LA LUCHA DE UNAMUNO POR LA INMORTALIDAD

Prof. Martín Panero LA LUCHA DE UNAMUNO POR LA INMORTALIDAD SANTIAGO DE 1965 CHILE La lucha de Unamuno por la inmortalidad (1) Prof. Martín P...
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Prof. Martín Panero

LA LUCHA DE UNAMUNO POR LA INMORTALIDAD

SANTIAGO

DE

1965

CHILE

La lucha de Unamuno por la inmortalidad (1) Prof.

Martín

Panero

*

Ton tu parte y la de Dios espera, que abomina del que cede. Tu ensangrentada huella por los mortales campos encamina hacia el fulgor de tu eternal estrella; hay que ganar la vida que no fina, con razón, sin razón o contra ella. M I G U E L DE U N A M U N O

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En 1964 el mundo de habla española celebró el primer centenario del nacimiento de Miguel de Unamuno... Muchas conferencias, cientos de artículos y unos cuantos libros verdaderamente medulares (3) sobre la vida y la obra unamunianas. ¡Un balance a todas luces posi* El profesor Martín Panero es jefe del Departamento de Castellano y catedrático de Literatura Española en la Facultad de Filosofía y CC. de la Educación de la Universidad Católica de Chile. ( 1 ) Este epígrafe sirvió de tema para la conferencia que el autor de estas páginas pronunció, el 29 de septiembre de 1964, en el acto con que el Departamento de Castellano de la Facultad de Filosofía de ¡a Universidad Católica se asoció a la celebración del centenario de Unamuno. ( 2 ) Obras completas.

T. XIII, p. 560. Ed. Afrodisio Aguado, Madrid, 1962.

( 3 ) Deseo destacar, por su especial valor y originalidad, los tres siguientes: a) Vida de don Miguel, por Emilio Salcedo. Lleva un espléndido prólogo de P. Laín Entralgo y es, sin duda posible, la mejor de las biografías unamunianas publicadas hasta la fecha. Ed. Anaya, Salamanca, 1964. b ) Miguel de Unamuno a la luz de la psicología, por Luis Abellán. Inteligente análisis de la personalidad de Unamuno vista desde la psicología actual. Ed. Tecnos, Madrid, 1964. c ) Autobiografías de Unamuno, por Ricardo Gullón. Una sagaz interpretación del mundo nivolesco de Unamuno. Ed. Gredos, Madrid, 1964.

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tivo! Porque nö todo fue panegírico y ditirambo. Junto a la inevitable retórica jubilar, hubo estudios implacablemente objetivos, que contribuirán a esclarecer la obra del atormehtado vasco de Salamanca, tan menesterosa de gentes que se acerquen a ella con voluntad de comprender. Porque la verdad es que, a un siglo de su nacimiento, la hirsuta figura de Unamuno se alza todavía enigmática y descontertante. ¡Natural epílogo de la peripecia de un hombre cuyo estilo vital se nutrió de las más estridentes paradojas! Que eso fue, en su dimensión externa, la vida pública de Unamuno: una estridente paradoja sostenida por un perpetuo afán de discrepancia, pues coincidir con alguien era para Unamuno. una forma de borrar su yo, ese híspido y rebelde yo unamunesco que él aspiraba a mantener intacto e incontaminado de imposiciones ajenas. De ahí su tenaz empeño de ser único y no parecerse más que a sí mismo, que le llevó a escribir arrogantemente: "Yo, Miguel de Unamuno, como cualquier hombre aspira a conciencia plena, soy especie única" (4).

que

Y este su afán de ser especie única, irreductible a cualquier clasificación, le impulsó a las actitudes más destempladas, incluso a una peculiar forma de energumenismo que actuó en su vida de modo inconfundible y que ha perjudicado a la cabal comprensión de su obra. Porque todavía hay gentes para quienes Unamuno se reduce a unas cuantas anécdotas más o menos pintorescas y espectaculares. Por lo demás, su áspero anhelo de no ser clasificado se ha cumplido plenamente, porque Unamuno es Unamuno y nada más que Unamuno. Se podrán detectar en su obra resonancias de Spinoza, Kant, Hegel, Kierkegaard. Ibsen, James, Sénancour, Harnack...; pero, a la postre, es siempre la figura de Unamuno la que se yergue, única e inconfundible. El problema surge cuando se intenta averiguar qué es Unamuno. Las dificultades que esta pregunta plantea —y no son pocas— nacen del estilo asistemático y contradictorio que él instaló en su vida y que domina lo más decisivo de su obra: "¿Quién le ha dicho a usted —escribía en 1913— que yo escriba siempre para poner en claro las ideas? ¡No, señor, no! Muchas veces escribo para ponerlas en oscuro, es decir, para demostrarle a usted que esa idea que usted y otros como usted creen ( 4 ) Mi religión, o. c., t. XVI, p. 119.

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íjüé es ciara, es eil usted y en eilos y en mí, oscura, oscurísima. Yo, como mi amigo Kierkegaard, he venido al mundo más a poner dificultades que a resolverlas" (5). Además existió en Unamuno una clara decisión de despistar al lector y dejarlo en la incertidumbre, como abruptamente lo expresó en Mi religión: "Quiero morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu, que alguna vez se paren a oírme: Y este señor, ¿qué es? ( 6 ) . A esta pregunta se le han dado las respuestas más dispares y contradictorias, cosa que nada tiene de extraño, pues en la obra de Unamuno hay para todos los gustos. Se ha dicho que Unamuno es católico, protestante, ateo, deísta, panteísta, racionalista, irracionalista, agnóstico... Y lo paradójico es que cada uno de estos asertos puede ser rubricado con el correspondiente pasaje de su obra. Ahora bien, es claro que nadie que esté en su sano juicio intentará atribuir a Unamuno todos esos adjetivos, sobre todo cuando algunos de ellos se excluyen formalmente entre sí. Unamuno no fue íntegramente nada de eso; pero es evidente que, en forma parcial y a través del proceso de contradicciones operantes en su existencia —"es la contradicción íntima lo que unifica mi vida" (7)— fue, alternativamente, todo eso. Hay, sin embargo, algo que Unamuno fue plenamente y hasta la raíz de su ser: un luchador por la inmortalidad. Esto no lo puede discutir nadie que conozca la obra trágica y atormentada de Unamuno. El anhelo de inmortalidad es obsesionante presencia a lo largo de toda su obra. Se encuentra ya en los libros de la década 1890-1900 y persiste, con emocionante intensidad, en las últimas y estremecidas páginas del Cancionero, o en los artículos de Visiones y comentarios, escritos muchos de ellos en 1936, año de su muerte. Y todo su quehacer vital, en el plano social, político, literario y hasta familiar, quedó impregnado en este su afán de inmortalizarse. Por eso, no se comprenderá nunca, en su raíz más honda, la vida apasionada y combativa de Unamuno si no se parte de su vehemente ansia de inmortalidad. Hasta sus destempladas paradojas no son otra cosa que la proyección externa de ( 5 ) Arabesco paradójico, o. c., t. XI, p. 278. ( 6 ) O. C , t. XVI, p. 123. ( 7 ) Sentimiento trágico de la vida, o. c., t. XVI, p. 385. a

la trágica y desesperada lucha que en su espíritu reñía por la inmortalidad. Toda la vida y la obra de Unamuno fueron una incesante lucha por no morir, por hacerse inmortal. Incluso llegó a ver en el afán de no morir la esencia misma del hombre. Explícitamente lo escribió —glosando a Spinoza— en el capítulo I del Sentimiento trágico de la vida: " . . . tu esencia, lector, la mía, la del hombre Spinoza, la del hombre Butler, la del hombre Kant, y la de cada hombre que sea hombre, no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir" (8). El ansia de inmortalidad y la lucha contra la muerte son, pues, una constante obsesión de Unamuno, que resuena en su obra con acentos de evidente sinceridad. Por eso, resulta asombroso que haya quienes ven mera literatura donde hay, fundamentalmente, angustia vital, desesperado apasionamiento y una invencible voluntad de combate: " . . . me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo" (9). Y es necesario destacar que esta obsesionante inquietud por la inmortalidad brota en la vida de Unamuno en fecha temprana. Hasta hay motivos para sospechar que le atormentó ya en la adolescencia, cuando aún vivía él la religión con una intensidad rayana en el misticismo. En Recuerdos de niñez y de mocedad, describe patéticamente una íntima vivencia en el campo vascongado. Estaba en el balcón de un caserío, contemplado el campo a las postreras luces del día, cuando, súbitamente, "me dio una congoja que no sabía de dónde arrancaba y me puse a llorar sin saber por qué. Fue la primera vez que me ha sucedido esto, y fue el campo el que en silencio me susurró al corazón el misterio de la vida" (10).

( 8 ) 0 . C„ t. XVI, p. 133. ( 9 ) Mi religión, o. c., t. XVI, p. 120. ( 1 0 ) O. C„ t. I, p. 338.

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Ahora bien, ¿qué fue ese "misterio de la vida" que, de modo inesperado, llenó de congoja el alma adolescente de Unamuno? El presentimiento de su mortalidad. Porque es obvio que lo que Unamuno intuyó en ese melancólico atardecer fue su condición de hombre temporal destinado a la muerte de manera irremediable. La idea de tener que desaparecer un día, se dibujó por vez primera en su horizonte vital y le produjo un remezón anímico que convulsionó lo más hondo de su ser. Esta temprana intuición de la muerte fue como el preludio de la persistente angustia que la conciencia de su mortalidad había de producirle a lo largo de la vida. Sin embargo, sus creencias religiosas eran entonces muy firmes, y en ellas podía abroquelarse contra el temor a la muerte. Por eso, la crisis de ese atardecer en el campo no pasó de ser una fugaz tormenta, que, no obstante, le hizo vivir, honda y desgarradoramente, la primera hora de atroz angustia que perturbó su vida. Lo grave vendrá años después, cuapdo su alma, ya sin la defensa de la fe religiosa, se sienta de nuevo acongojada por la conciencia de su mortalidad. Unamuno llegó a la incredulidad durante los años de su formación universitaria. La lectura indiscriminada de cuanto libro racionalista y positivista cayó en sus manos inició el lento proceso de la desintegración de su fe religiosa, una fe que —necesario es decirlo— tenía un soporte más sentimental que teológico. A través de las vicisitudes espirituales de Pachico Zabalbide, personaje de Paz en la guerra, puede seguirse el camino que llevó a Unamuno desde una fe mística hasta un agnosticismo más o menos larvado. El hecho es que Unamuno, que tan apasionada y románticamente había vivido la religión durante la adolescencia, vio volatilizarse su fe religiosa antes de cumplidos los veinte años. Este suceso, que alteró totalmente el rumbo de la vida unamuniana, ha de ser tenido en cuenta para la comprensión de sus ulteriores congojas espirituales. La pérdida de la fe es siempre una catástrofe en la vida espiritual de quien la padece, pues supone el derrumbamiento del mundo sobre el que se asentaban sus seguridades últimas. Ortega, que también vio naufragar su fe cuando aún se hallaba en los albores de la juventud, ha descrito con gran finura la situación del creyente que cae en la duda y tiene que someter a tratamiento filosófico "la tremebunda herida abierta en lo más profundo de su persona por la fe al marcharse" (11). Perdida la fe, el hombre se siente urgido a buscar un nuevo sis( 1 1 ) O. C., de Ortega, t. VI, p. 405. Ed. Revista de Occidente, Madrid.

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tema de seguridades con que reconstruir el mundo que se le derrumbó. Y lo intenta, según la tesis orteguiana, a través de la filosofía. Ahora bien, —dice Ortega—: "la pérdida de la fe no lleva forzosamente a la fisolofía. El hombre puede no hallar modo de sostenerse sobre el mar de dudas en que ha caído y, en efecto, caer hasta el fondo. El fondo es la desesperación" (12). A Unamuno la pérdida de la fe no le llevó inmediatamente a la desesperación. Más aún: parece que el proceso se consumó sin que él sintiera esa angustiosa sensación de naufragio que suele remecer los senos más profundos del alma cuando la fe se aleja. Así se deduce del modo como el Pachico Zabalbide de Paz en la guerra decide abandonar las prácticas religiosas "sin desgarramiento alguno sensible por el pronto, como la cosa más natural del mundo" (13). Unamuno halló un fugaz sustitutivo de la fe en el racionalismo y en la ciencia positivista. Hegel y Spencer fueron sus dioses tutelares. Durante algún tiempo —que él llama su etapa spenceriana— creyó fervorosamente en la ciencia y pensó que ella podría resolverle al hombre todos sus problemas. Fueron los años de su entusiasmo cientificista, durante los cuales su alma estuvo anclada en la incredulidad (14), bastante ajena a las congojas metafísicas que luego la turbarían. Pero el desencanto llegó muy pronto. Las tragicómicas páginas de Amor y Pedagogía son un dolorido testimonio del vacío vital que Unamuno halló en la filosofía y en la ciencia. El positivismo finisecular era una mansión demasiado angosta para los anhelos gigantes de Unamuno. Por otra parte, también volvió decepcionado de su peregrinación por

(12) Id. ( 1 3 ) O. C., t. II, p. 131. ( 1 4 ) Tras los años universitarios de Madrid, donde perdió la fe, parece que Unamuno, ya de regreso en Bilbao, tuvo una transitoria conversión sentimental a sus primitivas creencias, tal vez por influjo de su madre, y durante dos años fue a misa diariamente y comulgó una vez al mes. Interesantes datos sobre esta conversión, en el libro de Sánchez Barbudo: "Estudios sobre Unamuno y Machado", ed. Guadarrama, Madrid, 1959.

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los campos del racionalismo; y el sistema socialista, que le atrajo durante algún tiempo, terminó por repelerle, porque "lo malo del socialismo —escribía en 1897— es que se da como doctrina única y olvida que, tras el problema de la vida, viene el de la muerte" (15). La situación espiritual de Unamuno, tras su aventura filosóficocientificista, era acongojante. Había perdido la fe religiosa y había perdido también la fe en la filosofía y en la ciencia. Era la caída hasta el fondo, hasta la desesperación a que —según Ortega— cae el hombre cuando no ; puede sostenerse sobre el mar de la duda. Y Uriamuno conoció esa desesperación abisal del espíritu que, súbitamente, ve cerrados todos los caminos. Vivió entonces días de trágica soledad espiritual, en que llegó hasta lo más hondo de sí mismo y lloró sin consuelo al sentirse en "las garras del Angel de la Nada" (16). Una noche de marzo de 1897, se sintió desgarrado por la suprema congoja de su mortalidad. Era la culminación de varios años de íntimo desasosiego, en los que el fantasma de la muerte rondó en torno suyo y le hizo sentir terror ante la perspectiva de su aniquilamiento. Ya sin el consuelo de la fe religiosa, que le servía de garantía de supervivencia ultraterrena, Unamuno vivió estremecedoramente la angustia de la nada. Esto repercutió hasta lo más hondo y entrañable de su ser, y de ello ha dejado emocionante testimonio en diversos pasajes de su obra: "¿No conoces acaso las horas de íntima soledad, cuando nos abrazamos a la desesperación resignada? ¿No conoces esas horas en que se siente uno solo, enteramente solo, en que conoce no más que aparencial y fantástico cuanto le rodea y en que esa aparencialidad le ciñe y le estruja como un enorme lago de hielo trillándole el corazón?" (17).

(15) Carta a su amigo J. Arzadun. (Citada por Luis Abellán, op. cit., p. 67). ( 1 6 ) Cómo se hace una novela, o. c., t. X, p. 882. (17) De la correspondencia de un luchador, o. c., t. IV, p. 396.

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A ese estado de alta tensión espiritual, llegó Unamuno empujado por la obsesión de la muerte. Aquella temprana intuición vivida en el campo vascongado, reapareció en su alma y le llenó la vida de íntima y aguda desesperación. Y su único y absorbente problema fue entonces la muerte, que significaba, desde la perspectiva de humanismo ateo a que él había llegado, el naufragio definitivo de su conciencia, la aniquilación de su yo. Hasta llegó a padecer una verdadera neurosis cardíaca, que le desasosegó durante mucho tiempo. Aunque gozaba de buena salud, se creyó enfermo del corazón, y el temor a una muerte súbita le atormentó y repercutió de tal modo sobre su organismo que llegó a sentir una real constricción vasocoronaria (18). Además su íntima congoja se vio acrecentada por una desgracia familiar, que le hizo ver la muerte en inquietante cercanía. Uno de sus hijos sufrió, a los pocos meses de nacer, una meningitis, de la que derivó una hidrocefalia, y el niño tuvo una inconsciente agonía de siete años. Esto explica la exacerbación de la angustia unamuniana, porque la muerte dejó de ser el lejano fantasma que turbaba su sueño y se transformó en amenazante y perturbadora presencia dentro de su ámbito familiar (19). El poema En la muerte de un hijo, que transcribo parcialmente, revela la hondura de las congojas unamunianas de esa época: Aún me abruma el misterio de aquel ángel encarnado, enterrado en la materia y preguntando, con los ojos trágicos de mirar, al Señor, por la conciencia. Aún recuerdo las horas que pasaba de su cuna a la triste cabecera

( 1 8 ) Una fina descripción de la neurosis cardíaca de Unamuno puede verse en el libro Retrato de Unamuno, por Luis Granjel, médico y profesor de la Universidad de Salamanca. Ed. Guadarrama, Madrid, 1957. ( 1 9 ) Para una exacta comprensión de los repercusiones que en la vida espiritual de Unamuno tuvieron los siete años de agonía de su hijo, véase el libro Tras las huellas de Unamuno, del peruano Armando F. Zubizarreta, descubridor del Diario Intimo unamuniano y el hombre que con mayor inteligencia, amor y honradez ha analizado la crisis espiritual que Unamuno sufrió en 1897. Editorial Taurus, Madrid, 1960.

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preguntándole al padre con mis ojos trágicos de soñar, por nuestra meta.

Leía que en sus ojos un espanto de ultracuna anidaba, mar de pena, angélico mensaje del fatídico amor sin gloria de los hijos de Eva. Y un alba se apagó, como se apaga al asomar el alba allá en la extrema nebulosa del cielo aquel que nunca podremos ver recóndito planeta.

Pero en mí se quedó y es de mis hijos el que acaso me ha dado más idea, pues oigo en su silencio aquel silencio con que responde Dios a nuestra encuesta (20). Desde entonces, desde la crisis de 1897, la obra de Unamuno, a pesar de su dispersión temática, quedó dominada por la idea de la muerte, que unas veces se traduce en dolor y zozobra y otras, las más, en imbatible voluntad de lucha. Y esto en forma pertinaz y obsesiva, pues la muerte en la obra unamuniana es un trágico ritornello que vuelve implacable al cabo de las melodías más diversas. Fue ella su tema fundamental, la fuente de donde le brotaron sus gritos más doloridos y sus trenos más patéticos. Y creyó que su congoja era la congoja eterna del género humano, transitoriamente ahogada por la euforia cientificista. Por eso, en abierta pugna con las ideas vigentes en la cultura de su tiempo, gritó en todos los tonos que el problema supremo del hombre es el problema de su inmortalidad personal, porque "si del todo morimos todos, ¿para qué todo?" (21), Y su vida se convirtió en trágica interrogación y en agresivo enfrentamiento con el problema de la muerte. ( 2 0 ) O. C., t. XIV, p. 708. (21) Sentimiento trágico de la vida, o. c,, t. XVI, p. 170.

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Hoy resulta emocionante el seguir, a través de los dieciséis compactos volúmenes de sus Obras Completas, la patética salmodia de la meditatio mortis unamuniana. Ensayos, novelas, dramas y, sobre todo, sus poesías revelan la hondura a que la vivencia del problema de la muerte llegó en la atormentada existencia de Unamuno. La vivió con una intensidad sobrecogedora, que da a sus escritos un tono único en las letras hispanas del siglo XX. En lo más hondo de su ser, llevaba la desazonante pesadilla de su mortalidad, y fue ella su obsesión de siempre, el buitre que le devoraba las entrañas: "Este buitre voraz de ceño torvo que me devora las entrañas fiero y es mi único constante compañero labra mis penas con su pico corvo". (22). Pero Unamuno no quedó paralizado en la angustia que le nacía de la conciencia de su mortalidad. Por el contrario, desde ella intentó construir los supuestos vitales —que no racionales— para la enérgica afirmación de su fe en la otra vida. Y así nació el proceso agonista de su obra. Desde el abismo de la desesperación a que le condujo su escepticismo racional, surgió vigoroso su anhelo de inmortalizarse. Y Su vida fue, ya para siempre, un desesperado esfuerzo por superar, por vía cordial y volitiva, el escepticismo de su razón. Pero terminó por complacerse en su propio agonismo y, renunciando a toda esperanza de victoria, hizo de la lucha la sustancia misma de su vida. "No quiero poner paz entre mi corazón y mi cabeza, entre mi fe y mi razón; quiero más bien que se peleen entre sí" (23). La filosofía agonista (24) de Unamuno surgió, pues, del choque entre el escepticismo de su mente, y las ansias de inmortalidad de su Corazón. Su vehemente sentimiento vital le exigía la existencia de otra vida; pero —como dice Laín Entralgo— "la razón filosófica que a Unamuno le fué dado ejercitar declaraba carente de sentido la inquietud del hombre en torno a la inmortalidad de su alma" (25). Sin el

(22) (23) (24) (25)

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Rosario de sonetos líricos, o. e., t. XIII, p. 592. Sentimiento trágico, o. c., t. XVI, p. 247. Unamuno devolvió al término agonía su sentido etimológico de "lucha". P. Laín Entralgo: "La espera y la esperanza", p. 383, 3 ' edición.

apoyo de ía fe religiosa —que Unamuno había perdido—, su inextinguible anhelo de inmortalidad quedaba inerme frente a los ataques de su razón. Pero Unamuno no se resignaba a morir definitivamente y, desde lo hondo de su desesperación, levantaba su apasionado anhelo vital, su hambre de inmortalidad. Y así, a través de un agónico pro* ceso de afirmaciones y negaciones, de momentos de desesperación y de frenética esperanza —todo alternado por las más increíbles paradojas y contradicciones— creó Unamuno su sistema voluntarista de afirmación ultraterrena (26). Esta tenaz lucha entre su corazón y su cabeza llevó la obra de Unamuno al más alto grado de tensión agónica. En nombre de la razón descalificaba sus anhelos de inmortalidad, y en nombre de sus anhelos de inmortalidad arremetía contra el agnosticismo de su razón. Y esto a lo largo de un continuo proceso de razones y sinrazones en que ni la fe ni la razón salen victoriosas. Ello hace que la contradicción se alce precisamente en los momentos más dramáticos de la apasionada pugna unamuniana. Entonces Unamuno sale al paso del posible desconcierto del lector y se define a sí mismo como "uno que afirma contrarios, un hombre de contradicción y de pelea, como de sí mismo decía Job: uno que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida. Más claro, ni el agua que sale de las nieves dö las cumbres" (27). Sin embargo, pone mayor vehemencia en las afirmaciones del sentimiento vital que en las negaciones de la razón (28). Prisionero de su propio sistema agonista, concluye por dar como apoyo de su ansia ( 2 6 ) En su ensayo Sobre la europeización, escribía en 1906: "Yo necesito la inmortalidad de mi alma; la persistencia indefinida de mi conciencia individual, la necesito; sin ella, sin la fe en ella, no puedo vivir, y la duda, la incredulidad de haber de lograrla, me atormenta. Y como la necesito mi pasión me lleva a afirmarla y afirmarla arbitrariamente, y cuando intento hacer creer a los demás en ella, hacerme creer a mí mismo, violento la lógica y me sirvo de argumentos que llaman ingeniosos y paradójicos los pobres hombres sin pasión que se resignan a disolverse un día del todo", o. c., t. III, p. 1121. ( 2 7 ) Sentimiento trágico, o. c. t. XVI, p. 384. ( 2 8 ) Esto es constante en Unamuno. Se ha hablado mucho —y con razóndel irracionalismo unamuniano, cosa que es evidente a lo largo de su obra. Sin embargo, la razón ocupa lugar preponderante en el agonismo de Unamuno. Si así no fuera, carecería de sentido la pertinaz y desesperada lucha que su sentimiento

de inmortalidad la incertidumbre a que llega la razón al reflexionar sobre sí misma y discutir su propia validez. Paradójicamente, hace que la desesperación de su sentimiento vital construya su esperanza sobre el escepticismo de la razón. En último término, es siempre su imbatible afán de no morir y de vivir en la sucesión inacabable de los siglos el que le lleva a enfrentarse con la razón. A este respecto, resulta insuperablemente significativo el siguiente pasaje del Sentimiento trágico de la vida: "Con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana de morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que me habrá matado el destino humano. Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aún que la cabeza el corazón, yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella". (29). Esa es la esencia del agonismo unamuniano. No quiere dimitir de la vida; pero, desde la incredulidad a que ha llegado, su razón te dice que será destituido de ella. De ese modo, resurge el perpetuo combate de Unamuno por la inmortalidad. Este combate lo mantiene durante toda la vida y atraviesa por toda clase de vicisitudes. Tiene momentos de apasionada y vehemente afirmación en el más allá de la muerte y momentos de evidente desesperación, en los que su anhelo de inmortalidad se le derrumba. Pero su ardorosa ansia de eternidad le impulsa de continuo contra la razón y afirma sobre ella el primado del corazón y de la voluntad: "Frente a las negociaciones de la lógica que rige las relaciones aparenciales de las cosas, se alza la afirmación de la cardíaca, que rige los toques sustanciales de ellas. Aunque tu cabeza diga que se te ha de derretir la conciencia un día, tu corazón, despertado y alumbrado por la congoja infinita, te enseñará que hay un mundo en que la razón no es guía" (30).

vital riñe contra ella. En una carta escrita en 1928, se le desliza una frase que no he visto nunca citada por ninguno de sus críticos y que debe ponernos en guardia sobre el fondo último de su pensamiento: "Yo no estoy seguro de no ser un superracionalista", o, c., t. XV, p. 874. ( 2 9 ) Sentimiento trágico, o. e., t. XVI, p. 258. ( 3 0 ) Vida de Don Quijote y Sancho, o. c., t. IV, p. 314.

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Y así, en perpetua tensión agónica, la obsesión de su inmortalidad y la lucha por alcanzarla llenan toda la obra de Unamuno. La expresa, sobre todo en sus poemas, con hondura y pasión insuperables. Nada hay en la poesía española del siglo XX comparable a esos desgarrados y estremecedores salmos unamunescos, que son algo que le brota a Unamuno de lo más hondo y entrañable de su ser. En esos versos, a veces toscos e inarmónicos, pero siempre encendidos de pasión eterna, tiemblan muchos años de lucha desesperada por la inmortalidad. Y los personajes de sus novelas —sus entes nivolesco»— son esencialmente agonistas, luchadores, hombres que pelean por la eternidad su yo. Lo mismo acontece con sus agonistas dramáticos. Esos inquietantes personajes del teatro unamunesco, desde La esfinge a Soledad y a Sombras de sueño y El otro, aunque se mueven, a veces, en el plano dramático, bajo el impulso aparente de otros imperativos, están, en el fondo, nutridos del mismo inextinguible anhelo de inmortalidad. o o o Unamuno luchó, pues, por su inmortalidad y, a través de su obra, fue expresando agónicamente su ansia de eternizarse. Esto nos remite, por vía directa, a la vertiente religiosa de su obra, cuyo tenia central es necesariamente Dios. El lector que recorre los libros de Unamuno queda sorprendido al ver la frecuencia con que invoca a Dios y la apasionada vehemencia con que lo hace. Al mismo tiempo, ve en ellos negaciones, dudas, irreverencias y hasta blasfemias... Un sentimiento de perplejidad le invade. ¿Cuál es la posición de Unamuno frente a Dios? Exactamente la misma que frente a la vida eterna: afirma con su corazón y duda y niega con su cabeza. El mismo y perpetuo agonismo que llevo descrito en páginas anteriores. Tras la pérdida de la fe, Unamuno quedó intelectualmente ateo y "no volvió jamás sobre los fundamentos teóricos de su ateísmo" (31). En 1907, escribía que nadie había logrado convencerle racionalmente de la existencia de Dios (32) y las páginas del Sentimiento trágjíco de

(31) Moeller, Lit. del siglo XX y cristianismo, IV, p. 127. Ed. Gredos, Madrid, 1960. ( 3 2 ) "Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existéncia de Dios, pero tampoco de su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en El, es, ante todo, por-

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la vida no dejan ninguna duda respecto del ateísmo mental de su autor. Dios es para Unamuno la personalización del universo, o creación de nuestra congoja, o el ideal de la humanidad, o "el deseo que tenemos de serlo y no se alcanza" (33). Por eso, tiene plena razón Ferrater Mora al afirmar que "el Dios de Unamuno es un Dios hereje, tanto frente a toda ortodoxia religiosa como ante cualquier ortodoxia filosófica" (34). Cada vez que Unamuno intentó razonar su concepción de la Divinidad desembocó invariablemente en la herejía (35). Dios en la obra de Unamuno es inseparable de su ansia de vivir eternamente. Unamuno afirma la existencia de Dios, porque la necesita como garantía de su anhelo de inmortalidad, y no llega a El por vía racional, sino volitivamente, desde el fondo de su angustia vital. La única manera de salvarse de la nada es agarrándose a Dios, pero a un Dios en el que no cree con su cabeza, aunque le invoca ardorosamente con su corazón. El Dios de Unamuno es un Dios cordial, surgido también del choque agónico entre los anhelos de inmortalidad de su corazón y el escepticismo de su-cabeza: " . . . al ir hundiéndome en el escepticismo racional de una parte y en la desesperación sentimental de otra, se me encendió el hambre de Dios, y el ahogo de espíritu me hizo sentir, con su falta, su realidad" (36). El temor a la muerte definitiva, el espanto de ir a parar a la nada, hacen sentir a Unamuno hambre de Dios. Numerosos pasajes de su obra abonan esta tesis del Dios surgido del fondo abisal de la congoja unamuniana frente a la muerte. El "hambre de inmortalidad", de que

que quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón". Mi religión, o. c., t. XVI, p. 120. ( 3 3 ) Ateísmo, o. c., t. XIII, p. 569. ( 3 4 ) Unamuno, Bosquejo de una filosofía, p. 59. Ed. Sudamericana, Bs. Aires. (35) En carta a Jiménez Ilundain, escribía en 1905: ". . .por Dios entiendo lo mismo que entienden la mayoría de los cristianos: un Ser personal, conciente, infinito y eterno, que rige el Universo . . . Dios en mis escritos quiere decir lo mismo que en los escritos de los escritores cristianos. No soy ateo ni panteísta", o. c., t. XVI, p. 13. (Prólogo de García Blanco). Sin embargo, "El sentimiento trágico de la vida", escrito siete años después, revela de modo indubitable que el Dios de Unamuno no es el Dios cristiano. ,(36) Sentimiento trágico de la vida, o. c., t. XVI, p. 296.

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tan vehementemente habla en el capítulo III del Sentimiento trágico de la vida, es, en último término, hambre de Divinidad. Y afirma a Dios con una pasión y ardor sólo comparables con la honda congoja que en su alma produce la perspectiva de la "nada": "Este pensamiento de que me tengo de morir y el enigma de lo que habrá después, es el latir mismo de mi conciencia. Contemplando el sereno campo verde o contemplando unos ojos claros, a que se asome un alma hermana de la mía, se me hinche la conciencia, siento la diástole del alma y me empapo en vida ambiente, y creo en mi porvenir; pero al punto la voz del misterio me susurra: "¡Dejarás de ser!", me roza con el ala el Angel de la Muerte, y la sístole del alma me inunda las entrañas espirituales en sangre de divinidad" (37). Así surge en su obra la búsqueda incesante de Dios, en un renovado proceso agonista sometido a las mismas alternativas y vicisitudes que su lucha por la inmortalidad. Por eso, abundan en ella las más inesperadas paradojas y contradicciones. Unamuno, cuya razón no logra convencerle de la existencia de Dios, le invoca desde el fondo de su corazón con una vehemencia y ardor únicos en las letras españolas del siglo XX. Pero es inevitable, dada su tenaz pugna entre fe y razón, la aparición de pasajes contradictorios, que brotan desde el fondo agónico de su conflicto vital, como este paradójico heptasílabo de uno de sus salmos más chorreantes de ansias de Divinidad: "Señor, ¿por qué no existes?" (38), o el soneto titulado La oración del ateo, que empieza con esta desconcertante paradoja: "Oye mi ruego Tú, Dios que no existes, y en tu nada recoje éstas mis quejas" (39), y el otro soneto que lleva significativamente por título Ateísmo y que finaliza con este increíble y muy unamuniano endecasílabo:

(37) Id., p. 167. (38) Poesías, o. c., t. XIII, p. 281. (39) Rosario de sonetos líricos, o. c., t. XIII, p. 546.

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"¡Quién sabe si Dios mismo no es ateo!'' (40). Sin embargo, la impresión final que deja la lectura de la obra de Unamuno no es la de un ateo, sino la de un hombre angustiado tras la búsqueda de Dios. ¿Creyó de veras en El? Racionalmente parece que no (41), por lo menos si hemos de dar fe a los testimonios que nos ha dejado en su obra. Lo que verdaderamente latía en su alma sólo Dios lo sabe. Sin embargo, ahí están sus poemas, estremecidos de una honda y emocionante religiosidad. Transcribo, de su Romancero del destierro, un romance escrito en Hendaya, en 1927, de indudable significado religioso y cuyo íntimo sentido podría suscribir el cristiano de fe más robusta: Si no has de volverme a España, Dios de la única bondad, si no has de acostarme en ella, ¡hágase tu voluntad! Cómo en el cielo en la tierra en la montaña y la mar, Fuenterrabía soñada, tu campana oigo sonar. Es el llanto del Jaizquibel ( ° ) —¡sobre él pasa el huracán!— ¡entraña de mi honda España te siento en mí palpitar! Espejo del Bidasoa, que vas a perderte al mar, ¡qué de ensueños te me llevas! ¡a Dios van a reposar...!

( 4 0 ) Id., p. 569. (41) "Unamuno rechaza las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, no sólo no las cree suficientes, sino que afirma que no prueban nada, lo cual parece harto precipitado y excesivo; pero, sobre todo, las rechaza sin tratar de sustituirlas, sin intentar completar o hallar otras eficaces, y casi sin examen serio. Las consideraciones que hace sobre ellas en el capítulo VIII del Sentimiento trágico de la vida son intelectualmente deleznables y no representan ningún esfuerzo sustantivo por esclarecer racionalmente el problema". (Julián Marías: Obras, t. V, p. 141). ( 0 ) "El Jaizquibel es la montaña que se alza detrás de Fuenterrabía". (N. del A.).

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Campana Fuenterrabía, lengua de la eternidad, me traes la voz redentora de Dios, ¡la única bondad! ¡Hazme, Señor, tu campana, campana de tu verdad, y la guerra de este siglo deme en tierra eterna paz (42). Pasajes como el transcrito, abundan en la obra de Unamuno y le dan un tono religioso cuya sinceridad es muy difícil poner en duda. Cuesta creer que no creyera realmente en Dios quien le invocaba con tan apasionada vehemencia. Las dudas, perplejidades y negaciones de su escepticismo racional no tienen nunca la emocionada pasión que tienen los gritos con que clama a Dios en los momentos más patéticos de su trágico agonismo. Siente a Dios con una intensidad sobrecogedora y, desde lo hondo de su sentimiento, le afirma anhelosa y apasionadamente: "Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su cariño y de su mano invisible e intangible que me trae v me lleva y me estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de una mente universal que me traza mi propio destino" (43). En síntesis, la obra de Unamuno constituye una apasionada y emocionante búsqueda de Dios, llevada a cabo con el estilo voluntariamente agonista y contradictorio dominante en su vida, que le da un tono peculiarísimo de indudable religiosidad (44). Y su incesante

(42) O. c., t. XIV, p. 663. ( 4 3 ) Sentimiento trágico de la vida, o. c., t. XVI, p. 321. ( 4 4 ) Problema muy distinto es el de la ortodoxia de la religiosidad de Unamuno, en cuya defensa sería inútil quebrar ninguna lanza. Su obra es deliberada y manifiestamente heterodoxa, hasta el punto de que Julián Marías —cuyo entusiasmo por Unamuno es sobradamente conocido— ha llegado a afirmar que Unamuno "fue heterodoxo a priori, antes de hacer el esfuerzo necesario para no serlo" (Obras, V., p. 273). La fe agónica y rebelde de Unamuno es muy otra de la fe cristiana, que no se sostiene precisamente sobre la rebeldía contra el misterio. Por lo demás, difícil será encontrar un dogma cristiano contra el que Unamuno no disparara

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búsqueda de Dios representa la expresión de su indomable voluntad de eternizarse, de sobrevivir más allá de la muerte. Surge ahora la pregunta: ¿Llegó Unamuno a creer verdaderamente en la otra vida? Su invencible anhelo de vivir eternamente, ¿prevaleció en forma definitiva sobre el escepticismo de su razón? Las respuestas a esta inquietante pregunta deben ser buscadas en su obra misma, ateniéndose a la cronología de su creación. Limitando la investigación a su poesía, se encuentra el mismo zigzagueante trayecto de dudas, afirmaciones y negaciones que llevo descrito. En un soneto de 1901 —Muerte— aparece nítido el estado de dubitativa interrogación en que el alma de Unamuno se hallaba por esas fechas: ¿parto de desnacer será tu muerte?

Deja en la niebla hundido tu futuro y ve tranquilo a dar tu último paso, que cuando menos luz, va más seguro. ¿Aurora de otro mundo es muestro ocaso? Sueña, alma mía, en tu sendero oscuro: "Morir, d o r m i r . . . , d o r m i r . . . , soñar acaso" (45). alguna grave irreverencia. Por eso, serán siempre penas de amor perdidas cuantos esfuerzos se hagan por dar patente de cristianismo legítimo a la heterodoxa obra unamuniana. Unamuno fue heterodoxo por temperamento, y la heterodoxia iba implícita en su afán de ser especie única. Por eso, no podía caber en el casillero de ninguna ortodoxia, fuera ésta religiosa, política o filosófica. Hasta se negaba a admitir como norma definitiva su propia heterodoxia: "Los que somos herejes por naturaleza —escribía en 1920—, herejes de cualquier ortodoxia —y de nuestra herejía misma desde que se intente elevarla a ortodoxia—, los que rechazamos el dogmatismo no podemos entrar en un partido ortodoxo y dogmático", (o. c., t. XI, p. 662). Un cristiano no podrá aceptar nunca las herejías que Unamuno escribió desde su obstinada posición heterodoxa; pero sí podrá intentar comprender las íntimas congojas de un hombre que luchó denodadamente por su inmortalidad y que, a su modo, buscó apasionadamente a Dios. Sus luchas, angustias y perplejidades, en la medida en que fueron sinceras, son dignas de atención y respeto. El fondo último de su pensamiento, más allá del testimonio escrito de su obra, pertenece al secreto de Dios. Sin embargo, no parece fácilmente sostenible la posición de Sánchez Barbudo, que habla de la hipocresía de Unamuno. ( 4 5 ) O. C., t. XIII, p. 464. El endecasílabo final es traducción de Shakespeare, Hamlet, Acto III, escena IV: "To die, to sleep. . . , to s l e e p . . . , per-

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Y en las composiciones del Rosario de sonetos líricos, escritos en 1910, se respira el mismo clima agónico de duda, afirmación y negación. Es evidente que la fe unamuniana tenía en ese año el mismo tono de incertidumbre y vacilación que tuvo desde la crisis de 1897. La palabra niebla se reitera sintomáticamente a lo largo de esos desesperanzados sonetos. Y aunque se mantiene en alguno de ellos la tensión combativa por la vida eterna —como en el titulado Razón y fe, parcialmente transcrito al comienzo de estas páginas—, en el fondo persiste la duda y hasta la negación. En uno de ellos, glosando el non omnis moriar de Horacio, termina reprochando al poeta su ignorancia de la muerte definitiva: "¡No sabía, creyendo entrar en la eternal aurora, que hasta los muertos morirán un día!" (46). Hay otro soneto, el que lleva por título En mi cuadragésimo sexto cumpleaños, en el que Unamuno patentiza nuevamente la perpetua desorientación de su vida, que salió de las nieblas y vuelve a las nieblas. Es un soneto bellísimo, en el que en medio de las perplejidades de su alma, conserva un estado de serenidad poco frecuente en su obra y pide a Dios le conforte al bajar la pendiente. Transcribo los tercetos finales: Cuando puesto ya el sol contra mi frente me amaguen de la noche las tinieblas, Tú, Señor de mis años, que clemente mis esperanzas con recuerdos pueblas, confórtame al bajar de la pendiente; de las nieblas salí, vuelvo a las nieblas (47). A través del "Rosario de sonetos líricos", podría analizarse toda la problemática unamuniana en su agónico trayecto de dudas, negaciones y afirmaciones. Que así es la poesía y la obra toda de Unamuno: dudar, negar y afirmar y volver a afirmar, negar y dudar, en un per-

chance to dream", pasaje que Unamuno pone en su idioma original como epígrafe de este soneto. (46) O. C„ t. XIII, p. 590. ( 4 7 ) O. C„ t. XIII, p. 550.

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petuo proceso en el que no se sigue otro camino que el del zigzagueante fluir de la íntima congoja unamuniana. En El fin de la vida, reaparece su afán de lucha, que condensa en el bello endecasílabo final: "y es el fin de la vida hacerse un alma" (48). Algo parecido, aunque más explícitamente y con una más clara intención de lucha, hace en Razón y fe. Resurge en este soneto el sentido agónico unamuniano que afirma combativamente su necesidad de ganar la otra vida, "con razón, sin razón o contra ella". Pero aconseja la esperanza en Dios, "que abomina del que cede". Representa estesoneto la perpetua pugna unamuniana entre razón y fe, así como su voluntad de afirmación de la vida eterna. Pero es el sino de la obra de Unamuno el ir perpetuamente .de la afirmación a la negación y de la esperanza a la desesperanza. El soneto CXV se titula Ex Futuro, y sobre sus bellos endecasílabos cabalga nuevamente la desesperanza en la otra vida. Su fe en la inmortalidad se le ha desvanecido y ahora sólo le queda el recuerdo de lo que fue su íntima esperanza. Sin embargo, no tienen estos versos el acento de agónica desesperación que se percibe en otras composiciones suyas donde vacila su fe en el más allá: "¿A dónde fue mi ensueño peregrino? ¿a dónde aquel mi porvenir de antaño? ¿a dónde fue a parar el dulce engaño que hacía llevadero mi camino? Hoy del recuerdo sólo me acompaño" (49). Pero los sonetos finales se inclinan del lado de la esperanza, la espera de la esperanza, que Unamuno reedifica constantemente sobre las ruinas de su agónica desesperanza: "sólo tú del mortal las per-as curas, sólo tú das sentido a nuestro llanto. Yo te espero, sustancia de la vida; no he de pasar cual sombra desvaída en el rondón de la macabra danza, (48) O. C., t. XIII, p. 510. ( 4 9 ) O. C„ t. XIII, p. 626.

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pues para algo nací; con mi flaquera cimientos echaré a tu fortaleza y viviré esperándote, ¡Esperanza!" (50). En conjunto, el "Rosario de sonetos líricos" es uno de los libros en que con mayor belleza expresa Unamuno las alternativas de su alma, siempre oscilante entre la fe y la duda, y siempre en tensión agónica por la otra vida. TERESA, libro publicado en 1924, contiene bellísimos poemas, a través de los cuales reaparecen las permanentes congojas de Unamuno por el logro de la vida eterna. Un clima de duda, afirmación, negación e interrogación en torno al más allá de la muerte, y sobre todo ello el perpetuo sentido agónico de la vida siempre presente en las páginas unamunianas. Destaco de su prólogo los siguientes versos conceptistas, cuyos retruécanos sintetizan la ambivalencia del alma de Unamuno, de continuo combatida por sentimientos opuestos: Gon recuerdos de esperanzas y esperanzas de recuerdos vamos matando la vida y dando vida al eterno descuido que del cuidado del morir nos olvidemos. Fue ya otra vez el futuro, será el pasado de nuevo, mañana y ayer mejidos, en el hoy se quedan muertos. Me he despertado soñando, soñé que estaba despierto; soñé que el sueño era vida, soñé que la vida es sueño. Sentí que estaba pensando, pensé que sentía, y luego vi reducirse a cenizas mis pensamientos de fuego (51).

(50) O. C„ t. XIII, p. 633. (51) O. C., t. XIV, p. 287.

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TERESA consta de 98 poerrias qtie cantan eí amor de Rafael, "un muchacho herido del mal de amor y de muerte, de amor de muerte y de muerte de amor... que ve languidecer y morir de tisis a su primera, a su última, a su única novia" (52). Me referiré solamente a los poemas 70 y 93, que expresan de modo insuperable el trágico y contradictorio agonismo unamuniano en torno a la otra vida. El poema 70 representa la vertiente agnóstica y desesperada de Unamuno. Rafael, al borde de la muerte, se dirige a Teresa, ya muerta, y pide que le mantenga en el "engaño de la inmortalidad": Engáñame, engáñame, mi vida, y vuélveme a engañar; hazme creer que al fin de la partida nos hemos de encontrar. Cúname, Amor, en el divino engaño de la inmortalidad, y sírveme de escudo contra el daño de la última verdad. Engáñame, mi amor, mas sin que sepa que engañándome estás; hazme creer que para aquel que trepa con fe, una cumbre más hay siempre tras la cumbre de subida, que es eterno el subir; hazme creer que no muere la vida y que muere el morir (53). Y siguen otras desoladas estrofas en las que Unamuno exhibe su trágico agnosticismo y deja al desnudo su incapacidad de creer y su increíble afán de agonismo desesperado: Déjame que padezca y siempre dude con desesperación;

( 5 2 ) O- C„ t. XIV, ps. 267, 8. ( 5 3 ) O. C., t. XIV, p. 390.

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deja que sangre, como Cristo, sude rendido el corazón.

El poema 93 descubre otro costado del espíritu de Unamuno, el voluntarista que afirma estremecida y bellamente su fe en la otra vida. El mismo moribundo Rafael de las desesperadas estrofas anteriores dice ahora: Gracias, Señor, voy a morir al cabo; gracias te doy, Señor; no más del Tiempo que nos mata esclavo, ¡libre por el amor! Ahora es cuando el cielo es todo rosa, canta la eternidad; ahora es cuando siento toda cosa bañada en realidad. Ahora es cuando veo de mi vida la eterna juventud; ahora, en la hora al fin de la partida, cosecho mi salud. He vivido, he vivido eterna espera y la esperanza es fe; he vivido, he vivido, y aunque muera ya sé que viviré (54).

Los pasajes transcritos, que podrían apoyarse con otros muchos de sus novelas, ensayos y dramas, no dejan ninguna duda sobre la posición de Unamuno en orden a la inmortalidad. Quiso creer en ella y por ella luchó, pero no salió nunca de su trágico y obstinado agonismo. Hizo de la lucha el fin mismo de su vida, complaciéndose morosamente en la duda y dando a su obra un desesperado tono agonista. Por eso, las vicisitudes unamunianas en torno a la vida eterna constituyen

(54) O. C., t. XIV, ps. 420, 1.

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la historia de las perpetuas contradicciones de un hombre preso eli su propio afán de combate. Desde su voluntarioso agonismo, no trascendió nunca a la fe verdadera, porque no peleaba por la victoria, sino por la lucha misma. Tras la publicación de La agonía del cristianismo, que escribió en París, en 1924, "en singulares condiciones de ánimo, presa de una verdadera fiebre espiritual" (55), se percibe en su obra un tono de resignada desesperación. Hay sospechas de que, a partir de 1928, el agonismo unamuniano cayó del lado de la incredulidad, por lo menos así parece indicarlo su novela San Manuel Bueno, mártir (56), escrita en 1930, cuando ya la vida de Unamuno se acercaba a su ocaso. Los últimos testimonios de Unamuno en torno a su única obsesión se hallan en "Visiones y Comentarios" y, sobre todo, en los poemas de su Cancionero postumo, escritos desde el 26 de febrero de 1928 hasta el 28 de diciembre de 1936, tres días? antes de su muerte. Pollos versos del Cancionero, corren, junto a esporádicos temas de la actualidad que pasa, los permanentes y eternos temas de sus congojas por la inmortalidad. Pero no hay en ellos el exagerado tragicismo de otras veces, sino un tono de mansa y dolorida resignación. Transcribo un poemita del 29 de marzo de 1928: ¡Ay sueños, los que se hundieron derretidos en el alba! ¡Ay mundos, los sumergidos en los abismos del alma! ¡Ay mares adormecidos en el fondo de la charca! ¡Ay cielos, los estrellados, de mis ojos en el arca! ¡Ay eternidad que huyes en el momento que pasa!

(55) O. C„ t. XVI, p. 455. (56) "Tengo conciencia de haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana", o. c., t. XVI, p. 564.

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¡AIJ mi otra vida perdida, la que me hacía más falta (57).

Esa "otra vida perdida" puede ser la vida íntima de Unamuno que, por esas fechas, se hallaba dominada por el Unamuno externo, público y político, frenéticamente entregado a su papel de perseguido por la Dictadura de Primo de Rivera. Pero ¿no será, más bien, la vida eterna que apasionadamente anhelaba y cuya fe en ella se le había derrumbado? Me inclino, un poco melancólicamente, por esta segunda interpretación. Unos meses después, escribió otro poema, a mucha distancia de la nostálgica belleza del anterior, pero que traduce con estremecedora claridad la situación de desolado agnosticismo a que había llegado; No me acuerdo quién fui, no me acuerdo quién soy, ni de dónde partí, ni hacia dónde me voy. Fuéronseme a perder raíces de verdad, que he perdido la fe en mi inmortalidad. (58). (18-VII-28). ¿Fue ésa la posición última de Unamuno? ¿Ahogó definitivamente el Unamuno incrédulo al Unamuno dubitante y agonista, voluntariosamente empeñado en conquistar la pervivencia eterna? Me resisto a creerlo. Un año más tarde de estos versos en que declaraba haber perdido la fe en su inmortalidad, batallaba todavía por su yo, cuyo último destino le nublaba la duda: Sácame, Señor, de duda: ¿guardarás al que te amo? ¡Dios mío, ven en mi ayuda, que me arrebatan mi yo! (59).

( 5 7 ) Cancionero, o. c., t. XV, p. 84. (El subrayado es mío). ( 5 8 ) Cancionero, 291, o. c., t. XV, p. 196. ( 5 9 ) Id, 1299, o. c., t. XV p. 588.

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Y dos días después, se hacía esta patética interrogación: "Seré yo un muerto cuando me haya muerto? cuando esté muerto? o seré un náufrago que llega a puerto?" (60). (24 - X - 29). De mayor interés para el conocimiento de su posición última, son los poemas del mismo Cancionero, compuestos en 1936, año de su muerte. Un soneto escrito el 29 de septiembre, al cumplir Unamuno 72 años, mantiene bellamente su fe en la otra vida: Un ángel, mensajero de la vida, escoltó mi carrera torturada, y desde el seno mismo de mi nada me hiló el hilillo de una fe escondida. Volvióse a su morada recogida, y aquí, al dejarme en mi niñez pasada, para dormirme canta la tonada que de mi cuna viene suspendida. Me lleva, sueño, al soñador divino; me lleva, voz, al siempre eterno coro; me lleva, muerte, al último destino; me lleva, ochavo, al celestial tesoro; y ángel de luz de amor en mi camino, de mi deuda natal lleva el aforo. (61). Sin embargo, un poemita escrito un mes después deja la impresión de que a Unamuno se le ha Vuelto a derrumbar su fe en la otra vida. Son versos de impresionante belleza, compuestos dos meses antes de su muerte, reveladores de un estado de melancólica resignación ante lo inevitable:

( 6 0 ) Id., 1302, o. c., t. XV, p. 589. ( 6 1 ) Id., 1742, o. c., t. XV, p. 811,

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Horas de espera, vacías; se van pasando los días sin valor, y va cuajando en mi pecho, frío, cerrado y deshecho, el terror. Se ha derretido el engaño alimento me fue antaño! ¡pobre fe! lo que ha de serme mañana . . . s e me ha perdido la g a n a . . . no lo s é . . . ! Cual sueño de despedida ver a lo lejos la vida que pasó, y entre brumas, en el puerto espera muriendo el muerto que fui yo. (62). (28-X-36) » »

*

A través de las páginas precedentes, he intentado dibujar la figura de Ünamuno, tenazmente empeñado en su lucha por la inmortalidad. La inmortalidad que él anhelaba, la única que satisfacía sus ansias más íntimas, era la inmortalidad personal más allá de la muerte. La otra inmortalidad, la de la fama, la supervivencia histórica, no servía para saciar su hambre de eternidad y menos para curar sus íntimas congojas. Por eso, arremetió contra ella en una página del "Sentimiento trágico de la vida": "Todo eso de que uno vive en sus hijos, o en sus obras, o en el Universo, son vagas elucubraciones con que sólo se satisfacen los que padecen de estupidez afectiva". (63). Sin embargo, Unamuno luchó denodada y quijotescamente por conseguir la inmortalidad de la fama. Y desde que, en 1891, llegó ( 6 2 ) Cancionero o. c., t. XV, p. 811. ( 6 3 ) O. C., t. XVI, p. 143.

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a Salamanca hasta que en ella murió, en un nevado anochecer de diciembre de 1936, fue empeño suyo el conquistar gloria y fama. Tal vez, desesperado de vivir en la eternidad, quiso consolarse dejando su nombre en la historia. Muchas de sus espectaculares actitudes obedecían a un íntimo afán de hacerse famoso y dejar su nombre en la memoria de las gentes. Por eso, intervino siempre en forma violenta en la vida pública española, con un apasionamiento que justifica el apelativo de energúmeno con que le bautizó Ortega. Su destierro durante la dictadura de Primo de Rivera le confirió una notoriedad internacional que, alguna vez, le hizo objeto de los primeros titulares en la prensa del mundo. Vivió entonces en forma frenética su apasionado papel de hombre entregado a la realización de su figura histórica. Sin embargo, aun en los días de más exacerbado frenesí, le brotaba un estado de dubitativa conciencia en torno a la autenticidad última de su postura. Ahí actuaba también su agonismo y la perpetua ambivalencia dominante en su vida. Mientras lanzaba sus gritos políticos más estridentes, una voz interior le susurraba la inanidad de todos sus afanes. En las páginas de Cómo se hace una novela, ha dejado testimonio de las angustiosas perplejidades vividas entonces al verse prisionero de su figura histórica: "¿No estaré a punto de sacrificar mi yo íntimo, divino, el que soy en Dios, el que debe ser, al otro, al yo histórico, al que se mueve en su historia y con su historia?" (64). En el fondo, trataba de acallar, su pesadilla de siempre, la que le nacía de la conciencia de su mortalidad. Pero no lo consiguió. Unas palabras escritas en 1930 revelan la hondura del trágico conflicto entre los afanes de su yo político y social y las íntimas torturas del otro yo agónico, el atormentado por la duda en la inmortalidad: " . . . m e volví para reanudar aquí, en el seno de la patria, mis campañas civiles, o si se quiere políticas. Y mientras me he zahondado en ellas he sentido que me subían mis antiguas, o mejor dicho, mis eternas congojas religiosas, y en el ardor de mis pregones políticos me susurraba la voz aquella

(64) O. C„ t. X, p. 880.

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que dice: "Y después de todo, ¿paía qué todo? ¿para qué?" (65). Y así fue toda la vida de Unamuno: agónica, combativa y perpleja, en constante oscilación de dudas, afirmaciones y zozobras en torno a su último destino. De ahí brotó toda su obra y ahí está el secreto del ímpetu y apasionamiento que puso en su lucha por la inmortalidad. Tras ella, el descanso en el seno de Dios: "Méteme, Padre Eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar" (66).

(65) Prólogo a la edición española de La agonía del cristianismo, XVI, p. 457. (66) Poesías, o. c., t. XIII, p. 291.

o. c., t.

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