La Historia y la Ley

La Historia y la Ley René Rémond No es de hoy que historia y política mantengan relaciones contrastantes y a veces tormentosas. Al circunscribirse en...
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La Historia y la Ley René Rémond

No es de hoy que historia y política mantengan relaciones contrastantes y a veces tormentosas. Al circunscribirse en el tiempo, la política hace necesariamente referencia al pasado, ya sea para desligarse o para tomar de él ejemplos y argumentos a manos llenas. Por ello, la relación que se establece a través de la interpretación de la historia es ineluctablemente ambivalente: la historia es al mismo tiempo cimiento de la unidad de un pueblo y germen de discordia que alimenta discrepancias y desacuerdos. Es por esto que los poderes públicos no pueden desatender por completo la escritura de la historia y su transmisión, y consideran, no sin razón, que tienen alguna responsabilidad al respecto. Entonces no hay por qué extrañarse de que a veces los políticos se vean tentados a inmiscuirse en su manufactura y en su instrumentalización. Es un rasgo de los regímenes totalitarios el arrogarse el derecho de torcer la historia para su beneficio así como el de ejercer un control sobre aquellos cuyo oficio es establecer la verdad histórica. No hay nada más banal que la instrumentalización del pasado. De manera particular, su calificación es objeto de controversias, y la significación de tal o cual acontecimiento suscita debates de carácter ideológico y enfrentamientos políticos propiamente dichos. Al respecto, desde hace algunos meses tenemos un ejemplo en Francia con el debate que suscita pasiones encontradas sobre el papel del legislador en la definición de la historia. Esta agitación no ameritaría la atención del ciudadano si no fuera porque la situación, además de los aspectos tradicionales de este debate, presenta irrefutables novedades y acarrea múltiples implicaciones. En ella se ven involucrados tanto el problema epistemológico de la búsqueda de la verdad histórica como el papel del Estado en este caso concreto; la repartición de responsabilidades entre el legislador y el historiador, el papel de la ley y el acceso de toda persona al conocimiento objetivo del pasado, que no es de interés menor a la idea y práctica de la democracia. ¿No estaríamos exagerando el alcance del asunto al enunciar todos estos aspectos? Toca al lector decidirlo, pero nosotros habremos de poner énfasis en que la cuestión no solamente ha suscitado un movimiento de opinión y ocupado páginas enteras de los periódicos: se ha convertido en un problema político que ha provocado que el Jefe de Estado y el Primer Ministro tomen partido, que ha preocupado a todos los grupos políticos, que ha suscitado un recurso en el Consejo Constitucional y una decisión de esta dependencia. De manera muy particular, el incidente ha revelado el funcionamiento de una mecánica que implica una amenaza para la objetividad del enfoque histórico y que podría llevar al sometimiento de la historia a fines políticos.

El caso Pétré-Grenouilleau Recordemos brevemente los primeros elementos del caso. El sábado 10 de junio de 2005, el jurado encargado de otorgar el Premio al Libro de Historia creado por el Senado para distinguir una obra que satisfaga las exigencias científicas y pueda contribuir a la

educación de los ciudadanos, hace pública su elección tras una larga deliberación: proclama triunfador al libro de Olivier Pétré-Grenouilleau publicado en la prestigiosa “Bibliothèque des histoires”, de ediciones Gallimard, acerca de la trata de esclavos negros. A raíz de este reconocimiento, el Journal du Dimanche publica una entrevista con el galardonado, quien subraya el carácter global de su investigación: se interesó en el fenómeno en su totalidad y no sólo en la llamada trata atlántica, es decir, la que está vinculada al comercio triangular llevado a cabo a partir de la Europa occidental. A la pregunta sobre la calificación que conviene dar a este hecho histórico, responde que es adecuado tomarlo como un crimen contra la humanidad, pero descarta el término de genocidio, que implicaría una voluntad sistemática de exterminio en razón de la pertenencia a una misma etnia. En efecto, a los tratantes de negros, cuyas preocupaciones eran esencialmente mercantiles, desde luego no les interesaba la desaparición de aquello que para ellos representaba una mercancía de la que esperaban obtener un provecho remunerador. Esta respuesta, que obedece al mismo sentido común, no fue del agrado de todos, mucho menos de algunos obsesionados con el recuerdo de esta tragedia. Un colectivo conformado por personas de las Antillas, Guyana y Reunión, con sustento en la legislación que permite a los grupos presentarse como parte civil contra la negación de tales crímenes, entabla demandas contra el autor del libro. De esta manera un historiador, cuyo trabajo se considera irreprochable por parte de sus colegas y sin haber hecho nada que contradiga los deberes del historiador o del ciudadano puede –a iniciativa de los demandantes, que carecen de competencia específica en la materia– ser llevado repentinamente ante los tribunales y verse expuesto a duras sanciones. Los historiadores descubren con asombro la amenaza que pesa sobre toda investigación que tiene que ver con temas controvertidos, y la opinión pública se percata del mecanismo que se emplea y que compromete tanto la independencia de la investigación como la difusión de sus resultados. La situación divulgada así, de manera brusca, es el resultado de una serie de iniciativas legislativas y la consecuencia de una mentalidad característica de nuestros tiempos. Tribunales internacionales y el deber de recordar Una de las causas de esta problemática inédita es la exigencia de justicia por parte de la conciencia general, que ya no se resigna a la impunidad de los autores de crímenes colectivos. Al respecto, el precedente de Nuremberg –del que hubiéramos podido creer que seguiría siendo el único en su género dada su relación demasiado estrecha con la Segunda Guerra Mundial y en vista del carácter excepcional de los crímenes cometidos por el III Reich– ha hecho escuela. Ha dejado una herencia y transmitido conceptos y definiciones que adquieren un aire de actualidad. Se han establecido tribunales internacionales para los crímenes de guerra cometidos en los conflictos que acompañaron el desmembramiento de la federación yugoslava y posteriormente para las masacres que ensangrentaron Ruanda. Iniciativa más decisiva todavía y de consecuencias aún más importantes, de la que no es exagerado pensar que introduce una ruptura en la historia de la humanidad, fue la decisión que inspiró a los negociadores del tratado firmado en Roma en 1999 y ratificado, hasta la fecha, por más de cien Estados, el cual erige una Corte penal permanente con autoridad universal para juzgar crímenes contra la humanidad. El surgimiento de estos tribunales implica que todos los actos políticos están

relacionados con la conciencia moral y atestigua el nacimiento de una responsabilidad colectiva de la humanidad en todo el planeta. Va acompañado de otra ruptura que afecta nuestra relación con el pasado: la introducción de la imprescriptibilidad de algunas acciones. Contrariamente a la práctica universal, que disponía que después de cierto periodo de tiempo las responsabilidades ya no podían ser objeto de demandas penales y que incluso prohibía evocar el pasado, so pena de sanciones, nuestro siglo decidió abolir los efectos del tiempo sobre la memoria para cierto tipo de crímenes. El olvido está prohibido –es incluso una falta; y recordar se ha convertido en una exigencia ética y jurídica. Nuestra época inventó el deber de recordar. Recordar no es solamente deseable en el orden del conocimiento, es también –y más aún– un imperativo de orden moral y olvidar esto es un error. Este deber es selectivo: sólo es válido para los crímenes. Se justifica por el deber de piedad para con las víctimas: justicia es que sobrevivan en la memoria de los pueblos. También es una reparación: la memoria exige perdón por lo que no se pudo prevenir o impedir. Al reconocer sus errores, un pueblo se fortalece. Este enfoque de la sociedad civil y política encuentra una resonancia en el plano espiritual con el reciente arrepentimiento de la Iglesia católica. La consideración última en la que se basa el deber de la memoria es la atrocidad de los crímenes, que reveló hasta dónde era capaz de llegar la naturaleza humana; recordarlos constantemente provoca que se tome conciencia sobre la posibilidad, siempre abierta, de que puedan repetirse y se impone como una precaución que hay que tomar como advertencia. La entrada en escena de las Leyes de la Memoria Más válidas unas que otras, estas consideraciones que han modificado de manera profunda nuestra relación con el pasado tienen consecuencias en el estatus de la historia en la sociedad. Han justificado la intervención de lo político; dado que recordar era un deber cívico, ¿podía el legislador admitir que se enunciaran públicamente afirmaciones contrarias a la verdad respecto de acontecimientos a propósito de los cuales la justicia o, en su defecto, la conciencia colectiva se había pronunciado? Sería como si al mismo tiempo se faltara al deber de piedad y se condenara por segunda vez a las víctimas, se atentara contra el respeto a su sufrimiento y se permitiera que la duda se introdujera en las mentes de quienes no pudieran hacerse una opinión motivada propia; sería como ir en contra de la educación de los ciudadanos. ¿No tendrían la obligación los responsables políticos de tomar medidas al respecto –en resumen, de legislar? Tales son las raíces de estas leyes que hoy en día llamamos de la Memoria y que tienen que ver con el establecimiento de la verdad histórica. Estas consideraciones eran particularmente fuertes en contra de aquellos que, con el pretexto de aplicar el procedimiento crítico que constituye el método histórico y haciéndose llamar abusivamente revisionistas, no dudan en negar simple y llanamente la realidad de los propósitos criminales del III Reich. Ahora bien, si existe un hecho histórico irrefutable, se trata de la Shoah, al grado de que para explicar el discurso negacionista y la mentalidad de quienes lo profieren, sólo se tienen dos explicaciones: la deliberada mala fe –¿con qué fines?– o este defecto bien conocido de los epistemólogos que es la alteración de la función crítica de la mente, la hipercrítica. De ahí que la propuesta de ley hecha en 1990 por el ex ministro comunista Jean-Claude Gayssot, que hace de la negación de los crímenes reconocidos contra la humanidad un delito, castigado con sanciones, tuviera, en general, una recepción favorable: a crimen inaudito, respuesta

ejemplar. ¿Oponerse a esta iniciativa no hubiera sido hacerse cómplice de los negacionistas y abonar a la causa de Jean-Marie Le Pen, quien fingía ver en esta tragedia sólo un detalle de la historia? Sin embargo, algunos historiadores más perspicaces tuvieron entonces el presentimiento de las consecuencias que podrían derivarse de esta innovación: fue el caso de un Pierre Vidal-Naquet o de Madeleine Rebérioux, que se hallaban a salvo de cualquier suspicacia en cuanto a una posible simpatía por las tesis de los negacionistas, pero que con gran lucidez se preocupaban por las posibles derivas de esta innovación. El tiempo justificó su inquietud y sus advertencias; pese a lo peculiar de su materia, la ley Gayssot sentó un precedente, es la madre de una familia de leyes de la Memoria que no tienen ni justificación ni legitimidad. El mecanismo Bajo la presión de asociaciones que militaban desde hace mucho tiempo para este fin, reemplazadas por parlamentarios que tenían en su circunscripción importantes comunidades armenias, el Parlamento adoptó en 2001 una ley que se resume en una frase cuya singularidad sólo es igual a su concisión: “Francia reconoce públicamente el genocidio armenio de 1915”. Punto y aparte. Se añadía: esta ley se aplicará como ley de la República. ¿Qué significa esta afirmación? ¿Quiere decir que cualquiera que tenga dudas sobre el carácter etnocida de masacres, cuya existencia nadie pone en tela de juicio, se haría merecedor de una sanción por parte de esta ley y, en consecuencia, se vería expuesto a procesos judiciales? Como la desgracia que le ocurrió, incluso antes de la adopción de esta ley, al gran orientalista Bernard Lewis, quien había sido condenado por un tribunal francés por la demanda de una asociación de armenios que recurrieron a la disposición que introdujo la ley Gayssot contra la puesta en duda de crímenes contra la humanidad. Se percibe el salto que se llevó a cabo de la ley Gayssot a la ley sobre el genocidio armenio. La primera tenía que ver con hechos en los que ciudadanos franceses habían estado implicados como víctimas o cómplices; luego entonces, era normal que los representantes de la Nación se pronunciaran sobre el tema. En cuanto a las masacres de los armenios, bajo dominio del Imperio otomano, nuestro país no estaba ni cercana ni remotamente involucrado. Entonces, ¿por qué no legislar también sobre las masacres de indios por parte de los conquistadores españoles o por los estadounidenses? En un descuido, nos remontábamos en el tiempo, de 1945 a 1915. Antes que nada, el legislador tenía que resolver una cuestión sobre la que los especialistas no se ponían de acuerdo de manera unánime: si bien nadie podía poner en tela de juicio que los turcos habían asesinado a miles de hombres y mujeres en condiciones inhumanas, ¿se debía, efectivamente, a la ejecución de una decisión que tenía como objetivo, de manera expresa, exterminar hasta el último armenio? Tal es la pregunta que no puede evadir la investigación histórica. Por otra parte, al calificar el acontecimiento de genocidio, se banalizaba el concepto elaborado a propósito de la Shoah, diluyendo así su especificidad y carácter excepcional. Finalmente, esta segunda ley de la Memoria tenía como fin último abrir una suerte de competencia entre las víctimas, ya que estas leyes tienen en común el no referirse más que a las persecuciones sufridas, con el riesgo de sustituir la memoria colectiva con la exasperación de historias particulares de grupos que se constituyen en comunidades. Adoptada el 21 de mayo de 2001, a la tercera de esta familia de leyes que está ligada al nombre de la Sra. Taubira, senadora de la Guyana, no se le puede reprochar el referirse a un hecho histórico que no tenga que ver con Francia, ya que condena la trata de

esclavos negros y la esclavitud que se practicaron por mucho tiempo en nuestras colonias. Pero se remonta a un tiempo mucho más lejano puesto que la trata fue condenada desde hace más de doscientos años y la esclavitud abolida en 1848. Aquellos que las padecieron en carne propia fallecieron desde hace mucho tiempo, y sus descendientes, actualmente vivos, pertenecen a la quinta o sexta generación; sin embargo, la ley les reconoce el derecho a defender la memoria de los esclavos y el honor de sus descendientes y a entablar demandas contra cualquiera que pudiera negar o minimizar el hecho; es lo que ha puesto al descubierto el caso Pétré-Grenouilleau. ¿Hasta dónde se llegará en este viaje por el tiempo? ¿Hasta las Cruzadas o hasta las guerras de los albigenses? ¿Por qué los reformados no habrían de exigir reparación por la persecución que sufrieron después de la revocación del Edicto de Nantes? Poco a poco, la insurrección de estas historias particulares amenaza con deshacer la historia nacional y opone a las corrientes de pensamiento. ¿Por qué legislar solamente sobre los crímenes? Al plantear esto, la ley Taubira, de manera implícita, estaría entablando un proceso a la colonización al proponer sobre la misma una visión puramente negativa. Es cierto, es un hecho que bajo el antiguo régimen y durante varios siglos, la colonización se hizo acompañar de la esclavitud y de la trata, pero también lo es que, a partir de mediados del siglo XIX, contribuyó a la extinción de la trata y a la abolición de la esclavitud en las colonias francesas. Al transgredir la frontera sabiamente trazada por la Constitución de la V República entre la capacidad del legislador y la responsabilidad del ejecutivo, que limita a la primera a la definición de los principios generales de la enseñanza, la ley Taubira establecía intrépidamente que “los programas escolares y los programas de investigación de historia y humanidades le otorgarán a la trata de esclavos negros y a la esclavitud el lugar preponderante que merecen”. Además de que se malinterpreta lo que es un lugar preponderante –¿cuántas horas de clases al año, cuántas páginas en las guías?–, era aventurarse en un terreno que requiere de una capacidad profesional y científica; era dar paso a la confusión de roles y responsabilidades. La historia secuestrada La ley Taubira estigmatizaba el colonialismo, la ley siguiente rehabilitó la colonización. La primera imponía obligaciones de tipo cuantitativo a los profesores; la segunda les impuso su apreciación. “Los programas escolares reconocen, en particular, el papel positivo de la presencia francesa en ultramar, sobre todo en el norte de África, y conceden a la historia y al sacrificio de los combatientes del ejército francés proveniente de estos territorios el lugar preponderante al que tienen derecho”. Se dio el paso decisivo: el legislador le impone al profesor su interpretación de la historia y sustituye al historiador. Si bien esta última ley va mucho más lejos que la anterior, ambas son igualmente solidarias; tal vez la segunda no hubiera sido propuesta si la primera no hubiera puesto en tela de juicio el hecho colonial. Es el contraataque: ellas hacen referencia, sin vincularlos, a los dos rostros del hecho histórico. De ahí que deban juzgarse conjuntamente. Pedir tan sólo la anulación de una sería realizar una elección política dictada por razones ideológicas: solicitar la anulación de la ley Taubira sería justificar de sus crímenes a la colonización; pedir solamente la anulación de la última sería como dar a entender que la colonización sólo hubiera tenido efectos negativos. En cambio, hacer campaña para su anulación simultánea es el resultado lógico de una posición científica propiamente dicha sobre la independencia

de la historia, que tiene por vocación describir la complejidad de la realidad social y mostrar su ambivalencia. La genealogía de estas leyes de la Memoria, y no vemos razón alguna que pudiera detener su proliferación, crea una situación de lo más inédita y preocupante para la investigación y la enseñanza –y no dudo en decir que también para el ejercicio de los derechos civiles y la democracia. El temor a las demandas judiciales hará que se evadan, sin duda alguna, los temas delicados: ¿qué investigador se atreverá a abordar temas que podrían llevarlo a los tribunales? ¿Qué director de investigación, como Olivier PétréGrenouilleau, quien pasó por esta dolorosa experiencia, será tan temerario como para hacer que jóvenes investigadores se comprometan en investigaciones peligrosas? Páginas enteras de la historia seguirán en blanco, a menos que se llene el vacío con la divulgación de verdades de Estado. Esta irrupción de la política en la definición de los programas y el establecimiento de la verdad histórica, en caso de generalizarse, tendría como consecuencia el secuestro de la historia por parte de los que ejercen el poder político y el despojo de los ciudadanos comunes y corrientes. Del mismo modo, cuando un grupo de historiadores, preocupados por esta situación, tomó la iniciativa de hacer frente a los políticos, no sólo estaba defendiendo el derecho de los historiadores a trabajar en completa libertad, sin la coacción que ejerce el Estado, sino también el de cualquier ciudadano a tener acceso al conocimiento de una historia sin a priori. Contrariamente a lo que algunos pudieran creer, los historiadores no reivindican ningún monopolio, sólo tienen facultades profesionales; llevan a cabo un servicio para todos, y cual mandato, una función social. La historia no les pertenece más que la justicia a los magistrados o la salud pública a los médicos. Sin ser dueños de la verdad histórica, deben de responder a la demanda del cuerpo social. Es por lo que algunos de ellos no se negaron a responder a los citatorios judiciales respecto a los grandes procesos sobre la Ocupación –con la condición de no salirse de su campo, el de los hechos, y de no prestarse a una confusión entre verdad jurídica y verdad histórica. Les corresponde establecer los hechos y ponerlos en perspectiva para proponer una explicación. No se les prohibe calificarlos ni jurídicamente (por ejemplo, ¿existe o no genocidio?), ni moralmente: el historiador no se sale de su papel cuando se transforma en el intérprete de la reprobación de la conciencia moral por los crímenes. El lugar de los políticos ¿Y los políticos? Ellos también tienen algo que decir. Nadie está en contra de que expresen públicamente los sentimientos que les inspire tal o cual tragedia, e incluso que lo hagan como intérpretes del sentimiento general; pero su intervención debe respetar dos límites. A menos que hayan investigado personalmente como cualquier historiador y que tengan una convicción basada en consideraciones históricas propiamente dichas, su calidad de representantes de la Nación no los califica para decretar la verdad y resolver conflictos de interpretación. Es evidente, pero no es ocioso poner esto en claro: en el debate sobre las leyes de la Memoria nos dimos cuenta de cómo los parlamentarios echaron mano de su investidura para argüir el hecho de que como su mandato emanaba del pueblo soberano, ellos tenían las facultades para establecer la verdad histórica. Se confunde la legitimidad política con la que confieren las facultades adquiridas mediante el trabajo científico. Ningún parlamentario imaginaría que su estatus le otorga facultades para

pronunciarse sobre los fenómenos que tienen que ver con las ciencias naturales y de la vida; por ejemplo, sobre las leyes de la mecánica de fluidos o los secretos del genoma; en virtud de esta división de roles, es cómo se han creado las instancias de reflexión que sirven para delimitar el trabajo del legislador y la decisión de los poderes públicos. ¿Por qué habría de ser diferente para la historia de las sociedades? Al manifestarse contra el principio de estas leyes de la Memoria, los historiadores hacen un llamado a respetar la diferencia entre las ciencias y la distribución de profesiones, y reafirman que la historia, garante de la memoria colectiva, le pertenece a todos. Por lo demás, la lista de estas leyes de la Memoria muestra claramente cuáles fueron las consideraciones al momento de su adopción: consideraciones básicamente electorales que, ciertamente, no son despreciables, pero que dejan ver más pasión que razón, que no tienen ninguna legitimidad científica y que confunden la memoria con la historia. Todas proceden de la misma aspiración de comunidades específicas, religiosas o étnicas, para que la comunidad nacional considere su memoria particular teniendo como intermediaria a la historia que ha sido tomada como rehén. Los historiadores se han declarado en contra de esta instrumentalización que conlleva una fragmentación de la memoria colectiva. La segunda limitante para que los políticos intervengan en la organización del discurso histórico tiene que ver con su forma: la experiencia y la controversia actual demuestran que esta no debe ser la de una ley. Los políticos tienen todos los derechos a pronunciarse acerca de la historia, pero no el de hacerlo a través de la figura que les es propia: el voto de una ley. Porque la adopción de un texto de ley no consiste en una toma de partido como tantas otras que la opinión olvidó rápidamente –tal es el caso de las peticiones de intelectuales. Definir reglas, prescribir normas y establecer obligaciones es lo propio de la ley. Alineada con la disposición que permite a grupos de presión presentar acciones ante los tribunales, la ley establece un mecanismo cuya temible eficacia resulta evidente. Para desmontar este mecanismo y neutralizar este proceso, los historiadores han preconizado que se deroguen todas las leyes de la Memoria, sin importar las reservas que hubieran tenido con respecto a que la medida se ampliara a la ley Gayssot, con fundamento en los rasgos que conforman su especificidad. Pero, ¿no era ésta la que también había echado a andar este maléfico dispositivo? En todo caso, parecía que había llegado el momento de tomar una decisión. Al respecto, el resultado estuvo a la altura de las circunstancias. El Presidente de la República y el Primer Ministro proclamaron de inmediato que no le corresponde al legislador decretar la historia. El Consejo Constitucional removió el párrafo de la última ley que intervenía en la definición de los programas en perjuicio de la letra constitucional. El colectivo que había interpuesto una denuncia contra Oliver PétréGrenouilleau retiró su denuncia en circunstancias de lo más interesantes: ni la opinión pública, ni los intelectuales habían entendido su causa. Señal del precio que se tiene que pagar por la independencia de la investigación y por el establecimiento de una historia que no sea un arma o un instrumento en las controversias que nos dividen. La historia tiene que seguir siendo el bien común*. René Rémond * PD. ¿Pero no es verdad que por estos días nos enteramos de que el grupo parlamentario socialista de la Asamblea se disponía a proponer una iniciativa de ley que prevé sanciones que pueden ir más allá de los cinco años de prisión a quien negase el genocidio armenio? Es equiparar a este último con la Shoah y hacerle extensivo el beneficio de la ley Gayssot. Los políticos son, definitivamente, incorregibles; lo emocional supera al razonamiento.

Traducción: Roberto RUEDA MONREAL (CPTI-IFAL)

Revue des revues, sélection d’octobre 2006

René RÉMOND: «L’Histoire et la Loi» article publié initialement dans Études, juin2006.

Traducteurs: Anglais: Sarah Sugihara Arabe: DrHassan Abdel Hamid Chinois: Yan Suwei Espagnol: Roberto Rueda Russe: Marfa Kouznetsova

Droits: © Études pour la version française ©Sarah Sugihara/Bureau du livre de New York pour la version anglaise © Dr Hassan Abdel Hamid/Centre français de culture et de coopération du Caire – Département de traduction et d’interprétation pour la version arabe ©Yan Suwei/Centre culturel français de Pékin pour la version chinoise ©Roberto Rueda/Institut français d’Amérique latine pour la version espagnole ©Marfa Kouznetsova/Centre culturel français de Moscou pour la version russe