INICIO DE LA INDEPENDENCIA

Los acontecimientos internacionales ahondaron las profundas inquietudes de la población de la Nueva España por independizarse de la corona española.

Pero éstas no fueron las únicas razones, ya que los motivos que determinaron el levantamiento armado encabezado por el señor cura Miguel Hidalgo…

…se remitían a los inicios del dominio español y a sus efectos.

Esto dio como resultado constantes protestas y las rebeliones indígenas, aunadas a problemas mayores que acentuaron la insurrección del pueblo contra los españoles.

Con el propósito de lograr la Independencia, la corregidora doña Josefa Ortiz de Domínguez convocó a los simpatizantes del movimiento a la junta de Querétaro, en la casa del corregidor.

Aquella noche en la sala de la mansión, la gente ahí reunida charlaba, bebía agua fresca y escuchaba piano, como en cualquier tertulia de la alta sociedad de la época.

Todas aquellas personas desempeñaban un importante papel que cambiaría el destino de la Nueva España. Tras las puertas cerradas, aquellos conspiradores estudiaban meticulosamente los planes de la insurrección.

Señores, una vez analizados los proyectos, escucharemos las objeciones.

Capitán Allende, ¿tiene usted algo qué decir a la junta?

Los asistentes escucharon con atención al cura Hidalgo.

Señores, en esta ocasión cederé la palabra al señor cura de Dolores, don Miguel Hidalgo y Costilla, a quien he logrado convencer para presentarlo ante esta honorable junta.

Esta es la primera vez que asisto a una reunión de tal índole, el capitán Allende ya me había informado sobre ellas.

¡Es un honor, amigos míos!

Pero al verse entre letrados, oficiales y comerciantes criollos dispuestos a todo, se contagió de su patente entusiasmo. El capitán Allende me aseguró que el trabajo revolucionario se estaba armando.

Hoy pude darme cuenta hasta qué punto han progresado estos planes y la absoluta necesidad de llevarlos a cabo.

¡Levantándonos en armas, enseñaremos al pueblo el camino de

la libertad!

Por lo cual, me permito externar ante ustedes mi absoluta adhesión a este proyecto de emancipación, poniendo en sus manos todos los medios de los que dispongo.

A partir de ese momento la conspiración pareció tomar un ritmo más intenso y apasionado. Siendo así, no debemos demorar por más tiempo la insurrección.

¡Ya lo han escuchado, señores! A una voz del padre Hidalgo, el pueblo se levantará en armas.

Contando con las armas que el padre Hidalgo nos proporcionará, yo me comprometo a organizar militarmente a los rebeldes.

¡Digo que la hora de la emancipación ha llegado, amigos míos, afinemos los detalles, reunamos los recursos y llamemos a la rebelión!

¿Qué puede decirnos ahora, padre Hidalgo?

¡Dios, nuestro señor, nos conducirá a la victoria!

¡Unidos lograremos la independencia!

¡Un clamor que tenga eco en todo el país sojuzgado!

Aquella noche todos tuvieron la certeza de que la lucha pronto daría inicio, con la determinación de dar su vida, si fuera necesario. La reunión del viernes será en la casa del presbítero Sánchez, tal vez sea la decisiva.

No te quepa la menor duda, muy pronto estaremos en pleno combate.

El corregidor, muy a su pesar, estuvo esperando en la calle hasta que el último conjurado se perdió en la oscuridad de la noche. ¡Buenas noches, Pepita!

¡Miguel! ¿Has esperado afuera a pesar del frío que está haciendo?

Tuve que esperar a que todos partieran, ¡todo sea por la causa!

¡Pobre esposo mío!

Durante todo el mes de agosto de 1810, las reuniones secretas continuaron, tanto en Querétaro como en las diferentes casas de los simpatizantes. Señores, ahora que tenemos todo dispuesto, creo que debemos establecer una fecha para iniciar nuestra gigantesca empresa.

Pero quiero anunciarte con gran alegría que el levantamiento estallará en cualquier momento, para que no vuelvas a ocultarte y seas de los nuestros, libremente.

El señor Hidalgo tiene razón, por eso, propongo que sea el 10 de octubre, pues para esa noche tendré listos los planes de campaña.

¡Así sea!

Aceptada la fecha de manera unánime, se resolvió que el cura Hidalgo fuera el director político y Allende, el jefe militar. Capitán Allende, sabemos que nuestra causa estará en buenas manos con la participación directa de usted y del señor cura Hidalgo.

Sin embargo, la conjuración de Querétaro fue denunciada por varios informantes, lo cual motivó un gran trastorno al plan sabiamente combinado.

Señora, nada ni nadie nos detendrá en nuestro noble intento de lograr la independencia.

Sucedió que el capitán Arias, militar que ya pertenecía al partido de Allende, se llenó de terror cuando se aproximaba el inicio del movimiento.

Yo tampoco lo creo, don Ignacio, pero no está por demás tomar precauciones.

Tengo respeto por Allende, pero considero que sería mejor liberarme del compromiso, pero, ¿cómo?

Temo por mi persona y por las consecuencias de tal compromiso; debo encontrar la forma de conciliar las dos dificultades.

Después de pensarlo mucho, el capitán Arias, jefe del regimiento de Celaya, se delató a sí mismo con el comandante militar. Comandante, póngame en prisión como sospechoso de traición a la corona.

En el Convento de San Francisco se vio acosado de muchas reflexiones y remordimientos que lo colocaron en una condición desesperada.

¡No encuentro reposo para mi alma!

Mientras iniciamos las investigaciones correspondientes, será alojado en el Convento de San Francisco.

Cuando fue sometido a su primer interrogatorio, Arias confesó...

Procederé de inmediato.

Entre las muchas denuncias, destaca la del 9 de septiembre, en la que partió de San Miguel.

En Querétaro, Joaquín Quintana, administrador de correos, se enteró de la conjura por su empleado Mariano Galván, quien fungía como secretario de las juntas. Eso es todo, patrón.

Ni tardo ni perezoso, Joaquín comunicó la grave noticia a sus superiores de la ciudad de México.

Esto lo tienen que saber las autoridades superiores, y yo me encargaré de hacerlo.

Como consecuencia de esta serie de denuncias, no sólo las autoridades de San Miguel y Guanajuato tuvieron oportuno conocimiento de la conspiración.

¡Hay que proceder de inmediato, detengan a todos los involucrados, sin importar quienes sean! Así como se lo cuento, señoría.

¡Sí, señor!

Y, el 13 de septiembre de 1810, el corregidor Domínguez recibió la tajante orden de aprehender a los rebeldes, fueran quienes fueran.

¡Lo que tanto temía!, en esta orden están todos los nombres... ¿Qué debo hacer, Dios mío?

A pesar de estar en favor de la insurrección, su rectitud le imponía el deber de actuar inmediatamente, pero el amor por su esposa lo impulsó a prevenir a doña Josefa.

¡Me asustas! ¿Será lo que estoy pensando?

Sucedió lo que tanto temíamos.

Lo siento, Pepita, pero fueron traicionados, ésta es la orden del virrey para detener a todos los implicados.

Miguel, aquí están mis manos; me entrego con la condición de que sólo a mí me lleves a la cárcel.

Creo que eso no podrá ser, en la lista sólo figuran los nombres de nuestros amigos, el tuyo no.

Eso no impide que me detengas para dejar libres a los demás.

Razón de más que me obliga a cumplir con este penoso deber, y como lo ordena el virrey, iré a registrar la casa de los González.

Trataré de ayudarlos en lo posible, mujer...

¡Por favor, Miguel, no lo hagas! Tú ya sabes lo que vas a encontrar en la casa de nuestros amigos.

¡Gracias, Miguel!

¡Lo sé como tú, Pepita! Me encontraré con muchas armas muy bien escondidas, pero me tomaré el mayor tiempo posible en buscarlas.

Mientras haces tu investigación en casa de los González, yo prevengo a los demás y le envío un mensaje al cura Hidalgo.

¡Mi amor, trata de que tu investigación sea todo lo superficial que puedas! ¡Por favor, son nuestros amigos!

¡Lo siento, Pepita, eso no lo voy a permitir!

¡Pero…! ¿Qué estás diciendo, Miguel?

¡Miguel, no me hagas esto, por favor!

Como conozco tu energía y decisión, debes quedarte en casa, pues ya estos asuntos no son de tu incumbencia.

No puedo ceder a tu petición; te quedarás bajo llave hasta mi regreso.

¡Pero, Miguel, es mi deber avisarles a todos!

Lo siento, pero te encerraré en tu habitación para que no cometas una imprudencia.

Sin dejarse conmover por los ruegos y lágrimas de doña Josefa, el corregidor la encerró en el dormitorio del piso superior de la casa.

Imposibilitada para salir y avisar a sus amigos, la corregidora pronto cayó en la desesperación.

Golpeó repetidas veces la puerta, gritó sin recibir respuesta alguna. Perdida toda esperanza, una idea luminosa cruzó por su mente.

¡Estamos perdidos y nuestra noble causa también! Si pudiera prevenir al padre Hidalgo o al capitán Allende, aún podríamos salvarnos...

Recordando que el alcaide tenía su oficina en la casa, precisamente bajo la habitación donde ella se encontraba, actuó de inmediato. Daré varios seguidos en el piso sin descanso, hasta que me escuche.

El alcaide Ignacio Pérez debe estar todavía en su oficina. Dios permita que él me oiga.

Los golpes lejanos y apagados, pero dados con tanta insistencia, provocaron que el alcaide, quien disponía a retirarse, se alarmara. Pero, ¿qué diablos será ese ruido? Algo está sucediendo allá arriba, será mejor que vaya a investigar.

Cuando llegó a la puerta de las habitaciones particulares del corregidor, preguntó intrigado. ¿Hay alguien ahí?

¡Señora corregidora! Pero, ¿por qué está usted encerrada?

¡Bendito sea Dios que pudo oírme, don Ignacio! Soy yo, Josefa.

Avise al capitán Allende y al padre Hidalgo del peligro en que se encuentra la conspiración y su gente... pero de prisa, don Ignacio, quizá aún logremos salvarlos.

¡No se angustie, señora corregidora, partiré enseguida a cumplir su encargo!

Poco después, el alcaide de la prisión de Querétaro emprendía veloz carrera hacia San Miguel el Grande.

Hemos sido denunciados, don Ignacio, mi esposo me dejó aquí encerrada sin poder hacer algo al respecto; por favor, no hay tiempo que perder, escuche lo que voy a decirle y proceda en consecuencia.

Cuando el alcaide Ignacio Pérez llegó al cuartel del Regimiento de Dragones de San Miguel, sólo encontró a Juan Aldama, quien, enterado de la denuncia, partió rumbo a Dolores.

Espero encontrar al padre Hidalgo para comunicarle la mala noticia.

Nuestra conspiración ha sido deshecha, pues al comprobarse las denuncias, fueron detenidos y encarcelados el corregidor Domínguez y doña Josefa, su esposa.

Por la tarde del 15 de septiembre, los dos hombres llegaron al curato del padre Hidalgo, donde se encontraba Allende, quien ya estaba enterado de las órdenes de aprehensión. La situación es muy grave, pero es necesario proceder con calma, analizando los pormenores.

¡Ojalá!, o por lo menos, al capitán Allende.

Lo cual significa que en cualquier momento también seremos detenidos y encarcelados.

Por supuesto, pero no creo prudente esperar a nuestros enemigos con los brazos cruzados.

Pero no podremos enfrentar a las fuerzas del virrey, padre, creo que será mejor huir y dejar para mejor ocasión el levantamiento.

¡Nada de eso, señores! tratemos de buscar una solución menos drástica.

Consciente del momento histórico que se vivía, Hidalgo miró fijamente a sus aliados.

¿Qué propone usted, padre Hidalgo?

Discutiendo los pros y los contras de cada opción, pasada la media noche, los cuatro hombres llegaron a un mutuo acuerdo. Sí, lo he pensado bien y veo que estamos perdidos y que no queda más recurso que ir a coger gachupines.*

Tenemos tres opciones: entregarnos, huir o iniciar el levantamiento.

Todos estamos resueltos a ofrendar nuestras vidas por la causa, no perdamos tiempo y demos el Grito de Independencia.

Entonces, hagámoslo, señor cura.

¡Eso mismo, sin importar las consecuencias!

Hidalgo, Allende y otros simpatizantes se dirigieron a la cárcel para dar libertad a los presos, aumentando el grupo a 80 y armándolos con lanzas y espadas.

* Gachupines: según fray Servando Teresa de Mier, el término deriva del náhuatl cactli, zapato, y tzopini, espina, y de ahí cat/ zotpine: hombre con espuelas.

A las dos de la madrugada del día domingo 16 de septiembre de 1810, el cura Hidalgo ordenó se tocaran a rebato* las campanas de su parroquia.

La mayoría de los pobladores y los campesinos de los alrededores se apiñaron interrogantes en torno al párroco que ya se encontraba en el atrio, en actitud vigilante, como esperando que algo grande y trascendental ocurriera. ¡Hijos míos!, España se ha rendido a los franceses; por lo mismo, ha llegado la hora de combatir al mal gobierno español para preservar nuestro territorio.

Como primer intento, Hidalgo ocultó a la muchedumbre la idea de combatir por la independencia, pues conocedor de su pueblo, sabía que no lo seguirían por esa causa.

De esa manera tan astuta, Hidalgo logró que el pueblo respondiera de inmediato con entusiasmo.

Defendamos nuestra religión y los derechos del rey que han sido puestos en grave peligro por los que entregaron la tierra a Napoleón Bonaparte.

Iremos todos a la capital a instalar un nuevo gobierno que acabe con la inicua opresión y los tributos. ¡Viva la América! ¡Viva Fernando VII! ¡Abajo el mal gobierno!

* Tocar a rebato: llamamiento a los vecinos de una población con el sonido de algún instrumento, como las campanas, a manera de señal de peligro.

Al despuntar el sol, el párroco y los dos militares, ahora convertidos en caudillos, partieron de Dolores, al frente de casi 500 hombres armados con palos y machetes. ¡Adelante, amigos, la historia nos observa!

Aquel día llegaron a Atotonilco, donde Hidalgo reveló a sus seguidores los verdaderos motivos de la insurrección, al darles una bandera como símbolo para su lucha. ¡He aquí la imagen de nuestra señora de Guadalupe, que nos dará la libertad!

Les entrego este primer estandarte insurgente para que, bajo su protección, nuestra lucha no sea estéril y logremos los objetivos que nos hemos propuesto.

¡Viva la libertad! ¡Viva nuestra patroncita, la virgen de Guadaluuupeee!

Se contó con la influencia psicológica de aquel llamado que prendió la fe y el entusiasmo de aquella multitud que engrosaba sus filas, alentada por un grito de guerra. ¡La virgen de Guadalupe nos dará la independencia!

Agradezco al cielo y a ustedes, jóvenes y esforzados militares, de contar con su apoyo en estos cruciales momentos.

Todos con el padre Hidalgo!

Juntos lograremos retirar a los peninsulares y haremos la independencia, padre.

Violenta e incontenible, la revuelta había estallado y el ejército insurgente llegó el 17 de septiembre a San Miguel el Grande. Los oficiales, soldados y pertrechos del Regimiento de la Reina nos unimos desde ahora a su ejército, padre Hidalgo.

¡Gracias, capitán Abasolo!

Debidamente pertrechados, los insurgentes sumaban cerca de 10 000 hombres, los que se presentaron en Celaya el 21 de septiembre. Lleva este pliego de rendición a los señores del ayuntamiento; si no aceptan, diles que atacaremos la ciudad.

¡Sí, señor, así lo haré!

Sin encontrar oposición, los insurgentes entraron a la ciudad de Celaya entre gritos y aclamaciones de la población.

¡Arriba nuestro caudillo Hidalgo!

¡Viva la Independencia y la LIBERTAD!

En una rápida sucesión sin precedentes y sin tener que vencer ninguna resistencia, las huellas rebeldes se fueron apoderando de Salamanca, Irapuato y Silao en una marcha arrolladora que parecía que nadie podría detener.

Casi al finalizar septiembre, Hidalgo y su inmenso ejército se hallaban frente a la rica y poderosa ciudad de Guanajuato.

Señores, solicité la rendición de la ciudad, lamento que esto no haya sucedido. Creo que debemos combatir a pesar de que yo quería evitar el derramamiento de sangre.

Mucho me pesa que el intendente de Guanajuato, Juan Antonio de Riaño, se niegue a rendirse y se haya hecho fuerte con sus soldados en la Alhóndiga de Granaditas; cuenta con agua y alimentos suficientes para resistir muchos días.

Eso no podrá detenernos, señor cura; sea como sea, atacaremos la fortaleza.

Pero, para lograrlo, ya habrán caído muchos hombres de ambos lados, y yo no quisiera que nadie derramara su sangre para exigir su libertad, algo que corresponde por derecho a todo ser humano; sin embargo, si no hay otro camino, tendremos que atacarlo.

Nuestro ejército es numeroso y estoy seguro de que saldremos victoriosos. Sin duda alguna venceremos.

El combate en Guanajuato fue cruel y sangriento, los fusiles que erizaban las altas almenas* de la Alhóndiga parecían murallas de fuego que frenaban mortalmente las continuas oleadas de aquellos valientes insurgentes.

A pesar de la tremenda mortandad, éstos no cedían en su ataque; sin embargo, en lo más cruento del combate, un anónimo pero heroico minero, apodado el Pípila,** llegó hasta el enorme portón y procedió a incendiarlo.

* Almenas: se trata de cada uno de los salientes verticales, dispuestos a intervalos regulares, que coronan los muros perimetrales de castillos, torres defensivas, etcétera. ** Su verdadero nombre fue Juan José de los Reyes Martínez Amaro.

Aquel singular acto de heroísmo permitió a los valientes insurgentes irrumpir en el interior de la Alhóndiga, logrando con esto el triunfo absoluto. ¡Dios mío, con cuánta muerte y destrucción tendremos que pagar el precio de la libertad! ¡Pero lo hecho, hecho está!

En su recorrido, Hidalgo ganó adeptos a su causa, y obtuvo triunfos fáciles, se afirmaba su confianza en realizar los ideales que lo habían impulsado a esa tremenda lucha.

Sólo hace un mes que salimos de Dolores casi corriendo y ya estamos casi con la victoria definitiva al alcance de nuestras manos...

Triunfante y seguro, el caudillo salió de Guanajuato; confiado en su fuerza encabezó a su ejército de casi 80 000 hombres.

Capitán Allende, iremos hasta la capital para establecer un gobierno nacional que cumpla la voluntad del pueblo.

Fue en Acámbaro donde sus hombres lo nombraron generalísimo del ejército insurgente; Hidalgo aceptó complacido y emocionado. Apoyado por la confianza de todos ustedes, les prometo darles un gobierno propio y justo que acabe con la opresión. ¡Eso haremos!

Al frente de su ejército, el cura Hidalgo, sin encontrar resistencia, entró a la ciudad de Valladolid. El 13 de octubre mandó publicar en esa ciudad un bando con el que abolía la esclavitud en toda la provincia michoacana: bajo pena de muerte, prohibió el comercio de esclavos, suprimió los tributos y redujo las contribuciones.

*

* Fragmento del decreto de Miguel Hidalgo, expedido en Guadalajara, el 6 de diciembre de 1810.