Jorge Torres Zavaleta LAS VOCES DEL REINO - 4 -

Jorge Torres Zavaleta LAS VOCES DEL REINO -4- 1. Cuando las margaritas eran una sola mancha blanca Y así por fin llegué a las afueras de la ciuda...
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Jorge Torres Zavaleta

LAS VOCES DEL REINO

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1. Cuando las margaritas eran una sola mancha blanca

Y así por fin llegué a las afueras de la ciudad, con mis pies envueltos en trapos y mi ropa deshecha, en esa calurosa mañana de junio, cuando las margaritas eran una sola mancha blanca. Yo lo buscaba, sabía que estaba llegando, sentía su presencia infecta en el aire, como una contaminación transparente, algo que me hablaba de cadáveres y chiqueros, de asquerosos puercos blancos, mezclado con el olor demasiado dulce del trébol. La taberna, donde yo había pasado esos diecisiete años, y veía al guardia del palacio por la ventana, con su arco al hombro, y los dientes negros y afilados con los dos diamantes que indicaban su rango. La taberna, mi casa, donde mis padres tenían la sonrisa falsa y fácil. Esa sonrisa eterna, falsa y fácil, demasiado espontánea. Y ese gesto de aquiescencia, esa humildad en los hombros, esa carga densa entre los omóplatos. Como si anduvieran siempre con bandejas, como si las fuentes de jabalí y los jarros de fresa les hubieran dado para siempre una falsa expresión de bienaventuranza, como si siempre esperaran algo que no terminaba de llegar. Vi la ciudad con sus torres acanaladas y sus puertas transparentes y su guardia con los colmillos negros y me dije éste es mi lugar, como si hubiera sabido desde siempre que iba a volver ahí, a esas calles donde la pestilencia era el habitante principal y el palacio se alzaba como una visión esmeralda sobre el monte lejano, impalpable de tan sereno, el sueño de una región olvidada, el único lugar donde no cabía todo lo que yo venía a traer. Porque yo lo presentía aún antes de que se acercara como si alguien me estuviera pasando la mano por la nuca, cepillando mi pelo al revés. La mano del miedo, pensé, la mano del miedo que me aferra el cráneo y hace que yo me instale a pesar de mí en esta espera, sintiendo el malestar que flota hacia el pueblo, a través de las torres acanaladas. Como un color que va tiñendo todo lo que toca o un enemigo que se anuncia de una manera casi obscena, en este temor que se revela como una sensación de abismo que me hace sentir el anhelo de que llegue de una vez por todas mientras acaricio mis colmillos negros. Los acaricio y entro en la taberna porque siento la punzada de la sed y el hambre que ya no sé cuando saciaré. De manera que encorvo mi espalda y entro en dos trancos a ese gran espacio -5-

de techos bajos e instruyo al tabernero para que me sirva un jabato y una copa de hidromiel de la región que está al este de la comarca de los tréboles y con ese peso tremendo entre los omóplatos besa mi mano y se pasa un trapo grasoso por la frente y me dice que es un honor servirme. Entonces llama al chico, le da las instrucciones y las refuerza con un bofetón o dos, ese viejo puerco, y el chico se va hacia la cocina y vuelve trastabillando con una enorme fuente y la pone como puede sobre la mesa y me dice el señor está servido y yo no le digo nada porque el jabato reclama toda mi atención y le gruño que cierre bien la puerta de la taberna, no me interesa que se cuele la pestilencia. Yo voy hacia la puerta, la cierro despacio y trato de mirar disimuladamente a ese enorme monstruo del palacio que usa sus seis brazos para despedazar al jabato y desgarra la carne a dentelladas negras mientras chispean los diamantes. Pienso que yo quisiera esa vida de logros y aventuras pero sólo puedo traer una fuente en esta taberna y hiervo de odio hacia mi padrastro, y desprecio a mi madre, esa mujer con la abnegación de la servidumbre, esa estúpida que bisbisea sus rezos cuando ha terminado con todos sus trabajos, mientras oye a ese cerdo retozar con Griselda, y eructar de gozo y roncar como un caballo mientras se limpia dormido los labios grasosos en las sábanas que mamá lavó ayer. Y pensé darles una prueba de mi poder, a pesar de que los pies me dolían y las vendas ahora volvían a enrojecer y cada paso era un puro acto de la voluntad. Entonces reuní algunas de esas cosas que siempre flotan en ese hueco que oculta el aire y con un ademán que tenía algo de satisfacción los lancé hacia la ciudad, como viajeros que debían dar la buena nueva. Y ahí fueron murmurando cosas entre ellos, susurrándose canciones en voz baja, con grititos de éxtasis que indicaban la medida en que se alegraban de que yo les hubiera dado un cuerpo. Y uno que no fuera yo sólo podría ver una agitación del aire transparente, una rápida turbulencia que se alejaba con grititos de gozo, como los chillidos casi inaudibles de los murciélagos. Los dejé partir con una sonrisa, sin ningún arrepentimiento y una especie de sorda satisfacción. Pensaba que siempre me habían servido bien y que ahora, famélicos de tanta inactividad, sabrían ocuparse muy bien de sí mismos. Con una sonrisa rengueé hacia un gran roble de copa espesa que refrescaba una parte del campo, me tendí bajo la sombra, me dije que era hora de almorzar, volvió a abrirse el aire y estaba entre mis manos. Un empujón de mi uña, su cuello y un chillido, esta vez de espanto. Al rato, como resignado, había dejado de patalear y yo disfrutaba de esa carne con -6-

relente a setos de pinares y algas de estanque. De manera que me dediqué a mi jabato, disfrutando como si fuera la última vez vigilando eso sí la puerta mientras desgarraba la carne jugosa y dorada con esa corteza crespa que sólo tienen los jabalíes de esta tierra. Y ya estaba repasando mi plato con una gruesa rebanada de pan, ese pan blanco donde uno todavía presiente susurrar el trigo, cuando sentí algo que no había derecho a oír. El se quedó con el tenedor en el aire, con la cabeza ladeada, perfectamente quieto, como una gran estatua, envuelto en la poderosa majestad de sus brazos, la boca llena de carne de jabalí y el pan aferrado con el brazo que estaba debajo del brazo que se ocupaba del tenedor. Se incorporó lentamente, como si no pudiera dejar de prestar atención y a la vez no pudiera creer lo que estaba presintiendo, como cuando uno ve en el borde de un lago las ondas producidas por una piedra. Resopló, volvió a sentarse, me llamó y volvió a servirse de la fuente, pero esta vez como si hiciera un esfuerzo, y enseguida pidió el mejor odre de hidromiel y mi padrastro corrió con pasitos cortos hacia el sótano con esa felicidad malsana que le provocaban sus ganancias. Volvió al rato vacilando bajo el odre húmedo, con ese olor como de fermento de alfalfa, el guardia bebió como si nadara y en cuanto estuvo satisfecho yo le pregunté si quería algo más. Ahora, pacificado por el estupor, se limpió la boca con tres manos, una tras otra. No, yo no quería nada más, apenas un cuarto con las sábanas limpias y olor a menta, pero como en un lugar así eso era imposible le dije al chico que quería tenderme en un rincón quieto. Se le cerraban los ojos y le brillaban los colmillos. Aunque no me gustaba que se quedara pensé que era mejor no contradecirlo, una de nuestras costumbres era temerle a los guardianes del palacio. Ese chico me llevó a un rincón y me envolví en mi capa, resuelto a descansar porque podía ser la última vez. Se durmió de inmediato y todo el lugar quedó envuelto en su respiración. Y mi padrastro le dijo a mi madre que se apurara y echamos a la olla las sobras de su plato y después le agregamos lo que sobró de la fuente y las mezclamos con las sobras del pan para nuestro almuerzo y a mí, como si el guardia me hubiera contagiado, se me cerraban los ojos de sueño. Algo no estaba bien, sentí mientras dormía. Oía voces que rondaban encima de todos nosotros, silbidos y risas de abejorros que se metían en las ranuras de mis sueños. Mirando la ciudad y el palacio esmeralda que parecía eterno empecé a reírme. Me reía a pesar del dolor de mis heridas, y pensé que las cosas no estaban tan mal. Yo iba a volver y -7-

había mandado a mis embajadores, mis pequeños lacayos, mis celosos moscardones, mis queridos tábanos que sabrían cumplir bien su labor. Y al amparo de la noche, o con los primeros colores del atardecer entraría en la ciudad y pasearía impune entre las torres acanaladas y los puentes de agua y ya no habría nada que hacer. Ahí empezaría de verdad mi trabajo. Ese trabajo que ahora era el centro de mi vida. Todos ellos habrían pagado caro el precio, y eso era inevitable porque el combate era por esencia desigual, aunque creyeran en sus fuerzas. A mí esa fragilidad casi me daba pena y me reí porque a esa altura de mi destino esa pena era mi único placer. Todos dormíamos, abotagados e inquietos, tirados en cualquier parte. El guardia era un enorme montón de oscuridad, salvo por algún chispazo de diamante y su respiración de sabueso, el labio levantado revelando un colmillo, justo donde se apartaba la capa. Mientras me dormía pensaba que algún día mi padrastro sabría quién era yo. Y volvía a escenificar su muerte y al rato me aburría y lo perdonaba con magnanimidad, cuando ya estaba por morir. Entonces oí la voz de Griselda. Me llamaba con precaución porque sabía que ella no debía buscar mis atenciones. Ahí estaba parada en la puerta con la ocasional impunidad que le daba acostarse con mi padrastro y esa risa desvergonzada que yo no podía dejar de admirar. Tenía puesta su túnica gris manchada de grasa y yo pensaba en el olor de su cuerpo y tenía ganas y miedo de cubrirla con ese deseo que yo sentía era parte absoluta de mí y a la vez algo que me aprisionaba completamente, como si me tuviera en su poder. Entonces me levanté muy despacio y le susurré: abajo de la escalera y ella dijo que sí. Y todo el tiempo había como una vibración en el aire, pero en esa época no sabía que yo podría saber esas cosas y el guardia seguía durmiendo y mis padres también. Y mi madre, esa puerca, tenía la boca abierta, y una expresión de plácida estupidez, una estupidez tan profunda que era una especie de éxtasis. Se habría olvidado de mi padrastro, de la posada, de todas esas ilusiones que todavía me contaba unos años antes. Ahora dormía con la boca entreabierta y toda ella olía a vejez y yo casi no lo culpaba a Jacques. Pero cuando lo vi con la boca fofa, la barba crecida y el sudor de los pliegues de su cuello que manchaba la camisa, sentí una repulsión tal que por un momento se me pasó toda idea de ir con Griselda. Pero ella me llamó y yo sabía que cuando yo estaba cerca él tenía el sueño liviano, lo único que quería era sacarle provecho a mi trabajo. Así que lo dejé dormir, con su camisa enroscada sobre la barriga oscura y el pantalón -8-

desabrochado que día a día le quedaba más chico y salí a la atmósfera rancia del pasillo. Sentía que estaban confabulando suspendidos sobre la ciudad, aprovechando para inspeccionar al detalle mientras chismorreaban y debo haber pensado que era mejor aprovechar mis sueños, no iba a haber más por un buen tiempo. No había preparativo posible y daba lo mismo el lugar donde estuviéramos. Así que me monté a los potros y anduve por sótanos y por playas y recordé unas cautivas negras de ancas cavadas y pechos con gusto a pera. Por un rato dormí profundamente y hasta le deseé suerte al chico con su pobre hembra. Le saqué la túnica y ella susurró mi nombre y no era la primera vez que lo hacíamos y ella dijo que le había puesto algo en el vino al viejo patrón. Yo la besaba como si quisiera arrancarle todo lo que tenía adentro, como si pudiera darla vuelta como un guante, y entraba en ella como quien abre con un punzón un fardo de alfalfa. Y le acariciaba los pechos y sus caricias me hacían consciente de mi cuerpo y ella ponía los ojos en blanco y de pronto habíamos atravesado juntos una pared impalpable y la única realidad eran nuestros cuerpos, el placer era una humareda que iba ascendiendo por el estómago, el pecho y la garganta y la parva absoluta del goce daba una vuelta de campana y nos dejaba estremeciéndonos. Entonces di la orden porque ya el sol era el de la media tarde y miré hacia la ciudad. Me desperté completamente lúcido, aterrado, pero listo, podía confiar en la fuerza de mis seis brazos. Estaba al lado de ella cuando oí el grito. Un grito burlón como de quien dice qué pasa aquí, compañeros, pero que no tenía nada de afectuoso. Estaba al lado de la marmita mirando su contenido con una expresión de burla indecible. Enseguida encogió los hombros puntiagudos, arrojó la tapa contra la ventana, metió la garra en la olla y empezó a pasarse la comida por la cara. Tenía, entre otras cosas, una larga lengua puntiaguda que terminaba en una especie de tenedor y con eso empujaba el potaje hacia su boca mientras nos miraba como si todo le pareciera tan gracioso. El guardia no perdió tiempo, desenvainó la espada, se acercó en dos trancos y con un solo movimiento le cortó la cabeza aferrando la empuñadura de su espada con tres brazos. La cabeza salió dando vueltas mientras el cuerpo cruzaba las piernas con calma. Y ahora mi madre y mi padrastro estaban despiertos y la cabeza salía por la ventana mientras el cuerpo se ponía de pie y se retiraba con la dignidad de un embajador. Sabía muy bien que el asunto no se había terminado, había otras presencias en el aire, una cantidad de cuchicheos, pequeñas risitas -9-

que venían de ninguna parte, como de atrás del aire y de pronto un brazo salió de ninguna parte, agarró de la pierna al posadero y lo empezó a levantar, quién sabe lo que habrá pensado el pobre, y la pierna fue desapareciendo dos metros más abajo que el techo y él empezó a gritar y a gritar y todo su cuerpo se fue esfumando como si el vacío lo devorara mientras subía hacia el techo como un enorme jamón y la mujer y el chico saltaban, se aferraban de sus brazos y también empezaban a subir. Y aunque hacía sólo un rato que me había abofeteado no sé por qué me aferré a él, pero no podía dejar de hacerlo, y ahora sé que esas cosas uno las hace como una reacción del cuerpo que le exige que haga lo que no podría dejar de hacer. Y él se aferraba de mi mano porque mamá ya estaba en el suelo gimiendo y me gritaba por Dios no me sueltes, mientras la cara se le contraía de dolor. Pero lo seguían subiendo, de pronto mis pies ya no estaban en el suelo y yo iba también hacia ese sitio que era como una contradicción. Y entonces sentí un tirón en las piernas y dije ya está ahora me tienen a mí también y la mano de Jacques se soltó y su boca se abrió como una caverna y de pronto dejó de gritar, el aire se cerró y quedó una mano fofa colgando. Le dije al chico todavía no estás en la edad del heroísmo y lo sacudí con más violencia de la necesaria, pero no era momento para discursos y agarré a la pobre vieja y la senté entre tres de mis brazos mientras ella seguía desvariando y él miraba el aire con estupor. Agarré al pobre chico con el brazo libre, su hembrita ya había salido corriendo y quién sabe dónde fue a parar, a lo mejor ya la estarían saboreando, él estaba tan aturdido que era capaz de quedarse para ver qué pasaba y lo arrastré y salí corriendo a la calle con la mujer en brazos y el chico como en un sueño mientras el aire de la casa se poblaba de crujidos y carcajadas. Y todo empezó a caerse, porque esas criaturas devoran cualquier cosa, y salimos a la calle y la vieja se estaba ahogando y el pobre chico tenía la cara muy blanca. Había gente que flotaba en el aire, personas que iban desapareciendo, o corrían mientras partes de su cuerpo desaparecían, tropezaban, se volvían invisibles como si un animal monstruoso los fuera absorbiendo. Porque mientras corría moviendo la espada en círculos pude darme cuenta de que los visitantes debían de ser de varias clases, no todo el mundo se iba de la misma forma, nuestro peregrino había sacado de su morral unos especímenes de lo más variados. Y yo me reía, me reía debajo de mi árbol mientras oía los sonidos que nadie puede oír impunemente y sentía que todo mi cuerpo resucitaba, que volvían mi integridad y mi fuerza, que los vendajes empezaban a ser - 10 -

menos necesarios. Yo veía latir la ciudad, veía la aureola roja que iba a devorar su pestilencia, una depuración me dije, una manera un poco brutal de purificar. Toda esa gente no sabría qué le estaba pasando, sentirían, sí, los efectos, sin entender nada, y eso era uno de los atractivos principales de la situación. Entonces decidí que no teníamos futuro ahí en la ciudad, pero ese no fue mi único pensamiento, y todo se transformó en una pura acción, en donde intentaba proteger al chico y a la pobre vieja, mientras alrededor nuestro la ciudad entera se transformaba en un enorme cuerpo perseguido y yo sentía cómo el que estaba afuera se reía de todos nosotros mientras su poder no hacía más que aumentar. Quería una espada, no estar así indefenso, y mientras corríamos por las calles pensaba en mi padrastro, ese hombre al que siempre había odiado, había imaginado su muerte demasiadas veces. De pronto sentí que una de las manos del guardia aferraba algo que estaba a punto de aparecer, una especie de vibración, y mi madre empezó a gritar y todo se transformó en un vértigo que era una especie de continua dentellada y ella empezó a gritar y el guardia usó su espada como si fuera un puñal y de pronto el aire comenzó a moverse y mi madre a desaparecer como si alguien se estuviera ocupando de ella con mucha intensidad, y había como un zumbido en el aire, leves carcajadas, y ella gritaba y yo gritaba y el guardia hizo girar su espada, pero ya era demasiado tarde y la vimos ir hacia lo alto y yo no sabía qué hacer y el guardia me dijo es lo único posible, muchacho, y le cortó la cabeza de un solo golpe y enseguida empezamos a correr. Corrimos por esa ciudad donde el movimiento se aquietaba, donde empezaban a aparecer los restos que ellos escupían y el chico lloraba como si no pudiera entender qué era lo que había destruido eso que él llamaba su vida. Así que cuando encontré la puerta no lo dudé un instante. Me abalancé y hendí cada palmo de aire con mi espada, entramos como una avalancha, apoyé mi espalda contra la puerta, le dije no digas una sola palabra, muchacho, y sólo entonces respiré. Iba a ser una noche muy larga. Y cuando oí que todo se había aquietado y que mis amiguitos empezaban a dormir en calma, me di cuenta de que era el momento de estirar las piernas, eso que yo había llamado piernas hasta hace un rato, pero ahora ya no tenía vendajes y mis extremidades eran las de siempre, casi las de siempre, pero ya habría más clientes, y disfrutando de mi situación me encaminé hacia la ciudad de las torres acanaladas donde ya quedaba poca gente, unos pocos bocados que me permitirían recuperar mi condición. La verdad es que era agradable ir por el campo - 11 -

sintiendo que las cosas volvían a su cauce, que la plaga de la ciudad quedaría salvada, salvada de sí misma, que mis servidores se arrullaban de satisfacción, y que la noche, la noche tan prometedora, la misteriosa noche de las cacerías, se tendía entera ante mí. Y muy pronto, con mi aspecto de siempre, aparecería por el castillo esmeralda, entraría como si eso no fuera una novedad, y entonces sería interesante ver qué dirían. Nos resguardé con el escudo y durante un rato dormimos, el chico medio sacudido por los sollozos, y yo agotado por los vaivenes de mis seis brazos, sabiendo que aún faltaba lo peor, porque yo sabía que él ya entraba en la ciudad.

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