L a v u l n e r a b i l i d a d d e l m u n d o. D e m o c r a c i a s y v i o l e n c i a s e n l a g l o b a l i z a c i ó n

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La vulnerabilidad del mundo Democracias y violencias en la globalización

Leopoldo Múnera Ruiz Matthieu de Nanteuil (Editores)

Bogotá, Colombia 2014

© La vulnerabilidad del mundo Democracias y violencias en la globalización © Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales Instituto Unidad de Investigaciones Jurídico-Sociales Gerardo Molina - Unijus Leopoldo Múnera Ruiz Matthieu de Nanteuil (Editores) ISBN: 978-958-775-139-0 Primera edición, Bogotá, octubre de 2014 Serie Investigaciones Jurídico-Políticas de la Universidad Nacional de Colombia Tomo 13 Producción y diseño editorial: Torre Gráfica Limitada Revisión de textos: Bibiana Castro y Ángela Arias En la portada: Silencio triste. Fotografía de Juan Manuel Echavarría Serie Silencios, 2013. 101x152 cm. Digital C-Print Impresión: Corcas Editores SAS Impreso en Colombia Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización del titular de los derechos patrimoniales Agradecimientos a: Juan Manuel Echavarría, Andrea Barrera, Christian Fajardo, Diego Mauricio Hernández, Andrés Felipe Mora y Marie Estripeaut-Bourjac

Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia La vulnerabilidad del mundo : democracias y violencias en la globalización / Leopoldo Múnera Ruiz, Matthieu de Nanteuil (Editores). – Bogotá : Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. Instituto Unidad de Investigaciones Jurídico-Sociales Gerardo Molina (UNIJUS), 2014 xxx páginas. -- (Serie de Investigaciones Jurídico-Políticas de la Universidad Nacional de Colombia ; 13) Incluye referencias bibliográficas ISBN : 978-958-775-139-0 1. Violencia 2. Conflicto armado 3. Vulnerabilidad humana 4. Justicia transicional 5. Derechos humanos 6. Democracia 7. Globalización - Aspectos sociales I. Múnera Ruiz, Leopoldo Alberto, 1957- II. Nanteuil, Matthieu de III. Serie CDD-21 303.6 / 2014

Tabla de contenido Presentación

9

Introducción

11

Pensar la violencia después del totalitarismo » Matthieu de Nanteuil

11

Reflexión teórica sobre la violencia (A partir de la experiencia colombiana) » Leopoldo Múnera Ruiz

31

Parte I. Democracia, violencias y derecho en la Colombia contemporánea

49

Orden, nomos, excepción: la violencia desnuda como punto cero del orden estatal y económico » Raul Zelik

51

Estado, pobreza y desigualdad: Colombia, la violencia socioeconómica y la ruptura del pacto constitucional de 1991 » Andrés Felipe Mora Cortés

73

Construir la memoria en medio del conflicto armado. Desafíos para la sociedad colombiana » Grupo M de Memoria

Parte II. Memoria y resolución de los conflictos en América Latina

93

111

Alcances de las políticas de reparación a víctimas del conflicto armado interno en Colombia y en Perú. Análisis comparado de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú y la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación en Colombia » Marcela Ceballos Medina

113

“Paz social”: verdad, justicia, reparación y memoria en Chile » Elizabeth Lira

133

La sociedad civil frente a la violencia y la impunidad en México » Geoffrey Pleyers y Pascale Naveau

151

Políticas latinoamericanas de exclusión de las memorias culturales no occidentales: la violencia de los imaginarios nacionales » Alfredo Gómez Muller

173

Intermezzo 1. Política de lo visible: arte y violencia de masas en Colombia Entrevista con Juan Manuel Echavarría » Matthieu de Nanteuil

201

Intermezzo 2. Testimoniar en Ruanda: trabajo de la memoria, exigencias de justicia y prácticas artísticas en relación con el primer genocidio después de la guerra fría Entrevista con Pacifique Kabalisa y Marie-France Collard » Matthieu de Nanteuil

229

Parte III. ¿Globalización de las violencias, globalización de la democracia? Miradas cruzadas sobre el mundo a comienzos del siglo XX

259

Sobre la brutalización de Europa » Etienne Balibar

261

Democracia, violencias y el papel del Estado en la modernización en Asia del Este y del Sudeste » Jean-Philippe Peemans

279

Revolución y transición democrática en Túnez: ¿la invención de un nuevo compromiso político? » Mohamed Nachi

299

Parte IV. Aperturas… Miradas filosófica, histórica y jurídica

321

Eric Weil. Violencia y democracia en un mundo globalizado » Patrice Canivez

323

Violencia, democracia e historia global » Hugo Fazio Vengoa

343

Justicia transicional y derechos humanos. Sus aportes para el mundo contemporáneo » Hernando Valencia Villa

363

Bibliograf ía general

383

Los autores

421

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_

p r e s e n ta c i ó n

la vulnerabilidad del mundo

El presente libro es el producto de la colaboración plurianual entre el Grupo de Investigación en Teorías Políticas Contemporáneas (Teopoco), de la Universidad Nacional de Colombia, y el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias Democracia, Instituciones y Subjetividad, de la Universidad Católica de Lovaina (CriDIS/IACCHOS/ UCL). Sus artículos y entrevistas pretenden presentar una reflexión amplia y variada sobre diversas situaciones de violencia en el mundo, mediante contribuciones de autores invitados que provienen de diferentes disciplinas (ciencias políticas, derecho, filosofía, historia, sociología y sicología). Su punto de partida es el interés compartido por un país como Colombia, donde la violencia ha adquirido características estructurales, a pesar de que haya sido analizada generalmente como una simple “disfuncionalidad”. Además, hemos ampliado el campo analítico a otros países de América Latina (México, Perú y Chile), a África (Túnez y Ruanda), al sudeste de Asia y a Europa, para tener una perspectiva más compleja, aunque no exhaustiva, sobre un fenómeno social que refleja la vulnerabilidad del mundo contemporáneo. En un mundo globalizado, donde las sociedades civiles tienden a emanciparse cada vez más de los poderes estatales, un hilo rojo común las atraviesa: salir de los límites trazados por la guerra fría, pero intentado profundizar las resistencias y los procesos de emancipación en diferentes niveles, que incluyen

el derecho, las políticas públicas, el análisis socioeconómico o el arte… En el libro, dos entrevistas con artistas resaltan la importancia del tratamiento estético de la violencia para contribuir a superar sus efectos sociales. En contraste con la barbarie, la búsqueda de la belleza desestabiliza la retórica del olvido, favorece el trabajo crítico y propicia el cuidado de sí mismos por parte de las víctimas individuales y colectivas. El libro concluye con tres aperturas (filosóficas, históricas y jurídicas) que invitan a ampliar la reflexión contenida en él. Le deja la última palabra a un exprocurador delegado para los derechos humanos en Colombia, especialista reconocido en el tema de la justicia transicional, y a su llamado a una construcción normativa global que sirva para contener la administración destructiva de la violencia en el mundo. Al mismo tiempo, nos recuerda que la globalización no debe ser interpretada en una forma abstracta, pues solo adquiere sentido si sigue la curva sinuosa de una pluralidad de situaciones, en las que las violencias y las democracias tienen el rostro concreto de una experiencia vivida. Este libro se publica gracias a los numerosos y fructíferos intercambios entre la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad Católica de Lovaina. Para subrayar la colaboración entre las dos instituciones, se incluyen sus logos respectivos, tanto en la versión francesa como en la española. En este último caso, contamos con la colaboración amable y efectiva de las personas que trabajan en el Instituto Unidad de Investigaciones JurídicoSociales Gerardo Molina (Unijus) de la Universidad Nacional de Colombia. A todas ellas, les agradecemos su participación para que esta edición fuera posible. Leopoldo Múnera Ruiz Matthieu de Nanteuil

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 _

Pensar la violencia después del totalitarismo *

Matthieu de Nanteuil Para muchos intelectuales o ciudadanos que han conocido en su juventud la monstruosidad de los campos hitlerianos o estalinistas, el asunto parece evidente: el totalitarismo habría constituido el equivalente político de la violencia absoluta. Por supuesto, la historia de las naciones occidentales adheridas al liberalismo después de las revoluciones inglesa (1688), estadounidense (1776) y francesa (1789) es todo excepto una historia pacífica. El nacionalismo habría constituido, en particular, la nueva cara de la violencia guerrera a lo largo del siglo xix y durante la primera mitad del siglo xx. Aunque es posible decir, siguiendo a Ernest Renan (1987), que la nación habría sido el gran asunto de la modernidad industrial, la amplia variedad de símbolos y de afectos que trajo ella consigo alimentó tanto la solidificación del Estado de derecho como la movilización de masas hacia la guerra total. * Traducción de Andrea Barrera y Christian Fajardo

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 _

introducción

la vulnerabilidad del mundo

Introducción

Sin embargo, la marca de fábrica de la segunda mitad del siglo xx habría sido el fenómeno totalitario, mezcla del odio antiliberal y de la hipermodernidad que rompió con toda la historia política anterior. A este propósito, parece difícil evocar una simple metamorfosis del sentimiento nacional, como si no hubiera sido más que una cuestión de diferencia de escala en el grado de coerción o de destrucción; como si se hubiese tratado de llevar tan lejos como fuera posible los umbrales de tolerancia de la violencia del Estado. Lo sabemos después de los trabajos pioneros de Hannah Arendt (2005), Claude Lefort (1986), Jan Patočka (1998) o Václav Havel (1995): más allá de la formación de un Estado policial, que conduce a la confiscación del poder en todas las escalas de la sociedad, el totalitarismo se basa, en el plano antropológico, en la alianza de tres elementos, a saber: la desestructuración de las identidades y de los anclajes sociales, el odio del presente —compartido por las élites y la gente1, como nos lo recuerda Arendt— y la negación de la vida subjetiva, de la identidad de sí mismo. Es suficiente con releer las páginas más lúcidas de Vida y destino, la gran novela de Vasili Grossman (1980), para entender la mutación que se dio en el seno de la civilización moderna entre las formas de violencia pretotalitarias y el totalitarismo en sí mismo. Tan cruel o abyecta como haya sido, la violencia requería antes la existencia de combatientes fuertemente comprometidos2 con la defensa de un ideal (patriotas, militantes, revolucionarios, ideólogos, etc.). En el fenómeno totalitario, cada uno queda atrapado en el sistema. Este mantiene vivos a sus miembros mientras sirvan a sus intereses, pero puede volverse en su contra en cualquier momento, retirarlos del mundo, borrar sus huellas. Tanto el resultado final como esta incertidumbre radical son lo que caracteriza tal modo de gobierno. Como recuerda Hannah Arendt, el sistema totalitario gobierna las existencias y les impone una precariedad sin límites, bajo la perspectiva de que “todo lo puede”. Pensamos en Krymov, el personaje de Grossman, antiguo miembro del Comité Central que trabaja en la retaguardia del frente de Stalingrado. Al 1 El autor usa el término populace, que pude ser traducido como el populacho o la plebe. (N. de los T.). 2 El autor usa el término acharnés, que puede ser traducido como empeñados o ensañados. (N. de los T.).

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 _

inicio de la novela, Krymov —enamorado de una de las protagonistas del libro— envía soldados al campo de concentración porque estos no están en conformidad con los “comportamientos” esperados por el Comité Central, aunque hubiesen luchado hasta la plenitud contra el ejército alemán. A lo largo de la novela, en la medida en que los lazos con la mujer amada se distienden, él es llevado a modificar su posición… hasta ser condenado por el mismo Comité Central por los mismos motivos. En esas líneas, magistrales y audaces a la vez, Grossman se convierte en el etnólogo de este descenso hacia el infierno, en el que la vida termina por convertirse en su contrario:

Él sabía ahora cómo destrozar a un hombre. El registro, los botones que le

arrancábamos, las gafas que le retirábamos, todo aquello que generaba en el individuo el sentimiento de impotencia. En la oficina del juez de instrucción, el hombre se daba cuenta de que su participación en la revolución […] no cuenta, de que sus conocimientos, su trabajo, no eran más que tonterías. Y llegaba a esta segunda conclusión: la caducidad del hombre no solo era física. Aquellos que se obstinaban en reivindicar el derecho de ser hombres eran, poco a poco, quebrantados y destruidos, destrozados, anulados, picoteados y hechos pedazos, hasta el momento en que esperaban un grado tal de fragilidad […] que no pensaban más en la justicia, en la libertad, ni incluso en la paz, y no deseaban nada más que ser liberados, tan rápido como fuera posible, de esta vida que odiaban […] ¿Quién había podido traicionarlos?, ¿quién los había denunciado?, ¿calumniado? Él sentía que esto ya no le interesaba. (1980, pp. 1136-1137)

En Patočka o en Arendt, el totalitarismo se desarrolla a medida que la matriz intelectual en referencia —la “ideología”— se separa del mundo de la vida y ninguna experiencia vivida es susceptible de desviar su trayectoria. En los términos de Claude Lefort, una situación así supone asimilar el cuerpo social a un cuerpo orgánico: lejos de proteger la singularidad de las trayectorias y la diversidad de las comunidades, el totalitarismo utiliza la metáfora del cuerpo para fusionar la intimidad y la totalidad. La sociedad es observada en sus más pequeñas acciones y gestos, no hay límite a la publicidad de los actos, el poder se insinúa en los detalles cotidianos. Es un punto orgánico

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 _

ideológico porque, sometiendo a los miembros de la sociedad al metabolismo del sistema, se trata de dar a la planificación de la muerte la apariencia de la vida. Haciendo esto, el totalitarismo engendra una violencia en dos niveles: el de la pauperización de las masas y el de la negación de la sociedad. Es esta superposición de las violencias la que dota a la experiencia totalitaria de la intensidad dramática que conocemos. Democracia liberal vs. totalitarismo: pensar la continuidad en la discontinuidad Fue necesario que las intelligentsias políticas se tomaran el tiempo para que se hubieran medido los alcances de esta excrecencia monstruosa de la modernidad y se hubieran dejado de justificar los fundamentos de las acciones partisanas, incluyendo las más violentas, en nombre de la pureza de los sistemas. Fenómeno histórico u horizonte filosófico, el totalitarismo recuerda la distorsión, siempre posible, de las producciones intelectuales dirigidas a la toma del poder, en particular cuando las instituciones llamadas a garantizar las libertades fundamentales abren paso al poder “sin límites3” del Estado. Frente al desarrollo y posterior caída del nazismo o del estalinismo, la crítica del totalitarismo constituyó una etapa intelectual mayor, sobre todo en la izquierda. Ella permitió actualizar aquello que podemos designar como una violencia contra la democracia, por cuanto exhuma esta parte antihumanista de la modernidad, reflejo, ella misma, de una concepción cientificista y calculadora de la vida en sociedad. Pero así como esta crítica representaba un verdadero avance, a medida que la guerra fría imponía su marca, también se volvía contraproducente en el momento —que puede ser ubicado en la revolución “liberal-conservadora” de los años ochenta— en que se erigió como norma hegemónica del espacio público. Por haber sido utilizada oportuna e inoportunamente, la retórica antitotalitaria terminó generando una sucesión de atajos ideológicos, que iban desde el desprecio refinado frente a las aproximaciones sustanciales de la 3 El autor usa el término illimitation que traduce ilimitación; hemos decidido traducirlo como sin límites para facilitar la comprensión del texto. (N. de los T.).

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economía y de la política, hasta el descrédito profundo alrededor de las utopías concretas de transformación social, pasando por la deconstrucción paciente de los fundamentos teóricos y prácticos del Estado de bienestar. En una serie de conferencias que datan de los años cincuenta —cuando la Francia de la iv República estaba sumergida en la guerra contra Argelia y el mundo estaba en plena guerra fría—, Raymond Aron meditaba sobre las fuerzas y las fragilidades de la democracia frente al totalitarismo. A este último lo definía como régimen de partido monopolístico y a la democracia como régimen constitucional-pluralista. Como sociólogo reflexivo, Aron (1965) abordaba la temática del liberalismo de manera circunspecta, esencialmente para expresar el proceso de reflujo de los regímenes totalitarios, frente a las condiciones de la economía mundial o a los movimientos salidos de la soberanía popular. Aunque sus análisis no estén exentos de controversias, su camino podría inspirar el que desarrollamos aquí: mostrar que la tentativa de hacer de la economía de mercado y de la democracia liberal un simple “contramodelo” frente a la violencia totalitaria se revela doblemente problemática. Primero que todo, problemática desde el pasado. Después de haber deconstruido los sistemas totalitarios, esta tentativa se centró en la reconstrucción de una imagen homogeneizadora del momento democrático, cuyas dimensiones constitutivas fueron ligadas a la existencia de un “núcleo liberal”, aún más indestructible en tanto fue concebido para ser inexpugnable. Sin embargo, sin negar los aportes de Constant o de Tocqueville, una parte de la tradición crítica se ha centrado en restituir las contradicciones que han acompañado la génesis de los procesos democráticos, desde su aparición en la Europa del Siglo de las Luces hasta hoy. Ya se trate de la historiografía (Hobsbawm, 1969; Rosanvallon, 2004; Thomson, 2002), de la filosofía política (Bobbio, 2007; Lefort, 1986; Mouffe, 2000) o de la antropología política y social (Gauchet, 2007a, 2007b, 2010; Godelier, 1984; McPherson, 2004), numerosos trabajos han señalado los procesos de dilatación y de retractación del ideal democrático en la democracia. Estos han puesto en evidencia la parte sombría de un modo de gobierno que, incluso sancionado por la soberanía popular, jamás llegó a abandonar la violencia que caracteriza a toda práctica de poder.

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 _

Problemática desde el presente y, enseguida, desde el futuro. Una de las principales dificultades de esta empresa de revalorización exclusiva fue que suponía resueltas las cuestiones que, sin embargo, se reabrirían durante los años 1990-2000 y revelarían las fallas de una tradición política definida como el único espacio ideológico legítimo frente a los daños del totalitarismo. Sin entrar en el detalle de los argumentos, señalemos tres series de problemas: las ambigüedades de la cultura individualista, la brutalidad del capitalismo de mercado y la permanencia del Estado de excepción. Desarrollemos brevemente estos tres puntos. Las ambigüedades de la cultura individualista

Cuando el bloque soviético parecía aún inatacable y cuando muchos analizaban el fenómeno totalitario como la expresión de una fuerza sin límite (una fuerza concebida como estrictamente exterior a la sociedad), los signatarios de la Carta 77 mostraban que este fenómeno no podía existir sin una forma de “autototalitarismo”, es decir, sin que la sociedad se diera a la tarea de hacer una inversión en las expectativas sociales que el totalitarismo generaba: esta era la famosa fábula de Václav Havel (1990, pp. 72-94) sobre el mercado de legumbres. Paradoja central del totalitarismo: este presupone una sociedad capaz de conformarse con sus preceptos y que rechaza, al mismo tiempo, el derecho de existir por ella misma. De allí el uso constante —y costoso— de la máquina represiva, la única capaz de reducir esta distancia. Ahora bien, ¿qué espera el sistema totalitario de la sociedad? Una cultura individualista y, de manera más radical aún, una cultura de cada uno para sí mismo. Esta cultura no es producida directamente por el totalitarismo. Encuentra su origen en la antropología individualista, forjada por la tradición liberal de los siglos xvii y xviii. Esta buscaba salir del oscurantismo defendiendo la libertad de conciencia contra los poderes, pero con el riesgo de reducir la sociedad a la suma de intereses individuales. Esta antropología no debe ser caricaturizada: su concreción no ha dejado de ser objeto de apropiaciones y de traducciones múltiples. En términos de lo que C. B. McPherson (2004, p. 97)

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ha llamado una sociedad de mercado, presente en el origen de las grandes crisis sociales que jalonaron el nacimiento del capitalismo industrial, esta antropología fue el punto de apoyo de la primera generación de los derechos humanos, así como de numerosos movimientos de emancipación que emergieron en los siglos xix y xx. De manera más extensa, ha constituido un elemento cultural decisivo en el trabajo de elaboración de las regulaciones sociales y jurídicas emprendido por las sociedades industriales para reconstruirse desde la Segunda Guerra Mundial. Es lo que ha puesto de presente Robert Castel (1995) en una obra que se constituyó en hito: el individualismo negativo, que define la libertad como ausencia de limitaciones y defensa de cada uno por sí mismo, ha cohabitado siempre con un individualismo positivo, que busca inscribir las reivindicaciones individuales en una dinámica colectiva, concentrándose en definir las condiciones sociales de la libertad. Este equilibrio se rompió a partir de los años ochenta. Operando una doble confusión entre mercado y sociedad civil, de una parte, y entre democracia y liberalismo, de otra, nuestras sociedades posindustriales han descalificado progresivamente este individualismo de “destino compartido”. A los trabajos sociológicos no les falta señalar ese diagnóstico tanto en Europa como en los Estados Unidos (Ehrenberg, 1998; Sennett, 1998). En el plano cultural, no se trata de que hayamos tomado las lecciones de la experiencia totalitaria que caracteriza a la época actual. Vivimos, más bien, una suerte de vuelta al punto de origen, aquel de un individualismo sin modificaciones que el totalitarismo usó como fuente íntima de su funcionamiento social. A la inversa, no fue el individualismo en sí mismo el que sirvió de contrafuego a las derivas totalitarias, sino que contribuyó a la invención de regulaciones que tenían implicaciones individuales y colectivas simultáneamente, capaces de encauzar la sociedad de mercado y de construir instituciones autónomas, exentas de su dependencia excesiva respecto del Estado. “El individualismo no es la humanidad”, escribió entonces Vasili Grossman (como se cita en Todorov, 2000, p. 79). De no salir nunca de esta ambigüedad constitutiva, se corre el riesgo de mantener las imprecisiones sobre las fuentes profundas de la violencia en las sociedades contemporáneas.

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La brutalidad del capitalismo de mercado

A esta primera problematización se une la amplitud de las crisis generadas por la extensión del capitalismo de mercado sobre todo el planeta. Tanto en el plano más normativo como en el factual, se ha hecho imposible considerar esas crisis como simples accidentes de su trayectoria, pues tienen una naturaleza sistemática: conjugan la emergencia del capitalismo patrimonial desconectado de las realidades industriales, la quiebra de los sistemas nacionales de redistribución y el triunfo de un consumismo privado de toda barrera cultural (De Nanteuil y Laville, 2013). Sus efectos ecológicos y sociales son considerables (Arnsperger, 2005; Juan, 2011; Dupuy, 2005; Martin, Metzger y Pierre, 2003), y sus consecuencias económicas también lo son (Aglietta y Berrebi, 2007; Aglietta y Orléan, 2002). En el seno de la Unión Europea, este fenómeno estuvo acompañado por una política de concurrencia que favoreció las estrategias no cooperativas y acrecentó los desequilibrios entre las economías nacionales (Aglietta, 2013; Herzog, 2012). En lugar de permitir una recalificación de los sistemas productivos a través del perfil de los gastos —en vista de la adaptación de esos sistemas a las oportunidades energéticas emergentes—, las políticas masivas de contratación del gasto público han reforzado los desequilibrios y han fragilizado de manera duradera las economías más inestables. De este modo, han generado tasas de desempleo que Europa no conocía hacía mucho tiempo. Al fuerte retorno de las desigualdades se une el hecho de que, en nombre de la austeridad, las sociedades civiles han sido consideradas como simples variables de ajuste; privadas del poder de actuar, no disponen de un lugar de apropiación o de renegociación de las políticas que se adoptan en la Unión Europea, pues no han encontrado en los parlamentos nacionales los apoyos institucionales adecuados. Retrospectivamente, esta disimetría de los planos de acción aparece como una de las principales características de la crisis europea. Aunque en el pasado fue el hogar del pensamiento antitotalitario, la Unión Europea ha dejado de reconocer a las sociedades que la componen como actores plenos de la política europea. La idea de una “sociedad civil europea” es embrionaria, por no decir inexistente.

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Este movimiento no se limita a Europa. Se inscribe, también, en la prolongación de las políticas de ajuste estructural iniciadas hace varias décadas por las instituciones públicas internacionales (el Fondo Monetario Internacional [FMI], el Banco Mundial), destinadas a los países en vía de desarrollo. En nombre de la lucha contra el clientelismo y la corrupción, las características4 del espacio público han sido redefinidas en función de los parámetros del capitalismo de mercado. Las regulaciones locales (burocráticas, corporativistas, pero también tradicionales y religiosas) han sido desmanteladas en beneficio de una comercialización generalizada de bienes y servicios, independientemente de las necesidades estimadas. Tales regulaciones han sido —y continúan siendo— frágiles. Sin embargo, su alcance no podía apreciarse solo en función de los preceptos de la eficacia mercantil. En su diversidad, proporcionaban apoyos de significación, vectores de anclaje de la economía en las sociedades en transición, confrontadas a las exigencias de la división internacional del trabajo. Adicionalmente, su reducción no contribuyó en lo absoluto al mejoramiento del funcionamiento de las instituciones en las que estaban basadas. Al desplazar solamente el perímetro otorgado respectivamente al mercado y al Estado, este movimiento abandonó el proyecto de una reforma de las instituciones encargadas de la conducción de las economías emergentes, que habría necesitado engancharse a la complejidad y a la diversidad de los dispositivos de regulación. El recrudecimiento de la corrupción y, en muchos países, la usurpación del aparato estatal por parte de las redes mafiosas demostraron, si es que hacía falta, la aporía que ha representado la voluntad de mejorar el funcionamiento de las sociedades en su conjunto solamente a través de la mercantilización. La permanencia del estado de excepción

Tal evolución sería imposible de teorizar sin detenerse en las transformaciones de la violencia del Estado que han acompañado a la constitución 4 El autor usa el término coordonnées, que puede ser traducido como los datos, las señas o, más exactamente, las coordenadas. (N. de los T.).

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de la democracia liberal como un referente universal. Le debemos a Giorgio Agamben una teorización renovada del estado de excepción que designa una zona gris entre política y derecho; una zona de indeterminación que, en razón de la vaguedad que la caracteriza, da la posibilidad permanente de instituir la fuerza en los parajes del derecho. Nunca completamente en el interior, nunca completamente en el exterior… Es esta no man’s land entre el derecho público y el hecho político, y entre el orden jurídico y la vida, lo que el presente estudio se propone investigar […]. (Agamben, 2004, p. 10) En verdad, el estado de excepción no es ni exterior ni interior al orden jurídico y el problema de su definición se refiere propiamente a un umbral, o a una zona de indiferencia, en la que adentro y afuera no se excluyen, sino que se indeterminan. La suspensión de la norma no significa su abolición y la zona de anomia que instaura no está (o, por lo menos, pretende no estar) desvinculada del orden jurídico. (p. 43)

En otras palabras, el empleo de la violencia del Estado no sería extraño a la acción política, como lo estimaba Hannah Arendt, sino que designaría la parte imborrable de la política misma. A Agamben le hace falta un análisis de las condiciones prácticas de la emergencia del estado de excepción, en cada una de las sociedades que observa (esencialmente, en las sociedades occidentales). En lenguaje sociológico, podríamos decir que le hace falta una teoría de la sociedad. Sin embargo, debemos subrayar la fuerza de la puesta en perspectiva histórica, lo cual permite la emergencia del estado de excepción como una característica que trasciende las expresiones políticas momentáneas, ya sean democráticas o totalitarias. De esta manera, en el caso de la Alemania nazi, es menos importante la llegada de Hitler al poder por el sesgo de la elección (lo que vuelve problemática la idea de hermetismo indiscutible entre democracia y totalitarismo), que el hecho de que el deslizamiento progresivo hacia un sistema totalitario hubiese sido prácticamente imposible sin que existiera antes un núcleo de excepcionalidad en el seno del modelo liberal de la República de Weimar (Agamben, 2004, p. 31). Y, además, si los dispositivos jurídicos que

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aparecieron en Estados Unidos después del 11 de septiembre del 2001, en el marco de “la legislación antiterrorista”, han transformado las representaciones del momento, es porque hicieron patentes las ambigüedades que no han parado de habitar el campo político, aun si la caída del muro de Berlín las enmascaró durante un tiempo. En una obra reciente, Domenico Losurdo (2013) hace recordar que, en Estados Unidos, los inventores de la teoría liberal del derecho y de la política eran al mismo tiempo propietarios de esclavos. Justificaban la esclavitud como práctica derogatoria e inevitable, como contrapartida de la pacificación de las costumbres5 políticas. Francia no se puede excluir: desde las ambigüedades fundadoras de la Revolución, hasta el estado general de sus cárceles, pasando por la guerra en Argelia y la experiencia de Vichy, no ha cesado de hacer girar su aparto de Estado alrededor de esta ambivalencia. En cuanto a las mutaciones de la escena internacional, las crisis de la burocracia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), su dependencia en relación con las fuerzas entre naciones-pivote (en particular, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad), así como la voluntad de las potencias occidentales de construir umbrales de legitimidad en la periferia del mandato de las Naciones Unidas (en Irak como en Siria), subrayan el resurgimiento de esta zona de indeterminación que caracteriza la geopolítica contemporánea. El hecho militar y político se encuentra allí en la necesidad de justificar la fuerza sin obviar el derecho. ¿Habría que insistir en este asunto? Una brecha irreducible separa la violencia practicada por Estados de derecho, o por las coaliciones de estos, de los sistemas totalitarios. Esta diferencia es, primero, una cuestión de escala o de amplitud, o aun de medios. Es también una cuestión de finalidad. La finalidad de la violencia contemporánea no es la guerra mundial, ni el advenimiento de un nuevo orden universal fundado sobre la erradicación de un segmento de la especie humana, sin importar cuáles sean las razones evocadas para construir dicha segmentación. Las violencias no totalitarias son medidas —en los dos sentidos del término—. Suponen un trabajo sobre 5

El autor usa el término moeurs que tiene una connotación moral y ética. (N. de los T.).

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el límite, sobre el lugar y el no lugar, el adentro y el afuera, en pocas palabras, una topografía de la legitimidad. No obstante, no sabríamos deducir una diferencia de naturaleza entre estos dos regímenes de violencia. Lo propio de la política moderna es que nos obliga a pensar las coordenadas del actuar político bajo la figura común de la racionalidad —una racionalidad que articula planificación de los crímenes en masa y razón de Estado, pero también razón de Estado y Estado de derecho (Bauman, 2008)—. Continuidad perturbadora, en la discontinuidad radical de los sistemas y de las instituciones. ¿La democracia más allá del liberalismo? Llegados a este punto de nuestro razonamiento, aparece una pregunta: ¿podemos todavía salvar la democracia del liberalismo sin caer en el encierro totalitario? En un sentido más amplio: ¿el concepto de democracia es aún capaz de erradicar la violencia que parece caracterizar la condición humana? Detengámonos brevemente sobre las dos vertientes de este cuestionamiento. Como lo dicen varios especialistas (Audard, 2009; Jaume, 2010; Spitz, 2001), el liberalismo designa diversos niveles de realidad. En el plano socioeconómico, bosqueja un tipo de relaciones humanas fundado en la preeminencia del individuo; abre, entonces, la “sociedad del libre mercado”, de la cual el capitalismo va a hacer uso para redefinir los parámetros de la economía política. Se completa así este primer estrato mediante una racionalidad jurídica, cuyo cimiento está constituido sobre el derecho de propiedad. Como lo indica McPherson (2004, pp. 322-431), no se trata únicamente del individuo, sino del individuo propietario que aparece progresivamente como el fundamento normativo del liberalismo. El individuo liberal no es solamente propietario de la tierra, o de los objetos que lo ligan al mundo. Es, igualmente, propietario de sí mismo —característica que conduce a definir la libertad como libre-disposición de sí mismo-. “Posee” su propia conciencia… ¿Pero quién estaría en derecho de poseer algo así como una “conciencia común”? El Estado percibe siempre al Estado como una potencia extraña, aun si su función de regulador del orden social no está puesta en duda, sobre todo porque se trata de asegurar que la sociedad se conforme

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con los presupuestos normativos enunciados hace un momento. Al mismo tiempo, no podríamos hacer del liberalismo un simple egoísmo; este se refiere siempre a la utilidad social, pero definida a través de la suma de las utilidades individuales. Sin embargo, la entrada en escena de una forma política supraindividual, en el lugar mismo de una antropología individualista, modifica las coordenadas del debate. Se trata menos de una aceptación o de un rechazo que de una cuestión de consentimiento. Lo que instituye la tradición liberal es la organización del consentimiento frente a la institución estatal. Más aún, a diferencia de lo que implica el movimiento social, esta operación se realiza esencialmente por el sesgo de la representación: porque sostiene su acción sobre la ley —siendo ella misma un producto del parlamento—, el Estado puede disponer de instituciones de coerción encargadas de llevar a cabo el contenido de la norma. Pero, como lo ha mostrado Bernard Manin (1996), la construcción de un sistema político fundado sobre el privilegio de la representación no es obvia. Esta supone un largo trabajo de configuración de las identidades individuales y colectivas, de tal manera que cada una se represente a sí misma y perciba a las otras como portadoras de una opinión. Es esta mediación de la categoría ficticia y selectiva de “la opinión” la que asegura a la representación nacional su legitimidad, ya sea en la génesis de una democracia de partidos fundados en la conjunción de opiniones comunes (el ciudadano sería ante todo el poseedor de una idea, que los partidos tienen por función cristalizar con miras a la conquista del poder) o en la diseminación de los puntos de vista sobre la forma de un público sin frontera propia (cada ciudadano tiene algo que decir sobre el estado del mundo, pero su relación con la política se reduce a esa opinión). Podemos, igualmente, tomar la noción de representación en otro sentido complementario, el de la cuantificación, que remite a un gobierno de los números (Desrosières, 2000). En un régimen liberal, la igualdad no cobra sentido sino hasta que hace referencia a las desigualdades representadas y representables, para crear instituciones que otorguen a cada uno los medios que hagan posible la libre disposición de sí mismo. Cuando el todo o una parte de esta arquitectura vacila, el recurso de la fuerza llega al rango de violencia legítima.

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Existe un último plano alrededor del cual el liberalismo se despliega: el epistemológico. Incluso allí, bajo la forma de una intensa diversidad de registros, el liberalismo presupone la razonabilidad universal de los agentes sociales, y rechaza así cualquier determinismo histórico o especulativo. Esta afirmación implica que los motivos que guían los comportamientos son razones y que estas no solo son audibles o decibles, sino que están llamadas a tomar parte en el espacio público. Las razones son argumentos que deben ser construidos. La estructura argumentativa del lenguaje aparece entonces como el dominio íntimo y universal de una teorización de la sociedad en la cual el individuo propietario es el punto de partida. Nosotros sabemos que, tomadas una por una, esas operaciones suponen reduccionismo, abandono o brutalidad. No obstante, no podemos considerar que el concepto mismo de democracia no deba nada a esas transformaciones, o incluso que sería posible reinventar la democracia por la estricta superación de una herencia como esa. Pocos sistemas de pensamiento han llegado a tal superposición de estratos, a tal ajuste de niveles y de lógicas. No solo el concepto de democracia no sale indemne de dos siglos de influencia recíproca, sino que las contradicciones de la normatividad liberal han conducido progresivamente a una interrogación sobre la democracia en sí misma, como un concepto puesto a prueba por la historia. Es posible aprehender este concepto como el fruto de un lento trabajo de subversión, como el resultado de un largo proceso de apropiación y de deconstrucción de la normatividad liberal. Individualismo, derecho de propiedad, rol del mercado, privilegio de la representación, teoría de la argumentación: cada una de esas secuencias ha dado lugar a reformulaciones profundas, fundamentadas sobre una crítica sólidamente sustentada. Se trataba, y se sigue tratando, de encontrar salidas frente al riesgo de una sociedad que sería arrollada por la ilusión liberal de una violencia ineluctable, consecuencia de la competencia generalizada de los intereses y de las opiniones. Pero la radicalidad de las críticas se encuentra acompañada frecuentemente de concesiones. En el momento de su superación, el liberalismo ha dejado huellas, ya se trate del socialismo reformista, del sindicalismo industrial o del anarquismo libertario. Y si tomamos el ejemplo de ciertos avances mayores

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que opusieron al liberalismo una concepción no-individualista de la sociedad —como ocurre con el derecho a la protección social o con el derecho a las relaciones colectivas de trabajo—, es necesario reconocer que estos nacieron de un compromiso frente al mercado, que ha hecho legítima la idea de que el trabajo sería asimilable a un “bien” que puede ser comprado y vendido en el mercado (Esping-Andersen, 1999; Polanyi, 1983). Aparte de aquello que parece, retrospectivamente, como la única tentativa de una superación global —el comunismo—, no existe democracia que pueda pensarse como una alternativa de la misma naturaleza. ¿Debemos lamentarlo? No necesariamente, si consideramos que lo esencial está afuera. Fue, en primer lugar, contra la pretensión de una tradición específica a “decir la verdad del dêmos” que el concepto de democracia apareció, bajo su vertiente más tajante. Desde este punto de vista, la focalización liberal sobre la verdad de los hechos (Popper, 1945/1979), pese al riesgo de reducir la vida cultural a un conjunto de datos cuantificables, no tiene nada que envidiar a la tradición opuesta. Aunque por caminos radicalmente diferentes, las dos pretenden circunscribir el “pueblo” a una modelización rígida, sin dejar lugar a ninguna interpretación. La democracia no se reduce a ese tropismo. Como lo decía Aristóteles, es un modo de gobierno en busca de la felicidad, fundado sobre la participación igualitaria de ciudadanos libres, pero es también un modo de gobierno que se altera, se forma y se deforma en la práctica del poder. La felicidad siempre es deseable, su negación es permanente. La democracia debe ser aprehendida como un movimiento, un trabajo sobre la significación; supone resignificar constantemente lo real para evitar que sea condenado a una repetición sin fin. Michel Foucault agregaría que la democracia ha estado vinculada en gran parte con la ambigüedad del poder. Ha desenmascarado las astucias de este y ha legitimado su uso. Forma conciencias críticas, sin resolverse a confiarles las riendas de la ciudad. Es, al mismo tiempo, un llamado a un horizonte de simbolización, a un ethos más vasto que la clausura del poder sobre sí mismo. Así, frente a la violencia, la democracia no se constituye en una solución sino en una problematización. Al hacer del pueblo el fundamento de la soberanía, refuta la tesis de una violencia que sería el fruto de una pura

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exterioridad, ya se trate del Cosmos, de la Naturaleza o del Príncipe, por lo menos cuando este último se define como la simple encarnación de una divinidad. Con ella, la sociedad pierde definitivamente la posibilidad de exonerarse de las violencias que la atraviesan o que produce en otros países, aunque construya en su seno una jerarquía social encargada de asumirlo en la responsabilidad práctica. Por otra parte, la democracia no se reduce nunca a tales violencias, porque ella inventa los recursos de significación, capaces de conjurar la actualidad o de desbaratar los efectos. Aquí aparece Weber como el autor que ha teorizado esta inmanencia de la violencia en el Estado de derecho y ha liberado la promesa de una sociología comprehensiva en el seno del mundo racionalizado. Sobre la violencia: en las fuentes del cuestionamiento ético La violencia, justamente. ¿Debemos, podemos, proponer una definición? A primera vista, es posible aprehender la violencia como un proceso de desestructuración de los lazos sociales que socava, bien sea la integridad de las personas o los principios generales sobre los cuales estas fundan su integridad. Tal definición resulta insuficiente por dos razones: • La violencia no solo es desestructurante. También puede conducir a reestructurar las sociedades enteras (especialmente, las sociedades que han conocido una violencia endémica en un contexto de conflicto armado que se ha extendido por varias décadas). Incluso puede aparecer como una característica estructural de ciertos comportamientos sociales (la violencia conyugal en las relaciones hombres-mujeres, el racismo en las confrontaciones etnoculturales, la humillación social frente a las reestructuraciones, etc.). • Si la violencia toca los principios del orden social, es necesario reconocer que estos son divergentes. Una sociedad abierta se caracteriza por un conflicto de principios. La violencia podría entonces servir para afirmar la superioridad de un principio sobre otro, y así encontrar la base de una justificación.

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Una definición como esa parece remitir a aquello que las teorías de la justicia han puesto en evidencia desde hace décadas, a saber, que la apreciación de la violencia supone una teoría enteramente normativa. Pero tal producción teórica exigiría, a su vez, situar la violencia en el exterior de su propia esfera para pensarla, reflexivamente, como aquello que viene a suspender un cierto estado del orden social. De Rousseau a Rawls, pasando por Arendt o Habermas, toda una trayectoria filosófica tiene la extrañeza de la violencia como fundamento de una teoría normativa de la sociedad, como anclaje de una sociedad que procura realizarse en la puesta en práctica de una ética universal. Se siente, sin embargo, la dificultad de un gesto como ese. ¿Hasta dónde una teoría normativa de la sociedad puede tener la violencia a distancia? ¿Esta manera de proteger el razonamiento de las incursiones de la violencia no escondería un mecanismo de defensa? En su teoría de la alienación, el joven Marx había intuido que es imposible separar el plano normativo del plano experiencial. ¿Qué es la alienación sino la imposibilidad de razonar sobre la violencia, de mantener a flote el sistema filosófico cuando demasiadas personas experimentan la negación de sí mismas? Como lo mostró Michel Henry (1976a, 1976b), la alienación da lugar a una fenomenología de la filosofía, que se refiere a la proximidad del abismo… y a la prueba que representa esta proximidad para el pensamiento. Nos abstendremos entonces, en este texto introductorio, de proponer una definición estabilizada de la violencia o, más aún, de hacer un recorte detallado de los tipos de violencias (civiles, políticas, económicas, etc.) o de los esquemas explicativos que moviliza (violencia simbólica, mimética, etc.). Siempre en plural, la violencia no se contenta con desgarrar el orden social: desestabiliza el orden normativo que organiza nuestras maneras de pensar. Compartiendo esta perspectiva, Christian Arnsperger (2005, 2009) recuerda que el sistema capitalista funciona a partir del ajuste de distintas violencias, que forman la contraparte oscura de las promesas de libertad de la economía de mercado, y tienen por telón de fondo la angustia de la finitud de cada uno de nosotros. En una corriente próxima, Jean-Pierre Dupuy (2002) considera que la economía política dominante no consigue resolver

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los problemas que plantea incesantemente —el desequilibrio ecológico, por ejemplo— y gira siempre alrededor de una violencia antropológica imposible de teorizar: aquella de nuestra relación con el mal. Por consiguiente, fundar una ética de la economía no consiste en medir las ventajas respectivas de tal o cual “incitación” hacia un reparto más igualitario de la riqueza, sino en develar la complicidad de cada uno de nosotros con este encadenamiento de violencias… que subyace a nuestra aspiración a la libertad. Podríamos decir lo mismo del campo político. Volviendo a la cuestión de Guantánamo, Judith Butler (2009) muestra que la noción de humanidad es atribuida de manera diferenciada a ciertas categorías y no a otras. Para los primeros (blancos, cristianos, heterosexuales), consiste en el derecho de llorar públicamente a sus muertos; para los segundos (negros o árabes, musulmanes, homosexuales), en una ciudadanía de segundo rango. El acceso al estatus de identidad reconocible se hace a través de cuadros (frames). Estos designan un amontonamiento de normas por medio de las cuales percibimos a los otros y les atribuimos —o no— el derecho a una muerte digna. La relación de Occidente con el resto del mundo no está regida por las reglas de una humanidad genérica, sino por una serie de dispositivos normativos que seleccionan los grupos que pueden pretender ese rango, especialmente cuando se trata de decidir una intervención militar, organizar el tratamiento de los prisioneros o acordar una atención mediática a los “acontecimientos”. La noción de humanidad no es inherente al género humano: aparece sobre todo como el indicio del poder humano que la manipula. Por tanto, fundar una ética de la política no consiste en definir normas fuera de la violencia, sino en reconocer la violencia de la norma. Se trata, a la vez, de develar los juegos de poder y de ampliar constantemente el campo de las identidades reconocibles, es decir, teniendo el derecho al estatuto de identidad plenamente humana. Como lo resumen Haud Guéguen y Guillaume Malochet (2012), a propósito del trabajo de Butler, el objetivo de una ética de la política consiste en obrar por la formación de “normas más igualitarias de reconocibilidad6” (p. 107). 6

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El autor emplea el término reconnaissabilité, que no traduce reconocimiento (reconnaissance), razón por la cual hemos decidido traducirlo como reconocibilidad. (N. de los T.).

¿Cómo asegurarse de que una iniciativa como esta no sea atraída por la violencia que pretende denunciar? Étienne Balibar (2010) llama antiviolencia a la tentativa consistente en querer reabsorber la violencia sin ceder a la contraviolencia, es decir, al uso de una violencia que sería solamente la réplica negativa de la primera. Por consiguiente, la antiviolencia no es la simple aplicación de una teoría normativa producida con anterioridad a ella, por la vía “apacible” del razonamiento; es una práctica de la deslegitimación. Designa un lento y paciente trabajo de desestabilización, de desmonte de los puntos de apoyo de la violencia en las sociedades contemporáneas, que pone en juego la democracia como tal. Una tarea infinita, es seguro. Pero ¿no es esencial a nuestra condición de sujetos éticos comprometidos con el camino de su propia humanización?

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(A partir de la experiencia colombiana)

Leopoldo Múnera Ruiz El carácter instrumental y destructivo que se le ha asignado a la violencia en Occidente, después de la denominada Segunda Guerra Mundial, condena a los hechos sociales agrupados bajo tal concepto a vivir en un limbo analítico, como la causa o el efecto de una anomia que desestabiliza el orden social o erosiona el sistema político. Al mismo tiempo, y por tal razón, en un país como Colombia dificulta su comprensión como un elemento o factor estructurante, es decir, como parte sustancial de las relaciones de producción de la vida social. En este texto reflexionaremos sobre este aspecto de la violencia, a partir de la problematización del paradigma negativo que fundamenta Hannah Arendt, cuando construye el concepto de poder político desde una perspectiva normativa. Con tal propósito, tendremos como referencia los análisis de Orlando Fals Borda y Walter Benjamin. La pretensión comprensiva de esta reflexión exige que nos aproximemos a la “cara oculta” de la violencia, con respecto a la mirada normativa, es decir, al rostro

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introducción

la vulnerabilidad del mundo

Reflexión teórica sobre la violencia.

que expresa la producción o conformación de subjetividades, relaciones sociales, formas de poder político, instituciones, sistemas o roles. De esta manera, evitaremos quedar atrapados por el impacto moral que ocasiona su “cara visible”, la de los asesinatos, los destierros internos y externos, las violaciones, las torturas, las víctimas, la destrucción de la solidaridad social o el estado de excepción. El paradigma negativo de la violencia En 1970, Hannah Arendt configura paradigmáticamente este rasgo negativo de la violencia, al diferenciarla del poder y convertirla en su opuesto. Sin definirla con exactitud, la caracteriza a partir de su perfil instrumental, como una técnica coactiva destinada a imponer la dominación sobre los otros, mediante la obtención forzada de la obediencia. En un claro contraste conceptual, distingue la violencia del poder político, que concibe como “la capacidad humana […] para actuar concertadamente” (Arendt, 2005, p. 60)1. Aunque acepta que ambos fenómenos, a pesar de ser distintos, “normalmente aparecen juntos”, concluye que su relación es contradictoria y que, aun cuando la violencia surja al estar en peligro el poder, puede llegar a destruirlo y es “absolutamente incapaz de crearlo” (p. 77). No puede estructurarlo. El análisis de Arendt tenía como objetivo contrarrestar la importancia que, de acuerdo con su interpretación, le otorgaban el movimiento estudiantil del 68 y la nueva izquierda en Europa a la violencia como instrumento revolucionario. Sin embargo, también pretendía desvirtuar la función que en el mundo contemporáneo se le asignaba como generadora del poder político, al equiparar a este último con la violencia organizada, como lo hizo Weber cuando definió el Estado. Frente a tal función y a su naturaleza técnica, rescataba normativamente la noción de poder basada en el consenso, propia de la ciudad-Estado ateniense o de la civitas romana (pp. 55-56). La crítica de Arendt abría la posibilidad para pensar de otra manera el cambio social e incluso la revolución, con base en un poder político que se 1 También la diferencia de otros términos, menos relevantes para su análisis, como la potencia, la fuerza y la autoridad (Arendt, 2005, pp. 61-62).

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fundamentaba en la construcción concertada de un sentido colectivo y no en la imposición de un mandato mediante la fuerza o el engaño; sin embargo, en forma simultánea, condenaba analíticamente a la violencia a vivir en el mismo limbo de disfuncionalidad o instrumentalidad que le había asignado el estructural-funcionalismo. La violencia quedaba limitada a ser el efecto de la disminución o reducción del poder, una anomalía con relación al ideal clásico de la política2 o la causa de nuevas anomias3. Convertida, así, en una simple desviación frente a una norma práctica, perdía gran parte de su pertinencia para el análisis social. La forma bajo la cual Arendt configuró el paradigma negativo de la violencia, para criticar su carácter técnico en la sociedad contemporánea, refleja con claridad las ambivalencias que tal concepto tiene dentro de la modernidad política en Occidente. En la trastienda de un consenso ideal, representado por la acción colectiva y concertada, constitutiva del poder político, Arendt ocultó la violencia que lo estructura en el seno de la sociedad esclavista griega, la cual, además, le sirvió como referente normativo de la política. Así, enmascarada, la violencia o, más precisamente, su utilización instrumental, emerge como una desviación práctica que, a partir de una suerte de patología social, debe ser explicada en función de las causas mórbidas que la generan o de los efectos nocivos que produce. Su carácter estructurante con respecto al poder político y al Estado moderno, señalado en forma recurrente por los estudios históricos y sociológicos, particularmente por Weber (1997), Elias (1994), Skocpol (1984) y Tilly (1992), queda de esta manera parcialmente desvirtuado. Sin embargo, en otro sentido, es reforzado, pues la idea de que el consenso libre, con referencia a cualquier tipo de coerción, es el fundamento último del poder político, constituye un elemento esencial para establecer la frontera entre la violencia legítima y la 2 “[…] sabemos, o deberíamos saber, que cada reducción de poder es una abierta invitación a la violencia; aunque solo sea por el hecho de que quienes tienen el poder y sienten que se desliza de sus manos, sean el Gobierno o los gobernados, siempre les ha sido difícil resistir a la tentación de sustituirlo por la violencia” (p. 118). 3 “La práctica de la violencia, como toda acción, cambia el mundo, pero el cambio más probable originará un mundo más violento” (p. 110).

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 _

ilegítima. El paradigma negativo de Arendt exacerba la idea moderna de que el poder político se legitima a sí mismo mediante la acción colectiva concertada, la cual es comprendida como ajena y opuesta a la violencia, a pesar de que la experiencia histórica de Occidente demuestra que esta última participa en la creación de las condiciones sociales necesarias para la formación de los consensos políticos. La perspectiva normativa contenida en el paradigma negativo oscurece la histórico-sociológica, bien resumida por Luhmann cuando afirma que “la violencia del Estado se utiliza para apaciguar la violencia que viene de otros lados” (en Torres Nafarrete, 2004, p. 213), y que la distinción entre la violencia legítima y la ilegítima, basada en el consenso, se convierte en la condición necesaria de posibilidad de la política (p. 215). Arendt, en contra de uno de los propósitos explícitos de su ensayo, que consiste en diferenciar conceptualmente el poder político de la violencia, contribuye a velar el fundamento violento del poder político en la sociedad contemporánea, al idealizar normativamente la acción concertada y el consenso que se deriva de ella. De esta manera, le da la forma definitiva al paradigma negativo, dentro del cual la violencia ilegítima o ilegal es analizada como el efecto de una causa que denota una disfuncionalidad social y la causa de una serie de efectos que desestructuran la sociedad. La violencia legítima, por el contrario, es comprendida como un instrumento necesario e inevitable para garantizar la eficacia del poder político, derivado del consenso libre. El paradigma negativo, sin la referencia explícita a Arendt, ha sido el dominante dentro de la literatura sobre la violencia en Colombia y ha arrastrado tras de sí consecuencias prácticas en los diferentes procesos de paz entre las guerrillas y el Gobierno. Sin duda, los efectos desestructurantes de la violencia resultan evidentes en las estadísticas sobre la violación de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario en el país. Las explicaciones causales que se derivan de este tipo de interpretaciones han sido sistematizadas por diferentes estudios, entre los que vale la pena destacar los realizados por González, Bolívar y Vásquez (2003, pp. 25-40) y por Valencia Agudelo y Cuartas Celis (2009). En términos generales, el conflicto armado y la violencia son entendidos como el efecto de causas subjetivas y

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 _

objetivas que los determinan. Por consiguiente, la paz es vista como el resultado de la transformación de dichas causas. Las causas objetivas han sido clasificadas en cuatro tipos: socioeconómicas, políticas, institucionales y culturales. No obstante, también se ha resaltado que el conflicto armado y la violencia son el efecto de estas causas consideradas en su conjunto y no de forma separada. Las causas socioeconómicas harían relación a la evidente desigualdad social que existe en Colombia, y se manifestarían en la pobreza, la inequidad en la distribución de los ingresos, la ausencia histórica de una reforma agraria o de una reforma rural, la precarización e informalización del empleo o la debilidad de la seguridad social. Las causas políticas se configurarían alrededor de la forma como se caracteriza la democracia en Colombia, antes y después de la Constitución de 1991 (formal, limitada, restringida, simbólica…), y del sistema oligárquico de poder que sigue existiendo a nivel regional y nacional. Las causas institucionales radicarían en la ambigüedad de la institucionalidad existente en el país, la cual ha permitido la coexistencia de principios políticos, sociales y económicos contradictorios y excluyentes, por ejemplo, los del Estado social de derecho y los de las políticas públicas neoliberales, de tal manera que los segundos se legitiman en función de los primeros, al tiempo que, en la práctica, los anulan. Las causas culturales harían relación a una brumosa e indefinida “cultura de la violencia”, en virtud de la cual la sociedad colombiana se habría resistido históricamente a aceptar el monopolio del uso de la violencia por parte del Estado y, por consiguiente, habría dado lugar a la emergencia de ejércitos guerrilleros, grupos paramilitares y bandas armadas vinculadas a la delincuencia organizada y el narcotráfico. Las causas subjetivas, por otra parte, se originarían en la creencia en los beneficios individuales y colectivos derivados de la utilización de la violencia, con el propósito de alcanzar fines políticos o personales, fundamentada en la racionalidad instrumental de los actores políticos (cálculo de medios y fines, y de costo y beneficio) o en prejuicios ideológicos inherentes a concepciones revolucionarias maximalistas o a doctrinas como la de la seguridad nacional o el antiterrorismo. Las causas subjetivas podrían ser clasificadas en dos tipos: instrumentales e ideológicas. Las instrumentales residirían en la utilización

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 _

sistemática de la violencia con fines individuales por parte de actores armados que han perdido los proyectos políticos, como sería el caso de los miembros de la guerrilla, o de actores institucionales o parainsitucionales que no respetan o no tienen los referentes éticos y legales a los cuales deberían ajustar sus prácticas, como sería el caso de los paramilitares y los miembros de las Fuerzas Armadas que actúan por fuera de la ley. Las ideológicas implicarían la justificación metadiscursiva del conflicto armado y la utilización sistemática de la violencia, independientemente de las secuelas que conlleven, en función de la transformación radical de la sociedad o de la conservación del orden existente. El causalismo presupone que la desaparición progresiva de los factores determinantes de la violencia y el conflicto armado normaliza la vida social y genera las condiciones para la formación de un consenso libre. Por ende, la paz es entendida como un efecto de la eliminación de las causas objetivas y subjetivas de la violencia y de la adopción plena de la democracia política. No obstante, desde el primer estudio sistemático sobre la violencia en Colombia, publicado en la década del sesenta del siglo xx, Orlando Fals Borda había elaborado los elementos analíticos iniciales para comprender el carácter estructurante de la violencia considerada como ilegal o ilegítima. Es decir, para entenderla como una práctica social, dotada de sentido propio e irreductible a la naturaleza técnica del instrumento, productora de órdenes alternos y complementarios al estatal, que no puede ser vista como una simple anomalía o desviación de la sociedad colombiana, sino como el resultado de las formas históricas de su ejercicio, dentro de las relaciones de poder que la enmarcan. Los órdenes alternos de la violencia Ocho años antes de la publicación del libro de Arendt, Orlando Fals Borda, en compañía de Germán Guzmán y Eduardo Umaña Luna, empezaba a explorar una relación más compleja entre la violencia y el poder, a partir del análisis sociológico del conflicto social y político de los años cincuenta del siglo pasado en Colombia y de la llamada Violencia, escrita con inicial mayúscula, que le otorgó su signo distintivo (Guzmán Campos,

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 _

Fals Borda y Umaña Luna, 1962). Fals Borda problematizó la disfuncionalidad de la violencia como una anomalía excepcional con respecto a los sistemas sociales y, desde luego, al poder político. Por el contrario, consideró que, debido a su constancia, debía ser interpretada como un atributo normal de dichos sistemas o de tal concepto (Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna, 2005, p. 436)4. En el origen de esta suerte de disfuncionalidadfuncional, estaría la coexistencia en la sociedad colombiana, y probablemente en cualquier sociedad contemporánea, de los fines formales y las normas ideales, propios del poder jurídico-político, con los fines derivados y las normas reales, generados por la violencia. Los roles institucionales adquirirían así una faz doble: por un lado, regular y, por el otro, deformado (p. 434)5. Fals caracterizó el resultado de esta dualidad entre lo formal-ideal y lo derivado-real como un agrietamiento estructural, producido por la saturación de violencia en las relaciones sociales, mediante un movimiento de ida y vuelta entre lo nacional, lo regional, lo comunal, lo vecinal, lo familiar y lo diádico. De acuerdo con su interpretación, las grietas (cleavages) que se formaron con ocasión de este sismo social dejaron al descubierto “puntos débiles de la estructura social colombiana”, como “la impunidad (en las instituciones jurídicas), la falta de tierras y la pobreza (en las instituciones económicas), y la ignorancia (en las instituciones educativas) […]” (p. 438). 4 Utilizamos para las citas la edición corregida del 2005, que no altera el contenido del análisis. Fals Borda aclara que el concepto de disfunción solo puede ser utilizado si se dan la cuatro condiciones siguientes: “1.º Si se relaciona con un grupo social específico o de referencia en un determinado nivel de integración; 2.º si se condiciona a la disparidad entre los fines formales y los derivados de un sistema social; 3.º si se relaciona especialmente con normas sociales y con deformaciones de status-roles reconocidos; y 4.º si toda esta combinación de elementos queda aún dentro del marco institucional o del sistema social básico” (Guzmán et al., 2005, p. 437). 5 Fals ilustra esta doble faz con el ejemplo de la policía: “Implícita se encuentra aquí también una deformación de roles dentro de las instituciones. El policía ya no es guarda del orden sino un agente del desorden y del crimen. Mas no puede argumentarse que esta conducta no vaya involucrada en el nuevo rol del agente de Policía, puesto que esta en realidad se ha amoldado a las normas impartidas por su grupo y por los grupos a él vinculados en otros niveles de integración, que exigen el desorden y el crimen. Estos grupos (al nivel estatal, de los partidos nacionales y de la máquina política vecinal) han legitimado en el agente de Policía un nuevo rol, un rol violento, distinto al contemplado en los códigos” (Guzmán et al., 2005, 434).

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 _

Más allá del lenguaje estructuralista utilizado por Fals, con el propósito de demostrar desde su semántica las limitaciones analíticas que le eran inherentes, es conveniente subrayar la relación que establece entre la violencia ilegal o ilegítima, definida en relación con los fines formales y las normas ideales, y la transformación del poder político y del sistema social en Colombia. Incluso, llega a sostener una tesis que califica de extraña desde la lógica estructural-funcionalista, pero probable socialmente: las disfunciones pueden llegar a ser institucionalizadas (p. 435). Podríamos afirmar que, en este sentido, para Fals, la anomia en relación con el orden formal puede mutar hacia los órdenes reales de la violencia. Sin embargo, en su ensayo todavía perdura el paradigma negativo que tiende a fragmentar el análisis en términos de legitimidad e ilegitimidad, de tal forma que la violencia aparece estructurando básicamente el espacio de lo ilegal y solo subsidiariamente el de lo estatal, bajo la formación de órdenes alternos y complementarios. El contraste analítico entre Arendt y Fals es evidente: para Arendt, la violencia es un instrumento social que no puede crear poder político, mientras que, para Fals, es uno de los elementos que lo estructuran. No se trata aquí simplemente de enfoques disciplinares diversos, debido a los campos de conocimiento de referencia, en un caso la filosofía y en el otro la sociología, sino que las diferencias reflejan la brecha enorme entre la pretensión normativa del texto Sobre la violencia y la comprensiva del capítulo sobre “El conflicto, la violencia y la estructura social colombiana”, incluido en la Violencia en Colombia. Además, resaltan un aspecto relevante en el debate contemporáneo sobre la violencia: su carácter estructurante, que es necesario aclarar, pues, en la propuesta de Fals, la relación entre violencia y poder no permite comprender la interrelación entre los diferentes órdenes producidos por la violencia, la cual traspasa las fronteras demarcadas por lo legal y lo legítimo. Empero, abre un horizonte mucho más amplio para interpretar el sentido social de la paz en un país como Colombia, que exigiría desmontar los órdenes sociales y políticos alternos construidos fundamentalmente alrededor del ejercicio sistemático de los diferentes tipos de violencia social, simbólica y política.

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 _

La violencia estructurante En 1921, entre las dos guerras europeas y ante la crisis de la democracia representativa, Walter Benjamin esboza su crítica de la violencia, la cual gira alrededor de la fundación o la conservación del derecho6. La violencia aparece, así, como estructuradora de un poder político que es legitimado bajo la forma jurídica. No es un simple instrumento que debe ser justificado con respecto a un fin determinado, como en Arendt, sino la fuerza coactiva que se legitima como poder reconocido y aceptado socialmente. Para Arendt, la violencia, como todo instrumento, se justifica en relación con un fin futuro, mientras que el poder lo hace con respecto a un origen colectivo pasado. Por eso, afirma que “la violencia puede ser justificable pero nunca será legítima” (2005, pp. 71-72). En Benjamin, la violencia se legitima socialmente cuando convierte el fin que justifica su uso pasado en el fundamento del poder presente y futuro; cuando los sentidos colectivos concertados son construidos socialmente, en virtud de su utilización pretérita y de la amenaza de su utilización venidera, como sucede en el Estado moderno. No obstante, la reflexión de Benjamin tiene otro objetivo menos visible: aportar los elementos para analizar y cuestionar el carácter meramente instrumental de la violencia y los criterios para establecer si puede ser considerada como ética, con independencia de los fines, justos o injustos, que se pretenden alcanzar mediante su utilización7. 6 “La tarea de una crítica de la violencia puede circunscribirse a la descripción de la relación de esta respecto al derecho y a la justicia. Es que, en lo que concierne a la violencia en su sentido más conciso, solo se llega a una razón efectiva, siempre y cuando se inscriba dentro de un contexto ético. Y la esfera de este concepto está indicada por los conceptos de derecho y justicia. En lo que se refiere al primero, no cabe duda de que constituye el medio y el fin de todo orden de derecho […]” (Benjamin, 2001, p. 21). 7 “Porque de ser la violencia un medio, un criterio crítico de ella podría parecernos fácilmente dado. Bastaría considerar si la violencia, en caso preciso, sirve a fines justos o injustos. Pero no es así. Aun asumiendo que tal sistema está por encima de toda duda, lo que contiene no es un criterio propio de la violencia como principio, sino un criterio para los casos de su utilización. La cuestión de si la violencia es en general ética como medio para alcanzar un fin seguiría sin resolverse. Para llegar a una decisión al respecto, es necesario un criterio más fino, una distinción dentro de la esfera de los medios, independientemente de los fines que sirva” (Benjamin, 2001, p. 21).

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 _

Para realizar el análisis crítico del perfil instrumental de la violencia, la clasifica en tres tipos: la instrumental, la mítica y la divina. Las dos primeras fundan y conservan el derecho. La última lo destruye. De acuerdo con Benjamin, mediante la violencia instrumental, los teóricos del derecho natural pretenden “‘justificar’ los medios por la justicia de sus fines”, mientras que los teóricos del derecho positivo buscan “‘garantizar’ la justicia de los fines a través de la legitimación de los medios” (p. 24). En ambos casos, la violencia es vista, al igual que en Arendt, como un instrumento para alcanzar un propósito que la condiciona. Sin embargo, Benjamin destaca que, en las dos corrientes, la violencia también es estructurante: funda el derecho y crea el poder político. Por ende, si las instancias jurídicamente competentes no son las encargadas de aplicarla, se convierte en una amenaza para el orden jurídico, al estar por fuera de su ámbito y atentar contra su estructura, la cual está basada en su uso exclusivo y excluyente (pp. 26-27). Las limitaciones del enfoque que pretende restringir la violencia a la condición de un medio subordinado al fin que lo determina surgen a la vista, cuando resulta claro dentro del ensayo que esta no puede ser escindida del derecho, de los órdenes sociales modernos, pues los constituye como uno de sus elementos esenciales8. La disgresión sobre los medios no-violentos que no fundan ni conservan el derecho, como la esfera del “mutuo entendimiento” (del lenguaje) o la huelga general soreliana, lleva a Benjamin a concluir que los medios legítimos 8 “La violencia como medio es siempre, o bien fundadora de derecho o conservadora de derecho. En caso de no reivindicar alguno de estos predicados renuncia a toda validez. De ellos se desprende que, en el mejor de los casos, toda violencia empleada como medio participa en la problemática del derecho en general” (Benjamin, 2001, p. 33). Derrida (1997) y Esposito (2002) insisten en la superación de la dicotomía entre medios y fines, aplicable al poder político, que se da en el ensayo de Benjamin: “La violencia no se limita a preceder al derecho ni a seguirlo, sino que lo acompaña —o mejor dicho, lo constituye— a lo largo de toda su trayectoria con un movimiento pendular que va de la fuerza al poder y del poder a la fuerza. Dentro de este circuito se pueden distinguir tres pasajes distintos y concatenados: 1) al comienzo siempre es un hecho de violencia —jurídicamente infundado— el que funda el derecho; 2) este último, una vez instituido, tiende a excluir toda otra violencia por fuera de él; 3) pero dicha exclusión no puede ser realizada más que a través de una violencia ulterior, ya no instituyente, sino conservadora del poder establecido. En última instancia el derecho consiste en esto: una violencia a la violencia por el control de la violencia” (Esposito, 2002, p. 46).

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no están orientados necesariamente por fines justos o que existen violencias que no sirven de medio para un fin predeterminado (p. 38). En este contexto, introduce la diferencia entre la violencia instrumental y la mítica, que no sería medio para sus fines, sino pura manifestación de los dioses, de su voluntad y de su existencia (p. 39). Las leyendas de Níobe y Prometeo, humanos arrogantes que provocan la ira de los habitantes del Olimpo, permiten caracterizar este tipo de violencia que, según Benjamin, no es ejercida “por ultrajar el derecho, sino por desafiar al destino a una lucha que este va a ganar, y cuya victoria necesariamente requiere el seguimiento de un derecho” (p. 39). La referencia mítica sirve para representar la violencia que funda el derecho como la manifestación de la voluntad y la existencia de un sujeto que domina y no como un fin buscado intencionalmente. En tal medida, garantiza el poder estableciendo los límites de lo permitido, “aun en aquellos casos en que el vencedor dispone de una superioridad absoluta de medios violentos” (p. 40). Impone la igualdad de lo que no es equivalente o institucionaliza las jerarquías derivadas de la guerra, bajo la forma de la igualdad de los derechos9. No tiene un propósito, materializa la voluntad de quien domina y establece las condiciones de la subordinación. Por haber desafiado a seres superiores, Níobe debe vivir petrificada, y llorar con lágrimas de mármol la culpa por la muerte de sus hijos e hijas. Ese es el nuevo derecho de los dioses que responde con la violencia de su supremacía a la “arrogancia” de los seres humanos. El tercer tipo de violencia, la divina, no tiene finalidad y su principio es la justicia. Destruye o revoca el derecho, el fin por excelencia, no lo funda, no lo conserva. Arrasa fronteras, es redentora, letal, pero incruenta. Acepta sacrificios, no los exige, y es ejercida “sobre todo lo viviente y por amor a lo vivo” (p. 42). Las características de esta violencia, a la que Benjamin considera pura e inmediata, son mas herméticas en su texto y permiten diferentes 9 “Aquí asoma con terrible ingenuidad la mítica ambigüedad de las leyes que no deben ser ‘transgredidas’, y de las que hace mención satírica Anatole France cuando dice: la ley prohíbe de igual manera a ricos y a pobres pernoctar bajo puente. Asimismo, cuando Sorel sugiere que el privilegio (o derecho prerrogativo) de reyes y poderosos está en el origen de todo derecho, más que una conclusión de índole histórico-cultural, está rozando una verdad metafísica” (Benjamin, 2001, p. 40).

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formas de interpretación alrededor de la revolución o del estado de excepción, como lo ilustran Žižek (2009) y Agamben (2003b) e incluso, en forma equívoca, Derrida (1997), en la línea del nazismo. A pesar del pluralismo hermenéutico que posibilita, es Bojanić (2010), al estudiar el único ejemplo que utiliza Benjamin para ilustrar este tipo de violencia, el de Korah10, quien ofrece pistas convincentes para su comprensión. La violencia divina, pura o absoluta, sería la ejercida como un acto de justicia (un acto de Dios) contra todas las injusticias, incluida la de los falsos mesías y los pseudorrevolucionarios, quienes se rebelan contra el derecho para fundar un nuevo derecho. Pero, además, sería la última violencia, la que anticiparía la no-violencia. Por tal razón, la violencia divina no crearía ni conservaría el derecho, sino que lo destruiría (Benjamin, 2001, p. 41). Representa la ilusión de una violencia redentora que hace innecesaria la utilización posterior de la violencia misma, pues crea una condición social pospolítica. Arrasa el poder constituido para mantener vivo el poder constituyente. Es un acto mesiánico y fundacional que intenta crear el reino divino de la justicia en medio de los seres humanos11. Sintetiza la pretensión de Benjamin de congelar la violencia revolucionaria en el momento mismo de la revolución. Sin embargo, a pesar de él, en el mundo de los seres humanos configura un nuevo orden y un nuevo derecho que desvirtúa su sentido. No es instrumento, no es la manifestación de la voluntad de dominio, es la expresión de una emancipación o una liberación que abre a la sociedad hacia la estructuración de nuevos órdenes o desórdenes ajenos a la intención de los actores que la utilizan. Sus efectos son, por ende, consecuenciales, no buscados. 10 Según la Bilblia, Korah es un líder del pueblo hebreo que en nombre de la igualdad se rebela contra Moisés, Aaron e, indirectamente, contra su Dios, el cual lo castiga en forma violenta. 11 “Para que la violencia cometida sea imputada, ya sea al Mesías o a Dios —esta sería al parecer la consecuencia de la sugestión de Benjamin—, sería necesario que el hecho mismo de la violencia borrara y conservara simultáneamente (protegiera, aplazara, conservara y reservara) el momento revolucionario y negativo de una comunidad. La supresión revolucionaria de Korah y de su tribu exige una nueva reparación de la comunidad, pero según una nueva medida. Esta medida solo es posible a la sombra de un mundo por venir, cuando el Mesías levante ‘a toda la comunidad’ de la tierra, incluidos los malos y los rebeldes (Sanhedrín, 108a). ‘Sí, todos ellos son santos [kedoshim] y en medio de ellos’” (Bojanić, 2010, pp. 158-159).

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Más allá de las connotaciones metafísicas implícitas en el análisis realizado por Benjamin, su crítica aclara las tres formas en que la violencia estructura el poder político y los órdenes sociales: como medio para alcanzar un fin institucionalizado, como expresión institucionalizada de un dominio y como consecuencia de una lucha redentora (emancipadora) contra las injusticias. Como medio estructurante, no es un simple instrumento, pues moldea el ejercicio mismo del derecho y del poder político y establece las condiciones para la formación de los consensos sociales. Como expresión institucionalizada de un dominio, delimita el ámbito de su legalidad o legitimidad, o las pautas para su aceptación social, en virtud de las creencias y los referentes culturales que hacen políticamente tolerable la práctica de una determinada violencia. Como consecuencia de una lucha redentora, revoluciona o trastoca las fronteras entre lo legítimo y lo ilegítimo, lo legal y lo ilegal. Bajo las tres formas, la violencia resulta inseparable del poder político en la modernidad política en Occidente; pues, en ella, la política y lo político se estructuran como administración de la violencia o, más precisamente, de las violencias: físicas, simbólicas o sociales. Aunque el poder no es violencia, e incluso la violencia puede constituir su negación, al ser una imposición que impide el gobierno de los otros y la economía de las energías sociales en la búsqueda de propósitos colectivos12, el poder político, independientemente de la distinción entre lo legítimo y lo ilegítimo, lo legal y lo ilegal, implica administrar la violencia pasada y la eventualidad de la violencia futura en función del presente13. Por tal razón, la violencia lo estructura, 12 Al hablar de la legitimidad en la modernidad occidental, Guglielmo Ferrero explica con candidez y claridad el desgobierno y el despilfarro social que en términos del poder político puede implicar el uso indiscriminado y permanente de la violencia (asimilada a la fuerza): “Hemos visto que los instrumentos de la fuerza aterrorizan a la vez a quienes los sufren y a quienes los emplean. Como también hemos visto que el miedo al Poder se exaspera hasta el paroxismo por la acción y reacción recíproca entre Poder y súbditos; que el miedo de los súbditos aterroriza al Poder porque engendra el odio y el espíritu de revuelta también aumentan: cuanto más miedo despierta el Poder, más miedo siente; cuanto más miedo tiene, mayor es su necesidad de hacer sentir miedo” (1998, p. 312). 13 Así lo entiende Luhmann al hablar de la relación entre poder y violencia física en el Estado moderno: “La violencia se establece como el comienzo del sistema que conduce a la selección de las reglas, cuya función, racionalidad y legitimidad las hace independientes de las condiciones

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 _

aunque su ejercicio permanente lo destruya, como bien anotaba Hannah Arendt. La sociedad colombiana ha vivido los tres tipos de violencia simultáneamente, de tal forma que es imposible comprender la estructuración del poder político sin tener en cuenta la interrelación entre la violencia instrumental, la mítica y la divina, y la conformación en este entramado de diferentes órdenes de la violencia, desde el estatal hasta el guerrillero, pasando por el paramilitar y el de los traficantes de drogas; o por los órdenes que son moldeados al mismo tiempo por diferentes tipos de violencias, aun cuando estas sean contradictorias desde el punto de vista bélico. Pero la intersección entre los tres tipos de violencia también ha abierto en el país un espacio de indeterminación en donde todo orden es suspendido, una tierra de nadie y de todos, en la cual reina la violencia desnuda, que, en palabras de Giorgio Agamben, da lugar a una zona de anomia caracterizada por la ausencia del derecho: el estado de excepción14. Dentro de él, la vida de los seres humanos está absolutamente desprotegida: cualquiera puede acabar con ella sin necesidad de seguir rituales y procedimientos, al haber sido reducida a la nuda vida del homo sacer (Agamben, 2003b, pp. 106-112). Las estadísticas sobre asesinatos políticos, secuestros, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, violaciones, detenciones arbitrarias o destierros internos y externos son elocuentes al respecto; es innecesario repetirlas, ya que reflejan la cara visible de la violencia colombiana. Basta recordar que cada uno de los actores políticos en el país es responsable de violaciones sistemáticas a los derechos humanos o al derecho internacional humanitario —Fuerzas Armadas, Policía, guerrillas, paramilitares, traficantes de drogas o bandas criminales—, iniciales para la acción. Al mismo tiempo, la violencia se describe como un evento futuro, cuyo inicio se puede evitar en el presente, es decir, en la codificación dual del poder por medio de la ley. Reemplazan la mera omnipresencia de la violencia con la presencia de un tiempo presente regulado, que es compatible con los límites temporales de un pasado o futuro diferente, pero no activo” (1995, p. 93). 14 “El estado de excepción no es una dictadura (constitucional o inconstitucional, comisarial o soberana), sino un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en que todas las determinaciones jurídicas —y, sobre todo, la distinción misma entre lo público y lo privado— son desactivadas” (Agamben, 2004, p. 75).

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y que para ejecutar tales crímenes han contado con la complicidad tácita o expresa de miembros de diferentes gobiernos (nacionales, regionales o locales), partidos y movimientos políticos reconocidos legalmente. Esta violencia desnuda en Colombia no es simplemente el resultado de la violencia divina que destruye el derecho, como lo interpreta Agamben (2003b, pp. 86-87) cuando analiza el ensayo de Benjamin, sino de la liberación en el ejercicio de cualquier tipo de violencia de las ataduras que le imponen el derecho o la ética. De allí su desnudez. La crítica de Benjamin nos invita a estudiar el carácter estructurante que tiene la violencia en la sociedad contemporánea. En Colombia, después de la pausa causalista y del olvido relativo de las tesis de Fals Borda, desde finales de la década del siglo pasado, investigaciones representativas de la literatura nacional retoman la pregunta sobre la relación estructurante entre la violencia y el orden social y político, a partir del libro de Daniel Pécaut (1987); o entre la violencia y la formación y el funcionamiento del Estadonación, en textos como los escritos por González et al. (2003), fundamentados en un análisis historiográfico y teórico riguroso; o por Marco Palacios, bajo la forma de un ensayo fragmentario sobre la violencia pública entre 1958 y 2010. No obstante, en estos trabajos predomina una visión fragmentaria de la violencia, comprendida fundamentalmente a través de la dicotomía entre lo legal y lo ilegal, y no una perspectiva que permita dar cuenta de la interrelación entre los diferentes tipos de violencia, de la complementariedad entre la normalidad y la excepcionalidad, y de la producción simultánea de los órdenes y desórdenes en los que se ejerce el poder político en el país. Así, por ejemplo, en los últimos años, los territorios, las subjetividades, el conflicto social, la política o las relaciones de producción se han reestructurado a partir de esta interrelación, como puede ilustrarlo la siguiente descripción. Los territorios. Tanto desde el punto de vista político como económico, el campo y las ciudades colombianas han sufrido mutaciones ocasionadas por el conflicto armado. Los desplazados han transformado las ciudades; la parapolítica ha cambiado el mapa electoral; las violaciones de los derechos humanos y del derecho humanitario han favorecido la concentración de la tierra y alterado los ecosistemas.

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Las subjetividades. En más de cincuenta años, el país ha asistido a la formación de nuevas subjetividades que han alterado profundamente el mundo de las organizaciones populares y el de las élites. Al lado de los viejos y los nuevos movimientos, han surgido las organizaciones de víctimas, al tiempo que las élites emergentes han asumido el control de diferentes regiones y relegado a un segundo lugar a las élites tradicionales. En otro sentido, los militares se convirtieron en policías y los policías en militares o, a la sombra de la mixtura entre las violencias, diferentes actores políticomilitares transitaron hacia el tráfico de drogas ilegales. El conflicto social. Los conflictos entre los actores y los movimientos populares y las élites y los gobiernos de los partidos tradicionales, o derivados de ellos, pasaron del antagonismo social al antagonismo bélico, hasta tal punto que los luchadores populares han sido asimilados a terroristas, dentro de la lógica del derecho penal del enemigo, o los adversarios políticos han sido tratados en forma indiscriminada como “enemigos ónticos de clase”, que deben ser eliminados física o simbólicamente. La política. La imposición de una lógica bélica en la política, propia de la distinción entre los amigos y los enemigos públicos, ha impedido el desarrollo de movimientos sociales y políticos alternativos, sin que corran el riesgo de ser estigmatizados y exterminados como adversarios a los cuales, en la práctica, no se les reconocen los más mínimos derechos, o la condición de ciudadanos o de subjetividades alternas. Lo productivo. La implantación del extractivismo y la reprimarización de la economía en el país han ido de la mano con la degradación del conflicto armado. Así mismo, han estado acompañadas de los ciclos de violación sistemática de los derechos humanos en vastos territorios que son esenciales para implementar políticas de soberanía y seguridad alimentarias o para apoyar las alternativas productivas del campesinado, sin las cuales leyes como la de tierras se pueden convertir en la formalización de la propiedad adquirida gracias a las violencias. Frente a las características estructurantes del entramado de violencias, las cuales son apuntaladas por las violencias simbólicas y sociales, la propuesta de Arendt adquiere otro sentido cuando la despojamos de su pretensión

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analítica y la reafirmamos en su propósito normativo. Si reconocemos la tensión maquiavélica entre violencia y consenso libre como constitutiva del poder político en la modernidad occidental, la paz y la democracia dependerían de reducir el ámbito de las violencias y ampliar el de la acción colectiva y concertada en todas las esferas de la vida social. Más allá de la modernidad, podemos aspirar a una política que no sea la continuación de la guerra por otros medios, como en la inversión del aforismo de Clausewitz realizada por Foucault (2001, p. 29), sino la antiviolencia sugerida por Balibar (2010). Tal vez ninguna práctica política que renuncie a ser atrapada por la tensión moderna puede ser pensada, si […] no se fija simultáneamente como objetivo hacer recular en todas partes, bajo cualquiera de sus formas, la violencia subjetiva-objetiva que suprime incesantemente la posibilidad de la política. Entonces, la política ya no puede ser pensada simplemente ni como relevo de la violencia (superación hacia la no-violencia) ni como transformación de sus condiciones determinadas (lo cual puede requerir la aplicación de una contraviolencia). La política no sería más un medio, un instrumento para otra cosa, tampoco un fin en sí misma. Más bien sería una apuesta incierta de la confrontación con el elemento irreductible de la alteridad que ella lleva en sí misma. (Foucault, 2001, p. 38; traducción libre del autor)

La paz y la democracia implicarían el desmonte y la asfixia de los órdenes de las violencias y de las causas que en función de ellos las generan.

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Parte I.

Democracia, violencias y derecho en la Colombia contemporánea

C o n t e n i d o pa rt e I .

» Raul Zelik

Orden, nomos, excepción: la violencia desnuda como punto cero del orden estatal y económico

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¿Nomos como paz?  El paramilitarismo: una informalización de la violencia del Ejecutivo El orden que precede al derecho ¿Justicia transicional en Colombia?

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» Andrés Felipe Mora Cortés

Estado, pobreza y desigualdad: Colombia, la violencia socioeconómica y la ruptura del pacto constitucional de 1991 Presentación Estado y producción de la pobreza y la desigualdad Hacia un concepto de la violencia socioeconómica Estado y violencia socioeconómica en Colombia La forma bélico-asistencial del Estado en Colombia Conclusión

» Grupo M de Memoria

Construir la memoria en medio del conflicto armado. Desafíos para la sociedad colombiana Introducción ¿Por qué no estamos en un contexto transicional en Colombia? Alcances y limitaciones de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras Demandas contra la Ley de Víctimas La memoria colectiva y la memoria histórica en un contexto no transicional Conclusiones



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desnuda como punto cero del orden estatal y económico

Raul Zelik A mediados del 2011, la película colombiana Saluda al diablo de mi parte llegó a los cines internacionales. Al comienzo, y en los créditos, el thriller rodado por los hermanos Orozco cuestiona la ley de reinserción en Colombia. Esta ley, acordada por el gobierno derechista de Álvaro Uribe y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) durante un proceso de negociación, hizo que unos treinta mil paramilitares pudieran reinsertarse a la vida civil en la década de los 2000. Sus crímenes, no obstante —miles de masacres, decenas de miles de asesinatos, el desplazamiento de entre dos y tres millones de campesinos— quedaron impunes1. Estas trastiendas son ocultadas por los hermanos Orozco. Los directores colombianos se limitan a un comentario general sobre los límites del 1 Aunque los líderes paramilitares están recluidos hoy en los Estados Unidos, fueron acusados y condenados allí por narcotráfico y no por sus crímenes de lesa humanidad.

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P a rt e I . D e m o c r ac i a , v i o l e n c i a s y d e r e c h o e n l a C o lo m b i a c o n t e m p o r á n e a

la vulnerabilidad del mundo

Orden, nomos, excepción: la violencia

perdón. Insinúan que la ley de desmovilización se dirigió a todos los grupos ilegales —tanto a guerrillas como a paramilitares— por igual. Si bien, en cuanto al texto legislativo, esto no es del todo incorrecto, hay que anotar que la ley fue diseñada originalmente para permitir la reinserción y legalización de los paramilitares2. Con esta primera imprecisión, inadvertidamente se establece una tesis de envergadura: los actores ilegales en Colombia, al fin y al cabo, son todos idénticos. Al comenzar la película, una voz en off postula la tesis que luego sirve como punto de partida de la historia: un proceso de perdón nunca puede derivarse de decisiones gubernamentales. Solo las víctimas —y no los gobernantes— pueden definir un punto final. La película pretende narrar lo que ocurre si las víctimas no están dispuestas a perdonar. A primera vista, Saluda al diablo de mi parte se declara partidaria de la perspectiva de las organizaciones de víctimas. Como es sabido, los comités internacionales de Auschwitz, las Madres de la Plaza de Mayo argentinas o el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes del Estado (Movice), de Colombia, defienden la consigna “Ni perdón ni olvido”. Con ello, postulan que solo se puede hablar de justicia —también en el sentido de una justicia transicional— si hay esclarecimiento y castigo de los crímenes de derechos humanos. En la película, sin embargo, se debate esta reivindicación en un contexto totalmente cambiado. Saluda al diablo de mi parte cuenta la historia del millonario Lehder, que ha quedado paralítico como consecuencia de un 2 Al principio, la propuesta de ley del gobierno Uribe preveía condenas menores y la posibilidad de una reinserción política de las AUC. La dinámica del proceso de desmovilización, sin embargo, obstaculizó esta legalización fáctica. Respondiendo a presiones internacionales e intervenciones de ONG de derechos humanos, la Corte Suprema primero modificó la ley. Algunos de los paramilitares, que ahora enfrentaban condenas mucho más serias de lo que se había acordado con el gobierno Uribe, a continuación empezaron a hacer declaraciones sobre las estructuras paramilitares y sus relaciones con los poderes políticos y económicos. Además, entablaron conversaciones directas con organizaciones populares sobre una reparación de las víctimas, según han afirmado organizaciones de derechos humanos. La derecha uribista, que había mantenido una alianza política, económica y operativa con el paramilitarismo, empezó a preocuparse por este desarrollo. Por consiguiente, el presidente Uribe —temiendo posibles testimonios incriminatorios y una repartición de tierras— marcó cada vez más distancia frente a sus antiguos aliados. En 2008, finalmente, hizo extraditar sorpresivamente a los líderes paramilitares a los Estados Unidos, donde fueron judicializados y condenados por narcotráfico.

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secuestro por la guerrilla. Ahora que sus verdugos, gracias a la Ley de Justicia y Paz, han regresado a la vida civil, Lehder diseña un plan de venganza. Hace secuestrar al exguerrillero Ángel y a su hija. El millonario aclara que solo dejará a la niña si Ángel mata a todos los integrantes del antiguo comando guerrillero. De este modo, la historia de la guerra sucia en Colombia es insertada y resignificada en la película. El millonario Lehder no financia el asesinato de sindicalistas o campesinos, tal como ocurrió en miles de casos. No. Él es la víctima que resiste. Convierte a Ángel, el exguerrillero y victimario, en un escuadrón de muerte contra sus antiguos cómplices. Para salvar a su hija, Ángel tiene que ejecutar a sus antiguos compañeros, entre ellos, a su mejor amigo, Serge, un profesor universitario francés. Entre los secuestradores, sin embargo, también se encuentra el policía quien, siendo guerrillero, se había infiltrado a las fuerzas de seguridad. Moris, hombre clave en el secuestro de Lehder, se destaca por su actitud sádica y violenta. Cuando Ángel trata de matarlo, Moris, con la ayuda de sus colegas de la Policía, pasa al ataque. Hace secuestrar a Ángel para asesinarlo y desaparecerlo. No obstante, cuando Moris finalmente da inicio a esta masacre bien planeada, sus colegas se enteran de que otrora pertenecía a la guerrilla. Se da un tiroteo entre los funcionarios; todos, menos Ángel, mueren. Es cierto que las películas no tienen la función de retratar la realidad social. Sin embargo, es revelador —sobre todo si uno compara la película con el tratamiento de los crímenes de la dictadura en el cine argentino— cómo Saluda al diablo de mi parte resignifica la realidad colombiana. El thriller insinúa que la Ley de Justicia y Paz sirvió a las organizaciones guerrilleras. La víctima principal de la historia pertenece a las élites económicas. La violencia ilimitada del Estado, representada por el policía Moris, se debe a la infiltración de los insurgentes. En cuanto a su estética, la película apuesta, como muchas de este género, por la escenificación de la violencia. La representación que hace de los asesinatos, masacres y torturas es bastante fiel a la realidad. Las imágenes de la masacre organizada por Moris parecen conocidas. El interés por la realidad, no obstante, se limita a esta superficie. Los hermanos Orozco recogen los

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 _

imaginarios del horror, mientras se encubren los contextos y se omiten las explicaciones. De esta manera, la violencia se transforma en fuerza mística, inexplicable, proveniente de una oscuridad caótica, que devora a sus protagonistas, porque no hay normas ni un poder estatal que puedan poner límites a los impulsos arcaicos —venganza, sed sanguinaria, sadismo—. Queda la impresión de que la película casi celebra esta anomia que pretende criticar. El horror, finalmente, solo es un medio para generar un escalofrío entretenido entre los espectadores. Disfrazado críticamente y con las imágenes narrativas de la industria del entretenimiento, se reafirma así el mensaje del uribismo: las víctimas tienen que aprender a perdonar. Esto, sin embargo, no se predica a los desplazados, torturados y sobrevivientes de las masacres (que provienen —lo cual poco se menciona en los medios de comunicación y los debates académicos—, casi exclusivamente, de las clases populares), sino a una clase alta y media-alta que sufrió más bien periféricamente las consecuencias del conflicto colombiano. ¿Nomos como paz? Saluda al diablo de mi parte va a la moda. Desde finales de los años noventa, tienen vigencia los discursos neohobbesianos y neoschmittianos que derivan la violencia de la ausencia del orden, y reivindican la mano dura del Ejecutivo (no en contravía de la desestatización neoliberal sino, más bien, como elemento complementario de esta). En la ciencia política, esta tendencia se ha manifestado en el discurso de las “nuevas guerras”, que plantea una supuesta expansión del desorden proveniente de la periferia global. Mary Kaldor (2001) coinventó el término de nuevas guerras, que para entonces todavía servía para incluir los conflictos “pospolíticos” de los Balcanes y de África, étnica o religiosamente movilizados, en las discusiones críticas de las ciencias sociales. En el contexto de los nuevos discursos de seguridad, en cambio, la noción de las nuevas guerras se convierte en un paradigma imperial. Los escritos de Van Creveld (1997, 1998, 2003) o Münkler

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(2002) evidencian cómo se instrumentaliza el eslogan de las nuevas guerras para promover un cambio paradigmático en las políticas internacionales. ¿De qué tipo es este cambio paradigmático? Los tradicionales estudios de conflicto y paz de los años setenta y ochenta (de los cuales proviene Kaldor), en primer lugar, discutían la pregunta de cómo acotar, mediante la movilización social, los enormes potenciales de destrucción de los grandes Estados. Los estudios de conflicto, por tanto, implicaban una perspectiva crítica del nomos, el orden estatal e interestatal. Con las nuevas guerras, esta perspectiva se desplaza. Ahora son los actores no-estatales, como los terroristas y delincuentes, quienes representan la amenaza principal para la humanidad. De ahí se deduce la necesidad de defender la gobernabilidad global (de los países industrializados, se entiende) contra las tendencias anómicas de la periferia. Lo “otro”, no-estatal y premoderno, se convierte en enemigo. El desplazamiento de la perspectiva —que sustituye la crítica del nomos por su afirmación ofensiva— no se limita a las publicaciones académicas. En las intervenciones militares en Somalia, Colombia, Congo o Afganistán, el Estado fallido (failed state) sirvió como figura legitimadora principal al Occidente, y marcó el supuesto desmoronamiento del nomos interestatal. El discurso, igualmente, se ha insertado en el sentido común estético de los países occidentales. Películas como Black hawk down o Proof of life han suministrado el material imaginario para este escenario de anomia violenta expansiva, proveniente de las periferias globales incapaces de un proceso de modernización. El paramilitarismo: una informalización de la violencia del Ejecutivo Para entenderlo, hay que mirar atrás. Aunque Colombia sufre de un conflicto armado desde mediados del siglo xx, a finales de los años setenta, la situación volvió a agravarse tras un periodo algo más tranquilo. Frente al fortalecimiento de los movimientos populares y al surgimiento de una guerrilla urbana, el poder estatal reaccionó con una irregularización de la

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represión. Desde los servicios de inteligencia militares y basándose en la suposición de que la lucha contrainsurgente precisa apoyarse en métodos no-convencionales, se crearon escuadrones de muerte que perseguían a la oposición social y armada. Se podría afirmar que las fuerzas de seguridad, para poder combatir al guerrillero anónimo, generaron su propio brazo ilegal y encubierto. Los escuadrones de la muerte, que nacieron en 1978 en Colombia, se guiaron por los métodos de la Acción Anticomunista Argentina (Triple A) y hasta clonaron su nombre. El Triple A colombiano empezó a cometer atentados contra instalaciones del Partido Comunista, a enviar cartas amenazantes a políticos y jueces de pensamiento izquierdista y a desaparecer a supuestos militantes de las organizaciones guerrilleras (Giraldo, 1996, p. 82; “Deuda con la humanidad”, 2004, p. 46). Esta contrainsurgencia informal, sin embargo, pronto evidenció un problema. Pese a que las acciones encubiertas crearon un clima de zozobra generalizado que debilitaba a los grupos revolucionarios, los costos políticos para el Estado eran altos. Las relaciones con los cuerpos de seguridad eran demasiado evidentes, y ya que los conflictos irregulares obligatoriamente se deciden en el campo político, es decir, en la batalla por “los corazones y las mentes”, los escuadrones de la muerte conformados por los mismos servicios secretos no podían ser una estrategia a largo plazo. Ante este panorama, la contrainsurgencia pasó por un proceso de “tercerización” y externalización a principios de los años ochenta. Los servicios secretos colombianos se aprovecharon entonces de que algunos narcotraficantes estaban librando una guerra contra el Movimiento 19 de Abril (M-19). Para defenderse de posibles secuestros y extorsiones, los narcos habían creado su propio ejército privado, los llamados Muerte a Secuestradores (MAS)3. Los cuerpos de seguridad empezaron a colaborar con estos grupos. 3 Poco antes de su muerte, el exmilitar y comandante de las AUC Carlos Mauricio García, alias “Doblecero”, hizo públicas las relaciones entre el narcotráfico y los cuerpos de seguridad en Medellín (Bloque Metro, 2007). García afirmó, entre otras cosas, que el otrora director de Antinarcóticos de la Policía Nacional, y excomandante de la Policía en Medellín, José Leonardo Gallego, recibiría mensualmente 25 millones de pesos del narcoparamilitar Diego Murillo. Hay que recalcar que José Leonardo Gallego había sido investigado por su participación en la masacre

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De hecho, las estructuras de coacción de la delincuencia organizada eran perfectamente aptas para semejante cooperación. Primero —dado que el cumplimiento de contratos en la economía ilícita siempre tiene que ser asegurado mediante la intimidación—, estaban muy familiarizadas con el uso de la violencia extrema, y segundo, por tratarse de un actor ilegal, no tuvieron que tomar en consideración posibles consecuencias políticas de sus acciones. Muchos autores colombianos (p. e. Romero, 2005 y las publicaciones de la Corporación Nuevo Arco Iris) interpretan esta alianza entre la delincuencia organizada y fracciones del Estado como una “mafiotización” del Estado colombiano. Esta lectura, sin embargo, es bastante cuestionable. Es cierto que este tipo de cooperaciones también implican un elemento de corrupción, ya que altos mandos militares y policiales han recibido, y siguen recibiendo, pagos de los carteles del narcotráfico para garantizarles la impunidad. Esta alianza, no obstante, también cumplió un papel político y, por lo tanto, fue deseada. Mediante la cooperación con la delincuencia organizada, el Ejecutivo pudo ejercer (o hacer ejercer) una represión extrema contra focos rebeldes en el país sin tener que decretar ni responder por el estado de excepción. Expresado de otra manera: la instrumentalización del crimen organizado permitió una lucha antisubversiva más eficaz que en Chile, sin que el sistema político tuviera que asumir los costos políticos ni desgastarse en prácticas represivas. Esta “vía informal” no es un fenómeno específicamente colombiano. En otros países víctimas de crisis internas y dinámicas insurreccionales, también se puede observar una “tercerización” de la contrainsurgencia estatal. En sus esfuerzos por frenar el avance partisano en el sudeste asiático, las potencias coloniales Inglaterra y Francia, por ejemplo, hicieron uso de unidades paramilitares en la década de los cincuenta. El oficial francés Roger Trinquier, cuyo escrito Modern warfare (1961/1963) planteó los fundamentos teóricos para las políticas contrainsurgentes y fue exportado a América Latina de Maripipán en 1997 y que había recibido el reconocimiento de la embajada estadounidense por sus méritos en la lucha contra el narcotráfico en 1999.

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como manual de combate de los ejércitos nacionales4, constata que los militares no son capaces de hacer frente, con métodos convencionales, a una guerrilla que opera encubiertamente. A diferencia de la guerra regular, la lucha con las guerrillas no se libra por el control de territorios, sino por el de la población5. Así, el Estado estaría obligado a copiar parcialmente las acciones de las guerrillas6. Trinquier plantea, por lo tanto, la necesidad de desarrollar sistemas de control de la población civil7, de hacer uso de la tortura para conseguir informaciones sobre las estructuras encubiertas del adversario y de delegar la guerra parcialmente a unidades aliadas. En resumen, propone irregularizar, desacotar y externalizar la guerra estatal. Especialmente, la externalización de la contrainsurgencia resultó ser bastante funcional. En primer lugar, el actor no-estatal, pero cercano al Estado, puede actuar, como ya mencionamos arriba, sin respeto a limitaciones jurídicas; segundo, la violencia extrema terrorista genera un estado de shock en la población civil, lo que permite aislar a los insurrectos de su base social8; y tercero, una estrategia de violencia desregulada puede ayudar a preparar el terreno para soluciones autoritarias, pues posiciona al Estado como instancia de orden frente a la anomia generalizada —ello, sin embargo, solo si se logra convencer a la opinión pública de la inocencia del Estado y de que el actor paraestatal es una fuerza independiente y autónoma—. 4 El libro fue divulgado como manual contrainsurgente dentro de las publicaciones del Ejército colombiano en 1963. Sus contenidos se conocen también por la representación de sus tesis más importantes en la película La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo (1966). 5 En este sentido, se podría hablar de una biopolitización de la guerra. 6 Ya en tiempos de la ocupación napoleónica de España, los militares franceses llegaron a la conclusión de que, para combatir eficazmente a la guerrilla, era necesario recurrir a métodos partisanos. 7 En Argelia, Francia optó por el traslado y el internamiento forzoso de la población civil argelina. Pierre Bourdieu ha documentado estos campos de internamiento en sus famosas fotos de Argelia (2012). 8

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El historiador alemán Bernd Greiner (2007) describe la posición de los militares estadounidenses en Vietnam de la siguiente manera: “Si no era posible convencer a los campesinos de apoyar el bando americano, por lo menos deberían comprender que la solidaridad con el Vietcong tenía un precio más alto” (p. 215). Traducción propia.

Hay cada vez más indicios de que los servicios de inteligencia y las élites políticas colombianas nunca dejaron de jugar un papel rector en el paramilitarismo. No obstante, también se evidenció que los paramilitares eran más que una estructura típica de “terrorismo de Estado”. Con la desmovilización de las AUC, el perfil político del paramilitarismo se desmoronó aceleradamente. El discurso anticomunista y antisubversivo, con el que las AUC buscaban legitimar sus acciones “militares”, resultó ser una mera estrategia de marketing, diseñada por asesores políticos y de publicidad. Al mismo tiempo, la cúpula de las AUC se sumergió en un proceso de fraccionamiento, característico de grupos mafiosos que luchan por el control del negocio. En este contexto, Duncan (2006) propuso interpretar a los paramilitares como empresarios de guerra o de violencia. Para estos “empresarios”, la guerra representaría una estrategia de acumulación: el control de los territorios les permite explotar las fuentes de la economía ilícita, como la extorsión o el narcotráfico. Además, los comandantes paramilitares, en una suerte de “acumulación originaria”, pueden apoderarse de tierras mediante el desplazamiento de campesinos y comunidades nativas. Esta descripción de Duncan, sin embargo, no pudo explicar por qué la contrainsurgencia formaba parte del cálculo empresarial paramilitar. Su argumentación aclara por qué los paramilitares tenían interés en el control de territorios periféricos, antes en manos de la guerrilla. No obstante, no dilucida por qué los empresarios de la violencia desarrollaron todo tipo de crímenes contra los movimientos sociales y evadieron, al mismo tiempo, la confrontación con el Estado, que teóricamente era un obstáculo mucho más serio para su control territorial. Para entender este aspecto contrainsurgente, es necesario tomar en consideración las relaciones de los paramilitares con el Estado, la derecha autoritaria y las élites político-económicas. Si bien los paramilitares no (o apenas) perseguían fines políticos propios, sí cumplían una función política. Prestaban servicios de seguridad de mucho valor para altos mandos militares, la clase política e inversores nacionales e internacionales. Cometían homicidios contra líderes de la oposición política, despoblaban regiones aptas para la inversión económica, intimidaban a poblaciones rebeldes y eliminaban a movimientos

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populares enteros, como la organización campesina Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) que, con sus tomas de tierras, había representado una fuerza social sumamente dinámica y estrechamente vinculada con las organizaciones guerrilleras armadas. Como contraprestación, el poder estatal concedió a los empresarios de la violencia el derecho fáctico a realizar negocios ilícitos en las regiones controladas por ellos. Esta relación entre delincuencia organizada y poder estatal/grupos dominantes parecía una franquicia. Los paramilitares pudieron establecer órdenes locales (con el apoyo o, por lo menos, la connivencia de las fuerzas militares) y asumieron, en cambio, aquellas tareas represivas que las fuerzas de seguridad estatales no debían o no podían ejercer9. En esta relación de negocios existía, empero, un potencial de conflicto, dado que las AUC perseguían intereses económicos propios. Además, la economía del narcotráfico representaba un sector tan dinámico que, a mediano o largo plazo, tendría que desembocar en un desplazamiento de los poderes económicos tradicionales. Aunque las AUC cumplieron una función importante para el Estado y las élites, estos también estaban interesados en parar el ascenso de las clases emergentes vinculadas al narcotráfico. Esta relación estrecha, pero a la vez problemática, entre el paramilitarismo, por un lado, y el Poder Ejecutivo y el establecimiento político, por el otro, ha quedado en evidencia. Que los comandantes de las AUC no se movían por una enemistad política —tal como ellos mismos y los medios de comunicación lo afirmaron durante años—, sino por intereses económicos, se manifiesta por el hecho de que la gran mayoría de ellos procedían del 9 Este tipo de relaciones de negocios “líquidas” también predominó dentro del paramilitarismo. En su biografía autorizada, el excomandante paramilitar Carlos Castaño afirmó que las AUC nunca disponían de unidades propias en Medellín, por lo cual se veían obligadas a reclutar a pandillas juveniles (Aranguren, 2001, pp. 293-298). En este marco, fue la banda La Terraza la que ejecutó la mayoría de los homicidios perpetrados por las AUC. Según Castaño, no obstante, La Terraza nunca cobró directamente por los asesinatos. Más bien, las AUC pasaban información y apoyo a la banda para que esta pudiera asaltar transportes de valores o joyerías. El documental La Sierra (2004), realizado por Scott Dalton y Margarita Martínez, también muestra —sin comprender la relación entre paramilitarismo y pandillas juveniles— cómo las AUC instrumentalizaron las pandillas para ejercer un control territorial en los barrios populares de Medellín.

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crimen organizado. Así, los hermanos Fidel y Vicente Castaño pertenecían al mundo del narcotráfico cercano a Pablo Escobar antes de conformar las autodefensas. El número dos de las AUC, el ganadero Salvatore Mancuso, mantenía, como se supo durante el proceso de desmovilización, estrechas relaciones con la ‘Ndrangheta calabresa. Y el “inspector general” de las AUC, Diego Murillo, alias “Don Berna”, a finales de los años ochenta trabajaba como sicario del cartel de Medellín. Incluso la cabeza visible de las AUC, Carlos Castaño, todavía en 1989 ejercía sicariatos encomendados por el cartel de Medellín, según ha declarado su otrora cómplice Diego Murillo ante la Fiscalía colombiana (“Castaño participó”, 2012)10. Al mismo tiempo, los líderes paramilitares han afirmado que sus acciones fueron orientadas por personalidades políticas, militares y empresariales. En este sentido, Carlos Castaño (Aranguren, 2001, pp. 115-120) se refirió a la existencia de un supuesto “Grupo de los Seis”, cuyos integrantes eran reclutados de las “altas esferas del poder”, el cual reivindicaba la defensa de “la nación contra el comunismo” y decidía sobre la línea estratégica de las AUC (p. 116). En los últimos años, se ha sabido más sobre estas trastiendas del paramilitarismo. Con el escándalo de la “parapolítica”, se ha podido comprobar que numerosos políticos, empresarios e intelectuales colombianos habían firmado un pacto para la “refundación del Estado” (López, 2010). El objetivo de este pacto fue la conformación de un Estado autoritario, que no solo buscó eliminar a la izquierda sino desplazar también a partes de las élites tradicionales bogotanas. Parece que los promotores de este acuerdo consideraban la economía ilícita como el motor financiero para la configuración del nuevo bloque de poder. 10 Diego Murillo y los hermanos Fidel y Carlos Castaño rompieron con el cartel de Medellín hacia 1989-1990, después de que Pablo Escobar declarara la guerra frontal al Estado colombiano para cambiar las políticas antinarcóticos de este. Murillo y los Castaño fundaron el escuadrón de muerte Perseguidos por Pablo Escobar (Los Pepes), que fue apoyado económica y logísticamente por diferentes grupos, entre ellos el Gobierno colombiano, los cuerpos policiales, el cartel de Cali y varias agencias y fuerzas especiales estadounidenses (cf. El Nuevo Herald, 20 de octubre de 2000; Philadelphia Inquirer, 11 de noviembre de 2000, Aranguren, 2001, pp. 143-155; Bowden, 2001; El Espectador, 4 de junio 2006; Semana, 17 de febrero de 2008). Gracias a Los Pepes, Pablo Escobar cayó en diciembre de 1993. Luego, el escuadrón antiEscobar Los Pepes se convirtió en el germen de la organización nacional paramilitar de las AUC.

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Además, numerosos testigos han declarado que la derecha autoritaria dentro del Estado11 hizo uso tanto del paramilitarismo como de los servicios secretos para esta reconfiguración del poder. En 2011, el exdirector del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) —la policía de investigación colombiana— y confidente del presidente Uribe, Jorge Noguera, fue condenado a veinticinco años de cárcel por haber ordenado varios homicidios contra sindicalistas (“Jorge Noguera”, 2011). En noviembre del mismo año, Juan Carlos Sierra, alias “El Tuso”, paramilitar encarcelado en EE. UU. Estados Unidos, explicó ante fiscales colombianos que la familia de Álvaro Uribe, con ayuda del DAS y de los líderes paramilitares, había montado un complot contra la Corte Suprema de Justicia (“Las confesiones de ‘El Tuso’”, 2012). Algunas semanas más tarde, el otrora tercero al mando de las AUC, Diego Murillo, alias “Don Berna”, afirmó que el exsecretario de Gobierno de Uribe en la Gobernación de Antioquia, Pedro Moreno, y el vicedirector del DAS, José Miguel Narváez, habían encargado asesinatos y masacres a las AUC (“Los consejeros”, 2012). Según Murillo, la dirección estratégica externa de las AUC habría encomendado, entre otros, los asesinatos del humorista Jaime Garzón y del activista de derechos humanos Jesús María Valle Jaramillo en 1998. Resumiendo, podemos constatar que, si bien el paramilitarismo es un fenómeno multifacético, es evidente también que la anomia violenta no se deriva exclusivamente de las amenazas externas. La crisis de legitimidad del Estado y la existencia de la delincuencia organizada fueron la base de la expansión y desregulación de la violencia. Este proceso, sin embargo, no se habría dado si los militares y las élites político-económicas no hubieran promovido deliberadamente una inclusión del crimen organizado en las prácticas de seguridad. Por tanto, tenemos que considerar la anomia como obstáculo, producto y requisito del orden estatal colombiano. 11 Es difícil distinguir si la ultraderecha colombiana promovió, con todos los medios a su alcance, una transformación autoritaria del Estado o si el Poder Ejecutivo estableció un tipo de estado de excepción informal para defender al Estado contra sus enemigos y críticos, tal como el programa de la seguridad democrática lo postula. Sin embargo, no sorprende que diferentes procesos se sobrepongan y entremezclen. Colombia no sería el primer país donde el fortalecimiento del Estado vaya a la par con un apoderamiento del Ejecutivo (frente a otras instancias estatales) y un ascenso de la derecha autoritaria.

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Como ya se ha mencionado, esta relación aparentemente paradójica no es un fenómeno exclusivamente colombiano. Examinando la historia reciente de conflictos irregulares, nos daremos cuenta de que prácticas similares han sido bastante comunes. En la década de los cincuenta, en Indochina, tropas francesas usaron grupos paramilitares para luchar contra los partisanos del Vietminh. Dado que no disponían de suficientes recursos para la financiación formal de estos aliados, la potencia colonial empezó a cooperar con el narcotráfico, encubriendo el cultivo y la comercialización de opio por parte de los paramilitares (McCoy, 1972/1991, pp. 135-145). Asimismo, los Estados Unidos —pese a su War on Drugs— conformaron alianzas puntuales con la delincuencia organizada en el marco de conflictos geopolíticos. El apoyo logístico de los servicios secretos estadounidenses para la contra nicaragüense, por ejemplo, se canalizó en buena medida a través de estructuras del narcotráfico centro y norteamericano. Una comisión parlamentaria de investigación, dirigida por el senador demócrata John Kerry (Subcommittee on Terrorism, Narcotics and International Operations, 1988), no se atrevió a concluir que los servicios norteamericanos participaron directamente en el narcotráfico. Sin embargo, la comisión sostuvo que estructuras delincuenciales fueron protegidas, por motivos geopolíticos, ante la persecución judicial. En Afganistán, ocupada por la Unión Soviética, las acciones de los servicios secretos estadounidenses parecen haber seguido una lógica similar. Con los muyahidines, los Estados Unidos apoyaban milicias fundamentalistas o étnicas financiadas por el narcotráfico. El ascenso acelerado de Pakistán y Afganistán como productores de opio y heroína, durante la década de los ochenta, se debe, en buena medida, a esta constelación. Incluso en las guerras actuales en Irak y Afganistán, los Estados Unidos parecen aferrarse a estrategias que profundizan la anomia mediante la subcontratación del Poder Ejecutivo. De este modo, las tropas norteamericanas han delegado las guerras de ocupación a grupos aliados, entrelazados muchas veces con negocios ilícitos (por esta estrategia de externalización aboga Fourth Generation Seminar [2007]; algo más discretamente, el general David Kilcullen [2006]; críticamente, Maass [2005]). La organización de derechos humanos Human Rights Watch ha recalcado, en una investigación reciente (2011),

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que estos grupos habrían generado una dinámica de violencia y arbitrariedad en Afganistán. Si el monopolio de coacción es informalizado de esta manera, efectivamente se puede hablar de un Estado anómico. Sin embargo, se trata de una anomia generada desde el Estado para fortalecer al Ejecutivo. En este sentido, el leviatán deja de poner límites a la violencia. Al contrario, profundiza e irregulariza la anomia violenta para defender el statu quo contra movimientos revolucionarios, populares o sencillamente democráticos. El orden que precede al derecho Se trata de un argumento circular extraño: orden y nomos son tan importantes, que hay que defenderlos con todos los medios, hasta los más crueles. Los medios crueles, a su vez, sirven como legitimación para la reconstitución violenta del orden. En los años veinte, Carl Schmitt suministró el esqueleto discursivo para este tipo de lógicas. Según Schmitt (1979), el orden —los técnicos de la gobernabilidad contemporánea dirían la “seguridad”— es el criterio fundamental de cualquier estatalidad. Ello implica que el mismo derecho tiene que derivarse del orden. No existe una norma que pueda aplicarse al caos. Debe establecerse el orden para que el orden jurídico tenga sentido. Hay que crear una situación normal y es soberano el que decide de manera definitiva si este estado normal realmente está dado. (p. 20; la traducción es propia)

Schmitt, con este argumento, no solo buscaba incluir la violencia ilimitada del estado de excepción en el orden jurídico, para legitimar las medidas dictatoriales. Quería avanzar un paso más: convertir la violencia exitosa en el centro de cualquier sistema político. Por lo tanto, describía el orden jurídico como el producto de una imposición triunfante carente de criterios normativos, la llamada decisión (Dezision). Asimismo, derivaba la soberanía política de la capacidad de decretar la suspensión de los derechos. El encanto de Schmitt por la violencia exitosa lo llevó a afirmar, incluso,

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que un Estado no podía cometer crímenes. Según Schmitt (1989), “una prescripción cualquiera solo puede convertirse en derecho en virtud del Estado, en cuanto este la convierte en contenido de un mandato estatal” (p. 21; la traducción es propia). Si el Estado suspende el derecho, su acto dejaría de ser una infracción de la ley. Entusiasmado, Schmitt cita a Thomas Hobbes: “Auctoritas, non veritas facit legem”12. Sin embargo, asumir que cualquier orden obligatoriamente tiene que nacer de la violencia sería sobreestimar a Schmitt. Siempre es pensable también la vía del acuerdo hablado, del contrato social que, por cierto, tampoco se efectúa en un entorno libre de violencias, pero no tiene que tomar la forma de la decisión arbitraria schmittiana. No obstante, hay que constatar que, en las crisis de dominación y de hegemonía (como la colombiana), se evidencia el vínculo encubierto entre el poder de Estado y la excepción violenta. Este vínculo forma una sombra oscura y duradera sobre el orden jurídico. En lo que respecta a Colombia, es cierto que en el debate político relativamente abierto de 1991 el país construyó una nueva Constitución basada en principios normativos. Sin embargo, el espacio fáctico de vigencia de esta fue construido con todos los medios por el Estado, incluidos los terroristas del paramilitarismo. Podríamos afirmar que la estatalidad colombiana se estableció suspendiéndose. De este modo, el Estado en Colombia queda atado a la anomia violenta. El Ejecutivo no solo ha gobernado con decretos de excepción por décadas; además, partes del Estado han promovido la expansión y radicalización de un Estado anómico, delegando la contrainsurgencia a grupos del crimen organizado. En este sentido, creó estructuras paralelas y paraejecutivas de violencia para compensar su déficit de hegemonía. 12 Para una crítica de la violencia”, Walter Benjamin (1965/2001) discute la relación entre el orden jurídico y la violencia. Plantea el problema de que la violencia revolucionaria también implica una imposición decisionista y, por tanto, mantiene un vínculo oscuro con la arbitrariedad. Para un proyecto social-revolucionario se plantea, por consiguiente, el reto de encontrar un camino alternativo para fundar o crear el derecho. Benjamin destaca la importancia de una violencia objetadora (como la huelga general) y del lenguaje. El acuerdo por medio del lenguaje puede ser poder constituyente.

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Esta no es la única sombra que existe sobre el Estado de orden y derecho colombiano. Como pocos países en el mundo, Colombia evidencia que la propiedad privada tampoco es una institución jurídica neutral. En el país suramericano, los grandes patrimonios se deben, más evidentemente que en otras partes del mundo, al robo, la guerra y la violencia. Ello se manifiesta, entre otras cosas, en el despojo de los campesinos propulsado por los paramilitares y sus aliados. La Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (2006, p. 21) habla de entre 1,2 y 10 millones de hectáreas robadas; Sánchez y Uprimny (2010, p. 197) consideran que 5,5 millones de hectáreas es una cifra fiable. Por lo menos 2 millones de campesinos fueron expropiados de esta manera desde inicios de los ochenta. Si uno lee las reflexiones de Marx sobre la acumulación originaria (1867/1973, pp. 741-791), puede pensar que este texto fue escrito sobre la actualidad colombiana. En el capítulo 24 de El capital, Marx se pregunta por el origen de los grandes patrimonios y muestra que la creación normal del plusvalor (en el proceso industrial) solo era posible porque antes se habían dado procesos violentos de expropiación. Las tierras comunales campesinas habían sido robadas para pasar a manos de propietarios privados. Gracias a la esclavitud y el trabajo forzoso, grandes cantidades de metales valiosos habían llegado a Europa.Y la “liberación” de los campesinos desplazados había generado una reserva de mano de obra industrial. Por consiguiente, siempre, según Marx, el desplazamiento y la expropiación tienen que ser consideradas condiciones contingentes13 para la expansión del capitalismo. El caso colombiano demuestra que no se trata de un proceso histórico acabado. La expropiación violenta de tierras comunitarias, el desplazamiento de campesinos hacia las grandes ciudades, la concentración de tierras en manos de unos pocos “nobles” y la creación de nuevas relaciones agrarias 13 Se debe recalcar el término contingencia. El marxismo siempre ha tratado de explicar semejantes procesos con la expresión mágica necesidades históricas objetivas. Según esta interpretación, los campesinos habrían sido liberados porque el capital industrial necesitaba mano de obra barata. Esto, sin embargo, es esoterismo de izquierdas: una relación social naciente no puede crear retroactivamente las condiciones de su existencia. El surgimiento del capitalismo en Europa, más bien, es un proceso contingente, en el cual diferentes componentes se sobreponían y se fortalecían mutuamente.

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igualmente caracterizan la actualidad colombiana. Examinemos la toma de tierras campesinas y comunales. Marx (1867/1973) afirma que la agricultura productiva del pequeño campesinado europeo fue desplazada por un “régimen despoblador de los pastos (depopulating pasture)” (p. 747), lo que implicaba la “liberación” del campesino como mano de obra para la industria. Es cierto que, en la actualidad colombiana, la migración de la población campesina no representa un factor productivo ya que aquí, a diferencia de la situación histórica en Inglaterra, abunda la reserva de mano de obra barata. Pero, aparte de ello, prevalecen las similitudes. La noción de régimen despoblador de los pastos podría ser inventada para el Magdalena Medio, donde el paramilitarismo, el narcotráfico y la especulación de tierras han eliminado, casi por completo, la economía campesina. Asimismo, deben revisarse los pasajes de Marx sobre el carácter étnico de estos procesos de expropiación. Marx describe cómo el latifundio inglés desplazó a 15.000 campesinos nativos celtas mediante la fuerza del Ejército británico, y convirtió las tierras comunales escocesas en pastos para ovejas. ¿En qué se diferencia esto de la práctica de la xvii Brigada del Ejército colombiano la cual, junto a sus aliados paramilitares, impuso la siembra de cultivos de palma de aceite en terrenos comunales afrocolombianos del Chocó o del desplazamiento de comunidades indígenas y campesinas por el latifundio ganadero en Urabá? No hace falta remitirse al fenómeno poco apetitoso del latifundio premoderno para reconocer la funcionalidad de la violencia extrema. Los sectores más formales y respetables de la economía globalizada igualmente se han beneficiado del terror paramilitar en Colombia. En los últimos años, el país ha vuelto a ser altamente valorado por el capital: las inversiones extranjeras directas subieron de 1.700 millones de dólares, en el año 2003, a 10.600 millones, en 2008 (Bonilla, 2011, p. 60), lo cual se debió, más que todo, a la mayor seguridad para los inversores, producto del debilitamiento de sindicatos, movimientos populares y guerrillas. El que unos escuadrones de la muerte hayan eliminado a sindicalistas revoltosos y amenazado a ambientalistas críticos de grandes proyectos mineros y energéticos, evidentemente ha surtido efectos positivos sobre la rentabilidad de las inversiones. Hoy día, las empresas nacionales e internacionales en Colombia tienen que

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responder mucho menos que hace treinta años frente a reivindicaciones sociales y populares. Si tantas empresas financiaron al paramilitarismo, o por lo menos supieron aprovechar su existencia —la multinacional alimenticia Chiquita Brands ha admitido que pagó millones de dólares a las AUC; en el caso de la empresa minera Drummond, hay numerosos indicios de semejante relación; y en lo que respecta a Coca Cola y Nestlé, se puede comprobar, por lo menos, que la gerencia local aprovechó la existencia del paramilitarismo para destruir a los sindicatos más rebeldes—, no ha sido simplemente por maldad, sino por un cálculo de costos y beneficios. La violencia extrema puede resultar muy productiva también para la economía formal. ¿Justicia transicional en Colombia? El problema del proceso de pacificación en Colombia, por consiguiente, no consiste en que las víctimas hayan sido presionadas para perdonar, tal como lo insinúa la película Saluda al diablo de mi parte. Si hay que criticar al proceso de Justicia y Paz, es porque no ha tocado (o incluso consolidado) las relaciones políticas y socioeconómicas establecidas por el paramilitarismo. La justicia transicional, por concepto, sufre un dilema. La noción parte de la necesidad de un compromiso. Al aspecto jurídico —el castigo de crímenes—, se contrapone la necesidad política de incluir a los victimarios para poder poner a fin al conflicto armado. De este modo, por un lado se reivindican “la verdad, la justicia y la reparación”, mientras que por el otro se ponen límites a estas reivindicaciones para evitar que los victimarios vuelvan a recurrir a las armas. En cierto sentido, la justicia transicional evidentemente representa un avance. En muchos procesos de democratización de las últimas décadas, el aspecto de la justicia ha sido ignorado por completo. En la España posfranquista de los años setenta, por ejemplo, se renunció a la verdad, la justicia y la reparación para no “volver a abrir las viejas heridas”. El pacto de modernización, acordado entre socialistas y la derecha franquista, hizo que las víctimas de la dictadura hasta hoy no hayan sido rehabilitadas integralmente

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y que muchos crímenes —entre ellos, ejecuciones masivas y adopciones forzosas de niños— hayan quedado sin aclararse. Además, España sufre de una fuerte continuidad de la derecha franquista en el aparato estatal. Asimismo, en el proceso chileno la transición se limitó a una rehabilitación simbólica de las víctimas. Solo en los últimos años, casi dos décadas después del fin de la dictadura, las organizaciones de derechos humanos han logrado la apertura de algunos procesos judiciales para aclarar crímenes y lograr que algunos victimarios sean castigados. Por tanto, es positivo que en procesos más recientes (como los de Guatemala, Perú o África del Sur) se hayan conformado comisiones de verdad y memoria histórica para esclarecer las violaciones de derechos humanos por parte del Estado (y de fuerzas insurgentes). El problema, no obstante, sigue existiendo: la justicia transicional se limita a un reconocimiento simbólico. Las víctimas son rehabilitadas como sujetos de derecho pero no como actores políticos. Parece que se trata de ignorar la dimensión de los proyectos de violencia. El problema principal de la represión extrema, tal como la ejercen las dictaduras militares o los grupos paramilitares, no reside en la suspensión de derechos, sino en la transformación radical (y la consolidación) de las relaciones sociales, políticas, económicas y psicológicas en una población. Por ello la justicia transicional tiene un problema: quiere restablecer un orden jurídico sin tocar los fundamentos sociopolíticos impuestos por la violencia de excepción; quiere esclarecer los crímenes pero evade el debate sobre los proyectos políticos y sociales planteados por las víctimas. De este modo, cimienta —sin querer— la victimización de los que sufrieron la represión. Estos dejan de ser protagonistas de una transformación política o luchadores de resistencia contra la dictadura, y se convierten en víctimas de toda la vida. En este sentido, se trata de una rehabilitación envenenada. La justicia transicional genera sujetos que deben hablar sobre su papel de víctimas, pero no de sus proyectos políticos. Por esta misma razón, hay que ser escéptico con el proceso de transición colombiano. Es cierto que la oposición, y sectores de la justicia y la Comisión de Memoria Histórica han aportado elementos importantes para

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el esclarecimiento de crímenes paramilitares y paraestatales. Además, el gobierno de Juan Manuel Santos ha planteado una restitución de tierras robadas. En vista de las correlaciones reales de fuerza, no obstante, todo señala que esta transición solo llevará a una reconfiguración del poder establecido. La política de Santos pone límites a las élites regionales emergentes, representadas por el expresidente Uribe, y los procesos jurídicos y la amenaza de expropiación ejercen una presión sobre este sector político vinculado al latifundio mafioso. Pero el orden político y socioeconómico impuesto por el paramilitarismo y la derecha autoritaria solo se toca superficialmente. Las relaciones de poder y violencia en las regiones (y en el Estado central mismo) hacen que el proceso de verdad, justicia y reparación no pueda salir de un marco definido. El mismo presidente Santos ha señalado estos límites cuando, a principios del 2012, declaró su rechazo a un fallo de la Corte Suprema que obligaba al Ejército a pedir perdón por las desapariciones de jueces y guerrilleros durante la toma del Palacio de Justicia en 1985 (“‘Más bien nosotros le pedimos perdón al Ejército’”, 2012). También se perfila que, pese a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, solo una fracción de las tierras robadas retornará a manos de sus antiguos propietarios. Por presiones y temores, muchos campesinos ni siquiera tratarán de recuperar sus tierras o las venderán inmediatamente. Es muy probable, por ello, que la restitución de tierras, tal como lo critica el Movimiento de Víctimas, desemboque en una legalización fáctica del despojo. Se evidencia nuevamente que el orden jurídico, a diferencia de lo que postula la teoría normativa del Estado, no se puede separar de los intereses económicos dominantes en una sociedad. Pese a los discursos en defensa de los desplazados, es claro que el gobierno Santos no puede estar interesado en una restitución integral del pequeño campesinado. Para un presidente que considera “locomotoras del desarrollo” a la gran minería y la agroindustria, las estructuras rurales tradicionales necesariamente tienen que representar un obstáculo a la modernización. Tal como la ofensiva militar del paramilitarismo contribuyó a restablecer la estatalidad, y preparó el terreno para la configuración de una hegemonía más civil, a la Santos, la toma paramilitar de tierras muy probablemente no

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será revertida. Aquí se cierra el círculo: en su ensayo “Tierra y mar”, Schmitt (1942/2007) deriva el nomos de la palabra griega nemein, la cual tiene tres significados: tomar/conquistar, dividir y explotar. Este es el concepto al que remiten los discursos neohobbesianos y neoschmittianos cuando hablan del nomos como orden. Es cierto que el desorden tampoco puede ser un proyecto político. Sin embargo, los hechos descritos evidencian que el nomos mantiene una relación tan intensa y compleja con la anomia violenta, que no podemos quedarnos con una simple restitución de la estatalidad y el derecho.

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la violencia socioeconómica y la ruptura del pacto constitucional de 1991

Andrés Felipe Mora Cortés Presentación La Constitución Política de 1991 edificó formalmente para Colombia un Estado social y democrático de derecho. El que sea concebido constitucionalmente de esta forma implica comprender que el Estado se somete a una normatividad que limita sus poderes, pero también que debe trascender su dimensión formal para ocuparse de la dimensión sustancial de las normas que lo regulan y le atribuyen obligaciones. Esta doble connotación significa que, además de imponerse limitaciones para el ejercicio del poder político, el Estado está obligado a garantizar los derechos de los sujetos sobre los que lo ejerce. Es decir, concibe un Estado social y de derecho con dimensiones negativas y positivas (Abramovich, 2006). Así, la Constitución Política de 1991 no definió únicamente aquello que el Estado no debe hacer, sino también

_  _

P a rt e I . D e m o c r ac i a , v i o l e n c i a s y d e r e c h o e n l a C o lo m b i a c o n t e m p o r á n e a

la vulnerabilidad del mundo

Estado, pobreza y desigualdad: Colombia,

aquello que debe hacer para lograr la plena materialización de los derechos civiles y políticos, y económicos, sociales y culturales. Por ello se plantea que Colombia, además de definirse como un Estado de derecho, debería ser también un Estado de los derechos (Burgos, 2009). La conjunción de las dimensiones formal y sustancial no es, sin embargo, la única consecuencia de la Constitución Política de 1991 sobre el Estado colombiano. Interpretaciones más recientes indican que el Estado no solo debe ser concebido como defensor y garante de los derechos, sino también proyectado como responsable de los metaderechos inherentes a estos (Sen, 2002). Del concepto de metaderecho se deriva una exigencia al Estado de tener políticas explícitas que garanticen que los derechos sean alcanzables, así inicialmente su cumplimiento tenga un carácter progresivo. Para el Estado colombiano es clara, entonces, la obligación de actuar incesante y progresivamente en la concreción de los objetivos que las dimensiones formales y sustanciales le imponen al definirse como “social, democrático y de derecho”. Lamentablemente, el Estado colombiano ha sustituido las coordenadas prácticas y normativas que la Constitución le ha impuesto por diversas formas de violencia socioeconómica que, en contravía de las dimensiones formal, sustancial y de metaderechos que está obligado a cumplir y respetar, resultan causantes de la reproducción de la pobreza y la desigualdad en el país. Así mismo, ha roto el pacto constitucional de 1991; en cambio ha convalidado, permitido o facilitado la expansión de lógicas de violencia socioeconómica relacionadas con procesos de despojo, falta de oportunidades, desprotección social y criminalización o eliminación de las luchas sociales redistributivas. Además, en la intersección de los fenómenos de violencia socioeconómica y conflicto armado interno, ha emergido en Colombia una forma estatal bélicoasistencial que, mediante la combinación de dispositivos de represión y contención social, garantiza condiciones de relativa estabilidad política y social, pero impide la materialización de un pacto social más justo que facilite el camino hacia una paz duradera y sostenible. A continuación serán desarrolladas estas ideas. En la primera parte del documento, se presentará un breve marco conceptual que permitirá comprender

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los fenómenos de la pobreza y la desigualdad, desde el punto de vista de las relaciones sociales y no desde la óptica estrecha de los objetivos e instrumentos empleados para eliminarlas. Al respecto es clave la reivindicación que se hace del Estado como contraestructura redistributiva capaz de detener o minimizar las consecuencias sociales provocadas por estructuras mercantiles o internacionales carentes de autoridad política o incapaces de impulsar procesos de justicia distributiva. Este marco conceptual servirá de fundamento para, en la segunda y tercera partes, demostrar que en Colombia la función contrarrestadora del Estado ha sido sustituida por diversas formas de violencia socioeconómica que impiden o anulan la reproducción de la vida y la integración social. Bajo el concepto de violencia socioeconómica propuesto, se demostrará que el Estado colombiano, más que presentarse como solución esencial, se ha convertido en causa eficiente de los procesos sociales que explican la producción y reproducción de la pobreza y la desigualdad. La pregunta por cuál es la forma que adquiere el Estado en Colombia servirá para, en la cuarta parte del documento, constatar que en el país las pretensiones de estabilidad y armonía social han sido confiadas a un Estado bélico-asistencial, capaz de encubrir o naturalizar las lógicas de violencia socioeconómica que produce, y sustituto de las prescripciones socialdemócratas que fundamentan formal y sustancialmente a la Constitución Política de 1991. Estado y producción de la pobreza y la desigualdad La necesidad de visibilizar las dimensiones políticas de la injusticia social ha estado en el centro de las preocupaciones de las teorías relacionales de la pobreza y la desigualdad. En efecto, en comparación con las perspectivas instrumentalistas —cuyos análisis intentan establecer cuáles son los mejores instrumentos para atacar la pobreza y la desigualdad en el marco de una sociedad dada—, las perspectivas relacionales afirman que la pobreza y la desigualdad son resultado de la acción de agentes que operan en contextos históricos y estructurales que favorecen su producción y reproducción. Dichas teorías son concebidas como relacionales debido a que se entiende

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que la pobreza y la desigualdad son constructos sociales, sostenidos por correlaciones de fuerza y dominación, validados por los Estados a través de sus políticas sociales y económicas (Álvarez, 2005). Dado que este enfoque reconoce que los procesos de producción y reproducción de la pobreza se intersectan en escalas subnacionales, nacionales, regionales y globales, es necesario establecer perspectivas integradas capaces de reunir estructuras, agentes y criterios organizadores, que ayuden a comprender los procesos sociales de producción y reproducción de la pobreza y la desigualdad. En este sentido, Cimadamore (2008) propone una teoría integral multiniveles que, contrario a las tesis que insisten en la “retirada del Estado”, reivindica el papel que este mantiene como contraestructura capaz de contrarrestar los resultados de la estructura económica en sus diversos niveles. Especialmente, resalta el principio ordenador jerárquico que mantiene el Estado, relativo a la promoción de procesos de justicia distributiva tendientes a limitar la lógica de acumulación del mercado capitalista, en el marco de ordenamientos constitucionales específicos. El esquema se muestra en la tabla 1. Tabla 1. La producción de pobreza y desigualdad: hacia un modelo teórico de dos niveles Nivel 1: Sistemas nacionales Principales elementos constitutivos Principales elementos constitutivos del subsistema político del subsistema económico Estructura: Estructura: 1) Estado. 1) Mercado. Agentes: Agentes: 1) Organizaciones de productores. 1) Gobierno. 2) Organizaciones de consumidores. 2) Grupos y organizaciones sociales. 3) Productores individuales. 3) Ciudadanos. 4) Consumidores individuales. Criterio ordenador: Criterio ordenador: 1) Anárquico (no se reconoce un superior 1) Jerárquico, basado en un orden común), basado en leyes y principios constitucional y relaciones de poder. económicos.

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Nivel 2: Sistema internacional Principales elementos constitutivos Principales elementos constitutivos del subsistema político del subsistema económico Estructura: Estructura: 1) Comunidad de Estados 1) Mercado internacional. (formalmente no jerárquica). Agentes: Agentes: 1) Organizaciones intergubernamentales. 1) Organizaciones de productores 2) Funcionarios internacionales. internacionales. 3) Representantes gubernamentales. 2) Productores internacionales 4) Organizaciones no gubernamentales. (empresas transnacionales). Criterio ordenador: 1) Anárquico, basado en principios Criterio ordenador: comunitarios (por ejemplo, la igualdad 1) Anárquico, basado en principios y lógicas soberana de los Estados) y relaciones de económicas. poder que se reflejan en distintos regímenes internacionales. Fuente: Elaboración propia a partir de Cimadamore (2008).

De acuerdo con lo expuesto en la tabla 1, el Estado es la única estructura jerárquica legítima que existe. Por ello, tiene la capacidad de contrarrestar las estructuras mercantiles e internacionales caracterizadas por principios ordenadores anárquicos, que condicionan a los agentes en distintos niveles y que fomentan la producción de pobreza y desigualdad. El Estado —como estructura jerárquica en la cual existe formalmente el monopolio del uso legítimo de la fuerza, un orden constitucional que establece funciones diferenciadoras para los agentes, un principio de soberanía con base territorial y que tiene capacidad para aplicar “justicia distributiva”— es, teóricamente, la única unidad que puede condicionar la influencia simultánea de agentes que operan bajo la influencia de estructuras cuyos principios ordenadores son anárquicos (mercados y estructura internacional). Sin el Estado, los agentes nacionales e internacionales que operen bajo los estímulos de los mercados nacionales e internacionales están destinados a generar pobreza. Esto es así pues la combinación de estímulos que ofrecen

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estas estructuras anárquicas (que premian las maximización de ganancias, la búsqueda de control monopólico de los mercados, la acumulación ilimitada de poder y ganancias, entre muchos otros efectos de la competencia y sociabilización que promueven) ignora el objetivo de distribución del ingreso, capacidades y derechos tendientes a limitar o evitar la producción de pobreza. (Cimadamore, 2008, p. 25)

Esta teoría resulta apropiada para constatar que, en el caso colombiano —complejizado aún más por la persistencia del conflicto armado interno—, el Estado no ha cumplido su función de contraestructura y, más bien, ha actuado como estructura reproductora de los procesos sociales de producción y reproducción de la pobreza y la desigualdad. Como se comprobará a continuación, el orden constitucional que impone obligaciones formales, sustanciales y de metaderechos ha sido reemplazado por diversas lógicas de violencia socioeconómica impulsadas por el Estado mismo. Lejos de su función contrarrestadora, el Estado colombiano ha convalidado, permitido o facilitado la permanencia y profundización de procesos sociales asociados con dinámicas de despojo, desprotección social, falta de oportunidades y criminalización de la protesta social. La forma bélico-asistencial que ha asumido constituye una prueba irrefutable de cómo se ha convertido en una estructura productora y reproductora de la pobreza y la desigualdad. Hacia un concepto de violencia socioeconómica Las concepciones de la violencia convergen en definirla como un tipo específico de relación social que, de acuerdo con las características que se le atribuyen, puede abarcar situaciones más o menos amplias. La tabla 2 resume dichas concepciones. Según lo expuesto en la tabla 2, es evidente que la justa medida del espectro de relaciones sociales que pueden analizarse bajo el concepto de violencia es clave, por cuanto de ella depende la construcción de un concepto adecuado para el análisis social. La necesidad de un concepto simultáneamente extenso y delimitado

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Tabla 2. Concepciones sobre la violencia Violencia como violación. Relación social que produce la violación de un derecho básico de una persona. En general, hace referencia a situaciones estructurales en las que se produce un daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas. La causa de la violencia se halla en los procesos de estructuración social (desde los producidos a escala del sistema mundo, hasta los que se producen en la familia o en las interacciones individuales), y no necesita de ninguna forma de violencia directa para que tenga efectos negativos sobre las oportunidades de supervivencia, libertad, bienestar e identidad de las personas. Puede ser equivalente a la injusticia social o a la dominación. Por lo general, la violencia se refuerza por lógicas de violencia cultural, expresada desde la infinidad de medios que legitiman o invisibilizan las violencias directa y estructural, o que inhiben o reprimen la respuesta de quienes la sufren. Concepciones Violencia como regulación no consensuada de conflictos. Toda resolución, o intento de amplias o resolución, por medios no consensuados, de una situación de conflicto entre partes extendidas enfrentadas es violencia. Esta comporta esencialmente una acción de imposición, que puede efectuarse o no, con presencia manifiesta de la fuerza física. Esta concepción establece un vínculo directo entre conflicto y violencia que indica, por una parte, que la violencia es siempre consecuencia del conflicto, y por otra, que pueden existir conflictos sin violencia, conflictos que no alcancen la situación de violencia y conflictos resueltos sin violencia; es decir, conflictos resueltos sin la imposición o el uso de la violencia explícita. En esta perspectiva, la cuestión esencial es hasta qué punto y por qué medios la imposición y el consenso pueden ser relacionados entre sí como resultado de un juego de suma-cero. En este juego hay, por lo tanto, grados de violencia y no clases de violencia. Violencia como fuerza. Toda relación mediada por el uso directo de la fuerza física que acarrea la producción de un daño personal o material. En el marco de las concepciones Concepciones amplias o extendidas de violencia, este concepto se restringiría a las acciones directas y restringidas u visibles identificables en términos de daño destructivo físico o material. Esta definición observacionales es caracterizada como observacional, en tanto atiende a los resultados visibles de la acción y no a su origen o propósito. Violencia como fuerza ilegítima o ilegal. Relación social mediada por el uso de la fuerza que no tiene legitimación social ni legalidad. La violencia es una fuerza empleada contra un orden legítimo interno. Así, este concepto es restringido, en cuanto asume la violencia como fuerza, y es estricto, en tanto acepta que la fuerza Concepciones física ejercida por una “autoridad debidamente constituida” no constituye violencia. estrictas o El término violencia solo debe ser aplicado, por lo tanto, a actos de coerción física legitimistas ilegal. La violencia será prescrita socialmente y definida como legítima (es decir, como no violencia) cuando se trata de control o castigo, de acuerdo con prácticas familiares a la sociedad y de forma que el daño destructivo sea medido y sus límites, expuestos claramente. Fuente: Elaboración propia con base en Aróstegui (1994), Galtung (1996) y Parra (2003).

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de violencia es, por lo tanto, un elemento fundamental a tener en cuenta en la construcción de un concepto de violencia socioeconómica. En primera instancia, desde las concepciones amplias es posible inferir que la violencia es una relación social, derivada de un conflicto, que puede estar atravesada por métodos de violencia directa y reforzada por lógicas de violencia cultural. Estos elementos configurarían, entonces, la dimensión extensa del concepto de violencia socioeconómica. Seguidamente, el conjunto de realidades sociales susceptibles de ser analizadas bajo el concepto de violencia socioeconómica puede delimitarse si, de otra parte, se tiene en cuenta que las situaciones de violencia son identificables: 1) por el efecto o consecuencia que se produce (violación en la satisfacción de las necesidades básicas, daño físico o material, o vulneración del orden o autoridad legítima); o 2) por el proceso que caracteriza el tratamiento de un conflicto (consenso o imposición). La ventaja del primer enfoque consiste en que hace más fácil la identificación de los casos en que opera la violencia, pues restringe de manera importante el número de situaciones a las que resulta aplicable el concepto. En efecto, es muy posible que, en la resolución de un conflicto, no sea claro qué se comprende por consenso (decisión por mayoría simple o calificada, consenso absoluto) o qué puede ser definido como una imposición (dictadura de la mayoría sobre las minorías, procesos de discriminación positiva). Más aún, puede ocurrir que consecuencias que deberían ser catalogadas como violentas no lo sean, debido a que son producidas por una autoridad legítimamente constituida y bajo criterios de legalidad compartidos mayoritariamente (por ejemplo, personas que mueren de hambre en el marco de una democracia constitucional de mayoría simple). Por estas razones, una visión consecuencialista de la violencia tendrá una mayor capacidad analítica y operativa que una perspectiva puramente procedimental. Así, de los intentos que se han realizado para definir la violencia en general, pueden extraerse varios elementos que contribuyan a una definición extensa y simultáneamente delimitada de la violencia socioeconómica en particular.

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En primer lugar, es posible establecer que la violencia socioeconómica constituye una relación social que hace parte (y se interrelaciona) con un conjunto más amplio de violencias, que no necesariamente es visible ni se encuentra vinculada siempre al ejercicio de la fuerza física, y que emerge en el marco de conflictos económicos y sociales relativos a la producción y distribución del ingreso y la riqueza. En segundo lugar, la identificación de una situación de violencia socioeconómica debería realizarse desde el punto de vista de las consecuencias sufridas por las personas; más allá del proceso social consensuado o impuesto, legal o ilegal, legítimo o ilegítimo que ha llevado a dicha situación. Desde este punto de vista consecuencialista, un primer acercamiento al concepto de violencia socioeconómica podría darse a través del concepto de vulnerabilidad social. La violencia socioeconómica surgiría en aquellos casos en los que se identifica una situación de extrema vulnerabilidad social. Este primer acercamiento permite establecer que, en un contexto de extrema vulnerabilidad o de violencia socioeconómica, la política social deja de cumplir su función primaria; es decir, la garantía de protección de los sujetos frente a los riesgos naturales y sociales que ponen en peligro la reproducción de la vida y de las poblaciones (Foucault, 2006). La violencia socioeconómica podría considerarse, entonces, desde el punto de vista de una situación de vulnerabilidad social extrema, referida a la imposibilidad de reproducción de la vida en su sentido básico. Bajo estas premisas, entonces, es posible definir la violencia socioeconómica como una situación de vulnerabilidad extrema, provocada por relaciones sociales y prácticas gubernamentales que eliminan las condiciones base para la reproducción de la vida, que derivan en la eliminación física y simbólica de los individuos o grupos sociales. En este contexto, las lógicas de regulación de los conflictos relativos a la producción y redistribución del ingreso y la riqueza abandonan el horizonte de protección e integración social y generan situaciones sociales de vida nuda; es decir, situaciones en las que los individuos y los grupos sociales se ven desprovistos de todo derecho humano elemental (formal o sustancial), o se ubican en el borde de esta condición.

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La violencia socioeconómica haría parte de un concepto más amplio de violencia (o violencias), que imposibilitarían la realización de una vida digna individual y colectiva. Además, podría estar atravesada por diversas formas de violencia física y ser reforzada por lógicas de violencia cultural o simbólica que naturalizan y/o legitiman la situación de vida nuda a la que son sometidos los individuos o grupos sociales. Si el origen de la violencia socioeconómica puede hallarse en las relaciones sociales y los dispositivos gubernamentales y de protección social que intentan regular los conflictos relativos a la producción y distribución del ingreso y la riqueza, ¿ha funcionado el Estado como estructura contrarrestadora de la violencia socioeconómica en Colombia? En otras palabras, ¿ha cumplido con las obligaciones formales, sustanciales y de metaderechos consagradas en la Constitución Política de 1991, que garantizarían el ejercicio pleno de la ciudadanía económica y social y eliminarían toda forma de violencia socioeconómica? Estado y violencia socioeconómica en Colombia En concordancia con las claves teóricas ofrecidas en la segunda sección del documento, es posible identificar tres expresiones claves de la violencia socioeconómica en el país. Los procesos de expropiación y despojo. Estos fenómenos se asocian con la apropiación por expropiación de recursos naturales, tierras, territorios y activos, y la separación de los sujetos individuales y colectivos de los medios de producción y los medios de vida. Los procesos de desprotección social e inseguridad económica. Aquí hacen presencia las dinámicas de violación de los derechos económicos, sociales y culturales, individuales y colectivos, asociados al mundo del trabajo (desempleo, subempleo, informalidad, precarización). Los procesos de no generación o eliminación de oportunidades. Estos impiden el establecimiento y consolidación de dinámicas de movilidad social ascendente, y cierran el paso a mecanismos maximalistas de creación de oportunidades y lógicas de movilidad social, generacional e intergeneracional.

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En primera instancia, se ha comprobado que el Estado colombiano, en sus niveles nacional y subnacional, y bajo lógicas de cooptación, sirvió de instrumento para despojar y expropiar de sus tierras a millones de campesinos. En asocio y complicidad directa con el paramilitarismo, las autoridades estatales (congresistas, notarios, jueces, ministros, gobernadores, organismos de control) facilitaron el despojo violento o “legal” de al menos un millón de hectáreas de tierra. El destino de estas tierras se ha relacionado con el negocio de las drogas, la ganadería extensiva y el impulso dado a grandes plantaciones de monocultivos y a la explotación minero-energética (Reyes, 2009). En este contexto, la violencia socioeconómica da origen a un proyecto de dominación económica y política territorial, promovido por aparatos estatales claramente identificados. Este proceso ha llevado a la consolidación de lógicas de autoritarismo subnacional, sustentadas en la parroquialización del poder, la nacionalización de la influencia de las élites regionales y la monopolización de los vínculos institucionales entre el orden subnacional y el nacional (López, 2010). Por otra parte, de las relaciones establecidas entre los asalariados y el capital ha surgido otra lógica de violencia socioeconómica en Colombia: la profundización de procesos de desprotección social, asociados a la violación de los derechos económicos y sociales relativos a las garantías de seguridad social y trabajo digno. En este sentido, es claro que las políticas estatales de desregulación y flexibilización de los mercados laborales constituyen dispositivos que, directa o indirectamente, han facilitado la generalización del trabajo precario y la consolidación del subempleo y la informalidad en Colombia. De este modo han reforzado los límites estructurales que han impedido la extensión de la relación salarial en el país y han sometido a gran parte de la población a condiciones de fuerte inseguridad económica y desprotección social. De acuerdo con Garay y Rodríguez (2005), si se evalúa el grado de realización del derecho al trabajo en Colombia desde el punto de vista de: 1) salario justo, 2) seguridad social de los trabajadores, 3) número adecuado de horas trabajadas, 4) existencia de contratos formales escritos y 5) condiciones

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adecuadas del lugar de trabajo, únicamente el 23 % de los asalariados del país y el 3,6 % de los independientes cumplen con las cinco condiciones (del total de ocupados en Colombia, el 46,1 % son asalariados, el 47 % son independientes y el 7 % son trabajadores sin remuneración). Es decir, del total de ocupados en Colombia, únicamente el 27 % cumplen con las condiciones de un trabajo digno, el 41 % no cumplen con ninguna de las cinco condiciones y el 32 % cumplen únicamente algunas de ellas. Esto sin olvidar que en Colombia solamente el 24 % de la población económicamente activa está afiliada activamente al sistema pensional, y que solo el 25 % de las personas en edad de pensión acceden efectivamente a su derecho. Las reformas laborales de 1990 (Ley 50) y 2002 (Ley 789), destinadas a la reducción de los costos del trabajo como medio esencial para la creación de empleo, han terminado por precarizar el mundo del trabajo y ampliar las brechas salariales y de empleo entre hombres, mujeres y jóvenes. Además, la política de lucha contra la inflación se ha sustentado en lógicas de contención salarial, que impiden que a los trabajadores se les retribuya su aporte al mayor crecimiento económico y a la mayor productividad de la economía (Moreno, 2009). No obstante, las lógicas de la violencia socioeconómica no surgen únicamente de las disputas por la tierra o la precarización del mundo del trabajo. La violencia socioeconómica hace parte de la política social misma, pues sus fundamentos, objetivos e instrumentos impiden el establecimiento y la consolidación de dinámicas de movilidad social ascendente, y cierran el paso a mecanismos maximalistas de creación de oportunidades y lógicas de movilidad social, generacional e intergeneracional. En este sentido, es importante anotar que, desde la década del noventa en Colombia, se ha implementado un modelo de política social asistencial basado en la focalización del gasto, los subsidios a la demanda, la inversión en “capital humano”, el “manejo social del riesgo” y la instauración de cuasi mercados para la asignación de bienes públicos. Este modelo de política social, más que intentar incidir en las relaciones sociales que producen y reproducen la pobreza y la desigualdad, ha asumido un carácter residual y

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compensatorio, en el cual los pobres se convierten en los gestores de su propia pobreza. Bajo las políticas asistenciales de la política social, […] no se trata de aumentar el bienestar de los ciudadanos, sino de mantener a los trabajadores, los no trabajadores y los ciudadanos en un umbral, en la línea de flotación de la vida. La promoción de la vida en los niveles básicos coloca a este nuevo arte de gobernar produciendo vida también, pero no en términos de un máximo razonable de “bienestar” […] sino en los mínimos básicos casi a escala animal. (Álvarez, 2005, p. 269)

En este sentido, la profundización del modelo de política social asistencial ha implicado la emergencia de nuevas prácticas gubernamentales que, en relación con la fuerza de trabajo y sus condiciones de vida, pueden ser comprendidas desde el punto de vista del contínuum normalización-exclusión-extinción. Este proceso significa el abandono de las formas de normalización antecedentes y el tránsito del homo faber al homo sacer. Homo sacer es el término con el que Agamben designa “una vida absolutamente expuesta a que se le dé muerte, objeto de una violencia que excede la esfera del derecho y del sacrificio […] una vida a la que se puede dar muerte lícitamente” (Bialokowsky, 2008, p. 153). Dicho contínuum entiende, metafóricamente, el concepto de biopolítica de Foucault, para comprender las regulaciones del hacer vivir y dejar morir, y para incluir la emergencia de formas tanatopolíticas del hacer extinguir. Con estos enunciados se hace referencia a las prácticas y procesos sociales en los que se gubernamentaliza la imposibilidad de habilitar la fuerza de trabajo empleable. Ello a través de procesos de segregación espacial (guetificación), gestión punitiva de la pobreza (gestión penal), invisibilización y fragilización de los cuerpos. Esta dinámica ha sido acompañada por un proceso de individualización de los riesgos y por la sacralización de los derechos de propiedad por encima de los derechos de ciudadanía. Dentro de las obligaciones del Estado, entonces, la seguridad se restringe a su connotación civil y descuida su dimensión social:

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El supuesto nuevo rol del Estado sería velar por el orden legal, que diera certidumbre y seguridad, defendiendo los derechos de propiedad, olvidando también que la otra cara de la certidumbre se genera mediante el establecimiento de medidas positivas para la distribución de la renta, así como para la puesta en marcha de los servicios colectivos. (Vite, 2007, p. 128)

Los resultados de este tipo de políticas son verdaderamente perversos: desigualdad en la oferta y en la calidad de los servicios de salud, inequidades profundas entre los sectores privado y público en materia de calidad educativa primaria y secundaria, oferta y acceso precario y de baja calidad a la educación superior, escasa oferta de vivienda de interés social (Garay y Rodríguez, 2005). Finalmente, es importante subrayar que la violencia socioeconómica suele estar atravesada por otras lógicas de violencia directa que permean los conflictos sociales distributivos. Es este el caso de los procesos de criminalización y eliminación de los movimientos sociales presentes en los conflictos distributivos. Por ejemplo, la defensa de la propiedad rural despojada a los campesinos colombianos ha implicado el uso de la violencia privada y, desde el Estado, la identificación de la protesta campesina con la lucha guerrillera. Al respecto, Reyes (2009) señala que han sido dos los errores históricos del Estado en Colombia: 1) aplastar con represión militar las movilizaciones pacíficas de las organizaciones campesinas y, por tanto, cerrar la vía reformista, para enfrentar, a cambio, la lucha insurgente de las guerrillas; y 2) auspiciar la creación de ejércitos privados para defender la propiedad, cuando la tierra estaba pasando a manos de los narcotraficantes. Este tipo de violencia se presenta también en el contexto de las luchas obreras en Colombia. En efecto, la criminalización y el uso de la violencia contra el movimiento sindical han sido históricamente recurrentes, y han convertido a Colombia en el país más peligroso del mundo para el ejercicio de la actividad sindical. Diversas fuentes atestiguan que entre 1984 y 2010 han sido asesinados al menos 2.865 sindicalistas (PNUD, 2011b). El paramilitarismo (en asocio con compañías multinacionales y la fuerza pública) y la impunidad —que alcanza el 90 % en los casos de violencia

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y violaciones a los derechos humanos y colectivos de los trabajadores— son responsables no solo de la vulneración directa del derecho a la vida, a la libertad personal y a la integridad física de los sindicalistas, sino que son, en parte, el origen de la debilidad de la estructura sindical, ya que en Colombia únicamente el 4,6 % de la población económicamente activa está afiliada a algún sindicato (Carrillo y Kucharz, 2006). Las lógicas de la violencia socioeconómica señaladas, unidas a los mecanismos directos de violencia utilizados contra movimientos sociales presentes en los conflictos distributivos, se manifiestan de manera dramática en las estadísticas sociales del país. En efecto, la distribución del ingreso en Colombia continúa siendo la peor de América Latina, pues el coeficiente de Gini prácticamente no ha sufrido cambios: pasó de 0,573 en 2002 a 0,548 en 2011 (después de deterioros recurrentes entre 2003 y 2010, años durante los cuales pasó de 0,554 a 0,560) (Mesep, 2010). También es clara la mayor desigualdad en la distribución de los frutos de crecimiento económico: la participación de la remuneración de los trabajadores en el producto interno bruto (PIB) pasó del 34 % en el 2000 al 33 % en 2012. Por su parte, el desempleo se ha mantenido en niveles cercanos al 11 %, la informalidad asciende al 53 % y el subempleo ronda el 33 % (Moreno, 2012). Asimismo, la concentración de la propiedad rural en Colombia es demasiado elevada. Para el año 2009, el Gini de propietarios ascendió a 0,87 y el de tierras, a 0,86. Ambos datos son alarmantes y ubican a Colombia como uno de los países con más alta desigualdad en la propiedad rural en América Latina y el mundo (PNUD, 2011a). El panorama hasta aquí presentado conlleva una pregunta fundamental: si el Estado colombiano ha renunciado a su función contrarrestadora redistributiva, desconociendo los fundamentos constitucionales sociales básicos, y persistiendo más bien en la puesta en marcha de diversos dispositivos de violencia socioeconómica, ¿en dónde aspira a encontrar las bases de la armonía y la estabilidad social?

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La forma bélico-asistencial del Estado en Colombia Colombia posee una característica esencial que igualmente ha definido las prioridades de la agenda política, económica y social: el conflicto armado interno. Durante las últimas décadas, esta situación ha servido de argumento para postergar la obtención de logros estructurales y permanentes en materia social, y subsumir las posibilidades de materialización de los derechos económicos, sociales y culturales en la concreción previa de los derechos civiles y políticos; todo ello en una lógica causalista y miope que desconoce la imposibilidad de materializar los últimos sin garantizar la realización de los primeros. La contradicción a la que se ha aludido, en términos del desplazamiento del Estado social por un Estado de la seguridad, se ha hecho palpable en el país. En este punto se definen los rasgos bélico-asistenciales del Estado colombiano. Desde 2002, la política de defensa y seguridad se ha constituido en el pilar sobre el cual se desarrollan las demás estrategias, con el propósito de generar confianza en los inversionistas nacionales y extranjeros, y lograr mayor crecimiento económico y bienestar (Arias y Ardila, 2003). Bajo esta convicción, se incrementó de manera notable el gasto público destinado a seguridad y defensa, y se profundizó la tendencia observada desde 1990. En efecto, entre 1990 y 2008, el gasto en seguridad y defensa se ha multiplicado por 5, pues pasó de 4,7 a 22,3 billones de pesos de 2008. Así, el volumen de gasto en seguridad y defensa ha pasando de representar el 2,2 % del PIB en 1990 al 5,6 % en 2008. No obstante, lo más significativo en los últimos veinte años es que el mayor gasto en seguridad y defensa se ha visto acompañado por incrementos importantes en el gasto social, pues este se ha triplicado entre 1994 y 2008. De hecho, el gasto social (incluyendo las transferencias a los departamentos y municipios) representa, en promedio, para este mismo periodo, un 65 % del presupuesto general de la nación. Bajo principios de mercantilización, subsidios a la demanda y focalización del gasto social, se edifica el modelo asistencial imperante en Colombia. Basta con observar el comportamiento del gasto social que, bajo los principios

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antes enunciados, se ha multiplicado por 7 entre los años 2000 y 2009, al pasar de 2,1 billones a 14,7 billones de pesos (Cardona, 2010). Es claro, entonces, que el modelo asistencialista imperante contiene pretensiones de contención social y subordinación política, pues es proclive al clientelismo, es funcional a las apuestas recentralistas del régimen político y constituye, en realidad, una salida que no doblega las lógicas de la violencia socioeconómica producidas desde el Estado. De hecho, dicho modelo ha sido clave en los objetivos de “consolidación de territorios” de la política de seguridad y defensa, y en la doctrinas de “acción integral” de carácter contrainsurgente que se han profundizado durante la última década en Colombia: […] la Doctrina de Acción Integral es una respuesta seria a las limitaciones de acción militar como única forma de actuación en el combate a los adversarios del Estado o, si se prefiere, para consolidar la presencia del aparato estatal. En paralelo, se reconoce que el primer paso necesario para instalar el Estado en los territorios que resisten sigue siendo la fuerza armada, que es la que permite despejar el territorio de enemigos para ejercer el control estatal, pero con el agregado de que esta acción armada por sí sola es insuficiente. Para los estrategas militares, es preciso desarrollar herramientas y mecanismos que le permitan al Estado hacer uso combinado e integral de su fuerza legítima y de la acción social, en su objetivo de ir consolidando, progresivamente, el control del territorio nacional. (Zibechi, 2010, p. 8)

La coexistencia de enormes gastos en seguridad y defensa, unida a incrementos sostenidos en gasto asistencial, constituyen elementos imprescindibles para encontrar las claves de la legitimidad, la estabilidad y la relativa armonía social en Colombia. El clientelismo propio de las lógicas de asistencia social, unidas a los dispositivos de contención y cooptación social que estas medidas implican, constituyen elementos complementarios a las lógicas militaristas y represivas sobre las cuales el Estado en Colombia asegura la “consolidación” de sus territorios. Las condiciones de pobreza y desigualdad, que coexisten y se relacionan de manera recíproca con el conflicto armado interno, dan origen a la edificación de un Estado bélico-

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asistencial, garante de arreglos que aseguran la lealtad de ciertos sectores sociales, pero productor de diversos dispositivos de violencia socioeconómica. Con la puesta en marcha de diversos dispositivos de represión, violencia socioeconómica y contención y cooptación social, el Estado bélico-asistencial colombiano recrea condiciones políticas y sociales que desconocen los imperativos formales, sustanciales y de metaderechos establecidos por la Constitución Política de 1991, y que bloquean la instauración de un pacto social más justo que facilite el camino hacia una paz duradera y sostenible. Conclusión La Constitución Política de 1991 fue considerada como el andamiaje jurídico que garantizaría la paz en Colombia. Prescribió expresamente la edificación de un Estado social y democrático de derecho, garante de las dimensiones formales, sustanciales y de metaderechos definidas por el constituyente primario, y sobre las cuales se aseguraría el tránsito hacia una sociedad más justa y democrática. Lamentablemente, mediante diversas lógicas de violencia socioeconómica, el Estado colombiano ha sustituido dichos imperativos y ha renunciado a la función contrarrestadora que, bajo el criterio de autoridad política, le obligaría a actuar como contraestructura redistributiva fundamentada en el ordenamiento constitucional antes señalado. El Estado colombiano ha roto el pacto constitucional de 1991; en cambio, ha convalidado, permitido o facilitado la expansión de lógicas de violencia socioeconómica relacionadas con procesos de despojo, falta de oportunidades, desprotección social y criminalización o eliminación de las luchas sociales redistributivas. Los entramados institucionales formales e informales que sostienen estas dinámicas darían cuenta, además, de la existencia de diversos órdenes de violencia generadores de violencia socioeconómica. Por esta vía, dichos órdenes se convierten en productores y reproductores de la pobreza y la desigualdad.

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La contradicción es evidente: mediante la consolidación de su forma bélico-asistencial, el Estado colombiano intenta regular las consecuencias de la violencia socioeconómica que él mismo produce. Así las cosas, las lógicas de excepcionalidad política, consistentes en la regulación violenta de los conflictos distributivos, desconocen el mandato del constituyente primario, producen nuevos órdenes de violencia e imponen férreos obstáculos a la consolidación de una situación de paz duradera y sostenible en Colombia.

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Grupo M de Memoria La memoria de un país enmarcado por el conflicto sugiere la existencia de múltiples tensiones, de un pasado no lineal,  en el que se entremezclan gran diversidad de fricciones, de quiebres y de acciones de desmedida creatividad que subvierten el olvido impuesto y se reconstruyen en el escenario de la resistencia. (Maya, 2008)

Introducción El objetivo del presente texto es analizar los procesos de reconstrucción de la memoria colectiva y la memoria histórica, en el contexto de la violencia sociopolítica en Colombia, y los desafíos que ello implica en un contexto no transicional1. 1 La transicionalidad, concebida en un doble sentido, cuyos extremos constituyen la situación opuesta entre la justicia y la impunidad, puede ser definida en función del peso otorgado por el

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P a rt e I . D e m o c r ac i a , v i o l e n c i a s y d e r e c h o e n l a C o lo m b i a c o n t e m p o r á n e a

la vulnerabilidad del mundo

Construir la memoria en medio del conflicto armado . Desafíos para la sociedad colombiana

Este análisis exige abordar las implicaciones de la violencia sociopolítica en la sociedad colombiana, teniendo en cuenta que las dinámicas de estigmatización, fundamentadas en lógicas de “limpieza social” apoyadas o consentidas por el Estado, han afectado principalmente a sectores relacionados con la oposición política, incluyendo a las organizaciones y movimientos sociales2 que promueven la defensa de los derechos humanos, y a sectores sociales no organizados, que han sido marginados históricamente. Desde una perspectiva psicosocial (Grupo pro Reparación Integral, 2008), y teniendo en cuenta el carácter histórico de las prácticas violatorias de los derechos humanos, tanto en Colombia como en otros países latinoamericanos, es importante analizar los impactos individuales y colectivos de las acciones sistemáticas que generan la victimización de determinados actores y sectores sociales, y la ausencia de reconocimiento de las víctimas como sujetos de derechos, en las sociedades afectadas por la violencia sociopolítica. De acuerdo con Ignacio Martín Baró (1990), la naturalización de dichas prácticas, basadas en el terror, el señalamiento y la persecución contra quienes se atreven a reivindicar los derechos humanos y a denunciar los atropellos por parte de los Estados, se refleja en la mentalidad fatalista con la que las grandes masas que conforman los países de América Latina han asumido su realidad política y social. Dicha mentalidad se alimenta de la desesperanza y la impotencia aprendidas generación tras generación, y configura sociedades fragmentadas y polarizadas, donde los individuos no se identifican con su propia historia de despojo, negación y destrucción, y, en esa medida, no intentan rescatar colectivamente sus memorias, resignificar el pasado y transformar el presente. Estado y la sociedad al castigo de los victimarios y a las garantías de los derechos de las víctimas, o en función de la importancia que el Estado y la sociedad confieren a las dinámicas de reconciliación que promueven el perdón y el olvido de los hechos ocurridos en contextos de violencia política y social. En Colombia, la tendencia histórica de los marcos jurídicos elaborados por el Estado para promover los procesos de transición hacia la paz ha sido la de favorecer los procesos de reinserción de los victimarios en detrimento de los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación integral. 2 Movimientos sociales diversos, que representan y encarnan las reivindicaciones sociales de las mujeres, los jóvenes, los campesinos, las minorías étnicas, la población desplazada, las organizaciones sindicales, los sectores LGTBI, entre otros.

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Desde esta óptica, uno de los obstáculos para construir la memoria colectiva y la memoria histórica en medio del conflicto en Colombia es la dificultad de las organizaciones y los movimientos sociales para convocar a la acción colectiva, debido a factores culturales y psicosociales que generan la indiferencia, el olvido y la impunidad. Tales factores están relacionados, en primer lugar, con los mecanismos arbitrarios de represión y control político y social, que generan el terror generalizado. En segundo lugar, con la ineficacia del sistema judicial y su consecuente falta de credibilidad social. Y, en tercer lugar, con el desgaste de las estrategias discursivas de denuncia, que, en una situación caracterizada por la desconfianza y la sensación masiva de vulnerabilidad, en lugar de sensibilizar a las personas frente a su propia realidad, muchas veces generan una reacción colectiva totalmente contraria. Esta consiste en la negación de la realidad, que se expresa en la ruptura de los vínculos sociales, e impide la identificación y la empatía con el dolor de quienes se ven directamente afectados por la violencia. Se trata de una reacción que, de acuerdo con Elizabeth Lira (2004), se presenta como respuesta a una especie de saturación del horror en medio del terror, consciente o inconsciente. Actualmente, Colombia afronta una de las peores crisis humanitarias en todo el planeta. Durante los últimos 25 años, han sido desplazadas más de 4.500.000 de personas. Se estima que, desde 1989, más de 51.000 personas han sido registradas como desaparecidas, y 23.000 fueron secuestradas durante los últimos 11 años3. En su informe de enero de 2011, la Fiscalía General de la Nación reportó 173.183 casos de homicidios, 1.597 masacres y 34.467 desapariciones forzadas perpetradas por grupos paramilitares entre 2005 y 2010. En este periodo, el alto gobierno aseguraba que estas estructuras se habían desmovilizado y que eran cosa del pasado (“Fiscalía tiene documentados”, 2011). En agosto de 2011, la fiscal general, Viviane Morales, informó que las autoridades de Colombia habían ubicado 3.304 fosas comunes, con 4.064 3 Véase:http://oasportal.policia.gov.co/portal/page/portal/UNIDADES_POLICIALES/Direcciones_tipo_Operativas/Direccion_de_Investigacion_Criminal/Documentacion/REVISTA%20 2007/SECUESTRO%20EN%20COLOMBIA.pdf

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cuerpos de personas desaparecidas durante el conflicto armado interno (“Hallan tres mil fosas”, 2011). “Según la Confederación Sindical Internacional (CSI) —en Colombia se presentó el 63,12 % de los asesinatos de sindicalistas en el mundo durante la última década” (Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, 2010). Entre el 1.º de enero de 1986 y el 30 de abril de 2010, se cometieron al menos 10.887 actos de violencia intencional contra sindicalistas, de los cuales 2.832 fueron homicidios. Durante el primer gobierno del presidente Álvaro Uribe, fueron asesinados 557 sindicalistas. De acuerdo con las declaraciones del secretario general de la CSI: Colombia ha vuelto a ser el país donde defender los derechos fundamentales de los trabajadores significa, con mayor probabilidad que en ningún otro país, sentencia de muerte, a pesar de la campaña de relaciones públicas del Gobierno colombiano en el sentido contrario. (Como se cita en “Informe anual de la CSI”, 2010)

A lo anterior hay que añadir que 7.800 personas fueron detenidas arbitrariamente a partir del año 2002; que 34 pueblos indígenas (de los cuales 18 están en riesgo inminente de extinción) afrontan una grave crisis humanitaria; que 2.560 miembros de estas comunidades —de los cuales 900 eran líderes o autoridades tradicionales— han sido asesinados en los últimos cinco años. Del total de homicidios perpetrados en las últimas tres décadas, el 56 % se cometieron durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez. Se calcula que 6.500.000 hectáreas de tierras fueron arrebatadas mediante la intimidación y el asesinato de campesinos, afrodescendientes e indígenas, por grupos paramilitares en asocio con empresarios, ganaderos y terratenientes (Cepeda y Maya, 2009-2010). Cabe señalar que en Colombia las prácticas violatorias de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario (DIH), a pesar de su carácter masivo, son prácticamente invisibles para la sociedad. O, en el mejor de los casos, cuando logran visibilizarse, no generan una reacción colectiva de repudio, a pesar de sus repercusiones socioculturales, éticas y políticas. En este sentido, es importante indagar por qué y cómo se ha logrado imponer un discurso hegemónico de la paz, fundado en el perdón y la reconciliación,

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cuando la sociedad colombiana aún no ha transitado por caminos de justicia que impliquen el esclarecimiento de la verdad de los hechos y el reconocimiento público de las responsabilidades implicadas, del origen y la trayectoria histórica de la victimización, así como de sus impactos a nivel individual y colectivo. Algunas posibles respuestas frente a estos interrogantes pueden basarse en el hecho de que el trasfondo de la cultura política colombiana es la moral de los sectores más conservadores e influyentes de la Iglesia católica, que ha permeado profundamente las mentalidades. En esa medida, ha influenciado las políticas públicas de excepcionalidad, a partir de las cuales se da prioridad a los procesos de reinserción de excombatientes, frente a aquellos de reparación integral de las víctimas. Desde la perspectiva de la moral católica, la reconciliación es el eje central de la transición hacia la paz, sin considerar que esta debería ser el resultado del esclarecimiento histórico basado en el reconocimiento de la responsabilidad de los victimarios, y en la aplicación de sanciones proporcionales a los daños ocasionados a las víctimas y a la sociedad en su conjunto. Por tanto, la posibilidad de generar verdaderas opciones de esclarecimiento histórico de los hechos de violencia sociopolítica en Colombia exige la construcción de la memoria colectiva, aun en medio del conflicto interno. Esto implica transformar las prácticas de la cultura política. Diseñar estrategias que apunten al posicionamiento público de las víctimas como actores sociales y sujetos de derechos es el primer paso hacia una efectiva transición democrática que conduzca a la paz, teniendo en cuenta que las garantías de no repetición de los actos violentos son fundamentales para construir escenarios reales y permanentes de posconflicto. ¿Por qué no estamos en un contexto transicional en Colombia? A partir de los procesos de documentación y sistematización de casos que dan cuenta de la trayectoria histórica de la victimización, las diferentes organizaciones defensoras de los derechos humanos en Colombia han ido comprendiendo que, para construir la memoria colectiva de la violencia sociopolítica, es importante analizar qué se entiende por memoria histórica,

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a fin de establecer cuáles son los desafíos que han de enfrentarse en un escenario que bajo ninguna circunstancia podría definirse como transicional. La razón es que el conflicto armado interno, enmarcado en una violencia de carácter estructural, no es un acontecimiento del pasado, pues continúan ocurriendo hechos violentos que vulneran los derechos humanos y el DIH por parte de los actores armados, legales e ilegales. En el contexto colombiano actual, no es posible hablar de “crímenes del pasado” exclusivamente, cuando la acción criminal sigue vigente, quizás bajo nuevos modelos de encubrimiento oficial. “La expresión ‘crimen del pasado’ olvida las relaciones existentes en el presente para la persistencia del crimen y distorsiona el sentido y el alcance de las relaciones vigentes” (Cepeda y Maya, 2009-2010). Tales relaciones reafirman la impunidad, la explotación, la legalización de un poder que emerge de la criminalidad, la hegemonía cultural y la imposición de una versión oficial de la historia, en la que no solo se desconoce la responsabilidad del Estado, tanto por acción como por omisión, en la perpetración de crímenes de lesa humanidad, sino que se justifican dichos crímenes por razones ideológicas. Una de las premisas fundamentales de los procesos transicionales hacia la paz es el reconocimiento de las víctimas como sujetos plenos de derechos y la legitimación pública de sus versiones de memoria que dan cuenta de los hechos violentos que afectaron sus proyectos de vida. La reparación integral de las víctimas depende de una acción efectiva de la justicia, que revele públicamente toda la verdad acerca de lo sucedido y que sancione, penal y moralmente, tanto a los autores intelectuales como a los autores materiales de los hechos de violencia, de manera proporcional a los daños infringidos. De esta manera dicha sanción tendría un efecto ejemplarizante en la sociedad. La ausencia de voluntad política por parte de los sucesivos gobiernos para generar condiciones que permitan que la sociedad colombiana pueda hacer una verdadera transición hacia la paz —lo cual implica la democratización de la sociedad, es decir, la transformación de las condiciones estructurales que legitiman la victimización— se hace evidente en los enormes vacíos que comportan tanto la Ley de Justicia y Paz (975 de 2005) como la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (1448 de 2011).

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La primera de estas leyes fue concebida desde el corazón de la política de “seguridad democrática”, bandera ideológica de los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez comprendidos entre 2002 y 2010. La segunda, a partir de la política de “prosperidad democrática”, insignia programática del actual gobierno de Juan Manuel Santos. Ninguna de las dos refleja una propuesta de reparación integral respetuosa de la Constitución nacional ni de los estándares internacionales en materia de derechos humanos. Las falencias evidenciadas en dichas leyes se expresan en la ausencia de garantías de no repetición de los hechos atroces de revictimización, teniendo en cuenta que esta hace referencia al daño del que es objeto una persona, familia, comunidad u organización social, después de haber sido victimizada previamente. Igualmente, se podría hablar de una victimización secundaria, que se manifiesta claramente en la dilación de los procesos jurídicos, en la falta de información sobre el estado de los procesos —cuando los hay—, en la ausencia de medidas efectivas de seguridad para los denunciantes, y en la relación que se establece entre la víctima y el sistema jurídico-penal, en la que predomina el maltrato institucional, lo que incrementa el daño psicológico de las víctimas. La Ley 975 de 2005, promovida y sancionada en el año 2005, durante el primer mandato del expresidente Álvaro Uribe, fue el marco jurídico resultante de un cuestionado proceso de negociación entre el Estado y los grupos paramilitares, que, de acuerdo con los principios del DIH, no eran propiamente un tercer actor en conflicto. Lo anterior, en tanto se entiende que los paramilitares tomaron las armas para defender al Estado o suplantarlo en razón de su ausencia en varias regiones del país4. En esa medida, no podían ser definidos como grupos insurgentes, que, en calidad de tales, se hubieran alzado en armas contra el Estado y, por ende, pudiesen ser considerados como interlocutores válidos en un proceso de paz, que supone la existencia de antagonistas o enemigos que deben llegar a un acuerdo. El 9 de septiembre de 2005, diversas organizaciones sociales agrupadas en el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice) 4

Véase www.coljuristas.org

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radicaron una demanda de inconstitucionalidad ante la Corte Constitucional contra la Ley 975, al considerar que en esta se vulneran varios artículos de la Constitución nacional y de diferentes instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos (Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, 2006). La demanda afirma que el objetivo de esta ley fue la aplicación de una justicia complaciente con los victimarios e indolente frente a las víctimas; una justicia aparente y parcializada, a partir de la cual se pretendió sancionar a los paramilitares que actuaron como ejecutores materiales con penas no equiparables a la magnitud de los crímenes cometidos. De este modo se garantizó, a su vez, la impunidad de quienes actuaron como actores intelectuales en múltiples delitos atroces. Según dicha demanda, la mayor falencia de la Ley 975 se evidenció en la propuesta de reparación por vía administrativa, que, obviando las diferentes dimensiones de la reparación de los daños y perjuicios, tanto materiales como morales, de los que fueron objeto millones de personas, se redujo a establecer un monto de indemnización pecuniaria para un sector bastante reducido del universo total de víctimas, con lo que se pretendía traducir la asistencia humanitaria en políticas de reparación. Además, esta ley nunca buscó juzgar a los auspiciadores de los grupos paramilitares ni revelar los rostros de quienes los dirigían desde el poder político, que, en últimas, son los principales responsables y beneficiarios de sus crímenes. Incluso, tras el escándalo de la llamada “parapolítica”, que permitió que varios dirigentes políticos fueran retirados de sus cargos y llevados a prisión, la justicia no tuvo los alcances esperados. Las condenas contra los involucrados, en la mayoría de los casos, fueron demasiado laxas, dado que estos no confesaron toda la verdad acerca de sus responsabilidades. Por otra parte, algunos de ellos, desde sus centros de reclusión, continuaron manejando las estructuras criminales que mantienen activas las dinámicas de victimización en amplias zonas del país. Según el informe de la Comisión de Seguimiento a la Política Pública sobre Desplazamiento Forzado de 2009, en cuanto a la restitución de las tierras, la Ley 975 benefició principalmente a los victimarios al legalizar la posesión de tierras y riquezas en manos de quienes se apropiaron de ellas a través de acciones criminales de despojo. También, la Mesa Nacional de

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Víctimas Pertenecientes a Organizaciones Sociales (en Maya, 2011a) señala que la ley desconoce que el 94 % de la población víctima del desplazamiento forzado no solo era propietaria de sus tierras y de los bienes de diversa índole que se encontraban en ellas, sino que debía ser atendida, protegida y cobijada de manera prioritaria por los beneficios que otorga la ley. Desconocer los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación integral, con garantías de no repetición, obstaculiza cualquier proceso de reconciliación. Como bien enseñan los procesos transicionales en otros países, la paz no se impone por decreto, sino que es el resultado de pactos sociales en los que prevalecen el respeto y la dignidad de las víctimas. Desde esta perspectiva, si se reconoce que en Colombia no se ha producido un real desmonte de las estructuras narcoparamilitares, y que estas siguen teniendo el control político en amplias zonas del país donde continúan operando bajo la protección de agentes del Estado, se debe concluir que aún no se ha consolidado un verdadero escenario de posconflicto que garantice a las víctimas, y al conjunto de la sociedad, el derecho a la verdad y a la justicia. Alcances y limitaciones de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (1448 de 2011) A pesar que la Ley 1448 incurre en graves vacíos frente a disposiciones internacionales en materia de derechos humanos, constituye un avance significativo frente a la llamada Ley de Justicia y Paz (975 de 2005). Dicho avance se refleja en el hecho de que, a partir de su implementación, se ha intentado subsanar algunas de las falencias de la Ley 975, en la medida en que el Gobierno actual ha dado un paso importante en el reconocimiento de las consecuencias humanitarias —individuales y colectivas— del prolongado conflicto armado interno. A propósito, ya han empezado a plantearse salidas posibles de negociación entre el Estado y los grupos guerrilleros, cosa que jamás se vio durante el doble gobierno anterior, cuya apuesta, paradójicamente, era la guerra total contra los grupos “terroristas”, en un contexto en el que se negaba la existencia misma del conflicto, al tiempo que se negociaba la reducción de penas y otros beneficios con los grupos paramilitares.

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Demandas contra la Ley de Víctimas Si bien la Ley 1448 puede representar un avance hacia la paz y un paso fundamental hacia la democratización de la sociedad colombiana, en la medida en que se apliquen las políticas públicas orientadas a garantizar los derechos de las víctimas, varias organizaciones sociales han radicado demandas ante la Corte Constitucional, no con el fin de derogar esta ley, sino con el objetivo de que esta instancia module su contenido. El objetivo es subsanar los vacíos en los que incurre y ajustarla a los estándares del derecho internacional y a las disposiciones de las cortes nacionales para garantizar la plena satisfacción de los derechos de las víctimas. Uno de los puntos más cuestionados de la ley se refiere a que, aunque esta reconoce la existencia del conflicto armado interno, desconoce su articulación con los fenómenos históricos —socioeconómicos, políticos y culturales— que se desprenden de la violencia estructural, traducida en una situación generalizada de exclusión, inequidad e impunidad que afecta a la sociedad en su conjunto. Dicha situación constituye el caldo de cultivo del conflicto y de dinámicas criminales, como el narcotráfico y el sicariato, entre otras, que se retroalimentan mutuamente y perpetúan la victimización. Por otra parte, teniendo en cuenta el carácter reciente de la aplicación de sus medidas, el artículo de la Ley 1448 que mayor malestar ha generado es el 3.°, que define el concepto de víctima y hace referencia al universo que lo constituye: Se consideran víctimas, para los efectos de esta ley, aquellas personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido un daño por hechos ocurridos a partir del 1.º de enero de 1985, como consecuencia de infracciones al derecho internacional humanitario o de violaciones graves y manifiestas a las normas internacionales de derechos humanos, ocurridas con ocasión del conflicto armado interno. (Ministerio del Interior, 2012, art. 3)

El artículo 3.° viola varias normas constitucionales, como el preámbulo de la Carta política, cuya finalidad es asegurar a los ciudadanos colombianos el acceso a la justicia y a la igualdad, dentro de un marco jurídico que garantice

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un orden político, económico y social justo. En este sentido, la ley desconoce diversas formas de victimización y establece fechas arbitrarias para el reconocimiento de las víctimas. “Es necesario que la fecha establecida obedezca a un análisis sobre periodización de la violencia y que tenga un sentido social y un sentido histórico. La fecha, para que sea justa, tiene que ser lo más incluyente posible” (Maya, 2011b). Por otra parte, algunas de las demandas de inconstitucionalidad se fundamentan en la premisa de que la justicia debe ser restaurativa; el acto de perdón debe ser reparador. Además de la contrición y el genuino acto de reconocimiento público de los daños causados, las peticiones de perdón público deben ir acompañadas por acciones que no solo mitiguen el sufrimiento, sino que restauren el daño moral, político, económico y social de las víctimas. Según explica la Mesa Nacional de Víctimas Pertenecientes a Organizaciones Sociales (en Maya, 2011a), la Ley 1448 vulnera el principio de reparación integral de carácter patrimonial, y no contempla la figura de reintegración del proyecto de vida de las víctimas, conforme a los estándares internacionales. Se desconoce la jurisprudencia de la Corte Constitucional tras la Sentencia T-025 de 2004, y se incurre en graves retrocesos en cuanto al pleno reconocimiento de las víctimas como sujetos de derechos y del Estado como garante de estos. Tales retrocesos impiden avanzar hacia el logro de la paz, dado que generan ambigüedad moral, en tanto que mantienen la confusión entre medidas de asistencia humanitaria y medidas de reparación integral. La jurisprudencia del Consejo de Estado, la Corte Constitucional y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha establecido, de manera reiterada, que no pueden confundirse las medidas de reparación con la asistencia humanitaria y con otras obligaciones del Estado para disminuir el sufrimiento de poblaciones vulnerables afectadas por situaciones de crisis. En cuanto a la restitución de las tierras, esta se limita a los bienes inmuebles rurales y deja de lado los demás bienes patrimoniales. De este modo, contradice los principios rectores de la restitución a la población desplazada, conocidos como Principios Pinheiro, los cuales, de acuerdo con la Corte Constitucional, hacen parte del bloque de constitucionalidad. Las

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medidas de reparación relacionadas con la restitución, la rehabilitación, la satisfacción, las garantías de no repetición y la indemnización no se encuentran complementadas con medidas eficaces y concretas para determinar la verdad acerca de las violaciones perpetradas, ni para garantizar la investigación e imposición de sanciones proporcionales a los autores y partícipes en dichas violaciones en términos de justicia. Por otra parte, el artículo 207 de la Ley 1448 sostiene que: Cualquier persona que demande la condición de víctima en los términos del artículo 3.º de la presente ley, que utilice las vías de hecho para invadir, usar u ocupar un predio del que pretenda restitución o reubicación como medida reparadora, sin que su situación jurídica dentro del proceso de restitución de tierras despojadas y abandonadas forzosamente haya sido resuelta en los términos de los artículos 91, 92 y siguientes de la presente ley, o en las normas que las modifiquen, sustituyan o adicionen, perderá los beneficios establecidos en el capítulo III del título IV de esta ley.

La anterior disposición condiciona el pleno reconocimiento de las víctimas y amenaza con despojarlas de su condición y derechos constitucionales. Además, ignora la situación de vulnerabilidad extrema de las víctimas y las razones por las cuales muchas se ven impelidas a recurrir a las vías de hecho para la exigibilidad de sus derechos. En cuanto al derecho a la memoria histórica, el artículo 144 de la Ley de Víctimas sostiene que los archivos sobre violaciones a los derechos humanos e infracciones al DIH ocurridas con ocasión del conflicto armado interno deberán ser sistematizados y preservados por el Centro Nacional de Memoria Histórica. La ley establece que este centro no tendrá acceso a documentos de carácter reservado. Esta disposición parte de la confusión entre el derecho al acceso público y el deber de conservación de los archivos. Es claro que, conforme a la Ley 594 del año 2000, los documentos amparados por reserva legal no pueden ser de acceso público. Sin embargo, frente a documentos oficiales que tengan relación con el esclarecimiento de violaciones a los derechos humanos, los centros de memoria y archivos generales están en el deber de conservarlos para garantizar su preservación durante el lapso de tiempo

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necesario para que sean desclasificados y puedan ser de dominio público, conforme a los artículos 56 y 57 de la Ley 975 de 2005 y al principio 14 de las Directrices Joinet actualizadas. De lo contrario, se correría el peligro de que fuesen destruidos, con lo que se vulneraría el derecho a la verdad de aquellas víctimas de hechos relacionados con los contenidos de dichos documentos (Mesa Nacional de Víctimas, 2011). El actual gobierno persiste en establecer una dinámica de pronta reconciliación en el marco de un modelo de justicia transicional, a pesar de que se siguen registrando violaciones sistemáticas de los derechos humanos y graves infracciones al DIH. Por ello, es necesario impulsar políticas públicas de construcción de memoria colectiva y memoria histórica que contribuyan al reconocimiento de los impactos individuales y colectivos de la violencia, y al reconocimiento de la necesidad de saldar la deuda de verdad, justicia y reparación integral, con garantías de no repetición, que siguen reclamando las víctimas. Este reconocimiento conlleva que la sociedad aprenda de lo vivido para que hechos semejantes nunca más vuelvan a ocurrir. La memoria colectiva y la memoria histórica en un contexto no transicional   Internacionalmente, se define la justicia transicional como […] una respuesta a las violaciones sistemáticas o generalizadas de derechos humanos, cuyo objetivo es el reconocimiento de las víctimas y la promoción de posibilidades de paz, reconciliación y democracia. La justicia transicional no es una forma especial de justicia, sino una justicia adaptada a sociedades que se transforman a sí mismas después de un periodo de violación generalizada de los derechos humanos. (Centro Internacional para la Justicia Transicional, 2009)

Desde esta perspectiva, los procesos de transición indican que ha llegado el fin del conflicto o que se ha retomado el orden democrático, lo cual involucra un nuevo sentido histórico. Se trata de un ejercicio de construcción de la memoria que permite establecer un antes y un después de los hechos de violencia que se recuerdan y se reconocen como eventos traumáticos, que no

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deben volver a ocurrir en la sociedad que ha transitado hacia una nueva etapa.  En Colombia, este ejercicio de construcción de la memoria en torno a los eventos traumáticos que han afectado a la sociedad es sumamente complejo. Si bien, desde hace varios años se vienen implementando marcos de justicia transicional —como la Ley de Justicia y Paz, y la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras—, las dinámicas de violencia sociopolítica e impunidad siguen plenamente vigentes.  Teniendo en cuenta esta compleja realidad, el trabajo de reconstrucción de la memoria histórica en Colombia debe partir del reconocimiento de la dimensión colectiva de los daños que se desprenden de los fenómenos que han ocurrido en el pasado y continúan ocurriendo. Este proceso necesariamente pasa por la comprensión de los fenómenos estructurales de orden económico, político y cultural, que han configurado una serie de representaciones sociales acerca de la realidad histórica, que naturalizan y perpetúan dinámicas violentas, y legitiman la negación de las víctimas como sujetos de derechos.  Cabe preguntarse entonces por el sentido que la memoria y la historia tienen para las víctimas y para la sociedad colombiana, en un contexto no transicional, pues las dinámicas relacionales que configuran las representaciones colectivas de la realidad política y social no se han transformado porque las prácticas violentas y excluyentes siguen siendo parte del presente. Ello remite a la diferencia  entre la memoria colectiva y la memoria histórica. Aquella se refiere fundamentalmente al proceso de  rescatar o recuperar recuerdos en común, como factor constituyente de la vida social, que presupone y reproduce un depósito común de significados, tanto por el repertorio de sentidos que constituye la memoria social, como por las referencias guardadas en las memorias individuales, en tanto recuerdos de experiencias o de relatos.   Desde esta óptica, Halbwachs (1994)  y Pollak (2006)  contribuyen a comprender la importancia política y cultural de los procesos colectivos de construcción de la memoria. Según estos autores, la memoria colectiva no apunta a ser una mera representación colectiva del pasado, porque está en juego la tensión política entre las memorias hegemónicas y las memorias subalternas. Esto plantea la complejidad de la diversidad de memorias y

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representaciones colectivas de los acontecimientos singulares y relevantes, vividos como tales (guerras, crisis, catástrofes, revoluciones, etc.), que constituyen referentes para la resignificación permanente del pasado.  La memoria colectiva se distingue de la memoria histórica, pues aquella aporta sin cesar nuevas interpretaciones, en el sentido en que —como afirma Henry Rousso (1991)— interesa menos saber  qué pasó, que saber  qué se hace con lo que pasó; pero no es posible saber qué se hace si se ignora lo acontecido. Por ello, la memoria histórica estaría contenida en la memoria colectiva; y, a su vez, sin esa memoria colectiva, sin la posibilidad real de construir o recrear nuevos referentes, no podría haber historia. Es decir, la memoria colectiva es la condición indispensable para la permanencia de un sistema de comportamientos, valores o creencias, en tanto construye referentes históricos, pues sus efectos se relacionan con la experiencia colectiva que construye comunidades políticas. De ahí que pensar la memoria colectiva en Colombia —con los referentes que construyen comunidad política— implique preguntarse: ¿qué recuerdos y qué olvidos son funcionales para mantener o transformar la situación de impunidad?, ¿qué apuestas políticas encierran las modalidades de producción de sujetos, objetos, lugares y dispositivos de memoria en la esfera pública?  Lo anterior nos lleva a plantear que el ejercicio de construcción de la memoria colectiva en Colombia implica comprender cómo se elaboran y se representan los múltiples referentes de sentido, en un escenario de conflicto donde lo excluido o lo negado exige referentes concretos de dinámicas anticontrahegemónicas como posibilidad emancipadora del pasado, en aras de alcanzar una transformación social que potencie la opción de confrontar la versión oficial de la memoria histórica.   En el contexto reciente, las diferentes organizaciones y movimientos sociales que trabajan en la defensa de los derechos humanos, a nivel local, regional o nacional, aceptan, rechazan o critican las formas de representación pública de la memoria colectiva, construidas en torno a las nociones de transición y posconflicto. Esto plantea discusiones ético-políticas respecto de los marcos jurídicos de la Ley de Justicia y Paz y la Ley de Víctimas, a propósito de lo cual es pertinente preguntarse: ¿cómo validar socialmente

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los procesos de justicia transicional cuando el conflicto interno permanece vigente?, ¿hasta dónde estas leyes contribuyen a posicionar públicamente a las víctimas como actores sociales y sujetos de derechos?  Así mismo, considerando la legitimación social de instituciones estatales encargadas de reconstruir lo que pasó y de hacer algo con eso que pasó, creadas a partir de la implementación de las leyes de justicia transicional, como la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, el Grupo de Memoria Histórica —ambos establecidos por la Ley de Justicia y Paz— y el Centro Nacional de Memoria Histórica —instituido por la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras—, es necesario preguntase: ¿quiénes deben ser los encargados de salvaguardar el patrimonio histórico y simbólico que encarna la verdad de las víctimas?, ¿cómo poner en relación aquello que causó dolor y daños a las víctimas con las acciones públicas de carácter permanente encaminadas a reparar sus efectos y consecuencias individuales y colectivas?  Teniendo en cuenta las falencias de los marcos normativos de la justicia transicional, en un escenario que a todas luces no puede definirse como de posconflicto, la posibilidad actual de avanzar en los diálogos de paz entre el Gobierno y las guerrillas representa una oportunidad para que la sociedad colombiana participe activamente en la construcción de un verdadero Estado social de derecho. Ello depende, en buena parte, del rol que jueguen  las instituciones estatales como el Centro Nacional de Memoria Histórica. Este, en su tarea de reconstruir la memoria, debe ser plenamente consciente de la responsabilidad que implica reconocer y rescatar los aportes del pasado, y generar acciones responsables frente a la verdad que encarnan las víctimas. Con este fin debe plantear una estrategia conjunta con los movimientos y organizaciones sociales que desde hace décadas vienen adelantando un trabajo riguroso de documentación, sistematización y análisis de la trayectoria histórica de la violencia sociopolítica. Dicha estrategia puede plasmarse en la creación de una red nacional de iniciativas de construcción de memoria, que articule los procesos de acompañamiento a las víctimas a través de acciones de incidencia política y exigibilidad de derechos dirigidas a la democratización de la sociedad. Esta es una condición intrínseca en cualquier proceso de transición política y social.

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Conclusiones En Colombia, es importante reconocer la conflictividad que encierran los múltiples procesos colectivos, gubernamentales y no gubernamentales, encaminados a la construcción de diferentes versiones de la memoria histórica en torno a los acontecimientos violentos. Desde una perspectiva psicosocial, es claro que los niveles de afectación de quienes sufren de manera directa los impactos de la violencia sociopolítica pueden verse minimizados o exacerbados, dependiendo del grado de visibilización y legitimidad social que tengan las víctimas. En este sentido, es necesario desarrollar una propuesta de pedagogía social de la memoria, que permita articular una estrategia de formación de opinión pública acerca de los estándares internacionales de verdad, justicia y reparación integral; y, también, una estrategia de acompañamiento psicosocial, que apunte a la sensibilización, el reconocimiento de las víctimas y la elaboración de los duelos a partir de la resignificación de las experiencias traumáticas. Uno de los principales desafíos de la implementación de la Ley 1448 de 2011 es la creación del Centro Nacional de Memoria Histórica, como parte de las políticas públicas de reparación de las víctimas y de la sociedad en su conjunto. La responsabilidad fundamental de esta instancia es investigar, documentar y divulgar qué pasó, y consultar a los sectores afectados directa e indirectamente por la violencia sociopolítica para determinar qué se hace con lo que pasó. En este sentido, hay que promover la creación de una Red Nacional de Iniciativas de Construcción de la Memoria, que fomente la participación activa de las víctimas y organizaciones que trabajan en procesos de exigibilidad de los derechos humanos. El objetivo de dicha red es recuperar los ideales y propuestas de sociedad que encarnaban los proyectos de vida truncados en el pasado por la violencia, para construir nuevos procesos y relaciones sociales que contribuyan a la democratización de la sociedad, y, por ende, a una verdadera transición hacia la paz.

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Parte II.

Memoria y resolución de conflictos e n A m é r i c a L at i n a

C o n t e n i d o p a r t e II .

» Marcela Ceballos Medina

Alcances de las políticas de reparación a víctimas del conflicto armado interno en Colombia y en Perú Introducción: Colombia y la supuesta transición hacia la paz Estándares universales de la reparación integral a víctimas de conflictos armados internos La justa medida de la reparación El caso colombiano El caso peruano Conclusiones

» Elizabeth Lira

“Paz social”: verdad, justicia, reparación y memoria en Chile Amnistías, impunidad y paz social Chile: 1973-1990 Transición politica: verdad, justicia y reparación Otras medidas de reparación La búsqueda de justicia Traumas y pérdidas: el daño psicosocial Una mirada retrospectiva Reflexiones finales

» Geoffrey Pleyers y Pascale Naveau

La sociedad civil frente a la violencia y la impunidad en México Introducción La seguridad humana y el espacio de la violencia La economía Una democracia vacía La sociedad civil frente a la violencia Anonymous Conclusión

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» Alfredo Gómez Muller

Políticas latinoamericanas de exclusión de las memorias culturales no occidentales: la violencia de los imaginarios nacionales Introducción La nación de “ciudadanos” La nación de “blancos” La nación de “ mestizos” La deconstrucción contemporánea de los imaginarios etnocéntricos de la “nación”

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víctimas del conflicto armado interno en Colombia y en Perú. Análisis comparado de la

Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú y la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación en Colombia Marcela Ceballos Medina Introducción: Colombia y la supuesta transición hacia la paz Este documento compara dos experiencias de comisiones de la verdad creadas durante procesos de superación de la violencia sociopolítica, con el fin de que el Estado y la sociedad pudieran identificar el daño causado por esta y, así, enfrentar la reparación a las víctimas en su conjunto. Estas son: la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, creada en junio del año 2001 por el presidente Valentín Paniagua, y la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación de Colombia, creada en el año 2005 por el presidente Álvaro Uribe Vélez. El análisis comparado de estas experiencias pretende

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 _

P a rt e II . M e m o r i a y r e s o l u c i ó n d e c o n f l i c t o s e n A m é r i c a L at i n a

la vulnerabilidad del mundo

Alcances de las políticas de reparación a

identificar los estándares de reparación individual y colectiva adoptados por dichas comisiones, con el fin de determinar, así, las bases del proyecto político que, en ambos casos, ha servido de referente para reconstruir el tejido social y resarcir el daño causado por la violencia sociopolítica y el conflicto armado interno. El segundo objetivo es dar cuenta del lugar que han ocupado las víctimas en el proceso de superación de la violencia sociopolítica. Este documento busca aportar al debate actual acerca de las políticas de reparación que permitirán superar la violencia sociopolítica y el conflicto armado, al tiempo que la sociedad avanza en un proceso de construcción de paz. Utilizo la expresión procesos de superación de la violencia sociopolítica y no la de procesos de transición (desde situaciones de conflicto armado interno o de violencia estructural hacia la paz, o desde regímenes autoritarios hacia regímenes democráticos), porque este último implica: 1) que ha sido superado el conflicto armado interno (Uprimny, Botero, Restrepo y Saffon, 2006); 2) que se ha iniciado un proceso participativo, masivo y público de esclarecimiento de los hechos y desmonte de las estructuras perpetradoras de la violencia (Ceballos, 2008); 3) que, como resultado de este proceso, la sociedad ha avanzado en la construcción de un consenso ético acerca del pasado violento (Hayner, 2001). Esto último implica un acuerdo social respecto de cuáles son los crímenes condenables, cuál es la dimensión del daño, cuál es el universo de las víctimas, quiénes son los responsables de dichos crímenes, cuáles son las medidas de justicia y de reparación a las que tienen derecho las víctimas, cuáles son los mecanismos y estructuras que perpetuaron la violencia, cuáles son las reformas y medidas necesarias para impedir que se repitan estos hechos; 4) que se ha avanzado en medidas de reparación a víctimas de la violencia sociopolítica. Estos dos últimos puntos son condiciones necesarias, aunque no suficientes, del proceso de reconciliación en etapas de posconflicto. En Colombia, aunque con avances importantes en muchos de estos puntos, los procesos de verdad, reparación integral y construcción de paz apenas comienzan y enfrentan obstáculos asociados a la implementación del marco normativo que les dio vida, en medio de un conflicto armado persistente. La negociación con grupos armados en abierta confrontación con el

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Estado ha sido incompleta. Se iniciaron procesos de desarme, desmovilización y reinserción, en 1991, con algunos grupos guerrilleros, y solo hasta el segundo semestre de 2012 ha habido avances en los diálogos con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), sin que se hayan fijado acuerdos de paz que permitan hablar de una transición. En materia normativa, durante el 2012 el proyecto de ley “Marco jurídico para la paz” le entregó al Gobierno nacional los instrumentos para una justicia transicional en caso de la desmovilización de algún grupo armado ilegal y se convirtió en reforma constitucional tras su aprobación en el Senado. No obstante, son múltiples las críticas que ha recibido el mencionado proyecto por parte de organizaciones de derechos humanos y de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Una de estas críticas se refiere a que el proyecto contempla mecanismos de negociación con grupos al margen de la ley y, al mismo tiempo, beneficios para miembros de la fuerza pública involucrados en violaciones a los derechos humanos. Esto implica un tratamiento similar a unos y otros, sin tener en cuenta que el Estado tiene la responsabilidad primaria de proteger la vida e integridad de todos los ciudadanos. En esa medida, en el marco de un proceso político que busca fortalecer el Estado social de derecho y consolidar la democracia, las fallas del Estado en el deber de protección, consideradas como violaciones a los derechos humanos, no pueden ser objeto de medidas de indulto, amnistía o beneficios. Segundo, se mantiene la confrontación armada y la crisis humanitaria derivada de la degradación del conflicto interno. Si bien, el informe del año 2011 elaborado por la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU, Consejo Económico y Social, 2011) reporta avances en la promoción y protección de los derechos humanos, así como importantes iniciativas legislativas y de políticas públicas de acción contra la corrupción y el despojo de tierras, también señala que persisten las violaciones a los derechos humanos y las infracciones al derecho internacional humanitario (DIH) por acción directa de agentes estatales y de grupos al margen de la ley (ONU, Consejo Económico y Social, 2011). El informe señala dos aspectos centrales que amenazan la consolidación de una cultura y un régimen democrático: 1) la impunidad como un problema

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estructural que afecta negativamente el disfrute de los derechos por parte de la mayoría de la población colombiana; 2) la crisis humanitaria derivada de dinámicas que perpetúan la violencia sociopolítica, entre ellas, la presencia de grupos paramilitares reconfigurados, a los que se atribuye una serie de amenazas y agresiones contra defensores de los derechos humanos, líderes comunitarios, sociales, afrocolombianos e indígenas, sindicalistas y periodistas; así como prácticas persistentes de algunos agentes estatales en contra de la población civil, por ejemplo, las ejecuciones extrajudiciales1. En segundo lugar, la sociedad colombiana no ha participado abiertamente de un proceso de esclarecimiento público sobre los hechos y mecanismos de perpetuación y legitimación de diversas prácticas de violencia dirigidas contra actores sociales estigmatizados y perseguidos, sea a través de comisiones de la verdad o de audiencias públicas con participación de diversos sectores de la sociedad civil. En su lugar, el esclarecimiento de la verdad se ha concentrado en los mecanismos judiciales contemplados por la Ley 975 de 2005, que se enfoca en las versiones libres de miembros de grupos paramilitares, sin que las víctimas tengan un espacio con garantías para exponer su versión de los hechos y dar cuenta de los daños causados por los victimarios. En este mismo punto relativo a la verdad, los mecanismos extrajudiciales han delegado la labor de reconstrucción de la memoria histórica a un grupo de expertos, a través del Área de Memoria Histórica —previamente adscrita a la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, hoy en día, Departamento para la Prosperidad Social de la Presidencia de la República—. A partir de la aprobación y reglamentación de la Ley de Víctimas (Ley 1448 de 2011), esta labor se delega al Centro Nacional de Memoria Histórica. La metodología utilizada por este grupo de expertos, para los análisis de los hechos, se basa en casos emblemáticos, considerados como tales a partir de criterios definidos por los profesionales que conforman esta instancia, más que en la construcción de un mapa completo que permita 1 Hasta agosto de 2011, la Unidad Nacional de Derechos Humanos de la Fiscalía tenía asignado un total acumulado de 1.622 casos de presuntos homicidios atribuidos a agentes del Estado, que involucraban a 3.963 miembros de la fuerza pública, y se habían proferido 148 sentencias condenatorias.

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construir una tipología del universo de crímenes de lesa humanidad y violaciones a los derechos humanos en Colombia. Si bien, la labor de investigación de esta instancia contribuye a la comprensión de las causas de la violencia, se queda corta en la identificación del universo de las víctimas, los aportes a la sanción de los responsables, un inventario de violaciones a los derechos humanos en el sentido histórico y la medición de los daños. Por esta razón, los procesos y resultados de este tipo de reconstrucción de memoria histórica no se articulan adecuadamente con las políticas de reparación integral dirigidas a las víctimas. En síntesis, Colombia ha iniciado un proceso de reparación en medio del conflicto armado, sin que se haya identificado previamente la magnitud de los daños causados mediante un proceso validado socialmente y con participación amplia de todos los sectores. Por ende, no ha habido el sustento social y político necesario para las políticas de restitución de tierras y reparación a víctimas del Gobierno nacional2. Los estándares de reparación están determinados principalmente por dos aspectos del marco normativo interno: el marco legal para la paz, que incluye la legislación orientada a enfrentar y dar cuenta del pasado, y el marco jurídico interno de prevención, atención, protección, restitución y políticas de reparación integral a víctimas del conflicto armado interno. Esto equivale a dos tipos de políticas públicas: aquellas que buscan desarticular estructuras armadas y sancionar a responsables de violaciones a los derechos humanos y las que buscan reparar a las víctimas de dichas violaciones. Aquí se examinan principalmente las políticas de reparación dirigidas a personas en situación de desplazamiento forzado por efecto del conflicto 2 Antes de la aprobación de la Ley 1448 de 2011, los cálculos del Gobierno sobre el despojo y abandono forzado de tierras oscilaban entre 5 y 6 millones de hectáreas (incluían registros oficiales de bienes abandonados desde el año 2004 hasta el año 2010), cifra similar a la presentada por la Comisión de Seguimiento a la Sentencia T-025 sobre desplazamiento forzado. El nuevo informe del Programa de Protección de Tierras y Patrimonio de la Población Desplazada (PPTP), de enero del 2011, permite decir que el total de tierras abandonadas por desplazamiento forzado supera los 8 millones de hectáreas, que corresponden a 280.000 predios. Esto es aproximadamente el 10 % de los predios del registro catastral del país e incluye registros anteriores al año 2004 (González Posso, 2012).

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armado interno, debido a que, del total del universo de víctimas, estas representan el mayor número: en Perú, según el informe del representante del secretario general de Naciones Unidas, Sr. Francis M. Deng, presentado con arreglo a la Resolución 1997/39 de la Comisión de Derechos Humanos (ONU, Consejo Económico y Social, 1998a)3, hay entre 600.000 y 1 millón de personas en situación de desplazamiento forzado. En Colombia, por su parte, la organización no gubernamental Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes) registra un acumulado de aproximadamente 5.281.000 personas internamente desplazadas (desde el año 1985 al 30 de junio de 2011). El conteo de personas desplazadas fue realizado a partir de los eventos registrados por esta organización4. El Gobierno nacional, en su sistema de registro de población desplazada, incluye solo las declaraciones aceptadas para recibir atención del Estado, y reporta un número significativamente menor al planteado por Codhes: 3.692.783 personas en situación de desplazamiento, desde el 1.º de enero de 1997 al 30 de junio de 2011, año en que comenzó a operar el Sistema de Registro Oficial (administrado hasta el 1.º de enero de 2012 por Acción Social de la Presidencia). El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) calificó a Colombia como el país con mayor número de personas internamente desplazadas por la violencia en el mundo, y calculó esta cifra en más de 3 millones (Acnur, 2010). Teniendo en cuenta la gravedad y la magnitud del fenómeno del desplazamiento en Colombia, cabe decir que la reparación material a la población en situación de desplazamiento forzado hace parte de los procesos de reconstrucción nacional y, en esa medida, determina la sostenibilidad de la paz a largo plazo. Los avances en materia de restitución de tierras que aporta la Ley 1448 de 2011 son una base en la reparación material. 3 Presentado ante el 52o. Periodo de Sesiones del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas, E/CN.4/1996/52/Add.1, 1.º de abril de 1996. El informe de la Comisión de la Verdad, presentado en agosto de 2003, menciona 600.000 personas desplazadas. 4 Esto significa que, si una sola persona se desplaza varias ocasiones, es probable que sea incluida en el conteo repetidas veces, ya que no se trata de un censo de población desplazada.

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Este documento está dividido en tres partes. La primera identifica los estándares de reparación adoptados por la CVR en el Perú y por la CNRR en Colombia. Para ello, retoma el concepto de reparación integral de la normativa internacional, con el fin de establecer hasta qué punto el marco jurídico adoptado por los dos países, y los mecanismos para aplicarlo en procesos de transición o de profundización democrática, se ajustan a esos “tipos ideales”. En la segunda parte se examinan desarrollos normativos internos, previos o posteriores a las mencionadas comisiones de Colombia y Perú, sobre estándares o referentes para una política nacional de reparación. Las conclusiones cierran este análisis comparado. Estándares universales de la reparación integral a víctimas de conflictos armados internos La llamada justicia transicional comprende una serie de medidas que modifican el marco normativo de un país, con el fin de facilitar el paso de un régimen dictatorial a uno democrático, o para que el fin de un conflicto armado interno se traduzca en condiciones sostenibles para la paz y la estabilidad nacional. El gran reto de las medidas adoptadas en el marco de la justicia transicional es garantizar que se aplique para los casos de violaciones a los derechos humanos y crímenes contra la humanidad, con el fin de avanzar hacia procesos reales de desarme, desmovilización y reinserción de grupos al margen de la ley. El informe final del relator especial sobre impunidad (ONU, Consejo Económico y Social, 1997) y el conjunto de Principios para la Protección y la Promoción de los Derechos Humanos mediante la Lucha contra la Impunidad5 (ONU, Consejo Económico y Social, 2005) de 1997 son el referente primero en el acceso a la verdad, la justicia y la reparación durante periodos de transición. La norma internacional que se desprende del Estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI), más conocido como Estatuto de Roma (ONU, Asamblea General, 1998b), promulgado por la Conferencia Diplomática de 5 Denominado conjunto de Principios Joinet.

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Naciones Unidas en 19986, es el segundo referente. Estos dos documentos consagran la indivisibilidad del derecho a la verdad, la justicia y la reparación integral. El estándar más alto establecido por la norma internacional vigente para la reparación integral contempla una dimensión individual y una dimensión colectiva de los daños sufridos por las víctimas. En la perspectiva individual, la reparación a las víctimas de violaciones a los derechos humanos y de infracciones al derecho internacional humanitario adquiere las siguientes dimensiones: 1) restitución de las condiciones iniciales en las que se encontraba la persona antes de que sus derechos hubieran sido vulnerados; 2) indemnización, referida a las acciones por parte del Estado para enmendar los daños o perjuicios causados a la víctima; 3) rehabilitación, que comprende programas o políticas específicas enfocadas a garantizar el proceso de atención a la salud mental y física que enfrentan las víctimas y sus familiares; 4) medidas de satisfacción, y 5) garantías de no repetición. En estos documentos se resalta la importancia del carácter público de la verdad, como requisito sin el cual no es posible la reparación integral. También, del carácter simbólico y restaurador del esclarecimiento de los hechos de violencia, la participación de las víctimas en estos procesos, la identificación y sanción de los culpables, el reconocimiento por parte del Estado y de los responsables ante la sociedad de los hechos y efectos de victimización. Estas medidas adquieren relevancia política cuando su fin es la reparación colectiva de las víctimas. Si se considera la necesidad de sanar las heridas del pasado para alcanzar una convivencia pacífica y un nuevo pacto social que avance hacia la reconciliación nacional, basada en un genuino reconocimiento de los daños ocasionados y de los impactos sufridos por los afectados, estos procesos adquieren incluso una fuerza histórica esencial. Finalmente, cabe mencionar las medidas de prevención y las garantías de no repetición de violaciones a los derechos humanos e infracciones al 6

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La CPI es el tribunal internacional encargado de investigar y procesar a aquellos individuos acusados de cometer genocidios, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. La CPI tiene jurisdicción sobre actores estatales y no estatales, tales como grupos rebeldes y organizaciones paramilitares.

DIH, entre las que se cuentan la limitación de la jurisdicción de los tribunales militares, el fortalecimiento de la independencia de la rama judicial y la reforma de las leyes que permitan o contribuyan a la violación de derechos humanos, entre otras. La justa medida de la reparación La CNRR en Colombia y la CVR en Perú han tenido que enfrentarse a particularidades del proceso de transición que hacen difícil alcanzar los objetivos planteados para la reparación integral. Surgieron en contextos de gobiernos civiles, con vigencia de los mínimos derechos constitucionales —al menos en el papel— y con el reconocimiento oficial de las libertades democráticas. No obstante, esta relativa estabilidad del régimen constitucional contrasta con la inestabilidad política en medio de la cual se dio origen a las comisiones en ambos países. En Colombia, el contexto es la persistente crisis humanitaria y el conflicto armado interno que la genera, así como los escándalos de colaboración de miembros del Gobierno nacional, la fuerza pública, congresistas, concejales, alcaldes, gobernadores y miembros de asambleas departamentales, con grupos armados al margen de la ley, principalmente paramilitares7. Estos nexos entre políticos y grupos paramilitares fueron confirmados por las declaraciones del exjefe paramilitar Salvatore Mancuso en el año 2003, cuando afirmó que el 35 % del Congreso estaba al servicio de las políticas de estas estructuras al margen de la ley. En Perú, se trató de la caída del gobierno de Alberto Fujimori en el año 2000, después de los escándalos por fraude electoral y de corrupción; la persistencia de acciones aisladas por parte de reductos de la guerrilla de Sendero Luminoso, que aún hoy continúan causando desplazamientos forzados a pequeña escala, y practicando el reclutamiento forzoso y el 7

De acuerdo con la ONG Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), al 27 de abril de 2012, dos congresistas —del total elegido para el periodo 2010-2014— habían sido detenidos por participar o apoyar grupos paramilitares, nueve estaban siendo investigados y quince habían heredado los votos de otro congresista implicado en investigaciones penales por apoyo a estos grupos. Para el periodo 2006-2010, había dieciséis investigados y veintisiete detenidos (para un total de cuarenta y tres) (Espitia, 2012).

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bloqueo de caminos, a pesar de que la mayoría de sus líderes fueron capturados en la década del noventa (Global IDP Project, 2004, p. 3). El caso colombiano En Colombia, el proceso de desarme y desmovilización de los grupos paramilitares, autodenominados Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), adelantado por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2006), ha sido criticado por organismos intergubernamentales y por organizaciones sociales y defensoras de los derechos humanos, tanto nacionales como internacionales, desde los inicios mismos de dichas negociaciones. Las irregularidades de este proceso han sido ampliamente denunciadas por la Misión de Apoyo al Proceso de Paz con los grupos paramilitares de la Organización de Estados Americanos (MAPP/OEA, 2006) y por la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en el informe anual para Colombia (Oacnudh, 2006). La CNRR surgió en un contexto complejo, marcado particularmente por la ambigüedad moral y la corrupción política, en el año en que la opinión pública conocía las investigaciones adelantadas por la Fiscalía por fraude electoral y nexos con los grupos paramilitares contra el jefe de la campaña política de Álvaro Uribe Vélez durante las elecciones presidenciales realizadas en el año 20028. Según Oacnudh (2006), la profundización de la crisis humanitaria en Colombia persiste a pesar de las negociaciones del gobierno de Álvaro Uribe con los grupos paramilitares. Un ejemplo de la fragilidad de este proceso transicional se refleja en el hecho de que las garantías electorales se vieron amenazadas durante los periodos de los años 2002, 2003, 2005 y 2006, tanto por las acciones de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), como por las presiones y agresiones 8 El primer proceso en contra de Jorge Noguera, exjefe de campaña política del expresidente para la costa atlántica, por fraude electoral, se adelantó en el año 2005 y aún no se ha resuelto. Después de ser nombrado como director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), máximo órgano de la policía secreta que depende del presidente, se vio obligado a retirarse de su cargo a finales de 2005 por denuncias en su contra debido a presuntos nexos con grupos paramilitares. Véase Salazar (2006).

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de los grupos paramilitares con intención de participar en la política (PNUD, 2006). En estos contextos, los estándares de reparación a las víctimas de violaciones a los derechos humanos y al DIH se han visto sometidos a fuertes presiones por parte de la comunidad internacional y de la opinión pública nacional, además de las expectativas de personas afectadas directamente por conflictos armados internos prolongados, que esperan la aplicación de políticas de reparación en el ámbito nacional. La CNRR fue creada mediante la Ley 975 de 2005 —llamada de Justicia y Paz—, bajo el Decreto Reglamentario 4760 de 2005, los cuales constituyen el marco jurídico para el proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia. En estas disposiciones legales, se definen los términos de la reparación integral con los cinco componentes contenidos en el Estatuto de Roma de la CPI y se establece el horizonte de la reconciliación como mandato ético. En la hoja de ruta de la CNRR, se señalan cuatro principios fundamentales: transparencia, integridad, independencia y autonomía. La reparación colectiva ha sido definida por la CNRR en términos de la reconstrucción psicosocial de las poblaciones afectadas y de los actos de reparación simbólica, que apuntan a subsanar el daño moral. La reparación individual comprende la restitución, la indemnización, la rehabilitación, la satisfacción y las garantías de no repetición. Sin embargo, el marco jurídico establecido por la Ley de Justicia y Paz y la CNRR se concentra, de manera casi exclusiva, en la restitución económica de los daños materiales, mediante la entrega de bienes obtenidos ilícita o lícitamente por los responsables de los hechos que se acojan a los beneficios de la Ley 975 de 20059. Las legislaciones penal y civil, respectivamente, contemplan diferentes mecanismos de reparación de las víctimas de un delito. Dicha reparación estaba encaminada principalmente a obtener indemnización económica a cargo de los autores materiales e intelectuales del delito, “siempre y cuando hayan sido declarados 9 Las listas entregadas por el Gobierno nacional a la Fiscalía, con los nombres de los integrantes de las denominadas AUC que se someterían a la Ley de Justicia y Paz (2.600 excombatientes), no se corresponden con la información que esta entidad tiene sobre el número de personas que han ratificado esta decisión (menos de 20). Véase “La verdad con cuentagotas” (2006).

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culpables por la autoridad judicial competente y se imponga la respectiva sentencia condenatoria” (CNRR, 2006, p. 5). Así, el acceso a la reparación integral de la totalidad de las víctimas estaba muy limitado, en la medida en que se condicionaba a los resultados de la investigación penal sobre el responsable de los daños: “El Tribunal Superior de Distrito Judicial, al proferir sentencia, ordenará la reparación a las víctimas y fijará las medidas pertinentes” (Ley 975 de 2005, art. 23). Esto significa que, por fuera de los mecanismos dispuestos por la justicia ordinaria, no había una política de reparación integral aplicable en el ámbito nacional. La Ley 1448 de 2011 intenta superar las falencias de la norma anterior, estableciendo medidas de restitución de bienes a población que haya sufrido el desplazamiento forzado por hechos reportados a partir del 1.º de enero de 1991. Esta definición excluye a gran parte de la población víctima de la violencia sociopolítica desde el comienzo de los procesos de migración forzada masiva reportados en la segunda mitad del siglo XX. Además, la definición de víctima se remite a los hechos de victimización ocurridos a partir del 1.º de enero de 1985, y deja por fuera violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad cometidos antes de la mencionada fecha y por fuera del conflicto armado interno. De otro lado, no se han cumplido aspectos fundamentales de la reparación colectiva, como la declaración pública que restablezca la dignidad de las víctimas y de las personas vinculadas a ellas (art. 45.2 de la Ley 975 de 2005), ni el reconocimiento público por parte de los victimarios de haber causado daños a las víctimas, la declaración pública de arrepentimiento, la solicitud de perdón a las víctimas y la promesa de no volver a repetir ni a justificar o legitimar las conductas punibles (art. 45.3). Al contrario, los informes de organismos nacionales e internacionales encargados de la defensa y promoción de los derechos humanos han señalado la reincidencia de los grupos desmovilizados en actividades ilícitas y la conformación de otros nuevos, por lo que han calificado el proceso de reinserción de los paramilitares como “endeble”10. 10 El último informe de la ONG Indepaz (2012) señala que, para el año 2011, se reportaron

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En tercer lugar, aunque el Decreto Reglamentario 4760 de 2005 señaló que quienes reincidieran en actividades delictivas perderían los beneficios penales (penas alternativas) que otorga la Ley de Justicia y Paz, a pesar de que se siguen constatando las prácticas de victimización y revictimización, se han mantenido intactas las políticas de seguridad que vinculan a reinsertados de grupos paramilitares en actividades de policía cívica. Se ha desconocido, así, el riesgo que implica para la población civil en regiones donde, antes de la desmovilización, ejercieron el terror como método de control político y social (Oacnudh, 2006). La continuidad del fuero militar, inicialmente planteada en la actual Ley de Reforma a la Justicia del gobierno de Juan Manuel Santos, cuestiona la supuesta transición hacia la paz. En su lugar, el Gobierno debería promover una estructura en la que los crímenes cometidos por agentes estatales, en el caso de las fuerzas militares, sean juzgados por tribunales de la justicia ordinaria. No obstante los avances que se desprenden de la sentencia de la Corte Constitucional, el informe de Naciones Unidas hace una buena síntesis de las limitaciones de la gestión de la CNRR en términos de verdad, justicia y reparación. Respecto del esclarecimiento de la verdad se señala: La Ley establece la creación de una Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, la cual, a pesar de tener muchísimas y dispersas funciones, cuenta con pocas atribuciones legales para tomar decisiones que redunden en beneficio del derecho de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación integral. Aunque en sus facultades se incluye la de presentar un informe público sobre las razones del surgimiento y evolución de los grupos armados ilegales, dicho informe no responde adecuadamente a garantizar los principios internacionales en materia de derecho a la verdad. (ONU, Consejo Económico y Social, 2006)

Por último, el informe es escéptico frente a la independencia de la CNRR, dado que sus miembros son integrantes del alto gobierno y los repreaproximadamente 40 estructuras paramilitares en el país, con presencia en 406 municipios de 31 departamentos, lo que indica un incremento con respecto al año 2008, cuando se registró presencia de estos grupos en 259 municipios de 31 departamentos.

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sentantes de la sociedad civil fueron elegidos por el entonces presidente, Álvaro Uribe Vélez. Por otra parte, no hay suficiente representatividad de las víctimas en esta comisión (no hay ninguna en nombre de las organizaciones de desplazados), que, además, comenzó a funcionar sin que se hubiesen designado los representantes de estas organizaciones. Por último, cabe agregar que si una de las labores de la CNRR es la de supervisar las medidas de reparación que comenzaron a implementarse sin que antes se hubiese avanzado eficazmente en la búsqueda de la verdad, ello implica que estos estándares judiciales podrían estar desfasados de las necesidades reales del país en materia de derechos humanos, como fundamento de una verdadera transición hacia la paz. El caso peruano En Perú, el proceso de la CVR fue diferente. En primer lugar, aunque la CVR tampoco tuvo atribuciones legales ni cumplió con funciones judiciales, designó un ente para vigilar el seguimiento a sus recomendaciones, mediante los proyectos de ley 7045 y 6857 de 2003, con el fin de regular las funciones del Consejo Nacional de Reconciliación. Así, garantizaba la continuidad de políticas de reparación, independientemente de la orientación del Gobierno nacional, estableciendo estos criterios con base en la investigación previa sobre los hechos sucedidos durante veinte años de conflicto armado interno. El Plan Integral de Reparaciones de la CVR, mencionado en su informe final y presentado en el año 2003, fue resultado de este proceso durante el cual la comisión recogió aproximadamente diecisiete mil testimonios y consideró, como parte de su enfoque diferencial, la inclusión de versiones sobre el pasado en lenguas distintas al castellano, y otorgó un lugar primordial al enfoque diferencial de género y étnico. La CVR surgió con el propósito de investigar y hacer pública la verdad sobre los veinte años de violencia política iniciados en Perú en el año de 1980, con el objetivo de establecer patrones de crímenes de lesa humanidad y violaciones de los derechos humanos, y determinar cuáles fueron los grupos y entes sociales, económicos y políticos comprometidos en los hechos

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violentos y su responsabilidad. Así mismo, dentro de su mandato, la CVR consideró la importancia de elaborar un estimativo en torno a la magnitud de la violencia, medida en términos del número de personas afectadas y de los impactos que el conflicto tuvo en las distintas dimensiones de la sociedad peruana. Este mandato permitió tener una perspectiva más amplia de la problemática analizada, lo cual contribuyó al diseño de criterios para la reparación a las víctimas, ajustados a los estándares internacionales en materia de derechos humanos. Los análisis para clasificar los hechos de violencia en las categorías de crímenes y violaciones, así como para determinar las responsabilidades de cada caso, se ciñeron a los criterios establecidos por el Estatuto de Roma de 1998 —basados en la teoría del dominio del hecho y de los aparatos organizados de poder—. Por ello, se recomendó a los jueces y fiscales hacer la interpretación acorde con esta norma internacional. En segundo lugar, la CVR, desde el principio, estableció metas a largo plazo para el proceso de reparación integral, al fijarse un horizonte de reconciliación y plantear al Gobierno reformas estructurales que hicieran posible alcanzarlo: La CVR propone que el gran horizonte de la reconciliación nacional es el de la ciudadanía plena para todos los peruanos y peruanas. A partir de su mandato de propiciar la reconciliación nacional y de sus investigaciones realizadas, la CVR interpreta la reconciliación como un nuevo pacto fundacional entre Estado y sociedad peruanos, y entre los miembros de la sociedad. (CVR, 2004, p. 465)

En síntesis, la reconciliación se asimiló a la eliminación de las prácticas de discriminación que originaron el conflicto armado en Perú; es decir, la CVR del Perú planteó una política pública para resolver las causas estructurales del conflicto. En tercer lugar, el conjunto de recomendaciones por parte de la CVR para lograr la reconciliación contemplaba amplias reformas a la institucionalidad, entre las cuales se plantearon: el control civil sobre los servicios de inteligencia militar, el fortalecimiento de la independencia y la autonomía de la administración de justicia, el cumplimiento del debido proceso y el respeto a los derechos humanos, así como cambios fundamentales en el sistema penitenciario. Este

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tipo de recomendaciones contribuyeron a la reflexión sobre las garantías de no repetición, y ayudaron a legitimar la necesidad de crear un ente encargado de la supervisión de estas políticas. En cuarto lugar, el Plan Integral de Reparaciones contempló las reparaciones simbólicas, las reparaciones en el campo de los derechos económicos y sociales (salud y educación, específicamente), la restitución de derechos ciudadanos a partir de un enfoque de discriminación positiva con accesos preferenciales para las víctimas, el Programa de Reparaciones Económicas, el Programa de Reparaciones Colectivas, el Plan de Investigaciones Antropológico-Forenses, la protección de la información, entre otros aspectos. En síntesis, estos estándares se fijaron con un horizonte de cambio estructural más amplio que el mencionado en el caso colombiano. El marco normativo en este último ha sometido la reparación a múltiples procesos judiciales y la restitución, a la constatación del despojo como realidad jurídica. La reparación integral en el caso peruano no estuvo centrada en la restitución mediante entrega de ayudas económicas a las víctimas y sus familiares, o en la restitución de bienes materiales, sino en el acceso a los derechos económicos y sociales de una manera más amplia, que contemplaba el enfoque diferencial como base para el diseño de las políticas de reparación integral. El reconocimiento de derechos colectivos de las comunidades indígenas y el lugar especial que las mujeres ocuparon, a partir de una perspectiva de género, son un ejemplo de este enfoque de reparación. A pesar de sus fortalezas y alcances con respecto a la experiencia colombiana en materia de reparación de las víctimas de la violencia sociopolítica, la experiencia peruana también tiene vacíos. Algunos se reflejan en el hecho de que el informe de la CVR contemplaba la creación de un Comité Consultivo de Víctimas de la Violencia, integrado por siete representantes de víctimas de crímenes y violaciones a los derechos humanos, designados por el presidente de la República. Esto implicó que se presentaran los mismos problemas de falta de independencia y poca representatividad, y participación activa de los diversos sectores afectados, señalados anteriormente en el caso colombiano.

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En quinto lugar, el financiamiento para garantizar el funcionamiento del Consejo Nacional de Reconciliación siguió un esquema similar al de la CNRR y el Fondo de Reparación a Víctimas en Colombia (dineros provenientes de la cooperación internacional y recursos no especificados, derivados del presupuesto de la nación). Pero, en Perú, las medidas adoptadas posteriormente contaron con partidas presupuestales específicas y fueron incorporadas a las distintas entidades estatales como parte de una política integral de reparación. Los avances previos en materia de atención a víctimas se profundizaron. El Plan de Apoyo al Repoblamiento, por ejemplo, había creado en 1996 un registro provisional de identidad para los desplazados, y, en el año 2003, ya tenía registrados aproximadamente a setecientos mil indocumentados (Global IDP Project, 2004, p. 6). En mayo de 2004, entró en vigencia la nueva ley sobre desplazados internos en Perú, la cual reconoce la situación especial de las personas víctimas del desplazamiento forzado interno. Fue adoptada en seguimiento de las recomendaciones de la CVR y refleja la normativa internacional de los Principios Rectores sobre Desplazamiento Interno de la ONU. El Ministerio de la Mujer y el Desarrollo Social fue designado para implementar esta ley, en coordinación con otras autoridades, y el presidente Toledo señaló que “la ley debía proveer compensación a todos los peruanos afectados por el desplazamiento interno dentro del conflicto armado” (Acnur, 2004). Para ello, dicha ley consignó la necesidad de desarrollar una base de datos con información recabada sobre las personas retornadas e internamente desplazadas. En resumen, el desarrollo de un marco normativo interno que comprende medidas de reparación integral a víctimas del conflicto armado en Perú surgió como consecuencia del proceso de búsqueda de la verdad promovido por la CVR. Este desarrollo legislativo fue un efecto resultante de la importancia que el mandato oficial de la CVR otorgó al seguimiento de sus recomendaciones. También es relevante considerar que ese proceso se inició en una etapa transicional, es decir, cuando se había finalizado el conflicto armado interno. En el caso peruano, también se pueden señalar serias dificultades similares a las del caso colombiano para aplicar estos estándares de reparación

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integral. A modo de ejemplo, cabe decir que son escasas las medidas de reparación moral y simbólica, tales como el reconocimiento público de la responsabilidad y la petición pública de perdón en aras del restablecimiento de la dignidad de las víctimas, por parte de las Fuerzas Armadas que participaron en crímenes de lesa humanidad y violaciones a los derechos humanos. En el mismo sentido, a pesar de que estaban contemplados formalmente, puede afirmarse que en Perú, hasta el momento, no han sido significativos los avances en la modificación de las estructuras sociales que originaron la exclusión de los sectores sociales —campesinos e indígenas, principalmente— históricamente victimizados, en la medida en que persisten las desigualdades sociales (Del Pino, 2004, pp. 11-62). Los procesos de retorno de población desplazada se dieron sin acompañamiento ni seguimiento por parte del Estado, y actualmente no se cuenta con información precisa sobre el estatus jurídico y la ubicación de los bienes abandonados por la población desplazada. Conclusiones El análisis previo permite señalar dos puntos esenciales sobre los estándares de reparación integral en Colombia y Perú. En Colombia, los estándares de la reparación, adoptados por la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), se acogieron a lo estipulado en el marco jurídico para regular el proceso de desmovilización y reincorporación de las AUC (Ley 975 de 2005 y los decretos reglamentarios que se desprenden de esta). En este sentido, la gran falla fue desconocer un marco jurídico y legal previo, bastante más amplio que el marco jurídico adaptado para unas circunstancias específicas, cuyas particularidades generaron enormes limitaciones y desajustes en lo relativo a la aplicación y el cumplimiento de los estándares internacionales para atender a las víctimas del desplazamiento forzado interno11. 11 Véanse Sentencia T-025 de la Corte Constitucional de Colombia sobre restablecimiento de derechos a víctimas del desplazamiento forzado interno, Ley 387 de 1997 sobre política de atención al desplazamiento forzado interno por causa de la violencia, Documento Conpes 3400 de noviembre

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Esto implica una falla de fondo aún más grave. En Colombia, la CNRR adoptó parámetros de reparación que, desde el comienzo, no se correspondían con los resultados de un proceso real de búsqueda de la verdad, tanto histórica como judicial. Este proceso comenzó después de la implementación de las medidas de reparación, de una manera bastante limitada. La CNRR, representada por el Grupo de Memoria Histórica, centró sus investigaciones en una serie de casos emblemáticos seleccionados por un equipo de académicos e intelectuales escogidos por el Gobierno. A pesar de su idoneidad profesional, el equipo no ha podido asumir una posición totalmente independiente a la del Gobierno nacional. Como se dijo anteriormente, el caso de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) de Perú contrasta con el caso colombiano, en la medida en que la CVR peruana se acogió a los estándares desarrollados en la normativa internacional contemplada en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. La legislación interna adoptó posteriormente las recomendaciones de la CVR para elaborar la ley sobre desplazados internos de 2004, y para darle seguimiento al informe final de la Comisión de la Verdad. Estos desarrollos en el marco jurídico interno han resultado del proceso de búsqueda del esclarecimiento histórico de la verdad y de las recomendaciones de la CVR. En síntesis, teniendo en cuenta los alcances y vacíos de estas dos experiencias latinoamericanas, cabe afirmar que no es posible llevar a cabo un proceso de reparación integral, coherente con las demandas y necesidades de las víctimas y de las sociedades afectadas por la violencia sociopolítica que está en la base de los conflictos armados internos, sin un proceso de verdad previo, que permita entender el carácter estructural de dicha violencia. En el caso de Colombia, primero se establecieron los estándares de reparación —que, en buena medida, dependen de la discrecionalidad de los victimarios (miembros de los grupos armados al margen de la ley, que se acogieron a la Ley de Justicia y Paz, y que, en el contexto particular de dicha ley, fueron mayoritariamente los grupos paramilitares)—. de 2005, Documento Conpes 2804 de 1995, Documento Conpes 3057 de 1999, Decreto 2569 de 2000, Decreto 173 de 1998, Decreto 951 de 2001 y Decreto 2007 de 2001.

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Además, dependen de las sentencias condenatorias provenientes de un aparato de justicia que se caracteriza por sus altos niveles de impunidad, y que excluye las reparaciones por daños causados por agentes del Estado. Tampoco existe un proceso de esclarecimiento público de la verdad, por lo que puede decirse que esta ley no satisface en lo más mínimo los estándares internacionales en materia de protección de los derechos y las garantías constitucionales de las víctimas. En Perú ocurrió lo contrario: la política de reparación se elaboró a partir del informe de la Comisión de la Verdad, con las limitaciones prácticas que pueda implicar un programa que pretende cobijar a todas las víctimas del desplazamiento forzado. Algunas fallas comunes se evidenciaron durante los procesos de conformación de las comisiones en los casos mencionados. Por ejemplo, la presencia marginal de las organizaciones de víctimas en ambas, lo que podría explicarse por el hecho de que, en los dos casos, las condiciones para garantizar la seguridad a personas denunciantes no mejoraron sustancialmente, debido a la polarización política, los niveles de filtración de grupos paraestatales en estructuras del Estado y la fragmentación del tejido social. Es decir, porque los Estados colombiano y peruano no podían ofrecer garantías de no repetición a las víctimas, sobrevivientes y testigos, entre otros. También, porque los Gobiernos nacionales han mantenido un amplio control sobre las comisiones que nombraron —la CNRR y la CVR—, y limitaron los alcances jurídicos y políticos de los resultados de sus investigaciones en contextos de crisis políticas y humanitarias que no pueden ser consideradas resueltas. En el caso colombiano, ponen en evidencia que la sociedad aún no está en un contexto transicional. En síntesis, puede decirse que el gran reto para los Gobiernos y las sociedades en transición hacia la paz, que apunten a la reconciliación y a la reparación integral, más allá de la reparación a las víctimas —personas, familias y comunidades afectadas directamente por la violencia sociopolítica— durante conflictos armados internos de larga duración, es alcanzar cambios estructurales que cobijen a la sociedad en su conjunto. Esto garantizará la sostenibilidad de las condiciones políticas, económicas y culturales, ancladas en la equidad, la dignidad y la justicia social, que hacen posible la paz.

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Elizabeth Lira Los procesos de verdad, justicia, memoria y reparación han formado parte de la política diseñada desde 1990 para que el Estado de Chile asuma la responsabilidad en relación con las violaciones de derechos humanos cometidas entre 1973 y 1990, y la construcción de una convivencia democrática basada en el reconocimiento de los derechos de todos. El objetivo político propuesto desde 1990 por el primer gobierno de transición fue asegurar la paz social como fruto de la reconciliación política. Los llamados a la reconciliación política estaban asociados al viejo modelo histórico fundamentado en el olvido jurídico. Sin embargo, identificar y reparar a las víctimas, reconociendo sus derechos como ciudadanas y ciudadanos en un Estado democrático de derecho, modificó sustancialmente esa tradición histórica. Este cambio se ha ido operando, no sin tropiezos, con la introducción de una demanda creciente de juzgar y castigar a los culpables de las violaciones a los derechos humanos desde 1973. Este proceso ha sido

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P a rt e II . M e m o r i a y r e s o l u c i ó n d e c o n f l i c t o s e n A m é r i c a L at i n a

la vulnerabilidad del mundo

“Paz social”: verdad, justicia, reparación y memoria en Chile

lento, centrado al comienzo en casos “emblemáticos”, como el juicio por el asesinato de Orlando Letelier y Ronnie Moffitt, ocurridos en Washington en 1976, que condenó a los jefes de la Dirección de Inteligencia Nacional en 1995. La demanda de justicia se reactivó en 1998 con la presentación de querellas contra Augusto Pinochet, que sumaron 299 hasta 2002, y la designación de jueces con dedicación exclusiva, especialmente para los casos de desaparición forzada. Sin embargo, la mayoría de los juicios no ha terminado. El esclarecimiento del destino final de los detenidos desaparecidos, tampoco. Este trabajo da cuenta de las políticas implementadas y de los asuntos pendientes a más de cuarenta años del golpe militar, en relación con la verdad, la justicia, la reparación y la memoria. Amnistías, impunidad y paz social En Chile, como en muchos países de América Latina, el olvido jurídico ha sido la herramienta política principal para dar por terminados los conflictos políticos durante casi dos siglos. Las leyes de amnistía se han dictado para cerrar el pasado. Los argumentos para justificar esta vía política afirmaban que solo el olvido garantizaría la paz. El edicto de Nantes, de hace más de cuatrocientos años, fue una de las expresiones más claras de este hilo de la historia. El fin del conflicto y la libertad de conciencia fueron garantizados mediante una amnistía amplia: Primeramente, que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros, tras el comienzo del mes de marzo de 1585 y durante los convulsos precedentes de estos, hasta nuestro advenimiento a la corona, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida. No será posible ni estará permitido a nuestros procuradores generales, ni a ninguna otra persona pública o privada, en ningún tiempo, ni lugar, ni ocasión, sea esta la que sea, el hacer mención de ello, ni procesar o perseguir en ninguna corte o jurisdicción a nadie. (“Édit de Nantes”, s. f./1598; la traducción es propia)

El acuerdo logrado en aquellos años implicaba establecer que la paz, como bien superior, se fundaría en el olvido jurídico y político. Para ello, se

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requería que los acontecimientos ocurridos fueran asumidos “como cosa no sucedida”, por lo que se prohibía expresamente realizar cualquier acción judicial. La obligación de suprimir la mención del pasado buscaba, a su vez, extinguir la memoria del conflicto en un sentido cultural y psicológico. La impunidad como fundamento de la paz social subyace a las tradiciones políticas de Chile, desde los inicios de la República, y ha formado parte también de las tradiciones políticas de América Latina (Loveman y Lira, 1999). Los textos de las leyes de amnistía dictadas antes o al inicio de las transiciones políticas en América Latina dan cuenta de la reproducción de una de las convicciones más antiguas sobre las condiciones de la paz social: la extinción de las responsabilidades políticas y jurídicas, y la pretensión de que esa medida traería como resultado la extinción de las odiosidades generadas por el conflicto, al suprimir toda posibilidad de acción judicial. Sin embargo, la resistencia a la impunidad de los crímenes cometidos en nombre de la salvación de la patria ha sido una lucha constante de las víctimas y de sus familiares, así como de los organismos de derechos humanos nacionales e internacionales. Estas resistencias en el orden político y jurídico han modificado los procesos de transición y han permitido la oposición a la impunidad de los crímenes contra la humanidad en muchos países. Pero, ciertamente, es un proceso con avances y retrocesos, muy dependiente de las coyunturas y de los consensos políticos alcanzados en cada país. Al mismo tiempo que se dictaban las leyes de amnistías, se acordaba crear comisiones de la verdad, con el fin de examinar las pasadas violaciones de derechos humanos. En cada una de estas comisiones, se ha construido un relato sobre el marco político e histórico en el que se produjeron las violaciones de derechos humanos y casi todas ellas han reconstituido lo sucedido a las víctimas. Ha sido común que se propusieran medidas de reparación administrativas y simbólicas, y que se recomendaran medidas jurídicas y políticas para garantizar la no repetición de estos hechos. Las políticas públicas en cada país han evolucionado con el curso del tiempo, ampliando el reconocimiento de las víctimas e incluyendo la noción de lo irreparable como una dimensión inherente e ineludible, aunque no siempre dichas políticas se hagan efectivamente cargo de las implicaciones que ello conlleva.

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Chile: 1973-1990 El 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas y de Orden derrocaron al presidente constitucional Salvador Allende y ocuparon el país. El nuevo régimen fue denunciado desde sus inicios por la violación masiva de los derechos humanos a todos los que fueron calificados como enemigos de la patria y de la nación chilena. Muchas personas fueron ejecutadas en juicios sumarios y consejos de guerra. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) requirió al Gobierno sobre las denuncias de ejecuciones, torturas y desapariciones de personas. Su primer informe (CIDH, 1974) dio cuenta de fusilamientos sin juicio previo, torturas y violación del derecho de los detenidos a ser juzgados por un tribunal establecido por una ley anterior al hecho de la causa y, en general, de la violación del derecho a un debido proceso. Muchos años después, los datos sobre el número de ejecutados y detenidos desaparecidos serían precisados a partir del informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación en 1991 (“Informe Rettig”, 1991). En los primeros meses de la dictadura, fueron detenidas cerca de dieciocho mil personas (Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, 2005). El carácter masivo de la represión desencadenada llevó a muchos a pedir asilo en las embajadas. Otros salieron del país por cuenta propia. En 1982, la Comisión Chilena de Derechos Humanos estimó en doscientos mil los que salieron al exilio. Decenas de miles fueron despedidos de sus trabajos por motivos políticos. Cerca de cinco mil campesinos fueron expulsados de las tierras en donde vivían y fueron excluidos del proceso de reforma agraria (Lira y Loveman, 2005). La desaparición como modalidad represiva empezó a ser identificada en 1974, cuando un cierto número de detenidos no aparecían entre los que eran liberados o enviados a la cárcel, y su rastro se perdía en algún recinto de detención, sin que volvieran a ser vistos y sin saber nada acerca de su paradero. Los casos denunciados de detenidos desaparecidos fueron publicados por la Vicaría de la Solidaridad (1979). Estas situaciones preocuparon especialmente a algunas iglesias, a las que acudieron los perseguidos para solicitar ayuda y protección. El cardenal

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de la Iglesia católica Raúl Silva Henríquez, en conjunto con la iglesia luterana, la metodista y la comunidad judía, formaron el Comité de Cooperación para la Paz (1973-1975). Esta iniciativa ecuménica proporcionó asistencia legal y social a los perseguidos y sus familias. Al cierre del comité, esa defensa continuó en manos de la Vicaría de la Solidaridad (1976-1992). Mientras estas instituciones recibían las denuncias de las personas perseguidas, las autoridades negaban la detención y desaparición de personas y la práctica de torturas. En 1988, se realizó un plebiscito para definir la continuidad del régimen. El resultado sorprendió al general Augusto Pinochet, quien esperaba gobernar los siguientes ocho años. El 54 % del electorado se pronunció por el no y lo rechazó como gobernante. En el mes de junio de 1989, se realizó un plebiscito sobre algunas reformas constitucionales, las cuales fueron aprobadas y legitimaron la constitución del régimen. En diciembre de ese año, se realizó la elección democrática del presidente de la República y del Congreso. Así se iniciaba la “transición”, dentro del marco establecido en la Constitución de 1980. Transición política: verdad, justicia y reparación El programa de gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia, en su capítulo sobre derechos humanos, declaró que estos “constituyen uno de los fun­damentos de la construcción de una sociedad democrá­tica” (Programa de la Concertación de Partidos por la Democracia, 1989, p. 3). Sin embargo, al iniciarse el gobierno, se hizo evidente que las pasadas violaciones de derechos humanos eran un asunto extremadamente sensible y controversial. La sociedad estaba polarizada y los discursos oficiales sobre la reconciliación política tensionaban especialmente a las organizaciones de las víctimas y a una parte de la sociedad. Resurgieron los viejos argumentos para cerrar el pasado en nombre de la paz social, por parte de los sectores partidarios del régimen militar, que eran confrontados con las lealtades y convicciones de las víctimas y sus familiares, a quienes les resultaba inaceptable fundar la convivencia y la reconciliación política en la impunidad de

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los agravios padecidos. Para muchos de los familiares de detenidos desaparecidos, el pasado continuaba siendo un presente traumático, en la medida en que se desconocía el paradero y el destino final de sus seres queridos. El gobierno de Patricio Aylwin definió como asuntos prioritarios: a) la situación de los detenidos desaparecidos, ejecutados y torturados con resultado de muerte, así como los secuestros y los atentados contra la vida de las personas cometidos por motivos políticos; b) la situación de los exiliados; y c) la situación de los llamados “presos políticos”. Por otra parte, consideró la política de derechos humanos como parte del proceso necesario para lograr la reconciliación nacional. El programa de gobierno había previsto crear una comisión de la verdad para los casos con resultado de muerte, que tenía el propósito de identificar y reconocer a las víctimas y proponer medidas de reparación. El presidente Patricio Aylwin dio a conocer el informe de la comisión en marzo de 1991. En nombre del Estado de Chile, pidió perdón a los familiares de las víctimas. Es importante destacar que, aunque habían pasado varios años desde la muerte o la desaparición de su hijo, de su padre, de sus hermanos, de su esposo o esposa, el relato ante la comisión tuvo para muchas familias un gran valor y significado emocional y moral, y dejó constancia de historias desgarradoras y de sufrimientos prolongados. Las historias de las familias fueron escuchadas como una verdad que formaba parte de la verdad de toda la sociedad. Esta instancia contribuyó al reconocimiento de las víctimas. El informe de la comisión Rettig expuso las graves consecuencias de la desaparición y la muerte sobre las vidas de los familiares, y especialmente sobre los niños. Recomendó medidas monetarias y derecho a determinados beneficios, es decir, propuso reparaciones administrativas, pero también recomendó que se creara un programa de salud y salud mental especializado para las familias. El informe se refirió de manera detallada a las consecuencias sobre la salud de las personas, y afirmaba que habían vivido experiencias traumáticas, que por su calidad y magnitud no alcanzaban a ser procesadas y asimiladas por la estructura psíquica de las personas, a menos que recibieran ayuda especializada. Dejó constancia de que los familiares habían menciondo en detalle sus padecimientos psicológicos, las distintas formas

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de alteración del duelo, la incertidumbre prolongada, la búsqueda del ausente, los daños a la integridad personal, la alteración de los proyectos vitales y del proceso evolutivo de los niños y de la familia, los perjuicios sobre la salud mental y física, el deterioro en el ámbito de lo afectivo y subjetivo, las alteraciones de la vida familiar, la debilitación de los vínculos, la dispersión de la familia, el cambio de roles, la precariedad socioeconómica, la sensación de transformación de los referentes habituales, la alteración del sentido de la legalidad, la percepción de estigma de los proyectos políticos, la pérdida de la seguridad; el estigma y la marginación, la denigración de las víctimas por parte de las autoridades y la prensa, el maltrato a los familiares, la sensación de haberse convertido en seres marginados y marginales. Con estos antecedentes, recomendó la creación de un programa de atención de salud para las víctimas (“Informe Rettig”, 1991, cap. iv). Las Fuerzas Armadas y de Orden y la Corte Suprema rechazaron el informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación. La verdad ofrecida por el documento constituyó, para esos sectores, una interpretación política que desconocía el contexto nacional e internacional en el que se produjo la subversión. Estas instancias reclamaron para sí el haber preservado a la nación de la destrucción de sus valores, de su integridad cultural y de sus tradiciones históricas. El enemigo, en el contexto de la guerra fría, era el comunismo internacional. Convertido en enemigo interno, esos enemigos requerían ser exterminados. El efecto inmediato de la verdad fue limitado. A tres semanas de hacerse público el informe, fue asesinado un senador del Partido Unión Demócrata Independiente, quien había sido un hombre clave durante el régimen militar. Los fantasmas de la violencia y del terrorismo de pequeños grupos diluyeron el impacto de los grandes crímenes del terrorismo de Estado. Por otra parte, a los pocos meses quedaría claro que había una desproporción evidente entre esa verdad recogida en el informe y las reparaciones administrativas ofrecidas por el Estado a las víctimas en ese momento. La mayoría de los desaparecidos continuaban en esa condición, sin que se tuviera ninguna noticia sobre su paradero y su destino final. La mayoría de los procesos judiciales abiertos por casos de desaparecidos habían sido amnistiados en 1989.

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Es decir, se había reconocido parte de las violaciones de derechos humanos, pero parecía que no era posible hacer justicia. En 1991, se creó el Programa de Reparación y Atención Integral de Salud (Prais) para las víctimas de violaciones de derechos humanos en el Ministerio de Salud. Fue instalado en el sistema público de salud, con el fin de implementar las recomendaciones de la Comisión de Verdad y Reconciliación. Sus objetivos, instalación y funcionamiento fueron definidos en una resolución ministerial, que dejó establecido que el propósito de este programa era proporcionar atención gratuita de salud y salud mental para todas las víctimas de violaciones de derechos humanos y sus familiares. Así mismo, definió como beneficiarios a las personas y sus familias que fueron afectados por todas las situaciones represivas reconocidas por el Estado. El Congreso aprobó en 1992 la Ley General de Reparaciones (19123), destinada a determinar medidas de reparación para las víctimas reconocidas por la Comisión Rettig. La ley dispuso una pensión vitalicia para los familiares directos (esposa, madre e hijos hasta los veinticuatro años, con excepción de los discapacitados, que recibieron una pensión vitalicia), atención de salud especializada, educación para los hijos hasta los treinta y cinco años y exención del servicio militar obligatorio. La Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación completó la calificación de las víctimas que quedaron pendientes en la Comisión Rettig. La Comisión Asesora para la Calificación de Detenidos Desaparecidos, Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura (2010-2011) dio un nuevo plazo para presentar solicitudes de reconocimiento y calificó treinta nuevos casos. Una evaluación del estado actual de las medidas de reparación fue realizada por el Observatorio de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales y permite apreciar las políticas y su desarrollo, así como también sus limitaciones (Observatorio Derechos Humanos, 2012). La manera como cada sociedad construye el reconocimiento y la responsabilización política acerca de lo sucedido tiene, a su vez, efectos morales y psicológicos sobre las víctimas y sobre la convivencia en la sociedad. En Chile, la verdad había dado lugar a una política de reparaciones, pero seguía pendiente la búsqueda de los detenidos desaparecidos. El

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reconocimiento de la responsabilidad de los agentes del Estado en la desaparición de personas se produciría solo hacia fines de 1999. El gobierno de la época convocó a una Mesa de Diálogo sobre derechos humanos, con las Fuerzas Armadas y de Orden. En ella, participaron delegados de los comandantes en jefe, miembros de las fuerzas morales y religiosas del país, abogados de derechos humanos y académicos. Concluyó con el compromiso de las instituciones armadas de buscar información sobre los detenidos desaparecidos. En enero de 2001, el informe de las Fuerzas Armadas identificó a personas desaparecidas que fueron lanzadas al mar y a otras que fueron enterradas en cementerios clandestinos. Esta iniciativa permitió el reconocimiento oficial de la existencia de víctimas de desaparición forzada en manos de las Fuerzas Armadas y de Orden (Mesa de Diálogo, 2001). El Gobierno solicitó a la Corte Suprema la designación de jueces de dedicación preferente o exclusiva para investigar estos casos. Desde entonces, se han abierto juicios y se ha llegado a encontrar los restos de algunas personas desaparecidas, pero, la mayoría de veces, solo se ha podido esclarecer el destino final, pues los restos fueron lanzados al mar. Otras medidas de reparación El gobierno de Patricio Aylwin había enviado al Congreso varios proyectos de ley, durante marzo de 1990, para abordar otras situaciones de violaciones de derechos humanos ocurridas durante el régimen militar. Entre ellas, los proyectos dirigidos a favorecer el retorno de los exiliados a Chile. La Oficina Nacional del Retorno (ONR), creada mediante la Ley 18994 en agosto de 1990 y cerrada a fines de 1994, tuvo como función principal impulsar programas de reinserción de chilenos exiliados que retornaran al país y de sus hijos nacidos en el extranjero. Fueron atendidos 19.251 retornados y se estimó que, con sus grupos familiares, regresaron al país 52.577 personas. Mediante la Ley 19074 se autorizó el ejercicio profesional a personas que obtuvieron títulos o grados en el extranjero, y estos fueron convalidados por la ONR. Además, la Ley 19128 concedió franquicias aduaneras. Estos beneficios dejaron de operar al cierre de la ONR. Esta Oficina contó con el

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apoyo de organismos internacionales y realizó convenios con varios países para autorizar, entre otras cosas, el traslado de fondos previsionales desde los países de exilio. Los retornados fueron considerados beneficiarios del programa de salud Prais (Lira y Loveman, 2005). Miles de personas fueron despedidas de sus empleos por razones políticas durante el régimen militar. Por ello, a través de la Ley 19234 (1993) se creó el Programa de Reconocimiento al Exonerado Político (PREP), dependiente del Ministerio del Interior, para implementar las disposiciones de esa ley. En 1998, se aprobó la Ley 19582 que ampliaba las categorías de quienes podían ser calificados como exonerados políticos. En 2003, se extendió el plazo de recepción de solicitudes para la calificación (Ley 19881). Los beneficios establecidos consideraron como base los ahorros previsionales del beneficiario para determinar abonos de tiempo y de esta manera completar los años requeridos para obtener una pensión. En un gran número de casos, los ahorros previsionales eran insuficientes y se les otorgó una pensión mensual vitalicia y no contributiva (Lira y Loveman, 2005). En 1995, se inició el Programa de Reparación para los campesinos exonerados de la tierra, con el fin de reconocer a quienes se les aplicó el Decreto Ley 208 de 1973, que dejó fuera de la asignación de tierras de la reforma agraria a los dirigentes y activistas campesinos. Se les otorgó una pensión equivalente a USD 150 mensuales (Lira y Loveman, 2005). En marzo de 2009 llegaría a cinco mil la cifra de campesinos asimilados a la condición de exonerados políticos. El programa concluyó con la entrega en Ñuble de cuatrocientos certificados de reconocimiento. El 11 de noviembre de 2003, se creó la Comisión de Prisión Política y Tortura, mediante el Decreto Supremo 1040, de Interior, para […] determinar [...] quiénes son las personas que sufrieron privación de libertad y torturas por razones políticas, por actos de agentes del Estado o de personas a su servicio, en el periodo comprendido entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990.

Fueron reconocidas como víctimas de prisión política y tortura 28.459 personas, que corresponden a 34.690 detenciones. Del total de personas,

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1.244 eran menores de 18 años y, de estas, 176 eran menores de 13 años. El 12,72 %, que equivale a 3.621 personas, eran mujeres. El 94 % señalaron haber sido torturados. El informe identificó más de 1.000 recintos de reclusión y estableció que la tortura fue una práctica sistemática durante el régimen militar. El 24 de diciembre de 2004, se publicó la Ley 19992 que estableció una pensión de reparación y otorgó beneficios en favor de aquellas personas que fueron calificadas por la comisión como víctimas de prisión y tortura por motivos políticos (Lira, 2011). El programa de salud Prais ha proporcionado atención gratuita de salud y salud mental para todas las víctimas de violaciones de derechos humanos reconocidas por el Estado y a sus familiares. El programa existe hasta el presente y ha registrado como beneficiarios, hasta febrero de 2011, a 606.347 personas acreditadas a lo largo del país (Observatorio de Derechos Humanos, 2012). La búsqueda de justicia Pinochet fue detenido en Londres, en 1998, a requerimiento del juez Baltasar Garzón, por un proceso abierto en Valencia, en 1996, por la desaparición y muerte de ciudadanos españoles en Argentina y Chile. Después de la Mesa de Diálogo de Derechos Humanos (1999-2000), la decisión de la Corte Suprema de nombrar 9 jueces especiales de dedicación exclusiva y 51 jueces preferentes, a petición del Ejecutivo, para investigar 114 casos de detenidos desaparecidos tuvo el propósito de acelerar los procesos y cerrarlos. Haber hecho desaparecer los cuerpos había transformado los homicidios en secuestros calificados, lo que hacía inaplicable la amnistía por tratarse de crímenes contra la humanidad. Entre 2007 y 2010, la Corte Suprema dictó 72 fallos relacionados con causas por violaciones a los derechos humanos. En 48 de estos señaló que los delitos de homicidio o secuestro, no obstante ser imprescriptibles en razón de su carácter de lesa humanidad, se encontraban gradualmente prescritos. La aplicación de una prescripción gradual permitió que los culpables fueran condenados a penas tan bajas que la mayoría de ellos permanecían en

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libertad, lo que implicaba una infracción a la obligación internacional de sancionar los delitos de lesa humanidad, establecida para la protección de los derechos fundamentales. Esto comprometía al Estado de Chile en su conjunto. Entre 2000 y fines de febrero de 2011, 777 exagentes de servicios de seguridad (incluyendo agentes con absoluciones actualmente en apelación) fueron procesados o condenados por violaciones a los derechos humanos. De estas 777 personas, 230 han recibido sentencias definitivas y han sido condenados a diversas penas; 162 de los 230 no se encuentran recluidos. A fines de marzo de 2011, se encontraban encarcelados 68 de los condenados (Lira, 2011). Paralelamente, el Gobierno se hizo cargo de garantizar las condiciones científicas y tecnológicas necesarias para la identificación de los restos encontrados de los detenidos desaparecidos, dados los errores cometidos en al menos 48 casos, reconocidos judicialmente en 2006 como mal identificados. Con esta iniciativa, se buscaría dar respuesta a la necesidad de los familiares de encontrar a sus deudos y darles sepultura de acuerdo con los rituales religiosos y culturales requeridos por ellos (Bustamante y Ruderer, 2009). Traumas y pérdidas: el daño psicosocial El daño causado por la tortura afecta al mundo relacional más íntimo de las víctimas y forma parte de los ámbitos y contextos en los que se desarrollan sus vidas. La desaparición forzada mantiene a la familia en la incertidumbre sobre el paradero y el destino final de su familiar. El sufrimiento se mantiene por décadas y genera una experiencia de interrupción de la vida personal y familiar, de separación y ausencia, que se hace intolerable cada vez que se tiene alguna noticia que pudiera vincularse con el hijo, el padre, la madre o la hermana desaparecidos. De este modo se espera revertir el temido desenlace de la muerte. La micropolítica del exilio, del desplazamiento forzoso y de la expulsión del mundo rural por motivos políticos permite describir e identificar claramente la dislocación de las vidas de las personas y familias, y los efectos de las rupturas y distancias causados por el desarrollo del conflicto en la

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sociedad. En muchos casos, otras lenguas u otras culturas favorecen los encuentros y también los desencuentros de las familias, como efectos directos de una situación política, cuyas dimensiones y duración en el tiempo exceden las posibilidades de reparaciones eficaces en el ámbito personal, aunque estas puedan tener efectos simbólicos y sociales en el ámbito social. Se sabe poco sobre los años duros del exilio de cientos de miles de personas en cada uno de los países que los recibieron. El paso del tiempo, y la instalación y adaptación de las nuevas generaciones en el país de exilio desdibujan la percepción del origen político de la situación y se asimila a las corrientes migratorias por motivos económicos. Se pierde, así, la significación de que, en su origen, se trató de la violación del derecho a vivir en la propia patria para los padres o los abuelos. También se sabe poco sobre las miles de familias que perdieron a uno de los suyos que fue ejecutado o apareció asesinado. Los testimonios de miles de personas dados a la Comisión Nacional de Prisión Política y Tortura permitieron concluir que la tortura constituyó una agresión masiva destinada a quebrar las resistencias físicas, emocionales y morales de las personas, bajo condiciones de absoluto desamparo. La comisión registró, además, las consecuencias específicas de la tortura sexual, la violación homosexual y las implicaciones de la tortura de mujeres embarazadas sobre los hijos que se encontraban en su vientre, reconocidos como víctimas de tortura. La dimensión traumática de la experiencia de tortura, desaparición o ejecución de un familiar se vincula principalmente a las amenazas vitales, al riesgo de morir o al temor por la muerte de personas amadas. Pero, también, a la alteración de la relación con la realidad. Roles legítimos se transformaron bruscamente en ilegales y objeto de persecución. La percepción de amenaza imprecisa se instaló en las relaciones sociales. En ese marco, las violaciones a los derechos humanos se constituían en una amenaza política y generaban miedo en la sociedad. Personas adultas que habían desempeñado funciones de poder se encontraron en el desamparo y en la impotencia ante el riesgo de muerte establecido por las autoridades de facto. Los padres no podían proteger a sus hijos y los hijos experimentaban el desamparo de sus padres vulnerados. Estas situaciones producían un impacto de tal magnitud

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que rompía la relación con el proyecto de vida y su continuidad en lo cotidiano, público y privado. Las nociones de trauma político, trauma psicosocial y trauma individual permiten comprender el impacto en los individuos, grupos y comunidades de la violencia política, que transforma a los adversarios políticos en enemigos y que legitima su exterminio. La reparación como proceso requiere considerar todos los ámbitos en los que ha repercutido este impacto y asumir la necesidad de una “terapia social”, complementaria de los procesos terapéuticos de los individuos o familias. Esa terapia social se sustenta en la verdad, en la justicia y en la memoria, de tal modo que el discurso y las políticas públicas implementadas contribuyan a confirmar la experiencia vivida por las personas como un hecho realmente sucedido, para contrarrestar la negación sostenida por décadas por las autoridades que instituyeron las violaciones de derechos humanos como política. La actuación de las comisiones de la verdad, en cuanto escucha formal del Estado, confirma y valida la experiencia vivida desde un lugar simbólico. El reconocimiento de la persona y su padecimiento en las instancias oficiales tiene efectos terapéuticos al modificar la vivencia de impunidad, la injusticia y el abuso padecidos que han acompañado a la víctima desde que los hechos ocurrieron. La verdad ofreció una reconstitución de los hechos, una interpretación de ellos y una identificación de las víctimas, con la finalidad de desagraviarlas y reparar las consecuencias de las violaciones de derechos humanos. A raíz del informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, se fueron desarrollando formas de memorialización y conmemoración, cuyo centro era la vida de las víctimas, con el objetivo de difundir el conocimiento acerca de lo sucedido y el rechazo moral y político de los crímenes cometidos. Con este propósito, se desarrollaron expresiones culturales, políticas, sociales y educativas en sitios de memoria, en la enseñanza escolar y universitaria, en el cine, la novela, el teatro, las artes visuales, procurando construir un sentido de responsabilidad colectiva sobre el futuro y el respeto a los derechos humanos. Esas expresiones muestran cómo los procesos de verdad y memoria son simultáneamente políticos, culturales y subjetivos; por lo

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mismo, inevitablemente traducen las contradicciones y tensiones que generan los hechos a los que se refieren entre los contemporáneos afectados por ellos. Cada vez es menos factible el olvido, como hace cien años, pues no es posible el borramiento de los datos y las imágenes, y la historia del pasado es accesible como nunca antes. No obstante, eso no garantiza que se produzca un proceso reflexivo de apropiación de esa memoria ni una conciencia activa de sus consecuencias éticas y políticas. La memoria de ese pasado traumático está dispersa en distintos lugares y formas, pero ha sido reunida en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado el 11 de enero de 2010 en Santiago. Una mirada retrospectiva Cada cierto tiempo, se reactiva la controversia sobre la necesidad de cerrar los juicios y clausurar la demanda de justicia de las víctimas y sus familiares, o bien de agotar la investigación en cada caso hasta que el proceso haya completado regularmente sus objetivos. En estas controversias se suele argumentar que el término de los juicios y, eventualmente, un punto final traerían enormes beneficios sociales y políticos para el proceso de reconciliación política, como habría ocurrido en el pasado. Pero, como nunca antes, las víctimas han tenido voz y la han hecho escuchar nacional e internacionalmente; y, como nunca antes, este asunto ha dejado de ser un tema privado de las víctimas, para transformarse en un eje esencial del proceso democrático y de la paz social en el país. El proceso de verdad, justicia, reparación y memoria se ha basado en el reconocimiento de los derechos de las víctimas y no en la impunidad de los crímenes cometidos en nombre de la patria, el orden social y la seguridad del Estado. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que estos procesos son frágiles. Dependen de los criterios políticos que prevalecen en la sociedad en relación con el reconocimiento de los derechos de las víctimas. Sigue vigente la argumentación que reitera que en nombre de la paz social se requiere el cierre de estos asuntos y el perdón recíproco, como si todos hubieran sido ofendidos de la misma forma y hubiesen experimentado pérdidas análogas.

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Como señaláramos al inicio, desde el siglo xix, el restablecimiento de la paz social y la gobernabilidad dependía del olvido jurídico y político. La habitualidad de estos procedimientos se encuentra en las numerosas leyes de amnistía para cerrar conflictos mayores y menores en la historia del país. En 1978, se dictó el Decreto 2191 de amnistía en Chile. No ha sido derogado ni anulado, pero, desde 2004, ha dejado de aplicarse por parte de los tribunales de justicia en los casos de delitos contra la humanidad. Este decreto fue calificado como una autoamnistía. Sin embargo, la tensión entre justicia y amnistía, entre memoria y olvido, sigue vigente. En una sociedad que ha rechazado mayoritariamente las violaciones de derechos humanos se vive de manera contradictoria la memoria del pasado, bajo la expresión de múltiples memorias que reflejan las diferencias que subyacen a los proyectos políticos que catalizaron el conflicto y la represión política subsiguiente. Reflexiones finales La memoria de las víctimas es en muchos casos una memoria traumática, es decir, el sufrimiento y el miedo permanecen vívidamente presentes, sin que el transcurso del tiempo altere ese recuerdo, pero, al mismo tiempo, sin que ese recuerdo pueda ser integrado en el conjunto de la vida y de las relaciones sociales del presente. La emocionalidad que tiñe esos recuerdos tiene la intensidad producida por una o muchas experiencias percibidas como amenazadoras y con riesgo de muerte, a las que se asocian pérdidas o temor a la pérdida de personas, de afectos y de relaciones significativas. Para cada persona, la experiencia de violencia y destrucción, con sus consecuencias de pérdidas, duelos y rabias, era y es particular. Fueron su vida, su proyecto de vida, su propia identidad lo que resultó amenazado y fragmentado. Esos efectos subjetivos eran consecuencia del proceso político que había vivido el país y se podían entender en relación con la participación activa de cada persona. Pero, en muchos casos, las personas sufrieron las consecuencias de un proceso político en el que no estaban activamente involucradas. Las secuelas se agudizaban en los casos en los que los afectados no tenían un marco que

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les permitiera encontrar y dar sentido a esas situaciones, por horribles que fueran. Las políticas de reparación han sido una expresión de reconocimiento del daño causado a las víctimas y han abierto la posibilidad de un proceso de elaboración del pasado. Así, han permitido a los afectados integrar en sus vidas las experiencias penosas, traumáticas y abusivas ocurridas a causa de la represión política padecida en su propio pasado. En muchos casos, ese significado no se vincula a la experiencia de las personas. La falta de sentido de la experiencia de miedo y represión mantiene sus efectos destructivos a lo largo de los años, pues la persona no logra entender por qué fue víctima de la violación de sus derechos. Entonces, el padecimiento se independiza de los hechos que lo causaron y genera sintomatologías crónicas, principalmente de tipo angustioso y depresivo. Estos casos requieren de atención especializada de salud mental. La posibilidad colectiva y personal de resolver ese pasado entretejido de experiencias personales y políticas penosas implica reconocerlo como un asunto que no es únicamente privado y propio de las biografías e historias individuales. Es un problema que concierne también al ámbito social y público, y que puede ser resignificado en los rituales del reconocimiento social, en los procesos judiciales y en las medidas de reparación. La reparación es un proceso. Se basa principalmente en una actitud social y cívica que busca reconocer a las víctimas, mediante gestos simbólicos y acciones directas. Su intención es “reparar” la negación de lo ocurrido y procurar colectivamente la inserción ciudadana de las víctimas. De esta manera se busca la superación de esa condición, al asegurar su plena integración a la sociedad como ciudadanas y ciudadanos con plenos derechos. Este proceso no puede desconocer que la mayoría de los daños y pérdidas que dan derecho a ser reconocidos y reparados son, paradojalmente, irreparables. Por este motivo, una política de reparaciones debe asegurar medidas de prevención en el ámbito de las instituciones comprometidas en la ocurrencia de los hechos que generaron las víctimas; también en el ámbito sociocultural, para asegurar medidas educativas y de memoria

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cívica que aseguren el pleno respeto a los derechos humanos de todos y la no repetición de esas violaciones en un nuevo conflicto. La formulación del deseo y del compromiso político de un “Nunca más” con respecto al pasado oprobioso es una invitación a recordar para aprender de esta experiencia en el ámbito social y político, y convoca a una nueva forma de convivencia. Sin embargo, esta proposición no tiene mayores efectos si no forma parte de un proceso que sea resultado de la elaboración de lo vivido, padecido, renegado y destruido, es decir, de una forma intencionada de construir la memoria política que reconozca y repare a las víctimas y que forme parte de una cultura democrática, fundada en el respeto intrínseco a los derechos humanos de todas y todos.

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Geoffrey Pleyers y Pascale Naveau Introducción México enfrenta una ola de violencia cuyas fuentes se localizan a nivel local, nacional e internacional. Los conflictos violentos entre los carteles de la droga y la guerra contra el narcotráfico emprendida por el presidente Calderón en el año 2006 han dado lugar a una situación de violencia sin parangón. Desde 2006, esta violencia ha causado la muerte de más de 70.000 personas, la desaparición de 35.000 individuos y el desplazamiento forzado de otros 200.000. Frente a esta situación y con el impulso de la sociedad civil, un movimiento social vio la luz en el año 2011. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) agrupa a familiares de víctimas y activistas, y desde hace dos años intenta ejercer influencia sobre el Gobierno mexicano. * Traducción de Diego Mauricio Hernández.

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P a rt e II . M e m o r i a y r e s o l u c i ó n d e c o n f l i c t o s e n A m é r i c a L at i n a

la vulnerabilidad del mundo

La sociedad civil frente a la violencia y la impunidad en México *

Después de organizar mesas de diálogo con el Gobierno, el MPJD logró que se votara una ley de víctimas. Más allá de los objetivos institucionales, el MPJD presenta igualmente aspectos culturales y subjetivos que han tenido repercusión en el tránsito de la condición de víctima a la de actor social políticamente crítico. De cara a la necesidad de tomar en cuenta las raíces objetivas que crean un espacio de la violencia (Wieviorka, 2008), de una parte, y de analizar los factores objetivos así como los culturales y subjetivos de los movimientos ciudadanos por la paz, de otra, este capítulo presenta una descripción de la violencia en México y un análisis del MPJD que permite resaltar el rol de la sociedad civil en tal contexto de violencia. La situación mexicana da la impresión de ser, en muchos aspectos, inextricable. El Gobierno parece indefenso, y la ausencia de estrategias de largo plazo así como las violaciones de los derechos humanos (Carlsen, 2012) han sido denunciadas por muchos analistas. Los ciudadanos de varios estados mexicanos están entre la espada y la pared: de un lado, la militarización de una parte del país, los excesos que esto apareja (Amnesty International), la corrupción de las fuerzas del orden; y, de otro lado, los carteles que dictan sus leyes en una parte creciente del territorio nacional. En este contexto, ¿cuál puede ser el rol de la sociedad civil? Este capítulo aborda la pregunta, en primer término, a partir de las perspectivas teóricas de Mary Kaldor y Michel Wieviorka, quienes aportan las bases conceptuales para cuestionar las políticas de militarización y para elaborar alternativas centradas en la “seguridad humana”, perspectiva que ubica al humano en el centro de las preocupaciones asociadas a la seguridad. En la segunda parte del capítulo, analizaremos las movilizaciones ciudadanas que tuvieron lugar durante los dos últimos años, en lucha por la seguridad y la paz justa y digna en todo el país. Para tales efectos, nos apoyaremos en observaciones de terreno realizadas en el verano de 2012, en el seno del MPJD, movimiento social impulsado por Javier Sicilia. El estudio de este movimiento social tomará en cuenta los componentes más subjetivos del compromiso ciudadano. Este análisis está basado en los resultados obtenidos a lo largo de la recolección de datos de terreno, a partir de trece entrevistas con miembros del MPJD, observaciones, recortes de prensa y comunicados de este movimiento. Conjuntamente,

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presentaremos la campaña de los piratas informáticos Anonymous en el estado de Veracruz. Los dos casos tienen diferencias, pero el objetivo de ambas movilizaciones es denunciar, responder y hacer visible la situación de violencia en México. La seguridad humana y el espacio de la violencia En enero de 2012, la oficina del procurador general de la República contabilizaba 47.5151 homicidios ligados a la guerra entre el Ejército y los narcotraficantes, desde el ascenso de Felipe Calderón a la Presidencia de la República, y su “declaración de guerra contra el narcotráfico” en diciembre de 2006. Los informes de las ONG registran, por su parte, más de 70.000 muertos y 35.000 desaparecidos en el curso de los seis años de su mandato. Según Reporteros Sin Fronteras, en 2010 México era, después de Irak, el segundo país más peligroso para los periodistas (Reporters Sans Frontieres, 2013). Para comprender la situación actual de México, así como para pensar opciones que permitan avizorar salidas de mediano plazo, es necesario adoptar enfoques alternativos de la seguridad. Algunos elementos de la teoría de las nuevas guerras de Mary Kaldor, a partir de estudios de caso en los Balcanes, África, Afganistán e Irak, permiten dar una mirada a la situación mexicana. Mientras que las guerras clásicas oponen Estados nacionales, los actores de las nuevas guerras se enfrentan a redes, más que a enemigos claramente identificables. La fuerte presencia del crimen organizado, y del tráfico de drogas, armas y seres humanos, genera una situación tal que algunos actores tienen el interés de que el conflicto se prolongue y, con él, las zonas de no-derechos, la impunidad y la debilidad del Estado, lo que constituye un marco favorable para actividades criminales prósperas. Utilizar los mecanismos para hacer frente a las guerras clásicas resulta contraproducente, en la medida en que adicionan represión a la violencia organizada y fortalecen el clima de impunidad. 1 Disponible en: http://www.pgr.gob.mx/temas%20relevantes/estadistica/HOMICIDIOS%20POR %2 0 PR E SU N TA %2 0 R I VA L I DA D %2 0 DE L I NC U E NC I A L %2 0 2 0 1 1 %2 0 %2 8 E nero Septiembre%29.pdf

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En México, la declaración de “guerra contra el narcotráfico” del presidente Felipe Calderón fue seguida por el uso masivo del Ejército y de los medios de acción utilizados en las guerras clásicas, lo que condujo a numerosos excesos y al irrespeto de los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad (Botello, 2012). La población y la sociedad civil son víctimas a la vez del crimen organizado, de la militarización de ciertas regiones del territorio, de la corrupción presente en toda la sociedad y de una impunidad generalizada. En efecto, un estudio de la organización México Evalúa muestra que, en el año 2010, el 80,6 % de los crímenes quedaron impunes (Zepeda, 2011: 20). El problema no es nuevo. El historiador Pablo Piccato (2008) considera que, “a lo largo del siglo xx, el homicidio fue la manifestación más visible de la impunidad”. El homicidio, sin embargo, se ha agudizado desde el principio de la guerra contra el narcotráfico. En materia de corrupción, ya sea debido al nivel de escolaridad, a los bajos salarios o a la falta de oportunidades, los policías mexicanos son muy vulnerables. Según Latinobarómetro (2012), el 70 % de la población mexicana no tiene confianza ni en la Policía ni en la justicia de su país. La corrupción generalizada y las amenazas proferidas por los carteles contra las fuerzas del orden y sus familias redujeron considerablemente la eficacia de algunas instituciones, lo que facilitó en gran medida el desarrollo del crimen organizado. Como lo señalan numerosos trabajos de investigación, “la convicción de la inmunidad es un elemento decisivo para el paso a la barbarie” (Wieviorka, 2008, p. 272). Frente a esta situación, Mary Kaldor considera que las soluciones durables exigen una aproximación centrada en el concepto de seguridad humana, que lleva a señalar que la seguridad no puede ser concebida únicamente como la ausencia de violencia (Kaldor, 2007; Kaldor y Beebe, 2010). Este concepto fue promovido en el Informe sobre desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en el año 1994, para mostrar que: […] durante mucho tiempo, el concepto de seguridad ha sido interpretado de una manera demasiado estrecha: como la seguridad de un territorio frente a las agresiones exteriores o como la protección de intereses nacionales en los asuntos extranjeros. La seguridad ha sido considerada como un atributo de los Estados nacionales más que de las personas.

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Mary Kaldor considera que el hecho de poner a las personas, antes que a los Estados, en el centro de las políticas de seguridad obliga a tomar en cuenta no solamente la violencia física, sino también todas las otras dimensiones que hacen la vida insegura y que son las condiciones de la violencia. Apoyándose en numerosos estudios de caso, esta autora considera que la única manera eficaz de prevenir la violencia y actuar al nivel de las condiciones que favorecen su desarrollo consiste en poner en el centro de las políticas de seguridad y de lucha contra la violencia el respeto de los derechos humanos y la protección de la población civil; una justicia imparcial y la lucha contra la impunidad; la legitimidad democrática de las autoridades políticas elegidas, y la formulación de políticas de desarrollo económico y social favorables a la poblaciones de las zonas afectadas por los conflictos. Ninguno de estos cuatro elementos está asegurado actualmente en México. Diferentes miradas convergen sobre la necesidad de reubicar los problemas de la seguridad, la violencia y la impunidad, dentro de las condiciones políticas, sociales y jurídicas de la sociedad en la cual se desarrollan. En esta perspectiva, Michel Wieviorka (2004) resalta la necesidad de tomar en consideración, a la vez, el contexto nacional y el internacional. Recuerda que: […] detrás de lo que llamamos mundialización, hay también —y sobre todo— un vacío y un gran desorden. El agotamiento del antiguo orden social, de un lado, y, de otro, el decaimiento de las formas de organización y de integración estatales, y de los proyectos de desarrollo asociados a estas desde los años setenta. (p. 50)

El desarrollo de la violencia encuentra igualmente condiciones propicias en: […] la regresión y el debilitamiento de las instituciones garantes del vínculo social, ya sean las encargadas del orden y la seguridad, de la socialización (la escuela) o que representen al Estado benefactor. […] Allí donde no hay autoridad, ni normas y reglas impuestas a todos a través de las instituciones, la violencia encuentra condiciones propicias para ser ejercida. (pp. 64-65)

Más que en otras partes, en México la mundialización y el fin de un modelo nacional han aumentado considerablemente el espacio de la violencia.

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La falta de seguridad humana (Kaldor, 2007) se refleja especialmente en el aumento permanente de la tasa de refugiados y desplazados por causas asociadas al conflicto. El International Displacement Monitoring Centre (IDMC) da cuenta de un fuerte crecimiento del número de desplazados que huyen de la violencia en México desde el año 2007. En 2010, 120.000 mexicanos dejaron su país en busca de seguridad (IDCM, 2013). Un estudio de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez muestra que la cantidad de desplazados solo del estado de Chihuahua, uno de los grandes afectados por la guerra contra el narcotráfico, se elevó a 230.000 entre el 2006 y el 2011 (Albuja y Rubio, 2011, p. 24). Las fronteras de las zonas geográficas controladas por los capos de los carteles son hoy menos claras que antes, lo que conduce a conflictos violentos entre estas organizaciones por el control de los territorios. Si la puesta en escena de ejecuciones o de mensajes dirigidos a otros carteles o a las autoridades, a través de cadáveres mutilados, daban la impresión de una crueldad excesiva y poco racional, los analistas han mostrado, por el contrario, la gran racionalidad de las estrategias implementadas por los principales carteles que, en muchos sentidos, obedecen a las mismas lógicas que las grandes empresas (Gómora y Gómez, 2009). Por ejemplo, los carteles se preocupan por diversificar sus fuentes de ingresos y sus inversiones, para lo cual combinan el tráfico de drogas con actividades legales e ilegales. Tales agrupaciones están activas en la trata de personas (especialmente, de los indocumentados provenientes de América Central), la prostitución, el secuestro, el tráfico de armas, el raqueteo, el contrabando, los servicios de protección o el robo de vehículos. Cada vez están más presentes en el sector legal de la economía, especialmente en el hotelero, los bares o las discotecas. También son propietarios de empresas de seguridad privada. La economía El narcotráfico en México no puede ser reducido a un problema de seguridad pública, como tienden a hacerlo las estrategias gubernamentales. Se trata de un asunto estructural de vieja data, en el que economía y política

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están interconectadas, tanto a nivel microsocial como macrosocial (Pineyro, 2012). El sector representa un asunto económico considerable. El informe de Global Financial Integrity, de 2012, muestra que, entre 1970 y 2010, 872.000 millones de dólares fueron lavados en México, cifra que experimentó un crecimiento fuerte después de 1994, año de la entrada en vigor del North American Free Trade Agreement (Nafta) entre México, Estados Unidos y Canadá (Global Financial Integrity, 2012). En un país profundamente afectado por la crisis económica del 2008 (el producto interno bruto [PIB] cayó en un 7,1 % en 2009), y en el cual a una parte importante de la población le cuesta encontrar lugar en un modelo económico centrado en las grandes empresas exportadoras (Alba, 2006; Blanke, 2009), los carteles han hallado un terreno fértil y han logrado una importancia económica y social considerable. La fortuna les da a los carteles un cierto poder e influencia, en un país donde la Policía y una parte de las autoridades locales están afectadas por la corrupción. A pesar de los excesos y de la violencia de sus prácticas, los carteles cuentan con un cierto apoyo social en algunas regiones de México, por una buena razón: ofrecen empleos en regiones donde la aplicación del Nafta deja muy pocas alternativas a las capas populares y a los pequeños campesinos (Bartra, 2009). Además, financian clubes deportivos, fiestas populares y otras actividades abandonadas por el Gobierno. Una democracia vacía Esta evolución se inscribe en un contexto político particular: el ascenso a la Presidencia de la República del candidato del Partido de Acción Nacional en el año 2000, puso fin a siete décadas de poder del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Las grandes esperanzas suscitadas por la democracia han sido masivamente defraudadas, por las denuncias de fraude electoral en 2006, por la falta de escucha de las reivindicaciones sociales, por el peso de los grandes actores económicos y por el crecimiento de las desigualdades y de la pobreza (Cortés y De Oliveira, 2010). De aquí que no pocos analistas hablen hoy día de una democracia vacía (Bizberg, 2010).

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Además de las enormes ganancias generadas por las actividades ilegales, las causas del rápido desarrollo del narcotráfico y la violencia que lo acompañan se explican, en parte, por el mal funcionamiento de las instituciones políticas, económicas y jurídicas. Por complicidad o negligencia, las instituciones mexicanas hacen parte del problema. La organización del sistema político mexicano y algunos de sus malos funcionamientos prepararon el terreno fértil para el desarrollo del crimen organizado, y aún hoy orienta las estrategias operativas de los carteles. Desde la Revolución, México es a la vez un república federal y un régimen presidencial muy centralizado; un hiperpresidencialismo (Favela, 2010, p. 105) que no solamente concentra los tres poderes en manos del Ejecutivo, sino que también ha hecho inoperante el federalismo instaurado en México (Ward y Rodríguez, 1999). El partido-Estado aunaba la represión de los movimientos a la cooptación de algunas causas y de algunos líderes, para neutralizar el potencial movilizador y democratizador de las principales movilizaciones sociales (Favela, 2010, p. 140). El nuevo régimen ha abandonado las prácticas de cooptación de actores sociales contestatarios. En México, más que en otras partes, “la acción colectiva, la respuesta gubernamental y la estructura institucional interactúan y forman un sistema de relaciones que define mutuamente tanto las formas de expresión como las orientaciones que toman los cambios” (Favela, 2010, p. 139). Como señalan Goodwin y Jasper (2011), el enfoque largamente dominante de la estructura de oportunidad política, que tiende a fijar dichas oportunidades, también debe ser cuestionado, puesto que estas resultan de una interacción permanente entre los actores de la sociedad civil y la multiplicidad de aquellos que componen el Estado. Esta mirada permite comprender mejor la evolución de las estrategias de los carteles y el alcance creciente de su violencia. En la época en que el Partido Revolucionario Institucional2 concentraba los poderes nacional, estatal y local, la centralización permitía una coordinación eficaz de la lucha contra el crimen organizado por parte del Estado federal (Benitez, 2009; Velasco, 2005). La descentralización progresiva y la democratización electoral condujeron a repartir la responsabilidad 2

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El PRI ocupó la Presidencia de la República entre 1927 y 2000.

de la seguridad entre diferentes niveles del poder (nacional, estados federados, municipalidades), que no estaban integrados por el hecho de que sus líderes pertenecieran al PRI. La descentralización del poder estuvo acompañada por una descentralización a nivel de la organización de los cuerpos de Policía, lo que ha causado problemas de coordinación, así como disputas internas (Moloeznik, 2010), y ha facilitado la amplia penetración del crimen organizado en los cuerpos de Policía y las instituciones políticas. A nivel político, México se muestra a los ojos de muchos analistas como una democracia vacía (Bizberg, 2010). La legitimidad del Gobierno reposa más sobre el respaldo de grandes grupos mediáticos que sobre su capacidad de responder a las demandas de la población. En el marco de una política económica y comercial determinada por el Nafta, la influencia determinante de la élite económica restringe las perspectivas de desarrollo económico en el largo plazo. El Gobierno mexicano toma prestada la estrategia de lo que Randeria (2007) llama los estados astutos (cunning states); invoca estratégicamente su debilidad o su incapacidad para orientar su política a partir de tratados internacionales o de los mercados, para justificar decisiones que obedecen a razones políticas poco populares, cuando en realidad tiene el suficiente margen de maniobra para denunciar los tratados o privilegiar otras elecciones políticas. El Gobierno mexicano invoca gustoso el Nafta para justificar una política económica y comercial muy favorable a los grandes empresarios y desfavorable a los pequeños campesinos y a la mediana empresa, e invoca las exigencias de su poderoso vecino americano para justificar su política de seguridad y su lucha contra la droga. La sociedad civil frente a la violencia Ante una situación en muchos sentidos inextricable, en la cual las políticas gubernamentales resultan no solo impotentes para controlar la ola de violencia sino que además contribuyen a crear un clima de impunidad e inseguridad, la capacidad de acción de la sociedad civil queda bien limitada. Sus denuncias no están exentas de peligros: muchos periodistas y defensores de los derechos humanos han pagado con su vida las denuncias de la

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violencia de los carteles, de los excesos de las fuerzas del orden o de la corrupción de las autoridades locales o estatales. Por lo tanto, en homenaje a todos esos muertos que el Gobierno se limitaba a archivar en las estadísticas de homicidios, contra la impunidad que cobija a los criminales y a las fuerzas del orden, y porque esta violencia pesa cada día que pasa sobre su vida cotidiana, ciudadanos y ciudadanas se movilizaron y agruparon a lo largo y ancho de México, primero puntualmente, y luego, a partir de abril de 2011, en el seno de un vasto Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Según Laura Loeza y Mariana Pérez-Levesque (2010), la respuesta de la sociedad civil puede ser de tres tipos. Primero, puede no denunciar la situación; segundo, puede organizarse con el fin de responder a esta violencia, y, para terminar, puede pedir asilo en otro país. Aquí nos interesa la segunda opción, que es la organización ciudadana ante la violencia. En México, existen diferentes organizaciones y colectivos que cotidianamente luchan contra la impunidad y por el respeto de los derechos humanos. Existen igualmente iniciativas más puntuales que actúan únicamente de manera fuerte. A pesar de cierta desarticulación entre las movilizaciones sociales o ciudadanas, hay actores que se levantan contra la violencia generada por los carteles y el Estado. Para analizar e ilustrar estas diferentes movilizaciones, recurrimos al MPJD y a la acción de Anonymous en el estado de Veracruz. 2000-2010: olas de movilización

En los años 2000, surgieron manifestaciones contra la inseguridad a lo largo y ancho del país, que llegaron a reunir a varios miles de participantes (Bizberg, 2010: 53), quienes expresaban sus temores frente al crecimiento de la violencia. Estas manifestaciones integraron a personas de todas las clases sociales y orientaciones políticas. Los movimientos México Unido contra la Delincuencia (MUCD) o No más Sangre, por citar dos ejemplos, fueron titulares de los medios de comunicación. El sociólogo Ilán Bizberg considera que estas movilizaciones ciudadanas fueron más una expresión de la opinión pública que de organizaciones capaces de movilizar a sus simpatizantes e incidir sobre las políticas del Gobierno mexicano.

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Fundado en 1997 por hombres de negocios mexicanos, la ONG México Unido contra la Delincuencia fue reconocida en 2004-2005 como interlocutora legítima de la sociedad civil por parte de las autoridades políticas. En 2008, la relación entre los dos actores fue institucionalizada por el Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad (“Acuerdo Nacional”, 2008). Según Loeza y Pérez-Levesque (2010), la principal debilidad del movimiento MUCD fue su identidad, asociada a actores de las clases altas, lo que constituyó un obstáculo para la inclusión de los medios socioeconómicos menos favorecidos. El MUCD no consiguió nunca suficiente legitimidad en el vasto sector de las organizaciones de defensa de los derechos humanos. Las desigualdades socioeconómicas se vieron reflejadas en la organización de las luchas contra la violencia, que permaneció en estado dicotómico durante largo tiempo. Algunos personajes de los medios empresariales o de la política llamaron rápidamente la atención de los medios de comunicación y de los poderes públicos cuando fueron víctimas de la violencia organizada. En algunos casos, consiguió organizar movilizaciones sociales importantes, que se situaban generalmente en la derecha del espectro político y no lograban convocar a una parte de las clases populares, quienes eran, sin embargo, las principales víctimas de la generalización de la violencia. Solo a partir de 2010, con la iniciativa de actores del mundo cultural y artístico, las movilizaciones contra la violencia lograron superar la división y movilizar más durablemente a vastos sectores de la clase media y popular. Además, pudieron mantener la distancia con respecto a los partidos políticos. Sin embargo, el eje gravitacional de la mayor parte de estas se sitúa en la zona de la centroizquierda. Iniciado en 2010, el movimiento No más Sangre ‒ Basta de Sangre se apoya sobre representaciones artísticas y caricaturas para denunciar la vista gorda que aparenta la sociedad frente a la violencia y la impunidad. El objetivo del movimiento era suscitar una vasta movilización ciudadana en un contexto donde, según Eduardo del Río, caricaturista mexicano iniciador de esta campaña, “la mayoría de las personas no están en posición, ni en condición de expresar públicamente su descontento” (Río y Hernández, 2011). Con el logo “No+Sangre”, cada mexicano puede expresar, en cualquier lugar

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o circunstancia, su indignación frente a la violencia, a la política de seguridad del Gobierno y a los carteles. Esta campaña tuvo gran éxito en México y en el extranjero, incluido el Festival Internacional de Cine de Marrakech, dedicado en el 2011 al cine mexicano, en el que cineastas mexicanos difundieron el logo mientras subían las escaleras (Olivares, 2011). Esta campaña pone de relieve también los límites de las formas de acción que logran la adhesión masiva de la población, pero que no produce ningún impacto en la agenda política. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad

El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad nació en abril de 2010, luego del drama personal vivido por el poeta Javier Sicilia, cuyo hijo fue asesinado por miembros del cartel de Los Zetas de Cuernavaca, una pequeña ciudad cerca de la capital. La muerte del hijo del poeta y colaborador de varios organismos de prensa tuvo un amplio eco mediático y suscitó la compasión. Los días siguientes, miles de estudiantes, artistas, jóvenes organizados contra la militarización del país, defensores de los derechos humanos, ecologistas, representantes de la Iglesia, sindicalistas y ciudadanos ordinarios (Estrello, 2011) salieron a las calles para manifestar su compasión y para exigir una nueva política frente al narcotráfico. En mayo de 2011, Javier Sicilia organizó una marcha hacia la capital (Ameglio, 2011), para denunciar la magnitud de las consecuencias de la guerra impulsada por el Gobierno y exigir el fin de la militarización, una justicia transparente y eficaz, y el fin de la inseguridad. El 8 de mayo de 2011, tuvieron lugar manifestaciones “por el restablecimiento de la paz y la justicia” en cuarenta ciudades de México y en veinte más en el exterior. A lo largo del proceso, otros actores se unieron al movimiento, ofrecieron a las víctimas un respaldo para construir una identidad del nosotros y legitimaron las demandas presentadas por el MPJD (Maihold, 2012). Gracias a movilizaciones tan expresivas, subjetivas y pacíficas, entre noventa mil y doscientas mil personas se reunieron en el Zócalo (Maihold, 2012), la plaza central de México, con el objetivo de abrir un debate en el

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espacio público sobre la estrategia gubernamental frente a la violencia, un tema esencial para la sociedad civil (Kaldor, 2003). Esta marcha hizo nacer un movimiento ciudadano que daría lugar a marchas de protesta regulares y a “caravanas de la consolación” (Estrello, 2011) en diferentes ciudades de México afectadas por los efectos mortíferos del narcotráfico y la guerra contra los carteles. Durante seis días, una de las caravanas atravesó doce estados mexicanos hasta llegar a la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez, considerada como una de las más peligrosas del mundo. Un pacto nacional ciudadano por la paz justa y digna fue firmado por decenas de organizaciones ciudadanas. Otro objetivo de la caravana era “liberar la palabra”, por lo que permitió a cientos de víctimas de familiares dar testimonio de su sufrimiento. La experiencia vivida por la colectividad durante el testimonio de las víctimas, denominado por Jorge Linares el baño de dolor, llevó a la construcción de un sujeto como el MPJD (Linares, 2012). De acuerdo con Mary Kaldor (2003, pp. 140-141), la creación de un saber (indispensable para la comprensión de un conflicto y su resolución) tiene origen en el testimonio de personas profundamente tocadas y comprometidas por y con el conflicto. A partir de la primavera de 2011, el MPJD presenta una plataforma de diálogo regular con el Gobierno y diferentes actores políticos. El movimiento tiene como objetivo impulsar “una movilización del capital político de las víctimas” (Estrello, 2011, p. 156), para que se conviertan de víctimas en luchadores y luchadoras por la justicia. La exigencia de ser reconocido como actor social, y no solo como víctima, permite la construcción de una identidad positiva y determinada sobre cuya base se erige un movimiento social (Mathieu, 2004; Wieviorka, 2008). Luego de marchas, caravanas y diálogos con autoridades públicas, los miembros del MPJD se constituyeron en actores. Dos años después de la emergencia del movimiento, se siguen organizando acciones cotidianas en México y en el extranjero. La campaña “En los zapatos del otro”, por ejemplo, fue adoptada por grupos de solidaridad del MPJD en diferentes ciudades occidentales3. Consiste en la difusión de una 3 Véase el video en el vínculo https://www.youtube.com/watch?v=isazZAwasmo

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serie de testimonios de personas que relatan la vida de las víctimas de la violencia en México. Otras iniciativas se anclan decididamente en el nivel local e insisten en la necesidad de “reconstruir el tejido social”. En muchas ciudades, grupos de médicos, estudiantes, padres de familia, mujeres o artistas se organizaron para incentivar a los mexicanos a salir a la calle, recuperar los espacios públicos y recrear el lazo social. En efecto, la violencia y el miedo que la acompaña desincentivan el salir a la calle y participar en actividades públicas. Gracias a los recursos emotivos (Jasper, 2012) de los que disponía el MPJD en el momento, el movimiento pudo organizar diversas acciones, en la cuales participaron más de noventa mil personas. Estas manifestaciones subjetivas y emotivas no se limitaron a las reivindicaciones políticas. Las acciones artísticas y los testimonios públicos de las víctimas no llamaron solamente la atención de los medios, sino que también comprendieron de manera profunda al manifestante en su ser, su espíritu y su voluntad de transformar los marcos de acción de los narcotraficantes y los políticos del país. Los sentimientos, la subjetividad, las emociones (Goodwin, Jasper y Poletta, 2001) y el cuerpo (McDonald, 2006) se localizan en un impulso que es a la vez impulsivo, expresivo y compasivo, que pone de nuevo al ser humano en el centro de las preocupaciones y reivindicaciones en aras de una nueva política de seguridad. Los actos y manifestaciones de estos movimientos juntaron reivindicaciones por una nueva política, con un repertorio de acción caracterizado por una gran creatividad cultural y una gran fuerza expresiva. Frente a la guerra contra el narcotráfico, el MPJD propone dirigirse a las causas profundas del aumento de las violencias, comenzando por la impunidad, las políticas económicas acusadas de aumentar la pobreza y la corrupción. El movimiento llama a reforzar el tejido social y a poner en marcha iniciativas ciudadanas y políticas contra la miseria, la pobreza, el desempleo y la falta de oportunidades (Sicilia, 2011), en el marco de políticas públicas e iniciativas ciudadanas. El MPJD señala las fuentes socioeconómicas del malestar mexicano y exige políticas de largo plazo que favorezcan la creación de empleo, el acceso a la educación, y un sistema de salud de calidad y accesible para todos.

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El movimiento no busca atacar la dimensión superficial de la violencia, sino cerrar lo que Michel Wieviorka (2004) llama el espacio de la violencia. Un movimiento expresivo y cultural

Presentar sus reivindicaciones a los responsables políticos, sin embargo, está lejos de ser el único objetivo del movimiento. Los aspectos expresivos y subjetivos (McDonald, 2006; Pleyers, 2010) están en el corazón del MPJD. La compasión, la subjetividad y la experiencia vivida son celebradas y su vulnerabilidad, puesta en escena a través de marionetas y performances artísticas (MacDonald, 2007), que logran expresar lo que no pueden las palabras. La poesía opone la vida a la guerra contra las drogas, la compasión al olvido, las caras de los desaparecidos a las cifras estadísticas. La creatividad y la subjetividad de los participantes hicieron visible la experiencia vivida y los sufrimientos que el Gobierno disimulaba tras esta “guerra contra el narcotráfico”, aquello que las estadísticas escondían detrás de las cifras de muertos y desaparecidos, que no representan nada cuando las víctimas se cuentan en decenas de miles. Las performances artísticas y las acciones simbólicas para representar a las víctimas se multiplicaron, como en el caso de la campaña de jóvenes ciudadanos quienes, en abril de 2012, dispusieron sesenta mil figuras de papel en las calles y plazas de la capital para representar a las víctimas de homicidios durante la presidencia de Felipe Calderón. Los aspectos subjetivos y expresivos (McDonald, 2006; Pleyers, 2010, caps. 2-4) constituyen el corazón del MPJD. Según Jorge González de León, poeta miembro del MPJD, gracias a los artistas, el movimiento logró recuperar el sentimiento: “las personas que entran en contacto con el movimiento y que permanecen en él lo hacen porque se emocionan. Más que por razones sociales, lo hacen por un sentimiento de solidaridad, más que de compasión” (entrevista con Jorge González de León, ciudad de México, 20 de julio de 2012; realizada por los autores). Miles de manifestantes elevaron los retratos de sus desaparecidos, recordaron la vida de sus prójimos, recitaron poemas en homenaje a la vida y para desafiar a la muerte que puede aparecer en todo momento en las calles

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de México. Estas acciones performativas, estas reuniones, estos cantos y estos testimonios devolvieron la humanidad a cada una de las víctimas. En las ciudades de Europa y América del Norte, los participantes en una campaña fueron invitados a elegir el nombre de una víctima de aquella guerra y enviar una carta en su nombre al presidente de la República de México. En aquella larga lista figuraban, al lado de cada nombre, la edad, la ocupación y algunas píldoras sobre su vida. Quienes no eran más que unidades en la columna de “narcotraficantes abatidos”, “agentes de las fuerzas del orden muertos en combate” o “víctimas de los narcotraficantes” volvieron a ser seres humanos víctimas de una guerra sin salidas aparentes. Fernando y Raúl, de 15 y 9 años, Ciudad Juárez. Dos hermanos que se encontraban en el lugar equivocado y murieron en medio de un tiroteo. Enrique, 32 años, dos hijos, policía secuestrado, torturado y asesinado en Tijuana.

Muerta del lado de la población civil, del de las fuerzas del orden o del de los narcotraficantes, cada víctima deja atrás una familia en llanto. “Escogí un policía porque a veces se les olvida, pero también son víctimas de esta guerra y el dolor por sus familias también es grande”, nos explicaba una participante en una movilización en Bruselas. En las performances activistas, el participante presta su cuerpo, su voz y su pluma a las víctimas, en un impulso de doble incorporación (embodiement) en el que habla a la vez en nombre propio y en nombre de los desaparecidos. Tales manifestaciones subjetivas del movimiento ciudadano no pueden resumirse en una puesta en escena de las reivindicaciones políticas. Están en el centro del movimiento. Las performances teatrales, las representaciones artísticas o las declamaciones son más que simples acontecimientos destinados a llamar la atención de los medios. Comprometen profundamente al manifestante en todo su ser y su espíritu. Con la voluntad de modificar los marcos en los cuales el poder y los narcotraficantes actúan en la guerra, el participante pone igualmente en juego sus sentimientos, su subjetividad, sus emociones (Goodwin et al., 2001) y su cuerpo (McDonald,

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2006), en un impulso a la vez expresivo y compasivo que reubica al ser humano en el centro de atención de la creación de otra política de seguridad. El artista Gerardo Sánchez González explica: […] pienso que en el seno del MPJD es muy claro que la mayoría de las víctimas no están interesadas por el arte ni la cultura. Están interesadas por sus desaparecidos. Pero cuando se dan cuenta de que el arte es una oportunidad para conocer y encontrar, a partir de la dimensión humana, el camino hacia la justicia, aquello se convierte en algo bueno para ellas también. (Entrevista con Gerardo Sánchez Gonzaléz, Ciudad de México, 19 de julio de 2012; realizada por los autores)

Dimensión internacional del MPJD

El MPJD es a la vez un movimiento profundamente mexicano y una movilización internacional presente en las ciudades globales del mundo occidental (Los Ángeles, Nueva York, París, Barcelona, Londres, Berlín...). Decenas de grupos de Facebook y blogs del MPJD fueron creados, así como la página Web de la Red Global por la Paz de México4. El apoyo internacional fortalece la legitimidad del movimiento y lo ayuda a ejercer presión sobre el Gobierno (Keck y Sikkink, 1998). Mary Kaldor (2003) subraya la importancia de la opinión pública global, que se expresa a través de los medios, las redes militantes internacionales y los grupos de ciudadanos. Esto por cuanto da a los militantes nacionales la sensación de no estar solos y constituye un mecanismo eficaz para cuestionar la legitimidad de las autoridades nacionales o de las políticas emprendidas por el Gobierno. En prueba del eco global del movimiento, la revista Time designó a Javier Sicilia como el “personaje del año entre los miles de manifestantes en el mundo que han recibido el título de personalidad del año” (Padgett, 2011). Las diferentes acciones emprendidas por los actores internacionales forman una cadena de solidaridad global en pro de los ciudadanos mexicanos y constituyen una contestación global a la política de seguridad mexicana. ¿Pero es esto suficiente para imponer la paz en México? 4 Véase en: http://www.redglobalpazmexico.org/

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Anonymous

Al lado del MPJD, el grupo de piratas informáticos Anonymous se movilizó a su manera contra los carteles y la violencia reinante en México. Esta red, compuesta por colectivos autónomos, respalda las acciones ciudadanas por la paz en este país. Mientras el Gobierno ataca a los carteles militarizando el territorio nacional, Anonymous recurre a modos de acción menos convencionales, pirateando los sitios Web del Gobierno mexicano, de las instituciones financieras y las bases de datos de los carteles. En un desafío abierto al cartel de Los Zetas en el estado de Veracruz, Anonymous anunció, el 6 de octubre de 2011, la Operación Cartel (Villamil, 2011). En un video ampliamente difundido5, un activista enmascarado anuncia que, “cansado de no poder contar con las autoridades para disminuir la tasa de violencia y el número de muertos”, el grupo Anonymous de Veracruz amenaza con divulgar información sobre las relaciones de corrupción establecidas entre el cartel y diferentes políticos, policías, militares y hombres de negocios. Luego de este anuncio, el cartel de Los Zetas secuestró a uno de los miembros de grupo Anonymous durante una manifestación en favor de Julian Assange, redactor en jefe y portavoz de WikiLeaks, y amenazó con matar a diez personas por cada nombre revelado. Una campaña internacional6 de Anonymous logró que se liberara al rehén. Ante las amenazas de muerte, decidieron abandonar la Operación Cartel el 31 de octubre de 2011. Este cara a cara entre Los Zetas y Anonymous mostró el poder y los recursos de nuevas formas de acción basadas en la información, así como sus límites ante la violencia de los carteles. Otras acciones fueron emprendidas por los Anonymous en el marco de la lucha contra la violencia en México. En octubre de 2011, con base en información obtenida tras piratear el sitio Web del político Gustavo Rosario, antiguo procurador general del estado de Tabasco, los activistas 5 Video disponible en http://www.youtube.com/watch?v=wjjv3I0b8Wo 6 Video disponible en http: //www.guardian.co.uk/technology/video/2011/oct/31/ anonymous-

hackers-mexican-drug-cartel

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denunciaron la relación que este mantenía con Los Zetas (Tuckman, 2011) y pusieron en su sitio el anuncio “Gustavo Rosario es un Zeta”, firmado por Anonymous México. Persisten las dudas en cuanto a la identidad de los autores de este ataque informático (“Vinculan a exprocurador”, 2011). El carácter fuertemente heterogéneo y reticular de los piratas informáticos les permite guardar el anonimato y llevar a cabo ataques eficaces, pero esta estructura particular puede igualmente ser propicia para “campañas de desinformación operadas por usurpadores o por los servicios de seguridad de los Estados afectados” (Pinard, 2012). Conclusión

Muchos analistas coinciden en señalar que la sociedad civil mexicana que se ha movilizado recientemente contra la violencia en su país no ha dado muestras de tener una fuerza organizativa suficiente para presentar un proyecto político alternativo7 en los debates electorales nacionales de julio de 2010. Es necesario reconocer que el gobierno de Calderón no escogió el camino de una reorientación estructural de su política de seguridad y que los movimientos ciudadanos no consiguieron suscitar el entusiasmo de los senadores para aprobar la “ley general del respeto y la protección de los derechos de las víctimas” (Martínez, 2012), contra la cual el presidente impuso finalmente el veto. Las conclusiones de estos análisis nos parecen fundamentalmente insuficientes, al menos por dos razones: ignoran que, desde el ascenso a la Presidencia del PAN en el año 2000, las autoridades mexicanas se han caracterizado por una actitud particularmente cerrada frente a los movimientos sociales (Kitschelt, 1986), así como el alcance cultural y subjetivo de las movilizaciones recientes contra la violencia. En primer término, desde la transición electoral y a pesar de la amplitud, la fuerza y la creatividad de las sucesivas movilizaciones sociales de indígenas, campesinos, pequeños empresarios, electricistas o de la clase media, el Gobierno ignoró las quejas que le dirigieron (Bartra, 2009; 7 Véase, por ejemplo, Moloeznik (2011).

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Pleyers, 2011). En este contexto, es particularmente difícil para un movimiento incidir sobre la política gubernamental. La fuerza organizacional y la calidad del proyecto político del MPJD no podría probablemente modificar ese hecho. En segundo término, tales análisis restringen el movimiento a su componente político e ignoran la amplitud de su impacto cultural y subjetivo. Lo anterior aun cuando, de un lado, es precisamente a ese nivel que puede situarse el principal impacto; y, de otro lado, la naturaleza misma de los movimientos culturales en la era global (Pleyers, 2010, pp. 90-100) los hace a veces poco compatibles con la construcción de una organización fuerte o de una institucionalización que, según algunos politólogos, permiten incidir más eficazmente sobre los actores políticos. Los jóvenes alteractivistas y los actores más creativos defienden la autonomía de su experiencia y de sus movimientos, y se oponen activamente a la emergencia de líderes y de una institucionalización que afectarían su creatividad, los harían menos horizontales y participativos, aunque más eficaces frente a los actores de la esfera política institucional8. ¿Acaso pueden las movilizaciones de la sociedad civil y la poesía tener un impacto en un contexto tan profundamente marcado por la violencia? Mary Kaldor señala acertadamente que la sociedad civil puede tener un rol fundamental en la resolución del conflicto, promoviendo una manera alternativa de considerarlo, abriendo debates y proponiendo alternativas. Sin embargo, esta perspectiva no puede conducir a subestimar la importancia de los asuntos en juego en la esfera política institucional. Las consecuencias del discurso y de la concepción de la seguridad del expresidente Felipe Calderón ilustran la importancia de las 8 Esta es la posición defendida por Gamson (1975). Su argumento fue rebatido por Piven y Cloward (1979), quienes consideran que, en cuanto los movimientos desarrollan una organización fuerte y estructurada, tienen menos posibilidades de obtener resultados sobre los asuntos que suscitaron su emergencia, especialmente debido a que los intereses de la organización a menudo superan los del movimiento. He aquí uno de los principales aspectos del dilema de la organización en los movimientos sociales, puesto en evidencia por Jasper (2006). Este dilema es planteado con especial agudeza por algunos movimientos contemporáneos. Véanse Mathieu (2011) y Pleyers (2010, cap. 9).

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posiciones de los dirigentes políticos. La amplitud y la originalidad de las movilizaciones de la sociedad civil no lograron modificar ni la estrategia de militarización del Gobierno, que sigue en pie, ni los marcos de análisis de la situación que preceden a las políticas gubernamentales. La capacidad del MPJD de incidir en el debate de la campaña electoral presidencial fue limitada y esto constituye un fracaso para el movimiento. El discurso presentado por los medios de comunicación dominantes sigue siendo el de la guerra contra el narcotráfico, en la cual las víctimas civiles son ora daños colaterales lamentables pero inevitables, ora un aumento en las cifras de narcotraficantes dados de baja. Los movimientos ciudadanos afirman hoy en día que el saldo de homicidios cometidos en el curso de los seis años del mandato de Felipe Calderón se acerca a los setenta mil muertos, y las esperanzas de que la seguridad humana sea ubicada en el centro de las preocupaciones del nuevo presidente de la república mexicana son moderadas.

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de las memorias culturales no occidentales : la violencia de los imaginarios nacionales

Alfredo Gómez Muller Introducción El concepto de nación designa siempre una determinada forma de unidad social, basada en alguna forma de autoidentificación colectiva. En la perspectiva del concepto político-jurídico de nación, la autoidentificación se hace con referencia a la ley común que instituye a cada miembro de la sociedad como sujeto de un mismo sistema de derechos, es decir, como ciudadano; en la perspectiva del concepto histórico-cultural de nación, la autoidentificación remite a una memoria compartida y a contenidos culturales específicos (lengua, modos de vida, creencias y valores comunes). En la realidad histórica de la modernidad política, ambos significados de la idea de nación se entremezclan, a menudo de manera implícita, de tal modo que la concepción político-jurídica nunca se da en estado “puro” sino siempre

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P a rt e II . M e m o r i a y r e s o l u c i ó n d e c o n f l i c t o s e n A m é r i c a L at i n a

la vulnerabilidad del mundo

Políticas latinoamericanas de exclusión

asociada a determinados contenidos histórico-culturales1. Por esta razón, construir una nación es siempre construir una memoria, es decir, una cierta relación con el pasado en la cual son seleccionados o privilegiados determinados hechos y referentes, y excluidos o subordinados otros. La unidad nacional se construye invariablemente incluyendo y excluyendo memorias, de tal manera que la construcción de la nación moderna se presenta históricamente como el campo de batalla —muchas veces en sentido literal— de memorias rivales que se disputan el monopolio del reconocimiento de la autoridad pública. Estas memorias en conflicto son memorias culturales o tradiciones prácticas (MacIntyre, 1984, p. 187), esto es, conjuntos diversamente articulados de prácticas, ideas, reglas e instituciones que confieren sentido y valor a la actividad social y a la vida humana en general. En América Latina, desde la fundación de los nuevos Estados-nación en el siglo xix hasta la última década del siglo xx, los diversos procesos de construcción de los imaginarios nacionales comparten, a pesar de sus diferencias, un común denominador: la exclusión o la subordinación de las memorias culturales “americanas” y afroamericanas. “Se pretendió esculpir” —anotaba Manuel Gamio en 1916— “la estatua de aquellas patrias con elementos raciales de origen latino y se dio al olvido, peligroso olvido, a la raza indígena” (2006, p. 6). Nunca, en ninguna parte del continente, se incluyó la cultura indígena o afroamericana en la “base común de los Estados nacionales en formación” (König, 1998, p. 21). Reproduciendo y desarrollando las formas de invisibilizacion social y cultural instauradas por la dominación colonial, las políticas “republicanas” de construcción nacional buscaban más bien la “[…] superación del predominante pluralismo étnicocultural, en el sentido de una orientación hacia los principios liberales de libertad, economía liberal, propiedad individual, rendimiento, competencia, economía de mercado e igualdad” (König, 1998, p. 21). Para alcanzar este 1 Así, por ejemplo, lejos de ser culturalmente neutro, el discurso revolucionario de 1789 sobre la nación político-jurídica se relaciona estrechamente con contenidos históricos (Sieyès) y culturales (Grégoire y su proyecto de imponer el francés como “lengua nacional”). Pretender que en la época revolucionaria francesa existió una nacionalidad puramente política, basada en la libre adhesión a los derechos del hombre (Renaut, 1999, p. 368), es afirmar una pura ficción alejada de toda base histórica.

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objetivo de construcción de la unidad nacional mediante la “superación” de la diversidad étnico-cultural, los grupos hegemónicos latinoamericanos desarrollaron en los siglos xix y xx diversas políticas culturales, que asocian diversamente las dos concepciones básicas de nación (nación político-jurídica y nación histórico-cultural) y proceden diversamente a la exclusión de las memorias culturales no occidentales. Podríamos formalizar estas políticas en tres modelos: la nación de “ciudadanos”, la nación de “blancos” y la nación de “mestizos”. Históricamente, cada uno de estos modelos ha podido construirse como hegemónico en determinados periodos, sin desplazar sin embargo totalmente a los otros, y articulándolos cada vez de manera inédita según las circunstancias y contextos. Desde finales de la década del sesenta, que corresponde a la etapa inicial de la emergencia indígena en América Latina y al desarrollo de nuevos movimientos sociales, portadores de reivindicaciones de reconocimiento relacionadas con identidades y memorias no occidentales, se observan elementos de deconstrucción de los tres modelos. El presente artículo propone una caracterización inicial y general de estos, así como de la fase contemporánea de crisis de los imaginarios establecidos de la nación, y sugiere una guía de lectura de la historia de los imaginarios nacionales en América Latina. La nación de “ciudadanos” La nación de “ciudadanos” (1810-1845), que parte de los supuestos culturales de la modernidad política, es la nación de la igualdad ciudadana. Siguiendo el liberalismo clásico, en esta concepción de la nación se pretende, aparentemente, neutralizar toda referencia étnico-cultural. Así, en 1810, en México, José María Morelos declara que “en esta América ya no se nombran calidades de indios, mulatos ni castas; solamente se hace la distinción entre americanos y europeos” (como se cita en Silva, 2007, p. 15; énfasis en el original). En Chile, en la misma década, Bernardo O’Higgins decretó que los araucanos “[…] deben ser llamados ciudadanos chilenos y libres como los demás habitantes del Estado” (como se cita en Lynch 1989, p. 152). En Argentina, el artículo 128 de la Constitución de 1819 estableció que, “siendo

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los indios iguales en dignidad y en derechos a los demás ciudadanos, gozarán de las mismas preeminencias y serán regidos por las mismas leyes” (Constitución de las Provincias Unidas de Sudamérica, 2010). En el Perú, José de San Martín promulgó, en 1821, un decreto según el cual “[…] en adelante no se denominarán los aborígenes indios o naturales. Ellos son hijos y ciudadanos del Perú y con el nombre de peruanos deben ser conocidos” (como se cita en Lynch, 1989, p. 274; énfasis en el original). Frente al régimen colonial de las castas, que discrimina a las personas en función de criterios étnicos (limpieza de sangre, equilibrio de sangre), la afirmación republicana de la igualdad ciudadana comporta, indudablemente, un cierto significado de integración jurídica y social y de unidad nacional. Sin embargo, esta modalidad de integración no es ni cultural ni ideológicamente “neutra”. Referir la igualdad a “sujetos” abstractos y autosuficientes (el ciudadano en tanto que puro sujeto de derecho) y no a subjetividades concretas que se autoidentifican con relación a determinadas memorias culturales y sociales, supone ya, de entrada, una referencia sociocultural particular (occidental) que se afirma como “universal” y absoluta. Para este sujeto abstracto y autocentrado, la materialidad es, consecuentemente, una relación de apropiación privada, que se traduce jurídicamente en el derecho inalienable del “individuo” a la propiedad privada. Por ello, en América Latina, el proyecto de nación de “ciudadanos” individualistas y separados es solidario del proyecto económico de desmantelamiento de las formas de propiedad comunal que, como ya lo señalaba Mariátegui en 1928, son constitutivas de memorias culturales americanas, desde el norte hasta el sur del continente. La resistencia indígena a las políticas de desmantelamiento de la propiedad comunal iniciadas en Suramérica por Bolívar2 ha significado, al tiempo que la defensa del recurso económico básico, la protección de un modo de producción y de un modo de vida articulado por ciertos valores y por una comprensión específica de la justicia, esto es, por una determinada subjetividad. Por ello, sobre la situación del Perú de su época, Mariátegui 2 A través de los decretos de Trujillo (8 de abril de 1824), Cusco (4 de julio de 1824) y Pucará (2 de agosto de 1825).

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indicaba que “el indio, a pesar de las leyes de cien años de régimen republicano, no se ha hecho individualista”, pues ha logrado conservar “variadas formas de cooperación y asociación” (1977, p. 83). El pensador peruano entendía ya claramente que el ataque a la comunidad (ayllu), “en el nombre de los postulados liberales” (p. 69), remite a una forma específica de subjetividad: la que produce y es a la vez producida por la formación cultural-ideológica propia de la modernidad individualista occidental. Con lucidez, Mariátegui asociaba esta forma de individualismo autárquico con la libertad abstracta y la soledad características de la subjetividad moderna: “El individualismo no puede prosperar, y ni siquiera existe efectivamente, sino dentro de un régimen de libre concurrencia. Y el indio no se ha sentido nunca menos libre que cuando se ha sentido solo” (p. 83). La imposición de la nación liberal de “ciudadanos” individualistas, en tanto que modelo exclusivo y absoluto de unidad social, es en sí misma y por sí misma violencia simbólica, esto es, negación de memorias culturales basadas en otro modelo de relación entre la subjetividad, la sociedad y el mundo natural. La concepción liberal individualista de la nación ciudadana proporciona un sustento ideológico a las políticas de desmantelamiento de la propiedad comunal. Estas, como se sabe, favorecieron la apropiación privada de los ejidos y tierras comunales, por parte de grandes hacendados, y la formación de extensos latifundios que empleaban mano de obra indígena en condiciones de servidumbre. Se ha dicho, para el caso de México, que “la influencia de los latifundistas y la búsqueda de una mano de obra dependiente condicionó la política de los liberales hacia los indios, y detrás de sus opiniones abiertamente igualitarias se ocultaba el pensamiento de los hacendados” (Lynch, 1989, p. 324). En realidad, tal “pensamiento” no se oculta detrás de las opiniones “igualitarias” de los liberales. El aparente desfase entre el proyecto de inclusión igualitaria de todos en la nación y la realidad de las relaciones sociales no remite a un “acto de hipocresía colectiva” (Quijada, 1994, p. 42). Pero menos aún se debe a un simple error de apreciación, producto del “optimismo” de los artífices de la nación cívica (ciudadana), que habrían tenido una “fe” ingenua en la “magia” transformadora de las constituciones y la educación

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(Quijada, 1994, pp. 41-44). Atribuyendo a los liberales, como algo evidente, una “voluntad de ruptura de las prácticas tradicionales de servidumbre” (Quijada, 1994, p. 41; énfasis en el original), este a priori subjetivista considera la voluntad abstractamente, independientemente de sus relaciones con el mundo en que se despliega. Desde este punto de vista, el “desfase” entre la supresión formal de la servidumbre (yanaconazgo, mita) y la reproducción de la servidumbre en la realidad histórica resulta insignificante, y no cuestiona para nada la “voluntad” de tal supresión, porque la voluntad y el mundo son entendidos aquí como dos entidades independientes una de la otra. En realidad, este “desfase” no es ni un accidente histórico, ni la expresión de la hipocresía o un simple error de apreciación por parte de gobernantes liberales bien intencionados. La práctica de la desigualdad es coherente con la contradictoria retórica de una igualdad que no reconoce la cultura del otro como portadora de los mismos derechos. En el siglo xix, la concepción liberal individualista de la igualdad no reconocía espontáneamente la apropiación comunal de la tierra, porque se hallaba referida a un sujeto individualista y posesivo, capaz solamente de establecer con la tierra una relación de apropiación privada y exclusiva, independientemente de las consecuencias sociales de tal modo de apropiación. Por ello, la retórica liberal de la igualdad fue simultánea a la práctica de la servidumbre y del despojo —así como la retórica ilustrada de la igualdad pudo coexistir históricamente con la práctica de la esclavitud y del colonialismo, e incluso justificarla—. En este contexto, la concurrencia de la justicia formal y la injusticia real es posible porque la injusticia real es la otra cara de la justicia unilateral y etnocéntrica. Lo que Lynch interpreta como un desfase es, de hecho, una estructura coherente en la configuración del mundo “republicano” latinoamericano del siglo xix —y sin duda también en otras partes del mundo—. La nación de “blancos” Alrededor de dos décadas después de las independencias, surgió en América Latina un nuevo discurso sobre la nación y la “superación” de la

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diversidad étnico-cultural, que con el tiempo desplazó progresivamente al imaginario clásico de la nación de “ciudadanos”, sin romper sin embargo totalmente con él. El nuevo discurso “resolvió” la contradicción fundamental de la anterior política de la nación, basada en la afirmación de la ciudadanía universal e igualitaria. Frente a la política que afirmaba la igualdad universal mientras que, de hecho, excluía de la igualdad a las personas y grupos portadores de horizontes culturales no europeos o no exclusivamente occidentales, la nueva política nacional cuestionaba explícitamente el principio mismo de la igualdad, negaba su contenido universal y lo reservaba a un grupo particular que se autoidentificaba como “civilizado” o como “blanco”. Esta concepción de la nación de “blancos”, que pretendía tener en cuenta la “realidad social” de las sociedades latinoamericanas, encontró una de sus primeras expresiones en el célebre ensayo Facundo. Civilización y barbarie (1845), del argentino Domingo Faustino Sarmiento. En este libro, la igualdad jurídico-política es rechazada por medio de un discurso “antropológico” que articula la dicotomía civilización/barbarie y propone una perspectiva racialista para entender la realidad histórica de Argentina y, más generalmente, del conjunto de América Latina. En la medida en que el racialismo se acompaña aquí de juicios de valor que caracterizan como inferiores a grupos determinados de la población, el discurso de Sarmiento adquiere visos claramente racistas, que serán desarrollados posteriormente en Conflicto y armonía de las razas en América (1884). La “barbarie indígena”, que Sarmiento opone a la “civilización europea” (1988, p. 39), es considerada como el mal fundamental que se debe extirpar para que el país pueda alcanzar el “progreso” (p. 69): “las razas americanas viven en la ociosidad, y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido” (p. 65). Con esta afirmación sobre la “ociosidad” del indio, Sarmiento va construyendo una “justificación” del despojo de las tierras indígenas: “¿Hemos de abandonar un suelo de los más privilegiados de América a las devastaciones de la barbarie? […] ¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos?” (p. 43).

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Desde esta época temprana, Sarmiento propuso uno de los principales dispositivos que serán utilizados durante la segunda mitad del siglo xix, en Argentina y otros países latinoamericanos, para la construcción de una nación de “blancos”: la inmigración europea. Para poblar los desiertos, término que designaba en los siglos xviii y xix los territorios donde no había habitantes “blancos” o “civilizados”, se concedía de manera prácticamente gratuita grandes extensiones de tierras —con frecuencia en territorios indígenas— a los inmigrantes provenientes de Europa (y únicamente de Europa). El significado y finalidad racialista de esta política de inmigración fue claramente explicitado en 1852 por Juan Bautista Alberdi (1810-1884), en sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina: La América independiente está llamada a proseguir en su territorio la obra empezada y dejada a la mitad por la España de 1492. La colonización, la población de este mundo, nuevo hasta hoy a pesar de los trescientos años transcurridos desde su descubrimiento, debe llevarse a cabo por los mismos Estados americanos constituidos en cuerpos independientes y soberanos […]. Necesitamos constituciones, necesitamos una política de creación, de población, de conquista sobre la soledad y el desierto […]. Así, en América gobernar es poblar. (cap. xxxi)

Como lo precisará años más tarde en sus “Páginas explicativas” (1879) de las Bases, Alberdi estima que gobernar es poblar solo en tanto que poblar es civilizar, y esto únicamente se puede conseguir con “gente civilizada, es decir, con pobladores de la Europa civilizada”; de otro modo, “poblar no es civilizar, sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de Asia y con negros de África» (“Páginas explicativas”, en Alberdi, 1852). Poblar es “mejorar la raza” argentina por medio de su cruce con una selecta inmigración europea, con lo cual parece sugerir el ideólogo argentino la idea del mestizaje. Esta idea aparece ya en el texto de 1852, en el cual asegura curiosamente Alberdi que el cruce con población inglesa será la única manera de salvar al pueblo argentino de su “desaparición como pueblo de tipo español” (1852, cap. XXXII). Según esto, el mestizaje que concibe Alberdi no tiene

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nada que ver con lo indio ni con lo negro. Se trata de un extraño mestizaje en el que solo interviene el elemento “blanco” o europeo; o, en todo caso, en el que domina este elemento y desaparece lo extraeuropeo. La tendencia de este mestizaje ideológico e imaginario sería la eliminación de lo indígena3 y lo negro. Este discurso racialista y racista será en la Argentina la base de las políticas públicas de inmigración a lo largo de todo el siglo xix y comienzos del xx; iniciadas durante la presidencia de Justo José de Urquiza (18541860)4, quien nombra a Alberdi representante diplomático argentino en Europa, se desarrollarán grandemente durante los gobiernos sucesivos de Bartolomé Mitre (1862-1868), del propio Sarmiento (1868-1874), de Nicolás Avellaneda (1874-1880) y de Julio Argentino Roca (1880-1886). Este periodo corresponde parcialmente a los grandes operativos militares contra las poblaciones indígenas de la Patagonia (Guerra del Desierto, 1869-1888). Durante esta etapa y hasta finales del siglo, alrededor de cuatro millones de europeos se instalaron en Argentina (Sánchez-Albornoz, 2000, p. 113). Según este imaginario de la nación “blanca”, el mestizaje es solo un medio para hacer desaparecer la diversidad étnica y producir una nación homogéneamente blanca. El mestizaje y la construcción nacional son imaginados como un mismo proceso de “blanqueamiento” de la población. Así, el ideólogo colombiano José María Samper5 imagina la “fusión de razas o el mestizaje” (Samper 1861/1984, p. 101) como un proceso “feliz, porque la observación prueba que la raza blanca es la más absorbente, la que predomina por la inteligencia y las facultades morales”6 (p. 100). Aplicando esta 3 “¿Creéis que un araucano sea incapaz de aprender a leer y escribir castellano? ¿Y pensáis que con eso solo deje de ser salvaje?” (Sarmiento, 1852, cap. XXXII). 4 Bajo la presidencia de Justo José de Urquiza, se instalaron en Argentina diversas colonias de inmigrantes europeos, entre las que se cuenta una colonia galesa de 160 personas, que recibió un extenso territorio en el Chubut. 5 Sobre el tema del blanqueamiento en la ideología de Samper, remitimos a nuestro estudio de 1990 (p. 69). Por su parte, Hans-Joachim König (1998) ha utilizado el término emblanquecimiento: “Los indios eran una vergüenza nacional, por obstaculizar el progreso; progreso y desarrollo se esperaban de un ‘enblanquecimiento’ de la población a través de la inmigración de blancos europeos […]” (p. 22). 6 Bartolomé Mitre (1821-1906) expresará pocos años después la misma idea: “[…] la fusión de las diversas razas en que fatalmente, y por una ley demostrada, la raza superior debe prevalecer,

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“ley natural” a la interpretación de “datos” proporcionados por una demografía más o menos imaginaria, afirma Samper que, durante el primer medio siglo de vida republicana, la “raza africana” se ha desarrollado principalmente “por medio de mezclas, de modo que parece estar destinada a desaparecer un día, como tipo especial, lo mismo que el elemento indígena” (p. 306). En el imaginario ideológico de Samper, este último elemento ha de desaparecer primero, puesto que es el más débil y negativo, a diferencia del africano, que es fuerte “por su resistencia física y su fecundidad”, y del blanco, que es fuerte “por la inteligencia, la voluntad y las tradiciones” (p. 338). La mezcla de razas que hace “predominar el elemento europeo” es un “hecho providencial”, que habrá de desembocar en la “absorción progresiva, más o menos evidente y necesaria, por las fuertes razas blanca y negra, de las razas indígenas puras, las únicas que oponen seria resistencia a las conquistas de la civilización” (p. 338). El ideólogo liberal desarrolla aquí una especie de racialismo teleológico, según el cual el proceso de mestizaje va liquidando primero a los grupos más débiles y opuestos a la “civilización”, para terminar en la absorción general de lo no blanco por lo blanco, la raza más absorbente. Consecuentemente, Samper propone, en el segundo punto de su programa de acción gubernamental para la América de habla hispana (“Hispano-Colombia”): Favorecer poderosamente las inmigraciones europeas y de otras regiones, escogidas con criterio y conducidas con tino y liberalidad, a fin de fortalecer a la sociedad en su lucha contra la más formidable naturaleza, y de ilustrar, depurar y equilibrar las razas y castas, mediante la infusión de una sangre activa que lleve consigo grandes fuerzas para la civilización. (p. 238)

Tres décadas más tarde, este programa será retomado por el líder liberal Rafael Uribe Uribe: trayendo a la humanidad al fin a la unidad de un tipo perfeccionado físicamente con la noción de la perfección de su mente, [es una de las] cuestiones filosóficas, fisiológicas e históricas, que interesan tanto a la ciencia antropológica y la tecnología como a la sociabilidad […]” (carta a Diego Barros Arana, 1875). En el Perú, Clemente Palma sostendrá, en 1897, que “[…] todo pueblo inferior está fatalmente llamado a desaparecer ante un pueblo superior […]. A medida que la civilización penetre en la sierra y las montañas, el elemento puramente indígena irá desapareciendo progresivamente, como ha sucedido en los Estados Unidos con los pieles rojas” (1897, p. 3).

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Dejemos que se derrame hacia nosotros el gran recipiente de población caucásica que es Europa; no provoquemos ni permitamos la entrada de un solo hombre más de las razas negra y amarilla; los africanos e indígenas puros que tenemos acabarán fatalmente por desaparecer7. (1907, p. 48)

En la perspectiva de esta concepción teleológica y eugenésica del mestizaje, que en la segunda mitad del siglo buscará una nueva sustentación supuestamente científica en el positivismo, el darwinismo social de Spencer y otras ideologías racistas de Occidente (Gumplowicz, Agassiz, Haeckel, Le Bon), el cruce de razas es entendido como un simple medio para alcanzar un fin supremo: una sociedad “blanca” (blanqueada), “civilizada” y “superior”. El mestizaje no es aquí un mero fenómeno social, sino un instrumento natural que debe ser dirigido por políticas públicas de construcción de la nación. La unidad de la nación no es ya esencialmente política, como en la visión del liberalismo clásico, sino racial y cultural. Para los liberales o “liberalesconservadores” (Hale, 2000, p. 19) de la segunda mitad del siglo xix, construir unidad nacional significa construir homogeneidad étnico-cultural, esto es, erradicar la heterogeneidad, la diferencia. La diversidad cultural es entendida como un mal y, frecuentemente, como el mal supremo que solo podrá evitarse procurando que “[…] los indios olviden sus costumbres y hasta su idioma mismo, si fuera posible. Solo de este modo perderán sus preocupaciones [prejuicios] y formarán con los blancos una masa homogénea” (Pimentel, 1864, p. 226). Para muchos autores y políticos —como Alberdi, Sarmiento, Mitre, Samper y Palma—, el mal no es solo la diversidad cultural: más profundamente, se encuentra en la “raza”, esto es, en la diversidad étnico-cultural, que solo podrá tener un sentido positivo en la medida en que conduzca a su propia desaparición, por la “fuerza superior” de la “sangre” 7 Conforme a la misma ideología racialista y eugenésica, la ley colombiana de inmigración de 1922 (Ley 114) establece que, para favorecer en el pueblo colombiano el “[…] mejoramiento de sus condiciones étnicas tanto físicas como morales, el Poder Ejecutivo fomentará la inmigración de individuos y de familias que por sus condiciones personales y raciales no puedan o no deban ser motivo de precauciones […]. Queda prohibida la entrada al país de elementos que por sus condiciones étnicas, orgánicas o sociales sean inconvenientes para la nacionalidad y para el mejor desarrollo de la raza” (como se cita en Melo, 1992, p. 100).

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blanca, la más absorbente según Samper y Mitre. Excluyente de las mayorías y de los de abajo, este imaginario ideológico de la nación “blanca” sustentará, a lo largo de la segunda mitad del siglo xix y buena parte del siglo xx, prácticas de extrema violencia social y estatal, desde la discriminación, el despojo y el desplazamiento de poblaciones, hasta la tortura, los asesinatos y las prácticas de exterminio. La nación de “mestizos” El carácter propiamente imaginario de la ideología de la nación “blanca”, esto es, de la interpretación del mestizaje como proceso natural y necesario de blanqueamiento de poblaciones inicialmente no “blancas”, empieza a resquebrajarse en América Latina hacia finales del siglo xix La observación de la realidad étnico-cultural latinoamericana, por un lado, y la crítica de las ideologías evolucionistas europeas, por otro, van generando un replanteamiento del significado de la “fusión de razas” y de la idea nacional, que conduce a una reinterpretación del mestizaje. Se abandona gradualmente la idea de que la mezcla de razas y colores conduce de modo natural al blanqueamiento de la población y, con ello, se comienza a relativizar la importancia de lo “blanco” en la construcción nacional. Sin salir del imaginario de la “fusión de razas”, es decir, sin dejar de imaginar la unidad nacional en términos racialistas, se tiende ahora a conferir un nuevo sentido al proceso de mestizaje y a la nación: el mestizaje ya no es blanqueamiento sino síntesis de múltiples colores o “razas”, y la unidad de la nación es la unidad de esta síntesis, la nación mestiza. Sin embargo, esta síntesis solo tiende a ser admitida en el plano “racial” y no en el plano cultural. A la par que se acepta un imaginario nacional hecho “con todos los colores”, se expulsa tanto más categóricamente de este imaginario a los referentes culturales no occidentales, tradicionalmente considerados por las élites criollas y republicanas como “bárbaros” y “atrasados”. La diferencia de lengua, de modos de vida, de creencias y valores, de maneras de producir y distribuir los frutos del trabajo, etc. sigue siendo considerada nefasta, como ya lo afirmaba claramente Pimentel en 1864. Entre la nación mestiza y la

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nación de blancos hay, a la vez, ruptura y continuidad: ruptura en cuanto que se abandona el racialismo blanco, y continuidad por cuanto se reproduce la secular exclusión de las memorias culturales no occidentales. En el modelo de la nación mestiza, el dispositivo característico para la exclusión de las memorias culturales indígenas o negras es, precisamente, el discurso sobre el mestizaje. Interpretando el mestizaje como síntesis superadora de una pluralidad inicial y transfiriendo esta superación de la diferencia de lo “racial” a lo cultural, se tiende a excluir de hecho la diversidad cultural no occidental del imaginario nacional. Esta transferencia de lo “racial” a lo cultural adquiere, en algunos ideólogos de finales de siglo xix, la forma de una relativización del paradigma de la “raza” (entendida en un sentido biológico y naturalista) e incluso de una resignificación de esta noción. Así, el colombiano Rafael Núñez, influido por el católico francés Ferdinand Brunetière, afirma en 1893 que “la raza es la nacionalidad histórica”, y agrega que no son los “dudosos accidentes de la sangre” los que “modelan el espíritu de los hombres”, sino “las ideas que adquieren, las costumbres y las especiales circunstancias en que viven” (Núñez, 1950, pp. 132-133; véase Gómez Muller, 2011, pp. 143-144). El nuevo paradigma identitario de la nación mestiza, base de una mestizofilia (Miller, 2004) que va a inundar a América Latina durante buena parte del siglo xx, encuentra algunas de sus formas más características en México. Entre ellas, Forjando patria (1916/2006), del antropólogo Manuel Gamio (1883-1960), representa sin duda una de sus expresiones más tempranas, mientras que La raza cósmica (1926/1948), del filósofo José Vasconcelos (1882-1959), se presenta en la historia de las ideas como una de sus elaboraciones más sistemáticas e influyentes a nivel continental. No es ciertamente un azar que estas dos obras hayan sido producidas en México y prácticamente en la misma época, a escasos diez años de intervalo. Elaboradas en el periodo revolucionario y posrevolucionario por autores que fueron también actores de la Revolución y alineados por lo demás en las mismas filas carrancistas, ambas obras reflejan, cada una a su manera, la gran conmoción cultural y simbólica que fue también la Revolución de 1910. Antes de esta, escribe Silva Herzog, “era de mal tono admirar el arte

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indígena” (2007, p. 57), por lo menos entre las élites blancas; después de ella, se redescubre el arte prehispánico8 y se comienza a admitir que México es también indígena. Hechos como la ocupación de la capital y del propio palacio presidencial, en 1914, por las tropas zapatistas y villistas tuvieron un efecto político limitado, pero produjeron sin duda un considerable impacto simbólico (“los indios cuentan”). “La Revolución mexicana es un hecho que irrumpe en nuestra historia como una verdadera revelación de nuestro ser” (Paz, 1982, p. 122). El ser mexicano se revela, con la Revolución, más complejo, múltiple y heterogéneo de lo que las élites gobernantes venían afirmando desde la Independencia: El movimiento revolucionario transformó a México, lo hizo “otro” […]. En cierto sentido la Revolución ha recreado a la nación; en otro no menos importante, la ha extendido a razas y clases que ni la Colonia ni el siglo xix pudieron incorporar. (Paz, 1982, p. 156)

En realidad, ambos sentidos se relacionan estrechamente: en la nueva cultura que surge de la Revolución, la recreación de la nación se hace precisamente a través de la “incorporación” de lo indígena en el imaginario nacional. Tal es la idea central que Gamio desarrolla en las primeras páginas de Forjando patria, publicadas en el momento en que la insurrección zapatista y villista comienza a perder terreno ante las fuerzas carrancistas. Para decir la reconstrucción o recreación de la nación, Gamio utiliza la metáfora de la forja: América es una gran forja, los Andes son un yunque gigantesco, la raza latina es acero o hierro, la raza indígena es bronce; estos “metales” se fusionan en un crisol y se cristalizan en un molde, antes de ser cincelados y tomar la forma definitiva de una estatua. Con la invasión europea, “[…] se volcó trágicamente el crisol que unificaba la raza y cayó en pedazos el molde donde se hacía la nacionalidad y cristalizaba la patria” 8 “Podría decirle mucho respecto al progreso que puede realizar un pintor, un escultor, un artista, si observa, analiza, estudia al arte maya, azteca y tolteca, ninguno de los cuales se queda corto frente a ningún otro arte” (Rivera, 1921/1985, p. 323). “Debemos acercarnos a las obras de los antiguos habitantes de nuestros valles, los pintores y escultores indios (mayas, aztecas, incas, etc.)” (Siqueiros [1974], como se cita en Charlot, 1985, p. 24).

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(Gamio, 1916/2006, p. 5), es decir, donde se formaban “grandes patrias indígenas”. Más tarde, los Libertadores intentaron forjar una “estatua hecha de todos los metales, que serían todas las razas de América”, pero el proyecto de la “gran Patria Americana” fracasó y dejó surgir una pluralidad de patrias sobre la base de las divisiones territoriales y políticas de la época colonial. Pero en la forja de estas patrias se cometió un error fundamental, que explica la gran inestabilidad política de América Latina en el siglo xix: “Se pretendió esculpir la estatua de aquellas patrias con elementos raciales de origen latino y se dio al olvido, peligroso olvido, a la raza indígena” (p. 6), de tal manera que la estatua inconsistente se ha caído repetidas veces. Corresponde, por consiguiente, a la Revolución mexicana imaginar una nueva patria o nacionalidad (términos utilizados por Gamio como sinónimos), a través de la unificación de la diversidad, entendida como fusión de razas: “Toca hoy a los revolucionarios de México empuñar el mazo y ceñir el mandil del forjador para hacer que surja del yunque milagroso la nueva patria hecha de hierro y de bronce confundidos” (p. 6). La patria unificada es la nación mestiza. Para asumir este nuevo proyecto de nación, la Revolución debe enfrentar una serie de “obstáculos que se oponen a la unificación nacional, a la encarnación de la patria” (p. 167). Estos obstáculos, generados por la invasión europea y la colonia, son, según Gamio: “desnivel económico entre las clases sociales, heterogeneidad de razas que constituyen a la población, diferencia de idiomas y divergencia o antagonismo de tendencias culturales” (p. 167). Reproduciendo el esquema del Estado-nación moderno, el autor de Forjando patria concibe la nación en términos de pueblo soberano, esto es, como una forma de unidad absoluta que excluye la diversidad. Desde tal supuesto, la diferencia étnica y cultural es considerada como un mal. La tarea de la Revolución consiste, por consiguiente, en transformar esos “obstáculos” en factores “favorables al desarrollo nacional” (p. 168). La “heterogeneidad de razas” o la diferencia étnica ha de ser transformada en algo positivo, y esto solo se puede hacer por medio del mestizaje: “esta homogeneidad racial, esta unificación de tipo físico, esta avanzada y feliz fusión de razas, constituye la primera y más sólida base del nacionalismo” (Armstrong-Fumero, p. 13). A

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pesar de que la noción de raza tiene en Gamio un significado ambiguo y variable (p. 14), en su discurso subsiste un contenido biologicista que se ha podido asociar a un cierto tipo de eugenismo (p. 13). Al afirmar que la “feliz fusión” de razas es fundamento de la nacionalidad (la primera y más sólida base del nacionalismo), Gamio configura un imaginario nacional aún fuertemente marcado por elementos racialistas. Se trata de un nuevo racialismo, en el que se ha eliminado la referencia a la superioridad de la “raza blanca”. El otro “obstáculo”, la diferencia cultural, y en primer lugar lingüística, también ha de ser transformado en algo “favorable al desarrollo nacional”. Después de la “raza”, “el idioma […] es el siguiente factor nacionalista” (Armstrong-Fumero, 2010, p. 13). Así como supone la fusión de razas, la forja o construcción de la nación exige la fusión lingüística y la fusión cultural de la población (Gamio, en Armstrong-Fumero, 2010, p. 172). De manera suficientemente explícita, Gamio opone la fusión y, por ende, la posibilidad de la nación a la autonomía indígena. Al referirse a las formas de autogobierno que han construido diversos grupos de indios “puros” (mayas de Quintana Roo y del Petén, lacandones de Chiapas), que viven en la “libertad” y el “aislamiento” y conservan su “idioma propio y cultura propia” (p. 172), considera el autor de Forjando patria que no se puede abandonar “[…] a esas criaturas a un sistema de vida que por propio y legítimo que sea, contribuye a retardar la fusión étnica, cultural y lingüística de la población” (p. 172). Claramente señala que la “divergencia cultural”, junto con el “alejamiento material”, constituye un “perjuicio colectivo” para el conjunto de la población de la república, esto es, para la nación mexicana (p. 173). El verbo retardar sugiere que Gamio imagina el proceso de fusión étnica, cultural y lingüística como algo inexorable: con el tiempo, la diversidad étnica, cultural y lingüística habrá de desaparecer. Tal es el ideal político y cultural que Gamio y, poco después, Vasconcelos, Caso, Aguirre Beltrán y otros identifican con el proyecto de nación mestiza, válido no solo para México sino para toda la América Latina. El castellano —un castellano diverso según las regiones (p. 111)— habrá de imponerse con el tiempo como la lengua única, de tal manera que pueda existir “un solo cuerpo de exposición” (p. 117) a partir de la diversidad de “orígenes” culturales: “la literatura nacional aparecerá

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automáticamente cuando la población alcance a unificarse racial, cultural y lingüísticamente” (p. 117). Al igual que sus antecesores del siglo xix, Gamio, Vasconcelos y otros autores, como Uriel García en el Perú, imaginan que este ideal se sustenta en una ley natural de evolución de las sociedades. En conformidad con este imaginario, Gamio se opone a la “brusca imposición” a las culturas indias de modelos culturales ajenos, tal como lo hace el modelo político de fusión artificial, el cual produce en general la simple yuxtaposición de culturas. Considera más eficaz una política de colaboración discreta con la fusión evolutiva9 que, a diferencia de la fusión artificial, conlleva la adopción espontánea de “moldes” culturales nuevos (p. 177). La institucionalización a nivel continental de esta política de colaboración discreta llevará, en 1940, a la creación del Instituto Indigenista Interamericano, del cual Gamio será director desde 1942 hasta su fallecimiento en 1960. Durante medio siglo, hasta los replanteamientos expresados en el xi Congreso Indigenista Interamericano (Managua, 1993), el Instituto Indigenista Interamericano promoverá en todo el continente una política de “incorporación” o de “integración” de los pueblos indios a las diferentes sociedades “nacionales”, por medio de la reducción de la diferencia cultural. El instrumento principal para el desarrollo de tal política ha sido la creación, en los países con presencia indígena, de organismos oficiales encargados de centralizar las políticas indigenistas de los diversos Estados del continente americano. En concordancia con el proyecto básico de aculturación, estas instituciones indigenistas han sido en muchas ocasiones el instrumento de una forma de gobierno vertical y autoritario de los pueblos indígenas por parte del Estado promotor de la nación mestiza. Así, en México, el Instituto Nacional Indigenista (INI), creado en 1948 bajo el sexenio de Miguel Alemán, será durante varias décadas hostil a las formas de gobierno propias de los indígenas. Desarrollará un modelo de tutela que Alfonso Caso, su director de 1949 a 1970, explicita claramente: la comunidad indígena 9 “[…] debe facilitárseles [a los indios] el desarrollo espontáneo de sus manifestaciones genuinas, colaborando discretamente en la fusión evolutiva —no artificial— de estas con las de la raza que hasta hoy ha predominado” (p. 175). El subrayado es nuestro.

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deberá permanecer bajo el “control y dirección” del INI hasta el momento en que sea capaz de aceptar “los cambios culturales indispensables” y “haya sido puesta en el camino de su integración” a la nación (como se cita en Sánchez, 1999, p. 43). En la misma perspectiva, Gonzalo Aguirre Beltrán, discípulo de Gamio, subdirector del INI en 1952 y director del Instituto Indigenista Interamericano en 1966, se opone al reconocimiento del Consejo Supremo de los Tarahumara —reclamado desde 1939 en diversos congresos de este grupo—, alegando que un “gobierno de tribu” sería “un retroceso en la evolución política de la nación” (como se cita en Sánchez, 1999, p. 49). Aguirre Beltrán apoyará la creación, por parte del gobierno de Miguel Alemán, de un Centro Coordinador Indigenista de la Región Tarahumara, “dependiente del INI” (p. 49). Al igual que el INI, otros institutos indigenistas del continente desarrollarán durante más de tres décadas, con una notable coincidencia ideológica, los mismos procesos de integración nacional a través de la reducción de la diversidad cultural. Por medio de programas educativos oficiales orientados esencialmente a la castellanización, a la transmisión en castellano o en lenguas indígenas de modelos culturales exclusivamente occidentales y a la adquisición de tecnologías tendientes a “modernizar” la economía indígena para integrarla al mercado nacional, los institutos indigenistas nacionales y el Instituto Indigenista Interamericano construirán un modelo de indigenismo oficial que, a partir de la emergencia india iniciada a finales de la década del sesenta, será caracterizada críticamente, por los propios indígenas y por una nueva generación de antropólogos, como asimilacionista y paternalista. La deconstrucción contemporánea de los imaginarios etnocéntricos de la “nación” La década del setenta corresponde, en varios países de América Latina, a una reactivación de las movilizaciones indígenas que, con el transcurrir del tiempo, van a revestir formas políticas inéditas. En el curso de estas movilizaciones, cuyas primeras manifestaciones son visibles en ciertos países desde finales de los años sesenta, se va construyendo un nuevo protagonismo

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indígena, que tiende a liberarse progresivamente de la tutela del indigenismo oficial. En la medida en que expresan reivindicaciones socioeconómicas relacionadas en particular con la redistribución de tierras, estas movilizaciones se ven con frecuencia asociadas en su fase inicial a la dinámica de otros actores sociales (sindicatos y asociaciones de campesinos), políticos (los movimientos de la nueva izquierda latinoamericana) y religiosos (teologías latinoamericanas de la liberación), así como a ciertas transformaciones teóricas (crítica de la antropología etnocéntrica en América Latina). En su desarrollo, no obstante, las movilizaciones indias tienden a diferenciarse de tales movimientos y producen reivindicaciones propias, vinculadas al reconocimiento de identidades culturales. En el curso de este proceso de diferenciación, los movimientos indios reconfiguran sus relaciones con otros movimientos sociales, y adquieren una nueva autonomía. La emergencia indígena produce un cuestionamiento radical del indigenismo político y “oficial”, esto es, del indigenismo paternalista y asimilacionista. Este nuevo movimiento indio, que tiende a afirmar su autonomía frente al Estado poscolonial y los partidos políticos establecidos, es ya una crítica de las formas tradicionales de dependencia instituidas por el indigenismo político, que les impone verticalmente a los indígenas decisiones tomadas unilateralmente desde los centros de poder. De simple objeto pasivo de tales políticas elaboradas por otros que prescinden de su participación, los indios se hacen sujetos políticos que toman a cargo su propio destino. El protagonismo indígena subvierte la asimetría tradicional que opone el indigenista no indio —aquel que se autoinstituye como “experto” y encargado de tomar las decisiones— al indio —a quien se asigna el estatuto de sujeto “ignorante” e incapaz de pertenecerse a sí mismo—. A partir de la primera mitad de la década, esta crítica por los hechos —o crítica concreta— del indigenismo político tradicional se articula discursivamente en numerosos llamamientos, manifiestos y declaraciones públicas elaboradas por el nuevo movimiento indio: Todos los esfuerzos de la llamada política indigenista se conjugan abierta y solapadamente para desarraigarnos de las comunidades indígenas, acabar con nuestras lenguas y culturas y forzar sobre nosotros las pautas de la

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explotación capitalista […]. Esta política solo ha agudizado el paternalismo, la dependencia y el etnocidio en todas sus manifestaciones. (Planteamiento de las organizaciones indígenas de Venezuela, como se cita en Bonfil, 1981, p. 345)

En este Planteamiento de las organizaciones indígenas de Venezuela, publicado en 1974, la crítica al paternalismo parte de la idea de que, en tanto sistema de dependencia, este tipo de relación vertical niega la “participación indígena” (p. 345), es decir, la capacidad de actuar por sí mismo (agency). El colonialismo interno excluye a los indios de “toda posibilidad de participación en la orientación de [su] propio destino” (p. 344). El poder de participar es asociado en este texto a la cogestión dentro de un marco institucional, pero también a la autonomía, a la autogestión y a la libre asociación. La construcción de una “autogestión indígena real y efectiva” es presentada como la única alternativa válida a las políticas indigenistas de no-participación indígena. La exigencia de reconocimiento es política, no solo en el sentido de que supone instancias públicas de participación, sino también, y más fundamentalmente, en el sentido de que el reconocimiento del otro implica el reconocimiento de su capacidad política, esto es, de su poder de participar libremente en condiciones de igualdad en la organización de la vida pública de todos. En México, país que elaboró y dio su forma más acabada al indigenismo político, la crítica india del asimilacionismo y del paternalismo, iniciada por lo menos desde 1975 en el seno del Primer Congreso Nacional de Pueblos Indígenas, encuentra una expresión suficientemente clara y articulada en la Declaración de Temoaya (julio de 1979). La afirmación principal de este pacto suscrito por indios del estado de México (mazahua, matlazinca, tlahuica y ñhañhus) aparece desde el primer párrafo: Hoy estamos aquí reunidos porque sabemos que ha llegado el tiempo de nuestra voz, de ser escuchados. Ya nadie hablará por nosotros, ni se sentará a discutir qué harán con nuestros pueblos. […] Es el tiempo de nuestra palabra, de la recuperación de nuestra historia, de acabar con una situación colonial […]. No nos dejemos robar las palabras. (Declaración de Temoaya, como se cita en Bonfil, 1981, pp. 388-389)

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El acontecer del tiempo de la palabra india es descrito, ante todo, como el advenir de la exigencia de participación política y de “autogestión indígena” (p. 392): “toda forma de libertad requiere una forma de poder. Sin poder, sin participación en el poder global, no puede haber libertad” (p. 390). En la esfera educativa, el reconocimiento de la palabra indígena exige la implementación de un sistema bicultural y bilingüe y, en el nivel de lo económico, la restitución de las tierras comunales, la crítica del sistema económico capitalista y la preservación del medio natural. La conciencia étnica debe ir a la par de la conciencia de clase (p. 395), lo cual hace posible y necesaria la convergencia de una parte de las reivindicaciones indias con las de otros sectores subalternos de la sociedad. En fin, en la esfera simbólica de la autoidentificación colectiva, el reconocimiento de la palabra indígena implica la deconstrucción del imaginario instituido de la nación, la ruptura del “mito del mexicano único, unificado”, así como la reconstrucción pública de México como “Estado multiétnico” (p. 389). En México, como en otras partes de América Latina, la exigencia de justicia cultural no solo tiene que ver con reivindicaciones portadoras de contenidos llamados “positivos”, tales como el uso de la lengua, las costumbres y los sistemas de creencias. También se relaciona, y de manera esencial, con los contenidos simbólicos del imaginario público de la nación o del Estadonación. En esta esfera, la exigencia de justicia cultural se presenta como una crítica de la violencia simbólica producida a lo largo de dos siglos por los discursos y prácticas establecidas de la nación. En positivo, esta exigencia se traduce en prácticas de resimbolización de la idea nacional, así como en el objetivo programático de construcción de una “nación plurinacional”. Una de las expresiones más significativas del desarrollo de este objetivo de las movilizaciones indígenas es, sin duda, el proceso de reforma o refundación constitucional que se observa en distintos países latinoamericanos desde la década del noventa. Uno de los rasgos más característicos de este proceso es la aparición del tema de la “identidad nacional”, asociado al reconocimiento de la diversidad cultural, en los preámbulos o en los primeros títulos de las nuevas constituciones. De manera general, y a pesar de la diversidad de contextos e intereses,

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estas cartas políticas afirman una idea diferente de lo nacional, que tiende a ser descrito en términos de pluralidad o en un sentido que abarca la diversidad étnico-cultural. Así, la Constitución colombiana de 1991 afirma que “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana” (I, art. 7). Por su parte, la del Ecuador de 1998 señala que este “es un Estado social de derecho, soberano, unitario, independiente, democrático, pluricultural y multiétnico” (I, art. 1); la de 2008 dice que “el Ecuador es un Estado constitucional de derechos y justicia, social, democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico” (I, art. 1). La reforma constitucional mexicana de 2004 establece que: La Nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas. (I, art. 2)

Así mismo, en la nueva Constitución venezolana de 1999 se alude en el preámbulo al “fin supremo de refundar la República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado”. Y la boliviana de 2009 declara que: Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país. (I, art. 1)

Para hacerse una idea inicial del alcance y los límites de estos procesos de refundación simbólica de la nación en lo público, conviene detenerse en un modelo particular: el de Colombia, que ha podido ser descrito como el inicio de la “era del multiculturalismo constitucional en América Latina” (Van Cott, 2005, p. 190), y ha dado lugar a “uno de los regímenes de dere-

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chos étnicos constitucionales más progresistas de la región, junto con Venezuela” (p. 177). Aspectos de la nacionalidad y la diversidad cultural en la Constitución colombiana de 1991

En la nueva Constitución colombiana, que surge de los acuerdos de paz de 1990 y, por ende, de décadas de lucha armada en el país, los temas de la cultura, la identidad y la diversidad cultural se hallan presentes de manera particularmente explícita en catorce artículos10, cuyos contenidos pueden ser clasificados en tres rúbricas genéricas: a) cultura, diversidad e imaginarios de la identidad; b) autonomía territorial; c) participación política. Consideraremos únicamente la primera de ellas en la parte final de este estudio. La cuestión de la identidad nacional y de la diversidad cultural o étnicocultural del país es evocada en tres de los diez artículos de base que expresan los principios fundamentales que rigen la Constitución (título I): • Artículo 7: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana” (reafirmado por el art. 72). • Artículo 8: “Es obligación del Estado y de las personas proteger las riquezas culturales y naturales de la Nación”. • Artículo 10: “El castellano es el idioma oficial de Colombia. Las lenguas y dialectos de los grupos étnicos son también oficiales en sus territorios. La enseñanza que se imparta en las comunidades con tradiciones lingüísticas propias será bilingüe”. Estas tres afirmaciones de base o principios indican un cambio importante en relación con la antigua Constitución de 1886, en la que la idea de una nación colombiana cultural y étnicamente diversa está totalmente ausente. En los dos primeros artículos del título I (“De la Nación y del territorio”) de la antigua Carta, el término nación designa una entidad política 10 Artículos 7, 8, 10, 63, 68, 70, 72, 171, 176, 246, 286, 329, 330 y 357.

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una y soberana11, según la perspectiva unitarista del Estado-nación moderno. Esta entidad unitaria es anterior a los “poderes públicos” y se reconstituye en forma de república unitaria12. En el contexto político de la época, esta expresión significaba república centralista, opuesta a la república federal instituida por la anterior Constitución liberal de 1863. La idea de nación excluye aquí toda referencia a contenidos histórico-culturales y, por ende, a la diversidad cultural o étnico-cultural del país. Por lo mismo, plantea como absolutos los supuestos histórico-culturales en los que se basa la concepción jurídicopolítica del Estado-nación. Al reconocer “la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana”, la nueva Constitución alude de hecho al significado histórico-cultural de la nación. La introducción de esta concepción va a la par con una diferenciación más nítida, en relación con la anterior Carta, de las nociones de Estado y de nación. Esta ya no es solamente un Estado-nación o una entidad soberana que se constituye en república, sino más bien una realidad histórico-cultural diversa con respecto a la cual el Estado tiene deberes: reconocer y proteger la diversidad de la nación (art. 7), su patrimonio cultural (art. 72) y el desarrollo de sus valores culturales (art 70). Al igual que la antigua Constitución de 1886, la Carta de 1991 escribe siempre el término Nación con mayúscula inicial, para designar una forma superior de unidad. Sin embargo, esta forma de unidad es ahora reinterpretada como el Todo de la diversidad históricocultural que se reconoce en un mismo sistema de instituciones públicas, es decir, en un mismo Estado: un Estado multicultural y no plurinacional. En efecto, el artículo 70 de la Constitución de 1991 sugiere una distinción entre nación y cultura: “La cultura en sus diversas manifestaciones es fundamento de la nacionalidad. El Estado reconoce la igualdad y dignidad de todas las que conviven en el país”. Al referirse a la cultura o a la etnicidad, el texto constitucional remite a la pluralidad; en cambio, para aludir a la nación o a la nacionalidad, utiliza invariablemente el singular. Las culturas y los grupos étnicos son múltiples (art. 7), pero la nación, en tanto que Todo jurídico11 “Artículo 2. La soberanía reside esencial y exclusivamente en la Nación, y de ella emanan los poderes públicos, que se ejercerán en los términos que esta Constitución establece”. 12 “Artículo 1. La nación colombiana se reconstituye en forma de república unitaria”.

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político de la diversidad histórico-cultural, es una. De la antigua Constitución, la Carta de 1991 conserva el concepto jurídico-político de nación en tanto que unidad política del Todo de la sociedad; pero, a diferencia de la primera, reconoce la multiplicidad étnico-cultural constitutiva de dicha unidad. La multiplicidad cultural existe dentro de la unidad jurídico-política de la nación, cuya forma institucional superior es el Estado. Por consiguiente, habría un Estado-nación, Colombia, constituido por múltiples culturas y etnias mas no por diversas naciones o nacionalidades. La Constitución de 1991 no presenta a Colombia como una nación de naciones —como se ha podido decir de España, a propósito del debate sobre la nueva Constitución de 1978— ni tampoco como una nación que comprendería nacionalidades —como lo ha afirmado la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), con respecto a este país, en su Proyecto político de 2001. En resumen, Colombia es imaginada aquí como una sociedad multicultural pero no multinacional. Latente en el título I de la nueva Constitución, la afirmación del carácter no-multinacional de Colombia se vincula al uso del término nación en su significado jurídico-político, es decir, en tanto que sujeto soberano e indisociablemente vinculado al Estado. En esta perspectiva soberanista, la idea de una nación compuesta por una diversidad de naciones o nacionalidades sería en efecto formalmente absurda y políticamente explosiva, pues equivaldría al resquebrajamiento de la “soberanía”, a la desintegración de la nación. Sin embargo, en el título II, que define los derechos, garantías y deberes reconocidos por la nueva Constitución, los términos nación y nacional son usados igualmente en otro sentido, que no pertenece al registro jurídico-político. Así, en el artículo 70 se afirma: “La cultura en sus diversas manifestaciones es fundamento de la nacionalidad. El Estado reconoce la igualdad y dignidad de todas las que conviven en el país”. En el mismo artículo se hace referencia también a los “valores culturales de la Nación” que el Estado debe promover, así como a las “etapas de creación de la identidad nacional”. Y en el artículo 72 se establece que: “El patrimonio arqueológico y otros bienes culturales que conforman la identidad nacional, pertenecen a la Nación y son inalienables […]”.

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El fundamento de la nacionalidad no es aquí lo político sino la cultura, cuyos productos conforman la identidad nacional. La nacionalidad y la identidad nacional, términos que parecen ser usados aquí como sinónimos, están constituidas por la cultura o, dicho de otra manera, son producciones culturales. El término cultura es usado de manera bastante ambigua en el texto. Algunas veces es tomado en su acepción antropológica13, mientras que otras se emplea con su significado restringido de producción específica de las artes, las letras o el pensamiento científico14. Sin embargo, al afirmar que “la cultura en sus diversas manifestaciones es fundamento de la nacionalidad”, el texto sugiere la idea de que existe una nacionalidad o identidad nacional común, esto es, una idea o un sentimiento compartido de la nación en su significado histórico-cultural, que coexiste con formas culturales particulares de la identidad. Una subjetividad puede, por ejemplo, autoidentificarse y ser identificada por los otros a la vez como nasa y como colombiana. La expresión identidad cultural remitiría entonces a culturas particulares15 y constitutivas del Todo de la sociedad, mientras que la expresión identidad nacional sugiere aquí la idea de una cultura asociada a un Estado-nación. Sin embargo, en la medida en que remiten a formas de unidad social en las cuales intervienen elementos tales como la memoria, la lengua, las maneras de vivir, las creencias, etc., las identidades culturales y la identidad nacional pueden hallarse en conflicto. En las memorias colectivas del país, la fecha del 12 de octubre de 1492, por ejemplo, no es necesariamente leída de la misma manera por los nacionales no indios y los nacionales indios. Para los primeros —o para una parte de ellos—, esa fecha ha sido por mucho tiempo, y puede ser todavía, una fecha de celebración, que se asocia a la llegada de la “civilización” a América y al comienzo de un proceso que conducirá, en el 13 “El Estado reconoce la igualdad y dignidad de todas las [culturas] que conviven en el país” (artículo 70). 14 El Estado debe promover, por medio de la educación, el “acceso a la cultura” en “todas las etapas de la creación de la identidad nacional”, lo mismo que “la investigación, la ciencia, el desarrollo y la difusión de los valores culturales de la Nación” (artículo 70). 15 “Artículo 68. Los integrantes de los grupos étnicos tendrán derecho a una formación que respete y desarrolle su identidad cultural”.

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siglo xix a la fundación de la nación colombiana. Para los segundos, no se trata de una fecha de celebración sino más bien de conmemoración de un genocidio y de un cataclismo que ya Las Casas llamaba la destrucción de las Indias. En la historia colombiana y latinoamericana del Estado-nación, el conflicto entre las identidades culturales y la identidad nacional ha conllevado invariablemente la subordinación de las primeras a la última, a través de la imposición de políticas de la memoria o de una historia “oficial”. En la base de estas políticas de la identidad nacional se encuentra una concepción etnocéntrica y esencialista de la identidad, que ha sido imaginada hasta hoy a partir de referentes exclusiva o prioritariamente hispánicos u occidentales. A pesar de que ciertas alusiones a la identidad nacional en la nueva Constitución pueden sugerir la idea de una identidad acabada y ahistórica (esencialista), otros pasajes dejan entrever el inicio de un cambio. Por ejemplo, la afirmación de que la creación de la identidad nacional es un proceso que comporta etapas (art. 70), o aquella que establece que el Estado debe promover la investigación relativa a los “valores culturales de la Nación” (art. 70). Estas tensiones en el texto se relacionan con tensiones por fuera de este, que remiten al conflicto político entre los diversos grupos y diputados de la Asamblea Constituyente. Una de las perspectivas que este conflicto ponía en juego tenía que ver con la posibilidad de una reconstrucción social e intercultural de la memoria nacional y, por lo mismo, de una definición compartida de los valores fundamentales que sostienen el vínculo social.

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la vulnerabilidad del mundo intermezzo 1

Política de lo visible: arte y violencia de masas en Colombia Entrevista con Juan Manuel Echavarría Por Matthieu de Nanteuil1 La obra de Juan Manuel Echavarría es múltiple. Primero escritor, el artista es ahora un fotógrafo reconocido, pero une a su trabajo fotográfico una intensa actividad narrativa. Es entonces cierta concepción del arte —una práctica artística urdida con curiosidades, con lugares recorridos varias veces, con encuentros, pero también y primeramente con relatos— lo que aquí se interroga. Esta multiplicidad le permite al artista tomar riesgos. Hubo primero —gesto inaugural— las fotografías de aquellos maniquíes de ausentes miembros y mutilados rostros. ¿Cómo separarlos de esta observación que precisa el lugar: “Los transeúntes tocaban los vestidos, rozaban las prendas, pero 1 Entrevista realizada en mayo de 2010 y publicada en mayo de 2012. Traducida por Marie Estripeaut-Bourjac, editada por Ángela María Ocampo y Alexandra Woelfle. La versión integral está disponible en tres idiomas (español, francés e inglés), únicamente en versión electrónica, en: www.colpaz.org (en perfiles/portraits/profiles).

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nunca miraban los cuerpos”? Llegó después aquel video en el que se ven rostros quebrados —testigos de la masacre de sus familiares en una ciudad del Chocó—, que cantan su dolor y su esperanza, “porque solo el canto permite decir lo que las palabras son incapaces de decir”. Hubo esas tumbas de Puerto Berrío, paredes de color levantadas desnudas en el viento de lo absurdo, en las que aflora un mundo aparte —mezcla de resistencia politica y de rituales populares, lugar silencioso de la grandeza moral—. Más recientemente, hubo ese riesgo, incluso el vértigo, de pedirles a unos excombatientes que dibujaran lo que vieron sus ojos, lo que hicieron sus manos, lo que destruyeron fríamente sus cuerpos y sus espíritus. No era para hundirse en la impunidad, sino para situarse en la punta extrema del discurso: pedirles a los actores de la guerra ser los sepultureros de su propio olvido, volverlos a inscribir en la cadena de las responsabilidades y rechazar toda coartada. “¿Que no sabíamos?”. Sí, sabían sus manos, y esas manos no engañan. Las manos que pintan son también las manos que mataron: así es el lugar sin lugar de un arte que se niega a rendirse ante las ilusiones de una Colombia absuelta por las virtudes de la propaganda y del tiempo que pasa. En efecto, ¿cómo negar la evidencia ante esas pinturas en las que se encuentran, en la fugacidad de un gesto, Daumier, Pissarro y Gauguin? La palabra del artista surge aquí, cual murmullo tenaz: “Aceptaron pintar, en el anonimato. Muchos de ellos son analfabetos. Sus pinturas valen todos los discursos. Allí se ve obrar la lógica misma de la guerra: un mundo esquizofrénico —de un lado a otro del río, en el estadio de fútbol y la escena de la masacre—, la ley del talión, las puestas en escena macabras y las microhistorias de las que la gran Historia se compone”. Ana Tiscornia, quien acogió en Medellín la exposición La guerra que no hemos visto, tuvo sin lugar a dudas la expresión más justa: “Más allá de todo, esta exposición hace tambalear la retórica del olvido”. En filigrana, lo que se elabora ante nuestros ojos es determinada relación del arte con la violencia. Bien es cierto que el arte no existe sin una función crítica: denuncia, de mil modos, la violencia convertida en sistema. Pero su mensaje es a la vez más profundo y más modesto: opera una mutación en el mismo campo del discurso. El lenguaje del arte no solo es el de la

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denuncia. No dice lo verdadero; funciona como un baluarte contra todas las mentiras. No indica con la precisión de un metrónomo la responsabilidad de tal o cual actor, de tal o cual institución; dice la complicidad de los actores y de la violencia, la porosidad de las instituciones con los crímenes masivos. Recuerda que una sociedad cuyos fudamentos descansan en la industria del crimen es una sociedad carcomida desde el interior. La sociedad… ¿pero cuál? A la hora de la globalización, cuando Colombia está inserta hasta tal grado en los intercambios económicos internacionales —y no solo a causa del tráfico de drogas—, ¿deberíamos hablar únicamente de la sociedad colombiana? Pero ¿adónde va la droga, si no es primero hacia Occidente? ¿En dónde circulan los informes sobre las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, si no es en las agencias de prensa, las instituciones y los estados mayores diplomáticos internacionales? ¿Quién explota el subsuelo colombiano, quién permite a Colombia dotarse con material ultramoderno, quién compra las exportaciones colombianas, si no son Europa y Estados Unidos, esos socios privilegiados? Cuando el mundo se ha convertido en una supuesta “aldea”, no puede ser válida la idea de un “país exótico” que sería portador por sí solo de una violencia recurrente. Colombia representa una parte, específica por cierto, más no excepcional, de esa relación íntima que nuestro mundo moderno mantiene con la idea de humanidad; o, para ser preciso, con la de su negación. Robert Antelme, Vasili Grossman, Germaine Tillion, Hannah Arendt, Zygmunt Bauman, y tantos otros, sí que lo saben. Una trayectoria artística: después de la escritura, el aprendizaje de una “mirada particular”

Según entendí, fue la escritura tu primera actividad artística. ¿Crees más en el poder de la imagen que en el poder de las palabras? Nací en 1947 y no creo que en Colombia haya habido un año de paz ni siquiera durante el Frente Nacional2, periodo en el cual, según el sociólogo 2

El Frente Nacional fue un acuerdo entre los partidos Liberal y Conservador para alternarse

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francés Daniel Pécaut (1987), había una violencia larvada. A esa época corresponde también La violencia (1962), el cuadro del pintor Alejandro Obregón, en el que vemos una mujer muerta, preñada, con el estómago abultado, que parece anunciar una violencia que está a punto de estallar. Este es un país que en el siglo xx ha tenido sesenta años de guerra. De mi parte, fue esa relación entre transeúntes y maniquíes desfigurados lo que rompió mi apatía. A estos maniquíes de la calle los transformé en en una serie a la que llame Retratos, sobre la cual volveré a hablar. Pero fueron ellos los que me mostraron el norte para explorar la violencia a través de la fotografía. Mi tercer libro, que nunca se publicó, Emilia O., era la historia de una mujer aristocrática y su indiferencia ante la guerra. Algo había ya, había un comienzo, pero no lo sentía tan fuerte. Pero tengo que contestar tu pregunta… A los once años me mandaron interno a un colegio en Estados Unidos; allí hice la parte esencial mi educación. Estudié literatura, historia del arte y humanidades. La lengua que usaba era el inglés. En esos años fui perdiendo mi lengua materna y, cuando volví a Colombia, descubrí que se me había fragmentado mi idioma y que mi vocabulario ya no existía —¡incluso leer a García Márquez en español se me hacía difícil!—. Siempre tuve sensibilidad hacia las artes, así que decidí escribir, y lo hice porque sentí la necesidad de recuperar mi lengua. Tendría veintidós o veintitrés años. Ese primer libro, llamado La gran catarata, lo escribí con ayuda de diccionarios etimológicos en español; duré ocho años haciéndolo. Pero fue un momento determinante. Ahí entré al corazón del este idioma; fue una experiencia casi trascendental. Pero a los cuarenta y nueve años me di cuenta de que ya no podía seguir escribiendo, de que la palabra misma me estaba diciendo: “¡Lárguese!, usted ya no tiene tiempo para escribir”. Entonces fui donde un par de amigas mías, artistas muy reconocidas, Liliana Porter y Ana Tiscornia, y ellas me aconsejaron: “Coja una cámara fotográfica”. Cuando les expliqué que yo estaba al borde del precipicio, ellas me empujaron al abismo. durante dieciséis años, desde 1958 hasta 1974, la Presidencia de la República y mantener una cantidad igual de parlamentarios de cada partido en el Congreso.

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Un día, en 1995, me fui con la cámara al Veinte de Julio, un barrio al sur de Bogotá donde hay un templo al Divino Niño, un lugar de mucho peregrinaje. Nunca había estado allí y yendo por una avenida muy grande, con las aceras muy amplias, vi dos o tres cuadras de almacenes de ropa con maniquíes afuera donde exhibían las prendas. Pero los rostros estaban rotos, los cuerpos incompletos o mutilados, muchos no tenían ojos ni nariz. Parecían civiles víctimas de una guerra. Fue un choque. Ahí tomé mi primera serie en blanco y negro. Fui varias veces. Sin embargo, lo más importante es que, desde la primera vez, vi a las personas pasar, mirar la ropa, tocar la tela, pero nunca detenerse a observar los rostros mutilados. Entonces me reconocí como uno de ellos y dije: “Ese también soy yo; no he visto la violencia que vivimos aquí en Colombia, no la he querido reconocer”. Al ver esa primera serie, a la que llamo Retratos, pensé que mi fotografía debía explorar la violencia en el país. Cinco o seis años después, cuando ya empecé a hacer videos, volví a este lugar “inaugural”. Quería filmar la indiferencia de los transeúntes que invisibilizaban esos rostros, que invisibilizaban la violencia misma. Pero, cuando llegué a la avenida, encontré que ya no había almacenes. La escena aquella había desaparecido.

Desde este punto de vista, no solo abres la puerta de un mundo de imágenes oscuras o fantasiosas; abres también una ventana sobre lo real, una ventana sobre un real que ya no logramos ver o mirar de frente. Eso ha sido parte de mi proceso; eso no existía en mi literatura, mi literatura era onírica. No quería tocar la realidad, ni política, ni económica, nada de eso. Desde que empecé a fotografiar, desde cuando hice los maniquíes, comencé a leer sobre la historia de Colombia y de otros lugares, por supuesto, que también han vivido momentos extremos. La fotografía me llevó al texto y a la reflexión.

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Esto vuelve a encaminarte hacia la escritura, pero mediante un camino inédito… Es correcto. Y también a la oralidad, a las historias de los que han vivido la violencia en carne propia.

Me parece que esta es la introducción perfecta para mencionar Bocas de Ceniza3. ¿Qué pasó? Yo estaba en el pueblo de Barú a principios del 2003, y una noche estábamos sentados tomándonos unas cervezas, cuando de pronto llegó un individuo, se sentó, nos tomamos unos tragos y dijo: “Tengo una canción, ¿la quieren escuchar? Yo la compuse”. Por supuesto, la escuchamos. Era una canción en la que le agradecía a Dios por haberlo salvado de una masacre, entonces me di cuenta de que Dorismel, el cantante, había transformado su profundo dolor en un canto. Hablé con él y le pregunté si me permitiría filmarlo cantando su canción a cappella. Después, cuando volví a Bogotá y lo escuché de nuevo, me conmovió muchísimo y dije: “¿Dónde más? Esto no puede ser un fenómeno aislado; en Colombia tiene que haber muchas víctimas que, como Dorismel, han transformado su dolor en una canción”. Algunos meses despues vi un noticiero de televisión donde mostraban al presidente Pastrana que visitaba el pueblo de Bellavista, en Bojayá, donde ocurrió una masacre dentro de una iglesia el 2 de mayo del 2002. Pero en esta misma noticia, y en una fraccion de segundo, mostraron a dos muchachos que cantaban una canción sobre la masacre. Ahí fui. Encontré a Noél y a Vicente. Ellos le habían compuesto una canción al horror del cual fueron 3 Bocas de Ceniza es un documental realizado por Juan Manuel Echavarría en 2012, en el cual algunas víctimas de la masacre paramilitar de Bojayá interpretan sus composiciones para dar un testimonio del horror y el dolor que vivieron los habitantes de este pueblo chocoano. Todas las imágenes están enmarcadas por primeros planos centrados en el rostro de quienes cantan. El video puede ser visto en el enlace siguiente: http://www.jmechavarria.com/gallery/video/gallery_ video_bocas_de_ceniza.html. (N. de los Eds.).

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testigos en su pueblo de Bellavista y me dieron la visión de lo que podría ser Bocas de Ceniza. Los contacté y también me permitieron que los filmara a cappella. Además, me hicieron el contacto con otros cantantes de Bojayá. Este pueblo está junto al río Atrato, en el Chocó. Este río es un corredor estratégico para entrar armas en la costa pacífica y para sacar droga. Allí siempre había mucho conflicto; guerrilla y paramilitares se peleaban el lugar. Los paramilitares se habían adueñado del corregimiento de Bellavista y de otro pueblo frente a este, llamado Vigía del Fuerte. La guerrilla llegó a sacarlos, hubo un enfrentamiento muy fuerte y la población buscó protección en la iglesia. La guerrilla lanzó una pipeta de gas — un arma que usan las FARC a menudo—, esta cayó sobre el techo de la iglesia y hubo 79 muertos. Cuerpos brutalmente destruidos y mutilados. A Bellavista y a Vigía del Fuerte he ido durante varios años a la conmemoración de la tragedia. Allí el cementerio no significa mucho para esta cultura afrocolombiana. Ellos guardan la memoria a través de sus cantos. Conozco a más de diez personas que les han compuesto canciones a esta masacre y al horror que vivió la población.

¿Cúales fueron los actores armados implicados en esta masacre? Todos tienen responsabilidad en esta mascare: los paramilitares y las FARC peleaban por este corredor estratégico, estaban en combate, y el Ejército colombiano dejó pasar por el río Atrato a los paramilitares. Pero es el arma de las FARC la que acaba con la vida de tanta gente y de una forma brutal. Muchos cuerpos quedaron desmembrados e irreconocibles. Domingo, uno de los cantantes en Bocas de Ceniza, fue quien recogió a los muertos. Sus descripciones son una cosa inimaginable. Sin embargo, cuando le pregunté a Luzmila (otra cantante en Bocas de Ceniza), sobre la violencia que vivió en su pueblo —Juradó, un lugar muy golpeado por la guerra en el Pacífico colombiano—, ella me respondió que era incapaz de contarlo con palabras, pero que con la canción sí era posible. Eso me llamó mucho la atención y me ha hecho pensar que la transformación que se logra en el arte es lo que nos permite ver el horror sin paralizarnos, sin petrificarnos.

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En la exposición “La guerra que no hemos visto”, en el Museo de Antioquia, curada por Ana Tiscornia, recuerdo que frente a una pintura muy dura de un excombatiente —en la que se representa otra masacre—, el curador de este museo, Conrado Uribe, me comentó que el arte es como el escudo de Perseo, en el cual sí podemos mirar el rostro de la Medusa. No olvidemos que en el mito griego el rostro de la Medusa nunca se podía mirar directamente: petrificaba de inmediato.

¿El arte para oponerse a la petrificación? ¿Qué quieres decir con esto? Quisiera insistir sobre el tema de cómo a través del arte podemos mirar el horror. Pensemos en Goya. Él, en uno de sus grabados de la serie Los desastres de la guerra, nos muestra una masacre de civiles y debajo escribe: “No se puede mirar”4. ¿Goya nos estará diciendo que lo que no podemos mirar de frente sí lo podemos mirar indirectamente a través del arte? También puedo observar sin paralizarme los grabados de 1633 del francés Jacques Callot, a los que él llamó Les miseres et les malheurs de la guerra5. Igual me sucede con la pintura en blanco y negro de un excombatiente de la guerra colombiana, quien en el 2009 nos representó la tortura de un hombre colgado de un árbol6. Todas estas imágenes me confrontan con el horror, pero todas me permiten mirarlas, sobrecogerme, reflexionar. Me llama la atención que, a pesar de que hay un espacio de más o menos doscientos años entre cada una de ellas, en las tres se presenta la guerra con el mismo hilo conductor: la deshumanización y la repetición de su inimaginable crueldad.

Aprovecho la oportunidad para confiarte algo que se me ocurre al escucharte. Primero, me parece que hay en tu trabajo un gesto fundacional de “descentralizar”, que consiste en “ir a ver”, en trabajar en los lugares 4 No se puede mirar pertenece a la serie de 82 grabados que el pintor español Francisco de Goya realizó entre 1810 y 1815 sobre la llamada guerra de Independencia española, ocurrida en 1808. El grabado detalla las víctimas de los fusilamientos.

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Sobre la guerra de los Treinta Años.

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En la ya mencionada exposición “La guerra que no hemos visto”.

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en los que se desenvuelve la violencia, como también en lugares en donde hay resistencia a esta violencia. Pero hay más. Detrás de este juego de “ver y no-ver”, se esconde cierto modo de ejercitar la visión: el aprendizaje de lo que se podría llamar una “mirada indirecta”. Se trata de organizar cierta mirada, sin por eso incurrir en el voyerismo o, peor aún, la pornografía. Porque existe una manera pornográfica de mirar la violencia, que nos aspira en el vórtice del espectáculo orgánico, que nos zambulle en el detalle de los cuerpos mutilados y atrofiados. Dicha reflexión nos coloca, así, ante una de las dificultades encontradas por Occidente cuando tiene que abordar estos temas, especialmente en el terreno periodístico: el monopolio de la visión o, más precisamente, el predomino del “ver” en el uso de los sentidos. Este monopolio privilegia un sentido en detrimento de los demás. Atestigua cómo se hizo, en el plano antropológico, el desarrollo de la racionalidad técnico-instrumental, al efectuar una selcción en la relación sensible del hombre con el mundo. Es la pluralidad de la receptividad sensorial que se niega, con todas las secuelas estéticas que se derivan de ello —una pluralidad que, al contrario, se sitúa en el corazón de las sociedades no-occidentales—. A su modo, tu obra contribuye a un nuevo despliegue de dicha pluralidad. Al juntar lo visible con la oralidad, al jugar con la pluralidad y la indecisión formales, me parece que tu búsqueda estética desbarata las trampas de la omnipotencia del ver y, por eso mismo, vuelve a poner lo visible ante su exigencia fundacional: “mirar” con el sentido del aprendizaje de una “postura” total. Mirar, oír, sentir, vivir… Perfecto. Como te decía, en este lugar de Bojayá donde hubo esa masacre dentro de la iglesia, el cementerio no significa mucho, a diferencia de Puerto Berrío; lo importante en Bojayá es la oralidad. Eso es bien fascinante. En estas culturas afrocolombianas la oralidad es fundamental. Cada vez que voy a las conmemoraciones de la masacre me encuentro que hay alguien más que ha compuesto alguna canción sobre la tragedia. Entonces, es mediante la palabra y el canto como esta comunidad guarda la memoria.

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Fotografía de Juan Manuel Echavarría De la serie Retratos, 1996; 36x28 cm Gelatin Silver Print

Entre rituales y resistencias, una estética de la experiencia popular: Las tumbas de Puerto Berrío

Llegamos así a la que me parece ser una de tus obras mayores: Las tumbas de Puerto Berrío. Esta dio lugar a una serie de exposiciones, como “Réquiem NN”, entre otras, en la Galería Sextante de Bogotá, a finales del 2009 y principios del 2010. Esta obra también se expuso recientemente en la Casa de la Cultura de Puerto Berrío, desde noviembre del 2010. Terminé Bocas de Ceniza, creo que a principios del 2004, y luego tuve un espacio de mucho silencio que me duró como año y medio, hasta cuando me visitó Laurel Reuter, quien dirige un museo en Grand Forks, en Dakota del Norte (Estados Unidos). Ella estaba preparando la exposición The Disappeared7, entonces hice una serie de fotografías que se llama NN – Ningún Nombre, y las mostré allí. Fue ahí cuando empecé a pensar en los desaparecidos, un tema muy marginal, muy callado en Colombia, aunque la desaparición forzada viene desde tiempo atrás en la historia del país. En la violencia de los años cincuenta, los cuerpos eran botados al río; y, en las pinturas recientes de los excombatientes, vemos muchos cadáveres en los ríos. El Estado tiene una enorme responsabilidad con respecto a las desapariciones forzadas. El ejemplo es la desaparición de once personas durante la toma del Palacio de Justicia o los asesinatos de civiles cometidos por miembros del Ejército, conocidos como “falsos positivos”8. Esto ha sido algo que ha sido muy 7 “The disappeared” (“Los desaparecidos”) fue una exposición que reunió en el North Dakota Museum of Art a veintisiete artistas latinoamericanos, provenientes de países donde la guerra civil o las dictaduras militares han producido secuestros, torturas y muertes de civiles por parte de agentes del Estado o por fuerzas irregulares, casi siempre en connivencia con estos. 8

Se le dio el nombre de “falsos positivos” al asesinato de civiles inocentes por parte del Ejército de Colombia, para hacerlos aparecer como guerrilleros muertos en combate, de manera que las brigadas pudieran presentar resultados dentro del conflicto que vive el país. Aunque se afirma que esta ha sido una práctica realizada desde hace mucho tiempo, se sabe que, en el marco de la política de seguridad democrática establecida durante la presidencia de Álvaro Uribe Vélez, tuvo un gran incremento.

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perturbador para mí, así como la complicidad de miembros de las fuerzas del Estado en muchas de las masacres de los paramilitares. Algunos exparamilitares, en los talleres de pintura, me contaron que ellos llamaban a los soldados del Ejercito colombiano, “primos”. Eso nunca lo podré olvidar. [Un día] leí en el periódico El Tiempo algo muy corto sobre las tumbas de los NN —aclaro: es la sigla que se les da a los muertos que no son identificados—. Y pensé, después de leer el artículo, que debía ir a conocer Puerto Berrío, un lugar de unos cincuenta mil habitantes a orillas del Magdalena, uno de los principales ríos de Colombia. Puerto Berrío, y esta región conocida como Magdalena Medio, han sido durante muchos años azotados por la guerrilla, por el paramilitarismo y también por miembros del Ejército colombiano, del alto mando, que colaboraban con los paramilitares en esta zona. Mis dos obras anteriores, las series de fotografías NN y Monumentos, ya me tenían muy sensibilizado sobre este tema de los desaparecidos. O sea que fue mi camino, mi proceso de trabajo, lo que me impulsó a viajar con la cámara a Puerto Berrío. Llegué sin conocer a nadie, y cuatro años después conozco muchas historias de muchas personas. Me di cuenta de que las víctimas tenían la necesidad de hablar, de contar, de ser escuchadas. El artículo se refería a las tumbas milagrosas de los NN y al ritual de pedirles favores a los cadáveres que se rescataban, la mayoría del río Magdalena, y se enterraban en el cementerio. También de cómo los pobladores se peleaban para “escoger” a un NN.

El artículo insistía entonces sobre los aspectos rituales, al poner de realce los “cálculos” que harían los pobladores para conseguir “favores” por parte de los muertos. No recalcaba en la dimensión simbólica ni tampoco en la dimensión política… Sobre eso no recuerdo que hablara el artículo. Cuando fui por primera vez, vi algo asombroso. Abren el cementerio a medianoche durante todo el mes de noviembre y un hombre, al que le dicen “el Animero”, que no es sacerdote, encabeza una procesión. Va vestido de negro, lleva una campana y, mientras camina, dice unas oraciones. Detrás va la gente que golpea con los

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nudillos las tumbas y así llaman a las ánimas para que vengan del más allá. Entonces, entendí que ese ritual tenía que ser muy antiguo y que en Puerto Berrío existe una fe muy arraigada en las ánimas de los muertos. Pero lo más importante de mi primer viaje fue entender que un NN enterrado en Puerto Berrío es un desaparecido en otra parte del país. Y que las visitas a Puerto Berrío tenían que continuar para profundizar en todas estas historias, porque en una sola apenas se logra tocar la superficie. Una primera persona, encontrada por azar en el cementerio, contó que tenía tres NN adoptados, y que uno de ellos le había dado un favor que era el número con el que se había ganado una lotería. Me mostró “sus” tumbas. Toño iba todas las mañanas a primera hora a arreglarlas, las tenía impecables, sobre todo la del NN que le hizo el milagro. Era una tumba con una ventana de vidrio, con llave, que él mismo abría y cerraba. Mantenía la llave colgada en el cuello con una cuerda.

¿Te encontraste con esta persona durante tu primera visita? Sí, fue en la primera visita, y constaté que Toño había bautizado a sus NN con nombres de mujeres, sin saber si esos cuerpos eran de hombres o mujeres. Uno de ellos se llamaba Sonia. A todas les había escrito en la tumba su primer apellido; y a dos incluso les había dado su segundo apellido. Todo esto, hoy día, me hace pensar en cómo el bautizo en la muerte es una forma simbólica que le devuelve al cadáver su dignidad y además lo convierte en un ser querido, en parte de la familia. Esta práctica de bautizar con sus apellidos al NN adoptado la seguí encontrando en mis visitas posteriores. Durante mi primera visita, empecé a conocer el cementerio, a observar, a hablar con algunas personas, a sentir el ambiente de Puerto Berrío. Por supuesto que en este primer viaje tomé fotos, pero no tenía muy claro cómo quería tomarlas. A mí me interesan los procesos y, ahora, en mis fotografías, podemos ver muchas tumbas que ya no existen. Este es un cementerio muy vivo y en mi fotografía puedo observar cómo una misma tumba puede ir cambiando con el paso del tiempo. He captado momentos sorprendentes de cómo algunas tumbas se van transformando.

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¿Puedes profundizar en este punto? Cuando el cuerpo del NN es enterrado la gente lo “escoge” y empieza a pedirle al ánima favores. A cambio le pinta su tumba, la decora, le lleva flores y le pone una placa de mármol en la que le agradece por el favor recibido, o le escribe a mano en la tumba los agradecimientos. Incluso lo bautiza. Algunas tumbas tienen solo un primer nombre y en otras, como he dicho, al NN le dan un apellido. Este ritual nos muestra que hay algo utilitario, es una especie de trueque en el que, a cambio de algo, yo le cuido la tumba. Pero hay otra dimensión, mucho más profunda: el NN, al ser bautizado, se humaniza en la muerte. Según lo que he podido presenciar en este cementerio, son los más marginados quienes “escogen” a un NN, es la gente más humilde la que le pide al ánima del NN el favor, a cambio de mantenerle y de cuidarle la tumba. No es el dueño de la ferretería o de la farmacia o del supermercado. También hay personas, muchas, que tienen un familiar desparecido —en Puerto Berrío hay centenares de desaparecidos— y adoptan a un NN esperando quizás que, en algún otro lugar, en algún otro cementerio, alguien también haga lo mismo con su hijo, su hermano, su padre o su marido. Entonces, ¿no será este ritual también una forma simbólica de hacer el duelo?

En el momento de tu presentación en la Galería Sextante, insinuabas que la recuperación de los cuerpos en el río era, antes que el ritual de adopción, también un acto de alta significación… Un cuerpo que se saca del río es una evidencia y también una esperanza para alguna familia; pero esta práctica no es tan común ni tan sencilla. Para sacar los cuerpos del río, tiene que existir voluntad política de las autoridades locales. En Puerto Berrío, son los pescadores, los bomberos o la Policía misma los que llevan el cuerpo del NN y lo entregan a Medicina Legal. El médico forense hace la necropsia y, después de unos ocho días, si nadie llega a reclamar el cuerpo, se le entrega a la Alcadía y a la iglesia para que lo entierren.

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El cajón del NN es pagado por la Alcaldía y la iglesia pone la bóveda en el cementerio. Luego comienza el ritual de adopción. Este ritual —se lo he escuchado a diferentes personas en Puerto Berrío— comenzó a principios de los años ochenta. Me contaba Gloria Valencia, una señora que adoptó un NN y lo bautizó con el nombre de Lucas Fandiño, que en esa época, a la que ella se refiere como “la época de Pablo Escobar”, bajaban “filas de muertos” por el río, y que eran tantos que ella dejó de comer pescado. Pienso que, a nivel colectivo —y quizas inconsciente—, lo que sucede con los NN en Puerto Berrío es un acto de resistencia muy profundo. Para una persona, recoger un cuerpo o un pedazo de cuerpo —no olvidemos que en Colombia es muy frecuente que se mutilen los cuerpos— es un acto de mucho coraje y jurídicamente no es nada fácil. Los perpetradores de la violencia botan el cuerpo al río para desaparecerlo, para borrar toda evidencia, para que los gallinazos y los peces se lo coman. En los talleres de pintura con los excombatientes, escuchaba historias de una práctica muy frecuente de los paramilitares, consistente en abrir el estómago de la víctima, sacarle las entrañas y luego botarlo al río para que se hundiera y no flotara. En Puerto Berrío, el cuerpo de un NN es una evidencia contundente de la violencia. Por esta misma razón, cuidar a un NN se convierte en un acto politico, ético. Es como si la comunidad les dijera a los victimarios: “Aquí, no dejamos desaparecer a sus víctimas, aquí las recogemos, las enterramos, les pedimos favores, les cuidamos sus tumbas y, además, las bautizamos en la muerte; incluso les damos nuestros apellidos. Aquí volvemos nuestros a los NN”. No muy lejos de Puerto Berrío, en un pueblo llamado San Miguel, a orillas del río La Miel, no hay un solo NN en su cementerio. Una señora me explicó que allí los paramilitares habían prohibido el entierro de los NN. Todos debían ir al río. El cementerio de esa pequeña población, también azotada por la guerra, me hizo pensar mucho en lo que sucede en Puerto Berrío.

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Fotografía de Juan Manuel Echavarría, De la serie Réquiem NN, 2006 - 2013, 50x50 cm. Digital C-Print

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¿Nunca te has encontrado con pescadores que hayan recuperado cuerpos? En mi última visita, en noviembre del 2010, fui a mostrar Réquiem NN. Con estas fotografías me invitaron a inaugurar la Casa de la Cultura de Puerto Berrío9, y entonces pude conocer a varios pescadores y les escuché algunas historias. Uno de ellos, Carlos, me decía que, a veces, cuando echaba las redes de pescar, sacaba cabezas o brazos de personas. Otros me contaban cómo rescataban y enterraban pedazos de seres humanos en las playas del río para que los gallinazos no se los comieran. Lo que sí me aclaró Carlos es que no siempre sacaron los cuerpos; muchos continuaron y desaparecieron río abajo. El hecho de recoger un cuerpo produce susto, temor de que los grupos armados luego maten a quien lo rescata, o de que las autoridades locales los enreden con preguntas inquisidoras. ¿Recuerdas que en un rincón del cementerio hubo un pescador que, en voz baja, nos dijo que sacar un muerto era un lío con la justicia, porque la policía les hacía “muchas preguntas”, y que él prefería dejar que los cuerpos siguieran bajando por el río? Si no hay voluntad política en las administraciones locales, se vuelve muy difícil el rescate de los cadáveres. Noél Palacios, uno de los cantantes de Bocas de Ceniza, me contó que cuando era niño vio pasar “balsas” de muertos; cuerpos que bajaban amarrados por el río Atrato con un grafiti escrito por los perpetradores que decía: “No me toquen”. Entonces, pienso que recoger un cuerpo es un acto muy valiente, trasgresor.

¿De qué otras historias has sido testigo en el curso de tus diversas visitas, especialmente en las que has hecho recientemente? Hay una historia que no deja de impresionarme. Una mamá sabe que en Puerto Berrío recogen desaparecidos, así que llega donde el sepulturero y le dice que ella sabe que su hijo desaparecido está allí. El sepulturero entiende la angustia y el dolor de la madre, y le dice: “Yo le voy a ayudar a encontrar a su hijo”. Él, entonces, le trae huesos de diferentes cuerpos y, como un rompeca9 Ciudadela Educativa y Cultural América, Puerto Berrío, Antioquia, Colombia (2010).

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bezas, le arma un esqueleto y le pregunta si este podría ser su hijo. Ella, frente a esos huesos y sin ninguna evidencia, como podría serlo una prenda de vestir, le contesta: “Sí, ese es mi hijo”. Hay otra historia de un muchacho llamado Wilmer que fue soldado profesional durante muchos años en el monte, es de Puerto Berrío y ya dejó el Ejército. Padece una enfermedad, no sabe qué es, va adonde un médico naturalista y este le dice: “Usted debe adoptar a un NN para que el NN le ayude con su salud”. Esto me hace pensar en las raíces tan profundas que este ritual tiene en Puerto Berrío. Finalmente, Wilmer dijo que no quiso adoptar a un NN, porque era mucha responsabilidad, y le dio susto tener que cuidarlo regularmente.

En tu opinión, ¿cuál es el papel del artista ante un ritual tan complejo y tan profundo? En ese “destejido” social que produce la guerra, me interesa encontrar el agujero por donde se asoma la humanidad. Pero imagínate que llegué a Puerto Berrío solamente en el 2006, y si este ritual comenzó en los años ochenta, ¿cuántas tumbas de NN no llegué a conocer, a fotografiar?, ¿cuántas tumbas ya desaparecieron?, ¿cuántas quedaron en el olvido? En mis fotografías —y, repito, solo son cuatro años de trabajo en Puerto Berrío— vemos tumbas que ya no existen. Mi fotografía ayuda a preservar una memoria visual de este ritual tan humano y complejo, a sabiendas de que, en este cementerio, no hay reglamentos muy estrictos. Cada persona pinta y decora su tumba como quiere. La persona escribe en ella lo que siente, lo que le parece. No es como en muchos otros cementerios donde puede haber reglas muy estrictas. Aquí la estética popular y la estética religiosa se entrelazan, coexisten.

Me parece que esta estética no es neutra… Se funda en una doble transgresión: transgrede el orden de la guerra, que busca generalizar la violencia, pero también transgrede el orden religioso, que quisiera formatear las respuestas. En esta manera de adoptar y de abandonar

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las tumbas, en este modo de bautizar y de bautizar de nuevo, más allá del sexo del muerto, por ejemplo, hay algo que pertenece a la transgresión absoluta. Esto me hace pensar en lo que Maurice Merleau-Ponty, el filósofo francés, llamaba la ontología salvaje. Es el salvajismo de lo vivo ante el salvajismo de lo mortífero. Pero para que este salvajismo sea operante de algún modo, necesita al mismo tiempo apoyarse en unos ritos, en una tradición, en un sentido preciso de lo sagrado. Vuelve entonces la religión como el centro de una relación con el mundo que rechaza la muerte inmediata y reanuda, con un horizonte a largo plazo, una creencia en el sentido pleno de la palabra. Comparto esa idea. Como dices, bautizar en la muerte sí es una trasgresión doble. ¿Podríamos llamarlo bautizo “laico”? Sí, laico, pero en un sentido que no es exactamente el que se usa en Europa. Se trata de una concepción muy popular y muy libre también, que corresponde a aquella mezcla de agnosticismo y de espiritualidad sobre la cual se fundaba gran parte de la identidad de los pueblos indígenas, antes de la Conquista española. Es una verdad simbólica la que se muestra allí, abierta a la pluralidad de las interpretaciones. No se trata de una verdad dogmática ni tampoco de una verdad científica. La modalidad con la cual la “verdad de los hechos” intentó ocupar el lugar de la “verdad de los dioses”, en el Occidente del siglo xix, es así la marca de su dificultad para pensar el puesto específico de esta verdad simbólica, particularmente para resistir a la violencia. Además, podemos agregar que, en un mundo que separó la esfera del conocimiento (de los hechos) de la cultura (basada en la búsqueda de sentido y el vínculo con lo simbólico), la violencia siempre puede volver cual boomerang, ya que no existen más límites a la idea de que la violencia podría permitir, a pesar de todo, “restablecer” la verdad de los hechos —mediante la tortura, por ejemplo—. A la inversa, inscribirse en una cultura, enlazar lo cotidiano con el aliento de la

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esperanza, permite romper con el círculo infernal de la violencia fría. Porque, detrás de los hechos, siempre se esconde un impulso que ningún poder puede quebrantar. Y se trata precisamente de eso en Puerto Berrío: la esperanza fundadora que subyace a esta experiencia popular reside en la posibilidad siempre abierta de ofrecerles una sepultura digna a unos desconocidos y agrandar así el perímetro de los lazos humanos. Y eso no puede ser refrenado. Esta verdad simbólica debe hundirse en la prueba de lo particular para surgir: hay que nombrar, stricto sensu. Por el contrario, no se trata de saber si es efectivamente el cuerpo de Luisa, Christian, Roberto, etc. Estos hechos pasan a un segundo plano, sin que por eso se niegen. Ni científica ni estrictamente religiosa, la lucha por una sepultura digna instaura otro tipo de verdad. Totalmente de acuerdo. Como artista, lo que me importa es la verdad simbólica. En los límites del acto artístico: esa guerra que no vemos más… pero que ven los combatientes

¿Podemos ahora abordar tu última experiencia artística? Se trata de “La guerra que no hemos visto”, cuya primera exposición se realizó en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, en octubre de 2009, con la curaduría de Ana Tiscornia. La exposición circuló y se presentó en el Museo de Antioquia de Medellín en la primavera de 2010. Pero, para que el lector entienda, los cuadros expuestos solo corresponden a la última fase. No se trata, además, de fotografías, sino de pinturas realizadas por excombatientes procedentes de los diversos actores armados (FARC, paramilitares, Fuerzas Armadas), en unos “talleres” especiales que duraron casi dos años. ¿Puedes decirnos algo más al respecto?

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Después del proyecto de La María del año 2001, me quedé con la inquietud de cómo escuchar historias desde la otra orilla, las de los perpetradores de la violencia. Victimarios muy jóvenes, niños que tenían la edad de los hijos de las mujeres secuestradas. Me preguntaba qué historias encerraría su niñez, qué los habría llevado a entrar en la guerra. Hasta que en La Ceja, una población cerca de Medelllín, pude conocer a tres muchachos exparamilitares en la Casa de la Cultura y allí les propuse —había abierto una fundación hacía un par de años— unos talleres de pintura. Su respuesta no fue inmediata, pero volví varias veces a ese lugar y, finalmente, aceptaron empezar. Así nació el primer taller con los excombatientes del paramilitarismo. Estos tres muchachos, después de unas semanas, trajeron a otros compañeros, todos soldados rasos, y empezaron a plasmar en pinturas sus historias personales sobre la guerra. Me pareció que esto era un proyecto de memoria para un país con una obsesión política de negar la guerra. Por esto fuimos al Programa de Atención Complementaria a la Población Reincorporada, en la Alcaldía de Bogotá, encargado de acoger a excombatientes de grupos armados ilegales y ofrecerles oportunidades para reincorporarse a la sociedad. Funciona desde 2002. Su coordinador, Darío Villamizar, nos abrió las puertas para que, además, trabajáramos con muchos excombatientes de la guerrilla. Todos los talleres eran voluntarios. Todos, insisto, fueron con soldados rasos. Tiempo después, también trabajamos los talleres de pintura con mujeres exguerrilleras y con soldados del Ejército colombiano heridos en combate. Estos talleres duraron un poco más de dos años. Los talleristas, Fernado Grisales, Noél Placios y yo, logramos generar un clima de confianza que permitió que estas personas contaran a través de los pinceles sus historias personales. No hubiera podido ser de otra manera. Yo les decía: “Enséñenme qué es la guerra, necesito conocerla desde adentro”. “¿Ustedes permitirían que esto se vea públicamente, que esto se vea en museos? —les preguntábamos—, porque estas pinturas nos enseñan, nos educan sobre la guerra”. Ellos se sentían bien de poder transmitir públicamente sus historias. La terapia nunca fue mi propósito en estos talleres, pero

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sí me alegraba cuando todos decían que al hacer estas pinturas “se deshagoban” y que, a través de ellas, podían contar historias que nunca antes habían contado. “Nadie nos creería”, decían muchos. Fue muy importante que se hiciera así, porque la pintura es un medio que ni conocían ni controlaban. Con el lenguaje uno va contando la historia y también va “editándola” de alguna forma; aquí, en estas pinturas, irrumpió el inconsciente. Pudieron pintar con símbolos, por ejemplo esos cielos rojos que simbolizan la sangre. Además, nos mostraron la geografía donde se pelea esta guerra, una geografía que los colombianos de las ciudades no conocen. Al pintar estos cuadros tuvieron que confrontarse con sus víctimas; ellas son las protagonistas de estas pinturas y pienso que esto les desencadenó a unos victimarios —no a todos— un ejercicio de reflexión, aunque considero que estos procesos de concientización toman mucho tiempo. La mayoría de las veces ellos se justificaban diciendo: “Tuvimos que seguir órdenes”.

Si mal no entiendo, primero has hecho contactos con exparamilitares, antes de contactar a exguerilleros. En ambos casos, se fue entablando un largo diálogo para instaurar la confianza y permitir esta experiencia. ¿Hubo diferencias entre estos dos grupos? Los exguerrilleros eran casi todos del sur de Colombia. Los exparamilitares, del oriente antiqueño, en el centro del país. Se trata de regiones culturalmente muy distintitas. Los del Ejército eran de todas partes de Colombia. Sus pinturas son testimonios personales y era esto lo que me interesaba, más que ver si había diferencias entre los grupos. Las atrocidades que cometieron los combatientes de estos grupos son inimaginables. Pero sí coinciden en contar cómo algunos entran en la guerra para vengarse del otro grupo que le mató a su papá, o le violó a la mamá o le asesino la familia. “El ojo por ojo” es una constante de la guerra en Colombia. Hay una muchacha joven que pintó su autorretrato ejecutando a su primo con quien había entrado a la guerrilla. Él tenía paludismo y no podía hacer su guardia, entonces, como castigo el comandante hizo que lo amarraran y ella lo tenía que cuidar. Su primo le decía que se escaparan,

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hasta que un día otro compañero los oyó, le contó al comandante y este la llamó y le dijo que tenía que matar a su primo. Él le decía: “Prima, yo estoy enfermo, usted está bien, máteme”. Ella lo pintó acostado en el suelo, la cara sobre la tierra, porque él se pusó en esa posción para que ella lo matara. Como esa, hay muchas otras pinturas desgarradoras. Las mujeres hicieron unas obras inolvidables en las que nos muestran sus vivencias en la guerra. Todas son campesinas, como la casi totalidad de los excombatientes. Y todos son rasos, a quienes yo llamo los “peones en el ajedrez de la guerra”, los que tuvieron que hacer el trabajo sucio. Al decir esto, aclaro que no justifico ninguno de sus crímenes, ninguna de las atrocidades que cometieron.

Desde tu punto de vista, ¿cuál es el balance de la exposición? Yo creo que en el Museo de Arte Moderno de Bogotá la exposición fue muy corta, duró solo un mes. Luego, viajó al Museo de Antioquia en Medellín y allí estuvo tres meses. En el 2011 se va a mostrar en el Museo La Tertulia, en la ciudad de Cali. Mucha gente joven fue a ambas exposiciones, se realizaron visitas de colegios; hubo buen público. También trajimos a muchos de los excombatientes a ver sus obras expuestas. Hubo editoriales en la prensa y se habló de ella en la televisión. Es importante visibilizar esta guerra que tantos niegan en Colombia, incluso los mismos gobernantes. Creo que estas pinturas nos pueden enseñar mucho sobre ella. Como lo anotó la curadora, Ana Tiscornia, al ver estas pinturas nos damos cuenta de que sí es verdad lo que las víctimas nos dicen, porque a estas muchas veces no se les cree lo que cuentan, se piensa que exageran sus historias.

¿Cómo explicas las críticas de las que ha sido blanco esta exposición? Pensé que iba a ser mucho más controvertida, que se iba a escribir en contra de la exposición, porque ahí están las voces de los victimarios y este país está tan polarizado que en algunos casos queremos escuchar una sola voz. Pero en las pinturas, repito, la víctima es el protagonista. Sin embargo, “La guerra que no hemos visto” definitivamente no pasó inadvertida. Por

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otra parte, Ana Tiscornia, quien ha estudiado el conflicto colombiano, tiene claro que este es muy complejo. Por eso acordamos publicar un catálogo con ensayos de académicos muy respetados en diferentes disciplinas (historiadores, geógrafos, psicoanalistas, etc.), para que nos ayudaran a percibir esta complejidad.

Tienes toda la razón, mantener la existencia de cierta complejidad es importante, en oposición a los estereotipos que pesan sobre numerosos conflictos armados […]. Si te parece, quisiera intentar terminar este intercambio con una observación, a propósito de la diferencia entre victimarios y víctimas. […] Uu obra, en esta exposición como en otras, es una condena sin tregua de la violencia. Se opone a la idea de que tal violencia sea “indecible” y a la percepción de que quienes la practican no sean también miembros de la comunidad humana, como lo son todas sus víctimas […]. En L’écriture ou la vie, Jorge Semprún rechaza con fuerza la idea de que exista algo “indecible”. Para él, esto es lo propio de una violencia tan mitificada que escapa a todo análisis crítico y termina siendo interpretada como una “fatalidad”, cuando no como una “segunda naturaleza”. Este es el mejor método para que se vuelva excusable. Pero ¿decirlo todo puede ir hasta darles la palabra a los victimarios? Sí, bajo la condición de dibujar sin cesar el círculo de esta ética elemental, que consiste en diferenciar las personas y la naturaleza de sus actos. Si víctimas y victimarios hacen parte de una misma comunidad humana, la especificidad de los victimarios es poner al inhumano en el centro del humano. La violencia de masa no consiste en salir de la comunidad de los seres humanos, sino en destruirla desde adentro, desarrollando prácticas que “deshumanizan”, que arrancan a la comunidad el sentido de su humanidad. Sobre el plano filosófico, se puede considerar que existe una diferencia fenomenológica, pero no ontológica, entre víctimas y victimarios.

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Este fue el punto de vista de Jean Hatzfeld, sobre el genocidio de los tutsis en Ruanda […]. Después de dedicar un libro a los testimonios de los sobrevivientes, titulado Dans le nu de la vie, decidió escuchar la palabra de los victimarios. Dio cuenta de esta en un segundo libro, de igual calidad, titulado Une saison de machettes. En este caso, las personas entrevistadas ya habían sido condenadas y no cabía confusión alguna. Su libro solo quería dar cuenta del “trabajo” de exterminio, al mostrar cómo se insertaba en una práctica ordinaria. […] En tu caso, esta distancia se sitúa en el centro de tu obra, pero tiene que ser constantemente reconstruida por los que se interesan en ella. No existe a priori, en razón de la perpetuación del estado de guerra. Pero, insisto, esa distancia es fundadora: designa el zócalo ético, sin el cual la salida de la violencia es imposible. Sin él, todo se hunde, incluyendo la obra artística.

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Pintura vinílica sobre MDF, 100 x 140 cm. Código # C006-0008

La Guerra que no hemos visto, 2007

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la vulnerabilidad del mundo intermezzo 2

Testimoniar en Ruanda Trabajo de la memoria, exigencias de justicia y prácticas artísticas en relación con el primer genocidio después de la guerra fría *

Entrevista con Pacifique Kabalisa y Marie-France Collard Por Matthieu de Nanteuil El mundo es testigo del genocidio de los tutsis y de la masacre de los opositores políticos hutus, ocurrida en Ruanda entre el 6 de abril y el 4 de julio de 1994. Se estima que en este periodo más de un millón de personas perdieron la vida, en condiciones de violencia extrema1. A los tutsis los * Traducción de Diego Mauricio Hernández. 1 Un balance oficial publicado por el Ministerio de la Administración del Territorio en Ruanda da cuenta de 1.074.017 muertos, con ocasión de un censo efectuado en julio de 2000, presentado por la Fondation Hirondelle, agencia de prensa en Arusha, ante el Tribunal Penal Internacional para Ruanda. Véase Rombouts (2004, p. 145).

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exterminaron por el hecho de ser tutsis. Opositores políticos hutus fueron salvajemente asesinados por ser considerados cómplices de los tutsis2. Este genocidio tuvo lugar bajo la mirada indiferente de la comunidad internacional. Es de público conocimiento que, durante las primeras semanas de masacres, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) —a través de su secretario general— y el Departamento de Estado de los Estados Unidos adoptaron una estrategia de evitación, ilustrada por las instrucciones impartidas a su personal respectivo (Human Rights Watch y Fédération Internationale des Ligues des Droits de L’Homme, 1999, pp. 26-28). Puede decirse lo mismo de los países europeos más concernidos (Francia, Bélgica). Gracias al trabajo de organizaciones humanitarias y organizaciones de expertos, lo ocurrido en 1994 fue calificado como “genocidio y crímenes contra la humanidad” en noviembre del mismo año. En tal fecha, el consejo de seguridad de la ONU adoptó la Resolución 955, mediante la cual creó el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), cuya misión fue juzgar a los presuntos autores de genocidio y graves infracciones al derecho internacional humanitario cometidas en el territorio de Ruanda y de los países vecinos, entre el 1.º de enero de 1994 y el 31 de diciembre del mismo año3. Sobreviviente del genocidio, Pacifique Kabalisa vive en Bélgica desde el año 2004. En 2009, creó el Centre pour la Prévention des Crimes contre l’Humanité (CPCH, Bélgica), del cual es presidente. Según su presentación oficial, el CPCH pretende agrupar “actores comprometidos con la acción humanitaria y el desarrollo”. Considera que: [...] los múltiples crímenes contra el derecho internacional humanitario que aquejan al mundo —y por cuyas consecuencias muchos están hoy llamados a responder— son corolarios directos de la ausencia de democracia, respeto de los derechos humanos y justicia. También son el resultado de la falta 2 Los tres componentes de la población ruandesa son los twas, los hutus y los tutsis. La denominación exacta es umutwa, umuhutu y umututsi, en singular, y abatwa, abahutu y abatutsi, en plural. Sin embargo, en la literatura, se utilizan con frecuencia los radicales twa, hutu y tutsi, para designar a cada comunidad. 3 La Resolución 955 de las Naciones Unidas, adoptada el 8 de noviembre de 1994, está disponible en línea: ocw.um.es/cc.-juridicas/derecho-internacional-publico-1/ejercicios-proyectos-y-casos-1/capitulo8/ documento-22-tpir.pdf

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de voluntad política y de la inacción de la comunidad internacional para prevenir estos crímenes o detenerlos una vez se presentan. (CPCH)

Biblioteca de testimonios de primera línea, el CPCH pretende que las víctimas no sufran una segunda muerte; la del olvido. Cineasta y escritora de teatro, Marie-France Collard es, desde 1992, miembro del Groupov, un colectivo de artistas que se define como centro de cultura activa. Es autora de numerosos documentales premiados internacionalmente, entre los que se cuenta Ouvrières du monde (2000), que trata sobre el cierre de las fábricas de Levi’s en Bélgica y en Francia, y sobre su deslocalización. También es autora de Rwanda. A travers nous l’humanité… (2006), documental estrenado con ocasión de la presentación de la pieza Rwanda 94, en la misma Ruanda, durante la décima conmemoración del genocidio de los tutsis en 2004. La potencialidad estética de esta obra, en la que los testimonios de las víctimas se articulan con una reflexión sobre las condiciones de vida de sobrevivientes del genocidio, hace de esta un instrumento precioso al servicio de lo que Paul Ricœur llama el trabajo de la memoria. Marie-France Collard realizó recientemente Bruxelles-Kigali (2013), que retrata el proceso vivo de Ephrem Nkezabera, uno de los dirigentes de las milicias Interahamwe. La película trata sobre la cohabitación entre víctimas y victimarios, y describe la prueba que representa, para los primeros, encontrarse con los actores de la máquina genocida.

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Fotografía de Lou Hérion. Rwanda 94, Groupov

Pacifique Kabalisa Los hechos... Tras la creación de un banco de testimonios: una travesía personal

Pacifique, ¿podrías reconstruir tu recorrido después del genocidio? Antes de esto, quisiera brevemente regresar a los hechos. La noche del 6 de abril de 1994, fue abatido, en Kigali, el avión que transportaba al presidente de Ruanda, Juvénal Habyarimana, y a su homólogo de Burundi, Cyprien Ntaryamira, cuando estaba de vuelta de Dar es-Salaam (Tanzania), lugar en que se desarrollaba una cumbre de jefes de Estado de la región el mismo día. Este ataque costó la vida de los dos presidentes y de la tripulación del avión, así como la pérdida del equipaje. La misma noche, la guardia presidencial dio inicio a las masacres para exterminar a todos los tutsis de Ruanda —señalados indistintamente como cómplices del Frente Patriótico Ruandés (FPR-Inkotanyi4)—, y a los opositores políticos hutus u otras personas públicamente en desacuerdo con el régimen (periodistas, defensores de los derechos humanos, etc.). Las masacres fueron comandadas por extremistas hutus —mayoritariamente militares—, y por miembros de la milicia Interahamwe, creada por el régimen del presidente Habyarimana, así como por representantes de la administración civil5. 4 El Front Patriotique Rwandais (FPR-Inkotanyi) es el movimiento político armado creado en los ochenta por los tutsis de la diáspora ruandesa, sacados del país durante la revolución hutu de 1959. La palabra inkotanyi significa “combatientes tenaces”. Este era el nombre que se daban los miembros del FPR y hace referencia a un ejército del siglo xix, en Ruanda, bajo el régimen monárquico de los tutsis. 5 Interahamwe es el nombre de la milicia ruandesa creada en 1992 por el Movimiento Revolucionario Nacional para el Desarrollo (MRND), partido único que controló a Ruanda desde 1975 hasta 1991, del cual hacía parte el presidente Juvénal Habyarimana. La palabra interahamwe significa “los que luchan juntos”, en kinyaruanda, el idioma ruandés. Esta milicia es responsable de la mayor parte de las masacres cometidas en el genocidio de los tutsis y de la masacre de los opositores políticos de los hutus en 1994.

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Lo que se desconoce es que el país se encontraba ya en una guerra desencadenada por el FPR-Inkotanyi, durante la cual los beligerantes cometieron violaciones graves contra las poblaciones civiles de las zonas de combate. Centenas de miles de familias —sobre todo hutus originarios del norte del país— fueron obligados a dejar sus domicilios y sus bienes, y se convirtieron en desplazados internos. Las familias se instalaron en inmensos campos de refugiados sobrepoblados, y se hicieron blanco fácil para el reclutamiento en la milicia Interahamwe del Movimiento Republicano Nacional por la Democracia y el Desarrollo (MRNDD)6. Desde la primera hora del día 7 de abril de 1994, en los cuatro rincones del país, los tutsis comenzaron a darse cuenta de la amplitud del peligro que pesaba sobre sus vidas. Muchos de ellos abandonaron sus casas y sus bienes para encontrar refugio en otra parte. Se dirigieron hacia lugares públicos, como iglesias, hospitales, escuelas, estadios, oficinas comunales, y a la cima de colinas y montañas escarpadas. En algunas regiones, las masacres iniciaron inmediatamente. En otras, los asesinos esperaron a que las personas objetivo se reunieran en gran número en los lugares de refugio. En el mes de abril de 1994, se puso en marcha una operación masiva de exterminio sistemático y premeditado. Las autoridades políticas y militares, encomendadas para proteger a la población y restablecer la paz en el país, se implicaron directamente en las masacres. Sus acciones llevaron a cientos de miles de ciudadanos ordinarios, quienes no estaban directamente concernidos, a seguir su ejemplo. Además de su intensidad, la máquina genocida se caracteriza por su extrema atrocidad: las víctimas fueron asesinadas con utensilios artesanales como el machete, convertido en la “herramienta emblemática” del genocidio. Un hecho demasiado importante para comprender el desarrollo de los acontecimientos, y también las dificultades sobrevinientes, es que los asesinos son, en la mayor parte de los casos, prójimos de la comunidad social de sus víctimas; hablan su misma lengua y tienen su misma cultura. Vecinos, amigos, incluso miembros de la misma familia… Esta traición colectiva, 6

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Se trata del antes llamado Movimiento Revolucionario Nacional para el Desarrollo (MRND).

marcada por el desgarramiento de los lazos de proximidad (entre familiares, amigos, vecinos, colegas, etc.) sigue siendo un enigma hasta hoy.

Háblanos de tu experiencia personal Nací y crecí en Ruanda. En 1994, tenía veintisiete años y partí a esconderme durante tres meses. Más de una vez tuve roces con la muerte; vi y escuché cosas inhumanas. Esto fue lo que, tiempo después, me llevó a realizar un trabajo de memoria, no solo para mí, sino también para quienes sufrieron las peores atrocidades o para quienes ya no están con nosotros. Durante mi aislamiento, iba consignando en un cuaderno todo lo que veía y la tormenta en la que me encontraba. Para no desaparecer, para seguir siendo un hombre. Me decía a mí mismo que quien hallara este cuaderno —sin saber si yo mismo podría seguir contando la historia— descubriría que una tal persona había sido asesinada en tales y tales circunstancias. Después de mi reclusión, me fui al vecino país Zaire (la actual República Democrática del Congo [RDC]). Caminaba en las noches durante horas, tratando de evitar los retenes, las rondas nocturnas y las ciudades hostiles. Finalmente llegué a Bukavu7, después de atravesar milagrosamente el río Rusizi8. Me acuerdo de aquellas noches estrelladas cuando estaba en la escuela secundaria. Aún escucho las historias de mis compañeros de infortunio, que he transcrito en mi cuaderno. Todos contaban historias terribles, y cada uno tenía la suya. Luego encontré a la familia de mi tía paterna, exiliada desde 1959 en Bukavu. Su exilio estuvo precedido por masacres de tutsis, que tuvieron lugar con ocasión de la revolución de los hutus y la abolición de la monarquía tusi. Volví a escribir. El genocidio fue tal que la mayor parte de las víctimas fueron devoradas por los animales. No era posible enterrarlos ni llorar su muerte. Ni pensar en hacer su duelo. Recuerdo a este joven que escapó de su comuna 7 Ciudad congolesa en la provincia de Kivu del Sur, que limita con la prefectura de Cyangugu, mi ciudad natal. 8

El río Rusizi separa a Ruanda de Burundi y de la República Democrática del Congo.

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natal, Rwamatamu —en la prefectura de Kibuye—, y nadó durante doce horas para atravesar el lago Kivu, con su diploma de humanidades bien empacado y amarrado a la cintura9. Me preguntaba entonces: “¿Por qué?… ¿Por qué huir llevando consigo ese diploma mientras detrás de él todo estaba destruido?”. Esta reliquia era el único tesoro que me permitía esperar que un día reconstruyera mi vida. Tuve que huir de nuevo, hacia Burundi esta vez. El camino estaba lleno de obstáculos. Muchos zairenses nos acusaron injustamente de ser combatientes del FPR-Inkotanyi y de ser los autores del asesinato de Habyarimana. El trayecto duró dos semanas (en condiciones normales, habría tomado algunas horas). En Burundi vivía mi abuelo paterno, a quien no conocía. Él también tenía su historia. Se fugó de Ruanda como consecuencia de los acontecimientos de 1959, se casó de nuevo en Burundi y construyó una familia. Lo conocí y me ayudó a llegar a Bujumbura, donde pasé algunas semanas antes de regresar a Ruanda, a finales de julio de 1994.

¿Es entonces cuando decides dedicarte a la memoria del genocidio? Al día siguiente del genocidio, me instalé en Kigali… Y comencé de inmediato a consignar nuevos testimonios en mi libreta. Después de la toma del poder por el FPR-Inkotanyi, entendí que la prioridad era tratar de establecer la verdad sobre lo sucedido. Poco a poco, los testimonios se multiplicaron, especialmente a través de mis actividades profesionales en el área de los derechos humanos y el acompañamiento social de los sobrevivientes. Visité distintos lugares de grandes masacres, donde recolecté información sobre las historias. Cuando les decía que quería transcribir su calvario, la mayor parte respondían espontáneamente. Aqullos a los que no pude entrevistar, insistían: “¿Podrías prolongar tu estadía para recopilar mi testimonio también?”. Mi 9 El lago Kivu se sitúa entre la República Democráctica del Congo y Ruanda. Las ciudades congolesas de Goma y Bukavu son vecinas del lago. En Ruanda, estas son las ciudades de Gisenyi, Kibuye y Cyangugu.

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cuaderno seguía llenándose… En algunos casos, los testimonios habrían de ayudar a quienes querían comprometerse con esta empresa laboriosa. Entre los testimonios, se encontraban los de los sobrevivientes, y también de las personas que dieron muestras de valor oponiéndose a la ideología genocida, como los hutus demócratas y pacifistas, o como aquellos religiosos quienes, en lugar de huir, decidieron quedarse y no abandonar a las personas refugiadas en sus iglesias o conventos. Recuerdo a las viudas hutus, torturadas y luego rechazadas después del genocidio. Recuerdo otros testimonios, especialmente los recogidos en las prisiones de boca de los presuntos autores. Lo que han hecho estas personas no debe quedar impune, y no es menos cierto que lo que han confesado merece —a mi parecer— ser conocido por todos. Todos estos testimonios, tomados personalmente durante el periodo posgenocidio, cuando la memoria de los sobrevivientes y los testigos todavía estaba “fresca”, son muy superiores a los que fueron colectados cinco, diez o quince años después. Pero muy pronto llegaron las decepciones: la decepción de un aparato de justicia que no estimula a los sobrevivientes ni a los testigos a decir la verdad; la decepción de una justicia que no califica correctamente los crímenes cometidos y que no identifica a los autores presuntos; la decepción de un sistema político que secuestra la verdad y que no logra dar la palabra a todas las víctimas, con el fin de permitirles llorar a sus prójimos y reconstruirse; la decepción de constatar que la instrumentalización política del genocidio pone en peligro el proceso de reconciliación. En marzo de 2003, tomé el camino del exilio. Actualmente vivo en Bélgica, pero sigo comprometido con la búsqueda de la verdad y la justicia para las víctimas. Con la fundación del CPCH en marzo de 2009, quería poner al alcance del gran público este cuaderno en el cual consigné más de tres mil testimonios en una decena de años. Estos testimonios constituyen, a mi parecer, una herramienta pedagógica ineludible, que debe permitir que aprehendamos mejor la especificidad de este genocidio, y llevarnos a una reflexión profunda sobre el trabajo de memoria.

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La instalación de una justicia posgenocida: de la ley sobre el genocidio de 1996 a las jurisdicciones Gacaca10 de 2002

¿Cuáles fueron, en tu criterio, las características de la justicia posgenocida? Hay que tener en cuenta que, incluso antes del genocidio, la justicia ruandesa era débil y corrupta. No tenía independencia con respecto al Gobierno, que la utilizaba para justificar sus actos de violencia: masacres de civiles, ataques a la oposición política, discriminación institucionalizada con respecto a la minoría tutsi, etc. La participación entusiasta en el genocidio de algunos jueces —y otros miembros de medios judiciales— revela mucho sobre la corrupción moral del sistema judicial de la época. Después del genocidio, los ojos miraban hacia la justicia, que era una fuente de esperanza para la población. Los sobrevivientes esperaban en el sufrimiento que los responsables fueran castigados. En aquel tiempo, miles de sospechosos de haber participado en las masacres fueron encarcelados, en muchos casos en condiciones espantosas. La decisión de las autoridades ruandesas de proceder con justicia era un desafío mayor, pero era necesario atravesarla para superar la cultura de la impunidad, identificada como un factor central en el origen de los eventos de 1994. La mayoría de los magistrados y los juristas que se oponían a la máquina genocida habían sido asesinados o exiliados, y la selección de sus reemplazos era un proceso laborioso y costoso. El Ministerio de Justicia no tenía recursos y los tribunales habían sufrido graves daños. Para que este funcionara, aunque fuera de manera rudimentaria, era necesario reconstruir el sistema en su conjunto. Teniendo en cuenta los múltiples constreñimientos asociados a la inseguridad, y a los problemas sociales, políticos y financieros de la época, era casi imposible crear un sistema capaz de hacer frente a la situación. El Estado estaba ante un dilema sin precedentes: la población creciente de las cárceles era una fuente de tensiones políticas y de división social, y era una verdadera 10 Gacaca traduce “jurisdicción de la hierba”, originalmente en el idioma kinyarwandan. Los Gacaca son los tibunales tradicionales de las etnias locales en Ruanda (N. de los Eds.).

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presión para la economía nacional; la justicia era un imperativo, al menos en grandes líneas, y cualquier marcha atrás era imposible. Muy pronto, el Gobierno tuvo que reconocer que no existía, en el marco jurídico de la época, ningún mecanismo adecuado para perseguir a tantas personas sospechosas del crimen de genocidio.

Desde ese punto de vista, ¿cómo evalúas la ley de 199611? Después de largas deliberaciones, un acto legislativo lúcido vio la luz: la ley sobre el genocidio, promulgada el 1.º de septiembre de 1996. La ley buscaba acelerar el proceso judicial por medio del establecimiento de un proceso de confesión, un memorial de culpabilidad. Clasificaba los presuntos culpables del genocidio en función de la gravedad del crimen del que se les acusaba. Los organizadores del genocidio de primera línea, así como los individuos responsables de las peores atrocidades, estaban exentos de este procedimiento, a menos que confesaran su culpa antes de haber sido oficialmente declarados criminales de tal categoría. Los ubicados en las categorías 2 a 4 podían beneficiarse de una remisión de pena, si al menos aceptaban hacer confesiones completas y señalar a sus cómplices. Esperábamos que tales confesiones facilitaran la tarea del Ministerio Público, porque pensábamos que los subalternos darían pruebas contra los presuntos organizadores del genocidio. En la realidad, era muy difícil encontrar testigos prestos a denunciar a los sospechosos, en muchos casos porque el sospechoso era un prójimo, un amigo, un vecino. Además, en algunas regiones, había muy pocos sobrevivientes capaces de dar testimonios oculares y de hacer un recuento exacto de las matanzas. Al mismo tiempo, considerábamos que sería más fácil identificar a los inocentes, quienes podrían ser liberados, y así reducir el hacinamiento en las prisiones. La ley sobre el genocidio se parecía de alguna manera a un dispositivo jurídico experimental para introducir un cierto pragmatismo en el seno de 11 Se trata de la Ley Orgánica del 30 de agosto de 1996, sobre la organización del seguimiento de las infracciones constitutivas de genocidio o de crímenes contra la humanidad, cometidos a partir del 1.º de octubre de 1990.

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una situación extremadamente inestable. Sin embargo, obligaba a los sobrevivientes a “aceptar la fórmula”… Desde esta perspectiva, la ley fue objeto de muchas críticas. Y tampoco fue bien acogida por parte de las personas sospechosas de genocidio. Durante los primeros meses, fueron muy pocos los que escogieron confesar, aun cuando esto les daba la posibilidad de una remisión de pena. Es cierto que la cantidad de prisioneros que confesaron aumentó a partir de 1998, con las consecuencias que esto engendró en el plano de la sobrepoblación carcelaria. En su conjunto, este procedimiento no ayudó a acelerar los procesos judiciales… hasta la introducción de los tribunales populares, denominados jurisdicciones Gacaca, en el año 2002. Son complejas las razones por las cuales solo un porcentaje relativamente bajo de prisioneros se involucró con el sistema judicial de confesión con un memorial de culpa. En principio, una solidaridad manifiesta entre los acusados parecía llevarlos a negar en bloque. Muchos de ellos pensaban que tenían aún la posibilidad de ser liberados por los partidarios del antiguo régimen, los mismos que organizaron una insurrección en el sur del país entre 1997 y 1998. Otros fueron incitados u obligados al silencio por parte de los presuntos genocidas “educados”, quienes no podían aspirar a una remisión automática de la pena y tenían más que perder en el proceso de confesión. Con el paso del tiempo, la evolución de la situación, tanto dentro como fuera de las prisiones, hizo a los prisioneros más receptivos a la idea de pasar a la confesión. Sin embargo, quienes lo hicieron tuvieron que esperar largo tiempo para ser juzgados, porque la mayoría de las confesiones eran parciales y el Ministerio Público tenía graves deficiencias. Parece que el Gobierno no consideró la dimensión de las implicaciones que tendría la ley sobre el genocidio. Abordó la cuestión como si se tratara de un asunto entre el Estado y los prisioneros, cuando esta disposición legislativa tendría consecuencias mayúsculas sobre el conjunto de las relaciones entre los autores y las víctimas, así como entre los autores y la sociedad. El procedimiento de confesión con memorial de culpa tendría que haber terminado a principios de 1998, pero se prolongó más de una vez. En marzo de 1999, el Gobierno anunció finalmente su decisión de restablecer los Gacaca para tratar los crímenes de genocidio. Pero el procedimiento de confesión

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debía permanecer vigente hasta el establecimiento práctico de un nuevo sistema, lo que ocurriría varios años más tarde.

Las jurisdicciones Gacaca han hecho correr mucha tinta desde su creación. ¿Podrías decirnos un poco más al respecto? La ley que prescribió la creación de los tribunales Gacaca fue aprobada por el Gobierno y trasmitida a la Asamblea Nacional en 1999, pero el sistema Gacaca solo inició hasta el año 2002, primero en doce sectores pilotos y luego a escala nacional. El lanzamiento de las jurisdicciones Gacaca estuvo precedido por la designación y la formación acelerada de jueces “íntegros”, que deberían sesionar en estas jurisdicciones. En lengua ruandesa, a estos jueces se los llamaba inyangamugayo. Los Gacaca constituyen uno de los fundamentos de la legislación ruandesa tradicional, según la cual un anciano, cuya equidad e imparcialidad son reconocidas por todos, es elegido para decidir sobre pequeñas infracciones. Desde el anuncio de la idea de recurrir a este sistema para juzgar los crímenes de genocidio, hubo muchas controversias. Los Gacaca fueron abandonados en la época colonial y nunca habían sido utilizados para crímenes graves. La cohesión social que sostenía su eficacia ya no estaba presente después del genocidio: era difícil encontrar a un anciano que fuera aceptado por todo el mundo. El Gobierno reaccionó impartiendo la orden a las autoridades de implicarse en la identificación de los “jueces íntegros”. Pero esto transformó la naturaleza misma de los Gacaca, fundados tradicionalmente sobre el hecho de que el juez fuera elegido libremente por la población local debido a su integridad. Otra dificultad estaba relacionada con que en muchas colinas no quedaba casi ningún sobreviviente, lo que podía fácilmente servir a los intereses de los genocidas. Al principio, muchos prisioneros se alegraron de ser juzgados por un tribunal Gacaca. El objetivo de estas instancias era crear un foro abierto en el seno del cual se estableciera la verdad sobre el genocidio. Presididos por un comité de sabios, los procesos se desarrollaban sobre la colina en la que los hechos habían tenido lugar. Las primeras sesiones de las jurisdicciones

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Gacaca consistían en la colecta de información sobre el desarrollo del genocidio en la localidad. Al reunir a sospechosos, testigos y sobrevivientes en un mismo lugar, e invitarlos a reconstruir la historia del genocidio a escala local, se esperaba crear las condiciones para que los responsables fueran identificados más rápidamente que en los procesos individuales organizados en el marco de la ley. Un cuadro completo de los acontecimientos acaecidos localmente debería ser dibujado y reconocido en público. Además, alejando a la justicia de la arena del Estado y acercándola a la de la comunidad, los Gacaca podían contribuir a atenuar ciertas tensiones, a resolver los malentendidos que subsistían entre los sobrevivientes y los sospechosos, e incluso entre los mismos prisioneros y sus familias. Se trataba de problemas que las confesiones no habían podido disipar. Las jurisdicciones Gacaca deberían ofrecer una plataforma que permitiera a los autores de los crímenes pedir perdón a los sobrevivientes, mientras que estos últimos estaban llamados a controvertir abiertamente con toda persona que sospecharan que mentía, escondía información o evitaba colaborar. La medida en la cual los Gacaca contribuían prácticamente a la reconciliación entre los genocidas y los sobrevivientes dependía de su confianza en la equidad del sistema, así como en la calidad de los jueces —de su independencia, en particular—. Más aún, el que hubiera tan pocos sobrevivientes era un obstáculo mayor para el restablecimiento de la justicia. Sin duda, los Gacaca reposaban en un dispositivo de denuncias mutuas que era particularmente conveniente para separar las responsabilidades individuales durante el proceso. En este sentido, daban lugar a más revelaciones sobre el genocidio que las confesiones anteriores y contribuían, a veces, a la reconciliación. Hubo intimidaciones y errores judiciales, especialmente cuando el poder establecido quiso separar a las voces incómodas o rehabilitar a ciertos criminales presuntos, potencialmente útiles para el régimen. Los jueces de Gacaca no eran magistrados profesionales sino personas voluntarias, elegidas en el seno de la comunidad. Hay que tener en cuenta que entre ellos había personas que habían sido acusadas de genocidio, juzgadas, condenadas y absueltas. Algunos, incluso, fueron sorprendidos en flagrante delito de corrupción por parte de acusados o miembros de sus familias.

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Teniendo en cuenta los resultados más bien desalentadores de la ley sobre el genocidio, es comprensible que el Gobierno haya deseado construir una alternativa a un sistema judicial fallido. Sin embargo, no tuvo en cuenta suficientemente las lagunas de la administración judicial con respecto a los acusados de genocidio. Incluso, la simple transferencia de un archivo de un sistema al otro era ineficaz. También es claro que los prisioneros habrían esperado un mejor trato por parte de los tribunales Gacaca. Las nuevas remisiones de pena sentenciadas por estos tribunales, en no pocas ocasiones, desencadenaron la furia de sobrevivientes y el sentimiento de injusticia de los acusados, quienes ya habían sido juzgados por el anterior sistema. Teóricamente, se esperaba que los tribunales Gacaca trajeran la solución a un problema espinoso; en la práctica, dieron lugar a nuevas desilusiones y dificultades. Los procesos Gacaca se extendieron a todo el país desde 2006 y hasta hace poco12, pero queda un inmenso trabajo por hacer. En su conjunto, este dispositivo no dio una solución satisfactoria a la organización y a la administración ruandesa. Es difícil imaginar una sola respuesta a un problema tan difícil como el de una justicia a cargo de crímenes contra la humanidad. Pero hoy el futuro de la justicia ruandesa es acaso más seguro de lo que era en 1996, cuando se introdujo la ley sobre el genocidio. Con los Gacaca, la nación se aventuró en un territorio judicial inexplorado. La necesidad de actuar rápido se encontró con la necesidad de velar por que todos los aspectos del nuevo procedimiento fueran bien pensados, hasta que las estructuras requeridas estuvieran en su puesto y los ruandeses, preparados. Para concluir esta pregunta, quisiera decir que los diecinueve años que pasaron desde el genocidio fueron angustiosos para todas las personas concernidas: para los sobrevivientes, pues esperaban un castigo para los criminales que masacraron a sus prójimos y destruyeron sus vidas; para los detenidos, 12 El Consejo de Ministros del Gobierno ruandés, que tuvo lugar el 21 de diciembre de 2011, fijó el cierre oficial de las jurisdicciones Gacaca el 4 de mayo de 2012. El documento está disponible en línea (“Communiqué”, 2011). El presidente ruandés Paul Kagame procedió con el cierre oficial de los trabajos de estas jurisdicciones el 18 de junio de 2012. Al respecto, véase “Rwanda/Gacaca” (2012).

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quienes pasaron difíciles situaciones de confinamiento —incluso cuando eran inocentes—; para los funcionarios del sistema judicial, que lucharon contra expedientes impenetrables, con recursos inadecuados y siendo el blanco de la crítica de todas las partes. Al respecto, sería falso concluir que la justicia posgenocida en Ruanda no produjo resultados positivos. Es más bien la ambigüedad de estos resultados, frente a lo que implica un crimen de genocidio para la sociedad, lo que genera preguntas.

Marie-France Collard De una violencia a otra: génesis del primer genocidio después de la guerra fría

¿Qué es lo que lleva a un artista “comprometido” a interesarse por fenómenos de violencia masiva, como el genocidio de los tutsis, en Ruanda, después de haberse interesado por la reestructuración de la empresa? Estos dos tipos de violencia (violencia socioeconómica vs. violencia masiva) son considerados con frecuencia como diferentes, e incluso opuestos: uno encarna la violencia del neoliberalismo y el otro, la de los sistemas totalitarios. Desde mi punto de vista, estos dos tipos de violencia no son opuestos. El lento y continuo genocidio de la desnutrición y el hambre mata niños con tanta seguridad como si los fusilaran; es el fruto de la economía de mercado y sus ideólogos. De otra parte, el neoliberalismo pasa fácilmente de un tipo de violencia a otro. ¿Recuerdas la tranquila respuesta de Madeleine Albright13 a la periodista americana que le mencionó el medio millón de niños asesinados por el embargo contra Irak antes de la guerra? “Más que en Hiroshima”, decía, y le preguntaba si este era el precio a pagar por esta política. La señora Albright estimaba, sin dudarlo, que sí, que era necesario. ¿Para quién? ¿Para 13 Madeleine Albright fue la secretaria de Estado de los Estados Unidos durante el segundo mandato del presidente Bill Clinton.

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qué? Para que una democracia haga replegar a una dictadura, amenazando sus privilegios y su hegemonía. El neoliberalismo es el discurso que sirve al imperialismo para disfrazar su realidad. Cuando el teórico ultraliberal Milton Friedman asesoró al dictador chileno Augusto Pinochet, no hubo ninguna contradicción. Estamos ante la continuidad modernizada de lo que fue el colonialismo. No opongo la violencia socioeconómica del neoliberalismo a la del colonialismo y a la del neocolonialismo, que tuvieron en gran medida la responsabilidad en la provocación del genocidio en Ruanda, incluso si este fue un hecho propiciado por los ruandeses como resultado de las políticas discriminatorias contra los tutsis, desarrolladas por los gobiernos totalitarios de las dos “repúblicas” desde 1959 —con masacres recurrentes que permanecieron impunes. La realización de Rwanda. A travers nous l’humanité… (Ruanda. A través de nosotros la humanidad) es la continuación coherente del trabajo emprendido con Ouvriers du monde (Obreros del mundo). Naturalmente, nada de esto me resultaba claro en el momento del genocidio y quisiera regresar sobre este recorrido. El documental Ruanda. A través de nosotros la humanidad… lleva como subtítulo A propósito de un intento de reparación simbólica para los muertos por parte de los vivos. Retoma, de esta forma, el mismo subtítulo de la pieza teatral Rwanda 94, de la cual soy autora junto con Jacques Delcuvellerie.

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Fotografía de Lou Hérion. Rwanda 94, Groupov

Como la mayoría de los ciudadanos occidentales que no tenían un vínculo particular con Ruanda, recibimos los eventos de 1994 de manera fragmentaria y contradictoria. El discurso que convertía los acontecimientos en “información” era diferente dependiendo del medio de comunicación; belgas, franceses, ingleses o americanos contaban historias diferentes y no daban las mismas “explicaciones”. Habíamos comprendido, en particular con el desafuero mediático que acompañó la operación francesa Turquoise, que había masacres de amplitud considerable, y que detrás de estas se escondían potentes asuntos geoestratégicos. Una reacción violenta ante estas masacres y ante este discurso de los medios nos llevó a tomar el genocidio de los tutsis como el tema de una próxima creación. La elaboración de Rwanda 94 implicó cuatro años de investigaciones; entrevistas con sobrevivientes, expertos, científicos y periodistas; viajes del equipo artístico a Ruanda; ensayos de escritura y trabajo de cubierta presentados ante públicos diversos. Cuatro años de elaboración de la pieza nos convencieron de que la participación de Occidente en la génesis del genocidio fue fundamental, en varios ámbitos: historia, etnología, administración colonial, rivalidad entre grandes potencias. Podemos relatar varias etapas: 1) “fabricación” del etnicismo de la época, bajo la tutela belga, y su enseñanza a la población que lo integró profundamente; 2) reforma de la administración en favor de los tutsis; luego, en 1959, “revolución bajo tutela”, según los términos del residente general Harroy, con Bélgica y la Iglesia que hacían la vista gorda para favorecer a los hutus; esta revolución vio nacer los primeros pogromos, las primeras masacres, los primeros exilios; 3) apoyo irrestricto a las dos “repúblicas”, a pesar de la impunidad y las masacres repetidas; 4) aportes financieros y militares al Gobierno ruandés después del ataque del FPR (compuesto esencialmente de exiliados tutsis) en 1990; 5) respaldo a la facción extremista hutu, que planificó y organizó el exterminio; 6) retiro de las fuerzas militares de la ONU (Minuar [Mission des Nations Unies pour l’Assistance au Rwanda]) que habría podido evitarlo, después del asesinato de diez cascos azules belgas; 7) finalmente, la intervención denominada “humanitaria” por parte de Francia, por medio de la operación Turquoise que, si bien salvó

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vidas, sirvió sobre todo para cubrir el retiro de las fuerzas genocidas hacia el Zaire, que llevaron tras de sí a las poblaciones que seguían bajo sus órdenes… Está claro, entonces, que los europeos jugaron un rol determinante en los orígenes y las condiciones del genocidio en Ruanda. Decidimos, con el Groupov, dirigirnos a un público occidental y destapar algunas ollas podridas, y analizar las responsabilidades pasadas y recientes de nuestras instancias dirigentes (políticas y religiosas) en los prolegómenos y la puesta en práctica de la ejecución del genocidio ¿Por qué el descuido de los países occidentales? ¿Cuáles eran sus intereses geoestratégicos? ¿Qué tipo de sinergia había entre criminalidad “económica” y criminalidad “política”? Como respuesta a estas preguntas, en la parte Ubwoko de la pieza, Jacques Delcuvellerie cierra la conferencia “Hutus/tutsis, ¿qué quiere decir?” con estas palabras: Quizá hay un indicio de respuesta en la historia, si nos acordamos de la impaciencia diplomática de los belgas, en los años veinte, contra los británicos, para conservar a toda costa un mandato en estos territorios minúsculos, poco poblados y completamente desprovistos de riquezas naturales. Porque consideraban que era una zona clave con relación a un país inmenso, extremadamente poblado y extraordinariamente rico: el Congo. Los acontecimientos de 1994 debían poner de manifiesto que, para bien y para mal, Ruanda y Congo iban a tener un destino compartido. ¿Es a causa de ese temor de perder su influencia en esta región que algunos aceptaron, más o menos inconscientemente, la masacre de un millón de seres humanos? (Groupov, 2012)

El genocidio tuvo lugar en el momento en que conmemorábamos los cincuenta años del genocidio de los judíos en Europa. Nuestros dirigentes repetían en coro “Nunca más” mientras, a miles de kilómetros de distancia, aquello ocurría de nuevo con su tácita aprobación. Parece como si hubiera habido una ecuación oculta, que habría justificado lo que algunos dijeron desde sus lugares de poder: “un genocidio allá no es como un genocidio aquí”. Como si la vida humana tuviera un precio distinto en función de si la piel es blanca o negra, o si se es rico o pobre. Otros —como Jean Ziegler— ven allí un “orden caníbal” del mundo; un sistema en el cual la violencia estructural es mortífera y criminal. La regla

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del “dos pesos, dos medidas” se aplica en función de los intereses económicos de algunas élites financieras, que mueven los hilos globales y denuncian o respaldan tales o cuales sistemas totalitarios, en detrimento de las vidas humanas puestas en peligro. El genocidio de Ruanda, con todo lo horrendo que fue, es una expresión paroxística del estado del mundo. “En Auschwitz, lo invisible nunca se hizo visible”

A diferencia de otros tipos de violencia, ¿la violencia masiva escapa acaso a toda representación? ¿A la representación cinematográfica en particular? Se conoce la posición de Claude Lanzmann al respecto. ¿Qué piensas tú? Para dar respuesta a las posiciones de Claude Lanzmann, regresaría sobre lo que dice Didi-Huberman (2010), en su obra Images malgré tout, que estoy leyendo ahora. Retoma su primer texto, que lleva el mismo título, escrito a propósito de cuatro fotos tomadas por un sonderkommando en Auschwitz, presentadas en la exposición “Mémoire des camps. Photographies des camps de concentration”, texto que ha suscitado una viva polémica en Les Temps Modernes. De ahí que regresara sobre sus ideas en el libro citado antes. Sus reflexiones interrogan la relación entre imagen, saber e historia. Georges Didi-Huberman recuerda que una imagen no es todo, pero tampoco es nada, y que para recordar, para saber, es necesario ser capaz de imaginar a pesar de todo. Se opone a las tesis de lo “indecible”, lo “irrepresentable”, lo “infigurable”. Hace referencia, entre otros pensadores, en un análisis muy detallado, a Walter Benjamin, Maurice Blanchot o Georges Bataille. Para Blanchot, en los campos de aniquilación, “lo invisible nunca se hace visible” (como se cita en Didi-Huberman, 2010, p. 41). Y Bataille, filósofo de lo imposible, habla de lo “posible” de Auschwitz: “Auschwitz es el acto del hombre, es el signo del hombre. La imagen del hombre es inseparable ahora de una cámara de gas…” (p. 42). Nos recuerda que la destrucción del humano por el humano es inseparable de la humanidad: para tratar de comprenderla, es necesario poder pensarla, interrogarla.

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De hecho, en muchos casos, quienes hablan de “genocidio irrepresentable” defienden con ello la idea de que sería indecible, que se situaría más allá de toda comprensión y análisis. Para Ruanda 94, quisimos igualmente no intentar, aunque fuera un minuto, “figurarlo”, lo que nos hubiera parecido de una vulgaridad insostenible. Pero intentamos comprender y, en el curso de la investigación, decidimos insertar el uso —reflexionado y ponderado— de las escasas imágenes existentes. Más aún, las utilizamos en una secuencia única, después de cuatro horas de espectáculo. Es una escena en la cual tiene lugar una controversia violenta sobre el uso de estas imágenes en los medios y las condiciones en las que esto ocurre. Cuando escogimos como subtítulo Un intento de reparación simbólica para los muertos, al estilo de los vivos, sobreentendíamos que nuestro trabajo no debía ser solamente de duelo, de reparación, sino que también debería permitir decodificar los mecanismos —políticos, prácticos— que, en una sociedad humana, llevan a una parte de la población a deshumanizar al otro hasta el punto de querer exterminarlo. “Lo que el hombre ha anudado, el hombre debe poder desanudarlo”, dice Bee-Bee-Bee en el espectáculo. No hay ninguna trascendencia, ningún absoluto. Nos oponemos también a una visión “trágica” de la historia que pondría en escena un destino ineluctable, una fatalidad de repeticiones y catástrofes, contra las cuales el hombre lucharía vanamente. Sin duda, el genocidio es uno de los abismos del psiquismo humano que escapan aún al entendimiento, pero este tiene causas manifiestas y explicables: es el resultado de acciones concretas de grupos humanos, al cabo de una evolución histórica precisa. Si hoy los vivos quieren dar una esperanza —a pesar de todo—, si quieren que “Nunca más” no sea una simple consigna que se repite en fechas de aniversario, entonces sí hay un deber de memoria, para el pasado, claro, para el millón de muertos, para que no se olvide —“el olvido del exterminio hace parte del exterminio”, dice JeanLuc Godard (1998, p. 109)—, y agregamos que también es útil para el presente… En este sentido, no hablamos por Ruanda, sino por todos nosotros, seres humanos concernidos por un desgarramiento semejante de la humanidad. Nos dirigimos al público occidental, el cual —como nosotros antes de emprender esta obra— conocía poco sobre el genocidio y sobre Ruanda. Y

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no queremos hablar por los ruandeses. Sin embargo, muy pronto, los ruandeses presentes en el espectáculo, quienes tuvieron la ocasión de verlo en representaciones en distintas partes del mundo, nos convencieron de lo bien fundada que resulta la “restitución” en terreno, de su presentación en la misma Ruanda, como testimonio de la manera en que habíamos llevado su historia a las escenas occidentales. Esto fue posible en la décima conmemoración del genocidio. En ese momento, en el 2004, me pareció útil conservar una huella de este encuentro con el público ruandés. Es excepcional para un grupo de teatro encontrarse de esa forma con un público compuesto, en gran medida, por los actores principales de la historia que se cuenta en escena. Los encuentros para organizar estas representaciones me ubicaron frente a diferentes sentimientos; a algunos los reconocía por haberlos visto antes en Ruanda o en otros países del sur. El primero podría resumirse con la expresión de Sófocles: “Están vivos los muertos bajo tierra”. Después de todos mis viajes a Ruanda, la intensidad, la gravedad de lo que nos encontramos, están insinuadas en mí hasta el punto de dejarme la huella de una herida que no puede cerrarse. Y sí, el “halo de la muerte” nos acompañaba cada vez, y los muertos estuvieron presentes en la pieza y en el filme, como solo el teatro puede hacerlo. Nuestra postura nos llevó, de nuevo, de manera extrema y vivaz a pertenecer al grupo de quienes tienen responsabilidad en el genocidio, o de quienes dejaron que pasara —la pertenencia al grupo no deja de ser un referente importante en Ruanda—. Es así como nos percibían, así se sentía y así nos lo dijeron. La situación de los sobrevivientes en el posgenocidio se me reveló como un tercer componente esencial: para ellos, el genocidio continuaba a través de sus consecuencias. Además de los traumatismos físicos y psicológicos, del duelo permanente, descubrí los desentierros, las violencias, los asesinatos de los cuales seguían siendo víctimas, su marginación social, la cohabitación forzada entre las víctimas y la administración, las dificultades de la justicia internacional. Para ellos, el silencio que los envolvía era el mismo que los había acompañado en el genocidio del 94.

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Más allá de la recepción por parte del público ruandés, intenso, catártico, activo, en ese momento de gran emoción, en la décima conmemoración, el filme tenía que inscribirse en el presente de los sobrevivientes, pocos entre quienes asistían a las presentaciones, para prolongar, así, el cuestionamiento. El filme se construyó articulando secuencias de la pieza, siguiendo su estructura, con lo real que encontramos en terreno. Aquella “presencia” de los muertos, nuestra postura de “terceros occidentales” y la vida de los sobrevivientes en el posgenocidio determinaron las consiguientes selecciones de realización. Explican la voluntad de ubicar al espectador occidental —el espectador de la película— en una situación de “recipiente”, de “testigo de testigos”; en la difícil posición de quien, destrozado por lo que descubre, se siente quizás “tercero responsable” de lo que ocurrió.

En esta perspectiva, ¿podrías explicar las decisiones estéticas de Ruanda? A través de nosotros la humanidad… Un aspecto singular del posgenocidio conforma el prólogo del filme: asistimos a un desentierro, como los que existen aún hoy en día: cadáveres sacados de la tierra roja, cuerpos semimomificados, cuerpos adultos, cuerpos de niño, los vestidos que tenían y que sirvieron como identificación, el machete —instrumento cotidiano— utilizado para descuartizarlos; cadáveres anónimos, sacados de una fosa común, frente a una comunidad silenciosa, mezcla de víctimas y burócratas. Los desentierros daban lugar a ceremonias de “reentierro digno”, como se dice comúnmente —lo veremos más tarde en el filme—, para devolver a todas estas personas la humanidad que les habían quitado con una muerte atroz. Decidimos que el trabajo de la película debía ser aquel. Como para Bruselas-Kigali, a imagen y semejanza de la intención de Michelle Hirsch, abogada de partes civiles, que exigía la continuidad del proceso a pesar de la ausencia del acusado, Ephrem Nkezabera: “Los sobrevivientes son responsables de la transmisión de la memoria para saldar su deuda con los muertos,

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Fotografía de Lou Hérion. Rwanda 94, Groupov

para darle mediante la palabra un ataúd a los muertos y para luchar contra la negación del crimen”. En nuestro caso, se trataba de dar una tumba a los muertos a través del acto artístico. Después del prólogo, empieza la película con el fuego de las velas que se encienden en un momento de recogimiento, lo que significa que estamos en un espectáculo y en un sepelio al mismo tiempo. Para el espectador, la pieza está filmada en una triangulación escena-sala que privilegia el vínculo que une la escena y el público, con una fuerte presencia de espectadores, a la escucha, emocionados, reaccionando. Con el testimonio de los sobrevivientes, frente a los suyos, todos, en sus palabras, recordaban, y cuando el llanto surgía, como en un grito reprimido, había momentos de silencio, termina su historia. La música, el canto ruandés Mutunge, escrito después de la masacre de 1963, envuelve las lágrimas. Se abre el exterior, la luz del pleno día, Ruanda hoy, en una mezcla de imágenes de paisajes, retratos silenciosos de testigos que encontramos después y, desde el Corazón de los Muertos, regresan a la escena… La pieza filmada —y su público— nos abren la posibilidad de poner en diálogo “representaciones filmadas” y lo real, particularmente con la presencia del Corazón de los Muertos, que se hace cargo de los muertos que se desentierran y se reentierran. A través de él los muertos hablan, no tienen nada que perder, piden justicia y reparación, acusan, están en la escena y están alrededor de nosotros en todas partes… Sus palabras vienen a caballo sobre las imágenes de la Ruanda de hoy, de los sitios memorables que hacen eco a los sobrevivientes. Cuestionan y denuncian. Guían la película. Los sobrevivientes, los muertos-vivientes, como se definen a sí mismos, ya no temen a nada. Se abre un espacio para que tomen la palabra y lo hacen, incriminan a los asesinos que rondan por ahí todavía y que deben ser juzgados, hablan de lo que todo el mundo calla, sobre la ideología genocida, la muerte de los suyos. Nos da fragmentos de historia, momentos de explicación esperados, pedagogía necesaria para quien ve la película, explicaciones a veces nuevas para los espectadores ruandeses, para quienes el asunto “hutus/tutsis” sigue cargado de ambivalencia e interroga su identidad profunda. Unos y otros

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continuaron por mucho tiempo en la ignorancia de los verdaderos asuntos de un siglo de historia conjunta de sus países recíprocos. Los testigos sobrevivientes fueron filmados cuando participaban en la pieza de teatro —antes, durante y después—. ¿Cómo lo viven ellos? ¿Cómo nos perciben? Introducir esta pregunta en el dispositivo de la película viene en un segundo momento, después de las representaciones de Marine, joven sobreviviente violada durante el genocidio y cuyas reflexiones, tomadas de situaciones específicas de su vida, acompañan los dos primeros momentos del filme, centradas en la pieza presentada en un espacio interior. De esta pregunta salta a Bisesero, al borde del lago Kivu. El espectáculo del filme cierra con la cantata de Bisesero, oda al renacimiento, intepretada al aire libre, a más de 2.300 metros de altura, y con el encuentro, previo a la presentación, con los abaseros14, quienes nos dicen: “Cuando vemos un blanco, lo tomamos como un interahamwe [un miliciano genocida]…”. Evocan la operación Turquoise, que primero los abandonó, y la situación actual, sentida como injusta: “los derechos humanos que tanto pregonan van a dos velocidades”. Sin embargo, atenúan esta posición. Comprenden, como Marine después de haber visto la pieza, la importancia del testimonio, del hecho de guardar una huella de lo que vivieron, para que “los nuestros no hayan muerto como hormigas…”. La cámara filma largamente, en un movimiento lento, sus rostros mientras escuchan la cantata. Nos hace participar, a través de ellos, en esta meditación colectiva (Ivernel, 2001) y en la comunión entre escena, público y espectador de la película, que se cristaliza en las lágrimas que brotan de los ojos de Carole, ruandesa; las mismas lágrimas que Josué retiene —en Ruanda, según un proverbio, “los hombres lloran hacia adentro”—, mientras la música se detiene y Carole retoma la palabra: Sobre la colina de Muyira, cubiertos por arbustos y bosques, vivían antes del genocidio numerosos hombres fuertes. Entre arbustos y bosques, sobre la colina de Muyira, permanece un puñado de hombres, un puñado de hombres que se muere ahora de pena. 14 Tutsi habitante de la región de Bisesero.

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Ella cita, en diez ocasiones, en el silencio de la noche, el nombre de la colina Resistencia: “Muyira, Muyira, Muyira, Muyira, Muyira Muyira, Muyira, Muyira, Muyira, Muyira…”.  La película se acaba con el inicio de la enumeración —que debería ser infinita— del primer censo preliminar de muertos en Bisesero. La voz se pierde en la lluvia y el viento, sobre las colinas, en respuesta a la secuencia de desentierros del prólogo: los muertos, en este caso, son nombrados… “Despertar la nostalgia de otro estado del mundo, y esta nostalgia es revolucionaria…”

Más ampliamente, ¿cuál es, según tú, el rol de los artistas en la denuncia del encadenamiento de las violencias? Una violencia masiva, como la del genocidio ruandés, genera otra pregunta, tan fundamental como la del psiquismo de los individuos: la del rol de la cultura en la sociedad, en su debilitamiento e, incluso, en su aniquilación, en un proceso que puede durar varias generaciones. Esta interrogación supera largamente la pregunta por el genocidio en Ruanda y apunta hacia los gérmenes de los mecanismos similares presentes en nuestras sociedades. Se relaciona con qué es lo que está en obra en estas transformaciones colectivas del ser humano, que regularmente lo conducen a la abolición de las estructuras imaginarias que, hasta ahora, le han permitido reconocer como propias las prohibiciones de los hombres para la vida en sociedad, y que ha tomado siglos construir. En Ruanda, el cuerpo del otro parece haberse convertido en el único lugar de representación posible, la única página sobre la cual escribir. En toda sociedad, ¿no es acaso el papel del arte regresar sobre el rol de proponer una mediación particular entre lo real y lo imaginario? ¿No es acaso a los artistas a quienes corresponde proponer este tipo de reparación, cuando su función ha sido cumplida? ¿No son ellos quienes, antes que nada, deben trabajar sobre lo que fue deconstruido en el orden simbólico? Para concluir, quizás citaría, simplemente, la muy hermosa frase de Heiner Müller, que

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acompaña las reflexiones del Groupov desde hace tiempo: “La única cosa que puede hacer una obra de arte es despertar la nostalgia de otro estado del mundo, y esta nostalgia es revolucionaria” (citado por Delcuvellerie en Rwanda 94).

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Parte III.

¿ G lo b a l i z ac i ó n d e l a s v i o l e n c i a s , g lo b a l i z ac i ó n d e l a d e m o c r ac i a ? Miradas cruzadas sobre el mundo a c o m i e n z o s d e l s i g l o xx

C o n t e n i d o p a r t e III .

» Etienne Balibar

Sobre la brutalización de Europa Cuestiones de método Brutalización de las poblaciones europeas Fronteras y umbrales El capital predador y el Estado inmunitario

» Jean-Philippe Peemans

Democracia, violencias y el papel del Estado en la modernización en Asia del Este y del Sudeste Introducción La violencia de las relaciones entre Estados y campesinado en la fase de arranque de la modernización nacional, 1950-1980 Los años 1980-2000: las nuevas formas de violencia en la neomodernización extrovertida Hacia una recomposición de los actores populares y de sus relaciones con los actores dominantes El impacto de las relaciones de fuerza entre élites dirigentes y actores populares sobre la evolución de los sistemas políticos

» Mohamed Nachi

Revolución y transición democrática en Túnez: ¿la invención de un nuevo compromiso político? Análisis descriptivo y crítico de las condiciones de la revolución tunecina Entre la igualdad, el respeto y la dignidad: las condiciones de la justicia social Las incertidumbres de la transición democrática La invención de un nuevo modelo de compromiso. El arte de la conjugación A manera de obertura



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299 301 304 307 310 318

Etienne Balibar Al proponerme que contribuyera con el libro sobre La vulnerabilidad del mundo: democracias y violencias en los tiempos de la globalización, por medio de un texto sobre la articulación entre violencia y democracia desde un punto de vista “europeo”, Leopoldo Múnera y Matthieu de Nanteuil me sugirieron, igualmente, hacer una actualización de las proposiciones que (de manera muy abstracta, hay que decirlo) propuse en el texto Violence et civilité1. Lo hago considerando que, aun si corresponden a un esfuerzo por sistematizar reflexiones de larga data, esas proposiciones no han tenido nunca más que un valor provisorio, sometido a la prueba de las nuevas circunstancias y de preguntas cuya forma no podía, por definición, ser anticipada. Más aún, creo que una reflexión sobre la violencia, e incluso sobre la extrema violencia, que implican los procesos de “desdemocratización” en * Traducción de Andrea Barrera y Christian Fajardo. 1 Obra resultante de mis “Welles Library Lectures” de 1996 y traducida al francés en 2010 por Ediciones Galilée.

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P a rt e III. ¿G lo b a l i z ac i ó n d e l a s v i o l e n c i a s , g lo b a l i z ac i ó n d e l a d e m o c r ac i a ?

la vulnerabilidad del mundo

Sobre la brutalización de Europa*

Europa, así como sobre el obstáculo que aquella opone a la constitución de una “ciudadanía” europea, se ha vuelto imprescindible tanto para nuestro pensamiento de la política como para nuestra responsabilidad política, uno de cuyos componentes no ha sido más que una invención de civilidad para (y por) los pueblos del continente europeo. Pero, en el momento de comprometerse, es necesario plantear algunas condiciones previas de método. Cuestiones de método Las condiciones previas de método son, a mi juicio, de tres órdenes. La primera atiende al “sujeto” del que hablamos aquí: ¿qué entendemos nosotros exactamente por Europa? Evidentemente, no es un simple espacio geográfico, con límites por demás imposibles de definir de manera estable (incluso, y sobre todo si estos son el objeto de delimitaciones fronterizas, trazadas y vueltas a trazar periódicamente, o fortificadas). Se trata también de una construcción política a la que es posible referirse como una entidad jurídicamente definida. Sin embargo, además de no dejar de transformarse, no posee (y, sin duda, jamás poseerá) las características unitarias y el “monopolio” de la tenencia del poder que les ha permitido a los Estados presentarse, con más o menos credibilidad, como los representantes de sus poblaciones. Además de estos elementos, Europa cubre divergencias de intereses, condiciones sociales heterogéneas, destinos históricos antitéticos. Este es un punto particularmente importante si tratamos de razonar, no solamente sobre las experiencias violentas, sino también sobre los flujos de la violencia que tienen su fuente o su punto de aplicación en Europa. La “complicidad” de las clases populares de las naciones imperialistas europeas en la colonización (es decir, el que ellas hayan consentido su ideología o hayan retirado beneficios más o menos importantes) nunca borrará el hecho de que no eran, en últimos términos, las organizadoras de esta brutalidad ejercida durante siglos por “Europa” sobre el resto del mundo (y de la que podemos observar hoy consecuencias y repeticiones). Consideraciones análogas son válidas, en sentido inverso, para las violencias que hoy tocan tal o cual fracción de la sociedad europea, o tal o cual aspecto de su modo de vida, de las que podríamos

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pensar que tienen origen (si no responsabilidades) en el exterior del espacio europeo. Esto nos lleva a prestar especial atención al vínculo que existe, hoy más que nunca (pero que se transforma incesantemente), entre la economía de la violencia y las interacciones de Europa y el mundo, visibles e invisibles, que actúan “a distancia” o “a proximidad”, en las zonas fronterizas, cuya definición misma (volveré sobre este punto) ha evolucionado profundamente, y que son un punto de fijación privilegiado para la cristalización de las desigualdades y de los conflictos. Debemos ahora plantear una segunda condición previa de método. Aquello que nos debe importar ante todo no es medir situaciones sociales o individuales, materiales o morales, con modelos abstractos, definidos de una vez por todas, sino observar tendencias (o contratendencias) y conferirles una significación comparativa en el tiempo y en el espacio. Ahora bien, desde este punto de vista, es necesario evitar dos obstáculos. El primero sería creer que Europa es el epicentro de la violencia en el mundo. Incluso si en Europa hay “bolsillos” de extrema pobreza (menos que en Estados Unidos, pero en expansión, particularmente en los países y las regiones que han sido afectadas de la manera más brutal por los efectos de la crisis financiera y las llamadas políticas de “austeridad”), e incluso si en Europa hubo, en un pasado relativamente reciente, episodios de genocidio, rebautizados como de “purificación étnica” (es el caso de las guerras de Yugoslavia); habría una suerte de obscenidad al ver a la Europa de hoy como el foco de las peores violencias que rebosan en nuestro mundo y parecen no cansarse jamás de inventar nuevas formas. Y, sin embargo, obstáculo inverso, habría también algo de obsceno (y de irresponsable) en desviar la mirada de las violencias que hoy sufren los europeos (ciudadanos, es decir, nacionales o residentes), bajo el pretexto de que no son, cuantitativa o cualitativamente, las peores; sobre todo si se observan las tendencias de su evolución y, por consiguiente, el sentido que revisten en comparación con las anteriores condiciones de vida. Hay allí un determinante esencial de sus efectos subjetivos y de las reacciones que pueden acarrear. Es entonces absolutamente necesario considerar la cuestión de la violencia desde una perspectiva dinámica. Es así, igualmente, que podemos esperar entender sus impactos sobre los sistemas

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democráticos. Pero esto nos lleva a una tercera condición metodológica previa. En la esencia de los fenómenos de violencia y, más aún, de sus transiciones hacia la extrema violencia, está la institución de repartos de lo visible y lo invisible que, a su vez, los afecta, simplemente porque el “reconocimiento” es parte de aquello que hace que una violencia sufrida o ejercida sea más o menos soportable y durable. Además, este reconocimiento depende de fenómenos de opinión pública y, por tanto, de la ideología dominante, pero también depende de dispositivos institucionales y de la circulación de la información. Tendencialmente, las violencias “privadas”, “individuales”, son menos visibles que las violencias colectivas, masivas… excepto si los “velos de ignorancia” son tejidos que vienen ocasionalmente a desgarrar los eventos sintomáticos. A causa de su historia, de su imagen de sí (o de su “idea” filosófica) como centro de la “civilización” y de la “modernización”, pero también de su fragmentación en naciones que no hablan la misma lengua y en clases que tienen un acceso desigual a la representación, Europa es una formidable máquina de invisibilización de la violencia en su propio seno, que la marginaliza o le confiere la figura de la excepción. Esto no cuestiona la proposición anterior: Europa no es el epicentro de la violencia mundial, pero esto obliga a mirar con más detenimiento nuestra evaluación de las tendencias. Por razones que no siempre son ideológicamente puras, las violencias sexistas (muy reales) sufridas por las mujeres en las sociedades patriarcales del Medio Oriente y de Asia están a plena luz del día, a pesar de que las enormes cifras de violencias conyugales perpetradas en los países europeos permanecen ampliamente invisibles o inaudibles2. El horror de las condiciones de trabajo y de inseguridad de los talleres textiles de Bangladesh (cuyas empresas comanditarias son, como se sabe, estadounidenses y europeas) o la esclavitud de niños de Asia y África (para el trabajo y para la guerra) son objeto de campañas informativas y de protesta; pero es necesario, de vez en cuando, una “epidemia” de suicidios en una empresa de vanguardia, para que la extrema violencia del estrés impuesto a los individuos por las nuevas 2 Véase “La violence conjugale”.

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tecnologías y la “gobernanza cooperativa” neoliberal sea momentáneamente sacada a la luz. Los innumerables episodios de etnocidios o las guerras civiles “residuales” en África o fuera de ella son objeto de reportajes “sin fronteras” o de intervenciones humanitarias (lo que no quiere decir que experimenten una regresión); pero la “guerra sin nombre” de Europa (esta vez reunida en el espacio Schengen) contra los migrantes, en sus márgenes meridionales, es fundamentalmente dejada en el silencio (a pesar de los esfuerzos de ciertas ONG)3. Y podríamos multiplicar los ejemplos. Se trata entonces, no tanto de hacer revelaciones o de invertir el orden de las magnitudes, como de contribuir a un análisis del entrelazamiento entre la economía general de la violencia y la “crisis” que afecta el destino democrático de las sociedades europeas, de modo que sea posible restituir una dimensión esencial de su experiencia y de sus incertidumbres. Trataré de hacerlo evocando tres aspectos del problema. Para comenzar, esbozaré un cuadro sintomático de la brutalización de las poblaciones europeas en la fase actual de la agravación de la crisis económica y del bloqueo del “proyecto europeo”. A continuación, propondré dos “objetos” de análisis y de discusión que considero estratégicos: de una parte, las “fronteras” (interiores y exteriores, si esta distinción puede ser absolutamente mantenida); de otra parte, los “umbrales” de transformación de la violencia, y en particular de la exclusión de la “ciudad”. Lo que me conduce, en tercer lugar, a consideraciones más teóricas —inevitablemente muy esquemáticas— sobre las modalidades de explotación de la “materia humana” y de su entorno en el capitalismo actual, así como sobre la manera en la que el Estado tiende a desplazar sus funciones de protección, que los movimientos sociales y las luchas democráticas le habían conferido a lo largo del siglo xx hacia una postura que podríamos denominar, a partir de ciertos filósofos contemporáneos (Jacques Derrida), autoinmune. Es sobre esta base que espero poder reformular la exigencia de civilidad que enfrenta hoy la sociedad europea.

3 Véase el ensayo de Dal Lago y Mezzadra (2002).

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Brutalización de las poblaciones europeas Tomo el término brutalización del historiador George Mosse (1990) quien, como se sabe, lo utilizó en el análisis de los efectos morales y políticos de la Primera Guerra Mundial, de 1914 a 1918, en las naciones europeas (y en particular en Alemania). Sin embargo, le haré algunas transformaciones. Se trata de entender las consecuencias posibles (o que de hecho están realizándose) de una ruptura violenta en el modo de vida de las poblaciones, que afecta su lugar en la sociedad y la imagen que pueden tener de su destino. Esta ruptura pasa primero por procesos masivos de eliminación de la vida “civil”, incluso si esta no es (como ocurre durante una guerra) una exterminación, sino que toma una forma “sutil”4, distribuida de manera muy desigual y sin un fin previsible. La guerra había diezmado la juventud europea. La crisis actual, particularmente en los países del sur y del oeste de Europa, deja a los jóvenes en una situación de inseguridad que expropia su destino y puede generar no solo desesperanza, sino también nihilismo. Al igual que en otras circunstancias dramáticas a lo largo del siglo xx, Europa parece atravesar por un proceso de desocialización, en el sentido de una ruptura de las solidaridades entre los grupos o poblaciones que la componen, y, a la vez, de una disolución de los cuadros políticos que les permiten “negociar” los conflictos de intereses5. Este proceso tiene afinidades con aquello que Naomi Klein (2007) ha llamado capitalismo del desastre, a propósito de la política de Thatcher de desmantelamiento de los servicios sociales y de destrucción del sindicalismo, o de la intervención estadounidense en Irak. Así mismo, este proceso no es independiente del hecho de que Europa (como construcción institucional y, por tanto, como proyecto político) funcione, no como un mecanismo de regulación de las tendencias de la mundialización neoliberal, sino como el instrumento de su importación y su aceleración, en aquello que conforma el corazón mismo de la sociedad europea (o, como fue llamado alguna vez, de 4 El autor usa el término rampante que se traduce como rastrero o paulatino. (N. de los T). 5 Tomo esta idea de la exposición presentada el 12 de mayo de 2011 por Ulrich Bielefeld, en la jornada de estudios del Institute for Humanities (Birkbeck College, Londres): “Europe: The State of the Union”.

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su “modelo”): el reconocimiento de una dimensión social constitutiva de la ciudadanía6. Pero los procesos de brutalización tienen dimensiones de fondo que no se reducen a la aplicación de una “doctrina” ni se deducen linealmente. Es por esta razón que quisiera proponer aquí tres consideraciones (o tres viñetas) que considero sintomáticas. Primera consideración: el aumento galopante del desempleo. Todos sabemos que tiene efectos sobre categorías muy heterogéneas. El fenómeno más general (después de la “crisis petrolera” de los setenta) es la transformación del desempleo cíclico en desempleo de larga duración, y del desempleo marginal (o residual) en desempleo masivo —evidentemente, en grados muy diferentes según los países y según las categorías sociales o los niveles de calificación—. La crisis actual ha acentuado monstruosamente esas disparidades, hasta el punto de crear una línea divisoria entre las regiones dominantes y las regiones dominadas en Europa. Pero el aspecto que considero más significativo es la “preferencia generacional” que ha empezado a hacer del subempleo de los jóvenes la norma de la sociedad europea, y que se extiende a la situación de los jóvenes calificados que, en algunas ocasiones, tienen varios años de formación “superior”7. Esos fenómenos contribuyen a la recreación de aquello que Marx había llamado la sobrepoblación relativa en el capitalismo de la revolución industrial, que lleva a la reproletarización de una parte creciente de la población, bajo la forma de precariedad salarial o de aquello denominado actualmente como precariedad. En esos términos, desde que se constata que las generaciones jóvenes de ciertos países (Grecia o España, que enfrentan el endeudamiento y la austeridad forzada) o de ciertas zonas urbanas (las “periferias” francesas pobladas mayoritariamente por descendientes de “migrantes”) sufren tasas de desempleo del orden del 6 Naturalmente, este reconocimiento no se hace absolutamente de la misma manera en Europa del Este, en las “democracias populares”, que en el oeste, en las “socialdemocracias” más o menos liberales; pero, en retrospectiva, los dos desarrollos políticos que compiten parecen estar estrechamente relacionados. 7 Véase, por ejemplo, los artículos de resumen en Le Monde, del 24 de agosto de 2010 (“Contreenquête économie”) y en Die Zeit, del 31 de octubre de 2012 (“Europa droht eine verlorene Generation”).

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40 % al 50 %, se intuye que, dejando de lado todos los otros factores, la insoportable brutalidad sufrida es también un nicho potencial de violencias relativas que no tienen objetivos definidos a priori. Las advertencias de la clase política contra el riesgo de una “generación perdida” (Merkel) o las promesas de “invertir la curva” (Hollande) serían irrisorias si no fueran, precisamente, obscenas, en la medida en que el fenómeno se ha vuelto sistémico. La extrema violencia no solo se relaciona con la pauperización que engendra, a pesar de las solidaridades familiares, y con la condición de desempleo o de trabajo precario. También (y puede que sobre todo) resulta del hecho de que el destino de las sociedades afectadas (o de una parte de ellas) sea en adelante definido en términos de desclasamiento y de desesperanza. Segunda consideración: volvamos a la cuestión que tratamos hace un instante sobre el estrés en el trabajo. Dentro de la terminología que circula, con puntos de aplicación específicos (angustia8, sufrimiento)9, el término estrés me parece útil porque designa bien la causa de los “accidentes” y de los “pasos al acto” (en particular, las depresiones y los suicidios), en medio de una intensificación de la carga laboral, acompañada de una individualización de las tareas y de las responsabilidades que afecta todos los tipos de cargos (manuales, intelectuales, tradicionales o informáticos). El estrés no se constituye solo como efecto de la carrera por la “competitividad”, sino también como un medio de estimulación incesante: es necesario que los asalariados, individualmente “evaluados” de manera permanente por su rendimiento y sistemáticamente aislados los unos de los otros (incluso si sus tareas están perfectamente estandarizadas), sean conducidos a un quiebre para que los objetivos de productividad sean los esperados. Es por esto que, de hecho, los argumentos de ignorancia esgrimidos por los jefes de las empresas, a medida que las tasas de accidentes superan ciertos umbrales, suenan tan falsos. En realidad, se trata de un componente sistemático de la nueva organización del trabajo, de la que se puede decir que implica a la vez una patologización y una despersonalización de las relaciones de trabajo en la 8 En el texto original, aparece el término détresse, que puede ser entendido como desamparo, angustia, penuria e, incluso, como situación difícil o situación de miseria. (N. de los T.). 9 Véase, por ejemplo, Renault (2008).

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fábrica o en las empresas, e incluso en los laboratorios. Tenemos entonces una forma “profunda”, poco visible pero fundamental, de la brutalización de las poblaciones10, que no se confunde con la anterior, sino que la complementa, porque ambas se entrecruzan en dos momentos esenciales de la condición de trabajo: la producción y la reproducción. Tomadas en conjunto, también hacen de la inseguridad social una tonalidad dominante de la existencia individual y colectiva para un número cada vez más grande de individuos (esto es presentado por cierta ideología convenientemente como un “riesgo”, cuando no es presentado como “empresa”) (Castel, 2003). Pero —y sin duda esto no es azaroso— inseguridad es también el término que vuelve regularmente en la presentación y en la interpretación de los fenómenos de racismo institucional que, es necesario constatarlo, están en aumento en la sociedad europea (oficialmente fundada, desde el final de la Segunda Guerra Mundial y la resolución de los conflictos coloniales, sobre el destierro de las discriminaciones raciales o de sus sustitutas, las discriminaciones “culturales”). Y es esta, precisamente, mi tercera consideración. Aquí las cosas se tornan particularmente ambiguas, por un lado, porque los episodios “locales”, en general, se desconectan de sus ramificaciones globales, especialmente las transnacionales y transculturales; y, por el otro, porque las inseguridades sufridas son transformadas masivamente, en las representaciones mediatizadas —y explotadas por clases políticas cada vez más sometidas, en países como Francia, a la presión y, por tanto, a la influencia de movimientos organizados de extrema derecha—, en fuentes de inseguridad para la sociedad en conjunto (y para ciertas poblaciones “legítimas” o “autóctonas11” en particular). Así, desde que en Francia los sucesivos ministros del Interior organizan saqueos y cazas de personas para desmantelar los campamentos “nómadas” (es decir, de roms, que son también ciudadanos europeos), ha habido un solo comisario europeo12 a quien le ha importado; 10 Christophe Dejours usa precisamente este término: “El suicidio en el trabajo está casi siempre relacionado con la transformación de la organización”, en Le Monde, 13 de agosto de 2009; véase también Dejours y Bègue (2009). 11 El término autochtone también puede designar en francés a los pueblos indígenas. (N. de los T.). 12 La comisaria Viviane Reding, en septiembre de 2010.

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pero no se plantea la cuestión de saber cómo se perpetúa y se difunde hoy, a escala continental, un racismo antirom, cuyas formas más violentas, más allá del cambio de regímenes políticos, se encuentran en Europa del Este, pero también se repiten en los Estados del oeste. A pesar de los motines, suscitados en proporciones variables por las estigmatizaciones religiosas (como, en Francia, las leyes que prohíben el velo islámico) o por el “racismo antijuvenil” de las unidades policiales de lucha contra los tráficos de droga (que, naturalmente, son reales) que estallan en las “periferias”, la pregunta que nunca se plantea (excepto por sociólogos que son clasificados inmediatamente de “cándidos” intelectuales) es aquella que busca saber cómo la espiral de la inseguridad se nutre de la discriminación, de la exclusión y de la represión. Las principales y las primeras víctimas son identificadas colectivamente como un peligro público ante el cual la sociedad debería incrementar sin cesar el nivel de sus dispositivos de “seguridad”. Estos cuadros rápidos, imperfectos y unilaterales están para indicar la existencia de una cuestión punzante, el aumento de las violencias en Europa, y también para advertirnos sobre las reducciones simplistas a partir de un principio de explicación o de “responsabilidad” único. Es por esto que ahora quisiera avanzar en dos series de instrumentos de interpretación: fenomenológicamente, en términos de fronteras y de umbrales; estructuralmente, en términos de transformaciones del capitalismo y del Estado. Fronteras y umbrales La importancia del asunto de las fronteras se debe al hecho de que estas tienen una relación directa, a la vez institucional y existencial, con la producción de los extranjeros o, mejor aún, de la extranjería como condición y experiencia vivida. En un texto que suelo citar, Zygmunt Bauman dijo que “cada sociedad produce sus extranjeros, pero a su manera” (como se cita en Balibar, 2009, pp. 190-215); sin embargo, esta manera está cambiando profundamente. La mundialización y los movimientos de población que trae consigo han relativizado (pero, también, sensibilizado al extremo) las diferencias y las distancias nacionales o culturales. La existencia de una construcción

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supraestatal, como la Unión Europea, trasladó en un trazo de “súper fronteras” exteriores las prácticas de control aduanero y policial, que estaban anteriormente monopolizadas por los Estados. Pero, sobre todo, la institución misma de la frontera ha adquirido una nueva “ubicuidad” y nuevas funciones discriminatorias que afectan a poblaciones estables o móviles, que en todo caso están presentes “orgánicamente” en el territorio europeo, aunque no hayan sido verdaderamente integradas, esto es, presentadas de manera legítima. Por supuesto, hay diferencias importantes entre los “migrantes” naturalizados (a veces después de varias generaciones, pero considerados aún como poblaciones “extranjeras”), los residentes legales y que trabajan, y los refugiados y los “ilegales” que tratan de hacerse legalizar (y que, de hecho, son ilegalizados por las prácticas administrativas y las políticas de deportación). Hay, sin embargo, una manera que es tendencialmente la misma de un extremo al otro de Europa, y que se orienta a formar un contínuum de situaciones de excepción: ni adentro ni afuera. Por esta razón, al mismo tiempo que las fronteras subrayan su potencia discriminatoria y aquello que llamo su ubicuidad (es decir, el hecho de que las medidas de control sean ejercidas no solamente en los bordes del territorio, sino en todo punto de pasaje o de residencia de poblaciones “extranjeras”) (Balibar, 1997), también disuelven la nitidez de la división jurídica entre nacionales y extranjeros, y hacen de esta una cuestión política insoluble. Más aún, esta transformación de la condición de los extranjeros en una masa “cosmopolítica” de medio-ciudadanos o de no-ciudadanos, instalados en el seno de sociedades europeas, en situación de excepción (aunque ellos cumplen, todo el mundo lo sabe, funciones económicas, sociales y culturales esenciales), se encuentra con una trasformación de sentido inverso, igualmente violenta: aquella que hace que una proporción creciente de ciudadanos nacionales se sientan (y, en grados diferentes, se vuelvan efectivamente) “extranjeros en su propio país”. Por una parte, esta evolución (a la cual sería muy peligroso no asignarle más que una significación “subjetiva” y superficial, por no decir ilusoria) resulta del desarrollo de las instituciones políticas y económicas europeas supranacionales, que limita cada vez más (o incluso deja sin significación, en

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el caso de los países “endeudados” y que se encuentran bajo “vigilancia comunitaria”) la soberanía nacional, identificada ideológicamente con la soberanía popular. Es, naturalmente, a partir de este aspecto que actúan los movimientos antieuropeos denominados como “populistas” (de izquierda o de derecha), los cuales provocan y explotan sentimientos de hostilidad alrededor de la idea de supranacionalidad y de unidad federal; y también las clases políticas de diferentes Estados, que igualmente pueden desviar hacia Europa y sus estructuras de gobierno tecnocrático la irritación que conlleva la decadencia de las posibilidades de control democrático del poder real. Sin embargo —sin desestimar la profundidad de tal situación—, considero que este desarrollo de instituciones supraestatales no es el único o, más exactamente, que no adquiere formas tan virulentas sino cuando se combina con otra manera de expulsar a los ciudadanos (especialmente a los pobres) de su condición de ciudadanos y, en consecuencia, de “su casa”. Para entender lo que está en juego, es necesario considerar que, a lo largo de los siglos xix y xx, en aquello que podemos considerar retrospectivamente como la edad clásica de los movimientos sociales y de las luchas de clases, pero que también ha sido, no lo olvidemos, la edad de las guerras y de la conmociones violentas de la solidaridad nacional, la ciudadanía no se redujo a una perspectiva puramente jurídica, asociada al ejercicio del derecho al voto y al reconocimiento de la nacionalidad. Se volvió, más bien, en diversos grados, una ciudadanía social, en el marco de aquello que creo poder llamar el Estado nacional-social (es decir, el Estado de bienestar (Welfare State), instituido y garantizado en un marco nacional, que también ha tenido como efecto el reforzamiento de la pertenencia a la nación, en tanto que “comunidad” protectora) (Balibar, 2010b). Ahora bien, esta ciudadanía está hoy deslegitimada y ha sido progresivamente desmantelada, no sin resistencias, por supuesto, pero de una manera que considero tanto más inexorable de la que ha sido puesta en marcha por las fuerzas políticas que se proclaman periódicamente (electoralmente) como sus defensoras. Es inevitable que las restricciones de los derechos sociales, presentes o futuras, que cuestionan el carácter social de la ciudadanía sean percibidas o vividas como ataques a la pertenencia a una

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comunidad política (una “ciudad” de todos los miembros), ya que los derechos sociales habían sido incorporados (teniendo como precio largas luchas y esfuerzos) a la definición de nacionalidad. Y (por lo menos si ninguna nueva esperanza común se levanta o se elabora colectivamente) quizás sea inevitable que este “extrañamiento” de los ciudadanos en relación con su propio sentimiento de pertinencia engendre una hostilidad más o menos violenta hacia los “extranjeros de la ciudad”, que vienen de afuera —sobre todo si esa vecindad es sistemáticamente denunciada como intolerable y peligrosa por fuerzas políticas de todos los extremos—. A los dos lados de una línea imaginaria, en verdad casi imposible de encontrar en la realidad de las condiciones de vida, pero subrayada o “visibilizada” por diferencias de nombres, de tradición religiosa o de modos de vida, frecuentemente minúsculas, uno se encuentra igualmente fuera de su propia casa. Los “extranjeros” (o aquellos reconocidos como tales) generan miedo porque son los nuevos pobres o los competidores inmediatos por un empleo cada vez más raro; pero es sobre todo a los otros pobres a quienes ellos les parecen aborrecibles. En este punto, sin embargo, es necesario salir de las ideas generales. Por eso propongo que a la problematización de las fronteras, hoy metamorfoseadas en una red compleja de demarcaciones y de operaciones de control interno y externo de las poblaciones, se adjunte una problemática de los umbrales de exclusión. Justamente a propósito de la pobreza y de sus nuevas formas, durante los años ochenta y noventa, la cuestión de la diferencia entre las desigualdades y las exclusiones comenzó a ser ampliamente discutida (Affichard y De Foucauld, 1992). Se hubiera podido pensar entonces, en ciertos medios marxistas, que esta noción tenía una función de cubierta, que servía para eludir las formas que había tomado la lucha de clases en el neocapitalismo, al beneficio de una aproximación “humanitaria” o “asistencialista”. Pero fue necesario darse cuenta de que el término exclusión designaba también un nuevo modo bajo el cual se desarrolla la polarización de la sociedad (el desarrollo de las desigualdades; el cruce de las brechas entre ricos y pobres, entre trabajadores activos y desempleados, entre trabajadores “protegidos” y “expuestos” o “precarios”) (Giraud, 1996). Y es una nueva forma porque no se desarrolla en un espacio neutro, en alguna medida previo a

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toda distribución de los ingresos y de los servicios, tal como es elaborada por la teoría económica, sino que tiene lugar históricamente sobre la base de un estado anterior de pleno empleo, al menos relativo, y sobre todo de un estado de ciudadanía social, incluso imperfecto. Así, los guetos urbanos —ya sean periferias “cosmopolitas” o regiones desindustrializadas como en el norte, o en la región francesa de Lorraine (y existen equivalentes en Inglaterra o en Italia, e incluso en Alemania)— no son solamente regiones “desfavorecidas”, sino que son zonas siniestradas, en las que el Estado (y sobre todo las instancias comunitarias europeas) ha “abandonado” a sus poblaciones. Y las clases llamadas “vertederos” del sistema escolar, en las cuales se concentran los estudiantes sin futuro profesional, encaminados a la desesperanza o a la delincuencia, no son solo un testimonio de la persistencia de la “desigualdad de oportunidades” (los sociólogos, a partir de Bourdieu y Passeron, ya lo han mostrado), que la sociedad burguesa “reproduce” en el corazón mismo de su aparato de selección y de formación de clases dirigentes; son, además, verdaderas máquinas de eliminación social, entre las cuales la brutalidad aparece como una de las más violentas que podemos encontrar hoy en día. Cada vez que uno de esos umbrales es superado, hay una posibilidad de “integración” a la ciudad (o a la ciudadanía activa), que ya está destruida. Y son, en consecuencia, las fronteras interiores, construidas en pro de la exclusión, las que resultan tan insuperables (o incluso más) que las fronteras políticas. Cuando las dos se encuentran o se recubren (como en el caso actual, por ejemplo, de relegación de la mayoría de la población griega en una suerte de “gueto europeo”), se asiste a una inversión radical de la idea de contrato social. Esta cuestión manifiesta el problema de las posibilidades de resistencia o de las líneas de fuga. El capital predador y el Estado inmunitario Este esbozo de una fenomenología de las formas que posee hoy en día la brutalización de las poblaciones europeas generaría, por supuesto, muchas complicaciones y reservas (en particular, en lo que se refiere a la importancia relativa de los fenómenos indicados). No obstante, por la relación que

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sugiere entre dos tendencias hacia el desarrollo de la inseguridad (objetiva y sugestiva) y a la superación de ciertos umbrales de exclusión (o, incluso, de eliminación del espacio de la “ciudad”), que se cristalizarían particularmente en la proliferación y la impermeabilidad de múltiples fronteras interiores, este esbozo propone ir un paso más allá. Se trata de buscar elementos de interpretación estructurales, en la manera en la que se ha efectuado, a lo largo de los últimos decenios (después de la gran “ruptura” de 1968 y, de manera acelerada, después del “cambio de época” de 1989), la transición de un modelo de sociedad a otro: lo que ahora se ha acordado llamar (de una manera que requeriría muchas precisiones históricas) el “neoliberalismo”, y resulta que coincide con las etapas decisivas de la construcción políticoeconómica de la Unión Europea, en particular, en lo que concierne a la institucionalización de la economía de mercado como objetivo de “convergencia” de las sociedades europeas del norte y del sur, del oeste y del este. Mi hipótesis es que los fenómenos disgregadores, y las violencias visibles o invisibles que conllevan, deben estar ligados al desmantelamiento cada vez más brutal de aquello que he llamado hace un instante el Estado nacionalsocial. A esto contribuyen simultáneamente la emergencia de un nuevo modelo de desarrollo capitalista y una inversión de funciones del Estado, que no es tanto una restricción de sus funciones (y, desde este punto de vista, la expresión neoliberalismo es extremadamente engañosa), sino una reconversión hacia la competencia entre sus propios ciudadanos. Por supuesto, los dos fenómenos no son independientes entre sí, pero no es deseable asignarles a priori una causa única o un orden de dependencia unilateral. Ciertamente, las tendencias que hemos referido aquí tienen un carácter mundial y se encuentran en más o menos todas las regiones del mundo. Pero la especificidad de las consecuencias morales y políticas que generan en Europa proviene precisamente de aquello que ella misma había inventado y desarrollado en la forma más típica, o la más efectuada: el modelo de la “ciudadanía social”. El modelo de desarrollo capitalista al que nos referimos hoy se caracteriza, claramente, por numerosos rasgos que comienzan a ser relativamente aparentes, en particular, la correlación entre la primacía de la rentabilidad financiera, en detrimento de las políticas de inversión industrial, y la

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mundialización alcanzada en relación con la circulación de capitales. El punto que más nos interesa aquí concierne a la transformación de las relaciones sociales y, especialmente, a las nuevas modalidades de la explotación del trabajo (o, de manera más general, de la actividad de los individuos, que comprende también su tipo de vida, su consumo, su salud, etc.). He hablado más arriba, evocando la transformación del asalariado en precarizado, de un proceso de reproletarización de la clase obrera (en sentido amplio) y, por consiguiente, de la destrucción del “estatuto social” que había conquistado (en grados desiguales) en los países del “norte” y que, incluso, había sido en parte constitucionalizado, sobre todo a través de la función que se le reconoce a la negociación colectiva en el establecimiento de las condiciones de trabajo y de los derechos sociales. Esta noción es insuficiente, porque entraña el riesgo de sugerir un simple retroceso, o un recomienzo del ciclo de desarrollo del capitalismo, a una escala ampliada por la mundialización y facilitada por las nuevas posibilidades de “deslocalización” y por la competencia de los trabajadores. Más aún, se trata de la combinación de una nueva intensificación de las tareas (de donde proviene la importancia de la cuestión del estrés) y de una nueva “individualización” de la vida cotidiana, en la cual se efectúa esencialmente la “reproducción” de las fuerzas de trabajo (fisiológica, así como cultural o psíquica). El símbolo de esta nueva individualización (que facilitó enormemente el éxito político de las reformas neoliberales después de la ofensiva lanzada por Margaret Thatcher en Gran Bretaña a principios de los años ochenta) es el desarrollo del consumo en masa por créditos, que conduce actualmente al sobreendeudamiento generalizado de las clases populares y medias (por ejemplo, para la adquisición de vivienda o, cada vez más, para el acceso al estudio, y en espera del acceso a los cuidados médicos)13. A su vez, esta doble explotación (por la producción y por el consumo, entre los cuales reina la inseguridad de la precarización) existe, contradictoriamente, porque se funda en la posibilidad de recortar los ingresos de las clases populares (o de efectuar una trasferencia gigantesca de la riqueza de un polo social al otro) y 13 Sobre la economía política de la deuda, véanse Lazzarato (2011) y Chesnais (2011).

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de “privatizar” (para rentabilizarlos) los bienes y servicios que sostienen la existencia de las clases populares, a las que el Estado social confirió un cierto nivel de vida y de necesidades14. Más que de una nueva “acumulación primitiva” (o de una continuación de esta a través de la historia del capitalismo, siguiendo la hipótesis desarrollada por Rosa Luxemburgo), se trata, en los términos propuestos por David Harvey, de una acumulación por desposesión (accumulation by dispossession). Esta incluye, permanentemente, elementos de destrucción creadora y colonización interior, uno de cuyos objetivos es precisamente el entorno social de las poblaciones (especialmente, su ambiente urbano) (Harvey, 2007, pp. 22-44). A tal capitalismo predador, más que generador de nuevas riquezas, se adapta actualmente de manera más o menos caótica un aparato estatal (en el sentido general del término, a la vez nacional y supranacional), que parece haber invertido la función con la cual, desde los inicios de la época moderna, se había identificado su legitimidad. No se trata de un desborde de la “guerra de todos contra todos”, incluso aunque sea brutalmente represivo o esté orientado por el interés de las clases dominantes, sino, al contrario, de una organización de esta “guerra”; es decir, la competencia generalizada en la cual es necesario ganar o perecer o, dicho de otra manera, caer en los bajos fondos de la sociedad. De allí las paradojas, al menos aparentes (pero cargadas de terribles consecuencias en el orden de la “confianza” de los ciudadanos), que invaden el funcionamiento de este aparato estatal: autoritarismo y desmantelamiento de los servicios públicos, producción de la inseguridad por la multiplicación de aparatos de seguridad y control, “impotencia” deliberada ante los mecanismos de mercado y de especulación financiera (excepto en el caso de transferir sistemáticamente las deudas de los especuladores a las poblaciones) y explotación del nacionalismo, con miras a la “internacionalización” de los intercambios y de la comunicación. Esta inversión de legitimidad no es peligrosa solo para aquellos que la ponen en práctica, sino que plantea (lo cual no es la menor paradoja) 14 Los análisis de Robert Castel (1995) sobre la desafiliación y la producción de las individualidades negativas a partir del desmantelamiento de la “propiedad social” son, en este punto, particularmente valiosos.

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problemas fundamentales —por lo pronto, sin solución— a los movimientos de resistencia orientados a una nueva ciudadanía y a una mejor civilidad, que buscarían formular alternativas. Esto porque, hasta el presente en la historia moderna, tales movimientos han intentado siempre desarrollar su autonomía ideológica y convertir los poderes públicos hacia una concepción más amplia del interés general.

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Jean-Philippe Peemans Introducción Desde los años noventa, la cuestión de la democracia ocupa un lugar innegable en la aproximación occidental a Asia Oriental y Suroriental, lo cual concierne tanto a los medios de comunicación como a los análisis de las políticas convencionales. En la crisis de 1997-1998, quedó en evidencia la unanimidad casi total de los formadores de opinión occidentales al explicar tal hecho bajo las siguientes razones: la ausencia de un “buen gobierno”, las carencias del Estado de derecho, la corrupción y el nepotismo generalizados, la naturaleza casi mafiosa de las redes de poder o el carácter corrupto de numerosas prácticas económicas de los grandes grupos industriales y financieros *

Traducción de Andrea Barrera y Christian Fajardo.

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P a rt e III. ¿G lo b a l i z ac i ó n d e l a s v i o l e n c i a s , g lo b a l i z ac i ó n d e l a d e m o c r ac i a ?

la vulnerabilidad del mundo

Democracia, violencias y el papel del Estado en la modernización en Asia del Este y del Sudeste*

(Backman, 1999). Estos discursos apoyaron las tentativas de imponer las terapias más extremas de ajuste estructural: devaluaciones masivas, privatizaciones, la quiebra de los grandes grupos industriales, apertura obligada a las inversiones extranjeras directas y a su participación mayoritaria directa en el capital de las firmas asiáticas (Bullard, Bello y Malhotra, 1998). En ese momento fue posible pensar que los países del “milagro asiático” entrarían en una crisis estructural posajustes, como aquella que sufrió América Latina en los años ochenta. Unos quince años después, es posible cuestionar el impacto real que esta presión discursiva y normativa sobre la democratización, especialmente de origen occidental, tuvo en los sistemas políticos de la región (Boisseau du Rocher, 2009). Más allá de los cambios institucionales visibles o latentes, el hecho más evidente es que todos los Estados pudieron, no solo superar el choque de la crisis económica de 1997-1998, sino que también lograron adaptarse a la crisis de 2008-2010, provocada esta vez por las desviaciones de los mercados gobernados según las normas impuestas por las democracias occidentales en sus propios países y en el resto del mundo. Esta evolución ha suscitado una abundante literatura que interroga el carácter democrático real o cosmético de los cambios institucionales en curso (Schedler, 2006; Slater, 2009; Weiss, 2009). De cierta manera, la tentativa de reanimar el tema de la democracia en Asia desde los años noventa, a través del discurso del “buen gobierno”, no ha sido más que un retorno a las ideas fundadoras del paradigma de la modernización, elaborado durante los años 1950-1960, en las grandes universidades norteamericanas, y que ha marcado, en sus variantes sucesivas, la doctrina dominante en el campo del desarrollo. De hecho, una ciega ideología de la modernización ha sido la referencia continua y explícita de las élites asiáticas desde hace medio siglo, incluidos los países que se reclaman socialistas (China, Vietnam, Laos) a partir de los años ochenta. En el marco de esta limitada contribución, no nos ubicaremos desde la perspectiva del análisis estrictamente político, sino más bien desde el punto de vista de los estudios de desarrollo (development studies), con el fin de acercarnos a las relaciones entre democracia y violencia a través del lugar

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que ocupa el Estado en el proceso global de desarrollo. Más allá de las posturas oportunistas y normativas occidentales que tratan de legitimar imperativos geoestratégicos reales, especialmente frente a la afirmación de China como una potencia regional, la referencia al rol de la modernización permite aclarar ciertas tensiones y contradicciones entre el discurso y la realidad de los protagonistas en cuestión. El rol del Estado es ambivalente en la doctrina de la modernización. El Estado democrático es el resultado del proceso de modernización del conjunto de la sociedad, llevado a cabo por las leyes universales de la evolución hacia el progreso, que los países occidentales muestran como el camino al resto del mundo (Eisenstadt, 1966). Pero el Estado también es responsable del inicio de la modernización basada en la capacidad de movilizar los recursos materiales y humanos de una sociedad tradicional, identificada con un mundo agrario atrasado, para ponerla al servicio de la transición acelerada hacia una sociedad moderna sustentada en la industrialización y la urbanización. Esta transición era vista como la historia que debía ser construida, bajo la responsabilidad de un Estado iluminado; en las primeras versiones de la teoría, se suponía que tal Estado se construiría fácilmente, dado el deseo de las élites y de las masas de salir del subdesarrollo (Peemans, 2010). De hecho, hay una violencia no dicha, pero fundadora, en el pensamiento de la modernización: los pequeños campesinos, identificados con un mundo de miseria y de retraso, deben desaparecer al final del proceso. Pero, al mismo tiempo, en la fase de transición, son un objeto y un instrumento de la modernización, que provee el excedente agrícola y una oferta de mano de obra para la industrialización y la acumulación en general (Fei y Ranis, 1964). Y el Estado debe jugar un rol central en esta transición, pues tiene la tarea de “construcción de la nación1”. En el marco limitado de esta contribución, nos daremos a la tarea de esbozar algunos puntos que pueden ilustrar la importancia del lugar de las relaciones entre los Estados y el campesinado en los procesos de modernización y las diversas formas de violencia que las caracterizaron en el periodo de 1950 a 2000. También intentaremos mostrar que si los cambios inducidos 1 Nation building en el texto original. (N. de los T.).

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por esos procesos de modernización han complejizado fuertemente las estructuras económicas y sociales, estos no se resumen en aquellos que se tienen en cuenta en las estadísticas de crecimiento. La violencia fundadora ha tomado nuevas formas, “modernizadas”, a través de la diversidad de las evoluciones nacionales, pero sigue siendo una característica estructural del desarrollo de los países considerados. Tal perspectiva tiene un impacto sobre la evolución de los sistemas políticos y de la naturaleza de los procesos de democratización que, a partir del momento en que ocurren, parecen apuntar más al epifenómeno que a los cambios de fondo. En las líneas que siguen, dada la dimensión de la problemática y la heterogeneidad de la región contemplada, el análisis estará centrado sobre todo en la evolución de los países de Asia del Sudeste (específicamente, de aquellos agrupados en la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático [Asean, por sus siglas en inglés]). Los países de Asia del noreste (Taiwán y Corea del Sur) serán evocados a título comparativo, en tanto su experiencia de desarrollo ha sido frecuentemente considerada como la precursora del “modelo asiático” de modernización. China no podrá ser señalada más que como contrapunto, aunque haya estado en el centro de la evolución regional, tanto como un ejemplo para imitar (antes de los años ochenta, y también después) y como intimidante o como amenaza. La violencia de las relaciones entre Estados y campesinado en la fase de arranque de la modernización nacional, 1950-1980 Los campesinos de Asia del Este y del Sudeste han construido, por siglos, sistemas agrarios extraordinariamente complejos y diversificados (Henley, 2008). La colonización ha tenido un gran peso en el campesinado, puesto que lo ha sometido a un régimen de múltiples restricciones, que van desde el trabajo forzado hasta los cultivos obligatorios, sin olvidar los pagos fiscales y parafiscales, la manipulación de las condiciones de intercambio y, sobre todo, la desposesión masiva del patrimonio de tierras a las colectividades rurales. Sin embargo, la brutalidad de estos regímenes no ha podido en absoluto destruir el campesinado de la región. Las resistencias locales han

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tomado múltiples formas para tratar de contraponerse al impacto de la llegada del poder colonial y de las exacciones de sus adeptos indígenas. No podemos olvidar que estas resistencias han convergido, a lo largo del siglo xx, en nuevas formas de lucha que, en muchos países, han jugado un rol decisivo en la reconquista de la independencia nacional. Durante los años de 1950 a 1960, una parte importante de las élites asiáticas poscoloniales fueron atraídas por la perspectiva de la modernización, como en los otros países del sur. Ciertas élites compartían la visión de la modernización que atribuía la falta de desarrollo al arcaísmo de las masas rurales, mientras que otras explicaban el retraso mucho más por las secuelas del colonialismo y del imperialismo. Con la llegada al poder del Partido Comunista en China en 1949, después de una guerra revolucionaria, con una base ampliamente campesina, que duró más de veinte años, las relaciones entre el Estado y el campesinado en la modernización se volvieron una cuestión geoestratégica capital para los Estados Unidos, y las opciones de desarrollo en Asia estuvieron fuertemente inscritas en el conflicto esteoeste hasta los años ochenta. La guerra de Corea, y después las guerras de Vietnam, reforzaron evidentemente esta evolución. El control autoritario del campesinado en la primera fase de la industrialización fue una de las características comunes de los países conocidos como del “milagro asiático”, tanto en el noreste como en el sudeste. No se trata para nada de una acumulación virtuosa basada en el respeto de las reglas del mercado, sino más bien de una brutal acumulación primitiva basada en los métodos más coercitivos. No se puede olvidar que, en Taiwán y en Corea del Sur, el Estado poscolonial fue un actor muy intervencionista. Al inicio de la industrialización, en los años cincuenta, el campesinado representaba tres cuartos de la población. Tras la apariencia de una reforma agraria, la movilización del excedente agrícola jugó un rol muy importante en la estrategia de industrialización, con medidas de contención2 y de control ultraautoritarias del campesinado, manifiestamente heredadas de los métodos que el Estado colonial japonés 2

El autor emplea el término encadrement, que puede ser entendido como contención, gestión, orientación o restricción. (N. de los T.).

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había puesto en práctica en estos dos países entre 1900 y 1945 (Gi-Wook, 1998; Haggard, Kang y Moon, 1997; Kohli, 1994). Este periodo estuvo marcado, en estos dos países pioneros del llamado “milagro”, por la permanencia de dictaduras militares muy represivas hasta finales de los años ochenta (Hakwoon Sunoo, 1988). En los países del Sudeste Asiático, donde el campesinado representaba entre el 80 % y el 90 % de la población, la construcción, o al menos las tentativas de construir Estados naciones, también estuvieron marcadas por las movilizaciones políticas, y el control, esto es, la represión de los campesinos en contextos diferentes. De hecho, en la cuestión de las relaciones entre Estado, democracia y violencia, esta última ha prevalecido desde los años cincuenta, y ha tenido un vínculo evidente con el asunto del campesinado. Las élites modernizadoras de todas las tendencias estuvieron confrontadas a campesinos nada pasivos. De ahí que el intento de capturarlos y convertirlos en instrumentos dóciles para las políticas de modernización se haya tornado muy problemático. La pesada herencia colonial en materia de estructuras agrarias hizo de la reforma agraria un problema central después de la reconquista de las independencias en los años 1940 a 1950. En muchos de los países la cuestión de la tierra dio lugar a fuertes reivindicaciones campesinas, lo cual condujo, en ciertos países, a la existencia de movimientos de protesta campesina, a veces limitados a ciertas subregiones, y otras, por el contrario, transformados en verdaderas guerrillas de vocación revolucionaria con el auspicio de los partidos comunistas locales. En este contexto, los vanos deseos democráticos de una parte de las élites poscoloniales (Indonesia bajo Sukarno) entraron muy rápidamente en contradicción con su proyecto modernizador. La militarización de muchos regímenes de Asia del Sudeste en los años sesenta fue estimulada por la preocupación de erradicar los movimientos sociales de base campesina. Ese fue evidentemente el caso de Indonesia, con la masacre de más de ochocientos mil campesinos pobres etiquetados como procomunistas, entre 1965 y 1966, tras la toma del poder por el general Suharto (Cribb, 1990). Estas cifras han sido recientemente revaluadas y calculadas ente dos y tres millones de campesinos (Al Jazeera, 2012).

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Filipinas, Tailandia y Malasia enfrentaron los mismos problemas, y las campañas militares prosiguieron hasta los años setenta, e incluso después, en algunas regiones remotas (Riedinger, 1995). Solo Vietnam realizó una reforma agraria radical en el norte, a partir de 1995, y en el sur, tras la reunificación en 1975 (Bergeret, 2002). Las redistribuciones de tierras, aparte de las enunciadas, fueron muy modestas o, en todo caso, muy inferiores a las esperadas y requeridas por el pequeño campesinado (Tailandia, Indonesia, Filipinas, Malasia). En todos los casos, los grupos de presión organizados por diversas categorías de propietarios de las tierras pudieron oponerse a las intenciones de reforma, incluso hasta desviarlas (Dufumier, 2004). En los años setenta, muchos gobiernos eligieron la vía de la Revolución Verde con el propósito de aumentar los ingresos de los campesinos por la intensificación, sin tener que pasar por la redistribución de las tierras. Durante las dos décadas que conocieron la difusión más dinámica de los elementos de la Revolución Verde, los Estados indonesio y tailandés fueron controlados por regímenes autoritarios de origen militar. Como contrapunto de estas políticas anticampesinas, se debe evocar la excepción provisional del modelo de desarrollo chino durante los años 1960 a 1980, cuando hubo una tentativa de poner en marcha un modelo de industrialización que integrara al pequeño campesinado, a través de una política de autosuficiencia alimentaria local y de pequeñas unidades de producción industrial en el medio rural. Más allá de las polémicas sobre el uso del poder político en la época, dominado por el líder histórico de la revolución, Mao Tse Tung, es necesario señalar que fue la única experiencia de desarrollo de gran envergadura en la que se afirmó que el pequeño campesinado no debe desaparecer con la industrialización y que, al contrario, debe seguir siendo la base de la sociedad y del Estado (Marchisio, 1982; McFarlane, 1983). Esta política fue el objeto de violentas controversias, incluso en China, especialmente a causa de su costo para el Estado. Fue abandonada a finales de los años setenta, con la toma del poder, dentro del partido único, por una facción que daba la prioridad a la modernización acelerada, basada en la industria para la exportación (Blecher, 1997).

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Los años 1980-2000: las nuevas formas de violencia en la neomodernización extrovertida Es posible decir que en toda Asia Oriental y suroriental, incluso en la China popular, al final de los años setenta, las élites dirigentes, más allá de la naturaleza política y la orientación ideológica del régimen, pudieron retomar el control del mundo campesino, romper las expectativas de un desarrollo que otorgara un lugar importante a un “modo campesino de desarrollo”, e imponer un modelo de neomodernización centrado en las normas de la economía global, tanto en el sector industrial como en el agrícola. La idea dominante era que la cuestión campesina se resolvería por sí misma, a través de la proletarización de la fuerza de trabajo rural, acorde con el ritmo de las necesidades de mano de obra barata de la industria. Bello, Cunningham y Kheng (1998) han evidenciado el rol de la derrota de las luchas campesinas en Tailandia en los años setenta, en términos de la elección política de subordinar completamente la agricultura a la industrialización rápida, lo que, según estos autores, desembocó en la desestructuración profunda del mundo rural durante los años noventa. Las presiones ejercidas sobre la economía campesina han contribuido a proveer millones de trabajadores requeridos por la expansión de los sectores orientados hacia una demanda exterior insaciable. Adicionalmente, las coaliciones y los regímenes en el poder siguieron, a lo largo del mismo periodo, y continúan, una política voluntarista de “desagrarización” sostenida por la convicción de que la agricultura campesina no tiene futuro. Durante la década del 2000 al 2010, se delimitó mejor la complejidad de los fenómenos socioeconómicos, cuya comprensión ha sido desmesuradamente simplificada por las aproximaciones dominantes sobre la pobreza. A pesar de los treinta años de “milagro”, los problemas estructurales no han desaparecido, o incluso se han agravado, y están en la raíz de una violencia visible o latente, endógena al modelo de desarrollo perseguido. El crecimiento tailandés es representativo de un proceso que puede ser calificado como “modernización de la pobreza”. Según las estadísticas oficiales, nacionales e internacionales, Tailandia ha sido un caso espectacular de reducción

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de la pobreza gracias al crecimiento jalonado por el comercio internacional. Tailandia es llamada a mostrarse a los otros países de la región como ejemplo exitoso de la modernización. Pero, entre 1975 y 1976 y entre 2005 y 2006, en términos de la renta global, el 20 % más pobre de la población pasó del 8 % al 5 %, mientras que el 20 % más rico pasó del 50 % al 58 %. Detrás de los rendimientos del crecimiento, se perfila, de hecho, un proceso brutal de acumulación de capital, basado en una concentración de los ingresos que ha beneficiado a la minoría privilegiada del 20 % (Warr, 2008). Entre 2004 y 2009, el 10 % más rico pasó del 34 % al 43 % de la renta global (World Bank, 2010). Prácticamente en todos los países de la región, la dinámica del crecimiento del sector capitalista es indisociable de una dinámica de las desigualdades, siempre más fuertes, entre los nuevos ricos y los nuevos pobres. Para estos últimos, la salida de la “pobreza” está asociada al ingreso en la “pauperización”, lo que reproduce el paso de lo “tradicional” a lo “moderno”. Los efectos benéficos del mercado han aumentado de manera espectacular los ingresos de una minoría y han establecido o consolidado su estatus dominante en las relaciones sociales, en un estrecho vínculo con los proyectos y los intereses de los agentes exteriores. En Tailandia, Vietnam, Camboya, Laos e Indonesia, así como en China, desde los años noventa, el pequeño campesinado ha sido frecuentemente la víctima de expropiaciones masivas para extender las zonas industriales en los cascos periurbanos, o los grandes proyectos inmobiliarios destinados a las clases medias urbanas, e incluso los proyectos de complejos turísticos o de diversión. La concentración de la tierra es manifiesta en todos los países, independientemente del tipo de régimen político (Haroon Akram-Lodhi, 2005). Detrás de la diferenciación social, no solamente aparecen los cambios radicales en los modos de vida colectivos construidos a lo largo de generaciones, sino que, sobre todo, surge la cuestión del mantenimiento de la cohesión social a través de las tensiones cada vez más visibles entre los diversos grupos de actores del desarrollo rural (Tran, 2010). Una aproximación histórica y contextualizada es necesaria para dar cuenta de las múltiples dimensiones de estos problemas que conciernen a

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todos los países del Sudeste Asiático. Entre esas dimensiones, las tensiones étnicas no pueden ser dejadas de lado. En numerosas regiones, la diferenciación social está inscrita en un contexto de diferenciación étnica creciente. Desde hace medio siglo, este problema ocupa un lugar central en las tentativas de construir Estados centralizados en el Sudeste Asiático. Muy anterior al periodo colonial, la cuestión étnica ha sido reavivada bajo nuevas formas luego de esta etapa. Las “minorías étnicas” de las regiones montañosas han sido especialmente discriminadas con relación a las poblaciones de las planicies. En Laos, como en Tailandia y en Vietnam, las minorías étnicas han debido hacer frente al impacto sucesivo de las políticas de seguridad expandidas en las regiones fronterizas, así como de aquellas destinadas a reducir, incluso a suprimir, los sistemas de agricultura itinerante, en principio en nombre de la modernización agrícola, y después en nombre de la conservación de los bosques (Trebuil, Ekasingh y Ekasingh, 2006). Los argumentos esgrimidos para denunciar sus prácticas como atrasadas y destructivas son cuestionados por varios estudios recientes (Decourtieux, 2009; Reid, 1995; Thrupp, Hecht y Browder, 1997). Múltiples situaciones, prácticamente en todos los países de Asia del Sudeste, ilustran la extraordinaria continuidad entre las políticas coloniales, estatales y neoliberales respecto de la negación de los derechos de las colectividades locales sobre las tierras que han usado tradicionalmente desde hace muchas generaciones, y que consideran como su patrimonio inalienable (Alatas, 1977; Duncan, 2004). Es importante subrayar que las realidades que exponen la destrucción del medioambiente y del campesinado son interdependientes, dentro y fuera del Sudeste Asiático (Rist, Feintrenie y Levang, 2010). Las fases sucesivas de las políticas encaminadas exclusivamente al crecimiento, a través de la Revolución Verde; la prioridad otorgada a la agricultura para la exportación; las concesiones de silvicultura para la explotación masiva de las maderas tropicales, emprendidas por grandes compañías extranjeras o locales, ligadas en ciertos países al aparato estatal, especialmente militar (Ross, 2001), y, recientemente, las expropiaciones masivas de tierra para la “energía verde” han creado las condiciones de una crisis agraria generalizada.

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Tras una treintena de años de expansión continua, el modelo actual de crecimiento tiende, manifiestamente, hacia sus límites. Una de las causas más profundas de este agotamiento es la externalización deliberada y acelerada de todos los costos sociales y medioambientales. De hecho, las políticas de los Estados de la región se han basado en los mismos fundamentos que tenían sus predecesores coloniales: una visión instrumental del campesinado con respecto a objetivos llamados —inapropiadamente— de desarrollo. La cuestión es entonces saber detectar, en los acontecimientos recientes, cómo los campesinos, que aún hoy constituyen la mayoría de la población en la mayor parte de estos países, se han adaptado y continúan adaptándose a las presiones exteriores destinadas a su explotación y, eventualmente, a su destrucción. Hacia una recomposición de los actores populares y de sus relaciones con los actores dominantes Desde el inicio de los años 2000, numerosos elementos fácticos permiten tomar en cuenta nuevas dinámicas campesinas, en relación con los cambios de las realidades locales3 y, a la vez, con la evolución de la relación campociudad. En numerosas regiones, el proceso de proletarización fue interrumpido por el aumento de los ingresos de origen no agrícola. Los pequeños campesinos supieron cuidar su tierra, incluso si esta no seguía asegurándoles una subsistencia digna, y esperaron obtenerla gracias a los ingresos que les reportaban otras actividades. El mantenimiento de los derechos a la tierra es una exigencia fundamental de los campesinos, aun cuando tengan otras oportunidades de empleo y de ingresos (Potter y Lee, 1998), de modo que actualmente los conflictos alrededor de la tierra tienen nuevas dimensiones (Aguilar, 2005). Este es el caso, sobre todo, de Indonesia y Filipinas, donde numerosas movilizaciones locales han tenido por objetivo la ocupación y la invasión de tierras (Franco, 2008). Pero, al mismo tiempo, en todos los países de la región, una gran parte de los campesinos se han vuelto trabajadores asalariados, de tiempo parcial 3 El autor usa el término villagoises, que puede ser traducido como aldeanas o lugareñas. (N. de los T.).

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o completo, en las zonas rurales o en los centros urbanos. Otra parte se han transformado en microempresarios del sector informal, rural o urbano. Este campesinado híbrido se posiciona al lado de lo que algunos han llamado el campesinado comerciante, especialmente en las regiones montañosas (Sikor y Pham, 2005). Estos campesinos híbridos hacen parte, desde entonces, de las redes de la economía popular entre el campo y las ciudades, cuyos componentes económicos, sociales y culturales son indisociables de sus dimensiones territoriales. Se puede decir que el corazón de esas redes está constituido por grupos de trabajadores o de microempresarios, que regularmente circulan entre una cuidad dada y un barrio dado de una cierta ciudad, o se alojan allí de manera más o menos regular, según el caso. En una misma región, es posible encontrar varias decenas o centenas de estas microrredes, compuestas por miembros de una misma familia extensa, o de personas ligadas por relaciones de vecindad o de proximidad local más o menos fuertes. Considerar la relación redes-territorios permite entender mejor el mantenimiento de una cierta estabilidad social, a pesar del aumento de las desigualdades en los ingresos, que es puesta en evidencia, en la mayoría de los países, por el aumento en el coeficiente de Gini. La redistribución no tiene lugar entonces entre las clases privilegiadas y las clases populares, sino, de una parte, en el seno de las redes sociales intraurbanas de la economía popular, y de otra, en las redes sociales urbanas-rurales, más o menos favorecidas, de la economía popular. Estas redes, especialmente en Asia del Sudeste, buscan ante todo mantener una cierta cohesión social en el marco de una adaptación permanente al cambio dominado, es cierto, por la lógica económica impulsada por los actores dominantes (Chatterjee, 2008). La gran mayoría del mundo campesino es un componente de una nueva economía popular, a la vez urbana y rural, que está en la base material de una dinámica nebulosa constituida por diversas categorías de actores populares. Si bien denominarlas “clases populares” no aporta nada al análisis, en todo caso son diferentes de las “clases medias”, y sobre todo de sus franjas urbanas, vinculadas a los resultados del crecimiento económico gobernado por las normas de los actores globales.

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Cada vez es más claro el límite entre estos dos tipos de actores en Asia del Sudeste. Así mismo, una dinámica de conflictos es una realidad cada vez más visible, ya sea a nivel nacional, como en el caso de Tailandia o, más frecuentemente, a través de múltiples realidades locales, como en Indonesia y Filipinas, pero también en Vietnam, Laos y Camboya, entre otros casos. El territorio es muy importante en estos conflictos, tanto en la región urbana como en la rural. Las “clases medias” urbanas quieren marcar su territorio urbano y sostienen políticas de “limpieza” de los espacios de economía popular, para reemplazarlos, frecuentemente, por proyectos que manifiestan su voluntad de “modernización” y de “globalización” (Peters, 2009). Además, la agresividad de las clases medias se traduce también en su voluntad de conquistar “territorios” rurales, puesto que quieren rediseñarlos en función de sus intereses económicos, residenciales y hasta recreativos, como en el caso de los campos de golf. A esto se suman los acaparamientos, ligados a las expropiaciones masivas de millones de hectáreas de tierras y de bosques, con el fin de adelantar megaproyectos de cultivos industriales o de cultivos industrializados de alimentos. El impacto de las relaciones de fuerza entre élites dirigentes y actores populares sobre la evolución de los sistemas políticos La retórica occidental de la gobernanza y de la democratización insiste, frecuentemente, en el interés de desarrollar procesos de descentralización que, se supone, pueden aligerar el intervencionismo estatal y ayudar al afianzamiento local de la participación ciudadana. Estudios recientes han mostrado que, en Asia del Sudeste, la existencia de una gobernanza histórica, de carácter local, a través de la cual miles de colectividades locales han intentado, desde hace siglos, definir las reglas de “convivencia” que les garanticen seguridad y su sostenibilidad (Nartsupha, 1999), pueden ser una herramienta importante para darles a las comunidades confianza en sí mismas, y para consolidar el vínculo histórico de los recursos locales y de la identidad cultural (Parnwell, 2007).

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La tentación de ciertos Estados “democratizados” es redefinir las instituciones locales, llamadas “participativas”, utilizando de una manera abundante la retórica de las virtudes de la participación. La rapidez de la puesta en práctica de esas instituciones locales puede poner en duda su verdadera naturaleza. En el caso de Filipinas y de Indonesia, el lenguaje de la participación recubre, de hecho, una voluntad frecuente de los Estados de ampliar su control sobre las colectividades que han conservado una cierta autonomía de hecho (Murray Li, 2002). Diversos programas inspirados en una visión importada del “buen gobierno”, y apoyados frecuentemente por ONG especializadas en el mercado de la conservación de los recursos naturales, han encontrado, y siguen encontrando, una oposición cada vez mayor por parte de las colectividades locales constreñidas4 por acciones que no corresponden ni a sus necesidades ni a sus prácticas ancestrales de gestión de los ecosistemas locales. Más allá de este ámbito particular, en Asia del Sudeste, como en otros países del sur, los años noventa vieron una efervescencia5 de las organizaciones llamadas de la sociedad civil, que pusieron de relieve, en el contexto regional, los discursos internacionales sobre los derechos humanos, los problemas de género, la lucha contra la pobreza, etc. En Camboya, el número de ONG pasó de cincuenta, hacia 1990, a cerca de tres mil, en 2010, la mayor parte de las cuales son financiadas desde el exterior. Esas “sociedades civiles” aparecieron en escena en medio de la crisis de 1997-1998, y se posicionaron como agentes de reformas de los Estados y de los sistemas gubernamentales. Sin embargo, también surgieron como enlaces, conscientes o involuntarios, de las intervenciones exteriores, de modo que los regímenes existentes pudieron desacreditarlas y hacer que su influencia fuera restringida, más allá de la promoción de su imagen que hacían la mayoría de los medios de comunicación occidentales. Pese a su facultad para monopolizar la palabra pública y el espacio mediático, estas organizaciones suelen tener poco peso decisivo 4 El autor usa el término embrigadées que puede ser traducido como reclutadas o acaparadas. (N. de los T.). 5 El autor usa el término efflorescence que puede ser traducido como florecimiento o prosperidad. (N. de los T.).

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respecto de los cambios en curso, excepto cuando consiguen posicionarse o recuperarse por medio de la formación o la recomposición de las organizaciones sociopolíticas (partidos, sindicatos, movimientos campesinos) que pueden influir realmente en los conflictos entre facciones dirigentes, o entre estas y los sectores populares. Paradójicamente, en los regímenes de partidos únicos (Vietnam, Laos), estas “sociedades civiles” pueden tener una cierta influencia, siempre y cuando se distancien claramente de las intervenciones exteriores y colaboren con las organizaciones de masas propias de esos países (asociaciones nacionales de campesinos, de mujeres, de jóvenes, comités de ciudad, etc.), en el marco de su rol específico en los ámbitos nacional y local (Rebhein, 2011). Mientras que, con frecuencia, los análisis convencionales ven en los nuevos medios de comunicación un factor transformador en el juego político, en varios países de la región las organizaciones sociopolíticas “tradicionales” suelen canalizar, a su favor, las potencialidades de movilización que ofrecen las nuevas tecnologías de la comunicación y las “redes sociales” virtuales, tanto en periodos electorales como en otros momentos. En los años 2000, sobre todo en Tailandia, aunque también en Malasia, Indonesia y Filipinas, las recomposiciones que acabamos de evocar han atravesado las relaciones de poder que hay entre las redes verticales de clientelismo político y las redes horizontales de la sociabilidad popular, abordadas anteriormente. Estas suelen tener dimensiones indescifrables para los observadores occidentales que tratan de descubrir en ellas una eventual emergencia “democrática”. La evolución de Tailandia en la primera década del siglo xxi es particularmente interesante desde este punto vista, no solo porque estuvo marcada por los conflictos intraélites en el proyecto modernizador, sino también por el impacto de la emergencia de actores populares relativamente autónomos en dichos conflictos. El proceso político fue transformado por la llegada al poder, en 2001, del partido Thai Rak Thai (TRT) y de su líder, el magnate multimillonario Thaksin Shinawatra, decidido a movilizar los votos de las masas rurales por medio de una política de mejoramiento de las infraestructuras de salud,

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educación y suministro de servicios básicos en el campo. De cierta manera, se aplicó una política tardía de necesidades fundamentales (basic needs) y de lucha contra la pobreza, tal y como es recomendada por todos los discursos sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio y por las organizaciones internacionales que los impulsan (Menkhoff y Rungruxsirivorn, 2011). Esta política recibió una acogida positiva por gran parte del mundo rural, pues implicó su inclusión en la escena política, monopolizada hasta ese momento por la lucha de facciones intraélites. Las élites reaccionaron de manera muy negativa ante esta situación y acusaron al gobierno de Thaksin, no solo de populismo, sino también de dilapidación de fondos públicos en objetivos contrarios a las exigencias del crecimiento y de la competitividad de la economía tailandesa. Esto condujo a un golpe de Estado en 2006 que derrocó al líder y a la crisis política permanente que le siguió. Las élites urbanas se movilizaron de manera cada vez más radical y violenta para exigir el fin de las reformas emprendidas por Thaskin. Las élites tailandesas habrían desarrollado un verdadero odio a la democracia parlamentaria si esta hubiera desembocado en el reforzamiento del lugar de las clases populares en la sociedad, ya que aquellas se consideran como las únicas que pueden representar a la sociedad civil, y no dudaron en salir a la calle (ocupaciones de los aeropuertos por los “camisas amarillas” de la People’s Alliance for Democracy [PAD]) (Charoensin-o-larn, 2010). En contraposición a estos actos, el mundo rural se movilizó para defender las reformas y exigir el retorno del primer ministro destituido. Esto provocó la ocupación, en 2010, del centro de Bangkok por parte del movimiento de los “camisas rojas”, del National United Front for Democracy against Dictatorship (UDD). La represión en este episodio, ejercida por las Fuerzas Armadas, no significó el fin de los movimientos de protesta que continuaron manifestándose. Tailandia se encuentra entonces en un estado de inestabilidad permanente, que incluso ha tenido repercusiones en las relaciones con sus vecinos (el conflicto fronterizo con Camboya se ha empeorado por elementos directamente ligados a la naturaleza de la crisis política en Tailandia) (Ferrara, 2011).

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Esos eventos apuntan más allá de la anécdota política, en tanto ponen de manifiesto los objetivos reales tras la apariencia de instituciones democráticas formales particularmente desarrolladas en Tailandia, con el pluripartidismo, una fuerte participación electoral y una proliferación de asociaciones de la sociedad civil. En realidad, esas instituciones están superpuestas a redes de poder que las utilizan o las rodean en función de sus intereses. Tales redes pueden, por ejemplo, movilizar el Poder Judicial para obstaculizar los avances de sus adversarios en las instituciones políticas (anulación de las elecciones, disolución de los partidos políticos, persecuciones y condenas a sus líderes) (Dressel, 2010). Cuando la manipulación de la ley no es suficiente para alcanzar sus objetivos, es el marco jurídico, en sí mismo, el que es modificado por un golpe de Estado con intervención del Ejército, actor central y protector de esas redes, compuestas por asesores políticos6, oficiales superiores, altos funcionarios, jueces de las altas cortes y las élites del mundo financiero y de los negocios que gravitan alrededor de un poder real7 intocable, que ha sido llamado la red de la monarquía8 (McCargo, 2005). La experiencia tailandesa de los años 2000 muestra claramente que la estrategia de esas redes informales de poder es defender, por cualquier medio, los intereses y el dominio de las antiguas y nuevas clases dirigentes. Tal experiencia evidencia, además, la naturaleza de los conflictos muy violentos entre las élites dirigentes y un movimiento popular, que ha tomado conciencia y se ha organizado, pues exige su lugar y el reconocimiento de sus intereses en el sistema político. La punta de lanza de ese movimiento no es otra que aquella que los ha visibilizado como nuevos actores populares híbridos, compuestos en gran parte por campesinos-obreros que circulan entre las ciudades y los campos. Ciertos analistas no dudan en calificar este conflicto estructural de slow-burn civil war9 (Montesano, 2011), y nada indica que el retorno al poder de los sucesores del TRT (bajo la etiqueta del People’s 6 El autor usa el término conseillers du palais, que puede traducir consejeros de palacio, en el contexto de un gobierno monárquico. (N. de los T.). 7

El autor usa el término pouvoir royal, que refiere a un poder monárquico. (N. de los T.).

8 The network monarchy, en el original. (N. de los T.). 9

En inglés en el original.

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Power Party [PPP]), después del 2011, pueda cambiar permanentemente las relaciones de fuerza. La situación de Tailandia prefigura, sin duda, la evolución futura de los países del Sudeste Asiático. La apuesta central se encuentra del lado de la recomposición de las relaciones de fuerza entre los actores de la economía política del desarrollo. De un lado, hay un bloque de élites cada vez más radicales y agresivas que defienden sus privilegios y una vía única de desarrollo, centrada en la lógica de la acumulación. Para ellas, claramente, el respeto de la “democracia formal” no se acomoda a reglas más estrictas para la repartición de los resultados del crecimiento. De otro lado, hay una emergencia de actores populares reorganizados, de los cuales hacen parte diversas categorías del campesinado. Ellos exigen la consideración de sus peticiones y, frecuentemente, de su seguridad futura en relación con la tierra y el acceso a los recursos naturales, que pueden asegurar no solamente su supervivencia, sino sobre todo el mejoramiento de sus condiciones de vida (Peemans, 2013). En la medida en que ni las élites políticas ni las élites económicas actuales están dispuestas a reconocer los intereses y las peticiones de los actores populares reorganizados, es posible pensar que los conflictos que oponen a estos dos grupos serán un componente cada vez más importante en la evolución de la región en las próximas décadas. Los poderes del Estado están evidentemente involucrados en esta evolución hacia una modernización sin riendas, violentamente conflictiva y cada vez más caótica, que tratan de controlar mal que bien. La tarea de reinventar un Estado capaz de promover un desarrollo equilibrado en sociedades profundamente desestructuradas, por el tipo de modernización en curso, parece ser un desafío insuperable. Frente a la complejidad de tales situaciones, las recurrentes presiones occidentales para avanzar a toda costa hacia el modelo de modernidad política de tipo anglosajón parecen a la vez desajustadas y muy fútiles, sobre todo desde que se han reducido a criterios definidos primero por “las exigencias de los mercados”. Un problema mayor para una reflexión en torno a la democracia y el desarrollo rural sostenible es el rechazo antiguo y persistente de los actores políticos y económicos dominantes a considerar una diversidad de caminos

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posibles de desarrollo, y no solamente la vía única de modernización centrada en las exigencias de la globalización (Potter y Badcock, 2007). Un desarrollo sostenible supone, especialmente, priorizar la búsqueda de estrategias de desarrollo urbano y rural, orientadas a mejorar la calidad del medio de vida y a satisfacer las necesidades de la mayoría de la población. Este es un punto que no está en la agenda de las élites modernizadoras, que parecen fascinadas ante todo por imágenes futuristas de ciencia ficción, con paisajes urbanos definidos por bosques de rascacielos y circuitos de autopistas con muchos niveles; y con paisajes rurales caracterizados por fincas parecidas a complejos agroindustriales basados en la química, la mecanización y la más sofisticada bioingeniería. Esto es así, tanto en Asia Oriental como en el Sudeste Asiático. Para salir de los ciclos de una violencia fundadora, que no deja de reinventarse, otro camino de desarrollo supondría una evolución hacia un modelo de democracia sustantiva (Gathii, 2000). Tal modelo tampoco está en la agenda de las élites dirigentes de la región, pero sí estará en el centro de los conflictos y de las luchas futuras. Es del resultado de estas que dependerá la emergencia, o no, de un espacio para un modo de desarrollo rural y urbano sostenible.

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Mohamed Nachi Dos años después de la revolución en Túnez, que surgió de las revueltas de los sin-palabra, sin-trabajo y sin-propiedad —que fundaron sus acciones en una triple exigencia de dignidad, igualdad y libertad—, no ha sido comprendida con claridad la profundidad social de este importante cambio político. Los tunecinos mismos tienen sentimientos contradictorios: decepción y satisfacción. Esto se debe a que, de cierta forma, su revolución ha sido confiscada: los vientos de libertad que se respiraban después del 14 de enero de 2011 han faltado en muchas ocasiones posteriores y han sido sustituidos por decisiones políticas decepcionantes (Puchot, 2012). Hasta hoy, el futuro de Túnez permanece incierto; sin embargo, tal vez sea esta la característica de toda revolución, que, rompiendo con el orden * Traducción de Andrés Felipe Mora.

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P a rt e III. ¿G lo b a l i z ac i ó n d e l a s v i o l e n c i a s , g lo b a l i z ac i ó n d e l a d e m o c r ac i a ?

la vulnerabilidad del mundo

Revolución y transición democrática en Túnez ¿la invención de un nuevo compromiso político ?*

establecido, requiere de tiempo para inventar un nuevo modelo de sociedad y hacer honor a sus promesas (Nachi, 2012). Es necesario, en consecuencia, poner en perspectiva las lógicas sociales y políticas de estos dos años de rebeliones violentas, para comprender las dificultades inherentes a la construcción de un nuevo pacto social. Desde mi perspectiva, estos movimientos de protesta —Kasba 1 y 2, Sit-in (I’tisimât), etc.— son un hecho estructurante para el establecimiento de un nuevo orden democrático, capaz de materializar los ideales fundadores de la modernidad política (igualdad, libertad, respeto por la dignidad, etc.). Ciertamente, el proceso revolucionario se ha hecho irreversible: nada llevará nuevamente a la dictadura, incluso si el horizonte de la revolución permanece incierto. Por ello, vale la pena analizar los orígenes y las causas que han hecho posible dicho proceso revolucionario. Y, para empezar, es importante anotar que la revolución tunecina no comienza el 14 de enero de 2011 (cuando huye el dictador derrocado), ni el 17 de diciembre de 2010 (con la inmolación por fuego de Mohamed Bouazizi) (Nachi, 2011a). Tiene sus orígenes en “repertorios de acción colectiva” (Tilly) y en movimientos sociales de protesta anteriores, dentro los cuales los movimientos sociales que tuvieron lugar entre 2008 y 2009 en la cuenca minera de Gafsa son los más significativos. El propósito de este texto es interrogar las condiciones de posibilidad de una cultura del compromiso (Nachi, 2012) que sería el preludio de la instauración de una democracia “sensible” (De Nanteuil, 2009) en Túnez. ¿Cómo, a lo largo de este periodo de transición, esta cultura del compromiso puede convertirse en el nuevo derrotero de la política, llegar a contener la violencia y hacer efectivos el pluralismo, la alternancia y la coexistencia pacífica? En cierta forma, la revolución tunecina es tomada aquí como un caso ejemplar para pensar la relación antinómica entre democracia y violencia. Me parece inútil el intento de investigar los orígenes exactos y las causas profundas de esta revolución: ¡Esa es todavía una empresa peligrosa! Al contrario, es posible visualizar algunos elementos de análisis sociológico, desde un punto de vista pragmático (Nachi, 2006), relativos a los motivos

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que han conducido a la revuelta, y cuya expresión se ha encarnado en las reivindicaciones y en las justificaciones legítimas de esta movilización colectiva. Inicialmente, se trataba de protestas económicas y sociales; después, las reivindicaciones se han desplazado rápidamente y se han radicalizado hasta situarse en el terreno político. Sin embargo, antes de concentrarse en el análisis de estos aspectos, es importante hacer una pausa para recordar las características esenciales del régimen dictatorial derrocado. Esto permitirá ponderar la amplitud del estado de exasperación y de humillación que vivía el pueblo tunecino antes de su movilización. Son tres los momentos del presente documento: primero, partiré de una descripción crítica de las condiciones objetivas que han hecho posible el proceso revolucionario; enseguida, analizaré las condiciones base de la justicia, en sus relaciones con el respeto y la dignidad, con el fin de comprender adecuadamente los desafíos fundamentales de esta revolución; finalmente, presento una reflexión sobre el proceso de transición democrática centrándome, entre otras cosas, en la pregunta sobre las posibilidades de invención de un nuevo compromiso político. Esto abrirá un debate esencial, aquel del laicismo y de la disyuntiva entre separación y conjugación de las esferas política, religiosa, económica, etc. Análisis descriptivo y crítico de las condiciones de la revolución tunecina Al comienzo, la población —en particular los jóvenes— protestaba contra las condiciones económicas difíciles, la corrupción y la represión policial del régimen. Los manifestantes reclamaban más justicia social y el derecho a una vida decente, en la cual la libertad estaría garantizada. Las consignas puestas en acción eran, entre otras, libertad, trabajo y dignidad. A pesar de la fuerte indignación, los ciudadanos no hicieron uso alguno de la violencia. El movimiento de protesta era espontáneo y consciente de los límites de su acción en un sistema político en el que los mínimos de libertad no eran tolerados. Las asociaciones, sindicatos, partidos políticos y la prensa eran amordazados con el pretexto de que se estaba luchando

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contra el “islamismo” y el “terrorismo”. De hecho, la dictadura del general Ben Ali era conocida por su arbitrariedad; era una de las más crueles en el mundo árabe. Por ello, es necesario saludar el coraje y la determinación del pueblo tunecino. Las manifestaciones comenzaron en la ciudad de Sidi Bouzid, centrooeste del país, el 17 de diciembre de 2010, después de la inmolación por fuego de Mohamed Bouazizi, un joven vendedor ambulante de frutas y verduras de veintiséis años de edad cuya tienda de mercado había sido confiscada por la Policía. Mohamed sucumbió a sus heridas y, el 5 de enero de 2011, cinco mil personas asistieron a su funeral. Fue él el primer mártir de la revolución y se convirtió en el símbolo de la liberación del pueblo tunecino del despotismo omnipotente del régimen de Ben Ali. Un régimen de humillaciones, desprecio y mentiras

Durante los veintitrés años del régimen de Ben Ali, no existieron las condiciones mínimas para asegurar el ejercicio de la ciudadanía, de la militancia política o de la acción sindical. Controlándolo todo, el régimen no permitía la expresión del más mínimo descontento. La opinión pública estaba amordazada y la censura era omnipresente. El ejercicio del poder por parte de Ben Ali se había personalizado paulatinamente, lo que reducía al mínimo estricto el rol de las instituciones políticas (el Parlamento no era sino una cámara de registro), judiciales (la justicia estaba a las órdenes del régimen con procesos y juicios inicuos) y de la administración pública (corrupción, nepotismo, etc). La omnipotencia del Ejecutivo fortalecía el régimen y asfixiaba el juego político, de manera que se redujo a la nada toda forma de pluralismo. La Asamblea Constitucional Democrática (ACD), partido del presidente, se confundía con el Estado y sus intereses se sobreponían al interés general. El Estado estaba al servicio del enriquecimiento personal del presidente y de la familia de su esposa, que se convirtió en una “cuasi mafia”, de acuerdo con la expresión del embajador de los Estados Unidos en Túnez. El presidente de la ACD era el mismo presidente de la República, lo que le permitía nombrar a todos los

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dirigentes a nivel político, aquellos de las federaciones y los de las secciones locales del partido. Este conjunto de hechos condujo a la frustración de una población que sufría las injusticias y las intimidaciones más graves, que se sentía ofendida, pero que no podía expresar el menor descontento. Es así como el sistema policial de control había logrado normalizar toda la sociedad utilizando los medios de represión más crueles: irrespeto a las reglas elementales del derecho, fabricación de pruebas falsas, juicios inicuos, vicios de forma y penas severas; esto sin hablar de la tortura, cuyo uso era recurrente. Adicionalmente, el nepotismo y la corrupción se habían convertido en una parte esencial del régimen. La esposa del presidente, junto con los miembros de su familia —aquello que se denominó clan Trabelsi—, se había convertido para los tunecinos en símbolo del mercantilismo, del arribismo y de la corrupción generalizada. Extendiéndose cada vez más, el clan Trabelsi controlaba la parte más grande de la economía del país. La mayor parte de los sectores de la economía tunecina —inmobiliario, industrial, financiero, bancario, turístico, etc.— estaban en manos de diversos miembros de este clan familiar corrupto. Las desigualdades evidentes

Diversos observadores externos señalaron el relativo éxito económico del Estado tunecino al tomar como referente la tasa de crecimiento económico oficialmente declarada, de entre el 4 % y el 5 %. En honor a la verdad, no había nada de realidad en dicho éxito. Por otra parte, se sabe también que la relativa prosperidad económica del país se había hecho en provecho de una minoría que, beneficiándose de ventajas fiscales exorbitantes y usando medios ilegales, había expoliado los bienes públicos y las riquezas del país. Las empresas públicas importantes fueron privatizadas y vendidas a precios irrisorios; varias empresas privadas han sido creadas y financiadas con fondos públicos. La consecuencia fue que una minoría de ricos, alrededor del 10 % de la población, disponía de más de la tercera parte del

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PIB; mientras que los más pobres, alrededor del 30 %, se contentaban con menos del 10 % del PIB. Por su parte, el desempleo afectaba a entre el 15 % y el 20 % de la población y, en el caso de los jóvenes profesionales, ascendía al 30 %. A las desigualdades sociales se unían las desigualdades y disparidades regionales. En efecto, el desarrollo económico, las inversiones inmobiliarias y el turismo se concentraban principalmente alrededor de la capital y en las regiones costeras del nordeste y de Sahel. Las regiones del interior no se beneficiaban de este desarrollo económico y continuaban siendo zonas rurales muy pobres, en desventaja y afectadas por el desempleo. De ahí que existiera un sentimiento profundo de injusticia que los habitantes de estas regiones no han parado de manifestar. Ellos se reconocían víctimas de una discriminación regional que agravaba la pobreza y reducía las oportunidades de éxito de los jóvenes. Por lo tanto, no es por azar que las manifestaciones y reivindicaciones se hayan iniciado en Sidi Bouzid, una región del interior, rural y pobre. Entre la igualdad, el respeto y la dignidad: las condiciones de la justicia social En este panorama ¿dónde se encuentra la justicia? ¿porqué razón los manifestantes han utilizado las fuertes consignas de libertad, trabajo y dignidad? Estas tuvieron un eco considerable entre la población: movilizaron a personas en todas las latitudes, en todas las ciudades y en todas las regiones. Esas son las primeras preguntas que vienen a la mente cuando se quiere comprender los motivos que constituyen el origen del desencadenamiento de esta revolución de la indignación. Por una parte, innegablemente existe un problema de justicia distributiva: no todos los tunecinos se beneficiaban de los frutos del desarrollo económico. Como lo he señalado más arriba, las riquezas del país eran acaparadas por un puñado de privilegiados. En cierto momento, la clase media había sacado provecho del crecimiento económico, pero la crisis debilitó su poder de compra.

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Por otra, se puede decir que, cuando las reglas del derecho y los valores morales más elementales son trasgredidos o violados, cuando el respeto y la dignidad de las personas son negados, no hay duda de que la justicia cede su lugar a la injusticia y los signos de aceptación o de aprobación se transforman en gritos de indignación y de revuelta. El grito “¡Esto es injusto!” marca el acceso al dominio del derecho. La justicia supone innegablemente signos de respeto y de dignidad, mientras que la injusticia engendra humillación y desprecio. La justicia social no es comprensible sin que se cumplan las exigencias de respeto a las personas y de igual dignidad para todos (Kis, 1989). Sin embargo, como lo observa Ernest Bloch, “creemos adivinar aquello que es ‘justo’. Pero precisamente esta palabra tiene aspectos cambiantes. Desde el comienzo varias cosas se mezclan” (Bloch, 1976, p. 15). No obstante, la explosión de cólera en Túnez nos ofrece la oportunidad de descubrir aquello que esas “cosas” son, aquello que se mezcla o, podríamos decir, aquello que se encaja. Venimos de recordar que en la justicia se combinan imperativos de imparcialidad, igualdad y mérito, pero también exigencias de respeto y de dignidad del ser humano, independientemente de su pertenencia regional o de su clase social. Es imposible exponer en pocas páginas la importancia de todos los elementos que se mezclan en la idea de justicia. Voy a limitarme, en consecuencia, al análisis de la importancia del respeto y de la dignidad para garantizar una verdadera justicia social. La noción de respeto es bastante compleja. Podemos decir que se trata de un concepto ambiguo y polisémico. Como lo observa Iris Murdoch: “el respeto es un concepto discreto, distante; ambiguo. Él se emparenta con la estima, la consideración, la deferencia” (Murdoch, 1993, p. 10). El respeto hace parte también de los derechos de las personas. El imperativo es reconocer a la persona como poseedora de derechos y de deberes inalienables. El vínculo más evidente entre justicia y respeto aparece claramente en Jhon Rawls, para quien la noción de respeto ocupa un lugar central en su teoría de la justicia como equidad (Rawls, 1987). De acuerdo con dicho

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autor, el respeto es una condición de base garantizada por los principios de justicia en una sociedad bien ordenada. Se trata, de hecho, del “respeto de sí mismo”, que es considerado como un bien primario, tal vez el más importante, desde su perspectiva. Entonces, “uno de los rasgos deseables de una concepción de la justicia es que exprese públicamente el respeto que los hombres deben profesarse unos a otros” (Rawls, 1987, p. 209) Para analizar en profundidad la cuestión del respeto es importante distinguir con claridad el respeto de sí (self-respect) de la estima de sí (selfesteem). Esta distinción es importante en un autor como Paul Ricœur, quien sugiere establecer un vínculo entre la “estima del sí y la evaluación ética de nuestras acciones con miras a una vida buena” y el “respeto de sí y la evaluación moral de estas mismas acciones sometidas al test de la universalización de las máximas morales”. Juntas, la estima de sí y el respeto de sí “definen al sujeto humano como sujeto de imputación […] nos respetamos cuando somos capaces de juzgar imparcialmente nuestras propias acciones. Estima de sí y respeto de sí se dirigen, en cada caso, a un sujeto capaz” (Ricœur, 1993, p. 98). Esta distinción puede revelarse útil para comprender mejor la reacción de la población tunecina que se sentía humillada por un régimen opresivo que le había faltado totalmente al respeto. Desde este punto de vista, el respeto de sí debe ser considerado como el hecho de defender los derechos propios, de resistir a todo aquello que pueda pisotearlos, de rechazar el ser utilizado, manipulado, explotado o degradado. Cuando es negado, el respeto de sí incita al rechazo de toda humillación y provoca la indignación, la protesta y la revuelta. Esto corresponde perfectamente a la reacción de los manifestantes que han resistido frente a la intransigencia y la violencia con las que las autoridades los han tratado. La noción de respeto se presenta como una idea esencial para abordar la cuestión de la justicia social. Refuerza aquellos desarrollos que insisten en que la justicia social implica lo que propongo llamar una ética del respeto: respeto de los derechos individuales y colectivos, respeto de las personas, de los procesos, etc. Esta ética del respeto debe estar en el fundamento de todo contrato social, de todo pacto político que haga parte del origen de

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un régimen democrático. Debe estar en la base de la construcción de un compromiso político, de una cultura del compromiso. Sin embargo, como lo ha mostrado la revolución tunecina, el respeto no puede ser ofrecido; debe ser reivindicado y conquistado. Además, supone la construcción de instituciones políticas que garanticen la protección de la dignidad y los derechos fundamentales de los ciudadanos. Una de las principales enseñanzas de esta revolución es que el pueblo tunecino, incluso antes de reclamar ciertos derechos económicos, sociales o culturales, ha reivindicado en primer lugar la necesidad de disponer de ese “derecho fundamental al respeto”, y lo que él implica en términos de dignidad y de igualdad (Kis, 1989). Este derecho básico, el de ser respetado, es la condición necesaria para que cada ciudadano tunecino pueda convertirse en sujeto de derecho —el “derecho de tener derechos”, según la expresión de Hannah Arendt— y, de esa manera, llegar a ser considerado como una persona capaz de participar en la construcción de un espacio político en el que la igualdad y la diferencia (Ikhtilâf) son a la vez legitimadas y garantizadas por las instituciones y los aparatos del Estado (Nachi, 2011). Las incertidumbres de la transición democrática La libertad es ante todo una conquista. Esta es una de las mayores enseñanzas que se debe extraer de la revolución tunecina. La libertad es el valor central que define la transición democrática. Sin embargo, una vez conquistada, la libertad es llevada a la práctica para ser ejercida y puesta a prueba. Esto supone, por una parte, asegurar la elaboración de un orden legal que determine las condiciones de su ejercicio y las esferas en el seno de las cuales pueda realizarse. Es una cuestión de las fronteras a conjugar (Nachi, 2011c): la libertad de los unos comienza donde termina la libertad de los demás, según el viejo adagio. La puesta en práctica de la libertad supone, por otra parte la delimitación de las fronteras entre los poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial); y entre la esfera del Estado, aquella del partido en el poder y la de la sociedad civil. Este arte de la conjugación debe ser

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institucionalizado, pero exige concertaciones, debates públicos y aprendizajes colectivos que sirvan de base para la construcción de un Estado de derecho fundado sobre el compromiso (Nachi, 2011b). De esta manera, es claro que el derecho ocupa un rol crucial en la transición de la revolución hacia el ejercicio de la libertad y de la democracia. Es esta la situación que vive actualmente la Asamblea Constituyente de Túnez, que tiene por tarea la elaboración de una nueva constitución. Pero ¿qué tipo de rol debe jugar el derecho para asegurar el paso de una situación insurreccional hacia un modelo transicional democrático? Sabemos que el orden legal del antiguo régimen ha caducado de facto; esta es una de las consecuencias de la revolución. El conjunto de su arsenal jurídico debe ser puesto en cuestión porque, de una parte, ha perdido toda legitimidad y, de otra, ha sido establecido sobre unos principios injustos: la constitución, la ley electoral, las normas de la prensa, etc. estaban al servicio de la dictadura y de su sostenimiento, y no constituían la expresión del interés general o de la voluntad popular. En consecuencia, es necesario proceder al desmantelamiento de tal arsenal jurídico para construir un nuevo orden legal justo que sustente su legitimidad en los principios de la revolución. Dicho desmantelamiento es la tarea que le ha sido conferida a la Alta Comisión de las Reformas Políticas, presidida por el jurista tunecino Yadh Ben Achour; y el rol que se le ha otorgado a la Asamblea Constituyente, desde su elección. No obstante, el orden jurídico del antiguo régimen no ha sido plenamente desmantelado y ciertas leyes que vulneran la libertad permanecen en vigor. Sin embargo, en lo esencial, el antiguo orden legal ha sido abandonado: abrogación de la Constitución, disolución de las asambleas y de los concejos municipales y regionales, etc. Por otra parte, el nuevo orden legal no debe desligarse del orden social que, por definición, es heterogéneo y está conformado por toda suerte de conflictos, diferencias (Ikhtilâfât) y luchas sociales (Nachi, 2011). Dicho orden debe traducir esta situación de relaciones de fuerza para ser considerado legítimo y justo. Eso supone un nuevo contrato social y un pacto político que ratifique y asuma estas diferencias, lo cual implica

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elaborar compromisos políticos viables que no excluyan a ninguno de los movimientos y componentes de la sociedad que rechace la violencia. El proceso de transición requiere la institucionalización del conflicto, la instauración de los nuevos poderes legítimos y la definición de las nuevas reglas del juego político: procedimiento de sufragio universal fundado en la soberanía del pueblo, escogencia del escrutinio por la organización de las elecciones (mayoritaria o proporcional), naturaleza del régimen político (presidencial o parlamentario), etc. Todas estas cuestiones deben convertirse en el objeto de debates, concertaciones y compromisos entre el conjunto de fuerzas vivas de la nación, y no en un asunto restringido a un puñado de tecnócratas o expertos —sin importar cuán competentes sean— que decidan en lugar de aquellos que han hecho la revolución. Sin embargo, no se debe ignorar la existencia de zonas sombrías en el proceso actual de transición. Esto supone la implementación de formas jurídicas que institucionalicen los objetivos de la revolución y que determinen los nuevos lugares del poder. Empero, varias acciones y decisiones del gobierno provisorio han sido tomadas sin verdadera concertación. Por ejemplo, la nominación de algunos responsables en los cargos directivos de los medios de comunicación. También, el nombramiento de los nuevos gobernadores se ha hecho de forma unilateral por parte del ministro del Interior, que ha puesto en el cargo a personalidades procedentes de su partido, Ennahdha. Incluso, la nominación de algunos embajadores por parte del ministro de Asuntos Exteriores se ha realizado bajo una lógica de continuidad del antiguo régimen. En todo caso, estas decisiones han suscitado la reacción de la población, que ha expresado sus descontentos mediante protestas y manifestaciones. En ciertas regiones, los ciudadanos se han movilizado para exigir la salida de gobernadores que acababan de ser nombrados y lo han obtenido. De otra parte, y probablemente para calmar los ánimos, el ministro del Interior ha decidido “congelar las actividades de la ACD”, a la espera de su disolución como resultado de una decisión de la justicia, de acuerdo con el procedimiento legal requerido. Algunas semanas después, la ACD ha sido disuelta.

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Parece claro que la voluntad popular continúa jugando un rol de contrapoder que tiene el fin de preservar las conquistas de la revolución y cambiar las prácticas antidemocráticas del antiguo régimen. Es esta una de las mayores consecuencias de la revolución tunecina y del desarrollo y la consolidación de la resistencia de la sociedad civil y del movimiento sindical Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT). En numerosas ocasiones, frente a la movilización de la población, el gobierno provisional ha debido replantear sus decisiones. Un testimonio de la vigilancia y la vitalidad de la sociedad civil, así como de la resistencia, ha sido la movilización contra el proyecto de Ennahdha de inscribir en la Constitución la Shari’a como fuente de derecho. Una movilización colectiva similar se pronunció en contra de la voluntad de Ennahdha de cambiar el principio constitucional de igualdad entre hombres y mujeres por aquel de “complementariedad”. En diversas ocasiones la sociedad civil ha podido hacer escuchar su voz y ha obligado al gobierno —e incluso a la Asamblea Constituyente— a replantear sus posiciones. Estas prácticas de resistencia que acompañan el proceso de transición han perdurado y se han constituido en una prueba de éxito en la transición de la revolución hacia un Estado de derecho verdaderamente democrático. La vigilancia del pueblo tunecino y la conciencia de su rol histórico en este momento crucial de transición son las condiciones de éxito de su revolución. La invención de un nuevo modelo de compromiso. El arte de la conjugación La transición democrática en Túnez es un momento determinante para definir los fundamentos del futuro modelo de sociedad y del régimen político que el pueblo tunecino desea instaurar (la Asamblea Constituyente trabaja en la elaboración de una nueva Constitución). Es evidente que las decisiones de hoy determinarán los contornos de la sociedad del mañana, de sus principios y valores, y de las instituciones sociales, culturales y políticas que la compondrán (Nachi, 2011c). Por esta razón, dichas decisiones deben estar al servicio de la realiza-

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ción de los objetivos de la revolución: trabajo, libertad y dignidad. Pero deben también, desde mi punto de vista, ser razonadas, es decir, ser realizadas en el marco de debates públicos serenos y de controversias entre las fuerzas vivas del país. Brevemente: deben ser la expresión de compromisos verdaderos, viables, legítimos y justos. Sin embargo, la realidad del proceso de transición muestra que la revolución tiene adversarios, en particular, los defensores intransigentes del antiguo régimen y los movimientos conservadores. De esta manera, la revolución engendra la contrarrevolución y es portadora de sus propios adversarios, aquellos que resisten para preservar el orden antiguo. Como ha sido común en otros lugares, en Túnez las fuerzas contrarrevolucionarias se han unido de manera progresiva para frenar el impulso revolucionario, lo cual se hace evidente en el carácter violento de ciertos eventos. La violencia ha alcanzado su paroxismo con dos asesinatos: el del representante regional (Tataouine) del partido de oposición Nidaa Touneset, en octubre de 2012, y el de ChokriBelaïd, una de las figuras emblemáticas de la oposición radical en Túnez, el 6 de febrero de 2013. Esta violencia es un escollo para la revolución tunecina y puede poner en peligro el proceso de transición democrática. Es por eso que toda reflexión sobre este proceso debe tener en cuenta la violencia en tanto componente contrarrevolucionario. Uso político de lo religioso: violencia, retorno de lo reprimido y doble discurso

Ha quedado claro que la cuestión del lugar de lo religioso en la futura sociedad tunecina y en la organización de sus instituciones sociales y políticas ha sido una de las más controvertidas. Sobre este aspecto, ha habido un gran debate en el seno de la Asamblea Constituyente, pero también en el espacio público, en la sociedad civil y en las organizaciones políticas. El debate alrededor de la definición del artículo primero de la Constitución apenas ha comenzado y las posiciones se han endurecido1. 1

Recuerdo la antigua formulación considerada por muchos como un compromiso que debería

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Cuando se despierta el interés en estos debates, lo primero que sorprende son las confusiones que reinan en las discusiones alrededor de la laicidad y de la relación entre religión y política, en un contexto marcado por la pasión y la sanción ¡El debate está mutilado! Desde el comienzo de la revolución, las polémicas, manifestaciones y acciones políticas referentes a estas cuestiones no dejan de multiplicarse, por lo que ocupan un gran espacio dentro de los debates públicos e ilustran, a la vez, la amplitud del problema y la importancia de la cuestión religiosa en la definición del futuro Estado de derecho. Algunos partidos y movimientos políticos (de tendencia islamista) se sirven cada vez más de la cuestión de la laicidad en las arenas públicas como estandarte para desviar los debates alrededor de verdaderas cuestiones sociales, económicas o políticas, de modo que intentan imponer sus puntos de vista a nombre de pretendidos valores islámicos. A decir verdad, los tunecinos, conocidos por su moderación y su sentido de compromiso, se sienten amenazados y no cesan de expresar su temor frente a los comportamientos agresivos y a veces violentos de estos movimientos llamados salafistas. Tres ejemplos, entre otros, permiten ilustrar la situación que ha imperado a lo largo del periodo que ha seguido a las elecciones de la Asamblea Constituyente del 23 de octubre. Primero, la gran polémica alrededor de la película de la productora tunecina Nadia El-Féni, que trata justamente el lugar de la laicidad en Túnez, específicamente acerca de la mala interpretación de su título Ni Dios, ni maestro. Los islamistas le reprochan haber “atacado el islam”, no haber respetado los valores religiosos de la sociedad tunecina ni su identidad musulmana. El-Féni ha sido objeto de intimidaciones, de ataques violentos en Internet y de amenazas de muerte, lo cual obligó a la productora a cambiar el título de su película, ante lo que optó por Laicidad, Incha’Allah. Como segundo ejemplo, me parece importante hablar de aquello que ha pasado en bastantes mezquitas. Los islamistas conocidos como salafistas ser mantenido. El artículo primero de la Constitución del 1.º de junio de 1959 enuncia: “Túnez es un Estado libre, independiente y soberano; su religión es el islam, su lengua el árabe y su régimen la república”.

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han acordonado sus lugares sagrados desde el comienzo de la revolución y han llegado a destituir a los antiguos imanes, nombrados bajo el antiguo régimen, para instalar a los suyos. En presencia de creyentes moderados habituados a vivir un islam pacífico, han cambiado, a veces de forma brutal, diversos rituales y prácticas religiosas: en ciertos lugares han desfasado la hora de la plegaria, y en otros, han impuesto nuevas reglas extranjeras al rito malékite para cumplir las abluciones, rezos y recitales del Corán. Por otra parte, los salafistas también han politizado la función de la mezquita: de un lugar de plegarias y contemplación, lo han transformado en escenario de discusiones políticas (halakât) y de enseñanzas para los jóvenes en búsqueda de identidad. En Ezzahra, periferia de Túnez, han incluso utilizado la mezquita para la enseñanza del karate a los niños. Aunque la mayoría de las mezquitas no se encuentra bajo el control de estos grupos de islamistas radicales, es importante recordar que, con el consentimiento mismo del ministro del Interior, varias continúan actualmente bajo su control. El último ejemplo se asocia a las polémicas relacionadas con la emisión religiosa Saha chribetkom, llevada a cabo a partir del primer día del mes del ramadán. Dichas polémicas son signos reveladores de la amalgama entre predicación religiosa y propaganda política, y del doble lenguaje utilizado por el partido de Ennahdha. En efecto, la cadena de televisión Hannibal TV ha destinado una hora de gran audiencia (justo antes del inicio del ayuno) a la presentación de una emisión que se pretende “teológica y de educación religiosa”. La tarea ha sido encomendada a Abdelfattah Mourou, abogado y uno de los fundadores del movimiento. Sin embargo, todos saben que A. Mourou es un dirigente político que juega un rol influyente en el seno del partido Ennahdha. Participa a nombre de dicho partido en frecuentes encuentros y reuniones oficiales, lo que constituye una transgresión manifiesta de la regla de neutralidad, más aún cuando se avecinan decisiones fundamentales en la Asamblea Constituyente. Esta situación ha suscitado fuertes críticas por parte de numerosas instancias profesionales, pero también de partidos

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de izquierda, representantes de la sociedad civil y movimientos asociativos: todos denuncian los atentados a los principios de neutralidad y pluralismo, así como la actitud parcializada de Hannibal TV. Después de haber recibido numerosas quejas, la Instancia Nacional por la Reforma de la Información y la Comunicación (Inric) se apropió del asunto y recomendó a la cadena detener la difusión de este programa y confiar la presentación de tales emisiones a teólogos independientes. Desde entonces, otros problemas han surgido. Entre los más significativos se encuentra la situación del “porte del niqap”, en la Universidad de Ciencias Humanas de Manouba. Pero la violencia política ha encontrado su paroxismo en el asesinato del líder de izquierda radical y militante de los derechos humanos, Chokri Belaïd, frente a su casa, el miércoles 6 de febrero de 2013. Después de este terrible asesinato, Túnez se encuentra en una encrucijada. Laicidad: el gran malentendido

Los debates alrededor de la laicidad en Túnez son bastante simplistas y provocan muchas crispaciones y malentendidos. En efecto, la laicidad es usualmente asociada al ateísmo, al rechazo y exclusión de la religión, a la antirreligión, etc. Estas visiones se han extendido de manera notoria entre los sectores populares y otros sectores de la sociedad (clase media, diversos grupos de la élite tunecina, etc.). Estas percepciones equivocadas son alimentadas por los argumentos presentados por movimientos del islam político, principalmente los salafistas, que entienden la laicidad como una amenaza para el islam y como un grave peligro para la libertad de creencias. De otro lado, ciertas franjas de la élite tunecina, encabezadas por determinados intelectuales y movimientos de izquierda, defienden, desde mi punto de vista, una concepción demasiado rígida de la laicidad —calcada del modelo francés—. Para ellos, esta concepción sería la única capaz de garantizar las libertades individuales y colectivas: libertad de creencias (o de no creer), libertad de culto, libertad de expresión, etc.

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A decir verdad, esta concepción no tiene en cuenta la especificidad de la sociedad tunecina, de su historia, de sus dinámicas sociales ni de su identidad como sociedad árabe-islámica. En mi opinión, no se debería subestimar el hecho de que se trata de una sociedad con orígenes e influencias múltiples, entre las cuales se encuentran el islam y la cultura islámica. En el fondo, si se reflexiona bien sobre el asunto, es claro que la religión ¡no es lo esencial del problema! Al contrario, el uso que de ella han hecho algunos grupos radicales del islam político y del partido Ennahdha es el origen de problemas espinosos, principalmente cuando intentan fundar sobre preceptos del islam la organización y el funcionamiento del conjunto de las instituciones, o cuando reivindican la aplicación de la Shari’a, tal como lo muestra el debate que ha tenido lugar sobre el artículo primero de la Constitución. Yo no creo que la trasposición del modelo de laicidad francés sea la solución más adecuada para definir el lugar de la religión en una futura sociedad tunecina pluralista y democrática. En primer lugar, se trata de un modelo específico para la sociedad francesa que no es muy extendido en otras sociedades occidentales —de hecho, algunos hablan de “la excepción francesa”, ya que allí la laicidad ha sido tradicionalmente formulada en el marco de conflictos entre católicos y laicos—. De otra parte, dicho modelo de laicidad impone el principio de la separación entre lo político y lo religioso, así como la neutralidad religiosa del Estado, pero la separación y la neutralidad del Estado no son tan reales como se pretende. La separación de lo político y de la religión está por materializarse en la historia política de la sociedad francesa. En esta perspectiva, mi análisis se une al presentado por Étienne Balibar, quien, en su último libro, pone en evidencia las dimensiones políticas de las tensiones religiosas que subyacen en los debates sobre la laicidad y, más particularmente, en las controversias asociadas al porte del velo islámico (Balibar, 2012). Para muchos, la invocación de la laicidad por diversos tunecinos es una retórica que no necesariamente sirve a los objetivos de la revolución. La laicidad se ha convertido, en el contexto posrevolucionario, en una cuestión tan politizada que en adelante será bastante difícil llegar a un

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consenso alrededor de su formulación. Más aún, debe ser posible hablar de la emancipación de la mujer, del respeto a la dignidad humana y de los derechos fundamentales sin invocar la laicidad ni reafirmar el principio de separación entre lo político y lo religioso. Para sus defensores incondicionales, la laicidad sería la única garante del respeto por la igualdad entre hombres y mujeres, de la neutralidad del Estado, etc. Todo ello sería posible en la medida en que la laicidad instaure el principio de separación entre las esferas pública y privada, de modo que confine la religión a la vida privada. Ciertamente, las exigencias de libertad y de igualdad están entre las que se consideran fundamentales para la construcción del Estado de derecho y para el establecimiento de un régimen político verdaderamente democrático. Pero la cuestión es la siguiente: ¿por qué estamos empecinados en focalizar el debate alrededor de la laicidad? ¿La laicidad sería la única alternativa posible? ¿Debemos tomar como conquista la separación entre lo político y lo religioso? Frente a estas cuestiones es necesario abrir un debate sereno que permita la emergencia de respuestas novedosas adaptadas a la situación poscolonial/posrevolucionaria actual y a las demandas y expectativas de la sociedad tunecina. El pueblo tunecino ha hecho su revolución; a él le incumbe inventar el modelo de sociedad mediante el cual pueda materializar sus aspiraciones de libertad, dignidad y justicia social. Me parece más riguroso confiar en su capacidad y permitirle suministrar la solución que más le convenga, en lugar de subestimar su imaginación creadora. Arte de la separación versus arte de la conjugación

Para terminar, es conveniente volver sobre la idea de “conjugar” y de su diferencia con aquella de “separar” (Nachi, 2011c). Al respecto, podemos decir que en los fundamentos de la política moderna se encuentra el principio de separación de poderes, pero también el de separación de esferas. Cada esfera tiene o adquiere su integridad propia, su autonomía, y de dicha autonomía depende el modelo de libertad en su forma ideal. La

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libertad se asocia a la separación porque esta última asegura la autonomía. Aquello que Michael Walzer denomina el arte de la separación da forma a nuestra realidad política y social, y así hace posible la distinción de lo político, lo económico, lo científico y, por supuesto, lo religioso. Podemos interrogarnos sobre la eficacia de este modelo, sobre sus virtudes y sus fracasos, sin embargo, es necesario admitir que, después de mucho tiempo, hoy asistimos a una reducción del campo de ejercicio de la libertad. En cuanto a la separación, es claro que no está siempre garantizada: constatamos, por ejemplo, que la influencia de la economía se ha extendido, lo que reduce, a veces drásticamente, el espacio de otras esferas, tal y como ha ocurrido con la política. La revolución tunecina nos ha recordado que la libertad no puede existir sin dignidad, y que no existe dignidad sin medios decentes de existencia. Es difícil, por lo tanto, separar lo económico de lo político, porque en todo ser humano lo económico y lo político se conjugan inevitablemente. Lo mismo ocurre para lo religioso y para lo político. Marx expresaba de manera clara dicha idea: “la diferencia entre el hombre religioso y el ciudadano, es la diferencia entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornalero y el ciudadano, entre el propietario inmobiliario y el ciudadano, entre el individuo vivo y el ciudadano”. El problema es, por lo tanto, definir la libertad real, que tiene que ver, en efecto, con la posibilidad de garantizar la emancipación de la mujer, el respeto de la dignidad humana y los derechos fundamentales de las personas. Por esto pienso que la palabra clave que toma la libertad (Hurriyya y no laicidad) y la diferencia (Ikhtilâf y no la soberanía individual) como horizonte es la palabra conjugar. Esta es una alternativa explícita al modelo que toma la separación como principio primario. Hablar de un arte de la conjugación en este contexto es buscar un fundamento “gramatical”, definir una gramática de lo político a partir del binomio Hurriyya (libertad) y Ikhtilâf (diferencia). Es hacer un llamado a otro tipo de imaginación política. Explorar un proyecto político común será menos una cuestión de separación que de reconocimiento del conflicto y del debate. Podremos

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entonces ubicar la cuestión de la libertad no como el modelo de la laicidad como separación, sino desde otra óptica y con otra gramática: como un modelo de sociedad en el que el pueblo tunecino será a la vez el inventor y el primer beneficiario de dicha libertad. Se tratará entonces de otra forma de hacer, que busca más conjugar que separar. Es lo que yo llamo un arte de la conjugación. El compromiso consiste en conjugar principios diferentes y opuestos, como Hurriyya (libertad) e Ikhtilâf (diferencia). A manera de obertura ¿A qué conclusión provisional nos conduce esta reflexión sobre las condiciones básicas de la justicia y el análisis del proceso de transición en curso? Primero, la ruptura se deja entrever, aunque no de manera total: Túnez está pasando de una dictadura cruel a aquello que podríamos llamar una situación transicional, todavía marcada por la impronta de la incertidumbre y la indeterminación. Esta revolución se ha probado como un momento formidable de búsqueda de libertad y de dignidad. De otra parte, para quien quiera interrogarse sobre tal proceso de transición, el derecho es un campo de elección. Han ocurrido sin duda, en el curso de esta revolución, abusos e infracciones al derecho, pero de una manera general, el pueblo tunecino ha demostrado su interés por actuar dentro de un cuadro legal que mantenga como principio la nueva legitimidad revolucionaria. El pueblo tunecino se ha mostrado audaz en este momento revolucionario. No debe caer ahora en la timidez, no debe ser atravesado por la duda o poner en cuestión la perspectiva de su revolución, porque algo único, todavía indeterminado, está produciéndose. El futuro del proceso revolucionario dependerá entonces de la voluntad popular de ejercer control sobre las decisiones y las orientaciones institucionales, políticas y económicas que serán aprobadas a lo largo de los próximos meses. En este momento, en Túnez, una nueva ciudadanía (mouwâtana), fundada sobre las ideas de libertad e igualdad, se está edificando. Se espera

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que este impulso triunfe en la definición de un nuevo compromiso político; existe la expectativa de que el pueblo tunecino se comprometerá definitivamente con el camino de la libertad y la democracia sin recaer en las fuertes arbitrariedades que soportó en el pasado.

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 _

Parte IV.

Aperturas… M i r a d a s f i lo s ó f i c a , h i s t ó r i c a y j u r í d i c a

C o n t e n i d o p a r t e IV .

» Patrice Canivez

Eric Weil. Violencia y democracia en un mundo globalizado Filosofía y política Comunidad y sociedad El conflicto entre el Estado y la sociedad

» Hugo Fazio Vengoa

Violencia, democracia e historia global El fin de la historia El choque de las civilizaciones Globalización: sentido y alcance Representaciones de un entramado global Rasgos específicos de nuestro presente Constelación global, tiempo y espacio La necesidad de historizar globalmente la democracia y la violencia A guisa de conclusión

» Hernando Valencia Villa

Justicia transicional y derechos humanos. Sus aportes para el mundo contemporáneo Experiencias Lecciones El derecho a la justicia

323 323 326 330

343 344 347 348 351 353 357 357 360

363 365 374 376

en un mundo globalizado *

Patrice Canivez Filosofía y política El problema de la violencia se encuentra en el corazón de la filosofía de Eric Weil. Allí, la violencia es considerada en sus diferentes dimensiones: violencia de la naturaleza, violencia social y política, y violencia de la pasión autodestructiva. Pero la cuestión central es la de las relaciones entre violencia y discurso. Weil parte de una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de diálogo filosófico y, en el plano político, de una discusión racional y razonable. Es en el marco de esta reflexión que este autor desarrolla una teoría de la democracia que se inscribe en la perspectiva de un mundo globalizado —en términos de Weil, del desarrollo de una sociedad mundial—. Esta perspectiva aparece de inmediato en su definición de la política. Por oposición a *

Traducción de Andrés Felipe Mora.

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histórica y jurídica

P a r t e IV . A p e r t u r a s ... M i r a d a s f i l ó s o f i c a ,

la vulnerabilidad del mundo

Eric Weil. Violencia y democracia

la moral, que es la acción del individuo sobre sí mismo, la acción política es “la acción razonable y universal sobre el género humano” (Weil, 2000a, p.12). Sin embargo, es necesario distinguir las concepciones que el filósofo y el hombre político elaboran de la política. La filosofía, como práctica de diálogo, asigna a la política un objetivo moral que tiene dos aspectos. En primer lugar, la intención de contribuir a la emergencia de un mundo donde todo ser humano tenga la posibilidad real de acceder a la autonomía moral; es decir, donde pueda tomar sus propias decisiones sobre la base de principios comprensibles y admisibles por todos. En las condiciones del mundo actual, ese no es el caso, lo que se debe a la violencia y a todas las formas que esta adquiere: natural, socioeconómica y política. Mientras que el individuo no sea liberado de la violencia, no puede vivir una vida que sea verdaderamente suya. La violencia de la naturaleza impone el imperativo de la supervivencia sobre todas las cosas. La violencia social y política perjudica al individuo en tanto que miembro de un grupo o de un estrato social, de una nación o de una minoría; le impone el destino de su grupo o de su comunidad. Un mundo en el que esta violencia se redujera conllevaría el final de las luchas sociales y de los conflictos internacionales. Por la misma razón, ese sería un mundo donde todo individuo humano tendría la libertad real de llevar una existencia autónoma, no en el aislamiento, sino en la libre elección de sus pertenencias y de sus modalidades de pertenencia. En segundo lugar, el objetivo de la acción es el surgimiento de un mundo donde todo ser humano pueda hacer valorar sus derechos por medio de la palabra. En el mundo actual, este tampoco es el caso. La eficacia del diálogo o de la discusión depende de los límites en los que los interlocutores están dispuestos a dejarse convencer por el mejor argumento, pero también, a modificar en consecuencia sus posiciones y su forma de actuar. En cambio, los límites impuestos a la discusión excluyen a los individuos mediante el uso de la violencia: violencia de la restricción o de la destrucción, violencia de la instrumentalización o de la manipulación. De ahí que no sea suficiente definir las normas de la acción comunicacional; es necesario precisar las condiciones en las cuales la acción a través de la discusión puede ser realmente eficaz.

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La tarea de la filosofía es promover el diálogo. Es debido a este objetivo que el filósofo —y de manera general el hombre de cultura— participa en el mundo de la acción. Él es, en la mayor parte de los casos, un docente y un educador; enseña la práctica del diálogo y contribuye a la difusión de una cultura de la discusión argumentada1. En tanto que participa en los debates públicos, el filósofo debe promover esta práctica en el conjunto de la sociedad. Pero, en tanto que la filosofía es política, esta debe pensar también las condiciones de posibilidad de eficacia del discurso, de la discusión razonable. Esto quiere decir que la filosofía debe interrogarse sobre las condiciones de su propia recepción, sobre el efecto de su propia práctica en la sociedad tal cual es. Idealmente, las condiciones de una acción basada únicamente en el intercambio de argumentos implican la ausencia de relaciones de fuerza; cumplen los requisitos de un acceso universal a la autonomía moral, es decir, al surgimiento de un mundo liberado de los conflictos sociales, comunitarios e interestatales. Un mundo prefigurado por estas condiciones es un mundo donde la organización racional del trabajo social permitirá el pluralismo de formas de vida ética y, por esto mismo, la posibilidad para el individuo razonable de llevar una vida que tenga sentido ante sus propios ojos. Concretamente, esto quiere decir que existiría una sociedad mundial sometida al control político de los Estados históricos. Pero esto implica también una transformación del Estado, que, siendo una institución de poder y dominación, debe convertirse paulatinamente en aquello que realmente es según su significado original. A saber, una comunidad ética a la que se adhiere libremente un individuo con el fin de vivir, junto a otros, una existencia dotada de sentido. Sin embargo, estos objetivos que la filosofía asigna a la política solo tienen la posibilidad de realizarse en la medida en que coincidan con los objetivos perseguidos por los hombres políticos, los grupos, las naciones y los Estados. Para que los derechos fundamentales sean garantizados a todo ser humano, para que la acción por el diálogo y la discusión sea eficaz, se requiere que el interés de los gobernantes consista en contribuir a la edificación 1 Ver la primera parte de Weil (2000a) y, en Weil (2003), ver el ensayo titulado “Vertu du dialogue”.

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de un mundo en el que la violencia sea progresivamente excluida. Es necesario que exista una coincidencia entre los discursos de la filosofía y de los políticos sobre la acción política. Es necesaria una suerte de consenso superpuesto entre la razón que promueve el discurso filosófico y la racionalidad de cálculo que prevalece en la sociedad moderna, entre el idealismo moral y el utilitarismo. Es preciso, para decirlo de otra forma, sobrepasar la oposición entre la crítica moral del poder y el ejercicio de las responsabilidades políticas. Comunidad y sociedad La primera cosa que se debe hacer es aprehender la realidad política por ella misma. Es por esto que Weil defiende lo contrario a la fórmula de Marx en su onceava tesis sobre Feuerbach. Marx afirma que los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo de diferente forma, pero que aquello que importa es transformarlo. En respuesta a esta fórmula Weil escribió: “la primera tarea de aquel que quiere cambiar el mundo, consiste en comprender aquello que este tiene de sensato” (Weil, 2000a, p. 57). Más precisamente, se trata de comprenderlo en tanto que combinación de sentido y ausencia de sentido, de violencia y de razón. Así, para Weil, el problema fundamental de nuestra época es el conflicto entre la sociedad y el Estado, entre la sociedad en proceso de mundialización y el Estado local. Es en este contexto en el que se desarrolla la forma moderna de la democracia. Es también en este contexto en el que aparecen las formas específicas de violencia a las cuales dicha democracia debe hacer frente. Para comprenderlo, es necesario partir de las interrelaciones complejas entre Estado, comunidad y sociedad. Reinterpretando a su manera la pareja sociedad/comunidad, heredada de Tonnies y de Max Weber, Weil hace una distinción entre la comunidad unificada por sus tradiciones históricas —éticas, religiosas, lingüísticas, estéticas, políticas— y la sociedad definida como un sistema de producción e intercambio de bienes. Comunidad y sociedad no son dos realidades separadas, sino dos aspectos de una misma realidad. Toda comunidad histórica es, al mismo tiempo y en tal grado, una sociedad,

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 _

que es posible afirmar que uno de los rasgos de las sociedades/comunidades premodernas es que los valores de la comunidad son los mismos que los de la sociedad. La moral concreta de la comunidad da valor a ciertos bienes, a ciertas actividades más que a otras. Dicha moral legitima la jerarquía social característica de esta sociedad; proporciona el concepto de justicia que se aplica a la estructura social. Al contrario, uno de los rasgos de la modernidad consiste en una suerte de separación entre sociedad y comunidad. Mientras la sociedad tiende a volverse global, la comunidad continúa teniendo un carácter local. La sociedad moderna se funda sobre el cálculo racional; busca la eficacia y el desempeño. Sin embargo, una sociedad mundial permitirá el alcance de la eficacia máxima evitando las crisis capitalistas, es decir, los ciclos de crecimiento, de estancamiento o de recesión característicos de las sociedades “capitalistas”. Estas son crisis de subconsumo, más que de sobreproducción. En sentido estricto, no puede haber sobreproducción porque no existe un límite para el consumo humano, sobre todo si su aumento se mide en términos cualitativos y no únicamente en términos cuantitativos. Una organización del trabajo a escala mundial permitiría evitar tales crisis de subconsumo regulando el sistema económico y favoreciendo la reducción de las diferencias del desarrollo. De esta manera, la resolución de las crisis pasa por un relativo igualamiento de los niveles de vida entre las sociedades locales, que tienen la vocación de convertirse en sectores diferenciados —aunque paulatinamente interdependientes— de una misma sociedad mundial. Naturalmente, esta no es la forma como se lleva a cabo en la práctica la mundialización. Esta progresa de manera caótica, debido a la rivalidad entre las sociedades/comunidades particulares. El motor de la mundialización no es la organización planificada, a escala mundial, de una sociedad preocupada por eliminar las contradicciones internas que le impiden ser plenamente racional. El motor de la mundialización es la rivalidad entre las comunidades históricas, entre las sociedades y los Estados particulares. Esto ha sido siempre así. Es la defensa de sus tradiciones religiosas, políticas y culturales, y la búsqueda de objetivos tradicionales, como la potencia o el prestigio, lo que ha conducido a los Estados a impulsar la racionalización del trabajo

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social. Es la defensa de sus particularismos históricos lo que, paradójicamente, ha empujado a los Estados y a las sociedades a modernizarse. De ahí el conflicto entre modernidad y tradición que se ha desarrollado dentro de cada sociedad/comunidad, de cada Estado particular. Es en vista de objetivos tradicionales y por defender sus particularidades históricas que las sociedades/comunidades se modernizan. Pero, al entrar en el proceso de la modernidad, son obligadas a desarrollar normas y valores —como el progreso, el cálculo racional, el confort material y la competencia individual— que entran en contradicción con sus valores tradicionales. Al comienzo de la industrialización, el conflicto es agudo, debido a que el desarraigo de los campesinos y la concentración de masas urbanas pauperizadas hacen parte de ese proceso. En las sociedades avanzadas, industriales o posindustriales, esto da origen a una suerte de equilibrio2. En general, el conflicto se estabiliza bajo la forma de un reparto entre vida profesional y vida privada. De una parte, se viven la competencia social y el ejercicio cada vez más racionalizado de las diferentes funciones sociales; de otra, la vida privada, donde se cumplen y trasmiten los valores de la tradición: amistad, solidaridades familiares, autorrealización personal, prácticas religiosas o culturales, etc. Pero este equilibrio no es suficiente. La separación de vida social y vida privada no basta para reconciliar los valores de la sociedad moderna y aquellos de la comunidad histórica. Esto se debe a que, en la sociedad moderna, el individuo es considerado y se considera a sí mismo un engranaje del mecanismo social: debe someterse a la concurrencia para acceder a las funciones que espera cumplir; debe adquirir los saberes y las competencias que le dan un precio y le permiten ubicarse en el mercado del trabajo. Esta cosificación (Weil, 2000a) no deja de tener efectos positivos. Implica un primer proceso educativo que lleva al individuo a disciplinar sus impulsos y su violencia naturales, a respetar las reglas que gobiernan el ejercicio de una función social y a hacerse responsable de sus decisiones racionales. La cosificación es el reverso de un proceso de socialización y de acceso a la independencia material, pero no deja de ser cosificación. La sociedad 2

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 _

Sobre estos aspectos, ver el estudio titulado “Masses et individus historiques”, en Weil (2000c).

moderna es, por principio, materialista; tiene por objeto fundamental el mejoramiento de los desempeños económicos y tecnológicos. Ese objetivo implica el acceso a la educación, a la salud, al ocio y a la elevación general del nivel de vida, o al menos es esto lo que ocurre en las sociedades avanzadas que se han fundado sobre el consumo en masa y el aumento de la productividad, de tal suerte que solo una minoría en estas sociedades cuestiona seriamente la modernidad y las ventajas del progreso. Así, la sociedad moderna, sobre su dinámica, no ofrece ningún sentido a la existencia. O, al menos, no le da otro sentido que el de participar en el proceso indefinido del progreso. Es por esto que los valores de la comunidad no son únicamente valores refugiados, que den un sentido a la vida privada, sino que inspiran también la voluntad política de subordinar el mecanismo social al respeto de normas éticas, es decir, a los valores de una moral concreta. En ciertos casos, por ejemplo, la política debe hacer prevalecer los valores de la solidaridad sobre los principios de la competencia. Desde esta óptica, la acción política es el proceso mediante el cual una comunidad histórica somete a un control político su propia infraestructura social, y se realiza como forma de vida ética mediante la orientación colectiva de los procesos económicos. Pero si estos procesos deben estar enmarcados por reglas ético-jurídicas, la moral concreta de la comunidad debe, a cambio, adaptarse a las condiciones de la modernidad. De esta forma, la subordinación de lo económico a lo ético, de lo social a lo político, es acompañada por una reinterpretación de los valores constitutivos de la moral concreta. A través del sometimiento de la infraestructura socioeconómica a los principios de justicia, la comunidad política debe reinterpretar la idea que se ha hecho de la justicia misma. Si toma sus valores de sus tradiciones, no puede contentarse con perpetuarlas en tanto tales, debe aceptar su evolución. La comunidad política debe permitir el abandono de aquellas tradiciones que son incompatibles con la racionalización de la sociedad; debe tomar la responsabilidad de esta evolución repensando sus propias tradiciones y sometiéndolas a la reflexión crítica. Puede considerarse como un deber de la sociedad llevar a cabo dicha evolución, tanto más si se tiene en cuenta que la unidad de una comunidad

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 _

política reposa en la adhesión de los individuos a valores fundamentales —es decir, a aquello que Weil llama sagrado—. Esto no implica que dicha comunidad sea moral y culturalmente homogénea, porque las tradiciones culturales, religiosas y políticas dan lugar a un conflicto de interpretaciones. Desde este punto de vista, la característica de las comunidades políticas es la existencia de un debate público permanente sobre la interpretación de los valores comunes; en particular, la justicia —sobre esa virtud que según Aristóteles resume todas las demás virtudes en tanto que dimensiones de las relaciones con el prójimo3—. En un mismo movimiento, la comunidad política intenta someter su propia estructura social (su infraestructura socioeconómica) al respeto de los valores constitutivos de una ética común, y generar un debate sobre el verdadero sentido de los valores. De ahí el doble aspecto de la discusión política: hace posible el análisis de la situación y la toma de decisiones, pero es, al mismo tiempo, una hermenéutica de los valores comunes. El conflicto entre el Estado y la sociedad Es en este contexto que aparecen el rol del Estado y las características y límites de la democracia contemporánea. El Estado es la organización institucional que permite a una comunidad histórica actuar, es decir, identificar los problemas y tomar las decisiones orientadas a resolverlos. Al mismo tiempo, es el Estado de una sociedad particular, de un sector de la sociedad mundial que está en proceso de formación. En tanto que Estado de una comunidad histórica, busca la perpetuación de tal comunidad. Sus objetivos son la preservación de la unidad y la independencia de la nación. En tanto que Estado de una sociedad particular, asegura su funcionamiento a través de su administración. En sus relaciones con otros Estados, representa los intereses económicos de dicha sociedad. En el plano político, la oposición sociedad/comunidad da lugar a una amalgama entre el Estado, como realidad histórica, y la sociedad, como organización del trabajo social. Dentro del Estado, este conflicto se mani3 Ver el ensayo titulado “L’anthropologie d’Aristote”, en Weil (2000b).

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 _

fiesta en las luchas sociales por la justicia y la revuelta en contra de la cosificación de los individuos por la sociedad moderna. A nivel internacional, el conflicto está vinculado al hecho de que el Estado es local, mientras que la sociedad tiende a devenir universal. En el marco de la mundialización, la sociedad tiende a poner al Estado en una situación de dependencia. En consecuencia, la subordinación de los procesos socioeconómicos a los principios ético-jurídicos no es posible sino a través de una acción concertada por parte de los Estados. Tal es el contexto en el que se ubica la cuestión de la democracia. Para Weil, la definición de la democracia implica la existencia de un Estado constitucional y de un método de gobierno fundamentado en la discusión universal. En todas las formas del Estado moderno, el gobierno está en el centro de la acción política: en el Estado autocrático, actúa solo y sin control, y en el Estado constitucional, no puede actuar sin la participación de otras instancias; el parlamento que da fuerza de ley a sus decisiones y los tribunales que sancionan los abusos de poder. El principio del Estado constitucional es, por lo tanto, la interdependencia de los poderes —y no su separación, como tradicionalmente se ha pensado—, que no debe ser comprendida como un simple sistema de checks and balances, es decir, de control y de impedimentos recíprocos, sino como una regla de interacción y de ayuda mutua entre las instituciones. Esta colaboración vincula a los ciudadanos a la toma de decisiones de modo que garantiza sus derechos fundamentales. Los tribunales protegen los derechos individuales; los ciudadanos participan en la escogencia de una línea de acción. En consecuencia, el régimen está fundado sobre la discusión universal, es decir, sobre una discusión pública donde todos tienen derecho a la palabra. Debido a que los ciudadanos participan directa o indirectamente en la toma de decisiones políticas, no son únicamente “gobernados” sino también “gobernantes en potencia” (Weil, 2000a, p. 203). La democracia implica el sufragio universal, pero también la elegibilidad de los ciudadanos para los cargos políticos. Sin embargo, todos estos rasgos definen un tipo ideal de democracia. A partir de estos puntos, es posible asumir que las democracias existentes son defectuosas: la independencia de la justicia y el control parlamentario

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pueden ser más aparentes que reales; la discusión puede estar limitada al círculo cerrado de una clase política; el acceso a los medios de comunicación y la participación en la vida pública están limitados por el poder económico, las redes de influencia, etc. De ahí que la democracia degenere frecuentemente, no tanto en tiranías, como lo ha dicho la tradición que va de Platón a Tocqueville, sino de tal manera que termine promoviendo el poder de los mediocres —pues una democracia que funciona correctamente asegura a la vez la participación política de los ciudadanos y el acceso de los más capaces a las responsabilidades gubernamentales— (Weil, 2000a, p. 217). De manera general, ningún Estado es puramente constitucional. Todas las democracias existentes son, en realidad, regímenes mixtos que combinan los rasgos del gobierno constitucional y las reminiscencias de la autocracia. Se ha dicho que la democracia está fundada sobre la discusión universal. Al respecto, una de las características de la propuesta de Weil es que no se interesa únicamente por las normas de la discusión y por su extensión. En las condiciones actuales de la acción política, la discusión no puede obedecer a un método riguroso (Weil, 2000a, p. 206); no puede atenerse a las normas de una discusión desinteresada —aquello que Weil denomina diálogo, en contraste con discusión política4—. Más importantes son los problemas que le dan a la discusión política su objeto y características propias. Para comprender la especificidad de tal discusión en las democracias modernas, hace falta disponer de una teoría de los problemas que son el objeto de tal discusión. En una palabra, la estructura de la discusión está definida por una problemática. Desde un punto de vista teórico, el problema es provocado por el conflicto entre Estado y sociedad. En el marco de la discusión política, la conciliación entre lo justo y lo eficaz aparece como una necesidad práctica. Es necesario, sin duda, darle a esta fórmula de Weil un sentido general. Podría, por ejemplo, aplicarse al problema de la relación entre seguridad y libertad, entre las medidas eficaces de protección contra la violencia (criminalidad, terrorismo) y la garantía de los derechos individuales. Pero, en la perspectiva de Weil, la fórmula se aplica especialmente a la conciliación de la justicia 4 Ver el ensayo titulado “Vertu du dialogue”, en Weil (2003).

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 _

social y la eficacia económica. En el fondo, se trata de someter la división del trabajo social y los procesos económicos a principios de justicia, de manera que se les ofrezca a dichos principios una interpretación compatible con las características de la sociedad moderna. En una democracia, esta problemática define el carácter de los debates públicos. La democracia reposa sobre la educación recíproca de gobernados y gobernantes, de gobernantes “en potencia” y de gobernantes actuales. La discusión es el ámbito de dicho proceso educativo, que debe llevar a la luz las restricciones que impone la realidad, y producir un consenso sobre aquello que es moralmente deseable. Pero, para comprender la dinámica y las dificultades del debate democrático, no basta con identificar sus desafíos ni su problemática central. Se requiere también identificar las formas de violencia que la discusión tiene como objetivo superar y sublimar, pero en las cuales la democracia puede siempre recaer. Estas formas de violencia están ligadas al conflicto entre el Estado y la sociedad. Se trata de las luchas entre los estratos sociales, de la revuelta individual contra la sociedad y de la concentración estatal del poder en un contexto de rivalidades internacionales. La necesidad de conciliar lo justo y lo eficaz es la manera mediante la cual el conflicto entre Estado y sociedad aparece como objeto de debate público. Las luchas sociales, la revuelta individual y la concentración del poder son las formas de violencia sobre las cuales dicho conflicto se manifiesta. La lucha entre las diversas capas sociales es una lucha entre capas inferiores y superiores de la sociedad. Tiene por objeto la repartición del producto del trabajo social. Esta lucha es inevitable porque no existe un modelo objetivo de justicia que permita aplicar principios de repartición de las ventajas y de las cargas al conjunto de la sociedad. La definición de un modelo de justicia es precisamente el objeto de la lucha. Al respecto, es importante establecer la distinción entre la lucha de clases, en el sentido marxista, y la lucha de estratos sociales, en el sentido en que Weil la comprende. Existe entre ambas una diferencia conceptual ligada al hecho de que Weil distingue grupos sociales y estratos sociales; entiende a los unos como grupos socioprofesionales definidos por el sector de su actividad, y a los otros, como la congregación de esos mismos grupos en estratos polarizados

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 _

por el sentimiento de injusticia. En Weil, una sociedad sin lucha entre los estratos sociales no estaría menos fundada sobre un doble principio de jerarquía y de movilidad, ascendente o descendente, de los grupos socioprofesionales. Pero la diferencia entre el concepto marxista de lucha de clases y el concepto weiliano de lucha entre estratos sociales es igualmente histórica: el primero se aplica a las sociedades en los inicios de la industrialización; el segundo, a las sociedades avanzadas, industriales o posindustriales. En “Masa e individuos históricos” (Weil, 2000c), Weil analiza las razones por las cuales las luchas sociales persisten, en las sociedades avanzadas, por medios no-violentos. Esquemáticamente, la lucha no es más la lucha contra la sociedad capitalista (en el sentido marxista), ni contra el Estado (en sentido burgués). Es una lucha en el marco de la sociedad moderna (capitalista en el sentido de Weber) y es una lucha por el Estado. La razón principal de la lucha de estratos es la interdependencia de los grupos que coexiste con su polarización bajo la forma de estratos opuestos. La interdependencia creciente de los grupos sociales hace cada vez más improbable el recurso a la violencia, debido a que todos tienen un interés objetivo por la estabilidad del sistema. Dado que las luchas sociales se efectúan en el marco de la sociedad moderna, sus métodos se basan en el cálculo racional. Las organizaciones profesionales son comparables a las empresas: disponen del trabajo de sus miembros, no para invertirlo en el proceso de producción, sino para retirarlo de allí (mediante el paro o la reducción de velocidad del trabajo), de modo que ejercen una forma de presión. Tienen además sus objetivos y estrategias; buscan la optimización de los resultados. Por su parte, la lucha no utiliza más los métodos violentos, pero echa mano de los medios legales, como la huelga, la manifestación y la movilización electoral. Más exactamente, la lucha no hace uso de la violencia activa, que destruye las instituciones existentes, sino de la violencia pasiva, que impide su funcionamiento normal. En el mejor de los casos, el comportamiento de los actores en negociación es previsible, precisamente porque sus objetivos y sus estrategias son conocidos. Pero el sistema es frágil, porque todo depende del crecimiento económico y del progreso. En caso de crisis económica, la perspectiva de la recesión y de la pauperización puede engendrar un sentimiento

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 _

masivo de exclusión de la sociedad. En este caso, la lucha vuelve a ser contra la sociedad, y sus modalidades violentas —en el sentido de la violencia activa— pueden encontrar una forma de legitimidad en ciertos sectores de la sociedad. En la sociedad moderna, la lucha entre los estratos sociales va de la mano con un conflicto entre el individuo y la sociedad. Las luchas sociales están ligadas a un sentimiento de injusticia. La oposición del individuo a la sociedad está vinculada a una sensación de ausencia de sentido. De un lado, los valores de la sociedad moderna no dan un sentido a la existencia: se ignora al individuo, no se considera que sea un sujeto irremplazable y únicamente se reconocen sus desempeños objetivos. A sus ojos, entonces, todos los individuos son sustituibles; pero la cuestión es saber a qué costo. Los valores morales tradicionales aparecen ahora como simples preferencias sin fundamento racional; la sociedad los relativiza y los devalúa para reemplazarlos por los valores de la competencia, el progreso y el cálculo racional. En estas condiciones, el individuo únicamente se puede adherir sin reservas al ideal de racionalidad promovido por la sociedad moderna. Como parte del mismo efecto del conflicto entre estratos inferiores y superiores de la sociedad, el funcionamiento del mecanismo social está constantemente determinando por las relaciones de poder. Estas terminan por aparecer como la verdad del lenguaje de la racionalidad objetiva. Para el individuo, no es únicamente la división del trabajo social la que le impone la cosificación, es también el lenguaje mismo de la ciencia y de la tecnología modernas. A sus ojos, el poder es la esencia de la racionalidad positiva y las normas de una sociedad moderna son las formas bajo las cuales se ejerce un poder omnipresente. De otro lado, los referentes éticos, religiosos y culturales tradicionales son también devaluados por la modernidad. Aparecen como relativos, particulares o resultantes de orientaciones o elecciones arbitrarias. En consecuencia, el individuo está sometido a un conflicto entre dos órdenes que no son susceptibles de convertirse en objeto de una adhesión sin reservas —aunque, ciertamente, es posible resolver el conflicto considerando nulo alguno de los dos órdenes de valor—. Dos opciones radicales se presentan, entonces. De

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 _

una parte, la identificación completa del individuo con su función, su devoción al trabajo, a la competencia y al desempeño. De otra, el fundamentalismo bajo todas sus formas, la tentativa de volver a la tradición en toda su pureza. Un ejemplo de ello es la idea de que las elecciones esenciales deben resultar de una autodeterminación absoluta, sin norma ni criterio —principalmente, sin referencia a un imperativo moral de tipo kantiano—. En numerosos casos, el conflicto da lugar a patologías sociales bajo la forma de violencias que el individuo inflige a los demás y a sí mismo. Estas patologías no están únicamente ligadas a una negación del reconocimiento. Están también asociadas a la experiencia de la ausencia de sentido y son formas de revuelta en contra de la racionalidad social. Es este el caso de la violencia gratuita, ejercida sin razón ni beneficio sobre el prójimo, o incluso de la violencia autodestructiva: suicidio, droga, adicciones sexuales, etc5. La violencia de las luchas sociales puede ser reducida o sublimada en la medida en que estas se lleven a cabo sobre la base del cálculo racional en un cuadro institucional estable. Al contrario, la violencia de la revuelta contra la sociedad y el Estado no puede ser superada por un simple llamado al cálculo de interés. En la medida en que es conscientemente escogida, esta violencia ignora deliberadamente el interés objetivo del individuo. Ya sea que tome la forma de criminalidad o de autodestrucción, se trata de una violencia que rechaza el principio mismo de elección racional. Las luchas sociales y políticas son luchas por el Estado, por el control del gobierno y de la administración. Históricamente, han contribuido a reducir las desigualdades y a cambiar las relaciones tradicionales de sujeción. Para los individuos atrapados en estas luchas, ellas son un factor de desorganización. Vistas desde el exterior, por el contrario, han participado en la racionalización y en la emergencia de una sociedad fundamentada en el consumo en masa y el aumento de la productividad. En cuanto al conflicto del individuo y de la sociedad, el primero puede emerger a través de una revuelta contra toda forma de institución social o política. Para aquellos que no reconocen las ventajas de la cooperación social, el conflicto se traduce en un repliegue hacia la vida privada, o en 5 Ver el ensayo titulado “L’éducation en tant que problème de notre temps”, en Weil (2003).

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 _

la voluntad política de subordinar el mecanismo social a normas ético-jurídicas que le dan sentido. Como ya se ha dicho, en los debates políticos contemporáneos esta problemática aparece como dilema de conciliación entre lo justo y lo eficaz. Este es el problema central de todo Estado y de toda democracia moderna; está en el corazón de los debates entre los ciudadanos y los partidos de gobierno, cuya tarea consiste en proponer líneas de acción y en conformar los equipos gubernamentales. Es en la discusión política donde se encuentran las diferentes representaciones de la justicia y los proyectos que intentan conciliar lo justo y lo eficaz. Así, la discusión política expresa, a la vez, los intereses socioeconómicos y las convicciones morales de los diferentes componentes de la sociedad/comunidad, así como reproduce las tensiones y las orientaciones generadas por las luchas sociales, y la insatisfacción del individuo en la sociedad. La lucha de estratos sociales cuestiona las representaciones de la justicia que justifican las desigualdades y las relaciones tradicionales de dominación. La insatisfacción del individuo pone de presente los valores de justicia que deben someter el mecanismo social a principios ético-jurídicos. Aunque Weil no lo expresa de esta forma, podría decirse que las luchas sociales y el conflicto individuo/sociedad tienen un efecto conjunto sobre la discusión política: provocan la discusión a fin de mediar entre aquello que compete a la ideología y aquello que compete a la ética en las representaciones de la justicia que han sido creadas por una comunidad política. En principio, lo propio de la discusión democrática es que permite una educación recíproca de los gobernados y los gobernantes. Por lo tanto, debe posibilitar de manera progresiva la acción a través del intercambio de argumentos. Sin embargo, en el estado actual de cosas existen límites para este proceso educativo. De una parte, el paso de las modalidades violentas a las no-violentas de la lucha es esencialmente el paso de la violencia activa a la pasiva. De otra, la educación recíproca de los gobernantes y los gobernados está limitada por el hecho de que las luchas políticas y sociales estimulan la agresividad natural de los individuos contra los miembros de los estratos sociales o los partidos políticos opuestos. Ciertamente, la violencia de las luchas sociales es más o menos superada por el interés de todos en el buen

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funcionamiento del conjunto. La elección racional y el cálculo estratégico establecen un límite a la utilización de la agresividad natural y la constriñen a una forma de sublimación. Pero esta reducción de la violencia está vinculada al crecimiento económico y a la distribución de sus beneficios. En cuanto a la revuelta individual en contra de la sociedad, puede tomar la forma de elección deliberada de la violencia. Esta violencia que se genera a sí misma no puede ser tratada a través de un llamado a la elección racional. En cierto sentido, es producida por un individuo cuyo propio interés no le importa más. Finalmente, la posibilidad de conciliar lo justo y lo eficaz depende de las modalidades mediante las cuales se impulsa la mundialización. Política interior y política exterior están estrechamente vinculadas. O más bien, es la frontera misma entre política interior y política exterior la que tiende a desaparecer. Alrededor de este último punto aparecen dos problemas: primero, los efectos de la mundialización sobre las sociedades particulares; segundo, el hecho de que el motor de la mundialización continúe siendo la competencia entre los Estados. En primer lugar, la reducción de las diferencias de desarrollo a escala mundial puede entrañar el empobrecimiento relativo de las sociedades más avanzadas. Por ello, la cuestión consiste en saber cuáles son los estratos sociales que, en estas sociedades, soportarán el costo de dicho empobrecimiento relativo —de la misma manera que en las sociedades que se desarrollan aparece el problema de la distribución de los beneficios del progreso—. En una palabra: la igualación de las condiciones de vida a escala mundial puede ir de la mano con un crecimiento de las desigualdades en el seno de las sociedades locales. En consecuencia, si la formación de una sociedad mundial entraña una elevación global del nivel de vida, también puede reactivar la lucha de los estratos sociales en el interior de las sociedades particulares, incluyendo las más avanzadas. En segundo lugar, el desarrollo de una sociedad mundial tiene siempre por motor la rivalidad histórica de los Estados. En un contexto de rivalidades internacionales, el Estado se afirma como medio de defensa de la identidad y de los intereses de una comunidad histórica. Este contexto favorece la concentración estatal del poder, que no entraña únicamente el incremento de las prerrogativas del

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gobierno y de la administración, sino que se asocia también con el hecho de que el Estado exija a sus ciudadanos una lealtad más grande en la medida en que las tensiones internacionales se hagan más vivas. La exigencia de lealtad es máxima en tiempos de guerra, más relajada en tiempos de paz, pero se traduce siempre en prácticas de censura (o autocensura) que limitan la posibilidad o el alcance de los debates democráticos. Finalmente, las rivalidades internacionales tienen efectos contraeducativos análogos a aquellos generados por las luchas sociales y políticas en el interior del Estado: estimulan la agresividad natural de los individuos con el propósito de obtener de ellos el máximo de lealtad, considerando que tienen un sentimiento de pertenencia hacia su nación o su Estado. La consecuencia es que la violencia no desaparece en el proceso de integración de las sociedades a una sociedad mundial. La violencia se desplaza y cambia su forma. La razón de ello es que la mundialización no resulta de una racionalización concertada de la organización mundial del trabajo social. La modernización ha sido el efecto paradójico de las rivalidades tradicionales entre comunidades históricas. La mundialización reproduce la misma lógica en otro nivel: es el efecto paradójico de la competencia entre Estados particulares. Ha comenzado por ser el resultado involuntario de rivalidades de poder entre los Estados; comienza solamente a emerger como una evolución ineluctable y necesaria. En el transcurso de este proceso, el Estado corre un doble riesgo. En tanto administrador de la sociedad y actor de la competencia económica, se arriesga a ser absorbido por un mecanismo socioeconómico universal. En tanto institución de una comunidad política, se arriesga a disgregarse bajo el efecto del sentimiento de injusticia y de ausencia de sentido. Es por ello que Weil se aparta de la tendencia antiestatal que predominaba tanto entre los pensadores liberales (o “libertarios”) como en la tradición marxista. Para Weil, el gran peligro es la desaparición gradual del Estado, su disolución en una sociedad mundial. Si el Estado le ofrece un privilegio total a la búsqueda de eficacia, él mismo no será más que una función residual y subordinada de la sociedad mundial. Si fracasa en la materialización de la justicia, desaparecerá en tanto que comunidad histórica fundada sobre la adhesión a una

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moral concreta. Sin embargo, es la lógica de la competencia interestatal la que engendra el doble riesgo al que el Estado se enfrenta: el de su propia reabsorción en el mecanismo socioeconómico y el de la revuelta provocada por el sentimiento de injusticia y de ausencia de sentido. En consecuencia, el interés bien comprendido de los Estados es el de cambiar de lógica, el de pasar de una lógica de competencia interestatal a la edificación común de una sociedad mundial sometida a su control político. Es esto lo que indica el título mismo del párrafo 40 de la Philosophie politique: “Es del interés del Estado particular trabajar por la realización de una organización social mundial, con el fin de preservar la particularidad moral (o las particularidades morales) que él encarna” (Weil, 2000a, p. 225; traducción propia). De otra parte, el desafío no consiste solamente en someter la sociedad mundial a la comunidad política de los Estados. Consiste también en crear las condiciones para la transformación del Estado. La tesis de Weil es que únicamente una mundialización impulsada de manera consciente y concertada por los Estados —y no sufrida por ellos bajo la presión de la competencia— permitirá al Estado convertirse en aquello que Weil denomina Estado verdadero: no como institución de poder y dominación, sino como comunidad ética, como polis en el sentido griego del término. Es claro entonces que el interés objetivo de los Estados es contribuir a la edificación concertada de una sociedad mundial políticamente controlable y controlada. Esto se debe a que la mundialización, sometida a los imperativos de la competencia internacional, conduce a la concentración del poder o a la desaparición del Estado en el marco de un mecanismo socioeconómico universal y, en ambos casos, a la violencia de la revuelta. Es sobre este punto que existe una superposición entre el interés bien comprendido de los Estados y el objetivo moral que la filosofía le asigna a la acción política, a saber: la edificación de una sociedad universal que haga posible el pluralismo de las formas de vida ética y, por esta vía, la libertad personal de las individualidades morales. La Philosophie politique de Eric Weil data de 1956. La mayor parte de sus textos fundamentales sobre política aparecen en este mismo periodo6. 6 Principalmente, es necesario destacar el estudio titulado “Masses et individus historiques”, en Weil (1971), que fue originalmente publicado en 1957.

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Estos textos anticipan y proponen análisis notables de los problemas más actuales. Bien comprendido, el pensamiento político de Weil hace un llamado a la discusión. Se necesitaría interrogar la utilización de los conceptos de comunidad y sociedad, de lucha entre los estratos sociales, de educación concebida como la responsabilidad de los gobernantes, etc. A lo largo de los últimos decenios —principalmente influenciado por Habermas—, en el pensamiento político se han distinguido dos significados de la idea de sociedad: por una parte, la organización del trabajo social y la sociedad civil como lugar de las actividades asociativas, de las organizaciones no gubernamentales, de la organización cívica y de los intercambios comunicacionales. Por otra parte, la noción de comunidad se ha definido como la intersubjetividad que ella hace posible y la continuidad de las tradiciones históricas. Si bien es posible establecer una relación entre las dos, no son la misma cosa. De manera general, se requeriría confrontar el pensamiento de Weil con los avances conceptuales y con los debates que han marcado los últimos treinta años. Es claro que Weil ha ofrecido un diagnóstico pertinente sobre los problemas de la época, en gran parte debido a que su lógica conceptual tiene por objeto comprender las interrelaciones complejas que se establecen entre todas estas problemáticas. Los problemas hacen sistema y la realidad de la cual se ocupa la política, de cierta manera, no es otra cosa que el sistema de todos estos problemas. Comprender la unidad no es únicamente una cuestión de pertinencia teórica, es también la condición de una acción efectiva y consciente. Finalmente, el enfoque de Eric Weil merece una atención particular sobre dos puntos. Primero, la cuestión de que la transformación del Estado contemporáneo, y de que su evolución hacia un mayor o menor grado de democracia, está ligada a aquellas modalidades bajo las cuales se impulsará la mundialización. Segundo, las instituciones políticas y sociales son planteadas en el marco de una teoría de la argumentación, es decir, de las condiciones de posibilidad y de los efectos prácticos de la discusión racional y razonable —de esta discusión que mantiene una relación compleja y conflictual en relación con la siempre presente posibilidad de la violencia—.

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Hugo Fazio Vengoa Tres nociones se han vuelto recurrentes en buena parte de los análisis sociales y políticos contemporáneos: la democracia, la violencia y la globalización. Sus contenidos son complejos y las correspondencias entre ellos no siempre son fáciles de aprehender. Por esta razón, quiero iniciar esta presentación recordando las tesis de dos analistas internacionales que, aunque no sean de mis preferencias, tienen, para los efectos del tema que aquí nos convoca, la importancia de haber ejercido una gran influencia en la manera como usualmente se han venido estableciendo el entendimiento y las correlaciones entre estas tres nociones. Estos escritores son los politólogos y analistas internacionales norteamericanos Francis Fukuyama y Samuel Huntington. Puede ser que sus argumentos no sean muy vistosos, que sus reflexiones no sean muy exquisitas, que hayan sido el blanco predilecto de la crítica, debido a que sus textos están salpicados de inconsistencias y ligerezas. Empero, no puede desconocerse que sus ideas, más que otras mucho mejor estructuradas, se

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histórica y jurídica

P a r t e IV . A p e r t u r a s ... M i r a d a s f i l ó s o f i c a ,

la vulnerabilidad del mundo

Violencia, democracia e historia global

han convertido en parte central del entendimiento que políticos y otros encargados de tomar decisiones tienen de la contemporaneidad. El fin de la historia Recordemos de entrada la principal tesis de Fukuyama. Durante 1989, en momentos en que se asistía al desmoronamiento del sistema socialista en la Europa Centro-Oriental, este politólogo expuso la idea de que, como resultado de aquellas transformaciones, se estaba llegando al “fin de la historia”. Lo anterior, por cuanto se había desvirtuado el último y más serio intento de generar una contradicción que supusiese una amenaza al capitalismo, la economía de mercado y la democracia liberal, que encontraban, además, un terreno abonado para su ulterior universalización. Su tesis no constituyó una elucubración momentánea, pasajera. Años después, Fukuyama seguía aferrado a la misma idea. Con ocasión de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, por ejemplo, reiteró una vez más su posición: Seguimos estando en el final de la historia porque solo hay un sistema de Estado que continuará dominando la política mundial, el del Occidente liberal y democrático. Esto no supone un mundo libre de conflictos, ni la desaparición de la cultura como rasgo distintivo de las sociedades. Pero la lucha que afrontamos no es el choque de varias culturas distintas y equivalentes luchando entre sí como las grandes potencias de la Europa del siglo xix. El choque se compone de una serie de acciones de retaguardia provenientes de sociedades cuya existencia tradicional sí está amenazada por la modernización. La fuerza de esta reacción refleja la seriedad de la amenaza. Pero el tiempo y los recursos están del lado de la modernidad. (Fukuyama, 2001).

Valga señalar que la popularidad que alcanzó esta tesis obedeció a dos tipos de circunstancias. La primera era la simpleza con la cual describía los temas centrales que le daban sentido a la política mundial, en condiciones en que el guion de la guerra fría había concluido. La segunda consistía en que “el fin de la historia” ofrecía una imagen que calzaba a la perfección con

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aquella línea argumentativa estructurada en torno a la idea de que una de las características principales de la nueva etapa de la contemporaneidad era la expansión y la universalización de la democracia de mercado, pilar fundamental del difundido discurso neoliberal. Si la propagación de la democracia constituía el corolario natural del derrumbe experimentado por el comunismo, en la medida en que prácticamente todos los Estados de la Europa Centro-Oriental pusieron pronto en marcha los principios, los mecanismos y las instituciones de un Estado de derecho democrático, la reconversión de la economía demostraba el rotundo fracaso de los modelos basados en la planificación, así como la ilusión que representaba la resistencia al despliegue de las fuerzas del mercado. De la comunión entre este transformismo político y el económico germinó la identificación entre la democracia y el mercado, o sea, la democracia de mercado. Es útil recordar la génesis de este concepto porque no está muy lejos del significado que usualmente se le ha asignado a la democracia en tiempos recientes. Ha constituido una proyección por medio de la cual el individualismo y la satisfacción de las necesidades fundamentales en el consumo se han convertido en formas de realización de la política. Sin desconocer el carácter alienante de ciertos tipos de consumo, que atomizan a los individuos, obstaculizan la realización de los intereses más inmediatos en los espacios públicos y transmutan los fundamentos sobre los cuales debe conformarse la sociedad civil, estas prácticas han glorificado el capitalismo, la economía de mercado y la sociedad de consumo. En este sistema de democracia de mercado, el ciudadano se convierte en un consumidor, es más un hombre económico que político, más un individuo que un participante de un grupo social o de una comunidad, una persona más preocupada por los derechos y los intereses privados que por la promoción de fines colectivos y más interesada en la transparencia del mercado que atenta a las actuaciones del Estado (Tironi, 1999). Como es bien sabido, esta democracia de mercado no circunscribe su radio de acción a la organización económica; también se ha convertido en un fundamento que participa de la modelación de las distintas sociedades, en la medida en que el mercado se ha erigido en uno de los principales prin-

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cipios organizativos de la vida social, con lo cual ha revolucionado no solo la economía sino también la cultura y la configuración social, además de participar en la realización de la política. Un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) sobre la sociedad chilena constataba que una de las principales características sociales del modelo de sociedad en curso gira en torno al individuo, en tanto que proyecto cultural, de lo cual resulta una determinada concepción de este como actor autónomo, racional y aislado (PNUD, 2002, p. 88). Con el correr del tiempo, este esquema ha experimentado un severo desgaste, particularmente entre las naciones del sur, lo que ha planteado la necesidad de redimensionar la política, único recurso capaz de resolver estos problemas, porque es un hecho bien evidente que los agentes privados o los individuos atomizados por sí solos no son idóneos ni tienen interés de actuar en términos globales. A ello se suma el hecho de que las recientes crisis han demostrado la necesidad de crear nuevos mecanismos de regulación, lo que ha conducido a un redimensionamiento de las organizaciones y, en particular, del Estado. Pero si el Estado tiene que crear el ambiente regulatorio de la economía, la sociedad tiene que asumir la dirección y orientar al Estado, lo que significa que este, en última instancia, es un problema de la democracia que se quiere y que, para darles sentido a estos cambios, es menester profundizar y perfeccionar la democracia política a través de la actuación social. Un último corolario que se puede inferir de la tesis de Fukuyama consistió en que, alrededor de estas prácticas se popularizó en los noventa la idea de que el mundo estaba ingresando en una era completamente nueva, que estaba despuntando la era de la globalización, porque en todas partes se hacía frente a problemas que se enunciaban en los mismos términos. Se consideraba que los sistemas sociales avanzaban hacia una mayor convergencia y el mundo parecía unificarse a partir de patrones comunes, que no eran otros que aquellos que se identificaban con el “fin de la historia”.

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El choque de las civilizaciones La otra tesis que ha gozado de una amplia difusión, la de Samuel Huntington, tenía una pretensión similar a la anterior, pero se ubicaba en un plano argumental distinto. En su esencia, consistía en un serio llamado de atención para que Occidente no se dejara llevar por los ilusorios triunfalismos a que daba lugar el desmoronamiento de su más serio contendor, es decir, la Unión Soviética, y la suposición de una era terminal de la historia carente de conflictos. Huntington sostenía que las amenazas que se cernían sobre Occidente no habían desaparecido con el desvanecimiento del comunismo del suelo europeo. Los riesgos y desafíos se mantenían latentes, porque estaban desarrollándose nuevos elementos de contradicción, particularmente entre las distintas civilizaciones. Prevenía que Occidente debía mantenerse vigilante porque los choques entre civilizaciones iban a dominar la política mundial y las líneas de fractura entre los principales conglomerados civilizatorios se convertirían en las líneas del frente de las batallas del futuro. Esta tesis ha sido igualmente muy cuestionada por la literatura académica. Entre las críticas más frecuentes, se encuentran la superficialidad de aquello que Huntington entiende por cultura, dado que la percibe como un elemento, no solo de diversificación objetiva, sino de división y de conflicto (Toscano, 2003); la ligereza con la cual trata las civilizaciones al asociarlas con religiones; el reduccionismo argumental y la identificación del fundamentalismo con aquellos grupos que deliberadamente desea demonizar, principalmente los islámicos. Otra deficiencia muchas veces señalada de este enfoque consiste en que ha seguido apegado a una interpretación de la política mundial como si esta fuera un escenario en donde existen una reglas previamente establecidas y lo único que cambia es con quién se enfrenta Occidente: antes, el antiguo “imperio del mal” (la Unión Soviética); después, el “eje del mal” (Irak, Irán y Corea del Norte), y, de modo etéreo, el terrorismo internacional. No obstante sus simplificaciones, omisiones y despropósitos históricos, este planteamiento ha tenido una gran repercusión porque ha ayudado al

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diseño de muchas de las principales líneas de acción internacional. Así, por ejemplo, la referencia al choque de civilizaciones no solo estaba bien presente en Osama Bin Laden, sino que también ha ocupado su lugar en los debates sobre la seguridad internacional. No son pocos los dirigentes de las grandes potencias que han suscrito sus preceptos, como ha ocurrido, en efecto, cuando se ha propuesto incluir una referencia a las raíces cristianas en la Constitución de la Unión Europea, o cuando George Bush Jr. declaró la guerra global al terrorismo. La exposición que he desarrollado hasta aquí permite comprender las formas en las que se han correlacionado la violencia, la democracia y la globalización. Ahora bien, cuando las preocupaciones son los temas económicos e institucionales contemporáneos, tal como lo sugería Francis Fukuyama, se tiende a presuponer que la globalización y la democracia se identifican con unos patrones uniformizadores y homogeneizadores, los cuales, poco a poco, deben ir subsumiendo y limitando el alcance de la violencia. Empero, cuando el eje explicativo se articula en torno a los factores sociales y culturales, la correlación es otra. La democracia se convierte en un bien que debe ser preservado, en condiciones en las que las situaciones de violencia se encuentran latentes en todas partes, particularmente en torno a las líneas de fractura intercivilizatorias. En este caso, a la globalización le corresponde un gran papel en la medida en que favorece la transmisión de contagio de los episodios violentos y, en ese sentido, constituye la gran amenaza que se cierne de modo permanente sobre la democracia. En su representación general, se puede concluir que mientras la primera perspectiva apunta en la dirección de una mayor uniformización, la segunda recaba en los factores y en las situaciones que intensifican las diferencias. Globalización: sentido y alcance Ha sido el reconocimiento de este tipo de situaciones contradictorias y de las dificultades que existen para decantar una interpretación conveniente y ecuánime lo que impone la necesidad de ofrecer una explicación general de la globalización, para así poder avanzar en el entendimiento de nuestra

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contemporaneidad. Es bien sabido que la globalización constituye un concepto escurridizo, que no se deja atrapar fácilmente, porque en ocasiones puede adquirir distintas fisonomías. Pero también ocurre esto porque la globalización no constituye un fenómeno genérico, con una representación unívoca, válida para todo tiempo, ámbito y lugar. Tres geógrafos franceses captaron muy bien esta sutil complicación cuando sostuvieron que, quizá, la globalización “no inventa casi nada, pero lo reconceptualiza todo” (Dollfus, Grataloup y Lévy, 1999, p. 83), porque más bien representa una constelación topológica dotada de una compleja naturaleza temporal. En cuanto a su figuración espacial, resulta que la globalización no puede ser bosquejada como si fuera una imagen geométrica ni su cadencia temporal puede ser decodificada como una cuestión que se organiza mecánicamente, porque, entre otras razones, la globalización carece de regularidad, de sistematicidad y de fundamento que la pongan en funcionamiento. En rigor, la globalización es un asunto que se teatraliza en la temporalidad y en las espacialidades. Sin la intermediación de una madura reflexión sobre estas condiciones de existencia de lo social, no se puede avanzar en su comprensión. En este sentido, es posible sostener que la globalización se identifica con aquello que Reinhart Koselleck (1993) denominaba espacio de experiencia, el cual se realiza y se representa como una forma de espacialización del tiempo, “lugar” donde se reproducen variadas síntesis de dinámicas diacrónicas (experiencias históricas específicas) con proyecciones sincrónicas (simultaneidades u horizontalidades espaciales). Esta experiencia espacializada de las temporalidades sustancia la globalización en la medida en que le confiere un relieve, unas protuberancias, ese carácter topológico, además de evidenciar el despliegue de su reproducción en una dimensión mundializada, que incluye la variedad de itinerarios históricos existentes y sus eventuales interacciones. Esta sincronización se realiza en un presente que, además de comportar una dimensión diacrónica (una duración abierta en los extremos), es espacializado, por cuanto refleja las experiencias de simultaneidad de lo “no contemporáneo”. El horizonte de expectativa de la globalización, por su parte, consiste en un recogimiento de los anhelos y de las proyecciones del futuro

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al momento presente, lo que denota que la globalización participa de otro tipo de relieves, los cuales sintetizan una sincronización de las experiencias anheladas o temidas. No obstante, ni el espacio de experiencia ni el horizonte de expectativa de la globalización deben ser entendidos como modulaciones uniformes. En realidad, en nuestra contemporaneidad se ha asistido a un escenario en el que, con base en la ecualización que ocasiona la globalización, múltiples espacios de experiencia se traslapan, entran en resonancia y se retroalimentan. Por ende, puede afirmarse que la experiencia de globalidad puede ser compartida, constituye un tipo de aprendizaje en común, pero los contenidos son indefectiblemente distintos, debido a la multiplicidad de itinerarios que en ella concurren. Tanto esta comunión como la composición de variadas experiencias espaciotemporales son lo que permite sostener que una de las principales particularidades de la globalización consiste en que escenifica que el mundo dejó de ser una plataforma donde se desenvuelven variadas historias para devenir él mismo una historia. Así, la globalización pone en evidencia las articulaciones que tienen lugar en el interior de esta globalidad mundial. Ello no significa que las naciones, regiones y localidades desaparezcan, o que pierdan su relevancia, sino que se sincronizan barrocamente, con diferentes ritmos e intensidades, en torno a un cúmulo de patrones globales. En tal sentido, no es correcto imaginar el abandono de las narrativas nacionales por unas posnacionales, sino que urge más bien mejorar la argumentación que dé cuenta de las narrativas nacionales. Como ha escrito un importante historiador norteamericano: La nación es simplemente muy importante en la historia moderna, en el pasado y en el presente y en un futuro previsible como para detener su estudio. Es la estructura más efectiva que se haya concebido para movilizar las sociedades humanas en pos del desarrollo económico —aunque trágicamente, también las guerras—. Si lamentamos la violencia que las naciones desencadenan unas contra otras y, a veces, contra sus propios ciudadanos, debemos reconocer que en el presente no tenemos institución alternativa más efectiva para la defensa

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y la protección de los ciudadanos y de los derechos humanos. (Bender, 2006, pp. 397-398)

Representaciones de un entramado global Hay tres inferencias que se desprenden de esta representación de la globalización, que por razones de espacio no podrán ser desarrolladas aquí, pero que urge enumerar, porque ayudan poderosamente a entender la interrelación entre violencia y democracia: primero, si el mundo dejó ser un simple escenario para convertirse en una categoría histórica, entonces la internacionalidad se ha transfigurado en una condición de globalidad; segundo, el incremento y la intensidad de las dinámicas sincrónicas ha redimensionado la contemporaneidad y la presentización1, momento de realización de los itinerarios diacrónicos y sincrónicos; por último, en el contexto de la globalidad se asiste a una intensa concordancia de experiencias y temporalidades relativas, que reafirman aún más la heterogeneidad por encima de la homogeneidad. Nos encontramos en un mundo que comporta códigos en común más que en un hipotético mundo común, como ha sostenido Zaki Laïdi (2004). Es indudable que este carácter complejo que ilustra la globalización es lo que pone en entredicho la validez de representaciones tales como las de un “fin de la historia”, de eventuales “choques de civilizaciones”, o la de la de un mundo que comporta una democracia en permanente expansión. Lo anterior podría tener lugar si la contemporaneidad se organizara como una mundialidad que compactara y homogeneizara las distintas experiencias. Sin embargo, lo que ocurre en la actualidad es muy diferente. Antes, las situaciones, por ejemplo, de crisis o de convulsiones que alcanzaran una resonancia por todo el planeta se originaban en un determinado centro y luego se dispersaban por el resto del mundo. Así fue como ocurrió con la Gran Depresión de 1929, que se 1 “Gradualmente, la distinción entre la contemporaneidad cronológica y la contemporaneidad histórica, entre el desarrollo de Europa y el atraso de los otros continentes, basado en la centralidad europea en la historia de la civilización, se ha vuelto insostenible” (Giovagnoli, 2005, p. 47).

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inició en Nueva York y se diseminó enseguida por todo el mundo. Cuando prima la globalidad, las crisis o las convulsiones planetarias no solo dejan de reconocer un centro, sino que se instalan desde un inicio en todas partes, de donde siguen repartiendo sus influencias, de manera directa o indirecta, y, además, con distintos grados, por todas las latitudes. Puede argumentarse que estas situaciones se reproducen como hongos por toda la faz de la Tierra y se convierten en regularidades que, en la medida en que colisionan de manera persistente, se encuentran más distantes del equilibrio, inducen a la permanente reconstrucción de contornos, y obligan a nuevas definiciones y arreglos. A diferencia de lo que sucede en la mundialidad, en un entramado global la crisis ya no constituye un accidente o un elemento circunstancial, sino una de sus más características regularidades. La disimilitud que se presenta en cuanto al papel que desempeñan las crisis y demás formas de convulsión social en un registro de historia mundial y de historia global se puede ilustrar asimismo a través de la campanología, tal como ha sido sugerida por los historiadores norteamericanos Linebaugh y Rediker: “Cuando se golpea una sola campana perteneciente a un conjunto armonizado, sus reverberaciones hacen que las campanas más próximas emitan unos armónicos; y cuando se golpea varias de ellas rápidamente, el resultado es un ritmo de excitación en cascada” (2005, p. 273). La mundialidad se caracteriza por una causalidad lineal que evoluciona siguiendo una secuencia espacial. La crisis o la convulsión van de más a menos, hasta que su sonido final se extingue. En nuestra contemporaneidad, por el contrario, el tañido resulta del repique de numerosas campañas, cuyos sonidos ya no pueden reproducir una armonía rectilínea, pues mantienen desordenadas reverberaciones (acentuación de la sincronía) que reviven profundas y particulares páginas de la historia (intensificación de la diacronía). Debido a esta naturaleza del mundo actual, se puede sostener que constituye una falacia cualquier intento de imaginar la existencia de comunes denominadores del mundo, a excepción de aquellos que sustancian los mismos contornos de la globalidad.

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Rasgos específicos de nuestro presente La contemporaneidad es compleja, pero ello no significa que no pueda ser comprendida y explicada, ni tampoco que sea desordenada. Se articula en torno a una serie de grandes macroprocesos, que serán rápidamente descritos a continuación. Si a veces suscita perplejidades, ello responde a que requiere de perspectivas analíticas distintas a las usuales. El primero de estos elementos consiste en que durante esta etapa se ha asistido a una excepcional fase de globalización (Ferguson, 2010; Sassen, 2007), mucho más intensa y penetrante que las experimentadas en décadas o incluso en siglos anteriores. En efecto, si bien la globalización dispone seguramente de una dilatada densidad histórica (Osterhammel y Petersson, 2005), ha sido propio de este periodo presente que tal fenómeno se desenvuelva bajo tres modalidades, las cuales se retroalimentan entre sí. De una parte, la globalización se ha convertido en un proceso central que define el contexto histórico en el cual tienen lugar las actividades humanas contemporáneas. Se expresa como un telón de fondo, porque un rasgo distintivo de la época en la que nos ha correspondido vivir consiste en que toda la población del planeta ha empezado a compartir un mismo horizonte espaciotemporal, lo cual sugiere, además, que el mundo por vez primera se ha transformado en una categoría histórica. De la otra, la globalización se ha convertido en un conjunto de dinámicas y prácticas, en las cuales se expresan y realizan muchos de los cambios que se despliegan en los distintos ámbitos sociales (Fazio, 2011). Por último, pero no por ello menos importante, la globalización se ha convertido en una valiosa forma de representación y de entendimiento del mundo; es un referente, para un número cada vez mayor de personas, en lo que respecta a su actuación, orientación y pensamiento (Laïdi, 2004). La intensificación de tendencias de este tipo tuvo como corolario el desfogue de dinámicas que han transformado las formas usuales de actuación de los Estados naciones y, consecuentemente, sirvieron para promover y destacar novedosas formas de interpenetración, varias de las cuales trascienden las dimensiones estatales y nacionales. Donde mejor se ha podido visualizar esta actuación ha sido en el campo de lo internacional, puesto que

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la globalización ha entrañado la degradación, mas no la desaparición, de aquel anillo intermedio (la dimensión estatal) que antes mantenía a distancia lo global de lo local y viceversa (Marramao, 2006). Hoy por hoy, ha ido ganando fuerza la idea de que la globalización se expresa de manera glocalizada (Robertson, 1992), incluso en el ámbito internacional, pues constituye un proceso que realza la compenetración transversal entre distintos factores. Esta idea se encuentra en el trasfondo de la argumentación de Mary Kaldor cuando propuso conceptuar las nuevas modalidades de conflicto y violencia, tal como las infirió de la traumática experiencia de Yugoslavia en la última década del siglo pasado. Lo que la autora definió como nuevas guerras constituye una expresión extrema de la erosión de la autonomía del Estado nación bajo el impacto de la globalización (2001, p. 24). No es este el momento para discutir esta tesis, que, quizá, sea todavía muy preliminar como para pretender generalizarla en las distintas situaciones de conflicto que se presentan en el mundo. Empero, su utilidad para el análisis radica en que permite visibilizar el fuerte incremento en el número de conflictos y de guerras no convencionales, que pasan desapercibidos cuando se recurre al aparato conceptual habitual. El World Development Report de 2011 afirmaba que más de 1.500 millones de personas viven en países afectados por ciclos de violencia política o criminal. Las guerras van en aumento, crece la cantidad de víctimas civiles y ha aumentado la población que ha visto la necesidad de desplazarse a otros lugares en busca de seguridad. El segundo elemento a destacar es que el mundo dispone de un régimen de historicidad que le es particular. Este régimen puede entenderse como la expresión de un orden dominante de tiempo, de acuerdo con la estructura sociocultural preponderante en un momento en cuestión. El historiador François Hartog (2003) ha sugerido que este régimen debe entenderse como “los diferentes modos de articulación de las categorías del pasado, el presente y el futuro. Según se ponga el acento principal en el pasado, el futuro o el presente, el orden del tiempo será distinto” (p. 23). El régimen de historicidad actual, a juicio del mencionado historiador, tiene como rasgo fundamental una mayor ascendencia y densidad del presente por sobre los otros registros temporales. Es decir, durante este presente se ha asistido a un inédito

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esquema de tiempo bajo el predominio de la condición presente, con un porvenir cerrado y un pasado que es revisitado en función del mismo presente. A esta categoría hartogiana quisiera agregarle el adjetivo global, debido a que solo durante este presente ha ocurrido la emergencia de un horizonte espaciotemporal compartido, por lo que puede sostenerse que se ha convertido en un fenómeno mundial. Este, en tanto que régimen, incluye una amplia gama de elementos de sincronía y diacronía, con dilatados encadenamientos temporales en torno al presente. Para evitar posibles equívocos, diré que cuando se afirma que el presente actúa como fuerza gravitacional, ello es muy distinto del presentismo, aquella ideología que, en su momento, intentó popularizar Francis Fukuyama con su polémica tesis sobre el “fin de la historia”. Este sentimiento de vivir la urgencia o la inmersión en la exclusividad del presente se explica porque hasta hace no mucho primaba un tipo de organización que se estructuraba en torno al tiempo del Estado y de la política, lo que implicaba constantes referencias al pasado para el manejo del presente, y mantenía el objetivo de proyección hacia el futuro. Con los cambios económicos, tecnológicos y comunicacionales de las últimas décadas, se ha comenzado a producir una gran transformación cultural que ha desplazado el tiempo de la política como vector estructurador por el tiempo de la economía y, sobre todo, del mercado. Este, a partir de la velocidad del consumo, de la producción, de los intercambios y los beneficios, tiende a desvincular el presente del pasado, transforma todo en ahora e involucra los anhelos futuros en la inmediatez. Esta presentización se ha convertido en el elemento que fundamenta y que al mismo tiempo refleja el alcance de la democracia del mercado. Este régimen de tiempo implica también una sincronización que se presenta a través de medios externos, como el reloj, la televisión y el computador pero, en su naturaleza más profunda, constituye una sincronización de ritmos históricos dispares. El tercer elemento sistémico de este presente histórico se puede visualizar en el siguiente hecho: cada vez es menor el número de analistas que emplean el concepto de modernidad a secas, es decir, sin algún adjetivo o

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acompañamiento. Un rápido repaso de la literatura especializada demuestra que se ha vuelto corriente encontrarse con expresiones tales como múltiples modernidades, segunda modernidad, modernidad clásica, modernidad global, modernidad-mundo, modernidad entangled, etc. Todo parece indicar que fue Shalini Randeria quien utilizó por primera vez la expresión entangled history of modernities, proposición de la cual se valió para sostener la tesis de que la creación y el desarrollo del mundo moderno debían ser conceptualizados como una historia compartida. En una entangled history, las diferentes culturas y sociedades comparten un número de experiencias y, a través de sus interacciones e interdependencias habituales, fueron forjando el mundo moderno (Randeria, 2009, p. 80). En analogía con la tesis de Hartog, podría decirse que una de las grandes transformaciones de este presente histórico se ha presentado en el régimen de modernidad, a través de la transmutación de la anterior “modernidad clásica” por unas modernidades entramadas (entangled). Esta nueva situación ratifica la existencia de numerosos entrecruzamientos que registran las diferentes experiencias históricas, con variadas superposiciones que, en su conjunto, van definiendo el sentido y la direccionalidad de la modernidad global. No está de más reiterar que, en su naturaleza intrínseca, unas modernidades entramadas no pueden realizarse en la localidad ni pueden ser regionales o nacionales, pues no se encuentran territorializadas de manera unívoca; por el contrario, solo pueden realizarse en la globalidad. Ello, empero, no significa que todas participen por igual y que dispongan del mismo peso y trayectoria. Algunas siguen ceñidas a una dimensión espacial, mientras que otras se reproducen en la temporalidad, lo que permite la mayor expansión de las segundas. Por último, como expresión de lo anterior, se puede sostener que la historia universal de corte tradicional ha cedido el terreno a una naciente historia global. Por historia global entiendo la sincronización y el encadenamiento que registran las disímiles trayectorias históricas, las cuales entran en sincronicidad, resonancia y retroalimentación.

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Constelación global, tiempo y espacio Lo señalado atrás tiene lugar porque ha sido característica de nuestro presente una sensible recomposición en las coordenadas temporales y espaciales. Una nueva métrica se encuentra en el trasfondo de todas ellas. Es bien sabido que la globalización, en cualquiera de las acepciones corrientes del término, entraña superación de las fronteras, mayor proximidad, conectividad y simultaneidad. Es decir, la globalización ha puesto al descubierto nuevas experiencias espaciales (acercamiento, dilatación, recomposición de los espacios) y temporales (sincronicidad, simultaneidad y acentuación e intensificación de las experiencias diacrónicas). El régimen de historicidad vigente, por su parte, tiende a subsumir el pasado y el futuro dentro de un dilatado presente, intervalo de tiempo en el cual tiene lugar además una sucesión de eventos locales singulares, y una simultaneidad de múltiples acontecimientos cercanos y lejanos. Las modernidades entramadas destacan la existencia de numerosas superposiciones de experiencias entre los distintos colectivos humanos, así como la parcial desvalorización del referente espaciotemporal nacional y territorial, claramente predominante hasta hace poco. En condiciones de modernidades entramadas se potencian las experiencias diacrónicas (tiempo) y las sincrónicas (simultaneidades espaciales). La historia global, por último, destaca los variados procesos que tienden a un mundo cada vez menos occidental pero más contemporáneo, y que se despliegan a lo largo y ancho del mundo, y situaciones muy locales y particulares que ejercen impacto en todo el mundo y se retroalimentan de eventos ocurridos en lugares distantes. La necesidad de historizar globalmente la democracia y la violencia Lo mencionado me lleva al siguiente punto: si los componentes espaciotemporales han experimentado grandes cambios, entonces, la condición presente ha derivado en una matriz espaciotemporal, de la que puede reconocerse una historia que le es inherente. Igualmente importante es el hecho

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de que, cuando se comprende esta condición de la contemporaneidad que nos ha correspondido vivir, se entiende fácilmente que procesos aparentemente transversales, como el de la democracia, no pueden interpretarse de manera genérica, sino que más bien se adecúan a los condicionantes diacrónicos y sincrónicos que les confieren un perfil determinado a sus manifestaciones. Un buen ejemplo de ello es la condición histórica que hizo posible el gobierno de Evo Morales en Bolivia, que implicó la conjugación de nuevos movimientos sociales con tendencias que comportan profundas raíces. El poderoso movimiento indígena boliviano que depuso al presidente Sánchez de Lozada constituye un eslabón más en la cadena de levantamientos campesinos que acabaron con la dictadura de Gualberto Villarroel en 1946 y fue un indiscutido actor de la Revolución de 1952. Como acertadamente ha escrito Juan Manuel Palacio, con este tipo de señalamientos no se quiere negar la […] existencia de un momentum en este mundo globalizado, indudablemente propicio para los movimientos sociales “desde abajo” y, eventualmente, para proyectos políticos que persigan unificarlos. Sencillamente llama la atención sobre la complejidad de las historias nacionales y la importancia de conocerlas y de incluirlas en el análisis para no alimentar innecesariamente ilusiones que puedan derivar en gruesos errores de cálculo. (Palacio, 2003, p. 8)

Ello ocurre porque esta relación simbiótica entre diacronía y sincronía constituye el eslabón central de la confluencia de temporalidades históricas, que tanto caracteriza a nuestro presente. Luis Tapia Mealla (2012) describe bien este proceso: Una de las cosas que le dan espesor temporal a la contemporaneidad es el hecho de que las prácticas y acciones y su horizonte de producción de sentido, como también de organización de las relaciones y las interacciones, retoman cosas que fueron lanzadas hace mucho tiempo en la vida social, es decir, que la causalidad que opera sobre lo que estamos viviendo está configurada por varios estratos temporales, por una carga socio temporal que viene de diferentes momentos, cuyo peso o carga determinante varía según lo que se esté configurando en cada momento o época. (pp. 32-33)

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Además del elocuente caso boliviano, las recientes revueltas en el norte de África constituyen otra clara demostración de esta tendencia. Bertrand Badie (2011) precisaba hace poco que para la inteligibilidad de este tipo de situaciones se requiere entender la temporalidad propia de cada ámbito social, procedimiento que permite ilustrar la amplia gama de itinerarios posibles. Cuando son analizados a la luz de estas particularidades, se observa la gran disparidad en términos de representación que se deriva de la mirada propuesta por los medios de comunicación occidentales de las reivindicaciones específicas de estas revueltas. El denominado proceso democrático constituye más bien una demanda de justicia social y de lucha contra la corrupción. En general, ha consistido en explosiones sociales sin liderazgo político, faltas de ideología, lo que ha permitido la deriva hacia el islamismo, y carentes de un programa que vaya más allá de la caída del respectivo dictador. “A primera vista se trata de revoluciones, desde el punto de vista de su desencadenamiento y desarrollo, sin cabeza ni rostro, sin ideología e ideas, sin programa y finalidad” (Guidère, 2012, p. 132; traducción propia). Si en apariencia son sociedades que disponen de aparatos e instituciones públicas, debe comprenderse que remiten a realidades socioculturales particulares de cada país, por lo que no debe extrañar que evolucionen en la dirección de una democracia islámica. Esta transformación que ha experimentado la democracia no es exclusiva de los países del sur. Cambios profundos se observan también en las naciones desarrolladas. En muchos de estos países, como resultado del impacto ocasionado por el 11 de septiembre de 2001, se privilegiaron las acciones en materia de seguridad. Los Estados disminuían su énfasis en el bienestar mientras propendían por un tipo de organización que privilegia las soluciones penales, lo que implicó una severa conculcación de libertades, y a partir de este pilar funcionaba la democracia. La crisis financiera mundial ha dejado entrever otro tipo de distorsiones, como ha ocurrido cuando son los “mercados” y no los electores los que legitiman a los gobernantes.

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A guisa de conclusión Es probable que desde finales de la primera década del nuevo siglo se haya comenzado a bosquejar una nueva fase de esta historia global, a la que podríamos definir como una resonancia de temporalidades. Así lo sugieren situaciones tan distantes como la Primavera Árabe o el advenimiento de una generación global (Beck y Beck-Gersheim, 2008) que, pese a sus diferencias, indica nuevas medidas de tiempo y de espacio. Este naciente mapa político global puede visualizarse con los referentes de los que se hacen portadoras las distintas generaciones. Mientras las personas nacidas en la primera mitad del siglo xx disponían de una cosmovisión que se organizaba en torno al Estado y a la nación, quienes llegaron a la vida en las décadas de los cincuenta y los sesenta se identifican ante todo con posiciones internacionalistas. Y quienes han crecido con Internet y la televisión por cable y satelital reconocen valores globales. Por tanto, se puede sostener que la consolidación de referentes identitarios localizados no constituye una fuga en dirección de las microespacialidades, sino que refleja su realización dialéctica en un ambiente globalizado. Joseph Fontana (2011) recientemente concluía su obra dedicada a explicar las coordenadas fundamentales de la contemporaneidad con las siguientes palabras: El despertar de la protesta popular parece muy distinto al de otras ocasiones anteriores, y va a resultar muy difícil contenerlo. No se trata de una repetición de las revueltas de 1968, que movilizaron a unos jóvenes que querían un mundo mejor y más justo, pero a los que el sistema, una vez derrotados, pudo recuperar sin demasiadas dificultades. Los jóvenes vuelven a ser la parte fundamental de estos nuevos ejércitos de protesta, pero su móvil es ahora mucho más directo y personal: en un mundo de desigualdad creciente, dominado por el paro y la pobreza, piden el derecho a un trabajo digno y a una vida justa, tal como se les prometió a sus abuelos cuando los llevaban a combatir en la guerra fría, no por la democracia, sino con el objetivo de asegurar el triunfo de la “jerarquía global establecida”. A lo cual hay que sumar el hecho de que, a diferencia de lo que sucedió en 1968, el sistema es ahora incapaz de integrarlos ofreciéndoles unas compensaciones adecuadas. Como los trabaja-

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dores de 1848, los jóvenes de esta nueva revuelta tienen muy poco que perder y un mundo que ganar. El futuro está en sus manos. (p. 976)

De la manera como se resuelva esta tensión entre colisión y resonancia, dependerá si el presente actual transmuta o no hacia una nueva época, un presente histórico distinto al que hasta el momento hemos conocido.

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Hernando Valencia Villa Para pasar página, hay que haberla leído antes. Louis Joinet 1. ¿Qué es la justicia transicional? Con este neologismo se conoce hoy el conjunto de teorías y prácticas relacionadas con los procesos políticos por medio de los cuales las sociedades ajustan cuentas con un pasado de atrocidad e impunidad, y hacen justicia a las víctimas de dictaduras, guerras civiles y otras crisis de amplio espectro o larga duración, con el propósito de avanzar o retornar a cierta normalidad democrática. El sociólogo noruego Jon Elster (2004) afirma que “la justicia transicional está compuesta por los procesos penales, de depuración y de reparación que tienen lugar después de la transición de un régimen político a otro” (p. 1) y agrega, con respecto a lo que él mismo llama la ley de la justicia transicional, que “la intensidad de la demanda de retribución disminuye con el intervalo de tiempo entre las atrocidades y la

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histórica y jurídica

P a r t e IV . A p e r t u r a s ... M i r a d a s f i l ó s o f i c a ,

la vulnerabilidad del mundo

Justicia transicional y derechos humanos. Sus aportes para el mundo contemporáneo

transición, y entre la transición y los procesos judiciales” (p. 77). El pensador estadounidense Michael Walzer (2004), por su parte, emplea la fórmula latina jus post bellum (el derecho, o la justicia, tras la guerra) para aludir a la cuestión, que considera tributaria de la doctrina de la guerra justa (pp. 18, 169, 170, 172, 174). 2. Con excepción de dos episodios históricos, la caída de la oligarquía en la Atenas clásica, en 411 y 403 antes de Cristo, y la restauración de la monarquía en la Francia napoleónica, en 1814 y 1815, que por su antigüedad no pueden invocarse como precedentes, las experiencias de justicia transicional en sentido estricto se registran en nuestra época. A lo largo de la segunda mitad del siglo xx, en efecto, numerosos Estados africanos, latinoamericanos, asiáticos y europeos han vivido complejos y desafiantes procesos de transición política a la democracia y a la paz, y han ensayado diversas fórmulas para combinar verdad, memoria, castigo, depuración, reparación, reconciliación, perdón y olvido, en un esfuerzo inédito por ponerse en regla con su propio pasado de barbarie e impunidad, honrar a los damnificados de la injusticia política y establecer o restablecer un constitucionalismo democrático funcional. 3. ¿Qué debe hacer una sociedad frente al legado de graves violaciones de los derechos humanos, cuando sale de una guerra civil o de una dictadura? ¿Debe castigar a los responsables? ¿Debe olvidar tales abusos para favorecer la reconciliación? Las respuestas a estas preguntas dependen de diversos factores que se articulan de distintas formas en cada caso histórico, como lo demuestran experiencias tan diferentes como las de Argentina y Chile, Burundi e Irlanda del Norte, El Salvador y Guatemala, Camboya y Mozambique, Bosnia Herzegovina y Sri Lanka, Sierra Leona y Sudáfrica, Colombia y España. Más allá de la casuística, empero, el desafío fundamental a que se enfrenta hoy la justicia transicional consiste en encontrar un equilibrio razonable entre las exigencias contrapuestas de la justicia y de la paz, entre el deber de castigar el crimen impune y honrar a sus víctimas, y el deber de reconciliar a los antiguos adversarios políticos. 4. He aquí, pues, la justicia transicional, el nuevo y desafiante campo de estudios y experiencias en que convergen la ética, el derecho internacional,

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el derecho constitucional, el derecho penal y la ciencia política para enfrentar el arduo problema de forjar una política de Estado presidida por la justicia como virtud y como servicio público, que garantice verdad y reparación a las víctimas, retribución a los victimarios y reconciliación o paz a la sociedad, de conformidad tanto con el constitucionalismo democrático cuanto con el derecho internacional de los derechos humanos. En esta perspectiva, antes de presentar los elementos fundamentales del derecho de las víctimas a la justicia, conviene reseñar quince experiencias nacionales contemporáneas de justicia transicional y las lecciones básicas que se deducen de ellas. Experiencias 5. Argentina. En respuesta a las atrocidades perpetradas por agentes estatales durante la dictadura militar que asoló al país entre 1976 y 1983, el primer gobierno de transición democrática estableció, en 1984, una comisión de la verdad: la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), presidida por el escritor Ernesto Sábato, que documentó 9.000 desapariciones forzadas imputables a servidores públicos y promovió la persecución judicial de los principales responsables del régimen militar, que fueron procesados y condenados a largas penas de prisión. Pero la presión del Ejército y la debilidad de la democracia dieron pie a las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), en el gobierno de Raúl Alfonsín, y al indulto de los mandos militares (1990), en el gobierno de Carlos Menem, que dejaron impunes los crímenes de la dictadura. Bajo las administraciones de Néstor Kirchner y de su esposa, Cristina Fernández de Kirchner, y tras la renovación de la Corte Suprema, las medidas de impunidad han sido declaradas nulas por el Congreso en general y por los jueces en particular, se han abierto o reabierto numerosos procesos por los abusos del pasado, incluidos los “juicios de la verdad” para esclarecer la suerte de los ejecutados y desaparecidos, y se han pagado indemnizaciones a muchas de las víctimas y sus familias. 6. Bosnia Herzegovina. El conflicto armado en esta región de la península balcánica, tal vez el más atroz entre los que marcaron la disolución de la

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antigua Yugoslavia, dio lugar a la comisión de Crímenes Graves contra el Derecho Internacional, como genocidio, limpieza étnica, desplazamiento forzado, violencia sexual masiva, tortura, ejecución extrajudicial y desaparición forzada, que afectaron a centenares de miles de personas e indujeron la creación del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en 1994. Con la intervención de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y de la Organización del Tratado del Atlántico del Norte (OTAN), se alcanzaron los acuerdos de paz de Washington (marzo de 1994), Dayton (noviembre de 1995) y París (diciembre de 1995) entre Bosnia Herzegovina, Croacia y Serbia, que pusieron fin a las hostilidades, establecieron las fronteras entre los nuevos Estados y entre sus comunidades étnicas, y crearon un marco institucional (Corte Constitucional, Comisión de Derechos Humanos, Comisión de Desplazados y Refugiados), para el esclarecimiento de la verdad, la sanción de los responsables y la reparación de las víctimas. 7. Burundi. Esta república, enclavada en la región de los grandes lagos de África central, se vio afectada entre 1993 y 2000 por un grave conflicto armado entre la etnia mayoritaria hutu y la etnia minoritaria tutsi, que tuvo estrecha relación con el genocidio de 1994 en el vecino Estado de Ruanda, el cual a su vez condujo al establecimiento del Tribunal Penal Internacional para Ruanda por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en 1995. Mediante la interposición de fuerzas de paz de la Unión Africana y de la ONU, se alcanzaron el Acuerdo de Paz y Reconciliación de Arusha en agosto de 2000, que dispuso la protección de los tutsis contra el genocidio y de los hutus contra la exclusión, y el Protocolo de Pretoria en octubre de 2003, que creó tres nuevas instituciones (el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo y el Ombudsman o Defensor del Pueblo) para la recuperación del Estado de derecho y la reparación de las víctimas. En 2005, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 1606, por la cual se establecieron una Comisión de la Verdad y un Tribunal Especial para esclarecer, sancionar y reparar los crímenes de derecho internacional en Burundi. 8. Camboya. A pesar de los más de 30 años transcurridos desde la caída de la dictadura de Pol Pot y los Jemeres Rojos, que exterminó a 2 millones de

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camboyanos por razones ideológicas en uno de los mayores genocidios del siglo xx, y de la propia resistencia pasiva de la sociedad camboyana frente a un eventual ajuste de cuentas con su pasado (Hayner, 2008, pp. 258-264), la puesta en marcha del esquema de justicia transicional, acordado tras una laboriosa negociación entre el gobierno de Phnom Penh y las Naciones Unidas, para el esclarecimiento, la sanción y la reparación de los crímenes del periodo 1975-1979, ha sido saludada ya como uno de los mayores triunfos del derecho internacional en las últimas décadas. Bajo la denominación de Salas Extraordinarias en los Tribunales de Camboya, el sistema judicial de transición está integrado por un fiscal camboyano, un fiscal extranjero, diecisiete jueces camboyanos y doce jueces extranjeros, y tiene un mandato de tres años prorrogables. Aplica el derecho nacional con el complemento del derecho internacional, y su prioridad es el juzgamiento de los altos responsables políticos y militares del genocidio, como Dutch, el carcelero de Phnom Penh, quien ha sido condenado ya a cadena perpetua por su participación en el autogenocidio. Este caso ilustra de manera irrefutable que el paso del tiempo no sanea la barbarie ni la impunidad, y que nunca es tarde para hacer justicia. 9. Chile. La dictadura de Pinochet (1973-1990), responsable de 4.000 víctimas de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, decretó una amnistía general en 1978, que ha sido condenada con energía por los órganos de control y vigilancia del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, al igual que similares medidas de impunidad en Argentina, El Salvador y Uruguay. En 1990, a resultas de la derrota electoral de Pinochet, el primer gobierno de la transición a la democracia estableció la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación o Comisión Rettig, integrada por ocho miembros, que documentó más de 2.000 violaciones individuales de los derechos humanos, imputables al régimen militar. Y, en 2004, el gobierno de Ricardo Lagos creó la Comisión para la Prisión Política y los Torturados bajo la consigna de “No hay mañana sin ayer”, que verificó la práctica de torturas en 28.000 casos y sirvió de base para un plan oficial de indemnizaciones en favor de las víctimas de la dictadura. Frente a los avances en materia de verdad y reparación, la asignatura pendiente de la transición

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chilena es la imposición de sanciones penales y disciplinarias a los responsables políticos y militares del régimen tiránico, y en primer lugar a Pinochet. Tras el fallido pero memorable proceso de extradición del exdictador, que promoviera la justicia española ante la justicia británica con fundamento en el principio de jurisdicción universal, la justicia chilena ha abierto varios procesos contra Pinochet y su familia extensa por crímenes internacionales y por delitos comunes —como falsificación de documentos y malversación de caudales públicos—, pero en ninguno de ellos se ha proferido aún un fallo condenatorio. La muerte del exdictador en la impunidad, el 10 de diciembre de 2006, hace aún más improbable el castigo de los crímenes de la dictadura debido al interés de los chilenos de pasar página sin haberla leído antes por completo. 10. Colombia. Tras casi 50 años del conflicto armado interno provocado por el alzamiento de las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC) en 1964 y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en 1965, caracterizado por una pugna de legitimidades que se traduce cada vez más en una degradación creciente de las hostilidades en detrimento de la población civil no combatiente, la primera experiencia aparente de justicia transicional de que puede hablarse, en principio, es el proceso de desmovilización de los escuadrones de la muerte o grupos paramilitares de extrema derecha, que adelantara el gobierno conservador del presidente Álvaro Uribe Vélez entre 2002 y 2010, con fundamento en la Ley 975 de 2005, más conocida como la Ley de Justicia y Paz. Pero esta iniciativa no fue consultada con las víctimas del conflicto, ha sido severamente recortada por la Corte Constitucional, suscita el recelo de la opinión pública internacional y la oposición de la comunidad de derechos humanos, y su único resultado positivo aunque involuntario, hasta ahora, ha sido el estallido del escándalo de la “parapolítica” o infiltración de los grupos paramilitares en los partidos políticos y en las administraciones públicas. El gobierno del presidente Juan Manuel Santos (2010-2014) ha disminuido la retórica militarista de su predecesor y ha auspiciado la expedición de la Ley 1448 de 2011, más conocida como Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, que corrige algunos de los desaguisados de la legislación anterior y avanza en el reconocimiento de los derechos de

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los damnificados del conflicto, pero muchas atrocidades de la guerra civil de baja intensidad siguen en la impunidad, muchas víctimas de todas las partes contendientes continúan en la indefensión, y el país sigue extraviado en un laberinto de barbarie y corrupción. 11. El Salvador. Para poner fin a la guerra civil de 1979 a 1992, que devastó al país centroamericano y produjo 75.000 víctimas mortales y 1 millón de desplazados y refugiados, el Gobierno y la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional firmaron acuerdos sobre negociaciones de paz, en Ginebra (abril de 1990) y Caracas (mayo de 1990); sobre derechos humanos, en San José (julio de 1990); sobre reforma constitucional y la creación de una comisión de la verdad, en México (abril de 1991); sobre depuración del Ejército, en Nueva York (septiembre de 1991), y sobre paz, en Nueva York (diciembre de 1991) y Chapultepec (enero de 1992). El proceso de transición contó con la supervisión de la ONU y de la Organización de Estados Americanos (OEA), y se tradujo en la creación de una Comisión de la Verdad, conformada por tres miembros no salvadoreños designados por el secretario general de las Naciones Unidas, que sesionó de 1992 a 1993 y presentó un informe en el cual se documentaron 22.000 casos de violaciones de derechos humanos, el 95 % de ellas imputables al Estado. La comisión identificó a varios presuntos responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad durante la guerra civil, pero dos amnistías generales adoptadas por el Congreso, una antes y otra después de la publicación del informe, mantienen dichos delitos en la impunidad. Y el gobierno del presidente Mauricio Funes, que representa por primera vez a las antiguas fuerzas guerrilleras en el ejercicio del poder estatal, no ha conseguido romper el círculo de hierro de la impunidad ni controlar la delincuencia común que azota al país. 12. España. Casi 35 años después del referéndum sobre la Constitución democrática del 6 de diciembre de 1978, la monarquía parlamentaria española se debate con temor y temblor frente a una eventual reanudación de la transición a la democracia plena1. Comprometido con las asociaciones de 1 Recuérdese que en la primera transición española, según un reconocido experto, “la política de ‘reconciliación nacional’ comportó la amnistía para los antifranquistas y la amnesia para los franquistas, es decir, la renuncia a someter los comportamientos políticos del pasado a procesos judiciales” (Colomer, 1998, p. 177).

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víctimas y con su propia retórica socialdemócrata, y acosado por los ataques de los conservadores y por las exigencias de los nacionalistas catalanes y vascos, el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011) consiguió la aprobación parlamentaria de la Ley 52 de 2007 o de la Memoria Histórica, que declara la ilegitimidad genérica del régimen franquista y adopta otras medidas muy saludables, como la “desfranquización” de los espacios y monumentos públicos, la apertura de los archivos oficiales, la exhumación de los restos de desaparecidos y ejecutados con el apoyo de las administraciones públicas, y la inclusión de nuevas categorías de víctimas en los planes de indemnizaciones), pero no allana en manera alguna el camino a la anulación judicial de las sentencias arbitrarias, la sanción penal de los victimarios y la reparación integral de las víctimas. Peor aún, tras el archivo de la investigación de Baltasar Garzón sobre los crímenes atroces e impunes del franquismo en 2008 y la destitución del juez por el Tribunal Supremo en 2012, como resultado de una auténtica retaliación corporativa de los sectores “intransitivos” del régimen, la posibilidad de hacer justicia a las víctimas de la guerra civil y la dictadura ha desaparecido del proceso político nacional. 13. Guatemala. El conflicto armado interno que afectó a este país entre 1962 y 1996 se saldó con 200.000 víctimas de ejecuciones extrajudiciales y 40.000 víctimas de desapariciones forzadas. Muchos de estos crímenes pueden ser considerados actos de genocidio o prácticas de genocidio, como las más de 600 masacres perpetradas contra la población indígena, que constituye el 60 % de la ciudadanía guatemalteca. Tras ocho años de negociaciones entre el Gobierno y las organizaciones guerrilleras, se suscribieron el Acuerdo de Derechos Humanos de 1994, que dio paso a la Misión de las Naciones Unidas para Guatemala (Minugua), cuyos trabajos de verificación se extendieron hasta diciembre de 2004; el Acuerdo de Paz Firme y Duradera de 1996, que puso en vigor el armisticio entre las partes contendientes y estableció la Comisión de Esclarecimiento Histórico, y once acuerdos complementarios. La Comisión de Esclarecimiento Histórico estuvo integrada por tres miembros (dos nacionales y uno extranjero, su presidente, el jurista alemán Christian Tomuschat), sesionó entre 1997 y 1999, y en su informe final determinó que el 93 % de las violaciones de derechos humanos en el periodo

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1960-1996 era imputable al Estado y que el 83 % de las víctimas pertenecía a las comunidades indígenas. El Estado todavía incumple sus obligaciones internacionales en materia de castigo de los responsables y reparación de las víctimas, aunque se ha abierto por fin un proceso penal contra el exgeneral Efraín Ríos Montt, responsable de la política de barbarie oficial a comienzos de la década del ochenta, y la violencia social, que incluye linchamientos populares, asesinatos de mujeres en serie y actividades criminales de bandas organizadas, se ha enseñoreado de Guatemala. 14. Irlanda del Norte. El conflicto norirlandés, uno de los más antiguos y enconados del mundo contemporáneo, pues se remonta al siglo xix y combina la lucha contra el colonialismo británico con la pugna entre católicos y protestantes, ha vivido su última etapa a partir de 1969. Tras miles de víctimas y años de negociaciones, la guerrilla independentista del Ejército Republicano Irlandés (IRA, por sus siglas en inglés) decretó una tregua en 1994, que permitió la firma del Acuerdo de Belfast o del Viernes Santo en 1998, por el cual se adoptó un esquema de gobierno autonómico con la participación de los unionistas protestantes y los independentistas católicos, se estableció un Tribunal Especial para investigar la matanza del Domingo Sangriento (1972), y se crearon una Comisión de Derechos Humanos y una Comisión de Igualdad para atender las reivindicaciones de las víctimas y restablecer el Estado de derecho, con énfasis en la cuestión de la discriminación de las dos comunidades religiosas del Ulster. Resulta muy significativo que, por su manejo del conflicto de Irlanda del Norte, Gran Bretaña haya sido el Estado europeo con mayor número de denuncias y condenas por violación de derechos humanos, ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, durante las últimas décadas. El 8 de mayo de 2007 se constituyó en Belfast el gobierno de reconciliación nacional de Irlanda del Norte. 15. Sierra Leona. Este país de África occidental sufrió, entre 1991 y 1999, un conflicto armado interno de características atroces, con decenas de miles de víctimas mortales y centenares de miles de refugiados. Concluida mediante el Acuerdo de Paz de Lomé en 1999, que dispuso la creación de una Comisión de la Verdad y una Comisión de Derechos Humanos para la reparación de las víctimas, la guerra civil dio pie a prácticas de barbarie tales

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como violaciones sexuales masivas, mutilaciones corporales y reclutamiento de niños soldados, además de la explotación de los llamados “diamantes de sangre”, que provocaron alarma internacional e influyeron en el establecimiento del Tribunal Especial para Sierra Leona en 2002, como resultado de un acuerdo bilateral entre la ONU y el país africano. De naturaleza mixta, el tribunal está integrado por once jueces (dos sierraleoneses y nueve extranjeros), ha declarado inaplicable la amnistía general decretada en 1999, y ha llamado a juicio a varios dirigentes políticos y militares por su presunta responsabilidad en la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad durante la contienda intestina. El más notorio de los reos es Charles Taylor, expresidente del vecino estado de Liberia, quien intervino en el conflicto sierraleonés para su propio beneficio político y económico, y ha sido condenado ya por el Tribunal Especial en la sede de la Corte Penal Internacional en La Haya, por razones de seguridad. 16. Sri Lanka. La antigua Ceilán enfrenta un conflicto armado interno desde principios de la década del ochenta, con el levantamiento de la guerrilla separatista de los Tigres Tamiles, que ha causado decenas de miles de víctimas y que ha intentado resolverse mediante negociaciones en varias ocasiones. En 1997, presentaron sus informes tres Comisiones de la Verdad, que investigaron cerca de 27.000 denuncias por desapariciones forzadas, de las cuales se sustanciaron 17.000 violaciones imputables a las partes contendientes. En 1998, una cuarta Comisión de la Verdad documentó 4.000 casos más. Y en 2002, se alcanzó un acuerdo de tregua entre el gobierno de Colombo y los Tigres Tamiles, con la mediación de Noruega, que fue adicionado con otro acuerdo sobre desarme y asistencia humanitaria, concluido en Tailandia un año más tarde, en enero de 2003. El proceso de transición presenta un balance muy modesto en lo que concierne a justicia para los victimarios y reparación para las víctimas, el cual se ha hecho aún más precario tras el brutal aplastamiento de la guerrilla de los Tigres Tamiles por el Ejército regular en 2009. 17. Sudáfrica. La victoria electoral de Nelson Mandela en 1994, al frente de la mayoría negra, puso fin al régimen de discriminación racial vigente en Sudáfrica desde 1948, que propició innumerables violaciones de los derechos

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humanos y provocó un boicot internacional reflejado en la convención contra el apartheid, adoptada por Naciones Unidas en 1973. El nuevo gobierno auspició la aprobación por el parlamento de la Ley de Promoción de la Unidad y la Reconciliación Nacional, que creó en diciembre de 1995 una Comisión de Verdad y Reconciliación, de 17 miembros, con el mandato de investigar y documentar los crímenes y actos de violencia política de la etapa del apartheid, entre 1960 y 1994, y ofrecer una amnistía individual a cada imputado que reconociese públicamente, ante las víctimas y los medios de comunicación, su culpabilidad específica. Tras esta admisión de responsabilidad, el Estado renunciaba a la acción penal en contra del individuo y asumía la obligación de indemnizar a la víctima o a su familia. Esta fórmula de esclarecimiento más reparación, una de las más originales de nuestro tiempo, ha permitido identificar a casi 25.000 víctimas y pagar a cada una de ellas una indemnización que oscila entre los 2.000 y 3.500 quinientos dólares americanos anuales, durante 6 años. Hasta finales de 2000, se habían presentado 7.112 solicitudes de amnistía, de las cuales se concedieron 849 y se rechazaron 5.392. El Estado sudafricano, en un gesto muy discutido y muy discutible, ha renunciado así a su pretensión punitiva frente a los crímenes del periodo del apartheid, pero a cambio ha garantizado los derechos de las víctimas a la verdad y a la reparación. 18. Timor Oriental. Esta antigua colonia portuguesa proclamó su independencia en 1975, pero inmediatamente después fue ocupada por el Ejército indonesio. Como resultado del conflicto armado subsiguiente, hubo más de 100.000 víctimas mortales en el periodo de 1980 a 1993. Tras el referéndum de autodeterminación en 1999, que ganaron los partidarios de la independencia por amplia mayoría, Indonesia volvió a invadir el país y a atacar a la población civil, pero retiró sus tropas poco después, ante la reacción de la comunidad internacional. Una fuerza de paz de la ONU asumió entonces la administración del territorio con miras a la transición a la independencia, nuevamente proclamada en 2002, y a la democracia, que se consolida paso a paso. Frente a los crímenes del conflicto generado por la ocupación extranjera, entre 1999 y 2000 actuaron dos Comisiones de la Verdad, una bajo el patrocinio de Indonesia y otra bajo el patrocinio de la ONU, que documentaron

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numerosas violaciones de los derechos humanos, algunas de las cuales se investigan hoy a través de un mecanismo judicial especial auspiciado por Naciones Unidas y conocido como las Salas Penales en los Tribunales del Distrito de Dili (capital de Timor Oriental). Lecciones 19. Las lecciones de las catorce experiencias nacionales reseñadas arrojan luces sobre las características de la justicia de transición. En todos los casos, el tipo de crisis o conflicto que está en el origen del proceso de transición, trátese de una dictadura militar, una guerra civil, una ocupación extranjera o un régimen racista, se ha traducido tanto en el colapso parcial del Estado como en la miseria política de la sociedad, merced a la generalización de las prácticas de arbitrariedad, corrupción y violencia que afectan sobre todo a la población civil no combatiente. Por ello, los esquemas de transición, articulados en mayor o menor grado en torno a la justicia judicial, se han impuesto a las élites nacionales como única alternativa practicable para superar la crisis humanitaria, establecer o restablecer la gobernabilidad democrática y responder con resultados a la comunidad internacional. 20. La justicia transicional comparada enseña también que la reparación, bajo la forma de indemnización pagada por el Estado a las víctimas del conflicto o de la tiranía, es necesaria pero no suficiente, al punto que no solo debe extenderse a los otros aspectos que contempla la nueva doctrina de Naciones Unidas, sino que, para ser legítima y eficaz, tiene que ir acompañada de esclarecimiento y de sanción. Tal es la experiencia de los países mencionados, que han ensayado diferentes modelos de transición de acuerdo con sus necesidades y posibilidades, pero que han tratado de garantizar por lo menos dos de los tres elementos constitutivos del derecho de las víctimas a la justicia: verdad y castigo, verdad y reparación o castigo y reparación. Más aún, en la mayoría de los casos el primer paso del proceso de transición ha sido la construcción de la verdad pública y la recuperación de la memoria histórica sobre los hechos luctuosos del pasado, casi siempre a través de una comisión de la verdad u otro mecanismo comparable de investigación extra-

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judicial, al punto que ha llegado a decirse, como en Chile, que la justicia transicional debe ofrecer “toda la verdad y tanta justicia como sea posible” (Orozco, 2005, p. 97). 21. Ahora bien, la combinación de verdad, castigo y reparación, tanto en calidad como en cantidad, depende de las circunstancias específicas de cada sociedad en el momento en que se enfrenta a la tarea de avanzar o retornar a la normalidad democrática, mediante un cierto equilibrio entre paz y justicia, entre búsqueda de la reconciliación y defensa de los derechos humanos. Pero es evidente que la cantidad y la calidad de la verdad, el castigo y la reparación que el Estado esté en condiciones de ofrecer a las víctimas de un pasado de barbarie e impunidad serán tanto mayores cuanto más consolidada se encuentre la cultura democrática en la respectiva sociedad. Un Estado democrático, con leyes, instituciones y autoridades legítimas y eficaces, y con una ciudadanía consciente de sus derechos y deberes, no debería temer ni temblar para cumplir con generosidad sus obligaciones constitucionales e internacionales en materia de justicia debida a todas las víctimas de todas las violencias. En últimas, sin embargo, para consolidarse y producir resultados en materia de verdad, justicia y reparación, todo proceso de justicia transicional debe ser lo que en el constitucionalismo estadounidense se denomina un ejercicio de política constitucional, es decir, una experiencia excepcional de cambio en el proceso político nacional a través de un acuerdo entre los principales actores sociales, el cual eventualmente alcanza reconocimiento constitucional o legitimidad política comparable. 22. En tratándose de justicia transicional, el respeto de un Estado a su realidad histórica y cultural, al igual que a su derecho interno, no puede esgrimirse como excusa válida para incumplir las exigencias de la legalidad internacional o eludir las lecciones de la experiencia ajena, en cuanto constituyen jurisprudencia y doctrina de la comunidad de los pueblos civilizados. De una parte, según el artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, ningún Estado puede invocar sus normas o decisiones de derecho interno como excusa para justificar el incumplimiento o el abandono de sus obligaciones internacionales de carácter convencional, como las que se derivan de los tratados de derechos humanos y derecho

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humanitario, en materia de tutela judicial efectiva y derecho de las víctimas a la justicia. De otra parte, la nueva doctrina internacional sobre el deber de la memoria, la lucha contra la impunidad y el derecho de las víctimas a la justicia, que se remonta a los orígenes del derecho internacional de los derechos humanos en las postrimerías de la segunda guerra mundial, pero que alcanza su formulación plena en la última década del siglo XX con la jurisprudencia de los sistemas mundial y regionales de protección de los derechos humanos, y con los estatutos de los tribunales penales internacionales del Consejo de Seguridad y de la Corte Penal Internacional, se ha enriquecido de manera sustancial con las experiencias nacionales de justicia transicional y constituye ya un auténtico patrimonio ético de la humanidad. El derecho a la justicia 23. La institución clave del derecho público contemporáneo en este terreno estratégico es el derecho de las víctimas a la justicia, en su triple acepción de derecho a la verdad y a la memoria, derecho al castigo de los responsables de los abusos y derecho a la reparación de los damnificados. La versión más autorizada de esta garantía en la legalidad internacional se encuentra hoy en la Resolución 60/147, del 16 de diciembre de 2005, por la cual la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el texto final de la doctrina oficial de la organización mundial en la materia. Aparece bajo el título de Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones, y se basa en los trabajos de la antigua Comisión de Derechos Humanos, a partir de los informes de cuatro ilustres juristas contemporáneos: el francés Louis Joinet, el holandés Theo van Boven, el egipcio-estadounidense M. Cherif Bassiouni y la norteamericana Diane Orentlicher. El texto consta de veinte artículos recogidos en apenas diez páginas, pero representa veinte años de investigaciones, reflexiones y negociaciones de Gobiernos, agencias internacionales, organizaciones no gubernamentales, expertos y activistas de diversas procedencias y orienta-

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ciones, y constituye la última frontera del derecho internacional de los derechos humanos, en lo que tiene de más cercano a la gente de la calle que sufre y muere, como que concierne a la justicia debida a todas las víctimas de todas las violencias. Conviene recordar que el antecedente más remoto de los Principios y directrices se encuentra en las denuncias y discusiones en torno a las atrocidades imputables a las dictaduras sudamericanas de los años setenta y ochenta del siglo pasado, y en especial a sus infames amnistías generales, que tuvieron lugar en la desaparecida Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Ginebra, y que se tradujeron en los primeros informes internacionales sobre la impunidad judicial estructural como principal factor de reproducción de la crisis humanitaria en amplias regiones del planeta. Por el carácter unánime de su adopción (la Resolución 60/147 fue aprobada sin votación, es decir, por aclamación) y por la naturaleza general y fundamental de su contenido normativo, puede afirmarse que esta decisión del órgano parlamentario de la ONU constituye opinio juris communitatis (opinión jurídica de la comunidad internacional) y es, por tanto, de índole obligatoria. 24. La Resolución 60/147 empieza por recordar que el derecho de las víctimas a la justicia está firmemente establecido desde hace años en numerosos instrumentos internacionales, entre los cuales cabe destacar: la cuarta Convención sobre las Leyes y Costumbres de la Guerra de 1907 (artículo 3), la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (artículo 8), la Convención contra la Discriminación Racial de 1965 (artículo 6), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 (artículo 2), el Protocolo I de Ginebra de 1977 (artículo 91), la Convención contra la Tortura de 1984 (artículo 14), la Convención de los Derechos del Niño de 1989 (artículo 39) y el Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998 (artículos 68 y 75). Idéntica regulación se encuentra en los principales instrumentos regionales, como la Convención Europea de Derechos Humanos de 1950 (artículo 13), la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969 (artículo 25) y la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos de 1981 (artículo 7). En tal virtud, los Principios y directrices no entrañan obligaciones nuevas para los Estados ni derechos nuevos para los ciudadanos, sino medios y

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métodos más eficaces para el cumplimiento de aquellas y la práctica de estos. Al reiterar su compromiso con estas garantías fundamentales, se lee en el décimo párrafo del preámbulo de la Resolución: […] la comunidad internacional hace honor a su palabra respecto del sufrimiento de las víctimas, los supervivientes y las generaciones futuras, y reafirma los principios jurídicos internacionales de responsabilidad, justicia y Estado de derecho.

25. A partir de su obligación básica de “respetar, asegurar que se respeten y aplicar” las normas internacionales de derechos humanos y derecho humanitario, el Estado debe garantizar el derecho de las víctimas a la justicia, que consta de tres elementos fundamentales: el acceso igual y efectivo a la justicia; la reparación adecuada, efectiva y rápida del daño sufrido; y el acceso a información pertinente sobre las violaciones y los mecanismos de reparación. 26. El acceso igual y efectivo a la justicia, en primer lugar, debe operar en las jurisdicciones nacionales y en la jurisdicción internacional, tanto para demandas individuales cuanto para querellas colectivas, e incluye no solo los procedimientos judiciales sino también los administrativos y disciplinarios. “Las obligaciones resultantes del derecho internacional para asegurar el derecho de acceso a la justicia y a un procedimiento justo e imparcial deberán reflejarse en el derecho interno”. 27. La reparación adecuada, efectiva y rápida del daño sufrido, en segundo lugar, constituye quizás la parte más elaborada y novedosa de la nueva doctrina de Naciones Unidas, y comprende cinco tipos de prestaciones: la restitución, la indemnización, la rehabilitación, la satisfacción y las garantías de no repetición, cada una de las cuales consta a su vez de medidas concretas, claras y distintas. 28. El acceso a información pertinente sobre las violaciones y sobre los mecanismos de reparación, por fin, es el tercer componente del derecho de las víctimas a la justicia. Según la decisión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, aquí debe considerarse incluido el derecho de las víctimas y sus representantes a solicitar y obtener información sobre las razones de su

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victimización, así como sobre las causas, características y consecuencias de las violaciones de los derechos humanos y del derecho humanitario. 29. La Resolución 60/147 concluye con tres disposiciones especiales: los Principios y directrices deben interpretarse y aplicarse sin discriminación de ninguna clase; los derechos de las víctimas han de protegerse también con el apoyo de las normas internacionales especiales y de las normas internas de cada Estado; y la protección de los damnificados ha de atenderse de tal manera que queden a salvo los derechos de las demás personas y, en particular, las garantías procesales de los acusados y responsables de los abusos. 30. El pensador francés René Girard (1996) habla de “esa formidable diferencia de nuestro universo con todos aquellos que lo han precedido: hoy día, las víctimas tienen sus derechos […]” (p. 18). Y añade: “La Historia está escrita, en general, por los vencedores. Nosotros somos el único mundo en el cual se quiere que la Historia sea escrita por las víctimas” (p. 138). Las víctimas tienden a ocupar el centro del debate ético contemporáneo, pero su condición legal y material resulta todavía muy precaria, y varía mucho de un país a otro. Pueden citarse tres ejemplos muy notorios. En España, las víctimas de los terrorismos etarra e islamista han sido reconocidas por el Estado y la sociedad civil, pero su creciente manipulación por tirios y troyanos (mucho más por los tirios que por los troyanos, en honor a la verdad) las ha convertido ya en actores políticos forzados e imprevisibles y contrasta de manera escandalosa con la indefensión en que se encuentran las víctimas de los crímenes atroces e impunes del franquismo. En Colombia, las víctimas de todas las partes contendientes en el conflicto armado interno no acaban de recibir el reconocimiento debido y corren el riesgo de ser sacrificadas, una vez más, en aras de la desmovilización de los aliados irregulares del Estado, los llamados grupos paramilitares. Y en los países ocupados por la malhadada guerra contra el terrorismo, como Afganistán e Irak, existe una infame discriminación entre las víctimas visibles del Ejército ocupante y las víctimas invisibles de la población nativa. Para que las víctimas puedan escribir la Historia, o al menos su historia, hay que hacer justicia, hay que hacerles justicia. La nueva jurisprudencia de las Naciones Unidas sobre los derechos de las víctimas viene a fortalecer nuestra capacidad de respuesta frente a la

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barbarie y la impunidad, a través de la justicia judicial2. La calidad moral de la democracia, como régimen de mayorías y minorías trabadas por libertades y justicias, depende de la observancia de los derechos humanos y, cuando hay víctimas de la violencia, depende del derecho a la justicia, es decir, a la verdad pública y a la memoria histórica, al castigo civilizado de los victimarios y a la reparación integral de las víctimas. 31. Más que ningún otro discurso normativo en nuestra época, la justicia transicional es el resultado de la reflexión de juristas, filósofos, politólogos, sociólogos, historiadores y moralistas sobre la experiencia vivida por numerosos países que han asumido o han tenido que afrontar procesos de transición a la democracia y a la paz en las últimas décadas. Tal fundamentación empírica puede ser utilizada como una defensa contra la tacha de idealismo que siempre se ha endilgado al derecho de gentes desde sus orígenes en el Renacimiento, con las obras pioneras del español Francisco de Vitoria (1483-1546), el italobritánico Alberico Gentili (1552-1608) y el flamenco Hugo Grocio (1583-1645). Pero la realidad resulta insuficiente e insatisfactoria, hasta tanto no sea transfigurada por los valores éticos y jurídicos, estéticos y políticos, que nos hacen humanos o que nos prometen la humanidad. En esta perspectiva, la más reciente generación de normas, sentencias y doctrinas de derecho internacional de los derechos humanos que empieza a codificarse en torno a la justicia de transición es un nuevo y elevado testimonio en favor de nuestra condición de agentes morales, de sujetos responsables los unos de los otros. La tarea que entraña la justicia transicional no consiste tan solo en el restablecimiento de la ley y del orden o del Estado de derecho, sino también y sobre todo en la reivindicación de las víctimas y de la justicia judicial. En el mundo en el que nos ha tocado en suerte vivir nuestras vidas —un mundo de contrastes abismales, de prodigios tecnológicos y horrores morales, donde conviven el genocidio y el canto 2

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La justicia judicial constituye la única respuesta legítima y eficaz a la violencia, pues solo ella ofrece escenarios y procedimientos de solución de conflictos en los cuales la razón prevalece sobre la fuerza. En palabras del jurista italiano Norberto Bobbio (1982), “mientras un procedimiento judicial, conforme a su finalidad, debe ser organizado de modo que permita vencer a quien tiene razón, la guerra es, de hecho, un procedimiento que permite tener razón al que vence” (p. 102).

gregoriano, la devastación del sida en África y las memorias de Primo Levi sobre Auschwitz, el terrorismo suicida y el nuevo tribunal criminal global—, dicha tarea se parece bastante a la de Sísifo, el héroe de la mitología griega que por su amor a los hombres y por su sed de justicia fue condenado por los dioses a empujar cada día una gran roca hasta la cumbre de una montaña desde donde volvía a caer por su propio peso. Pero, como escribía Albert Camus (1996) en medio de esa noche oscura que fue la Segunda Guerra Mundial, “el esfuerzo mismo para llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginar a Sísifo dichoso” (p. 329).

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Los autores

Étienne Balibar

Profesor emérito de filosofía política y moral de la Universidad de París X, en Nanterre. Profesor visitante en el Instituto de Literatura Comparada y Sociedad del Departamento de Francés, de la Universidad de Columbia (Nueva York). Correo electrónico: [email protected]

Patrice Canivez

Profesor de filosofía política y moral en la Universidad de Lille 3. Director del Instituto Éric Weil y miembro del grupo Saber, Textos, Lenguaje, Unités Mixtes de Recherche 8163 (UMR 8163), del Centre National de la Recherche Scientifique (Francia) (CNRS). Correo electrónico: [email protected]

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Marcela Ceballos Medina

Politóloga de la Universidad de los Andes, consultora de la Oficina de Planeación Distrital de la Alcaldía Mayor de Bogotá y miembro del Grupo M de Memoria. Correo electrónico: [email protected]

Marie-France Collard

Cineasta y miembro del Groupov, colectivo de artistas pluridisciplinares con sede en Bélgica, cuya práctica se inscribe principalmente en el campo teatral, y que se define como centro experimental de la cultura activa. Correo electrónico: [email protected]

Matthieu de Nanteuil

Profesor de sociología de la Universidad Católica de Lovaina. Director del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias: Democracia, Instituciones, Subjetividad (Cridis), de esa misma institución, y miembro asociado al grupo de investigación en Teorías Políticas Contemporáneas (Teopoco), de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: [email protected]

Juan Manuel Echavarría

Artista visual. Trabaja el tema de la violencia en Colombia por medio de la fotografía. En 2006 creó la Fundación Puntos de Encuentro (Bogotá), que dirige en la actualidad. Correo electrónico: [email protected]

Hugo Fazio Vengoa

Profesor titular de la Universidad de los Andes, decano de la Facultad de Ciencias Sociales y miembro del grupo de investigación Historia del Tiempo Presente, que hacen parte de la misma institución. Correo electrónico: [email protected]

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Claudia Girón Ortiz

Psicóloga de la Universidad de Los Andes con D.E.A en Derechos Humanos del Instituto de los Derechos Humanos de la Universidad Católica de Lyon, en Francia. Coordinadora de proyectos de la Fundación Manuel Cepeda Vargas y profesora e investigadora de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana. Miembro del Grupo M de Memoria. Correo electrónico: [email protected]

Alfredo Gómez Muller

Profesor de estudios latinoamericanos y filosofía en la Universidad François Rabelais, de Tours, miembro del consejo de dirección del Grupo de Investigaciones Culturales y Discursivas (ICD, EA 6297) y miembro asociado al grupo de investigación en Teorías Políticas Contemporáneas (Teopoco), de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: [email protected]

Pacifique Kabalisa

Magíster en estudios europeos y acción humanitaria de la Universidad Católica de Lovaina y presidente, desde el momento de su creación, en 2009, del Centro para la Prevención de los Crímenes contra la Humanidad, con sede en Bruselas y Lovaina la Nueva. Correo electrónico: [email protected]

Elizabeth Lira Kornfeld

Profesora y directora del Centro de Ética de la Universidad Alberto Hurtado en Santiago de Chile. Correo electrónico: [email protected]

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Andrés Felipe Mora Cortés

Profesor ocasional de la Universidad Nacional de Colombia, candidato a doctor en estudios políticos de la misma institución y miembro del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias: Democracia, Instituciones, Subjetividad (Cridis), de la Universidad Católica de Lovaina. Correo electrónico: [email protected]

Leopoldo Múnera Ruiz

Profesor asociado y coordinador del grupo de investigación en Teorías Políticas Contemporáneas (Teopoco) de la Universidad Nacional de Colombia, miembro asociado del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias: Democracia, Instituciones, Subjetividad (Cridis) de la Universidad Católica de Lovaina. Correo electrónico: [email protected]

Grupo M de Memoria

El  Grupo  M  de  Memoria  es un  grupo  interdisciplinario, integrado por académicos y profesionales dedicados a la investigación sobre la memoria histórica y los derechos fundamentales, en particular a los temas relacionados con el derecho a la verdad, la justicia y la reparación integral. Conformado en el 2010 con el apoyo de Planeta Paz y la Universidad de Lovaina, el Grupo M tiene como propósito llevar a cabo acciones de incidencia en el diseño e implementación de políticas públicas y acciones colectivas de memoria. Para ello, desarrolla proyectos de investigación y formación de índole participativa, que promuevan una alianza estratégica entre sectores académicos, organizaciones sociales y otros actores políticos. Acompaña la investigación con procesos de pedagogía social enfocados a la formación de opinión pública y al fortalecimiento de la exigibilidad de los derechos a la verdad, la justicia y la reparación integral. Uno de los objetivos estratégicos del grupo es ayudar a

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la difusión, la divulgación y el posicionamiento de las propuestas de la sociedad civil en el actual proceso de negociación, respecto de las políticas de  reparación simbólica, las garantías de no repetición y el acceso a la verdad. Los miembros del grupo que colaboran en esta obra son: Marcela Ceballos Medina, politóloga de la Universidad de los Andes; Claudia Girón Ortiz, psicóloga de la Universidad de los Andes; Angélica Nieto García, politóloga de la Universidad Nacional de Colombia; Yolanda Rodríguez Rincón, filósofa de la Universidad Nacional de Colombia, y Mauréen Maya Sierra, comunicadora social y escritora de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. También hace parte del grupo Francisco Bustamante Díaz, maestro en Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia, y ha colaborado Liliana Silva Bello, socióloga de la Universidad Santo Tomás.

Mohamed Nachi

Profesor de sociología en el Instituto de Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad de Lieja. Es miembro del Grupo de Sociología Política y Moral (GSPM) del Centre National de la Recherche Scientifique (Francia) (CNRS), de la Escuela de Estudios Sociales (EHESS) y del Laboratorio Diraset: Estudios Magrebís (Túnez). Correo electrónico: [email protected]

Pascale Naveau

Candidato a doctor en sociología y miembro del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias: Democracia, Instituciones, Subjetividad (Cridis), de la Universidad Católica de Lovaina. Correo electrónico: [email protected]

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Angélica Nieto García

Politóloga y magíster en Estudios Políticos de la Universidad Nacional de Colombia y magíster en Ideas Políticas e Inteligencia del Mundo Contemporáneo, de la Universidad de Marne La Vallée (Francia). Docente investigadora del Centro de Pensamiento Humano y Social (CPHS), de la Corporación Universitaria Minuto de Dios. Miembro del Grupo M de Memoria. Correo electrónico: [email protected]

Jean-Philippe Peemans

Es profesor ordinario emérito de la Universidad Católica de Lovaina, institución en la cual fue presidente del Instituto de Estudios sobre el Desarrollo y cofundador del Grupo de Investigaciones sobre Asia del Este y del Sudeste (Graese). Miembro asociado del Centro de Estudios sobre el Desarrollo (CED) de la misma institución. Correo electrónico: [email protected]

Geoffrey Pleyers

Investigador del FNRS en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias: Democracia, Instituciones, Subjetividad (Cridis), de la Universidad Católica de Lovaina, e investigador del Centro de Análisis e Intervención Sociológica (Cadis) de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS). Correo electrónico: [email protected]

Yolanda Rodríguez

Es filósofa de la Universidad Nacional de Colombia, profesora e investigadora de la Universidad Javeriana y de la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP). Candidata a doctora en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del Grupo M de Memoria. Correo electrónico: [email protected]

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Hernando Valencia Villa

Profesor en derechos humanos y cuestiones globales en la Universidad de Siracusa (Madrid). Correo electrónico: [email protected]

Raúl Zelik

Escritor y profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia (Medellín), entre 2010 y 2013. Correo electrónico: [email protected]

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la vulnerabilidad del mundo. de mo c r ac ias y v iole n c ias en l a g l oba l i z ac i ón se terminó de imprimir en los talleres de Corcas Impresores SAS, bajo el cuidado editorial de Torre Gráfica Limitada, en el mes de octubre de 2014. En su composición se utilizaron las fuentes tipógraficas Minion Pro y Rosario.

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