I Jornadas de Mágina Paisaje y literatura

I Jornadas de Mágina Paisaje y literatura Albanchez de Mágina, 14-16 de octubre de 2003 Encarnación Medina Arjona (Editor Literario) © Autores Edit...
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I Jornadas de Mágina Paisaje y literatura Albanchez de Mágina, 14-16 de octubre de 2003 Encarnación Medina Arjona (Editor Literario)

© Autores Edita: Asociación para el Desarrollo Rural de Sierra Mágina Primera edición, junio 2009 ISBN: 978-84-613-2912-0 Depósito Legal: J-468-2009 Imprime: Gráficas «La Paz» de Torredonjimeno, S.L. www.graficaslapaz.com

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Índice

Presentación ...............................................................................

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«Albanchez de Mágina. L’Averse», Antimallarméennes (Javier del Prado Biezma) .............................................................................

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De la estética del paisaje a la salvación ontológica del yo o el fracaso de la voluntad de horizonte (Javier del Prado Biezma) ....

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Insolación y desolación: el paisaje de la Camarga en F. Mistral (Mª Esclavitud Rey Pereira) .................................................................

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Función ontológica de los paisajes maupassantianos (Isabel Veloso Santamaría) .................................................................................

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«Des ciels couleur de sommeil»: Le paysage dans les premiers romans de Mirbeau (Lola Bermúdez Medina) ..............................

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El paisaje en la poesía simbolista y modernista (Rafael Alarcón Sierra) ..........................................................................................

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Paisajes literarios para una dinámica de sí mismo (Encarnación Medina Arjona) ...........................................................................

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Proust y el paisaje (Àngels Santa Bañeres)....................................

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El paisaje giennense en La Esfera (1927-1928) (Salvador Contreras Gila) ............................................................................................

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Samuel Beckett y el paisaje de C. D. Friedrich (Lourdes Carriedo López) .........................................................................................

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Metamorfosis del paisaje en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier: notas (Anne-Claire Gilson)...........................................................

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Le paysage à la lettre (Françoise Chenet) ......................................

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La belleza del paisaje frugal en la poesía de Ted Hughes (Carmelo Medina Casado) ..........................................................................

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Presentación

Este libro es fruto de un Coloquio sobre Paisaje y Literatura celebrado en Albanchez de Mágina (Sierra Mágina, Jaén). Sus páginas recorren momentos de la literatura estudiados desde la relación ser-mundo, escritura-naturaleza y humanidad-paisaje. El ejercicio intelectual y la redacción de las ponencias en base al estudio de diferentes obras literarias adquirieron un segundo grado al ser compartidas en el parque natural de Sierra Mágina; el paisaje volvió a hacer suyo, a incorporar a sus líneas, lo que se había escrito sobre él; y allí mismo brotó el poema de Javier del Prado, Albanchez de Mágina. L’Averse. El resultado es un conjunto de estudios literarios rigurosos, de riqueza interdisciplinar en sus relaciones con el arte, el pensamiento y la naturaleza; un ramillete de reflexiones para desentrañar los visibles e invisibles lazos de la escritura y su paisaje. La conferencia de Javier del Prado abre este volumen con un recorrido que lleva desde la raíz del conflicto ontológico y existencia del personaje de Senancour a su búsqueda del lugar sublime, atravesando —con la voluntad de horizonte— ya paisajes sonoros, ya los imaginarios o la utopía de los Alpes; compuesto todo sobre una estructura del paisaje como proyección del yo, extensión del alma y de las ideas, en busca de la morada donde el ser se encuentra con la experiencia del otro. Esclavitud Rey expone sus observaciones sobre la heroína mistraliana, en Mirèio. En plena encrucijada existencial, el personaje,

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sintiéndose desinstalado, se dirige hacia nuevos horizontes en busca de un nuevo equilibrio; movimientos de huída y ruptura del yo, paralelos a la construcción del paisaje, acompañan la llanura de la propiedad familiar hasta la progresiva interiorización del espacio —en la experiencia mística— de la Camarga. Por su parte, Isabel Veloso propone un acercamiento a los libros de viajes de Maupassant, donde la huída de la intelectualización y el contacto con el desierto y el mar construyen un paisaje maupassantiano cargado de significados contrarios que justifican la «errancia» hacia un ideal ontológico. Siguiendo los años finales del siglo XIX, Lola Bermúdez analiza el reto que se plantea Mirbeau al representar lo invisible —el misterio—, por conseguir el complejo trabajo de, si no describir el paisaje en su conjunto, al menos, transmitir la densidad de éste, las emociones internas que puede despertar, ayudándose para ello de lo vivido y lo imaginado. La poesía de principios del siglo XX y su modo de reflejar en el paisaje los evanescentes estados del alma son precisados por Rafael Alarcón, que analiza el parque o jardín, el paisaje rural y campestre, el crepúsculo, la música y la noche como elementos de armonía del universo, imágenes de la naturaleza en las que los poetas intentan restituir sus movimientos interiores. Àngels Santa ahonda en la utilización de la arquitectura y del arte en general como metáfora del mundo natural; para ello, propone una aproximación de la obra de Proust con la poesía de Baudelaire. Salvador Contreras destaca los textos de Luis Bello sobre Jaén, en el semanal La Esfera; artículos en los que aprecia la sensibilidad del escritor para hacer interrelacionar naturaleza-historia-humanidad en los más diversos paisajes giennenses. Lourdes Carriedo analiza la relación escritura-pintura / BeckettFriedrich que, aplicada al paisaje, proporciona al dramaturgo una concreta «visión escénica» en su teatro; el desierto, el mar, la extensión abierta, los vacíos, el paisaje anímico y la palabra de la conciencia construyen los límites físicos del espacio escénico. Por su parte, Anne-Claire Gilson estudia la metamorfosis del espacio en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier; el paso del paisaje descrito al escrito —la naturaleza-libro—

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resulta de una reflexión sobre el lenguaje a partir de la naturaleza. En esta misma línea, Françoise Chenet propone un recorrido por la evolución de la relación grafías-elementos del paisaje en Hugo, Apollinaire, Claudel y Tardieu; el paisaje literario evoluciona en el sentido de abandonar la función mimética para favorecer la percepción sensible de lo invisible, ya sea la Historia, los interrogantes de la humanidad, los misterios de la naturaleza o el propio concepto de estética. Finalmente, Carmelo Medina Casado nos acerca al paisaje de Ted Hughes; el paisaje duro y sobrio de los «moors», la violencia de la naturaleza salvaje, su crueldad, sirven de escenario para el regreso al paisaje del inconsciente mítico. Algún tiempo después del encuentro y del intercambio en Sierra Mágina, Javier del Prado nos escribía a todos: «Queridos amigos, en el deslumbramiento que nos produjo Albanchez de Mágina […] el poema que escribí […] puede reflejar, de lejos, con sus intertextos, ese sentimiento de «éblouissement» que nos embargaba a todos ante una tormenta deslumbrante en aguacero y en truenos… y las ganas de quedarnos allí durante una de esas eternidades que sólo son momentos; pero momentos de plenitud estética y ontológica». Recordando estas palabras, quiero expresar mi gratitud a los participantes por su trabajo y su presencia. Quiero también agradecer al municipio de Albanchez de Mágina su generosa acogida; así como a su corporación municipal, en la persona de su entonces Alcalde, Eufrasio Ortiz Muñoz, a Rosalía Alonso y a Alejandro Morales por su entrañable interés en los más mínimos detalles. Mi agradecimiento también al Instituto de Estudios Giennenses por su colaboración y por el trabajo de Salvador Contreras; y a la Asociación para el Desarrollo Rural de Sierra Mágina que nos brindó la inestimable ayuda de Francisco Catena. Intencionadamente reservo mi último agradecimiento para el Colectivo de Investigadores de Sierra Mágina, en la persona de su presidente, Jorge González Cano, por creer en el proyecto y confiarme esta labor. ENCARNACIÓN MEDINA ARJONA

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ALBANCHEZ DE MÁGINA L’AVERSE

À Encarnación Medina,

Lola, Angels, Lourdes, Isabel, Rafael, Françoise, Salvador, Carmelo, Cavi, Anne-Claire

Le plaisir de la pluie en la vallée heureuse!… Où les noyers lavés d’amertume fautive Étalent le clinquant de leur parure hâtive, Vers l’automne jonché d’une rousseur peureuse. Rester ! oh, oui ! rester !, loin du pin et la yeuse Et du steamer blanchi par l’adieu de la rive, Dans la pâle olivaie d’un oubli qui nous rive Au plaisir de la pluie en la vallée heureuse. Heureux qui pense encor dans l’aval de la pluie Que le bonheur n’est plus qu’une ondée qu’on essuie Sur le visage offert à l’averse exultante, Celui dont le chagrin, lavé comme un feuillage, Déversé doucement s’écoule sur la page Du poème érigé dans l’oubli de l’Attente. (Antimallarméennes – J. del Prado)

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DE LA ESTÉTICA DEL PAISAJE A LA SALVACIÓN ONTOLÓGICA DEL YO...

De la estética del paisaje a la salvación ontológica del yo o el fracaso de la voluntad de horizonte Javier del Prado Universidad Complutense de Madrid

Planteando problemas Para que el yo se salve, es preciso que el paisaje muera. Por paradójico que sea, éste es el axioma con el que me quedaría al final de mi deambular por las 89 cartas de la primera edición de Oberman, texto en el que voy a circunscribir mi recorrido, aunque sea un recorrido a saltos, como lo son los de montaña. Quiere esto decir que este axioma —que para mí es conclusión, tras mi análisis—, en mi exposición, va a ser la línea de fuerza que, inscrita en los textos de Senancour, me ha permitido organizar un material ingente, en lo a datos paisajísticos se refiere. Pero no es esta acumulación la que más me interesa tratar, aunque luego volveré sobre ella, sino la raíz del conflicto ontológico y existencial que lleva al protagonista a enredarse por los mil vericuetos de los valles que recorre, a Senancour a perderse por las mil descripciones fragmentarias y globalizadoras que componen lo más enjundioso del texto y, a mí, a perderme por las mil felices y artísticas descripciones. El conflicto existencial viene dado, a mi entender, por un conflicto inicial de conceptos y de voluntades: la novela está regida, en efecto, por la voluntad, instinto de Oberman que, huyendo de la sociedad y de la historia, busca, en permanente ida, un lugar para establecerse en él, convirtiéndola en morada, pero este lugar tiene que ser sublime. Doble dicotomía, huir y morar, lugar sublime y morada, que aboca al texto

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al fracaso definitivo que le lleve a un pacto capaz de abolir dos de las aporías esenciales del ser-hombre. Lo sublime pertenece a la trascendencia, al instante vivido en la trascendencia, ya sea porque el ser sufre un arrobo o ya sea porque «lo trascendente» irrumpe momentáneamente en la historia. Lo sublime irrumpe o se busca y en la búsqueda se experimenta, pero en cuanto se encuentra, lo sublime se desvanece como presente y como presencia. Jesús en el monte Tabor, rodeado de los tres profetas, y cuando los discípulos le sugieren la construcción de tres tiendas para convertir la irrupción en morada, la visión se desvanece y Jesús les dice a los apóstoles: hombres, no sabéis lo que decís. La morada pertenece al mundo de la inmanencia, exige, para que pueda florecer sobre el barro o la roca, que el que camina, buscando o huyendo, se detenga, se fije, exige la fundación que es siempre fundamentación, echar raíces y echar cimientos, la morada pertenece al espacio del aquí y del ahora, a la historia. La búsqueda del lugar, en cuanto búsqueda, pertenece a lo que he denominado la voluntad de horizonte; pero el lugar, en el cual uno se asienta ya, imaginariamente, antes de aposentarse en él, pertenece a la añoranza del nido, a la añoranza de la sombra —los dos polos a mi entender, de la identidad ontológica del hombre occidental, como luego veremos. Estudiar el paisaje en Oberman, estudiar esta dicotomía y ver su posible resolución, que la hay, a mi modo de ver; pero esta dicotomía y su resolución, en un nivel segundo o anecdótico del texto, es la que propicia la multitud de descripciones paisajísticas a las que antes aludía. Oberman nos ofrece todo un tratado sobre el paisaje-descripción en la novela. Podemos ir del grabado y el apunte a lápiz (tipo Hubert) al óleo (tipo Carlos de Haes), pasando por la acuarela o el apunte cromático que anuncia la escuela de Barbizon, cuando describe la zona de Fontainebleau; sin olvidar, lo que podríamos llamar el paisaje sonoro, cuya esencia elevará a música Liszt, en la primera parte de sus

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Años de peregrinación —obra dividida en tres años, como la novela de Senancour— o más tarde, pero no más lejos en el espíritu, la obra de Richard Strauss, Sinfonía alpina, igual de programática que la de Liszt; y abandonar espiritualmente a Nietzsche, siguiendo los pasos descriptivos de Oberman por las cimas alpinas: Amanecer, Ascensión, La cascada, En los prados florecidos, En el glaciar, En la Cumbre, Suben las nubes, Tormenta, Puesta de sol, etc. Y, permitidme, puesto que no volveré sobre él, detenerme unos instantes en la creación de este paisaje sonoro: C’est dans les sons que la nature a placé la plus forte expression du caractère Romantique : et c’est surtout au sens de l’ouïe que l’on peut rendre sensibles, en peu de traits et d’une manière énergique, les lieux et les choses extraordinaires. Les odeurs occasionnent des perceptions rapides et immenses, mais vagues : celles de la vue semblent intéresser davantage l’esprit que le cœur : on admire ce qu’on voit, mais on sent ce qu’on entend [...] les sons que rendent des lieux sublimes feront une impression plus profonde et plus durable que leurs formes. Je n’ai point vu de tableau des Alpes qui me les rendit présentes, comme le peut faire un air vraiment alpestre. Le Ranz des vaches ne rappelle pas seulement des souvenirs, il peint. Je sais que Rousseau a dit le contraire, mais je crois qu’il s’est trompé. (Troisième Fragment)

Y sigue la recreación del paisaje sonoro del Ranz des vaches: [...] Les premiers sons vous placent dans les hautes vallées, près des rocs nus et d’un gris roussâtre, sous le ciel froid, sous le soleil ardent [...] on y trouve la marche tranquille des vaches, et le mouvement mesuré de leurs grosses cloches, près des nuages, dans l’étendue doucement inclinée depuis la crête de granits inébranlables jusqu’aux granits ruinés des ravins neigeux. Les vents frémissent d’une manière austère dans les mélèzes éloignés : on discerne le roulement du torrent caché dans les précipices qu’il s’est creusé durant de longs siècles. À ces bruits solitaires dans 1’espace, succèdent les accents hâtés et pesants des Küheren [...] l’homme s’éloigne ; les cloches ont passé les mélèzes : on n’entend plus que le choc des cailloux roulants, et la chute interrompue des arbres que le torrent pousse vers la vallée. Le vent apporte ou recule ces sons alpestres ; et quand il les perd, tout paraît froid, immobile et mort. I Jornadas de Mágina. Paisaje y literatura

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Esto me ha llevado ha considerar el personaje de Oberman en su doble dimensión: Oberman, el personaje romántico, el hombre de las alturas, el que sedujera a Unamuno por la Peña de Francia, con su sentimiento más fatalista que trágico de la vida; y esa sombra de Oberman que, menos seductora, pero real a lo largo de todo el texto (y no sólo al final, como se podría pensar), nos permite inventar, sacar a la luz, un personaje de perfil bajo, como se dice ahora, pero que a mí se me antoja más interesante que el primero, personaje tópico romántico, pues si éste, de haber persistido, se habría instalado, a través de la vivencia paroxística del paisaje de los Alpes, en la voluntad de horizonte, es decir, en el umbral del engaño de la mistificación trascendente (en negativo o en positivo —con una metafísica de la presencia o una metafísica de la ausencia—), el segundo se enfrenta con dudas y titubeos, pero con valentía y sinceridad a la única posibilidad real, para el hombre, que ya intuye el realismo burgués, y que sólo triunfará en la segunda mitad del siglo (aunque el hombre occidental del siglo XX haya vuelto a las andadas de la metafísica negativa): asumir, desde la inmanencia, el desguace del edificio trascendente (ligada al más allá, a la otra vida, a la tierra prometida y a todas las Ítacas que las distintas mitología (judeocristiana, grecorromana —más greco que romana— y germánica) habían ido construyendo, en función de las promesas imposibles de los dioses, de sus venganzas o de las migraciones tribales seculares. Así, frente al Oberman de la huida, en pos de un horizonte siempre diferido, soportando, desde la ausencia de fe, su ida, no como una peregrinación (los románticos puros tienen una meta), sino como un exilio laico, por el valle de lágrimas, intentaré aprehender el Oberman metonimizado en un lieu dit, pues toda historia, toda temporalidad, toda vida acaba siendo un desapareciendo en un eco de palabras sin sentido: le lieu dit de «La vallée d’Oberman» —y observemos el oxímoron que la aserción, apoyada por el texto y sacralizada por Listz, construye. La voluntad de horizonte, como herencia mítica occidental y como resultante de la ensoñación metafísica y del fracaso no asumido de esta voluntad, configura la vida como deseo, como deseo siempre insatisfecho,

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pues el deseo sólo puede vivir en la insatisfacción. El deseo aspira y es aspirado. El deseo es, pues, autodestructor, al ser, ontológicamente, centrífugo: el yo puede acabar disperso, evaporado y sublimado, como las gotitas proyectadas por la centrifugadora. Y comprendemos las diatribas de Oberman contra el deseo —enemigo número uno de la felicidad. La añoranza de sombras en la asunción de la historia en el hic et nunc y como conquista del realismo materialista, configura la vida como gozo adquirido, como satisfacción: la adquisición de ese satis, permite el detenimiento y el disfrute de lo conseguido. La satisfacción es pues, ontológicamente, amasadora del ser, condensa en torno a un núcleo mínimo de conciencia la precariedad de haber y de existencia del yo y lo amasa, configurando una hogaza humilde, pero rotunda. Y comprendemos la constante obsesión de Oberman por fijar los límites de lo necesario. El assez, que permite le bonheur —incluso el assez económico, antes y después de la herencia recibida—: el assez, veremos sus elementos, capaz de crear la Vallée d’Oberman y en el centro, su casa —aunque en vez de cascada de torrente sólo tenga la caída del chorro de la fuente bajo el pórtico cubierto de musgos. La ensoñación y la construcción de la casa, que tiene como centro el hogar, le foyer, es decir, al mismo tiempo un centro hacia lo cual todo converge y un fuego que asegura el calor del nido, el hogar, siempre definido como una clausura (y deberemos estudiar el papel de la descripción imaginaria de La Grande Chartreuse, triple clausura absoluta, en el nacimiento del proyecto de la Vallé d’Oberman), la ensoñación y la construcción de la morada cae, como es lógico, del lado de la añoranza del nido. La ensoñación del paisaje, siempre definido por el horizonte que lo enmarca, construye el espejismo del más allá, se construye en función de un centro, de un foyer invertido, el que organiza la perspectiva de la fuga, desde el punto de vista elegido por el espectador hacia un horizonte que delimita lo visible separándolo de lo invisible, y repartiendo o seleccionando los diferentes objetos que se distribuirán por el espacio en función de esa fuga.

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La aporía es atroz: la voluntad de horizonte nos irrealiza en la disolución de la marcha, de la huida, y de la flecha que organiza nuestro deseo hacia cielos en los que nuestra identidad se diluye al sublimarse; pero la añoranza de sombras nos ahoga en el enlodamiento de la grasa con la que florece nuestra felicidad, en el cuenco del nido. La única posibilidad de salvación es la dialéctica del centauro. Con este esquema, quedaría el problema de la ubicación de la Arcadia, no la de los antiguos, que respondería al principio de la añoranza, una morada natural para asentarse en ella definitivamente, sino la Arcadia de nuestro Barroco, la Et in Arcadia ego de Poussin tras el Guercino, la que, en pleno centro de la morada de árboles instala ese horizonte frío que es la tumba. Pero me alejo. Cuatro espacios paisajísticos, con su ubicación en el relato En su delirio errante y calculador, Oberman nos ofrece cuatro espacios esenciales donde ejercer su paleta pictórica e ir extrayendo de ellos los elementos que le serán necesarios en su creación de La Vallée. a. Los Alpes, con la primera creación del paisaje alpino (cartas, de la I a la VII). Este primer acercamiento (no nos quedemos ahí, pues es el más sugerente y, por ende, peligroso) tiene una doble función: – una reinvención lenta, paso a paso, fragmento a fragmento del paisaje bucólico alpino, más allá de las sendas trazadas por Rousseau, que tiene como culminación la creación del espacio, unitario y perfecto de Charrières. Pero, sin esfuerzo de búsqueda y de escritura. La carta V es un modelo de tanteo pictórico: tenemos en primer lugar cuatro esbozos, con cuatro o cinco pinceladas cada uno; cada una de éstas recoge parte de los elementos que habrá que recuperar en la pintura definitiva; la que nace, tras ver el caminante el humo que sale de una chimenea detrás de un bosque de castaños y nos describe grados, sombras, inclinación del suelo, arroyos que alegran el lugar, casa aisladas en medio del prado, dos fuentes, algunas rocas, los ruidos del torrente, la vegetación abundante

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que la rodea y que trepa hasta las montañas; hasta que puede concluir: «Tel est Charrières». – la irrupción del paisaje sublime, que culmina la ascensión, frente al Mont-Blanc: Insensiblement des vapeurs s’élevèrent des glaciers et formèrent des nuages sous nos pieds. L’éclat de neiges ne fatigua plus mes yeux et le ciel devint plus sombre et plus profond. Un brouillard couvrit les Alpes, quelques pics isolés sortaient seuls de cet océan de vapeurs ; des filets de neige éclatante retenus dans les fentes de leurs aspérités rendaient le granit plus noir et plus sévère. Le dôme neigeux du Mont-Blanc élevait sa masse inébranlable sur cette mer grise et mobile, sur ces brumes amoncelées que le vent creusait et soulevait en ondes immenses. [Cris de l’aigle] Puis tout rentra dans un calme absolu : comme si le son lui-même eût cessé d’être et que la propriété des corps sonores eût été effacée de l’univers. (VII)

b. El recuerdo y recuperación del bosque de Fontainebleau; espacio natural al que llamaremos el paisaje imposible (cartas VII a XXV). Este espacio nace como - un recuerdo de la adolescencia (con elementos descriptivos fragmentarios en el tiempo del relato y en el recuerdo) - una morfología geográfica y geológica insuficiente, tanto para acoger la proyección de los deseos del yo, del que luego hablaré, como para fijar un tableau pittoresque, propio de la pintura tradicional (ese será su valor, de cara a los pintores de Barbizon). Recordemos que uno de los nombres que menciona es Valvins, es decir, Mallarmé, Manet... c. La recuperación del paisaje imaginario de la Grande Chartreuse (XX), cuya morfología su imaginación ha configurado, con sólo oír el nombre, y que luego un grabado confirmará. Morfología y nombre que volverán, de vez en cuando, a la pluma del narrador, cuando en la tercera y última parte de la novela ensaye el espacio definitivo de su morada. d. Como era de esperar, nos encontramos, también, con la Arcadia imposible (XXXII, XXXIII) que propician una ensoñación previa a los fragmentos que, en cierto modo acaban la primera parte, y que están más

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ligadas al tema de la amistad, imprescindible, como veremos, para que un lugar pueda convertirse en morada, que al espacio arcádico mismo: Je suis bien jeune encore: si tu le veux, je t’aimerai longtemps. Nous vivrons dans la même vallée, et nos troupeaux iront dans les mêmes pâturages [...] Lorsque les vents d’hiver souffleront dans la vallée, quand les frimas couvriront nos prairies, j’irai dans les forêts et je rapporterai les branches de ifs et de pins que l’hiver ne dépouille point [...]. (XXXII)

e. Finalmente, la vuelta a los Alpes, desde Friburgo, ampliamente presente en el texto, la creación de la Vallée d’Oberman (De la carta LXI, en Friburgo, hasta la XC), la mayoría en Imenstròm, nombre, como veremos, inventado por Senancour: estaremos, pues, en plena utopía —pero en plena cronía; da la impresión que sólo se puede asumir la historia en un lugar feliz. Tenemos, en primer lugar una vuelta imaginaria, llevada a cabo en París, pero en la que utiliza ya los elementos esenciales del futuro valle: Imaginez une plaine d’eau limpide et blanche. Elle est vaste, mais circonscrite; sa forme oblongue et un peu circulaire se prolonge vers le couchant d’hiver. Des sommets élevés, des chaînes majestueuses la ferment de trois côtés. Vous êtes assis sur la pente de la montagne, au-dessus de la grève du nord, que les flots quittent et recouvrent. Des rochers perpendiculaires sont derrière vous ; ils montent jusqu’à la région des nues ; le triste vent du pôle n’a jamais soufflé sur cette rive heureuse. À votre gauche les montagnes s’ouvrent, une vallée tranquille s’étend dans leurs profondeurs, un torrent descend des cimes neigeuses qui la ferment : et quand le soleil du matin paraît entre leurs dents glacées, sur les brouillards, quand les voix de la montagne indiquent les chalets, au-dessus des prés encore dans l’ombre ; c’est le réveil d’une terre primitive ; c’est un moment de nos destinées méconnues !

Y siguen las variaciones, descriptivas, de noche, a mediodía, al atardecer, en el ocaso: Et lorsque l’ombre a couvert cette vallée d’eau ; lorsque l’œil ne discerne plus ni les objets ni les distances ; lorsque le vent du soir a soulevé les ondes : alors, vers le couchant, l’extrémité du lac reste seule éclairée d’une pâle lueur, mais tous ce que

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les monts entourent n’est qu’un gouffre indiscernable ; et au milieu des ténèbres et du silence, vous entendez à mille pieds sous vous, s’agiter des vagues toujours répétées, qui passent et ne cessent point, qui frémissent sous la grève à intervalles égaux, qui s’engouffrent dans les roches, qui se brisent sur la rive, et dont les bruits romantiques semblent résonner d’un long murmure dans l’abîme invisible.

Deberíamos oponer este texto al de la «subida» al Mont-Blanc, pues, con una morfología casi idéntica, mientras que el espectáculo del MontBlanc construye una dinámica ascensional, orientada por la perspectiva de la fuga extrovertida, hasta que el alma se pierde en el absoluto de las formas, los colores y los sonidos abolidos; esta descripción, con una perspectiva invertida, construye una dinámica de precipitación, engouffrement más sonoro que visual. No es extraño que esta descripción, o similares, estén en la base de la construcción metafórica del yo moderno (similar en ello al volcán y al océano de René). Es en este texto (en uno similar en el que, sin duda, piensa Michel Collot cuando define la función del paisaje moderno como metáfora del yo de la siguiente manera: L’expérience moderne du paysage tend vers un fond insondable qui ne saurait faire l’objet d’une véritable perception. Ce qui l’attire dans l’horizon, ce n’est pas ce qu’il met en vue ; c’est, qu’il ouvre l’espace à perte de vue sur l’invisible. Et cette perte de vue s’accompagne pour le poète d’une perdition de soi, d’une plongée dans les profondeurs intérieures qui échappent à l’inspection de la conscience. Cette expérience abyssale relève plutôt de l’ordre du sentir que de celui de la perception. Elle appartient à ce que Henri Maldinay, a la suite d’Erwin Straus, nomme le «moment pathique» de la relation au monde, où sujet et objet se confondent dans l’appréhension indistincte d’une seule et même profondeur de présence.1

Magnífico texto aunque no todos los elementos filosóficos que implica puedan aplicarse con plenitud a la experiencia del paisaje

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Michel Collot, La poésie moderne et la structure d’horizon, PUF Écriture, París,

1989.

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obermaniano; sería así en el caso de que esta experiencia estuviera sólo regida por la voluntad de horizonte, aunque este horizonte fuera un horizonte invertido, hacia las profundidades abisales del yo, análogo ateo de las profundidades aéreas de la trascendencia, pero hemos visto que la añoranza de sombra es en sí tan fuerte (veremos que más fuerte) cual la primera; aspecto que podemos ver, incluso en la descripción que acabamos de leer, pero que se completará, definitivamente, al volver Oberman a los Alpes, al valle que llamaremos de Oberman, valle idéntico al que imaginariamente acabamos de visualizar, pero cuya función será totalmente distinta. f. No debemos olvidarnos ni de París ni de Lyon (de la carta XXVI a la XLVI y los tres Fragmentos), epitafios de la reflexión pura: filosofía, sociología, economía; contrapunto conceptual de la dialéctica simbólica que se construye en torno al paisaje. París es interesante de manera especial, pues además de promover la discusión en torno al tema de la vida en la ciudad y la vida en el campo, nos proporciona un auténtico paisaje ciudadano, petit tableau parisien, poema en prosa, de catadura totalmente baudelairiana: J’ai sous ma fenêtre une sorte de place publique remplie de charlatans, de faiseurs de tours, de marchands de fruits et de crieurs de tous genres. Vis-à-vis est le mur élevé d’un monument publique ; le soleil l’éclaire depuis deux heures jusqu’au soir, cette masse blanche et aride tranche durement sur le ciel bleu ; et les plus beaux jours sont pour moi les plus pénibles. Un colporteur infatigable répète les titres de ses journaux : sa voix dure et monotone semble ajouter à l’aridité de cette place brûlée de soleil [...]. (X)

De cara a este primer acercamiento podemos concluir que el paisaje alpino exalta, a priori, la voluntad de horizonte, excita y da alas al deseo que construye su flecha hacia un más allá y hacia un más alto aún —el síndrome de las cimas (visual aún en este momento de la historia del alpinismo); excitación que, al no encontrar nunca una meta, pues la condición natural del más allá es remitirnos a un nuevo más allá diferido, acentuado aquí por su sola vocación visual, provoca

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el cansancio y la decepción del deseo y de un yo incapaz de encontrar la felicidad— y siempre más excitado, pues sólo vive instalado en el futuro imposible. Es la trampa de todos los paraísos prometidos que no puede soslayar aún el primer refugio de Charrières, pues Charrières es un rincón, un nido encontrado, sin voluntad de permanencia, construido fuera de la Historia —que es compromiso económico y convivencia con sus semejantes. A su vez el paisaje de Fontainebleau nos apacigua en su voluntad de regreso a la infancia —y la infancia casi siempre es espacio—; pero la infancia es un bien perdido, como lo es la amistad que se desarrolló en Chessel y que a pesar de las noventa cartas dirigidas al amigo nunca conseguirán que este se convierta en presencia. El yo que vive en la añoranza vive instalado en el pasado. Pasado y futuro como espacios de la capacidad irrealizante del yo que, de nuevo, se niega a la historia. La historia que, valga la paradoja, es experiencia de la temporalidad en el presente —y fija lo que atrapa de todos los paraísos perdidos. Es evidente que cualquier consolación del yo en su precariedad presente no asumida adopta la morfología de las religiones: «La religion finit toutes ses anxiétés ; elle fixe tant d’incertitudes ; elle donne un but qui n’étant jamais atteint, n’est jamais dévoilé [...] elle nous débarrasse de nos maux désespérants, de nos biens fugitifs ; et elle met à la place un songe dans l’espérance, meilleure peut-être que tous les biens réels, dure du moins jusqu’à la mort» (XLIII). La asunción de la historia impone la experiencia del presente y de la presencia, que ni los Alpes como tales, con su voluntad de horizonte progresiva, anclada en el deseo, ni Fontainebleau con la suya regresiva, lastrada por la añoranza, le pueden ofrecer. Es necesaria la invención de un espacio nuevo en el que, presente y presencia, el ser como tal acuerde todas las proyecciones imaginarias compensatorias de los deseos imposibles del yo, incapaz de ser aprehendido en su en-sí momentáneo y real.

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Paisaje y composición Para comprender exactamente esta última afirmación es necesario que veamos tres aspectos en el nacimiento del espacio paisajístico en Oberman: primero, cual es la raíz ontológica y existencial del paisaje; en segundo lugar, cuáles son los mecanismos de creación de un paisaje; en tercer lugar cuál es la naturaleza significante del paisaje, y finalmente, si el paisaje, como tal, puede ser considerado un equivalente natural del ser. La raíz ontológica del paisaje: el paisaje como proyección del yo Al yo deseante e imaginante le basta con oír un nombre para organizar en torno a él una estructura paisajística que responde a la situación momentánea de sus deseos. Que el material de este paisaje proyectado desde el espíritu provenga de las distintas lecturas (que son distintos modos, a su vez, de vivirse en el imaginarse) es lo que menos importa (ello responde a la naturaleza cultural de la noción de paisaje); lo que importa es que el motor de dicha composición, puesto que Composición hay, no está en el objeto mirado (en el ejemplo que voy a leer no hay ni objeto) sino en el deseo, el vacío que mira: J’étais bien différent dans ces temps où il était possible que j’aimasse. J’avais été romanesque dans mon enfance et alors encore j’imaginais une retraite selon mes goûts. J’avais faussement réuni dans un point du Dauphiné, l’idée des formes alpestres à celles d’un climat d’oliviers, de citronniers ; mais, enfin, le mot de Chartreuse m’avait frappé et c’était là, près de Grenoble, que je rêvais ma demeure. […] Une chose bien étrange dont je ne peux bien conclure et dont je n’affirmerai rien sinon que le fait est tel. Je n’avais jamais rien vu, ni rien lu, que je sache, qui m’eût donné quelque connaissance du local de la Grande Chartreuse. Je savais uniquement que cette solitude était dans les montagnes du Dauphiné. Mon imagination composa cette notion confuse et d’après ses propres penchants, le site où devrait être le monastère, et près de lui, ma demeure. (XXI)

Su morada no estará ahí, pero todos los elementos del paisaje alpino serán seleccionados o apartados y esto es esencial, para construir

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su propia chartreuse: en esto estriba la diferencia entre el primer lugar escogido, Charrières y el lugar finalmente compuesto, Imenstròm. La teoría de la belleza desarrollada por Oberman en esta carta XXI, esencial, yendo más allá de la teoría estructural de Diderot, en su Traité du Beau, construye todo el edificio estético en función del concepto de relaciones (de las partes de cada objeto, de los objetos de un mismo espacio entre sí, de ese espacio con los que lo rodean y, sobre todo, de ese espacio con la mirada del que mira o del que sueña, en función de una analogía que lo convierte en significante: Je crois, comme lui, que le sentiment de la beauté ne peut exister hors de la perception de rapports : mais de quels rapports ? S’il arrive que l’on songe au beau quand on voit des rapports quelconques, ce n’est pas qu’on en ait alors la perception ; l’on ne fait que l’imaginer. Parce qu’on voit des rapports, on suppose un centre, on pense à des analogies, on s’attend à une extension nouvelle de l’âme et des idées [...]

Una extensión nueva o una nueva extensión del alma y de las ideas. Todo el texto de Oberman vuelve sobre este doble pilar de la belleza en general y de la belleza paisajística en particular: un paisaje no es un estado del alma porque la naturaleza encierre en ella los signos de ese alma, sino porque ese alma convierte en signos de sí misma los accidentes geográficos depositados por los siglos geológicos y por la mano del hombre en un, perdonadme la expresión, «un cacho de naturaleza», poco importa que ese alma sea individual, un yo, o colectiva, un nosotros. El paisaje descrito y leído como creación (ejercicio de proyección intelectual del yo sobre elementos dispares de un trozo de la naturaleza) o como contemplación (experiencia de proyección espiritual del yo sobre la armonía de esa composición, que resulta ser análoga del yo que la compone, al estar regido el principio de unidad por la misma instancia existencial o cultural que la contempla, ese paisaje resulta ser, sin embargo, una creación, redundante, narcisista y autotélica, especular, desde el punto de vista ontológico, al impedir, por un lado, la

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aprehensión de la verdad de las cosas, que deben ser vividas en su en-sí, esencial, y en la oferta espontánea que le hacen al yo de sus cualidades, no relativamente a su posicionamiento en una estructura artificiosa que las integra en una composición en la que, de absolutas, (por muy mínimas que sean) se vuelven relativas a los demás seres que se encuentran en la misma situación y relativas, sobre todo, al punto de vista estructurador del que mira; por otro lado, al mirar la realidad componiendo un paisaje, el yo que mira no accede al otro, se ensimisma en su proyección como si, espectador de la especial película de su mente, se perdiera por los rincones y los reflejos de su pantalla; en vez de realizarse en el otro —llegar a ser en la res— se ensimisma en su propia substancia Este ejercicio estético y espiritual (ligado al concepto de relación) frente a una experiencia ontológica del ser en-sí (ligado al concepto de ser) puede ser compensado por la experiencia directa de los elementos que componen el paisaje, con su inserción en la vida natural y veremos, ya en la última parte del libro (Años 7 y 8), tras la vuelta a los Alpes, cómo el paisaje se desmorona, s’émiette, como el Azur de Mallarmé en fragmentos de azul diseminados por los actos, por los gestos, de la vida cotidiana (un ojo, un estanque, un pétalo de flor, etc.) imponiendo la virtud vital, nada hipotética ni imaginaria, de su presencia, ante un prado, una mata de fresas, una valla, un árbol: À deux heures nous étions déjà dans le bois à la recherche de fraises. Elles couvraient les pentes méridionales : plusieurs étaient à peine formées, mais un grand nombre avaient déjà les couleurs et le parfum de la maturité [...] Tandis que nous sentions à peine le mouvement de l’air dans la solitude fraîche et sombre, un vent orageux passait librement [...]. (LIX) Nous allâmes par des sentiers étroits à travers des prés fermés de haies le long desquelles sont plantés des merisiers élevés et de grands poiriers sauvages. J’étais bien, sans avoir eu précisément du plaisir. Je me disais que les plaisirs purs sont, en quelque sorte, des plaisirs qu’on ne fait qu’essayer ; que l’économie dans les jouissances est l’industrie du bonheur [...]. (LIX)

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Paisaje y composición artística La vida atañe a los seres en-sí, en su pura esencia existente. El arte, el artificio artístico es una manipulación de los seres que, arrancados de su en-sí pasan a formar parte de una composición. Y se compone un paisaje, como se compone un cuadro, una sinfonía o un poema, partiendo de una fuerza del deseo que se convertirá en la fuerza unitaria del organismo compuesto y seleccionando una serie de materiales visuales, sonoros, conceptuales que se irán integrando en el todo hasta obtener una unidad significante del deseo que los ha conducido a su fin: Tout produit doit être un : on n’a rien fait si on n’a pas mis d’ensemble a ce qu’on a fait. Une chose n’est pas belle sans ensemble ; et elle n’est pas une chose mais un assemblage de choses qui pourront produire l’unité et la beauté lorsque unies à ce qui leur manque encore elles formeront un tout. Jusque-là ce sont des matériaux : leur réunion n’opère point de beauté, quoiqu’ils puissent être beaux en particulier [...], mais dont l’assemblage encore informe n’est pas un ouvrage. (XXI)

Así visto el paisaje, desde esta perspectiva estructuralista, su sentido cae dentro del espacio de la semiótica: no pertenece al ser en-sí, no es ontológico, sino al espíritu (idealismo) que lo proyecta; es semiológico. Como todo estructuralismo es, de nuevo, irrealizante de cara a la aprehensión del ser. De ahí el predominio en las artes occidentales modernas de la mirada, interior o exterior —como pone de manifiesto Bonnefoy en Le nuage rouge—, y la situación postergada de los sentidos primarios, aquellos que son incapaces de establecer redes distanciadoras entre la conciencia y las cosas. Creo que Oberman sólo tiene dos momentos de plenitud ontológica, en su contacto con la realidad material (sus contactos felices con los demás humanos, al final de la novela, habría que calificarlos de otra manera). Éstos se corresponden curiosamente con experiencias de la belleza que, en un caso va más allá de las posibles correspondencias entre la naturaleza apaisajada y el yo y, en otro, se queda más acá, en la fijación de la mirada en un objeto singular, no integrado en un todo superior —que siempre pertenece al espíritu.

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En el primer caso estamos ante, en palabras del propio Oberman, lo sublime «des analogies grandes ou nouvelles, qui nous donnent le sentiment d’un ordre universel, d’une fin commune à beaucoup d’êtres», se trata del pasaje frente al Mont Blanc, ante el cual el espíritu se siente incapaz, incluso, de componer un paisaje, tal es la fuerza material de las energías dinámicas (viento, luz, nubes) o grávidas (roca inmóvil) que le imponen el silencio y la ceguera, antes de verse abocadas ellas mismas al abismo de la nada silenciosa. Pero, incluso aquí la experiencia del paisaje es una fuerza alienante que se instala en el espacio del rapto, del arrebato y, por consiguiente, de la mistificación2. En el segundo caso el errante está, como el Jean Santeuil de Proust frente a una flor, sola, aislada en su singularidad, hasta el momento en que Henri, destruye la experiencia de Jean al integrarla en un conjunto, en este caso científico: «Ah oui, ça ne vaut pas la peine de la cueillir; c’est une digitah corimbea». Esta misma sensación la tiene Proust en el episodio de la oruga por el muro, y de las mosca en la habitación. En Oberman se trata de une jonquille: II faisait sombre et un peu froid ; j’étais abattu ; je marchais parce que je ne pouvais rien faire. Je passai auprès de quelques fleurs posées sur un mur à hauteur d’appui. Une jonquille était fleurie. C’est la plus forte expression du désir : le premier parfum de l’année. Je sentis tout le bonheur destiné à l’homme. Cette indicible harmonie des êtres, le fantôme du monde idéal fut tout entier dans moi ; jamais je n’éprouvai rien de si grand et de si instantané.

Y, frente al ser en-sí, la vocación compositiva del espíritu se viene abajo: «Je ne saurais trouver quelle forme, quelle analogie, quel rapport secret a pu me faire voir dans cette fleur une beauté illimitée, l’expression, l’élégance, l’attitude d’une femme heureuse et simple dans toute la grâce et la splendeur de la saison d’aimer» (XXX). 2 «Quand les rapports indiqués ont quelque chose de vague et d’immense, quand l’on sent bien mieux qu’on ne voit leurs convenances avec nous et avec une partie de la nature, il en résulte un sentiment délicieux, plein d’espoir et d’illusions, une jouissance indéfinie qui promet des jouissances sans bornes [...] Emportés par ce mouvement rapide, séduits par cette énergie qui promet tout, et dont rien encore n’a pu nous désabuser, nous cherchons, nous sentons, nous aimons, nous voulons tout ce que la nature contient pour l’homme.»

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Pura plenitud reñida con la experiencia biológica La dicotomía entre los escritores que son miopes y los que son présbitas, establecida por Julien Gracq: «[...] Les écrivains qui, dans la description, sont myopes, et ceux qui sont presbytes. Ceux-là chez qui même les menus objets du premier plan viennent avec une netteté parfois miraculeuse, pour lesquels rien ne se perd de la nacre d’un coquillage, du grain d’une étoffe, mais tout lointain est absent, et ceux qui ne savent saisir que les grands mouvements d’un paysage» (Lettrines, 1967) pueden reformularse, entonces, como la oposición entre aquellos escritores que tienen una visión óntica, esencial, del objeto en sí, mirado desde nuestra profundidad en su profundidad, y aquellos que tienen una visión imaginaria, estructural, paisajística, constructivista, diría Bonnefoy, si aplicara esta dicotomía al mundo de la pintura. La división de Gracq no implica sólo un problema de visión sino una implicación total del modo de aprehender al otro, cosa o persona: una visón inmediata, pulsional, de penetración, de convivencia que implica todos los sentidos, en esencial los primarios, como el olfato y el tacto en su acercamiento al ser, de un lado, y del otro, la hegemonía de la visión, como elemento estructurador de una hipotética relación que unos seres mantienen con otros, pero también como elemento distanciador del yo que mira y al mirar compone el paisaje. La visión del paisaje exige la distancia del proyector, la vista panorámica no está reñida con la pantalla imaginaria sobre la cual el yo deseante proyecta sus fantasmas de deseo. La destrucción del paisaje o la naturaleza incorporada a la vida Para aprehender el ser natural, es preciso que el paisaje en el que está incluido muera; esta es la condición primaria de la salvación ontológica del yo, en función de su morada; sin esta destrucción no hay morada posible, pues la morada debe recuperar, en otro nivel, el práctico (en una economía de medios sorprendente) y no el estético, todos los elementos que habían servido para componer este último, como objeto espiritual de belleza. Así se podrá recuperar una armonía de identidad con el ser real

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(no con el ser imaginario). Pasar del paisaje, como composición, a las cosas, pues sólo la cosa, el ser, es indestructible. Rien ne peut être anéanti. Non : un être, un corpuscule n’est pas anéanti; mais une forme, un rapport, une faculté le sont. (XLIV)

Así pasaremos, a su vez, de la disolución centrífuga del yo en su ida hacia el punto de fuga del horizonte a la concentración centrípeta de los objetos naturales (una roca, una fuente, un prado, un seto, el musgo encima del tejado, las frambuesas que serán mermelada, la apertura del monte que permite la entrada del sol del atardecer hasta la casa, el ruido del torrente que llega hasta tus ventanas etc.), concentración que salvaguarda la unidad —frente a la dislocación del yo en la voluntad de horizonte. Este es principio de economía paisajística que regirá la búsqueda y la creación de La vallée d’Oberman: elegir un sitio para crear un nido protector, integrando en su creación todos los elementos vividos en la negatividad de la errancia y de la fuga artísticas. Este punto de llegada no es la resultante de una evolución narrativa ni de una evolución en la vivencia del paisaje, sino la resolución de una dialéctica existencial implícita desde el momento inicial del texto, pues es la base misma de la aporía esencial del hombre occidental como vimos. Ahora bien, nos quedaría por dilucidar el verdadero motor, el principio de la búsqueda en función de lo que acabamos de decir, no nos extrañará si tenemos que buscar la dialéctica, nueva aporía, entre voluntad de huir y de buscar y el azar de movimiento titubeante regido por el instinto; lo que anima, iza la búsqueda de Oberman, pues, en un principio, no sabemos si lo que busca es una morada o lo que busca es una madriguera; las imágenes se multiplican: cueva, agujero en una roca, fraternidad con el lobo... ¿Es el hombre un producto problemático, anfibio, entre la voluntad de horizonte (espíritu) y la añoranza de la madriguera (biología)? También aquí encontramos el producto de un pacto. En efecto, La vallée d’Oberman no es un paisaje alpino romántico,

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tal como nos describe los Alpes Senacour en no pocas ocasiones, pero tampoco es una madriguera: estamos frente a una granja alpina, en un valle más o menos industrioso, más o menos feliz. La morfología del espacio obermaniano final Pero para que este valle y esta granja hayan sido posibles ha sido necesario salvar los elementos primarios de una morfología, aquellos que componían Charrières, eliminando en ellos cualquier elemento que tienda hacia la proyección estética y cualquier elemento que fuera susceptible de alojar, de nuevo, la voluntad de horizonte. J’ai donc cherché dans toutes les vallées pour acquérir un pâturage isolé, mais facilement accessible, d’une température un peu douce, bien situé, traversé par un ruisseau, et d’où l’on entende ou la chute d’un torrent ou les vagues d’un lac. Je veux maintenant une possession non pas importante, mais étendue, et d’un genre tel que la vallée du Rhône n’en offre pas. Je veux aussi bâtir en bois, ce qui sera ici plus facile que dans le BasValais. Dès que je serai fixé, j’irai à Saint Maurice et à Charrières. Je ne me suis pas soucié d’y passer à présent, de crainte que ma paresse naturelle et l’attachement que je prends facilement pour les lieux dont j’ai quelque habitude ne me fissent rester à Charrières. Je préfère choisir un lieu commode et y bâtir à ma manière comme il convient, à présent que je puis me fixer pour du temps, et peut-être pour toujours. (LX)

a. Una dinámica regida por la búsqueda del descanso Algunos ejemplos de cuando se decide a volver a los Alpes: [...] lorsque je pressens cet espace désenchanté où vont se traîner les restes de ma jeunesse et de ma vie ; et que ma pensée cherche à suivre d’avance la pente uniforme où tout coule et se perd ; que trouvez vous que je puisse attendre à son terme, et qui pourrait me cacher l’abîme où tout cela va finir ? Ne faudrait-il pas bien que, las et rebuté, quand je suis assuré de ne pouvoir rien, je cherche au moins du repos ? (XLI) C’est le propre de l’insensé de prétendre lutter contre la nécessité. Le sage reçoit les choses telles que sa destinée les donne ; il ne

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s’attache qu’à les considérer sous les rapports qui peuvent les lui rendre heureuses : sans s’inquiéter inutilement dans quelles voies il erre sous le globe, il sait posséder, à chaque gîte qui marque sa course, et les douceurs des convenances, et la sécurité du repos. (XLI)

b.La morfología del nido El marco: -

desequilibrio: cima (altura) / abismo (profundidad): el roquedo, la cascada, Fontainebleau (la llanura, pequeños manaderos y pequeños arroyos); - el ruido: viento, tormenta, agua / Fontainebleau: silencio; - alta clausura más o menos circular (círculo de montañas, lago), con apertura hacia el cielo / Fontainebleau (apertura laberíntica de los caminos que transitan el bosque); - contrastes lumínicos y cromáticos ligados a la oposición claridad oscuridad (los abetos y pinsapos, rocas, nieve, cielo, nubes) en cierto modo monocromatismo / Fontainebleau (cromatismo pictórico, azules, rojos, verdes más claros, blancos —es ejemplar, la descripción del tronco de abedul que tanto juego dará en la pintura realista (Courbet, Corot) e impresionista (Monet)). Le gîte: -

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circularidad: el paisaje se construye en círculos concéntricos, del horizonte al centro de la propiedad (la casa); no lo rige, pues, la voluntad de horizonte; la clausura abierta hacia el espacio del horizonte (más que vista, acabarán siendo luces y ruidos) / los refugios trogloditas, de canteros, leñadores y ermitas en el bosque de Fontainebleau; la materia: de los prados sombríos, enmusgados y encharcados a los prados fecundos y los frutales / Fontainebleau (los arenales y los brezales);

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la casita y el puente de Heidi de la primera parte desaparece.

Un movimiento que nos lleva del nido, gîte hallado, a la morada construida: de Charrières a Imenstròm; -

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del desequilibrio romántico (caída y fuga) a la armonía burguesa (estabilidad); del espacio de la esterilidad hermosa (función espiritual en la alineación del yo) a la fecundidad y la producción (función material en la realización del yo); de la soledad contemplativa (la mirada y el deseo como estructuradores del paisaje) a la vida compartida (la actividad manual e intelectual, junto a los obreros, como creadora de la morada).

Con esta operación, el paisaje (alpino y no alpino) queda totalmente integrado en el espacio de una morada fija, ya no es llamada de horizontes sino acogida de hogar: Ma chartreuse n’est éclairée par 1’aurore en aucune saison et ce n’est presque que dans l’hiver qu’elle voit le coucher du soleil. Vers le solstice d’été, on ne le voit pas le soir, et on ne l’aperçoit le matin que trois heures, après le moment où il a passé l’horizon. II sort alors entre les tiges droites des sapins, près d’un sommet nu, qu’il éclaire plus haut que lui dans les cieux ; il paraît porté sur l’eau du torrent, au-dessus de sa chute ; ses rayons divergent avec le plus grand éclat a travers le bois noir ; et le disque lumineux repose sur la montagne boisée et sauvage dont la pente reste encore dans l’ombre [...] La gorge d’Imenstròm s’abaisse et s’ouvre vers le couchant d’hiver [...] Et ma vallée profonde sera comme un asile d’une douce température, entre la plaine ardente fatiguée de lumière, et la froide neige des cimes qui la ferment à l’orient. (LXVII) Je cherche une cellule commode où je puisse respirer, dormir, me chauffer, me promener en long et en large, et compter ma dépense. C’est donc beaucoup si je la bâtis près d’un rocher suspendu et menaçant, près d’une eau bruyante qui me rappellent de temps à autre que j’eusse pu faire autre chose. (LXVIII) Quand je laisse mes fenêtres ouvertes pendant la nuit, j’entends très distinctement l’eau de la fontaine tomber dans le bassin:

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lorsqu’un peu de vent 1’agite elle se brise sur les barres de fer destinées à contenir les vases que l’on veut remplir. Il n’est guère d’accidents naturels aussi romantiques que le bruit d’un peu d’eau tombant sur l’eau tranquille, quand tout est nocturne, et qu’on distingue seulement dans le fond de la vallée, un torrent qui roule derrière les arbres épais, au milieu du silence. La fontaine est sous un grand toit et comme je pense l’avoir dit ; le bruit de sa chute est moins agreste que si elle était en plein air ; mais il est plus extraordinaire et plus heureux. Abrité sans être enfermé, reposant dans un bon lit au milieu du désert, possédant chez soi les biens sauvages, on réunit les commodités de la mollesse et la force de la nature. (LXXXIII)

Y podríamos seguir.... c. La resultante existencial de la vida en el nido convertido en morada El compromiso espacial pactado y la focalización del presente. No se trata de asumir el fracaso desde la perspectiva del futuro ennui mallarmeano —«lugubrement baîller vers un trépas obscur»—, aunque la sombra del suicidio o del dejarse morir esté planeando el texto hasta la instalación definitiva en Imenstròm, sino de asumir el presente y la realidad del aquí, compartido como esencia misma de la naturaleza humana, rompiendo, aboliendo la antigua y falsa aporía de la que nace la voluntad de horizonte con las ofertas del nido, a la sombra, en la protección de un valle cuya resonancia tanto acústica como sonora (no así la visual, perversa, pues nos traza los espejismo tanto del espíritu, trátese de la razón, como los del deseo) puede traernos los elementos positivos, sensoriales primarios de una naturaleza compartida en la experiencia del otro —¿para qué instalarse en la búsqueda permanente? «Si l’homme survit à la mort apparente, pourquoi, je le répète, son poste exclusif est-il plutôt sur la terre que dans la condition, dans le lieu où il est né ?»—. Y entonces asumiríamos que su paso por la tierra es un paso de exilio —«et que les Alpes sont le seul lieu qui convienne à la manière dont je voudrais m’éteindre» (XLI)—, triste, desesperado, vertiginoso en pos de horizontes

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continuamente abolidos por una dinámica de fuga devoradora —«Je ne saurais me plaire dans des lieux où je ne suis qu’en passant», «Si au contraire la mort est le terme absolu de son existence, de quoi peut-il être chargé si ce n’est d’une amélioration sociale ? Ses devoirs subsistent, mais nécessairement bornés à la vie présente, ils ne peuvent ni l’obliger au-delà, ni l’obliger de rester obligé». Aunque no nos impida abandonar una sociedad cuya estructura —ordre social3— no permite el desarrollo del hombre —ouvrage de la nature— y acogernos a otra sociedad, más primitiva, más espontánea, aún no organizada como sociedad civil en la que la emergencia del hombre esencial puede ser más fácil y más dichosa. d. El amor o la amistad o el espacio compartido: del vous imposible de Chessel al lui (Fonsalbe) de Imenstròm Abandonado el amor (descripción de escenas hogareñas imposibles), por imposible, la sombra de la amistad planea a lo largo de toda la novela, en función de ese vous presente y ausente y cuya partida definitiva se añora como una pérdida amorosa. Ahora bien, más hondamente: la experiencia del otro en su dolor (el episodio a lo Bonnefoy). Mais maintenant je suis seul, je n’ai plus rien qui me soutienne. II y a quatre jours j’ai réveillé un homme qui se mourait dans la neige sur le Sanetz. Sa femme, ses deux enfant, qui vivent par lui, et dont il paraît être pleinement le mari et le père, comme l’étaient les patriarches, comme on l’est encore aux montagnes et dans les déserts ; tous trois faibles et demi-morts de crainte et de froid, l’appelaient dans les rochers et au bord du glacier. Nous les avons rencontrés. Imaginez une femme et deux enfants heureux. Et tout le reste du jour, je respirais en homme libre, je marchais avec plus d’activité. Mais depuis... (LX)

La experiencia del otro en su comunidad:

3 «Je ne veux pas me traîner de degrés en degrés, prendre place dans la société […] Rien n’est plus burlesque que cette hiérarchie des mépris qui descendent selon des proportions très exactement nuancées, et embrassent tout l’état.»

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Je vais donc m’y arranger comme si j’étais à peu près sûr d’y passer ma vie entière. J’y vais établir en tout la manière de vivre que les circonstances m’indiquent [...] Je vais donc m’arranger selon les lieux, mais d’une manière qui n’écarte de moi personne de ceux dont on peut dire : c’est un des nôtres. (LXV).

La experiencia del otro en su fidelidad (Fonsalbe): L’amitié entre Fonsalbe et moi devance le progrès du temps [...] II a rendu à mes déserts quelque chose de leur beauté heureuse et du romantisme de leurs sites alpestres : un infortuné, un ami y trouve des heures assez douces qu’il n’avait pas connues. Nous nous promenons, nous jasons, nous allons au hasard ; nous sommes bien quand nous sommes ensemble.

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INSOLACIÓN Y DESOLACIÓN: EL PAISAJE DE LA CAMARGA EN F. MISTRAL

Insolación y desolación: el paisaje de la Camarga en F. Mistral Mª Esclavitud Rey Pereira Universidad Complutense de Madrid

1.Consideraciones previas Aunque el título de este trabajo lleva a pensar en Mirèio (op.cit. 1966, vol. I ), el primero de los grandes poemas épicos de F. Mistral, no es este poema, sin embargo, la única obra donde nuestro autor se refiere extensamente a la Camarga. En efecto, uno de los capítulos de sus Memòri e raconte, concretamente el que lleva por título «Lou viage di Santo» (op. cit. 1969, pp. 530-575) está centrado en la excursión que F.Mistral, en compañía de A. Mathieu, hizo desde Beaucaire, a través de la Camarga, hasta la iglesia de las Santas Marías del Mar, en mayo de 1855, el día de la fiesta votiva de sus patronas (a las que Provenza está encomendada: María Jacobea, María Salomé y María Magdalena; cuyos cuerpos, según la tradición, reposan en esta iglesia). Por la fecha de este primer viaje de Mistral a las Santas Marías podemos deducir que, si bien no en el momento de la primera redacción de Mirèio, sí al menos cuando revisaba el manuscrito del poema para fijar su versión definitiva, Mistral ya conocía la Camarga, por haber estado allí. Recordemos que Mirèio se publica en 1859 y que el viaje a las Santas había tenido lugar, por lo tanto, cuatro años antes. Me interesa destacar este dato y subrayar el episodio porque no en todas las obras de Mistral ha existido un conocimiento directo y previo de los espacios en ella referidos. Sirva como ejemplo su último poema I Jornadas de Mágina. Paisaje y literatura

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Mª ESCLAVITUD REY PEREIRA

épico, Lou pouèmo dóu Rose, para cuya configuración espacial parece probado que el poeta se sirvió de un portulano. Cabría pensar, dado ese conocimiento previo y directo, que en Mirèio Mistral habría vertido muchas de sus impresiones personales, «reales», sobre la región —a las que nosotros tendríamos acceso como lectores en la medida en que considerásemos como tales, es decir como reales, las que nos transmiten sus memorias. Sin embargo, y aún aceptando ese «pacto de realidad» o «fidelidad biográfica» que nos proponen las memorias de Mistral, si dejamos aparte un modo de aprehensión del mundo que es, en líneas generales, similar en las dos obras mistralianas, como cabe esperar proviniendo del mismo autor, observamos que existen en una y otra obras gran cantidad de elementos que alejan el viaje «poético» del «real» y que podemos organizar en tres niveles: - A nivel cósmico y temporal, el viaje a las Santas de Frédéric Mistral tiene lugar un 24 de mayo y se realiza bajo el signo del agua, de un aguacero persistente que cierra completamente el horizonte y convierte el camino en un barrizal en el que se hunde por momentos el coche de caballos que transporta a los romeros. El viaje de Mirèio tiene lugar un 24 y 25 de junio, por San Juan, bajo el signo del sol, un sol deslumbrador sobre una tierra abrasada y un ambiente tórrido que van a producir en la heroína los nefastos efectos (en un primer nivel de significación) que conocemos. – Desde el punto de vista social, el viaje de Mistral es un viaje colectivo, realizado en la compañía de A. Mathieu y de los restantes peregrinos que abarrotan el coche. El viaje de Mirèio no sólo es solitario sino que además, a lo largo de éste, se va a producir el despojamiento, el progresivo abandono, del «ser social» de la heroína. – En el plano existencial, el viaje de Mistral había sido cuidadosamente preparado por éste y proyectado como un agradable e «instructivo» pasatiempo. 38

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El viaje de Mirèio, por el contrario, surge «espontáneamente», como respuesta a la imperiosa necesidad de la joven de resolver un conflicto interno, como sabemos la negativa paterna a aceptar a Vincèn como yerno, habida cuenta de la distancia social que separa a los jóvenes. Todas estas diferencias hacen, en definitiva, que el viaje de Mirèio sea de tipo iniciático sin posibilidad alguna de vuelta atrás, pues todo viaje iniciático es un viaje sin retorno, mientras que el de su autor podría ser considerado como simplemente turístico. Antes de centrarme en el análisis del paisaje en Mirèio, me interesa efectuar ahora varias consideraciones, de carácter más general, sobre el tratamiento del espacio en la obra. Pues, tal como se desprende del estudio de la estructura narrativa del poema, cabe destacar como todo el movimiento de la obra, que es mucho, se organiza en torno a dos polos espaciales: de un lado «lou mas di falabrego», la propiedad de la familia de Mirèio, situada en plena llanura de la Crau y limitada visualmente hacia el noreste por los Alpilles y, del otro, la iglesia de las «Sànti-Marìo de la Mar», enclavada en los confines del Vaccarès, en la Camarga, inmenso espacio abierto y desierto al que la tierra y el mar confieren su carácter anfibio. Como decíamos, «lou mas di falabrego» funciona como el punto hacia el que convergen todos los movimiento de la primera parte del poema, concretamente en siete de sus doce cantos: Canto I, «Lou mas di falabrego»: Mèste Ambròsi y su hijo Vincèn son acogidos en la masía al caer la noche y ante la amenaza de tormenta. Canto II, «La culido»: Mirèio y Vincèn, en lo alto de una de las moreras de la finca, recogen las hojas que servirán de alimento a los gusanos de seda de la masía y acaban declarándose mutuamente su amor. Canto III, «La descoucounado»: alegre reunión de jóvenes amigas de Mirèio, en la masía de ésta, para hacer la recogida de los capullos de seda. Canto IV, «Li demandaire»: tres ricos pretendientes a la mano de Mirèio se acercan hasta el «mas di falabrego» para confiar a la joven sus intenciones, siendo rechazados, uno tras otro, por ésta. I Jornadas de Mágina. Paisaje y literatura

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Canto V, «La batèsto»: pelea entre Ourrias, furioso por la negativa de Mirèio, y Vincèn. Canto VII, «Li vièi»: visita que hace Mèste Ambròsi a Mèste Ramoun y Jano-Marìo, padres de Mirèio, con objeto de pedirles la mano de la joven para su hijo Vincèn. Canto IX, «L’assemblado»: última reunión convocada en «lou mas di falabrego», a la que todos los trabajadores de Mèste Ramoun acuden, para contar a los desesperados padres de Mirèio lo que saben de la joven, desaparecida durante la noche. Todo este entramado de idas y venidas que tiene como centro la propiedad de Mèste Ramoun, da lugar ya sea a escenas de carácter intimista ya a nutridas concurrencias; en todas ellas nacen espontáneamente, bajo forma de relatos secundarios, de cantos o de fabulaciones, diferentes momentos de la historia, la leyenda, el folklore o las creencias provenzales. De tal manera que la escritura narrativa mistraliana intercala e integra constantes regresiones que, partiendo de una temporalidad, un espacio y unos personajes dados, los que configuran el momento narrativo de que en cada caso se trate, derivan, remontándose en el tiempo e incluso traspasando todo límite temporal, hacia una recuperación de lo que podríamos denominar, de manera genérica, «los componentes antropológicos de lo Provenzal». A partir del canto VII, que funciona como la gran bisagra actancial y espacio-temporal de la obra, y a excepción del canto IX, como acabamos de ver, ese movimiento de convergencia se desplaza hacia el oeste, hacia «li Sànti-Marìo de la Mar». A esta iglesia acuden, en sucesivas oleadas, la agonizante Mirèio, las tres santas mujeres, el padre y la madre de Mirèio, «Li Santen» (los habitantes del lugar) y, por último, Vincèn, hasta componer una multitud cuya misión será triple: recrear —a través del relato de las Santas Marías— los primeros momentos de la cristianización de Provenza, asistir como testigo impotente a la muerte de la heroína, y, finalmente, configurar la última masa coral del texto, encargada, entre lamentaciones, plegarias y cánticos de alabanza a las Santas, de clausurar el poema. 40

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Los títulos de los cantos que pertenecen a este segundo movimiento del poema son claramente ilustrativos de las etapas del viaje de Mirèio hasta las Santas y de su muerte: Canto VIII, «La Crau». Canto X, «La Camargo». Canto XI, «Li Santo». Canto XII, «La mort». Como los jalones de un viaje que, lo veremos más tarde, no será sino la forma exterior que adopta la aventura personal e íntima de Mirèio. Hablamos de «aventura personal e íntima de Mirèio», ello no es óbice, sin embargo, para que la escritura mistraliana ponga de manifiesto en su desarrollo, también ahora, la tendencia que acabamos de destacar. Así, en cuanto se produce el encuentro de Mirèio con algún personaje, o sencillamente el paso de la protagonista por un lugar conocido o cualquier otro episodio integrante de la acción del relato, surgen de forma recurrente la historia, las leyendas o el folklore provenzales, generalmente de la boca de alguno de los personajes que transitan el texto y, en muy pocas ocasiones, de la misma instancia narrativa. Quedan de este modo organizados todos los cantos del poema en torno a los dos polos espaciales referidos, a excepción del canto sexto, titulado «La Masco» (la hechicera), que se encuentra al margen de esa estructura bipolar. En efecto, aunque también ahora un grupo de personajes se pone en camino: varios criados de Mèste Ramoun, Mirèio y Vincèn —gravemente herido tras la traición de Ourrias—, este camino los conducirá a un espacio completamente nuevo en el poema, «Lou Trau di Fado» (la Gruta de las Hadas), situado en los Alpilles. Allí las fuerzas telúricas que emanan de las entrañas de la tierra, canalizadas por la hechicera Tavèn, van a producir la completa curación de Vincèn. Se ha querido ver en este canto un episodio de transición entre los dos movimientos antes referidos, además de una sumisión del poeta a las leyes clásicas de la épica, que exigirían un descenso a los infiernos, al modo de

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Homero en la Odisea —de quien Mistral se declara «umble escoulan»— o de Virgilio en la Eneida. Creemos, no obstante, que en Mirèio este canto alcanza una mayor rentabilidad, ya que apunta doblemente hacia un nivel simbólico-telúrico, en función del binomio «muerte/renacimiento» —hablaremos de ello más adelante—, que enlaza, de nuevo, con esa voluntad de recuperación de «lo Provenzal», manifestada ahora en la presentación de todos los seres fantásticos y fuerzas sobrenaturales de las creencias populares de Provenza. Las consideraciones hasta aquí realizadas nos conducen a observar, por último, que es en el movimiento y el desplazamiento como los héroes y heroínas mistralianos afrontan las encrucijadas existenciales de sus vidas. Diríase que el ‘yo’ en conflicto se sintiera de pronto desubicado, desinstalado y como extranjero en su entorno habitual y se viera en consecuencia forzado, en una huída hacia delante, a cambiar de horizontes en busca de un nuevo equilibrio. Precisamente de huída habla Charles Mauron, en diferentes artículos, al referirse a las heroínas mistralianas; pero es sobre todo en sus «Estùdi mistralen» de 1954, y en la posterior reducción y traducción al francés de este trabajo, titulada «La vierge qui fuit», donde estudia el autor, desde una perspectiva psicoanalítica, el impulso de huída que en Mistral nace siempre asociado a toda ruptura o amenaza de ruptura del ‘yo’ femenino: Le malheur ouvre ainsi la porte d’une liberté. L’âme, secrètement, croit ou veut croire qu’elle y gagne. Elle fuit le «monde orageux», avec le sentiment qu’un havre l’attend [...] L’éploiement de la terre provençale, la retraite de ses déserts, ses belvédères et, s’il le faut, le ciel et la mer la protègent. (Mauron, Ch., op. cit. p. 132)

Coincidimos plenamente con Ch. Mauron, en el caso de Mirèio, en calificar de huída ese movimiento de auto-expulsión del espacio paterno que se superpone, en el ánimo de la joven, al imperioso deseo de encontrar ayuda y consuelo en la iglesia de las Santas Marías del Mar. Pero esta huída, como ya los títulos de los cantos correspondientes anunciaban, se estructura en diferentes momentos, en función de distintas

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organizaciones del material narrativo, entre ellas la del espacio, que el texto presenta. Analizaremos a continuación las etapas que configuran la particular «huída» de Mirèio, en relación con la percepción y representación del paisaje como construcción del espacio, y su posterior deconstrucción, que en ellas se ponen de manifiesto. Partimos por tanto, en este trabajo, de un concepto de paisaje en literatura —y en el arte en general— como el producto resultante de un proceso de composición y evaluación de esa composición llevado a cabo por un sujeto observador, en función de criterios ajenos, siempre, a la realidad observada, puesto que se encuentran del lado de ese observador, dirigiendo y determinando su lectura de la realidad. Se trata, con toda evidencia, de una concepción del paisaje que integra las consideraciones que, sobre esta cuestión, formulaba ya Charles Baudelaire en su Salon de 1859 —casualmente el año mismo de la publicación de Mirèio—. En ellas Baudelaire subrayaba, muy lúcidamente, el carácter externo y subjetivo de toda composición paisajística: Si tel assemblage d’arbres, de montagnes, d’eaux et de maisons, que nous appelons paysage, est beau, ce n’est pas par lui-même, mais par moi, par ma grâce propre, par l’idée ou le sentiment que j’y attache. (Baudelaire, Ch., op. cit., p. 660)

2. El paisaje en Mirèio, el viaje de Mirèio 2.1. «Lou mas di falabrego» Como ya se ha señalado aquí, el recorrido de Mirèio se inicia en la propiedad familiar, que en la primera parte del poema se va configurando, al hilo de las diferentes escenas de trabajo y de ocio que en ella se suceden, como un espacio doméstico y protector a pesar de su amplitud e importancia. Un espacio que se organiza en paisaje en la medida en que es observado y evaluado por los distintos personajes que hacia él se acercan y que se construye en función, tan sólo, de cortas alusiones a los distintos elementos que lo componen. No existen en el texto largas descripciones

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—pensamos que el ritmo del poema tampoco lo permitiría—, como si «se diera por sentado» además que, a través de unas notas breves, un público plenamente familiarizado con la vida campesina en Provenza pudiera evocar, sin necesidad de más detalles, lo que es sobradamente conocido. La dedicatoria interna del poema justificaría esta impresión: Car cantan que pèr vautre, o pastre e gènt di mas. (Canto I)

Todo parece indicar, en efecto, que Mistral fue el primer sorprendido ante la conjunción de felices circunstancias que hicieron que su poema traspasara los límites del espacio provenzal. Varios son los rasgos que cabría destacar en este paisaje compuesto a grandes trazos: – Su ubicación; la masía linda al noreste con los Alpilles y, en las restantes direcciones, con la llanura de la Crau. – Su extensión y riqueza, su variedad y fertilidad, tanto vegetal como animal, y – La diversidad de labores campesinas que en ella se realizan. De la combinación de todos estos elementos surge un paisaje organizado y doméstico, que funciona como un microcosmos acotado, ordenado, trabajado y sometido tanto a las leyes humanas de «Mèste Ramoun», como a las leyes cósmicas de una temporalidad cíclica, que presiden las labores y los días de la comunidad humana que lo habita. En este microcosmos el «yo» aparece felizmente instalado. Así es como se manifiesta Jano-Marìo, rodeada de comadres y vecinas, en el centro de su propiedad: Iéu claramen siéu fourtunado! (Canto III)

Y poco después Mirèio declara, haciéndose prácticamente eco de las palabras de su madre: [...] Urouso emé mi gènt, A noste mas de Crau countènto, I’a pas rèn autre que me tènto. (Canto III)

Enseguida, sin embargo, esta ensoñación-recreación de una Arcadia feliz (como define este espacio Robert Lafont en el artículo «Mirèlha 44

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coma Arcàdia» op. cit.) se rompe, perdiendo todo sentido ante el conflicto existencial de Mirèio, no sólo para la heroína sino también para los demás personajes de la obra (D’avé’strassa tant de garrigo/De que vai me servi, se partes dóu maset? (Canto XII), se lamenta Mèste Ramoun), y dando lugar a ese movimiento de auto-expulsión al que ya me he referido. La joven emprende su huída en plena noche de San Juan; contrasta aquí una percepción del momento, en el exterior de la casa paterna, en la que el elemento cósmico —«una noche tranquila y solitaria y cuajada de estrellas»— se muestra mucho más apto para acoger a ese «yo» atormentado que el mismo espacio familiar: Lou tèms èro seren, e so,l e’sperluca. (Canto VIII)

Los regímenes sensoriales que dominan la construcción del paisaje tanto en esta primera etapa como en las dos etapas restantes —como también en los demás textos de Mistral— son los siguientes: – El visual, que anima un modo de percibir lo que permanece en la «exterioridad» del «yo» en función de las categorías bipolares horizonte abierto / horizonte cerrado, relieve plano / relieve abrupto, espacio cultivado / espacio inculto, fertilidad / aridez, espacio desierto / espacio habitado, y monocromatismo / policromía. – Y el sensitivo-táctil, ligado a la experiencia íntima del paisaje, a su conocimiento por parte del «yo», que se manifiesta en las categorías materia blanda / materia dura, frío / calor, y sequedad / frescura. De ordinario, a lo largo del poema, ambos regímenes se alternan en la escritura, respondiendo a un primer momento sensitivo de percepción del entorno, en el que prima lo visual, y que se mantiene, como hemos señalado, en la exterioridad, para dar paso, en un segundo momento, a un movimiento de interiorización del paisaje que será ya de índole táctil. Pero además, como ya se ha subrayado aquí repetidamente, la escritura mistraliana casi nunca se mantiene en el nivel puramente sensitivo de la percepción o la experiencia del paisaje; por el contrario, ella progresa,

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traspasando los límites espacio-temporales de cada momento narrativo, hacia una recuperación de «lo provenzal» que no pertenecerá ya al orden de lo sensible, sino al de lo inteligible. 2.2. «La Crau» Fuera ya de la hacienda familiar, comienza para Mirèio la segunda etapa de su viaje, la Crau. Los dos regímenes sensitivos, visual y táctil, de los que ya hemos hablado, se alternan también ahora en una percepción y recreación del paisaje que actualiza diferentes elementos de las categorías antes citadas. Así, encontramos que lo epítetos que se aplican a la Crau y que son retomados una y otra vez por la escritura mistraliana, construyendo una estructura de auténtica letanía, pertenecen sobre todo a categorías que hemos relacionado con el régimen visual y, en menor proporción, a categorías propias del régimen de lo táctil: -

La Crau sombría y desnuda (...la Crau sourno e pelado...) (Canto VIII). La Crau inmensa y pedregosa (L’ inmènso Crau, la Crau peirouso) (Idem). La Crau inculta y árida (Acampestrido e secarouso,/...la Crau...) (Idem). La Crau muda (La mudo Crau...) (Idem). La Crau desierta (...la Crau deserto,) (Idem). La Crau abierta a los doce vientos (I douge vènt la Crau duberto,) (Idem).

Correspondiendo, dentro de estas categorías, a actualizaciones de los polos: horizonte abierto, relieve plano, espacio inculto, aridez, espacio desierto y monocromatismo, en relación con el régimen visual, y materia dura y sequedad en relación con el régimen de lo táctil. Por otra parte, y en perfecta alternancia con los anteriores, se impone también la presencia de la pareja de elementos visual y táctil propia del

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lexema fìo (fuego), luz y calor, contenida en los versos siguientes, que se repiten a lo largo de todo el canto: Souto li fìo que Jun escampo, Mirèio lampo e lampo e lampo. (Canto VIII)

Todos estos elementos, articulados en frases idénticas o de estructura similar, constituyen materiales sonoros, a modo de motivos musicales, que se combinan en alternancia o entrecruzamiento, acompañando rítmicamente el trayecto de la joven Mirèio a través de la inmensa llanura y generando el efecto de sentido de un espacio abierto, ilimitado, monocromo, uniforme y dilatado sin tregua. Un espacio en el que la permanencia resulta imposible y que la joven no hace sino atravesar: Ni d’aubre, ni d’oumbro, ni d’amo! (Canto VIII)

Al final del canto, ya en los confines de la Crau, la dureza del camino, la falta de agua y el sol empiezan a hacer mella en Mirèio, el paisaje se «interioriza» y se sufre: O bon Sant Gènt! Lou gres que dindo Me crèmo li peiado, e more de la set! (Canto VIII)

Surgen en este momento, a la vista de la joven, el pozo abandonado y, poco después, la gran extensión acuática del Ródano. El Ródano reintroduce en el poema, al menos durante un corto tiempo —la noche que Mirèio pasa con la familia de pescadores—, los temas de la verdura y el frescor que habían estado relacionados con el espacio paterno; pero la presencia del gran río es sobre todo funcional, es la puerta que permite el paso de un espacio más o menos conocido y familiar —la hacienda paterna y la Crau—, al mundo ignoto de la Camarga: Le Rhône ...est pour elle...véritablement le lieu de passage entre deux univers absolus, opposés et cependant complémentaires. (Mauron, M., op. cit., p. 114)

2.3. «La Camargo» El espacio de la Camarga se configura en un primer momento como un paisaje completo ante los sentidos de Mirèio —en la reunión de los

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cuatro principios cósmicos fuego, aire, agua y tierra— que se ofrece en su inmensidad, al menos inicialmente, como una tierra prometida: Souto li fìo que Jun escampo, Mirèio lampo, e lampo, e lampo! De soulèu en soulèu e d’auro en auro, vèi Un plan-païs inmènse; d’erme Que n’an à l’iue ni fin ni terme; De liuen en liuen e pèr tout germe De ràri tamarisso... e la mar que parèis... (Canto X)

Los ya conocidos versos «Souto li fìo que Jun escampo,/ Mirèio lampo, e lampo, e lampo!», acompañan rítmicamente, también ahora, la entrada de la heroína en ese universo, estructurado en función de los polos: «horizonte abierto», «relieve plano», «espacio inculto», «aridez» y «espacio desierto», que definen un paisaje sobre todo mineral, donde apenas hay rastro de vida vegetal o animal y donde la humana, a excepción de nuestra heroína, es inexistente. Un paisaje que sólo la mirada («l’ iue») es capaz de recorrer y al que la sobreabundancia de luz resta incluso color. Pues bien, a medida que el sol asciende en la bóveda celeste, este espacio se va haciendo cada menos soportable para Mirèio, y, al mismo tiempo, se va desvaneciendo paulatinamente ante su mirada, cegada por tanta claridad. Incluso el mismo sol acabará desapareciendo, en tanto que realidad visual, de ese espacio ya interiorizado, cuyos componentes quedan reducidos a sensaciones táctiles de dolor y son percibidos metafóricamente como elementos invasores, en un primer momento, y agresores y mortíferos después. En este pasaje de la obra, la escritura mistraliana consigna con precisión «metafórica» el avance devastador para Mirèio del sol, cuyos rayos son descritos inicialmente como un aguacero que todo lo inunda: Dóu souleias li rai e l’uscle Plovon à jabo coume un ruscle; (Canto X)

En un segundo momento, como enjambres de furiosas avispas que hunden sus aguijones en la carne de la joven:

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Lou blound dardai beluguejaire Fai parèisse d’eissame, e d’eissame feroun. D’eissame de guèspo, que volon, Mounton, davalon et tremolon Coume de lamo que s’amolon. (Canto X)

Y, finalmente, como dardos que alcanzan a nuestra heroína en la frente y le producen la muerte: De l’implacablo souleiado Tout-en-un-cop l’escandihado Ié tanco dins lou front si dardaioun...(Canto X)

Asistimos, en estos últimos momentos del recorrido de Mirèio, a una progresiva interiorización del paisaje, por parte de la heroína, que acarrea, como vemos, su descomposición en sensaciones mínimas, dispersas e inconexas, de imposible lectura unitaria, y, por consiguiente, la desaparición del texto de toda dimensión paisajística —recordemos nuestra concepción de paisaje como construcción—. Todo ello en correlación, lógicamente, con la pérdida de capacidad perceptiva, de cualquier noción espacio-temporal y de toda conciencia de sí, que acompañan la experiencia mística final de la joven. Curiosamente, estos momentos de contemplación mística que las Santas permiten a Mirèio, antes de su definitiva salida de este mundo, son también aprovechados por la escritura mistraliana para revivir —a lo largo de todo el canto XI—, de la boca de sus protagonistas más directas, un nuevo episodio de la historia y la leyenda provenzales, concretamente la gesta de la cristianización del país, acaecida durante los primeros años de nuestra era. Se cumple por tanto, también ahora, la tendencia tantas veces mencionada de la escritura mistraliana a trascender el nivel de lo narrativo-ficcional, propio de cada texto, en aras de un proyecto general, puesto que se extiende a toda su obra, de recuperación de las raíces provenzales.

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3. Conclusiones Desde el paisaje doméstico y acogedor de los primeros cantos del poema, hasta el espacio inhóspito y agresor del canto décimo, que niega esta vida para dar paso a un «más allá» cristiano, la escritura de F. Mistral parece cargar de sentido el trayecto de la joven Mirèio. Sin negar la posible existencia de otras funciones y, por consiguiente, de otros niveles de lectura del paisaje en este poema mistraliano, nosotros encontramos fundamentalmente tres, que pasamos a exponer de forma muy esquemática: – Cabe hablar, primeramente, de cómo el paisaje contribuye en Mirèio a la recreación textual de una Arcadia feliz, en la que incluso el tiempo, fijado en historia o en leyenda, tiene su cabida. – Pero esta construcción no se puede mantener y Mistral lo sabe, pues él mismo la ubica en un tiempo anterior, ya perdido, que hace corresponder con el tiempo histórico de su padre. No obstante el poeta lucha por recuperar, o al menos rescatar del olvido, ese pasado, y en ese sentido el poema es una buena prueba de ello, con toda la dimensión didáctica, en cierto modo publicitaria, que presenta. En cualquier caso, tanto el carácter regresivo del relato principal del poema —la historia de Mirèio—, como las continuas evocaciones de tiempos pasados, ya sean históricos, ya legendarios, que el texto presenta, sí podrían estar manifestando una relación problemática, o al menos incómoda, del yo-escritor con su presente histórico. En segundo lugar, una función «alegórica-cristiana» vendría a superponerse a esa primera función «histórico-existencial» que acabamos de exponer, tal como parece autorizar el final del poema. En este nivel de lectura, encontramos que el viaje de Mirèio constituye la perfecta alegoría del recorrido ascético-místico del alma, ya que se produce un isomorfismo exacto entre los dos trayectos, en cada una de sus etapas: Vía purgativa.- Todo el viaje de Mirèio hasta la iglesia de las Santas.

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Vía iluminativa.- La revelación de las Santas «La mort es la vido!» (Canto X). Vía unitiva.- La unión de Mirèio a las Santas en su viaje al paraíso cristiano. Notemos que este nivel de lectura vendría a completar el sentido del anterior, por cuanto que supone la definitiva salvaguarda del alma, al margen de toda coordenada espacio-temporal. Encontramos por último, en el paisaje mistraliano, una función «simbólico-cósmica» profunda, que nos reenvía a una cosmología plenamente enraizada en Mistral, esto es, a una aprehensión y explicación del mundo y del cosmos, por parte del autor, en función básicamente de tres de sus elementos primordiales —el sol, la tierra y el agua—, del equilibrio de fuerzas que entre ellos se establece y, finalmente, del orden cósmico, de carácter cíclico y natural, que emana de ese equilibrio, siendo así que toda transgresión de ese orden comportaría una seria amenaza para la misma vida. Referencias bibliográficas Baudelaire, Ch., «Le Paysage» in Salon de 1859. Œuvres Complètes (Vol. II), Gallimard, Paris, 1976, pp. 660-668. Lafont, R., «Mirèlha coma Arcàdia», in Actes du IVe Congrès de Langue et de Littérature d’Oc, Lagautrière, Avignon, 1973, pp. 143-151. Mauron, Ch., «La vierge qui fuit», Mélanges mistraliens (Publ. des Annales de la Faculté de Lettres de Montpellier), IX, 1955, pp. 127-145. Mauron, M., «La Méditerranée dans Mireille», Revue de Langue et Littérature Provençales, 1, pp. 113-118. Mistral, F., Mémoires et récits. Correspondance, edición de P. Rollet, Ramoun Berenguié, Barcelona, 1969. Mistral, F., Œuvres Poétiques Complètes, 2 vol., ibid., 1966

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FUNCIÓN ONTOLÓGICA DE LOS PAISAJES MAUPASSANTIANOS

Función ontológica de los paisajes maupassantianos Isabel Veloso Universidad Autónoma de Madrid

Maupassant sigue siendo un desconocido especialmente en lo referente a una parte de su obra, paradójicamente la más elocuente en cuanto al enorme caudal de información que nos proporciona: información personal y social, estética y ontológica, política y moral: se trata de los libros de viajes. Son tres obras correspondientes a otros tantos viajes que hizo Maupassant a finales de siglo, entre 1884 y 1890 por la Costa Azul y el norte de África (Au soleil (1884), Sur l’eau (1888), La vie errante (1890)). La lectura de estos libros debería bastarnos para desterrar la simplista clasificación de Maupassant como naturalista. En realidad, Maupassant es un romántico de finales de siglo y su concepto del viaje así lo demuestra. Maupassant no viaja para documentarse, Maupassant viaja para encontrar la paz ontológica de un ser desgarrado. Es una especie de peregrinación autobiográfica en pos de un ideal, que como todos los ideales, sirve de guía, pero permanece inalcanzable. Au soleil y La vie errante sobre todo, siguen la estela del Voyage en Orient de Lamartine o de Nerval. De modo que no se trata tanto de un viaje geográfico como de un viaje interior, porque el paisaje no es entendido ni como decorado, ni como referente antropológico sino como significante ontológico y existencial donde el yo se lee metafóricamente con una intensidad que no conoce término medio: o se goza o se padece, interpretándose siempre según una clave de perpetua inestabilidad.

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La dialéctica genética, la dialéctica finisecular. La recreación del paisaje en Maupassant es esencialmente dialéctica, fatalmente dialéctica: en Maupassant hay por una parte, un paisaje del que se huye, pero al que fatalmente siempre se vuelve, y por otra parte, un paisaje que se persigue, pero que fatalmente nunca se alcanza. Esta tensión irresoluble es reflejo de unas condiciones vivenciales que condicionaron la existencia del autor. Genética e ideológicamente Maupassant está abocado, determinado que diría Zola, a ir de un extremo a otro, en un vaivén insoportable que terminó prematuramente con él. En realidad podría haber sido un ejemplo viviente del determinismo sociobiológico pregonado por el naturalismo. Maupassant padeció como pocos la crisis finisecular. La violenta irrupción del materialismo positivista, el abandono sin paliativos del por qué a favor de cómo, la inmanencia absoluta; una nueva concepción del mundo y del hombre que a los pocos años se vio desplazada por la contraria: el regreso del por qué, la vuelta de la trascendencia y del más allá, el espiritualismo; y en medio de esta vorágine de extremos, hombres como Maupassant buscando su sitio. En medio de esa búsqueda del sentido perdido, creyó, como otros muchos, encontrarlo en la doctrina nihilista de Schopenhauer, pero no fue más que un espejismo, como veremos luego. Maupassant, que, como todos sabéis, murió loco, sufría una enfermedad mental por aquél entonces aún no diagnosticada, hoy conocida como trastorno bipolar. En una enfermedad con un alto componente de carga genética, aunque no hay que descartar causas psicológicas o vivenciales que puedan incidir en esta enfermedad. Se caracteriza por una sucesión interminable de períodos de euforia y otros de depresión: en los primeros predomina una exaltación sin límites, la impresión de poder gozar de todo y de que todo está permitido, por un aumento de la energía y la vitalidad, por una sobreexcitación de capacidad sensorial. Por el contrario, las fases depresivas hunden a la persona en un inmenso vacío poblado por sensaciones de desesperanza y

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FUNCIÓN ONTOLÓGICA DE LOS PAISAJES MAUPASSANTIANOS

pesimismo, por pensamientos de muerte e inutilidad de cualquier acción, además de síntomas físicos como migrañas y otros dolores crónicos. Certes, en certains jours, j’éprouve l’horreur de ce qui est jusqu’à désirer la mort. Je sens jusqu’à la souffrance suraigüe la monotonie invariable des paysages, des figures et des pensées. La médiocrité de l’univers m’étonne et me révolte, la petitesse de toutes choses m’emplit de dégoût, la pauvreté des êtres humains m’anéantit. En certains autres, au contraire, je jouis de tout à la façon d’un animal. [...] mon esprit.... s’élance à des espérances qui ne sont point de notre race, et puis retombe dans le mépris de tout, après en avoir constaté le néant, mon corps de bête se grise de toutes les ivresses de la vie. (Sur l’eau, 18)

Este trastorno tiene, curiosamente, una repercusión estética muy clara: el tema del otro, otro oscuro y nihilista, obsesionado por la idea del a muerte y la locura, en perpetua lucha con el yo, vital y gozoso, instintivo y sensorial. Pero este desgarro se complica con la emergencia de una tercera instancia: los otros, desdoblados en dos vertientes. Nos encontramos pues con diversas instancias, irreconciliables, cada una de las cuales con un paisaje propio: – los otros occidentales, de los que se huye, encarnados en el paisaje urbano septentrional y occidental; – los otros orientales, como metáfora de un ideal existencial, se encarnan en el paisaje natural, meridional y oriental; y en medio, el mar y el desierto, paisajes del yo por excelencia, además de soporte del viaje, lo cual nos permite leer el viaje como una metáfora ontológica y existencial; – y el otro, oculto en cualquiera de los tres espacios, agazapado, para emerger súbitamente aprovechando esa soledad tan deseada, pero tan peligrosa, para forzar la vuelta al espacio social del que se huía. Maupassant no puede asumir la alteridad social y busca el aislamiento y la comunión con el cosmos, sin embargo, de ese aislamiento salta como una fiera el otro para enloquecerlo y forzarlo a volver. El yo, el otro, los otros, son los vértices de un triángulo del que Maupassant quiere en vano escapar. (La mención del triángulo no es I Jornadas de Mágina. Paisaje y literatura

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gratuita, pues hay una más que interesante geometrización del paisaje maupassantiano). El paisaje de los otros occidentales es un paisaje urbano —desde el pueblo hasta la ciudad— y esencialmente europeo. Es una paisaje tratado con desprecio por el autor, pues no es sino metonimia de los usos y costumbres de una sociedad que le desagrada profundamente: el arte industrial, la sociedad burguesa, lo absurdo de la política (él era una especie de anarquista, profundamente antidemocrático, a veces), la doble moral, la muchedumbre, la modernidad, en definitiva. París es el emblema de este espacio que le provoca un tal dégoût que no es de extrañar que el primer capítulo de La vie errante (el título no es nada gratuito, como veremos) se llame «Lassitude»: [...] la vision [...] de l’horrible spectacle que peut donner à un homme dégoûté la foule humaine [...] (p. 2) Ne pas pouvoir entrer dans une salle de théâtre parce que le contact des foules agite inexplicablement l’organisme entier, ne pas pouvoir pénétrer dans une salle de bal parce que la gaité banale et le mouvement tournoyant des valses irritent comme une insulte, se sentir lugubre à pleurer ou joyeux sans raison suivant la décoration, les teintures et la décomposition de la lumière dans un logis [...] (p. 5)

Este paisaje con sus gentes y el hastío que provocan en él, ponen en marcha el motor del viaje maupassantiano: la huida. Huir hacia un ideal ontológico de carácter ecléctico que le permita superar esas tensiones, reconciliarlas y recuperar así el equilibrio primordial. Oh ! Fuir, partir ! Fuir les lieux connus, les hommes, les mouvements pareils aux mêmes heures, et les mêmes pensées surtout ! Quand on est las à pleurer du matin au soir, [....] las des visages amis ... devenus irritants, des odieux et placides voisins, des choses familières ...., de sa maison, de sa rue, ....,de soimême, il faut partir, [...]. (Au soleil, 1-2)

Esta huida puede interpretarse en términos pictóricos. París, estéticamente, no es más que grisalla, un dibujo al carboncillo, dominado por líneas y perfiles, muy geometrizado para marcar así su agresividad. Las ciudades de la costa pierden ya ese rigor angular, aparecen recreadas como cuadros impresionistas, manchas de colores pastel en las

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que las líneas empiezan a difuminarse, cuadros que deben mirarse desde lejos, porque en cuanto el espectador se aproxima a ellas, sobreviene el desencanto y la decepción como ante una pintura que no se entiende, ni se puede apreciar. La distancia que separa la armonía estética del caos cromático y misántropo es el puerto, frontera que separa el espacio del yo del espacio de los otros. La ciudad es bella vista como parte del paisaje, pero toda esa belleza se desvanece cuando se transforma en un espacio humano. [...] rien n’est plus joli que l’entrée de ce port, rien n’est plus sale que l’entrée de cette ville [Génova]. (Au soleil, 11)

En esta huida llegamos a otro paisaje fronterizo: Córcega y Sicilia, la encrucijada entre occidente y oriente, el norte y el sur, modernidad y tradición. Es un paisaje poderoso porque ha conseguido mantener la armonía perdida entre lo racional y lo natural, ejemplificado en el arte siciliano que, según Maupassant, mantiene intacta la emoción y la sensualidad del arte antiguo, la capacidad para conmover aún antes de ser comprendido —incluso sin ser comprendido en absoluto— algo completamente ajeno al frío e intelectualizado arte del resto de Europa. Y de las costas francesas a la costa del norte de África, por mar y luego por pleno desierto, los dos espacios ontológicos privilegiados por le autor y que nos traen de nuevo la recurrente idea de los contrarios. De todos es conocida la afición, la obsesión incluso, de Maupassant por el elemento acuático; pero de todas sus manifestaciones, el mar es la más rotunda. La inestabilidad existencial maupassantiana encuentra su natural expresión en el mar, pero también en el desierto, ajenos ambos a la estabilidad y seguridad que da la tierra firme. Maupassant se reconoce en esa inestabilidad y en ella busca saciar esa necesidad de absoluto: («silence universel», «solitudes illimitées») Ce paysage [...] désolé, suffit à l’œil, suffit à la pensée, satisfait les sens et le rêve parce qu’il est complet, absolu [...]. (Au soleil, 24.)

Un absoluto que, en términos geométricos, encuentra en la infinita horizontalidad, en el reino de la onda —de agua o de arena— donde

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el ángulo queda proscrito. Disolverse en el cosmos que reúne en el lo absoluto y la nada, tanto una nada primigenia como una nada final: o antes del inicio o después del final, de nuevo los contrarios: Le désert [...] quelque chose comme le commencement d’un univers ! (Au soleil, 18) L’énorme soleil s’élève au-dessus de cette terre qu’il a dévasté, et il semble déjà la regarder en maître, comme pour voir si rien de vivant n’existe plus. (Au soleil, 23)

Esa nada recreada corno refugio ontológico: no pensar, si acaso percibir, no necesitar, adormecerse en un universo propio, ajeno al mundo... todas estas pautas nos conducen directamente a la imagen del barco mecido por las olas como metáfora del regressus ad uterum. Se trata de una simbología ambigua del mar: tanto inestabilidad como protección. Nous voilà glissant sur l’onde, vers la pleine mer. La côte disparaît ; on ne voit plus rien autour de nous que du noir. C’est la une sensation, une émotion troublante et délicieuse : s’enfoncer dans cette nuit vide, dans ce silence, sur cette eau, loin de tout. II semble qu’on quitte le monde, qu’on ne doit plus jamais arriver nulle part, qu’il n’y aura plus de rivage, qu’il n’y aura pas de jour. (Sur l’eau, 17) II semble que quelque chose de ce calme éternel de l’espace descend et se répand sur la mer immobile, [...]. C’est quelque chose d’accablant, d’irrésistible, d’endormeur, d’anéantissement comme le contact du vide infini. Toute la volonté défaille, toute pensée s’arrête, le sommeil s’empare du corps et de l’âme. (La vie errante, 4)

El mar como cuna y como tumba. Respecto a esto último resulta una imagen muy poderosa la que encontramos en uno de los micro-relatos insertos en Sur l’eau: el hijo del violinista Paganini vagando sin rumbo por el mar, con el cadáver de su padre en una barca, buscando inútilmente una costa que aceptara darle sepultura. Dada su excentricidad —él mismo decía que estaba poseído por el demonio, etc.— ninguna ciudad lo quiso acoger, de modo que el cadáver, rechazado por la tierra, por los hombres, sólo encontró reposo en medio del mar, en un islote llamado San Férreol. 58

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Desde el punto de vista del discurso analógico, el mar y el desierto son los referentes sobre los que se apoyan las figuras retóricas más elaboradas. Conviene decir que Maupassant, en estas obras, no tiene un discurso analógico muy osado ni elaborado: aún permanece anclado en el universo de la comparación o la metáfora in praesentia, sin perder del todo el referente real. Sólo cuando se trata del mar y del desierto va más allá, con imágenes que intercambian los estados de la materia, aproximándose incluso a la estructuración metafórica: […] le Bel-Ami était déjà soulevé par de longues vagues puissantes et lentes, ces collines d’eau qui marchent, l’une derrière l’autre, [...] sans colère [...]. [...] cette mer de montagnes [...] séparées par des vallées. [...] dans ce chaos liquide et dansant [...] les moutons apparaissent, ces moutons neigeux qui vont si vite et dont le troupeau illimité court sans patte et sans chien, sous le ciel infini. (Sur l’eau, 48) […] cette mer [el desierto] furieuse, morte et sans mouvement, [...]. (Au soleil, 35)

Tanto el mar como el desierto ofrecen al yo la posibilidad de evasión a partir del sueño: solo en el mar y en el desierto la realidad se difumina y se transforma en un espacio onírico (a veces ayudado, todo hay que decirlo, por el éter o el opio) El desierto y el mar son las puertas a otra dimensión, a la irrealidad. Si alguna vez Maupassant se acercó al simbolismo, fue sin duda en estos viajes: Je demeurais haletant si grisé de sensations, que le trouble de cette ivresse fit délirer mes sens. Je ne savais plus vraiment si je respirais de la musique ou si j’entendais des parfums [...] je me demandais comment un poète moderniste, de l’école dite symboliste, aurait rendu la confuse vibration nerveuse dont je venais d’être saisi et qui me paraît […] intraduisible. [...] Est-ce que je ne venais pas de sentir jusqu’aux moelles ce vers mystérieux : Les parfums, les couleurs et les sons se répondent. (La vie errante, «La Nuit», 6)

Seguimos a Maupassant en su búsqueda del ideal existencial y llegamos a África. Según Maupassant, oriente empieza a partir de Túnez, un universo donde, por fin, las líneas y los ángulos han desaparecido. Je suis souvent triste ; je déteste la vie, qui me blesse chaque jour par tous ses angles, par toutes se duretés. [...] Je vis ordinairement dans

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cet état. Deux choses m’en peuvent guérir : l’opium ou l’Orient. [...] c’est la terre des sages, la terre chaude où on laisse couler la vie, où on arrondit les angles. Nous sommes les barbares, nous autres gens de l’Occident qui nous disons civilisés [. . .]. Notre caractère a des angles, toujours des angles ! (Sur l’eau)

Esta aversión a los ángulos recuerda al cuento de Frank Belknap Long, Los perros de Tíndalos. África es un paisaje de extremos donde él mismo se reconoce, por eso le cautiva: De Sahara sans un brin d’herbe elle devient tout à coup, presque en quelques jours, comme par miracle, une Normandie follement verte, une Normandie ivre de chaleur. (La vie errante, 52)

Es en África donde se encuentran esos Otros que representan el ideal de imposible eclecticismo entre el estoicismo y el epicureismo. Por un lado, la vida como una errancia perpetua, sin raíces, sin ataduras, sin destino: Peuple étrange [...] on passe sur la terre sans s’y attacher, sans s’y installer. [...] Les Arabes passent, toujours errants, sans attaches, […] indifférents à nos soucis, comme s’ils allaient toujours quelque part où ils n’arriveront jamais, (La vie errante, 25-26)

No es de extrañar que uno de estos libros se titule precisamente La vie errante. Para Maupassant, el árabe es el último vestigio del hombre natural entendido desde el punto de vista roussauniano, un hombre natural al borde de la aniquilación por el contacto con la civilización occidental en forma de colonialismo. Pero también es la tierra del pleno y simple goce de los sentidos: Qu’importe la pensée pratique ! Je n’aime que le rêve. Lui seul est bon, lui seul est doux. [...] quand je serai las du repos délicieux, las de jouir de l’immobilité de mon rêve éternel, las du calme plaisir d’être bien, [...] je partirai [à cheval ...] comme une flèche sur cette terre colorée qui enivre le regard, dont la vue est savoureuse comme un vin. (Sur l’eau / chronique «L’Orient» 1883)

Quizá el «naturalismo» maupassantiano podría interpretarse desde esta óptica: recuperación del estado natural, no pervertido por la alteridad histórica y social, no pervertido por la razón.

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Il me semble que je sens la vie plus fortement et plus cruellement que dans les villes, où toutes les conversations nous séparent, nous éloignent du contact brutal de la nature même. Ici [África], je la vois, je la surprends, je la découvre. (Lettre à Mme Émile Strauss)

Con todo esto lo que vemos es que el paisaje maupassantiano es enormemente dramático, dentro de la más pura tradición romántica. Es además un paisaje poliédrico: puede interpretarse tanto desde una perspectiva interior como exterior, un paisaje en el que podemos leer tanto los dramas del yo como la evolución socio-histórica. Y desde cualquiera de las perspectivas el resultado es el mismo: la lucha de contrarios y el trampolín hacia la búsqueda de la armonía perdida. À Mme ÉMILE STRAUSS Hammam-Rhira, jeudi minuit. [1888] Madame, Votre dépêche m’a rejoint tout à l’heure à Hammam-Rhira, où je comptais m’arrêter quelques jours, mais que je vais quitter demain pour aller visiter dans les montagnes de l’Ouarsenis la forêt de cèdres de Tessiet Haad. Si vous aviez la gracieuseté de m’écrire quelques lignes, voulez-vous me les adresser poste restante à Alger, où je reviendrai avant de partir pour la Kroumirie. Je fais en ce moment un voyage à pied très beau par des montagnes et des ravins de forêts vierges, qui ne sont guère connues que des Arabes. Je bois de l’air qui vient du désert et je dévore de la solitude. C’est bon et c’est triste. Il y a des soirs où j’arrive dans des auberges africaines, une seule chambre blanchie à la chaux, et où je me sens sur le cœur le poids des distances qui me séparent de tous ceux que je connais et que j’aime, car je les aime. L’autre jour, je suis resté ainsi jusqu’à minuit devant la porte du caravansérail délabré où j’avais mangé des choses que je ne peux définir et bu de l’eau à laquelle je ne veux plus songer. On entendait, à des distances infinies, des aboiements de chiens, des jappements de chacals, la voix des hyènes. Et ces bruits sous un ciel dont les étoiles flambaient, ces énormes, miraculeuses, innombrables étoiles d’Afrique, ces bruits étaient si lugubres, donnaient tellement la sensation de la solitude définitive, de

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l’impossible retour, que j’en ai eu froid dans les os. Puis, quand le soleil se lève, je repars sur les sentiers avec des élans de bête libre et j’ai, tout le long des marches, des joies vives, courtes, sensuelles, simples, des joies de brute lâchée qui sent et ne pense pas, qui voit sans regarder, qui boit des impressions, de l’air, et de la lumière. J’ai eu ces jours-là un inexprimable mépris pour les civilisés qui dissertent, argumentent et raffinent. J’aime mieux tirer mon coup de fusil sur un oiseau qui passe, et que je tue, et que je regrette d’avoir tué en le voyant mourir. Et je repars avec ce remords de la bête agonisante, dont les tressaillements me restent dans l’œil. Et je recommence. Il en est toujours ainsi loin de tout, des gens et des événements. Il me semble que je sens la vie plus fortement et plus cruellement que dans les villes, où toutes les conversations nous séparent, nous éloignent du contact brutal de la nature même. Ici, je la vois, je la surprends, je la découvre. L’Arabe, dans sa butte de branches et d’herbes, à moitié nu, à moitié idiot, fanatique et bestial, est un être aussi intéressant que jules Lemaître, qui retourne, en son esprit subtil et limité, des problèmes intéressants un jour, démodés le lendemain, aussi inutiles à discuter que toutes les bêtises qui occupent les hommes ; je cite Lemaître, parce que je le considère comme un des plus intelligents parmi les intellectuels. Il faut sentir, tout est là, il faut sentir comme une brute pleine de nerfs qui comprend qu’elle a senti et que chaque sensation secoue comme un tremblement de terre, mais il ne faut pas dire, il ne faut pas écrire, pour le public, qu’on a été ainsi remué. On peut tout juste le laisser comprendre, quelquefois, à quelques personnes, qui ne le répèteront point. Cette lettre, Madame, va vous surprendre, vous ne me connaissez guère encore. Vous vivez, là-bas, sous des becs de gaz. Je vis ici sous des astres qui sont pareils à un peuple de soleils. Quand je les ai regardés comme ce soir, je suis plus ivre que si j’avais bu tout le champagne que les chroniqueurs font couler, ou sabler, au café Anglais. Je baise vos mains, Madame, en me disant votre ami, très respectueux, très dévoué, très reconnaissant. Guy de Maupassant

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«DES CIELS COULEUR DE SOMMEIL»: LE PAYSAGE DANS LES PREMIERS ROMANS DE MIRBEAU

«Des ciels couleur de sommeil»: Le paysage dans les premiers romans de Mirbeau Lola Bermúdez Universidad de Cádiz

Une écriture qui tend à dévoiler le mystère du réel passe, presque tout naturellement, par une interrogation du paysage, car c’est peut-être dans la saisie scripturale de cet élément que se joue la difficulté initiale de la transcription du réel ; elle constitue pour ainsi dire le seuil d’une poétique du roman qui pour le premier Mirbeau prend la forme d’un imaginaire fortement ancré dans la terre. Dans ces romans —Le Calvaire (1886), L’abbé Jules (1888), Sébastien Roch (1890)—, la terre devenue nature articule une approche du réel, doublée du dessein explicite du romancier d’en dévoiler le mystère : « Certes, j’étais, je le suis toujours, sensible à la beauté de la forme mais, sous la forme, si belle qu’elle fut je cherchais l’idée substantielle, l’explication de mes inquiétudes, de mes ignorances, de mes révoltes en germe. Je cherchais la raison évidente de la vie, et le pourquoi de la nature». (SR, 276). La nature —dans son versant paysager— constitue donc, le substrat de l’œuvre mirbellienne et s’érige en fondement esthétique de l’artiste qui fait passer dans ses romans la doctrine naturaliste par le philtre de la subjectivité. Les problèmes que pose la représentation de la nature se font particulièrement évidents dans la description des paysages au deuxième degré —la nature dans les tableaux—, motif que développe Dans le ciel, roman qui répond à certaines des questions posées dans sa trilogie autobiographique et dans lequel Mirbeau (1848-1917) lance le mot d’ordre de sa poétique: Voir, sentir, comprendre, poétique qui montre bien

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la particularité du naturalisme mirbellien et qui décide, en quelque sorte, de « l’échec » du roman, dans la mesure où elle cible le désir de l’auteur plutôt qu’ un objet. Ceci se traduit par des personnages désespérément appropriés à saisir l’invisible, l’impalpable, l’irrévélé, le mystère. Le personnage de Lucien du roman Dans le ciel (1892-93) est révélateur de cet échec car le peintre, « représentant » mieux doté en théorie que l’écrivain, s’obstine inutilement à poursuivre un but inaccessible : « Eh bien ! c’est cet invisible passage [de la lumière] que le peintre, pour arriver à une harmonie approximative, et nécessaire, doit voir et reconstituer sur sa toile ». (DC, 91-92). Le passage d’une tonalité lumineuse à une autre ou l’aboi du chien pour le peintre, l’odeur de la terre ou le lent écoulement des nuages pour le romancier illustrent très exactement ce vertige de l’abîme (DC, 26) que suppose la transcription du réel. Mais si le cumul des parties n’aboutit pas à la description de l’ensemble, la nature reste tout de même source d’émotions que le romancier tente de transmettre à son lecteur : « C’est que la nature, pour qui sait la voir et la comprendre est une étrange magicienne, perpétuelle créatrice de rêve, une infatigable renouveuleuse d’idéal. Tout est en elle, car elle est la Beauté en dehors de quoi nous ne pouvons rien concevoir, la source interne où nous pouvons puiser, à pleine âme, les fortes émotions »1. En ce qui concerne le paysage au premier degré, celui des romans de Mirbeau est fortement lié à la terre, au terroir, s’en tenant à la réduction traditionnelle du paysage à la campagne, campagne aussi bien sauvage que cultivée. Au moment de la contemplation d’un paysage, la ville est toujours derrière l’observateur qui plaque parfois le modèle architectural urbain sur un paysage dont la perception se voit ainsi transformée par l’expérience de la ville qui demeure nonobstant un vide lourd de significations. Le paysage urbain est donc pratiquement invisible, constitué uniquement de quelques rues et de quelques ruelles où déambulent les personnages, et de façades plantées comme des décors de la dissimulation et de l’hypocrisie. Cette absence n’est pas simple nostalgie ruraliste mais 1 Octave Mirbeau, Correspondance avec Camille Pissarro, t. 2 (1886-1890), Editions Valhermeil, 1986, Paris, p. 199.

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plutôt la forme vide d’un arrachement de la sensibilité, de la connaissance ou de l’identité des personnages. Étant donné que Mirbeau aime surtout les paysages qui surgissent, la ville, présentée tabulairement, comme un tassement ou agrégat de maisons n’est donc jamais concernée : Paris est presque invisible dans Le Calvaire ou Dans le ciel, de même qu’aucun renseignement n’est fourni à propos des bourgades des Roch ou de la petite ville où Jules Dervelle exerce son ministère. Censée jouer un rôle important dans la formation de certains personnages, la capitale n’est désignée qu’en creux, comme pour mieux figurer le silence douloureux du passage de l’enfance à la maturité ; elle n’est évoquée qu’en tant que renversement de la nature (C, 45). J’essaierai donc d’aborder ici, dans un premier temps, les caractéristiques du paysage campagnard, où se côtoient, et parfois se fondent, une fausse nature (cultivée) et une nature libre (forêts, bois, landes, plages), paysage où sont néanmoins intégrées les bourgades de l’enfance (Saint-Michel, Viantais, Pervenchères), car leurs dimensions4 contrairement à la grande ville, leur permettent de s’insérer dans un ensemble rural plus vaste. Récurrents, ces paysages agrestes vont donc se déployer sous deux grandes modalités en forte interaction : paysages perçus et paysages imaginés, tous deux sous-tendus par une réflexion sur le mode de transposition dans la peinture soutenue par les personnagespeintres de ces premiers romans. Signalons tout d’abord que le paysage mirbellien apparaît souvent dans le cadre perceptif formel de l’embrasure d’une fenêtre, de la vitre d’une calèche ou d’un train. Je n’insisterai pas sur le rapport du paysage au regard, longuement étudié, ni sur les conventions qui en font un genre codifié et un stéréotype culturel, j’aborderai plutôt les modalités d’une composition où se répètent similitudes de plans et lignes de force, que le paysage soit fixe (saisi par un observateur immobile) ou qu’il soit traversé (saisi par un observateur qui se déplace). Mais que l’observateur soit fixe ou qu’il se déplace, c’est toujours le regard du spectateur qui fait émerger le paysage et le présente sous la couleur sentimentale du moment de l’observation : Un paysage —peut-on lire dans Dans le ciel— c’est un état de ton esprit, comme la colère, comme

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l’’amour, comme le désespoir... (DC, 92). Le rendu panoramique est donc soumis aux avatars du temps et du moment du regard. Les paysages perçus sont généralement ceux d’une immensité (plaine, mer, lande) saisie dans un regard panoramique, qui y opère une sorte de quadrillage géométrique : bien sur des lignes verticales (arbres, taillis, clochers, pie), des lignes courbes (ondulations des rivières, routes, coteaux), des ovales (peupliers), des cercles (pommiers), des points (oiseaux, hommes, habitat rural dans le lointain), mais surtout une division symétrique : une route, une allée, une rivière posent d’emblée un rapport de latéralité renforçant la focalisation de l’observateur, dont les approches ne sauraient être que fragmentaires et juxtaposées (tantôt... tantôt ; par endroits... par endroits). Mais ouverts ou partiellement fermés quand le regard bute sur un élément qui s’élève comme une frontière, une démarcation, une limite (souvent des forêts), le dernier élément désigné dans ces paysages est souvent le ciel, élément qui accorde des valeurs changeantes à l’espace contemplé et lui offre un prolongement symbolique dans son rendu dioramique. Espace de mouvements et de transformations (les nuages y passent, bougent, se transforment, il est incessamment traversé de vols d’oiseaux), le ciel ferme, pour ainsi dire, les paysages comme un écran sur lequel se projetterait, et le regard des personnages et leurs actes. À ce titre, il semblerait qu’il n’est plus simple élément du paysage, mais qu’il le réverbère, ce que le niveau rhétorique du texte se charge de souligner : Malgré lui, l’impure obsession de la femme revenait, s’associait à sa honte, et, avec un involontaire tressaillement de ses muscles, avec une vibration suprême de ses moelles, il la retrouvait en lui, autour de lui, jusque dans l’opacité de l’ombre, jusque dans le symbolisme errant du ciel, où les nuages évoquaient d’impossibles nudités, d’impossibles enlacements, une multitude de figures onaniques et tordues, semblables aux gravures démesurément agrandies d’un livre obscène, qu’il avait eu jadis, au collège. (AJ, 94)

Le ciel comme au-delà vertical du paysage retrouve son homologue horizontal dans une terrible ligne d’horizon (C, 72) derrière laquelle disparaît toute chose, un horizon qui s’élargit, qui recule au fur et à

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mesure que l’on avance, que l’on ne peut ni franchir ni conquérir. En, rapport avec l’ailleurs (le ciel) ou avec l’infini (l’horizon), le paysage est bien souvent le lieu de l’absolu d’où l’homme est exclu, ou bien, n’y est métonymiquement présent que par des objets (chaloupe, habitat) : […] je fus posté en sentinelle, tout près de la route, à l’entrée d’un boqueteau, d’où je découvrais la plaine, immense et rase comme une mer. De-ci, de-là, des petits bois émergeaient de l’océan de terre, semblables à des îles, des clochers de village, des fermes estompées par la brume, prenaient l’aspect de voiles lointaines […] Le cœur serré, j’interrogeais l’horizon […] je ne voyais rien, rien que cette ligne implacable et dure qui sertissait le grand ciel gris autour de moi […]. (C, 78-79)

Dans ces paysages est déployée une grande diversité de parcours optiques, s’organisant autour de la profondeur (en une série de prolongements), elle-même liée à un principe d’espacement interne (deci, de-là ; de place en place ; de distance en distance). Le plus souvent il s’agit de projections vers l’avant, où l’observation s’échelonne du plus proche au plus lointain, que l’observateur soit mobile ou immobile. On y trouve également des projections en recul, liées à l’immobilité de l’observateur, où le regard se porte d’abord au loin, puis sur des plans plus proches, et parfois sur des détails, et même, rarement il est vrai, une articulation de ces deux mouvements optiques. À l’intérieur de ces perspectives qui s’intègrent dans la géométrie de l’espace, les paysages s’organisent autour de l’axe du regard. On aura donc affaire à un point de vue vertical (vue plongeante ou contre-plongée, associées à un observateur immobile) et à un point de vue horizontal où l’observateur se situe, ou bien face au paysage, ou bien à l’intérieur de ce même paysage (notamment lors des marches fiévreuses et courses furieuses à travers la campagne) : De Coulanges à Viantais, la route est charmante. Durant tout le parcours, elle côtoie la vallée, un large espace de verdures nuancées, où coule la Cloche, rivière sinueuse qu’égaient, çà et là, de vieux moulins. Débordée ce jour-là, elle couvrait des parties de prairies qui ressemblaient à des lacs bizarres, où des carrés de saules défeuillés, des rangées de peupliers émergeaient,

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végétation lacustre, que l’eau reflétait, immobile et dormante. Parallèlement à la vallée, et l’enserrant comme les clôtures d’un cirque immense, les coteaux montent, avec des villages sur leur flanc ; et, parfois, entre la ligne des contours rabaissés, s’aperçoivent de très lointains horizons, tout un infini de pays, aussi léger que des nuées. Et sur tout cela, l’exquise lumière hivernale qui poudre les arbres de laque agonisée, tous les tons fins, tous les gris vaporisés qui donnent aux masses opaques des fluidités d’onde et des transparences de ciel. (AJ, 205-206)

Mais, peut-être, le plus caractéristique tient-il à la préférence du romancier pour les paysages qui émergent (s’allongent, se déploient, s’épandent). Mirbeau souligne le côté fugitif et complexe de l’impression et travaille pour rendre son équivalent dans le texte. L’atmosphère vaporeuse (brume, embruns, vapeur, bruine, buée) permet d’unifier les différents éléments du paysage, et de leur donner une tonalité d’ensemble : les contours s’estompent, sont fuyants, indécis, incertains, brouillés, noyés, les couleurs y sont diffuses (bleuissantes, pâlissantes), les perceptions s’intensifient (plus dur, plus net, plus ferme, plus bleu, plus vert). La métamorphose à l’œuvre est signifiée par des dévoilements dans les analogies avec des écharpes, des voiles, des mousselines qui s’agiteraient ; elle est placée sous le signe de la lenteur (lentement, peu à peu, puis... puis) et elle est surtout forte de la présence des participes présents. C’est la nature qui se déploie mais aussi le regard qui se dessille et gagne en acuité : L’abbé marchait lentement, le dos incliné sous le poids d’un invisible fardeau, le regard baissé vers le sol, où des flaques enfonçaient, en la reflétant, la changeante image des nuées ralenties. Le vent s’était calmé, la pluie n’était plus qu’une bruine légère qui allait se dissipant ; et, dans le ciel, éclairé d’une lumière plus blanche à l’horizon, les nuages déchirés laissaient apercevoir, de-ci, de-là, par d’étroits interstices, quelques morceaux de sombre azur. Peu à peu, la campagne, plus verte, sortait des brumes célestes qui noyaient les contours et les ondulations du terrain, sous une enveloppe de buée bleuissante ; et, sur le fond des coteaux, d’un violet sourd, réveillé par les taches claires des maisons éparses, les aulnes des prairies, et les peupliers haut ébranchés, montaient, semblables à de menues et tremblantes colonnes de fumée blanche. (AJ, 143)

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Le ciel s’éclaircissait légèrement, là-bas, à l’horizon dont le contour se découpait plus net sur une lueur plus bleue. C’était toujours la nuit, les champs restaient sombres, mais on sentait que l’aube se faisait proche. Le froid piquait plus dur, la terre craquait plus ferme sous les pas, l’humidité se cristallisait aux branches des arbres. Et, peu à peu, le ciel s’illumina d’une lueur d’or pâle, grandissante. Lentement, des formes sortaient de l’ombre, encore incertaines et brouillées ; le noir opaque de la plaine se changeait en un violet sourd que des clartés rasaient, de distance en distance...Tout à coup, un bruit m’arriva, faible d’abord, comme le roulement très lointain d’un tambour. (C, 88)

L’écrivain procède comme le peintre : d’une part, les lignes et la composition du dessin qui résultent d’un parcours optique (perspectives, points de vue, déplacements), d’autre part le surgissement de la couleur et de la lumière mais la scénographie varie selon les moments et chaque assemblage du kaléidoscope romanesque décide de la parution de telle ou telle figure. Mais toutes ses compositions portent la marque d’une sensibilité suraigüe reflétant des états d’âme : dans ces paysages projectifs la nature se lit comme une émotion intérieure de l’âme (DC. 92)2, alternant attirance (admiration de la beauté, perceptions positives, effet d’apaisement) et rejet3. Se développe alors une vaste métaphore entre les dévastations et les rêves de l’âme et ces paysages, dominés tantôt par l’euphorie tantôt par la dysphorie. Signalons pour les paysages euphoriques : la terre féconde, l’eau qui coule (ruisseaux, rivières, jets, fontaine), la lumière, l’air limpide, transparent, la fraicheur, le ciel uni et sans nuages, les odeurs agréables, les sons harmonieux : en un 2 […] un paysage...une figure... un objet quelconque, n’existent pas en soi... Ils n’existent seulement qu’en toi [...] Un paysage, c’est un état de ton esprit, comme la colère, comme l’amour, comme le désespoir... (DC, 92 3 Ce n’est pas cependant que ces spectacles [de la mer] m’attendrissent et qu’ils m’impressionnent, que je reçoive de cette nature horrible et charmante une consolation. Cette nature, je la hais ; je hais la mer, je hais le ciel, le nuage qui passe, le vent qui souffle, l’oiseau qui tournoie dans l’air ; je hais tout ce qui m’entoure, et tout ce que je vois, et tout ce que j’entends. (C, 245-246) ; Il m’adit : « La nature te consolera... » Et je l’ai cru !... Lirat a menti... La nature est sans âme. Tout entière à son œuvre d’éternelle destruction, elle ne me souffle que des pensées de crime et de mort. Jamais elle ne s’est penchée sur mon front brûlant pour le rafraîchir, sur ma poitrine haletante pour la calmer. ..Et l’infini m’a rapproché de la douleur ! (C, 248-249).

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mot, fluidité et transparence. Quant aux couleurs, non seulement le nombre de leurs occurrences y est élevé, mais aux six couleurs de base viennent s’ajouter certaines couleurs limitrophes, notamment le rose et le violet, l’or et l’argent, alors que ni le brun ni le marron ne sont présents, bien que le référent soit souvent la terre. On y trouve certes des couleurs pleines, mais souvent elles sont déclinées soit dans une variété de saturation (c’est le cas du rouge qui est pourpre, vermeil), soit dans une luminance (le bleu est pâle, doux, profond, d’acier), soit dans des notations d’intensité (la couleur est alors précédée de l’adverbe tout), soit elles sont suggérées par l’évocation de références analogiques (couleur de palé violette (AJ, 177), blanc de crème (AJ, 224), eaux laiteuses (DC, 108), souvent des couleurs délicates (C, 10) ou des tons fins (AJ, 205). Remarquons également la récurrence de la juxtaposition du bleu et du rose, reprise dans les paysages peints. Bleu du ciel bien sûr, et rose, de certains éléments de la nature (végétation, ciel, brume, oiseau, etc.) que Mirbeau applique également à certains éléments du paysage (ponts, toits, fermes...), couleur qui semblerait réunir ici les connotations de douceur et de sensualité (couleur de la chair). D’ailleurs les paysages euphoriques tendent à s’humaniser, confirmant ainsi une possibilité d’harmonie entre l’homme et la nature. Quant aux paysages dysphoriques, ils relèvent certes eux aussi d’une sensorialité, bien entendu négative, en une sorte de renversement des descriptions précédentes : la terre y est aride et livrée au minéral, l’obscurité l’emporte sur la lumière qui, en tout cas y est blafarde ou opaque, les odeurs y sont désagréables (fades, intolérables, méphitiques..), le ciel est terne, envahi par les nuages, l’eau y est glauque et visqueuse, le vent, furieux, et la trace de la présence humaine n’y est tangible que dans des calvaires aux bras suppliciés (C, 250). Les notations de couleur y sont peu nombreuses, souvent achromatiques, elles indiquent une dégradation (se décolorer, jaunir), la variété de leurs nuances est limitée (bleu sombre, bleu mortuaire), les analogies insistent sur la matité (plomb, rouille, cendré) et il s’en dégage une sorte de monochromie de la désolation, du néant (ciels couleur de sommeil) :

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Et nous marchions, sous le ciel terne et bas, que des nuées livides envahissaient maintenant, nous marchions entre les grandes nappes d’ombre qui couvraient la campagne, entre les grandes ombres qui couraient au-dessus de l’horizon rapproché, les ombres tordues échevelées des diaboliques pommiers. C’étaient, parfois, sur les talus de la route, les effrayantes silhouettes des trognes de chêne, courtes, rases, ébranchées, pareilles dans la nuit lugubre, à une fuite de monstres embryonnaires, à une galopée de grosses larves bossues, sortant du néant. C’étaient parfois, sans un arbre, sans une silhouette, sans un talus, la montée de la route, plus pâle entre l’abîme des ténèbres uniformes, et tombant sur elle un haut mur de ciel blafard, sans espace, sans lointain, sans profondeur, qui l’enfermait de sa masse plombée, limite extrême de la terre et du firmament.... (AJ, 290-291)

Les paysages euphoriques, associés à l’apaisement, à la quiétude, amènent souvent des « paysages imaginés » ayant, pour la plupart, partie liée avec la remémoration, car il s’agit souvent de paysages mnémoniques. En ce sens les lieux et paysages revisités en souvenir opèrent bien entendu un mouvement de rétrospection sur le passé, et sont donc porteurs d’une dimension temporelle (réminiscences, nostalgie) : ces paysages remémorés, par contraste avec la situation vécue, permettent d’apprécier le chemin parcouru, le jeu d’illusions et de désillusions, en un retour sur les sentiments du passé, ce qui n’est pas forcément une nostalgie de l’enfance mais nostalgie des moments virginaux de l’enfance. Contrairement aux paysages perçus, il n’y a plus d’immédiateté, ils répondent à une prise de conscience de l’épaisseur temporelle, là encore par superposition, une méditation sur la durée de l’existence humaine. Par contre, les paysages imaginés dans le bleu des rêves (DC, 105), fruit de visions et d’hallucinations, seraient plutôt orientés vers le futur, exprimant un bonheur, une consolation que l’on sait impossibles au moment de l’énonciation. Dans leur ensemble, les paysages imaginés figurent une sorte de totalité de l’entendement, la compréhension du langage de la vie : Il voyait réellement dans cette musique naître des formes adorables, des pensées et des prières se corporiser, penchées sur lui comme des saintes ou comme des lys ; des paysages célestes

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s’emparadiser d’une lumière inconnue et pourtant familière, se décorer de constellations de fleurs, des corymbes d’étoiles ; il voyait des architectures aériennes surgir, se continuer avec les nuages, en assomptions d’astres ; tout un monde immatériel éclore, fleurir, s’épanouir, se volatiliser ensuite, dans une exhalaison pâmée de parfums. (SR, 120)

L’évocation de la peinture dans les romans permet à Mirbeau une mise en abîme de son propre processus de transposition par l’intermédiaire de la figure du peintre et rappelle ouvertement les combats de Mirbeau pour la peinture impressionniste qu’il développe à peu près à l’époque de la rédaction de ces romans. Les efforts des peintres (Lirat4, Lucien) sont l’écho des tentatives menées par l’auteur lui-même et lui servent d’alibi face à l’incompréhension du public. Parallèlement, le regard critique qu’il porte sur les peintres impressionnistes lui permet d’envisager les vertus hautement roboratives que semble avoir pour le romancier la contemplation de la nature et qu’il a essayé à son tour de transposer dans ses romans. Dans une chronique sur Pissarro, Mirbeau déclare que le peintre montre «des ciels mouvants, profanes, respirables, ou vibrent véritablement et se répercutent à l’infini les ondes lumineuses. Et ces formes dormantes, légères, si doucement voilées, faites de reflets qui passent et qui tremblent et qui caressent ; et cette terre rose dans la verdure, cette terre qui vit aussi, qui respire, où sous la lumière fluidique qui la baigne, sous les buées qui errent, prismatiques et changeantes, parmi les herbes, au ras du sol, se voient, se sentent, s’entendent les organes de vie, la nature puissante, la vascularité ou bouillonnent les rêves, ou s’accumulent les énergies de fécondations mystérieuses».5 Comme le peintre, le romancier tente de rendre plutôt le regard que l’objet regardé, l’émotion de la 4 Comme tous les contempteurs de la tradition, comme tous ceux-là qui se rebellent contre les préjugés de l’éducation routinière, contre les formules imbécillisantes de l’École, Lirat était très discuté, —je me trompe— très insulté. Il faut avouer aussi que sa conception de l’art, libre et hautaine, choquait toutes les conventions professées, toutes les idées reçues, et que par leur puissante synthèse, d’une science prodigieuse qui cachait le métier, ses réalisations déroutaient les amateurs du joli, de la grâce quand même, de la correction glacée des ensembles académiques. (C., 109) 5 « Camille Pissarro, L’Art dans les deux mondes », in Correspondance avec Camille Pissarro, op. cit. p. 192.

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nature plutôt que la nature elle-même. Tous deux visent plus l’impression mentale que le champ de vision proprement dit, le « caractère » de l’objet plutôt que l’image elle-même. Donc, d’une expression de l’inexprimable, d’un toucher de l’intangible, le paysage ne semble être en fin de compte que prétexte à la représentation de l’impalpable, saisie ponctuelle de la métamorphose, en gros, le secret du temps. Rapidement évoquées les grandes lignes qui définissent la description des paysages pris isolément, je m’attarderai un instant sur leur fonctionnalité narrative. À ce propos, de par sa liaison étroite avec les personnages et l’action, et de par son caractère projectif, déjà signalés, la description du paysage n’est nullement un temps vacant, ni un discours externe, mais elle s’insère dans le récit, parfois même de manière spéculaire et proleptique. La route vers Vannes anticipe, non seulement la nature sinistre des expériences à venir dans le collège mais préfigure, en quelque sorte, le destin de Sébastien, marqué à jamais par son séjour chez les jésuites. Le retour reprend en les développant les termes de l’aller. Nombreuses sont donc les situations qui répètent ce cheminement : « aller-retour à Vannes, à Reno, aux Capucins... ». Ces routes tiennent souvent lieu de carrefours narratifs, lieux qui accueillent régulièrement les rencontres entre les personnages. En tant que chemin à parcourir et expérience à vivre, la description de la route concentre nombre des caractéristiques qui ont été ci-dessus évoquées : La route fut longue et lassante. [...] Plus loin, Sébastien vit des landes ; des landes pelées, dévorées par la cuscute, des pays de fièvre, maudits à perte de vue, où rien de vivant ne semblait croitre et fleurir, ou les gramens eux-mêmes sortaient de la terre, déjà desséchés et morts. Des vaches squelettaires, des spectres de chevaux roux, au mufle barbu comme le menton des chèvres, erraient, sinistres, sur la pâleur visqueuse des flaques d’eau, paissaient l’illusoire pousse des ajoncs. Des moutons noirs tiraient sur leurs entraves, et, boitant, faméliques, tournaient en rond, sans cesse. De place en place, pareils à des animaux pétrifiés, des blocs de granit se dressaient, inquiétantes carcasses, évoquant des vies antérieures, des rares disparues, les inachevées et fabuleuses formes des âges préhistoriques. L’œil, parfois, se rafraichissait à de petites vallées vertes ; dans les fonds d’herbe grasse, sous des

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branches feuillues, passait la joie rapide des ruisseaux ; oasis vite franchies, vite oubliées, vite perdues en l’immense stérilité. Et l’haleine de la mort recommençait à charrier, dans l’atmosphère plus dense, les lourdes émanations paludéennes, et les tourbillons de poussière cosmique, larves invisibles de l’éternelle pourriture. Aux carrefours des routes, aux embranchements de traverses, tout d’un coup, surgissaient des calvaires difformes, se penchaient des stèles barbares, s’accroupissaient de géantes pierres, gardant le souvenir des dieux homicides qui ont régné là. (SR, .53-55) La route de Vannes à Sainte-Anne n’est qu’une longue tristesse. Elle donne l’impression des pays bibliques, des plaines désolées de l’Asie-Mineure. On dirait que d’anciens soleils, maintenant éteints, ont desséché, stérilisé, calciné ce sol de cendre durcie et de fer pulvérisé, où ce qui pousse est sombre et chétif, où l’eau elle-même brûle comme un acide l’herbe rare, où ne fleurit que la fleur rouillée de l’âpre ajonc et de la brande, à peine rose. Instinctivement, sur les poussières mortes, on cherche l’empreinte des pas des prophètes, et la trace des longs cheminements des pèlerins. C’est dans de semblables paysages que saint Jean hurla ses imprécations. Pour accomplir leurs mystères, les religions ont toujours choisi des lieux maudits et décriés ; elles n’ont pas voulu que près de leur berceau, éclatât la joie de la nature qui déshabitue des Dieux. II leur faut l’ombre, l’horreur des rocs, la détresse des terres infertiles, et les ciels sans soleil, les ciels couleur de sommeil, où les nuages qui passent perpétuent le rêve des patries futures et des repos éthérisés. (SR, 191-2)

Entre ces deux textes se place le parcours de la désolation : à l’aller, l’épreuve à subir et, au retour, le changement amené par l’expérience. Mirbeau insiste à plusieurs reprises dans ses romans sur le caractère cumulatif de l’expérience du paysage : «La nature ne dit rien à l’enfant ni au jeune homme. Pour en comprendre l’infinie beauté, il faut la regarder avec des yeux déjà vieillis, avec un cœur qui a aimé, qui a souffert» (AJ, 197). Par ailleurs, l’emploi du présent de l’indicatif à valeur généralisante dans certaines de ces descriptions indexées par le narrateur-scripteur, cautionné par la veine autobiographique, semble accorder au texte la garantie du représentant. Le vécu auctoriel soutient, dans ces premiers romans, la « vérité » du paysage.

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Le caractère spéculaire du paysage mirbellien a donc, comme corollaire narratif, la presque disparition dans les romans analysés de la focalisation zéro, quasiment annulée par la bipolarisation massive entre le point de vue du narrateur-scripteur 6 et celui du personnage. La présence du scriptor informe également le niveau rhétorique d’un texte qui s’affirmant par l’analogie fige sans ambages la lecture à faire et décide du sens imposé par le romancier. Mirbeau procède moins en écrivain naturaliste qui déplacerait son discours sur la grille d’une topique où la métonymie met en place la toile totalisante de l’araignée naturaliste qu’en romancier expressionniste en quête de métamorphose : Le train roulait à toute vitesse. De son coin, où il demeurait immobile, l’enfant regarda, par la glace mi-levée de la portière, le paysage nocturne : une fuite d’ombres, puis, au-dessus, une fuite de ciel, de ciel étoilé d’or qui semblait retourner au pays, emporté par de rapides nostalgies. Longtemps, il s’attacha, rêveur, à la contemplation de ce ciel, que lui dérobaient parfois les épaisses fumées de la machine se dorant au rayonnement de la lampe, et se fondent, tour à tour, dans la nuit. La nuit était charmante ; des blancheurs y flottaient, au ras de la terre, doucement remuées ; sur les masses d ‘ombre, des reflets de peluche argentés se posaient ; et les champs prenaient des aspects de lacs endormis, de forêts noyées, de jardins dont les fleurs se vaporisent ; les coteaux s ‘érigeaient en villes confuses, infinies, hérissées de tours, de clochetons, de flèches, en villes barbares, en villes

6 Le caractère autobiographique, déjà signalé, semble justifier le rôle prépondérant joué par le scripteur qui intervient même pour présenter dénégativement les personnages: « ne percevait pas les sensations multiples de la minute présente, ni la douceur du ciel, ni la détente du sol, ni le repos de cette nature odorante et charmée, ni le rêve de cette atmosphère de forêt, si religieuse, si musicale, de cette atmosphère qui semble être faite d’eau profonde, et dans laquelle errent, ondoient, zigzaguent, frissonnent, se voilent la gentillesse des fleurs, les sémillants caprices des insectes, et la grâce des feuilles solitaires qui, de temps en temps, se détachent, tournoient, tombent avec un froissement d’élytres. Aucune impression ne lui venait de cette paix embaumée, de ces formes remuantes, de cet évanouissement continu des êtres et des choses, en une sorte de transparence glauque, de transsonorité sousmarine. Rien, dans cette harmonie, n’affectait sa vue, son ouïe, son odorat, lui qui aimait tant à rapprocher l’un de l’autre, la forme, le son, le parfum, à les douer d’une vie identique, d’une mentalité pareille, les gonfler de son âme. Sa sensibilité était anéantie, son esprit avait sombré dans quelque chose de noir ». (SR, 201)

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magiques, reculées jusqu’aux confins de l’espace et du rêve, par la métamorphose incessante des brames. (SR, 50)

Quant au point de vue du personnage, il est hautement fonctionnel, car il permet de rendre compte, non seulement de la métamorphose de la nature ou de ses transformations par le souvenir ou par le rêve, mais de montrer les traits subjectifs du tableau présenté : refuge, salut, source de joie, d’hostilité ou de mélancolie. Le paysage devient ainsi attribut des personnages et participe de l’acharnement de Mirbeau à percer le mystère de la vie, dans ce qu’elle a de changeant et que le roman sous le mode initiatique qu’est le sien dans cette première étape, essaie de découvrir. Mirbeau aime —je l’évoquais tout à l’heure— les paysages qui surgissent ; et leur surgissement révèle également le personnage. En ce sens, les plus beaux paysages sont pour le premier Mirbeau ceux qui évoquent le monde d’une enfance non meurtrie : Dehors sous le soleil, elles [ses idées] s’évaporent comme ces brumes pesantes qui flottent au-dessus des marais. La nature me reprend tout entier et me parle un autre langage, le langage du mystère qui est en elle ; de l’amour qui est en moi. Et je l’écoute délicieusement, ce langage supra-humain, supra-terrestre, et, en l’écoutant je retrouve les extases anciennes, les virginales, les confuses, les sublimes sensations du petit enfant que j’étais, jadis. Ce sont des moments de félicité suprême, où mon âme, s’arrachant à l’odieuse carcasse de mon corps, s’élance dans l’impalpable, dans l’invisible, dans l’irrévélé, avec toutes les brises qui chantent, avec toutes les formes qui errent dans l’incorruptible étendue du ciel. (SR, 288-9)

Mais si l’on regarde de près, l’on s’aperçoit que les « noyaux paysagers » sont relativement restreints et que les descriptions se répètent d’un livre à l’autre, toutes autour de ce premier univers enfoui. Toujours spéculaires, la présence de certains éléments détermine la couleur sentimentale des paysages contemplés et les rattachent aux expériences du premier âge : la mobilité, une certaine translucidité, l’eau qui coule, l’absence de limites, la lumière, la couleur, certaines odeurs et certaines sonorités constituent les éléments indispensables pour que les personnages retrouvent le regard sensuellement apaisé d’une enfance

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bienheureuse. Réciproquement : immobile, opaque, stagnant, limité, obscur, pestilentiel ou assourdissant parlent d’un paysage de malheur. Mais en tant que roman d’initiation et d’éducation, le monde de l’enfance mirbellienne n’a pas besoin de longs voyages. Le choc paralysant d’un paysage pétrifié ou un regard médusé par des événements marquants succède au bienheureux déploiement du regard originel. Au bonheur d’un paysage fuyant, mobile et lumineux, fait suite le malaise d’une vision arrêtée, engourdie, immobile. Mirbeau semble schématique sur ce point ce qui, probablement, explique la construction rigide de ses premiers romans, trop près de la blessure autobiographique, trop enclins par conséquent à la dénonciation. Je conclurai rapidement : la description du paysage a partie liée avec le temps plutôt qu’avec l’espace. Non seulement parce qu’elle se réfère au paysage de l’enfance des personnages et de l’ « autobiographe », mais parce que la description est elle-même conçue comme dilation, elle est le temps d’une révélation. La plume de Mirbeau s’attarde sur des paysages qui possèdent une certaine épaisseur, des paysages émotionnels, bref des paysages révélateurs. Et ce, à double sens : la plaie de l’enfant et la lame du couteau social. Mais, à un niveau plus général, ces brumes sans cesse changeantes des perspectives mirbelliennes montrent aussi l’impossibilité d’atteindre leur objet par la littérature : le réel devient un paysage dont l’horizon recule sans trêve. Le monde reste inaccessible, la vie insaisissable, le roman un effort, peut-être stérile, mais nécessaire.

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El paisaje en la poesía simbolista y modernista1 Rafael Alarcón Sierra Universidad de Jaén

En la poesía simbolista y modernista más genuina, el sentimiento del sujeto lírico se refleja en un conflictivo intento de fusión del espíritu y la naturaleza. Pero lo importante no es sólo el sustrato neoplatónico, donde todos los elementos del mundo natural tienen su correspondencia en un mundo espiritual, de forma que la naturaleza es una escala hacia el ideal, que el poeta aspira alcanzar mediante alegorías y abstracciones, tal y como teorizó Swedenborg y como ocurre frecuentemente en los románticos. Ahora, además, la fusión entre naturaleza y alma se realiza, más que espiritualizando la primera (que también), sensorializando la segunda, proyectando el mundo interior sobre el exterior, lo subjetivo en lo objetivo, mediante el empleo de imágenes, símbolos y sinestesias que sugieren un abismo metafísico a través de lo físico, lo sensorial y lo sensual. Esto supone una gran novedad literaria, sobre todo en las letras hispanas. 1 Sintetizo aquí lo que he tratado más detenidamente en varios trabajos que he dedicado al modernismo, fundamentalmente a Manuel Machado (La poesía de Manuel Machado: Alma, Caprichos, El mal poema (estudio y edición crítica), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 1997; Entre el modernismo y la modernidad: la poesía de Manuel Machado (Alma y Caprichos), Sevilla, Diputación de Sevilla, 1999, y la edición crítica de Alma. Caprichos. El mal poema, Madrid, Castalia, 2000), además de a Juan Ramón Jiménez (Juan Ramón Jiménez. Pasión perfecta, Madrid, Espasa-Calpe, 2003, y la edición crítica de La soledad sonora, Madrid, Espasa-Calpe, en Juan Ramón Jiménez, Obra poética, vol. I, coord. de J. Blasco y T. Gómez Trueba, 2005, pp. 727-866). A ellos remito al interesado.

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El correlato simbólico se establece entre el estado de ánimo del poeta y la naturaleza (una naturaleza íntima y recogida, lejana de la grandiosidad romántica —dejo a un lado los paisajes exóticos y los urbanos, a los que no me voy a referir aquí2—), a través de imágenes plásticas que evocan sensaciones y significados múltiples. De esta forma, la intuición del sujeto lírico pretende participar en todas las formas y los seres (el pájaro, el árbol, la rosa, el agua, la luna...) a los que frecuentemente personifica e interpela; percibe y siente desde dentro los movimientos del paisaje, de forma que se confunden el sentimiento de sí y el sentimiento del todo: es lo que podríamos llamar una experiencia mística natural, un juego del alma que une lo físico y lo espiritual, el sueño y la vida, y que aspira a recrear, a través del verbo, el inefable ideal que percibe escondido en todas las cosas. Las imágenes de la naturaleza no tienen, por tanto, la función de describir una realidad exterior, sino la de prolongar y restituir movimientos interiores. Lo que el poeta intuye en la naturaleza sensible es algo con lo que forjar una visión simbólica de sí mismo, de sus carencias y conflictos vitales; el medio de expresar su alma. Las palabras participan mágicamente en el misterio que evocan y se hacen símbolos. Los signos que el poeta percibe en la naturaleza producen una vaga resonancia entre el inefable ideal del universo y el desconocido interior de su propia alma, porque ambos forman parte de la misma trascendencia que se busca. El poeta intuye en los indicios de la naturaleza una verdad ideal, a través de evocaciones que resuenan en su interior, ya que él participa, siquiera imperfectamente, de la misma totalidad. Es como una reminiscencia de un pasado o una memoria mítica de la unidad perdida. Al mismo tiempo, todo ello procura un movimiento de expansión, una aspiración hacia una belleza superior a través de un simbolismo ascensional (son constantes, por ejemplo, las correspondencias entre el jardín y el cielo: el árbol, 2 Al paisaje urbano he dedicado el artículo «La ciudad y el domingo; el poeta y la muchedumbre (de Baudelaire a Manuel Machado)», Anales de la Literatura Española Contemporánea [Society of Spanish and Spanish-American Studies, EE.UU.], 24, 1-2 (1999), 35-64.

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EL PAISAJE EN LA POESÍA SIMBOLISTA Y MODERNISTA

los pájaros, las brisas, los reflejos del sol, el crepúsculo, la luna o las estrellas, los ponen en contacto permanente). El alma abre una ventana a otro mundo, por la que intenta que el yo escape de sus límites y se dilate hasta lo infinito, aunque no lo consiga plenamente. Es un lirismo mediante el cual el poeta refleja en el paisaje los evanescentes estados cotidianos de su alma. De este modo, la poesía del yo se convierte en una poesía del espíritu. Asimila la naturaleza y encarna en ella su yo, el sentido de la vida profunda del alma, que sugiere la intuición del misterio y del más allá de los fenómenos. Es, por tanto, una poesía vital y ética: la ética de ser consustancial con su poesía. Es el diario lírico de un alma cuya angustia y cuyos más leves movimientos se nos hacen perceptibles en una serie de soledades musicales de lirismo subjetivo, en una síntesis visionaria de lo espiritual y lo sensible. El poeta simbolista y modernista se refugia en sí mismo y quiere sentirlo todo en soledad, para satisfacer un deseo de pureza y de perfección negativa, lo que también conlleva cierto cansancio y fastidio de su propia existencia, incompleta y fragmentada, y un deseo de aniquilación transformadora, de fusión con el ideal. Tonalmente, suele ser una poesía íntima, conmovedora y musical, que muestra una sensibilidad elegíaca impregnada de sensaciones y recuerdos: el silencio, una música vaga, el crepúsculo y la brisa, la interrogación a la naturaleza y la respuesta que no llega, el consuelo en el misterio y la tristeza, o una atmósfera de vagos presagios y de tenues sentimientos. Son éstas composiciones de los pesares y la soledad, con una nostalgia de desterrado. El poeta acude a la naturaleza como consolador testigo de su solitaria existencia. Se condena a repetir incesantemente las mismas sensaciones, cuyas raíces se hunden en lo más hondo de su vida interior, y las expresa una y otra vez en sus poemas con unas mismas imágenes que se repiten y modulan en distintas variantes. Esto da lugar a una cohesión y a una sostenida intensidad lírica y vital, aunque también al manierismo de una estética hipercodificada, de unos símbolos cuya repetición los convierte casi en emblemas. Los referentes más inmediatos, tras el magisterio de Baudelaire, son el primer Verlaine, el de Poèmes saturniens, Fêtes galantes y Romances

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sans paroles, y poetas continuadores de la deriva simbolista como Albert Samain, Francis Jammes o Henri Régnier: al igual que ellos, el escritor modernista cultiva una sensibilidad elegíaca y nostálgica, un erotismo evanescente, el jardín como símbolo del alma y la evocación sentimental de recuerdos o vagos mundos distantes, a través de un impresionismo sensorial, lleno de matices, que quiere convertir cada momento en un instante de eternidad. En este último aspecto, el poeta modernista también demuestra haber aprendido bien la lección poética de Bécquer, Verlaine y Mallarmé: la sugestión y evocación del ideal a través de sensaciones intuidas en un momento irrepetible, cuya intensidad produce una impresión de irrealidad, de entrada en lo desconocido. Cada poema es la búsqueda, a través de lo físico, de una esencia desconocida e indefinible que se esconde tras la belleza de la naturaleza, en lo más profundo del alma del poeta y en sus sueños; los indicios del universo que intuye, sensaciones y visiones, son vagos presagios de un ideal trascendente con el que el poeta desea fundirse, un anhelo de desposesión, de otredad, y de comunión con la esencia del todo. Éste se manifiesta a través de sinestesias visionarias e imágenes encadenadas de forma alógica que sugieren el misterio. Los últimos versos de cada poema suelen dejar este misterio de lo inefable apenas intuido abierto al lector, para que éste vibre también con el acorde final del poema. El poeta se coloca en un estado de desposesión y vaciamiento interior para recibir pasivamente los signos del ideal que emanan de una naturaleza solitaria, sobre todo a través del crepúsculo o la noche. Es una preparación para un éxtasis del conocimiento que nunca culmina: de ahí su interés en los místicos españoles entendidos como precedentes simbolistas. La imposibilidad de capturar el instante y los indicios del ideal muestran la profundidad espiritual de su melancolía: es una nostalgia de lo intuido pero inalcanzable, que en ocasiones se proyecta hacia un pasado mítico de inocencia, plenitud y amor (facetas de una misma esencia trascendente). Toda la naturaleza es un símbolo de la vivencia espiritual del poeta, pero es un mundo insuficiente, efímero e insatisfactorio: de ahí la obsesiva repetición de escenas, motivos, temas

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y símbolos análogos, tentativas de lograr capturar lo inefable a través del instante que sólo dejan una delicada vibración en el alma del poeta y del lector. En estos autores encontramos una poética construida con unos conceptos, una ambientación —el jardín y el crepúsculo sobre todo— y un léxico simbolistas —lo impreciso, lo indefinido, la emoción, la divagación, el ensueño, lo indeciso, lo vago, lo ideal, el matiz y lo eterno— fundamentadores del modernismo más auténtico, que sigue de cerca a Bécquer, Baudelaire, Verlaine, y las ideas procedentes de Mallarmé difundidas por la crítica finisecular: la poesía como manifestación análoga a la música, y como irrenunciable programa vital ético y estético, en tanto que experiencia intuitiva del fondo del alma, que aspira a encontrar un ideal y una belleza superior a través de su correspondencia ensoñadora y mística con la naturaleza y el universo. También es común a Bécquer y al simbolismo la concepción de la poesía como ideal inefable análogo al misterio de la mujer. En suma, el poema es entendido como síntesis —a través de unos medidos procedimientos técnicos— de belleza, anhelo hacia lo eterno, musicalidad, melancolía, intensidad, misterio y sugestión. Símbolos vertebradores: el jardín y el paisaje rural, el crepúsculo, la noche y la música. El poeta va a profundizar en sí mismo utilizando frecuentemente la escenografía ambiental del hortus conclusus, el parque o jardín, topoi hipercodificado en el simbolismo que también heredará el modernismo como medio de representación de la interioridad: el paisaje no será sino un estado de alma, como ya había manifestado Amiel en su Journal intime, lo cual iba a ser repetido hasta la saciedad; para Verlaine «Votre âme est un paysage choisi» («Colloque sentimental») y, consiguientemente, como escribe Andrés González Blanco, «hoy día todos los artistas convienen en que la vida del alma se fusiona con la vida de la naturaleza, y ya no es posible separarlas» —Los contemporáneos, París, Garnier, 1908, I, pp. 28-29—. Tanto en las letras como en las artes plásticas, el tema I Jornadas de Mágina. Paisaje y literatura

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del parque viejo evocará una atmósfera cargada de tristeza y nostalgia sentimental, exquisita y decadente. Es inevitable reconocer la importancia configuradora y la amplia difusión del tema en la obra simbolista de Verlaine y sus seguidores, como Samain o Moréas, de donde pasó al modernismo hispánico. Estos poemas comparten una ambientación simbólica, constituyen una escena-tipo análoga; son dominios interiores que tienen en común, como característica esencial, la creación de un equívoco ambiente, crepuscular o nocturno —en raras ocasiones, plenamente solar—, de misterio, ensueño y soledad irreal, donde el tiempo y el espacio se densifican en una matizada e imprecisa descripción fragmentaria: unos pocos elementos siempre presentes —árboles, ramas y hojas; estanques, arroyos y fuentes; veredas y senderos; pájaros y flores; brisas y lluvias; albas y crepúsculos— son evocados simbólicamente, de forma que se establecen sutiles y ambiguas correspondencias y sinestesias emotivas entre dichos términos y las impresiones o sensaciones del yo lírico, que, por tanto, emplea esta escenografía como una pantalla o un espejo en la que proyectar o reflejar su interioridad. El poema se convierte así, por tanto, en un símbolo de disemia heterogénea. De esta forma se resquebraja la tradicional convención mimética «realista»: ya no importa la descripción de los objetos en sí, sino el efecto, la sensación que produce su relación inmotivada con la subjetividad lírica de quien los rememora. Más aún: ya no son paisajes exteriores —a los que se les aplicara retóricamente una renovada prosopopeya sentimental—, sino entidades espirituales del sujeto lírico. (A estos efectos, poco importa que en el paisaje simbólico se puedan descubrir referentes que aludan a jardines concretos: esta información es irrelevante para la comprensión del poema). Los jardines modernistas no son, por tanto, una mera excusa esteticista: son una auténtica vía simbolista de exploración del reino interior, un territorio para la evocación del amor o el ideal perdido, y por eso sensuales y melancólicos, galantes, místicos o dolientes. Otro espacio interior del alma, más amplio pero con la misma configuración simbólica que el jardín o parque viejo, es el paisaje rural y

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campestre, frecuentemente al atardecer, descrito de manera panorámica, estática e impresionista, un momento antes de su desaparición, como intentando congelar en el espacio su visión temporal. Es lo que Antonio Machado llamaba «fanales», los momentos de eternidad que Juan Ramón Jiménez perseguirá incansablemente, ámbitos sentimentalmente iluminados que vuelven a representar un particular estado de alma que ahora se disuelve en un paisaje interior. Este tipo de escenas fue cultivado por casi todos los modernistas, y no sólo en verso: Azorín, por ejemplo, los plasma incansablemente en sus primeras novelas. En este neobucolismo destaca, por un lado, la exaltación tanto de la primavera como del verano, estaciones que representan el renacimiento y la plenitud, respectivamente, de la vida, el erotismo y la fecundidad telúrica y universal. El sujeto lírico puede, por contra, establecer un matizado contraste entre la alegría de la naturaleza y su desesperanzado estado de ánimo por la rememoración de bienes perdidos. Son temas tradicionales que no dejaron de renovar casi todos los poetas del momento. Frecuentemente, esta naturaleza sencilla, bucólica y popularista, que rebasa los límites del jardín modernista y se muestra más abierta y campestre, supone una actualización del tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea. El sujeto poético representa así un sincero sentimiento de contrición, de abandono de las dudas, vacíos y amarguras de su dinámica y nerviosa vida urbana, y se recrea en la idea (vivida o soñada) de un lugar bucólico, retirado y ameno donde desarrollar el espacio de una inocencia a su alcance y de una vita beata hecha de ilusión, paz y amor puro, en un ambiente matinal de primaverales paisajes campestres, cercano al del famoso segundo épodo de Horacio —«Beatus ille…»— o al de la «Canción de la vida solitaria» de Fray Luis de León. En estas composiciones, la expresión poética en general es sencilla, depurada al máximo, sin apenas fenómenos visionarios. Es una deliberada vena de lirismo menor, íntimo, elegíaco y sentimental, que sigue la línea sintetizada por Verlaine en sus endechas amorosas de La buena canción, y que en los primeros años del siglo iban a cultivar, bajo la maestría del propio Verlaine y de Francis Jammes, desde el Ramón Pérez de Ayala de La paz del sendero hasta el Fernando

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Fortún de «En la paz campesina» —Reliquias—, pasando por el Manuel Machado de «La buena canción» y el Juan Ramón Jiménez de Pastorales o Las hojas verdes. En la pauta de estos paisajes estáticos, la descripción del ocaso es otra escenografía típicamente simbolista. El motivo del crepúsculo tiene una densa topificación en las letras finiseculares que parte, cuando menos, desde Baudelaire —Bécquer también había subrayado «la poética vaguedad del crepúsculo» («Un boceto del natural»), «ese indefinible encanto, esa vaguedad misteriosa de la puesta del sol» (Cartas desde mi celda, IV). Muchos poemas modernistas (al igual que la pintura simbolista de la época) se impregnan de esta referencia a la hora más adecuada del día para el recogimiento y el sereno canto espiritual: el crepúsculo de la tarde. En su plasmación lírica sobresalen los tonos rosados y dorados, composición cromática dominante del espectro luminoso crepuscular y, simbólicamente, el color de la iniciación litúrgica en que se desvelan todos los matices y se penetra en el misterio de las revelaciones más hondas. El crepúsculo será un momento propicio para la manifestación de vagos matices y delicadas ensoñaciones líricas, lo que fue aprovechado por la poesía romántica y llevado al límite por la estética simbolista, tal y como destacó Llanas Aguilaniedo en Alma contemporánea. Estudio de estética: «No obstante ser el Sol tan bello al salir como al ponerse (Verlaine), el alma contemporánea, por analogía sin duda, comprende mejor la belleza de la puesta de sol que la de la aurora», ya que los artistas viven «todos la vida interior, de preferencia a la de relación con el mundo externo» —Huesca, Tip. de Leandro Pérez, 1899, p. 11—. La percepción y la vivencia de ese mágico instante suspendido entre el día y la noche, que difumina sus fronteras y participa de ambos, es aprovechado para recrear una variante espacial del reino interior simbolista, favorable a un desasimiento espiritual que frene, siquiera por un momento, el vértigo del dolor, de la conciencia y el tiempo modernos, oponiéndoles el sosiego de un instante de eternidad que se resquebraja lentamente. Su densa escenografía ambiental y emocional produce en la conciencia un complejo efecto simbólico de desposesión y adentramiento en lo más

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hondo y desconocido del espíritu. A la vez, en el crepúsculo el poeta capta intensos signos de sugestión mediante sinestesias visionarias que anuncian la presencia de una oculta realidad trascendente. No se trata de describir miméticamente nada, sino de manifestar complejos estados de ánimo proyectándolos en espacios poéticos que, de este modo, actúan como símbolos. Lo que se pretende con estas recreaciones escenográficas de un simbólico cronotopo determinado —que pueden incluir, amén del omnipresente crepúsculo, la noche onírica y desrrealizadora y unos pocos mediodías de rara plenitud celeste o el renacimiento del alba— es la cristalización de «momentos de la reminiscencia». El recuerdo de un instante cualquiera, sin ninguna trascendencia objetiva, como pueda ser la contemplación de un atardecer en un lugar inconcreto, vagamente esbozado, se llena de una tupida red de correspondencias y sinestesias emocionales que hacen que éste hecho se destaque intensamente como algo por completo inusual, lo que es expresado mediante vagas evocaciones de ascesis espiritual. El contenido de estas complejas isotopías emocionales se origina mediante la presentización intuitiva de un espacio y un tiempo que, debido a la pausada intensidad de percepción, produce un estado de abandono y desposesión espiritual, un estar fuera de sí donde, paradójicamente, ya no hay conciencia de duración: de forma alógica, la amplificación de ésta hace que el tiempo se densifique, se vuelva extático y se derrame en el espacio. La experiencia de un tiempo anulado comporta la disolución del transcurso histórico; ello significa la vivencia de un instante de eternidad, en el cual la duración revierte en extensión: la de un ilimitado territorio mental donde lo otrora sucesivo es ahora simultáneo. Este es el verdadero instante crítico que permite abrir una pequeña brecha en el tiempo y vislumbrar por un momento la ilusión de unidad consigo mismo, el abismo intacto de la propia conciencia; lo bello como objeto de experiencia en estado de semejanza. En los mejores poemas modernistas presenciamos este continuo énfasis puesto en la consagración del instante, en invocar y reengendrar, mediante el encadenamiento de

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signos de sugestión, que actúan como símbolos, un instante mágico, misterioso, absoluto; en una palabra, arquetípico. La aguda conciencia moderna del tiempo y de la historia impide por completo toda idea de retorno a unos orígenes míticos, como intersección entre el instante y la eternidad. Schopenhauer y Nietzsche habían analizado el arte como aquella experiencia intuitiva —por encima de todas, la musical— que hace que el hombre se olvide de sí mismo como individuo y se convierta en puro sujeto del conocimiento, fuera de la voluntad, de la pasión y el tiempo, penetrando por un instante en lo esencial y permanente. La insistencia en adensar temporalmente el momento preciso recorre obsesivamente la escritura finisecular (de Baudelaire a Mallarmé, de «Vísperas» de Manuel Machado a «Hora inmensa» de Juan Ramón Jiménez) y la de buena parte del siglo XX. Frente al crepúsculo, la noche simbolista tiene otros valores añadidos: es el onírico e intuitivo reino interior donde el alma, fuera de sí, encuentra la anhelada unidad original, atemporal e ilimitada. Esta experiencia de utopía ucrónica da lugar a ese sentimiento de duración paradójicamente atemporal que se dirige a los estratos más hondos del alma, creando un «halo simbólico», una honda e inexpresable emoción lírica, anunciada por pausados signos de lo inefable, presagios extáticos de la intuitiva visión interior. El misterio está incardinando su razón de ser en los presupuestos más genuinos, modernos y transgresores del simbolismo, en su exigencia de otredad, de recuperar una identidad —un alma— temporal y espacialmente fragmentada; para ello se recurre en último término, al ensueño visionario. Esta intensa vivencia onírica, irreal, de un momento preciso es una de las características más hondas del simbolismo y el modernismo, una de las que más firmemente lo enraizan en la búsqueda de lo otro, donde el instante es una epifanía constante de muerte y renacimiento del yo en busca del ideal. Finalmente, otro símbolo estructural en todo el simbolismo y el modernismo es el que parte de la ideología artística musical. El poeta concibe la música (a través de imágenes como el evocador piano, la flauta eglógica, su voz y canto líricos, el ruiseñor interior, que consuenan

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visionariamente con la inalcanzable armonía de la naturaleza) como una manifestación intuitiva, directa e inefable del fondo del alma, tal como habían propuesto en sus versos Verlaine y Darío: que la poesía tenga una expresión análoga a la música; que, como ella, se origine directamente en el alma y a ella se dirija. Era un proceso que, iniciado en el romanticismo, alcanzó, tras Poe, los vértices de su fundamentación en el triángulo formado por Schopenhauer, Wagner y Nietzsche, que establecieron la correspondencia entre música, naturaleza y alma, vertebradora de todo el pensamiento y la estética simbolista. La unión de música y palabra en una entidad artística superior, que sea reflejo del ritmo interior de universo y alma, también será el ideal poético modernista. Esta concepción no sólo alcanza al presupuesto básico de la flexibilidad rítmica del verso en todas sus medidas posibles, sino también a la tentativa de hacer del poema una forma pura musical, como una reminiscencia de la unidad del ser que se anhela alcanzar. Concluyo. Aunque en muchas de sus composiciones el poeta simbolista y modernista logra encontrar momentos de consuelo lírico en la soledad y el dolor, la naturaleza simbólica o la ensoñación interior, todos ellos instantes de eternidad creadores de belleza, hay una clave más profunda. El sujeto lírico anhela la unidad trascendente con el ideal, su fusión sin mediaciones con la vida del universo, pero, al tratar de conseguirla, en las composiciones más reveladoras sólo puede nombrar la división, el vacío y la nada, poner de manifiesto extáticamente el fracaso de su anhelo, su percepción de que donde él no llega sí lo hace la naturaleza y su constatación de que sólo mediante la desposesión y aniquilación transfiguradora del yo podrá alcanzar el ideal. Esta separación del ideal es el significado último de su melancolía y soledad, de su permanente emoción elegíaca, que, por tanto, no son meros recursos de una sentimentalidad decadente. La aguda conciencia del sujeto lírico le impide alcanzar la autocoincidencia consigo mismo, la que sí posee la naturaleza. El poeta intuye la armonía del universo, pero no logra coincidir ni fundirse con ella, y esta separación es lo que causa su dolor, y lo que genera su coherente sistema simbólico en sus repetidas tentativas líricas.

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De ahí las constantes interrogaciones a la naturaleza, que no obtienen respuesta, los presagios crepusculares o nocturnos de un más allá que nunca culmina en plena revelación, el complejo simbolismo de reflejo ascensional, los desdoblamientos en una escurridiza, fantasmal o ausente figura femenina, o la mención de un pasado mítico y edénico, proyección de un amor y una vida perdidos pero nunca realmente vividos. No sólo el sentimiento, sino lo que es más importante, la constatación de esta carencia vital profunda, de esta ruptura del ser, sólo superable mediante la aniquilación de la conciencia en un eros y una muerte transfiguradora, es lo que se manifiesta en los mejores poemarios modernistas.

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Anexo El paisaje en la poesía simbolista y modernista: algunos ejemplos

1. El parque o jardín Jardín sin jardinero, viejo jardín, viejo jardín sin alma, jardín muerto. Tus árboles no agita el viento. En el estanque el agua yace podrida. ¡Ni una onda! El pájaro no se posa en tus ramas. La verdinegra sombra de tus hiedras contrasta con la triste blancura de tus veredas áridas… ¡Jardín, jardín!, ¿qué tienes?… ¡Tu soledad es tanta que no deja poesía a tu tristeza! ¡Llegando a ti se muere la mirada! Cementerio sin tumbas… Ni una voz, ni recuerdos ni esperanza. Jardín sin jardinero, viejo jardín, viejo jardín sin alma. (Manuel Machado, «El jardín gris», Alma)

Está desierto el jardín; las avenidas se alargan entre la incierta penumbra

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de la arboleda lejana. […] Los árboles no se mueven, y es tan medrosa su calma, que así parecen más vivos que cuando agitan las ramas; y en la onda transparente del cielo verdoso, vagan misticismos de suspiros y perfumes de plegarias […] ¡Qué triste es tener sin flores el santo jardín del alma! (J. R. Jiménez, “Primavera y sentimiento”, Rimas, vv. 21-24, 33-40 y 47-48)

—No tengo rosas; flores en mi jardín no hay ya; todas han muerto. Me llevaré los llantos de las fuentes, las hojas amarillas y los mustios pétalos. Y el viento huyó… Mi corazón sangraba… Alma, ¿qué has hecho de tu pobre huerto? (A. Machado, «Galerías», Soledades, LXVIII, vv. 5-10)

2. El paisaje campestre Y, en una dulce convalecencia, una mañana limpia y azul —como tus ojos—, una de esas mañanas de cristal y grana que aun dejan ver el pálido semblante de la luna…

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pasearemos la gloria —dulce paz sin victoria— de nuestro amor tranquilo bajo del claro cielo… Y dirá el agua pura nuestra sencilla historia. Y nuestras sombras débiles juntas llevará el suelo. El campo verde joven, fremente so la brisa, movido como por una alocada risa feliz, recorreremos. Y tú conmigo, sola, en el paisaje inmenso, en el aire fragante, divinamente mudo, me tenderás, amante, tus rojos labios como una roja amapola. (Manuel Machado, «Sé buena», II, Caprichos)

Entre jarales con rosas surte un agua azul de cielo; sombra le presta a su plata el álamo de oro negro. Y el agua corre fragante por las praderas, poniendo una ascensión de alegría y de salud, en el viento. Música de claridades le da el arroyo a los huertos; las granadas le abren, granas, sus saciados labios frescos. Y las verbenas mojadas hacen la orilla un reguero de olores dulces y azules propicios para el ensueño...

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Oh, tu carne entre verbenas! tu claro y lánguido cuerpo deshaciendo su armonía en el agua azul del cielo! Perfume que tú le das al agua azul con tus pechos! fino cristal de tu risa sobre el cristal del venero! Y el agua corre, fragante de tus tesoros, poniendo una ascensión de alegría y de salud, en el viento! (Juan Ramón Jiménez, La soledad sonora, «La flauta y el arroyo», VII)

Dame el suave manjar de la alegría por una vez siquiera. Dame la compañía de la que deba ser mi compañera. Buscaremos un rústico descanso; que allí nuestra canción, como un incienso, suba con ritmo manso por el ámbito inmenso. Un albergue, no más, de rústica esquiveza, con un huerto a la espalda y en el huerto un laurel, y un fiel regazo en donde recline mi cabeza, y por la noche un libro y una boca de miel;

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y, además, que unas risas de corazón ardiente canten, todo a lo largo de las sendas del huerto (R. Pérez de Ayala, «Dame mi premio», vv. 17-30, poema fechado en 1911 y no incluido en libro)

3. El crepúsculo En una tarde clara y amplia como el hastío, cuando su lanza blande el tórrido verano, copiaban el fantasma de un grave sueño mío mil sombras en teoría, enhiestas sobre el llano. La gloria del ocaso era un purpúreo espejo, era un cristal de llamas, que al infinito viejo iba arrojando el grave soñar en la llanura... Y yo sentí la espuela sonora de mi paso repercutir lejana en el sangriento ocaso, y más allá, la alegre canción del un alba pura. (Antonio Machado, «Horizonte», Soledades, XVII)

Era una tarde quieta de paz. La plazoleta, solitaria, tenía en su aire almo, suspenso, un son de salmo, de plegaria. Iba muriendo el día… Y la noche pensaba en venir… Y tenía aquel rincón de olvido un silencio tan bueno que encantaba.

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El blanco se amortigua del muro, con la sombra que crece de la antigua iglesia, de las ramas de los árboles viejos que están allí… Parece que, en la tarde severa, la vieja plaza espera —callada, ensimismada— espera que se borre la última pincelada de la luz en lo alto de la torre. (Manuel Machado, «Vísperas», Caprichos)

Sólo turban la paz una campana, un pájaro… Parece que los dos hablan con el ocaso. Es de oro el silencio. La tarde es de cristales. Mece los frescos árboles una pureza errante. Y, más allá de todo, se sueña un río límpido que, atropellando perlas, huye hacia lo infinito… ¡Soledad!¡Soledad! Todo es claro y callado… Sólo turban la paz una campana, un pájaro… El amor vive lejos… sereno, indiferente, el corazón es libre. Ni está triste, ni alegre. Lo distraen colores, brisas, cantos, perfumes… Nada como en un lago de sentimiento inmune… Sólo turban la paz una campana, un pájaro… ¡Parece que lo eterno se coje con la mano! (Juan Ramón Jiménez, «Hora inmensa», El silencio de oro)

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4. La noche Es noche. La inmensa palabra es silencio… Hay entre los árboles un grave misterio… El sonido duerme, el color se ha muerto. La fuente está loca y mudo está el eco. ¿Te acuerdas?… En vano quisimos saberlo… ¡Qué raro! ¡Qué oscuro! ¡Aun crispa mis nervios pasando ahora mismo tan sólo el recuerdo, como si rozado me hubiera un momento el ala peluda de horrible murciélago!… Ven, ¡mi amada! Inclina tu frente en mi pecho; cerremos los ojos; no oigamos, callemos… ¡como dos chiquillos que tiemblan de miedo! La luna aparece, las nubes rompiendo… La luna y la estatua se dan un gran beso. (Manuel Machado, «El jardín negro», Alma)

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Ríos de luna verde parecen los senderos, y en su corriente vaga de pensamiento y pena, me voy a un horizonte cuajado de luceros en una barca de blancura de azucena... Las orillas me envuelven en celestes olores, hay visiones, sin nadie, de una eterna olvidanza, entre la melodía del viento por las flores me miran las estrellas, cargadas de esperanza... Noche de lejanía... Y en las aguas perezco, sobre carnes de un alma vanamente florida... ... Cuando tornan las rosas sobre el mar, amanezco, como un náufrago triste, arrojado a la vida... (Juan Ramón Jiménez, La soledad sonora, «Rosas de cada día», XXIV)

5. La música Ama tu ritmo y ritma tus acciones bajo su ley, así como tus versos; eres un universo de universos y tu alma una fuente de canciones. La celeste unidad que presupones hará brotar en ti mundos diversos, y al resonar tus números dispersos pitagoriza en tus constelaciones. Escucha la retórica divina del pájaro del aire y la nocturna irradiación geométrica adivina;

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mata la indiferencia taciturna y engarza perla y perla cristalina en donde la verdad vuelca su urna. (Rubén Darío, «Ama tu ritmo...», Prosas profanas y otros poemas)

Canta otro ruiseñor. ¿Qué tienes, ruiseñor, dentro de la garganta, que haces rosas de plata de tu melancolía? pareces una errante guirnalda azul, que canta todo lo que en la sombra es ensueño y poesía... Cuando entre la nostalgia de la noche de junio lloras entre los árboles constelados de flores, y viertes en la blanca quietud del plenilunio tu corazón henchido de líricos dolores; el otro ruiseñor que en mi palacio anida abre sus ojos negros y te mira soñando... una ventana se abre, y en la hora dormida surte otra voz doliente que solloza cantando... Y no se sabe, en medio de la calma de plata, si tú respondes a él, o si él te responde... si sois dos notas dulces de la misma sonata... si vuestro canto viene de la muerte... o de dónde... (Juan Ramón Jiménez, La soledad sonora, «Rosas de cada día», XXVII)

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PAISAJES LITERARIOS PARA UNA DINÁMICA DE SÍ MISMO

Paisajes literarios para una dinámica de sí mismo Encarnación Medina Arjona Universidad de Jaén

Aunque Julien Gracq demuestra la pertinencia estética de la explicación geográfica y su efecto positivo sobre la apreciación del paisaje, cuando aborda el valor artístico, se refiere sobre todo a la morfología: al estudio de las formas del terreno. Desde la reflexión literaria, Gracq es quizá el único que se detiene sobre la atención estética y la apreciación estética del paisaje natural. Pero hablar del paisaje y de su función artística, considerarlo como obra de arte, nos llevaría a una interesante discusión estética de gran actualidad; a preguntarnos a) si ha sido realizado con la intención de despertar admiración; b) si, como toda obra de arte, está sujeto a lo que Renan llamaba «admiración histórica»; o c) a lo que Gérard Genette llama «doblemente histórica», o d) si está simplemente sujeto a la relatividad wölffliniana de la historia del arte. Sin embargo, orientaremos el presente trabajo hacia una expresión más concreta del efecto del paisaje sobre el hombre. Diferente al concepto de naturaleza como conjunto de cosas que conforman el medio del hombre, nos quedamos con la definición de paisaje o «parte de una zona que la naturaleza presenta a un observador». Así, pues, la percepción del hombre, su capacidad de ver, sentir, interiorizar y vivir son consustanciales al paisaje. El segundo elemento que retendremos del paisaje es el movimiento. Ya en 1908 escribía Camille Flammarion, en una obra de vulgarización,

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no exenta de exquisitez literaria, unas páginas recordando a sus contemporáneos el lento y a la vez vertiginoso movimiento de las montañas: Viajamos todos perpetuamente, llevados a través del cielo por el más perfeccionado de los automóviles, movido por una fuerza más poderosa que la del vapor, más imperiosa que la electricidad. Este automóvil bate todos los records, es la tierra que vuela en la inmensidad a razón de 2.563.000 kilómetros al día, o 106.800 kilómetros a la hora o 1780 kilómetros por minuto, o incluso más, 30 kilómetros por segundo […] lo que es más maravilloso aún es que las montañas, los océanos, las ciudades, los animales, el pájaro que cruza el aire, la serpiente que repta, el pez en el fondo del mar, el más pobre de los hombres como el más rico, […] todo lo que existe sobre la Tierra, participa de esta carrera vertiginosa a través de la inmensidad. Compartiendo todos los movimientos del globo con todo lo que nos rodea, no podemos sentir esos movimientos […]1

En su último capítulo, el titulado «El espacio sin límite», Flammarion nos aporta la descripción de unos paisajes que, sometidos a la criba histórica, no dejan de despertar admiración hoy y ayer. Se trata de los paisajes del universo: las nieves polares de Marte, sus estrechos mares y terrenos rojizos, de Júpiter y de Saturno. Sin embargo, lo que nos parece digno de subrayar es la sutileza con que el autor describe el paisaje en movimiento. Así, por ejemplo, nos invade el vértigo de la rapidez de los días en Júpiter, la sensación que produciría la sucesión entre la noche y el día con tanta velocidad sobre la visión de un paisaje. Nadie como Flammarion para plasmar su mental paseo atravesando las soledades de los espacios cósmicos, lo que llama «tous ces paysages célestes inattendus». Dichos paisajes sobre los que el autor señala la falta de cielo, de infierno, de Oriente, de Occidente, donde no hay ni alto ni bajo, ni izquierda ni derecha, están en continuo movimiento y nosotros en continuo viaje a través del movimiento.

1 Camille Flammarion, “Voyageurs sans le savoir.- Le record de l’automobile”, Initiation astronimique, Hachette, Paris, 1908, p. 118.

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PAISAJES LITERARIOS PARA UNA DINÁMICA DE SÍ MISMO

Encore mille ans, encore dix mille ans, encore cent mille ans de cet essor, sans ralentissement, toujours en ligne droite, avec l’invariable vitesse de 300.000 filomètres par seconde ! Imaginons que nous voguions ainsi pendant un million d’années ou même un million de siècles… Sommes-nous aux confins de l’univers visible ? Voici des immensités noires qu’il faut franchir. Mais là-bas, d’autres étoiles s’allument, élançons-nous vers elles ; atteignons-les. Nouveau million d’années, nouvelles révélations, nouvelles splendeurs étoilées, nouveaux univers, nouveaux mondes, nouvelles terres, nouvelles formes de vie ! Eh quoi ! jamais de fin ? jamais d’horizon fermé ? jamais de voûte, jamais de barrière qui nous arrête ? Toujours le vide ! où sommesnous donc ? Quel chemin avons-nous parcouru ? Nous sommes arrivés… où ? au vestibule de l’infini !... En réalité, nous n’avons pas avancé d’un seul pas ! Le centre est partout, la circonférence nulle part… oui, voilà ouvert devant nous l’INFINI.2

El desarrollo científico e industrial del siglo XIX traería inexorablemente una reflexión sobre la fuerza del movimiento y la dinámica en los diferentes órdenes de la vida. El estudio más curioso para el fin que nos proponemos es el libro de Charles Feré, Sensation et mouvement (1887), basado en unos estudios experimentales de psico-mecánica, todo ello para poner en relación el movimiento con ciertas actitudes del hombre. Ciertamente, el movimiento de la máquina, introducido por la era industrial en la vida del hombre, empezaría a invadir la literatura, fundamentalmente la de viajes, y supondría un cambio sustancial en el paisaje y en lo que establecíamos como constitutivo de su esencia, es decir «¿cómo es visto?». En la revista Le Tour du monde, de 1908, aparece publicado el texto de Luigi Barzini «De Pekin a Paris en Automobile». Del relato de dicho viaje sorprende al lector la paz, la calma y la quietud de las ilustraciones. Los rostros, los gestos, los paisajes, las llanuras que se pueden comprobar son continuamente sobrepasados por el automóvil del narrador. Observa así Barzini que «lo más deprimente en este tipo de viaje, cuando no se conduce, es la inacción. Uno comienza por observar, luego medita, 2

Ibid., p. 216.

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después se deja llevar por la imaginación, y al final, el pensamiento cansado llega a marearse; ninguna visión lo despierta ya, y permanece uno imbuido en un estado de muda y tranquila insensibilidad». A esta sensación se opone la que resiente cuando se desplaza en coche atravesando el terreno: A partir de d’Oudde, les rochers avaient disparu. Pendant de longues heures, le voyage se poursuivit à travers une infinité de vallées fermées par de bsses collines sablonneuses et rougeâtres. Sur les collines, nous rencontrions parfois de courts passages pierreux, du sable lourd qui fatiguait le moteur, mais en général le terrain ne pouvait mieux convenir à l’automobile. La machine était souvent lancée à sa vitesse maxima à travers les plaines vierges ; nous abandonnions toute trace de sentier, nous quittions les pistes des chameaux, et nous imprimions le sillon de nos roues sur une terre qui n’avait jamais été foulée. Pour la première fois, une automobile courait à toute vitesse hors des tyranniques limites de la route, maîtresse de diriger son élan à sa faiblesse, comme un cheval lâché. C’était une jouissance pour nous que ces longues courses emportées qui favorisaient notre fuite. Nous sentions plus pénétrante la subtile angoisse de la solitude et du silence.3

Son, pues, abundantes en esta época las manifestaciones literarias que recrean numerosos paisajes de tierras lejanas vistas desde el automóvil. La naciente industria automovilística buscaba también la fiebre colonialista un aliado para su expansión, escudándose en una rentabilización del trabajo en las colonias y de un propicio terreno físico. En este mismo contexto de vivencia del viaje y del movimiento, Octave Mirbeau publica, en 1907, La 628-E8; un viaje por el norte de Europa, en el que se trata menos de dar cuenta de las instituciones o de los tipos humanos, que de reconocer las relaciones íntimas entre sus impresiones y sus sueños: Est-ce bien un journal ? Est-ce même un voyage ? N’est-ce pas plutôt des rêves, des rêveries, des souvenirs, des impressions, des

3 Luigi Barzini, «Le voyage du prince Scipion Borghèse de Pékin à Paris en automobile», Le Tour du monde, 4, 25 janvier 1908, pp. 37-48, p.18.

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récits, qui, le plus souvent, n’ont aucun rapport […] aucun lien visible avec les pays visités, et que font naître et renaître, en moi, tout simplement, une figure rencontrée, un paysage entrevu […] Mais est-il certain que j’aie réellement entendu cette voix, […] et que j’aie vu, ici ou là, de mes yeux vu, ce paysage, à qui je dois telles pages d’un si brusque lyrisme […]4

Para comprender su propio «ir hacia», Mirbeau propone al lector dejar de lado la tradición literaria del siglo XIX, la del «dépaysement par les livres»5 y de la documentación libresca para instalarse sobre una máquina que el hombre, sobrepasándose «a pu douer de la vertu de su mouvoir librement, à l’heure de son besoin, à la minute même de son caprice» (p.159). En busca de una libertad total «lejos de sí mismo» —dirá Mirbeau—, el escritor indaga «joies multiples, des impressions neuves» (p.37) todo un orden de conocimientos preciosos que los libros no dan. Negándose a centrarse en las ciudades, «[…] à condamner, au nom d’une beauté imbécile et stérile […]» (p.166), ya desde el principio, Mirbeau anuncia casi inmediatamente sus predilecciones. Si el automóvil es más preciado que su biblioteca, que sus cuadros, es porque ponen muerte a sus muros, alrededor de él «avec la fixité de leurs ciels, de leurs arbres, de leurs eaux, de leurs figures…». Sin embargo, dirá en la Introducción que «Dans mon automobile j’ai tout cela, plus que tout cela, car tout cela est remuant, grouillant, passant, changeant, vertigineux, illimité, infini…» (p.41). El movimiento Si hay un rasgo de dinamismo que avanza toda la ensoñación de Octave Mirbeau es esencialmente la dinámica del agua. En La 628-E8, las experiencias alusivas al movimiento se manifiestan fundamentalmente en el paisaje, en los cuerpos, en las ideas y en el elemento agua. Dicho 4 Octave Mirbeau, La 628-E8, Union générale d’éditions, Paris, 1977, p.47. Todas las páginas referidas al texto de Mirbeau remiten a esta edición. 5 Jean-Yves Tadié, Introduction à la vie littéraire du XIXe siècle, Dunod, Paris, 1998, p.39.

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esto, nos parece oportuno convenir que nos tendremos que ayudar de la inspiración de Bachelard para analizar el «glissement de la pensée, selon sa pente, vers le terme qu’elle se donne, car il y a une “pente de la rêverie” chez Bachelard comme chez Hugo»6, como en Mirbeau7. Le paysage devint morose. Nous aussi. […] Il semblait que la campagne se fripât, se ratatinât, se décolorât, sous la sécheresse du vent. (p.73) Avant de retrouver la vie balsamique de la Meuse, au long des ardoisières de Fumay, il nous faut traverser un large plateau, sorte de zone funéraire, où le sol est pierreux, lugubrement stérile. […] Ensuite, c’est une joie à pousser des hosannas, c’est comme une résurrection, lorsque nous rejoignons, par les lacets des Ardennes, la rivière mouvementée, […] Et tout reverdit, tout miroite, tout sent bon, tout travaille, le sol fleuri, les arbres fourgeonnés, les eaux, les coteaux, les maisons, les hommes, le ciel ; tout est féerique jusqu’à Givet. (p.80) Bruxelles! Vraiment, il est insupportable, et même un peu humiliant de se sentir dans cette capitale des sociétés de tramways du monde entier […] quant […] tout ce pittoresque, tout cet art, tout ce mouvement tragique du travail, tout ce tumulte de la Meuse et de l’Escaut, […] ne sont qu’à quelques tours de pneus d’ici. (p.89)

Se trata del mismo paisaje que Mirbeau vuelve a ver en el Museo de Breda, pueblo natal de Van Gogh. En los cuadros del autor de «Los Girasoles» reconoce al artista violento, al artista «aux yeux ivres de penser et de regarder» (p.206). Notamos, pues, que se trata de la dinámica del paisaje del pintor holandés la que prevalece sobre las líneas inertes: «Je regardais toujours… […] C’étaient des paysages de printemps, des paysages du midi… des vergers… des moissons dorées ondulant sous le vent… Et des ciels étrangement mouvants, où des formes vagues de grands

Georges Poulet, La conscience critique, José Corti, Paris, 1971, p.193. «Ah! je me demande souvent, malgré toute mon admiration pour le splendeur de son verbe, si Victor Hugo ne fut point un grand Crime social? N’est-il pas à lui seul, toute la poésie? N’a-t-il pas gravé tous nos préjugés, toutes nos routines, toutes nos superstitions, toutes nos erreurs, toutes nos sottises, dans le marbre indestructible de ses vers?» (p.167) 6 7

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animaux, de femmes couchées, s’allongeaient, s’émiettaient, reprenaient d’autres formes…» (p.208). Una segunda imagen del movimiento en este texto de Mirbeau es el cuerpo de la mujer. La mujer que asimilaba paisajes, para Bachelard, nacía de la ondulación del horizonte, de «l’écume des vagues»8 o del capricho de los vientos; esa mujer se transforma para Mirbeau en una energía unas veces fuerte, otra ágil, pero que siempre arrastra. Ante el hotel Bellevue, en Bruselas, el escritor sueña frente a una mujer joven que juega y baila con sus hijas. Recrea para el lector las líneas etéreas de la mujer porque «chaque mouvement du buste, —dit-il— des bras, des jambes qui, souvent se devinent sous la batiste brodée de la robe, chaque balancement des hanches, chaque pli de la jupe est une élégance, une caresse, une invention de beauté, une fête émouvante de la vie» (p.101). Podremos igualmente mostrar la prioridad de la imaginación dinámica sobre la imaginación de las formas, de la que habla también Bachelard9, en la escena de la puerta entreabierta en el hotel. Allí, ante el espejo del armario, una camisa se pliega «sur une croupe féminine» dejando «découvrir le rein, les omoplates et, à la fin, s’élever, avec précaution, sans en déranger l’ordonnance blonde au-dessus des ondulations de la coiffure» (p.266). En Anvers, en la plaza de Meir, «noire de monde en mouvement» (p.163), donde se distinguen las cabezas confundidas, las ondulaciones, una superficie movediza. En lo que se refiere a esta primera parte del movimiento, nos resta hablar del agua (materia fundamental en los análisis de Gaston Bachelard10). El agua invade el texto de La 628-E8 cuando su autor llega, sobre su máquina «ardente, excitée par une carburation régulière et forte» (p.64), a Holanda y allí queda sobrecogido por los paisajes de cielo11 y agua: «Hollande : Je n’en étais que plus impatient de franchir cette zone sans caractère et de revoir le pays clair et uni conquis sur l’eau, Ibid., p.78. Gaston Bachelard, L’Air et les Songes, José Corti, Paris, 1943, p.98. 10 Véase Gaston Bachelard, L’Eau et les Rêves, José Corti, Paris, 1942. 11 Gaston Bachelard, L’Air et les Songes, ed. cit. 8 9

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c’est-à-dire sur l’élément le plus fuyant, le plus cruellement impitoyable ; impatient de retrouver […] ces villes lustrées qui débordent d’abondance, et l’immensité translucide de ces ciels mouvants». (p.197) El puerto, indisociable de la representación del agua, está, en el imaginario mirbeliano, repleto de energía dinámica: «Travail des machines qui, sans cesse criant, soulèvent et promènent dans l’espace, au bout de leurs bras de fer, les charges pesantes, molles comme des nuées!… Silhouettes légères, aériennes, des voitures, des mâtures» (p.155). El puerto, allí donde «au long desquels, des bateaux se balancent, où je ne me sente vraiment au bord de l’univers, et joyeux, et libre et léger…» (p.156), el puerto resulta ser para Mirbeau el espacio donde el agua acude al encuentro de la tierra; y así concibe su proceso de escritura: Les ports sont l’image la plus parfaite, la plus exacte du rêve de l’homme. Ils le contiennent, et ils l’emportent, tout entier, vers toutes les chimères… Rêve de bonheur […] C’est qu’on a l’espace devant soi et pour soi… et, qu’ayant l’espace, on a le temps aussi, et qu’au bout de l’espace et du temps cela ne peut être que le bonheur… Le voyage est un engourdissement, un sommeil qui peuplent et fait s’envoler les songes… (p.172).

Es más, la Holanda «d’eau et de ciel» (p.210) es el lugar donde llega el arte de extremo-oriente y donde Monet tuvo la suerte de encontrarlo para embriagar su mirada. Y Rubens también estuvo en ese espacio para demostrar que el puerto es la patria del pintor. Hemos elegido la siguiente cita que reúne, en un mismo sueño, el espacio, el espíritu, el agua y el movimiento: Je suis convaincu qu’un grand port, quel qu’il soit, où qu’il soit, est, par excellence, un lieu d’élection pour la naissance, la formation, l’éducation d’une âme d’artiste. […] Il s’habitue à voir, et, voyant, à comprendre. Sa pensée qui n’est pas bornée par un mur […], est libre de vagabonder, à travers l’espace, comme ces jolies mouettes qui hantent le vaste ciel, et qui n’ont d’autres limites à leurs désirs que la fatigue de leurs ailes… Il englobe, dans un regard […] plus de vie universelle. A son insu et comme mécaniquement, le mouvement des barques sur la mer, de la mer contre les jetées, le rythme de la houle, l’entrée des navires dans les bassins, l’oscillation des mâts pressés que relie la courbe

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molle des cordages, les voiles qui fuient, qui dansent, qui volent, les volutes des fumées toutes les silhouettes des quais grouillant, lui enseignent, mieux qu’un professeur, l’élégance, la souplesse, la diversité infini de la forme. Sans le savoir, il emmagasine des sensations multiples qui ne s’effaceront plus, qu’il retrouvera, plus tard, et dont il fera vivre un visage, un torse de femme, l’ondulation d’une jupe, la flexion d’une hanche, le balancement d’une branche. (p.222)

La velocidad Según nuestra lectura, «L’invitation au voyage», que encierran las páginas de La 628-E8, se transforma en un «bateau ivre» cuando «plus sourd que les cerveaux d’enfants»12, Mirbeau corre con su automóvil. El auto es para el autor «cette bête magique, cette fabuleuse licorne qui m’emporte, sans secousses, le cerveau plus libre, l’œil plus aigu, à travers les beautés de la nature, les diversités de la vie et les conflits de l’humanité» (p.41). Sin embargo, ese viaje que se anunciaba tranquilo y salpicado de vagabundeos comienza a provocar sensaciones inesperadas. El viaje exquisito se torna experiencia de la velocidad, «siento entonces vivir las cosas y los seres con una actividad intensa, en un relieve prodigioso, que la velocidad acusa, muy lejos de borrarla» (p.41). La velocidad que empuja y arrastra a Mirbeau hacia un estado de alma que deviene para él una enfermedad mental. Así es como vemos en el texto la definición de la enfermedad de la velocidad: «Et cette maladie s’appelle d’un nom très joli : la vitesse. […] la vitesse, en quelque sorte névropathique, qui emporte l’homme à travers toutes ses actions et ses distractions. […] Son cerveau est une piste sans fin où pensées, images, sensations ronflent et roulent, à raison de cent kilomètres à l’heure» (p.51). Algo más arriba en el texto, escribía: «Cuando uno se baja, los objetos parecen aún animados de extrañas muecas y de movimientos desordenados […] Sólo se tiene el recuerdo, o más bien la sensación muy 12 Arthur Rimbeaud, «Bateau ivre», dans Poésies. Une saison en enfer. Illuminations, Gallimard, Paris, 1984, p.94.

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vaga de haber atravesado espcacios vacíos, blancuras infinitas» (p.48). La experiencia de Mirbeau sobre su máquina tiene, pues, una continuidad sobre los minutos de reposo. Así, por ejemplo, lo que sólo debería ser una mirada sobre unos cuadros acaba tornándose en incoherencia: Je commence […] par ces musées magnifiques où, devant le génie de Rembrandt et de Vermeer, je suis venu oublier les Expositions parisiennes, les pauvres esthétiques, essoufflées et démentes de nos esthéticiens… Des salles, des salles, des salles, dans lesquelles il me semble que je suis immobile, et où ce sont les tableaux qui passent avec une telle rapidité que c’est à peine si je puis entrevoir leurs images brouillées et mêlées. (p.54)

Es más, lo que se anunciaba un paseo, se tornó una fuerza incontrolable: «Je vais toujours, et, devant les glaces des magasins, je me surprends à regarder passer une image forcenée, une image de vertige et de vitesse : la mienne. […] Je vais toujours… Ah! c’est le port…» (p.54). Y, un poco más adelante leemos: «Y voy… voy sin saber dónde voy… […] Y luego nada… nada más que cosas que se deslizan, que huyen, que giran como ondas y se balancean como olas. De vuelta al hotel, extenuado, no me queda más que una obsesión: irme, irme… ¡Oh! irme» (p.55). El análisis que llevamos hasta aquí parece poner en evidencia que el viaje, el desplazamiento, no basta a Mirbeau. En busca de la sensación de vértigo, buscando siempre una velocidad mayor sobre su máquina, escribe: La vie de partout se précipite, se bouscule, animée d’un mouvement fou, d’un mouvement de charge de cavalerie, et disparaît cinématographiquement, comme les arbres, les haies, les murs, les silhouettes qui bordent la route… Tout autour de lui, et en lui, saute, danse, galope, est en mouvement, en mouvement inverse de son propre mouvement. Sensation douloureuses, parfois, mais forte, fantastique et grisante, comme le vertige et comme la fièvre. (p.52)

Es aquí, en las palabras «su propio movimiento» (apoyadas por la expresión «rebotes sobre sí mismo» (p.48)), donde nos ha parecido encontrar la idea que se impone a todas las sensaciones y a todas las formas del movimientos en los sueños mirbellianos. Todos los

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esfuerzos de Mirbeau para notar los movimientos, las imágenes de los desplazamientos, nos dan la base para osar proponer en este estudio la idea de que Mirbeau sólo piensa en recoger la fantasía de la velocidad para llegar al sueño supremo, que nos permitimos designar: dinámica de sí mismo. Esta dinámica tiene como consecuencia un placer: «Le goût que j’ai pour l’auto, […] pour la fièvre aussi quelquefois, pour tout ce qui m’élève et m’emporte, très vite, ailleurs, plus loin, plus haut, toujours plus haut et toujours plus loin, au delà de moi-même, tous ces goûts-là sont étroitement parents…» (158). Con esta cita, nos viene la idea de pensar en un placer del yo, un placer egoista de una sensación propia. Pero es necesario leer un poco más adelante y un poco más adentro para notar que el movimiento personal no es más que una participación, una manera de asociación con el cosmos en movimiento: «A leur bord [la barque et l’auto] je suis au bord de l’espace […]» (p.161). Interpretamos que el sueño de felicidad de Mirbeau se realiza cuando se une a los otros movimientos, al del paisaje, por ejemplo, cuando escribe: La plaine paraît mouvante, tumultueuse, paraît soulevée en énormes houles, comme une mer. […] Elle galope et bondit, […] puis remonte et s’élance dans le ciel… […] Ces arbres qui fuient, […] et ils galopent, galopent… […] Et voici des vallons, des gorges rocheuses, des montagnes… des forêts… au galop! Au galop! A peine entrevus, aussitôt dépassés. Au galop!… A-t-on le temps de penser, de rêver, de pleurer ? [on avale l’air] avec toute sortes de poussières, on s’en grise, et qu’on est ivre, comme tout l’univers! (p.204)

Para concluir, destacremos que ese atroz deseo de movimiento no tiene más que un fin último: el esfuerzo por disolverse en la inmensidad. La llegada al movimiento cósmico lleva en sí misma una sensación construida sobre dos experiencias: la de reducirse como individuo y la de encontrarse con la fuerza universal: Orgullosamente, felizmente, siento que soy una parcela animada de esta agua, de este aire, una partícula de esta fuerza motriz que hace latir todos los órganos, tensar y relajar todos los resortes, girar todos los engranajes de esta inconcebible fábrica: el universo. Sí,

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siento que soy, para decirlo todo con una palabra formidable: un átomo… un átomo en el trabajo de la vida… (p.161)

Nos parece estar ante una reflexión que Mirbeau aplica a la época que ha vivido, sobre ese siglo que ha interpretado la realidad del hombre acaparando a la vez los empujes de la ciencia y las voluptuosidades del sueño.

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Proust y el paisaje Àngels Santa Universitat de Lleida

El paisaje proustiano es un elemento sumamente importante en la escritura y en el imaginario del escritor. Tal vez sea necesario unir a la concepción del paisaje la imagen que el escritor se ha creado de sí mismo, aquella que ha forjado a lo largo de la escritura de su obra y que después la crítica ha ido alimentando. Ese Proust, representado por Jacques-Émile Blanche en el célebre retrato reproducido en todas las historias literarias y en cualquier libro que se precie sobre el escritor, constituye en sí mismo un paisaje, un paisaje artificial, elaborado, como los jardines ingleses, paisaje que contribuye a que los lectores se forjen una determinada idea del escritor. Ese Proust que nos mira con ojos grandes y almendrados, lo encontramos de nuevo en varias reproducciones, en varios retratos, en los que juega con su mirada seductora, esa misma mirada que posa sobre los seres y las cosas, sobre el paisaje. Podríamos afirmar que el paisaje proustiano se halla configurado por dos elementos sumamente importantes, de un lado el espino albar («l’aubépine»), tan celebrado por el escritor a lo largo de su obra y que se halla íntimamente unido a su infancia en Combray y a su relación con Swann y con los Guermantes. Ese elemento floral da paso, por otra parte, a un elemento material, más ligado a los alimentos terrestres, como es la magdalena, que trae a la memoria del escritor toda su infancia de la mano de la tía Léonie. A esos dos elementos nosotros añadimos un

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tercero, que nos parece capital para comprender la sensibilidad artística del escritor y su noción total del paisaje. Se trata de la catedral y del papel que la catedral desempeña en el paisaje proustiano, yendo más allá de la percepción física para simbolizar en su totalidad el mundo del creador. A Proust le gustan las catedrales, las estima y las valora. El conocimiento de las mismas y su posible interpretación es una constante en su vida primero y luego en su obra. Sus primeros trabajos literarios se hallan unidos a esta imagen que configura su paisaje. Proust es extremadamente sensible a la belleza del paisaje que le rodea. Así cuando ve los manzanos en flor se extasía y halla para describirlos una metáfora de suma belleza: «les pommiers en toilette de bal». En esta óptica la catedral ocupa un lugar privilegiado. Tal vez ese apego por el tema de la catedral halle su raíz en la lectura apasionada de la obra de John Ruskin que el autor realizar en 1899. Cuando este autor muere en 1900, Proust está traduciendo La Bible d’Amiens, obra magna de este insigne erudito. Con motivo de su muerte realiza una serie de artículos sobre su arte que integra en el prólogo de esta traducción. Esta traducción es una obra dedicada al padre. Su pasión por el mundo de las catedrales conlleva que el padre se tome en serio el trabajo de su hijo, algo que no había hecho hasta ese momento. En su novela El amor en los tiempos del cólera Gabriel García Márquez realiza una evocación del padre de Proust, que se distinguió en la lucha contra esa enfermedad y por los estudios relativos a la prevención de la misma. Robert, el hermano de Proust es también médico y ello le granjea la consideración del padre. Al convertirse en historiador del arte Proust se coloca al mismo nivel que su hermano por que esta puede ser una profesión de un cierto relieve e importancia. Publica la traducción de La Bible d’Amiens en 1904 en la editorial Mercure de France. Es su particular homenaje al maestro. Homenaje que unirá a un peregrinaje. A la muerte de Ruskin, mucha gente va a rendirle honores visitando su tumba. Proust no. Proust rehace el camino

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del maestro, rehace el itinerario de las catedrales, catedrales que enmarca siempre en el paisaje: Rouen, Abbeville, Amiens, Chartres.... Cuando le es imposible viajar, lo que sucede con cierta frecuencia, va al Museo del Trocadero; le gusta estudiar los moldes de las esculturas. Un regalo que dice mucho del sentido estético de Proust es el que hacía con frecuencia a sus amigos: se trataba de copias de esas esculturas que tanto le impresionaban. Es cierto que el encuentro con Ruskin, quien acentuaría su gusto por el arte de las catedrales, fue uno de los hitos importantes en la vida del escritor. Llegó a él a través de Robert de la Sizeranne. Al conocimiento de Ruskin cabe añadir otro elemento de capital importancia: la lectura de la obra de Émile Mâle: L’Art religieux du siècle XIII en France. Proust, con su apasionamiento habitual se entusiasma por esta obra. Tenemos a este respecto el testimonio de su amigo Robert de Billy: Ce fut une grande joie quand parut le premier des livres de M. Mâle. Je le lus comme un roman et, tout de suite, je le prêtai à Marcel. Il resta chez lui quatre ans environ et, quand il me le rendit, il n’avait ni couverture ni page de garde et portait les marques et toutes les disgrâces qui peuvent assaillir un livre, lu au lit, dans le voisinage des remèdes. J’ai su par M. Mâle qu’il abatí eu l’occasion de répondre à de fréquentes interrogations de Marcel1.

Ello le lleva a realizar otras lecturas complementarias. A su alrededor, sus amigos le ayudarán en ese trabajo; entre ellos podemos destacar el importante papel de María Nordlinger, la prima de Reynaldo Hahn. O el de María de Madrazo que tanto supuso en su conocimiento de Venecia. Para la traducción de Ruskin cuenta con una ayuda inestimable; se trata de su madre. Proust no sabe inglés. Su madre traduce palabra por palabra y él rehace el texto dándole una la apariencia literaria necesaria. Ello les lleva a compenetrarse aún más. Ese trabajo realizado conjuntamente es una muestra más de la comunión espiritual existente 1 Robert de Billy, Marcel Proust-lettres et conversations, Éditions des Portiques, Paris, 1930, pp.111-112.

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con la madre. En el imaginario del escritor, Amiens, la madre y la Virgen Dorada que preside la catedral se confunden. Entra en contacto con esa catedral que es sin duda alguna la representación del gótico francés más puro. Ruskin y su obra sensibilizan a Proust sobre la belleza intemporal de la arquitectura religiosa de la Edad Media. En este autor encuentra las respuestas a las preguntas que se formulaba sobre la arquitectura de esa época. En el marco de sus peregrinajes ruskinianos que empezó al día siguiente de la muerte del crítico inglés, Proust va a Abbeville el 7 de setiembre de 1901, después de visitar Amiens, acompañado por su amigo el abogado Léon Yeatman. Completa in situ sus conocimientos de la iglesia de Saint-Wulfran i admira «la dentelle du porche doré» a la cual ya había aludido antes en un artículo dedicado a Ruskin. Si la catedral gótica sintetiza para Proust el genio de Francia, la de Amien es sin lugar a dudas debido a la influencia de Ruskin, la cima de la escala sentimental y estética de Proust2. El 1 de abril de 1900 publicaba en el Mercure de France un artículo intitulado «Ruskin à Notre-Dame d’Amiens» que no es sino una invitación a los lectores a efectuar un peregrinaje ruskiniano de un día de duración a Amiens. Después de describir los caminos que conducen a la catedral, Proust se detiene en la puerta sur en medio de la que la Virgen Dorada extienda su mano acogedora. La Madona seduce a Proust a causa de su «parure» muy sencilla i exquisita de «aubépines» (espino albar) en flor i sobre todo por su sonrisa «de soubrette à laquelle il préfère les reines» que hace de ella «une oeuvre d’art individuelle». En su habitación tiene una fotografía que reproduce esta Virgen al lado de la Joconda, lo cual constituye una curiosa mezcla de afinidades y de estilos. En septiembre de 1902, Proust va a Chartres, y recupera con esta visita sus recuerdos de la infancia. Cabe señalar que Illiers (Combray 2 Para tener un conocimiento directo de los textos evocadores de viajes, es interesante consultar la compilación realizada por Anne Borrel, Voyager avec Marcel Proust, collection Voyager avec…, La Quinzaine littéraire-Louis Vuitton, Paris, 1994.

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en la ficción proustiana) se encuentra a 25 km de Chartres. Rehace el camino de Ruskin quien tenia el proyecto de dedicar una obra a esta catedral con el título Les fonts de l’Eure. La unión de las obras maestras arquitecturales con el paisaje que las rodea es una de las ideas rectoras de Ruskin que Proust hizo suya. Los personajes bíblicos del pórtico occidental considerados durante mucho tiempo como la representación de las Reinas de Francia emocionaron profundamente al escritor hasta el punto que en 1905 escribió a su amigo Armand de Guiche, refiriéndose a su madre que había fallecido hacia poco, que «avait les yeux percutants des Reines de Chartres qui soutiennent le porche occidental». Las vidrieras y sus proyecciones de colores sobre la piedra fueron también una fuente de emoción estética para Proust. En los inicios de la Recherche evoca las de Combray, «ses vitraux ne chatoyaien jamais tant que les jours où le soleil se montrait peut» y «leur douce tapisserie de verre» que coloreaba la iglesia «de tons si frais qu’ils semblaient plutôt posés là momentanément par une lueur du dehors prêt à s’évanouir»3... Las vidrieras de Chartres suscitan muchas comparaciones estéticas en la novela como aquella en La Prisonnière en la que el Narrador evoca «la salle à manger obscure, où les prismes de verre pour poser les couteaux projettent des flux multicolores et aussi Meaux que les verrières de Chartres»4. Por otra parte la vidriera del árbol de Jessé de esta catedral se convierte en el símbolo del árbol genealógico de la familia aristocrática por excelencia, los Guermantes: Puis ç’avait été la terre héréditaire, le poétique domaine, où cette race latiere de Guermantes, comme une tour jaunissante et fleuronnée qui traverse les âges, s’élevait déjà sur la France, alors que le ciel était encore vide là où devaient plus tard surgir NotreDame de Paris et Notre-Dame de Chartres; alors qu’au sommet

3 Marcel Proust, Du côté de chez Swann I in A la recherche du temps perdu, Pleiade, Gallimard, Paris, 1987, tome I, pp.58-59. 4 Marcel Proust, La Prisonière in A la recherche du temps perdu, Pleiade, Gallimard, Paris, 1988, tome III, p.673.

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de la colline de Laon la nef de la cathédrale ne s’était pas posée comme l’Arche du Déluge au sommet du mont Ararat5.

Notre-Dame de París se encuentra ausente de la obra de Proust; únicamente cita a esta famosa catedral cinco veces. Una de ellas es cuando nos señala que su criada Françoise «qui, habitant maintenant Paris depuis tant d’années, n’avait jamais eu la curiosité d’aller voir Notre-Dame. C’est que Notre-Dame faisait précisément partie de Paris, où se déroulait la vie quotidienne»6. La actitud de la sirvienta resume el parecer del Narrador quien piensa que las obras de arte góticas tienen que pertenecer a la lejanía, enmarcarse dentro de lo exótico, como por ejemplo la iglesia de Balbec que es de estilo persa. Durante una expedición nocturna el día 31 de enero de 1913, Proust pasa dos horas observando el pórtico de Santa Ana de Notre-Dame de París. Ve en él una humanidad más encantadora de la que nosotros podemos percibir en el mismo. Proust leyó el comentario de Emile Mâle sobre los reyes de Judá de Notre Dame, antepasados de Jesús, según la carne, hasta entonces considerados, de la misma manera que los de Chartres, como las efigies de los reyes de Francia. Retoma la demostración del historiador del arte poniéndola en boca de Elstir cuando comenta el pórtico de la iglesia de Balbec. Algunos años antes de esta visita particular, Proust mostró su interés por la escultura ornamental de la catedral escogiendo para la príncesa de Caraman-Chamay, como regalo artístico, como a él le gustaba hacer, un molde de uno de los meses de Notre-Dame. Es posible que el desinterés por Notre-Dame se explique aparte de por la proximidad y la cotidianidad, por el hecho de que se trata de una de las catedrales más conocidas del gran público y no tiene objeto tratar de promocionarlas. Otra razón, con toda seguridad, obedece al hecho de que el escritor Víctor Hugo le ha dedicado una novela y la ha convertido 5 Marcel Proust, Le Côté de Guermantes I in A la recherche du temps perdu, Pleiade, Gallimard, Paris, 1988, tome II, p. 313. 6 Marcel Proust, Le temps retrouvé in A la recherche du temps perdu, Pléiade, Gallimard, Paris, 1989, tome IV, p. 418.

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en personaje literario. Proust rehusa deliberadamente el competir con Hugo y le deja el monopolio de la catedral de París. Aunque parecida razón podría haberle llevado también a dejar de lado Chartres, objeto de la obra de Huysmans titulada precisamente La Cathédrale, aunque hay que reconocer que, pese a ser conocida, esta obra no ha alcanzado la popularidad y la dimensión de la de Víctor Hugo. Pero Proust no es únicamente el traductor de Ruskin y el visitante asiduo de las principales catedrales francesas. Asume asimismo un papel activo en la defensa de las catedrales y de su papel que le lleva a reivindicar el papel activo que en las mismas desempeña la religión, aunque ello tenga poco o nada que ver con su propio sentimiento religioso o con su práctica habitual de la religión. Actúa en cierto modo en este aspecto como su padre. En efecto, el doctor Proust participó en 1903 en una distribución de premios en Illiers. En su discurso lamentó la ausencia del sacerdote del pueblo en esta ceremonia por el significado que su figura revestía. Y lo hizo pese a su conocido agnosticismo. Del mismo modo en 1904, cuando Aristide Briand promulga el decreto que sella la separación entre la iglesia y el estado, Marcel Proust publica en Le Figaro de 16 de agosto un artículo que titula de manera muy elocuente: La Mort des cathédrales. Esas iglesias corren el peligro de quedar desiertas, al no celebrarse en ellas de manera habitual el culto. En las catedrales ya no habrá vida, y pueden convertirse en simples museos. Volverá sobre ese tema de nuevo en 1919 cuando escribe el artículo A la mémoire des églises assassinées, artículo que recogerá posteriormente en su libro Pastiches et mélanges. Con frecuencia el pintor Elstir se convierte en el portavoz del escritor en lo que se refiere a nociones artísticas y concretamente cuando opina sobre la iglesia de Balbec. Elstir tiene un modelo claro. Se trata de Claude Monet (1840-1926). Claude Monet ocupa un lugar muy importante en la representación de la catedral a causa de la serie de pinturas que realizó tomando como punto de partida la catedral de Rouen y que constituyen un homenaje a la catedral al tiempo que son un claro exponente del arte impresionista más puro.

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Monet empezó la serie de cuadros sobre la catedral de Rouen en 1892, lo prosiguió en febrero de 1893, dando como fecha del conjunto de las telas el año 1894. Fue para él un período de trabajo de titanes, marcado por profundas dudas sobre el valor y la calidad de su pintura. Escogió tres puntos de mira diferentes para su caballete, luego retrabajaba las pinturas en su taller. Se trata de una de sus grandes series en torno a problemas particulares, que plantea el efecto de las variaciones atmosféricas en la fachada gótica y en la rugosidad de la piedra, modificación de los colores pero también de las formas. Pinto unas treinta telas, de las que expuso veinte en mayo de 1895 en casa de Durand-Ruel. La exposición fue saludada como un acontecimiento tanto por los pintores como por la prensa. Clemenceau, maravillado por la vibración de las fachadas de piedra y por el genio visual de Monet, dio como titulo al importante artículo que escribió en La Justice el 20 de mayo de 1895: Révolution de cathédrales. La cronología de la Correspondance de Marcel Proust fecha en enero de 1896 su visita a casa de Durand-Ruel, para ver la serie de las catedrales; probablemente esta fecha es falsa, puesto que la exposición tuvo lugar en 1985 y que muchas de las telas de la serie fueron trasladadas luego a Nueva York, a la American Art Gallery. Sino fue durante una visita privada, no pudo verlas antes de mayo de 1895, o sino lo hizo en la Galeria Georges-Petit en 1898. Sin duda, todas esas cuestiones de fechas no son demasiado importantes. Lo que sí es importante es su admiración inmediata por esta obra del pintor que consideraba como una cima, alimento celeste llegó a llamarlo, por otra parte las pinturas representaban una de las grandes catedrales francesas que al escritor le gustaba mucho. El peregrino ruskiniano de las catedrales aplicó la lección de Monet de la fachada de la catedral de Rouen, en la que se pueden ver a todos los convidados de piedra de la ciudad mística respirar el sol o la sombra de la mañana a la fachada de Amiens «bleue dans le brouillard, éblouissante au matin, ayant absorbé le soleil et grassement dorée l’après-midi, rose et déjà fraîchement nocturne au couchant; à n’importe laquelle de ces

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heures que ses cloches sonnent dans le ciel, et que Claude Monet a fixées dans des toiles sublimes…»7. En la Recherche vemos a la señora de Cambremer admirativa ante las catedrales de Monet; se trata de una sutil perversidad del novelista que presta a esa dama a la vez la realidad del buen gusto y un esnobismo ingenuo en el momento en que los verdaderos esnobs como el propio Jacques-Emile Blanche piensan que Monet está pasado de moda, opinión que Proust no comparte en absoluto. El escritor se sintió fascinado por la ambición y la sistematización de la serie de las cincuenta catedrales o de los cuarenta nenúfares de Monet que relacionaba con la obra de Balzac. Ya que el autor de La Comédie Humaine era capaz de tratar con luces diversas el mismo tema dándole una profundidad y una sutileza difíciles de igualar lo que le emparentaba directamente con su pintor preferido. No podía ser de otra forma, porque la representación ocupa en el imaginario proustiano un lugar importante y destacado, tal y como lo hacen los nombres de las cosas y de los seres, nombres que los simbolizan, que los representan. No olvidemos el importante capítulo que dedicó a los nombres en Du côté de chez Swann. Proust compartía la pasión de Baudelaire por las imágenes, inseparables de las metáforas del lenguaje que produce el trabajo del escritor y se había constituido, para uso personal, una colección artística que pone de manifiesto sus gustos y su delicada sensibilidad. El azar de los encuentros y de las amistades tendrá asimismo una cierta influencia sobre la selección realizada. Juntamente con las fotografías de la gente que había amado todo ello constituye un verdadero museo imaginario al que se refiere constantemente cuando quiere escribir. Le gusta la pintura, le gusta Venecia y sus tesoros, le gusta la arquitectura y la escultura religiosa y gótica; estas dos últimas cosas las debe sin duda a la influencia de John Ruskin como ya hemos apuntado.

7

Citado por Anne Borrel in op. cit., p.181.

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(La grand’mère) essayait de Roser et sinon d’éliminer entièrement la banalité commerciale, du moins de la réduire, d’y substituir pour la plus grande partie de l’art encore, d’y introduire comme plusieurs «épaisseurs» d’art: au lieu de photographies de la Cathédrale de Chartres, des Grandes Eaux de Saint-Cloud, du Vésuve, elle se renseignait apures de Swann si quelque grand peintre ne les abatí pas représentés, et préférait me donner des photographies de la Cathédrale de Chartres par Corot, des Grandes Eaux de Saint-Cloud par Hubert Robert, du Vésuve par Turner, ce qui faisait un degré d’art de plus8.

A partir de las primeras páginas de la Recherche, las famosas «épaisseurs d’art» de la abuela que la estampa de interpretación y la fotografía de arte introducen en el paisaje visual del niño resumen la naturaleza misma de lo múltiple. La historia del estatuto de la imagen múltiple acelerada durante la segunda mitad del siglo XIX, está marcada por una constante fluctuación entre el «un degré d’art de plus» buscado por la abuela del narrada y un grado de arte de menos con relación con la obra de arte única. Intuitivamente Proust capta la complejidad teórica, reconociendo asimismo las cualidades plásticas o simplemente documentales ofrecidas por la variedad de los soportes de este medio. Supo apreciar la especificidad de este objeto de arte, móvil por esencia, fácilmente apropiable, precioso, aunque reproducible por su facultad de dar una segunda vida a una obra de arte ausente. La imagen primitiva, auxiliar privilegiado de la lucha contra el tiempo y metáfora del recuerdo grabado en la memoria, ocupa un lugar privilegiado en la semántica proustiana. La fotografía tiene el mérito de hacer presente la obra de arte que reproduce. No es por azar que todas las imágenes que reproducen las obras de arte admiradas por Proust se hallan asociadas a lugares como la habitación o la sala de estudio. Así en el lugar de reclusión y de creación que es la habitación, en el corazón de la vida y de la génesis de la obra, la imagen ocupa un lugar privilegiado. 8 Marcel Proust, Du côté de chez Swann I in A la recherche du temps perdu, op. cit., tome I, p. 40.

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El regalo artístico cotidiano, Proust lo encuentra no en los museos —la precariedad de su estado de salud hace que sus visitas sean ocasionales— ni en su casa, sino que lo encontrará en sus lecturas. A menudo catálogos o revistas de arte que dan cuenta de las exposiciones. Tanto para él como para Baudelaire la fotografía es la sirvienta de las ciencias y de las artes. Pero cabe señalar que Proust no tiene con respecto a este arte relativamente reciente las mismas reticencias que el poeta. El barón de Charlus señala que la fotografía adquiere la dignidad que le falta cuando deja de ser una reproducción de la realidad para mostrar cosas que ya no existen. Ambición comprensible para alguien que ha bebido en las fuentes simbolistas, aunque se aleje de lo que luego se considerará el arte fotográfico más puro. El escritor espera de la imagen algo muy concreto, que contribuya de alguna manera a su inspiración literaria. Por otra parte, consulta de forma regular fotografías de los monumentos que le interesan; la producción de las mismas es abundante en su época. Las fotografías son ayudas para la memoria al mismo tiempo que constituyen invitaciones al viaje; guardan el recuerdo de los lugares que ya se han visitado y también despiertan la curiosidad sobre los lugares que nunca podrán visitarse. La idealización que permite el ensueño reiterado ante la reproducción le confiere un valor de unicidad y de singularidad que favorece que rivalice con el carácter original del objeto representado. Aunque en ocasiones la reproducción no se halla a la altura del recuerdo conservado en la mente del observador. Con frecuencia sus amigos mandan a Proust imágenes para consolarle de la imposibilidad de desplazarse. Tanto Antoine Biblesco como Léon Yeatman le envían de forma regular reproducciones de las catedrales. De todas maneras la metáfora de la catedral va más allá del interés artístico del escritor en este tipo de monumentos. En las últimas páginas de Le Temps retrouvé Proust compara con frecuencia su obra a una iglesia o a una catedral: L’idée de ma construction ne me quittait pas un instant. Je ne savais pas si ce serait une église ou des fidèles sauraient peu à peu apprendre des vérités et découvrir des harmonies, le grand

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plan d’ensemble, ou si cela resterait —comme un monument druitique au sommet d’une île— quelque chose d’infr´quenté à jamais9.

Richard Bales señala que Proust había manifestado siempre gran interés por la catedral como monumento y como símbolo. Se sirve para apoyar sus afirmaciones del artículo escritor por el escritor sobre «La mort des cathédrales» en el que el autor de la Recherche, en un sutil juego de intertextualidades integra citas de Émile Mâle, de Ruskin, de Baudelaire y de Renan en relación con el tema citado. Hay asimismo alusiones a Wagner. La catedral constituye un elemento vivo, que alberga la tradición y cobija el alma de todo un pueblo. Esa interpretación recorre toda la obra proustiana desde sus orígenes hasta las últimas líneas. Por otra parte en las catedrales se da otro elemento caro al estilo y a la manera de crear de Proust, que se pone de relieve en este artículo, pero que utiliza a lo largo de toda su producción. Se trata de la escritura fragmentaria, también en numerosas ocasiones las catedrales se construyen de esa forma, colocado un fragmento tras otro, quedando algunas incluso inacabadas. También Luc Fraisse insiste en esa metáfora de la catedral, cara al escritor. Para el crítico la arquitectura de las catedrales constituye, por su intensidad y sus consecuencia, un hecho a parte en la historia de la literatura. Balzac ya concibe La Comédie Humaine según el modelo de la catedral de Bourges, por su inmensidad y asimismo por las cinco naves que la caracterizan que podrían corresponder a los ciclos previstos en la obra de Balzac10. Proust ha ido mucho más lejos en la analogía entre su obra y una catedral y así lo pone de manifiesto tanto en su obra como en su correspondencia u otros escritos íntimos11.

9 Marcel Proust, Le temps retrouvé in A la recherche du temps perdu, op. cit.,, tome IV, p. 618. 10 La preocupación de Balzac por la arquitectura es puesta de relieve por Jeannine Guicharde, Balzac, archéologe de Paris, Sedes, Paris, 1986. 11 Correspondance de Marcel Proust, établie, présentée et annotée par Philip Kolb, Plon, Paris, 21 vo., 1970-1993; t. XVIII, p. 359: lettre du 1er août à Jean de Gaigneron.

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De todo ello puede deducirse un simbolismo creador difícil de agotar que en el mundo proustiano tiene mucho que ver con los monumentos medievales. Luc Fraisse publica en 1990 un estudio a este respecto12. La catedral se constituye en objeto de descripción por parte del narrador, pero este va más allá, haciendo de ella el simbolismo de la invención que caracteriza su escritura y que se hace patente desde sus primeros intentos literarios, como por ejemplo Jean Santeuil. Fraisse13 señala las posibles fuentes de Proust, los libros que conocía y amaba y que le sirvieron de base para construir su obra como se construye una catedral piedra a piedra, paso a paso, recogiendo todo tipo de simbologías que forman el lenguaje propio de las catedrales. Esta intensa relación de la Recherche con el arte y con la catedral en concreto ha sido estudiada en numerosas ocasiones por críticos como Jean Autret o el ya citado Richard Bales14. Proust busca en el pasado el sentido profundo de la catedral pero no rehuye las aportaciones de la técnica moderna. Ya hemos hablado de la fotografía que le ayudaba a plasmar en imágenes la belleza de las catedrales. El automóvil se convertirá también en un aliado, y podemos seguir al escritor a través de sus peregrinaciones en automóvil, por la noche, dirigiéndose con su chofer a Lisieux e iluminando con los potentes faros del coche la fachada de la catedral para poder contemplarla en toda su belleza bajo ese sol artificial. Así pues, la catedral es símbolo de la obra; es también elemento fundador de una estética y fuente inagotable de imágenes y metáforas, estrechamente unida a cualquier representación del paisaje proustiano.

12

Luc Fraisse, L’Oeuvre cathédrale. Proust et l’architecture médievale, Corti, Paris,

1990. 13 A parte de la obra de Émile Mâle, utilizó sin duda: Viollet-le-Duc, Dictionnaire raisonné de l’architecture française au XIe et au XVIe siècles, Les sept lampes de l’architecture, 1849, traducida por George Elwll para la libería G. Baranger hijos en 1899. 14 Jean Autret, L’influence de Ruskin sur la vie, les idées et l’œuvre de Marcel Proust, Droz, Genève, 1955 ; Richard Bales, Proust et le Moyen Âge, Droz, Genève, 1975.

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EL PAISAJE GIENNENSE EN LA ESFERA (1927-1928)

El paisaje giennense en La Esfera (1927-1928) Salvador Contreras Gila Instituto de Estudios Giennenses

Nuestra intención es ofrecer a estudiosos e investigadores la visión que de nuestra tierra se tenía a principios del siglo XX, las impresiones recogidas por aquellos visitantes que llegados de cualquier punto de la geografía española recorrieron nuestra provincia por diversos motivos. Algunos de ellos, como Luis Bello, eran colaboradores habituales de la revista La Esfera y desde sus columnas, impresionados con el modo de vida, o el modo de entender la vida de sus habitantes, intentan contar fielmente la realidad de una tierra, la nuestra, grandiosa y majestuosa por sus bellos monumentos, la exuberancia de sus montes, bosques e inmensas plantaciones de olivares, en contraste con la pobreza cultural de sus gentes, concentradas principalmente en pequeños núcleos rurales, exentos de buenas comunicaciones viarias y aislados del resto del mundo que le rodea. La Esfera1, ve la luz el 3 de Enero de 1914, con periodicidad semanal se mantuvo en el mercado hasta 1931 con un total de 889 números sin contar los extras y los especiales sobre ciudades españolas. Esta revista nace en pleno desarrollo del periodismo gráfico. Desde el punto de vista de los contenidos, la imagen en La Esfera sustituye a los textos con excepción de los habituales artículos de opinión y las colaboraciones literarias. La imagen como elemento de referencia ofrece al lector detalles que estaban 1

La Esfera: ilustración mundial. Año I, n.1. Madrid, Prensa Gráfica, 1914-1931.

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olvidados en el resto de revistas de interés general. La Esfera, junto con Blanco y Negro, Nuevos Mundos y Mundo Gráfico son sólo algunos de los nombres que implantan la imagen como elemento principal de las publicaciones dejando los textos en un segundo plano. Luis Bello (1872-1935) nace en Alba de Tormes el 6 de Diciembre de 1872 y muere en Madrid el 5 de Noviembre de 1935, literato y periodista terminó sus estudios de derecho en la Universidad Central, dedicándose posteriormente al periodismo, en 1898 pasó a formar parte de la redacción del Heraldo de Madrid, donde destacó como cronista, más tarde fue corresponsal en París de España. En 1903 funda la revista crítica y en el 1906 se encarga de la hoja literaria de los Lunes del Imparcial, del que luego sería articulista llevando a cabo una campaña en defensa de la política hidráulica. Fue diputado a cortes de 1916-1917 y luego dirigió el Liberal de Bilbao, entró en la redacción del Sol donde hizo una campaña a favor de la enseñanza con el título de «Visita de escuelas». Parte de estos artículos fueron publicados en cinco volúmenes. Fundó la Revista de Libros y colaboró con muchos periódicos de España y América empleando a veces el seudónimo de Juan Bereber. Bello realiza un viaje por tierras giennenses desde Úbeda, Sabiote, Villanueva del Arzobispo, Cazorla, Quesada, Tíscar, La Puerta de Segura, nacimiento del río Segura y Santiago de la Espada. El autor emprende este viaje, en calidad de Inspector de Enseñanza Primaria, en el que recopilará información para posteriormente escribir Viaje por las escuelas de España2, donde critica duramente la situación de analfabetismo existente en las zonas rurales, mostrándonos la extrema pobreza en la que subsisten. Apasionado de la pedagogía, hijo del entorno de la Institución Libre de Enseñanza, periodista famosísimo en su época, colaborador de Azaña, su obra ha sido objeto de reediciones parciales de tal o cual parte de su periplo homérico por las escuelas de la España de su época, sin llegar a

2 Luis Bello, «Más Andalucía», Viaje por las escuelas de España, IV, Compañía IberoAmericana de Publicaciones, Madrid, 1929.

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dar cuenta de la importancia que tuvo vender tres mil ejemplares en su época. Cuando Luis Bello llega a Jaén, para él no es una tierra extraña —quizás sólo físicamente—, cuenta con muchos amigos, nacidos aquí, que le van a servir de guías durante su viaje. Tal es el caso de Juan de Mata Carriazo, Rafael Laínez Alcalá y Manuel García Muro, este último, cronista oficial de Úbeda; y durante la visita a la hermosa ciudad del Renacimiento recorren exhaustivamente cada uno de sus innumerables rincones. Por aquella época, el avance de las roturaciones, en Segura de la Sierra, para aumentar la tierra de labranza a costa del monte, presenta a Luis Bello la figura del roturador. Esta profesión, la de roturador, dura, arriesgada, se enfrenta a una posible denuncia y a la falta de medios para cultivar. El autor dice sobre los roturadores: «el enemigo era el roturador, mejor dicho, el explotador del roturador, el propietario sin justo título, que compra a precio de usurero, terrenos roturados indebidamente, terrenos robados a los montes públicos…». Bello visitaba la provincia de Jaén, como hemos señalado anteriormente, para hacer una valoración de la enseñanza y la situación de las escuelas en gran parte de la provincia, pero su atención no sólo recae en éstas, sino que va más allá y ve en la humilde e indefensa persona del roturador un motivo para alzar la voz y participar de su defensa ante el trato injusto y desmedido que le profesaba el Cuerpo de Montes (haciendo estos últimos valer su poder en defensa justa del Patrimonio Forestal), pero llevado injustamente a posiciones desmedidas. Bello sigue diciendo en Viaje por las Escuelas de España sobre el roturador: «he llegado a convencerme de que la gran propiedad no quiere escuelas. La propiedad podía comprender que elevándose el nivel de cultura suben todos los valores, incluso el de la tierra. Pero el propietario, prefiere que las cosas sigan como van. El pueblo abajo, con su ignorancia y su bienaventurada pobreza de espíritu». Dichas opiniones enfrentaron a Luis Bello con el Cuerpo de Ingenieros Montes de Jaén, comandado en esta época por Enrique Mackay

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(destinado en Carzorla), que suscribe los artículos de la Revista España Forestal (posiblemente suyos), criticando la oposición de Luis Bello ante el tema de la roturación y afirmando: «El error cometido por Bello era que confundía la persona del roturador con su reprobable acción». Se intenta, pues, transmitir una mala imagen sobre el aprovechamiento fraudulento de los recursos de los montes llevado a cabo por los más necesitados de la sierra, bien en forma de pequeñas roturaciones o bien con el excesivo aprovechamiento de pastos para el ganado, de cualquier forma nunca equiparables, «ni siquiera mínimamente, con las espectaculares talas de arbolado que ejecutaron algunos grandes madereros amparados en la impunidad de sus cargos políticos o en el prestigio social del que gozaban. Estos ataques virulentos provocaron un desastre ecológico y paisajístico de envergadura del que tardaron mucho tiempo en resarcirse los montes, si es que alguna vez pudieron hacerlo»3. Se entabló, pues, una dialéctica entre supervivencia y conservacionismo en la que Mackay se enfrentaba a textos de Bello como éste: «En la lucha secular contra el árbol, el instrumento de destrucción más inconsciente es el roturador»4 El Cuerpo de Montes de Jaén me facilita las fotografías que ofrezco hoy a los lectores de LA ESFERA, contribuyendo a popularizar los episodios de la gran guerra por el árbol y contra el árbol que está librándose desde hace siglos en todas las regiones de España. Están tomadas en la Sierra del Segura. Explican el avance de las roturaciones —es decir, de las cortas de árboles hechas por cultivadores de las tierras próximas para aumentar la zona labrada a costa del monte— y presentan gráficamente la figura del roturador. El roturador, como puede apreciarse por su miserable vivienda y por su ruin aspecto, es una víctima, un instrumento de culpables mucho más fuertes y más hábiles que él. Sale con el hacha —algunas veces con la tea incendiaria, que por algo llamamos, en Castilla, hacha de viento a la antorcha—, derriba unos cuantos troncos del pinar ó del robledal inmediato, y llegado el momento 3 Véase Eduardo Araque, Los montes públicos en la Sierra de Segura, Universidad de Granada, Granada,1990. 4 Luis Bello, «El roturador», La Esfera, agosto 1927, nº 711, p. 18.

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oportuno, rotura y siembra. Su primera cosecha de trigo o cebada en tierra forestal es muy buena; la segunda, buena; la tercera, regular. Rápidamente va consumiéndose Su energía productora, y viene a ser como todas las de estos riscos pedregosos. Pero el gran daño está no sólo en convertir magníficos bosques en malas tierras de pan, sino en que privan de toda defensa a las laderas montañosas, y en pocos años queda descarnada la peña viva, sin que sea posible nunca más prender en ella la raicilla de un pino. Si la tierra es fértil, tampoco suele gozarla el roturador. Carece de medios para ello. Necesita sembrar, y la siembra cuesta dinero, que sólo obtiene a préstamo. El préstamo es el comienzo de una cadena de desdichas, que termina con la venta ó con el expolio. Él se aventura, se arriesga sufre la denuncia, y en ocasiones la cárcel, y sólo consigue dar a su usurero, al venderle, además de su tierra, el terreno limítrofe roturado, un título de propiedad con ciertas apariencias de legítimo.

Las sierras de Segura y Cazorla, en palabras del profesor Araque, «han ocupado un lugar preponderante en el proceso de articulación y desarrollo de la moderna política forestal española y hasta casi nuestros días, sus montes, particularmente los de titularidad pública, han desempeñado un papel estratégico de primer orden tanto por ser un banco de pruebas para la experimentación de algunas de las más importantes medidas selvícolas que se han venido ensayando en España, como por convertirse en el principal foco de aprovisionamiento de maderas en algunos momentos cruciales de la historia española contemporánea»5. La vejez del roturador. La pareja a la puerta de su choza La vida para el pobre roturador siempre es penosa, En esta Sierra del Segura —clima cruel, con algunos deliciosos rincones privilegiados—, el hombre del campo soporta penalidades difíciles de imaginar. Ha llegado a reducir poco menos que a la nada sus necesidades; pero yo no acepto esta teoría del conformismo, predicada por senequistas que, como el propio Séneca, procuran siempre darse buena vida. Reducir las necesidades es ir renunciando a lo que más nos separa de la bestia salvaje. Cuando hay un poderoso ideal espiritual, todo lo 5

Véase Eduardo Araque, op.cit.

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suple ese fervor; pero cuando sólo se piensa en el pobre anhelo de no morir; cuando el único sostén de sus aspiraciones para mañana es el filo de un hacha; cuando todas las posibilidades se reducen a salir furtivamente de esa pobre choza y asesinar un árbol el lector estará conforme conmigo en que es demasiado poco para satisfacer a un hombre, aunque sea tan desdichado y tan inculto como un roturador de las Gorgollitas. Instrumento ciego, y en realidad inconsciente, de una mala obra, el roturador hace mucho daño. Bosques espléndidos, paisajes deliciosos, van (dejando paso a la roca pelada, ó a extensas laderas areniscas que por desnudaciones sucesivas ofrecen el singular espectáculo de la ruina de una montaña. Yo he leído en el libro que escribió a mediados del siglo XIX un, diputado de las Constituyentes, natural de Segura de la Sierra, D. Juan de la Cruz Martínez —Estudios sobre arbolados de España. Madrid, 1855— que el total de montes en la provincia marítima de Segura de la Sierra, con sus 41 pueblos, se elevaba a 486. Y el cálculo de los árboles de esos montes pasaba de doscientos sesenta millones. Los montes de Balsaín podrián tener hoy alrededor de diez millones. En aquella época, el roturador de los bosques de Jaén —el pequeño roturador, porque ha habido otros grandes roturadores, más audaces y más dañinos— no había trabajado tanto como hoy. Pinos salgareños, rodeznos, carrascos y donceles; robles, encinas, álamos negros, chopos, nogales, fresnos; sabinas, castaños y almeces. «Sin hacer mérito por su calidad inferior de aceves, muguillos, servales silvestres, agracejos, almotejas, tejos, durillos, bojes, pespejones, barbarijas, madroños, espinos, enebros, acebos y muchos frutales.» Riqueza incomparable, que bien explotada bastaría para convertir en una de las regiones más felices de España esta zona hoy tan pobre, Aun así, con lo que hoy queda, el daño se puede corregir. Jaén podrá recuperar parte de lo perdido, aunque no todo, y esto le bastará para ser una de las regiones forestales más hermosas de Europa.

A través de sus artículos periodísticos y de una forma poética, Luis Bello engrandece la belleza de todos y cada uno de los pueblos que va recorriendo en su visita, su paisaje y su arquitectura, en contraposición a la durísima crítica que realiza en Viaje por las escuelas de España enfatizando el alto analfabetismo de la zona, justificado por la situación de desamparo y abandono que sufren estos pueblos al no existir buenas comunicaciones y permanecer aislados del progreso.

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Pero el espíritu de denuncia de Bello no vela en absoluto su inmensa sensibilidad ante el paisaje. La naturaleza, fuente suprema de belleza, será la inspiración de los más hermosos artículos: INFANCIA DEL GUADALQUIVIR6 El castillo de La Iruela. Se proyecta erigir un monumento al Guadalquivir, junto à su manantial, en lo más intrincado de la Sierra de Cazorla ¡Sencillez! ¡Discreción! La mayor discreción parecerá escasa tratándose de dar cuerpo a una idea de inmortalidad referida a nuestro padre Guadalquivir, es decir, a un concepto inmortal que tiene ya su monumento en piedra —en roca viva—, y que desde el manadero a la desembocadura es todo inquietud, movimiento, fuerza, fecundidad. Toda esta sierra de Cazorla y Segura, incluso el famoso Yelmo, son el primero y más antiguo monumento al Guadalquivir. Sin embargo, es bella la idea y merece que su ejecución vaya acompañada de acierto. La última época constructiva que ha tenido España —la de Carlos III— supo dejar testimonio de su obra en forma severa y grandiosa, sin necesidad de entender aquí la grandiosidad en sentido, de erigir algo colosal, gigantesco, qué fracasará siempre junto al verdadero coloso: la montaña. Pero esas piedras grises, graníticas, talladas en líneas un poco rudas, cuyo valor está, singularmente, en su situación y en la belleza de sus proporciones, tienen en aquella etapa laboriosa de la vida española la perfección de las cosas que cumplen justa y sencillamente su destino. Acabamos de ver, atravesando los montes de Jabalquinto, de Jaén a Otiñar, el hito conmemorativo en el paso de la Escaleruela, puerto difícil del antiguo camino de Jaén a Granada. Tiene ese puerto, precisamente por la obra y por el hito que le corona, un nombre muy español y muy clásico: es el Puerto del Vítor. Algo semejante podría erigirse en el primer manantial del Guadalquivir: un «vítor» en piedra. Un vítor, al río fecundo, nuestro Nilo hético. Obra más de arquitecto —y de cantero— que de escultor. Entonada con la rudeza del paisaje, situada en lugar visible que pudiera darle majestad; porque siempre, para lanzar el vítor, ha hecho falta una pequeña altura. Como todas las cosas en arte van misteriosamente enlazadas, ese monumento al Guadalquivir —modesto, sencillo, discreto, tal co6

Luis Bello, «Infancia del Guadalquivir», La Esfera, septiembre 1928, nº 765, p. 31.

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mo lo deseamos— dará, aunque no lo quieran sus constructores, un trasunto del espíritu de nuestra época. Lo da el vítor de la Escaleruela. Armoniza muy bien con cualquiera de las grandes obras que ilustran el periodo carlotercesco. Podría situarse en el Bocal de Tudela conmemorando la fecha en que por vez primera se desviaron las aguas del Ebro por el canal de Aragón. No es nada, y, sin embargo, tiene en su pequeñez las grandes proporciones a que se acostumbraron aquellas gentes, hechas a intentar y a realizar muchos y muy ambiciosos proyectos. En cuanto a las inscripciones, siempre fueron breves. ¡Gran río es el Guadalquivir para meterlo en un epigrama! —epigrama clásico, naturalmente. Soberbios troncos de los pinares de Cazorla, entre los cuales brota, para dar vida al paisaje, un brazo de agua espumeante y sonora..., lapidario, inscribible en lápida. También, aunque no lo queramos, una de estas inscripciones que pueden no definir el Guadalquivir —el Guadalquivir se define a sí mismo— define, en cambio, a la época que la grabó o la dejó grabar. ¡Hermoso paraje, cuya mitología deberíamos cuidarnos de resucitar los buenos tartesios! Yo he ido hacia las fuentes del Guadalquivir, desde Cazorla, entrando en la sierra por La Iruela. Castillo bravo, de inverosímil valentía; más figurón, más esperpento gesticulante y fantasmático que ningún otro castillo de esta tierra. He subido la dura pedriza que arranca desde la fuente de la Rechita, y me he sumergido monte arriba en las ondas de piedra de la sierra cazorleña. Desde allí al primer manantial del Guadalquivir hay una jornada muy dura. Pero antes podemos llegar al puente de la Herrería y refrescarnos en el agua pura y clara. Estos primeros puentes sobre el río recién nacido tienen un encanto de égloga de Garcilaso; pero de égloga ruda, con verdor, con rumor de frondas y con espinas y alimañas medrosas. Les rodea vegetación espontánea, selvática. Más allá están los soberbios pinares, en los que brota, para dar vida al paisaje, un brazo de agua espumeante y sonora. Estos primeros puentes sobre el Guadalquivir, recién nacido, tienen, como el de la Herrería, un encanto de égloga de Garcilaso, pero de égloga ruda....

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Los pueblos jiennenses que descubre Luis Bello van, en su escritura, enmarcados en un paisaje con historia o en la historia del paisaje, porque en sus textos el hombre es naturaleza que esculpe como la naturaleza talla a la humanidad: Tíscar y el santuario7 Está, como sabemos, Tíscar en el camino de las acometidas musulmanas, contra Úbeda y Baeza y todo el reino de Jaén. Hoy no vienen a combatir bajo la Peña Negra sino millares de romeros que el día 8 de Septiembre llegan a congregar un formidable ejército con su estado mayor, sus tambores y sus charangas, su impedimenta y su tren de abastecimientos. El resto del año acuden, por Quesada —la villa más próxima— algunos fieles y algunos turistas, muchos menos de lo que merece la hermosura de este maravilloso rincón. Del otro lado, por Baza y Pozo Alcón, mirando a la Andalucía granadina, vienen también a cumplir votos y penitencias, a pie, descalzos, gentes de otros lugares: pero los autos tienen que detenerse muy lejos. Es lugar conocido de la devoción regional, y sin el santuario pocas personas vendrían a contemplar la soledad abrupta del castillo de Tíscar. Saliendo de Quesada, bordeando y dejando atrás el cerro de la Magdalena, sube el camino de Tíscar aguas arriba del riachuelo que toma el nombre de aquella villa histórica. Marcha primero entre olivares. Luego empieza a levantarse a mano derecha de la carretera el monte bravo con peñascales, mientras del otro lado un delicioso valle de olivos huertos y caseríos va acompañándonos, por todas las revueltas del viaje, hasta los primeros riscos en que se alza la «Atalaya de Don Enrique». Entre estos cortijos del tipo clásico en toda Andalucía hay algunos modernos, avanzadas de la civilización ciudadana —pase la redundancia— en plena Sierra, cortijos que soportan satisfactoriamente las dos pruebas más duras a que pueden someterse estas creaciones artificiales; la biblioteca y el jardín. Yo quiero corresponder aquí a la amab1e acogida de D. Pedro Villar, que ha sabido rodearse de un ambiente grato, armonizando bajo el techo familiar lo mejor de la ciudad y lo mejor del campo. Luego asoma la carretera frente a lo alto del puerto y empieza a destacarse la peña del castillo en el agujero de Tíscar. Ese hueco que nos descubre tanto cielo, esa dentellada en las rocas, parece 7

Luis Bello, «Tíscar y el santuario», La Esfera, septiembre 1928, nº 766, p. 46.

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como si se la hubieran labrado, no las aguas, sino los vientos. El agua tiene aquí mucha labor; ha creado el valle; ha dejado en el corazón de estos montes unas grutas de cuento de hadas: la cueva del Agua, la cueva de los Abades; surte las fuentes con frondosas alamedas alrededor; lanza, peñas abajo, regatos y arroyuelos que van al Guadiana chico para engrandecer el Guadalquivir. Pero el viento es quien ha roto la muralla de piedra, labrándola y dándole ese terrible aspecto de campo de batalla geológica. El viento es quien envía inesperadamente esas nubes que caen por encima de Peña Negra y estallan como en una gran ofensiva celeste contra la pecadora tierra. Decir «tierra» aquí es dar al mundo una blandura que no tiene. Todo esto es peña viva, con aristas hirientes, masas ceñudas, hostiles. ¡Buen paisaje de reconquista!

La lectura del paisaje, según entendemos en la obra de Bello, es la gesta del hombre ante su supervivencia. El tiempo infinito de la naturaleza transforma cualquier huella del hombre; huella que éste se esfuerza por mantener: La Virgen del Camarín, hermosa talla del siglo XVI La tierra está entre estos picachos y el macizo de Sierra Nevada que asoma al término de la extensa llanura de Huelma y de Guadix. Parece, cielo, de blanda y suave que es, comparada con la rudeza del primer término. Los pinares que ahora llegan, dando la vuelta desde la Sierra de Cazorla, tratan, en vano, de dulcificar un poco estas cumbres, por donde imaginamos ver, entre los matojos, brillo siniestro de cascos y de espadas medievales y un avance de montañeses, guerrilleros, al asalto con el cuchillo —o el alfange— entre los dientes. A la puerta del Santuario, en plena romería La casa de la Virgen y el túnel, en Tíscar (Quesada) Aquí están como testimonio los restos ya casi pulverizados, del castillo de Tíscar. Queda una torre. Y algunos muros derruidos asoman todavía alrededor de lo que fue recinto del poblado fronterizo. Véase, según refiere la Crónica de Alfonso XI, cómo se ganó el castillo de Tíscar en 1319. […] Hoy, lo que fue villa de Tíscar es un minúsculo poblado que vive del milagro del monte y de los milagros de la ermita santuario. Todo conserva, sin embargo, su ambiente de gesta guerrera.

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Entre sus amigos en Jaén, contaba Luis Bello con Manuel Muro, cronista de Úbeda. Para el caminante de las tierras de España, la figura del cronista venía a ser como el vigilante de las huellas en el paisaje: El cronista de Úbeda, Don Manuel Muro8 Mi buen amigo Laínez Alcalá, giennense, nacido en la tierra latina de la antigua Tugia, me comunica la noticia. Ha muerto D. Manuel Muro García, el cronista de Úbeda. Era la suya una de esas vidas discretas, enguatadas, con sordina, que sólo pueden ser mantenidas en el silencio de una vieja ciudad de provincia. De su voluntaria y temperamental continencia — huía el exceso de pasión en palabra y gesto— le sacaban de pronto en cualquiera de esas grandes injurias que un arqueólogo, un historiador, un espíritu amante de las memorias del ayer, se ve obligado a soportar viviendo entre gentes irrespetuosas e incomprensivas. Allanamiento de lugares santificado, por hechos singulares de la crónica local; abandono, descuido, irreverencia. La piqueta en funciones. Y lo que es peor aún, los malos maestros de obras o los malos arquitectos —los constructores en frío—, que cortan, rajan y componen indelicadamente lo que debiera ser para ellos punto menos que intangible. Don Manuel Muro, al conocer uno de esos desafueros, sufría en silencio. Le costaba violencia, incluso comunicar con los mejores amigos, como si quisiera guardarle a la ciudad el secreto de un gran bochorno. Luego entraba en campaña. Iglesia de Santa María, en Úbeda A veces no era oído. Pero otras, lograba su propósito, o al menos, parte. El desmán no se realizaba, o venía a quedar un poco mitigado el golpe. De este modo insensiblemente, año tras año, la ciudad, con tanto amor amparada, vino a ser para D. Manuel Muro algo suyo. Algo de creación habla en esa perpetua vigilancia. Merced a ella, muchas cosas que estuvieron amenazadas de muerte seguían vivas. Por eso, al mostrarnos su ciudad, con aquella confidencial llaneza, que más bien parecía timidez, era modestia de autor, de patriarca, lo que trataban de velarnos —y de mostrarnos— sus palabras. Luego, cuando el título de cronista de Úbeda vino a consagrar sus aficiones y a 8 Luis Bello, «El cronista de Úbeda, don Manuel Muro», La Esfera, marzo 1930, nº 843, p. 44-45.

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darle en cierto modo un derecho de intervención, ocurrió que la fina y extremada delicadeza de Muro se echó atrás, como si le parecieran sus méritos pocos y su cultura y su personalidad pequeñas para tan grandes responsabilidades. Vivía el cronista de Úbeda en la parte baja de la calle del Mercado. Junto a su casa —recogida, limpia, fresca en pleno estío, con ambiente de patio, hasta las cámaras llenas de libros— había, cuando yo fui, un caserón que se derrumbaba, y lo sostenían con formidables vigas y estribos de madera. «Ya ve usted —me dijo tristemente—. Aunque no queramos, Úbeda se nos viene abajo.» Era, sin duda, el cansancio interior, el gusano oculto, lo que le hacía hablar así; por Úbeda y por él. Tenía en uno de los lugares más bellos de la Loma, entre Úbeda y Linares, su casa de retiro, campesina. La Yedra es hoy un hermoso jardín que guarda todavía vestigios romanos, coloniales. Más allá están Canena, con su castillo; Ibros, ornado de olivos, y al fondo el Guadalimar, que pasa teñido de rojo, como Ríotinto. Allí había llevado más libros, más curiosidades arqueológicas, sus papeletas, sus memorias históricas empezadas, es decir, todo lo que sin la conciencia del mal interno, labra la pequeña felicidad de un cronista de ciudad vieja. En mi último viaje a Úbeda le hallé en su plaza del Salvador, que era para él como un templo sin otra bóveda que el cielo azul. Entramos en la iglesia, en la sacristía. Me llevó a ver el retrato del fundador, D. Francisco de los Cobos, é imaginamos la vida de aquel gran caballero, que, aprendió a vivir en Italia y quiso dejar en la iglesia construida bajo su patrocinio, testimonio de su concepto renacentista de la religión y de la propia existencia. Fuimos luego a la Iglesia de Santa María sólo por ver unos faroles de forja que debían de haber llegado ya. En el ayuntamiento —el antiguo palacio de Vázquez de Molina— me hizo ver una lapida conmemorativa puesta allí por iniciativa suya. Salimos a otra plaza pequeña que estaba amenazada de no se cuál profanación. Hablamos del condestable Ruiz López de Dávalos. Y en esto miró el reloj. ¡Se le había pasado la hora de su tranvía! El hombre tan exacto, tan puntual, ¿cómo podía haberse olvidado de que le esperaban en La Yedra? Todas las ciudades deben tener alguien que sienta por ellas. También deben tener quién piense y represente la conciencia, el sentido moral. Este hombre, con título o sin él, que siente, como si fueran propias las heridas que a la ciudad encarna el instinto de conservación.

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Algo más que el instinto, puesto que lo razona a su muerte la ciudad, han de notar sensiblemente la pérdida, sobre todo si no llegaran a formar escuela. Si fueron individualidades sueltas de acción, mejor dicho, de emoción personal, que no llegó a cuajar en un grupo de discípulo, y continuadores. Para honrar al cronista de Úbeda en lo que él estimaba más: en su ciudad, deseo agregar a esta, líneas su resumen o sumario de la visita a Úbeda. Es lo que más hubiera agradecido en una nota biográfica si viviera. Sumario de la visita a Úbeda «...Ya en Úbeda, podrían visitar y admirar en primer término, el magnífico Hospital de Santiago, monumento oficial —fundado por el preclaro obispo ubetense D. Diego de los Cobos y Molina—, modelo exacto del más grave austero Renacimiento, marchado desde allí a la próxima iglesia de San Isidoro, cuyas góticas portadas, como su retablo de la capilla mayor y crucero, ofrecen bastante interés. Por la calle de San Miguel llegarían a la plaza de Toledo, y luego de dar un vistazo a las murallas y torreones de la calle de Cánavas y a la torre del reloj, podrían visitar el ex convento de la Trinidad —artísticas portadas, bello patio, amplias naves—, y por la calle real se hallarían frente al lindo palacio que fue del Conde de Guadiana —hoy, un colegio de hermanas Carmelitas de la Caridad—; después de contemplar su primorosa torre, verían la portada e interior de la iglesia de San Pedro, donde se halla la imagen de Nuestra Señora de los Remedios, ante la cuál y puesta la mano sobre los santos evangelios, el emperador Carlos V y el Rey D. Felipe II juraron guardar los privilegios concedidos a la ciudad por los reyes sus antecesores; siguiendo la excursión por el real convento de Santa Clara visitado y favorecido por la Reina Católica, Doña Isabel, y la iglesia de Santo Domingo en la que merece notarse la portada meridional, de estilo plateresco, algunas capillas y las techumbres de alfarje de la gran nave y de la sacristía. Muy cerca se alza el palacio de los marqueses de la Rambla, cuya fachada dice mucho del insigne Valdachira, y próximo también a la casa de las torres, patio solariego de la familia del condestable Dávalos, declarado monumento arquitectónicoartístico, cuya fachada de gusto plateresco y hermoso patio, del más puro Renacimiento, cautivan la atención. Próxima la arábiga puerta de Granada con su lienzo de muralla, luego de contemplarla, podría continuarse la peregrinación al paseo de

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Santa María —que mejor se llamaría plaza del arte—, en el que atraen las miradas la antigua Colegial de Santa María de los Reales Alcázares —portada, rejas, claustro, pinturas, joyas,...—; el espléndido palacio de las cadenas, antiguo convento de la Madre de Dios, edificado por Vázquez de Molina —uno de los más notables ubetenses— con su artística fachada del mediodía, su bella arquería del patio y su colección de pergaminos con privilegios concedidos por varios reyes a Úbeda; la casa llamada Cárcel del Obispo, cuyo patio ostenta reminiscencias mudéjares en sus arcos; el edificio del Pósito, hoy cárcel del partido de adusta arquitectura; el palacio de los marqueses de Mancera con su graciosa torre; el palacio de los Ortegas, después de los marqueses de Donadío, de hermosa fachada y balcones de esquina; y, por último, la joya ubetense más preciada de grandeza indescriptible: la Sacra Capilla del Salvador, con su variedad de portadas, cuadros, esculturas, tallas, alhajas, etc. Realmente, esta plaza del arte ubetense es de una inmensa sugestión. Luego de admirar tanta maravilla como contiene ese templo que guarda las cenizas de otro ubetense insigne, el gran secretario de Carlos V y Felipe II, D. Francisco de los Cobos, el viajero, sin andar muchos pasos se enfrenta con la fachada del Hospital, de Ancianos del Salvador; más allá, restos interesantes de la iglesia de Santo Tomás y el severo palacio de Cobos, en que se hospedará el emperador. Después de asomarse al espléndido balcón de las Murallas, desde el cual se descubre el extenso y bellísimo panorama, el turista, internándose por los callejones en que se asentaron sus moradas solariegas muchos nobles e infanzones de los que acompañaron a San Fernando en la conquista de Úbeda, se encuentra con el oratorio de San Juan de la Cruz, donde pasó esta vida el gran místico; más allá, la interesante portada de la Casa de los Salvajes; ya en la plaza de la Constitución, aparece la airosa armería del Ayuntamiento Viejo, y en el real el palacio de Vela de los Cobos, hoy de la Excelentísima Señora Viuda de Montilla, cuya galería es también obra indubitable de Vandelvira. Vueltos al paseo del Mercado, en el que se destaca la parroquial de San Pablo, tan rica en portadas, rejas y variadas manifestaciones arquitectónicas. Desde allí, estando tan próxima la Puerta Árabe de Sabiote o del Rosal, debe ser objeto de la excursión continuándola luego por la calle de Melchor Almagro, que brinda la preciosa fachada plateresca de la casa del Señor Díaz Madrid; y muy cerca los patios, portadas y detalles que se ofrecen en el laberinto de calles de Hernán Crespo, Cervantes

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y callejón del Médico Tamayo. Saliendo por último al paseo de Gallego Díaz, la calle de San Nicolás os conducirá a su iglesia parroquial en la que son notas muy salientes la portada principal, del gótico florido; la de occidente, de gusto renacentista en que puso su sello el genio de Vandelvira y la capilla del Deán, con su estupenda verja. Con esto puede darse por terminada la excursión y por visto lo más notable que la ciudad encierra. Manuel Muro García

El paisaje, como lenguaje de la naturaleza, y la literatura, como discurso de los hombres, dialogan ambos en los textos de Bello sobre sus viajes por Jaén: Viaje a Quesada y Tíscar9 LA CIUDAD He llegado por fin, a la Sierra de Cazorla, y antes, saliendo de Úbeda, he ido a Quesada y a Tíscar. Ciudad castellana, con acento de Castilla, es Quesada, aun contándose dentro de Andalucía y dependiendo de Jaén. Todavía en lo eclesiástico rige allí Toledo, Última huella de una historia dura y violenta, como ninguna otra a lo largo de la línea fronteriza de moros y cristianos. Quesada con Cazorla —el Adelantamiento— peleó hasta el final. Y todavía están allí el castillo y la atalaya de Tíscar esperando una nueva incursión musulmana para encender hogueras y gritar alarmas. Los moros levantaron sus tiendas y huyeron definitivamente por el camino de Granada. Alguno quedará sin que él mismo sepa su origen, bajo la zamarra y el sombrero cónico de estos hortelanos y estos pastores, aun siendo buenos cristianos viejos. Desfilaron también sus enemigos seculares. Los caballeros y los hidalgos no viven ya aquí para la guerra y de la guerra. Si queremos saber algo de ellos, iremos a preguntárselo a Juan de Mata Carriazo, hombre de letras, contemporáneo de todas las edades; que esa la gran magia de arqueólogos é historiadores —de los buenos arqueólogos: y los verdaderos historiadores—: vestir como nosotros, vivir en el mundo como nosotros y ser coevos, coetáneos, del hombre de la cueva de Menga, del moro que posó la primera piedra en Tíscar y del infante Don Enrique, hijo del rey santo, que mandó levantar la atalaya. Carriazo —profesor en Sevilla— es en Quesada «Juan de Matas»; su nombre patronímico

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Luis Bello, «Viaje a Quesada y Tíscar», La Esfera, agosto 1928, nº 762, p. 10.

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es popular. Poco a poco, seria, reposadamente, va absorbiendo todas las noticias, todos los testimonios, todo el espíritu del país. Estos son los ingenieros del pasado, tan útiles y tan necesarios como los de minas, montes o caminos. Ingenieros que van buscando con criterio científico desde la formación geológica de la tierra que pisan, hasta la última huella de civilizaciones antiguas en la cocina de un serrano. Quesada, con sus muros viejos, su barrio moro, su plaza poblada de soberbios olmos, parece que sólo ha de ser para el turista una bella perspectiva, una silueta airosa, una parada en el camino del santuario de Tíscar. Juan de Mata Carriazo sabe, sin embargo, que estas Ciudades de reconquista tienen para quien ame las Cosas de España un encanto mucho más hondo, difícilmente apreciable si nos contentamos con pasar en el automóvil. Tíscar tiene la atracción del paisaje fuerte; interés dramático, semejante al de Montserrat o Covadonga. Tiene leyenda. Cada una de sus piedras costó tantas vidas, se ganó y se perdió con tanto afán, que podría ser de oro y valdría menos de lo que vale siendo tosca peña. El jardín de Quesada Pero en Quesada hay que buscar el parado rincón por rincón o llevar un guía como Juan de Mata. Dar la vuelta por aquel formidable balcón ó miradero que domina los olivares; entre casitas de arrabal; recorrer todo el cerco, entrar por el Arco de los Santos y meterse en las calles sin edad, donde el presente y el pasado se confunden, y mi emoción de pasajero, de caminante, está toda ella sazonada de diferencias y lejanías. ¡Mundo distinto del mío! ¡Vida que no me toca en nada! Pero, ¿es esto verdad? ¿Puedo pasar yo por la calleja más moruna de Quesada, completamente extraño, separándome y enajenándome? Yo sé muy bien que no. Hay unas raicillas misteriosas que se remueven muy en el fondo y que buscan esta tierra tan polvorienta, tan vieja, tan pedregosa. Para no sentir demasiada solidaridad conviene asomarse al magnífico paisaje del llano, mirando hacia la loma de Úbeda; y luego volver, cañada adentro, por las revueltas del camino de Tíscar.

En los artículos de Bello, los pueblos de Jaén no parecen erigirse en núcleos urbanos diferenciados de la naturaleza. El paisaje de Jaén se manifiesta, pues, compuesto en la misma línea del horizonte por las ciudades y los campos, las piedras y las plantas, el macizo y el cielo:

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CAZORLA CIUDAD DE LOS JARDINES10 Magnifica perspectiva del castillo de Cazorla, el barrio antiguo de la ciudad y el castillo. CIUDAD de los jardines, Cazorla; pero además ciudad de las perspectivas innumerables. Yo he querido buscar la mejor, la que puede darnos una versión total de Cazorla, y para ello he subido monte arriba, hacia donde asoma la fresca vena de agua del Cereruelo. Desde allí domináis Cazorla, con la torre de su castillo; el caserío, huertas y jardines. Tan limpio es el aire, que todo ello os parecería situado en el mismo plano, como una tabla de primitivo, si la gradería de riscos y el despeñarse de la corriente no fueran marcando las distancias. Pero al caer la tarde es cuando puede situarse bien con todos sus telones la escenografía de Cazorla. El llano al fondo, lejos, dominado por la suave loma de Úbeda; la ciudad, entre huertas y olivares, bajo la esbelta torre, que antes fue refugio y amenaza, mientras que hoy es recreo y miranda. Tenemos al pie toda la soberbia del castillo de abajo, pero aún nos domina otro: el de las cinco esquinas. Sería preciso subir, dar vuelta, más allá de la ermita de San Isicio, al enorme macizo, verdadero fuerte natural de la vieja Cazorla. Todo esto merece ya estar, por su aire bélico, lleno de nidos de alcotanes, los famosos halcones, buenos para cetrería. Ruinas de la antigua parroquia de santa María la Mayor obra de Vandelvira destruida por los franceses. Y otra perspectiva, no menos violenta, es la que podemos arrancar desde el alto de Iruela, volviendo de la sierra. También Iruela tiene su castillo, más viejo, más trágico, más absurdamente anacrónico; pero, por lo mismo, más romántico que el de Cazorla. Con la luz matinal este descenso sobre los arrabales parece camino de romeros, alegre y fácil, aunque pedregoso. De noche, a altas horas, cuando todo duerme, menos las lucecitas y las aves rapaces, esta vuelta de Iruela es algo mágico y teatral. Imagino los riscos nevados: cubiertos de nieve estos canchales, que ahora brillan al sol; los tejados de Cazorla abrumados bajo su caperuza blanca. Y el azul que nos envuelve hoy con brillantes radiaciones doradas, convertido en plata y acero, de reflejos, mates, grises. ¡Hermosa y brava sierra de Cazorla, cuya entrada ofrece, más que guarda —pasado ya el tiempo de las aventuras 10

Luis Bello, «Cazorla ciudad de los jardines», La Esfera, agosto 1928, nº 763, p. 26-

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guerrera, incursiones, alarmas, algaras, y sorpresas— esta ciudad única, maravillosa! Como escalones en la ladera, así aparecen dentro de cada casa, vistos desde cualquier altura los jardinillos de Cazorla. Por eso cada uno tiene su perspectiva, y por eso forman la ciudad de las perspectivas innumerables. Son pequeños, irregulares. Suele dominar el ciprés, pero ninguno toma las proporciones desmedidas. Rincones gratos que sólo estimamos en todo su valor los que venimos de ciudades donde sólo puede gozarse el jardín público, sin intimidad sin familiaridad. Tienen algunos su fuente ochavada, con la pátina de oro viejo y verdín que convierte la piedra en reliquia, en pila bautismal, de aguas nativamente benditas, a veces lo adornan unas columnas frías, pálidas, de mármol rosado, vagamente humano y carnal, que podrían ser romanas, y podrían haber servido en el baño árabe de un harén. Sin el cuidado exquisito de un jardín cortesano, antes lo contrario, guardando la espontaneidad de la roca y de la flora autóctona, el jardinillo de Cazorla nos conquista, Alguno hay de más vuelo, con calles regulares, juegos de aguas y graciosa traza, bien ordenada; y en no diré cual he visto desplegarse la belleza, la cultura y la amabilidad del trato, realmente finas, de la sociedad cazorleña. Pero el tipo común de estos jardines, que son como continuación de la casa, jardines «de estar» constituye la verdadera singularidad de Cazorla. Desde aquí como desde otra atalaya o miradero, abierto con igual simpatía a todas las tierras de España, les dedico un recuerdo especial, un saludo a parte, que mi buen amigo Rafael Laínez Alcalá incomparable introductor y guía viviente de Cazorla, sabrá hacer llegar a su destino.

Villanueva, la que «se amontona» alrededor de la iglesia como «los clérigos alrededor de la mitra», es otro itinerario de Bello. El ferrocarril, el aeroplano, los autobuses, el automóvil, emblemas de un siglo de progreso de las comunicaciones, están presentes en la búsqueda de la línea recta de Luis Bello, el viajero. Sin embargo, su escritura se detiene en la redondez de los cerros, en las vueltas del río por los valles de olivos o en la pausa de los jornaleros esperando trabajo:

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Por la loma de Úbeda a Villanueva del Arzobispo11 En línea recta —la línea recta es la del aeroplano, pero deberemos conformarnos por hoy con el ferrocarril—, en cualquiera de las líneas rectas que podemos trazar desde Madrid, el radio más corto para llegar a otro clima más suave, nos lo dará este viaje al extremo Norte andaluz, a la loma de Úbeda, por cuya margen corre el Guadalquivir, recién nacido. Hay autobuses para hacer el viaje desde Úbeda a Villacarrillo, Villanueva del Arzobispo, Beas de Segura y aun más allí, hasta los mismos bosques de Siles. Todavía estamos en alturas de 700 u 800 metros sobre el nivel del mar, y en la misma plaza de Villanueva del Arzobispo, ese gran cerro que divisamos al fondo y que no tiene en lo alto un castillo, sino una villa, pasa de los mil metros El descenso del río va dando una gran vuelta por valles de olivos y, a un lado y a otro, le contemplan altas sierras. Pero el aire se ha dulcificado ya. Hemos entrado en el límite de la meseta, trasponiendo la sierra Morena. Cualquiera de estos pueblos, desde Canena y Rus, Beas de Segura, da la impresión de un pasado fuerte, más cuidadoso y, desde luego, más apasionado del arte que el presente. Quizás haya hoy más riqueza. Pero en otros tiempos, gran parte de la que hubo se invirtió en construcciones, monumentos, obras de embellecimiento de las instituciones fundamentales, empezando por la iglesia y acabando por el Concejo. Villanueva del Arzobispo es pueblo muy rico. Sin embargo, el presente no deja prendas que valgan lo que vale; por ejemplo, su iglesia Parroquial. Hay en ella un maravilloso retablo, del altar mayor, que por sí sólo revela una intención de riqueza y de suntuosidad muy superior a cualquiera de los intentos en que se aventure el Municipio actual. ¿Cómo va a compararse el modesto esfuerzo de un matadero, un mercado o unas escuelitas, con estas gigantescas obras a las que van asociadas el trabajo, la cultura y el sentimiento de una época? Ya se comprende que la lentitud del ritmo de la vida en aquellos tiempos consentía que la obra de una generación la terminase otra, y aun otras posteriores. Pero del siglo XVI al XVIII, en poco más de ciento cincuenta años, están levantadas casi todas las obras de fábrica de la loma de Úbeda, especialmente los templos y fundaciones. De otra suerte de edificación señorial o castrense,

11 Luis Bello, «Por la Loma de Úbeda a Villanueva del Arzobispo», La Esfera, diciembre 1927, nº 730, p. 30.

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hay, también muchos testimonios, algunos bien conservados, todavía, de tiempos más antiguos; pero también puede situarse la mayoría en el XVII, el siglo más emprendedor que ha conocido España, singularmente Andalucía. Un rincón tiene la parroquial de Villanueva del Arzobispo que da idea de las primeras instalaciones del poder eclesiástico con todo el aparato feudal. Es una galería de arcos robustos y baranda de bellísimos hierros —sin duda posteriores— que está detrás del ábside y a su amparo. De esos hierros, con graciosa curva de balcón-miradero en el centro, faltan los que corresponden a cuatro arcos. Pero este despojo nada significa al lado de las innumerables desapariciones que podríamos registrar en todas las iglesias de España. Ambrosio de Morales, Ponz y Villanueva, si resucitaran, habrían de encontrarse por todos sus itinerarios con dolorosas sorpresas. Unas por las obras de arte desaparecidas. Otras por las pretensas obras de arte agregadas. Fuera de la iglesia, Villanueva del Arzobispo ha perdido ya su carácter de señorío. Es una villa de labradores. Domina siempre la parroquial, y el caserío se congrega a su alrededor como en otros tiempos clérigos y siervos en torno de la mitra. La plaza, con sus gradas como centro de la vida municipal; su casino, su teléfono interurbano y su acumulación de jornaleros a las horas en que esperan trabajo o descansan en demanda de nuevo ajuste. En la fuente de la glorieta, añosos árboles suavizan el rigor del sol, que de Mayo a Septiembre cae con ensañamiento sobre esta loma de Úbeda, y que no perdona las alturas próximas. Villa de labradores. Alejamiento de la vida ciudadana. Apenas hace cuatro o cinco, años que ha entrado en comunicación diaria con el mundo, Villanueva del Arzobispo espera, como todos estos pueblos, un impulso, un insospechado porvenir. Pero su fondo inalterable y valioso se lo da el pasado. En su paisaje, en su horizonte no hay sector de tanto prestigio corno el que mira al cerro de Iznatoraf, por donde desciende el espíritu bélico de los dominadores, moros, latinos o cristianos.

Los documentos paisajísticos, la reflexión sobre el paisaje o la guía poética del viaje —como puede entenderse de cualquier otra forma— que propone Bello abundan en cambios de ángulos y perspectivas. Cada artículo de Bello se erige en un abanico de fotografías:

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Nuevo itinerario de España12 No puedo hablar todavía de Cazorla sino como de una perspectiva, un panorama de tan espléndida y original belleza que exige tiempo para recobrarse de la vigorosa impresión. Mi buen amigo Rafael Laínez Acalá ha de ser nuestro guía para penetrar en esa tierra, que por ser la suya y por amarla tanto, tiene bien conocida y estudiada desde su infancia. Ahora veo la Sierra de Cazorla desde el paseo que circunda el formidable cerro en que se asienta la ciudad de Baeza, limite del antiguo recinto, cerco amurallado. Destaca sobre el oleaje de montes que por el sur se unen de una parte, hacia el Este, con Sierra Segura; de la otra hacia Granada, con Sierra Nevada, el pico de la Mágina. Pero antes de llegar a esta eminencia la visita va recorriendo toda una complicada red de alturas, perdidas en la infinita variedad de azules y grises, Pocos panoramas españoles ofrecen, como el de Baeza, sin aparente esfuerzo, sin elevarse mucho sobre el nivel del mar y del suelo, un desarrollo tan amplio Abajo, la hoya del valle del Guadalquivir, que viene ya dando una gran vuelta, entre olivares y arboledas ribereñas de álamos, chopos, fresnos: luego, el primer escalón para subir a la Sierra, y al pie del macizo, Cazorla. Todavía podemos dar un paso más, buscando otra perspectiva: Úbeda. Nos acercamos algo; pero es la misma, un poco menos áspera; porque ese es el matiz que la distingue de la otra unidad histórica, su hermana. Sentimos con más urgencia el deseo de emprender el viaje hacia los montes del sur y llegar a Cazorla. Encontraremos en Cazorla paisaje de montaña, torres, montes, bosques, muros ruinosos y también jardines, que supongo de traza morisca. Encontramos una vega rica. Y, sobre todo tradición. Historia. No ocurre con el pasado de Cazorla, como en otras partes que esta todo por hacer. Hay investigaciones, comenzadas con bastante fortuna. De la historia remota, antes de la dominación romana, se ha estudiado el cerro de la Horca, en Toya —la antigua Tugia cabeza de la región en que Plinio situó el Mons Argentario—. En ese cerro fue desenterrada una cámara sepulcral ibérica que por los trabajo de D. Juan Cabré es ya conocida de los arqueólogos del mundo y que tenia ya su prestigio en las consejas y tradiciones populares de la Sierra de

12 Luis Bello, «Por la Loma de Úbeda a Villanueva del Arzobispo», La Esfera, diciembre 1927, nº 730, p. 30.

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Cazorla. Toya esta cerca de Peal de Becerro. Fue catalogado el monumento, como arquitectónico-artístico en 1918, la planta, casi rectangular, comprende cinco aposentos, en tres naves. Es toda la construcción de piedra caliza, muy blanda, que aquí llaman «ripia», y que extrajeron de una cantera que hoy se ve detrás del cerro del castillo de Toya. Del resumen de la opinión del Sr. Cabré se infiere «que este singular monumento pertenece al pueblo hispano andaluz del siglo V al II antes de Jesucristo; pueblo que vivía prósperamente bajo la coyunda de los cartaginenses y en contacto directo con ellos, mediante continuas transacciones comerciales, agrícolas y mineras». La influencia en esta construcción tumular es cartaginesa. No puede hablarse de arte ibérico. Pero esta y otras huellas de pasadas culturas no son raras en toda la zona del Guadalquivir desde sus orígenes. Don Juan de Mata Carriazo, del Centro de Estudios Históricos, hoy profesor de la Universidad de Sevilla, ha publicado varias monografías de historia de la Edad Media en la Sierra de Cazorla, especialmente en Quesada y en sus aledaños, hasta la torre de Tíscar. Los restos arquitectónicos, la cerámica, las estatuas rotas, fustes y capiteles de columna, lápidas funerarias, armas, y monedas desenterradas en diversas épocas cerca de Toya, en el castillo de Quesada, han dejado apreciar la huella de esas civilizaciones sucesivas. Mata Carriazo cree que con bien ordenadas excavaciones sé llegaría a descubrir restos de la civilización primitiva en los pueblos del alto Guadalquivir. Los estudios de la historia de esta región, desde la invasión árabe y la reconquista en tiempos de Fernando III, son también de Mata Carriazo. Pero no hemos de recorrer nosotros al mismo paso toda la larga historia de Cazorla. Nos detenemos ante sus bellos panoramas, y queremos conocer el presente de este rincón. Lo que sabemos de ella, nos estimula a emprender el viaje desde la loma de Úbeda. Vamos a penetrar en la verdadera España desconocida.

Luis Bello, por tierras de Jaén, no es exclusivamente un reportero de la geografía, de la naturaleza y de la sociedad, sino que el paisaje se quedó con un poco de su alma —descrito por él con «sangre» y «crepúsculo»— en trueque al trozo de memoria que el intelectual se llevó con consigo:

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Crepúsculo en la Sierra de Cazorla13 Como los caballeros andantes, como el propio Alonso Quijano en los riscos de Sierra Morena, ¡qué bien sentaría, al alma y al cuerpo, una cura de soledad en los montes de Cazorla! ¿A qué dama de elevada alcurnia, a qué ideal dedicaríamos un período de reposo? Por ti la esquividad y apartamiento del solitario monte me agradaban; por ti el silencio de la selva umbría... Hoy no nos hace falta brindar nuestro sacrificio a ninguna Dulcinea. Es nuestra propia ánima la que salvamos. Es nuestra bienamada salud corporal y espiritual la que recibe el homenaje. La esquividad y apartamiento del solitario monte, el silencio de la selva nos agradan por sí mismos y porque son como un sedante para el temblor del arco demasiado tendido, como una disciplina tónica para la voluntad demasiado anhelosa ¡Montes de Cazorla! ¡Crepúsculo suave para descanso de una naturaleza brava! ¡Cómo os deseo desde aquí, desde los cristales de un balcón madrileño, cara a un solar mondo de peñas y de hierba, pero floreciente de papelorios, latas y cascotes! Llega la noche en esos montes como un gran descanso y también como un temeroso misterio. Acaba de apagarse tras de los cerros violetas el ultimo rayo sangriento; agudo clamor del día al morir, alarido de angustia... Empieza una melancólica y resignada luz que trata de calmarnos, de prepararnos para la inevitable noche. Cada árbol con sus hojas vibrátiles y con sus pájaros dormidos entra en la catalepsia del ocaso. Monte abajo viene una pobre mujeruca con su hato de leña; o un pobre asno, con un enorme haz que rebasa del camino. Ladra el mastín del m. contestan, desde lejos, ladridos en el monte, en el pueblo. Ya se encienden las primeras luces en el pueblo, y podemos elegir entre la hospitalidad de Cazorla o las noches maravillosa en el pinar, a la luz de las estrellas, como los caballeros andantes. Parábola del Pastor Quiero dejar aquí recuerdo de un pastor «serrano, pero de otra sierra», porque lo asocio a este, paisaje de riscos que pronto se coronará de nieve. Era un pastor de cabras, y yo le tuve por el 13 Luis Bello, «Crepúsculo en la Sierra de Cazorla», La Esfera, noviembre 1927, nº 723, p. 16-17.

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hombre feliz. Pequeñito, ágil de miembros, como si su cuerpo no pesara; el rostro, avellanado —mejor valdría compararle, como hacen en esta tierra, con una castaña pilonga—, la boca hundida en una sonrisilla maliciosa y los ojos muy alegres. Los despabilaba, sin duda, la esperanza de fumar un cigarro y trabar conversación. Tenía más de ochenta años, Hacia vida de pastor desde los siete. Se casó muy mozo y enviudó hace tanto tiempo, que no se acordaba ya de cómo era su mujer. Del nombre sí; pero de la cara no se acordaba. No había sido soldado porque no dio la talla. Ganaba seis reales; pero había estado gastando toda su vida cuatro. Cobraba por semanas; pagaba de una vez el gasto de la tienda: pan, queso, vinillo, tocino, algún tasajo. De la carne, ni hablar; como no se despeñara alguna cabra. Tan risueño, tan seguro de sí mismo, que al verle, todos lo pensamos: «Este es, no hay duda el hombre feliz». Un propietario de montes y dehesas me había hablado mal tantas veces de los pastores, que aquél me pareció el único pastor bueno, por lo tanto, él único feliz Yo no creo que un hombre malo pueda ser feliz. Primera prueba de felicidad: el optimismo. Tenía la idea de que los inviernos de la Sierra —la suya; el Guadarrama, por la parte de El Escorial— no eran ya tan duros como antiguamente. Podemos elegir entre la hospitalidad de Cazorla... —Antiguamente venían por estos picos unas tormentas de nieve que barrían a los hombres y a las cabras. Era invierno casi todo el año. Ahora estar en el monte es estar en la gloria. Quite usted dos o tres semanas, de Nochebuena a los Reyes. —Y esas semanas, ¿qué hace usted? —Pues ¡al chozo! ¿Sólo tantos días? —Con las cabras. Segunda prueba de felicidad: la despreocupación. No digo el desinterés, porque si mi buen amigo el propietario de montes y dehesas me oye hablar de un pastor desinteresado, creerá que estoy loco; pero, al menos, despego, falta de ambición. Le alargamos una peseta. —Este es —nos dijo— el chico de Don Alfonso XIII. No le he visto nunca más que así como ahora. — ¿Y al padre sí?

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—No vienen reyes por donde yo ando, o no ha dado la casualidad de que hayamos tropezado ninguna vez. Le preguntamos si era liberal o carlista, republicano o socialista. Contestó: —Yo soy cabrero. —Pero, en fin, algo pensará usted. —Yo pienso que al ganado le da lo mismo. Sin embargo... Pues bien: a este hombre, tan firme, que lleva ochenta años guardando cabras al viento, al sol y a la nieve de la Sierra; que no tuvo nunca un dolor de cabeza, y sólo alguna vez, «con el arma blanca», parece, que le da así como cierto mareo; a este hombre con zamarra de coderas y rodilleras de piel; a este hombre, que sin duda es feliz y que además lleva camisa azul, volví a verle otra vez, pero no en el monte, sino en Madrid, en un tranvía. Estaba tan tranquilo y tan reposado en su asiento como si guardara su rebaño, sin sorprenderse ni admirarse de la civilización. Con mucha menos dignidad de gesto que él le pregunté: —Hola amigo: ¿qué le trae por aquí? —Vengo a un pleito. ¡Un pleito! ¿Qué pleiteará? ¿Quién querría quitarle su pan y su tocino? Porque es absurdo suponer que él quiera quedarse con el pan y el tocino de nadie. Nunca he sabido cuál era el pleito del cabrero. Ni hago caso del amigo escéptico que no cree en tal pleito, sino en alguna causa criminal. Desde entonces, cada vez que veo al hombre feliz en el seno de la Naturaleza, acepto todas sus pruebas de felicidad, pero me digo: «Este también tendrá su pleito».

Los capítulos dedicados a la Sierra de Segura responde igualmente a un esquema de recorrido físico —movimiento y descripción a través de los parajes de la Sierra y sus pueblos—, que discurre en paralelo a un recorrido antropológico de la zona y que, a la hora de la escritura, inserta finalmente la referencia literaria que, además, permite a Bello pasar del observador serio, riguroso, agudo y comprometido a ser el humano tocado por lo sublime de la naturaleza:

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CÓMO NACE EL RÍO SEGURA14 Segura y su castillo Se conserva todavía en lo alto del risco el castillo medieval, que antes de ser moro fue romano. Lo que va desapareciendo más de prisa es la ciudad. Cuando Rizo publicó sus Castillos de España, si hemos de creer a la litografía de Salcedo, hecha quizá sobre algún croquis, tanto el castillo como las murallas permanecían dando guardia de honor a los restos de la capital de la Sierra. Hoy, la silueta es otra, y cuesta trabajo reconocerla. Han caído o se han anulado, hasta ocultarse a la vista, los muros que el buen cronista de mediados del XIX consideraba «inquebrantables». El pueblo es más humilde. Destaca una iglesita maciza, de piedra recia y negra, con su aguja chata, sobre el campanario; y a su lado, como, una sola calle que diera acceso a la revuelta del castillo están las pocas casas que se mantienen aun en pie. En el castillo han caído almenas, torrecillas y adarves. El prestigio de la soberbia construcción no se ha desvanecido, sin embargo. Si adelantamos hasta el otro lado del pueblo y salimos hasta el miradero, por donde va a despeñarse nuestra imaginación, veremos la torre del agua; la torre del Tesoro que se conserva bastante bien, pero la del homenaje se arruinó, muralla con dos ventanales abiertos donde se transparenta el cielo. Los cubos circulares, ligeramente flanqueados, se desmoronaron. Después de las luchas de reconquista, debía de ser el castillo de Segura de la Sierra uno de los más fuertes de España. Luego pasaron sobre él las órdenes de los Reyes católicos y, según tradición, repetida, en casi todas las fortalezas de España, los franceses — mucho daño hicieron los franceses, pero es difícil que, llegaran a tantos lugares—. En toda la Sierra, hasta Beas de Segura, están quemados y destruidos los templos. Mucho más daño que ellos hizo en Segura el abandono de sus hijos, que por diversas causas fueron emigrando poco a poco hasta dejar desamparada la población. Cayeron también los bosques de pinos que le rodeaban, así como los de los cerros próximos hasta la falda del Yelmo. Y nunca habrá sido tan trágica como ahora la cima de ese risco, nido vacío de águilas huidas o vencidas o muertas, presidiendo en hilo pobre y desgranado de casas en ruina en medio de un paisaje rudo, imponentemente silencioso.

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Luis Bello, «Cómo nace el río Segura», La Esfera, septiembre 1927, nº 716, p. 16-

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La Fuente del Segura Hay qué andar mucho para llegar a la fuente del Segura; pero aconsejo al lector que si alguna vez le lleva el azar de sus viajes por cualquier portillo de la Sierra, no deje de aprovechar la ocasión de penetrar hasta el nacimiento del río. Hay que ir a Pontones de Abajo y luego a Pontones de Arriba, y desde allí, en poco más de una hora de camino, llegará al manantial. Segura de la Sierra. Laderas denudadas con arrastres en el mismo pueblo. Brota el Segura en la ladera de un monte, formando hoya no muy ancha ni muy profunda, de agua fría y clara, tan abundante, que el río nace ya hecho desde su origen. Este maravilloso lugar llamábase antes la Sima del Pinar Negro, y también del Pinar del Risco. Hoy no hay pinares en lo que abarca nuestra vista. No queda un solo pino, ni apenas matojos monte arriba, sino el declive descarnado de esas peñas, formando anfiteatro. Mirando al fondo de la hoya, veremos un lecho de arena blanca, de un blancor pálido y azulino, como hombro de náyade. Esa arena blanca se renueva, y toda su inquietud sube a la superficie en agudos y rápidos remolinos, que se extienden hasta la orilla y van y vuelven como fuegos fatuos. Llegaremos al borde de la hoya y esa misteriosa energía nos dejará mudos al poco rato de estar contemplándola. Es eterna. Es siempre nueva y distinta, como el oleaje del mar. Tiene también un minúsculo fondo de mar con verdes y azules intensos, prodigiosamente puros, y, sobre todo, está viva y animada. Si tenemos suerte, la veremos ponerse en pie. Será primero un borbolleo, una agitación frenética de la linfa, que siendo clara y fría, pero cuece como si estuviese puesta al fuego de la tierra. Luego rebasa el nivel del agua ese borbolleo hasta convertirse en una pequeña tromba, en un surtidero, en un geiser. Cuando las presiones son grandes, el brazo de agua es formidable, Y la hoya del Segura, que ahora vemos lisa y al parecer inmóvil, estremecida apenas por el forcejeo interior, tiene lo que ahora le falta: murmullo y espuma. Me han contado allí mismo que hace muchos años, sin saberse por qué, la fuente se cegó. Unos chicos se arriesgaron a entrar en la sima, y procuraron con picos alumbrar otra vez el agua. El Segura esperó a que los muchachos saliesen, y cuando ya estuvieron en la ladera del monte, sonó un gran estampido, cayó una lluvia de piedras, y durante algún tiempo el brazo de agua llegó más arriba de la altura de un hombre.

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SIERRA SEGURA15 La Puerta Para entrar por La Puerta de esta maravillosa Sierra —desde Madrid—, hay que ir primero a Baeza, seguir en el tranvía hasta Úbeda y luego, en auto de línea, recorrer largo camino por TorrePerogil, Villacarrillo, Villanueva del Arzobispo y Beas. Si hoy es relativamente fácil el acceso —y con el automóvil, facilísimo—, no ocurría lo mismo hace muy pocos años. Pero, ahora como antes, el viaje merece todas las molestias. Baeza y Úbeda deben ser visitadas, como Ávila y Salamanca. Son, en tierra rica de olivares, testimonios vivos de la historia de España; ciudades monumentales, con fuerte personalidad y, por desgracia, condenadas a ir perdiendo poco a poco sus palacios y sus templos, si no procuran remediar, en lo posible, la rápida y lamentable ruina. Toda la loma de Úbeda es hermosísima; pero ya desde Beas, al asomarse al curso del Guadalimar, empieza otro paisaje todavía más fino de color y más rudo de línea. La expresión más honda y al mismo tiempo más bella de ese paisaje de grandes elevaciones bruscas sobre la altiplanicie nos la dan, muy cerca de La Puerta, el cerro donde se alza la antigua capital del término: Segura de la Sierra, y dominándola majestuosamente, el Yelmo. El tiempo ha ido cambiando la vida de ese rincón de España que durante muchos años fue casi inaccesible, y que hoy se ofrece ya como un espléndido parque natural, entre las cuatro provincias de Jaén, Murcia, Albacete y Granada. Aunque administrativamente esté dentro de la de Jaén, aún no es Andalucía. La situación singular de Sierra Segura nos la dice el hecho de que en ella nazcan el Segura y el Guadalquivir. Al pie del Yelmo tiene su fuente el río Madera, primer afluente del Segura. Y el Guadalquivir, más cerca de Cazorla que de Segura, pero dentro de esta misma Sierra. Quevedo escribió una silva, al Yelmo de Segura de la Sierra, monte muy alto, al austro: «Son parto de tus peñas Mundo y Guadalquivir, famosos ríos...» Esto lo dice, olvidando al Segura, para destacar al Mundo, que no nace allí, sino que se le une mucho más abajo. Sin duda, Quevedo, el más serio y verídico de nuestros poetas, no hizo sino pasar por Orcera, o habló de referencia; y, desde luego, no estuvo en el nacimiento del Segura, que de otro modo no habría dejado de cantar la extraña fuente de donde 15

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Luis Bello, «Sierra de Segura», La Esfera, septiembre 1927, nº 715, p. 19.

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mana, como un río ya hecho y grande, a partir de su origen. El Yelmo se ve desde muy lejos, coronado de nieve. Puede ser muy bien para el viajero, expresión y símbolo de Sierra Segura, aunque, en realidad, no sea sino avanzada y atalaya. Además el Guadalquivir, ha tenido siempre más adoradores que el río levantino, y Quevedo canta al Yelmo por cantar el Guadalquivir, y darle el «centro de los ríos», a la vez que por ser agradable a una Belisa, sin duda Sevillana. La Puerta de Segura tiene en Mayo el aspecto suave y riente de una cañada helénica. Llegan hasta el mismo Guadalanar los olivares, como ejércitos, en guerrilla, bajando Por todas las laderas. Las montañas no abruman, no cargan sobre el horizonte con peso demasiado sombrío. Hacia los cortijos nuevos, frente al risco donde se refugió Segura, hay una deliciosa escala de verdes, desde el gris plata del olivo hasta el negro chispeante de las altas choperas. Y si entramos en la villa, encontraremos gentes amables, las más educadas y acogedoras de toda esta Sierra, que viven ya desde hace tiempo a orilla de un camino. Sin camino —para salir y para volver— no puede haber cultura. No le ocurre a La Puerta como a otros pueblos, menos afortunados siempre solos y quietos a la sombra del Yelmo. Una Silva de Quevedo al Yelmo de Segura de la Sierra O sea que olvidado, o incrédulo del caso sucedido o mal escarmentado ¡oh, Peñasco atrevido!, llevas a las estrellas frente osada de ceño y de carámbanos armada; debajo de ti truena, que respeta tus cumbres el verano, y allá en tus faldas suena lluvioso invierno cano, y donde eres al cielo cama dura, das a Guadalquivir cuna en Segura. Por de más alto vuelo te codiciara el águila gloriosa, pues, arrimado al cielo, lo que no pudo él, osa Sobre Olimpo nos muestras, por momentos, las determinaciones de los vientos;

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escondes a la vista el yelmo con Júpiter Tonante, armado en la conquista, si no te vio triunfante, te vio valiente y animoso, y vemos que hoy le arriman escalas tus extremos. Coronado de pinos, el cerco blanco de la luna enramas, y en los astros divinos, que son etéreas llamas, te enciendes por turbar antiguas paces, y al cielo vecindad medrosa haces. Son parto de tus peñas Mundo y Guadalquivir famosos ríos, y luego los despeñas por altos montes fríos de tan soberbios y ásperos lugares, que parece que llueves lo que pares. Baja recién nacido Guadalquivir y llega tan cansado, que le ve encanecido, en su niñez, el prado con la espuma que hace y con la nieve, por duros cerros resbalando nieve. Ceñido en breve orilla, llega a tornar el centro de los ríos, y en llegando a Sevilla le coronan navíos; por ser tan noble su primer fuente, que es de los cielos alto descendiente. Con pasos perezosos, al mar camina, como va la muerte, y en senos procelosos, por tributo se vierte, donde yace del golfo respetado, por lo que en él Belisa se ha mirado. (Parnaso español Caliope Musa 8ª Silva XVI)

Bello plasma en sus artículos su convicción y miedo a que todo este paisaje de Jaén se convierta en «vulgar» y anima a un equilibrio entre la modernidad que exigía la mejora de la calidad de vida y la conservación de la identidad de los pueblos:

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EL CASTILLO DE SABIOTE16 He ido a Sabiote desde Torre-Perogil, corriendo toda la loma de Úbeda, entre olivares, por tierras ricas y camino bastante buenos. Si hace diez años esta región parecía separada del mundo, hoy puede salir de Madrid el lector a las diez de la mañana, llegar en el tren a Baeza y en el tranvía a Úbeda antes de que se ponga el sol, y en un breve paseo ir a dormir a Sabiote, que no dista, de la ciudad histórica diez minutos en automóvil. Pero ¿qué va a, hacer el lector en Sabiote? ¿Qué alicientes podrá ofrecerle su viaje a un pueblo obscuro como Sabiote, del que nadie ha tenido para qué hablar nunca, porque nunca, ha pasado nada dentro de sus murallas? Por de pronto, eso de que un pueblo conserve todavía murallas ya es algo. Pero Baeza y Úbeda serían lo substantivo de esta excursión a la España menos sonada, por no decir la España incógnita. Sabiote seria un episodio pintoresco. Encontraría el visitante un pueblo tranquilo, con gran tradición; una villa, mejor dicho, para respetar la historia —que vale casi tanto como el trigo y el aceite—, una villa quieta —empinada en lo alto de un cerro, con iglesita de caperuza— pero hecha en la buena época por Vandelvira, el mismo que trabajó tanto y con tan buen arte en Úbeda y en sus contornos; sus calles moriscas, estrechas, y revueltas; pero, entre ellas, una, vestida a la moderna, asfaltada, bien urbanizada, centro, ornato y alegría de la vida ciudadana, que es ya como expresión de un deseo de romper el cerco y salir de la remota Edad Media. En esto de «romper el cerco» es en lo que yo desearía que los lugares españoles anduvieran bien aconsejados. ¡Es muy difícil, sin embargo! La vida nueva, entra en los pueblos violenta, atropelladamente. Las comodidades suelen ser incompatibles con el trazado viejo, con el aspecto viejo, con las viejas prácticas. Cuando los labradores de una de estas villas antiguas llegan a comprender que su vida carece de bienestar —muchos saben decir confort—, rompen de golpe con todas las añejas usanzas, derriban sus casas, construyen otras dirigidas por arquitectos de la ciudad, y buscando el refinamiento que les falta, caen en una vulgaridad inadecuada al sitio en que viven y, en definitiva, más incomoda. Cierto que nadie se ha ocupado de su caso; ningún arquitecto español ha pensado en los pueblos, y únicamente 16

Luis Bello, «El castillo de Sabiote», La Esfera, agosto 1927, nº 709, p. 30.

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los alarifes, entregados a su instinto y a su rutina, van haciendo, al modo que Dios les dé a entender, obras de reparación y reconstrucciones —mejores casi siempre que las desdichadas y pretenciosas casas de nueva planta—. Pero en Sabiote están a tiempo. Apenas ha llegado ese caso: Pueden conservar los antiguos usos en lo que convenga y modernizar con buen criterio lo que debe ser renovado. Lo que ya seria imposible tocar, ni para repararlo, ni para detener la ruina, es el castillo. Por eso no pierde el viaje el español curioso de los recuerdos históricos de su Patria que se decida a llegar hasta el cerro de Sabiote. Una puerta de Sabiote Allí encontrará uno de los grandes castillos que se conservan en esta tierra de avanzadas, grabado todavía en piedra el escudo de los Camarasa; pero con cimientos más antiguos que la conquista en tiempos del rey Santo. Cimientos moros, y acaso, si se hiciera la exploración a fondo, cimientos romanos. Un cubo enorme, saledizo; luego un espolón que avanza sobre las escarpas del monte. De un lado, huecos para la artillería —los pedreros de la última época de nuestros castillos feudales, ya en pleno siglo XXI—. De otro, las saeteras y las primitivas almenas, derruidas casi todas. Los grandes lienzos del muro se han venido abajo, probablemente no por obra del tiempo, sino de los hombres. Hasta aquí llegó el señorío, que hubo de ser rendido, como todos los otros, al poder real con los Reyes Católicos. Pero los Cobos y los Camarasa conservan todavía la fuerza, aun perdido el gran aparato militar, porque es suya la tierra. Los castillos son innecesarios contra los moros y contra los cristianos. En el patio de armas vemos un rebaño de ovejas. Tinajas, dornajos con agua, cerdos... El aspecto campestre, bucólico, de estas ruinas, donde se guarece el ganado, no parecerá insólito a, nadie que haya recorrido tierras de España. Pero siempre tiene gran fuerza humorística, como moraleja de fábula. Gruñendo, se adelanta el berraco hasta la boca de la mazmorra, donde estuvieron encerrados quién sabe qué víctimas ignoradas ilustres. Es un gran sitio para hozar para revolcarse y para reproducirse como marranos que son, resguardados, del sol. Lagartos y otras alimañas dan guarda y centinela al castillo. No hace falta más, Todo es silencio. Todo es paz y reposo en el campo de Sabiote.

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Concluimos esta selección de documentos de Luis Bello con un artículo sobre el pueblo más escondido de España, a modo de homenaje a los momentos en que tuvo que dejar el automóvil y recorrer a pie los paisajes de Jaén que inspiraron sus contribuciones en La Esfera. EN LA SIERRA DE SEGURA: SANTIAGO DE LA ESPADA17 El pueblo más escondido de España No parece fácil averiguar cuál es el pueblo más escondido de España. Reclamarán muchos esta primacía, y si yo le concedo hoy la palma —palma de martirio— a Santiago de la Espada, es porque acabo de visitar la Sierra del Segura, y he hecho el viaje por Siles, atravesando inmensos bosques de pinos y temerosos riscos. Ya el viaje a Siles desde Baeza ha sido, hasta hace muy poco tiempo, difícil y lento. Hoy, el automóvil va resolviéndolo todo. Pero al llegar a esa zona, donde no hay sino veredas, que gran parte del año están borradas bajo la nieve, logramos la verdadera sensación del aislamiento absoluto. Por la fuente del Biezo y por el Masegoso, o por Rocalañas y Pontonés, encontraremos cumbres, altas Mesetas, desfiladeros, monte bravo. Es decir, la gran soledad, que si en las guías hubiera de clasificarse como los hoteles, diríamos de tout premier ordre. Paisaje soberbio, un poco díscolo y desigual; naturaleza primitiva. Ahora que entramos en la época de las excursiones estivales, la Sierra del Segura puede ser visitada sin muchas molestias. Yo invito a los españoles de buen gusto a que abandonen por una vez las rutas conocidas y entren por la provincia de Jaén —Baeza, Úbeda, Villacarrillo, Villanueva del Arzobispo, Beas, La Puerta, Orcera, Siles—, en uno de los rincones más interesantes del mundo. Luego, si el camino les ha cansado, pueden regresar por otro más cómodo y dar vuelta por Puebla de don Fadrique, en la provincia de Granada, atravesando otros bosques inmensos —ya civilizados—: los de Huéscar. Santiago de la Espada vive bajo una peña que en otro tiempo estuvo toda arbolada, con sus laderas llenas de magníficos pinares, y hoy aparece rígida y escueta, no se sabe si para proteger al pueblo o para amenazarle. En la peña hay un arco, un puente natural, que desde abajo parece como si nos mirara el ojo de Polifemo —allí le han dado un nombre familiar; es la peña de María Antonia. «Si María Antonia jura, nieve segura.»—. Yo he contado en El Sol 17 Luis Bello, «En la Sierra de Segura: Santiago de la Espada», La Esfera, julio 1927, nº 706, p. 4-5.

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algunas cosas de este pueblo, que no ha visto nunca la rueda de un carro, y que entre todos los ayuntamientos de España tiene el triste privilegio de dar la cifra máxima de analfabetismo. De 9.ooo habitantes, en números redondos, sólo 6oo saben leer. Y entre 4.ooo mujeres, no llegan a 2oo las que pueden escribir su nombre. Obedece esta terrible proporción, al gran número de pueblecitos agregados que componen el municipio de Santiago de la Espada: aldeas, lugarejos y caseríos, cabañas de pastores dedicados a la trashumancia que viven siempre en el monte. El aislamiento aquí es mucho más riguroso que en la villa. Nadie ha ido a fundarles una escuela ni a ponerles en condiciones de que los muchachos asistieran a ella si llegara a crearse: Las Gorgollitas, Pegueras del Madroño, Roble Hondo —a más de 35 kilómetros de Santiago—, Los Villares, La Casa de las Tablas; en total, suman 44 aldeas, caseríos y cortijadas, donde habita la mayor parte —las dos terceras partes— de la población del término. Todos de escaso, pobre y primitivo vecindario, acostumbrado a vivir frente a una naturaleza salvaje, grandiosa y bella para el viajero que llega como catador de paisajes; pero ingrata para el que tiene que defenderse de ella sacando de la tierra el sustento. No son ni mejores ni peores, ni más ni menos inteligentes que el resto de la provincia, y, en general, que el resto de los españoles. Han tenido la mala suerte de nacer en un rincón muy hermoso, pero muy solitario. Esa es toda su culpa. La peña de María Antonia El panorama que ofrezco en esta página de La Esfera dice mejor que una descripción lo que es el pueblo. Casitas bajas, al pie de la risca, en anfiteatro sobre el valle o cañada por donde baja el Zumeta, orillado de álamos. La iglesita de Santiago, con su torre mocha y una imagen del apóstol, graciosa e infantil, con la misma técnica de las figuras del nacimiento. Dos capillas medio abandonadas. Arriba, las casas pobres de los jornaleros; en la plaza Mayor, el Ayuntamiento y la Posada Vieja, y un triángulo, donde con buena voluntad pueden correrse toros los días de fiesta. Cerca de la fuente, la Casa del Hornillo, la primera, la más antigua del lugar —que antes se llamó el Hornillo, por que lo hicieron unos pastores de la serranía de Cuenca—. Algunas casas solariegas, viejas y desamparadas, renovadas otras con poco gusto. Junto a la iglesia, la Rectoral con la cruz de Santiago. Y por todas sus calles grandes o chicas, ese característico sello

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serrano que da interés o encanto a los pueblos más pobres, y que en algunas horas del día —en los dos crepúsculos, sobre todo, cuando el blanco de la cal se dulcifica con tonos rosas y azulados— llega a producir emociones tranquilas, placidas de una belleza seria y fina. Esas mujeres que no saben ni leer tienen, a su modo, una cultura. Cultivan, sobre todo, los sentimientos. Alguna de las artes antiguas —tejidos, hilados, bordado a mano— las han conservado cuidadosamente. Ya no trabajan los batanes; pero todavía he visto funcionando el telar de Teresa, el de Venancio. Mantas de abrigo, cubrecamas, famosas colchas de colores sanos y brillantes, pero que no envejecen nunca. Todo eso sale, poco a poco, del telar de Teresa. Gentes buenas, espontáneas, afectivas. Al encontrarse después de una ausencia no se dan la mano: «¡Dame un abrazo!». No dicen nunca la tía Fulana, sino la hermana Petra. Conservan cariño a los suyos. Cuidan sus casas. Son limpias dentro de la mayor pobreza; y ordenadas, de modo que no falten los jamones colgados en la cocina, los peroles de cobre y los platos de Andújar. Luis BELLO

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SAMUEL BECKETT Y EL PAISAJE DE C. D. FRIEDRICH

Samuel Beckett y el paisaje de C.D. Friedrich Lourdes Carriedo Universidad Complutense de Madrid

A primera vista, puede resultar sorprendente la relación entre dos nombres tan alejados tanto en sus ámbitos espacio-temporales como en sus respectivas concepciones artísticas. Por un lado, un pintor figurativo del romanticismo alemán (1774-1840) como Caspar David Friedrich; por otro, un escritor de la más absoluta modernidad literaria del siglo XX, que comienza bebiendo en los clásicos de la literatura europea para participar luego de manera entusiasta en los movimientos de vanguardia en Paris, y terminar prefigurando y defendiendo la abstracción en el arte y la escritura. Un autor como Samuel Beckett que, además, rehúye la representación figurativa del paisaje en el texto, reduciendo al mínimo las descripciones de efecto realista por considerarlas superfluas, sin llegar nunca a anularlas por completo. Aunque a retazos, las sigue manteniendo en su discurso, tal y como reconoce metadiscursivamente la voz de L’Innommable: «J’ai retenu quelques descriptions malgré moi» (1953: 18). Samuel Beckett manifestó siempre abiertamente un cierto desprecio respecto del figurativismo naturalista en pintura, mostrando cada vez mayor admiración por un expresionismo y unas obras de vanguardia que le irán conduciendo por el camino de la desfiguración, tal y como demuestran sus ensayos sobre arte. En ellos defiende apasionadamente el proceso de abstracción frente a la factura realista, contra la que arremete

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sin tapujos ya en su primer ensayo sobre la pintura de sus amigos los hermanos Van Velde, bajo el título Le monde et le pantalon (Minuit, 1989: 27-28) Le réaliste suant devant sa cascade, et pestant contre les nuages, n’a pas cessé de nous enchanter. Mais qu’il ne vienne plus nous emmerder avec ses histoires d’objectivité et de choses vues. De toutes les choses que personne n’a jamais vues, ses cascades sont assurément les plus énormes.

Se trataba ésta de la primera andanada contra el pretendido realismo pictórico, a la que seguirían otras muchas bajo forma de ensayos sin desperdicio, recopilados en el volumen de Disjecta (Minuit, 1998). Son todos ellos textos en los que el pensamiento de Beckett gira en torno a un problema que le habría de ocupar toda la vida: el de la posible/imposible representación de lo real por medio del lenguaje, el problema de la aprehensión de un objeto a la postre inasequible y huidizo por parte de un sujeto que se confiesa abiertamente incapaz, y que, paradójicamente, sabe extraer su obra de esta misma incapacidad. La fórmula nuclear en torno a la cual gira su segundo ensayo —«est peint ce qui empêche de peindre»— da buena cuenta de una concepción de la creación artística, tanto pictórica como literaria, que iría consolidándose y determinando su propia producción. Pero esta postura que se va acentuando con el paso del tiempo no impide que, durante su juventud, Beckett se extasiara ante algunos cuadros del romanticismo alemán, aquellos que tiene la oportunidad de admirar con detenimiento durante un viaje clave en su biografía, tanto personal como artística: aquel que reflejan sus autobiográficos Carnets du voyage en Allemagne 1936-37, recuperados por James Knowlson. En Hamburgo Beckett se convierte en un asiduo del museo Kunsthalle, donde descubre, entre otros, a Friedrich, Kirchner y Munch, almacenando en su memoria visual numerosas imágenes que habrían de configurar su rico acervo artístico. En efecto, se ha señalado la inclinación de Beckett por expresar el sufrimiento de la impotencia creadora, o la tragedia del fracaso de

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la representación, pero se olvida con frecuencia su gusto por aquellos paisajes en los que la tensión interior sabe manifestarse a través de una naturaleza estilizada y depurada; por aquellas escenas que figuran, o transfiguran, complejos estados de ánimo; por los paisajes que traducen las pulsiones internas del yo bajo un velo de inquietante calma y que habían sabido representar, o ensoñar, el irlandés Jack Butler Yeats o el alemán Caspar David Friedrich. Las telas de ambos se hallan en perfecta consonancia con la zozobra y el pathos existencial, más o menos contenidos, que caracterizan la primera etapa de Beckett. Incluso proporcionan motivos evidentes a su escritura, tanto más cuanto que, con frecuencia, el detonante de ésta es una imagen visual recuperada por la memoria, y proyectada sobre la oscura pantalla de su escenario mental. Así, el espacio interior de la «caja del cráneo», en tanto que fábrica segregadora de imágenes, lugar primigenio de gestación artística y literaria, se convierte en un tema redundante en su obra. A ello se refiere abiertamente en Le Monde et le pantalon (1989: 29) La boîte crânienne a le monopole de cet article. [...] C’est là qu’on commence enfin à voir, dans le noir. Dans le noir qui ne craint plus aucune aube. Dans le noir qui est aube et midi et soir et nuit d’un ciel vide, d’une terre fixe. Dans le noir qui éclaire l’esprit. C’est là que le peintre peut tranquillement cligner de l’œil .

Es en esta caja cerrada donde se acumulan las imágenes, constituyendo los archivos de la memoria, diversos y heterogéneos, que la escritura recupera. Así, la obra de Beckett resucita las imágenes de aquellos paisajes vividos y amados, como los de la campiña de su Irlanda natal; o las de las tierras rojas del Rosellón que le acogieron durante la guerra; o, con no menos intensidad, las de los paisajes que cuadros contemplados durante horas habían reproducido a su vez. Precisamente, estas imágenes de imágenes (como se las denomina ya en Watt) se convierten, a la larga, en una abundante fuente de inspiración, constituyendo un amplio almacén, constantemente alimentado por una memoria visual de precisión fotográfica. No es de extrañar, pues, que Beckett recurra a esta memoria artística en los momentos de mayor productividad, en especial a ese depósito de imágenes figurativas que

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podía resultar tanto más socorrido y atractivo cuanto que el escritor había ido deslizándose, a lo largo de su trilogía narrativa (Molloy, Malone meurt, L’Innommable), hacia terrenos literarios resbaladizos, en los que la dislocación del discurso conducía hacia una deceptividad descriptiva que rozaba la abstracción. Es éste el recorrido que se efectúa a lo largo de sus tres novelas clave y que, ciertamente, le lleva hacia un «impasse» narrativo. Su escritura había derivado, casi a pesar suyo, hacia una sintaxis abstracta y descoyuntada, que sólo podía corresponderse con un vocabulario pictórico no figurativo. En efecto, las imágenes deceptivas generadas por la monódica voz de L’Innommable (1953) resultaban irrepresentables en un espacio escénico que iba a requerir, desde el punto de vista práctico, una mínima figuratividad. En este sentido, determinados cuadros le proporcionan, como veremos, un material fundamental para concretar la visión escénica que determinará su teatro. Ello ocurre en el período comprendido entre 1946 y 1953, que el propio Beckett califica de «frenesí creativo» por cuanto experimenta una productividad exacerbada, en busca de nuevas fórmulas de expresar ese desbordamiento interior que le hará tocar todos los géneros, hasta encontar un cierto sosiego momentáneo ubicando sus diversas hipóstasis sobre la escena. El detonante de esa escritura febril de búsqueda y experimentación, que culminará con su expresión teatral, es, según se ha dicho reiteradamente, una revelación de carácter epifánico que tuvo Beckett una noche de tempestad, oscuramente luminosa, en la costa irlandesa. Se ha relacionado esta revelación proléptica del conjunto de su obra con la visión que la voz ficcional de Krapp describe de forma entrecortada en La dernière bande, monólogo dramático en el que un anciano revisa diversos momentos de su pasado, a medida que escucha su propia voz en una grabación magnetofónica. En realidad, este discurso desarrolla una ensoñación de corte romántico, donde las fuerzas naturales se hallan en connivencia con los tormentos interiores. Ensoñación que, como se puede comprobar en la cita, presenta un fuerte componente plástico:

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Spirituellement une année on ne peut plus noire et pauvre jusqu’à cette mémorable nuit de mars, au bout de la jetée, dans la rafale, je n’oublierai jamais, où tout m’est devenu clair. La vision, enfin. (...) Ce que soudain j’ai vu alors, c’était que la croyance qui avait guidé toute ma vie, à savoir, grands rochers de granit et d’écume qui jaillissait dans la lumière du phare et l’anémomètre qui tourbillonnait comme une hélice, clair pour moi enfin que l’obscurité que je m’étais toujours acharné à refouler est en réalité mon meilleur –indestructible association jusqu’au dernier soupir de la tempête et de la nuit avec la lumière de l’entendement et le feu. (La dernière bande, 1959, 22-23)

La descripción que proporciona la voz de Krapp concuerda con esas noches de tempestad desencadenada sobre un mar agitado o con esas montañas lamidas por las nubes que tanto le gustaba representar a C. D. Friedrich, como ocurre en una de sus telas más emblemáticas: Viajero contemplando un mar de nubes, de 1818. Precisamente una de esas noches a las que, no por casualidad, se refiere Malone en su lecho de muerte: C’est une nuit comme les aimait Kaspar David Friedrich, tempestueuse et claire. Ce nom qui me revient et ces prénoms. Les nuages chassent haillonneux, hachés par le vent, sur un fond limpide. Si je patientais je verrais la lune. Mais je ne patienterai pas. (Malone meurt, 1951: 40-41)

Malone no tiene la paciencia de seguir esperando, pero existen otros personajes beckettianos que hacen de la espera su seña inequívoca de identidad. Evidentemente — ya lo habrán adivinado—, se trata de Vladimir y Estragon, la pareja que espera a Godot indefinidamente, un día tras otro, prefigurada poco antes por la pareja errante de Mercier y Camier en la novela homónima de 1946 (aunque no publicada hasta 1970). La admiración expresada por el personaje de ficción, como Malone, puede en efecto corresponderse con la pasión que Beckett experimentó en la realidad por la pintura de Friedrich y, en este sentido, ciertas imágenes pictóricas de éste podrían considerarse como imágenes matriciales o detonantes de algunos textos beckettianos, donde se las somete a un

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proceso de depuración y de despojamiento esquemático considerables. Así ocurre, por ejemplo, con la serie de paisajes crepusculares que Friedrich pintó de manera recurrente en los que dos hombres, siempre de espaldas al espectador, contemplan la salida de la luna sobre grandes extensiones abiertas, ya marinas, ya terrestres. Mercier y Camier (Samuel Beckett) – Paisajes crepusculares con dos hombres contemplando la luna (C. D. Friedrich) Desde esta perspectiva, resulta pertinente establecer relación entre esos paisajes crepusculares que gustaba pintar Friedrich, de los que tenemos un buen ejemplo en el cuadro de 1820, arriba reproducido, y la figura narrativa central de Mercier et Camier. Haciendo abstracción del atuendo —el antiguo traje alemán— de esos dos personajes que miran, de espaldas al espectador, hacia un mar o una extensión abierta e indefinida, el cuadro de Friedrich ilustra una de las imágenes centrales de la novela de Beckett, en concreto, la de aquellos fragmentos en los que el constante deambular de Mercier y de Camier les conduce fuera del espacio urbano y los extravía por interminables llanuras desprovistas de vegetación. Recordemos la estructura narrativa de Mercier et Camier: un narrador avispado que ha acompañado a la pareja (o «pseudopareja», según L’Innommable) en su errancia por una campiña informe da cuenta del itinerario que realizan, de la ciudad al campo y de éste, a la ciudad. Esta dinámica de ida y vuelta entre el espacio urbano, claustrofóbico laberíntico, y el espacio natural, neutro y agorafóbico, sin puntos de referencia, se convierte en sello inequívoco de la novela beckettiana, novela de la errancia por excelencia. Simultáneamente, da pie al «texto de la pareja que dialoga», pues los personajes charlan interminablemente para rellenar con palabras tanto el desierto del paisaje como su propio vacío interior. Se recupera así un viejo y productivo esquema literario: el de la pareja errante y charlatana.

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Los campos que esta pareja recorren son tan anodinos, que ni siquiera demandan pasajes descriptivos. Estos son, por lo general, explícitamente eludidos por Beckett. Además, al prestarse el mayor interés a la palabra intercambiada, casi no se da información ni acerca del aspecto de los personajes, ni del terreno que atraviesan. Sólo existen unas siluetas que caminan a contraluz, cuya verticalidad rompe la horizontalidad de la extensa llanura por la que transitan. Al igual que en los cuadros de Friedrich, el marco espacial de Mercier et Camier permanece borroso, vago e impreciso, sobre todo cuando los dos personajes se hallan en su deambular errante: «Le champ s’étendait devant eux. Rien n’y poussait, rien d’utile aux hommes c’est-à-dire. On ne voyait pas très bien non plus en quoi ce champ pouvait intéresser les animaux». (Beckett, 1970: 87) Debido a la esterilidad y monotonía de los campos que configuran el paisaje anónimo, la mirada permanece inevitablemente enganchada en las figuras humanas, que en el cuadro cobran gran relevancia, del mismo modo que en la novela imponen la contundente presencia de su voz. Poco importan sus rostros, nunca descritos por Beckett y ocultos en los cuadros de Friedrich, pues los personajes se suelen situar a contraluz dando la espalda al espectador, intermediando entre éste y el plano más alejado y profundo hacia el que ambos dirigen la mirada. No es extraño que en los cuadros de Friedrich haya siempre una figura que contempla el paisaje y que, a la vez, sea contemplada por detrás por otro espectador, en términos narratológicos, de carácter intradiegético, mientras que el espectador domina con la mirada, y desde fuera, el campo visual de ambos. Este tema del contemplador a su vez contemplado resulta especialmente significativo en Beckett, en cuyos personajes existe la conciencia obsesiva de la mirada del otro. Así, Vladimir, en un monólogo dramático en el que retoma el tema calderoniano de La vida es sueño, explicita esa conciencia de la mirada ajena mientras espera a Godot, en un discurso que adquiere una significativa profundidad metateatral:

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VLADIMIR : [...] (Il regarde Estragon) Moi aussi, un autre me regarde, en se disant, Il dort, il ne sait pas, qu’il dorme. (Un temps) (1952: 128)

En attendant Godot (Samuel Beckett) – Dos hombres contemplando la luna (1819-20); Hombre y mujer contemplando la luna (1824) En el caso de Esperando a Godot, dos obras de Friedrich resultan fundacionales1, aunque Beckett sólo se refiriera a una de ellas en el transcurso de una conversación informal transcrita por Ruby Cohn. La referencia fue lo suficientemente ambigua como para sembrar la duda, pues no se sabe cuál de los dos cuadros, de composición muy similar, tenía Beckett en mente al hacer alusión a Friedrich. Lo más probable es que ambos cuadros —Dos hombres contemplando la luna (1819-20) y Hombre y mujer contemplando la luna (1824)— se superpusieran en su memoria, tanto más cuanto que la diferencia fundamental no era composicional ni temática, sino que estribaba en el sexo de los componentes de la pareja y en el matiz cromático de la luz lunar: dos hombres en el primero, hombre y mujer en el segundo; una luz amarillenta en el primero, plateada en el segundo. Pero en ambos casos, las dos figuras contemplan un paisaje nocturno similar, dominado por una luna que ocupa el espacio central del cuadro y atrae indefectiblemente la mirada de ambos, al igual que la del espectador. Por otra parte, una de las anotaciones marginales para la puesta en escena de Esperando a Godot en Berlín (1975), dirigida por el propio Beckett, reenviaba a C. D. Friedrich, sin muchas más especificaciones2. No parece arriesgado, por lo tanto, afirmar que fue una «imagen de imagen, o de imágenes», esto es, la memoria de cuadros contemplados 1 Como reseña James Knowlson en su biografía de Beckett (Knolwson, 1999: 485), es posible que éste tuviera también en mente las imágenes de dos cuadros de J. B. Yeats: Los dos viajeros (1942) y Hombres de la llanura., expuestos en la Tate Gallery de Londres. Beckett y J. B. Yeats, hermano del célebre dramaturgo, mantuvieron una firme amistad, enriquecida por un fructífero intercambio intelectual y artístico. 2 Cf. The Theatrical Notebooks of Samuel Beckett, Waiting for Godot, Faber ad Faber et Grove Press, Londres y New York, 1994, 236.

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con admiración, lo que en el caso de Godot proporcionó el fundamento primero de su visión escénica. La mediación de la pintura resulta así determinante en el proceso creativo beckettiano, en el que lo que se ve o percibe conduce, de manera más o menos directa, a lo que se escribe y representa. Es la imagen, y no tanto la idea, la que ejerce de motor de arranque de la creación, como ocurría en el caso de Ionesco. Este confesaba, respecto a la imagen germinal de una de sus obras más emblemáticas: Lorsque j’ai écrit Les chaises, j’ai eu d’abord l’image des chaises, puis d’une personne apportant à toute vitesse des chaises sur le plateau vide. J’avais d’abord cette image initiale, mais je ne savais pas du tout ce que cela voulait dire » (Bonnefoy, 1996: 83)

Al igual que le ocurre a Ionesco en Las sillas, Beckett no suele construir sus obras a partir de una fábula o situación dramática, sino a partir de imágenes escénicas a las que confiere temporalidad, ritmo y lenguaje. El detonante de la creación no es, pues, una intriga que se ubica en un decorado, sino un decorado que cobra vida, convirtiéndose en metáfora poética (Martin Esslin, in Revue d’esthétique, 1986: 393). Así, Esperando a Godot desarrolla en el tiempo la imagen de la inmovilidad, a partir de una realidad visual en la que interfiere, en términos genettianos, el hipotexto pictórico de C. D. Friedrich. Recordemos el argumento de Esperando a Godot, sorprendentemente escaso en peripecias. En un marco muy despojado, la obra ofrece el espectáculo de la inacción. Dos vagabundos se hallan en un camino que no conduce aparentemente a ningún lugar, esperando a alguien que, casi con seguridad, nunca llegará. Para sobrellevar el tedio de la inactividad y destensar la ansiedad de la espera, Vladimir y Estragon charlan, yendo y viniendo por el escenario, hasta la llegada de dos extraños personajes —Pozzo y Lucky— que les garantizan diversión mediante un espectáculo grotesco, pero gracias al cual el tiempo transcurre más rápido. De nuevo solos, permanecen juntos contemplando el crepúsculo, del que en ningún momento tenemos descripción alguna, a no ser unas sucintas acotaciones escénicas que aluden a una luna de luz plateada, aparecida

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de manera súbita. Cuando Pozzo, ya ciego en el segundo acto, les pregunta a Vladimir y Estragon que a qué se parece el lugar en el que se encuentran, Vladimir, mirando a su alrededor, se confiesa incapaz de describir un sitio tan neutro y anodino: «On ne peut pas le décrire. Ça ne ressemble à rien. Il n’y a rien. Il y a un arbre» (1952: 122). Con un simple árbol como referencia, el lugar no puede definirse ni como espacio de identidad, ni como espacio histórico; constituye, en términos de Marc Augé3, un auténtico no-lugar. Por otra parte, ambos actos terminan de la misma manera, en perfecto eco especular. Vladimir y Estragon contemplan la luna, disponiéndose a pasar una nueva noche cuya llegada han venido anhelando durante el día. Al igual que ocurría en Mercier et Camier, donde la oscuridad se instalaba con avidez devoradora difuminando el trazo de los caminos (1970: 75), el crepúsculo se reduce al mínimo espacio de tiempo. En la representación dramática, esta instantaneidad facilita el simple acto mecánico de cambio de decorado. La noche se instala a una velocidad de vértigo, sin matices cromáticos transitorios —«La lumière se met brusquement à baisser. En un instant il fait nuit. La lune se lève, au fond, monte dans le ciel, s’immobilise, baignat la scène d’une clarté argentée» (Beckett, 1952: 72-73)— mientras que la mirada de los vagabundos permanece enganchada en la luna. El diálogo proporciona, además, indicaciones sobre la actividad contemplativa de ambos personajes y su objeto de observación, que el adjetivo personaliza despectivamente, a modo de parodia de manidos tópicos románticos: Vladimir : (...) Qu’est-ce que tu fais ? Estragon : Je fais comme toi, je regarde la blafarde. (1952: 73)

En el Acto II, una brevísima acotación escénica yuxtapone los momentos, eliminando totalmente la duración del crepúsculo. El cortocircuito temporal resulta vertiginoso —«Silence. Le soleil se couche, la lune se lève» (1952: 131)—, pasándose sin solución de continuidad 3 Marc Augé, Non lieux. Introduction à une anthropologie de la surmodernité, Seuil, 1992: 83. Si un lugar se define como espacio identitario, relacional e histórico, un lugar que no pueda definirse mediante estos parámetros será considerado como un no-lugar

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del día a la noche. El decorado nocturno es el mismo, con luna incluida, pero un cambio sustancial se ha producido entre un día y otro, lo que impide que la situación se repita de manera exacta. Es la mirada atenta de Vladimir la que percibe la transformación del árbol que, de naturaleza muerta en el doble sentido de la palabra, ha pasado a ser naturaleza viva: «Seul l’arbre vit» (1952: 132), constata, no sin cierta inquietud. Curiosamente, el cuadro de Friedrich combina la naturaleza muerta del árbol seco que encuadra la luna con el árbol verde que los personajes tienen a su espalda, cerrando la perspectiva del cuadro en un segundo plano. Sin embargo, la mirada tanto del espectador como de los personajes se ve atraída por el árbol de ramas secas y retorcidas que divide diagonalmente el cuadro casi en dos mitades perfectas, interponiéndose, además, entre los observadores y la luna. Dos elementos fundamentales en Godot, de fuerte carga simbólica como el árbol o la luna, aparecen ya como elementos clave en los cuadros de Friedrich, si bien no son los únicos. Veamos a continuación algunos de los motivos determinantes del cuadro que se retoman en Esperando a Godot. En primer lugar, tanto Beckett como Friedrich gustan representar al ser humano en su soledad de pareja. Como sabemos, Esperando a Godot se estructura en función de un doble juego de parejas entre cuyos miembros existe una relación de interdependencia. Beckett habla de una simbiosis que, plásticamente, se representa en los cuadros de Friedrich por el bloque visual que configuran los dos personajes. La actitud de éstos en los dos cuadros resulta significativa. En ambos casos, uno de los personajes posa su mano derecha en el hombro de su compañero, en un gesto de apoyo, protección o connivencia. En el cuadro de 1819/20 (Dos hombres observando la luna) la inclinación del personaje de la izquierda, menos corpulento, imprime un cierto movimiento a la escena, dando la impresión de que ambos personajes dialogan; mientras que en el cuadro de 1824 (Hombre y mujer contemplando la luna) el estatismo y cierto hieratismo de las dos figuras implican un silencio de contemplación extática. El silencio de la pareja mixta sucede al diálogo que parecen mantener los personajes de la obra más temprana.

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Por su parte, la lectura del texto de Beckett nos hace deducir una alternancia de palabra y silencio, cuidadosamente medida, que responde a un tempo milimétricamente calculado. Es de reseñar la importancia que cobran las pausas y silencios, profundamente significativos, en un contexto hablado que, a su vez, alterna verborrea con laconismo. Pero no es indiferente, tampoco, que en los cuadros de Friedrich se trate, en un caso, de dos hombres y, en el otro, de un hombre y una mujer. Tanto más cuanto que, si nos reportamos ahora a la obra de Beckett, se han realizado numerosos estudios sobre el perfil psicológico y temperamental de Vladimir y Estragon. Y dichos estudios pretenden atribuir rasgos de sensibilidad femenina, al uno, y de sensibilidad más propiamente masculina, al otro. Esta lectura es la que precisamente ha llevado a algunos directores a la elección, a mi modo de ver desafortunada, de actrices para representar el papel de Vladimir y de actores para hacer lo propio con Estragon. El error consiste, al margen de recurrir a tópicos manidos y trasnochados en la diferenciación de los sexos, en no tener en cuenta que, en el teatro de Beckett, los roles son siempre alternantes y reversibles. Tales interpretaciones olvidan que aspectos opuestos pueden darse a la vez, e indistintamente, en ambos personajes, pues todo depende del momento. Ambos presentan rasgos caracteriológicos oscilantes y cambiantes, pero siempre extrañamente compensados en su alternante antagonismo. Una reversibilidad parecida encontrábamos en Mercier y Camier, entre los que se producía una alternancia casi perfecta en la manifestación de actitudes y sentimientos: «C’était Mercier jusqu’à présent qui avait fait preuve de l’avant et Camier de mollesse. L’inverse était à prévoir d’un moment à l’autre» (Beckett, 1970: 27). Esto mismo suele ocurrir en casi todas las parejas beckettianas, antagónicas y complementarias a la vez, inmersas siempre en situaciones por completo reversibles. Y además, como tantas otras parejas literarias, no es extraño verlas en ruta, recorriendo un camino que, en el caso de la obra teatral, resulta de difícil representación.

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En efecto, la utilización del motivo literario del camino no deja de ser incómodo a la hora de la puesta en escena, ya que la cinética de los personajes resulta difícilmente representable. A no ser que se les sorprenda, como ocurre en Godot, en un alto en el camino que, además, resulta también ser un alto del camino. Y nunca mejor dicho, pues Vladimir y Estragon se encuentran en un lugar elevado, en una especie de plataforma (atiéndase a la doble acepción del término y a la fuerza de su significado metateatral, aún más acusado en francés: plateau) que permite avistar el entorno, esto es, los alrededores de ese «delicioso lugar» —no pretendamos saber más— en el que se hallan paralizados en una espera inmóvil, donde los únicos elementos que aportan una mínima variación son el transcurso del tiempo y el desgaste de la palabra. Vladimir y Estragon se encuentran en una especie de rellano elevado, rodeado de una zanja, precisamente aquella en la que Estragon pasa la primera noche. La zanja, que es también el foso escénico, cierra el espacio abierto en el que se encuentran, generando a la larga una claustrofobia asfixiante, sobre todo a partir de la comprobación de Vladimir: «En effet, nous sommes sur un plateau. Aucun doute, nous sommes servis sur un plateau (...)». Verdadero tour de force, Beckett consigue crear, aún en un espacio de ficción abierto como es el campo, un sentimiento de opresión y clausura que no permite olvidar, en ningún momento de la obra, la limitación física del espacio escénico. En los dos cuadros de Friedrich que aquí se toman como referencia, el espacio resulta enmarcado con sutileza. Los dos árboles y la piedra delimitan el lugar elevado en el que se hallan los dos personajes, estáticos en su contemplación de una luna de halo místico que ocupa el eje simétrico del cuadro y que arrastra la mirada en una dinámica prometedoramente ascensional, confiriendo profundidad al paisaje. Este resulta perfectamente encuadrado, en función de un estudio rigurosísimo, en el que cada elemento cumple su función compositiva. En el caso de la obra dramática, hay que recordar aquí esa gran piedra sobre la que se sienta Estragon a comienzos del primer acto para deshacerse de unos zapatos que le oprimen, pero a la que ya no hacen referencia las didascalias

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iniciales del II Acto. En algunas versiones en castellano, la existencia de esta piedra se ignora, desde el momento en que se traduce assis sur une pierre por sentado en el suelo. En este caso, la roca desaparece como componente simbólico del espacio escénico, por lo que la atención se ha de centrar en el árbol. El árbol, en efecto, es el punto de referencia de la cita incierta con Godot y, visualmente, eje vertical dinamizante de un paisaje en el que predomina la horizontalidad. En realidad, el árbol constituye un puro «motivo pictórico» o «naturaleza muerta», resultando de una manifiesta inutilidad para el desarrollo de la acción. No les sirve a los personajes ni para esconderse, ni para darles sombra, ni siquiera sus ramas, demasiado frágiles, les aseguran el éxito de un suicidio en el que siempre piensan como alternativa plausible y reconfortante. Básicamente, el incipit didascálico que abre Esperando a Godot desempeña la función de sucinta leyenda, a modo de pie de un cuadro —Route à la campagne avec arbre. Soir— que se retoma exactamente en el segundo acto, salvo en un detalle fundamental que atañe al tiempo, y destruye por completo la ilusión referencial. Lo que parecía una «naturaleza muerta», en el pleno sentido de la palabra, parece haber recuperado la vitalidad echando hojas a ritmo acelerado, en una sola noche. El cambio es cosmológicamente inverosímil ya que supone una alteración del ritmo inalterable de la Naturaleza, lo que explica el estupor de un Vladimir que ha de puntualizar, ante las muestras de despiste e incredulidad de Estragón, y la posible inadvertencia del espectador: «Je te dis qu’il y a du nouveau ici, depuis hier» (1952: 84) «Mais hier soir il était tout noir et squelettique ! Aujourd’hui, il est couvert de feuilles !» (1952: 92). La naturaleza muerta y la naturaleza viva se representan simultáneamente en el cuadro de Friedrich: por un lado, los dos personajes se sitúan bajo un abeto muy verde, mientras contemplan el roble muerto y seco que contribuye a dispersar la mirada en una dinámica oblicua de huída ciertamente inquietante. Este aspecto oximorónico de la naturaleza

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se representa en los dos actos de la obra dramática, en función de una sucesividad temporal que soslaya la simultaneidad de la impresión pictórica, donde ambos aspectos coexisten. Por otra parte, si la aparición de la luna marca el final de los dos actos de Esperando a Godot, en los dos cuadros de Friedrich ocupa un lugar central, atrayendo la mirada de manera insólita. Insólitamente, en efecto, porque Friedrich no es tan aficionado como podría suponerse a representar esa luna redonda que aquí aparece iluminando un paisaje en claroscuro. Por lo general, Friedrich representa la luz eludiendo su fuente directa de proyección: un halo luminoso suele asomar por algún extremo del cuadro como promesa de una plenitud sólo intuida. Pero si hay una luz común a las obras de Friedrich y Beckett, ésta es la luz crepuscular. En efecto, Friedrich es un gran maestro en la representación de momentos cosmológicos transitorios, cuyas gamas cromáticas y tonalidades lumínicas a veces se prestan a confusión. Con frecuencia, resulta muy difícil determinar si el sol sale o se pone, siendo el título, o el pie del cuadro, el encargado de aclararlo. Cuando el propio autor no lo aclara, el cuadro a veces se hace merecedor de un doble título. Tal es el caso de una tela de 1818, a la que los críticos han otorgado títulos opuestos, en función de la ambigüedad de la luz representada: Mujer ante la salida de sol/Mujer ante la puesta de sol. En este cuadro, la luz —de un amarillo intensísimo en deriva hacia el anaranjado, que emana de detrás de unas leves colinas y a la que contempla una mujer a contraluz dándonos la espalda— puede corresponder tanto al amanecer cuanto al ocaso. En Friedrich, al igual que en Beckett, los momentos resultan confusos e intercambiables. Ello explica esa observación de Estragon, que ha perdido la capacidad de orientación espacio- temporal (Beckett, 1952: 120-121), como así les ocurre a muchos otros personajes beckettianos4 :

4 Cf. Reenviamos a nuestro artículo «Poética de la desorientación en la narrativa de Samuel Beckett», in Creación espacial y narración literaria, Universidad de Sevilla, 200, pp 162-169.

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Silence. Vladimir et Stragon regardent le couchant. ESTRAGON : On dirait qu’il remonte. VLADIMIR : Ce n’est pas possible. ESTRAGON : Si c’était l’aurore ? VLADIMIR : Ne dis pas de bêtises. C’est l’ouest, par là. ESTRAGON : Qu’est-ce que tu en sais ?

La incertidumbre de Estragon, que domina el perfil de su personaje, contrasta en este caso con la seguridad de Vladimir, siempre consciente de su situación en el mundo, siempre con los pies en la tierra. El espectáculo crepuscular da origen, por otra parte, a uno de los desarrollos poéticos más llamativos de la obra, una tirada que termina, al igual que ocurre en los últimos instantes del crepúsculo, de manera abruptísima. En un monólogo lírico sin desperdicio, el histriónico Pozzo retoma muchos de los topoi literarios del crepúsculo para cambiar súbitamente de registro y ridiculizar todas las vibrantes, pero falsas y ciertamente ampulosas descripciones románticas. El efecto destructor de la parodia es tanto más fuerte cuanto que la tirada había comenzado según los preceptos descriptivos románticos, en un ritmo lento que se ve bruscamente interrumpido. El comentario desabrido pone el broche final —quizás mortal— a un discurso que parece moribundo: (...) Qu’est-ce qu’il a d’extraordinaire ? en tant que ciel ? Il est pâle et lumineux, comme n’importe quel ciel à cette heure de la journée. (Un temps) Dans ces latitudes. (Un temps) Quand il fai beau. (Sa voix se fait chantante). Il y a une heure (Il regarde sa montre, ton prosaïque) environ (ton à nouveau lyrique) après nous avoir versé depuis (il hésite, le ton baisse) mettons dix heures du matin (le ton s’élève) sans faiblir des torrents de lumière rouge et blanche, il s’est mis à perdre de son éclat, à pâlir (geste des deux mains qui descendent par paliers), à pâlir, toujours un peu plus, un peu plus, jusqu’à ce que (pause dramatique, large geste horizontal des deux mains qui s’écartent) vlan ! fini ! in ne bouge plus ! Mais (il lève une main admonitrice) mais derrière ce voile de douceur et de calme (il lève les yeux au ciel, les autres l’imitent sauf Lucky) la nuit galope (la voix se fait plus vibrante) et viendra se jeter sur nous (il fait claquer ses doigts) pff ! comme ça (l’inspiration le quitte) au moment où nous nous y attendons

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SAMUEL BECKETT Y EL PAISAJE DE C. D. FRIEDRICH

le moins. (Silence. Voix morne) C’est comme ça que ça se passe sur cette putain de terre. (1952: 52)

Abrupto final, en verdad, para un discurso que comienza recreando la imagen amable del crepúsculo, bajo la cual se intuye sin embargo una velada amenaza. La misma amenaza que subyace en los cuadros de la última etapa de Friedrich, en los que los tonos sombríos contribuyen a figurar una atmósfera inquietante y amenazadora. La calma, sólo aparente, esconde siempre una tensión, una inquietud que, en el caso de la obra dramática, se hace manifiesta a través del discurso de Pozzo. Su largo monólogo funciona también como anti-modelo literario, al parodiar los parámetros románticos y situarnos en pleno existencialismo nihilista del siglo XX. Pero, no lo perdamos de vista, el germen primero de su escritura se halla en la imagen visual o pictórica proporcionada por autores admirados, entre los que destaca C. D. Friedrich. Llegados a este punto, no nos sorprenden ya las palabras que el propio Beckett pudiera dedicar a las telas de Friedrich, manifestando sentir: […] une agréable prédilection pour deux hommes minuscules qui se languissent dans ses paysages, comme dans le petit paysage à la lune, car c’est le seul genre de romantisme qui reste supportable, le bémolisé. (Carnets du voyage en Allemagne : 1936-1937. Source de citation: James Knolwson, 1999: 336)

La cita no tiene desperdicio pues es de señalar, en primer lugar, la referencia a esos dos hombres minúsculos: bien es cierto que la figura humana se empequeñece en los cuadros de la última etapa de Friedrich, los personajes parecen aplastados por una naturaleza magnificada, mientras que, por su parte, Beckett sitúa en escena personajes desvalidos, haciendo patente su extravío en medio de un espacio agorafóbico. En segundo lugar, no es indiferente la utilización del verbo «se languir» en su forma pronominal, típica de las regiones del Sur de Francia, donde Beckett pasó los años de la ocupación, y la referencia al aburrimiento, que es precisamente uno de los ejes temáticos de En attendant Godot. Una obra en la que, en efecto, el aburrimiento se convierte en espectáculo (Jean Roudaut, 2001). I Jornadas de Mágina. Paisaje y literatura

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En tercer lugar, llama la atención esa utilización sinestésica del adjetivo en el sintagma romanticismo bemolizado. Con ello se indica una atenuación o una matización en la factura, en analogía con la bajada de tono o matización cromática fundamental que implica la aplicación del bemol en música. No es indiferente, ni mucho menos, la referencia al ámbito musical, tanto más cuanto que Beckett sentía una gran pasión por la música. Si ésta constituye, por su compartimentación temporal, un instrumento privilegiado para secuenciar la acción, esto es, establece una estrecha connivencia con el orden temporal, la pintura contribuye a figurar la puesta en escena, sustentando su espacialidad. A este respecto, el paisaje de Friedrich no podía dejar de llamar la atención de Beckett, pues esta pintura resultaba de una «compleja interacción de impresiones visuales, emocionales y reflexivas» (Wolf, 2003) que le conducían a una composición rigurosa y geométrica, a veces muy esquemática, donde los colores rayaban la irrealidad bajo «ese velo de calma y dulzura» al que se refiere Pozzo en Esperando a Godot, no sin cierto afán paródico. Una calma y una dulzura tan sólo aparentes, pues esconden una amenaza que en los cuadros de Friedrich se representa por una tensión que confiere al paisaje un movimiento trágico. En efecto, Friedrich es un maestro en la traducción paisajística, que no en sus figuras humanas, de una tensión interior, de unos estados anímicos desasosegados y desasosegantes que, en el caso de Beckett, se van a traducir esencialmente en el espacio de la palabra y su desarrollo en el tiempo. Es el diálogo de los personajes lo que soporta el peso emocional y tensional de la proyección interior, una vez reducidos al mínimo, «minimalizados» si se me permite, los elementos escénicos cuya composición matricial le fue proporcionada por la pintura de Friedrich. En el caso de Esperando a Godot, el Tiempo y la Palabra son los encargados de romper esa cierta beatitud extática de los contempladores de Friedrich, proporcionando al estatismo de la composición pictórica un desarrollo dramático desconcertante.

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SAMUEL BECKETT Y EL PAISAJE DE C. D. FRIEDRICH

Referencias bibliográficas Beckett, S., Malone meurt, Minuit, Paris, 1951. Beckett, S., En attendant Godot, Minuit, Paris, 1952. Beckett, S., Mercier et Camier, Minuit, Paris, 1970. Beckett, S., Le monde et le pantalon, Minuit, Paris, 1989. Beckett, S., Disjecta, Minuit, Paris, 1998. Grossman, E., L’Esthétique de Beckett, SEDES, Paris, 1998. Knowlson, J., Beckett, Paris, Actes Sud, SOLIN, Paris, 1999. Revue d’Esthétique, Samuel Beckett, Jean-Michel Place, Paris, 1990. Roudaut, J., «Beckett, le désir d’être rien», Magazine littéraire, 400, juilletaoût 2001. Wolf, N., C. D. Friedrich, TASCHEN GmbH, Colonia, 2003.

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METAMORFOSIS DEL PAISAJE EN LOS PASOS PERDIDOS DE ALEJO CARPENTIER

Metamorfosis del paisaje en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier: notas Anne-Claire Gilson Université Lumière-Lyon 2

En 1953, A. Carpentier publica Los pasos perdidos1, novela que se presenta como el relato de un protagonista narrador anónimo, musicólogo, desde una ciudad anónima norte americana (que se puede sin embargo identificar con Nueva York gracias a diferentes indicios textuales) hasta la selva del sur del continente, en busca de instrumentos musicales primitivos. Este viaje supone el descubrimiento de un nuevo espacio geográfico del que el relato pretende dar cuenta mediante la forma aparente de un diario de viaje. Plantea así la cuestión de la representación de este marco natural, construido en paisaje por la mirada única del narrador y la escritura del texto. Lo que me propongo mostrar brevemente es cómo del describir se pasa a un escribir el paisaje y nombrar los elementos, «tarea de Adán poniendo nombre a las cosas»2 que el narrador se asigna y lleva a cabo en una perspectiva de fundación del espacio americano, mediante un proceso de transformación progresiva de los elementos del espacio en formas elementales originarias3. Edición Alianza Editorial S.A., Madrid, 2001. PP, p. 75 3 Podríamos señalar que en francés, como lo recuerda Alain Roger en Court traité du paysage (NRF, Gallimard, Paris, 1997, p. 73) el término paysage (paisaje) viene compuesto por la añadidura de las palabras pays (país) y age. En nuestro caso: âge (edad). El paisaje 1 2

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De ahí que la progresión en el espacio del protagonista se acompañe de una regresión en el tiempo, recorrido que culmina en las Grandes Mesetas, en el cuarto día del Génesis y en el Valle del Tiempo Perdido en 4 el cerro de los Petroglifos . Esta metamorfosis del espacio (entendida como cambio y permanencia) es un ver «más allá de las imágenes»5, un paso de la realidad a lo real maravilloso, la toma de conciencia de una copresencia de lo pasado, de lo presente, de lo futuro. Un descubrimiento que es también Descubrimiento de América. El paisaje descrito La representación del paisaje bajo la modalidad de la transcripción mimética de lo que se ve resulta en Los pasos perdidos de un viaje que A. Carpentier realizó en 1947 por el río Orinoco y del que dio cuenta en diferentes crónicas publicadas este mismo año en El Nacional de Caracas. Viaje deslumbrador: Ahora me encuentro ante un género de paisaje que «veo por vez primera», que nunca fue anunciado por paisajes de Alpes o de Pirineos, un género de paisaje que sólo había intuido en sueños

nunca se encuentra pues reducible a una realidad física sino que es el resultado de una determinación sociocultural, producto de una mirada a la vez colectiva e individual. 4 De los seis capítulos que componen la novela, el primero ubica la acción en La gran ciudad, en el tiempo de la modernidad, espacio urbano deshumanizado y carcelario, en el que el paseo es errancia desprovista de significado por meandros y laberintos. El segundo da una visión de la ciudad sur americana, tiempo del romanticismo configurado por numerosas referencias culturales, y del reencuentro con un idioma olvidado (el castellano) para el protagonista. El tercero, después de un desplazamiento por cerros hasta el río, nos devuelve al mundo de la Conquista, durante la era del Caballo y del Perro. El cuarto, espacio del río y de la selva, corresponde al Tiempo del Paleolítico al neolítico cuando se ha atravesado la Puerta del Tiempo para llegar al cuarto día del Génesis, antes de la creación del hombre. El quinto, es el Mundo de las Mesetas, fuera del tiempo y de la historia. Por fin, el último capítulo corresponde a una vuelta a la época inicial en la urbe moderna y a la imposibilidad de un nuevo regreso al mundo sin tiempo. 5 PP, p. 80

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y del que no existe todavía una descripción verdadera en libro 6 alguno.

Choque emocional que desemboca en Los pasos perdidos en la elaboración de una descripción casi geográfica como lo indica la «Nota final» de la obra en la que Carpentier relaciona los espacios utilizados en la construcción del relato con lugares repertoriados en mapas y ya presentados en las crónicas. El entorno es objeto de una designación en imperfecto (había, eran, se presentaban) de cimas, aristas, ceibas, ubicadas a la derecha, a la izquierda, a espaldas del protagonista que oficia de guía en un universo regido por la verticalidad mineral opuesta a la confusión de las formas vegetales. Cuadro en fin, pintura estática, elaboración de un paisaje que se ofrece a la vista o que se reconoce. En efecto, la visión propuesta también viene mediatizada por descripciones anteriores (la voz del periodista en el avión a punto de aterrizar en la capital suramericana7; la relación de Fray Fernando de Castillejo con la que el narrador coteja lo que percibe8; el universo pictórico y en particular el de J. Bosch9). La descripción es pues un ver y un reconocer. Pero cuando el cuadro se anima, el paisaje se vuelve espectáculo, construcción; del cuadro se pasa al escenario; del describir al construir, al escribir (escribir a raíz de, y ya no acerca de). 6 A. Carpentier, «El salto del Ángel en el reino de las aguas», Visión de América, ed. Seix Barral, Barcelona, 1999, pp. 32-33 7 «El periodista que se había instalado a mi lado (…) me hablaba con una mezcla de sorna y cariño de aquella capital dispersa, sin estilo, anárquica en su topografía, cuyas primeras calles se dibujaban ya debajo de nosotros» (p. 40). 8 «Embarcamos hoy, al alba, y he pasado largas horas mirando a las riberas, sin apartar mucho la vista de la relación de Fray Servando de Castillejos, que trajo sus sandalias aquí hace tres siglos. La añeja prosa sigue válida. Donde el autor señalaba una piedra con perfil de saurio, erguida en la orilla derecha, he visto la piedra con perfil de saurio, erguida en la orilla derecha. Donde el cronista se sasombra ante la presencia de árboles gigantescos, he visto árboles gigantes, hijos de aquellos, nacidos en el mismo lugar, habitados por los mismos pájaros, fulminados por los mismos rayos.» (p. 113) 9 «Tenía mi memoria que irse al mundo del Bosco, a las Babeles imaginarias de los pintores de lo fantástico, de los más alucinados ilustradores de tentaciones de santos, para hallar algo semejante a lo que estaba contemplando.» (p. 175)

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El paisaje escrito Esta transformación se efectúa mediante la percepción del mimetismo de la naturaleza. Percepción que se vuelve posible después del paso por una puerta vegetal con árboles marcados de una V demultiplicada, una bóveda natural que causa un desconcierto, la pérdida del sentido de la orientación, previa a una visión diferente de lo circundante y que corresponde a la entrada en la selva, pasado el descubrimiento del mundo mineral de la cordillera. La V, ve o uve que grafía vegetal remite a la percepción visual y cuyo significante repite al ver presente o al haber pretérito (hube). Emblema de la presencia de lo pasado en el presente, de la permanencia en el fluir del tiempo, del surgimiento de una realidad múltiple, del nacimiento a una nueva manera de percibir el mundo10 relacionada con el espejismo. La copia de la naturaleza por sí misma conlleva un movimiento de desvelo/ocultación de los elementos naturales que dejan de ser inmediatamente identificables para dar lugar a un tanteo del conocimiento que se traduce en la escritura misma del texto por el uso de formas de expresión como: la comparación, el empleo de «parecer... pero», la creación de palabras compuestas que buscan dar cuenta de una relación entre el parecer y el ser bajo el signo del perpetuo movimiento, de la transformación permanente, de la metamorfosis que hacen de este paisaje un espectáculo vivo: Lo que más me asombraba era el inacabable mimetismo de la naturaleza virgen. Aquí todo parecía otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad, poniendo muchas 10 «Al cabo de algún tiempo de navegación en aquel caño secreto, se producía un fenómeno parecido al que conocen los montañeses extraviados en las nieves: se perdía la noción de la verticalidad, dentro de una suerte de desorientación, de mareo de los ojos. No se sabía ya lo que era del árbol y lo que era del reflejo. No se sabía ya si la claridad venía de abajo o de arriba, si el techo era de agua, o el agua suelo; si las troneras abiertas en la hojarasca no eran pozos luminosos conseguidos en lo anegado. Como los maderos, los palos, las lianas, se reflejaban en ángulos abiertos o cerrados, se acababa por creer en pasos ilusorios, en salidas, corredores, orillas inexistentes. Con el trastorno de las apariencias, en esa sucesión de espejismos al alcance de la mano, crecía en mí una sensación de desconcierto, de extravío total, que resultaba indeciblemente angustiosa.» (p.164)

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verdades en entredicho. Los caimanes que acechaban en los bajos fondos de la selva anegada, inmóviles, con los fauces a la espera, parecían maderos podridos, vestidos de escaramujos; los bejucos parecían reptiles y las serpientes parecían lianas, cuando sus pieles no tenían nervaduras de maderas preciosas, ojos de ala de falena, escamas de ananá o anillas de coral; las plantas acuáticas se apretaban en alfombra tupida, escondiendo el agua que les corría debajo, fingiéndose vegetación de tierra muy firme: las cortezas caídas cobraban muy pronto una consistencia de laurel en salmuera, y los hongos eran como, coladas de cobre, como espolvoreos de azufre, junto a la falsedad de un camaleón demasiado rama, demasiado lapizlázuli, demasiado plomo estriado de un amarillo, intenso, simulación ahora, de salpicaduras de sol caídas a través de hojas que nunca dejaban pasar el sol entero. La selva era el mundo de la mentira, de la trampa y del falso semblante; allí todo era disfraz, estratagema, juego de apariencias y metamorfosis.11

La naturaleza de vista se da a ver: el paisaje está puesto en escena tanto como se pone por sí mismo en escena. El espectador ha de descodificar los elementos que surgen en un perpetuo fluir de imágenes inasibles. El texto vendrá a proponer calificativos reiterados como escenario, escenografía subrayando, aparentemente paradójicamente, el carácter auténtico del decorado. El libro se abre por lo demás sobre un escenario de teatro construido por el hombre que viene a oponerse al escenario natural. Por otra parte, y en otro nivel de la construcción textual, ha de subrayarse la organización de la descripción por momentos sucesivos, en tres tiempos: presentación de conjunto del paisaje, aproximación, irrumpir del movimiento que desemboca en la emergencia de otra imagen a semejanza de la construcción de una obra dramática. Lo que subraya además el inicio de un viaje precedido del estallar del trueno (tres golpes) y que se acaba por «telones que se cierran»12. 11 12

p. 169 p. 236

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Un paisaje que adquiere por fin lógicamente una especie de independencia: los elementos que lo constituyen parecen obrar por voluntad propia y los árboles trepan, aúllan, encanecen13, y hasta danzan: Así he descubierto de pronto, en un segundo fulgurante, que existe une Danza de los Árboles. No son todos los que conocen el secreto de bailar en el viento. Pero los que poseen la gracia, organizan rondas de hojas ligeras, de ramas, de retoños, en torno a su propio tronco estremecido. Y es todo un ritmo el que se crea en las frondas; ritmo ascendente e inquieto, con encrespamientos y retornos de olas, con blancas pausas, respiros, vencimientos, que se alborozan y son un torbellino, de repente, en una música prodigiosa de lo verde. Nada hay más hermoso que la danza de un macizo de bambúes en la brisa. Ninguna coreografía humana tiene la euritmia de una rama que se dibuja sobre el cielo.14

El paisaje nombrado Pasada la prueba del desconcierto de los sentidos, de la confusión de lo vegetal, la visión de los elementos del paisaje mineral «más allá de las imágenes», conduce a la percepción de lo elemental: los filos andinos, picachos, cierzos... se conciben desde ahora como Formas, arquitectura telúrica, geometría primera: [las Grandes Mesetas] Lavadas de su vestidura —cuando la tuvieron— por milenios de lluvias, son Formas de roca desnuda, reducidas a la grandiosa elementalidad de una geometría telúrica.15

«Cuando de ver se pasa a mirar»16 la revelación de la naturalezalibro, del poema-mundo surge: Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado. Un día los hombres descubrirán un p. 168 p. 214 15 p. 188 16 p. 213 13 14

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alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.17

La representación del espacio se encuentra desde entonces íntimamente ligada con preocupaciones estéticas, con la reflexión acerca de la escritura y de sus modalidades, que desemboca en la evocación de una «verbogénesis»18 ligada con la percepción visual: «Y cuando de ver se pasa a mirar, se encienden luces y todo cobra una voz»19. Mirar consistiría, pues, en leer y escuchar. Sin embargo, queda por insistir en las condiciones peculiares 20 que permiten al espectador-narrador llegar a este «estado límite» . El silencio y el aislamiento parecen imperativos para que la imagen pueda surgir, siempre en el amanecer para un narrador que parece, cual Sísifo, condenado a su tarea de nombrar las cosas, en un intento reiterado jamás satisfactorio. En Los pasos perdidos, el espacio concebido como paisaje es, de modo patente, objeto de una reflexión y de un elaborado trabajo de escritura. Los hombres parecen singularmente ausentes de este marco en el que no pueden aparecer antes de que la palabra lo funde. La preocupación por la identidad americana, el obsesivo motivo de la necesidad de volver a apropiarse del continente mediante un decir que comparten tantos escritores hispanoamericanos pasa en esta obra ante todo por un Descubrimiento del entorno natural desde el continente mismo.

Ibid p. 217 19 p. 213 20 A. Carpentier, El reino de este mundo (1949), «Prólogo», Calicanto editorial, Buenos Aires, 1977, p. 11. 17 18

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LE PAYSAGE À LA LETTRE

Le paysage à la lettre Françoise Chenet Université Grenoble III

Le paysage, littéralement… Qu’est-ce qu’un paysage littéraire ? Est-il nécessaire de le distinguer du simple paysage, celui qui court dans nos discours et dont notre société se saoule ? Fait de langage, il fait partie de ces «concepts» dont nous nous régalons, dit Valéry : La plupart des gens y voient par l’intellect bien plus souvent que par les yeux. Au lieu d’espaces colorés, ils prennent connaissance de concepts. Une forme cubique, blanchâtre, en hauteur, et trouée de reflets de vitres est immédiatement une maison pour eux : la Maison! Idée complexe, accord de qualités abstraites. […] Ils perçoivent plutôt selon un lexique que d’après leur rétine, ils approchent si mal les objets, ils connaissent si vaguement les plaisirs et les souffrances d’y voir, qu’ils ont inventé les beaux sites. Ils ignorent le reste. Mais là, ils se régalent d’un concept qui fourmille de mots. (Introduction à la méthode de Léonard de Vinci,)1

Cosa mentale, «vue de l’esprit», il devrait être forcément toujours in visu même lorsqu’il est appréhendé in situ, pour reprendre la distinction opératoire faite par Alain Roger qui fonde sur cette tautologie sa théorie

1 Valéry, Introduction à la méthode de Léonard de Vinci, Œuvres, t. 1, Gallimard, Pléiade, Paris, p.1165.

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de l’artialisation2. Toutefois, s’il n’est qu’un concept, il n’est ni in visu ni in situ. Sinon on ne comprendrait pas que les aveugles puissent avoir une idée du paysage au point de le photographier3. De même qu’on ne comprendrait pas pourquoi une bonne part de l’humanité qui avait pourtant de vastes étendues de territoire sous les yeux ait attendu qu’on les lui désigne comme sites remarquables pour s’y intéresser et s’esclaffer, à l’instar de Gargantua, «je trouve beau ce», avant de trouver le terme idoine : «paysage». C’est l’invention du mot bien plus que celle de la chose (si tant est que le paysage ait été «inventé» : la question reste ouverte) qui a créé l’objet de cette passion moderne pour cet «assemblage d’arbres, de montagnes, d’eaux et de maisons que nous appelons un paysage»4. Aussi est-ce le mot surtout qui est magique et donne envie d’y aller voir. Il cristallise les impressions diffuses produites par le spectacle d’un site, ou d’un tableau aussi bien que par la lecture d’une description de n’importe quel lieu. Le mot convoque la réalité quand il ne la crée pas. Pouvoir du nom, de pays entre autres, comme l’a magistralement illustré Proust. «Ils perçoivent plutôt selon un lexique que d’après leur rétine», disait Valéry. C’est bien pourquoi avant d’être in visu, le paysage est in littera, enchâssé à l’initiale du mot, lettrine pour tout dire. Car c’est bien là l’origine véritable du paysage, comme de la création : au commencement était le Verbe, lequel s’est fait graphe —une autre façon de se faire chair. Lucain commente ainsi dans La Pharsale, l’origine de l’alphabet : C’est de là que nous vient cet art ingénieux De peindre la parole et de parler aux yeux, Et par des traits divers de figures tracées, Donner de la couleur et du corps aux pensées.

2 Voir Alain Roger, « Le paysage occidental » dans Au-delà du paysage moderne, Le Débat n° 65, mai-août 1991, p. 14. 3 Voir Eugen Bavcar, Le voyeur absolu, Seuil, 1992. Photographe slovène qui a perdu la vue à 11 ans. Vit à Paris. Les photos lui servent de medium pour donner un contenu au «caractère trop intellectuel de [sa] perception» (p. 15). 4 Baudelaire, Salon de 1859, VII, Le Paysage, O.C., Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, t. II, Paris, p. 660.

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LE PAYSAGE À LA LETTRE

Bien avant d’occuper le fond d’un tableau, puis le devant, et de devenir un genre autonome en peinture, les premiers paysages sont dans les Bibles, les psautiers, les livres d’heures. C’est dans le manuscrit que la lettre historiée s’émancipe du reste du texte, voire de l’histoire qu’il raconte. Paul Zumthor retraçant l’histoire de la lettre dans les manuscrits médiévaux : Lettre-mère, identifiée au premier souffle du Verbe. Lettre en majesté, dont le tracé se stylise tantôt en motifs décoratifs, géométrie antérieure à toute signification dicible […]. Représentation intégrée de l’univers, décalage provoqué du registre de la création divine à celui de l’écriture ; à la limite on oublierait que la lettre est lettre : elle est l’univers.5

L’évolution du paysage en peinture ne sera que l’agrandissement de cette miniature profane qui distrait le regard et exerce un tel pouvoir de fascination que les austères cisterciens en condamneront l’usage jugé oiseux. Un paysage iconoclaste A ne considérer que l’origine picturale du paysage, on comprend pourquoi, en effet, le paysage littéraire a été longtemps soumis à la mimesis. Simple «effet de réel», sommé de produire les fameuses «illusions référentielles», il n’existait que dans un rapport métonymique, voire métaphorique, au tableau dont il est resté tributaire dans les catégories perceptives et esthétiques qu’il met en jeu. Il faudra attendre Rousseau, mais aussi Diderot dans ses Salons, pour que s’exprime une véritable sensibilité paysagère née du contact direct avec la nature et sans passer par la médiation du tableau. De nos jours, si le paysage s’est imposé en littérature et a diffusé dans tous les genres, y compris le roman policier, on notera que, malgré quelques titres, il ne réussit pas à se constituer en genre autonome à l’instar de la peinture. Il reste le plus

5 Henri Chpoin et Paul Zumthor, Les Riches heures de l’Alphabet, Editions traversière, 1992, p. 182.

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souvent un motif ou un thème. De ce point de vue, le poème serait plus proche du tableau dans la mesure où il peut être cadré et détaché de son contexte comme le démontre l’expérience des calligrammes, ainsi qu’on le verra. Mais c’est un cas limite qui élude le problème clé du continuum : les paysages en littérature sont protéiformes et fuyants et s’inscrivent dans la durée. Paysages palimpsestes, ils sont marqués par l’Histoire et le Temps. Il est donc difficile des les isoler. Paysages pluriels, ils peuvent cependant renvoyer à un paysage paradigmatique et absolu mais invisible. Le paysage en littérature n’est plus là pour rendre visible, mais pour rendre sensible l’invisible et le néant. La réalité qu’il cherche à saisir est ineffable. Puissance et triomphe de l’imaginaire sur le réel : le paysage littéraire n’est qu’un leurre et laisse d’autant plus à désirer qu’il se dérobe… L’espace construit et déconstruit simultanément par le poète explorant, émerveillé, les «mille combinaisons naturelles qui n’ont jamais été composées»6, est finalement déceptif. Ainsi se découvre cet invariant du paysage en littérature : il peint «non pas l’être mais le passage», pour paraphraser Montaigne, et ne se construit que chemin faisant, par l’action conjuguée de la marche et de l’écriture qui en prolonge sur la page l’allure capricante et rêveuse. On retrouve ipso facto l’origine commune de page et de paysage7. Qu’est-ce finalement que le paysage littéraire ? La réponse est toute simple, c’est un pays-page… Pays de papier, certes. Pays du par chemin…. Mais n’est-ce pas là retrouver l’autre origine du paysage, juridique cette fois : en allemand, landschaft traduisait regio8. En somme, le paysage, quand il se confond avec l’écriture, donne au pays ses papiers, c’est-à-dire sa légitimité, son identité mais aussi ses lettres de noblesse. Et de même que la page peut se détacher du livre, le paysage se détache du pays et se transporte à travers les âges, mémoire vive de l’humanité, inscrite dans les 6 L’Esprit nouveau et les Poètes (conférence du 26 novembre 1917), Œuvres en prose complètes, t. II, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, Paris, p. 949. 7 Pays (et donc paysage) et page dérivent du même verbe pango, pangere : borner, ficher, composer des œuvres littéraires. 8 Voir Catherine Franceschi, « Du mot Paysage et de ses équivalents », Les Enjeux du paysage, dir. Michel Collot, Bruxelles, Ousia, 1997, p.75.

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lettres et d’abord dans leurs formes. Sans doute est-ce là le mystère et la magie du paysage littéraire : le rêve d’une totale adéquation de l’espace et du texte. Il est aussi bien le texte de l’espace que l’espace d’un texte qui se dit paysage. Le paysage à la lettre ou l’escriptif : Hugo Dans son album du voyage de 1839, Hugo transforme l’espace en un gigantesque calligramme produit de l’alphabet naturel que dessinent le relief, la végétation, la faune, les astres ou l’homme et son habitat : Avez-vous remarqué combien l’Y est une lettre pittoresque qui a des significations sans nombre ? —L’arbre est un Y ; l’embranchement de deux routes est un Y ; le confluent de deux rivières est un Y ; une tête d’âne ou de bœuf est un Y ; un verre sur son pied est un Y ; un lys sur sa tige est un Y ; un suppliant qui lève le bras au ciel est un Y. Au reste cette observation peut s’étendre à tout ce qui constitue élémentairement l’écriture humaine. Tout ce qui est dans la langue démotique y a été versé par la langue hiératique. L’hiéroglyphe est la racine nécessaire du caractère. Toutes les lettres ont d’abord été des signes et tous les signes ont d’abord été des images. La société humaine, le monde, l’homme tout entier est dans l’alphabet. La maçonnerie, l’astronomie, la philosophie, toutes les sciences ont là leur point de départ, imperceptible, mais réel ; et cela doit être. L’alphabet est une source.9

Et, application pratique, ce délicieux poème imputé à Maglia, son double inédit en voyage : Maglia : NUIT, quel mot! Tout y est. Ce n’est pas un mot, c’est un paysage. N, c’est la montagne, V, c’est la vallée, I, c’est le clocher, T, c’est le gibet. Fosco : Et le point? Maglia : C’est la lune.10 9 Album du voyage de 1839, O.C/Voyages, p. 684. Texte abondamment cité : cf. Massin, La lettre et l’image, p. 87. 10 Portefeuille dramatique 1839-1843, Massin, t. VI, p. 1046.

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En apparence, il ne s’agit là que d’une simple «rêverie mimographique»11. Sauf à considérer qu’elle donne la clé de l’organisation spatiale et ésotérique de son œuvre comme Péguy en a l’intuition à propos de Jérimadeth dans Booz endormi : Il faut lui rendre cette justice, non seulement à Jérimadeth mais à Hugo, que de tous les noms hébreux qui se présentaient […], il n’y en avait certainement aucun qui rendît à ce point, par sa forme même, par son énoncé, et aussi par sa phonétique, si je puis dire ; par sa configuration, surtout par sa graphie, qui était une vraie géo-graphie ; cette h notamment qu’il y avait à la fin, les deux jambages, les deux tours de Notre-Dame, et qui, déjà inauguraient si solennellement le nom même de Hugo12.

Clé magique qui, ouvrant sur la genèse du monde, le condense en fondant typographie et topographie. Hugo pose ici clairement le rapport lettre/image et paysage et fait de la lettre-figure une Imago mundi ou un orbis pictus. L’alphabet inclut une cosmographie et une géo-graphie. Les lettres ne sont plus de simples signes arbitraires et fonctionnels destinés à représenter des phonèmes quand elles se combinent, elles ont une identité propre, existent à l’état de nature et sont indépendantes les unes des autres même si elles se complètent et, s’épelant dans un ordre intangible, finissent par faire un système et une construction : Il se pourrait aussi que, pour quelques uns de ces constructeurs mystérieux des langues qui bâtissent les bases de la mémoire humaine et que la mémoire humaine oublie, l’A, l’E, l’F, l’H, l’I, le K, l’L, l’M, l’N, le T, le V, l’Y, l’X et le Z ne fussent autre chose que les membrures diverses de la charpente du temple.

La lettre-figure, pictogramme ou idéogramme, est un hiéroglyphe qui paradoxalement allie la matérialité la plus éclatante de la lettre à son idéalité, ce qui en fait un symbole réversible. Si l’arbre est un Y, le Y est un arbre. Il y a adéquation totale entre la forme et le fond et le monde y prend une rationalité, une logique qui est celle précisément d’un langage construit sur le modèle géométrique de ces lettres-figures, généreusement Voir G. Genette, Mimologiques, p. 336. Ch. Péguy, Victor-Marie, Comte Hugo, Œuvres en prose, Gallimard, Pléiade, Paris, 1957, p. 727. 11 12

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fournies par la nature. Inversement, ces lettres révèlent la structure du monde13. Au demeurant, le nombre d’images induites par les lettres est illimité14 et ouvre le texte sur l’infini. C’est en ce sens que l’alphabet a rapport avec Dieu et dessine ce «champ des possibles» invoqué par le poète et emblème d’une poïesis confondue avec une hermèneia. Cette dimension ontologique de la lettre qui se prend pour l’Etre est au fondement d’une esthétique qui résout le délicat problème de la description. Pour savoir si un lieu est représentable, il suffit d’en chercher la figure dans les lettres de l’alphabet et donc de l’écrire. Passage du descriptif à l’escriptif, d’autant plus aisé qu’un alphabet même brouillé reste un alphabet et donne à penser, c’est-à-dire à lire et à déchiffrer. Un paysage interrogatif : les calligrammes d’Apollinaire Autre texte fondateur : le calligramme Paysage d’Apollinaire. Avec les remarques : c’est le premier des vrais calligrammes dans l’ordre du recueil. C’est le seul poème d’Apollinaire à s’intituler Paysage (l’occurrence du mot est rare dans son œuvre poétique). Il s’avoue d’emblée construction 13 Ce n’est pas un hasard si Leucippe et Démocrite pensent l’organisation atomiste du monde sur le modèle des lettres A et N dont les segments, comparés aux atomes, sont identiques mais donnent cependant des lettres différentes suivant leur figure rythmique, leur ordre, leur position et leur grandeur. [Voir Léon Robin, La pensée grecque et les origines de l’esprit scientifique, Albin Michel, « L’évolution de l’humanité », Paris, 1963, p. 138. Jean-François Lyotard commente : «Les traits pertinents retenus par Leucippe et Démocrite semblent supposer un espace de référence qui de fait n’est pas celui du texte, mais celui du monde. Au moment où l’on veut faire du monde un texte, on est tenté d’insinuer dans le texte un peu de monde.» [Discours, Figure, Editions Klincksieck, 1971, p. 213]. 14 Comme le montrent tous les alphabets figurés, à commencer par celui du Champ fleury de Geoffroy Tory. Et chez Hugo lui-même, les lettres peuvent avoir d’autres valeurs. Dans le reliquat de Dieu (vers 1857-1858), les significations sont plus métaphysiques et moins «pittoresques» : «Platon voit l’I sortir de l’air subtil ; / Messène emprunte l’M au bouclier du Mède ; / La grue offre en volant l’Y à Palamède ; / Entre les dents du chien Perse voit grincer l’R ; / Le Z à Prométhée apparaît dans l’éclair ; l’O, c’est l’éternité, serpent qui mord sa queue ; / L’S et l’F et le G sont dans la voûte bleue, / Des nuages confus gestes aériens ; / Querelle à ce sujet chez les grammairiens / D, c’est le triangle où Dieu pour Job se lève ; / Le T, croix sombre, effare Ezéchiel en rêve» (O.C., Massin, T. VI, p. 870-871).

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personnelle, assemblage arbitraire15, sans rapport, en dehors de l’arbrisseau, avec la verdure et la nature à quoi le commun assimile le paysage. Ironique et symbolique, il dessine une autre nature : le paysage est fait de mots, et de mots construits en forme de maison ou d’arbre ou de corps écartelé. « Le cigare qui fume » s’autodésigne et devient ainsi objet poétique. Il réalise exactement la définition qu’Apollinaire donne du calligramme : L’idéogramme est le principe même de l’écriture. […] Les figures de Rabelais et Panard sont inexpressives comme les autres dessins typographiques, tandis que les rapports qu’il y a entre les figures juxtaposées sont tout autant expressifs que les figures qui les composent.[…] Mes images ont la valeur d’un vers.16

L’expressivité est triple : elle est dans la typographie figurative, dans la liaison et, ipso facto, dans la composition. C’est pourquoi le calligramme par sa définition est un paysage17 quel qu’en soit le sujet. Il convient donc de faire de ce Paysage liminaire un paradigme. Il est l’application de la nouvelle esthétique que formulent et illustrent Les Fenêtres qui le précèdent. Il cristallise tous les problèmes du calligramme dans sa prétention à rivaliser avec la peinture, le tableau (d’où son titre qui est celui d’un tableau), tout en restant poème lié par la tradition au lyrisme —il s’agit d’idéogrammes lyriques—, c’est-à-dire au chant et à la musique. Comment, pour le lecteur, être à la fois, et dans un même mouvement, l’œil qui écoute et l’oreille qui voit ? Ce que tentera « Du coton dans les oreilles ». Le calligramme, tel que le conçoit Apollinaire est une forme de poésie totale, à la fois visuelle et sonore, spatiale mais autoréférentielle (contrairement aux textes qui décrivent ou évoquent un paysage censé exister géographiquement ou imaginairement), figurative et abstraite.

Voir la définition de Baudelaire du Salon de 1859, op. cit., p. 660. Lettre à Fagus, vers le 25 juillet 1914, cité par Cl Debon, p. 63. 17 C’est le sens de l’annonce le 17 juillet 1914, Paris-Midi, par Jean de l’Escritoire/A. Billy, de «poèmes-paysages» encore inédits. 15 16

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Dans cette perspective, ce qui frappe surtout dans Paysage c’est le point d’interrogation qui est censé mimer la fumée et prolonger le point du i, de telle sorte qu’il semble bien mettre le paysage en question (le titre et/ou le dessin). Plus troublant : ce point d’interrogation vagabonde dans les Calligrammes et se retrouve dans « Voyage » pour mimer la fumée du train. Il est au faîte du jet d’eau dans « La colombe poignardée et le jet d’eau ». On le retrouve dans « Du coton dans les oreilles », isolé, sans valeur syntaxique puisqu’aucune phrase n’est à la forme interrogative (vs « le jet d’eau » où, cependant, il précède et non suit « Où sont Raynal Billy Dalize »). On sait par ailleurs qu’il n’y a pas de signes de ponctuation dans les poèmes d’Apollinaire. On peut en déduire que le « ? » détaché, isolé comme beaucoup d’autres lettres, reprend sa pleine force de lettre-figure/ figurative dé-grammaticalisée. Mais aussi qu’il porte sur l’ensemble du calligramme en tant que tel, c’est-à-dire sur le dessein/dessin, lui-même qui serait une impasse. La lettre comme paysage potentiel : Claudel Dans Jules ou l’homme-aux-deux-cravate, Paul Claudel ne fait pas de différence entre le poète et le jardinier, tous deux humbles serviteurs d’une nature pensante et dont il suffit de se faire l’exégète. Impliquant la maîtrise d’un « art poétique », le jardin comme le poème sont deux voies d’accès « au mystère des intentions » de la nature : Je parle d’un poème qui s’obtiendrait par une espèce de décantation, de soutirage du site. Rien qu’un petit mot de temps en temps qui fasse que ces îles n’aient plus assise sur la mer mais sur une espèce de matière radieuse et de vide intellectuel. Il est vrai, le jardin est avant tout la conscience du site, tout pareil à cette flaque inexplorée de lumière liquide que Dieu a mise au fond de nous-mêmes, cette chose par laquelle il se sait et se connaît luimême à la fois dans son ensemble et dans ses parties. […] Le Poète.– Ils [Les monuments naturels] consacrent le caractère exceptionnel de ce site où l’homme est venu au secours des intentions latentes du relief, une sorte d’explication informe.

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Le Poète.– Comme je participe à cet art poétique de la nature je suis admis au mystère de ses intentions.18

C’est dans Cent phrases pour éventails que se formule le plus nettement cette latence paysagère de la lettre. Voir la préface : Ne suis-je pas, moi aussi, un spécialiste de la lettre ? […] quel idéogramme plus parfait que cœur, œil, etc.

Claudel retrouve les origines du M. Comparer à Hugo. La lettre est en quelque sorte effigie de son sens. On pourrait faire la même démonstration pour le X ou le Z, toutes lettres-paysages. Analyse de quelques poèmes/idéogrammes —> calligramme : Fenêtre qui simule par la disposition typographique une fenêtre au cœur du texte ; Hercule/Hespérides où le H combiné au mythe d’Hercule se transforme en idéogramme chinois. - Ensemble de Creuse ce jardin/ J’ai respiré le paysage/Une vapeur d’or = paysage est non seulement dans la lettre g mais aussi dans l’odeur et dans l’air = r détaché de vapeur d’or. On constate le même jeu que dans les calligrammes d’Apollinaire avec les coupures des mots et les lettres redistribuées dans l’espace de la page vs la syntaxe et nos habitudes graphiques. Tout cela contribue au dépaysement du mot, correspondant à la délocalisation chez Apollinaire et à cette autoréférentialité caractéristique de la lettre figurative. On retrouve donc l’essence de l’idéogramme, idée, symbole, à mi-chemin entre l’abstraction et la figure. Il s’agit cependant d’une expérience limite : le nombre des calligrammes est relativement limité. Apollinaire ainsi que ses successeurs évolue vers une poésie plus complexe où les lettres figuratives, les variations picturales de la typographie, se conjuguent avec des textes plus classiques. L’apport le plus intéressant est sans doute la prise de conscience du blanc comme espace signifiant, ce qui renvoie à la fois à la musique et à la peinture. Mais déjà Mallarmé…

18 L’oiseau noir dans le soleil levant, « Jules ou l’homme-aux-deux-cravates », Poésie/ Gallimard, pp. 277-288.

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Poèmes à voir de Tardieu Ils s’inscrivent dans la tradition des Calligrammes d’Apollinaire (voir Préface). Ils ont l’avantage d’être pour la plupart explicitement des Paysages. Enfin ils affirment une autre identité, cette fois avec le théâtre. Ils permettent également de souligner l’importance du corps dans l’écriture : « saveur tactile et ductile du texte ». Le paysage calligramme est aussi dans la signature, le graphe/griphe du poète qui laisse ainsi son empreinte sur la création (cf. Hugo). Mais si l’on retrouve la même structure éclatée et fragmentée (cf. Préface), la même liberté apparente d’un sens qui n’est pas donné d’avance mais à chercher à tâtons, il n’y a pas l’émiettement des lettres, les problèmes de lecture dans tous les sens : les calligrammes sont ordonnés en « parterres » de signes et font penser plutôt à un jardin. Clôture des mots et des ensembles dans la globalité du tableau. - Reflets sur le lac de garde : spécularité délibérée pourrait être celle de l’ensemble. Aucune ironie. Ou alors les référer au « mensonge » du Paysage dans La part de l’ombre (p. 36). Il faudrait analyser dans cette perspective la problématique spéculaire de Miroir (p. 200) et de Lieu de Passage (p.201) = traversée du miroir et des apparences ? = Paysage diurne Significativement, le dernier de la série est Esquisse de la Vie et de la mort. Cet ensemble permet une réflexion sur le paysage comme vanité et comme leurre, lequel est celui des mots pour le dire. —> Les portes de toile = Illisibilité de l’écriture qui ne renvoie qu’au poète dans un rapport intime et secret avec le monde. Incommunicable. Les apories de la lettre-paysage Elle établit un rapport tautologique avec le monde. Spécularité. Mais le Monde qu’elle reflète reste mystérieux. On n’a plus le code.

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Sens problématique de la lecture analogue à celle du Monde. La lecture est quête d’un sens que mime par exemple, dans Orion aveugle, l’entrelacs labyrinthique de Claude Simon dont il fait sa signature. Ajoutons le problème de la clôture qui fait du texte, inscrit dans une page, un tableau, bordé, cadré, fini. De ce fait, c’est la peinture qui reste le modèle et on en revient à la rivalité entre poésie et peinture pour exprimer le monde, rivalité soulignée par le ut pictura poesis d’Horace qui, même inversé en un ut pictura poesis, ne change pas l’ambition mimétique qui fait du paysage, littéraire ou iconique, une copie de la réalité. Lettres et calligrammes ressortissent à une esthétique du visuel et de l’icône : doivent se lire comme un tableau (point de vue, perspective, distance : taille des caractères, etc.). L’écriture qui fonde la littérature (assemblage de lettres) est mieux appropriée pour rendre le mouvement et suggérer une création en continu et par essence inachevée puisque soumise aux lois de l’entropie et du temps qui passe. Si le lecteur refait le geste du poète et lui emboîte le pas, c’est sans fin et sans fond. Au mieux, il s’y « abyme » avec le texte, pris par le vertige de Narcisse devant son image infiniment reflétée. Voir le A de Leiris. La lettre, « effigie de son sens », ne renvoie qu’à elle-même et tend au cryptogramme. Sa visibilité la rend illisible. Jeu de cache-cache du montrer-cacher, principe de l’esthétique. Elle tend à la carte ancienne et figurée. Jeu de piste, chasse au trésor, toponymes, graphies archaïques, etc. Fascination qui est celle de l’enfant « amoureux de cartes et d’estampes » parce qu’elles le font rêver. Finalement, la lettre-paysage et ses variations est jeu assez gratuit dont on a vite épuisé l’intérêt. Pour conclure, on constate que les diverses tentatives de faire de la lettre un paysage ou du paysage une lettre sont toutes des expériences limites de l’écriture et du moi. Le paysage calligramme s’y fait surtout signature, graphe, griphe du poète, empreinte parfois illisible qu’il laisse sur le réel et non l’inverse : expression, révélation du secret de la création. Elle établit un rapport tautologique avec le monde. Mais le Monde

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qu’elle reflète —singe— reste mystérieux. L’écriture ne renvoie qu’au poète dans un rapport intime et secret avec le monde, incommunicable. C’est finalement sur un vide terrifiant qu’ouvre le rêve de résumer dans une lettre microcosmique la création. L’espace est un doute : il me faut sans cesse le marquer, le désigner ; il n’est jamais à moi, il ne m’est jamais donné, il faut que j’en fasse la conquête. […] L’espace fond comme le sable coule entre les doigts. Le temps l’emporte et ne m’en laisse que des lambeaux informes : Ecrire : essayer méticuleusement de retenir quelque chose : arracher quelques bribes précises au vide qui se creuse, laisser, quelque part, un sillon, une trace, une marque ou quelques signes. G. Pérec : Espèces d’espaces, Denoël/ Gonthier, «Médiations», 1974, p. 99.

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La belleza del paisaje frugal en la poesía de Ted Hughes Carmelo Medina Casado Universidad de Jaén

Podemos considerar a Ted Hughes como el más célebre de un grupo de poetas que ha desarrollado su obra en el Reino Unido a partir de finales de los años sesenta y durante las décadas siguientes del pasado siglo; en el contexto de la poesía inglesa del siglo XX, la crítica los conoce mayoritariamente con el apelativo de «Rebeldes». Hughes y los poetas integrados en esta denominación abogan por una poesía llena de fuerza, escrita con un estilo directo y sobrio, aunque pueda resultar tosco con frecuencia. Están en contra de la realización de una poesía que muestre básicamente una actitud amable, gentil y un tanto dulcificada del mundo que nos rodea. Esta faceta, que el conocido crítico y poeta inglés Alfred Alvarez consideraba como la maldición inglesa, en parte, se había identificado la poesía realizada por los poetas del también grupo inglés de los años cincuenta denominado «Movimiento». En su influyente estudio «The New Poetry or Beyond the Gentility Principle», publicado como introducción a su conocida antología The New Poetry, 1962, en la que se ofrece un recorrido por la poesía inglesa del siglo XX —en 1966 volvería a publicarse una nueva edición renovada y ampliada—, Alvarez se muestra favorable a un tipo de poesía experimental en la que se manifestarán estados emocionales extremos. El citado estudio concluye afirmando que en Inglaterra existe talento suficiente como para llevar a cabo la creación poética de este tipo pero, en su opinión, lo que llegara a conseguirse en este campo, «depende no de maquinaciones de ningún

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tinglado literario sino del grado al cual los poetas pueden permanecer inmunes a la enfermedad que tan frecuente se encuentra en la cultura inglesa: la cortesía». Relacionado con esta idea del poeta no conflictivo, socialmente asimilado, nos viene a la mente el conocido estudio de Jean Paul Sartre Qu’est-ce que la littérature?, 1947, en el que trata de definir el papel del intelectual y del escritor ante la situación de crisis del lenguaje que había sido motivada por la II Guerra Mundial, y se refiere al surgimiento de una tercera generación de escritores en la literatura del siglo XX. Sartre afirma en el citado estudio que el escritor tiene la responsabilidad intelectual fundamental y revolucionaria en la recuperación de la palabra, en poder recrear un significado que había sido dañado por la manipulación a la que se había visto sometida durante la Guerra por los protagonistas de uno y otro bando.1 Significado que Sartre basaba en un existencialismo con compromiso marxista. En este artículo nos interesa destacar el párrafo en el que se hace una célebre salvedad a la idea anterior para referirse a los escritores ingleses, a los que exceptuaba porque, en su opinión, «vivían en una sociedad que nunca había considerado al escritor como intelectual». Como el resto de los poetas del grupo denominado Rebeldes, Peter Redgrove, Jon Silkin, Alan Sillitoe, Thomson Gunn, y Peter Reading, Hughes consideraba la violencia como un principio universal que opera en la sociedad y en la voluntad humana, y que encuentra un claro referente en el reino animal. Para ellos, lo que realmente perdura en la poesía no es la enfermedad o la melancolía narcisista, sino la fuerza, la salud y la energía, una poesía en la que se distinga el auténtico sufrimiento del poeta del narcisismo o de la autocompasión. En definitiva, la poesía es entendida como un ejercicio de violencia, en la que uno de los criterios

1 El tema de la manipulación del lenguaje ha sido tratado con agudeza y eficacia por George Orwell (1984; Animal Farm; Homenaje a Cataluña). Es conocida su descripción de un nuevo lenguaje resultado de la manipulación del inglés, el «Ingsoc» (English Socialism), en el que las palabras tienen un doble significado.

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aceptable en su contenido es el extremismo y la ruptura emocional con el entorno, incluida la física. Ted Hughes, 1930-1998, cuyo nombre completo era Edward James Hughes, nació en el pueblo de Mytholmroyd, situado en un estrecho valle de los montes Apeninos en el condado de Yorkshire, un lugar donde el paisaje urbano estaba dominado por las fábricas y chimeneas de la industria predominantemente textil de la zona. Durante su infancia Hughes conoció el resultado de la depresión económica de los años treinta y el abandono en que quedaron la mayoría de estas fábricas, fruto de la revolución industrial del siglo XIX. Paisaje urbano que reflejará en la temática y en las descripciones que plasma en su poesía. Su padre, William Henry Hughes, era carpintero y fue uno de los diecisiete soldados de todo un regimiento, el de Fusileros de Lancashire, que sobrevivieron en la célebre batalla de Gallipoli durante la Primera Guerra Mundial. Regentaría una tienda de periódicos a la que su hijo acudía a leer, fomentando su pasión por la lectura. A su madre, Edith, le gustaba leer poesía y, en particular, la del poeta romántico Wordsworth. Según propia confesión de Hughes, durante sus estudios en la escuela primaria no trabajó mucho; sin embargo, consiguió con facilidad proseguirlos en Mexborough Grammar School, donde comenzó a interesarse por los animales y la vida al aire libre en contacto con la naturaleza. Sus estudios superiores fueron en la Universidad de Cambridge, en arqueología y antropología; allí conoció a la poetisa de origen americano Sylvia Plath, con la que contrajo matrimonio. Ambos decidieron marcharse a América, donde permanecerían durante tres años trabajando como profesores2. A su regreso a Inglaterra, como muestra de reconocimiento a su prestigio como poeta, se le propuso el nombramiento

2 Sylvia Plath, 1932-1963, nació en Boston, Massachussets. De su matrimonio tuvo dos hijos. Su carrera poética fue breve e intensa, también escribió una novela autobiográfica, The Bell Jar. En los meses que transcurrieron entre su separación matrimonial y su muerte por suicidio escribió cuarenta agudos y desgarradores poemas, cuya publicación póstuma hizo de ella un referente de la poesía feminista.

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de Poeta Laureado, a la muerte de John Betjeman3, puesto al que accedió después de su rechazo inicial, y para el que fue nombrado en 1984. El título de Poeta Laureado es un nombramiento honorífico típico inglés, que viene de siglos atrás, es vitalicio y sólo puede ostentarlo un poeta; se trata del poeta oficial, que es nombrado por la reina a propuesta del Primer Ministro. En Estados Unidos este título comenzó a otorgarse a partir de 1985; lo designa el Senado y es remunerado. La esposa de Betjeman, Penélope Chestwood, recorrió sola a lomos de una mula, en 1961, estos maravillosos parajes de Mágina4, emulando a otros grandes viajeros y autores de libros de viajes ingleses del siglo XIX, como Richard Ford, cuyo libro Gatherings from Spain, de 1846, le acompañaba formando parte de su exiguo equipaje. Visitó entre otros muchos lugares de Mágina, el Santuario de Cuadros, situando entre los pueblos de Bedmar y Albanchez, del que fijó su fundación en 1616 y del que dijo que era la ermita más bonita que había visto en Andalucía. Escribe sobre su entorno, que ella describe de forma grandilocuente, refiriéndose a torrentes que bajan de la montaña, barrancos espectaculares y, en general, a un paisaje que compara con los mejores descritos en los cuentos de hadas de los hermanos alemanes Grimm (Jacob Ludwing, 1785-1863 y Wilhelm Carl, 1786-1859). Sus experiencias las dejó escritas en un libro, Two Middle Age Ladies in Andalucía, 19655. Integrado en el paisaje duro de su tierra, Hughes escribió frecuentemente sobre temas relacionados con la vida animal, sobre las violentas fuerzas de la naturaleza, la energía no controlada y lo que él llama «la guerra entre la vitalidad y la muerte». Creía en la eficacia de la 3 John Betjeman, 1906-1984, experto en arte victoriano y poeta de estilo convencional que atrajo a su poesía numerosos lectores en el R. U. Desde su puesto de Poeta Laureado consiguió revalorizar socialmente la poesía y la figura del poeta. Tiene varios poemas sobre el paisaje inglés tradicional muy celebrados. 4 El origen de este artículo son las «Jornadas de Mágina: Poesía y Literatura», celebradas en octubre de 2003, en pleno corazón del Paraje Natural de Sierra Mágina, muy cerca del Santuario de Cuadros y del paisaje descrito por Chestwood. 5 Un artículo sobre este libro fue realizado por el mismo autor con el título «Viajeros ingleses en Andalucía: una visita a lomos de yegua por los pueblos de Mágina», Sumután, 1999, nº11, págs. 387-402.

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violencia; para él poder y violencia van juntos, y sentía fascinación por la violencia de cualquier tipo, en el amor y en el odio, en la selva y en el desierto, o en cualquier otra situación. Su conocido poema «Lucio» está inspirado en una experiencia de canibalismo entre animales que tuvo lugar durante su época escolar, cuando en una pequeña pecera del colegio puso tres pequeños lucios a los que alimentaba; después de un período de vacaciones, a la vuelta, vio que los tres habían quedado reducidos a sólo uno. En contra de la temática social predominante en los poetas ingleses de los años treinta y posteriores, como el grupo de Oxford, no cree que haya causa por la que merezca la pena luchar. Se presenta como un místico conservador e irracional para quien nada de lo que haga el hombre puede hacer cambiar el mundo, contradiciendo así la tesis de la poesía socialmente comprometida por la que abogó el grupo anteriormente mencionado. Era escéptico respecto a la posible solución de los problemas de la gente de la forma que plantean los diferentes posicionamientos políticos. Describió al socialismo como «la gran cooperativa de mutuo parasitismo no competitivo», que intenta abatir ese «circuito elemental de poder del universo», y que regularmente conduce a la gente a la miseria, la enfermedad y la muerte. Hughes se ilustró en la literatura ritual, las culturas antiguas y en estudios sociológicos de las sociedades primitivas. Puede afirmarse que su violencia refleja esa parte de nuestra cultura por la cual uno siente un rechazo tan visceral que no encuentra otra forma más directa de expresarlo. Se le ha considerado como el continuador del vitalismo romántico de Dylan Thomas y un vivo contraste con la actitud introspectiva y afable de Philip Larkin, máximo exponente del citado grupo «Movimiento». Sus poemas resaltan la falta de compasión y la violencia de las fuerzas de la naturaleza y para ello suele utilizar a los animales con un contenido simbólico que pueda parangonar el destino de los humanos. A veces se trata de animales que imponen su fuerza entre las demás especies; en otros casos son animales que sólo tratan de sobrevivir.

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El paisaje en el que se enmarcan sus poemas sobre animales y naturaleza es inhóspito, con condiciones meteorológicas extremas, casi sin vegetación. Como ya se ha apuntado, es el paisaje de Yorkshire, situado al norte de Inglaterra, dominado por una cadena montañosa de montes bajos, los Apeninos (Pennine moorland). Es la zona conocida como los «moors» (páramos), una combinación de tierras altas con pequeños valles, desolados de vegetación, cuyo color predominante es pardo oscuro, que cruzan algunos ríos que tuvieron un papel importante en el desarrollo industrial de la segunda mitad del siglo XIX. Muy cerca de donde Hughes nació está la casa en la que vivieron las hermanas Brontës, que con tanta fuerza reflejan en sus novelas el paisaje de los «moors», al que dan un protagonismo especial en las mismas. Vamos a comenzar con una serie de poemas dedicados a los animales, que completan de la mejor forma posible el paisaje frugal de Hughes, para continuar con los poemas en los que describe directamente el entorno natural y terminar con el paisaje urbano. Su pasión por los animales comenzó desde niño cuando, al cumplir cuatro años, recibió como regalo un libro con fotografías sobre animales, que fomentó su interés por coleccionar pequeñas especies y jugar con ellas. En el primer poema que escribió sobre animales, según el propio Hughes, el conocido poema «The Thought-Fox», compara el comportamiento del pensamiento humano con el de un zorro que aguarda en la cabeza del poeta antes de comenzar a escribir. El zorro simbolizaría la facultad creativa del artista. He aquí la primera y la última de sus seis estrofas: Imagino el bosque en este momento de medianoche: algo más está vivo además de la soledad del reloj y esta página en blanco donde mis dedos se mueven. // Hasta que con un súbito, cálido y agudo hedor de zorro entra en el oscuro agujero de la cabeza. La ventana está todavía sin estrellas; el reloj hace tic-tac, la página esta escrita.6 6 La traducción de este poema, así como el resto de traducciones de los poemas de Hughes que se ofrecen a continuación han sido realizadas por el autor de este artículo.

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En sus primeros volúmenes de poesía, El halcón en la lluvia, 1957, y Lupercal, 1960, podemos apreciar descripciones admirables de los animales. En ellos crea unos seres que expresan la presencia del mundo animal y la relación entre el hombre y la naturaleza. El halcón que aparece en «Hawk Roosting» («Halcón avizor»), en Lupercal, se ha interpretado como un pájaro fascista, imagen del político sin escrúpulos o de un dictador genocida, aunque Hughes afirma que lo que quiere representar es simplemente la naturaleza, una naturaleza diabólica. La descripción del pájaro se realiza desde la propia mente del ave, en un monólogo que muestra una actitud arrogante sin espacio para la compasión, dueño y dominador del mundo desde la altura: ¡La fortuna de los altos árboles! la flotabilidad del aire y los rayos del sol están a mi servicio; y el rostro de la tierra encumbrado para mi inspección.

No es la violencia sino la visión del mundo interior del hombre moderno y su nihilismo lo que se aprecia en sus poemas sobre el cuervo. Podemos afirmar que es la falta de una explicación religiosa en la que creer la que lleva al hombre a una existencia en la que trata de sobrevivir y en la que el dolor y lo perverso se imponen a cualquier tipo de redención. Para Hughes, el sentido de fracaso de nuestra sociedad es incuestionable; así lo señalaba en una entrevista al referirse a la gente que se sienta frente a la televisión, como anestesiada y distante, mientras observa «torturas perpetuas y ejecuciones». Afirma que dejó al halcón y eligió al cuervo por una cuestión de estilo, que quería escribir canciones que el cuervo pudiese interpretar, sin música y con un lenguaje horrible que dejase de lado cualquier otra consideración excepto el mensaje que quería transmitir. En cierto modo, añade, el cuervo es como la mayoría de nosotros que involuntariamente dirige su agresión contra lo que más quiere unir dentro y fuera de él. En uno de los poemas que comienzan el conjunto de los dedicados al cuervo, «Lineage» («Linaje»), invierte la tradición bíblica de considerar a la palabra como el origen del mundo, por el dolor simbolizado en un grito:

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Al comienzo fue el grito que engendró la Sangre que engendró el Ojo que engendró el Temor.

Y así continúa el poema situando en último término al hombre como creador de toda la creación y del propio Dios como un intento de aliviar su sufrimiento. Diferente a la actitud mostrada en Cuervo, 1970, es la que expone en su volumen Gaudete, 1977, que, aunque es de fácil lectura, no lo es en la comprensión de su significado global. Se ha presentado como el contrapunto de lo que representa el volumen anterior, y se aconseja que ambos sean leídos juntos. Se trata de un extenso poema narrativo que en su nivel simbólico se refiere al divorcio entre el hombre y su vida interior, y a la necesidad del hombre de comunicarse con su mundo íntimo para escuchar las primitivas energías de los instintos y los sentimientos, recuperándolos para restaurar la antigua unidad de sentimientos, pensamiento y acción, y para establecer así una nueva unidad. En el poema «Wind» («Viento»), situado en el entorno sobrio que refleja el paisaje de los moors, se describe la fuerza de la naturaleza desencadenada por el viento. He aquí las dos primeras estrofas de las seis de que consta el poema: Esta casa ha estado fuera en el mar toda la noche, los bosques chocando en la oscuridad, las colinas retumbantes, los vientos poniendo los campos en estampida bajo la ventana luchando en la oscura y ciega humedad, // hasta que amaneció; entonces bajo el cielo anaranjado las colinas mostraban nuevas perspectivas y el viento revelaba una luz penetrante, un negro resplandeciente y esmeralda que se retorcía como la mirada de un demente.

En el poema «Thistles» («Cardos»), símbolo de la flor salvaje que crece en lugares inhóspitos y cuya belleza está en la combinación de su forma, el cromatismo de sus colores y sus hojas punzantes —como es sabido, esta flor es el símbolo nacional de Escocia— Hughes traza en el poema un canto al heroísmo. Una virtud que en este caso simboliza

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con una flor en lugar de un animal que, a pesar de vicisitudes naturales, siempre florecerá desafiante en la naturaleza, como en primavera lo hacen las flores. Se ofrece la primera y última estrofa de tres versos cada una: Contra las lenguas de goma de las vacas y las manos de azada de los hombres los cardos se clavan en el aire del verano y crujen abiertos bajo una presión azul oscura. […] Ellos crecen grises como hombres. Cortados, es una lucha continua. Sus retoños aparecerán tenaces con armas, contraatacando en el mismo lugar.

«Full Moon and Little Frieda» («Luna llena y la pequeña F.») es un breve poema dedicado a su hija y que se sitúa en un entorno natural, un paisaje del que se nos ofrecen hermosas descripciones del entorno y de animales que se desplazan ante el regocijo de la pequeña. Se ofrece la parte final del poema, que esta constituido por once versos, algunos de gran extensión: Las vacas vuelven a casa por el sendero, rizando los setos con su cálido espiral de aliento— un río oscuro de sangre, muchas rocas erosionadas, balanceando la leche no derramada. ‘¡Luna!’, gritaste repentinamente, ‘¡Luna!, ¡Luna!’ La luna ha retrocedido como un artista mirando fascinado una obra que le apunta hacia su asombro.

«Sheep» («Oveja») es un bello y delicado poema sobre la oveja, que en parte contradice la visión de Hughes como poeta que sólo presenta los aspectos más violentos de la naturaleza física o animal. En el poema aparece alguna palabra dialectal de su tierra y el paisaje de los moors. Sin división en estrofas, con cincuenta y un versos, se ofrecen los cuatro iniciales y los seis últimos; el resto de la historia que nos cuenta el poema describe los sentimientos casi humanos de la oveja y sus reflexiones sobre su corderito: La oveja ha parado de llorar. Toda la mañana, en su barracón de tela metálica en el pasto, ha estado llorando

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por su cordero desaparecido. Ayer ellos vinieron. […] El murió, con la amarillenta mucosidad de nacimiento. Todavía con su cárdigan. No sobrevivió una cálida noche de verano. Ahora su madre ha comenzado a llorar de nuevo. El viento es oceánico en los olmos y todo está florecido.

«Two photographs of top Withens» («Dos fotografías en lo alto de Withens») es un poema descriptivo de una casa semi-abandonada, situada en el marco de los moors, en una especie de llanura formada en lo alto de la meseta que nos recuerda a las hermanas Brontës. El contexto inmediato del poema son unas fotografías tomadas por él, que le llevan a reflexionar sobre su posible rehabilitación, mientras conversa con un tío suyo con quien va considerando sus problemas y ventajas, a lo largo de las once estrofas de tres versos. He aquí sus siete primeras estrofas: La casa está bastante arruinada en mis fotografías. Pero la mayoría de las tejas están en su sitio. Tú mantenías tu sonrisa, junto a uno de los sicamoros. // Subimos desde Stanbury. Y atravesando todas las hojas de un libro feroz para tocar Wuthering Heights [Cumbres borrascosas] – un nido de suciedad. // Mi tío arrugó su nariz ante algo desagradable. El sueño de Emily [Brönte] ha volado. // Pero sonreíste en las ramas —todavía en tus años veinte, el oído levantado para las grandes ocasiones. «¡Podíamos comprar esta casa y rehabilitarla!» // Excepto, desde luego, excepto, los segundos pensamientos, puede ser, excepto por el vacío horror de los moors— // Loco brezno y hierba arrastrada por el loco y vacío viento que ha petrificado o se ha llevado // todo excepto las piedras. Las piedras están a salvo, al ser piedras. Incluso en el espiritu del lugar, como el de Emily, // oculto detrás de la piedra.

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«Two trees at top Withens» («Dos árboles en lo alto de Withens»), como el anterior, está situado en un promontorio desde el que se domina el desolado páramo típico de esta parte de Inglaterra. Los dos árboles que se aprecian en el primer plano, dos sicamoros, completamente desprovistos de hojas, y el brezo, que aparece esparcido de forma irregular en el paisaje, son toda la vegetación que aparece. La figura humana, el perro y alguna oveja dan una dimensión real a un paisaje que parece extraído de un lugar maldito. Hughes lo describe con precisión y encuentra un responsable de esa desolación, ante la indefensión e indiferencia del pastor, que sobrevive en este entorno terrible. El poema consta de cuatro estrofas de tres versos: Abierto a la gran luz pastores al aire libre juegan con el junco de la desolación. // Arrastrados del fuego de la chimenea se levantan y se tambalean hacia algún lugar. Fue Dios, ellos lo saben. // Ahora las colinas los llevan en sus visiones desde un vacío a un vacío más brillante con música y con silencio. // La gente asustada mira con cabezas de cordero y continúan comiendo.

El paisaje urbano de esta tierra está dominado por el urbanismo surgido alrededor de las fábricas; la mayoría de ellas son telares, en los que las chimeneas se entremezclan con las casas de ladrillo rojo oscuro y tejados de pizarra, y que cuando se escribieron estos poemas mostraban la decadencia de una zona que desde la crisis económica de los años treinta se esforzaba por sobrevivir a su destino. Hughes lo describe en su poema «Hill-Stone was content» («La colina de piedra estaba contenta»). Es un texto corto, con estrofas de diferente número de versos. He aquí el final del mismo, que se refiere a los trabajadores de esta zona: Y dentro de las fábricas seres humanos con cuerpos que van y vienen, que permanecen en posición, fijos como piedras temblando en el canto [ruido] de los telares. //

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Ellos también están acorralados, petrificados // en sus largos, oscuros, diminutos lugares contra la paciencia de la guerrillera del agua suave de la colina.

El movimiento religioso «Charlista», de los metodistas protestantes, de finales del siglo XVII, que abogaba por un régimen de vida estricto, en el que el factor trabajo era un condicionante de gran importancia, tuvo gran repercusión en esta zona. Aquí fue donde surgió y al final del siglo XVIII predicó en el cercano púlpito de Haworth, donde vivirían más tarde las Brontës, uno de sus máximos representantes, Parson Grimshaw. La familia Hughes solía ir cada domingo, cuando Ted era niño, a la iglesia metodista Zion Chapel. El resultado de su implantación en esta zona fue la mezcla de desarrollo industrial y la construcción de numerosas iglesias; algunas de ellas han caído en el más absoluto abandono. He aquí un poema dedicado al paisaje urbano formado por las ruinas de una de éstas, «Heptonstall old church» («La vieja iglesia de Heptonstall»). En él podemos observar el simbolismo entre el pájaro y la iglesia: Un gran pájaro se estableció aquí. Su canto sacó a los hombres de las rocas, hombres que vivían entre la ciénaga y el brezo. // Su canto puso una luz en los valles y enjaezó los largos páramos. // Su canción trajo un cristal del espacio y lo colocó en las cabezas de los hombres. // Después el pájaro murió. // Sus huesos gigantes ennegrecieron y se convirtieron en un misterio. // Las cabezas de cristal de los hombres ennegrecieron y cayeron a piezas. // Los valles se fueron. Las tierras del páramo andan perdidas.

En su poema «Moors» («Páramos») Hughes ofrece una excelente descripción del paisaje frugal, sobrio, de una sencillez absoluta, sin concesiones a los sentidos, duro, gris y parco, escueto hasta acercarse a lo imprescindible. Estos son algunos de los adjetivos con que puede

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intentar definirse este paisaje de los páramos del interior del norte de Inglaterra. He aquí el comienzo y la estrofa final: Son un escenario para la representación del cielo. Cualquier espectador es incidental. // Un mundo de ajedrez de inestables reyes y reinas rodeados de majestad artificial donde tiembla la ciénaga de algodón bajo el movimiento de sus vestidos. // Destrozados, ejércitos inclinándose, apiñados sin líderes, escapando de un mundo donde se dispara hasta muy tarde.

Para terminar el recorrido sobre el paisaje que podemos encontrar en la poesía de Hughes ofrecemos este breve poema descriptivo de la «Shackleton Hill» («Colina de Shackleton»), un ejemplo de tantas otras colinas que abundan en el paisaje de West Yorkshire, en el que se aprecia una hermosa referencia a los pájaros, que son como fantasmas que aparecen y desaparecen en medio de tanta desolación: Granjas muertas, hojas muertas cuelgan de la larga rama del mundo. // Las estrellas balancean el árbol cuyas raíces se aprietan en un átomo. // Los pájaros con hermosos ojos, con gritos suaves, el ganado del cielo, visitan // y desaparecen.

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Acabóse de imprimir este volumen titulado Paisaje y Literatura, el día 13 de junio de 2009, festividad de San Antonio, por los Talleres de Gráficas La Paz, en Torredonjimeno.