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NOVELA ILUSTRADA

II É P O C A — PERIÓDICO SEMANAL DE NOVELAS — I

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TOMO SEGUNDO

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POR M . F E R N A N D E Z Y G O N Z A L E Z

DIEGO CORRIENTE

OBRAS PUBLICADAS POR LA NOVELA ILUSTRADA ] . — R e n a t a Mauperin, por J . y E . Goncourt. ICentinela alerta! por Matilde Serao. 2. — L o s mil y un fantasmas, por A , D a m a s . 3 . — E l hijo d e la parroquia, por C. Dickeus. 4 . — C a r m e n , p o r Próspero Merimée, y Corazón d e torero, por Teófilo Gautier. 6 . — H é r c u l e s el atrevido, por A . D u m a s . 6 . — E l doctor R a m e a u . por J o r g e Ohnet. 7 — H u m o , por I v á n Turguenef. 8. — E l pescador d e Islandia, por Pierre Loti. 9 . — R a f f l e s el elegante, por E . W. Hornung. 1 0 . — L a Bavelli, por G. Agustín T a i e r r y . 1 3 . — A m o r d e española, por J . R . d'Aureville. 16.— F u e r t e como la muerte, p o r G. Maupassant. 1 6 . — L a d a m a vestida d e blanco, por W. Collins. 17.—Crimen y castigo, por F . D o s t o y e w s k y . 18.— Miss Mefistófeles. por Fergus H u m e . 1 9 . — E l sombrero del cura Cirilo, por E . MarchL 2 0 . — T i e m p o s difíciles, por Carlos Dickens. 2 2 . — L a s a g u a s del monto Oriol, por Guy d e M a u p a s s a n t . 2 3 . — E l hombre del antifa» negro, por E . W. B o r a u n g . 24. —Venganza corsa, por Próspero Merimée. 26. — P a d r e y fiscal, por Francisco Ooppé. 2 6 . — E l ilustre Cantasirena, por G. R o v e t t a . 2 7 . — E l ladrón nocturno, por E . W. Hornung. 2 8 . — E l idolo d e los ojos verdes, p o r P . Brehner. 3 0 . — L o s buscadores d e oro, por E . Conséjense. 31 . — L a bohemia, por E n r i q u e Murgerl * 3 3 . — L a peña del muerto, porQuiller Couck. 3 4 " — L o s caballeros del bosque, por J o r g e S a n d . 167 al 169.—El hijo d e Artagnan, p o r Paul d e F e r a l ; tres tomos. 170 al 1 7 2 . — L a señorita d e Monteoríato, por Cario» Solo; tres tomos 1T3.—El oro sangriento y 174.—Flor d e alegría, por Daniel Lesueur. 176 y 176.—Novelas ejemplares, por Cervantes; do» tomoa. 177.—Eugenia Grandet; L o s a v a r o s d e provincia», por H- B a l z a c . 2 0 t . — E l g r a n tacaño, por Francisco d e Quevedo.

COLECCIÓN CONAN DOYLE 11.—Sable en m a n o . 12.—Al galope. 1 4 . — L a bandera verde. 2 1 . — L a tragedia del K o r o s k o . 2 9 . — E l millón d e la heredera. 3 2 . — E l vendedor d e oadáveres. 43.—El robo del diamanto azul.

COLECCIÓN VÍCTOR HUGO 36.—Bug-Jargal. 36.—Han de Islandia. 3 7 . — E l noventa y tres. 3 8 . — E l hombre que ríe; dos t o m o s . 3 9 . — L o s trabajadores del m a r . 4 0 . — N u e s t r a Señora d e París. 41 y 4 2 . — L o s miserables; do» tomos.

COLECCIÓN T0LST0I 44.—Resurrección. 4 6 . — L a guerra y l a p a z . [ 4 6 . — L a S o n a t a de K r e u t s e r . 47 y 48.—Ana Karenine; do» t o m o s . ;

COLECCIÓN ROCAMBOLA POR P0NS0I DU TERRAIL 77.—La hereneia d e los doce millón»». 7 8 . — E l tonel d e l muerto. 79.—El Club d e los Veinticuatro. 80.—El Rival d e Bacearat. 8 1 . — L a estocada d e lo» cien luisa». * 2 . — E i juramento d a l a gitana.

8 3 . — L a s dos Condonas. 84. — Ei triunfo del tnal. S5.—Rooambole tiene miedo. 86. —El espectro de la guillotina. 87.—Los caballero» dol Claro de L u n a . 88 — L a sombra du Diana. 89.—Ei pacto do la* tros mujeres. 90. - E l t o m b r e de los gafas azules. 94.—El número ciento diez y siete. 9 5 . — L a cárcel de mujeres. 96.—Los lobos de U nieve. 9 7 — E l telegrama falso. 9 8 . — L a s garras dt> color de r o s a . 9 9 . — L a taberna dt> U muerte. 100-—El fantasma de las cadenas. 101.—Las canteras del crimen. 102.—El cadáver d e cera. 1 0 3 . — L a viuda d e Ion tres maridos. 104.—Las fieras de la selva. 105 — E l barril de pólvora. 106.—Los tres verdugos. Iü7.—El molino sin a g u a . 108.—El plan del hombre g r i s . 109.—El cementerio «le los ajusticiados. 110.—Una cita d e a m o r . 111.—Los dos detectives. 112. —El reo de muerte. 113.— La cuerda del ahorcado. 1 1 4 . — L a niña m u d a . 1 1 5 — E l secreto de la cartera. 116.—La casa de huí rosas. 117.—Los papeles del asesino. 118.—El rapto d e una muerta. 119.—El hilo rojo.

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COLECCIÓN DL- MAS 49 y 6 0 . — L o s tres mosqueteros; dos tomo». 51 á 53.— Veinte arios después; tres tomoa. 54 á 59.—El vizconde d e Bragelonne; seis tomos. 60 i 6 3 — E l Condn d e Montecristo; cuatro tomo». 64 y 66.—Ascanio; do» tomos. 66 a 6 8 , — L a s dos Dianas; tres tomoa. | 69 y 70.—El paje del Duque de S a b o y a ; do» tomo». 7 1 . - E l Horóscopo. * 7i y 73.—La reina Margarita; dos t o m o s . 74 á 7 6 . — L a d a m a d e Monsereau; tres tomoa. 91 4 9 3 . — L o s cimienta y cinco; tre» tomoa. 120 á 125.—Memorias d e un médico; seis tomo*. 126 á 129.—El collar de la reina; cuatro tomo». 148 á 160.—Ángel l'itou; tres t o m o s . 161 á 158.—La Condesa de Charny; ocho tornea. 165 y 166.—El Oaballerode Casa Roja; do» tomo». 178 á 1 8 0 . — L o s compañero» de J e h ú ; tres t o m o » . 186 á 196.—Los Moldéanos de París; once tomo». 197 á 199.—Las lobas de Macbecul; tres tomos. 1

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ORTEGA\t

PRIAS

á 138.—El Tribunal d é l a sangre; tre» tomoa. á 1 4 7 . — E l siglo de las tinieblas; nueve tomos. MAYNE REÍD

1 6 9 . — L a venganza de 1A marillo. 160.—El bosque sumergido. 161.—El barco 162.—Lo» náufrago» de la Pandora. 163.—Las dos hija* del bosque. 164,—Mano Roja,. 181.—Los ballenero». 182 y 183.—El pal*ilón d e socorro; do» tomo». 184 y 185.—La oriolla de J a m a i c a ; do» tomoa.

negrero.

FERNANDEZ Y GONZÁLEZ 200 á 203.—Don J « a n Tenorio; cuatro tomo». 204 á 2 0 8 . — L a maldición d e Dio»; cinco tomo». 210.—Diego Corrienre.

DIEGO CORRIENTE POR

MANUEL FERNANDEZ Y GONZALEZ

TOMO

SEGUNDO

LA NOVELA ILUSTRADA Director Literario: Vicente Blasco Íbañez. Oficinas: Mesonero Romanos, 42. •Mí «Ali UH)

Imp. de A. Marzo.-S. Hermenegildo, 'Ù dundo/»

DIEGO CORRIENTE POR

MANUEL FERNANDEZ Y GONZALEZ i

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En tal estado estaban las cosas cuando el Tichón volvió al aduar y anunció que la niña había sido robada por gente de la buena vida, y que se la había llevado uno á caballo, á quien •ei Pichón no había podido conocer. Doña Isabel se desmayó. Don Tadeo blasfemó; tfero siempre activo, llamó á Cohete, que en vez de ponerse en salvo en el extranjero con sus mil onzas y su Lola, formaba parte de los caballistas mandados por el Pichón cuando no los mandaba en persona para alguna ardua empresa Joselito el Nene. —¡ Cohete!—le dijo don Tadeo con aquella su voz de trueno, que no viéudole cuando hablaba podía suponérsele salía del cuerpo de un gigante: á ver si corremos, si nos extendemos, si vamos tocando en todos puntos donde hay muchachos, corriendo la voz, que llegue hasta los picaros de Sevilla, que se desplegue toda nuestra policía, que carguen esas «gachís» con las cestas, y esos «chavos» con su hierro, y que se metan en la ciudad, que se averigüe que se inquiera donde ha ido á parar, dentro ó fuera de Sevilla á la redonda, una niña que ha sido robada esta noche del corlijo del Reloj. Este encargo de don Tadeo revelaba toda una organización de bandidos, una de esas organizaciones incontrastables que aun existen y que burlan la ley, no dejando en poder de ella más que sus miembros inferiores, sus miembros más groseros, su cama de verdugo y su alimenta de presidio, por decirlo así. El Pichón recibió el encargo de quedarse con los otros ocho caballistas guardando á doña Isabel. Lola, que era la joven que acompañaba y servía á d,oña Isabel, se puso á arreglar el equipaje, por si era necesario escapar. En un momento, todo el aduar hirvió, se agitó, s e extendió, marchó hacia Sevilla y hacia los pueblos circunvecinos. Ellos, con las tijeras de esquilar y el acial ó el herraje. Ellas, con los cordones de pelo, los escapularios, los amuletos de cuerno de ciervo ó las cestas de mimbre, y sus hijos pequeños, cobrizos, curtidos sobre la cadera. No quedaron en el aduar tfe la gente «fla-

menca» más que los viejos, los gatos, los perros y las caballerías. Don Tadeo se había armado y había montado en su jaca pía. Un muchachuelo gitano como de catorce años, convertido en su escudero, trotaba delante de la jaca y fuera de camino. El punto que había indicado don Tadeo para que si averiguaban algo los exploradores, especialmente los de la ciudad, fuesen á contárselo, había sido cabalmente la arboleda cercana al ventorrillo donde se había entrado á beber y á almorzar Correhuela. Don Tadeo desde su escondite, había visto cómo Correhuela repartía el oro entre los dos cujones de la alforja, dejando la mitad de él en el saco, y poniendo la otra mitad en el pañuelo de la cabeza. Don Tadeo, cuando se hubo metido en el ventorrillo Correhuela, silbó como una culebra. A aquel silbido asomó por entre la espesura, arrastrándose, la aguda, la picaresca cabeza del gitanillo que había acompañado á don Tadeo, y que no cesó de arrastrarse hasta que estuvo junto á él. —¿Has visto, Castañuelas?—preguntó al muchacho. —¡Y vaya si he visto!—contesíó Castañuelas, á quien le relucían los ojos—: he visto á un hombre que sacaba de las alforjas un saco con mucho dinero, y que repartía aquel dinero en el pañuelo de la cabeza, que se quitó, y echó más dinero, que sacó de los bolsillos. —Castañuelas, ¿te atreves tú á quitarle á ese hombre ese dinero sin que lo sienta. —¡Vaya si me atrevo! ha dejado su caballo atado á la parra y la parra está á media legua de la p t e r t a del ventorrillo. —Anda, hijo, anda; y mira, échale piedras en el talego y en el pañuelo cuando - le hayas quitado el dinero, á fin de que si suspende las alforjas no eche de menos el peso.

Castañuelas se escurrió, arrastrándose como había llegado, desapareció, y don Tadeo sacó un gran reloj semiesférico para contar los minutos que el gitanillo invertía en la operación, y apreciar por la rapidez y la limpieza con que ejecutase sus buenas cualidades de tomador derr último, que ya te iba el pescuezo, porque si yo no le doy te ahoga; y s-i te abarcan, vio que tarden' en ahorcarte eso hemos ganado, y con «jonjabar» al escribano y con que salga claro que yo maté en defensa .ttoya, ¡todo puede ser que vayas algún «añejiq» á presidio; 'vpero ya te he dicho que eso ¿no s e . h a visto ;toara ella hombres en el mundo. Esta firmeza de la gitanilla había hecho que la marquesa la estimase más de día en día. Don Francisco de Bruna había vuelto á sus excursiones semanales á la campiña, con la di ferencia de que antes iba al cortijo del Reló, y por la mañana, volviéndose en el mismo día, y gntonces hacía enganchar la carroza el sá-

bado por la tarde, y se iba á la quinta de los Olivares, á hv que llegaba á puestas del sol. Pasaba la velada al lado de la marquesa y de doña Isabel, cenaba con ellas, se quedaba en la quinta en una hermosa habitación que había destinado para él la marquesa, al día siguiente almorzaba y comía con ellas, y pof la tarde se volvía á Sevilla, para estar pronto al otro día para administrar justicia. Las veinticuatro horas de la tarde del sábado á la tarde del domingo que pasaba el señor Bruna en la quinta de los Olivares, eran las únicas veinticuatro horas en que podía decirse vivía. Veía á doña Isabel, hablaba con ella, amaba de una manera delirante, se sentía amado de una manera apasionada, y se acercaba e4 día de su completa felicidad. Se había convenido en que el señor Bruna é Isabel se casasen de secreto, y que este matrimonio permaneciese oculto mientras se viesen obligados á permanecer en España, donde los retenía el afán y la ao perdida esperanza d e encontrar la niña, para lo cual no dejaban d e ponerse en juego cuantos recursos eran imaginables. ;

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Ahora bien: estas cosas traspiran en la familia por secretamente que se traten, y á la familia pertenecía, por decirlo así, María Flora,, cuya lealtad á la marquesa era, como sabemos,, aparente, ocultando de una manera completa una animadversión, un odio y un ansia de venganza voraces, como lo son todas las pasionesde los gitanos. Apercibióse María Flora del proyecto de casa miento entre doña Isabel y el señor Bruna: bien es verdad que la marquesa no se recataba gran cosa de María. Flora por el cariño que la tenía, y confiaba tanto en ella, que se descuidaba completamente. Gracias á este descuido, María Flora gozaba de una libertad en que no intervenía cuidado alguno: á pretexto de que per su dolor la gustaba la soledad, había logrado la destinase la marquesa para habitación suya aquel torreón gótico, aislado, (pie había pertenecido á la antiquísima quinta echada abajo cuando se construyó la nueva, respetado, á más que por su antigüedad y por su mérito artístico, por haber vivido en él (d Lencero, el desdichado amor de la marquesa. Algunas noches, cuando la gente estaba sumida en sueño y silencio, María Flora salía del torreón, adelantaba por la huerta, llegaba á su vallado, y por un agujero ó claro de los espinos, por el cual apenas hubiera podido salir una culebra, se deslizaba al campo, adelantaba, llegaba á un barranquillo, y se sentaba al pie de un árbol mu Y á pesar de que esto se sabía por los buenos mozos de á caballo, á quienes tanto perseguía el señor Bruna, y de que á éste, atravesando de noche la campiña, no le resguardaban más que el cochero y el lacayo y dos hombres montados, ningún caballista, por bravo que fuese, se atrevía á salir al camino y acercarse á él y á los compañeros de aquel temible señor del gran poder, que al que cogía de ellos, le ahorcaba sin misericordia. Tal era el terror y el respeto que imponía el señor Bruna, que aunque hubiese ido solo yt á pie por el centro de la campiña, lejos de poblaciones, no se hubiera atrevido á salirle al camino ningún guapo; como que se había llegado á contraer por él un terror supersticioso. Iba Cecilio Corriente galán y hermoso sobre un caballo tordo, enjaezado con gran lujo, freno de plata, estriberas de lo mismo, silla jerezana ó albardilla forrada de damasco azul, y pretal, baticola y mosquera, con ricos -alamares de seda y plata. Vestía el joven un traje de paño de color de hoja seca con hombreras, guarniciones y adornos de cordón de seda negro y oro, riquísima la faja, riquísima la camisa, redecilla negra y oro, gran castoreño color de barquillo tostado con cordón negro y oro, á la concha dos retacos vizcaínos, al cinto cuatro pistolas y un cuchillo, capa de grana forrada de raso blanco, y una lanza de caña de Indias. Parecía un don Juan Tenorio del caballeo. Sus trece años representaban por lo menos diez y seis; era un mozo «barí» en toda la extensión de la palabra y le sentaba á las mil maravillas todo aquel lujo. Llevaba además una ricas alforjas de ante bordado con seda negra, y en las alforjas una pequeña bota llena de rico vino añejo, y algunos exquisitos fiambres y pan candeal. Porque Cecilio se había dicho: i—A la marquesa no le gusta que pase la noche fuera, y cuando me paso una ó dos, es porque yo me tomo la licencia, y luego está de morros conmigo ocho d í a s : no me «apaña», porque luego se está un siglo «sudando» pocos «monises»; si digo por la tarde que voy á salir á esto ó á l o otro, se me pone de malas; le diré que me voy con los chiquillos del cortijo de los Tres Alamos, y que vendré á boca de noche, y entonces no hay dificultad; pero como por el día me iré yo, Dios sabe dónde, que no estoy yo para pasarme un día en ayunas, aunque estaría ayunándome un año por ¡ver á mi Isabelilla, que estará que le qui-

*DEZ Y GONZÁLEZ tara los rayos al sol de hermosa; pero no h a y necesidad. Y se proveyó las alforjas, y al rayar el día,; con licencia do la marquesa, montó á caballo, y acompañado d Agustín el Cerrajero y| de otro buen mozo de la servidumbre de la marquesa, que se llamaba Moscuela, tomó por el camino real de Sevilla, y al 1 regar al ventorrillo y A la cruz de la Pitirroja, paró el jaco, y volviéndose, dijo: —Muchachos, á mí me estáis estorbando: allá van esos cuatro pesos para que os los bebáis; á mi salud y OH vayáis adonde os de la gana,, con tal de quo no sepa la marquesa que habéis andado por ahí sin mí, ¿estamos? y at obscurecido aquí, en el ventorrillo, y me esperáis, aunque tarde lo que tardase, que no sé lo que tardaré, y de aquí no os meneáis, que quiero yo volver con vosotros y con el embuste hecho, para que no tenga yo luego ruidos con la marquesa: ea, hasta después, y divertirse. Y salió al galope, dejó el camino,, tomó hacia la orilla derecha del río, sobre la cual estaba más abajo el molino de la Almenara, se metió en una espesura, ató el caballo á un? árbol, y extendiendo su capa sobre la hierba, se tendió al lado de un remanso que se parecía mucho á aquel en quien había visto por la primera vez á Isabel. é

Pasó Cecilio Corriente un día infernal por la impaciencia que le devoraba. No hacía otra cosa que consultar el rico reloj de oro y diamantes que la marquesa le había regalado, y que era de su padre. No hay cosa peor, cuando se siente impaciencia, que consultar un reloj y seguir la lenta marcha de su minutero; los minutos se convierten en eternidades, y es que el tiempo no tiene medida, es ,que él no pasa porl nosotros, sino que nosotros pasamos por él y andamos más; ó menos, según la disposición de nuestro ánimo. Llegó el medio día, llegó la tarde, y los manjares de que se había provisto Cecilio, fueron inútiles. La impaciencia, el amor que sentía por Isabel, le habían quitado de todo puntoí el apetito. Al fin al caer el sol se levantó, se puso la capa, desató su Caballo, que como su amo había ayunado, porque ni siquiera de quitarle el freno para que paciera se había acordado Cecilio, y por una umbrosa vereda, siguiendo !a margen del río, se encaminó al molino de la Almenara. Veamos lo que poco antes de obscurecer; había sucedido en el molino. Un píllete muy conocido de nosotros, Castañuelas, se había estado toda la tarde escondido bajo un madroño, en una pequeña eminencia que dominaba todo el daro, en el cual campeaba e l

MANUEL

FERNÁNDEZ

molino, que era grande y de buena; construcción, con diez piedras que dejaban oir un ruido incesante. Apenas cayó el sol, la molinera y sus dos hijas, que eran muy guapas, se pusieron ¡i echar trigo, sin que nadie rompiera la soledad que rodeaba al molino. *' Una muchacha cantaba ya bien puesto el sol, á grito herido, con una voz magnífica, la siguiente copla de corraleras: •

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—Por las cuestas arriba va como un gamo, y detrás migueletes le van buscando.

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GONZÁLEZ

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—Pues no señor—dijo el molinero algo puesto en respeto por la manera concluyentej y enérgica de Cecilio, y porque el muchacho tenía algo de imponente, y mucho más después (e haber ganado sus espuelas matando al Petaquero y estropeando á Oreja y media, y yo no sé de lo que su merced me habla; pero mi casa está para servirle, y yo no me he «calmeado» con su merced, sino que yo hablo así naturalmente en esta «dispositura»,; y si su. merced va á parar aquí, venga el jaco, que Diost le bendiga ; es una perla, y de la Cartuja de Jerez, que á mí no se me despintan, ^ que si tiene cinco años y medio es todo lo del' mundo, y eso que yo no le he visto los «piños». —Tiene cinco—dijo Cecilio—, y es capaz de andarse en una hora cinco mil leguas, y de comerse á bocados á un «gachó» si llega á la mano, y que con las pendías que á mí se me andan revolviendo en el cuerpo, se me ha olvidado dejarle que paste, y debe tener una carpanta», que y a ; con que á ver si le echáis un buen pienso, que puede ser que tenga que trotar yo esta noche de verdad. El molinero tomó el caballo, y al pasar le tmitó Cecilio un retaco y se lo enganchó en la canana. Luego se sentó en un poyo á la puerta del molino, tiró el sombrero á sus pies porque sudaba, y con una pierna sobre la otra, el codo derecho en una rodilla y la cara; en una mano, se quedó pensativo y abismado en sus pensamientos. Junto á él, apoyada en la pared, tenía la lanza. Las muchachas, quitado ya el miedo ,le miraban con codicia y sentían cierta quemazón porque Cecilio no las miraba. Apareció la madre, que era una perinola con patas, y dijo á nuestro joven: —¿Quiere su merced, señor, que le hagamos algo de comer? —Muchas gracias—dijo Cecilio sin variar de posición—; pero no tengo gana. Pronunció de tal manera estas palabras, que dio claro á entender que tampoco tenía ganas de conversación. Metióse para adentro la molinera y se puso en conciliábulo con su marido. —¿Quién será?—dijo la molinera. —¿Y quién sabe quién será?—contestó el molinero—; él parece persona principal y muy rica. —Pero tiene los ojos atravesados, padre—dijo Amparo. —Vaya, es que está de mal humor—repuso Carmen, que así se llamaba la otra! hermana—; pero es todo un buen mozo. —Y que trae una ropa—dijo la madre—•„ que da envidia de verla, y -una chorrera de batista bordada de lo rico; pues no digo el alfiler de diamantes, que cada uno es como un¡ garbanzo: (

—Pues cállate, Amparillo—dijo la otra muchacha—; que sin andar por las cuestas arriba mira el buen mozo que se nos echa para acá. En efecto, Cecilio Corriente acababa de desembocar por entre los árboles y adelantaba al paso. —Padre—dijo la muchacha que había cantado la corralera, no muy tranquila por el aspecto del mozo que olía á guapetón y 'á travieso desde una legua—; venga su merced acá, que viene un forastero. I Y las dos muchachas, algo temerosas, aunque las gustaba el mozuelo, se replegaron á la puerta del molino. Apareció un hombre de cincuenta años, vestido de corto, á lo gitano, con' una trenza más larga que la de una mujer, empolvada por la harina, que no parecía sino que le había empolvado los cabellos el peluquero de madama de Pompadour, que para esto solo hubiera resucitado, porque es de presumir que por aquel tiempo el peluquero había muerto, y dijo á Cecilio que echaba pie á tierra en aquel mismo punto y muy cerca de la puerta: —¿Qué se ofrece, amigo? —Decidme—preguntó Cecilio Corriente—¿ no ha venido hoy nadie por el molino?;. —|Vaya!—dijo el molinero—: han venido dos recuas. —No digo yo eso, sino si han venido gentes acá como yo. —Como vos y con tantos «arrequives», y tantos alamares, y tanta plata y tanto oro, no ha venido nadie, cristiano, ni aunque uno ande cien años por el mundo, ve asíí como se quiera una cosa tal: su merced es lo menos lo menos marqués. —Cerca le anda—dijo Cecilio—; pero soy un marquesita de mano dura, que en haciéndole yo una caricia á un maulón, le dejo torcido que no le enderezan ni con yuntas de bueyes: ea¿ dejaos de hablarme á mí con «calma» porque sí, y no tengamos cuestión, porque no, y vamos al asunto y decidme si ha venido pon aquí una niña como de ocho años, muy hermosa, con alguna gente buena de á caballo. f

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¿si se nos habrá entrado una fortuna por la casa, marido? —Mira tú no nos haya entrado algún dolor d e . cabeza que nos ponga á dar gritos, que me parece á mí que eslíe joven, aunque muy mozo, ha desollado más de una liebre, y mira tú no sea un capitán de indinos y haya venido aquí á esperarlos para algo, y nos traiga algo que no nos traiga cuenta, porque vamos echando humo de ricos. —Pues mira tú quien nos mete á nosotros mano en subiéndonos á la torre—dijo la molinera, y con cuatro escopetas; no tengas tú miedo: y además, que ese buen mozo ha preguntado por una niña como de ocho años, y en fin, que con meterle algo los dedos, él vomitaría y se sacará en claro algo. —Pues no resuella que digamos el niño por el colmillo—dijo el molinero—, y bonitas pulgas que tiene; que porque creyó que yo le hablaba con aquel, me miró de una manera! que yo creí que iba á echar mano á la charpa y á pegarme un tiro: déjate tú de querer meterte en la renta del escusado, Micaela, que él resollará, y lo que sea ya veremos, y con decirle yo á Suspiritos y á Melón que estén prevenidos, no ha de venir el temporal tan recio que nos llegue el agua á las narices: ea, y mucho ojo, que no sabemos con quién se trata. 1

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—¿Y si es que ha visto por casualidad á alguna de las muchachas, y le ha gustado, y se viene aquí con una disculpa? que mira tú, que tenemos dos hijas que son dos soles. —Pues si viene, bien venido, y con «parné», y es hombre de buena sangre, no le hace; y anda con cuidado, mira que la Amparillo se le comía con los ojos, y lo que me has dicho me pone en escama, que las muchachas estuvieron el otro día en el herradero de don Toribio y puede ser que haya más' de lo que parece; con que echa las chiquillas para adentro y estáte con ellas, que yo me estaré á la vera de él y los dos muchachos alerta, y si ocurre algo, con las escopetas á la' torre que cierro yo la puerta y echo la presa' y tiene que talir á nado. A tales comentarios había dado lugar la presencia de Cecilio y la singularidad de su atavío y de su aspecto. Empezaba á obscurecer. Castañuelas se había escurrido, y por detrás de' molino, recatándose entre los árboles á roca distancia había dado con un grupo de hombres que se componía de doce, que estaban pie á tierra en espectativa . y con los caballos de la rienda. Uno de aquellos hombres era don Tadeo, Caliche el otro, los - restantes buenos vecinos del Nido de la Cigüeña, que llevaban la certificación de bandidos, y de bandidos lúgubres, en los semblantes.

—Ha llegado—dijo Castañuelas á don Tadeo. —¿Y quién es quién ha llegado?—preguntó éste. —El señor Cecilio Corriente. Apenas había dicho Castañuelas estas palabras, cuando apareció como un rehilete otro pihuelo más pequeño, escuálido y tan morenucho que parecía forrado de cordobán. —Que vienen, que vienen, que ya están ahí— dijo cantando. —¿Y quién diablos viene, Alcayate del infierno?—dijo don Tadeo, —¡Ay, que me largo I—dijo el muchacho, que á mí no me hacen la operación; que vienen todos los migueletes y todo el mundo, y unos alguacilotes que moten miedo; y el señor del gran poder en una muía, con una cara de ladrón quemado que dan ganas de pegarle un tiro, y yo me baño y voy á buscar la ropa á la otra orilla, que no quiero yo; que me azoten en público, que estoy yo muy delicado de las espalditas; ea, y con Dios, que yo ya cumplí. Y -dando una carrera hacia el río que estaba inmediato, se tiró al agua, y allá se fué á nado. • V —Adelante, muchachos—dijo don Tadeo—; á caballo y armas en mano. En un momento estuvo á caballo aquella gente, pero antes de que llegasen al molino, sonó un disparo, al que contestaron otros muchos. Veamos lo que había sucedido. Cecilio Corriente permanecía en la misma actitud y en el mismo sitio, abismado en sus pensamientos; el molinero, poniéndose en ocasión de que le hablase, estaba en la puerta del molino. Como hemos dicho, empezaba á obscurecer. Nada se oía más que el zumbido de las corrientes que se despeñaban por las tajeas del molino, y esos otros mil ruidos peculiares del campo, producidos por las aves, los insectos y por el viento que mueve las hojas de los árboles. Empezaba á tomar fuerza la luz de la luna. De improviso, un enorme mastín que estaba echado sobre la hierba, á poca distancia de la puerta, se puso sobre las manos, erizó el morro y gruñó sordamente, mirando á la desembocadura de la senda, por donde, entre los arboles, se llegaba al molino. Luego se puso do pie y lanzó un poderoso ladrido. —Ya están ahí—dijo Cecilio poniéndose de pie—; no hay que tener cuidado, son amigos. Pero de improviso se lanzaron en el claro dos migueletes. —¡Ah, poder de Dios I—dijo Cecilio desenganchándose el retaco—¡ que me han vendido. Y tirándose el retaco á la cara, hizo fuego. Uno de los migueletes cayó. El molinero había cerrado la puerta.

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Algunos otros migueletes habían desembocado, y contestaron con una descarga al disparo de Cecilio, que había muerto á un hombre. El muchacho, con la viveza de imaginación de los que son valientes y serenos, comprendió que no podía con tanta gente. Corrió hacia el río y se arrojó á él. Al mismo tiempo salía don Tadeo por detrás del molino, y vio á Cecilio arrojarse al río y avanzar sobre la ola que producía al caer el agua por la presa y por la azúa, como •se dice en la tierra baja. —Sostened el fuego—dijo á sus hombres—, y en el primer momento al río y al otro lado. Y arremetiendo con su jaca, se lanzó al Guadalquivir. Alcanzó á Cecilio, y le dijo. —Agárrate, agárrate al arzón, muchacho, y no te canses, y vamos al otro lado, que la Corza puede con esto y con mucho más. Entretanto los migueletes se habían encogido, es decir, habían retrocedido llenos de pánico. Desde un costado del molino, les habían santiguado cuatro disparos de trabuco: dos habían caído, y algunos habían sido heridos. —Antes de que se despavoricen, que son muchos—gritó Caliche—, al río, y al otro lado, que por allí se va don Tadeo. Dos minutos después, los doce ginetes estataban dentro del río nadando hacia el otro lado. %

En efecto, como los que habían sufrido el primer fuego no eran mas que la vanguardia de la compañía entera de migueletes, no tardaron en unirse á ellos los que venían detrás, y en volver á prepararse á la acometida. Pero cuando desembocaron en el claro no vieron á nadie. La puerta del molino estaba cerrada. Por la opuesta orilla salían del río algunos jinetes. —Pues se nos fueron—dijo el sargento Roncal, que iba con la compañía—; y me alegro que venga con nosotros el señor del gran poder, para que vea como las gastan estos bribones; no, pues lo que es echarse al río es un disparate; soltadíes algunos escopetazos á ver si se pinta á alguno. —|Que si quieres I—dijo un cabo que se llamaba Tremendas—; ipues no llevan mal paso por el otro lado! —jMal rayo los parta!—dijo Roncal—; nos han matado tres hombres y se han ido sin que les hagamos ni un arañazo—; pues hombre, parece que el señor del gran poder no asoma las narices. —iQue si quieres!—dijo aquel cabo Pestañas que ya conocemos, ahí está: i si es mucho ese señor!

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Apareció entonces don Francisco de Bruna al galope en un macho, y se metió en el claro seguido de algunos alguaciles, que no las llevaban todas consigo, porque habían oído muy cerca de los disparos, y algunas balas de las denpedidas por los trabucos, les habían pasado por encima de las cabezas. En cuanto al señor Bruna estaba impasible, y si algo se notaba en él, era un asomo de embravecimiento. —¿Dónde están?—dijo—: ¿por qué han cesado los disparos? ¿se les ha preso? —Señor oidor—dijo el capitán de los migueletes, que era un buen mozo, con mucho bigote—; esa gente es el demonio: nos han matado dos hombres, nos han herido á tres, y se nos han escapado echándose al río. —Está bien—dijo el señor Bruna—; yo no sé para qué paga escopeteros la ciudad de Sevilla: cuando no sucede, que no sucede nada' porque no se encuentra á los salteadores, sucede que los salteadores se escapan dejándonos burlados y con la sangre ante los ojos, y sin poder hacer otra cosa que volverse; bien: está muy bien. ¿Y no hay nadie en el molino? —No lo sabemos, señor—contestó el capitán. El señor Bruna llamó á un alguacil para que tuviese el macho, echó pié á tierra, se acercó á la puerta del molino y tocó á ella con un extremo de su vara. El molinero, que lo estaba atisbando todo por la rejilla de la puerta, cuando vio que se trataba de gente de justicia, abrió de par en par y se presentó con la tranquilidad de la inocencia. Su mujer apareció detrás de él con un candilón en la mano. Detrás de la señora Micaela estaban escondidas y curiosas Amparito y Carmen. En último término, y ya casi en la sombra se veían los dos mozos del molino. —Pues para servir á su señoría, se apresuró á decir el molinero: ha de saber su señoría aquí no tenemos ninguna culpa, y que tnos alegramos mucho de que su señoría haya venido con toda esta honrada gente, porque aunque yo había dicho á los muchachos que se subiesen á la torre con las escopetas, si su señoría no hubiese venido tan bien acompañado, sabe Dios lo que sucediera. —Acercaos, don Basilio—dijo el señor Bruna, á su secretario, que se apeaba de una muía y que acababa de llegar, porque había venido muy rezagado, temiendo la chamusquina—; entrad conmigo, i Hola, capitán! poned á esta puerta un escopetero, y que no deje salir á nadie, rodead el molino de manera que nadie pueda salir por postigo, tapia, ni ventana, y vos molinero, guiad adonde haya mesa para escribir y silla en que sentarse. El molinero, y s u mujer alambrando, toma-

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ron por una puerta que había á la derecha, á la entrada, y que daba á la cocina. Allí había una mesa de pino y algunas sillas de lo mismo. —Sentaos, señor don Basilio—dijo el señor Bruna sentándose en una de aquellas rústicas sillas. ¿Quién es el amo de esta casa? —Un servidor de Dios y de su señoría—dijo el molinero, que tenía metidas las manos en los bolsillos de su calzón corto, mirando con cierta ansiedad al señor Bruna, porque no le había sentado muy bien aquello de que no dejasen salir á nadie, y de que rodeasen el molino. —¿Cómo os llamáis?—dijo el señor Bruna. —El tío Juan Cañamón—contestó el molinero. —Cañamón, no—dijo con acritud é impaciencia el señor Bruna—; eso es después: vos os llamáis Juan de esto ó de lo otro, alias Cañamón. ¡Es fuerte cosa que á toda esta gente se le haya olvidado su apellido. —Pues yo me llamo Juan Diego Pedro Prieto Pérez Picazo, alias Cañamón. —Bueno—dijo el señor Bruna—. ¿Qué edad? —Cincuenta años. —¿ Qué naturaleza ? —No mala, como usía ve. —¿Que dónde habéis nacido? —Eso es otra cosa: nací en el Guadalquivir, más abajo del molino, porque mi madre estaba en la barca cuando... —Bueno. ¿ Cómo se llama este molino ? —El molino de la Almenara. —Jurisdicción de Cantillana—añadió el oidor. ¿Vuestro oficio? —Molinero. —¿ Vuestro estado ? —Casado y con hijos, es decir, con hijas. —Bien. ¿De quién es este molino? —De vuestra señoría, porque el molino es mío. —¿Tiene huerta? —Si señor. Y este si señor lo pronunció tristemente el tío Cañamón, porque estaba viendo venir un embargo. —¿Qué ha sucedido aquí esta tarde? —Lo que ha sucedido es que entre si obscurecía ó no obscurecía, á la tardecita, llegó un mozo como de quince años, muy bien puesto, como que traía encima oro y plata, y en la pechera un alfiler de diamantes gordos como el puño, y que cuando yo le dije si era marqués, me dijo que cerca le andaba, y que venía montado en un potro flor de romero de la Cartuja de Jerez, con alamares y albardilla forrada de seda azul claveteada de plata, y con estriberas y freno de plata, que por más señas que está ahí en la cuadra. Venga el caballo—dijo el señor Bruna. —Pues señor—dijo el tío Cañamón, obedeciendo la orden del señor Bruna y murmurando por

CORRIENTE lo bajo; alguna vez había de entrar una bestia, de cuatro patas en la cocina. Mientras volvía el tío Cañamón, don Basilioescribía, el señor Bruna meditaba y empezaba á revolverse en su cabeza una negra sospecha. Micaela, Amparo, Carmen, Suspiritos y el Melón, estaban en un grupo hacia la puertasilenciosos y asustados. Oyóse á poco el ruido de las pisadas del. caballo, y seguidamente entró con él en la cocina el tío Cañamón, y le puso delante delseñor Bruna. Este se levantó. —Alumbrad aquí... Cañamón, que no me acuerdo de vuestro rosario de nombres. Cañamón tomó el candil que sobre la mesa en una grieta de la pared, había suspendidopor el garabato Micaela. —Venid, don Basilio, á ver si descubrís alguna cifra ó señal por la que pueda reconocerse quién es el amo de este caballo. —En la albardilla no hay nada, señor don Francisco—dijo el escribano. —Mire su señoría—dijo el tío Cañamón—; aquí en la correa del bocado hay una cosa redonda como un peso fuerte y unas armas. —¡Jesucristo 1—exclamó el señor Bruna—: ¿qué es esto? un águila volante, cruzada por u n a banda: las armas do la marquesa de BecerriL —Y en las estriberas, señor, encima, hay la propia cosa, pero más grande. Miró el alcalde la estribera izquierda, que era de esas que se llaman de medio celemín,, y entre unos bellos adornos vio el mismo blasón. —Bueno, bien—dijo creciendo en mal humor el señor Bruna—; llevaos el caballo y escapad. Sacó el tío Cañamón el caballo; puso don. Basilio el candil, sujetándole por el gancho, en la misma grieta, se sentó y se puso á escribir el relato de lo que se había reconocido. El señor Bruna se sentó y volvió á quedarse pensativo y con el semblante más apretado aún. Volvió el molinero. —¿Qué señas tiene el joven que vino coa. ese caballo?—le preguntó el señor Bruna. —Moreno agraciado, con los ojos muy ne? gros y muy vivos y con un genio que ya; porque creyó que yo me «chuleaba» con él, me quiso pegar un tiro. —¿Qué estatura? —Así como yo, pero cenceño, más derecho que un huso, y con mucho «aquel» y mucha gracia. —Y decís que tenía así como quince años;, ¿no podía ser entre trece y catorce muy adelantado? —Sí señor que podía ser, porque aunque es> pigado y hablando y mirando como hombre,, tenía algo de niño. i | —¿Quién le acompañaba? —Su caballo. t ¡ 118

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—¿A qué vino? —Yo no sé á lo que vino; lo que sé es •que me preguntó si habían traído aquí una kniña como de ocho años, muy hermosa. |—¿Y tenían que traer aquí á esa niña?— •exclamó nuevamente el señor Bruna. —Yo no sé nada de eso—contestó el molinero*— ; pero puede ser que fueran á traerla, porque aquel señorito se sentó en la puerta como •quien se pone á esperar, y me dijo que metiera su caballo adentro y le diera un pienso, ;y se quedó muy cabizbajo y muy pensativo, •con un retaco enganchado en la cintura, y al lado contra la pared, la lanza que puede ser •que allí esté todavía. —üon Basilio—dijo el señor Bruna—, hacedune el favor de salir y ver si junto á la puertta y contra la pared está esa lanza. Levantóse don Basilio, salió, y á poco volvió con la lanza de Cecilio Corriente en la imano. Era como de dos varas y media de larga, de -una gruesa caña de Indias, con dos nudos, regatón de plata y moharra de acero acanalad a y aguda. El señor Bruna la examinó y la reconoció. Cuando se la llevaron nueva á Cecilio se la enseñó al oidor en la quinta de los Olivares. Dejó caer la lanza al suelo el oidor con ciert o despecho. Veía una grave complicación. El salteador del alcalde de Archidona, el matador del Petaquero, el heridor de Oreja y Media, no había duda alguna, era el hijo adoptivo «de la marquesa de Becerril. Otra vez la marquesa se cruzaba entre él •y las leyes.

Siguió, sin embargo, tomando su indagatoria. —¿No sobrevino nadie más que ese joven?— ^preguntó. —Vaya si sobrevino—dijo el tío Cañamón—; sobrevino un escopetero y luego otro y otro, y sobrevino que el mocito en cuanto les vio -se puso de pie y se tiró el retaco á la cara, y le dio gusto al dedo y mató á un miguelete; y sobrevino que yo cerré la puerta y vi unos -cuantos escopeteros, y sobrevino que oí pasar rmuchos caballos por delante del molino, y sobrevino que oí voces de hombres que hablaban fuera; y sobrevino que su señoría llamó á la puerta y yo abrí, y Dios quiera que no sobre-venga más, que yo en todo esto ni dentro ni fuera, y en mi casa me estaba y en mi casa orne estoy, y lo que yo quiero es que su se¡ñoría se haga cargo y en mi casa me deje •como estaba antes de que sucediera esto. —Don Basilio—dijo el señor Bruna—, que enitren dos alguaciles y que registren el molino. Salió el escribano y el señor Bruna se le-

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vantó y se puso á pasear á lo largo de la cocina, con la cabeza inclinada sobre el pecho. .Así pasó un cuarto de hora. Al cabo de él volvió don Basilio y dijo: —Se ha registrado todo minuciosamente, señor don Francisco, y se ha visto que en el molino no hay más personas que el molinero, su mujer, sus¡ dos hijas y sus dos mozos; en la cuadra, el caballo que habéis visto, otro rocín y cuatro asnos; en el corral tres cerdos, como hasta cuatro docenas de gallinas y gran número de conejos; en el desván, palomas; en el andén de las piedras, un perro mastín; en la huerta, nada. —Leed á este hombre su declaración, que la firme si sabe, librad testimonio y vamonos. Leyó don Basilio su declaración al molinero, y leída que fué le preguntó: —¿Es esto lo que habéis declarado con juramento á Dios y á una cruz? —Yo no he jurado, pero lo juro. '—Ya habéis oído á la cabeza de la declaración que jurasteis. \ —Por jurado lo tengo, y lo rejuro si es menester. —¿Y estáis conforme? —Sí señor. —Firmad. —Es que yo no sé más firma que Juan Cañamón, ni sé escribir más letras qué las que Juan Cañamón tiene, que estuvo seis meses enseñándomelas el dómine de Cantillana. '—¿Y es esa la firma con que firmáis vues tros tratos y contratos?—dijo don Basilio. —Sí señor. —Pues firmad. El tío Cañamón se hincó de rodillas delante de la mesa, y con mucho trabajo y con unas enormes letras, desiguales y con un garabato en vez de rúbrica, firmó, Juan Cañamón. —Quedáis obligado á presentaros en nuestra Audiencia cuando os llamemos — dijo el señor Bruna. ; Allá iré yo por el aire cuando su señoría me llame, contestó el tío Cañamón. —Recoged esa lanza, señor don Bas'.'io; que saquen ese caballo de la cuadra y se lo traigan con nosotros: quedaos con Dios. Y salió. —Vaya su señoría con Dios, y que Dios guarde á su señoría, y que muchos años viva su señoría, y cuando su señoría quiera ya sabe que tiene aquí su casa, y en nosotros sus criados, y que á su señoría le salga todo á medida de su deseo, y por muchos años. Y el tío Cañamón, muy contento porque ni le embargaban ni le prendían, se fué con esta retahila detrás del señor Bruna, que montó en su macho, y habiendo el escribano m o n t a d o ' e n su muía, reteniendo la lanza de Cecilio Corriente, y habiendo sacado un alguacil el caballo, emprendió el señor Bruna la marcha porj 1

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el mismo sendero, seguido de sus gentes de justicia y de sus migueletes. El molinero, á quien no le había salido todavía eJ susto del cuerpo, se apresuró á cerrar y á atrancar la puerta. Entonces Alcayate, que estaba agazapado detrás de un árbol, se escurrió hacia ia orilla del Guadalquivir, se echó silenciosamente al agua, nadó vigorosamente, ganó la otra orilla, salió, se sacudió como un perro, y dio á correr con una rapidez inverosímil, y así continuó corriendo por un caminejo, durante un cuarto de hora que tardó en llegar á un ventorrillo solitario. Fuera del ventorrillo, á caballo, y preparados á todo, estaban los doce hombres que había llevado consigo don Tadeo. —Pues se han ido—dijo Alcayate entrando en el ventorrillo y dando el parte á don Tadeo-—, y se han llevado el caballo del señorito y la lanza. —Han hecho bien en no perseguirnos—dijo don Tadeo—: ahora nosotros los perseguiremos á ellos si se les ocurre ir á la quinta: Caliche, toma á la grupa al señor Cecilio Corriente, y llévatelo á casa: anda, hijo mío, anda; en casa está Isabel, tu querida Isabel; y con la que ya has hecho el otro día y esta tarde, no tienes más amparo que y o ; pero descuida, que yo soy para ti mucho mejor amparo que la mar quesa. Y había algo lúgubremente terrible en don Tadeo al pronunciar estas palabras. —De lo que he hecho—contestó Cecilio Corriente—, no me pesa, porque pocos guapos hay . en este mundo ni los habrá que antes de cumplir los catorce años hayan hecho lo que he hecho yo, y lo que á mí me pesa es que AO viva mi abuelito para que lo riera, que se alegraría el pobre viejo; mirad, don Tadeo, si el Gorrión que le mató vive, es porque yo no le he podido echar la vista encima; pero más largo es el tiempo que la fortuna, y Dios querrá, y yo le diré al Gorrión si se tira una lanzada á un pobre -viejo sin más ni más, y aunque yo no vuelva á ver á la marquesa, me importa poco, porque me quería tener muy sujeto, y en viviendo yo al lado de mi novia, ya no quiero más. —Anda, hijo, anda—dijo don Tadeo—, que yo voy, á acabar de hacerte la fortuna; conque Caliche, cuidado, toma bien las traviesas, que vais solos, y pudierais tener un mal encuentro: á la media noche es menester que estéis en casa. Lo que don Tadeo llamaba su casa, era, como habrán comprendido nuestros lectores, el Nido de la Cigüeña. Caliche montó, saltó á la grupa de su caballo Cecilio Corriente, y partieron. —|A ver, picaros!—dijo don Tadeo á Castañuelas y á Alcayate, que estaban entreteni-

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dos en echarse el dedo á ver quien tenía más. tuerza—: subios á las ancas de los que os parezcan más bonitos. Y montando en «u jaca y adelantando, dijo, á los once bandidos que quedaban: —Conmigo, y apretad bien las piernas. Y se lanzó al galope, buscó un vado del Guadalquivir, pasó al Otro lado, y siguió galopando.

XVI Don Francisco de Bruna se encontraba aturdido: por la primera vez de su vida, no sabía qué hacer. Resultaba que el malhechor que había perseguido por queja del alcalde de Archidona, á. quien había ido á buscar; á un lugar determinado por confidencia de Cleofás, su alguacil mayor, por decirlo así, era aquel niño tan amado de la marquesa de Becerril, aquel niño hijo natural de la marquesa. —¡La sangre 1 i la sangre! — murmuraba don Francisco—; la maldición, que coge á los hijos de las criaturas malditas; el hijo de Jo3é el Lencero, del bandido ahorcado y descuartizado, el nieto do la adúltera envenenada por un marido feroz, robado á su madre por el envenenador, extraviado por él, sin duda, sumido en los vicios y en los crímenes para llevar su venganza sobre la adúltera hasta la hija del adulterio, destrozándola su corazón de madre: ¡ah! ¡y yo!,,, ¡yo!... este es mi castigo por haber cedido á altos respetos, por no haber preferido romper mi vara antes que torcerla; pero basta, basta ya de contemporizaciones; sea cualquiera el poder que da su misterioso nacimiento á la marquesa, no me doblegaré m á s : su hijo se ha hecho un bandido formidable ya en sus pocos años: hijo de lobo, da muestras de su ferocidad y de su voracidad, cachorro aún: los lobeznos se matan, y juro á Dios que aunque haya de perder á doña Isabel por alguna trama vengativa de la marquesa, expóngame á lo que me exponga, yo ahorco á Cecilio Corriente, y si viene de arriba su indulto, entrego mi vara al rey, y ine sepulto en la soledad: no, no, basta ya de humillaciones, basta de debilidades: el juez ha de ser juez, y sobre el juez no hay nadie más que Dios. Variaban de rundió los pensamientos del señor Bruna, mientras caballero en su mulo, iba corriente arriba del río, por la ribera izquierda, y murmuraba: —¡La niña!... |esperaba á la niña!... sin embargo, la niña no ha ¡do: esto ha debido ser una añagaza, pero ¿de quién? ¿de quién? me aturdo: aquí hay algo oculto, algo misterioso que no puedo comprender: ¿andará por aquí aquel don Tadeo, aquel hombre que se me escapa de entre las manos, que se me huyó d e la cárcel, que mo ha robado á doña Isabel auxiliado por la marquesa? Pero ¡ah! si no me

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la hubiera robado, doña Isabel hubiera muerto en el patíbulo. Y el señor Bruna se estremeció de los pies á la cabeza, y cubrió todo su cuerpo un sudor frío. En fin, tanto fué y vino en sus cavilaciones, que al fin se embrolló, le acometió una especie de fiebre, apretó á su cabalgadura para llegar pronto á Sevilla, y llegó al fin á la Puerta de Jerez á tiempo que iban á cerrarla. Allí despidió á los escopeteros, al secretario, y solo con su ronda, tomó el camino de su casa, alumbrado por la linterna de Cleofás, porque en aquellos tiempos aún no había alumbrado público, llegó y se acostó; pero no pudo reposar: una fatalidad, un pensamiento fijo le impulsaban! á ir á la quinta de los Olivares. Sentía una especie de terror misterioso: le parecía que hacía falta allí. Al fin, tanto le acosó esta idea, que se vistió, despertó á Cleofás, le mandó llamar á los alguaciles de su ronda, y como á las once de la noche salió de su casa montado él, montados los alguaciles, llegó á la Puerta de Triana, se la hizo abrir en nombre del rey y para el servicio de su majestad; atravesó el puente de Barcas y tomó á buen paso el camino de la quinta. Veamos lo que en la quinta y sus alrededores acontecía en el momento en que pasaba el puente de Barcas el señor del gran poder. En el barranquillo en que estaba el árbol muerto, aquel árbol al pie del cual durante una noche de tormenta habían tenido una siniestra entrevista María Flora y don Tadeo, estaba éste con los once feroces caballistas que le acompañaban y los dos pilletes que le servían de espolique. Había llegado antes de las diez, y había destacado á Castañuelas. Este había partido como un rehilete, se había metido como un gazapo por el estrecho portillo del vallado de la huerta de la quinta, y se había escurrido hacia la antigua torre donde, como sabemos, habitaba por condescendencias de la marquesa, y completamente sola, María Flora. Púsose junto á una ventana baja Castañuelas, y silbó una y otra vez como silban las lechuzas. A poco se abrió la ventana, y en las vidrieras la luz del interior recortó la gentil sombra de una mujer. Se abrieron luego silenciosamente las vi drieras. Castañuelas se acercó. —Buenas noches, reina—dijo en voz baja—; el señor don Tadeo está con una porción de buenos mozos en el barranquillo; ya sabes tú dónde es, Mariquita Flora, y me ha enviado u r a que me digas lo que tengas que decirme.

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—Di á don Tadeo—contestó en voz baja María Flora—T, que doña Isabel está conmigo y que consiente; que ya que él está allí, iré yo llevarla. —¿Y no más que eso?—dijo Castañuelas. —Nada m á s ; vete para que esté prevenido. Castañuelas se fué. María Flora cerró las vidrieras y las maderas de la ventana, y se volvió hacia doña Isabel que en un ángulo de la estancia estaba sentada en una silla, echados los brazos sobre una mesa, la cabeza sobre los brazos y llorando. —Ya está ahí don Tadeo — dijo María Flora. —¡Y mi hija!—exclamó doña Isabel levantándose, mirando con agonía y pálida como una muerta, á María Flora. —Está también. —Vamos—dijo doña Isabel levantándose, cogiendo un sombrerillo que estaba sobre la mesa y poniéndoselo—; vos sabréis por donde me habéis de llevar. •—Os ruego, señora—dijo María Flora—, que no me echéis á mí la culpa de nada de esto; que yo no he hecho más que traeros las cartas de don Tadeo, porque no se le puede decir que n o ; porque ese hombre mata, porque me decía que si vos no consentíais en hablar con él, iba á matar á la niña y á dejarla muerta junto á la quinta. Doña Isabel se agitó en un terrible sacudimiento nervioso. •—Vamos, vamos—dijo—, es capaz de todo, ya lo sé; mi hija primero: ¡oh, Dios mío! yo no os culpo, no; llevadme cuanto antes. María Flora se dirigió á la puerta. Doña Isabel la siguió. María Flora siguió adelante hacia el vallado. Llegaron á poco al portillo: á aquella especie de pasadizo de zorro. —Y o puedo pasar por aquí—dijo María Flora—, porque una gitana es una culebra que pasa por todas partes: pero vos no podéis pasar; no le hace: yo agrandaré el agujero. Doña Isabel oyó ruido como de una herramienta que cortase los espinos y tembló. María Flora iba armada de un instrumento cortante y le manejaba con gran fuerza. ¿Por qué iba armada de aquel modo? Doña Isabel se hubiera arrepentido de haber seguido á María Flora, si no se hubiera tratado de su hija. Pero la aterraban las amenazas de don Tadeo de sacrificar á su hija, y la madre daba valor á la mujer. Su hija antes que todo. 1

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—Vamos—dijo María Flora—, ya podéis pasar: he hecho un portillo por el que cabe un buey; dadme la mano, que hay que subir al caballón. , Doña Isabel dio su mano á la gitana.

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DIEGO CORRIENTE

—¿Por qué tembláis, señora—dijo ésta—; creéis que yo os voy á hacer daño? —No, no es eso—dijo la desdichada doña Isabel—; es que tengo frío. •—Pues nadie lo diría; ¡si os quema la manol Es que tengo calentura. —Vaya: no es tan bravo el león como lo pintan—dijo María Flora, que se hacía más agresiva á ».nedida que se acercaban al barranquillo—; don Tadeo .no es muy buen mozo que digamos; pero el señor del gran poder no es más bonito; si me diesen á mí á escoger, me (juedaría sin los dos. Tras estas palabras, Flora silbó como silban los bandidos. Ya la hemos oído silbar así en otra ocasión. Creció el miedo de doña Isabel. Sonó otro silbido muy cerca y luego se oyeron los pasos de un hombre. —¿Eres tú, María Flora?—dijo una voz. Aquella voz era la de don Tadeo. —Sí, yo soy—contestó la gitana. —¿Y viene contigo la señora? —Toda entera. •—Acercaos, doña Isabel, acercaos—dijo don Tadeo — , y nada temáis ; ya sabéis cuánto os amo. —¡Oh, Dios mío!—exclamó doña Isabel. —Vete , María Flora — dijo don Tadeo — ; ya sabes que estás haciendo falta en otra parte. —Sabe Dios si podrá ser—dijo María Flora—; que como el señorito se fué y no ha vuelto todavía... ¡pues!... en fin, veremos; por mí no ha de quedar: de todos modos, hasta la vuelta. Y se fué. Inspiraron un terror frío las palabras de María Flora á d'oña Isabel: ¿ qué era lo que tenía que hacer? Pero esta impresión externa, por decirlo así, pasó, cediendo á la grave situación en que se encontraba doña Isabel. —Venid, venid, señora—!e dijo don Tadeo. Y la asió por la mano. Doña Isabel sintió un horror semejante al que pudiera haberla hecho sentir el contacto de un reptil. La mano de don Tadeo estaba fría como el mármol y traspiraba un sudor viscoso; la agitaba además una especie de convulsión persistente, poderosa. Suponed que asís una culebra irritada, y tendréis la idea del frío, de la viscosidad y del estremecimiento de la mano de don Tadeo. Tiró de doña Isabel, que resistía. —¿Adonde queréis llevarme?—dijo. —Donde nadie nos oiga—contestó don Ta deo—; conmigo hay un pequeño ejército que está á mis espaldas. En efecto: á los once hombres que había traído consigo don Tadeo, se habían unido una porción de merodeadores, de bandidos anfibios, por decirlo así, que disfrazaban su verdadera r

manera de ser, ya con los harapos del mendigo, con los rústico» trajes del jornalero, con las bayetas del estudiante, con la trapajería de colorines de los gitanos, con una variedad infinita de aspectos y de trajes. Don Tadeo tira lia de doña Isabel por el barranquillo arrilia. hacia una espesura de árboles. —Matadme—diju doña Isabel—, pero yo no paso de aquí. Y se arrojó al suelo. Resistencia inútil. Aquel pequeñti hombre, que tenía miembros y tendones de acero, la asió por la cintura. Doña Isabel e n c o n t r ó fuerzas en su desesperación y se asió á la garganu de don Tadeo: le mordió desesperada. Don Tadeo se sintió dominado por un momento, pero se rehizo. Sacudió de sí á doña Isabel, que cayó al suelo, y no tantn por la fuerza del golpe como por lo extremo de su situación, se desmayó. Aterróse por §| momento don Tadeo. —¡La habré muerto!—exclamó. Y se inclinó sobre ella y la examinó. —¡Ah, no, no! ¡desmayada!... mía! Y ardió su c o r a z ó n en un fuego voraz, impuro . Sonó entonces una campanilla. Don Tadeo s e quedé inmóvil. La campanilla se fué acercando. Se v i o reflejo de luces. Los bandidos f u e r o n acercándose al caminejo por donde adelantaban aquellas luces, aquella campanilla. —Su Majestad dijo uno de los bandidos. Y todos se arrodillaron. —I Dios!— exclamó don Tadeo. —¿Quién va allá?—dijo uno de los cuatro hombres que con escopetas marchaban delante del Viático, porque aquel era el Viático que había salido de la villa de los Palacios paral ir á auxiliar á una moribunda que existía en el cortijo de los Pedernales, inmediato á la quinta de los Olivares. Quien agoniza bu era Petrola. Lo que la huela agonizar era una grave enfermedad que debía á los malos tratamientos de los pastores de la dehesa de los Umbrales, que irritados por lo que les habían hecho los bandidos al quitarles la niña que allí había llevado Petrola, |g habían echado de sí, dándola una paliza á lo pastor. Lo que quiere decir que fué una paliza brutal. Petrola volvió eomo pudo á su cortijo. Se encontró con que la habían robado, con que todo lo había embargado la justicia, y con que su marido m> parecía. Además de esto, don Francisco de Bruna se la había llevado presa y no la había soltado

MANUEL FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ sino cuando vio que no averiguaba nada contra ella. Petrola volvió al cortijo y se encontró con que los mozos lo habían destrozado todo, con que el dueño del cortijo estaba muy disgustado y quería quitárselo, sin dinero para la ' siembra y obligada' á pedir, á empeñarse. Trabajó de tal manera á Petrola todo esto, que la puso á las puertas de la muerte; y de tal m a n e r a , que uno de los mozos, asustado, se fufc á la villa de los Palacios, se trajo un fraile para que preparase á Petrola, y detrás vino el Viático. Como los campos estaban muy mal seguros, algunos vecinos de la villa de los Palacios, con escopetas, y no solamente éstos, sino que también cortijeros y mozos de los cortijos por donde el Viático había pasado, le venían acompañando. Cada uno de estos hombres traía un farolillo encendido en la mano. El cura venía en una muía. JS1 sacristán en una pollina, con el gran farol del Santísimo. Y no es esto sólo: al pasar por la carretera se les unió no menos que don Francisco de Bruna con ocho alguaciles. —Nosotros somos unos pobres—dijo uno de los bandidos á la pregunta de uno de los que escoltaban al Viático. —¡¿Y qué mujer es esa?.—que está en el suelo?—dijo aquel hombre acercándose con el farol. —¿Qué os importa?—contestó don Tadeo con acento fiero y terrible. —¿Cómo que qué nos importa? — dijo otro hombre—: vosotros sois mala gente. A esto se habían ido acercando hombres de los que acompañaban al Viático, y se acercaba también don Francisco de Bruna. El sacerdote y el sacristán se encontraban también cerca. Pero la campanilla no sonaba. Los bandidos de don Tadeo estaban arrodillados, porque el bandido español de los campos y de los caminos ha sido siempre muy cristiano. Sólo don Tadeo estaba de pie con el sombrero puesto, con un encaro amartillado en la mano, aunque oculto por la capa, teniendo ante sí á doña Isabel desmayada. —Seguid, seguid, padre cura—dijo el hombre que había hablado antes, que no era otro que el alcalde de los Palacios—; que os acompañen Quico y Morcilla y Pinchavuas, y que vaya también el Abogado, que con esos cuatro vais seguro, y á más que lleváis á Dios en la mano. El cura no se lo hizo decir dos veces. No le gustaba mucho la vecindad que tenía. Echó á andar con aquellos cuatro hombres, y guiado por uno de los mozos de la enfer^

ma, el cual llevaba también escopeta, no farol. Volvió á sonar la campanilla.

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aunque

En aquel momento don Francisco de Bruna intervenía; reconocía á la luz de los faroles á don Tadeo. —¡Ah! ¿eres tú, infame ? —exclamó—: date preso. Y tiró de la espada. Don Tadeo, que vio venir sobre sí al tremendo alcalde, le asestó el encaro y disparó. Pero al hacer el movimiento asombróse la muía de Bruna, se levantó sobre los pies y empezó á dar corcovos. Era una muía más falsa que el alma de Judas, como embargada, porque los alguaciles siempre embargan lo peor para ganarse la propina por no haber embargado lo bueno, cuando se trata de este género de embargos de animales por la justicia. Don Tadeo erró el tiro á causa de la rapidez del movimiento de la muía. Los doce hombres de campo que habían quedado con el alcalde de los Palacios habían hecho fuego, de resultas del cual había sido herido don Tadeo, aunque no gravemente, algún otro de los bandidos, y muertos dos de ellos. El bravo alcalde de los Palacios se había tirado cuchillo en mano hacia adelante, rebasando á doña Isabel, que permanecía desmayada. Los hombres que le acompañaban habían embestido también bravamente, y los ladrones retrocedían, incluso don Tadeo, que había disparado sucesivamente sus cuatro pistolas sobre el alcalde de los Palacios, sin causarle más que una leve herida. —¡Canallas!—decía rugiendo don Tadeo—: ya no está aquí el Viático: ¿por qué no os defendéis ? Pero los bandidos estaban aterrados: sabían que estaba allí el señor del gran poder, y tenían delante doce greñudos, bravos como leones: no sabían si detrás venían escopeteros, lo que era muy probable, casi seguro, estando el señor Bruna allí. El caballista, por valiente que sea, cuando encuentra una fuerte resistencia y le amenazan fuerzas superiores, cede el campo, porque su situación es demasiado difícil para comprometerse en una eventualidad. Los d e á caballo se replegaron al ba Tranquillo, montaron y escaparon. Los peatones se dispersaron. Don Tadeo hubo de replegarse á la carrera hacia el sitio donde montaban los bandidos. Se había visto abandonado, y estaba además herido. Desato su jaca, montó en ella y escapó. El alcalde de los Palacios y sus hombres quedaron dueños del campo, prendiendo á cuatro bandidos que habían quedado mal heridos, y

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DIEGO

apoderándose de tres muertos y de algunas armas. Asimismo doña Isabel había quedado en su poder, y empezaba á volver de su desmayo. Entretanto, la muía hacía lo que quería con don Francisco: allá iba por el campo dando corcovos, y el oidor, que no era un gran jinete, había perdido su espada y había tenido que agarrarse al pescuezo del animal, á pesar de lo qué, tantos y tantos habían, sido los corcovos de la muía, que había dado con él en tierra, aunque . no de una gran caída, porque don Francisco se había sostenido en el pescuezo del animal y había quedado de pie. La muía se disparó, y . sabe Dios dónde fué á parar, porque no se supo más de ella; sin duda á poder de un amante de los animales. Los alguaciles habían acudido al socorro de . su jefe con sus caballejos, á quienes habían . hecho tan prudentes los años y tan aplomados, que no había nada que los sacase de sus ca. sillas, aunque se viniera abajo medio firmamento. —A ver—dijo el oidor—; abajo Juan Sotuelo, . que es más fuerte y puede aguantar á pie, y . venga acá su caballo. Carcabuey, que este era el apodo de Juan Sotuelo, que no se lo había dado el señor Bruna porque á nadie nombraba por el apodo, echó pie á tierra, tuvo el estribo al señor Bruna, que montó y se fué en demanda del sitio don. de se había quedado doña Isabel. Ahora bien: Carcabuey, que sabía que adon, de se iba era á la quinta de los Olivares, ya . muy inmediata, viéndose desmontado, como si . dijéramos, fuera de combate, por prudencia,' porque un alguacil á pie y sin más armas que su espada, no está en disposición de meterse . entre gentes con escopeta, se fué paso entre paso hacia la quinta, cuando de repente vio qtle le pasaba por de'.ante una mujer; y como . las mujeres no son temibles, y una mujer sola . á tal hora y en medio del campo es sospechosa, y adonde quiera que hay sospecha se va derecho , un alguacil, fuese para aquella mujer Carcabuey, y tanto más, cuanto por el bulto vio que , era buena moza y le pareció joven. Pero la mujer, en cuanto sintió que la seguían, se recogió la saya y dio á correr. Carcabuey partió tras ella como un rayo, gritando : —¡Téngase á la justicia! Y como á poco estuviera á punto de darle alcance, la mujer se volvió, alargó el brazo, y , gracias á que la punta de un cuchillo de media vara que tenía en la mano la mujer no alcanzó á Carcabuey más que de soslayo en un costado, superficialmente, haciéndole una herida larga, pero nada peligrosa. No obstante, Carcabuey se creyó muerto, tiró , de su espada y sacudió un tal tendiente á la mujer, que ésta cayó de espaldas.

CORRIENTE

—¡Favor al r e y ! — e m p e z ó á gritar con todassus fuerzas Carcabuey, no sabemos por qué, porque no tenía enemigo delante de sí, acaso por costumbre, porque siempre que se le ocurría algo á la justicia de otros tiempos, gritaba: ¡favor al rey! \ tenía tal vocejón el corchete Carcabuey, que le oyeron, no sólo allí donde el señor Bruna estaba, sino también en la quinta. < —¿Anda por ahí la justicia?—dijo una voz cobarde y menesterosa por la parte de la quinta. —Por aquí anda—contestó apresurado Carcabuey—; pero téngase,-na se acerque, no tire, hombre del diablo, que lo ya á pasar mal, que yo soy ministro de justicia y alguacil de la ronda del señor del gran poder. Y era el caso que Carcabuey no sabía si el que venía traía escopeta; pero lo suponía, é interponía su recurso de amenazas para evitar un disparo que acabase de matarle, porque Carcabuey se daba por muerto y se apretaba la sajadura que tenia en el costado. —Qué, ¡está ahí el señor Bruna?—exclamó más cerca el que venía. —Sí señor, al que está—dijo Carcabuey—; y por lo mismo teneos, que ya sabéis que el señor don Francisco de Bruna necesita poco para ahorcar it un cristiano. —¿Qué está ahí diciendo su merced, señor ministro?—dijo la voz más plañidera aún—: ¿si yo soy el niño José, y con nadie me meto? ¿si yo soy un pobiecito, el morenito de ,1a señora, de chinita Juana de Dios? ¡pobrecita! ¡ay, señor, qué desgracia y qué desesperación! lléveme su merced adonde está su merced el señor don Francisco: ¡ay, Jesús! ¡val game Diosl pero ¿no lo oyó, hermanito? —¿Qué he de oir yo, arrastrado os veáis, negro del demonio? (El «guachinango» se había puesto á dos dedos de las narices del alguacil, y á pesar de lo obscuro, éste había visto que su vecino era negro, y sobre todo, lo que más se lo había hecho notar era el fuerte contraste de una peluca blanca y de una cosa blanca' que traía, que parecía venía envuelto en una sábana). ¿Qué he de ir yo á ninguna parte, si se me salen las tripas por este lado, de una mala puñalada que me ha dado una mala mujer? —¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! — dijo el «ganga»—: ¡pero, señor, esta es la fin del mundo! ¡aquí nos vamos á morir todos! ¡Calla! ^y aquí hay una muerta difunta! ¡qué ansia! pero ¿dónde está el señor don Francisco? Y como no contestase el alguacil, que todo era apretarse su herida y detener la respiración á ver si por la herida respiraba, empezó á gritar: —¿Dónde está su señoría el señor don Francisco de Bruna? venga acá su merced, que han matado á mi ama. Llegaron aquellas voces, llevadas por el viento de la noche, adonde Bruna estaba.

MANUEL

FERNÁNDEZ

Conoció por la v o z al negro de la marquesa, y como y a doña Isabel había completamente vuelto en sí, dejó dos de los hombres del alcalde de los Palacios y á cuatro de sus alguaciles con un farolillo para que guardasen los heridos, y con los otros hombres con sus faroles, y con l o s otros alguaciles, se fué adonde sonaban las voces del negro, que eran á Cada momento más plañideras. Al fin tropezó con él. —¡Ay, señor! — dijo juntando las m a n o s — : que nosotros no tenemos la culpa, que ha sido la picara de María Flora, la ingrata, la mala [sangre, la «come gente». —¡Jesús mío!—exclamó el alcalde de los Palacios—: en mi vida he visto yo un pato como éste. En efecto: el negro, según venía de descommerecía un trabucazo; traía el peluquín fuera de su sitio, llegándole por delante á l a s cejas, con la coletilla negra sobre la coronilla, con casaca blanca que le llegaba á los talones, chupa blanca, medias encarnadas y zapatos con hebilla, y como le arrastraba la cola de l a casaca y había dejado caer los brazos y e s t a b a lodo vestido de blanco, con la cara y las manos negras y las patas coloradas, pato le había parecido al alcalde, y pato le hubiera parecido á cualquiera, porque á más de esto, el negro estaba encorvado; era, en fin, un pato de nueva especie.' A no ser por el carácter particular y por la situación gravísima en que el señor Bruna se encontraba, se hubiera echado á reir. —Pero ¿qué estáis diciendo ahí, pecador?— exclamó el señor Bruna—: ¿ qué estáis diciendo ¡de que han matado á la señora? —¡Ay, su señoría!—dijo José—: que su merced no sabe que aquella garganta tan blanca y tan rica que tiene niña Juana, está más ne¡igra que mi c a r a : ¡ ay, pobrecita niña marquesa! y esa judía, señor, le ha dado tres puIñaladas en la tabla del pecho. f Vamos, vamos allá; un esfuerzo, doña Isabel. —*\ Oh, Dios mío, Dios mío—exclamó la joken—, y qué noche tan terrible! \ Adelantó rápidamente el señor Bruna, y á poco oyó la v o z de un alguacil que gritaba: —¡Favor al r e y ! ¡favor á la justicia! que 'aquí hay un ministro que se está muriendo. —¡Mal pecado!—dijo el señor Bruna—: ¿ n o es esa la v o z de Juan Sotuelo? | —Sí que es—dijo Cleofás—; pero no se muele ni es para nada, que si se muriera, no gritaría tan recio ni vendría hacia aquí como ron gamo, que y a le siento correr. Llegó á poco Carcabuey, y se echó, como • realmente hubiese estado expirante, en los brazos de Cleofás, que le repelió de sí haciéndole dar tres traspieses. —Ea, quítese allá, aspaventador—dijo Cleofás—, y guarda más respeto á tus superiores. | -Es que al ir y o á prender á una mujer puesto,

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Y

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GONZÁLEZ

que escapaba—dijo compungido Carcabuey—se me volvió de repente y m e abrió de una puñalada el costado. —¿ Y vos qué hicisteis, mandria ? — Y o la tiré un tajo á la mujer, y allí estásin sentido. —Ea, quedaos ahí con Bandurria, que os coja, la sangre, que siempre será un alfilerazo—dijo Cleofás; y luego añadió dirigiéndose al señor Bruna—: ¿quiere su señoría que y o y otro vayamos á buscar á esa mujer? —Sí, id—dijo el oidor. Y tiró adelante siguiendo al negro, que estiraba cuanto podía el largo compás de sus piernas, haciendo las delicias del alcalde, que no entendía cómo podía andar sin metérsele entre las piernas los faldones de su casaca. • •—Nada, nada como los patos—decía;—, que no l e s estorba la cola. Por lo que se ve, el alcalde de los Palacios era hombre de buen humor y no se apuraba. por cualquier cosa.

XVII Sin espada, porque no se la habían aún encontrado los alguaciles, pero con la vara, porque ésta no se le caía nunca, y si se le caía había y a tal solución de continuidad entre ella y el oidor, cpie la vara le hubiera buscado, iba don Francisco de Bruna irritado, terrible, excitada toda su bilis judicial, por decirlo así, revolviendo en su imaginación espantosas ideas de castigo y de escarmiento. — Esto es menester que se acabe—decía—; e s t o es Una vergüenza: los criminales crecen, se extienden, hierven, no hay seguridad, no hay mediode vivir ni en la ciudad ni el c a m p o : las bandas corren por todas partes, y y a no se detienen ante ningún respeto, como si no hubiera ni jueces ni horca. ¡ Ah, a h ! será necesario que la Audiencia y el Asistente representen á su majestad para que nos dé medios y se haga una limpia de una v e z para siempre. ¡Placimos de ahorcados! esto es lo que hace falta: cadenas de presidiarios y galeotes, procesiones de azotados; de otro modo, esto v a á ser la fin del mundo. Al acabar este monólogo, el señor Bruna, siguiendo al negro, y seguido del alcalde de IosPalacios y de algunos hombres con escopetas y dé algunos alguaciles, llegó á la quinta, que estaba en consternación: los criados iban de acá para allá, sin saber qué hacerse: todos pálidos, todos desconcertados, sin jefe propiamente dicho, porque Agustín el Cerrajero, que era e l mayordomo, había desaparecido. Subían y bajaban las escaleras atortolados,. y cuando vieron al oidor, á quien conocían demasiado, se abalanzaron á él y empezaron á gritar todos juntos de una manera que no s e entendía lo que decía cada uno. ,.

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DIEGO CORRIENTE

Sólo saltaba de entre aquel guirigay esta palabra terrible: —¡Su excelencia se muere 1 El oidor se desenvolvió como pudo de aquella gente: mando, á los alguaciles y á los hombres que le acompañaban rodeasen la quinta y no dejasen salir á nadie. Y echando mano del alcalde de los Palacios para que le sirviese de secretario á falta de don Basilio, sin el cual, por venir á la ligera, y según él pensaba, para un asunto particular, se había salido de Sevilla, guiado siempre por el morenito José, que con su casaca y su coleta y sus medias encarnadas y su encogimiento de algarroba, iba haciendo feliz al alcalde de los Palacios, pasó por algunas habitaciones hasta que el negro se detuvo á una puerta, y dijo: —Pase su señoría, que ahí está niña marquesa muy malita, muy malita. Y haciendo un puchero, se echó á llorar. Entró el señor Bruna haciendo seña al alcalde de que le siguiese, y éste, no pudiendo resistir á u n a tentación, agarró al pasar la co leta rabitiesa del negro, y le volvió el pelu quín blanco de cerda de caballo de atrás ade lante. —¡Qué cosas tiene este buen señor!—exclamó José—: ¡pues buenos estamos para chanzas! Y se arregló el peluquín; pero turbado de tal m a n e r a , que se dejó la coleta sobre la frente. Entonces, si parecía un pato, como había dicho el alcalde, era un pato singular, un pato unicornio. El negrito se quedó inmóvil en la puerta, echad o contra su marco, con los brazos caídos y la cabeza inclinada. i Cualquiera que nunca hubiera entrado en la casa y hubiera ido distraído, al reparar en José hubiera dado un salto atrás, creyendo que una especie de diablejo raro guardaba la puerta del dormitorio de la marquesa. Era éste magnífico: todo cuanto lujo s e . c o nocía en aquella época, una de las más ostentosas en punto á la ornamentación de las habitaciones, se había apurado en él. Gran lecho dorado, con cortinaje blanco de seda y oro y riquísimos encajes, colocado en el centro del gran testero enfrente de la puert a ; gruesa y magnífica alfombra; á ambos lados de la puerta grandes consolas de mármol •con pies dorados y tallados de una manera admirable; sobre ellas magníficos relojes y porcelanas del Japón y dos gigantescos espejos de Venecia con marcos á lo Luis XIV; á los dos lados del lecho, canapés dorados con forros de seda de una bella disposición, sillones dorados también, cuadros místicos de gran valor en las paredes; forradas éstas de damasco blanco con •sobrepuestos dorados, y el techo pintado, representando el Olimpo, y de mano maestra. La cámara de dormir de una reina no podía

haber sido ni

grande, ni más rica, ni más

bella.

ji

Alrededor del lecho había algunas criadas, consternadas todas, todas silenciosas. El señor Bruna se acercó. El alcalde le siguió á cierta distancia con el sombrero debajo del brazo, porque don Miguel de Cueto, alcalde de los Palacios, era, aunque hombre de campo, fino á su manera y muy lleno de su alcurnia y de su nobleza. Había venido con el Viático por devoción, porque era muy cristiano, trayéndose consigo sus mozos armados de escopetas y faroles. Esto lo hacía siempre que el Viático salía de la villa para el campo, y á más de eso se echaba en el bolsillo algunas onzas para s o correr al enfermo si la había menester. Este alcalde vestía á lo noble, con sombrero de tres candiles, capa grana, casaca, chupa, calzón, medias muy blancas y zapatos con hebillas; sólo que entonces, como había salido al Campo, el traje se había bastardeado con unos boiinee, la. capa de grana 3e había convertido en un capote, y el «gran» bastón de caña de Indias con puño de oro, en escopeta. Por lo demás, don Miguel era alto, robusto, carirredondo, sonrosado, mofletudo, lleno de salud y de vida, y parecía el hombre más feliz y más alegre del mundo. El señor Bruna se acercó apresuradamente al lecho y lanzó a él una mirada ansiosa. Las ropas estaban manchadas de sangre, reí vueltas, y entre ellas la marquesa boca arriba, inmóvil, alentando con fatiga, con la mirada de sus grandes ojo» negros fija y terrible. Veíase esto o, la luz de una bujía que estaba sobre una especie de mesa de noche, á la de-j recha de la cabecera de la cama. —¿Qué es esto, señora, qué es esto?—excla»! mó el oidor. —Esto—contestó la marquesa con una vos más entera que lo que había esperado el alcafde, aunque débil—, es el resultado de una in« famia que Dios ha permitido sin duda para casi tigar mis culpas; idos, hijas mías: dejadme coa el señor don Francisco; de nada me podéis serl ver; si me pongo peor, os llamaré; en cuanto vengan el cirujano y el médico que entren.: Las criadas se retiraron. La ronquera particular de la voz de la m a r quesa asustaba, no sabemos hasta qué puntoj á don Francisco de Bruna. —Acercaos, acercaos, amigo mío—dijo la m a r quesa—: quiero que me oigáis bien y no pue-; do esforzar la voz. El oidor tomó un sillón, se sentó junto al lecho y acercó oído á la cabeza de la mar* quesa. —Vamos, está visto que yo no hago aq falta, y que sobre no hacer falta estorbo—dijo! B U

MANUEL FERNÁNDEZ V GONZÁLEZ con una ruda franqueza el alcalde de los Palacios. —Yo conozco esa voz—dijo la marquesa. —Sí, si señora—dijo el alcalde—; yo soy vuestro vecino, porque puede decirse que los Palacios están un paso de aquí. —¡Ah, don Miguel!—dijo la marquesa—: vos no estorbáis nunca en mi casa, y mucho menos ahora que estoy acabando. —Qué acabando, ni qué alcachofas, señora— dijo el alcalde—, si todavía hemos de ir juntos por la primavera al tentadero como otros años. —No, don Miguel, n o ; acercaos y oid también: sois de la justicia como don Francisco, é importa que oigáis, porque quiero que se me vengue: esto ha sido un crimen infame. Tomó otro sillón el alcalde, se sentó junto al lecho, y adelantó la cabeza para oir bien.

—Estaba yo muy inquieta—dijo la marquea—; anoche me pidió licencia Cecilio, ya saéis, don Francisco, mi hijo adoptivo. —Sí, sí, ya—contestó don Francisco de Bruna, que no se atrevió á decir á la marquesa, en consideración al estado en que se encontraba, que su hijo, ya no era adoptivo sino natural, estaba puesto bajo la ley como bandido. —Me pidió licencia para ir á cazar con los chicos del cortijo de los Tres Alamos, se la concedí con tal de que volviese al obscurecer, y mandé que le acompañasen dos criados de confianza. No sé por qué habían empezado á inquietarme de una manera vaga las frecuentes ausensencias de Cecilio de la quinta: últimamento noté, antes de ayer mismo, que su semblante había tomado una expresión siniestra, que había en sus ojos un no sé qué de terrible. Le di anoche la licencia con repugnancia, pero fui débil; he pasado el día con una grande inquietud, dominada por un presentimiento sombrío; cayó la tarde, y el mal estado de mi espíritu aumentó hasta hacerse insoportable. I Llegó el obscurecer, avanzó la noche y no pino Cecilio. Envié un hombre á caballo al cortijo de los Tres Alamos, á ver si por acaso había vuelto con los hijos del marqués, y á la hora volvió diciéndome que los señoritos del cortijo de los Tres Alamos, no habían visto en todo el día ( Cecilio. Esto me consternó: ¿ por qué me engañaba Cecilio? ¿á qué había ido que no se había atrevido á decírmelo? Hasta las diez de la noche me estuvo acompañando doña Isabel, que estaba también muy inquieta. A aquella hora, pretextando que tenía sueño, ¡z despidió de mí, y se fué á su cuarto. Yo me eché vestida en la cama, y permanecí asi una hora, á cada momento más inquieta, á cada momento más impresionada por

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un presentimiento que no se determinaba, pero pesado, terrible. Llamé á mis • doncellas para que me desnudasen, y entre ellas vino María Flora, que estuvo muy cariñosa conmigo. —Está al cuidado—la dije—, por si vuelve el señorito; llégate el llavín de la mampara del dormitorio para que me aviséis en cuanto llegue. María Flora y las doncellas se fueron. Rendida, fatigada por la actividad de mi pensamiento, me adormecí. Yo no sé cuanto tiempo estuve dominada por una especie de letargo. De improviso desperté estremecida. Sentí en mi garganta algo que la oprimía. Fijé mi atención y sentí que lo que causaba la opresión de mi gafganta eran dos manos que apretaban. Vi sobre mi semblante un semblante horrible por su expresión, unos enormes ojos negros, en los cuales aparecían el exterminio, la muerte. Era María Flora, que me decía con voz ronca y espantosa: —Por tí murió mi Joselito, él te amaba, tú le engañabas; por tí he quedado viuda: muere, muere, maldita. A todo esto asía yo las manos que me estrangulaban, y como yo soy fuerte y á más de esto aumentaba mis fuerzas la desesperación, logré desasir de mi garganta las manos de María Flora. Entonces sonaron fuera y cerca de la quinta algunos disparos de escopeta. María Flora exhaló un grito de rabia, hizo un violento esfuerzo y logró desasir de mi mano su mano derecha, que instantáneamente apareció armada con un largo cuchillo que yo no vi de dónde lo había sacado; me hirió por tres veces en el pecho, se aumentó mi fuerza, me lancé tras ella porque había huido desasiéndose de m í pero caí en el ante-dormitorio. Las heridas son muy graves, mortales acaso. Grité, acudieron algunos de mis criados, me levantaron, me pusieron en el lecho, y mis doncellas me cogieron como pudieron la sangre. Este es el relato de lo que ha sucedido, don Francisco. Mandé que fuesen al momento á Sevilla por un médico y un cirujano;, y á vuestra villa, don Miguel, por el cura y por el Viático, porque más necesidad tiene de auxilios espirituales mi alma que mi cuerpo. —¡Ah, pardiez!—dijo el alcalde de los Palacios—: pues ved ahí, señora, que don Torcuate> mi párroco ha sido llamado para dar el Viático á la cortijera de los Pedernales, que dicen que se muere y que don Torcuato está allí; pero es el caso que don Torcuato no habrá traído más que una forma; pero voy, voy á ver: el cortijo de los Pedernales está cerca. —Sí, sí, id. —En todo caso, bueno sería enviar un hombre r

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DIEGO CORRIENTE

4 caballo á los Palacios para que se trajera ú beneficiado con otra forma, á las ancas del caballo, y á escape, que en estos casos no hay que descuidarse; pero | calla! tilín, tilín: ¿no oís, señor don Francisco? —Sí, sí, el Viático que pasa por delante de la quinta—dijo don Francisco de Bruna levantándose y arrodillándose. Allá voy, allá voy á echarle mano—dijo don Miguel. Y salió como un rayo, bajó en tres saltos las escaleras, se salió de la quinta, y empezó á gritar: —¡Don Torcuato! ¡don Torcuatol ¡ahí alto ahí, que hacéis aquí falta 1 Se detuvo el sacerdote, y el acólito, que iba al morro de la mola, llevando el ronzal el asno del sacristán, se revolvió al oir la voz de su alcalde; que conocía demasiado. Encontráronse al fin el cura párroco y el alcalde de los Palacios. —¡Que hago aquí falta!—dijo don Torcuato. —Sí señor, sí—dijo el alcalde—: se ha comeido un horrible crimen que ha puesto á la muerte á la señora marquesa de Becerril. —¡Oh, Dios mío! ¡qué desgracia! ¡qué noche esta I —Oid, don Torcuato: será necesario enviar un hombre á caballo al beneficiado para que venga con una forma. —No señor, no—dijo tristemente don Torcuato—; porque no he podido dar el Viático á la moribunda del cortijo de los Pedernales: cuando llegué estaba con el exterior, y sólo he podido administrarla la extremaunción y encomendarla el alma. —Dios provee—dijo don Miguel—; y esto quiere decir que la marquesa está tan mala, que se va por la posta; y en efecto, que hablaba muy ronca; á lo último se la iba apagando la voz: con que vamos, vamos, don Torcuato; no perdamos tiempo, que es un pecado mortal entretenerse cuando tanta necesidad tiene de auxilios espirituales una persona que se muere. Y como hubiesen llegado á la puerta de la quinta, el alcalde ayudó á desmontar al sacerdote, haciéndole estribo con una rodilla y poco después la campanilla sonaba en el interior de la quinta. Seguían al viático seis mozos de los Pala¿ios con escopetas y faroles encendidos. El cura llevaba capa, y debajo de ella el alba, y en un pectoral el Viático. El sacristán iba cargado con el gran farol del Santísimo, y en la otra mano llevaba la bolsa de los corporales, por cuya razón, no podiendo regir al asno, había hecho entrega de su ronzal al acólito, que á más de esto, y de atender al morro de la muía del cura, llevaba bajo el brazo, el altar portátil, replegado y metido en una bolsa de terciopelo.

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Por lo tanto el acólito se había ido detr del cura. Cuando entraron en el dormitorio, el muchi cho puso sobre una mesa el altar portátil, qu armó en dos segundos. Con.o si hubiera estado en su casa, reuní cuantas bujías pudo, las. encendió y las puso al lado. El sacerdote se acercó á la marquesa. —¿Ha confosado ya vuecencia, señora?—dijo. —No, no—dijo la marquesa—: y pido á Dioi me conceda tiempo bastante para mi confesión, —Hacedme la merced de retiraros, señores dijo don Torcuato. Todos salieron. El sacerdote fué al altar portátil, dejó sobrJ él el pectoral y el bote de plata donde lleva* vaba el Santo Oleo, y volvió al lado de la marquesa. Pero aun no habían pasado diez minutos, cuajjj do se abrió la mampara, y don Torcuato, lido y conmovido, dijo: —No hay que perder un momento: la señor»; marquesa se muere; entrad Grullo. El sacristán entró con el farol del Santísi» mo, porque aquel Grullo q u e había dicho don Torcuato, era el sacristán. Entraron todos. Inmediatamente fué administrado el Viático & la marquesa, y tan á tiempo, que apenas se le administró la Extremaunción, murió.

XVIII Don Francisco de Bruna se declaró á sí mi:, mo y declaró al alcalde de los Palacios y al cura párroco de la misma villa, albaceas del «abintestato» de la marquesa de Becerril. Hecho esto, suplicó al alcalde de los Palacios se quedase allí y lo mismo al cura, y que ayudado del sacristán, que declaró sabía escribir de corrido, se fuese ocupando del inventario. Después de lo cual echó mano á todos los criados de ambos sexos de la marquesa, incluso el negrito José, y los sacó fuera. Mandó que metiesen en la quinta á Mari* Flora, que estaba muy mal herida, la encerrasen en un cuarto con un alguacil de guarda de vista, y que cuando llegasen el médico y el cirujano que se habían enviado á llamar par» ' la marquesa, la curasen, pero sin permitirla hablar con ellos. Mandó asimismo que metiesen adentro al alguacil herido por la María Flora, que se recogiesen los muertos, y bien atados codo con codo se condujesen los presos á Sevilla, tras los cuales y bien escoltado se fué él, llevandodose en una silla de manos á la marquesa de Becerril y á dofia Isabel que había vuelto en? sfl Entró con ella en su casa. Quedáronse ¡V solas, y la dijo:

MANUEL

FERNÁNDEZ

,—No hay que pasar más adelante: he sufrido demasiado; nos casaremos en secreto. —¡Oh, Dios mío! ¿y mi hija?—exclamó doña Isabel. —Mientras ese miserable no sepa de público que os habéis casado, conservará la niña, para haceros fuerza, y entretanto, yo daré con él y la salvaré: reposad, doña Isabel, y tranquilizaos, que estáis muy agitada, y antes de que amanezca yo os llevaré á una casa completamente segura. Así lo hizo en efecto el señor Bruna, llevando al rayar el día á doña Isabel á casa de su secretario don Basilio y entregándola á la mujer de éste, que era una señora muy secreta, es decir, muy reservada. Después de esto, el señor Bruna llamó á don Basilio, pidió al Asistente y al capitán general y al presidente de la Real Audiencia, todos cuantos más migueletes, soldados de á pie y á caballo y alguaciles pudieran dársele, alegándoles al pedir esto que él iba en persona á dar una batida de un mes por toda la Tierra Baja para no dejar á vida á un salteador ó caballista. Y era de ver al señor Bruna, no ya en muía sino en caballo, armado como aquellos á quienes perseguía, llevando junto á sí á guisa de escudero á don Basilio, que iba de un humor de los diablos, y se quejaba desembozadamente y decía que él no tenía noticias de que nunca hubiesen saüdo á campaña los secretarios de cámara á asenderearse por los caminos y á aguantar la intemperie y á arrostrar los peligros y pasar miedos, porque con tal furia había salido de Sevilla don Francisco, y de tai manera había espoleado á los migueletes y había aterrado á los cortijeros y á los alcaldes de los pueblos, que había logrado sorprender más de una cuadrilla, entre ellas, al tercer día, la del Pichón, que aunque se rindió al número, cercada y acosada por todas partes, se defendió bravamente; soltó más de un trabucazo, y más de una bala pasó cerca de las orejas del secretario, que por lo tanto se había puesto de un humor infernal y empezaba á alentar en su pensamiento ideas de deserción. Aquello no era para sufrido: don Basilio no podía comprender que un hombre judicial como don Francisco de Bruna, se arrojase á tanto como k perseguir en persona á formidables bandidos que cuando se veían acosados soltaban cada trabucazo que temblaba el firmamento. Por último, á tanta gente prendió, ladrones y malandantes y encubridores de malhechores y de gente «non sancta», entrando algunos alcaldes, entre ellos el de Cantillana, que cundió el terror, y los de la Tierra Baja escaparon hacia la sierra y se echaron sobre la campiña de Córdoba, aumentando los desafueros que allí cometían los bandidos naturales. Por último llegó á tener miedo el mismo te-

Y.

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GONZÁLEZ

rrible don Tadeo, y una noche, habiendo sabido que don Francisco se dirigía al Nido de las Cigüeña, escapó con Cecilio Corriente, con Isabel, con Andrea la Silguera, que lloraba porque se la echaba á perder su casamiento, con Caliche, y demás gente que tenía á sus órdenes, y tomó el camino hacia Portugal. Siguióle la pista el señor Bruna, llegó á la frontera portuguesa, metióse solo con su secretario porque no podía entrar con fuerza española en tierra de Portugal adentro, resuelto á pedir auxilio á las autoridades portuguesas; pero don Tadeo le ganó por la mano y se embarcó en Oporto con toda su gente, sin que nadie supiese adonde se dirigía el buque que había fletado. El señor Bruna se quedó á la orilla del mar, bramando de coraje y mirando con ojos extraviados al horizonte del Océano. María Flora y Agustín el Cerrajoro fueron ahorcados; ahorcóse asimismo á muchos de los bandidos que había entrecogido Bruna. Un gran número de ellos fué á los presidios, y por algún tiempo pareció que no, había en la Tierra Baja un solo bandido. En premio de lo cual, el buen rey don Fernando el VI hizo su gentilhombre de cámara con ejercicio á don Francisco de Bruna, y le nombró teniente de alcaide de los alcázares de Sevilla y administrador del Real Patrimonio en aquel reino, sin que dejase por esto de ser oidor de la Real Audiencia. Dos palabras más y concluímos esta primera parte. Don Francisco de Bruna y doña Isabel Hernán? dez de Lara se casaron tan secretamente, q u | nadie lo supo n i entonces ni nunca.

SEGUNDA

PARTE

I Estamos en el año de 1778; es decir, que desde la acción de nuestra primera parte á la segunda que ahora empezamos, han pasado treinta y un años; fijemos la edad de los personaos que han de tomar una parte importante en esta segunda de nuestra relación. Don Francisco de Bruna contaba sesenta y dos años: su secreta esposa, doña Isabel Hernández de Lara, cincuenta y cinco; Cecilio Corriente, cuarenta y cuatro; Isabel, la perdida hija de la otra doña Isabel ,treinta y nueve; Diego Corriente, hijo de Cecilio y de Isabel, veinticuatro; don Tadeo... no sabemos la edad de don Tade% Treinta y un años después de nuestro prólogo, que tal puede llamarse nuestra primera parte, estaba como probablemente treinta y un años antes de él.

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Los personajes cido.

DIEGO

secundarios

habían desapare-

Hemos dicho mal al decir que Cecilio Corriente, padre de Diego ,tenía cuarenta y cuatro años: pudiera haberlos tenido, y aun ciento; pero es el caso > : i —I Qué importa ! — dijo tristemente Diego—, vaya con Dios; he hecho Jo que he debido hacer. • ¡ ,' Pero al llegar á su yunta, al poner la mano en la mansera, al arrimar la ijada á los bueyes para continuar, le llamó de nuevo la atención un agudo grito de mujer Diego se detuvo de nuevo, dejó la yunta: y se 'encaminó al distante lugar de donde había partido el grito. Era v. rdader, mente una c. sualidad que Di< go se encontrase allí. Terminaba el mes de Septiembre y Diego había ido con su yunta á probar el terreno, á ver si podía ya ser arado ó había que esperar á que le reblandeciesen algo más las lluvias. De otro modo no hubiera estado^ allí ó no hubiera estado solo, porque en Andalucía cuando se ara van cien yuntas, la una detrás de la otra.

El caballo había dominado el freno á impulsos del terror, y no obedecía ya á la mano del jinete. El sendero por donde corría se cortaba' bruscamente en una pequeña accidentación del te-

Y

fatuta

GONZÁLEZ

rreno, pero con una tajadura de dos metros á lo menos. El caballo cayó arrastrando á su jinete y á Dolores. El coronel se había desvanecido del golpe. Dolores había quedado de pie. El caballo se había levantado sin más accidente que una desolladura y una contusión en la rodilla derecha. Diego avanzaba corriendo con una rapidez maravillosa, lo que demostraba su fuerza. Llegó al fin á Dolores que le salía al encuentro. —¿Es usted mozo de este cortijo?—le preguntó. —Sí, sí señora—respondió Diego mirando con asombro á la .joven, fascinado por su maravillosa hermosura. Dolores le miraba á su vez de una manera intensa. —Ese hombre—dijo vivamente Dolores— ; ese hombre que está insultado por el golpe que ha recibido—, me ha robado á mi padre, puede volver en sí y es terrible; sálveme usted, apárteme usted de aquí, lléveme usted á Utrera y tiene usted hecha su fortuna. —Creo que mi fortuna la he hecho ya—contestó tristemente Diego—; pero en fin, vcamo como está este caballo. Y montó en él de un salto, recogió la rienda, le probó y v i o que ei caballo calentándole podía aguantar desde allí á Utrera, que estaba cerca, Dolores, á pesar de su situación, reparó en que aquel joven campesino era un jinete excelente. Parecía que había nacido para andar á caballo. , ; ; ; ! ' • ! • ; i ; . Había una gallardía excesiva en su posición, una gran soltura, una gran costumbre. Tomó delante de sí á Dolores, y montando la accidentación del terreno, ganando de nuevo el sendero, dejando accidentado aún al marqués de Vadoclaro, obligó á ponerse al trote al caballo á pesar de su contusión, le calentó y á s g ida le puso a" gilope. ., Cuando llegaba cerca del toro v i o que los vaqueros le estaban degollando. —¿Has hecho tú esto, Dieguete?—dijo uno de los vaqueros. Diego sin detener el caballo contestó: —Pues qué ¿antes de que atronareis al toro, no os dijo quién le había puesto* así? Yo qué sé. Y siguió apretando al caballo. Muy pronto, conocedor del terreno, por sendas y trochas entró en el camino, real, y ya allí conociendo que el caballo no podía más le puso al paso. El bicho cojeaba de 'una manera grave.i Diego no había dicho, [por respeto, ni una sola palabra á Dolores, (desde que la había tomado sobre el caballo, (ni Dolores por turbada había dicho una palabra a Diego. v

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DIEGO

' —¿Sabe su merced, señora—dijo Diego—, porque notaba que el caballo empezaba á vacilar, que puede ser que sea menester que vayamos á pie hasta Utrera? pero bien, que ahí cerca está el ventorrillo de Pedrotas ú la revuelta, y ahí se puede quedar su merced y yo iré á avisar á Utrera á quien su merced me diga. Pero como revolviesen entonces, vieron venir por el camino una gran tropa d e jinetes y gentes de á pie, al frente de los cuales vio Dolores á su padre. El marqués de Rodovilla, cuando hubo acabado de su hija de contarle lo que nosotros hemos contado de una manera más completa á nuestros lectores, se volvió seco y duro á Diego Corriente, y le dijo: —Eres un hombre de bien, muchacho, y! no se dirá que me has servido sin q u e te recompense: toma: Y dio cuatro onzas á Diego. Este alzó la cabeza con una altivez infinita, y dijo: —Se paga por lo que hacen las manos, por arar, por cavar, por trillar; por lo que hace el corazón no se paga, y cuando' se paga, el corazón tira el dinero. Y arrojó las cuatro onzas en medio del camino, se volvió, echó á andar por detrás del ventorrillo, se metió en las tierras de labor, desapareciendo á poco entre unos árboles. El marqués no hizo ni dijo nada por algunos momentos, porque le había dejado mud»> é inmóvil la cólera. Un gañán, un pobre demonio, un hombre que debía haber visto por primera vez en sus manos oro, le había mirado frente á frente y le había tirado., como quien dice, aquel dinero á la cara, alejándose después erguido y soberbio como un rey. —Vaya con Dios—di'o don Silverio Quintanilla, alcalde pedáneo de Utrera—: en mi vida he visto y t r u n a sobarbada semejante: esto se va volviendo bórondanga de negros, señor marqués; van echando los pobres unos humos... —¡ Bah! no hablemos más de esto—dijo el marqués, que en medio de todo era un caballero, y que no pudo desconocer que aquel gañán soberbio había salvado á su hija; no se hable más de esto, vaya en paz, y puesto que por tan hombre se tiene y tan sin necesidad de protección, que se las componga como pueda, que no he de exponerme yo á que me falte otra vez al respeto por favorecerle. Y montó á caballo. —Vamos, señor don Silverio, hágame usted el favor de hacerle estribo con lasi manos á mi niña para que monte, y vamonos, que me tarda ya verme en mi casa.

J Tal fué el conocimiento de Diego con la her-

CORRIENTE mosa é ilustre hija del señor marqués de R o dovilla. Como hemos visto por las citas que en el' jardín de la casa del marqués tenían Diego y Dolores, ésta se había encargado de recompensarle, y como la recompensa había sido cosa del corazón, Diego con el corazón la había aceptado. Hay amores que brotan del choque de uñar mirada y se apoderan de las dos almas q u e han animado aquel'as miradas; mejor dicho, e s e amor es el único que puede llamarse amor; el que crece en el recuerdo, el que se alimentade ilusiones, el ipie de ilusión en ilusión llega hasta la pasión, amores eternos, indestructibles,, infinitos, dominadores, que todo lo avasallan, que se sobreponen á las convenciones sociales y que hacen un solo ser de dos seres e n teramente distintos por su situación social; y esque Dios ha establecido la igualdad de las almas* semejantes entre sí, á pesar de toda la obra: social convenida |»or los hombres. ;

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Ni Diego habla olvidado á Dolores, ni Dolores había olvidado á Diego. Las circunstancias de su encuentro habían sido demasiado extraordinarias. Diego había salvado á Dolores, apartándola de un hombre á quien á pesar de su hermosura y de su rango, aborrecía instintivamente. Diego, obedeciendo á su corazón, había acudido al socorro, primero, de los perseguidos por un» toro, inutilizando ni bravo animal; después conduciendo á una joven robada á poder, de su padre. Esto le había producido una amargura al verse fría y altivamente recompensado, y un enemigo en el marqués de Vadoclaro, que al volver en sí, recogido en el cortijo, enterado de que» Diego había llevado á Dolores á su padre, en una sola mirada l e había anunciado un odio d e á muerte. Diego había contestado á la mirada dej amenaza del coronel con una mirada de' desprecio, y s e había ido á trabajar con su yunta. Antes de que obscureciese , llegaron uno después; del otro dos criados del marqués de Rodovilla al cortijo del Alniendralejo. El uno llevaba el caballo del coronel y u n a carta de su tío el marqués de Vadoclaro, que1

contenía lo s i g u i r n t e :

«Si no fueras mi sobrino, lo cual es para mí una desgracia, iría á buscarte para que nos; diésemos de estocadas, pero esto no puedo ser; á más de que estoy enfermo y viejo; pero> te advierto que si hoy, salvada milagrosamente mi hija de tu atrevimiento, desprecio el ultraje que me has hecho, si intentas repetirlo, haré que te arrepientas, tratándote como sej debe-, tratar á un mal caballero; renuncia á¡ toda esperanza de ser jamás esposo de mi hija: aprovecho el tener que enviarte tu caballo parav. 1

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MANUEL FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ 'manifestártelo. A d i ó s : me alegraré mucho de que el golpe que te ha hecho recibir, la Divina Providencia no sea cosa de cuidado.—Tu amoroso lío, «Marqués de Rodovilla». —Veremos si me caso ó no me caso con .tu hija—dijo el marqués guardando esta carta en un bolsillo interior de su casaca después de haberla leído. E inmediatamente, haciendo pusiesen su montura á otro caballo de los del cortijo, que compró por lo que le pidieron, y encargando curasen su caballo y se lo enviasen á Sevilla al cuartel de Dragones cuando estuviese curado, montó en el jamelgo cortijero y se fué á Utrera, aposentándose casa del corregidor, que era una, persona neutral, colocada entre los dos marqueses, >é igualmente amigo del uno y del otro, porg u e los dos tenían su casa solar en Utrera. El otro criado no iba de parte del marqués 'de Rodovilla, ni había dicho de parte de quien iba; era un hombre rústico, pero de estos que 'bajo su rusticidad ocultan una grande inteligencia, una trastienda infinita, á la que. se llama •con suma propiedad gramática parda. Parecía u n pobre hombre, una cualquier c o s a : tenía l a apariencia perfecta del campesino, y, en l a casa del marqués de Rodovilla desempeñaba e l cargo de jefe de las caballerizas.. Este llegó al cortijo mucho después que el otro, cuando y a obscurecía, y coscándose y rascándose el cogote, y con la facha del hombre .más infeliz del mundo, se entró por el cortijo con un Dios guarde á la buena gente, y .pidió que le diesen una poca agua, porque tenía mucha sed. —De modo y manera—le dijo la capataza—, >que si te diéramos cuatro tragos de vino antes •que tres de agua, te vendría bien. —Es que no hay que tratarme á mí así como un cualquier cosa—dijo Hormiguilla—, porque aquí donde ustedes me ven, soy hombre que puedo pagar cena y cama, y más que fuera. Púsose un poco hosca la capataza, y contestó : —Esto no es ventorrillo, hermano; y aquí do que se da, se da de buena voluntad y por Dios á quien lo pide, que cuando lo pide le hará falta. —Perdone usted, nostrama—dijo Hormiguilla—; que s.o lo he dicho y o para que usted lo tome ;á mal, ni esto quiere decir que y o soy rico sino que andando por el caminito vi y o que •entre el polvo relucía una cosa, y me agaché y me encorvé, y me encontré... ¡ v a y a ! me encontré cuatro onzas. Diego Corriente, que estaba sentado á la puer'ta, dijo: —Pues cuando uno se encuentra algo, es que se le ha perdido á otro; y el que se guarda Uo que se encuentra, lo roba,- porque claro está -

que no siendo suyo lo que se ha encontrado es de otro. —¡Anda, anda—dijo Hormiguilla—, y qué cosas que tienes tú, muchacho 1 ¡ cómo que si tú te encontraras cuatro onzas irías á buscar al que las perdió para dárselas! —Cuatro onzas y cuatrocientas las tiro y o sin que me duelan las tripas—contestó con impaciencia Diego Corriente. Entretanto, Hormiguilla le miraba, y para esto, como que ya era obscuro, se había acercado para que no le engañase la luz de la luna y había reconocido al gañán cuyas señas le había dado su señorita, esto es. Dolores. —Vaya—dijo Hormiguilla—; eche usted para acá, nostrama, ese poquito de vino y ese poquito de agua, que en matando yo la sed, sigo mi camino, que no quiero yo cansar á nadie. L a capataza se metió para adentro, y á poco salió trayendo en una mano un botillo con vino, y en la otra una alcarraza con agua. —¿Son ustedes servidos?—dijo Hormiguilla limpiándose la boca con el revés de la mano después de haber escupido. —Anda, anda, bebe y lárgate—dijo con acento de mal genio Diego Corriente; que eres un poquito pegajoso, compadre. Bebió Hormiguilla primero el vino, luego el agua, dio las gracias con grandes encarecimientos á la capataza, y al irse se inclinó hacia Diego Corriente, y le dijo en voz baja. —Tú no me dices á mí pegajoso más que aquí, porque hay gente; pero no me lo dirás tú eso á mí fuera del portalón del cortijo. —Pues anda, y aguárdame allí, que ya lo veremos—dijo Diego Corriente. — V a y a , murmuró alejándose Hormiguilla—; y a tenemos al «gaché» fuera. Y se alejó. —Oyes, ¿qué te ha dicho á tí ese, Diego?— preguntó al joven la cortijera, que le miraba con muy buenos ojos. —Me ha dicho que si yo le digo, que si no le digo aquí ó en otra parte. —Pues anda, muchacho, y suéltale un par de gaznatones, que no me gusta á mí ni «meaja» ese tío, y me parece que á lo menos que ha venido él ha sido á beber a g u a ; no tengamos que ser espolique de algunos perdidos y tengamos que hacer. —Eso no—contestó Diego—; que ahora no hay más gente por ahí que la de Riovano, y anda por Archidona, y ese no se mete con nosotros, porque sabe que aquí hay quien, si él dice dos, responde doscientos, y se aguanta por la buena, y cuando vienta, viene con muy. buenos modos; pero no importa; iré á ver quien es ese. • Y se levantó, se arregló la fajilla que estaba bien traída y bien llevada, y echó á andar. — ¿ P o r qué no llevas algo, hombre?—dijo la cortijera.: ¡ j i I i i • ¡'¡ ;

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DIEGO

CORRIENTE

—¿Y para qué?—contestó con desprecio Diego. Y se alejó hacia el portalón de la cerca "iel «orujo. Esta cerca era de tierra con espinos. Hormiguilla estaba esperando en una pequeña rambla, por donde corría un arroyo. —Échate, échate más para afuera—dijo Hormiguilla á Diego en cuanto le vio. Y enderezó hacia un matorral que se extendía al lado del arroyo. Diego se fué para allá. —No riñamos—dijo Hormiguilla—, que no se trata de eso—; pero yo tenía que decirte una cosa muy buena y no te la quería decir delante de gente. —Pues di—contestó con acento de hombre que aguanta poco Diego. —Oyes: ¿eres tú uno que esta mañana estropeó á un toro y que luego le trajiste en un caballo cojo á u n a señorita hacia Utrera, y te encontraste en el camino con mucha gente al señor marqués de Rodovilla, que es el padre de la señorita ? —Bien: ¿ y qué?—dijo creciendo en mal humor Diego, que creyó que le enviaban aquel hombre para obligarle á aceptar una recompensa. —¡Pues, malas pulgas tienes, hijo 1—observó Hormiguilla—: vaya, ¿te gusta á tí la señorita? —¿Qué es lo que estás tú ahí diciendo, mal hombre—preguntó Diego—, que con eso que me has dicho me ha dado un vuelco el corazón? —Vaya, hombre, bien, no te atosigues; la señorita me ha dicho que venga y te busque y que te diga que te agradece con toda su alma lo que por ella has hecho, y que se alegraría mucho de volverte á ver. —¡ Jesús 1—dijo Diego Corriente—: ¡pues si por volver á ver á la señorita daría yo lo que no tengo 1 —Pues, compadre, cuando dos tienen una misma voluntad, malditos sean los inconvenientes: ¿tienes tú que irte esta noche á la calle de Porras, á una casa muy grande que hay que tiene las rejas y balcones y dos columnas encima de la puerta, y encima un balcón muy grande, y allá arribota, en una piedra, las armas del señor marqués? ó mira: para que ne te equivoques, hay tres cabezas de moro, muy propias, con sus turbantes, en las armas, ¿estás tú? —Sí, sí, ya sé; pero ¿ á qué tengo yo que ir? —Si vas te esperas, que la señorita abrirá un balcón, y entonces te arrimas tú, y así que la señorita se entere que estás allí, bajará á una reja y hablará contigo. —Es que yo no puedo ir hasta el sábado— dijo Diego Corriente—; cuando voy á afeitarme. —Pues, hombre, el sábado es mañana. —Bueno, pues mañana iré. —Pues quédate con Dios, hombre: ¿y á qué hora vas á ir?

—¡Toma! al O/WXSXSMSZ; eu cuanto haya dejado arregladas las yuntas. —Al obscurecer es temprano. —Pues iré á las ánimas. —A las ánimas es temprano también; pero no le hace, hombre, yo estaré esperándote y nos iremos á haci-r hora á la taberna, y luego allá tarde tú irás á esperar á que la señorita se asome. Con que de aquí á mañana, buen mozo, y otra vez no te pongas tú con los hombres de bien tan así como te has puesto conmigo. —Ea, anda con Dios, y hasta mañana—acontes*tó Diego. Hormiguilla se fué hacia el camino, y Diegose volvió al cortijo. —¿Qué era?—le preguntó la capataza. —Nada, un tonto; le he dado un par de reveses, y allá se ha ido echando demonios. Y Diego Corriente se tendió á lo largo de uno de los poyos de piedra de se extendían á la puerta del cortijo. Asi empezaron los amores de la hija del marqués de Rodovilla y de Diego Corriente. I I

Don Tadeo, como sabemos, se había embarcado en Oporto, escapándose de las garras de don Francisco de Bruna, y llevándose consigo á Isabel, y á Cecilio Corriente. Este era ya un verdadero proscripto; no podía volver á España sino cuando pasase mucho tiempo, y encubriéndose: don Tadeo, que llevaba consigo dinero bastante, sacado del tesoro que tenía en el fondo del pozo de su cortijo del Nido de la Cigüeña, se fué con los dos jóvenes y con ocho ó diez de los hombres que le servían, ó más bien de sus bandidos, á las Azores, donde v i n o en una completa inercia durante cuatro años. En estos cuatro años Isabel se había puesto hermosísima. Podía casarse, y don Tadeo la casó con Cecilio, que tenía ya diez y siete años y aparentaba en lo fuerte y robusto, mucho más. Una vez casados los jóvenes, don Tadeo se propuso volver á España, y lo verificó en efecto con Isabel, Cecilio, Caliche y otros tres de los de su banda, porque los restantes se habían emancipado. Desembarcó en Gibraltar, antiguo refugio de contrabandistas y de gente huida, soltó á Caliche para que tonmge lenguas y le dijese comaandaban sus negocios en los tribunales, y Caliche, tomando el campo de San Roque adelante, disfrazado de gitano muletero, se plantó en Sevilla, y en cas« del baratillero Propercio, que todavía no se había muerto, y le regaló, le sedujo, y le obligó, por la cuenta que le tenia,.

MANUEL

FERNÁNDEZ

á que tomase lenguas acerca de lo que don Tadeo quería saber. El resultado de estas pesquisas hechas por Cleofás, aquel alguacil cabo de la ronda de don Francisco de Bruna, fué que no se sabía dónde doña Isabel estaba, y que en punto á los procesos se había sentenciado á muerte en rebeldía á don Tadeo y á Cecilio Corriente; pero que estos procesos se habían archivado y nadie se acordaba ya de ellos. Volvió con estas noticias á Gibraltar Caliche, y don Tadeo, emprendiendo el camino de noche y ocultándose de día, gracias á las buenas relaciones que mantenía en la Tierra Baja, llegó cerca de Utrera, se metió en el ventorrillo del Mico con su gente, esto es, con los dos jóvenes esposos y con sus cuatro bandidos, y mandó buscar al señor Lucas el escribano, que acudió en cuanto le dijeron quién le llamaba.

Don Lucas era una completa ave de rapiña embutida en una casaca mísera, cubierta por una peluca blanca apelillada y liada en una capa vieja de paño pardo. Pero era un personaje por su oficio y por su influencia, al que todos respetaban en Utrera. Inútil es decir, que siendo escribano de una villa y en aquellos tiempos, don Lucas conocía & todos los bandidos, á toda la mala gente aunque no fuesen ladrones, y los protegía, no por caridad ni por afición, sino por provecho. Cuando vio á don Tadeo se fué para él, y le abrazó como si hubiera visto á su mayor amigo. —¿Qué es eso, señor conde?—le dijo—: ¿vuecencia por aquí ? —Qué conde ni qué alcaparras—dijo don Tadeo—: el conde de Pinorrey se hizo humo; ahora el conde de Pinorrey es un fatuo que vive allá en la corte sin acordarse de mí; no hablemos de eso ni cometáis imprudencias, don Lucas, ni me echéis á perder mi farsa de muerte aparente: hace sus veinte años que yo pe re -í en un incendio, y que sólo quedaron algunos huesos míos y mis armas, por lo que se vino № conocimiento de que era yo quemado: así № engaña al mundo, y así, al cabo de muchos años, es imposible identificar á las personas; don Carlos el Frondoso, conde de Pinorrey, está tan muerto como mi abuela; don Tadeo Ledesma, que fué el verdadero muerto, no tiene Dada que ver con el que no fué difunto; y os advierto que no me andéis con imprudencias, porque os liquido, don Lucas, y os perdéis eomo se perdió el conde de Pinorrey. —Corriente, señor don Tadeo, corriente; nadie está más interesado que yo en guardar el secreto, porque antójaseme á mí que bien pu; diera ser que me prendieran por don Tadeo Ledesma, si yo dijera qpe el que ahora don Tadeo Ledesma se llama, no es otro que don Carlos el Frondoso, conde de Pinorrey.

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—Pero como ya os vais poniendo viejq,, don Lucas, podéis dar en las chocheces y couiprometerme. —Descuidad, señor don Tadeo, descuidad; pero sepamos: ¿ á qué soy venido yo aquí ? —Vos conocisteis á doña Catalina de Mendoza y de Bracamonte, marquesa de Becerril. —¡ Bah! callad, don Tadeo, callad; esa es una historia muy llena de espinas, muy delicada. —Sí, ya sé que doña Catalina fué querida de Felipe V. —Es verdad. —La casaron, para cumplir un compromiso de la marquesa, con un exento de guardias del rey, con don Julián de la Sagra. —Cabalmente, eso es—dijo don Lucas. —Vos erais una especie de buscavidas en Madrid, y fuisteis á dar en ayuda de cámara de don Julián. —Vaya, bueno, ¿y qué? que busqué el veneno que quitó de en medio á doña Catalina, y que de resultas de esto huí y cambié de nombre y me vine á Utrera y compré una escribanía y me hice escribano. —Perfectamente. Y siendo escribano serví en vuestros negocios. —Eso es. —Y cuando os visteis perseguido y sentenciado á muerte, yo os procuré aquel pobre don Tadeo á quien le pusimos vuestras armas y á quien quemamos en el cortijillo Hondo en el momento en que los migueletes avisaron que venían á prenderos: todo eso está muy bien, señor don Tadeo, pero vamos al negocio. —¿Qué encargo os dejó don Julián para si alguna vez se os presentase su nieto Cecilio? —Que le contase la historia de su familia que le dijese que era hijo de la marqítesa de Becerril, y que le diese unas ropitas de niño, y unas señas y unos papeles que lo probaban. —Pues todo es inútil—dijo don Tadeo—; porque como ya sabéis, la marquesa de Becerril murió asesinada hace cuatro años en su quinta de los Olivares de las Tórtolas, y esas pruebas de nada servirán no habiendo quien las reconociese, tanto más, cuanto que el marquesado de Becerril ha pasado á unos parientes laterales de doña Juana d'e Dios, que están en Méjico, que no piensan venir por aquí, y que por no tener nada en España, han obtenido gracia del rey para desvincular el mayorazgo de la marquesa y venderle, creando allá en Méjico otra vinculación para sostenimiento del título; de modo que los de Becerril se han acabado por acá: ¿y no os dijo más don Julián acerca de lo que debíais decir al muchacho si se os presenta ba algún día? —Nada más, señor don Tadeo. —Pues entonces, amigo mío, no os necesito para otra cosa sino para que hagáis empadron a r á un mozo que me acompaña, con el nombre

BlEÜS SORRTFNTÉ de Juan del Salto, y á su mujer con el de Catalina de Somovilla, naturales de Almería. —Bueno, bien, don Tadeo, se hará lo que queráis. —Y yo os pagaré lo que hagáis tan á gasto vuestro, que estaréis deseando siempre que yo os mande mucho para servirme. Se hizo así. Cecilio Corriente bajo el nombre de Juan del Salto, é Isabel bajo el de Catalina de Somovilla, con aspecto ambos de personas decentes y ricas, se fueron á vivir á un antiguo .casaron situado á la entrada de Utrera, en la calle de la Zarza. Aquella casa fué comprada, restaurada y hecha habitable, porque era un viejo casaron ruinoso. Don Tadeo estaba seguro de que el escribano don Lucas no sabía la existencia de un inmenso tesoro, en un pozo situado en un corral de aquella casa. Por lo mismo, don Tadeo había comprado aquel casaron por lo que le habían pedido, y antes de proceder á exploración de ninguna especie, había hecho poner, no sólo habitable, sino también decente la casa. No podía don Tadeo ocultar á Cecilio que en aquella casa estaba todo el dinero que había poseído don Julián, porque si don Tadeo lo sabía, era por medio de Cecilio, á quien lo había dicho don Julián. Así es, que apenas se fueron á habitar aquella casa, teniendo por servidumbre á Caliche y á los otros tres bandidos, una noche, Cecilio y don Tadeo bajaron al corral con Caliche, que llevaba una piqueta en la mano, le descolgaron al tondo del pozo, que estaba seco, y Caliche se puso á cavar y don Tadeo y Cecilio á sacar la arena. Pero en dos noches que emplearon enteras en esta maniobra, nada encontraron. Al fin, á la tercera noche la piqueta rompió una olla de barro. Se había dado ya con parte del tesoro. Se siguió cavando y en cuatro noches se sacaron del pozo, en onzas de oro y alhajas, valores por cuatro millones de reales. A poco de residir en Utrera los dos esposos, dio á luz Isabel á Diego, á quien se puso tal nombre porque nació en el día de aquel santo, y empezaron las murmuraciones porque al bautizarle él cura párroco, que era muy rígido, exigió la partida de desposorio de los padres. Presentóse ésta, pero no pudieron presentarse las partidas de bautismo de los dichos padres, y Cecilio tuvo una conferencia, bajo secreto, en confesión con el cura. Este se espantó porque Cecilio había sido franco, guardó el secreto, pero hizo aparecer

en su partida de bautismo á Diego como hijo natural de Cecilio y de Isabel, hijos ambos de padres desconocidos. Faltaba en la partida el apodo de Cecilio, que hubiera podido comprometerle, porque Ce* cilios los hay á centenares y á miles, pero Cecilio Corriente, que por sus fechorías se había hecho célebre, no había más que uno. Hubiera cundido la noticia, y como Cecilio Corriente estaba pregonado, se hubiera visto obligado á huir, ó hubiera dado, una vez preso, en la horca. Durante dos anos después del nacimiento de Diego, don Tadeo estuvo ausente sin saberse dónde; pero su presencia se sentía en la Tierra Baja. Había aumentado el número de los malhechores, de los cuales, como sabemos, había logrado hacer una limpia don Francisco de Bruna, poniéndose personalmente en su persecución. Don Tadeo andaba perfectamente desconocido y encubierto por los alrededores de Sevilla, y en vano había pretendido averiguar la existencia y el paradero de doña Isabel; tan oculta la tenía don Francisco de Bruna. Acontecióle entonces á don Tadeo lo que antes le había acontecido al oidor, es decir, que al encontrar tan semejante la hija á la madre, y si cabe más hermosa, desesperando de encontrar á la mía, pensó en la posesión de la otra. Pero para llegar á esto era necesario quitar de en medio á Cecilio Corriente, que era tal y tan bravo, que el mismo don Tadeo, que era un demonio, le había cobrado miedo. Cecilio, rico y joven, satisfecho del amor de Isabel, se había entregado á una vida de crápula y de escándalo que hacía sufrir de una manera infinita 4 la pobre Isabel, que le adoraba. Pasaba las noches enteras fuera de su casa,venía ebrio, no podía resistírsele, y á pesar de esto, amaba con toda su alma á Isabel, y era tan celoso, que le estorbaban hasta las sombras. Más de una vez había estado preso por excesos, y aun había quien decía que le había visto á caballo en el punto tal ó cual del camino real, metiéndose con los viandantes. Pero esto no se probó bien, ó el escribano don Lucas atajó la prueba por dinero, porque ¿qué le importaba á nadie lo que hacía ó no hacía el señor Juan del Salto, que así seguía llamándose Cecilio Corriente, si nada le importaban sus operaciones á la justicia? Con tal vida, era muy fácil quitar de en medio á Cecilio; y en efecto, una noche le encontró la justicia en una callejuela de Utrera, muerto á mano airada. En vano se pretendió averiguar quién hubiese sido el asesino, por más que Isabel, desesperada, ofreció montes de oro al escribano don Lucas.

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i "Se enterró al muerto, y el matador se quedó impune. Atribuyóse esta muerte, no sabemos si de buena fe ó con malicia, á un buen mozo que había dicho por todas partes, es decir, por toldas las partes adonde concurría, á saber, la barbería, la taberna y el juego de trucos y tas rejas de la cárcel, que no pararía hasta •que Isabel le quisiese, aunque para esto tuviera que matar al marido. Pero resultó que á Quirico el Feo, que así se Slamaba aquél á quien se atribuía la muerte, le habían metido en la cárcel el día de la noche en que aconteció la muerte por la mañana, y en la cárcel estaba cuando la justicia encontró al muerto, lo que no impidió que s e dijese que Quirico el Feo se había« conchavado» con Lesmes el Largo, alcaide de la cárcel, que era muy camarada suyo, y aun decían que pariente, que le había dejado salir para hacer la muerte, y que hecha* ésta se había vuelto á meter en la cárcel; y que aquella prisión, á la que había dado poco lugar Quirico, llamando mastín y largo de garra al alguacil del corregidor, había sido buscada y convenida con Lesmes el Largo. Si así fué, hay que confesar que Quirico el Feo había sabido procurarse una excelente coartada, porque ¿cómo suponer que un preso matase á un libre, y á la larga distancia de la «árcel en que se encontró el cadáver? A nadie se le ocurrió que don Tadeo pudiese ser el matador y á la par el autor de la calumnia que había hecho creer á todo el mundo que Quirico el Feo, aunque preso, había matado á Juan.

ban sus negocios, y dejó á Isabel sola con Caliche, otros tres criados y una criada. Durante tres días nada aconteció; pero por la mañana del cuarto, Isabel notó que había un gran silencio en la casa; llamó y no la respondió nadie: se levantó, recorrió la casa y á nadie encontró: abrió los muebles y los arma^ rios en que había ropas, alhajas y dinero, y se encontró con que había sido completamente robada; no la quedaba más ropa que la pues^ ta, ni más alhajas que unas arracadas de diamantes que tenía en las orejas, una cadena de oro con una cruz de diamantes también, en la garganta, y cuatro cintillos de bastante valor en las manos. Su hijo entonces tenía dos años. Tenía también un librito de los cuatro Evangelios con tapas de oro y diamantes, y en la cintura, junto al cuernecito de asta de ciervo que se le pone á los niños para que no les hagan mal de ojo, otra cruz de diamantes. En una cómoda que tenía el mismo dormitorio, respetado por los ladrones, había bastante ropa blanca, El mueblaje, que era rico y de valor, había sido respetado, así como algunos buenos cua^ dros al óleo. Isabel llamó á los vecinos, les contó lo que la había sucedido, se dio parte al corregidor, y éste dio las órdenes oportunas para que se prendiese á los ladrones; pero éstos se habían perdido como gota de agua que cae al mar. Hasta las caballerías que había en la cuadra se las habían llevado. Tal vez habían cargado en ellas el dinero y las alhajas robadas á Isabel.

Enterróse con gran pompa á Cecilio. Se le hicieron unos ostentosos funerales al fin del novenario, vistióse de los pies á la cabeza de luto don Tadeo, como si hubiese sido hijo ó pariente suyo el muerto, y la pobre Isabel, que apenas tenía quince años, estuvo peligrosamente enferma, y aunque escapó, no dio muestras de que se consolaría jamás. Don Tadeo hubo de renunciar á los amores de Isabel, ó mejor dicho, del retrato inocente de su madre, sin necesidad de declararse, de exponerse á un desaire y de predisponer á Isabel. Don Tadeo comprendió que nada alcanzaría de ella, y se propuso sacar todo el partido que podía, esto es, apoderarse de los cuatro millones de reales que había dejado don Julián por herencia á su nieto Cecilio. Esto no era difícil. Los criados que servían á doña Isabel eran bandidos de los que se había llevado consigo don Tadeo cuando abandonó, huyendo de la activa persecución del señor Bri*na, el Nido de la Cigüeña. Don Tadeo se despidió de Isabel con el pretexto de un viaje á Portugal adonde le llama-

Esta obró con una prudencia superior á sus pocos años. Comprendió que aunque se prendiese á los ladrones, sería muy raro, casi milagroso, se encontrase el robo. Había, pues, que reducirse á la más rígida economía. Vendió todos los muebles, excepto los necesarios para un pequeño casuquillo que alquiló en uno de los extremos de la villa, pero que tenía un pequeño y alegre huerto con un emparrado, un lavadero, una fuente y algunos árboles frutales. Isabel quería este huerto para su hijo. A los niños les gusta el verde, los pájaros y el agua corriente. Los muebles y los cuadros habían producido una pequeña cantidad á Isabel, ocho mil reales, aunque valían diez veces más, porque se habían vendido en almoneda de mala fe y habían sido como quien dice quemados. Del árbol caído todos hacen leña. Y una pobre viuda, y á más de esto de quince años y con un hijo, es harto débil para que nadie la respete.

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-r-Estos ocho mil reales—dijo la pobre Isabel—, han de durarme tres años. Cuando se acaben iré vendieavdo mis alhajas; viviendo con .una rígida economía, puedo criar á mi hijo y hacerlo hombre. Pero Isabel no contaba con la huéspeda. En un año sufrieron la madre y el hijo tres peligrosas enfermedades, y en ellas se gastaron los ocho mil reales. •Había necesidad de empezar á vender las alhajas. El pueblo no era ,lugar á propósito para esto, porque en los pueblos se quiere comprar todo por nada. Se conoce á las- personas y se abusa de su necesidad. Isabel se convino con el corsario de Utrera á Sevilla, que montada en un burro con su hijo en brazos, la llevó á aquella ciudad. Bien sabía Isabel que sólo con preguntar dónde" vivía don Francisco de Bruna, y con presentarse á él, había salido de miserias. Pero la hubiera sido necesario presentarse con su hijo, y que hubiera sabido el señor Bruna que aquel niño, por una reunión de circunstancias fatales, era hijo de un bandido sentenciado á muerte, pregonado, y que si no había sido denunciado y preso, consistía en que había cambiado de nombre y nadie le conocía en Utrera. Isabel sintió un miedo exagerado á la severidad del señor Bruna: temió que le quitase su hijo y la encerrase en un convento, y rechazó llena de horror la idea de recurrir á él. Aun le pareció que estando mucho tiempo en Sevilla se expondría á encontrarle, á ser vista por él y reconocida, y se metió en una posada; mejor dicho, no salió de la posada adonde la había llevado el arriero, y entregó á éste sus- arracadas de diamantes para que las vendiese. —Pues si no habéis venido más que á esto, doña Isabel—dijo el arriero, que era un hombre honrado, bien podíais haberos excusado el •iaje. • Y tomó las arracadas, salió y volvió á poco rayendo seis mil reales á la joven. Aquella tarde se volvieron á Utrera. Los seis mil reales duraron á Isabel año y medio. No se podía estirar más. Porque además de que habían estado cuatro veces enfermos en aquel año y medio ella y su hijo, no había querido Isabel que su hijo comiese mal ni careciese de esos caprichos que tanto estiman los niños. Una vez muerto Cecilio, habiendo desaparecido el peligro, puesto que un muerto no podía ser ahorcado, Isabel no quiso que su hijo apareciese '•orno h "'» natural ni que dejase de llevar cu a^ "'ido de su padre. 5

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Ya sabemos que Cecilio, que no había . podido ser reconocido por la marquesa de Becarril» no tenía más apellido que un apodo, pero aquel apodo lo había llevado su padre. Isabel se presentó al corregidor, exhibió su partida de desposorio fechada en Oporto, y entonces se supo que aquel don Juan del Salto que tanto había figurado en su ^¡tentación y sus gastos, por su belleza y por la de su e & i posa, era ni más ni menos que el bandido pregonado Cecilio Corriente, cuya captura se había recomendando tanto á las .justicias de todas las villar y lugares de la Tierra Baja. En vez de perder con esto, Isabel ganó, pero solamente en la consideración de los buenos vecinos, sin que la ganancia se convirtiese en nada de provecho. El hijo de Isabel y de Cecilio, que antes se llamaba Diego del Salto, á los cinco años empezó á usar del nombre con que le conoce la historia de los tribunales, con el de Diego Corriente. Para abreviar, diremos que con la venta de todas las alhajas que habían quedado á Isabel pudo mantenerse con su hijo, y cada vez con más economías, diez años más. Diego había crecido, se había desarrollado y era todo un hombre. No eran ya los muchachos los que le temían, sino los mozos más bravos de Utrera. Diego, demasiadamente mimado por su madre, había adquirido una gran voluntariedad, un grande espíritu de libertad, unido á un desmesurado orgullo, hijo de la viuda independiente que con su madre había hecho, sin verse nunca reducido á una posición servil y acostumbrado y podíamos decir que formado su carácter, por la seria altivez de su madre. Llegó al fin un día en que esta altivez tuvo que doblegarse. No había qué comer ni de donde sacar el dinero. Isabel nada dijo á Diego; le ocultó las lágrimas; se hizo fuerte. Pero Diego comprendió que ninguna posición podía ser más baja para él que la de un mendigo ó la de un buscavidas de mala especie: además de que en lo* pueblos pequeños no es fácil buscarse la vida fuera de los trabajos del campo, sino lanzándote á un camino y haciendo el oficio de salteador. Nada había por entonces más lejos que esto de la imaginación de Diego Corriente. Se fué á ver al corregidor, y le dijo: —Señor, mi madre y yo perecemos: ruego á usía me procure colocación de mozo de labor si no en sus propiedades, en alguna de las de sus amigos. Conmovióse el corre idor, y le envió de mozo á su cortijo del Alniendralejo, en donde des K

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pues de nueve años, al cumplir Diego los veinticuatro le hemos encontrado.

III Cuando Diego contaba quince años, la Sebastiana eontana veintiséis. Tenía esta Sebastiana el apodo de la Cariblanca, porque era blanca como la nieve, levemente sonrosada, con los cabellos negros, y los ojos negros, y en el labio superior un ligero bozo que la hacía muchísima gracia. No era lo que podía llamarse una hermosura, porque no era delicada, pero sí una real hembra, alta, gruesa, con la garganta, más mórbida del mundo, con las formas más redondas y con bis protuberancias más incitantes. Se peinaba con castaña de lazo, llevaba al cuello un rosarito de azabache, lo que hacía resaltar su blancura, un pañuelo de algodón, de talle, menos blanco que su garganta, los brazos desnudos en el verano y cubiertos con unas mangas de mezclilla franciscana en el invierno; de la cintura para abajo, enagua de percal de colores muy vivos hasta media pierna, sin ahuecadores de ninguna especie, lo que dejaba ver sus formas. Por último, tenía los pies y las manos muy pequeñas, calzaba media de hilo muy blanca 'y zapato descolado, sobre cuyo descote se veía un delicioso rollo de carne. Este pedazo de moza se encendió, con un incendio que no podían apagar todos los bomberos del mundo, en cuanto vio á Diego. Pero Antón Zurriago, su marido, capataz del cortijo del Almendralejo, en armonía con su apodo, era muy bruto, tenía muy malas pulgas, y además de esto la Cariblanca tenía un hermano no menos bruto que su marido, más feo que un susto, y con el alma de punta en fuerza de atravesada. Este era mayoral de la yeguada del corregidor y vivía en el cortijo. Se llamaba Colasín Pelote. Los cuatro mozos ó gañanes eran también gente que por celos no hubieran consentido en tapar á Diego para que se comiese un bocado tan rico como la Cariblanca. Aguantóse ésta su amor, de miedo, y para disimularle mejor se puso á tratar al pobre mozo de una negra manera, no mirándole nunca á derechas, ni diciéndole nunca palabra que no fuese desabrida, ni hartándose de mirarle cuando nadie veía que ella miraba á Diego. La pobre Cariblanca estaba pasando el sino, devorando un amor no comprendido de nadie, pero por lo mismo que estaba comprimido, más violento. A la Cariblanca todo se volvía sacar el pescuezo y hacerse aire con el soplador, porque se ahogaba.

En cuanto á Isabel, no bastando el salario del muchacho, más que para pagar la casa y para que Diego se vistiera, porque no pasaba el salario de diez ducados al año, se había dedicado á coser, á lavar, á planchar, á asistir á los enfermos, á una condición, en fin, af > tivamente servil á que no estaba acostumbrau-,. Y cuenta que á Isabel la acosaban pretendientes, espesos, como los dedos de la mano porque no podía darse nada más hermoso, á pesar de que á sus treinta años las penas y los trabajos la habían puesto flaca y pálida. Pero Isabel estaba consagrada á un recuerdo y á una esperanza: al recuerdo de Cecilio,, cada día más candente en su alma, á la esperanza cada día más ardorosa de ver á su hijo hecho un hombre y en una posición, aunque humilde, asegurada. No se podía sufrir más que lo que sufría la pobre Isabel. Diego Corriente, á medida que pasaba el tiempo, se iba haciendo mejor mozo, y cuando echó sus grandes patillas negras, cortadas á la manera de las que se llaman de chuleta, fué ya una especie de Adonis, de Endimion, de ser sobrenatural por las muchachas del campo y de la villa. Sobre todo, cuando Diego cogía una guitarra y la rasgueaba y cantaba, era cosa de ver los ojos que ponían y lo que se las mudaba el color y lo que se las agitaba el pecho á las muchachas que le escuchaban: particularmente, cuando por las noches á la puerta del cortijo armaba una música consigo solo Diego Corriente, la Cariblanca no hacía más que beber agua, no dormía en toda la noche; el Zurriago se la había atravesado en el tragadero, y por verse ella viuda, por supuesto sin buscarlo porque era muy mujer de bien, hubiera dado su terrible mata de pelo, que era la prenda que más estimaba, por supuesto después de Diego Corriente. Pasaron así años y años. Isabel cada día más flaca, más pálida y más enferma. Diego cada vez mejor mozo. La Cariblanca, á cada minuto más enamorada, aguantándose á la capa sin decir esta boca y estos ojos son míos, sin que nadie conociese el incendio voracísimo que la consumía, porque no se veía el humo. Pero aconteció que á los ocho años de estar en el cortijo Diego Corriente, le dio un tabardillo al Zurriago, se desesperó porque dijo que el médico era un bruto que no le entendía la enfermedad, dijo que él iba á curarse, y como otras enfermedades se las había curado con aguardiente, pidió un cuartillo, que nadie se atrevió á negarle, porque el Zurriago, aún enfermo, por sus puños y por su brutalidad, era hombre de mucho respeto, se lo bebió, y á las

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•dos horas reventó, ó lo que es lo mismo, dio un berrido, un estirón y se quedó inmóvil, á beneficio de una apoplejía fulminante que podía llamarse voluntaria y artificial. Pelote, que era sobre poco más ó menos tan bruto como el difunto, dio tres ó cuatro patadas en el suelo, con cada una de las cuales hizo un hoyo, se santiguó cuatro puñetazos de tan buena calidad, que se puso la cara como un melón, soltó una cáfila de blasfemias, y luego se metió en un rincón y se puso á berrear que no sabía el angelito llorar de otra manara. En cuanto á Cariblanca, empezó á dar gritos, pero ni se lastimó la cara ni se mesó los cabellos; y luego, metiéndose en otro rincón, soltó el trapo á llorar, pero de una manera tan dulce, tan copiosa y tan sin hipo, que el menos observador hubiera comprendido que lloraba de alegría. Ya le importaba á ella tres pitos lo que soviniese, porque aunque era verdad que Pelote tenía malas pulgas, y á él venía el capatazgo por la muerte de su cuñado, y no había de gustarle que un gañán fuera el ojito derecho do la capataza, Diego Corriente tenía las manos tan pesadas y tan mal genio cuando llegaba el caso, y tan prevenido era, como que no se le caía del bolsillo una navaja guifera de á palmo, que la Cariblanca estaba segura de que su hermano le guardaría el aire al buen mozo, que tenía ya dadas tales pruebas de poder, que no había quien le tosiera en seis leguas á la redonda.

Diego estaba en la puerta del aposento mortuorio, serio y grave. Cuando Zurriago entregó su alma á Dios en su último berrido, permaneció allí algún tiempo rezando en voz baja, y al fin, como vio que era menester hacer algo, adelantó, tocó con la yema de un dedo la cabeza inclinada de la Cariblanca, y ésta, alzándola, miró con los ojos velados por las lágrimas á Diego, que se hizo •dos pasos atrás porque había salido un Vesubio de los ojos de la capataza. —¿Adonde voy, nostrama—le dijo Diego—. á Utrera ó á Sevilla? —Cállate tú, hombre—dijo la capataza—¿adonde te quieres ir tú? —Como que será menester una caja del muerto y una mortaja—contestó Diego—, y usted, nuestra ama, es rica y no querrá que á su marido le entierren como á cualquier pelón,; digo y o que no sería malo ir á Sevilla por la caja y por el hábito, que siempre seránt mejores allí que aquí en Utrera. —Pues tienes razón, hombre: y á más, que será menester que me traigas unos zarcillos! negros y un pañuelo negro de seda y otro de lana, y pañuelos negros para el cuello y fajas negras para mi hermano y los mozos, que no

se ha de decir que yo no\ pago los lutos. Vaya¿ hombre, ven, que te voy á dar el dinero. Y se levantó y echó á andart jhacia otro cuarto. Pelote se quedó berreando en su rincón. La Cariblanca llevaba ya los ojos enjutos. —¡Ay, Dios mío, que no sé lo que rae pasa!— dijo la Cariblanca apenas hubo entrado en el cuarto con Diego—¡Ay, Dieguillo, hijo mío, que no sabes tú 1 o que á mi me sucede! ¡ Ay, que me he estado consumiendo nueve años! —¿Qué está usted ahí diciendo, nostrama?— contestó Diego con utl retintín que le sonó á glforia á la Cariblanca —Anda, tunante, que ya me entiendes tú— dijo ella— ; y me parece á mí' que tú has conocido que si yo te hablaba agrio y r,o te miraba á derechas, era porque no lo conociera. —Mire usted, nostrama, que puede ser que no esté muerto el tío Zurriago—dijo Diego con ese acento que se llama «quedón» entre los andaluces. —No me lo cuentes, no me lo, digas, ¡válgame Dios!—saltó poniéndoHc de pie, porque se había inclinado para abrir .1 arca, la Cariblanca. —Deje usted, nostrama—contestó Diego—, que me parece que no luí y cuidado. —¿Pero tú que dices, chiquillo?—le preguntó mirándole ansiosa la capataza. —Ya estoy diciendo que sí hace cinco mil domingos—¡contestó Iticgo—; y si yo no le he acusado á usted las cuarenta, ha sido porque mi madre me enseñó á temer á Dios,' y respeto yo mucho los diez mandamientos, y no codicio lo que no es mío. —Pues ya ves tú, Diego—dijo la Cariblanca abriendo el arca—, que ya nadie tiene que ver conmigo, y que pitido hacer lo que me de la gana, entiendes tú? Toma, ahí tienes; toma el dinero que quieran, que eso y la persona y hasta las pestañitas de mis ojos son tuyas, porque sí. :

—¡Vaya! agradeciei do y papando—dijo Diego. —¿De verdad, por tu «salucita, chaval»?—dijo la Cariblanca poniéndose amarilla como la cera. —Con las entrafiitftj y con el corazón y hasta con lo negro de las uñas, moza,, ¿entiende usted? —¡Ay, Dios mío, que yo me voy á morir!— dijo la Cariblanca—: que una alegría tan grande y tan de golpe y porrazo no* se puede aguantar. —Oye usted, que se calle usted, y que no arme usted escándalo y que tenga usted pecho y aguante, que si algo da Dios, es tiempo, y no hay necesidad de que aquí se arme un lío de chismes y enredos, y tenga yo que) meter mano y cortarle á alguien l «fila», empezando! por el hermanito. Usted lo que tiene que hacer es ver, oir y callar, y ambir por donde le manden, ¿usted entiende? que ¡ t e d quiere y á usted la quieren, y conio si dos quieren, las palabras están^de más, «sonsi» y prudencia, que no está decente que una viuda se enrede és-* tando de luto, y á mi no me gustan indecencias, a

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y venga la «mosca», que le voy» á echar la albardilla al Chivo y á llevarme del ronzal al macho rucio para que traiga la caja,.* y lo que es antes de la tarde estoy yo de vuelta. —Mira, llévate todo eso, y gasta y triunfa, y cómprate un vestido nuevo con botonadura de plata, que bastante tiempo has andado remendado y recosido. —Si me vuelve usted á decir á mí otra razón como esa—contestó Diego entornando los ojos y adelantando y comprimiendo las ventanillas de las narices—, la suelto á usted un gaznatón que cada cosa se la va á usted por su parte y es menester acudir con una espuerta; que usted no sabe quien soy yo, que yo no he nacido para ser cariño de arrendamiento, ni para que me diga á mí la moza que me quiere, que si fuma ella me compra el tabaco, y que si bebo ella me ha dado el dinero para la taberna, y que si ando majo de las costillas le han salido las galas. Con que vengan dos onzas, que es lo que creo que será la cuenta y sobrará, y yo traeré apuntado el gasto, y lo' que no se haya gastado se lo volverá usted á echar en la faltriquera. ¿No oye usted, cristiana? que so me ha quedado usted embobada como los santos de Francia. ¡ Uy, qué hembra tan rica! ¡ Y qué fatiguillas que he pasado yo por ella sin que lo supiera nadie [ Vamos, tomaré yo el «trigo», porque usted no va á volver en sí en diez años. Y Diego Corriente se inclinó, y tomó de un bolso verde que la Cariblanca había puesto sobre la ropa que llenaba el arca, dos onzas, y salió. • . —Vaya usted con Dios, nostramo—le dijo uno de los gañanes que estaban en la cocina. Diego se detuvo, echó mano á la chaqueta al insolente, le tiró hacia adelante y le apretó un puntapié tal en el coxis, que el zurrado lanzó un graznido que llegó al cielo, y cayó. —¿Qué es eso?—dijo saliendo asustada la Cariblanca. —Nada, nostrama—contestó Diego; sino que Miraflores se me ha puesto delante, tropecé, con él y se ha caído. —Vaya, pues que se levante, y si se le ha lastimado algo que se lo unte con saliva. Diego se fué á caballo á Sevilla llevando del diestro un macho, compró un ataúd! del largo que le pareció á propósito para Zurriago, un hábito capuchino, los pañuelos negros y las fajas, y sin gastar en comer ni enj beber, aunque tenía apetito, se volvió al cortijo del Almendralejo, y dio fielmente su cuenta á la; Cariblanca, aunque ésta no quería tomarla. Pero puso tan mala cara Diego, que la tomó. Pasaron días y días, y Diego, que era una especie de don Juan Tenorio campesino, sel arregló con l a Cariblanca, pero con tal prudencia y discreción, que el arreglo quedó tan secreto,

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que no se apercibieron de él ni los otros gañanes ni Pelote; solo sí notaron que la Cariblanca estaba más lucida, más gorda, más fresca, respirando salud y alegría. Se cumplió al fin el luto, y Cariblanca dijo á Diego en un sotillo del cortijo, una noche al obscurecer. —Mira, tú: ¿ á qué esperamos que no nos casamos ya ? —Vaya, nostrama—la dijo Diego, que seguía tratándola respetuosamente aun á solas, por temor de equivocarse si contraía la costumbre de hablarla de tú y echaba á rodar el secreto— ¿no oye usted que todavía es menester guardar algún miramiento para que no digan que estaba usted rabiando porque se acabara el luto, y al otro día le pedia usted al padre la partida de bautismo para casarse otra vez? pues ¿y qué le hace á usted falta, corazón, para que quiera usted andar tan de prisa? —Lo que á mí me hace falta es que tu y tu madre os deis buena vida y gastéis y triunféis con lo tuyo, porque aunque no me h a s querido tomar ni un ochavo, ni un mal regalo de un escapulario, todo lo que yo tengo tuyo es; pues quien da el alma que es lo principal y lo que más vale, ¿no ha de. dar su hacienda ? —Vaya, pues á mí no me corre prisa ninguna, y hágame usted el favor de irse, que yo Voy á d a r la vuelta, que Miraflores y Trespalmos andan que beben los vientos por si huelen algo, y yo no quiero tener historias, porque n o ; y en lo de casarnos, ya veremos, que eso. será según y como, que para enredo todas las mujeres son buenas, pero para casarse, Dios tiene guardada una, y no l a ha echado todavía; al mundo. —¿Y no te casas tú, Diego, hasta ver sí Dios hecha al mundo esa mujer y te casas tú con ella? * 1

—Pues mire usted, puede ser que sí. —Me estás quitando la vida, Diego. » —¡ Calle usted por Dios, que si morirse es estar como usted está, quiero yo estarme muriendo siempre! —¿Pues porque yo tengo buena estrella, no he de querer tenerla mejor. —Ea, cariño, que lo poco agrada y lo mucho• enfada; vaya usted con Dios, que ya, nos veremos luego cuando salga el lucero, y lugar tendremos de hablar. Cariblanca se volvió hacia la casa del cortijo suspirando, y Diego dio la vuelta y vino á sentarse á la puerta del cortijo con la guitarra, y se puso á tocar y á cantar. En tal estado estaban los amores de Diego con su capataza, y no decimos que sus primeros amores, porque Diego había tenido ya m u c h o s ; icomo que era el .gallito de los hombres y el deseo de las mujeres! Cuando conoció a l a hija del marqués d e

DIEGO CORRIENTE Jlodovilla, entonces fué cuando, por decirlo así, cayó Diego Corriente. Todas las otras mujeres habían sido para él entretenimientos: con ninguna había cambíal o rinás- que amor, pero un amor de temporada, por aeoirle así, porque hasta encontrar á Dolores no había visto Diego ninguna mujer que .le dominase, que llenase su alma entera. I V

Hormiguilla se llevó á Diego á la taberna, -se sentó con él en u n banco, pidió un jarro de vino, s e lo trajeron c©n un vaso encima, y empezaron á beber. r - P u e s mira, muchacho—de dijo Hocmigiñlla—: -es menester que no bobas mucho, porque á la señorita no Lo, gus.«a. que los hombres beban vano, •djgp, los que ttónpn que hablar con ella, y puede ser que te hable á ti. tan de cerca que te huela más que á otros.: mira, muchacho, lo mejor será que no lo cates para que no huelas ni,.poco ni mucho, aunque me parece á mí que lo mejor para que ~rno huelas, sería que nos fuéramos, porque en estando aquí dos minutos, se pone uno apestando. —¿ Sabe usted que es usted un tío maulón, compadre ?—dijo Diego. —¿Maulón? i que si quieres! ¿ y por qué soy yo maulón ? —Porque si no había de ser que yo bebiera vino, ¿ á qué habíamos de venir á la taberna? —Vaya, hombre, para que bebiera y o : porque mira tú, yo, como no tenga una «gótica», no sé lo que me digo, ni hablo con concierto, ni aprovecha. —Vaya, hombre, pues ya se ha bebido usted un jarro. I i—A bien que no lo tienes tú que pagar. —Y dice usted bien, .porque todavía no he sido yo «primo» de nadie; conque eche usted de ese pecho y dígame usted para qué me llama la señorita? ?—¿Pero serás tú tonto, muchacho? ¿no tienes tú un cacho de espejo? ¿ni siquiera te has mirado en la fuente cuando vas á abrevar los bueyes? ¿pues si e r e B tú un mozo que deben estar las mujeres saltando por ti. bribón? | y » e preguntan que qué es lo que quiere la señorita! la verdad es que si el marqués se » entena y sabe que yo he venido con estos recados, á mí me desuella y á ti te echa á presidio por el delito de haber mirado á se hija* y á su hija la mete en un convento por •el delito de habeete querido á ti: ¡pues bonito es, el señor! ¡como si no estuviera ahí su sobrino, primo de la señorita, el señor marqués •da Vadoclaro, todo un coronelnzo de Dragones, que mete miedo de buen mozo que es, y no se la quiero dar! de tal manera, que el maxqués, desesperado, se salió al camino, sabiendo que el señor y la señorita iban á Sevilla, y «se la quitó, y si no es por tí, se

la lleva, y á estas horas estaría casado con ella. Vaya, hombre, ¿y sabes tú por qué no quiere el marqués mi amo que se case su hija con el marqué» su sobrino? pues todo ello es por un gato de lanas. —Hombre, tío suyo, que le voy á dar á usted una coca que le va á saber á usted á almendras, «so guasón»: ¿conque por un gato de lanas andan de punta los dos marqueses? —Hombre, yo le digo al gato gato de lanas, porque las tenía; pero la verdad es que doña Sinforosa, que así se llamaba la mujer del señor marqués mi amo, decía que el gato de «mangóla», un demonio de un bicho que todo lo ponía pringando y todo lo ensuciaba, y que olía á chotuno, y crwi una cabeza muy gorda, y así, de color de .atón, con pintas blancas, que se llamaba «Mistigrís», que yo le tenía una corajina, que cuando le pillaba á «sotaviento», le arrimoba un puntapié que estaba bufando diez años, porque se metía el Mistigrís en la leñera, detrás de una gata morisca* que había en la casa, y no parecía, y salía doña Sinforosa con aquella voz de flautín roto que Dios la había dado, diciendo por toda la casa: —¡Mistigrís! ¡Mistigrís! Ya estábamos todos los criados, ellas y nos? otros, machos y hembras, que no nos llegaba la camisa al cuerpo, temblando de que no parecía el gato, y de que el marqués, que no hacía más que lo que su mujer quería,- nos metiera á todos en la cárcel y nos sucediera algo malo: ¡cállate, hombre, que aquello no era vivir! Pero yo no s é qué ángel-de Dios hizo que viniera de Madrid doña Eustaquia, mujer del marqués de Vadoelnro, hermano del mar? qués de Rodovilla mi amo, y se enamorase de Mistigrís, pero ¡de qué manera!... que la señora, que estaba como Dios quería, dijo que á ella le iba á pasar una desgracia si no se llevaba á Mistigrís á su casa, y doña Sinforosa dijo que aunque supiera que su concuñada había da echar al mundo tres diablos cojos por no llevarse ú Mistigrís, no había de dárselo; y como el marqués de Vadoclaro era un tiote que quería mucho á su mujer, y que no se paraba en barras y que todo lo echaba por la tremenda, como que si su hijo es ahora coronel de Dragones él era entonces general de arlillvla, se dejó de ruidos y cogió á Mistigrís drthajo del capote, y echó á correr y se le llevó á su casa, de lo que resultó que doña Sinforosa montó en cólera y embistió con doña Enstuquia , y la llamó bribona y ladrona y perdida y vieja y bruja, y doña Eustaquia se accidentó de rabia, y fué- menester meterla á puñados en un coche y llevársela á su casa; ¡y anda, nuda! mi amo* que tampoco era rana, se fué á casa del marqués y exigió que le diesen el [-ato, porque de lo contrastó tomaría una providencia enérgica; y su herma»©, el marqués de Vadoclaro lo envió enhoramala, que, no le daba la gana de darle



MANUEL

FERNÁNDEZ

el gato, que era suyo, puesto que él lo había tomado, y que por lo que su cuñada le había dicho á su mujer de fea y apestosa y vieja y bruja y borracha, ya que no podían reñir los dos porque eran hermanos, lo iba á demandar de injuria, basta que por maldiciente y bestia y picara y sinvergüenza metiesen á. la marquesa de Redovilla en la cárcel. Hicieron el uno y otro testigos de lo que se habían dicho los unos á los otros, se espetaron en Sevilla, mi amo puso al marqués d e Vadoclaro pleito por el gato, y se querelló contra él por injurias á su mujer y á sí mism o ; el marqués de Vadoclaro soltó contra él otra querella, falsificaron los unos y los otros papeles para probar que el gato era suyo, resultaron los papeles falsos, y salieron testigos falsos; y tal escándalo armaron los dos marqueses, y tanto se rió todo el mundo de todo aquello, que los señores de la Audiencia de Sevilla, determinaron que las injurias de la una marquesa se fuesen por las injurias de la otra, y quedasen en paz; y en cuanto al gato, porque se había averiguado bien que era de la señora marquesa de Rodovilla, sentenciaron que al marqués de Rodovilla se le entregase el gato, y que los dos marqueses pagasen las costas del proceso, que ascienden á algunos miles de reales, lo cual importó muy poco á mi amo con tal de recuperar el gato y quitarse el erre que erre continuo de doña Sinforosa, que no se la podía sufrir: pues ve tú ahí que muy armado de casaca, de peluquín y de espadín y con mucha chorrera y con muchas hebillas de diamantes y mucho sombrero de tres picos con pluma y un bastón más largo que la necesidad de un pobre y en la carroza de gala, se fué mi amo casa de su hermano, muy acompañado de escribanos y muy cargado de papeles, para que le entregasen el maldito gato de «mangóla» y llegado que hubieron, el marqués de Vadoclaro los recibió muy bien, y el escribano le notificó la sentencia, y el marqués dijo que acataba lo mandado por los señores oidores de Sevilla, y que al momento iba á hacer la entrega de Mistigrís, y no tardó mucho, que volvió con el gato colgado de la cola y la cabez a cortada, que sólo se le tenía de un hilo: |María Santísima! quien no vio á mi amo cuando volvió á su casa, no ha visto cosa buena;

FIN

DEL

Y

GONZÁLEZ

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cuando supo doña Sinforosa que á Mistigrís le habían cortado la cabeza, como estaba en mala disposición y le entró la basca, soltó al mundo á la señorita Dolores antes de tiempo, y la otra reventó lo que tenía en el cuerpo, porque el marqués de Vadoclaro mató el gato sin decírselo, á ella, que fué lo mismo que matarla, porque de resultas de la sofoquina la enterraron á ella al otro día; y aquí fué ella: volvió el mar> qués mi amo á su pleito, y el marqués de Vadoclaro entabló querella criminal contra su hermano, porque decía que á causa de aquel gato había muerto su mujer con lo que tenía' dentro; y no sabes tú lo que duró el pleito y qué negros se vieron los señores de la Audiencia de Sevilla para sentenciarlo: en fin, por el gato de «mangóla» se gastaron un dineral los dos marqueses, se murió una marquesa, se quedó lastimada la otra, y se enemistaron de tal manera los dos hermanos, que á pesar de que años atrás se murió el marqués de Vadoclaro, mi amo no ha perdonado á su sobrino, y dice que no quiere la gloria que le venga de su m a n o ; y que si no se da de estocadas con él, es porque no puede ser por el parentesco: en fin, muchacho, ya ves tú cómo se habrá puesto la cosa, cuando el actual marqués de Vadoclaro, que es todo un caballero,; se ha arrojado á robar á su prima, porque sabe ,que de otro modo no puede casarse con ella. —Diga usted, compadre—dijo Diego—: ¿y¡ quién le dijo á ese señor marqués que la señorita iba á salir ayer de Utrera con su padre? —Si se lo dijeron, alguien se lo diría; lo que es yo no fui. —Me parece á mí, compadre, que usted hace á dos caras, y lo que es eso no puede ser, porque como yo me entere lo dejo á usted sin ninguna. —Quítate allá, chiquillo, que no sabes tú lo que te dices; y deja andar la burra, que ya sabe el camino; y vente conmigo, que puede ser que ya sea hora. Y el tío Hormiguilla pagó quince cuartos que había hecho de gasto, y los dos, atravesando á obscuras á Utrera, se fueron á la casa del marqués de Rodovilla, se metió en ella Hormiguilla, se fué á ver si su señora había venido ya de sus visitas con su padre, y Diego Corriente se quedó esperando.

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