ANTONIO COLINAS

Escritor

La literatura de la memoria

De la misma manera que cuando, últimamente, en España, al hablar de la tan llevada y traída «poesía de la experiencia» el poeta José Hierro nos ha recordado que, en puridad, toda auténtica poesía brota de la experiencia - de la experiencia de vivir y de la experiencia de escribir -, así también, ante el tema que hoy nos hemos propuesto - literatura o, en particular, poesía de la memoria -, también podríamos afirmar de manera categórica que, en esencia, toda la literatura que se hace es literatura de la memoria. Para comprenderlo un poco mejor fijémonos en ese primer instante del que brota la escritura y veamos qué es lo que sucede en él. Lo que sucede es que el escritor - frente a la cuartilla en blanco - cierra sus ojos y va con su memoria hacia atrás para rescatar de ella lo más valioso y esencial de su pasado. Bien por la vía objetiva de la consciencia o por otra vía más incontrolada y automática, irracional, de lo inconsciente, activa la fuente de su memoria. ¿Y qué es lo que brota de ella? Lo que brota, en primer lugar, son los símbolos primeros, los arquetipos que se habían fijado en la infancia y en la adolescencia, etapas de la vida que son primordiales para la formación estética del escritor. Esos símbolos que, en parte, como nos recordó la pensadora María Zambrano, son «el lenguaje de los misterios», pues nos desvelan todo lo que desconocemos; o algunas cosas que necesitamos saber y que, por otra parte - como nos subraya muy bien la psicología profunda -, son como faros que en la «noche oscura» del ser - en los momentos de crisis - nos iluminan o constituyen apoyos para seguir caminando hacia delante. Jung, el psiquiatra, nos habló de la importancia de los sím-

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bolos generados en la infancia, durante la cual estamos seguros de que el niño aún no ha tenido acceso directo a la tradición histórica o literaria. Por eso - escribe Jung - «la interpretación de los símbolos desempeña un papel práctico importante, porque los símbolos son intentos naturales para reconciliar y unir los opuestos dentro de la psique». Una visión, como vemos, sanadora de la literatura sobre la que enseguida diré algo más. La importancia de la memoria para el escritor y de la recuperación de los símbolos primeros, la apreciaremos muy bien si tenemos en cuenta otro ejemplo literario español de actualidad: el de la literatura leonesa, particularmente notable y llamativa en el campo de la narrativa, pero también en el de la poesía y en otros géneros. Allá donde vamos - acaso porque el que les habla es un escritor leonés - siempre se nos pregunta por la razón de este resurgimiento literario, por esos escritores que habiendo tenido una formación muy distinta parecen configurar una llamativa literatura que los distingue. Nos preguntamos también qué es lo que tienen en común todos estos escritores y, de nuevo, surge la memoria y, concretamente, esa memoria de los días de la infancia y de la adolescencia - no sometidos aún a influencias cultas como dice Jung -, pasados en el medio puro de la naturaleza. Es, pues, en el rememorar las experiencias primeras (y en una literatura específicamente oral), en donde se halla la base común a todos esos escritores. Acabamos de hacer referencia a otro tema muy sugestivo: el de la experiencia de vivir plenamente la naturaleza y máxime en unos tiempos en que ésta tiende a ser peligrosamente saqueada y alterada, y cuando prima la visión exclusivamente urbana de la realidad. Y no me refiero a un tipo de naturaleza que sólo es expresión de lo rural, de lo costumbrista, de lo realista o incluso de un concepto muy literariamente español, lo «noventayochista». Nos referimos a esa naturaleza que, como saben, está en la raíces de la tradición literaria universal y que, como en el mejor romanticismo - el centroeuropeo - es expresión de algo profundamente intemporal, de lo simplemente telúrico; o a veces, como también veremos, de lo cósmico.

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Se trata de una naturaleza que, a su vez, también es rica en símbolos y que puede hacer, como en algunos poemas de Luis Cernuda de lo más negativo - de la muerte, de la visión de un cementerio - un jardín, un espacio para la meditación consciente y en plenitud, el «lugar ameno» sin más. (Luis Cernuda, del que por cierto celebramos en los próximos días el centenario de su nacimiento.) Hablamos de una naturaleza que, a su vez, también es rica en símbolos: la nieve, la montaña, el bosque, el camino, los ríos, la meseta, los ciclos estacionales, etc. Bajo este punto de vista, bien podemos decir que el escritor - si sabe contemplar, si sabe interpretar - puede ver y hallar en lo más local lo más universal. Porque, de acuerdo con la terminología de Mircea Eliade, logra hacer del paisaje de su memoria un «centro del mundo». Más tarde, gracias al poder evocador de esta memoria, acabará haciendo en sus textos y en ese espacio que también Eliade reconoce como el «espacio fundacional», las preguntas claves y obteniendo las respuestas convenientes. Así sucede con la pujanza retórica de la naturaleza en la poesía de Luis de Góngora, que la creemos sólo fruto de la mitología y de los libros, cuando, en origen, es sólo reflejo de sus vivencias en la sierra cordobesa. O en Pablo Neruda, el cual, cantando a su país, Chile, canta a América, al Océano y acaba cantando a todo el Planeta («el mar cayó, como una gota ardiendo, de distancia en distancia, de hora en hora...») Este sentido planetario de la realidad es originalísimo y único en el panorama de la literatura en español. Esta presencia de la naturaleza en su estado puro también será muy viva en algunos escritores norteamericanos, curiosamente del este del país, como Emerson, Walt Withman, Emily Dickinson o Archibald Macleish.) Quisiera ponerles un par de ejemplos más sobre lo que les acabo de decir al hilo de mi propia experiencia, que puede ser también la experiencia de otros escritores, o de otras personas, en momentos críticos, graves. Estos momentos pueden ser los de la muerte de alguno de nuestros seres queridos; momentos que, a veces, pueden coincidir con otras experiencias traumáticas y con la per-

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dida en la persona de ese «centro del mundo» a que antes me refería. Entonces, el escritor, o cualquier persona, vuelve a cerrar sus ojos, elimina de su mente razones y sentimientos circunstanciales y se sumerge en el pasado para ir en busca de los orígenes, de los símbolos primeros. Es entonces cuando - entre todos los demás puede surgir un recuerdo primordial, un resplandor, un sonido como, por ejemplo, el de la nieve de la infancia y el del crujido que ésta produce cuando se la pisa, un crujido como de luz. Este puede ser el recuerdo primero y salvador por excelencia al que habrá que aferrarse. Pero si seguimos cerrando los ojos para recordar, de ese pasado remoto seguramente surgirán otro símbolos salvadores: las primeras músicas y las canciones maternas, los mundos del río, el monte, el valle o la mar, la primera visita a una biblioteca y, de ella, el primer libro que nos marcó, el primer amor de adolescencia (iniciación a todo), al nacimiento a inquietudes sociales o sagradas (lo sagrado no necesariamente como algo exclusivamente religioso, sino simplemente como aquello que nos trasciende y que desconocemos), el microcosmo del pueblo donde pasábamos nuestras vacaciones, el universo estrellado... Símbolos tópicos, sí, pero no olvidemos que en todo tópico habita una clara y evidente verdad. Como vemos, de ese viaje del escritor hacia el pasado van brotando una sucesión de símbolos que, bien entramados y desarrollados - pasados al papel - dan lugar a la obra literaria. Una obra que no sólo ha nacido para testimoniar, distraer o divertir, sino que responde a razones mucho más profundas. Cumple así la literatura de la memoria otra de las muchas misiones que puede adquirir: la de ser terapia para el ánimo. Porque la creación literaria en particular y la creación artística en general, cumplen esa especialísima misión sanadora, o si lo prefieren, por su acción sobre los lectores: iluminadora. «Quien no perdona, no sana», dice uno de los principios de esa psicología profunda o jungiana a que antes nos referíamos. Parafraseando este principio, también podríamos decir: «quien no escribe, no sana», o «quien no lee, no sana»; quien no rescata de su memoria los sím-

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bolos primeros, salvadores, no sana. Recordemos aún un segundo ejemplo sobre este origen iluminador o sanador de la escritura: el escritor puede haber perdido a uno de sus seres queridos y, al día siguiente del funeral, toma un coche y sale sin rumbo fijo a vagar por los campos de su infancia. Va de aquí para allá, sin darse cuenta de que su instinto - su subconsciente - le conduce hacia ese centro que su psique necesita: la montaña, la cima tutelar de su infancia. Ha vagado toda la tarde de aquí para allá, en un día muy frío y muy turbio del invierno. A veces, se detiene en algún pueblecito e intercambia algunas palabras en un bar con alguna persona anónima, pero luego sigue su camino sin saber a dónde va, sin saber que, en realidad, marcha atraído por lo más profundo que hay en él: por el símbolo. Por eso, al atardecer, se ha detenido en una amplia meseta frente a la que se alza imponente y nevada, la montaña de la infancia. Ha vagado toda la tarde, de aquí para allá, pero sólo al anochecer su ánimo parece que ha encontrado lo que buscaba: esa montaña ante la que se detiene, esa montaña deshabitada, anónima, a pesar de que es la montaña de su infancia; esa montaña que podría ser cualquier otra montaña y frente a la cual ha venido a ofrendar su confusión o su vacío presentes. Ese símbolo primero de la montaña va a ser ahora el desencadenante de un texto literario, pero el escritor no va a escribir un capítulo o un artículo sobre la montaña; o sobre lo que ésta le produce, sino que de esa contemplación va a nacer un primer verso. Se trata de ese verso que, según nos dice Platón en uno de sus Diálogos menos citados, el Ion, alguna Divinidad nos dicta; un verso que no puede nacer sin la ayuda de alguien ajeno a nosotros. Lo significativo es que ese primer verso va «tirando» de otros versos hasta que el conjunto da lugar al poema. Ese poema que, a su vez, irá «tirando» de otros poemas que darán lugar a un libro. Ese primer verso que alguien nos dicta tiene mucha importancia, porque la persona que lo escribe estaba desnortada anímicamente e incluso hacía muchos meses que no escribía. Porque el escritor, en el fondo, no escribe cuando quiere, sino cuando puede.

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Por eso, para él tiene una importancia enorme esas pocas palabras primeras que nacen del contacto con la nieve, con la montaña, con el símbolo primero; ese primer verso que nace del vacío y de la nada del ser, y que le va a reconducir hacia una vida más plena, que debe ser el fin primordial, a entender, de la literatura. Así que se escribe y se lee para mejor conocernos, se escribe y se lee para vivir más plenamente. Ese verso y ese poema primeros no imponen cualquier tipo de mensaje, sino que - en el caso concreto que comentamos - es un mensaje de aceptación. No habrá sólo, como en la Vita Nuova dantesca, lamentaciones, quejas, llantos, por más que éstos, en el autor florentino, sean el desencadenante de una obra igualmente salvadora y la que va a cimentar el edificio psicológico y literario de la obra futura. Sí habrá en ese verso y en ese poema primero aquella situación, también dantesca, de algunos personajes del Inferno, que dan una especie de voltereta. Aquella voltereta que nuestra María Zambrano tanto gustaba recordar para decirnos que hay momentos en la vida en los que el ser humano debe dar la vuelta a su situación, debe cambiar para «deshacer» lo que ella llamaba «el nudo del trágico existir». Así que, en muchas ocasiones, lo que simplemente hace el escritor a través de un verso o de una prosa es dar esa «voltereta» anímica para deshacer el «nudo del trágico existir». Y, como hemos dicho, el camino para ello es el de la aceptación del recurso de la creación literaria. Lo que salva es esa «voltereta» de la mirada piadosa. Nacen así versos como los que les voy a leer; se acepta el mundo tal como es no para mantenerlo inmóvil sino precisamente para refundarlo, para transformarlo. Por eso, la mirada del escritor sobre el paisaje no conduce aunque lo parezca - a lo rural, a lo geográfico; ni le «duele» el paisaje como a los autores de la generación del 98 les «dolía» España. La naturaleza es, ante todo, el símbolo, es cualquier naturaleza que, en cualquier lugar del mundo, le puede asaltar a cualquier persona que llega herida para contemplarla. Se trata de esa misma naturaleza - a la vez desolada y esperanzada - que yo entrevi en mi poema «En los páramos negros», recogido en Tiempo y abismo,

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mi último libro de poemas publicado (Tusquets Editores, Barcelona, 2002), al que volveré a recordar en otros momentos de esta intervención. Así que, desde los diversos montes bíblicos al monte Ventoso al que ascendió Petrarca, desde la «montaña mágica» de Thomas Mann a la «montaña del alma» del reciente Premio Nobel chino Gao Xingjian, el significado y la fuerza de ese símbolo es muy fuerte. La montaña es, sobre todo, el lugar donde se da la ascensión, que no es sólo la práctica "física del excursionista sino la ascensión hacia el propio sí-mismo (que tampoco es el ego), la ascensión hacia el conocimiento. Este hecho paradigmático lo dejó claramente fijado en unas pocas palabras y en un dibujito del que se hicieron muchas copias en los monasterios carmelitanos del siglo XVI, un estudiante de Salamanca, Juan de Yepes, también llamado Juan de Santo Matías, o más conocido por todos como san Juan de la Cruz. La montaña posee en su ladera sendas y veredas que el caminante de la vida debe saber elegir para no errar el camino, para no extraviarse en la ascensión. «Tardé más y subí menos porque no subí la senda», dice una de las inscripciones que Juan de la Cruz puso al lado de su dibujo del Monte de Perfección. O también cuando escribió al lado de ese dibujo: «Cuando ya no lo quería, téngolo todo sin querer». O: «Ya por aquí no hay camino, que para el justo no hay ley». Un coetáneo de San Juan, ilustre profesor en Salamanca, fray Luis de León, recurrirá al mismo símbolo en estos versos: Sierra que vas al cielo, altísima, y que gozas del sosiego que no conoce el suelo; a donde el vulgo ciego ama el morir ardiendo en vivo fuego, recíbeme en tu cumbre... Pero fray Luis de León, mucho más traspasado por las doctrinas órficas y pitagóricas de su formación, busca otros caminos para

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encontrar la plenitud y para neutralizar el dolor y la injusticia: lo fía todo a la idea de la armonía, y así nos lo recuerda en la prosa de una de sus obras, De los nombres de Cristo, que algunos tienen por la más cristalina de la lengua española, aunque esa prosa suprema también podríamos encontrarlas en algunas páginas de fray Luis de Granada o en el Malón de Chaide del Libro de la conversión de la Magdalena. Una obra, en cualquier caso, De los nombres de Cristo, que a la manera de algunas novelle italianas -, nos presenta a un grupo de amigos que dialogan serenamente en el ámbito de un paraje ameno: el de la finca salmantina de «La Flecha», a orillas del río Tormes, el espacio horaciano de su poema «Vida retirada». Para Fray Luis, la raíz del contemplar se sustenta en el templarse-con lo que se contempla. Su mirada también es piadosa, pero hay en ella un afán notorio de justicia y de razón, pues la música especialísima de sus versos, como yo he escrito en uno de mis ensayos, es una «música razonada». Aunque sabemos que fueron inspirados en lugares muy concretos, los campos y el firmamento que aparecen en los poemas de Fray Luis podrían ser los campos y el firmamento que contempla cualquier ser humano desde cualquier punto del planeta. De ahí la grandeza de su poesía, su universalismo ejemplar, fértil. Fray Luis no fue un místico al uso. Él padeció las rencillas universitarias y sufrió, como saben muy bien, la injusticia y la persecución. Pienso, por ello, que tras su regreso a la cátedra y después de escribir la hermosa décima que arranca con Aquí la envidia y mentira/ me tuvieron encerrado..., cambió profundamente su visión de la realidad, de tal manera que la «noche serena» y la «vida retirada» de sus poemas pudieron convertirse en ideas centrales de su vida. Tras la «tempestad» a que alude el título de uno de sus poemas, debió de sentir como prioritario un afán de fusión con ese Todo con el que, escribe, se llega a ver: ... lo que es distinto y junto, lo que es y lo que ha sido y su principio propio y ascondido.

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Afán de naufragar y de sumergirse en esa mar que, tres siglos antes de vuestro Leopardi y de su e il naufragar m'è dolce in questo mare, fray Luis lo fija con estos versos hermanos de los del poeta italiano: Aquí la alma navega por un mar de dulzura y, finalmente, en él ansi se anega... Un fray Luis que lamenta la vida que no llevó y que persigue fundirse en esa mar de dulzura de la armonía, es el que yo he querido fijar en mi poema «Tres preguntas de Fr. Luis de León, con sus respuestas», contenido también en Tiempo y abismo. De la memoria brota, pues, una vida esencial y ésta se recrea con la tarea presente del contemplar, del escribir y del interpretar, del testimoniar. Por tanto, escribir acaba siendo un modo de ser y de estar en el mundo; escribimos para vivir en un alto grado de consciencia. Por ello se convierte la escritura en un valioso medio de autoconocimiento, en un medio para alcanzar lo que, Jung de nuevo, reconocía como el «proceso de individuación», que no es otro que el que nos debe llevar, a cada uno, a ser el que tenemos ser en la vida. Parafraseando a Giordano Bruno diremos que «el arte de la memoria» consiste, sobre todo, en utilizar convenientemente los símbolos del pasado para renovar el presente y encauzar la vida, encontrando con ello la extraviada senda sanjuanista. Pero volvamos, por unos momentos, a aquella operación - a la que ya hemos aludido - de avivar la memoria, de cerrar los ojos y dejar de pensar para ver qué es lo que surge del pasado. Fijémonos en otro símbolo muy concreto: el de los libros que - como afirmó un escritor salmantino, heterodoxo e incomprendido, Torres de Villarroel -, son «una copia de las almas de sus autores». Si cerramos los ojos surgiría el primer libro que leímos, o el que nos regalaron, o el que sacamos de una biblioteca. O aquí, en estas circunstancias concretas, diría de qué manera se me reveló a mí un nombre clave en mi vida y en mi trabajo como puede ser del

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de Giacomo Leopardi. Porque el nombre del poeta italiano no surgió de años formativos, o del momento en que empezamos a traducirlo, sino de esa biblioteca municipal que suele haber en la memoria de nuestra adolescencia. Y lo recuerdo aquí sólo para subrayarles la importancia que tienen las primeras lecturas. Surge así el recuerdo de la bella colección de Letras Universales que dirigía en Barcelona José Janes. Y, dentro de esta colección, cuatro títulos concretos: el Ramayana de Valmiky, los poemas de la intensa plenitud del persa Ornar Kayyan, el Diario del suizo Amiel y, sí, aquella versión, muy ajustada en su forma, de Diego Navarro de los Cantos leopardianos. Había en este ultimo volumen, especialmente en los poemas menos neoclásicos - en los centrales del libro -, una pureza y una emoción muy convincentes, una mirada universalista y fértil. Y precisamente toda aquella obra parecía sustentarse en la memoria. No sólo en aquella memoria remota que el poeta reconocía como la de i nostri padri antichi, sino en aquella otra más viva y presente, familiar, de los lugares de la casa paterna y de aquel cerro con pinos en el que nació en él la idea de infinitud. El poeta sufrirá a lo largo de su vida todo tipo de asaltos internos y externos, pero sólo en la raíz de las primeras contemplaciones, en los símbolos de la infancia, encontró las razones para poder seguir viviendo. Uno de sus poemas más significativos, en este sentido, será «Le ricordanze». Los libros brotan de la memoria como algo muy especial. De hecho, todo en el mundo es libro si nos atenemos a algunas ideas sufíes y, entre otras, a aquella que nos dice que «el libro no es sino el microcosmos del macrocosmos». Se refiere este dicho a que el mundo no sería otra cosa que un libro abierto que el ser humano sólo debe leer e interpretar. Y otra vez vuelve la idea de la naturaleza como medio primordial, esa naturaleza que el pensamiento primitivo oriental (y su poesía ya desde el siglo XX a. C), o los románticos leen o interpretan. La idea de la naturaleza como un libro que se lee y que despierta la memoria también está presente en este otro fragmento sufi: «Si la especie humana no puede leer en la naturaleza, o leer la existencia, entonces, ¿qué entenderá o aceptará? En otras palabras,

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¿de qué sirve que las criaturas humanos inventen una narración que explique la existencia cuando la naturaleza nos ofrece una lectura entre líneas de cómo es? En consecuencia, entendamos la naturaleza leyendo la naturaleza. Lo que hay que adquirir es la capacidad de reconocer signos. Esta es la ciencia más alta». Si seguimos con la operación de cerrar los ojos y de rescatar de la memoria señales valiosas, mundos que se han fijado luego en literatura, veremos que los libros aparecen como una constelación de significados. No hay sólo un tipo de libros en nuestras vidas, sino tantos libros o grupos de libros como respuestas nos da el mundo. No sólo tiene sentido aquel primer libro que leímos, o que regalamos o que sacamos de la biblioteca de la infancia, sino que el proceso de leer es infinito. Así, por fijar unos pocos ejemplos nos podemos encontrar con: - los libros de los clásicos (un canon en el tiempo, no lo muerto); - las lecturas de poesía, o las de aquel género que prefiramos (y dentro de ellas, las de aquellos poemas que memorizamos). El libro de poesía, que se abre por cualquier parte; - aquellos libros que, de manera especial, preferimos a los demás; - los libros que escribimos sobre autores que nos interesan (Leopardi, Aleixandre, Alberti, en mi caso); - los libros que revelan mundos concretos: (El espíritu mediterráneo: Hornero, Dante, Valèry, Seferis, Ritsos, Quasimodo, Riba, Espriu, Aleixandre, Gil-Albert), el Renacimiento o el Siglo de Oro); - libros no al uso, que cambian vidas (El Freud que lee tempranamente Aleixandre y del que surge su etapa irracionalista y surrealista). O la influencia de las «historias sagradas» en personas posteriormente no obligadamente religiosas; - los libros que marcan una línea de pensamiento especial: el pensamiento primitivo oriental o la mística de Occidente; esa literatura - un verdadero paradigma universal - que en España tuvo sus epicentros muy cerca de aquí, de Salamanca, en lugares como Ávila, Medina, Fontiveros, Duruelo, Alba de Tormes; - libros que ponen de relieve generaciones literarias: por citar

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sólo dos españolas y últimas, la del 98 y la del 27, las dos fuertemente literarias, pero unidas a cambios o avatares políticos; - los libros que solemos tener de cabecera; - los libros que releemos (Góngora, Cervantes, Azorín o Valle); - los libros que nunca leeremos o que no compraremos. Recordemos, en fin, para cerrar este rescate memorístico aludiendo a ese libro que estamos leyendo por placer en estos momentos. Libro que hemos elegido libremente en la librería y que constituye una radiografía nuestra en estos momentos. Pues ese libro último que leemos por placer fija las coordenadas de nuestros intereses y de nuestra personalidad. De acuerdo con este libro veremos qué somos en estos momentos. Puede, en fin, que en ese momento crítico, difícil, de que hablábamos antes, caiga en nuestras manos el libro que perteneció a un ser querido y que yo he interpretado en mi poema «Libro de Horas del amor rescatado», en el que la figura del padre desaparecido es central. En definitiva, como hemos fijado en el título de esta intervención, la memoria literaria no es sino la base o el sustrato de nuestra experiencia vital y, a la vez, de nuestra experiencia de escribir y de leer. Toda experiencia literaria que no tenga un simple sentido de reportaje, es decir, que no tenga un sentido meramente testimonial o realista - «fotográfico» -, se verá subordinada a esa tarea de salvar de la memoria lo más esencial del pasado, del pasado de cada uno de nosotros. Aludimos así a un tiempo y a unos hechos que no sólo son los de hoy (acaso pasajeros) sino a los del ayer y a los del mañana. Aludimos a lo que María Zambrano reconocía como «razón poética», a un tiempo por venir (o acaso ya perdido) en el que el hombre, escribe ella, «fue otra cosa que hombre»; un tiempo en el que esa literatura que ustedes tan dignamente aman y propagan fue «la verdadera Historia»: no una mera recopilación de nombres propios, de fechas y de acontecimientos, sino lo que nuestro Unamuno reconocía como «intrahistoria». Este sentir zambraniano lo dejó fijado esta pensadora en una anécdota que me contó en una entrevista que yo le hice - recogida en mi libro El sentido primero de la palabra poética - que publiqué

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en vida de ella, y que, según me puntualizó, la contaba por vez primera. Me dijo María Zambrano que la suya era la «razón poética», mientras que la de su maestro Ortega había sido la «razón histórica». La «razón poética» de María Zambrano - su afirmación de que, a veces, «la poesía es la verdadera Historia» de los pueblos -, nos lleva a pensar en otras lecturas muy de nuestros días, y a que, en efecto, cuando leemos hoy a Paul Celam o a Boris Pasternak comprendemos que sus poemas son la verdadera historia de cuanto sucedió ideológicamente en sus países. Por otra parte, el que nos encontremos en Salamanca y en esta Universidad, y el que recordemos el nombre de Unamuno y su concepto de lo intrahistórico, nos vuelve a llevar a la Generación del 98; y ésta, a su vez, a otro autor de ella que amamos y respetamos y rescatamos. Quiero decirles que termino ya leyéndoles las últimas palabras del Don Juan de Azorín, un libro que me gusta releer por su valiosa carga de intemporalidad y por la transparencia y pureza de su lenguaje. Un Azorín que nada tiene que ver con los tópicos ruralistas, costumbristas, historicistas, con que solemos fijar su generación. Estoy refiriéndome a un Azorín simplemente sabio - como un hombre sabio, por encima de cualquier otra cualidad -, fue Miguel de Cervantes. Un Azorín que se expresa así en este diálogo: - Todos hemos sido ricos en el mundo; todos los somos. Las riquezas las llevamos en el corazón. ¡Ay del que no lleve en el corazón las riquezas! - Hermano Juan: si ha sido usted rico, ¿cómo se puede acostumbrar a vivir tan pobre? - Yo no soy pobre, hija mía. Es pobre el que lo necesita todo y no tiene nada. Yo no necesito nada de los bienes del mundo. - Pero sus riquezas, hermano Juan, ¿las perdió usted por azares de la fortuna o las abandonó de grado?

Y termina diciéndonos Don Juan, termina escribiendo Azorín - del que hemos olvidado su pasado ácrata y al que creemos, a la

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ligera, un autor sumergido en los clásicos empolvados, en la tradición y despreocupado del porvenir del hombre y del mundo: - Mi pensamiento está en lo futuro y no en lo pasado; mi pensamiento está en la bondad de los hombres y no en las maldades (...) El amor que conozco es el amor más alto. Es la piedad por todo. Les deseo una feliz estancia en Salamanca y muchas gracias por su atención.

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