HISTORIA DE UN AMIGO FAMILIA Julio de 1557. Peralta es un pueblo pequeño donde todos los vecinos se conocen. Hoy se celebra el bautizo del séptimo hijo de la familia Calasanz-Gastón. Lo van a llamar José, pero como estamos en Aragón, debemos llamarle Pepico. Y Pepico llora como cualquier bebé cuando siente el agua bautismal en su cabeza. No se entera de la alegría de sus padres y vecinos, ni siente los besos de sus hermanos mayores. Acerca de este chiquillo, que va a vivir una vida emocionante y luchadora, os voy a hablar estos días. Pepico nació en un hogar profundamente cristiano. De su infancia tiene recuerdos inolvidables: las primeras oraciones a la Virgen, aprendidas de labios de su madre; la ternura y delicadeza con que papá trataba a mamá; el cuadro simpático de los siete hermanos entre mamá y papá cuando iban a misa los domingos. Creo que os debo presentar a los padres de Pepico. Su mamá se llama María; es agradable, aunque la encontraréis con frecuencia fatigada. Pero el cansancio lo borra con una sonrisa. Está muy orgullosa de sus peques y de su esposo, Pedro. Él tiene un corpachón enorme y una voz grave de la que se admira Pepico cuando en la misa: “Amén”. Quizá hubiera sido brusco, pero la amabilidad y amor de su mujer le han ido dulcificando. Es el alcalde del pueblo, pero tiene su trabajo: maestro armero. La familia Calasanz desciende de antepasados ricos; claro que ahora ya no es como antes. Papá debe trabajar duro para mantener a los suyos.

A ESTUDIAR Nuestro Pepico debía tener once o doce años cuando escuchó a sus padres una conversación que no le agradó nada. Papá hablaba de Estadilla (pueblo cercano) y de que Pepico, que según el maestro es inteligente, convendría que fuera a estudiar allí. Mamá respondió que era muy pequeño aún. Naturalmente él no deseaba, en absoluto, alejarse de su Peralta, de sus olivos, de sus aventuras comunes con su amigo Juan. Había que reconocer que las hermanas, a veces, se ponían pesadas, pero él sabía muy bien que le querían mucho. Hasta que un día don Pedro le habló de estudiar, de ser algo en la vida, de una carrera… Pepico comprendió pocas cosas, pero por la cara de su padre notó que debía tener razón. Dos semanas más tarde emprendió el viaje, lentamente, en un carro. Me imagino que Pepico iría pensativo, sin saber lo que era un internado. Pepico comienza a ser ahora el alumno Calasanz, debió pasarlo muy mal los primeros días. Y también, como a vosotros, los ratos de estudio le parecerían eternos. Terminados sus años en Estadilla y con el titulillo de bachiller (por llamarlo de alguna manera) en el bolso, regresó a Peralta. Pero Calasanz, con sus dieciséis años, había cambiado. Apenas lo notó nadie. Únicamente su madre, por ese sentido que las mamás tienen para adivinar las preocupaciones de los hijos; se dio cuenta y se alegró. Los demás seguían viendo en Calasanz al muchacho jovial y alegre de siempre. Una idea, una vocación especial, empieza a dar vueltas en el cerebro de Calasanz: hacerse sacerdote. A Calasanz le atrae insistentemente una idea: desterrar de su vida el egoísmo. Seguramente este pensamiento nació al observar el comportamiento de sus padres. Piensa que un modo de entregar su vida al servicio de los demás es haciéndose sacerdote; pero todavía no se atreve a decirlo en casa.

Una noche su padre habla a Calasanz; le propone seguir sus estudios. Por su parte, harán un esfuerzo económico para que pueda marchar a Lérida, la Universidad más cercana a Peralta. Calasanz se ilusiona con la idea, agradece a sus padres el sacrificio y piensa estudiar filosofía, que más tarde le servirá también para su carrera sacerdotal. Entre compañerismo y jaleos, transcurrieron los años de filosofía en Lérida. Había quemado otra etapa de su vida y cada vez veía más clara su decisión de hacerse sacerdote. Por aquellas fechas llegó a Peralta una carta de Calasanz anunciando que iba a comenzar a estudiar Teología. Don Pedro, su padre, se molestó, porque empezó a comprender que su hijo llevaba la finalidad de ser sacerdote, pero no le dio demasiada importancia, ya que en esos días, en su casa, reinaba una alegría bulliciosa: se casaba el hijo mayor. Suponemos que Calasanz asistiría a la boda y después regresaría a apretar los codos de nuevo. Antes de terminar el segundo curso se ve obligado a volver a su casa, pues cae enfermo. Cuando se restablece decide no ir a Lérida, porque allí hay más jaleos que nunca y los estudiantes hacen de todo menos estudiar. Escoge la Universidad de Valencia. Todo transcurre con calma hasta que una triste noticia llega hasta las manos de Calasanz. De nuevo emprende el camino de regreso a Peralta. Cuando divisa el último recodo del camino, aprieta las espuelas, y aparece el pueblecito sereno, tranquilo. Pero la casa de Calasanz se halla sumida en un doble luto: ha muerto su hermano mayor y su madre. Por la tarde van al pequeño cementerio. Su padre le explica con la voz quebrada: -Tu hermano Pedro llevaba una brillante carrera militar. Se alistó en las tropas de Ribagorza, que luchaban contra los herejes provenientes de Francia. Se distinguió por su valentía e hizo famoso nuestro apellido. Pero después se complicó el asunto. Se sublevaron los campesinos de la comarca y quedó muerto en una emboscada. -¿Y… mamá? - Tu madre sufrió mucho. Yo… Don Pedro apenas puede continuar, entrecortada la voz por el llanto que le provoca el doloroso recuerdo. Una hermana añade: -Antes de morir te recordó varias veces, esperábamos que llegaras a tiempo, pero… Un silencio largo se cierne sobre la familia. El padre, oprimiendo con la mano el hombro de Calasanz, prosigue: -José, eres el único hijo varón que me queda. Nuestro apellido no debe morir. Olvida tus sueños sacerdotales, busca una mujer de tu gusto y contrae matrimonio. Calasanz no responde. Queda pensativo. Después dice: -Recemos todos unidos por ellos. Las oraciones suenan solemnes en el tranquilo cementerio. Pero el pensamiento de José está inquieto. ¿Cómo explicar a su padre que la llamada de Dios estaba por encima de su apellido? Además, ya no contaba con su madre, que era la única capaz de ayudarle para disuadir a don Pedro de su idea. Los días siguientes fueron de intenso trabajo en aquel caserón sin risas, que parecía vacío. Su padre era un hombre derrotado, desilusionado por los últimos recuerdos. Insiste para que José se case. No atiende a razones. Y Calasanz comprende que sólo queda un recurso: dejarlo todo en manos de Dios.

Y Dios escoge un camino extraño, pero el más rápido: Calasanz enferma. Rápidamente se agrava su enfermedad y los escasos conocimientos del médico de Peralta no aciertan con el tratamiento. Para don Pedro es un golpe mortal, inesperado. Se siente el hombre más desgraciado de la tierra. José le llama y, confiando en la estrategia divina, le dice: -Padre, todo parece perdido. Solamente un milagro podría salvarme. Quizás Dios esté dispuesto a hacerlo. ¿Me dejas ser sacerdote si curo de esta enfermedad? Don Pedro accede. Cualquier cosa antes de ver muerto a otro de sus seres queridos. Apenas obtiene el permiso, José mejora. Se recupera totalmente, milagrosamente. Vuelve la alegría a la casa. Calasanz rebosa entusiasmo, optimista, hasta lograr contagiar a su padre, que retoma su trabajo. Un poco antes de Navidad del año 1583 Calasanz, con veintiséis años, es ordenado sacerdote. En sus primeros años como sacerdote, Calasanz está al servicio de un Obispo, como secretario. Estando cerca de Barcelona recibe una triste noticia que le hace cabalgar de nuevo hacia su pueblo natal. Su padre, don Pedro, está gravemente enfermo. Llega a tiempo de abrazarle, de ayudarle en la última cita. Quizá don Pedro moriría con un poco de pesar, creyendo que su apellido acabaría muy pronto. No imaginaba que aquel hijo le dejaría una numerosísima sucesión; que su apellido llegaría a hacerse famoso, con la fama de la santidad. Al año siguiente, y estamos en 1587, el obispo de Urgel decide nombrar un sacerdote para que recorra todos los rincones pirenaicos, poniendo un poco de orden en esas tierras de bandoleros y malas costumbres. Encuentra a la persona ideal: Calasanz, un hombre de cuerpo atlético, infatigable para los malos caminos, simpático y agradable para lograr un buen recibimiento, resistente para la mayor dureza. Calasanz es nombrado visitador.

UN SACERDOTE CON ESCOPETA. ¡Vaya sorpresa! Es el mismísimo Calasanz. ¿Qué sucede? Ya os lo suponéis: la región está llena de bandoleros y Calasanz, ni corto ni perezoso, se ha comprado un arcabuz, último modelo, con espejo retrovisor, gatillo automático, que sólo tarda en cargarse tres minutos, y con dos años de garantía. Y ha comenzado su visita. Estos pueblecitos del norte están más escondidos que los mismos bandoleros; escalando peñas, aventurándose por caminos por los que el caballo se niega a pasar, Calasanz va visitando todos los pueblos. Comprende que no se puede exigir mucho a aquellas personas ignorantes, aquellos sacerdotes que pasan necesidades, y entonces fácilmente elevan la oración a Dios. De aldea en aldea, Calasanz debió sufrir extravíos, noches al descampado, grandes tristezas y grandes alegrías también. A veces comprende que no agrade su presencia, otras es recibido, con gran cariño y obsequiado con los productos de la región. Han llegado hasta nosotros algunas anécdotas. Os voy a contar las dos más curiosas. LEVANTAMIENTO DE BURRO En uno de los viajes que hacía bajo la lluvia, observa a un hombre que apalea a su asno. Se acerca más. Aquel tío habla como una ametralladora. De su boca salen palabras de grueso calibre. Calasanz está a punto de soltarle un derechazo, pero se contiene. El burro está aprisionado en un lodazal y las «palabritas» y abundantes palos del señor no son suficientes para hacerle salir. Calasanz se apea.

Extiende unas ramas bajo la panza del asno, en el barro. Se quita la sotana, se coloca debajo y con un esfuerzo gigantesco logra levantar al borrico y sacarlo a sitio seco. El hombre queda maravillado. -Gracias, padre. Permítame que le limpie un poco, tiene barro... -Antes de limpiarme a mí debe limpiar un poco las palabras que usa. Después, sonriendo, añade: -Con esas palabras lo único que logra es asustar al animal. LANZAMIENTO DE BARRA. Este caso nos recuerda la extraordinaria fuerza de nuestro protagonista. Con frecuencia se mezcla en el deporte típico de la región: el lanzamiento de barra. Hoy ha llegado, supongamos, a Campos de Abajo. Es la fiesta del pueblo y por la tarde se celebra un campeonato de barra al que se han dado cita los «forzudos» de la comarca. La cosa está animadísima. Cuando Calasanz anuncia que también participará, se crea gran expectación. En una llanura de las afueras se reúne todo el pueblo. Se efectúan los sorteos como Dios manda y a nuestro curita le toca en cuarto lugar. En primera fila encontraréis a don Venancio, que en sus buenos tiempos fue campeón. Participa en primer lugar un joven que logra una distancia aceptable. El señor Venancio mueve la cabeza como diciendo: «Estos chicos de hoy no valen nada.» De segundo actúa el Zurdo, que es el favorito y tiene unos brazos como troncos de roble. Cuando lanza la barra parece que no va a bajar: Se oye un fuerte aplauso, aunque el señor Venancio exclama: «En mis tiempos sería un quinto lugar.» El tercero pierde el paso, consiguiendo una distancia cortísima. Don Venancio se enfada y grita: «Fusilable. ¡Que se retire!» Y, por fin, le toca el turno a Calasanz. Se remanga, se frota las manos, aprieta fuertemente la barra y… llegó nueve metros más lejos que la del Zurdo. Calasanz se llevó el primer lugar. Y el señor Venancio, quitándose la boina reconoció: “¡Sí señor, eso es lanzar la barra!”.

VA A ROMA El obispo, contento con el trabajo de Calasanz, le anima a seguir estudiando y, casi sin esfuerzo saca el título de doctor en Teología en Barcelona. Viendo su enorme valía, le anima a aspirar a más, a buscar una canonjía, y viendo la dificultad de obtenerla en España, decide marchar a Roma. Es un paso más en la vida del Santo: la tentación de ambicionar nuevos cargos, de ascender en su brillante carrera. No se imagina que en Roma le espera su verdadero y distinto camino. Los primeros días en la nueva e inmensa ciudad se hospedó en una iglesita fundada por españoles, de nombre tan evocador para él como era «Virgen de Montserrat». Una mañana, al acabar de celebrar la misa, se le acercó un canónigo que le hizo una propuesta extraña: «El cardenal Marco Antonio Colonna le espera en su palacio». Calasanz no acaba de explicarse cómo ha sido conocido, ni tampoco cómo un cardenal puede tener noticia de su presencia en Roma. Olvida que el obispo Capilla había sentido su marcha y, viendo que era

imposible retenerle, escribió cartas de recomendación a varios conocidos. Una de ellas iba dirigida al cardenal Colonna, qué al enterarse de que un teólogo se ponía a su alcance, encomienda al canónigo Baltasar Compte que le localice y le traiga a palacio. Ocupando el mismo cuarto en que años antes se había santificado San Carlos Borromeo, Calasanz organiza su nueva vida. Se ocupa, como teólogo, de algunos asuntos que le encarga el cardenal. También le podéis encontrar visitando las grandes iglesias de Roma no son "visitas turísticas" para después presumir ante los amigos de lo que ha visto, sino para rezar, para mantener viva su devoción a la Virgen, para adorar a Dios. Se apunta, además a un grupo de hombres que, 'al terminar la misa del domingo, explican el catecismo a mayores y pequeños. Por último (sin olvidar nunca que sigue buscando todos los enchufes posibles para conseguir una canonjía), tiene una ocupación nueva, un primer contacto con la juventud, que le espera ya a la vuelta de la esquina: en los ratos libres da clase a los sobrinos del cardenal, dos buenas piezas de trece y dieciséis años. Los días transcurren con normalidad, con algo de impaciencia por parte de Calasanz, que no logra la canonjía que ha venido a buscar a Roma, hasta que un rumor inquietante asusta a los habitantes de la ciudad. Se han hallado enfermos en distintos barrios de Roma. La peste se propaga rápidamente. No hay modo de detenerla. LA PESTE Recordad que nos encontramos en una época en que apenas existen medicinas; por tanto, contagiarse de esa enfermedad significa comprar billete para la otra vida. La gente huye, aísla a los apestados, quema la ropa y objetos usados por ellos. Calasanz, sin embargo, se lanza a la calle para aliviar los sufrimientos y desesperación de los enfermos. Se une a otro hombre que también llegará a santo: Camilo de Lelis. El panorama es desolador. Padres rechazados por sus hijos, hijos abandonados por sus padres. Calasanz consuela, ayuda, reza. Casi ha olvidado que también es hombre y puede contraer la temida peste; no ha aceptado la invitación del cardenal de salir de Roma mientras dure la epidemia. Permanece allí y se conmueve ante el dolor y miseria de sus hermanos los hombres. Compra ropas y alimentos y entra en las chabolas donde viven inhumanamente hombres, mujeres y niños. Naturalmente, no siempre es bien recibido; quizá alguna vez debe abandonar alguna casucha entre insultos. Ante hechos parecidos a éste, sus vestiduras de seda, su vida de palacio, empiezan a parecerle algo vacío, y se siente confuso ante los pobres.

DIOS LE LLAMA A TRAVÉS DE LOS CHICOS Una tarde, al salir de una chabola, encuentra una plaza llena de chiquillería alborotada. Se fija en un detalle que llama su atención: aquellos chicos con frecuencia se pegan, entre palabras que le recuerdan las de aquel señor al que tuvo que ayudar a sacar el burro del lodazal. Al escuchar los insultos, al observar las riñas, a Calasanz le asalta una inmensa tristeza. Ha sufrido mucho viendo familias sumidas en la pobreza, en la ignorancia. Pero al ver ahora aquellos chavales (que le recuerdan los acariciados por Jesús) imitando groseramente a los mayores, envejecidos tempranamente, siente un dolor intenso. En sus siguientes visitas a los barrios pobres se interesa más por los niños. Aquí cinco hermanos que están siempre en la calle. En otro sitio otro chaval maltratado por su padre borracho; aquél debe robar, porque si no en su casa no le dan de comer. Se convence de que no puede hacer nada, por muchos regalos y dulces palabras de consuelo que les lleve. Hay que pensar en algo que salve a la infancia.

Y después de darle muchas vueltas al asunto encuentra la solución: escuela para todos estos chicos. Os hará gracia, ¿qué tiene eso de raro? Y es que estamos olvidando una vez más que nos encontramos en el año 1600. Entonces había poquísimas escuelas y solamente asistían a ellas los hijos de los ricos. Era lo natural y por mal que estuviera nadie se sorprendía de ello. Los hijos de los ricos tenían riquezas y, además, una buena formación. Los de los pobres, por el contrario, nacían exclusivamente para trabajar. Calasanz es el primer hombre que grita: « ¡Basta! ¡Esto no puede continuar así!». Quizá gritar ¡basta! ya lo habrían hecho antes, pero esforzarse para que ese grito se convierta en realidad es algo que va a ocupar los restantes años de la vida de Calasanz. En estas fechas fallece el cardenal Colonna y no tiene ya ningún motivo para continuar su vida en el palacio. Comienzan las visitas. Acompañemos a José de Calasanz. Vamos al Ayuntamiento para hablar con las autoridades. El expone su maravillosa idea. ¿Veis la cara burlona del gobernador? -Usted, padre, no pisa el suelo. Vive en las nubes. ¿Cómo podríamos encontrar maestros que se comprometieran a eso? El Gobierno debería pagarlos. -¿Para qué quieren los pobres aprender? Todo el dinero que empleáramos en ello sería dinero perdido. Se le ha cerrado una puerta. No importa; probemos otra. Quizá la floreciente Orden de los Jesuitas... Los jesuitas tienen colegios de gran prestigio. Calasanz en su segunda visita les suplica que acojan en sus escuelas a niños pequeños y les den enseñanza gratuita. La idea les parece excelente, pero ellos sólo tienen cursos superiores, y esa innovación arrastraría abundantes dificultades. El superior de los Jesuitas le dice que es una idea admirable, pero que San Ignacio, su fundador, no hizo la Compañía para eso. No es suficiente, para desanimar a Calasanz. Acude a los Dominicos. Se repite la admiración y la negativa. Visitemos aún a ese grupo que enseña catecismo en las parroquias, al que él pertenece, que se llama de la Doctrina Cristiana. Tampoco. Con un impresionante puñetazo en su rodilla Calasanz ha espantado todas sus pretensiones de canonjías y ha decidido dedicarse a educar en la piedad y las letras a los niños pobres. Vámonos, chicos. Podernos quedar tranquilos. Podemos estar seguros de que Calasanz llevará adelante su obra. Efectivamente, a los pocos días ha montado un pequeño tinglado en el barrio Trastévere. Ha encontrado un local humilde, pero suficiente. El sacerdote Brendani anciano, pura bondad, párroco del barrio, le ha cedido la sacristía de su parroquia, Santa Dorotea. Cinco chavales el primer día; nueve el segundo, al otro doce, veinticuatro al cabo de una semana, se sientan en unos viejos bancos y escuchan las primeras lecciones de lectura, números, geografía, etc. El buen párroco se acerca a veces y le ayuda. Calasanz está contento. Siente la seguridad de haber encontrado la ocupación que puede traer a su vida la felicidad. Estamos en 1597, en la parroquia de Santa Dorotea se ha fundado la primera escuela popular católica. Una idea que a muchos les parecía

una locura; un sacerdote educando a muchos niños pobres. Una novedad que no duraría ni tres meses, comentaban los que conocían la obra. Pero Calasanz piensa distinto; lleva ya tres meses y las mamás siguen acompañando a sus hijos hasta la pequeña sacristía, convertida ahora en escuela. Ya son dos clases. Calasanz se anima; de su propio bolsillo paga a tres o cuatro maestros más para poder atender las numerosas peticiones de las familias del barrio. Pronto la noticia vuela por Roma y otros padres y madres de los diferentes barrios romanos le piden que admita a sus hijos en sus escuelas. Para apoyar esto, Calasanz se ve recompensado por algunas limosnas y por una buena fama y simpatía hacia su persona. Llega el invierno. Abundantes lluvias convierten las calles de la ciudad en barrizales intransitables. El río Tíber aumenta poco a poco su caudal hasta desbordarse, pasando a diez metros de la chabola de Juan Luis, y de Paquito y de tantos otros alumnos de las escuelas del padre José. Llega también a la parroquia e inunda las clases. Ni los ancianos de la ciudad recuerdan una inundación parecida. Cuando las aguas vuelven a su cauce normal, el padre José visita su escuela acompañado de Marco Antonio, su primer seguidor y admirador. ¡Pobre escuelita! Barro, suciedad, cuadernos y libros inservibles… Aquella debió ser una nueva tentación al desaliento; la escuela deshecha; se habían retirado los maestros, y en este momento precisamente (cuando ya lo tenía olvidado por completo) se le ofrece una canonjía en su país, en la hermosa ciudad de Sevilla. Sin duda, Calasanz debió de pensar en sus chavales pobres, porque la respuesta que dio al embajador nos deja admirados. Un hombre que consigue lo que durante años ha buscado con tanto empeño y responde: “He encontrado en Roma la mejor manera de servir a Dios haciendo el bien a los pequeñuelos. No la abandonaré por cosa alguna del mundo”. Está finalizando el segundo año en las escuelas de la parroquia de Santa Dorotea. Fallece el párroco Brendani. Su sucesor no ve aquello con buenos ojos y comunica al padre José que no tiene inconveniente en seguir cediendo los locales, con la condición de que le pague un alquiler por ellos. El sueldo de Calasanz no permite más gastos y busca nuevo local en la llamada Plaza de las Flores. Los alumnos siguen aumentando y se tienen que trasladar de nuevo al palacio Vestri. Inesperadamente le llegan a Calasanz varias peticiones de familias ricas para que permita asistir en sus escuelas a sus hijos. Por parte de Calasanz no hay ningún inconveniente y los admite. Cuando la ciudad conoce esta noticia, ataca duramente el hecho de mezclar a niños pobres con ricos y tratarlos a todos igual. Pero el padre José les tiene preparada otra sorpresa mayor. Pronto frecuentarán sus escuelas algunos chicos judíos y de otras religiones, sin obligarles, por supuesto, a asistir a las ceremonias religiosas. Como siguen aumentando los alumnos se tienen que volver a trasladar, esta vez será definitivo: San Pantaleón. Pero Calasanz no está sólo, le ayudan varios “tíos” entusiasmados y es justo que también tratemos aquí de ellos. Uno de ellos era el padre Gaspar Dragonetti, con su buen humos, sus ciento y tantos años a la espalda, de los cuales setenta dedicados a la enseñanza. A su lado estaría el padre Lorenzo Santilli. También asistiría un español de nombre Tomás Vitoria, y el padre Glicerio Landriani y varios más. No podemos olvidar al padre Melchor Alacchi, que caminó muchos kilómetros para ampliar la obra de calasanz por muchos países.

Pasan fechas inolvidables para Calasanz: vestición del hábito escolapio con catorce compañeros más; peticiones de extender sus escuelas en otras ciudades y otros países. Ha planeado la enseñanza de un modo parecido a como se da actualmente. Secciones según los conocimientos y las edades; funda la primera escuela de enseñanza primaria y no sólo con el fin de aprender cosas bonitas, sino también para que los chicos pobres se procuren una manera de ganar su vida como contables de los pocos bancos y oficinas que entonces había. Cuando todo iba viento en popa se incorpora a la comunidad de Florencia el padre Mario Sozzi. No le gustaba dar clase y tenía fama de ser “más corto que las mangas de un chaleco”, además no se llevaba bien con sus compañeros y como tenía amistad con el inquisidor, les jugó varias malas pasadas. Tantas, que cuando fue nombrado Provincial por la Inquisición, sus compañeros no lo pudieron soportar más y le denunciaron. El padre Mario fue expulsado de Florencia y enviado a Roma. Allí vivió en la misma comunidad que el padre José y le hizo la vida imposible. Incluso consiguió que le encarcelaran, ¡imagínate, Calasanz encarcelado! Menos mal, que al final se dieron cuenta que era una gran metedura de pata y el mismo día volvió al colegio, pero ¡menudo susto se llevaron los alumnos y los profesores! Ni aun quedando aclarada la metedura de pata del padre Mario, perdió éste su buena fama. Al contrario: al Santo Oficio siguieron llegando cartas llenas de acusaciones, falsas en gran parte, de las cuales varias tuvo noticia el Papa en persona. Ante tantos rumores se reunió un grupo de cardenales y, a pesar de los esfuerzos de Cesarini y algún otro que apreciaban la obra del padre José, promulgaron un decreto que desilusionó a los escolapios y cuyas decisiones principales fueron: −

Se prohibe a los Escolpios abrir nuevos colegios y admitir a otros jóvenes que deseen ser escolapios.



Calasanz es destituido de su cargo de padre General.



En su lugar regirá la Escuela Pía, como Vicario, el padre Mario Sozzi.

Como es lógico, ante este documento se apoderó el desaliento en los religiosos y tuvo que ser Calasanz quien mediante estupendas cartas animara a los escolapios a seguir trabajando en las escuelas, por el bien de los chicos. Mario Sozzi siguió haciendo de las suyas hasta el final. Su vida acabó entre grandes sufrimientos. Se contagió de la lepra: su cuerpo se deformó con heridas pestilentes y horribles pústulas. El se encerró en su cuarto y no admitió más visitas que las de los médicos y algunos amigos. Calasanz pretendió visitarle en dos o tres ocasiones, pero se negó a recibirle. Por último, alguien le dijo que el padre Mario le enviaba la petición de que “si le había ofendido en algo, le pedía perdón”. ¿Sería posible? Era como para “mandarle a paseo”. Pero Calasanz respondió: “De todo corazón yo le perdono. Así Dios me perdone a mí mis pecados. Yo jamás he deseado otra cosa que la salvación de su alma”. Como el padre Mario Sozzi también fallecieron los enemigos principales de la obra de Calasanz. Pero las Escuelas Pías estaban totalmente arruinadas; sólo el entusiasmo del padre José las mantiene. Ha perdido bastante vista y una vez que salió del colegio (como las carreteras de aquellos tiempos no estaban asfaltadas, sino que eran de guijarros) tropezó en una piedra y se lastimó el pie, calzado con sandalias. Le hicieron una muleta para ayudarse a caminar, pero él no volvió a salir de casa. Unicamente baja por las mañanas a decir la misa. Poco a poco se va consumiendo y un día ya no tiene fuerzas ni para levantarse. Empieza a sentir dolores en el hígado y siente que su última hora está cerca. Un domingo, haciendo un esfuerzo, se levantó y bajó para recibir la comunión entre sus queridos chavales. Fue la última vez: avanzando lentamente se colocó junto a los niños, recibió el cuerpo del Señor. Un famoso pintor español, Goya, ha sabido realizar un maravilloso cuadro titulado “La última comunión de San José de Calasanz”.

Se agrava la enfermedad. Calasanz pide el Viático y los últimos Sacramentos. Los padres se van turnando por la noche, quedando admirados de la piedad del Santo. Finalmente, pronunciando tres veces el nombre de Jesús, entregó su alma a Dios. Se encontraba presente toda la comunidad, y el padre Berro, que fue el primero que escribió la biografía del Santo, narra con estas palabras el suceso: “De todos nosotros se apoderó una singular e interna alegría, que nos tenía como fuera de sentido, y de modo tan consolador que nos parecía estar de fiesta en lugar de luto; y en vez de abatirnos por el dolor propio del caso experimentamos un gozo común y total.” Como podréis comprender, la muerte de Calasanz no fue una derrota, sino un triunfo; aquel puñado de escolapios habían decidido continuar la obra de Calasanz. El padre José quizá murió con el sentimiento de haber fracasado, aunque sabemos que siempre tuvo la esperanza de que sus seguidores continuarían trabajando entre los muchachos. Era el día 25 de agosto de 1648. Calasanz contaba noventa y un años. Murió Calasanz y murieron sus compañeros, pero sus escuelas, que habían nacido como una idea sencilla en una humilde sacristía de Roma, volvieron a ser aceptadas por las ciudades y naciones como una fuerza viva para la sociedad universal. Y durante cuatrocientos años han educado a miles de muchachos. Calasanz continúa viviendo en aquellos que dedicaron y dedican su vida a la niñez y juventud. Primero es Europa quien se beneficia del ministerio de los Escolapios. Posteriormente, ensanchando fronteras, los Escolapios han ido al encuentro de los muchachos americanos, africanos y asiáticos.