II CERTAMEN LITERARIO DE GRADO

II CERTAMEN LITERARIO DE GRADO Centro de Magisterio “Virgen de Europa” 2015-16 2º Premio FELISA Adriana Rodríguez Sánchez 3º Primaria La muerte de...
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II CERTAMEN LITERARIO DE GRADO Centro de Magisterio “Virgen de Europa” 2015-16

2º Premio

FELISA Adriana Rodríguez Sánchez 3º Primaria

La muerte debiera sentirse como las tormentas, con el viento frío y húmedo que las precede, con nubes mientras duran y con ese olor a ozono que dejan cuando se van. Felisa no siente ni huele nada raro, está enfadada, gira la llave mientras farfulla contra las quejas de la portera. “tanto ruido, tanto ruido...si no he estado en casa en toda la mañana. Un par de gatos peleándose ¿qué ruido pueden hacer?”. Se ha levantado muy temprano, como todas las mañanas. Hace mucho tiempo que después de las seis o seis y media de la madrugada ya le es imposible volver a dormirse. Ya no le quedan sueños que hilvanar y tampoco está fatigada como para necesitar un sueño reparador. Hace mucho que desistió de dar inútilmente vueltas en la cama de modo que en el momento que se despierta, se levanta, se asea y comienza con las tareas de la casa. Cuando intuye – nunca mira reloj alguno – que las panaderías están abiertas, busca en el armario una bufanda bien ancha, cada día una diferente porque sigue siendo coqueta, y baja a comprar el pan. Tenía por costumbre comprar dos bollitos de Viena, uno para el desayuno y otro por si le hacía falta para las comidas, aunque nunca las ha acompañado con pan, eso era cosa de pobres para quitar el hambre. Pero con el tiempo, dejó de comprar el segundo y ya sólo compra uno. Y desde el primer día, se come siempre el que le ha sobrado del día anterior porque es pecado tirar el pan. El resultado es que siempre come pan duro y se guarda el que compra para el día siguiente. Hoy ha ido además, como cada dos meses, a pagar el recibo de la luz y ha tomado dos autobuses hasta llegar a la oficina. Don Antonio, el empleado que siempre la atiende, le comunicó en su día que habían abierto una sucursal al lado de su casa, en su misma calle y que podía pagar el recibo allí pero a ella nunca le ha entrado en la cabeza que se pueda hacer en otra diferente de donde lo ha hecho toda la vida y, llueva o ventee, espera estoicamente sus dos autobuses para acudir a ver a “su Don Antonio”. Pero esta vez no lo encuentra, está de vacaciones y la señorita que lo sustituye se ha negado a estamparle el sello rojo de pagado, porque “con el matasellos automático basta”, y ella ha tenido que enfadarse mucho hasta que otro compañero que ya la conoce acceda a ponérselo. Este ha sido el motivo de que haya regresado a casa enfadada y de que ni siquiera se haya parado con doña Asunción, la portera, cuando ésta le ha espetado que no podía escuchar el programa de la radio con tanto ruido como había en su piso. “Tanto ruido, tanto ruido… esta mujer está empezando a chochear. Y eso que es más

joven que yo”. Al entrar al piso ve que el gran dálmata de cerámica que está en el zaguán, junto al paragüero y al jarrón con flores grandes como coles de colores, está hecho trizas. “Pues sí que la han hecho buena estos mininos”. En la sala todo está desordenado. “Ay, Dios, con lo temprano que me dejo la casa limpia y organizada”. Se vuelve para colgar el abrigo en el perchero y no se percata de que delante del sofá hay un cuerpo tendido bocabajo. Entra directamente en la cocina y se bebe su vaso de agua, el que le recomendó don Aníbal, su médico de cabecera durante treinta años, que le toca a media mañana. Felisa es muy metódica y cumple los horarios a rajatabla, siempre con referencias externas porque nunca mira el reloj. El desayuno, cuando sube de comprar el pan; el vaso de agua cuando escucha a don Senén, su vecino, salir a pasear al perro porque una vez le dijo que lo hacía siempre a las doce; la comida a las dos, cuando suena el timbre del colegio de las Hermanas Ursulinas que se encuentra frente a su casa anunciando que es la hora de la salida de los alumnos; la merienda a las seis, justo cuando acaba la telenovela y la cena a las nueve, cuando empieza el telediario. Los gatos no están sobre la encimera como suelen recibirla, ronroneando y solicitándoles caricias y eso sí le causa extrañeza porque rompe el listado prefijado de situaciones que aparecen en su mente, listado que ella se afana diariamente por mantener a toda costa. Vuelve a la sala y ahora sí se da cuenta del cuerpo que yace tumbado en el suelo. “¡Uy!... ¡un chico!” Se acerca y le zarandea el hombro: “¡muchacho, muchacho...!”. Uno de los gatos está junto a él lamiendo el charco de sangre. Se dirige ágil al dormitorio sin darse cuenta del movimiento que allí provoca, ya que alguien se esconde en el armario. Allí también parece que haya pasado un huracán, pero ella localiza sobre la cómoda un espejito y vuelve al salón. Se lo coloca al chico delante de la nariz. “No respira, pobrecito.... está muerto, ¿quién será?”. Se incorpora y mira alrededor. Todo está revuelto; cajones y puertas de los muebles abiertos, con todo su contenido de papeles, sobres y bolsitas por el suelo. La mesa camilla tumbada con las faldas empapadas de la sangre del chico. No queda nada en pie ni en su sitio. Agacha sus ochenta años sin un quejido y comienza a recoger las cosas del suelo, volviéndolas a meter en los cajones, ordenando y cerrando puertas. Mira con pena la porcelana de una bailarina ahora coja antes de tirarla a la basura, junto a otra de una pareja bajo un árbol con pajaritos y una cabeza de caballo, y reparte las que quedan, que son muchas, en los espacios del mueble. Como siempre que levanta estas figuras, usualmente para limpiarlas, le asaltan los recuerdos del ajuar que llegó a atesorar para

preparar la boda con su Anselmo, su novio de juventud, de adolescencia más bien, porque sólo tenía catorce años cuando formalizaron la relación. Él tenía sólo tres años más que ella pero ya llevaba algunos más trabajando en una carpintería como era normal en aquellos años de miseria. Sus padres se opusieron al principio porque objetaban que podía aspirar a un marido de mejor posición social y económica dado que le sobraba belleza y distinción. Pero Felisa se había encaprichado de aquel gañán de sonrisa perpetua y amenazó con fugarse, única salida de los novios que pretendían forzar su casamiento. Cuatro años después, ya tenía el baúl del ajuar lleno de sábanas, manteles, algunas piezas de loza, una cubertería que le dejó en herencia su tía Angustias y las figuritas de porcelana que le había ido regalando Anselmo en cada cumpleaños. Cuando ya planeaban fijar fecha para la boda, estalló el conflicto de Sidi Ifni y Felisa tuvo que ir a la estación a despedir a su novio. No tenía demasiadas nociones de Geografía y, dado que Anselmo iba a Cádiz a embarcar, no sabía con seguridad si África estaba al otro lado del Mediterráneo, más allá del Océano Atlántico como Cuba o en las antípodas, como las Filipinas. De lo que estaba segura era de que aquello le había destrozado el universo que había planificado para el momento más importante de su vida. No quedaron velas que comprar, iglesias que visitar ni santos y vírgenes a los que rezar. Apenas comía, apenas dormía y sus pensamientos eran siempre una vorágine de malos presagios sobre la ventura de su Anselmo en esas tierras irredentas ¿qué se nos había perdido en lugares tan lejanos?, ¿para qué arriesgar la vida de nuestros jóvenes por algo tan ajeno a nuestra tierra patria? Salía de la capilla de Nuestra Señora del Mayor Dolor de encender sus doce velas diarias, cuando le dieron la fatal noticia. Anselmo era uno de los fallecidos en aquella guerra absurda. Su cuerpo, además, no apareció, quién sabe si volatilizado por alguna bomba incendiaria, secuestrado y sacrificado por aquellos africanos infieles, perdido en el desierto y devorado por las alimañas… Felisa dejó de vivir. Se encerró en casa como una monja de clausura y se vistió de riguroso luto desde las medias hasta el velo del que no se despojaba ni para dormir, cuando podía hacerlo. De nada sirvieron los ruegos de sus padres de que tenía que seguir con su vida, que era muy joven y guapa y que no le faltarían nuevos pretendientes, de nada las visitas de las amigas y las historias de su abuelo, historias hilarantes, ciertas o no, que le contaba dando fe de que él había sido el protagonista con la esperanza de darle ánimos y esperando que su única nieta saliese del pozo en el que había caído de manera tan trágica. Pero pasaron los años y Felisa no daba muestras de

tener intención alguna de aliviar su luto. Su familia no había cejado en el empeño de animarla y lo único que consiguieron fue que accediera a acompañarles a visitar a su tía Engracia que vivía en Granada y les había escrito comunicándoles que se encontraba postrada en cama por una seria enfermedad. Y accedió porque no se trataba de un viaje de placer sino motivado por una causa desventurada como su vida. Caminaba del brazo de su madre por la Gran Vía granadina, aún con todas las prendas de color negro, medias, velo, abrigo, guantes y bufanda porque era marzo y hacía frío, cuando en una parada de autobús, junto a una mujer exuberante de aspecto árabe, con ojos de felicidad y la sonrisa eterna que vio por última vez en la estación de Atocha, vio a Anselmo, a su Anselmo. El suelo se hundió bajo sus pies, el aire dejo de ser respirable, el sol dejó de dar luz, la conciencia la abandonó. Cuando quiso reaccionar, el difunto ya se había subido al autobús y partía con rumbo desconocido. Felisa regresó a su casa. Tiró la ropa negra jurando no volver a colocarse ni un botón de ese color. Se acercó a las iglesias y capillas y retiró las velas que sabía que habían sido colocadas por ella. Salió de los templos jurando igualmente no volver a entrar en ellos y se convenció de que todo era inútil. Los santos, - Dios no porque alguien tuvo que crear el mundo y cuidar de él - las velas, el luto, los compromisos, los ajuares y matrimonios y, sobre todo, los hombres. El mayor juramento fue no volver a querer a hombre alguno y, mucho menos, depender de él y, a partir de ahí, su vida fue otra, radical y visceralmente diferente a la anterior. Y en esto, reubica las figuras sobre la superficie del mueble y se pasa las manos frenéticamente por la cara, como queriéndose sacudir los recuerdos. Moisés el Rubio respira con dificultad, debido a la postura forzada que tiene dentro del armario, sentado con las rodillas rozándole la boca, apretando en la mano derecha la navaja ensangrentada y abrazando la pierna flexionada. Esperaba que la vieja hubiera huido al descubrir al Gitano muerto, momento que hubiera aprovechado para escapar, pero la vieja ni grita ni huye ni sale de la casa. “¿que mierda estará haciendo la vieja loca? Como se le ocurra abrir el armario....” sólo tendría que describir un semicírculo con su brazo y le rebanaría el cuello. Matarla no entraba en el plan inicial y no le hace gracia, pero si abre la puerta lo hará sin titubear. Escucha cómo trastea y va de allá para acá, así que abre una rendija para vigilarla. Felisa va con su aspecto estrafalario de siempre, con un vestido largo color berenjena, un mantón de manila y una flor amarilla en una peluca de rizos negros, con la cara pintada como las actrices del cine mudo. Sigue siendo alta, delgada y espigada, los años no han vencido

su espalda aunque sí su mente. Se dice en el barrio que “Señá” Felisa de joven había sido tan guapa que, después de la truculenta historia del falso difunto, para reírse de los hombres había sido prostituta de lujo, y luego amante del dueño de una fabrica, o de un ministro o de hasta el mismo rey, y que una sífilis mal curada era la razón de su locura, pero que vivía vendiendo una a una las joyas que le habían regalado en aquel tiempo. La verdad es que nadie sabe a ciencia cierta de qué vive, pero la leyenda de las joyas es un hecho en el barrio. El Rubio y el Gitano eran amigos desde niños, desde que coincidieron en el mismo colegio, en la clase de don Rafael, el que tenía una colección de palmetas que probó, una por una, en las manos, dedos y nudillos de los dos chavales por estar siempre, de una u otra manera, en todas las travesuras, desórdenes, juergas y desobediencias posibles de las que eran capaces. Después de abandonar las aulas, continuaron interviniendo en cuantos conflictos se organizaban en las calles del barrio y, más pronto que tarde, terminaron enganchados a la heroína. Eran inseparables en los buenos y en los malos momentos. Como la hoja y la rama, como el pájaro y el cielo, como la playa y la mar. Compartían todo cuanto tenían, incluso las novias, y rodaron juntos por la pendiente que los llevaba al abismo de la dependencia. Y después, como consecuencia, a la irremediable delincuencia para poder mantener el consumo día a día. Los dos se habían enganchado a la vez pero el deterioro le llegó antes al Gitano. Como si lo estuviesen devorando desde dentro las larvas de la avispa que pone sus huevos en una oruga, el cuerpo del muchacho se despojó de toda carne y era el vivo retrato de la muerte anticipada. Únicamente huesos y piel. Y el rostro era un mensaje del cementerio con unos pómulos sobresalientes, unos labios descarnados y unos ojos hundidos en dos pozas de brea. El Rubio, por el contrario, a pesar de su desaliño y de estar ajado como si tuviese diez años más, conservaba su corpulencia y se mantenía fibroso y erguido. Ya hacía tiempo que se habían fijado en Felisa. Les había llamado la atención su porte, su peluca, su ropa llamativa su maquillaje a pesar de la edad. Supusieron que era una mujer pudiente y, aunque no portaba joya alguna, supusieron que debía guardarlas en su casa. Después, para confirmar su suposición, les llegó el rumor de que vivía de ir vendiendo las alhajas que sin duda conservaba.

El Rubio no se lo creía, pero al Gitano se le había acabado el dinero, así que cuando vieron salir a la vieja aquella mañana decidieron registrar su casa. Si era verdad tendrían varios chutes asegurados. Entrar por la terraza de la cocina abierta para los gatos fue lo más fácil. Revolvieron por la casa sin resultado hasta destrozarlo todo. El Gitano sudaba porque empezaba a sufrir el mono y a perder la paciencia. Lo demás está confuso en la mente del Rubio. Él había querido irse y el Gitano quería seguir buscando, desesperado por el ansia. Después sin saber cómo, el Gitano le había cogido el culo para registrarlo, para ver si llevaba cartera, dinero o papelinas. El Rubio lo llamó maricón y eso hirió al Gitano en su orgullo de hombre: “Al Gitano nadie lo llama julai y sigue viviendo”. Se le abalanzó con la navaja, sin pensar en que era casi un fantasma consumido por la heroína y que sus cuarenta y cinco kilos no podrían con los setenta del Rubio. Aun así la lucha fue fiera, pero duró poco. El Gitano lo miró con los ojos grandes, como si no tuviera piel que los aguantara en las cuencas mientras sentía la vida escapársele por la navaja en la mano del amigo. Y apenas se recuerda de pie junto al muerto cuando oyó como llegaba la vieja y decidió esconderse para escapar luego. Pero la vieja no huye, ni se espanta ni se va. Por la rendija la ve arrastrar el cadáver hacia el dormitorio. El corazón le bombea con fuerza en las sienes y le duelen los dedos de apretar la navaja que se le resbala pastosa por la sangre. Mientras calcula el tiempo que tardaría en abrir la puerta, sorprender a la vieja y matarla, Felisa ha acostado al Gitano boca arriba en la cama, que yace con los ojos perdidos en el techo. De pronto la vieja se queda muy quieta, muy tiesa, esperando, hasta que se vuelve rápidamente, saca de un cajón unas tijeras y se dirige al armario. El Rubio tensa los músculos, dispuesto a saltar, pero ella arría un tortazo a la puerta cerrándola de golpe y abre la tercera hoja del armario para sacar un traje y una bolsa de cuero. El Rubio se ha mordido la lengua del susto y siente el sabor de la sangre en la boca mezclado con el aroma a naftalina del aire en el armario. Quiere escupir, le duelen las articulaciones y no sabe ya si es por la postura o por el mono. El corazón le late hasta agitar su cuerpo pero con este temblor podría errar la primera cuchillada y la vieja gritaría alertando a los vecinos. ¿Qué demonios estaría haciendo y por qué no llamaba a nadie?

Felisa hace lo que ha visto siempre hacer con los muertos, amortajarlos. En su cabeza no entra otra posibilidad. Forma parte del listado de sucesos predecibles que se van precipitando día a día. Aunque en este caso se trata de un suceso ocasional y no de los diarios y esto la excita y emociona porque la convierte en el personaje principal de una novela de misterio e intriga. Cuando lo tiene sobre la cama ve que es un chico esquelético, feo, oscuro, sucio, con greñas, sin afeitar, con la camiseta rota y llena de sangre así que se pone manos a la obra. “Su madre seguro que me lo agradece”. Le coloca una toalla bajo la cabeza y le corta el pelo. Del armario saca un uniforme de coronel de la marina de su padre y sus artículos de aseo. Maneja al Gitano como a un muñeco, lo lava y lo afeita, lo viste con el uniforme y no titubea ni cuando le mete algodones en la boca para hacerle los mofletes de yonki más gorditos y darle colorete. Mira su obra por un segundo y decide seguir, sale del cuarto con la camiseta y los vaqueros del muerto y los mete en la lavadora, con las cortinas y la falda de la mesa camilla. Al llenarse de agua se puede ver la espuma rosa en el tambor. El Rubio ya no tiene visibilidad y se asfixia, se le está haciendo el tiempo eterno, oye a la vieja loca ir y venir, ordenar y ¿fregar? Si la vieja chocha no se asustaba, al menos en algún momento tendría que cansarse, sentarse, acostarse o simplemente distraerse. Decide contar hasta tres, abrir la puerta, saltar sobre ella y degollarla. Los temblores son estertores, tiene que salir de allí ya. Felisa ya tiene el suelo y los muebles limpios, otras cortinas y otro mantel colocados. Enciende el televisor y comprueba que está a punto de empezar la telenovela. Está de espaldas al armario, esperará a las seis para avisar a la policía, “porque los pobres muchachos estarán reposando la comida, adormilados por la siesta, muy mala hora para avisar”, para que vengan a averiguar quién es ese chico y por qué ha muerto en su casa. Además así podrán merendar. Imagina que le estarán eternamente agradecidos por ofrecer su casa para velarlo y por los cuidados y afeites que le había profesado. Casi ve las lágrimas de una madre emocionada, “lo ha tratado usted como a un hijo”. Mientras llega la hora, quiere comprar pastas y café del bueno, que van a hacer falta, así que sale con su bolso. Al fin va a tener visita después de tantos años.

El Rubio escucha la puerta y sale del armario entumecido por la postura. La carcajada se escucha en todo el bloque. El Gitano, orgulloso de su aspecto varonil y de su corte de pelo igual que el de los Chichos, yace sobre la cama, vestido con alguna especie de uniforme de gala, peinadito hacia el lado con una horquilla aguantándole el tupé, afeitado, maquillado, sin patillas y engordado, con una blonda de ganchillo que le enmarca la cabeza y un niño Jesús de tamaño natural sobre los brazos. Sobre las mesillas de noche, algunas mariposas de aceite encendidas, muchas flores de plástico de colores chillones y angelotes de cerámica alrededor. Lo único que conserva suyo son las deportivas raídas. El Rubio ríe: “Gitano, pintao como una mujer y vestío de picoleto, te tiés que estar rascando allí arriba como picao de viruelas”.