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Bessie Head

El viento de un niño Al igual que todos los niños de pueblo, Friedman tenía a su disposición un viento que soplaba par a él, pero tal vez el viento encantado que soplaba para él llenara todo el mundo de magia. Hasta que se volvían hombres adultos corrientes y aburridos que bebían cerveza y hacían bebés, los niños del pueblo formaban un grupo especial por derecho propio. Eran reyes a quien nadie gobernaba. Deambulaban por donde querían desde el alba hasta el atardecer y sólo aceptaban regresar a casa al caer la tarde porque temían las horribles cosas de la oscuridad que podían abalanzarse sobre ellos. A diferencia de las niñas, a las que les encantaban las tareas domésticas e ir a buscar agua, los niños solo se mostraban útiles en el hogar de vez en cuando. Cuando caían las primeras lluvias fuertes del verano, unas pequeñas siluetas oscuras, prácticamente desnudas salvo por los taparrabos, salían con rapidez del pueblo en dirección al monte. Sabían que los primeros aguaceros habían ahogado a todas las liebres, topos y puerco espines en sus madrigueras. Cuando se agachaban cerca de la entrada de las mismas, veían que sobresalía un pequeño hocico de animal ahogado; sabían que se había esforzado por salir de la guarida , inundada por el repentino torrente del agua de la tormenta y, mientras tiraban del animal, decían, acongojados: —Los pájaros son más sensatos que las liebres, los topos y los puerco espines. Se construyen la casa en los árboles. Pero era una forma fácil de cazar, porque por muy rápido que corrieran un niño y su perro, una liebre era diez veces más veloz; un puerco espín lanzaba sus peligrosas púas al cuerpo y un topo no salía del lugar que consideraba seguro: la profundidad de la tierra. Por consiguiente, los niños llevaban a casa montones de animales muertos con un orgullo desmesurado para que sus familias se dieran un festín durante varios días. Aparte de eso, los niños vivían como les convenía en su mayor parte, con el viento y sus Juegos. De vez en cuando, las actividades de una única familia cautivaban la imaginación y el corazón de toda la gente de los alrededores; durante varios años, la combinación del niño, Friedman, y su abuela, Sejosenye, hicieron sonreír, reír y luego llorar a los habitantes del barrio de Ga-Sefete-Molemo. Sonrieron de sus dos primeras etapas. Friedman llegó a casa como un pequeño fardo del hospital , un fardo que su abuela arrullaba con esmero junto a su pecho y al que cantaba con voz suave día y noche con sumo cuidado y ternura. —Ella es así —comentaba la gente— porque quizá sea el último niño del que cuide. Sejosenye ya es mayor y se morirá un día de éstos; el niño es un regalo para mantenerle el corazón caliente. Sin duda, todos lo s hijos de Sejosenye eran mayores, estaban casados y se habían marchado de casa. De todos sus hijos, sólo la hija pequeña era soltera y Friedman era el fruto de un encuentro casual con el que había satisfecho un deseo en una ciudad situada a ciento sesenta kilómetros de distancia, donde trabajaba como mecanógrafa. Quería reincorporarse al trabajo lo antes posible, por lo que le entregó el niño a su madre y así quedó la cosa; se podía permitir el lujo de olvidarlo ahora que le había dado una madre de verdad. Durante todo el tiempo en que Sejosenye frecuentó el hospital, esperando su fardo, un agradable médico extranjero llamado Friedman se quedó fascinado por su actitud maternal y también de abuela. Se acostumbró a desviarse de su rutina para hablar con ella. Ella nunca lo olvidó y al recibir el fardo llamó Friedman al bebé . Sonrieron ante su segunda etapa, una pequeña sombra negra que daba sus primeros pasos en silencio y con gravedad al lado de su abuela, que era muy alta; dondequiera que fuera la abuela, Friedman también iba. A la mayoría de las mujeres esta etapa de lo s niños pequeños, cuando son inquietos y problemáticos, les resultaba aburrida; dejaban al niño en manos de una de las hijas y se iban a las bodas o a hacer visitas personales.

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—¿Por qué no dejas el bolso en casa de vez en cuando, abuela? —le decían. — Oh, no me molesta —solía responder Sejosenye. Empezaron a reírse al llegar a la tercera etapa. Casi de la noche a la mañana se convirtió en una gacela alta, de piernas largas y flacas, grácil, con ojos grandes y serios. Cuando hablaba tenía un deje extraño, musical, y cuando hacía bromas o tramaba alguna diablura, movía la cabeza con su cuello largo y fino de un lado a otro como una cobra. Él fue quien se convirtió en el rey de reyes de todos los niños de la zona; era muy manitas y hacía los mejor es coches de alambre con un as ruedas que eran latas de betún. Todos sus movimientos eran hábiles, compactos, contundentes y era muy maduro para su edad. Se reía n de su sabiduría y certeza sobre todas las cosas, puesto que era como la abuela, que también había tenido un a juventud descarada. Sejosenye había escandalizado a todo el pueblo en la época en que reinaba la buena moral al marcharse de su barrio para vivir con un hombre casado en el barrio de Ga-Sefete-Molemo. Había conseguido arrebatárselo a su esposa y se había casado con él, y luego había conseguido hacer olvidar el escándalo de una forma reservada a las verdaderas reinas. Incluso a una edad avanzada seguía siendo impresionante. Se paseaba de forma majestuosa por el pueblo con la cabeza bien alta y el rostro sereno casi inexpresivo. Las nalgas le habían ido creciendo con e! tiempo y anunciaban su presencia con firmeza, siguiendo el ritmo de su paso. Otra de las certezas de Sejosenye era que era un a mujer que sabía arar, pero se le reconocía como un talento especial. Cada estación, con sequía, granizo o sol, ella se marchaba a sus tierras. No sólo araba, sino que cuidaba y rumiaba sobre sus cultivos. Se pasaba ahí todo el tiempo, hasta el Momento en el que el maíz maduraba y había que ahuyentar a los pájaros de la tierra, hasta que se acababa la cosecha y la trilla; por lo que incluso en los años de sequía, cuando la lluvia escaseaba, ella regresaba a casa con algo de cosecha. Era la envidia de todas las mujeres de los alrededores. —Sejosenye siempre come cosas buenas en casa —decían—. Ara y luego se queda sentada durante meses a disfrutar de los frutos de su trabajo. Las mujeres también envidiaban a su hermoso nieto. Tenía algo especial, por lo que incluso cuando Friedman pasó a la etapa mala, le perdonaron las faltas por las que otros muchachos recibían una buena paliza. Los niños eran unos ladrones terribles que acosaban a la gente robándole la comida y el dinero. Todo formaba parte de los juegos a los que jugaban, pero no eran del agrado de la gente. Friedman era el ladrón más hábil de todos ellos, por lo que su nombre se mencionaba cada vez más en cualquier robo que se descubriera. —Pero Friedman nos enseñó a abrir la ventana con un cuchillo y un cordel — protestaban sollozando los niños que recibían los azotes. —Friedman no es tan malo como vosotros —respondían los padres de un modo irracional. La hermosa criatura los tenía hipnotizados. El muchacho Friedman, que para entonces se había convertido en un verdadero estorbo, también se paseaba por ahí como si fuera especial. Era imposible que fuera un ladrón y añadía un a expresión distante, ofendida y desdeñosa a su hermoso rostro. No era un muchacho como los demás en el barrio de Ga-Sefete-Molemo. Era... De forma un tanto fortuita sucedió que su abuela le contó todas esas historias antiguas sobre los cazadores, guerreros y emisarios. Normalmente era una mujer callada y distraída, propensa a soñar por sí sola, pero de vez en cuando le gustaba cantarle una canción al muchacho cuando se sentaban junto al fuego exterior. Muchas eran canciones de la iglesia y bastante tristes; las consideraba más o menos su oración nocturna a la hora de irse a la cama, pues era una de las viejas practicantes. De tanto en tanto añadía una cancioncilla curiosa a su repertorio y mientras la noche y las llamas del fuego titilaban entre ellos, siempre se daba cuenta de si alguna canción en concreto era del agrado del muchacho. Se encendía una luz en su mirada, se inclinaba hacia adelante y la escuchaba

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  con atención. —Bienvenido, Robinson Crusoe, bienvenido —cantaba ella con voz clara y dulce—. ¿Cómo pudiste estar tanto tiempo fuera, Robinson, cómo pudiste? Cuando era muy joven, Sejosenye había asistido a la escuela de la misión del pueblo durante un año más o menos; había empezado a aprender el abecedario y el uno, dos, tres, cuatro, cinco y la cancioncilla sobre Robinson Crusoe. Pero en aquella época las niñas no necesitaban estudios porque el arado y el matrimonio formaban todo su mundo. No obstante, Robinson Crusoe permaneció como un recuerdo alegre y fuera de contexto de su época escolar. Una noche, el muchacho se inclinó hacia adelante y preguntó: —¿Es una canción de alabanza especial para Robinson Crusoe, abuela? —Oh, sí —repuso ella sonriendo. —Parece que a la gente le gustaba mucho Robinson Crusoe —comentó el muchacho—. ¿Hizo cosas extraordinarias ? —Oh, sí —repuso ella sonriendo. —¿Qué cosas extraordinarias hizo ? —preguntó el muchacho concretando. —Dicen que era un cazador que pasó por Gweta y mató a un elefante él solo — explicó, inventándose la historia sobre la marcha—. ¡Oh, en aquella época ningún hombre era capaz de matar a un elefante por sí solo. Todos los regimientos tenían que unirse y cada hombre tenía que clavar la espada en el costado del elefante para que muriera. Pero Robinson Crusoe desapareció durante varios días y la gente se preguntaba qué le había pasado: «Quizá se lo ha ya comido un león», decían. «A Robinson le gusta estar solo y hacer tonterías. No nos internaremos en el monte porque sabemos que es peligroso». Un día, Robinson apareció de repente y la gente vio que tenía en mente algo grande. Todos se arremolinaron a su alrededor. Él dijo: «He matado un elefante para toda la gente». La gente se sorprendió. «¡Robinson!», exclamaron. «¡Es imposible! ¿Cómo lo has conseguido? ¡Temblamos sólo de pensar en que un elefante se acerque al pueblo!». Y Robinson dijo: «¡Ah, gente, vi una cosa terrible! Estaba a los pies del elefante. Era como una hormiga minúscula. Ya no veía el mundo. El elefante estaba por encima hasta que tocó el cielo con la cabeza y extendió las orejas como si fueran unas alas enormes. Estaba enfadado, pero yo sólo le miré un ojo que giraba y giraba de ira. ¿Qué hago? Pensé que lo mejor era sacarle el ojo. Alcé la lanza y la lancé al ojo airado. ¡Gente! ¡Se lo clavé en el interior! El elefante no emitió ni un so lo son ido y cayó de costado. Venid, os enseñaré lo que he hecho». Entonces las mujeres exclamaron de alegría: «¡Viva, viva, viva!». Corrieron a buscar recipientes, ya que algunas querían la carne del elefante y otras la grasa. Los hombres afilaron los cuchillos. Harían zapatos y muchos otros artículos con la piel y los huesos. En la hazaña de Robinson Crusoe había algo para todo el mundo. Al muchacho le brillaban los ojos mientras escuchaba la historia. Al final, exhaló un largo suspiro. —Abuela —susurró, adoptando con habilidad el papel de Robinson Crusoe, el gran cazador—. Un día vaya ser como él. Vaya ser cazador como Robinson Crusoe y traeré carne a todo el pueblo. —Hizo una pausa para tomar aire antes de añadir con tensión—: ¿Y qué otras hazañas hizo Robinson Crusoe? —¿Crees que tengo que contarte todas las historias de una vez? —Chasqueó la lengua por el agotamiento. Aunque su imagen de Robinson Crusoe, el gran cazador, nunca trascendería a sus actividades infantiles diarias de empujar coches de alambre, cazar liebres en el campo, trepar a los árboles para bajar viejos nidos de aves y gritar asustado al descubrir que una pequeña serpiente ocupaba ahora la morada abandonada, y correr contra el viento con el botín de su último robo, los cuentos despertaban una profunda ternura en él. Si Robinson Crusoe no estaba revolviendo el polvo en un combate mortal cuerpo a cuerpo con un enemigo, estaba cruzando ríos crecidos y junglas salvajes como el gran mensajero y embajador del jefe, pero lo enternecedor era que todas sus actividades estaban destinadas

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  a ayudar o defender al pueblo. Un día, Friedman expresó esta compasión recién descubierta por la vida de un modo extraño. Tras una tormenta especialmente violenta, la población se encontró con que sus cabañas estaban invadidas por numerosos ratones y se vieron en apuros para librarse de tal plaga. Sejosenye ordenó a Friedman que matara a los ratones. —Pero, abuela —protestó él—, han venido a nosotros para refugiarse. Han perdido sus hogares por la tormenta. Es mejor que los introduzca en una caja y los lleve a los campos otra vez en cuanto se acaben las lluvias. Ella se rió sorprendida de la respuesta y contó la historia a sus amigas, quienes sonrieron enternecidas y dijeron a sus hijos: —Friedman no es tan malo como vosotros. La vida y sus responsabilidades empezaron a abrumar a Friedman a medida que se aproximaba a su decimocuarto aniversario. Dedicaba menos tiempo a actividades infantiles. Se dedicaba cada vez más a su abuela y se preocupaba por ayudarla en todo lo posible. Quería una bicicleta para poder hacerle la compra rápidamente, entregar mensajes o hacer cualquier otra tarea que ella tuviera en mente. Su madre, que trabajaba en una ciudad que estaba lejos, le envió el dinero para comprar la bicicleta. El regalo puso un fin abrupto a la historia de su vida. Hacia el comienzo de la temporada de lluvias acompañó a su abuela a sus terrenos, situados a unos treinta y cinco kilómetros del pueblo. Sembraron semillas juntos después de que el tractor alquilado hubiera levantado la tierra, aunque la misión principal del muchacho era mantener la olla del hogar llena de carne. A veces comían pájaros que Friedman había cazado, otras comían carne de tortuga frita o liebre; pero siempre había algo, ya que en el monte abundaba la vida animal. Sejosenye sólo tenía que llevarse un a bolsa de harina de maíz, paquetes de azúcar, té y leche en polvo como provisiones para su estancia en las tierras; la carne nunca faltaba. A mitad de la temporada de arar, empezó a quedar se sin azúcar, té y leche. —Friedman —le dijo aquella noche—, mañana te despertaré temprano. Tendrás que ir al pueblo en bicicleta y comprar azúcar, té y leche. Se levantó al alba con los pájaros, era una silueta solitaria que pedaleaba por un sendero en el monte vacío. A las nueve ya había llegado al pueblo y primero se dirigió al barrio de Ga-Sefete-Molemo y al patio de una amiga de su abuela, que le dio una taza de té y un plato de gachas. Luego posó un pie en la bicicleta y se volvió para sonreírle a la mujer con sus hermosos ojos de gacela. Conservaría su sonrisa como un recuerdo vívido durante varios días, ya que al cabo de un rato unas pisadas entraron corriendo en su patio y le anunciaron que Friedman había muerto. Condujo la bicicleta por el sendero serpenteante y arenoso del barrio, llegó al terraplén elevado de la carretera principal, miró a un o y otro lado con el rabillo del ojo y vio una camioneta verde que se acercaba a él a toda velocidad. Con la actitud despreocupad a de los jóvenes, pedaleó para situarse justo en su trayectoria, volvió la cabeza y le dedicó un a sonrisa tentadora al conductor. La camioneta lo alcanzó con el parachoques delantero, aplastó la bicicleta y arrastró al muchacho a un a velocidad de vértigo a lo largo de casi cien metros, lo soltó y siguió circulando veinte metros más hasta que se paró. El hermoso rostro del muchacho era una mancha a lo largo de la carretera y sólo le quedaba el torso. La gente del barrio de Ga-Sefete-Molemo nunca olvidó las últimas palabras coherentes que Sejosenye pronunció ante la policía. Varias personas se subieron al furgón policial y acompañaron a los policías a las tierras de ella. La vieron caminar lentamente y con rostro inquisidor hacia el furgón, oyeron la voz práctica del policía anunciando la muerte y luego a Sejosenye decir con voz lastimera: —¿No puede devolver esas palabras? Se dio la vuelta, ya fuera para serenarse o recoger las escasas pertenencias que había traído con ella. Los pies y las nalgas le temblaban de la preocupación mientras iba dando

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  traspiés hacia la cabaña. Entonces tropezó y cayó al suelo como un tronco aturdido. Los habitantes del barrio de Ga-Sefete-Molemo enterraron a Friedman, pero ninguno de ellos se acercó al hospital donde estaba Sejosenye. Las historias que les llegaban a través de las enfermeras eran demasiado terribles. Decían que la anciana cantaba y reía y hablaba sola constantemente. Por consiguiente, se limitaban a preguntarse entre ellos: —¿Has ido a ver a Mma-Sejosenye? —Me temo que no puedo. Me partiría el corazón. Al cabo de dos semanas la enterraron. Como era habitual en el pueblo, el incidente se debatió desde todos los puntos de vista posibles hasta que se comprendió. En aquel pueblo eterno y soñoliento, las cabras se paseaban y amamantaban a las crías en la carretera principal o se tumbaban y dormían la siesta en ella. Los conductores se paraban o les cedían el paso. Pero parecía que el conductor de la camioneta no tenía frenos en el vehículo ni carné de conducir. Pertenecía a una nueva clase de funcionarios ricos cuyos sueldos habían aumentado de forma desorbitada desde la independencia. Tenían que poseer coches acordes con su nueva situación; tenían que tener coche, el que fuera, siempre y cuando fuera un coche; tenían tanta prisa por todo que ni siquiera se molestaban en ir a un a autoescuela . y así fue como el progreso, el desarrollo y la preocupación por la posición y el nivel de vida se anunciaron por vez primera en el pueblo. Parecía una historia desagradable con muchos cuerpos decapitados en la carretera principal.