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Homicidio o suicidio Único premio entregado por el “Círculo de Cultura Panamericano” en el Concurso Internacional de Cuentos “Enrique Labrador Ruiz”

A pesar del comienzo de la primavera, aquella mañana me parecía la más fría y triste de todo el invierno. Llevaba algunos días en la casa de campo de un tío materno, donde recibí la comunicación de la muerte de mi novia Esther y la citación para presentarme en el Departamento de Policía. No podía comprender lo ocurrido. Esther apenas tenía veinte años y en el tiempo que llevábamos de relaciones, jamás se quejó de ninguna dolencia. Ahora me informaban de su muerte. Descarté la posibilidad de una enfermedad fulminante, por lo que deduje que podía haber sufrido un accidente, cosa que justificaba la citación de las autoridades. Me puse en camino sin demora. Al llegar a la ciudad, fui directamente al edificio del departamento de la policía. Quedé desconcertado al saber que me esperaba el teniente C. Ronald, investigador de la división de homicidios. Intrigado, recorrí el pasillo que daba a su oficina. Al entrar en su despacho, el teniente me saludó con cortesía invitándome a sentar. Me hizo infinidad de preguntas sobre mi persona y sobre mi noviazgo con Esther, diciendo finalmente: > Quedé petrificado y expresé con convicción: > > Preguntó mirándome con ojos severos. > Respondí bajando la cabeza. *** Al terminar la entrevista, me dirigí a la casa que Esther había compartido con su mamá y su hermana. Sentimientos encontrados se debatían en mi alma. Realmente no tenía relaciones íntimas con Inés, pero en honor a la verdad, nos amábamos en el silencio de un amor platónico. Queríamos a Esther y preferíamos callar antes que causarle el más mínimo sufrimiento. Al entrar en la casa, Inés me abrazó en un mar de lágrimas. Sentí como todo su ser se estremecía por el llanto. No dudaba de la sinceridad de su dolor. La acaricié

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con ternura sintiendo impúdicamente el placer de su proximidad y sentí el deseo de besarla, enajenado por un amor prohibido. > Exclamó la madre con los ojos enrojecidos de tanto llorar. Me separé de Inés al escuchar estas palabras. Abracé a la mujer que sollozaba, sin contenerse, bajo el impulso de su sentir materno. No supe que contestar. Después, más sosegados, nos sentamos a conversar. En todo momento se mantuvo la firme creencia del suicidio, a pesar de no encontrar ningún motivo aparente que lo justificara. Madre e hija, ignoraban las investigaciones de las autoridades. El cadáver de Esther fue expuesto a las cuatro de la tarde del siguiente día. En esa misma funeraria, once meses atrás, se había velado al padre de las dos hermanas, muerto por un cáncer fulminante. Aún estaba fresco tan triste recuerdo, lo que aumentaba el dolor de ambas mujeres. El entierro de Esther fue sencillo. Asistieron sus compañeras de la Universidad y de su trabajo, así como familiares y amigos. El tiempo pasó sin darnos cuenta. Salimos del cementerio dejando atrás el cuerpo del ser amado, aunque su recuerdo quedaría eternamente en nuestras almas. Al otro día del entierro, Inés fue citada por el departamento de investigaciones. Fuimos juntos a ver al teniente Ronald. No se me permitió estar presente en el interrogatorio. Me quedé en el salón de espera donde el tiempo se me hizo interminable. Repasaba una y otra vez las circunstancias en que conocí a las dos hermanas. Fue en las cataratas del Niágara, donde su papá las había llevado en celebración de los dieciocho años que cumplía Esther y los diecisiete que cumpliría Inés un mes más tarde. Desde el primer momento me agradaron las dos jóvenes. Mi relación con Esther se hizo más frecuente, lo que determinó mi compromiso con ella. Esther era seria e introvertida, no dejando traslucir sus sentimientos, en cambio, Inés era alegre y comunicativa. Una tarde me encontré con Inés al salir del trabajo, y me pidió que la llevara hasta la playa. Al llegar, nos sentamos juntos en un banco ante la inmensidad del mar, ella tomó mis manos y yo sin pensarlo, como en un trance hipnótico, la bese en la boca. Ella se dejó besar una y otra vez, en un interminable intercambio de pasiones. Al rato, nos fuimos cabizbajos, porque sabíamos que era un amor imposible. Esther no se merecía semejante sufrimiento. Al fin terminó la entrevista. Salimos en silencio del edificio. Ya en el auto, Inés me contó la conversación. El teniente le insistió mucho en nuestras relaciones amorosas. Ante su negativa, el oficial le comunicó que una persona nos había visto besándonos en la playa. > Exclamó con desesperación.

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Traté de consolarla diciéndole que todo se aclararía. Llegamos a su casa, y antes de bajar del auto, cogiendo una de mis manos me preguntó: > > Respondí apretándole la mano y mirando sus hermosos ojos claros por donde brotaban las cristalinas gotas de sus lágrimas. Pasó algún tiempo con el silencioso dolor de la incertidumbre. Un día, al llegar a la casa, la madre de Inés me informó que el teniente Ronald y otro policía se acababan de llevar a Inés para acusarla formalmente ante la corte de primera instancia. Salimos a la carrera y al llegar, supimos que el fiscal había presentado las pruebas circunstanciales y el testimonio de un testigo. El juez aceptó la acusación imponiéndole a Inés una fianza de diez mil dólares. Yo deposité el dinero y contraté los servicios de un abogado criminalista, poniéndolo al corriente de los acontecimientos. Unos días antes de la fecha señalada para la vista preliminar, el abogado fue a la casa de Inés, según dijo, para hacer su propia investigación. Después de una inspección general, registró las gavetas del armario y de la mesita de noche, también revisó, muy detenidamente, la biblioteca que Esther tenía en su cuarto. Finalmente salió con un pequeño libro en cuya carátula se leía: “Poesías de Amor”. > Dijo al salir sin hacer más comentarios. > Preguntó Inés desconcertada. *** Por fin llegó el día para la introducción de cargos. El juez le pidió al fiscal que presentara el caso del pueblo contra Inés por homicidio premeditado. El fiscal tomó la palabra: > Sentencio el fiscal en pocas palabras. El juez entonces preguntó a la defensa: > > Contestó el abogado poniéndose de pie. El juez lo miró por encima de los espejuelos y dirigiéndose al fiscal le indicó que procediera a presentar las pruebas que sustentaban la acusación. El defensor se sentó con expresión indiferente. El primero en ser interrogado fue el agente que se presentó en el lugar de los hechos. Juró decir la verdad, explicando a continuación, que se había presentado en la casa de la acusada en respuesta a una llamada hecha por la madre de Esther, la cual estaba, aparentemente, sin conocimiento sobre la cama de su cuarto. Cuando

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llegaron los paramédicos supo que estaba muerta. Desde ese momento, no había permitido la entrada de ninguna persona, hasta que llegó el teniente del departamento de homicidios. El abogado se abstuvo de hacer preguntas. A continuación, el fiscal solicitó la presencia del teniente Ronald, quien después del juramento de rigor, enumeró los pasos seguidos en la investigación. Terminó diciendo: > El fiscal concedió a la defensa, el derecho de interrogar al testigo. El abogado preguntó al oficial: > > El abogado pidió al teniente Ronald que explicara todo lo relacionado con el recipiente que contenía el veneno. El investigador explicó: > > > Respondió el oficial algo extrañado. Con un gesto el abogado indicó que había terminado. El fiscal llamó al médico forense. El galeno juró decir la verdad y se sentó en la butaca de los testigos. Al ser interrogado por el fiscal, el testigo de forma explícita señaló: > En su turno, la defensa preguntó: > El forense contestó afirmativamente. Seguidamente testificó el técnico en dactiloscopia. Mostrándole la taza y la cajita, el fiscal solicitó que explicara los resultados de la investigación. El testigo declaró:

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> La defensa no quiso interrogar. Entonces el fiscal llamó al siguiente testigo. Nos sorprendió ver a Rogue, uno de los compañeros de estudios de Esther. El joven se sentó después de jurar y a instancias del fiscal declaró: > El abogado, sin levantar la vista, rechazó con la mano su derecho a preguntar. No habiendo más testigos, el juez solicitó que tanto la fiscalía como la defensa expusieran sus alegatos finales. El fiscal, tomó la palabra: > Terminada la exposición de la fiscalía, el juez concedió la palabra a la defensa. > comenzó diciendo el abogado, > Hizo una pausa para coger un libro de la mesa. > Abrió el diario por una página señalada con un marcador y leyó alzando la voz: > El defensor escogió otra página marcada y aclaró: > Bajó la vista y continuó la lectura con voz pausada. > El abogado cerró el diario de Esther, y con toda la solemnidad del momento dijo: > El fiscal, bajo la intensa mirada del juez, y antes que éste se lo indicara, se incorporó para decir: > El juez, con palabras entrecortadas sentenció: > Con estas palabras abandonó la sala silenciosamente. Abracé a Inés y nuestras lágrimas se mezclaron con suspiros de alivio. Su madre, aún sentada, lloraba en silencio. El conocimiento de la verdad sobre la muerte de Esther, nos llenaba de tristeza. La pena y el dolor por el proceso en que se había visto envuelta Inés, no era fácil de olvidar. Solamente el paso de los años haría retornar la paz y la felicidad a nuestras almas. Nuestro amor, secreto hasta ese momento, había sido bendecido por quien amábamos tanto. Fin