vendetta. Una de las mujeres murmuró: -No, no debe de ser así. Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó: -Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría. FIN Le Gaulois, 23 de diciembre de 1883

Título original: La main Traducido por Graciela Lorenzo Tillard, © 2008

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DONDE SU FUEGO NUNCA SE APAGA May Sinclair No había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido con la aldaba, Harriet Leigh salió por el portón de hierro. Siguió el camino hasta el cerco, donde, bajo el saúco en flor, la esperaba el teniente de marina George Waring. Años después, cuando pensaba en George Waring, Harriet volvía a sentir el dulce y cálido olor de vino de la flor de saúco y cuando olía flores de saúco, reveía a George Waring, con su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus cabellos pardo oliva. Waring le había pedido que se casaran y había consentido. Pero su padre se oponía y ella había venido para decírselo y para despedirse de él; su barco partía al día siguiente. –Dice que somos demasiado jóvenes. –¿Cuánto quiere que esperemos? –Tres años. –¡Todavía tres años antes de casarnos! ¡Estaremos muertos! Lo abrazó para confortarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la estación, mientras ella volvía luchando con sus lágrimas. –En tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar. Pero no volvió. Había muerto en un naufragio en el Mediterráneo. Harriet ya no temía una pronta muerte porque no podía seguir viviendo sin George. Harriet Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde la muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del reloj; esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo había rechazado el día antes y no estaba segura de que viniera. Se preguntaba por qué lo recibía hoy, si ayer lo había rechazado definitivamente. No debería verlo, nunca. Le había explicado todo claramente. Se evocaba, tiesa en la silla, enardecida con su propia integridad, mientras él la escuchaba cabizbajo, avergonzado. De nuevo sentía el temblor de su voz, repitiendo que no podía, que debía comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una esposa y que no debían olvidarlo. Oscar respondió indignado: –No necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para guardar las apariencias.

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–Y para guardar las apariencias debemos dejar de vernos. Oscar, por favor, váyase. –¿Lo dice en serio? –Sí. Ya no debemos vernos. Oscar se había alejado, vencido. Lo veía cuadrando sus anchas espaldas para soportar el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad. Ahora que había trazado un límite, ¿por qué no podían verse? Hasta ayer ese límite no era claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le había dicho. Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Ya había tomado el té y renunciado a verlo, cuando llegó. Vino como otras veces: con su paso mesurado y cauto, sus anchas espaldas erguidas con arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y ancho, de caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos hermosos. El bigote, muy corto, pardo rojizo, se erizaba sobre el labio superior. Sus ojos pequeños brillaban, pardos, rojizos, ansiosos y animales. Le gustaba pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía un sobresalto al verlo. Físicamente distaba mucho de su ideal; era tan distinto de George Waring… Se sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade. –Harriet, usted me dijo que yo podía venir. –Parecía que quería echarle toda la responsabilidad. –Espero que me haya perdonado. –Sí, Oscar. Lo he perdonado. Le dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué. La llevó al restaurante Schubler. Oscar Wade comía como un gourmet, dando importancia a cada plato. A ella le gustaba su ostentosa generosidad: no tenía ninguna de las virtudes mezquinas. Terminó la cena. Su congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la acompañó hasta su casa y se despidió en el portón. Harriet no sabía si alegrarse o entristecerse. Había gozado un momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había renunciado a Oscar Wade, porque no la atraía mucho, y ahora lo deseaba con furia, con perversidad, porque había renunciado a él. Cenaron juntos varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes blancas con paneles de contornos dorados, los pilares blancos y dorados, las alfombras turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo carmesí, que se prendían a sus faldas, los

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destellos de plata y de cristalería de las mesas circulares. Y las caras de los clientes y las luces en las pantallas rojas. Y la cara de Oscar, roja por la cena. Siempre, cuando él se echaba hacia atrás en la silla, Harriet sabía en qué pensaba. Alzaba los párpados pesados y la miraba, caviloso. Ahora sabía en qué iba a acabar todo. Pensaba en George Waring y en su propia vida desilusionada. No lo había elegido a Oscar, realmente no lo había deseado, pero ya no podía dejarlo ir. Estaba segura de lo que iba a ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final de una noche, cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no podía soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante; por una empinada escalera con alfombra roja, hasta la puerta del segundo piso. De tiempo en tiempo repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del restaurante o en su casa, cuando no estaba la sirvienta. Pero no convenía arriesgarse. Oscar se declaraba feliz. Harriet dudaba. Esto era el amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado y deseado con hambre y sed; ahora lo tenía. No estaba satisfecha. Siempre esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y no llegaba. Algo la repelía en Oscar; pero, como era su amante, no podía admitir que fuera un dejo de grosería. Para justificarse pensaba en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza. Le hacía hablar de sus oficinas, de su fábrica, de sus máquinas, le pedía prestados los libros que él leía. Pero siempre que trataba de conversar con él, le hacía sentir que no era para eso que estaban juntos, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos. –Lo malo es que nos veamos de un modo tan fugaz; deberíamos vivir juntos; es lo único razonable –dijo Oscar. Tenía un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y encontrarse allí con Harriet. En un hotel de la Rue de Rivoli, estuvieron dos semanas. Pasaron tres días locamente enamorados. Cuando se despertaba encendía la luz y lo miraba dormir. El sueño lo volvía inocente y suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca. Después empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, Harriet estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué, dijo, al azar, que el Hotel Saint Pierre era horrible.

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Con indulgencia, Oscar explicó su estado como de fatiga, causada por una agitación continua. Trató de creer que estaba deprimida, porque su amor era más puro y espiritual que el de Oscar; pero sabía perfectamente que había llorado de aburrimiento. Estaban enamorados, y se aburrían mutuamente. En la intimidad, no podían soportarse. Al fin de la segunda semana, empezó a dudar de haberlo querido alguna vez. En Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo artificial que les había impuesto París, quisieron persuadirse de que el antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus temperamentos románticos. Pero los perseguía el temor de que los descubrieran. Durante una corta enfermedad de Muriel, pensó con terror que esta podía morir; ya nada le impediría casarse con Oscar; él seguía jurando que si estuviera libre se casaría con ella. Después de la enfermedad la vida de Muriel fue preciosa para los dos: les impedía una unión permanente. Sobrevino la ruptura. Oscar murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriet. Ahora ya nadie sabía su secreto. Sin embargo, en los primeros momentos, Harriet se decía que, Oscar muerto, estaría más cerca de ella que nunca. No recordaba que en vida casi nunca había deseado tenerlo cerca. Mucho antes de que pasaran veinte años, le pareció imposible haber conocido una persona como Oscar Wade. Schubler y el Hotel Saint Pierre ya no eran recuerdos importantes. Hubieran desentonado con la reputación de santidad que había adquirido. Ahora, a los cincuenta y dos años, era amiga y ayudante del Reverendo Clement Farmer, Vicario de Santa María en Maida Vale. Era secretaria del Hogar para Jóvenes Caídas, de Maida Vale y Kilburn. Su exaltación mayor sobrevenía cuando Clement Farmer, el flaco y austero vicario, parecido a George Waring, subía al púlpito y levantaba los brazos en la bendición. Pero el momento de su muerte fue el más perfecto. Estaba acostada, soñolienta, en la cama blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de marfil. El sacerdote se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las velas, el misal del Santísimo Sacramento. Acercó una silla a la cama; esperó que despertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y que la muerte la hacía importante para Clement Farmer.

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–¿Estás lista? –preguntó. –Todavía no. Creo que estoy asustada. Tranquilíceme. Clemente Farmer encendió dos velas en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de nuevo a la cama. –Ahora no tendrá miedo. –No tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Pero tal vez al principio sea terrible. –La primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en nuestros últimos momentos. –Será en mi confesión. –¿Se siente capaz de confesarse ahora? Después le daré la extremaunción y se quedará pensando en Dios. Recordó su pasado. Allí encontró a Oscar Wade. Vaciló: ¿Podría confesar lo de Oscar Wade? Estuvo por hacerlo, después comprendió que no era posible. No era necesario. Veinte años de su vida habían prescindido de él. Tenía otros pecados que confesar. Hizo una cuidadosa selección: –Me sedujo demasiado la belleza del mundo. A veces no fui caritativa con mis pobres muchachas. En lugar de pensar en Dios, he pensado a menudo en los seres queridos. – Después recibió la extremaunción. Pidió al sacerdote que le tuviera la mano, para no sentir miedo; mucho tiempo la tuvo así hasta que él la oyó murmurar–: Esto es la muerte. Pero yo creía que era horrible y es la dicha, la dicha. Harriet permaneció unas horas en el cuarto donde habían sucedido estas cosas. Su aspecto le era familiar, con algo de extraño, ahora, y de repugnante. El altar, el crucifijo, las velas encendidas, sugerían alguna horrible experiencia cuyos detalles no podía definir, pero que parecían tener alguna relación con el cuerpo amortajado en la cama, que ella no asociaba consigo misma. Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio que era el de una mujer de mediana edad. Su cuerpo vivo era el de una joven de treinta y dos años. Su muerte no tenía pasado ni futuro, ningún recuerdo cortante ni coherente, ninguna idea de lo que iba a ser. Luego, súbitamente, el cuarto empezó a alejarse de sus ojos, a partirse en zonas y haces que se dislocaban y eran arrojados a diversos planos. Se inclinaban en todas direcciones, se

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cruzaban y cubrían con una mezcla transparente de diferentes perspectivas, como reflejos en vidrios. La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie ante la puerta, que era lo único que había quedado. La abrió y se encontró en la calle, cerca de un edificio gris amarillento, con una gran torre de techo de pizarra. Lo reconoció. Era la iglesia de Santa María, de Maida Vale. Oía los acordes del órgano. Abrió la puerta y entró. Había vuelto a espacio y tiempo definidos, había recuperado una parte limitada de memoria coherente. Recordaba todos los detalles de la iglesia que eran, en cierto modo, permanentes y reales, ajustados a la imagen que ahora la poseía. Sabía para qué había venido. El servicio había concluido. Caminó por la nave hasta el asiento habitual debajo del pulpito. Se arrodilló y se cubrió la cara con las manos. Entre sus dedos podía ver la puerta de la sacristía. La miró tranquilamente, hasta que se abrió y apareció Clement Farmer con su sotana negra. Pasó muy cerca del banco donde estaba arrodillada, y la esperó en la puerta, porque tenía algo que decirle. Se levantó y se aproximó a Farmer. Seguía esperándola y no se movió para darle paso. Se acercó tanto que los rasgos de él se confundieron. Entonces, se retiró un poco para verlo mejor y se halló ante la cara de Oscar Wade. Estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso. Las luces de las naves laterales iban apagándose, una por una. Si no se escapaba quedaría encerrada con él en esa oscuridad. Consiguió, por fin, moverse y llegar a tientas a un altar. Cuando se dio vuelta, ya no estaba Oscar Wade. Entonces recordó que Oscar Wade estaba muerto. Luego lo que había visto no era Oscar: era su fantasma. Había muerto. Había muerto hacía diecisiete años. Estaba libre de él para siempre… Cuando salió al atrio de la iglesia vio que la calle había cambiado. No era la calle que recordaba. Se encontró en una recova con muchas vidrieras; la Rué de Rivoli en París. Ahí estaba la entrada del Hotel Saint Pierre. Pasó por la puerta giratoria; cruzó el gris y sofocante vestíbulo que ya conocía; fue derecha a la gran escalera de alfombra gris; subió los peldaños innumerables que giraban alrededor de la jaula del ascensor hasta un descanso que conocía y un largo corredor ceniciento alumbrado por una ventana opaca; allí sintió el

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horror del lugar. Ya no se acordaba de la iglesia de Santa María. No se daba cuenta de ese curso retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí. Recordaba que debía caminar hacia la izquierda. Pero había algo donde el corredor doblaba, en la ventana al final de todos los corredores. Si tomaba la derecha se salvaría; pero ahí se detenía el corredor: un muro liso. Tuvo que volver a la izquierda. Dobló por otro corredor, que era oscuro y secreto y depravado. Llegó a una puerta torcida, que dejaba pasar luz por la rendija. Distinguía, encima, el número: 107. Algo había sucedido ahí. Si entraba volvería a suceder. Atrás de la puerta estaba Oscar Wade esperándola. Oyó sus pasos mesurados, que se acercaban. Huyó, rápida y ciega, como un animal, oyendo los pies que la perseguían. La puerta giratoria la agarró y la arrojó a la calle. Lo extraño es que estaba fuera del tiempo. Borrosamente recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no se lo imaginaba. Se daba cuenta de cosas que sucedían o que estaban por suceder. Las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio. Ahora pensaba: si tan sólo pudiera retroceder al lugar donde no sucedió. Caminaba por un camino blanco, entre campos y colinas desdibujadas por la niebla. Cruzó el puente y vio la antigua casa gris, sobre el alto muro del jardín. Entró por el portón de hierro y se encontró en un gran salón de techo bajo, con las cortinas corridas, ante una cama. Era la cama de su padre. El cadáver extendido bajo la sábana, era el de su padre. Levantó la sábana: Vio el rostro de Oscar Wade, quieto y suavizado por la inocencia del sueño y de la muerte. Lo miró, fascinada, con implacable felicidad. Oscar estaba muerto. Recordó que solía dormir así, en el Hotel Saint Pierre, a su lado. Si estaba muerto, no volvería a suceder. Estaba salvada. La cara muerta le daba miedo. Al recubrirla, notó un ligero movimiento. Levantó la sábana y la estiró con fuerza, pero las manos empezaron a luchar y los dedos aparecieron por los bordes, tirándola hacia abajo. La boca se abrió, los ojos se abrieron: toda la cara la miró en agonía y terror. El cuerpo se irguió, con los ojos clavados en los de ella. Los dos se quedaron inmóviles, un instante, con miedo mutuo. Pudo escaparse y correr; se detuvo en el portón sin saber qué lado tomar. A la derecha, el puente y el camino la llevarían a la Rue de Rivoli y a los

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abominables corredores del Hotel Saint Pierre; a la izquierda, el camino cruzaba la aldea. Si pudiera retroceder aún, estaría segura, fuera del alcance de Oscar. Junto al lecho de muerte, había sido joven pero no bastante. Tenía que volver al lugar en que había sido más joven; sabía adonde encontrarlo; cruzó la aldea corriendo, por los galpones de una granja, por el almacén, por la fonda La Cabeza de la Reina, por el Correo, la iglesia y el cementerio, hasta el portón del sur, en los muros del parque de su niñez. Estas cosas parecían insustanciales, tras una capa de aire que brillaba sobre ellas como vidrio. Se dislocaron, flotaron lejos de ella, y en lugar del camino real y los muros del parque, vio una calle de Londres, de sucias fachadas blancas, y en lugar del portón, la puerta giratoria del restaurante Schubler. Entró. La escena se impuso con la dura evidencia de la realidad. Fue hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo. La servilleta le tapaba la boca. No estaba segura de la parte superior de la cara; la servilleta se deslizó. Vio que era Oscar Wade. Se dejó caer a su lado. Wade se le acercó; sintió el calor de la cara congestionada y el olor del vino. –Yo sabía que vendrías. Comió y bebió en silencio, postergando el abominable momento final. Al fin se levantaron y se afrontaron; el gran cuerpo de Oscar estaba ante ella, encima de ella, y casi sentía la vibración de su poder. La llevó hasta la escalera de alfombra roja y la obligó a subir. Pasó por la puerta blanca de la salita, con los mismos muebles, las cortinas de muselina, el espejo dorado sobre la chimenea, con los dos ángeles de porcelana, la mancha en la alfombra ante la mesa, el viejo e infame canapé, tras el biombo. Se movieron por la salita, girando como fieras enjauladas, incómodos, enemigos, evitándose. –Es inútil que te escapes. Lo que hicimos no podía terminar de otro modo. –Pero terminó. Terminó para siempre. –No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir. –Ah, no, todo menos eso. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos? –¿Recordar? ¿Te figuras que yo te tocaría, si pudiera evitarlo? Para eso estamos aquí. Tenemos que hacerlo. –No. Me voy ahora mismo. –No puedes. La puerta está con llave.

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–Oscar, ¿por qué la cerraste? –Siempre lo hicimos, ¿no recuerdas? Ella volvió a la puerta; no pudo abrirla, la sacudió, la golpeó con las manos. –Es inútil, Harriet. Si ahora sales, tendrás que volver. Lo podrás postergar una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad? –Ya hablaremos de la inmortalidad cuando estemos muertos. Se sentían atraídos uno a otro, moviéndose despacio, como en figuras de una danza monstruosa, con las cabezas echadas hacia atrás, las caras apartadas de la horrible proximidad. Algo atraía los pies de ambos, de uno al otro, aunque se arrastraban en contra. De repente, sus rodillas flaquearon, cerró los ojos y se entregó en la oscuridad y el terror. Después retrocedió en el tiempo, hasta la entrada del parque, donde Oscar no había estado nunca, donde no podría alcanzarla. Su memoria fue limpia y joven. Caminaba ahora por la senda en el campo, hasta donde la esperaba George Waring. Llegó. El hombre que la esperaba era Oscar Wade. –Te dije que era inútil escapar. Todos los caminos te traen, me encontrarás en cada vuelta, yo estoy en todos tus .recuerdos. –Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de George Waring? ¿Tú? –Porque les tomé su lugar. –Mi amor por ellos fue inocente. –Tu amor por mí era parte de ese amor. Crees que el pasado afecta el porvenir; ¿no pensaste nunca que el porvenir afecta al pasado? –Me iré lejos. –Esta vez iré contigo. El cerco, el árbol y el campo flotaron y se le perdieron de vista. Iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba del otro lado del camino. Paso a paso, como ella, árbol por árbol. Luego bajo sus pies hubo pavimento gris y lo cubría una recova: iban juntos por la Rue de Rivoli hacia el hotel. Ahora estaban sentados al borde de la cama deshecha. Sus brazos estaban caídos y sus cabezas miraban a lados opuestos; el amor les pesaba con el inevitable

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aburrimiento de su inmortalidad. –¿Hasta cuándo? –dijo ella–. La vida no continúa para siempre. Moriremos. –¿Morir? Hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos muertos, estamos en el Infierno. –Sí, no puede haber nada peor. –Esto no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para huir, mientras podamos ocultarnos en nuestros recuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá. En el último infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos, más pasajes, ni más puertas abiertas. Ya no necesitaremos buscarnos. En la última muerte estaremos encerrados en esta salita, tras esa puerta con llave. Yaceremos aquí, para siempre. –¿Por qué? ¿Por qué? –gritó ella. –Porque eso es todo lo que nos queda. La oscuridad borró la salita. Ahora caminaba por un jardín, entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no tenía fuerza para romperlos. Era una criatura. Se dijo que ahora estaba salvada. Tan lejos había retrocedido que de nuevo era chica. Llegó a un cantero de césped con un estanque circular rodeado de flores. Peces colorados nadaban en el agua. Al fondo del cantero había un huerto; allí iba a estar su madre. Había ido hasta el recuerdo más lejano; no había nada después. Sólo el huerto, con el portón de hierro que daba al campo. Algo era diferente aquí; algo que la asustaba. Una puerta gris, en vez del portón de hierro. La empujó y estuvo en el último corredor del Hotel Saint Pierre.

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El fantasma de la señora Crowl, (1870) Joseph Sheridan Le Fanu

Dos décadas han pasado desde la última vez que se vio la figura larga y delgada de Mrs. Jolliffe. Hoy ella tiene más de setenta años y no le debe quedar demasiado por recorrer en este viaje que la conduce a su última morada. Sus cabellos se han puesto blancos como la nieve; ella los peina con raya al medio y los luce bajo una gorra, por encima de un rostro serio pero bondadoso. Su cuerpo se conserva todavía erguido y su andar es firme y vivaz. Los últimos veinte años los ha dedicado a cuidar adultos inválidos, tras haber dejado en manos más jóvenes el cuidado de esas criaturas pequeñas que viven en cunas y reptan con pies y manos. Quienes recuerdan entre las primeras imágenes de infancia su cara bonachona, quienes le deben unas lecciones iniciales en el arte de caminar, como también unas efusivas palabras de aliento por los más tempranos balbuceos o por los primeros dientes, han crecido hasta volverse grandes muchachos o bellas señoritas. Algunos incluso han visto surgir las primeras canas en los mismos cabellos que ella solía peinar con tanto esmero antes de exhibirlos a esas orgullosas madres que ya no se ven hoy en los parques de Golden Friars y cuyos nombres están ahora grabados en las lápidas del cementerio local. Con el paso del tiempo, unos maduran y otros se marchitan. Ha llegado la hora de que el sol se ponga con tierna tristeza. Es de noche para la mujer que cuida a Laura Mildmay. La niña corretea en su habitación y sonríe colmada de dicha; se arroja en los brazos de su anciana gobernanta y le da dos besos. —¡Vaya, qué suerte! —dice Mrs. Jenner—. Has llegado justo a tiempo para oír un cuento. —¿En serio? ¡Qué bien! —Bueno, no es un cuento. Es demasiado verídico para ser un cuento. Aunque quizás a la señorita no le agrade oír hablar de fantasmas y duendes. —¿Fantasmas? De todos los temas posibles, es sin dudas mi favorito. —Entonces, querida, si no estás muy asustada ven a sentarte aquí con nosotras — dijo Mrs. Jenner—. Ella estaba a punto de contarme todos los detalles de la primera vez que

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debió ocuparse de una mujer que iba a morir... Y del fantasma que vio allí. Vamos, Mrs. Jolliffe, prepárese primero su té y después nos cuenta. La anciana obedeció y tras preparar una taza de este néctar tan noble y compañero, dio un ligero sorbo, frunció apenas las cejas para reordenar sus recuerdos y por fin alzó los ojos con expresión de extraordinaria solemnidad. La eficaz Mrs. Jenner y la bonita niña, muy expectantes, no quitaban sus ojos del rostro de la anciana, que parecía atemorizada con esta evocación de sus propios recuerdos. La vieja habitación era un escenario ideal para esta clase de relato, con sus paredes revestidas de roble, su vetusto mobiliario, las pesadas vigas que recorrían el cielo raso y aquella inmensa cama rodeada de cortinas negras, tras las cuales uno podía imaginar cualquier clase de espectros. Mrs. Jolliffe se aclaró la garganta, revoleó los ojos y empezó el relato diciendo: El fantasma de la señora Crowl Soy ahora una anciana, pero tenía trece años recién cumplidos la noche que llegué a Applewale House. Mi tía era allí el ama de llaves, y una especie de coche tirado por un solo caballo bajó hasta Lexhoe para recogerme con mi equipaje y transportarme a Applewale. Mientras esperaba en Lexhoe sentí un poco de miedo, y en cuanto vi el coche y el caballo decidí que regresaría a casa de mi madre, en Hazelden. Lloraba cuando subí en el “shay” —así era como se llamaba a este modelo de coche—, de modo que el viejo John Mulbery, el chofer, me compró unas manzanas en Golden Lion a fin de darme ánimos y me dijo que al llegar me esperaban costillas de cerdo, pastel de grosellas y té, todo para mi, bien caliente, en la habitación que mi tía ocupaba en aquella gran casa Era una hermosa noche de luna llena, así que comí mis manzanas mientras contemplaba el paisaje por la ventana del “shay”. Es una vergüenza que la gente distinguida se divierta asustando a una pobre criatura inocente, y eso mismo era entonces yo. A veces pienso que no hacen esas cosas sino en broma. El asunto es que en la misma diligencia que me había llevado a Lexhoe habían viajado, a mis espaldas, dos hombres que empezaron a hacerme preguntas no bien salió la

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luna. Querían saber a dónde iba. Les respondí que iba a la casa de la señora Arabella Crowl, en Applewale House, cerca de allá. —¡Ay! —me dijo uno de ellos—, ¡no vas a durar mucho tiempo ahí! Lo miré y alcancé a preguntar: —¿Por qué no? —Porque —me dijo—, pero por nada del mundo le cuentes esto a nadie, sólo obsérvala y verás... la vieja está poseída por el Diablo y ya es un fantasma. ¿Llevas contigo un ejemplar de la Biblia? —Sí, señor —repuse porque mi madre había puesto su pequeña Biblia entre mis cosas y yo sabía que estaba allí. Ahora que lo pienso, las letras de esa Biblia hoy serían demasiado diminutas para mis ojos cansados. Así y todo, la conservo todavía en un armario. Como sea, mientras lo miraba para decirle “sí, señor”, me pareció advertir que él le guiñaba un ojo al otro hombre. Pero no estoy segura de ello. —Bueno —me dijo—, no olvides poner la Biblia todas las noches bajo tu almohada, porque te protegerá de las garras de esa solterona. Me asustó mucho oírle decir eso. Me habría gustado preguntarle más cosas acerca de la mujer, pero yo era muy tímida y los dos hombres empezaron a hablar entre ellos de otros asuntos. De modo que llegué aterrorizada a Lexhoe. Y mi corazón estuvo a punto de desfallecer poco después, mientras el “shay” avanzaba por el oscuro sendero bordeado de árboles. Los árboles eran enormes y frondosos, tan viejos como la casa; algunos tenían un tronco tan gordo que habrían sido necesarios cuatro hombres para abrazarlos. Asomé mi cuello por la ventana a fin de obtener una primera imagen de la gran casa; de inmediato nos detuvimos ante la fachada. Era una enorme casa en blanco y negro, con gruesas vigas oscuras que la atravesaban y unos gabletes en lo alto, blancos como la luna. Las sombras de los árboles se reflejaban con semejante claridad en la fachada, que podían contarse sus hojas. En la ventana del salón principal centelleaban muchos paneles pequeños de vidrio, con forma de diamante, y una fila de inmensas persianas de estilo antiguo impedían ver las ventanas restantes, dado que no había más de tres o cuatro sirvientes en el lugar y casi todas las habitaciones estaban cerradas.

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Al ver que el viaje había llegado a su fin, sentí que mi corazón pegaba un salto. Volví a contemplar la casa. Después me aproximé a mi tía, a quien nunca antes había visto, como tampoco a la señora Crowl, a quien había venido a servir y ya le tenía miedo. Mi tía, tras darme un beso en el vestíbulo, me condujo a mi habitación. Era una mujer esbelta, de cara pálida, ojos oscuros y unas manos largas y huesudas en las que llevaba guantes negros. Tenía más de cincuenta años y hablaba poco; pero cuanto decía era sagrado. No puedo quejarme de ella, si bien fue un tanto severa; creo que habría sido más amable y cariñosa conmigo de haber sido yo la hija de su hermana y no de su hermano. Pero eso es historia antigua y ya no tiene importancia. El Squire, un señorito llamado Mr. Chenevix Crowl, nieto de la señora Crowl, visitaba cada tanto la casa, dos o tres veces al año, para ver si la anciana estaba bien atendida. Lo vi tan sólo en dos oportunidades durante el tiempo que pasé en Applewale House, pero puedo asegurarles que la anciana estaba muy bien atendida porque mi tía y Meg Wyvern, la doncella, cumplían su trabajo a conciencia. Mrs. Wyvern (a quien mi tía llamaba Meg Wyvern salvo cuando, al dirigirse a mí, le decía Mrs. Wyvern) era una mujer robusta, de unos cincuenta años, bastante alta y saludable, siempre de buen humor, lenta y pesada al andar. Cobraba un sueldo excelente, pero era muy tacaña, guardaba sus ropas bajo llave y usaba todo el tiempo un vestido de algodón color marrón, con puntillas y bordados rojos y amarillos, aparte de ciertos detalles en verde. Aquel vestido le sentaba bien. En todo el tiempo que pasé allí, nunca me pidió nada, ni siquiera que cosiera un botón; invariablemente se la veía de buen humor y tenía siempre algo para contar o una taza de té recién preparado. Si yo estaba cansada o abatida, ella me animaba con risas y anécdotas. Puesto que los jóvenes prefieren la diversión y las historias jocosas, creo que llegué a quererla más que a mi tía ruda y callada, aunque bondadosa conmigo. Mi tía me instaló en su cuarto, así yo descansaba mientras ella preparaba el té en otra habitación. Pero primero me palmeó la espalda, me dijo que era yo una bella muchacha, muy bien desarrollada para mi edad, y me preguntó si me creía capaz de cumplir las tareas con eficacia. A la postre me miró fijamente y soltó que me parecía a mi padre, su hermano muerto, si bien esperaba que fuese mejor cristiana que él y que no repitiera sus errores. Estas palabras fueron algo secas, pienso, por ser la primera vez que yo la visitaba.

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Cuando entré en la habitación de al lado, la que ocupaba Mrs. Wyvern (una habitación confortable, con todas las paredes revestidas de roble), en el hogar ardía un maravilloso fuego hecho con carbón, turba y leña, había un taza de té sobre la mesa, una torta caliente, un plato humeante de carne, y allí estaba Mrs. Wyvern, obesa, feliz y tan parlanchina que en una hora era capaz de contar más cosas que mi tía en un año entero. Mientras yo probaba el té, mi tía subió las escaleras a fin de echar un vistazo. —Fue a ver si la vieja Judith Squailes está despierta —me explicó Mrs. Wyvern—. Es Judith quien se ocupa de la señora Crowl cuando la señora Shutters —este era el nombre de mi tía— y yo estamos descansando. Vaya anciana más exigente. Tendrás que prestar mucha atención, ya que es capaz de arrojarse al fuego o de saltar por la ventana cuando se pone chiflada. —¿Qué edad tiene? —pregunté —Cumplió noventa y tres hace ocho meses —me informó y soltó una risa—. Y no hagas ninguna pregunta sobre ella delante de tu tía. Te lo advierto. Simplemente acéptala tal como es. —Pero, ¿cuál será mi exacta tarea con ella? —quise saber. —¿Con la señora Crowl? Te lo explicará tu tía —me dijo—, aunque imagino que tendrás que pasar el tiempo sentada en su habitación, mientras haces tus labores, vigilando que no corneta ninguna locura y dejándola que se divierta con las cosas que tiene sobre la mesa. Le darás de comer y de beber cuanto ella te lo pida y harás sonar la campana si algo anda mal. —¿Ella está sorda? —En absoluto. Y tiene una vista de lince. Pero está un poco chocha, como si hubiese regresado a la infancia, y su memoria flaquea. —¿Y a qué se debe que la muchacha que la cuidaba haya partido el viernes pasado? Mi tía le dijo a mi madre que la muchacha renunció de pronto. —Es cierto. Se ha ido. —¿Por qué motivo? —volví a preguntar. —No respondía a las exigencias de tu tía, supongo... En fin, no lo sé. Mejor no hablemos más de eso. A tu tía no le gustan los chismes.

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—Discúlpeme, señora —insistí—, pero... dígame, ¿la dueña de casa goza de buena salud? —No hay nada de malo en preguntar algo así —me contestó—. La pobre anduvo con catarro hace unos días, pero esta semana mejoró bastante. Supongo que llegará a vivir cien años. ¡Shhh! ¡Silencio! Ahí viene tu tía. Mi tía entró y se puso a conversar con Mrs. Wyvem. Como empezaba a sentirme más a gusto, recorrí la habitación, inspeccionándola sin prisa. Había unas piezas antiguas de porcelana; en las paredes colgaban unos cuadros, y por una puerta abierta del guardarropas alcancé a ver una extraña camisa de cuero con unas correas, unas hebillas y unas mangas más largas que la columna del lecho. —¿Qué estás haciendo, niña? —dijo mi tía, con voz severa, cuando yo menos esperaba oír su voz—. ¿Qué tienes en la mano? —¿Esto? —alcancé a pronunciar, mientras me apartaba del armario—. No sé que es esto, señora... Tan pálida era mi tía que sus mejillas enrojecieron de inmediato. Sus ojos soltaron unas chispas de cólera. Calculé rápidamente que entre mi tía y yo no había más de media docena de pasos y que ella iba a abalanzarse sobre mí para castigarme. Se limitó, sin embargo, a acercarse lentamente, darme un golpecito en el hombro y sacarme la chaqueta de las manos, al tiempo que decía: —Mientras vivas aquí, no meterás tus narices en las cosas ajenas. Dicho esto, volvió a colgar la camisa en su percha, cerró la puerta del armario de forma brusca y ruidosa, y echó llave velozmente. Mrs. Wyvern, entre tanto, no había parado de reír levantando ambas manos y sin moverse de su silla, retorciéndose como era su costumbre cada vez que algo la divertía. Yo estaba al bode del llanto. Pero ella le guiñó un ojo a mi tía y le dijo, enjugando sus lágrimas de hilaridad: —Vamos, déjala, ¡la muchacha no quiso hacer nada malo! Ven aquí, niña. Eso no es más que un camisón para las chicas que se portan mal. Ya basta, olvidemos el asunto. Siéntate aquí, a nuestro lado, y bebe un poco de cerveza antes de dormir.

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Mi habitación quedaba en la planta superior, al lado del dormitorio de la anciana, y la cama de Mrs. Wyvern estaba situada junto a la cama de la señora Crowl. Yo tenía que estar siempre lista para cualquier llamado. La noche previa a mi arribo, la anciana había sufrido uno de sus ataques de nervios. A menudo, durante estas crisis, no permitía que nadie la vistiese; en otras ocasiones no dejaba que le quitaran la ropa. Cuando joven, al parecer, había sido muy hermosa; aunque ya no quedaba nadie en Applewale que conservara algún recuerdo de su esplendor. Ella amaba la ropa con pasión y atesoraba unas prendas de seda espesa y de terciopelo, con grandes lazos de mil formas y colores que habrían bastado para poner por lo menos siete tiendas de ropa. Sin duda todos sus vestidos estaban pasados de moda, pero eran extravagantes y valían una fortuna. Me fui entonces a la cama y pasé buen rato despierta, porque todo era nuevo para mí y además, pienso, el té me había puesto más nerviosa, ya que no estaba habituada a beberlo, excepto en las vacaciones o en las fiestas. A ratos llegaba a oír a Mrs. Wyvern, por más que me tapara las orejas; pero no pude oír a la señora Crowl y dudo que ella hubiera dicho algo. Todos se esmeraban en ocuparse de la señora. El personal de Applewale sabía que, al morir la anciana, cada uno de ellos se quedaría sin nada, mientras que por el momento estaban cobrando un buen sueldo. El médico venía dos veces por semana y examinaba a la señora. Desde luego, las órdenes que él impartía eran cumplidas al pie de la letra; su recomendación más usual era que nadie debía contradecirla, sino seguirle la corriente y darle todos los gustos. Esa noche, la señora Crowl la pasó vestida y sin decir una palabra, lo mismo que todo el día siguiente, en el que estuve cosiendo sin salir de mi habitación, excepto cuando bajé a comer. Yo tenía ganas de ver a la anciana o, por lo menos, de oír su voz. Pero había tanto silencio como si ella hubiera viajado a Londres. Apenas terminé de comer, mi tía me mandó a dar un paseo de una hora. Me alegré al regresar a la casa; los árboles del parque eran tan altos, el lugar parecía tan penumbroso y solitario, más aun al estar nublado el cielo, que sentí miedo y hasta quise volver con mi madre. Por la noche, ya encendidas las velas, mientras yacía en mi cama, mí tía fue a pasar

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la noche junto con la señora Crowl y dejó abierta la puerta de la habitación. Fue entonces cuando, por vez primera, oí lo que sin duda era la voz de la anciana. Al hablar emitía un sonido similar, me atrevo a decir, al de un pájaro o algún otro animal, aunque había también una especie de balido en esa voz tan débil. Agucé mis oídos, pero no alcancé a descifrar una sola palabra. De pronto mi tía le dijo: —El demonio puede hacerle daño a alguien, señora, sólo si Dios se lo permite. La otra voz, desde la cama, respondió algo que tampoco pude entender. Entonces mi tía siguió hablando: —Déjelos que se burlen, señora, y que digan lo que se les antoje. Si Dios está de nuestro lado, nadie puede estar en contra. Yo seguía escuchando. Con una oreja apunté a la puerta y contuve el aliento, pero no volvió a llegar ningún sonido de aquella habitación. Pasados veinte minutos, estaba yo sentada observando las ilustraciones de un viejo libro con las fábulas de Esopo, cuando me pareció advertir que alguien andaba por el pasillo, de modo que alcé los ojos y en el vano de la puerta vi a mi tía. —¡Silencio! —susurró, alzando una mano y acercándose en puntas de pie—. Se ha dormido, gracias al cielo. No hagas el menor ruido mientras desciendo. Voy a prepararme una taza de té y volveré con Mrs. Wyvern, que vendrá a dormir. Después Judith llevará tu cena a mi dormitorio. Mi tía se fue y yo me quedé mirando el libro de las ilustraciones. A ratos volvía a aguzar los oídos, sin oír el más mínimo ruido. Tanto miedo me daba estar a solas en ese cuarto que, para darme valor, me puse a decirles cosas en voz baja a los dibujos del libro y a hablar para mí. Al final, me incorporé y caminé por la habitación, mientras estudiaba los objetos a fin de ocupar mi mente con algo. Como ustedes ya habrán adivinado, todo esto me condujo a escudriñar el dormitorio de la señora Crowl. Era un dormitorio espacioso, con una amplia cama rodeada de cuatro columnas y unas largas cortinas de seda cuidadosamente cerradas alrededor del lecho. Había un espejo, el más grande que jamás haya visto, y el espacio estaba inundado de luz. Conté hasta

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veintidós velas de cera, todas encendidas: uno de sus muchos caprichos, que nadie osaba contradecir. Permanecí junto a la puerta, espiando. Como tuve la certeza de que nadie respiraba allí, puesto que no se producía el menor movimiento en las cortinas, me armé de valor y entré en puntas de pie. Frente al espejo, al tiempo que me observaba, se me ocurrió esta idea: “¿Por qué no espiar a la anciana mientras duerme?” Dirán que estaba loca, pero me moría de ganas de ver a la señora Crowl y pensaba que debía aprovechar esta oportunidad; quién sabe cuánto tiempo tendría que esperar hasta que se presentara otra vez una ocasión así. Mientras me acercaba al lecho envuelto por aquellas cortinas, poco faltó para que me desmayara. Pero al fin reuní coraje, puse un dedo en un extremo del grueso cortinado, luego la mano entera, e hice una pausa. Reinaba un silencio total. Muy despacio, poco a poco, descorrí la cortina y puder ver, ante mí, a la famosa señora Crowl de Applewale House, tendida como esa dama que han pintado en una tumba de la capilla de Lexhoe. Sí, allí estaba la anciana, elegantemente vestida con terciopelo, con seda, en escarlata y en verde, con satenes color rosa y brocados de oro. ¡Vaya espectáculo! Coronaba su cabeza una gran peluca empolvada, casi tan grande como ella; en su semblante y en su cuello había muchas arrugas, sus mejillas estaban pintadas de rojo y sus cejas, que solían ser delineadas por Mrs. Wyvern, le conferían un expresión entre orgullosa y enérgica, al igual que sus medias de seda a cuadros y sus zapatos de tacones muy altos. Pero su nariz, demasiado delgada, estaba algo torcida. Y podía verse lo blanco de sus ojos entreabiertos. Ella solía pasar horas así vestida, haciendo muecas algo exageradas ante el espejo, con un abanico en la mano y unas flores en su corpiño. Sus manos estaban llenas de pecas, y en mi vida he visto unas uñas tan largas y filosas. ¿Alguna vez habrá estado de moda usar así las uñas? Creo que cualquiera, al ver semejante espectáculo, habría temblado de miedo. Yo era incapaz de cerrar de nuevo la cortina, de dar el menor paso o de quitarle los ojos de encima. Mi corazón se había paralizado. Y en ese preciso instante vi que ella abría los ojos, se sentaba y giraba; sus talones fueron a parar al suelo de repente, con un ruido seco; antes de que yo pudiera reaccionar, tuve a la anciana cara a cara, mirándome sin pestañear con sus ojos vidriosos, mientras una mueca torcida despegaba sus labios deformes y exhibía una hilera de dientes postizos.

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Se supone que el cuerpo humano es algo natural; pero esto era atroz de ver. La anciana me apuntaba con los dedos; su espalda estaba totalmente encorvada. —¡Diablillo! —exclamó—. ¿Por qué dices que yo he matado al niño? Voy a cortarte ya mismo las orejas. De haber actuado con mínima cordura, tendría que haber escapado de ahí. Sin embargo, no podía reaccionar ni dejar de observarla. Alcancé, finalmente, a retroceder; ella me siguió y sus zapatos dejaron oír una suerte de ruido metálico, mientras sus dedos ahora apuntaban a mi garganta y ella hacía con la lengua un ruido que sonaba zizz-zizz-zizz. Retrocedí cuanto pude, pero sus dedos se hallaban cada vez más cerca de mi cuello; pensé que, si me daba alcance, iba a desmayarme. Así, en mi fuga, llegué a un rincón del cuarto y solté un grito desgarrador. Sentía que mi cuerpo y mi alma estaban en peligro, pero justo entonces mi tía me llamo desde lejos, con un grito; eso hizo titubear a la anciana y me permitió escapar de sus garras, salir corriendo y bajar las escaleras lo más rápido que lo permitían mis piernas. Lloraba a mares, les aseguro, cuando entré en la habitación de Mrs. Wyvern. Ella se rió no bien narré lo ocurrido, aunque cambió súbitamente de actitud cuando le referí las palabras de la señora Crowl. —Repítelas —me pidió. Obedeciendo, pronuncié: “¡Diablillo! ¿Por qué dices que yo he matado al niño? Voy a cortarte ya mismo las orejas”. —¿Pero tú le dijiste que ella había matado a un niño? —me preguntó. —No, señora —respondí. Como consecuencia de este hecho, Judith empezó a acompañarme siempre que las otras dos mujeres no estaban allí. Aproximadamente una semana después, si mal no recuerdo, Mrs. Wyvern aprovechó cierta ocasión en que estábamos las dos a solas para contarme algo que yo ignoraba acerca de la señora Crowl. Me dijo que, cuando la anciana era joven y hermosa, unos setenta años atrás, se había casado con el Squire Crowl, de Applewale, quien era viudo y tenía un hijo de unos nueve años de edad. Pero que, al cabo de cierta noche, no se había oído hablar más del niño.

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Nadie supo jamás lo sucedido. Al parecer sus padres le daban demasiada libertad, de modo que el niño a veces salía a pasear y terminaba comiendo con el guardián del parque o en el lago, bañándose o pescando o andando en bote sin ninguna vigilancia. Aun cuando nadie era capaz de explicar lo ocurrido, tras su desaparición se había hallado su sombrero a la orilla del lago y la opinión general era que había muerto ahogado. A raíz de esto, quien heredó todo fue el segundo hijo del Squire, fruto de su segundo matrimonio con la longeva señora Crowl. Y era el hijo de este último, o sea, el nieto de la anciana, Chevenix Crowl, el poseedor de las tierras en el momento de mi llegada a Applewale. Desde antes de que mi tía entrara a trabajar allá, corrían diversos rumores sobre aquella desaparición. Se opinaba, por ejemplo, que la madrastra sabía más de lo que decía saber; que había dominado a su esposo, el viejo Squire, con artimañas y halagos. No obstante, como el niño no había sido vuelto a ver jamás, con el paso del tiempo su recuerdo se había esfumado. Y yo no voy a contar nada que no haya visto con mis propios ojos. No llevaba seis meses yo en el lugar cuando la anciana se pescó su última enfermedad. Puesto que el médico temía que la paciente sufriera un ataque de locura, como el que la había afectado hacía quince años, hubo que ponerle más de una vez una especie de camisa de fuerza, que resultó ser aquel vestido de cuero que yo había visto en el armario de la habitación de mi tía. Sin embargo, la crisis no se produjo. La pobre fue debilitándose, consumiéndose; tosió y tosió sin parar, quieta y callada, hasta la víspera de su muerte, en que se puso a gritar y a retorcerse en la cama, como si un malhechor le estuviera clavando un cuchillo. De súbito, con gran esfuerzo, dejó la cama, se puso de pie y, dado que sus piernas no podían sostenerla, cayó al suelo cuan larga era, estirando sus manos quebradizas mientras imploraba piedad. No se equivocan si piensan que yo no fui en esos días a su habitación, ya que me quedé en mi cama, temblando de miedo con cada grito y con cada una de sus maldiciones, que me ponían la carne de gallina. Mi tía, Mrs. Wyvern, Judith Squailes y una mujer de Lexhoe estaban siempre a su lado. Finalmente la anciana tuvo un severo ataque de tos y esto fue lo que la mató.

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El pastor ya había acudido y oraba por ella, aunque era demasiado tarde para plegarias. Desde luego, nunca está de más rezar, sin embargo nadie pensaba que eso fuera a modificar el desenlace, de modo que la anciana tardó bastante tiempo en expirar pero su muerte llegó al fin, y la señora Crowl fue envuelta en una mortaja y metida en un ataúd, y se le escribió con la noticia al Squire Chevenix. Pero el nieto estaba de viaje por Francia; tardaría bastante en regresar. El médico y el pastor convinieron, por lo tanto, que no se podía retrasar mucho más el entierro, al que acudieron tan sólo estos caballeros, mi tía y el resto de los sirvientes de Appiewale. La anciana fue inhumada en la cripta bajo la iglesia de Lexhoe. Todos seguirnos viviendo en la casa, a la espera de que el Squire regresara, resolviese qué hacer con el lugar y despidiera, o no, a parte del personal. Entre tanto me instalaron en otra pieza, a dos puertas del que había sido el dormitorio de la señora Crowl, y lo que quiero contarles ocurrió la noche previa a la llegada del Squire Chevenix a Appiewale. Esta nueva habitación era enorme, cuadrada, con las paredes revestidas de paneles de roble, sin cortinas y sin muebles, a excepción de mi cama y de un silla que parecía insignificante dado el tamaño de la pieza. El gran espejo que la anciana solía emplear para hacer muecas y admirarse de pies a cabeza (ya no quedaba nada de todo eso), el espejo había sido trasladado a esta pieza, puesto que durante su agonía varias cosas habían sido sacadas de su habitación. Esa misma mañana había corrido la noticia de que el Squire arribaría a Applewale el día siguiente Esto no me preocupaba porque estaba segura de que iban a enviarme de vuelta a casa de mi madre; más aun, me sentía feliz pensando en mi hogar, en mi hermana Janet, en el pequeño gato, en las empanadas, en el perro Trimmer y en todo el resto, tan excitada que no pude dormir. Cuando el reloj marcó las doce, seguía despierta en aquel cuarto oscuro, dándole la espalda a la puerta y con los ojos clavados en la pared. Fue entonces, a eso de las doce y cuarto, cuando vi una luz en la pared, como si detrás de mí algo se hubiese encendido. Las sombras de la cama, de la silla y de mi vestido colgado en un rincón empezaron a danzar, arriba y abajo, en el techo y la pared. Miré por sobre mis hombros con la certeza de que una especie de incendio se había producido.

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¿Y qué vi? ¡Cielo santo! Nada menos que la imagen de la anciana, sonriendo tontamente, vestida con la misma ropa de terciopelo y satén que le habían puesto a su cadáver. Con los ojos abiertos al máximo, su cara parecía la del Diablo. Su cuerpo estaba todo envuelto en una luz roja que brotaba de los pies, como si su vestido hubiera comenzado a prenderse fuego. La anciana dio unos pasos en mi dirección y sus manos, extendidas hacia delante, me apuntaban como dispuestas a ahorcarme. Era incapaz de moverme, pero ella se limitó a pasar a mi lado y a seguir de largo con una especie de viento helado. Vi que avanzaba rumbo a una pequeña pieza que mi tía llamaba “la alcoba”, lugar donde antaño había estado la cama de gala y al que podía accederse por una gran puerta abierta que yo no había notado anteriormente. La vi buscar determinado objeto y girar para observarme. La habitación volvió a oscurecerse de pronto y yo advertí que me encontraba al otro lado de la cama. Cómo aparecí allí, lo ignoro. Sólo sé que por fin pude hablar y que, aunque no grité ni aullé, bajé corriendo y por poco tiro abajo la puerta de Mrs. Wyvern, a la que casi maté de un susto. Imaginarán con razón que esa noche no dormí. Y que, con las primeras luces del alba, fui lo más deprisa que pude en busca de mi tía. Esperaba una reprimenda o un castigo de su parte, pero no hizo nada de eso; en verdad, tan sólo aferró mis manos y me miró fijamente, antes de decirme que no tuviera miedo y de preguntarme: —¿Has visto en la mano de la señora Crowl algo semejante a una llave? —Sí —le dije. Acababa de recordar ese detalle—. Una pequeña llave de lata. —A ver, espera un poco —dijo, soltando mis manos y abriendo un cajón—. ¿Una llave idéntica a esta? —y puso entre mis dedos una llavecita. —Idéntica —dije, sin titubear. —¿Estás segura? —Por completo. —Muy bien, suficiente, mi niña —dijo y volvió a guardar la llave en el cajón—. Hoy vendrá el Squire, antes del mediodía, y le contarás acerca de esto. Algo me dice que me iré pronto de aquí. Mi consejo, por lo tanto, es que vuelvas a tu hogar esta misma tarde. En cuanto pueda, te consiguiré otro empleo. Estas palabras me hicieron sentir dichosa.

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Mi tía empacó mis pertenencias y me dio las tres libras que me debían, para que las llevara a casa. Horas después, el Squire Crowl llegó a Applewale. Era un hombre muy apuesto, de unos treinta años. Yo ya lo había visto una vez, pero en aquella ocasion él no me había dirigido la palabra. Mi tía conversó con él en el cuarto de llaves. Ignoro lo que se dijeron. Yo tenía miedo de hablar con el Squire, ya que era considerado alguien importante; él rompió el silencio, con una sonrisa: —¿Qué es lo que has visto, niña? Tuvo que ser un sueño, ya que esas cosas como los fantasmas y los espectros no existen. De todas maneras, siéntate y cuéntame todo con lujo de detalles. Así lo hice y, apenas terminé, el Squire reflexionó un instante y le dijo a mi tía: —Conozco bien ese lugar. El rengo Wyndel me contó que, en tiempos del viejo Sir Oliver, había una abertura en ese rincón, ahí mismo donde ella soñó que mi tía abría una puerta. El rengo tenía más de ochenta años cuando me lo contó y yo era entonces un niño. Veinte años han pasado ya. Se escondían allí las vajillas y las joyas, antes de que hubiese una cajafuerte en el salón de los tapices. El rengo también me contó que la llave era de lata, como la que usted ha encontrado. ¿No sería divertido si hallásemos allí, olvidados, unos diamantes o unas cucharas de plata? Tienes que mostrarnos, niña, el lugar exacto. Sin muchas ganas, con el corazón en la boca, tomé a mi tía de la mano, subí las escaleras y les mostré a los dos por dónde había entrado la anciana, cuál era el recorrido exacto que ella había hecho y dónde estaba la puerta que yo le había visto abrir. Había allí, contra la pared, un gran armario vacío. Al correr un poco este mueble, apareció la marca de una puerta clausurada. Alguien había rellenado con madera el hueco de la cerradura para que no llamase la atención; en cuanto a las juntas de la puerta, habían sido disimuladas con una especie de masilla del mismo color del roble. Salvo por unos diminutos goznes que podían verse únicamente de cerca, prestando mucha atención, era imposible detectar la presencia de una puerta. —Vaya! —dijo el Squire—. Parece que es aquí. En escasos minutos, con ayuda de un formón y un martillo, él retiró el tarugo de madera que había dentro del cerrojo. La llavecita cabía allí a la perfección y, tras un largo crujido, la cerradura cedió y la puerta pudo abrirse.

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Había en el interior una segunda puerta, todavía más extraña que la primera, pero sin cerradura y fácil de abrir. Daba a un lugar estrecho, con paredes y bóveda de ladrillo, donde reinaba la penumbra. Mi tía encendió al fin una vela. Se la dio al Squire y trató, en vano, de espiar por encima de sus hombros, pero ni ella ni yo veíamos nada. —¡Ajá! —dijo el Squire—. ¿Qué es esto? Pronto, deme el atizador —le ordenó a mi tía. Entonces, siempre a espaldas de ella, desde un rincón alejado, pude ver que había, hecho un ovillo, una criatura parecida a un simio o a una mujer muy vieja, la criatura más arrugada que jamás hubiese pisado la tierra. —¡Vaya! —dijo mi tía, mientras le daba el atizador al Squire—. ¡Tenga cuidado, señor! ¿Qué piensa hacer? Mejor salgamos ya mismo y cerremos la puerta. En lugar de hacerle caso, él avanzó lentamente con el atizador en punta como si fuese una espada. Bastó una débil estocada para que la cosa se desmoronase. Eran los restos de un niño; los huesos se pulverizaron. Hubo un momento de silencio. Después el Squire examinó una calavera que yacía en el suelo. Por más joven que fuera yo entonces, comprendía de sobra lo que ellos dos estaban pensando. —¡Bueno, era tan sólo un gato muerto! —dijo de pronto el Squire, antes de alejarse de allí, soplar la vela y cerrar la puerta—. Más tarde volveremos usted y yo, Mrs. Shutters, e inspeccionaremos uno por uno los estantes. Antes, hay asuntos más urgentes. Esta niña vuelve ahora mismo a su hogar, ¿no es cierto? A sus honorarios, agréguele un regalo de mi parte —concluyó, dándome una suave palmada en el hombro. Recibí un bonito billete de una libra y partí una hora más tarde. Tomé la diligencia, feliz de regresar a casa. Tras este incidente, gracias a Dios, no volví a ver nunca más a la señora Crowl, ni en sueños ni convertida en fantasma. Muchos años después, cuando ya era una mujer, mi tía vino a pasar una noche y un día conmigo en Littleham y me dijo que, sin lugar a dudas, lo que habíamos visto aquel día eran los restos del niño desaparecido tiempo atrás. La anciana lo había encerrado allí, hasta que muriera. Nadie había oído sus gritos, ni sus lamentos, ni los golpes que daba contra las

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paredes. El sombrero a orillas del lago había sido una artimaña para que todos pensaran que se había ahogado. Con los años, las ropas del niño se habían reducido a polvo, lo mismo que sus huesos. Pero habían quedado intactos unos botones de jade, un cuchillo con un mango color verde y dos peniques que el pobre llevaba a cuestas en el preciso instante en que lo habían encerrado. Entre los documentos del Squire había un anuncio redactado por el padre tras la desaparición del niño; el hombre creía que el niño se había fugado o que había sido raptado por los gitanos; en el anuncio podía leerse que el niño llevaba consigo un cuchillo de mango verde y que vestía una chaqueta con botones de jade. Aquí termina la historia y esto es lo que quería contarles acerca de la señora Crowl, de Applewale House.

Traducción de Eduardo Berti.