LA ANGUSTIA DEL SER-PARA-LA-MUERTE EN RESIDENCIA EN LA TIERRA DE PABLO NERUDA

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Béatrice Ménard

Béatrice Ménard Université Paris X, Nanterre

LA ANGUSTIA DEL SER-PARA-LA-MUERTE EN RESIDENCIA EN LA TIERRA DE PABLO NERUDA Residencia en la tierra ocupa un lugar aparte en la obra de Pablo Neruda, puesto que rompe con sus precedentes poemarios al mismo tiempo que difiere sobremanera de la poesía del Canto general. A la tonalidad melancólica de Crepusculario y Veinte poemas de amor y una canción desesperada, influidos por la estética modernista, sucede el paroxismo de angustia de la primera y de la segunda Residencia, plasmado en composiciones herméticas, de influencia surrealista, en las que las enumeraciones caóticas expresan la confusión de un mundo en desintegración. La redacción de la mayoría de los poemas de la primera Residencia corresponde al periodo de aguda crisis existencial vivida por Neruda durante su estancia consular en Oriente entre 1928 y 1932. La correspondencia de Neruda atestigua del agotamiento físico y moral del poeta solitario, que experimenta un intenso sentimiento de destierro y utiliza su depresión como material poético, tal como lo explicita en una carta a Héctor Eandi: ¿Pero, verdaderamente, no se halla usted rodeado de destrucciones, de muertes, de cosas aniquiladas? ¿En su trabajo, no se siente obstruido por dificultades e imposibilidades? ¿Verdad que sí? Bueno, yo he decidido formar mi fuerza en este peligro, sacar provecho de esta lucha, utilizar estas debilidades. Sí, ese momento depresivo, funesto para muchos, es una noble materia para mí. (Neruda 1991: 28)

Al contrario, los poemas de la segunda Residencia escritos en Madrid a finales de 1934 comienzos de 1935 se inscriben en el periodo de mutación hacia el Canto general. El contacto de Neruda con los poetas de la generación del 27 y con la realidad social y política de la República española desemboca en una nueva visión del mundo y en una poética inédita, que llegará a su plena expresión tras el suceso catalizador de la guerra de España. Dejando de lado el trasfondo autobiográfico de las composiciones de Residencia en la tierra, enfocaremos el análisis del poemario a partir de la problemática del ser relativamente a la muerte planteada por Martín Heidegger en El ser y el tiempo. Residencia en la tierra sobresale por la omnipresencia de la temática de la muerte, que resulta de la sombría percepción subjetiva que la voz poética en primera persona, ensimismada en una dolorosa introspección, tiene de la realidad circundante. La representación del mundo está determinada por la angustia ante la muerte que atenaza al sujeto poético y afecta su percepción del universo. Por su fuerte localización espacial, el título hace del locutor un ser-en-el-mundo inmerso en un entorno concreto que excluye cualquier trascendencia. El acoso de la conciencia por la angustia se materializa en un espacio exterior opresivo, invadido por la muerte, en el que el hablante poético está condenado a residir sin escapatoria posible. El enfoque personal le depara a la enunciación la fuerza desgarradora de una lucidez exacerbada que hace todavía más lacerante la caduca realidad. El sujeto poético se designa por sinécdoque como un “párpado atrozmente levantado a la fuerza” (Neruda 1991: 253). En cuanto “yecto ser en el mundo” (Heidegger 1962: 283), como reza Heidegger, la voz poética aparece como un ser “ya entregado a la responsabilidad de su muerte” (Heidegger 1962: 283), apareciendo en toda su desnudez como finito y encarando cotidianamente la perspectiva de la muerte, considerada como la “posibilidad más peculiar, irreverente,

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irrebasable y cierta” (Heidegger 1962: 281). El sujeto poético se singulariza por su aguda conciencia del carácter incondicional de la muerte, de ahí la constante amenaza de disolución en la nada que pesa sobre él. La conciencia de que “tan pronto como un hombre entra en la vida, es ya bastante viejo para morir” (Heidegger 1962: 268) se plasma en “Débil del alba” en la representación de un día naciente marcado por los estigmas de la muerte: El día de los desventurados, el día pálido se asoma con un desgarrador olor frío, con sus fuerzas en gris, sin cascabeles, goteando el alba por todas partes: es un naufragio en el vacío, con un alrededor de llanto. (Neruda 1991: 97)

La degradación de la luz anémica es síntoma de la ruina que consume el proceso mismo de creación en una imagen de génesis que lleva en sí el principio de destrucción. Los tonos apagados del paisaje vacuo, aterido por la humedad, son característicos de la ambientación lúgubre de numerosos poemas de Residencia en la tierra, que dibujan un universo enfermizo, carente de energía vital. La imagen del naufragio se hace recurrente para expresar la realidad de un mundo agónico, entregado a la acción demoledora del tiempo que impide cualquier estabilidad existencial. El locutor, trágicamente consciente de que la muerte le es inherente como “modo de ser que el ‘ser ahí’ toma sobre sí tan pronto como es” (Heidegger 1962: 268), navega “en un agua de origen y ceniza” (Neruda 1991: 219). Aspira en “Maternidad” a una “primavera sin cenizas” (Neruda 1991: 235) para obsequiarla a la ambivalente figura femenina, dadora de vida y muerte, que va a dar a luz. Desea para esa “madre oscura” (Neruda 1991: 235) un mundo “donde nadie ha muerto” (Neruda 1991: 234), un “mundo en que no nace nadie” (Neruda 1991: 235), puesto que para vencer a la muerte hay que renunciar a nacer. El anhelo de un mundo librado de la muerte se plasma en la utopía de lo deshabitado, es decir en la proyección imaginaria de un espacio vaciado de la proliferación de seres y objetos ineludiblemente prometidos a la muerte: […] quiero que pases, por un mar sin peces, sin escamas, sin náufragos, por un hotel sin pasos, por un túnel sin humo. (Neruda 1991: 234-235)

La elaboración de un mundo utópico del que la muerte ha sido desterrada por la neutralización de la vida es reveladora de la tentación del sujeto poético de adoptar el “modo del esquivarse” (Heidegger 1962: 278) ante la muerte, para tratar de ocultarse su condición de ser absolutamente finito. La tentación de encubrirse el ser relativamente a la muerte se manifiesta otra vez en el poema “Significa sombras”, donde el hablante emite el siguiente deseo: […] que el temblor de las muertes y de los nacimientos no conmueva el profundo sitio que quiero reservar para mí eternamente. (Neruda 1991: 188)

Estos versos desvelan el afán de permanencia del yo poético, abrumado por el fluir temporal al que desea abolir, como se trasluce en el penúltimo verso de “Caballo de los sueños”, donde el locutor aspira a la posesión de un “relámpago de fulgor persistente” (Neruda 1991: 96) como constancia de su victoria soñada sobre el tiempo, hecho ilimitado. Esta imagen de perpetuación contrasta con la habitual fulguración temporal que afecta al sujeto poético y su entorno. El tema de la muerte en Residencia en la tierra es indisociable del trato de la temporalidad. Temporalidad de la que Amadeo López subraya con razón la importancia para entender el estatuto óntico y existencial el hombre, puesto que “el hombre existe

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temporalizándose, es decir haciéndose tiempo” (López 2006: 5). Heidegger destaca la imposibilidad para el hombre de llegar a la totalidad, en la medida en que le es inherente, mientras es, un “aún no” (Heidegger 1962: 264) que sólo encuentra su fin con la muerte. Vladimir Jankélévitch recalca en La muerte la irrevocabilidad del tiempo y la irreversibilidad del devenir que lleva a la nihilización. El sujeto poético de Residencia en la tierra sufre el “desgaste metafísico inherente al tiempo desnudo” (Jankélévitch 2003: 294) del que habla Jankélévitch, desgaste que le hace realizar la “posibilidad de la absoluta imposibilidad” (Heidegger 1962: 274) de su ser, es decir tomar conciencia de la muerte como su “poder ser más peculiar” (Heidegger 1962: 264), posible en cada instante, en su indeterminación misma. La obsesión por la fuga del tiempo trasparece primero en la frecuencia de los marcadores temporales que machacan la constante amenaza temporal que pesa sobre el locutor. La imagen que le devuelven los espejos en “Caballo de los sueños” lo enfrenta despiadadamente a su propia finitud –“con un gusto a semanas, a biógrafos, a papeles” (Neruda 1991: 93)– cuando en “Un día sobresale” la angustiosa acumulación temporal se traduce por un molesto fenómeno sonoro que delata su poder corrosivo: […] en torno a mí la noche suena, el día, el mes, el tiempo, sonando como sacos de campanas mojadas o pavorosas bocas de sales quebradizas. (Neruda 1991: 194)

El poema significativamente titulado “Trabajo frío” materializa el asedio temporal por una concretización del tiempo mediante un amenazador incremento de los elementos del decorado: Aumento oscuro de paredes, crecimiento brusco de puertas, delirante población de estímulos, circulaciones implacables. (Neruda 1991: 185)

El tiempo hecho materia agobia asimismo al locutor en “Sistema sombrío” bajo la forma de un muro infranqueable que significa la irremediable finitud del ser, que se topa contra la realidad de su deterioro físico pese a su intento de dominar el fenómeno temporal oponiéndole una resistencia pasiva. La certidumbre de la muerte se impone al yo, a despecho de su tentativa para ocultarse la realidad de su fin, unificando trágicamente al ser limitado por la perspectiva de su último devenir: Así, pues, como un vigía tornado insensible y ciego, incrédulo y condenado a un doloroso acecho, frente a la pared en que cada día del tiempo se une, mis rostros diferentes se arriman y encadenan como grandes flores pálidas y pesadas tenazmente substituidas y difuntas. (Neruda 1991: 136-137)

Los numerosos indefinidos que remiten al tiempo –“Hay algo denso” (Neruda 1991: 99); “Hay algo enemigo” (Neruda 1991: 123); “[…] hay […] algo oscuro” (Neruda 1991: 231)– lo asimilan a una materia informe, sugiriendo de este modo la constante indeterminación del “cuando en que se hace posible la absoluta imposibilidad de la existencia” (Heidegger 1962: 289), como dice Heidegger, haciendo de la muerte un “poder ser cierto que es constantemente posible” (Heidegger 1962: 274). La descomposición de todas las cosas es la transcripción emotiva y plástica de la degradación temporal que afecta al sujeto poético. La sensación de “muerte en los huesos”

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(Neruda 1991: 199) que experimenta es el equivalente metafórico de lo que Jankélévitch llama “muerte intravital” (Jankélévitch 2003: 9). En “Alianza (sonata)”, el océano equivale a la concreción del tiempo interiorizado, afanado en su tarea aniquiladora: A veces el destino de tus lágrimas asciende como la edad hasta mi frente, allí están golpeando las olas destruyéndose de muerte: su movimiento es húmedo, decaído, final. (Neruda 1991: 92)

El poema “Sólo la muerte” empieza con una imagen de naufragio en el propio abismo interior: […] como un naufragio hacia adentro nos morimos, como ahogarnos en el corazón, como irnos cayendo desde la piel al alma. (Neruda 1991: 199)

La primera persona de plural hace sobresalir la fraternidad de destino que une a los hombres ante la “ley universal de toda vida” (Jankélévitch 2003: 7). Empero, domina en Residencia en la tierra un hondo sentimiento de soledad. El yo poético no deja de clamar su aislamiento en medio de un mundo alternativamente desierto o poblado de fuerzas hostiles, si no es invadido por los residuos de la erosión temporal: Yo lloro en medio de lo invadido, entre lo confuso, […] Estoy solo entre materias desvencijadas, […] (Neruda 1991: 97-98)

La soledad radical experimentada por el yo es la soledad ontológica del “ser ahí” enfrentado a su propia mortalidad. Como lo plantea Heidegger, la muerte desvela la derelicción de la realidad humana en su deber-ser-para-el-fin al singularizar trágicamente al ser-en-el-mundo, que “sólo puede ser propiamente él mismo” (Heidegger 1962: 287) al comprender y precursar en la angustia su “más peculiar posibilidad” (Heidegger 1962: 287). La postura del hablante, encerrado en su propia interioridad, es característica de lo que Jankélévitch designa como “el solipsismo de las soledades paralelas, cada una encerrada en su soliloquio como en una ciudad asediada” (Jankélévitch 2003: 28), sin poder compartir con nadie la experiencia de la muerte, que “guarda misteriosamente para cada uno un carácter íntimo y personal” (Jankélévitch 2003: 7). La angustia del ser relativamente a la muerte se expresa en numerosas imágenes de encarcelamiento y de cerco, como en “Arte poética”, donde el locutor se halla preso en “una cáscara de extensión fija y profunda” (Neruda 1991: 133), cuya exigüidad y hondura evocan el agobio del encierro en una tumba. La “nihilización vertiginosa de la muerte cuyo solo pensamiento nos llena de angustia” (Jankélévitch 2003: 256) se traduce en “Unidad” por una acuciadora sensación de vértigo interno: Trabajo sordamente, girando sobre mí mismo, como el cuervo sobre la muerte, el cuervo de luto. (Neruda 1991: 100)

El yo poético se siente atrapado en un mundo en desintegración, rodeado por el producto de la degradación temporal: […] las cosas de cuero, de madera, de lana, envejecidas, desteñidas, uniformes, se unen en torno a mí como paredes. (Neruda 1991: 100)

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Los lancinantes giros restrictivos de “Enfermedades en mi casa” deparan la imagen de una vida impregnada por la muerte, dando constancia de cómo “la conciencia de la muerte misma está envuelta de muerte, inmersa en la muerte” (Jankélévitch 2003: 418). La destrucción afecta a la naturaleza profunda de los seres humanos, de los objetos y de los elementos naturales con numerosas modalidades: corrosión, putrefacción, cremación, mutilación... Los restos de “flores calcinadas” (Neruda 1991: 162), “olas desvencijadas” (Neruda 1991: 206), “elefantes derrumbados” (Neruda 1991: 231), “pianos derretidos” (Neruda 1991: 243), “exterminadas fotografías” (Neruda 1991: 304) llenan el mundo de su hueco y hasta los agentes destructores sufren un proceso de aniquilación, como la “sal arruinada” (Neruda 1991: 139) y los “azufres caídos” (Neruda 1991: 237). Las imágenes que reducen la realidad a cenizas o polvo y las visiones fúnebres de cadáveres y ataúdes tienden a la representación de la vida como una sucesión de “pequeñas muertes” diarias, para retomar el término empleado en el Canto general1. Los objetos hechos trizas, desintegrados por la angustia, invaden el universo. El poeta se ve amenazado en su palabra misma: “[…] riento hundirse palabras en mi boca, palabras como niños ahogador” (Neruda 1991: 248). El carácter deleznable de la palabra revela hasta qué punto “el ser se define sobre fondo de noser” (Jankélévitch 2003: 408) como afirma Jankélévitch. La muerte se representa como figura de la nada en “Sólo la luerte”, es decir como negación integral de la totalidad del ser: A lo sonoro llega la muerte como un zapato sin pie, como un tr`je sin hombre, llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo, llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta. (Neruda 1991: 201)

Los dos poemas que evocan la memoria de amigos fallecidos, “Ausencia de Joaquín” y “Alberto Rojas Giménez viene volando”, figuran la aniquilación total del ser por imágenes de derrumbamiento y de fragmentación corporal: […] desde ahora lo veo precipitándose en su muerte, y detrás de él siento cerrarse los días del tiempo […] porque al mar de los muertos su pasión desplómase, violentamente hundiéndose, fríamente asociándose. (Neruda 1991: 104-105) Mientras la lluvia de tus dedos cae, mientras la lluvia de tus huesos cae, mientras la médula y tu risa caen, vienes volando. (Neruda 1991: 285)

En ambos poemas, la muerte del ser querido hiere en carne propia al locutor, salpicado o golpeado por el “agua de los muertos” (Neruda 1991: 286) que lo quema “como ácidos” (Neruda 1991: 104). Se expresa así la desgarradura de la “muerte en segunda persona” (Jankélévitch 2003: 24) que abre en el ser-en-el mundo una pérdida incompensable (López 2006: 10). El sujeto poético de Residencia en la tierra trata en vano de aplacar la angustia ante la muerte y sólo encuentra precarios refugios contra la destrucción. El amor permite conjurar momentáneamente el tiempo en “Alianza (sonata)”: Los días acechando cruzan en sigilo pero caen adentro de tu voz de luz. Oh dueña del amor, en tu descanso 1

“Y no una muerte, sino muchas muertes llegaba a cada uno: / cada día una muerte pequeña […]” (Neruda 1992: 130).

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fundé mi sueño, mi actitud callada. (Neruda 1991: 92)

Pero los poemas de tema amoroso vienen en mayoría marcados por el sello del fracaso. La soledad sexual aumenta el sentimiento de derelicción del yo en “Tango del viudo” y en “Josie Bliss”, donde el locutor no logra hacer el duelo de una pasión destructora y se abisma en el vacío: […] así también veo las muertes que están entre nosotros desde ahora, y respiro en el aire la ceniza y lo destruido, el largo, solitario espacio que me rodea para siempre. (Neruda 1991: 176)

El deseo de la voz poética de interrumpir el fluir temporal se manifiesta en “La calle destruida” por las invectivas al movimiento, entendido como desgaste: Nadie circule! Nadie abra los brazos dentro del agua ciega! (Neruda 1991: 228)

Como lo muestra Alain Sicard (Sicard 2000), el hablante procura exorcizar el tiempo, a fuerza de paciencia, convirtiéndose en testigo neutro, en pasivo espectador de su propia existencia: Acecho, pues, lo inanimado y lo doliente, y el testimonio extraño que sostengo con eficiencia cruel y escrito en cenizas, es la forma de olvido que prefiero, […](Neruda 1991: 142)

No obstante, la representación del mundo empieza a cambiar de signo en algunos de los últimos poemas de la segunda Residencia, y en particular en los “Tres cantos materiales”. El poema más representativo de la génesis del materialismo poético de Neruda es “Entrada a la madera”, que marca el principio del arraigo en la materia elemental como estrategia para superar la finitud del ser-en-el-mundo. El sujeto poético de “Entrada a la madera” busca una permanencia más allá de la destrucción temporal y encuentra una continuidad material en el mundo natural. “Entrada a la madera” relata una peregrinación hacia la materia mediante el tacto –“Con mi razón apenas, con mis dedos” (Neruda 1991: 257)– que permite al yo gozar del contacto sosegador con la “dulce materia” (Neruda 1991: 258), con una gradación en el proceso de penetración, manifestado por la progresión de los tres gerundios –“emprendiendo […] entrando […] “llegando” (Neruda 1991: 259)– que expresan la participación creciente del yo en la vida elemental por medio de los sentidos: “veo […] oigo […] siento” (Neruda 1991: 260). Si en las dos primeras estrofas persiste la “tenaz atmósfera de luto” (Neruda 1991: 257) característica del poemario, en las tres estrofas siguientes, la creación se contrapone a la destrucción en un incesante proceso de descomposición-germinación: “corrientes secas […] morir hojas” (Neruda 1991: 260) / “crecer manos […] incorporando materiales verdes” (Neruda 1991: 260). El movimiento de caída-elevación –“Caigo en la sombra […] en mi hundimiento tus pétalos subo” (Neruda 1991: 257-258)– prefigura la muerte simbólica del poeta que precede a la ascensión hacia el Macchu Picchu en el canto II del Canto general (Neruda 1992: 131). Lo que precede muestra hasta qué punto la muerte se impone como estructura existencial del hombre en Residencia en la tierra, puesto que determina y delimita las posibilidades del sujeto poético situándolo en el aislamiento más radical. En la mayoría de las composiciones, el locutor adopta la postura de un ser relativamente a la muerte propio al asumir su finar como posibilidad insuperable, cierta e indeterminada, entregándose de este

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modo a la perpetua amenaza abierta por la angustia. Pero se produce un cambio decisivo en los “Tres cantos materiales” en los que el yo poético se vale, para embozar la realidad de su ser relativamente a la muerte, de la creencia en la “plenitud de una vitalidad inagotable capaz de asegurar, bajo las desapariciones individuales, la continuidad del ser” (Jankélévitch 2003: 443). El ciclo morir-renacer que se impondrá en el Canto general se origina así en la “tendencia a perseverar en el ser” (Jankélévitch 2003: 403), que, tal como lo formula Jankélévitch, “protesta incansablemente, desesperadamente, contra lo absurdo de la nihilización” (Jankélévitch 2003: 403).

Bibliografía -HEIDEGGER, Martín (1962): El ser y el tiempo (1927), en GAOS, José (trad.). MéxicoBuenos Aires: Fondo de Cultura Económica.-JANKÉLÉVITCH, Vladimir (2003): La mort, (1977). París: Flammarion. -LÓPEZ, Madeo (2006): Présentation. Être-pour-la-mort et angoisse, in Figures de la mort dans la littérature de langue espagnole. Nanterre: Groupe de Recherches en Littérature, Philosophie et Psychanalyse, Travaux et Recherches 5, Centre de Recherches Ibériques et Ibéro-américaines, Presses Universitaires de Paris 10Publidix. -NERUDA, Pablo (1991): “Carta a Héctor Eandi”, 8-IX-1928, en LOYOLA, Hernán (ed.), Residencia en la tierra (1933, 1935). Madrid: Cátedra. -NERUDA, Pablo (1992): Canto general (1950), en DE ENRICO, Mario Santí (ed.). Madrid: Cátedra. -SICARD, Alain (2000): Pablo Neruda, une utopie poétique, I. Le projet nérudien. II. Entre l’histoire et l’inhabité. Paris: Messène.

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