LA IGLESIA DE LA MISERICORDIA

MARIE-JOSEPH HUGUENIN LA IGLESIA DE LA MISERICORDIA L'Église de la miséricorde, Teresianum 44 (1993) 269-281 "La Iglesia vive con una vida auténtica ...
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MARIE-JOSEPH HUGUENIN

LA IGLESIA DE LA MISERICORDIA L'Église de la miséricorde, Teresianum 44 (1993) 269-281 "La Iglesia vive con una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia, el atributo más admirable del Creador y del Redentor" (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 13). En el presente artículo querríamos dar a estas palabras de Juan Pablo II todo su peso de verdad fundamental y deducir de ellas varias consecuencias eclesiológicas. La encíclica (1980) tuvo el gran mérito de mostrar la importancia central de la misericordia divina en la Revelación, de la que la Iglesia no había tenido hasta hoy una conciencia tan clara. La Iglesia de los primeros siglos tenía tal percepción de la eficacia de la salvación en Jesucristo, que difícilmente podía admitir un cristiano vuelto a caer en pecado. Aun S. Pablo, pese a ser consciente de su debilidad y de la misericordia divina, se mostrará tan severo respecto a un incesto en la comunidad de Corinto, que dirá que el incestuoso sea "entregado a Satanás para la perdición de su carne, a fin de que el espíritu sea salvado en el día del Señor" (1 Co 5,5). "Yo os he escrito que no tengáis relaciones con el que, aun llevando el nombre de hermano, sea libertino, codicioso, idólatra, difamador, borracho o estafador; con uno así, ni sentarse a la mesa" (v. 11). En la carta a los Hebreos, aparece una concepción corriente en los primeros siglos: "Para los que fueron iluminados (bautizados) una vez (...) y han recaído, es imposible otra renovación..." (Hb 6, 4-6). S. Agustín sólo recibió el sacramento de la reconciliación una vez y fue tras su conversión. A lo largo de los siglos, la práctica pastoral se suavizará poco a poco. La realidad de la debilidad humana y el ejemplo de Cristo harán evolucionar estas concepciones elitistas: Jesús no condenó a la mujer adúltera. En la edad media, la noción de misericordia está muy presente en el universo cristiano, pero en un sentido restringido. Se refiere a dos ámbitos precisos: la penitencia, donde la autoridad eclesiástica es mediadora de la misericordia divina, y las "obras de misericordia materiales y espirituales". Éstas conciernen sobre todo a los más favorecidos respecto de los pobres y tienen el carácter de una asistencia social. La Virgen María ocupa un puesto especial, pues ella es la "Madre de misericordia" (Salve Regina). Esta expresión, preñada de sentido, significa la protección maternal de la Virgen María. Algunos espíritus grandes, como S. Bernardo o S. Buenaventura, tendrán una percepción muy profunda y evangélica de la misericordia divina. Pero, al distanciarse la teología de la espiritualidad, para afirmarse como una ciencia objetiva, el concepto de caridad (caritas, agápe) se hará central en teología. En la Iglesia postridentina, el concepto de misericordia se empobrecerá progresivamente. En la contrarreforma y el renacimiento la afirmación de la dignidad del hombre, de su libertad y de su responsabilidad devaluará la misericordia, que aparece como la afirmación de una desigualdad y una condescendencia, y que acabará por ser considerada como una humillación para el que se siente dependiente de la misericordia de otro. En el jansenismo la noción aparece completamente secularizada. El culto al Sagrado Corazón aparece como un antídoto lleno de promesas, pero será relegado al rango de las devociones sin remontar a la fuente de su fundamento teológico.

MARIE-JOSEPH HUGUENIN Habrá que esperar la renovación de las ciencias bíblicas en nuestro siglo para redescubrir un concepto tan rico como fundamental para la revelación, formulado a menudo con los propios términos bíblicos, para evitar así el equívoco: hésed, que se traduce por amor, ternura, fidelidad; rahamim, que se traduce por entrañas de misericordia, o simplemente misericordia. Pero ¿hemos sacado las consecuencias dogmáticas y eclesiológicas de este redescubrimiento de la misericordia en sentido bíblico? Para responder a esto, voy a precisar primero el contenido teológico de lo que se ha dado en llamar "misericordia". Luego indicaré su lugar en la economía de la salvación, especialmente respecto a la caridad (agápe), para terminar sacando las consecuencias a nivel eclesiológico.

El concepto de misericordia Etimológicamente la misericordia significa la cualidad del corazón que lo hace sensible a la miseria, a la desgracia, del otro. En la edad media, significaba esa sensibilidad a la desgracia del otro. En la época moderna significa la piedad por la cual se perdona al culpable. Estas definiciones no abarcan, ni de lejos, la riqueza de sentido de las parábolas de la misericordia, que se encuentran en el AT y en el NT. Veamos la parábola de "Yahvé y su esposa infiel" (Os 2 y Ez 16). En Oseas Israel es comparado a una esposa que, por su infidelidad, caerá en la miseria material y moral. Será conducida al desierto, pero entonces, por una inversión de perspectiva, hará la experiencia de la misericordia divina y se hallará como en tiempo de su juventud, "como el día en que subía del país de Egipto". El profeta anuncia una nueva alianza, más fuerte que la del Sinaí: "La conduciré al desierto y le hablaré al corazón (...) La desposaré conmigo para siempre. La desposaré en la ternura (hésed) y la misericordia (rahamim), y conocerá a Yahvé". La altísima dignidad a la que es llamado el pueblo de Dios es fruto de la pura iniciativa divina, de su misericordia gratuita. La misericordia está, pues, en el origen de la salvación (Tt 3,5). No se trata sólo de una condescendencia, sino del punto de arranque de un movimiento descendente y ascendente que resume toda la historia de la salvación. Juan Pablo II dirá que el amor misericordioso realiza la igualdad entre los hombres, más que la justicia: "El amor y la misericordia permite a los hombres encontrarse entre ellos en este valor que es el hombre mismo, con la dignidad que le es propia" (Dives in misericordia, 14). La misericordia es más que la compasión. Ésta es la capacidad de identificarse con el otro, pero no significa el compromiso propio de la misericordia que es librar al que sufre. El fruto de la misericordia divina será la alianza de amor. La misericordia va por delante de la caridad. En Ezequiel 16 la parábola se intensifica aún, al recalcar la acción irremplazable de Dios, Creador y Salvador. "El día que naciste (...) no te bañaron ni te frotaron con sal, ni te envolvieron en pañales. Nadie se apiadó de ti (...) sino que te arrojaron en campo abierto, asqueados de ti. Pasando yo a tu lado, te vi chapoteando en tu propia sangre, y te dije mientras yacías en tu sangre: "Sigue viviendo y crece como brote campestre" (...) Extendí sobre ti mi manto para cubrir tu desnudez (...) Te bañé, te limpié la sangre y te ungí con aceite (...) Estabas guapísima y prosperaste más que una reina. Te sentiste segura en tu belleza y, amparada en tu belleza, fornicaste y te prostituiste con el primero que pasaba (vv. 4-15). Pero yo me acordaré de la alianza que hice contigo cuando eras

MARIE-JOSEPH HUGUENIN moza y haré contigo una alianza eterna (...) y sabrás que yo soy el Señor" (vv. 60-62). En esta parábola, que resume la historia del pueblo elegido, la creación y la salvación son obra de la misericordia divina. Esta primacía de la misericordia le confiere un sitio fundamental en la teología. Tiene la ventaja de ser un concepto muy concreto y realista, que compromete a todo el hombre, su inteligencia y su voluntad, sus sentimientos y sus emociones, como en la parábola del buen Samaritano (Lc 10, 29-37). El misericordioso ve con una sola mirada la dignidad y la pobreza del hombre y se compromete a revelar su dignidad y a librarle de toda servitud. La misericordia es también la causa eficiente, formal y final de la historia de la salvación. Cristo es la perfecta encarnación de la misericordia divina y en él el hombre es creado de nuevo. "Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único" (Jn 3,16). Y, movido por su sola misericordia, él se ha identificado con el pecador. Por su grito de abandono en la cruz (Mc 15,34) se ha identificado con todo hombre, para que éste pueda reconocerse en él y acceder a la salvación. Cristo es la nueva ley. Unido por el Espíritu a Cristo, el cristiano reactualiza el Evangelio en su vida. El Espíritu es así la suprema misericordia del Padre y del Hijo. Es la respuesta de Dios, un exceso de misericordia por los hombres que han crucificado al Hijo único y escarnecido en él la dignidad del hombre. Hace a los hombres capaces de misericordia, de un "corazón de carne" y no de "piedra" (Ez 36,26), para construir la Iglesia, en comunión con Dios y entre los hombres, en el amor (agápe), "fruto del Espíritu" (Ga 5,22), de la misericordia divina derramada en el corazón del hombre.

La Iglesia como comunión presupone la misericordia El Vaticano II ha iluminado la esencia misma de la Iglesia, comunión con Dios y entre los hombres (Dei Verbum, 2). Ella es la obra del Espíritu que realiza la comunión de las personas a imagen de la Trinidad y es también sacramento, signo visible y medio de esta comunión (Lumen Gentium, l). Si esta comunión es posible desde aquí abajo, no puede hacerse sino con hombres pecadores, débiles, sometidos a toda suerte de condicionamientos económicos, culturales, sociales, políticos. La comunión no puede realizarse más que en el bien. El mal es un obstáculo. La teología occidental, centrándose en el concepto de amor (agápe) se ha visto ante una trágica paradoja. El amor exige que el otro sea perfecto, para amarle sin reservas. Cuando el mal aparece en el otro, el amor disminuye. El amor del bien conduce al odio del mal. La reforma de la Iglesia en los siglos XV y XVI ha desembocado en formas de exclusión y en guerras de religión. En cuanto a la ideología hegeliana, que postula la evolución del mundo hacia un devenir siempre más perfecto, al parecer, ha constituido la motivación filosófica de las dos últimas guerras mundiales. A la inversa del amor, la misericordia aumenta cuando el mal es mayor. Cuando la misericordia ve un mal, lo siente y se compromete con comprensión a liberar al que es presa del mal. Sólo la misericordia es capaz de engendrar la comunión. A la Samaritana (Jn 4) Jesús le da testimonio de un amor misericordioso, que destruye todas las barreras y hace de ella un apóstol. Esta Samaritana había tenido cinco maridos, y, con todo, es a ella a quien Jesús promete el agua viva y le dice: "Si tú conocieras el don de Dios". Ella reconoce en Jesús al Mesías y se va a convertir a todo su pueblo.

MARIE-JOSEPH HUGUENIN Si la Iglesia quiere ser verdaderamente el lugar de la comunión y la reconciliación, el fermento de la "civilización del amor", se la llama a centrarse en dos puntos. Ante todo, ha de poner en el centro de su vida la plegaria contemplativa, la oración, como acogida de la misericordia divina. Una oración que haga que el hombre se disponga a experimentar la misericordia divina, puesto que inaugura para el que ora el diálogo de la salvación y reactualiza Pentecostés. El libro de las Moradas de santa Teresa de Jesús es implícitamente un tratado de eclesiología. Según su experiencia, la obra de Dios se revela al alma a través de la oración mental, que es el medio por el que se puede abrir a Dios. Dios puede revelarse a quien no ora, pero, si se revela, es para llevarle a la plegaria (Camino,16,6-7;16,2-3) No hay, pues, otra puerta de acceso. Pues ella es la que hace que los sacramentos den fruto y la Palabra de Dios sea oída. Al definir la Iglesia como el "sacramento, o sea, el signo y el instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG, 1), el Vaticano II ha enseñado implícitamente lo que se deduce de la enseñanza teresiana: que la Iglesia es llamada a poner en el centro de su vida la oración, que es el signo y el medio de la unión íntima con Dios y de la unión de toda la humanidad. Mediante sus comunidades proféticas, invita Teresa a la Iglesia a reencontrar su gran momento fundacional, que es Pentecostés. Este acontecimiento de Pentecostés ha de ser reactualizado para ser transmitido de generación en generación. Realiza a la Iglesia como comunión con Dios y entre los hombres. La hace más parecida a María, su modelo (L.G., cap 8). En efecto, la Iglesia, Esposa de Cristo y del Espíritu, es esencialmente femenina, fecundada por el Espíritu y unida a su Maestro por la oración. Al proclamar después del Concilio (1970) a Teresa Doctora de la Iglesia, ¿no apunta Pablo VI a este centrarse que nos inspira la santa, para renovar la faz de la Iglesia? Teresa de Jesús nos revela un Dios que se pone de parte del hombre y se compromete en su liberación concreta del hombre por Dios. Teresa da testimonio de que el hombre concreto es el lugar de la manifestación del poder de Dios y de su misericordia. Una misericordia a la que todo hombre que confiesa su pobreza puede acceder en la oración. Afirmar la misericordia de Dios es encontrar la unidad de Dios, del hombre y del mundo. Lo segundo en lo que ha de centrarse la Iglesia se deduce de lo primero: al experimentar la misericordia divina, el hombre es llamado a dar testimonio de ella. Re-creado por Cristo, llega a ser sacramento de esta misericordia. No hay oposición entre acción y contemplación. Sólo los testigos de Cristo, perfecta encarnación de la misericordia divina, sabrán transmitirla al mundo. Los misericordiosos alcanzarán misericordia. La oración y la misericordia son la fuente de una civilización de la misericordia, edificada sobre la roca de las bienaventuranzas, donde se revela la presencia de Dios, liberador del hombre.

La Iglesia de la misericordia Establecida la primacía de la misericordia, examinemos, a su luz, algunos componentes fundamentales de la Iglesia, que le dan un contenido más evangélico, para que llegue a ser verdaderamente el instrumento, el sacramento de la misericordia divina.

MARIE-JOSEPH HUGUENIN Analizaremos cómo se ha de ejercer la autoridad en la Iglesia, para que responda a este proyecto. Es la autoridad, "la cabeza" (kephalé), la que determina en profundidad la naturaleza de la Iglesia, como su principio (arché) y su causa ejemplar. Cristo es, a su vez, la "cabeza" y el "principio" de la Iglesia (Col 1,18), que es llamada a seguir el ejemplo del Maestro de la misericordia y a vivir de él. En la Iglesia-comunión, la autoridad se define como principio de comunión. La comunión de las personas presupone la libertad. Si la autoridad suprime la libertad, suprime la condición esencial del amor, de la comunión. Pero ¿cómo puede la autoridad generar la comunión de las personas, respetando su libertad de opción? Siendo una autoridad que se funda en la sabiduría y el amor. Ejerciendo la autoridad de la mystagogia, arte de conducir progresivamente en la comunión al misterio. La mystagogia es la obra de misericordia, que corresponde a la competencia del maestro en hacer entrar al discípulo en un itinerario espiritual que le conduce gradualmente, por una pedagogía consumada, a la comunión en el misterio. Tiene en cuenta a la persona, su grado de madurez, las condiciones de su vida cotidiana, y aplica sabiamente el principio de gradualidad, para adaptar el discurso moral a la persona y al objetivo propuesto. Se vale de la maternidad espiritual, para formar la persona en la madurez espiritual, para ayudarle a que se realice como un ser centrado en la comunión. La autoridad de la Iglesia así establecida destierra la moral de la obligación, de lo permitido y lo prohibido. S. Pablo estigmatiza esta moral centrada en la obligación (Rm 7,8). Para el Apóstol, el cristiano es llamado a vivir "en Cristo" por el Espíritu, ya que "el fruto del Espíritu" es la caridad (agápe; Ga 5,22). La vida en el Espíritu se desarrolla como un éxodo interior y traza un itinerario espiritual que parte del egocentrismo para llegar al cristocentrismo, al amor misericordioso. Es una autoridad, la de la Iglesia, que se dirige a todos. Como para santa Teresa en las Moradas, el itinerario comienza cuando el hombre se encuentra con Cristo. Estos principios de unidad que acabo de enunciar nos recuerdan las grandes intuiciones de los siglos XV y XVI de una Iglesia en crisis. Ya en el siglo XIII S. Francisco recordaba a los cristianos la necesidad de una vuelta al Evangelio, de una reforma de la Iglesia. Erasmo es una de las figuras de vanguardia de esta toma de conciencia eclesial: centra la reforma de la Iglesia en la vuelta a una oración más auténtica y a la pureza del Evangelio. Los franciscanos espirituales españoles abrirán el camino a una verdadera pastoral: enseñan una pedagogía de la plegaria, llamada oración, que abre progresivamente al orante a la acción del Espíritu. Pero esta corriente renovadora resultará sospechosa y será condenada a mediados del siglo XVI. Una mujer de genio reaccionará y fundará comunidades donde, a través de su síntesis personal será perpetuada la preciosa herencia. Teresa de Ávila y Juan de la Cruz constituyen hoy una fuente y un punto de referencia para la renovación de la Iglesia. Uno de los fundamentos de la espiritualidad teresiana son las últimas palabras de Jesús resucitado en el Evangelio de S. Mateo: "Yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo". Teresa concibe sus comunidades como la "pequeña escuela de Cristo", donde, por la oración, uno se pone a la escucha del Maestro para aprender el Evangelio. Teresa pone su mirada lúcida sobre la Iglesia. Es consciente de la necesidad de volver al Evangelio. En el último capítulo de su autobiografía explica cómo, "estando una vez en oración", el Señor le "dio a entender una verdad, que es cumplimiento de todas las verdades (... ): Todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la

MARIE-JOSEPH HUGUENIN Escritura con clara verdad; no faltará una tilde de ella (...) ¡Ay, hija mía, qué pocos me aman con verdad. Que si amasen, no les encubriría yo mis secretos." Asistimos entonces a uno de los grandes dramas de la historia de la Iglesia: la recuperación política de estos poderosos movimientos de reforma va a dividir a los cristianos y a empobrecer su patrimonio. Los príncipes alemanes se servirán de Lutero para justificar su independencia del Papa. Se abrirá el camino para una reforma en lucha abierta con la Iglesia católica. La contrarreforma católica reaccionará a menudo de un modo antitético. Se tiene miedo a la libertad. Todo se somete al control de la autoridad eclesiástica. Se prescribe a los laicos la plegaria vocal y no se les permite la oración mental. El laico no puede acceder a la Biblia. Los moralistas promueven la moral de obligación, que culpabiliza al pueblo, sobre todo en el ámbito de la sexualidad, lo que llevará a las actitudes inmaduras de nuestra sociedad contemporánea, incapaz de integrar la sexualidad en la personalidad. La autoridad es centralizada y reforzada, con lo que se desresponsabiliza a los cristianos. El concepto de obediencia es falseado hasta el punto de convertirse en una "obediencia de juicio", que viene a privar al cristiano del espíritu crítico. Se estigmatizan los derechos del hombre y la democracia. Incluso el movimiento ecuménico, tan esencial a la fe católica, será condenado, como un peligro para los católicos (Pío XI, Mortalium animos, 1928). Y, sin embargo, Jesús no ha venido a juzgar y condenar. Él ha echado abajo las barreras de la exclusión y los muros de separación. Se ha identificado con los pequeños, los que sufren, los pecadores, y aun los condenados que se sienten abandonados de Dios y de los hombres. Con su grito de abandono (Mc 15,34) ha salvado a la humanidad. Una Iglesia que tiene la vocación de ser el lugar privilegiado de la oración y de la misericordia, será una Iglesia donde se aprende a acoger al otro, sin juzgarlo ni condenarlo, para revelarle el amor de Cristo. La autoridad en la Iglesia tiene la tarea de reactualizar el Evangelio de la misericordia a cada generación de cristianos. Se coloca por encima de las controversias cuando proclama a Jesucristo y su Evangelio. Es principio de unión y de reconciliación cuando se pone al servicio de la comunión de las personas. Intentará tejer los hilos de la misericordia para unir a los cristianos divididos. Promoverá la comprensión del otro, apreciará todo lo que hay de bueno en él y lo malo sólo lo descubrirá para que el afectado pueda sacar de ello un mayor bien. Con una misma mirada captará la dignidad y la debilidad del hombre, su vocación real a la comunión eclesial. ¿Cómo definir este poder que no excluye a nadie sino que congrega en la unidad? La autoridad en la Iglesia lo descubre cuando se desposee de sí misma y proclama con Jesús: "No tenéis más que un solo Maestro, Cristo". Él es la encarnación perfecta de la misericordia, capaz de congregar en la unidad a los hombres de buena voluntad. Hay así un sentido católico de la sola Scriptura: La Iglesia es llamada sin cesar a purificarse a la luz del Evangelio. Para poder congregar en la unidad a todos por medio del Evangelio de la misericordia, la misericordia de la Iglesia se pondrá al frente de todos los que profesan la fe en Cristo. Aplicando el principio de gradualidad, puede acoger en su seno a todos los que confiesan que "Jesús es Señor". Esta fe así acogida por la Iglesia apartará todas las contradicciones inherentes a una proclamación de la fe que obstaculizaría una auténtica marcha ecuménica.

MARIE-JOSEPH HUGUENIN La autoridad ha de dinamizar los esfuerzos hacia la reconciliación. Su poder de jurisdicción no se ejerce nunca contra la comunión eclesial, sino que es la garantía y el centro de confluencia. Cuando Cristo encargaba a Pedro el cuidado del rebaño, le confiaba un ministerio inspirado en la parábola del buen Pastor. La parábola se abre al discernimiento y a una sana crítica de la autoridad, que ha de ejercerse conforme a la voluntad de Dios cuando promueve la comunión de las personas. Toda forma de oposición a la autoridad ha de ser vencida por el amor misericordioso, el único que promueve la unidad en la libertad.

El diálogo con el mundo Más que nunca, el mundo de hoy espera la revelación de la misericordia divina. ¿Cómo resolver los futuros desafíos mundiales, que superan las fuerzas humanas, sin fundar las exigencias de la justicia sobre la misericordia? Y en el mundo occidental, montado sobre el éxito, la misericordia adquiere una fuerza nueva para humanizar nuestra sociedad y ayudarla a que consiga su objetivo: la promoción humana. En este contexto, el mundo espera de la Iglesia que sea la reveladora de la misericordia, acoge con gusto el Evangelio de la misericordia como una moral de perfección, a condición de que la Iglesia enuncie claramente el principio de gradualidad. Si el mundo no sabe cómo seguir a Cristo y la Iglesia no le muestra el camino, aparecerá ante sus ojos como un juez fuera de las realidades de este mundo y no como un pastor que muestra el camino. Desde el siglo XVIII el Occidente ha puesto frente a frente los dos ámbitos: el de la fe y el social. La Iglesia y el Estado han sido a veces realidades antinómicas. Se comprende perfectamente cuando la Iglesia ofrece la imagen de un poder autoritario y absoluto. Pero si la Iglesia se presenta como "una comunidad orante y misericordiosa", no le pisa el terreno al Estado, sino que su tarea es reconocida como legítima y esencial para la edificación de la comunidad humana. La Iglesia puede universalizar todas las consecuencias racionales que se deducen de la fe. La misericordia aprovecha todas las capacidades de la inteligencia y del corazón para revelar al hombre su dignidad y el camino de su liberación. La misericordia, para ser verdadera, implica soluciones concretas y eficaces, que es precisamente lo que espera el mundo de hoy. Conclusión Al término de este artículo, podemos medir hasta qué punto la misericordia es un concepto clave en eclesiología. A lo largo de la historia de la salvación, Dios nos ha enseñado lo que es la misericordia. Es esa capacidad de identificarse con el otro, de comprender al otro desde sí mismo, de hacer camino con él. Sólo la misericordia sitúa a los hombres en una relación de comunión interpersonal. Sólo una Iglesia fundada sobre la misericordia podrá llevar a término la unidad de los cristianos. Ella asumirá plenamente la realidad de que la fe en Jesucristo Señor contiene intencionalmente la plenitud de la fe.

MARIE-JOSEPH HUGUENIN La cultura occidental ha tomado el amor como referencia fundamental. Pero el amor no ama más que el bien. No se ama el ma l. El amor implica una exigencia que es, a la vez, su grandeza y su límite: quiere que el otro sea perfecto para amarlo sin reserva. Una cultura centrada en el amor está paradójicamente expuesta al riesgo de engendrar el odio, la exclusión, del que no es amado. La misericordia, por el contrario, aumenta cuando capta el mal en el otro, porque ve al mismo tiempo la dignidad de la persona. En una sociedad pluralista y enfrentada a dificultades insuperables, la revelación de la misericordia divina constituye el porvenir del mundo. El hombre actual espera un discurso misericordioso. Cuando la Iglesia ponga en primer lugar la misericordia, representará un centro muy fuerte de unidad y habrá vuelto a hallar un discurso de sabiduría y de amor misericordiosos. Transparentará mejor a aquél que la anima con su vida, el Buen Pastor, que conoce a sus ovejas y las guía por las escarpadas sendas de este mundo hacia los manantiales de agua viva. Tradujo y extractó: TEODORO DE BALLE