KIERKEGAARD: LA DIFICULTAD DEL CRISTIANISMO

KIERKEGAARD: LA DIFICULTAD DEL CRISTIANISMO José María Valverde (Manuel Fraijó, Filosofía de la Religión, Estudios y Textos, Trotta, Madrid 1994, pp. ...
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KIERKEGAARD: LA DIFICULTAD DEL CRISTIANISMO José María Valverde (Manuel Fraijó, Filosofía de la Religión, Estudios y Textos, Trotta, Madrid 1994, pp. 265-290) Me atrevo a escribir estas páginas sobre Sören Kierkegaard («Severo Camposanto») (1813-1855) porque me dicen que no se le incluye en esta obra precisamente como «filósofo de la religión», sino, más ampliamente, como «pensador religioso». Sin embargo, no lo hago tranquilo, ante todo, porque tengo presentes los sarcasmos —y aun maldiciones— del gran danés contra sus futuros expositores —que no tuvo hasta mucho después de su muerte—: Los profesores todavía sacarán algo de provecho de mí, me enseñarán directamente, quizá añadiendo: Lo singular de esto es que no se le puede enseñar directamente (Diario XI, A 136, sin fecha, 1854).

Esa prevención, aparte de su fondo cristiano, al que volveremos, tenía un aspecto de orden estilístico: el temor a un malentendido como el que se produce cuando se expone en prosa lo dicho por un poeta en verso. Kierkegaard dice que sus autores «seudónimos» no desean ser recensionados, «porque lo abstracto quita el aspecto de mayor importancia y transforma falsamente el libro en tratado adoctrinador» (Postscriptum… Un esfuerzo contemporáneo). Pero es la propia índole de la fe cristiana la que determina el equívoco que se suele producir al referirse a ella «intelectualmente», esto es, no predicándola y eludiendo el dilema —aut-aut— entre aceptarla de raíz o rechazarla como locura o escándalo, según sea uno «griego» o «judío», intelectual o fariseo. La raíz del conflicto «fe cristiana-filosofía» Con todo, antes de hablar de Kierkegaard, en el presente contexto quizá no vendría mal recapitular muy brevemente los orígenes de la cuestión «fe cristiana» y «filosofía» —sobre todo, dado que, si no he entendido mal, el proyecto editorial de la presente obra colectiva no inicia su recorrido histórico hasta el siglo XVIII «Si uno encuentra a otro que lleva una azada y si ése lleva un rastrillo ¿tienen que tener miedo ninguno de los dos?». Estos pésimos versitos, los únicos que se conservan de Kierkegaard, aparecen en varias ocasiones en sus escritos, alguna vez aclarando que se refieren a la heterogeneidad entre fe cristiana y filosofía especulativa —tomo este adjetivo, predilecto de Kierkegaard, para subrayar el lado lógico y abstracto del filosofar, dejando así aparte el posible valor religioso de ciertas filosofías: de todos modos, para Kierkegaard, lo sistemático de una filosofía lleva al panteísmo, cosa que ya había dicho Jacobi, a quien alude a propósito de Lessing. Los evangelios —ya se sabe—, a pesar de Hegel, se resisten a su traducción a términos filosóficos. Pues la entera historia sagrada, la Revelación, no es una «proposición», ni un desarrollo dialéctico, sino una «narración», el relato de cómo un Dios Ubre y enigmático aparecería en la historia humana por una paradójica iniciativa de amor redentor, al margen de nuestras categorías mentales —no sólo las lógicas, sino incluso las éticas (¡Abraham-Isaac!)—. El contacto inicial entre fe cristiana y filosofía fue lo que, con un eufemístico argentinismo de moda, cabría llamar un «desencuentro»: en los Hechos de los Apóstoles (cap. 17) se cuenta cómo Pablo, al llegar al Areópago ateniense, empezó a hablar a aquella tertulia, donde había «filósofos epicúreos y estoicos», con una captatio benevolentiae a propósito del altar «Al Dios desconocido » que había visto, afirmando: «ése es al que os anuncio yo». Pero cuando Pablo entra en lo específicamente cristiano y habla de la resurrección de Jesús, muchos oyentes se ríen o se desentienden de él, y sólo unos pocos se van con él, entre ellos un Dionisio, cuyo nombre —como «el Areopagita»— sería utilizado por un teólogo

2 neoplatónico que pasaría por ser el discípulo de Pablo, incluso para santo Tomás. Pablo está escarmentado: dirá que la fe cristiana, escándalo para los judíos, era «locura» para los griegos (1 Cor 1, 2-3). Y la única vez que aparece la palabra «filosofía» en las Escrituras, aparte de los «filósofos» que acabamos de mencionar, tiene, en boca de Pablo (Col 2, 8), el peor sentido posible: «Mirad que nadie os atrape mediante la filosofía y el engaño vacío, conforme a la tradición de los hombres». No caben equívocos: la palabra «filosofía» está ahí, con sus letras griegas, en la segunda lengua de Pablo, pero eso resulta tan escandaloso para la posterior cultura de la cristiandad que, por ejemplo, la Biblia francesa de Jerusalén imprime esa palabra entre comillas —un signo, no sólo anacrónico, sino que pretende enmendar la plana al Apóstol como si éste fuera todavía un ignorante de futuras verdades superiores—. Más hábilmente y con mayor infidelidad, para dar otro ejemplo, la Biblia unitaria de Herder cambia un término decisivo, poniendo su en vez de la: «dass euch niemand mit seiner Philosophie...» Es de sobra sabido que esta situación inicial cambió pronto: vienen los diversos Padres, como san Justino, que se dedican a combinar el cristianismo con el platonismo, consiguiendo, en efecto, que desde entonces la mentalidad cristiana dominante tienda a ser un espiritualismo despreciador del cuerpo y, por tanto, de «la Palabra hecha carne»: un contubernio que se anticipa al político, la «cristiandad», desde Constantino hasta el «papamóvil» blindado y con escolta policíaca, y sus equivalentes no-católicos de hoy día. Para esta lectura: contemporaneidad de toda fe Pero esto sólo viene a cuento como remoto punto de referencia para la perspectiva de nuestra lectura: Kierkegaard, en su lucha por reintroducir el cristianismo en la cristiandad, deja por completo a un lado la consideración histórica. Todos somos contemporáneos de Jesucristo, dice él, y nuestra relación con él, de «sí» o «no», no se puede diluir en categorías de la época en curso ni de la evolución de la historia. Antes de seguir, sin embargo, no viene mal un reconocimiento personal: por lo que llevo dicho hasta ahora, y más aún por cómo lo voy diciendo, se comprende que mi mayor escrúpulo para redactar estas páginas no era tanto el temor, que ya indiqué, de traicionar a Kierkegaard, cuanto el temor a no ajustarme quizá a los criterios de la presente obra, colectiva, de carácter histórico y académico, con reglamento de juego especulativo y de neutralidad formal. Pero ¿quién es neutral ante Kierkegaard, el provocador, el «signo a contradecir», como el mensaje evangélico? En efecto, Kierkegaard, de diversas maneras, siempre va a parar a lo mismo: a que lo único que verdaderamente pretende es ser cristiano. Y, sin embargo, muchos de sus expositores y críticos parecen partir del supuesto de que eso no tiene suficiente o ningún sentido, y que si ellos creen que vale la pena hablar de él es porque en su obra hay alguna otra cosa que sí tiene sentido, a pesar de él mismo —verle como pionero del existencialismo, o como ejemplo de ir racionalismo, como caso curioso para un psicoanálisis, etc.—. Sin pretensión, entonces, de neutralidad, este trabajo podrá valer en la medida en que reúna unas pocas citas suyas y otras alusiones hechas de memoria sin entrecomillar —y aquí me ayuda, miren por dónde, "Walter Benjamín, cuando decía que el ensayo crítico ideal sería el que no contuviera más que citas, sin una sola palabra del compilador—. El comienzo: efímero rechazo Un rasgo biográfico me sirve para ir entrando en el tema: Kierkegaard, en buena medida por deseo de su padre, tan importante para él, emprendió estudios humanísticos encaminados hacia la teología; estudios en que se entretendría diez años, encantado al principio con las letras y la filosofía, ofreciendo una figura de juventud brillante y casi frívola. La sombría educación religiosa que le había dado su padre le iba pesando —-luego diría que era porque no "le dio la idea de que Dios es amor—. El vínculo paterno quedó en cuestión con el «gran terremoto », quizá de la primavera de 1835, cuando S0ren, tal vez indirectamente, tal vez por confesión de su padre, supo

3 que éste, recién enviudado, había violado a una suerte de parienta-criada que había en la casa, con la que se casó muy poco después, y cuyo último hijo, a sus cuarenta y cinco años, fue el mismo Sören. Para que nadie simplifique esta relación padre-hijo recordemos también que el viejo padre moriría entrañablemente unido al hijo, sobre rodo gracias al «segundo terremoto», esto es, a haberle confesado que, siendo niño, mísero pastorcillo, había blasfemado a gritos contra el cielo: luego le llegaron la prosperidad y la riqueza, pero él se retiró de los negocios a los cuarenta años, quizá por sospechar que todo aquello era una sutil réplica de Dios. Sin embargo, esto aquí cuenta para ilustrar la época de Kierkegaard que podríamos llamar nietzscheana avant-la-lettre, el año 1835, en que la filosofía le refuerza en su tendencia a aparrarse del cristianismo. Él cristiano, «la vida cristiana» habitual, añora en sus papeles en octubre de ese año, aparece, ante rodo, como un caso de indecisión e inconsecuencia ante «una cura radical de la que uno se retrae», sin fuerzas para «el salto desesperado» —un término que luego será eje de su idea de la fe—; además, y esto importa a un Kierkegaard efímeramente «humanista»: Los cristianos han sabido cómo privar a los infortunados de rodo alivio, incluso de una gota de agua para aliviar su lengua ardiente… Y tan exuberante y extravagante como es su imaginación en ese sentido [el del tormento eterno] así de escasa es cuando se erara de la bienaventuranza de los creyentes o los elegidos, que se representa con una mirada beatífica, con ojos fijos y vaporosos... Mucho más humana me ha parecido siempre la idea de ver reunidos a los grandes hombres de distinción y talento de todo el mondo, que han puesto mano a la rueda del progreso humano... Ciertamente es difícil vivir en una tierra donde el sol nunca brilla por encima del horizonte, pero en conjunto no es agradable vivir en un lugar donde el sol está tan directamente encima de nuestra coronilla que no deja proyectar sombra ni a ti ni a nadie de alrededor.

A partir de ahí, Kierkegaard inicia una lenta marcha, hasta 1838, que sólo superficialmente cabe ver como «retorno» a su fe, puesto que más bien llegará a ser una nueva fe. Por lo que roca a sus estudios de filosofía, la lectura de Hamann, el maestro de Herder, el «mago del Norte», enemigo de «la puta Razón», le ayudó a desentenderse de lo filosófico; anota: El cristianismo no ha de tener trato con las filosofías, aunque éstas estén dispuestas a repartir con él el botín: no podría tolerar que el rey de Sodoma dijera: He enriquecido a Abraham.

Pero, como señala Walter Lowrie en su Short Life of Kierkegaard, eso lo escribió cuando ya había oído la llamada imperativa: «¡Despierta, tú que duermes!». Todavía el 22 de abril de 1838 anota: En el caso de que Cristo llegue a residir en mí, deberá ser como dice el evangelio de hoy: «Cristo entra a través de puertas cerradas».

Contra Hegel La toma de posición de Kierkegaard ante la filosofía se refiere, como es natural, primordialmente a lo que dominaba la época: el Gran Sistema hegeliano. En un apunte del Diario, al parecer destinado a incluirse como nota en píe de página en el Poscriptum, y que quedó sin usar, expresaba su admiración intelectual por Hegel, pero acababa diciendo: A pesar de eso, uno que esté muy probado en las vicisitudes de la vida y recurra en su necesidad a la ayuda de su pensamiento lo encontrará cómico.

Con más brevedad lo anota en 1844 (V A 73): Si Hegel hubiera escrito roda su lógica diciendo en el prefacio que era sólo un experimento mental, donde en muchos puntos seguía dejando a un lado algunas cosas, indudablemente habría sido el mayor pensador jamás existente. Tal como es, es cómico.

4 Pero lo más grave, para Kierkegaard ya comprometido con la fe cristiana, no será el ridículo de Hegel al construir un gran palacio intelectual para luego vivir en una choza, sino su modo de desvirtuar el cristianismo: La mayor honestidad en los más duros ataques de una época anterior contra el cristianismo era que se permitía que permaneciera bastante intacto lo esencialmente cristiano. El peligro en Hegel es que alteró el cristianismo, y con eso logró el acuerdo con su filosofía. En general, es característico de una época de razón no dejar intacta la cuestión y decir «No», sino alterar la cuestión y decir luego: «Sí, claro, estamos de acuerdo». La hipocresía de la razón es infinitamente traicionera. Por eso es tan difícil apuntar bien al blanco (X-1, A 429, s.f., 1851).

Todavía pudo Kierkegaard en 1841 pensar que en la misma filosofía podía haber un antídoto contra Hegel al pasar una temporada en Berlín, huyendo de su Copenhague tras romper con su prometida, acudió ilusionado al curso en que Schelling trataba de borrar la «semilla de dragón» del hegelismo acentuando la palabra «realidad», pero al cabo de unas semanas se desilusionó de tal empeño, despidiéndose definitivamente de toda posible alianza filosófica: «La filosofía es el ama seca de la vida. Vigila nuestros pasos, pero no nos amamanta». En la perspectiva del lenguaje Me interesa, sin embargo, volver a un punto insinuado más arriba: en todo este proceso, había tenido cierto papel la lectura de Hamann: éste preparó a Kierkegaard a asumir la toma de conciencia lingüística que alborea desde Herder a W. v. Humboldt, pero que a él sólo le interesa a efectos morales y religiosos de signo cristiano. Así, escribe en tono un tanto pascaliano: El hombre es una estupidez —y lo es con ayuda del lenguaje—. Con esta ayuda, todos participan de lo más alto pero... en el sentido de que hablan de ello, (lo cual) es tan irónico como ser un espectador que observa en la galería la mesa del banquete del rey.

Más aún: el hombre, precisamente porque habla, puede envilecerse y pecar contra el espíritu: El lenguaje es una idealidad que el hombre posee gratis...: el que Dios pueda usar el lenguaje para expresar su pensamiento, y el que el hombre quede así en compañerismo con Dios. Pero en las cosas del espíritu nada es regalo sin más...; el regalo siempre es también un juez, y, por medio del lenguaje, por medio de lo que llega a ser en su boca esa idealidad, un hombre se juzga a sí mismo. Y en la esfera del espíritu siempre está presente la ironía: ¡qué irónico es que precisamente por medio del lenguaje pueda un hombre degradarse por debajo de lo que no tiene lenguaje! (XI2, A 147, 1854).

Un animal —dice en otro pasaje— no puede engañar ni engañarse, porque no habla: «sólo las más destacadas personalidades son capaces de sobrellevar esa ventaja, el poder del habla». Humorísticamente, apunta en otro momento: Es una suerte que el lenguaje tenga una sección de expresiones para chachara y sinsentido. Si no, yo me volvería loco, pues eso demostraría que todo lo que se diga es sinsentido. Es una suerte que el lenguaje esté equipado así, pues entonces uno puede esperar todavía oír algunas veces un discurso razonable (I, A 3S5, s.f., 1835-1837).

Kierkegaard no se limita a criticar el uso del lenguaje en su sentido moral, sino que, entrando en la gran problemática lingüística de la modernidad, y en términos que anticipan a Nietzsche, cuestiona su validez- en cuanto al conocimiento de la realidad en general, lo cual vuelve también a la perspectiva moral: Está bien que el «lenguaje» distinga al hombre del animal: sin duda, simplemente porque toda instrucción tiene lugar a través del lenguaje es por lo que el hombre se extravía fácilmente. El hablar, en efecto, es una abstracción y siempre presenta lo abstracto más bien que lo concreto. Al aproximarse a algo científicamente, estéticamente, etc., ¡qué fácil es que una persona se vea

5 llevada a la ilusión de que realmente sabe algo de lo cual tiene la palabra! Es la intuición concreta lo que se pierde aquí tan fácilmente. Y ahora la aproximación ética: ¡Qué fácil es que alguien sea llevado a pensar en el hombre (una abstracción) en vez de en él mismo, esa tremenda concreción! Ahí reside la verdad de la enseñanza pitagórica, de empezar con el silencio. Ese era un modo de obtener conciencia de lo concreto (X2, A 235, s.f., 184a).

Cómo «decir» el cristianismo Tal es la perspectiva lingüística de la famosa cuestión del «individuo», esa obsesión de Kierkegaard frente a lo abstracto que quita su responsabilidad —y su posible felicidad— al hombre. En estas consideraciones, Kierkegaard no disimula la conciencia de su propio placer artístico en el ejercicio del lenguaje, por más que, según se verá más adelante, confiese que la condición poética puede ser una forma de sutil mentira. Estando prevenido de ese peligro, no tenía por qué renunciar a su propio temperamento literario, a su lado estético, con una dimensión de placer legítimo: A veces he estado horas y horas sentado, enamorado del sonido de las palabras, esto es, cuando tienen el timbre del pensamiento pregnante: como un flautista entretenido con su flauta. La mayor parte de lo que escribo está dicho en voz alta varias veces, con frecuencia quizá una docena de veces: se ha oído antes de escribirse. En mi caso, mi construcción de la frase podría llamarse un mundo de recuerdo... (XI1, A 214, s.f., 1854).

Con esto no trazamos una digresión ociosa, sino una aproximación a que el gran tema de Kierkegaard es cómo decir el cristianismo, incluso estilísticamente: La idea más devastadora es que la elocuencia haya llegado a ser el medio para la proclamación del cristianismo. El sarcasmo, la ironía y el humor quedan mucho más cerca de lo esencial del cristianismo (X1, A 523, 1849).

Cabría decir que la misión que Kierkegaard acaba por asumir es, ante todo, de carácter lingüístico —pues cuando él dice «idea» o «concepto» sabe que es «palabra» y «tono»—: Me pareció que la Providencia extendía sobre mí la mano y me decía: «Tu tarea es llamar la atención hacia el cristianismo... El cristianismo se ha desvanecido tanto en el mundo, que ante todo hay que hacerse un concepto exacto de él» (X, A 3, 1840).

Kierkegaard aclara que él no pretende aportar más rigor o más laxitud al cristianismo, sino mayor sinceridad, mayor honestidad verbal, reconociendo que apenas existe, y que lo que pasa por tal es una degeneración, la «cristiandad». Tal misión, como es sabido, se desarrolló en tres líneas de escritura: una de ellas, secreta hasta mucho después de la muerte del autor, los llamados Diarios o mejor Papeles —siete mil apuntes, sin duda su mejor monumento para la lectura de la posteridad―; los tan numerosos como poco leídos Discursos edificantes, directamente cristianos, pero no «sermones» por no asumir autoridad pastoral; y las famosas obras seudónimas, a veces con varios autores apócrifos en el mismo volumen; autores que, en gradación no rectilínea, sino con algún paso atrás, van dejando caer poco a poco las-máscaras para revelar el rostro de un aspirante a cristiano (que, según él mismo, estaría un poco por encima del penúltimo seudónimo, Johannes Climacus, quien se supone que sabe muy bien ¡o que es el cristianismo, pero sin comprometerse con él, en el Postscriptum conclusivo no-científico a las «Migajas filosóficas»; y un poco por debajo del AntiClimacus, que sí acepta comprometerse, en Enfermedad de muerte y Ejercitación en el cristianismo). Sería, pues, usando un término típico de Kierkegaard, una «comunicación indirecta» que se fue haciendo más «directa»; un modo de «seducir para salvar», ofreciendo con una mano el atractivo de la brillante agudeza ambigua para dar con la otra «la puñalada por la espalda», el desafío de la fe cristiana —aunque la gente, como reconocería él mismo, no tomaría más que aquella.

6 Un punto de gramática y estilo Una cuestión de modos gramaticales —insistimos en la cuestión lingüística— sirve a Kierkegaard pata expresar su pretensión: la diferencia entre el indicativo y el subjuntivo (incluyendo en éste lo que la Real Academia Española separó de él como «condicional» o «potencial»). Toda la literatura moderna, incluyendo la filosofía, está escrita en subjuntivo, dice en algún momento. Este modo, en efecto, es el modo de lo «estético», contrapuesto a lo «ético» y lo «religioso»: La gramática del subjuntivo contiene básicamente los conceptos más estéticos y da lugar al disfrute estético casi más elevado {linda con lo musical, que es el más elevado), y, del subjuntivo, es verdad la consabida proposición cogito ergo sum: ésta es el principio viral del subjuntivo (por tanto uno podría realmente presentar la totalidad de la filosofía moderna en una teoría sobre el indicativo y el subjuntivo: en efecto, es puramente subjuntiva) (II, A 159, s.f., 1837).

Poco después, en un mismo día, vuelve sobre el tema en dos anotaciones: Sería posible escribir una novela entera en que el presente de subjuntivo fuese el alma invisible, lo que es la luz para la pintura (II, A 160, 13 de septiembre, 1337). Por eso es por lo que se puede decir legítima meo te que el subjuntivo, que aparece como un fulgor de la individualidad de la persona en cuestión, es un recurso dramático en que el narrador se echa a un lado, como quien dice, y hace esa observación como verdadera en esa individualidad (esto es, poéticamente verdadera), no como lácticamente verdadera, y ni siquiera como si pudiera serio, sino presentada bajo la iluminación de la subjetividad [II, A 161, misma fecha).

La crítica gramatical contra su propia época liega a rozar la sátira al considerar los signos de exclamación e interrogación: vale la pena citar otras dos notas: En este aspecto, el estilo de la escritura de nuestra época está en notable contraste con el de la Edad Medía y la Antigüedad. Producían palabras que merecían signos de exclamación pero que n o los obtenían salvo en el amén del corazón; como sustitutivo, nuestra época no produce más que signos de exclamación (II, A 722, 14 de abril, 1838). En tiempos antiguos, como es sabido, escribían una palabra tras Otra sin interrupción, una frase tras otras sin separación. ¡Uno se estremece al pensar en leer tal escritura! Ahora hemos llegado al extremo opuesto. No escribimos más que signos de puntuación, nada de palabras, nada de significado, sino simplemente signos de exclamación e interrogación (III, A 222, s. f., 1840-1842).

Aquí alcanzamos un extremo de ironía lingüística digno de Roland Barthes: el aspecto más sutil y doloroso de esa ironía que —consciente ya en su tesis de magister, Sobre la ironía en Sócrates— Kierkegaard vería en su obra como algo comparable a la anormalidad en el hígado de las ocas de Estrasburgo, que hace tan exquisito su paté pero que las mata cruelmente. Ser lo que se dice; el léxico de la fe La cuestión básica, al fondo de esas consideraciones lingüísticas, era la de la «reduplicación», esto es, «ser lo que se dice», respaldar la palabra con la existencia personal, lo cual si es palabra cristiana, implica la renuncia a uno mismo. Hay grados en eso: Las palabras «No conozco nada más que a Cristo, y a Cristo crucificado», dichas por un apóstol, le cuestan la vida; dichas por un testigo de la verdad, le acarrean persecución; dichas por una persona inferior, por mí, por ejemplo, dan lugar a alguna especie de sufrimiento; dichas por un poeta, traen fortuna; dichas por un eclesiástico declamatorio, no sólo le traen fortuna, sino que se le venera como a un santo (X2, A 466, 1850).

7 De ahí su ataque a los prelados y profesores de teología, disfrutadores de una vida fácil y con prestigio a costa de predicar a Cristo. Si Kierkegaard —como es más que sabido— renunció al amor y al matrimonio con su «Regina», no fue tanto por la perspectiva de tener que contarle las sombrías revelaciones de su padre, y, en general, de hacerle cargar con su propia «melancolía», cuanto porque le parecía monstruoso ser un respetado párroco, con su sueldo y su familia, a costa. —dice alguna vez— de que hacía casi dos mil años colgaron a un hombre en una cruz. Su polémica con la Iglesia establecida, que estalló violentamente en el final de su vida, no reclamaba reformas de doctrina sino de existencia: El cristianismo... no es una doctrina sino una existencia; no necesita profesores sino testigos; ...Cristo no necesitó sabios sino que se contentó con pescadores [X1 A 96, 1850}.

Por lo demás, el magister Kierkegaard, que bien pudo ser párroco o profesor, fue un fiel feligrés de su templo hasta que, fallecido el obispo Mynster, amigo de su padre, lanzó una revista antieclesiástica, declarando al morir que de buena gana recibiría la comunión una vez más, peto no de manos de un pastor-funcionario. Aquí, en nuestras contadas páginas, hemos de escatimar lo biográfico, por sugestivo que fuera trazar el perfil de aquel Kierkegaard fingidamente frívolo para intentar hacer creer a «Regina» que no había perdido más que a un sinvergüenza, al «seductor» del Diario de un seductor en Aut-Aut, pasando luego a ser el personaje excéntrico ridiculizado por un semanario satírico, El corsario, con burlas para sus pantalones, inevitablemente desiguales al caminar, dada su torcida columna vertebral, hasta hacer participar a la gente de la calle en el acoso a aquel solitario que no seguía ninguna corriente —y que acabaría en el martirio de «morir pisoteado por gansos»—. Su vida, diría él mismo, era «un epigrama para llamar la atención», pero yendo hacia algo que tenía que resultar un malentendido. Aquí hemos de esbozar más bien su pensamiento cristiano, empezando por cómo y cuándo establece conscientemente un abismo de separación respecto a la filosofía. En 1838, al ir aceptando que el cristianismo sería esa causa a la que valiera dedicar la vida, que en 1835 había anotado estar dispuesto a buscar, traza una línea de demarcación: A los conceptos de fe, encarnación, tradición, inspiración, que en la esfera cristiana han de remitir a un particular hecho histórico, los filósofos decidieron darles un significado ordinario enteramente diferente, según el cual «fe» se ha convertido en la conciencia inmediata, que esencialmente no es otra cosa que el vitale fluidum de la vida mental, su atmósfera; «tradición» se ha hecho el contenido de una determinada experiencia del mundo mientras que «inspiración» se ha convertido sólo en que Dios insufle el espíritu vital en el hombre, y «encarnación» sólo la presencia de una u otra idea en uno o más individuos. Y todavía no he mencionado el concepto que no sólo se ha volatilizado como los demás, sino incluso profanado: el concepto de «redención», concepto que el periodismo en particular ha asumido con predilección y ahora usa para todo el mundo, desde el mayor héroe de la libertad hasta el panadero o el carnicero que redime a su barrio vendiendo su mercancía un penique más barato que los demás. ¿Y qué se va a hacer sobre esto? Lo mejor sería que uno pudiera hacer que el carillón del tiempo se callara una hora... (En I, A 328, si-, 1836-1837).

En otro lugar propondría un «año sabático del lengua. », para limpiar las palabras; o bien, en otro pasaje, fundar «una orden del silencio, como la Trapa, no con fines religiosos, sino estéticos para acabar con estas chacharas». En aquel momento, como ya se dijo antes, el gran disolvente del cristianismo era el idealismo, en especial en forma del Gran Sistema hegeliano. Pero su incompatibilidad es con toda filosofía, en cuanto sistemática y racional, por lo que toca a la gran cuestión humana: la libertad. Ninguna

8 filosofía puede dar razón de la libertad: el que Dios haya creado un ser libre como el hombre, «es la cruz que la filosofía no puede llevar a cuestas y de la que ha quedado colgada» (II, A 752, 1838). «Etapas del camino»: lo estético Sin embargo, el enfrentamiento con la filosofía no acerca a nadie por sí mismo ni un palmo hacia la fe cristiana: tampoco hemos de creer que se llegue a ella en un recorrido, movido por la fuerza de alguna dialéctica, por las tres célebres etapas del «camino de la vida» en Kierkegaard: la estética, irresponsable y sin compromiso; la ética, responsable, renunciadora y comprometida; y la religiosa, empezando por la «religiosidad A», o sea, la no específicamente cristiana, la genéricamente humana, hasta subir al peldaño siguiente, la «religiosidad B», la cristiana. La superación de la esfera estética en Kierkegaard resulta ser, paradójicamente, una obra de arte a la vez que una hazaña religiosa, más evidentemente en el ámbito literario, en el lenguaje, que en lo artístico, de lo que apenas habla, y más aún en cuanto a la belleza de la Naturaleza, que, a contrapelo del sentir romántico, le cuesta apreciar como correlato de su alma. Vale la pena citar el apunte de 11 de septiembre de 1834, aunque sea un poco largo: La razón por la que no puedo decir de verdad que disfrute positivamente de la Naturaleza es que no me doy cuenta bien de qué es de lo que disfruto. Una obra de arte, en cambio, la puedo comprender. Si cabe decirlo así, puedo encontrar el punto arquimédico, y tan pronto como lo he encontrado, todo está claro para mí. Entonces soy capaz de seguir esa única idea principal y ver cómo todos los detalles sirven para iluminarla. Veo la entera individualidad del autor como si fuera el lago en que se refleja todo detalle. El espíritu del autor resulta emparentado con el mío; probablemente, él muy superior a mí, estoy seguro, pero tan limitado como yo. Las obras de la Divinidad son demasiado grandes para mí; me pierdo en los detalles. Esa es la razón, también, por la que las exclamaciones de la gente al observar la Naturaleza: -