Gabriel Gambetta – La Semilla Dorada

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Agradecimientos A mis valientes lectores experimentales Beatriz Caro, Florencia Gambetta, Federico Dominioni, Mary Acosta, Esteban Guelvenzu, Carles Terraza y Eguskiñe Soledad Alvarez Pereda. A Miguel Merla y Alex Felker por sus correcciones del idioma italiano y alemán respectivamente, y en especial a José Daniel López Salazar por su minuciosa corrección del idioma español. A Mikhail Bushkov por el valioso intercambio de ideas sobre la estructura de la historia. Y finalmente a Leticia Merla por su apoyo constante, y por no dejar de creer en mí du rante los años que llevó este proyecto.

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Prólogo Los Alpes Madrugada del 1 de mayo, 1945 Werner entrecerró los párpados, buscando el haz de luz. Se frotó los ojos y lo volvió a intentar, pero la oscuridad era absoluta. Sintió una oleada de miedo. Pisó el freno y el camión se detuvo bruscamente. Mierda. En el asiento del acompañante, Hans se despertó e instintivamente llevó la mano a la funda de su Luger. – ¿Qué pasa? – gruñó. – Bauer – le respondió Werner señalando hacia adelante. Hans miró a través del parabrisas. Las luces del camión estaban apagadas, y la luz de la luna apenas atravesaba la niebla; no se veía nada hacia adelante. – ¿Dónde está Bauer? – No lo se. ¡Ese es el problema! Hans comprendió inmediatamente la situación. Sin Bauer marcando el camino con la linterna, era imposible que el convoy siguiera avanzando. El SS Lange había dejado muy claro que no quería ningún retraso. Y conociendo a Lange, no tenía dudas de que alguien iba a pagar por este problema con su vida. Esperaba no ser él. – Mierda. Werner puso el freno de mano, apagó el motor y bajó del camión. Miró hacia atrás y divisó entre la niebla la silueta de los otros camiones que lo seguían. – ¡Alto! – les gritó agitando los brazos. Uno a uno, los motores de los otros camiones se apagaron y los Alpes quedaron en completo silencio. En la mas absoluta oscuridad, Werner se sintió momentáneamente desorientado. Se obligó a concentrarse. Si el convoy no se ponía en marcha en pocos segundos, iba a tener que dar explicaciones a Lange. Sintió pánico solo de pensarlo. – Werner – lo llamó Hans, pocos metros adelante del camión. Hans observaba algo en el piso. Al acercarse, Werner vio a Bauer hecho un ovillo y con la linterna caída a su lado. – No puedo… no puedo… – balbuceaba Bauer con una voz apenas audible. Tenía los ojos abiertos, pero no lograba enfocarlos. Por dios, es un niño… ¡no puede tener mas de dieciocho años!, pensó Werner; luego recordó amargamente que él tenía apenas veinte.

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Cuánto se puede envejecer en dos años de guerra… Bauer se había desplomado, agotado, luego de caminar frente al camión durante horas, y sin haber dormido desde que habían partido de Berlín dos días atrás. Sólo se habían detenido en Zürich el tiempo suficiente para cargar unas pesadas cajas que los esperaban en un depósito abandonado. Werner se sintió culpable; tendrían que haber relevado a Bauer hacía horas. Ahora quizás fuera demasiado tarde. – Conduce tú, yo sigo con la linterna – le dijo a Hans. – Ayudame a cargar a Bauer. Por supuesto, hubiera preferido seguir al volante y que su compañero tomara la linterna, pero era una idea demasiado peligrosa. Werner era consciente de su propio agotamiento. Los ojos se le habían cerrado más de una vez, e incluso había empezado a tener alucinaciones; en las últimas horas había creído escuchar desde óperas de Wagner hasta bebés llorando. Si sigo conduciendo me voy a terminar saliendo de la ruta. Le resultó vagamente divertido darse cuenta de que le preocupaba más la ira de Lange que la idea de terminar muerto en el fondo de un barranco. Hans ayudó a Werner a cargarse a Bauer al hombro y se dirigieron de vuelta al camión. Quizás salgamos de esta. Apenas un par de metros delante de ellos, una figura fantasmal emergió de la niebla. Los soldados sintieron el instinto de desenfundar sus armas, pero el agotamiento pudo más. Werner alcanzó a llevar la mano hacia la Luger; Hans simplemente suspiró resignado. – ¿Qué es esto? – preguntó la figura fantasmal. Werner sintió un escalofrío al reconocer la voz del SS-Standartenführer Heinrich Lange. Calma, calma, ya estamos listos para seguir. Intentó tranquilizarse, pero sus rodillas temblaban ligeramente. – Un… relevo de rutina, Herr Standartenführer – respondió Hans. Lange los observó sin decir nada durante unos segundos, que a Werner le parecieron horas. – Un relevo – dijo finalmente. Señaló a Bauer. – Bájelo. Werner dudó por un instante, pero sabía que desobedecer a Lange solo podía empeorar las cosas. Dejó a Bauer en el suelo. Lange caminó alrededor del muchacho, con las manos entrelazadas en la espalda. Observaba divertido sus esfuerzos inútiles por incorporarse. – ¿Un relevo? – repitió Lange. – A mi me parece que Herr Bauer abandonó su puesto. Werner y Hans se miraron horrorizados. Sabían lo que iba a suceder; ya lo habían presenciado antes. Bauer intentó balbucear una excusa y logró ponerse de rodillas. – No se levante, Bauer. No se moleste – le dijo Lange, condescendiente. Hizo una pausa y habló por encima de su hombro. – ¿Schäfer? Sin hacer el menor sonido, otra figura pareció materializarse desde la niebla. – Si, mi Standartenführer. A Werner se le heló la sangre. Inmediatamente reconoció al SS-Sturmbannführer Stefan Schäfer, la mano derecha de Lange. Con solo diecisiete años ya se había forjado una temible reputación y había hecho una carrera meteórica dentro de las SS. – Tenemos un desertor, Schäfer. Lange continuó sin esperar respuesta. – Gefreiter Bauer, este tribunal lo encuentra culpable de deserción. ¡Hijo de puta! ¡La guerra ya terminó! Lange giró hacia Werner. – Ejecútelo – le ordenó con una sonrisa.

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Werner sintió una puntada en el estómago; aún conociendo el sadismo de Lange, la orden lo había tomado por sorpresa. Bauer, aterrado, luchaba por incorporarse. Con sorprendente agilidad, Schäfer le dio una fuerte patada en la cara. El muchacho cayó boca abajo y quedó inmóvil. Lange miró a Werner. Ya no sonreía. – ¿Está desobedeciendo mi orden, Gefreiter? La mención de su rango hizo que Werner se encontrara sacando la Luger del estuche sin pensarlo. ¿Qué estoy haciendo? Observó a Bauer, que intentaba moverse. Había comenzado a formarse un pequeño charco de sangre bajo su cara. De pronto se le ocurrió que podía matar a Lange. Solo tenía que mover el brazo y apretar el gatillo; iba a tardar apenas una fracción de segundo. Amartilló la Luger. Por supuesto, no podía disparar a Lange. Schäfer y el resto de los SS que venían en los otros camiones tenían una devoción fanática hacia su superior y no quería pensar en lo que podrían hacerle si lo mataba. O peor aún, lo que podía llegar a hacerle el propio Lange si sobrevivía al disparo. Werner suspiró. Sintió un profundo odio hacia sí mismo, pero no tenía opción. Levantó la Luger, apuntando a la cabeza de Bauer. No puedo hacer esto. Era plenamente consciente de que estaba desobedeciendo una orden directa de Lange y que eso probablemente le costara la vida; pero su dedo simplemente se negaba a apretar el gatillo. Cerró los ojos y tragó saliva. Tengo que hacerlo, se dijo. Es su vida o la mía. El estruendo del disparo retumbó en medio del silencio sepulcral de los Alpes. Werner abrió los ojos. Donde había estado la cabeza de Bauer ahora solo quedaba una confusa masa rojiza. Sintió náuseas y apenas pudo reprimir una arcada. Hans estaba inmóvil, con los ojos muy abiertos. Schäfer, inexpresivo, sostenía su Walther P38, todavía humeante y apuntando a Bauer. Lange miraba fijamente a Werner. No dijo nada. No era necesario; su mirada transmitía un desprecio infinito. Werner tuvo que bajar la vista. Es el final. Estoy muerto. Pasaron varios segundos. Werner solo escuchaba un zumbido agudo producto del disparo. – No podemos perder mas tiempo con esto – dijo finalmente Lange; era cruel pero también pragmático. – Vuelvan al camión. Werner enfundó la Luger. Estaba aterrorizado. Estaba confundido. Pero estaba vivo. Lange se le acercó. – No voy a tolerar otro desliz – le dijo en voz baja. – Nuestro cargamento es demasiado importante. La candidez de Lange lo tomó completamente desprevenido. Lange cree que es un secreto, pero yo sé cual es nuestro cargamento. Estaba prohibido hablar sobre las cajas; pero su peso y las precauciones que Lange había tomado para mantener la operación en secreto no le dejaban dudas de qué era lo que estaban transportando a través de los Alpes. – ¡El Führer está muerto! – exclamó. – ¿Que van a cambiar diez camiones cargados de oro?

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Lange le lanzó una mirada furiosa. Werner bajó la vista, dio media vuelta y caminó hacia el camión. Sentía que su corazón estaba a punto de explotar. Se le erizaron los pelos de la nuca; estaba esperando el disparo que acabara con su vida. Que sea rápido… Pero no hubo ningún disparo. Llegó al camión y abrió la puerta; confundido, pero sin atreverse a mirar atrás, se sentó en el asiento del conductor y reanudó la marcha.

*** Varios metros mas atrás, Lange y Schäfer volvían a su camión. Schäfer se detuvo. – ¡Herr Standartenführer! ¡Si Werner Krause descubrió que transportamos el oro del Reich, el resto de los soldados no tardará en saberlo! Lange contempló la oscuridad durante unos segundos y luego asintió lentamente. – Eso espero, Schäfer. Es lo que los distrae de nuestro verdadero propósito.

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1 Madrid Mañana del 21 de abril, 2004 Martín miró su reloj; no habían pasado más de treinta segundos desde la última vez que lo había hecho. Caminó a lo largo de la sala de reuniones, llegó hasta la pared, giró sobre sus talones y siguió caminando en sentido contrario. ¿Donde estás, Wilhelm? Dejó la sala de reuniones y se dirigió a la oficina de la secretaria de Wilhelm. Se asomó a la puerta. La secretaria estaba al teléfono y trabajando en su ordenador. Cuando vio a Martín en la puerta colgó el teléfono y negó con la cabeza. – Siempre llegando tarde… vamos a tener que despedirlo – bromeó Martín. La secretaria rió entre dientes. El Director era alemán y jamás llegaba tarde. Martín volvió a mirar su reloj. 9:57. Los clientes habían llegado varios minutos antes; era una reunión demasiado importante como para ser impuntual. Eso hacía la ausencia de Wilhelm especialmente extraña. Habían estado en su casa preparando la presentación hasta pasada la medianoche. ¿Se habría quedado dormido? No parecía probable; a sus ochenta años Wilhelm ya no dormía más de seis horas. Y sin duda media hora de insistentes llamadas a su casa y a su móvil tendrían que haberlo despertado. Entonces, ¿donde estaba? Maldijo en voz baja. Los clientes estaban esperando. – ¿Les ofreciste café? – preguntó Martín señalando la sala de espera. – Si, claro – respondió la secretaria. Estaba otra vez con el teléfono al oído. Martín asintió y le hizo señas de que cortara la llamada. Sacó su móvil y marcó el número de Wilhelm. El teléfono sonó una, dos, tres veces. – ¿No responde? – preguntó la secretaria. Martín negó con la cabeza. El teléfono seguía sonando. Vamos… vamos… Finalmente se escuchó un sonido al otro lado de la línea. Martín suspiró aliviado. – ¡Wilhelm! Pero su alivio duró poco. – Bienvenido al buzón de mensajes de… seis… nueve… tres… Martín cortó la llamada.

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– Mensaje de voz – anunció. – Consígueme el número de la casa. – Claro. La secretaria le pasó el número y Martín lo marcó rápidamente. Esta vez el teléfono ni siquiera llegó a sonar. – El número que usted seleccionó está momentáneamente fuera de servicio – dijo la grabación. Martín guardó el móvil; estaba claro que no iba a poder comunicarse con Wilhelm. Respiró hondo. No podía seguir haciendo esperar a los clientes. Tendría que hacer la presentación sin Wilhelm, o posponer la reunión. En realidad podía hacer la presentación sin Wilhelm; la presencia del anciano era mas bien simbólica, una forma de demostrar el compromiso de la empresa con este proyecto. Wilhelm seguía tomando las decisiones estratégicas, pero había delegado prácticamente todas las demás en Martín. Por otro lado, el anciano seguía imponiendo una presencia formidable. Martín, por el contrario, aparentaba menos de los treinta y seis años que tenía, y a pesar de que había perdido mucho peso en los últimos años seguía sintiéndose inseguro respecto a su imagen. Temía que los clientes no lo tomaran suficientemente en serio. ¿Qué haría Wilhelm? Lo animaría a seguir adelante, sin dudas; lo había apoyado en circunstancias mucho menos alentadoras. Indicó a la secretaria que continuara intentando comunicarse con el anciano. Respiró hondo y entró a la sala de espera sin vacilar, decidido a no dejar que los nervios le jugaran una mala pasada. Menos de una hora después, la reunión había concluido; todo había salido aún mejor de lo que Martín había esperado. Sonrió para sus adentros; Wilhelm estaría orgulloso de él. Acompañó a los clientes hasta la entrada, disculpándose por la inesperada ausencia del Director. La había justificado alegando un problema de salud sin importancia, por lo que le desearon una pronta mejoría. Pero Martín estaba lejos de sentirse tan tranquilo como aparentaba. Había pasado toda la reunión preguntándose dónde estaba Wilhelm, mirando hacia afuera de la sala cada pocos minutos; no había señales del anciano. Volvió a la oficina. La secretaria seguía intentando comunicarse por teléfono. – ¿Nada? – Nada… no he parado de llamarlo, pero no atiende. ¿Donde está Wilhelm? Martín comenzó a sentirse realmente preocupado. Wilhelm tenía una excelente salud, pero a su edad nunca se podía estar seguro. Un simple tropezón y una caída podían tener consecuencias graves. Se le aceleró el pulso. ¿Habría tenido algún accidente? Sacó el móvil. Volvió a llamar a la casa y el móvil del anciano y el resultado fue el mismo que antes. Hacía por lo menos dos horas que era imposible comunicarse con él. Martín lo había visto por última vez la noche anterior y parecía estar perfectamente saludable, pero eso no era garantía de nada. A pesar de que tenía un mal presentimiento, tenía claro lo que debía hacer. – Cancela mis reuniones del resto del día – dijo a la secretaria. – Voy a buscarlo a su casa. Tomó las llaves del coche y se dirigió al estacionamiento.

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2 Martín acercó el coche a la acera y antes de que se detuviera completamente ya había sacado la llave del contacto. Puso el freno de mano y saltó a la calle sin molestarse en bloquear las puertas. La casa de Wilhelm tenía un amplio jardín en el frente. Martín echó un vistazo a través de las rejas exteriores, pero no vio nada extraño. Caminó hasta los pilares de la entrada de coches. Oprimió el botón del timbre y lo escuchó sonar dentro de la casa. Esperó unos segundos pero no hubo respuesta. Suspiró y volvió a tocar el timbre, esta vez con mayor insistencia. Nada. A la distancia, la puerta del garaje parecía estar cerrada. Caminó unos pasos para tener mejor vista; a través del vidrio translúcido creyó distinguir las letras de la matrícula de un coche. Así que Wilhelm no había salido. El corazón de Martín se aceleró. ¿Habrá tenido algún problema de salud? Volvió a llamar al móvil de Wilhelm y a su casa; igual que antes, mensaje de voz y fuera de servicio. Intentó abrir la reja, pero estaba cerrada con llave. Miró hacia la casa y notó por primera vez que la luz que había sobre la puerta estaba encendida, probablemente desde la noche anterior. Eso quería decir que Wilhelm no la había apagado esa mañana. Se le hizo un nudo en el estómago. Quería creer que había alguna explicación para la ausencia de Wilhelm que no implicara una desgracia, pero a cada minuto aumentaba su sensación que algo andaba realmente mal. Observó las rejas exteriores. El muro no tenía más de un metro de altura y las rejas medían quizás un metro más. Podían impedir que algún perro se metiera en el jardín, pero no podían impedir que una persona se acercara a la casa si realmente se lo proponía. Para eso tiene alarmas en las puertas. Respiró hondo y se agarró a los barrotes. Trepó hasta el muro y luego hasta el tope superior de la reja, que afortunadamente no tenía púas. Se sujetó con ambas manos para mantener el equilibrio. Miró hacia ambos lados de la calle. No había nadie. Mejor así; sabía que estaba haciendo lo correcto, pero prefería no tener que dar explicaciones a algún vecino que lo viera. Bajó al jardín de un salto, caminó hacia el garaje y miró a través de los vidrios. Efectivamente, el coche de Wilhelm estaba dentro.

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Se dirigió a la puerta principal. Tocó el timbre, pero sabía que iba a ser en vano. Quizás tuviera que entrar por la fuerza. ¿Qué voy a hacer con la alarma? Golpeó la puerta, e inmediatamente lo invadió una oleada de miedo. Los golpecitos habían hecho que la puerta se abriera unos centímetros. Quedó paralizado en el umbral. Ya no tenía dudas de que algo andaba muy mal. Se le hizo un nudo en el estómago y lo invadió una pesada aprensión; comenzaba a imaginarse lo que iba a encontrar adentro. Combatiendo su impulso natural de alejarse empujó la puerta, que quedó abierta de par en par. La luz del vestíbulo estaba encendida, pero las habitaciones contiguas estaban a oscuras. Respiró hondo y dio un paso dubitativo hacia adentro. – ¿Wilhelm? – gritó. No hubo respuesta. Avanzó unos pasos más. – ¿Hola? ¿Hay alguien? ¿Hola? Aguzó el oído. La casa estaba completamente silenciosa, a tal punto que podía escuchar el zumbido de los electrodomésticos y el ruido lejano del refrigerador. Caminó unos metros hacia adelante, adentrándose en la oscuridad. Se detuvo unos pasos más allá; debía haber llegado a la sala de estar. Dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Llegó a percibir la silueta de los sillones, pero no podía ver nada más. Tanteó la pared y encontró un interruptor de luz. Lo accionó. – ¡Wilhelm! – gritó Martín. El ruido retumbó en el silencio de la casa vacía. Wilhelm estaba en el sofá, inmóvil. Sus brazos colgaban en un ángulo extraño. Y su cabeza estaba apoyada sobre una amplia mancha roja sobre el cuero blanco.

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3 Mediodía del 23 de abril, 2004 La profunda sensación de irrealidad que Martín había sentido durante los últimos días se agudizó cuando los operarios bajaron el ataúd con el cuerpo de Wilhelm a la fosa. Sentía que estaba viéndose a sí mismo en una película, una persona en una situación desconectada de la realidad. Wilhelm está muerto. Había una gran cantidad de gente en el entierro, pero la mayor parte eran empleados de la empresa. Martín había esperado ver familiares de Wilhelm; su jefe, amigo y mentor era muy reservado respecto a su vida personal, al punto que Martín no sabía siquiera si tenía familiares cercanos. A juzgar por su ausencia, parecía no tenerlos. El entierro marcaba el final de tres días extremadamente agitados y confusos para Martín. Primero el shock de encontrar a Wilhelm brutalmente asesinado; después la conversación inicial con la policía, el intento infructuoso de comunicarse con algún familiar de Wilhelm, ver el caso en la televisión (la prensa había decidido llamarlo “el crimen del empresario”), coordinar el velorio y el entierro con la empresa fúnebre, una entrevista más a fondo con la policía, el anuncio en la empresa, los resultados obvios de la autopsia, el velorio y ahora el entierro. Apenas había podido dormir y la cabeza le daba vueltas. Quizás con una buena noche de sueño pudiera empezar a volver a la normalidad. ¿Por qué esperar a la noche? Era apenas pasado el mediodía, pero el cuerpo de Martín claramente necesitaba un descanso. El sacerdote dijo unas palabras finales y la muchedumbre empezó a dispersarse. Martín quería ir directamente hacia su coche, pero varios empleados lo detuvieron para darle sus condolencias. Martín no dudaba de su autenticidad; Wilhelm era reconocido por todos como un director justo y honesto. Eso hacía su asesinato aún más extraño. Wilhelm no tenía enemigos. Pero según la policía, la puerta no había sido forzada, la alarma había sido desconectada y Wilhelm incluso había servido el té a su eventual asesino. Para la policía esto significaba que el culpable debía ser alguien cercano, pero Martín sabía que Wilhelm solo servía el té en ocasiones más formales; a un invitado, pero no a un familiar o un amigo. Martín continuó durante varios minutos estrechando mecánicamente la mano a quienes se le acercaban. Finalmente saludó a la última persona y comenzó a caminar en dirección a su coche. – Disculpe – dijo una voz detrás suyo. – ¿Martín Torres?

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Martín se dio vuelta. Unos pasos más atrás había un hombre calvo y de gafas, con aspecto de estar incómodo en su traje, que aferraba un sobre. Pareció indeciso durante unos instantes y luego se le acercó extendiendo la mano. – Mis condolencias. – Muchas gracias – dijo Martín. Le estrechó la mano y siguió caminando hacia el coche. – Soy el Doctor Alonso – dijo. – Soy el abogado del señor Wagner. Martín se detuvo, extrañado. Wilhelm nunca había mencionado a ningún Alonso; definitivamente no era el abogado de la empresa. – Tengo una carta para usted del señor Wagner. Tengo instrucciones de entregársela personalmente en la primera ocasión posible luego del fallecimiento del señor Wagner. Extendió la mano con el sobre. Martín sacudió la cabeza y lo miró incrédulo. – ¿Una carta de Wilhelm? ¿Para mi? Alonso asintió con la cabeza y estiró un poco más la mano. Martín tomó el sobre. – De nuevo, lamento su pérdida. Que tenga un buen día – dijo Alonso, y comenzó a alejarse. ¿Una carta de Wilhelm con instrucciones de entregármela luego de su muerte? No podía ser un testamento; existían protocolos legales para esas ocasiones. Tenía que ser algo personal. – ¡Espere! – le dijo. – ¿Desde cuándo tiene la carta? Alonso se detuvo y se tomó un tiempo antes de responder. – El señor Wagner le dio la carta a mi padre, el Doctor Alonso. Yo recibí la carta junto con las instrucciones cuando mi padre se retiró, hace alrededor de tres años. ¡Tres años! – ¿Wilhelm escribió esta carta hace tres años? Alonso se acomodó los anteojos, visiblemente incómodo. – No. No exactamente – carraspeó. – El señor Wagner cambió las instrucciones y el destinatario varias veces a lo largo de los años, pero la carta es la original. ¿Varias veces a lo largo de los años? – ¿De qué año es la carta original? – preguntó Martín. ¿Los 2000? ¿Será posible que sea de los ‘90? Pero no estaba preparado para la respuesta de Alonso. – Tiene sus años – le respondió riendo entre dientes. – Mi padre la recibió en 1967.

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4 Sentado en su coche, todavía en el cementerio, Martín daba vueltas al sobre. Una carta de Wilhelm. Escrita casi cuarenta años atrás. Para ser entregada luego de su muerte. Lo repitió una y otra vez en su cabeza, pero no logró que sonara natural. Por el contrario, sonaba difícil de creer. Siguió dando vueltas al sobre, sin decidirse a abrirlo. Tamborileó sobre el volante. ¿Qué está pasando? Martín cerró los ojos y respiró hondo un par de veces. Necesitaba pensar con claridad. ¿Qué podía contener el sobre? ¿Un testamento? No; lo tenían los abogados. ¿Planes para la empresa, consejos finales, una despedida? Tampoco; Wilhelm había escrito la carta cuarenta años atrás, mucho antes de conocerlo. Entonces el sobre no podía ser específicamente para él; lo importante eran los contenidos, no el destinatario. Sintió un escalofrío. ¿Un secreto? Wilhelm sabía algo que no quería llevarse a la tumba; pero que no debía salir a la luz mientras aún viviera. Un secreto que guardaba desde hacía cuarenta años. Martín se negaba a creerlo. No era posible. Sacudió la cabeza. ¿Para qué estoy especulando, si tengo la carta en mis manos? Y sin embargo, no se decidía a leerla. Tanteó el sobre. Parecía ser un sobre acolchado con burbujas en su interior. ¿Existían estos sobres hace cuarenta años? No importaba. Tenía que abrirlo. Tomó la punta del sobre con sus dedos– La melodía de su móvil lo trajo de nuevo a la realidad. Tras vacilar unos segundos, dejó el sobre en el asiento y atendió la llamada. – ¿Diga? – Buenas tardes, Torres, habla el Inspector Olivera. ¿Lo interrumpo? Martín tardó unos segundos en identificar al Inspector Olivera. Era uno de los policías que le había tomado declaraciones el día anterior. – No, no. ¿Cómo está, Inspector? ¿En qué lo puedo ayudar? – Nos gustaría que viniera a la comisaría unos minutos, tenemos algunas novedades que nos gustaría compartir. El corazón de Martín se aceleró. ¿Habrán encontrado al asesino?

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– Por supuesto, Inspector. ¿Cuando puedo pasar? – Nos gustaría que viniera ahora, Torres. Si fuera posible. Algo en la voz del Inspector hizo que Martín se sintiera incómodo; algo le dijo que no era una invitación amistosa. Miró el reloj. Intentó pensar en alguna excusa para posponer la visita, pero tenía la mente en blanco. – Por supuesto – dijo finalmente. – Llego en media hora. ¿Media hora está bien? – Media hora está bien, lo esperamos. No se demore, Torres – dijo el inspector y cortó la llamada. Martín se quedó unos segundos observando el móvil. El tono del inspector no había sido especialmente amigable; pero no podía rechazar una “invitación” de la policía. ¿Habrían encontrado al asesino? ¿Tendrían buenas noticias? ¿Tendrían malas noticias? El tono del inspector no le hacía pensar en ninguna de esas posibilidades. Tomó el sobre y lo dejó en la guantera. Mientras no supiera qué quería la policía ni qué contenía el sobre de Wilhelm, probablemente lo mejor fuera no mencionarlo. Con la sensación incómoda de no saber qué le esperaba, Martín encendió el coche y salió del estacionamiento en dirección a la comisaría.

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5 Martín observó la habitación. Era pequeña, sin ventanas; había una mesa, blanca, vacía; había dos sillas vacías del lado opuesto a donde estaba sentado; en una esquina, contra el techo, había una cámara. Esto no es una entrevista… es un interrogatorio. ¿Cuánto tiempo llevaba esperando? ¿Diez, quince minutos? “El inspector viene en unos minutos”, le habían dicho. Volvió a mirar alrededor y comenzó a tamborilear sobre la mesa pero se detuvo inmediatamente; ¿estarían observándolo para ver si estaba nervioso? Entrelazó las manos y decidió mantener la calma. La puerta finalmente se abrió y entraron dos policías; el primero era el Inspector Olivera. Detrás suyo venía un policía más joven, pelirrojo, que Martín no había visto el día anterior. – El oficial Palermo – lo presentó Olivera. Martín se levantó y les estrechó la mano. – Torres. Mucho gusto. Palermo le sonrió, apretándole la mano con demasiada fuerza. – ¿Café? – ofreció Olivera. – Si, gracias – dijo. ¿Policía bueno, policía malo? Estaban siendo demasiado obvios. Olivera salió de la habitación y Martín quedó a solas con Palermo. Palermo se sentó frente a él, le sonrió y no dijo nada. Martín simplemente bajó la vista. Tras lo que pareció una eternidad, Olivera volvió con tres vasitos de plástico que depositó sobre la mesa. Acercó uno a Martín. – Bueno, Torres – comenzó Olivera. – Nos gustaría que nos hablara de la mañana del miércoles. Martín arqueó una ceja. Ya les había contado todo, dos veces, el mismo miércoles. ¿Qué sentido tenía volver a contarlo? Quieren ver si cambio la historia. ¿Sería posible? ¿Podrían pensar seriamente que Martín estaba involucrado en el asesinato? Calma. Seguramente esto sea procedimiento de rutina, pensó, y lamentó no poder pensar en algo más convincente. Respiró hondo. No tengo nada que ocultar. Martín volvió a contar los acontecimientos del miércoles tan detalladamente como pudo. Empezó por la reunión del martes en la casa de Wilhelm; la reunión con los clientes a la que Wilhelm no había asistido; sus intentos fallidos de llamar a Wilhelm; el descubrimiento del cuerpo; su llamada a la policía.

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– …y en ese momento, me tomaron declaraciones por primera vez – terminó. Se acomodó en el respaldo de la silla. Olivera y Palermo lo miraban fijamente. Martín miró a uno y otro. ¿Esperan que diga algo más? Palermo habló por primera vez. Su voz era curiosamente aguda. – Pero usted sabía que Wagner estaba muerto. No era una pregunta. Era una afirmación. – ¿Disculpe? – Usted sabía que Wagner estaba muerto – repitió Palermo con idéntico tono de voz. – ¿Cómo…? ¡No! Claro que no. ¿Cómo iba a saberlo? – Exactamente – sonrió Palermo. Martín sacudió la cabeza. ¿De que están hablando? – No. No. Espere. Yo no tenía idea. ¿Cómo iba a saber? ¡Había visto a Wilhelm unas horas antes y estaba perfectamente bien! Palermo parecía satisfecho. Sacó una libreta de su chaqueta y pasó varias hojas, hasta que encontró lo que buscaba. – En la mañana del miércoles 21, el señor Wagner y usted tenían una reunión con representantes de otra empresa. ¿Correcto? – Sí, correcto. – El señor Wagner no llegó a tiempo a la reunión y usted decidió realizarla de todos modos. – Sí, es verdad – dijo Martín. ¿A dónde quieren llegar? Palermo consultó su libreta. – Pero según declararon sus visitantes, usted les informó que el señor Wagner tenía un problema de salud. Martín se quedó esperando una pregunta, pero Palermo se limitó a mirarlo sin decir nada. – Si, es así – dijo Martín finalmente. Palermo se inclinó hacia adelante. – ¿Y cómo sabía que el señor Wagner estaba muerto? Martín parpadeó unos segundos, sin entender. – ¿De que están…? Se detuvo en la mitad de la frase. ¿Palermo es estúpido, o está intentando atraparme en una contradicción? – No. No, no, no. Espere, espere. Yo no sabía que Wilhelm estaba muerto; como estaba llegando tarde a la reunión, les dije a los clientes que había tenido un problema de salud. Fue una excusa, simplemente una excusa para no decirles que Wilhelm había desaparecido – dijo Martín, e inmediatamente lamentó la elección de sus palabras. Se mordió el labio inferior. – ¿Desaparecido…? – sonrió Palermo. Reprimiendo el impulso de golpear a Palermo, Martín se echó hacia atrás, entrelazó las manos y respiró hondo. Tranquilo. Tranquilo. No hice nada malo, no tengo nada que ocultar. – No. Escuche. Yo no sabía que Wilhelm estaba muerto; no tenía forma de saberlo. Intenté comunicarme con él por todos los medios, pero no pude. Inventé una excusa para explicar su ausencia y en cuanto los clientes se marcharon, fui hasta la casa de Wilhelm porque te mía que hubiera tenido algún problema. “Algún problema”, pensó Martín amargamente. Asesinado en su propia sala de estar. Palermo no parecía del todo convencido. – Entonces fue una coincidencia.

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– Si, fue una coincidencia. Elegí la peor excusa posible, pero no tenía forma de saberlo. Fue una coincidencia. Palermo se acomodó en la silla y miró a Olivera, que hasta ese momento había estado silencioso. Olivera se inclinó hacia adelante y apoyó las manos sobre la mesa. – Encontramos huellas digitales, Torres. Ya descartamos a los familiares de Wagner, que además residen en el exterior. Estamos comparando con toda la base de datos y los resultados van a estar en pocos días. ¿Tiene alguna idea de a quién pueden pertenecer las huellas? – No – dijo Martín, y decidió cubrirse. – Pero es posible que encuentren huellas mías, el martes estuve en su casa preparando la reunión del miércoles. Y lo visitaba varias veces al año. Olivera y Palermo se miraron. – Encontramos huellas en el arma, Torres. – ¿Encontraron el arma? – preguntó Martín, sorprendido, e inmediatamente comprendió que había sido una reacción poco feliz. – ¡Estupendo! – Si, sin dudas. Y esperamos encontrar una coincidencia de las huellas en unos pocos días. Con cuidado. – Estupendo. Eso debería responder muchas preguntas, ¿no? – ¡Y demostrarles que no tengo nada que ver con esto! – Espero que me mantengan al tanto. Olivera asintió. Él y Palermo se levantaron al unísono. – Eso es todo, Torres. Es posible que volvamos a ponernos en contacto. ¿Es una forma de decirme que no me vaya demasiado lejos? Guiaron a Martín a la salida. Olivera estrechó su mano pero no la soltó y lo miró fijamente a los ojos. – ¿Hay algo más que quiera decirnos? ¿Alguna cosa que necesitemos saber? La carta de Wilhelm. – No, inspector. Pero si recuerdo algo, se lo comunicaré inmediatamente. Olivera mantuvo su mirada fija un segundo más y finalmente le soltó la mano. – Buenas tardes, Torres. Luego se dio media vuelta y volvió a la comisaría. Martín se quedó de pié en la acera, sin saber que hacer ni que pensar. ¿Realmente era posible que la policía sospechara de él? Volvió al coche e inmediatamente abrió la guantera; la carta de Wilhelm seguía allí. Desde el asesinato de Wilhelm había cada vez más incógnitas. Era hora de empezar a buscar algunas respuestas.

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6 – ¿Qué opina, Palermo? – preguntó Olivera. Palermo se encogió de hombros. – No lo sé. No se quebró y por momentos pareció realmente sorprendido. – Es cierto. Tengo que reconocer que su técnica es poco convencional pero parece bastante efectiva. – Gracias, señor. – Y sin embargo… tengo la impresión de que Torres no nos está contando toda la verdad. – ¿Cree que esté involucrado, señor? – No estoy seguro, Palermo. Vamos a ver qué pasa con los resultados de las huellas. Palermo sonrió. – Todo sería más sencillo si realmente tuviéramos el arma, ¿no? – Nunca es tan fácil – suspiró Olivera. – Muchos casos se resuelven por pequeños detalles que son fáciles de ignorar si uno no está atento. Nunca es tan sencillo como tener las huellas del asesino. – Si, señor. Quedaron en silencio. – Tenemos que ver qué hace ahora. Si está nervioso o no. Ponga alguien a vigilarlo, Palermo.

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7 Tarde del 24 de abril, 2004 Martín se sentó en el sofá de su sala de estar, donde seguía el sobre de Wilhelm, cerrado, exactamente donde lo había dejado el día anterior. Había pasado el resto del viernes y la mañana del sábado buscando excusas para posponer el momento de abrirlo. Sabía que iba a hacerlo tarde o temprano, pero solo pensarlo le generaba una gran aprensión. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo se sintió avergonzado y decidió abrirlo de una vez. Tomó unas tijeras e hizo un corte en uno de los lados del sobre. Efectivamente era un sobre acolchado con burbujas de aire. Con mucho cuidado hizo otro corte más profundo; no sabía qué contenía el sobre, pero fuera lo que fuera no quería dañarlo. Extrajo el contenido y lo depositó sobre la mesita. Había una hoja de papel y un sobre más pequeño. El sobre atrajo su atención de inmediato. Era de cartón o de papel muy grueso y olía a viejo. La solapa estaba cerrada con un llamativo sello de cera roja. Al trasluz pudo distinguir las letras WK en relieve. Wilhelm Karl. Wilhelm siempre insistía en usar sus dos nombres. Se recostó en el sillón, pensativo. Le pareció extraño imaginar a Wilhelm usando un sello de cera. Wilhelm no era una persona anticuada; por el contrario, era muy moderno para su edad. Le fascinaba el correo electrónico. Observó nuevamente el sello de cera. No conozco a Wilhelm tanto como creía, pensó con tristeza. Dejó el sobre sobre la mesa y tomó el papel. El papel era bastante más nuevo que el sobre; tenía un diagrama y varias anotaciones escritas a mano. La letra era de Wilhelm, sin ninguna duda. Observó el diagrama. Le resultó vagamente familiar, pero no logró identificarlo. Era un semicírculo del que salían siete líneas, como si un niño hubiera dibujado el sol ocultándose en el horizonte. A la derecha del semicírculo estaban escritas las letras TP. Dentro del semicírculo había un círculo más pequeño señalado con un asterisco, y debajo del diagrama había otro asterisco con instrucciones: Primer sábado, 15:00. Primer domingo, 15:00. Primer y tercer domingo de cada mes, 15:00.

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Estudió las instrucciones; aparentemente se referían al día y hora de… ¿de que? Empezó a sentirse frustrado. Si interpretaba el diagrama de forma literal parecía ser la fecha y hora de una puesta de sol, pero sabía que era una idea absurda. Martín suspiró. El sol y un círculo. TP. ¿Por qué le resultaba familiar? Había esperado que la intención de Wilhelm fuera clara una vez abierto el sobre, pero por el contrario, se sentía cada vez más confundido. ¿En qué me estás metiendo, Wilhelm? ¿Qué secreto tenías entre manos? Volvió a mirar el diagrama. Si las instrucciones señalaban una fecha y una hora, el diagrama tenía que señalar un lugar. Pero en lugar de un mapa, parecía la caricatura de un sol. Y súbitamente, Martín se echó a reír. ¡Por supuesto! Es un esquema de la Puerta del Sol. El centro neurálgico de Madrid. Las letras TP se referían al icónico edificio Tío Pepe. El círculo interior representaba la fuente y el asterisco señalaba un punto a la derecha de la fuente; un banco de la plaza, probablemente. ¿Alguna vez Wilhelm mencionó la plaza? Martín se esforzó por recordar alguna historia, alguna anécdota, algún recuerdo que lo relacionara con la Puerta del Sol. No se le ocurrió nada. Todavía tenía que comprender las referencias a días y horas. La interpretación más evidente del mensaje era que tenía que ir a la Puerta del Sol, al lugar señalado por el asterisco, el “primer sábado”… ¿del año? ¿Del mes? Faltaba una semana para el primer sábado del siguiente mes. La espera va a ser intolerable. ¿Para qué quería Wilhelm que estuviera en ese lugar en particular, en ese momento en particular? Solo se le ocurrió una idea: para encontrarse con alguien más. Las instrucciones no mencionaban el sobre ni a la otra persona; quizás su contenido explicara qué se suponía que tenía que hacer. Volvió a tomar el sobre y llevó un dedo al borde, dispuesto a abrirlo, pero se detuvo. ¿Y si esto es peligroso? Le sorprendió no haberlo pensado antes. Confiaba en Wilhelm. Pero Wilhelm había sido asesinado, posiblemente por alguien que lo conocía bien. Por otro lado, se había tomado mucho trabajo para lograr que este sobre llegara a manos de Martín en caso de su muerte, y había mantenido su existencia en secreto hasta entonces. Su estómago dio un vuelco y sintió frío en las manos. El sobre está directamente relacionado con la muerte de Wilhelm. Sintió la fuerte tentación de quemar el sobre, destruirlo, fingir que nunca lo había recibido y continuar con su vida. Pero rechazó la idea. Wilhelm había estado a su lado durante la época más oscura de su vida. Ahora le había encomendado una última tarea; no podía defraudarlo. Se detuvo unos segundos y respiró hondo. Tenía que pensar con claridad. Quizás lo mejor fuera encontrarse con la otra persona y entregarle el sobre cerrado, y nunca enterarse de su contenido. El sobre dentro del sobre sugería que la intención de Wilhelm no había sido dejarle un mensaje, sino utilizarlo como intermediario. Voy a tener que ir a la plaza. Martín suspiró resignado. Y voy a estar una semana sin saber qué está pasando. Volvió a leer las instrucciones. ¿O quizás no? “Primer sábado”. Wilhelm se había asegurado de que Martín leyera las instrucciones al poco tiempo de su muerte. “Primer sábado luego de mi muerte”. Martín sintió un escalofrío. Hoy. Miró el reloj. Faltaban casi media hora para las tres de la tarde. Con la garganta súbitamente seca y el corazón latiéndole rápidamente, tomó las llaves del coche y salió de su piso.

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8 Martín dejó el coche en un estacionamiento a pocas manzanas de la Puerta del Sol y comenzó a caminar. Era una soleada tarde de primavera, con una temperatura muy agradable. A pesar de eso, sentía tanto frío que había tenido que abrigarse. Faltaba muy poco para las tres de la tarde, la hora indicada para el encuentro. Ya estaba a poco más de media manzana de la plaza, pero había llegado sin tener nada claro cómo proceder. Se detuvo en el cruce peatonal, e intentó improvisar algún tipo de estrategia. La Puerta del Sol tenía forma semicircular; Martín estimó que tendría unos doscientos metros de punta a punta. La plaza estaba rodeada de edificios y la atravesaban varias calles. Varios metros más abajo se encontraba una de las estaciones de metro más transitadas de la ciudad; había bajadas en los dos extremos. La fuente estaba aproximadamente en el medio de la plaza, por lo que daba igual desde qué dirección se acercara. El semáforo volvió a cambiar. Cruzó hacia la plaza. El clima inusualmente benigno había atraído gran cantidad de personas, a tal punto que no llegaba a ver la fuente. Por un lado, esto le daba cierta sensación de seguridad; por otro lado, no iba a ser sencillo encontrar a su contacto. Es como buscar una aguja en un pajar, y sin saber qué aspecto tiene la aguja. Miró el reloj. Todavía no eran las tres de la tarde. Dio una vuelta rápida alrededor de la fuente. Esquivó a unos niños que correteaban y reían. Pasó al lado de una pareja de ancianos que caminaban lentamente apoyados en sus bastones. Tuvo que apartarse medio metro cuando un perro saltó en su dirección, justo antes de que su dueña lograra controlarlo con la correa. Lo único que me falta para tener una semana perfecta es que me muerda un perro. Extrajo el diagrama, le dio un vistazo y volvió a guardarlo. Suspiró y se dirigió hacia el banco señalado con un asterisco. El banco estaba ocupado por dos niñas de cuatro o cinco años y una señora mayor de pelo blanco. Las tres estaban conversando animadamente. ¿Sería posible que su contacto fuera la señora? No tener la menor idea de con quién debía encontrarse le resultaba muy frustrante. Puede ser cualquiera. Quizás la otra persona lo reconociera a él. ¿O se suponía que Martín debía iniciar el contacto? Sacudió la cabeza. Esto parece una película de espías. Mi nombre es Torres, Martín Torres. ¿Dónde aprenden estas cosas los espías?

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Varios metros más allá había otro banco. Un hombre calvo, con barba de candado y una camiseta sin mangas leía una revista. A su lado quedaba suficiente espacio para sentarse sin que resultara incómodo, y desde allí podía observar el banco indicado en el diagrama. El hombre lo miró a los ojos. Martín hizo un esfuerzo por mantenerle la mirada; sus ojos eran de un color azul penetrante. Luego de unos segundos el hombre bajó la vista y continuó leyendo la revista con expresión aburrida. Martín decidió tomar la iniciativa. Esto no puede ser tan difícil. ¿Qué edad podía tener la otra persona? ¿Sería joven o vieja? Probablemente fuera mayor, de la edad de Wilhelm. ¿Hombre o mujer? ¿Un viejo amigo? ¿O quizás un viejo amor? Miró alrededor. Una pareja de turistas tomando fotos, una muchacha joven trotando, una señora inclinada en el borde de la fuente, más niños acompañados de sus padres o sus abuelos. De pronto volvió a sentir frío en las manos y los sonidos de la plaza parecieron desvanecerse. Su mirada se detuvo. De pie, inmóvil entre la gente que iba de un lado al otro, había un hombre de gabardina oscura y sombrero anticuado que miraba en su dirección. Parecía completamente fuera de lugar en aquella tarde de primavera. Tiene que ser él. Martín se le acercó lentamente. El hombre continuó observándolo con expresión inescrutable. Se detuvo a un metro del hombre. Éste lo miró, se acomodó las gafas y frunció el ceño, pero no se movió. No me lo estás haciendo fácil. Extendió la mano y avanzó hacia el hombre. – Buenas tardes. El hombre pareció sorprendido por un instante, pero sacudió su mano con firmeza y sin dejar de mirarlo a los ojos. – Buenas tardes. – No nos conocemos… – De eso estoy seguro – repuso el hombre con una leve sonrisa. – …no nos conocemos, pero tengo un mensaje para usted. Es de una persona que significaba mucho para mí, pero que desgraciadamente ahora está… ya no está. Su última voluntad fue que usted recibiera este mensaje. El hombre lo miraba expectante. Martín extrajo el sobre sellado y se lo ofreció. El hombre dudó un instante, extendió la mano y tomó el sobre. Lo observó de ambos lados. Pasó un dedo sobre el sello de cera y lo estudió con detenimiento. – WK – dijo satisfecho. Luego se dirigió a Martín. – No me dijo su nombre, joven. – Martín – le respondió, reprimiendo el impulso de volver a extender la mano. – Martín – repitió, como estudiando el sonido de su nombre. – Mucha gente se hubiera ahorrado el trabajo de entregar este mensaje. Pero usted no, Martín; usted es una persona de confianza. Levantó el sobre. – ¿Sabe lo que significa esto? – No, señor. El hombre asintió lentamente con la cabeza. – Esperaba que pudiera decírmelo. – Miró el sobre, pensativo. – ¿Al menos sabe qué significa WK? ¿Son las iniciales de la persona que lo envió? Martín tardó unos instantes en asimilar la pregunta. – Wilhelm… Wilhelm Karl Wagner – balbuceó.

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– Wilhelm Karl Wagner… – repitió lentamente el hombre. – …nunca oí hablar de él. ¿Usted sabrá por qué quiso dejarme un mensaje? ¿Y usted,… Martín… por qué no me llamó por teléfono? – El hombre parecía ahora muy confundido. – Pero espere… ¿como sabía que yo estaba en la plaza? ¿Me está probando? ¿Está intentando decirme algo? Escuchó la voz de una mujer a sus espaldas. – Ya estoy lista, querido. Martín se dio vuelta. Era la señora que había visto inclinada sobre la fuente. – ¿Quién es este joven, querido? – Este joven tiene un mensaje de Wilhelm Karl Wagner. – ¿De quién? El hombre suspiró. – Esperaba que tú lo conocieras. Lentamente, Martín comprendió que había cometido una gran equivocación. – Le pido disculpas, caballero – le dijo rápidamente. – Hubo un malentendido; este sobre no es para usted. Discúlpeme, lo confundí con otra persona. Trágame, tierra. El hombre le sonrió amablemente y le devolvió el sobre. – No se preocupe, joven. Espero que pueda encontrar a la persona correcta. – Se dirigió a la señora. – ¿Cariño? La señora lo tomó del brazo y se alejaron caminando sin prisa, disfrutando de la tarde de primavera. Estúpido. Estúpido. Había estado a punto de darle el sobre, la última voluntad de su mentor, a un desconocido. Había hecho el ridículo. Había incomodado a varias personas. ¿Qué más podía hacer? Seamos positivos. Por lo menos no me mordió el perro. Sintiéndose molesto consigo mismo, guardó el sobre y emprendió el camino de retorno al coche.

*** Unos metros mas allá, el hombre de la barba candado esperó a que Martín estuviera a una distancia prudente. Luego dejó la revista en el banco, se levantó y comenzó a seguirlo, intentando no perderlo entre la multitud pero sin acercársele demasiado. Sébastien rió para sus adentros, satisfecho. Martín lo había mirado directamente a los ojos, pero no se había dado cuenta de que lo estaba siguiendo.

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9 Martín se dejó caer en el sofá, frustrado. Tiró el sobre sobre la mesa y lo lamentó inmediatamente. La culpa no es de Wilhelm. Permaneció varios minutos inmóvil en la misma posición en la que había caído, mirando a ninguna parte, repasando una y otra vez la experiencia de la plaza. ¿Qué había salido mal? Había ido al lugar correcto; de eso no tenía dudas. De todas formas verificó nuevamente el diagrama: la forma de la plaza, el número de calles que salían de ella, la fuente, TP. No podía ser coincidencia. ¿Pero había ido en el momento correcto? Eso estaba mucho menos claro. Volvió a leer las instrucciones: Primer sábado, 15:00. Primer domingo, 15:00. Primer y tercer domingo de cada mes, 15:00.

Había distintas formas de interpretarlas. Había pensado que Wilhelm se refería al primer sábado y domingo luego de su muerte, ya que el abogado había insistido en la urgencia del mensaje; pero también podía referirse al primer sábado y domingo del mes. O del año. O de cualquier otra cosa. Pero entender las instrucciones no sirve para nada… si la otra persona no las interpreta de la misma manera. Quizás había sido la otra persona quien había faltado al encuentro. Si quería tener éxito, iba a tener que volver a la plaza el domingo – mañana – y también el primer sábado y domingo del mes, y también el primer y tercer domingo de cada mes,… O quizás la otra persona había faltado al encuentro contra su voluntad. Quizás estaba en otra ciudad o incluso otro país y simplemente no había llegado a tiempo. Al fin y al cabo, no sabía absolutamente nada sobre la otra persona. Había otra posibilidad más preocupante. Quizás la otra persona lo había estado observando. Si era así, ¿por qué no se había acercado a él? Se le revolvió el estómago. Quizás la otra persona no se había acercado a él porque era demasiado peligroso. Tenía que volver a la plaza, pero antes necesitaba saber en qué se estaba metiendo. Sin darse tiempo a arrepentirse, quebró el sello y abrió el sobre.

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10 Con los restos del sello de cera en los dedos, Martín comprendió que había cruzado una línea sin vuelta atrás. Iba a conocer la última voluntad de su antiguo jefe y mentor, escrita cuatro décadas antes. Introdujo la punta de los dedos en el sobre. Avanzó con delicadeza hasta que sintió el contacto del papel. Lo extrajo cuidadosamente. Era una hoja doblada en cuatro. Tenía un tono amarillento y parecía frágil al tacto; a Martín no le costó creer que tenía cuarenta años. El lado exterior estaba en blanco, pero las marcas y el relieve permitían adivinar que el lado interior estaba escrito a máquina. La respuesta a todo este misterio. Abrió el primer pliegue de la hoja. Contuvo el aliento de forma involuntaria, tragó saliva y abrió el segundo pliegue. Martín se quedó inmóvil observando la hoja, sin entender lo que estaba viendo. Lo invadió una sensación de confusión, seguida de una profunda desolación. Estaba preparado para prácticamente cualquier cosa, menos esto. Ante los ojos de Martín había una secuencia incomprensible de letras mayúsculas separadas en columnas: ZLAX OQMJ EYEV ISVE SXNV FLTF EIBK ZTZH ZNLN NUWI DRQS IZDP PVNS LNOZ XSYP OUSS UPGX EFOA CKWP LGKT RKLE PCRS

YPRC GYLN BKJI XHEV JWNS VJWY LRMK RIYH BTHS SONP UWJJ WNPN UJCR CFPI EXFL BGQS YWMW JLRA XSUT NAHR CXIP EOGV

TGAU ANAD VMUM SULB EPHV NXKR MHJP FVHN XFNQ LJYT EQFF IJYS WVDU JSFA LNIG MUYS EUFG KKYQ FBJD YPXS ZENK TVIY

IQQD MJBP VWLU KBHA NMUO WVCG FNYL PIII VRIO RXPB ZQSN QLXW MODU ZICB XKRM VIVN BVVV NTUU RANU QQPX INQY AOIO

ECAM EODY VHDE NCYS IDQY KWHC RRUS GTPO EMYY FUJY DXQB ZOKE GSIY RLIZ GHZX URHU ODKF OHPA SABY LLIH QISP TCUY

ZBOM UYDH LDNV IYBG VBIA JFSP RCJU VGDA DNQD RJMB XMPJ HWEY SJOE YSXE EGYX UNDJ ODFS SDZO ATWF CXVT GWBX UACV

PCPH BHUE MVRQ BLFK RQTD BWLU BDXP AZZR YGEN LCHY KUGA PWNT MYYI ZAPX JOLL EDHM QRNJ TKFL QOXG OINP LPAA OIRV

Gabriel Gambetta – La Semilla Dorada PALF SELM AAPE GYPL

JIKS DNMO VZQR JNYE

ADJT HHDD UIYX JLXV

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CGEQ OMCU TRVK IOQO ZRZG IHEQ ZLGJ BJUS KYLN YQIF YIKJ LKYR UDJY

Esto no va a ser tan sencillo como esperaba. Leyó las letras de atrás hacia adelante, de arriba hacia abajo y en columnas; no reconoció ninguna palabra. Miró la hoja al trasluz; no notó nada extraño. Volvió a estudiar el sobre, esta vez con más detenimiento. Comprobó que estaba vacío. Buscó alguna inscripción oculta del lado de adentro – a esta altura, nada le hubiera sorprendido – pero no encontró ninguna. Suspiró resignado. Una hoja llena de letras sin sentido, eso es todo. Evidentemente el mensaje estaba codificado de alguna manera. Martín no era ningún experto en el tema, pero sabía que existían códigos que hasta un potente ordenador podía tardar años o incluso siglos en descifrar. Era realmente sorprendente que Wilhelm lo hubiera involucrado en algo así; pero cuanto más misteriosa se volvía, más se convencía Martín de la importancia de la tarea que tenía entre manos. Wilhelm debía de haber tenido excelentes razones para haber actuado de forma tan extraña. Instrucciones crípticas, mensajes codificados, y quizás todo esto sea peligroso. ¿En qué se estaba metiendo? Se sintió derrotado. Contempló la hoja, impotente. Pero sabía que no podía rendirse. ¿Qué puedo deducir de la hoja? Era una hoja escrita a máquina. Según el abogado, el sobre llevaba casi cuarenta años cerrado y el estado del papel parecía confirmarlo. De pronto se sintió animado. Hace cuarenta años no existían códigos tan complejos, ni ordenadores demasiado potentes. Wilhelm seguramente hubiera realizado la codificación él mismo, y probablemente la hubiera hecho a mano. Recordó haber escuchado que en la antigüedad Julio César enviaba instrucciones codificadas a sus generales, para evitar que cayeran en manos de sus enemigos. Gracias, History Channel. Dejó la hoja sobre la mesa y tomó el portátil. Rápidamente encontró un artículo que describía el método en detalle. Había sido inventado dos mil años atrás, y afortunadamente era muy sencillo. Para codificar un mensaje alcanzaba con sustituir cada letra con aquella tres posiciones más adelante en el alfabeto: la letra “A” se convertía en una “D”, la “B” se sustituía por la “E”, y así sucesivamente. Tomó una hoja de papel, escribió su nombre, y realizó el procedimiento: MARTIN PDUWLQ

Así, “Martín” se convertía en “Pduwlq”. ¡Estupendo! Continuó leyendo. Descifrar el mensaje era tan sencillo como deshacer la sustitución, cambiando la “D” por la “A”, la “E” por la “B”, y el resto de las letras de igual manera: MARTIN PDUWLQ MARTIN

Martín sonrió. Quizás la hoja con letras sin sentido no era más que un mensaje codificado de esta manera y separado en columnas. Con el corazón acelerado, copió las primeras letras del mensaje:

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ZLAX YPRC TGAU IQQD

Aplicó el procedimiento de descifrado, copiando el resultado en la siguiente línea. Observó el papel. Donde había esperado que apareciera un mensaje de Wilhelm, sólo habían aparecido más letras sin sentido: ZLAX YPRC TGAU IQQD WIXU VMOZ QDXR FNNA

¿En qué me equivoqué? Volvió a leer el artículo que describía el cifrado César y descubrió que las esperanzas todavía no estaban del todo perdidas. El cifrado inventado por César sustituía cada letra por aquella tres posiciones más adelante en el alfabeto, pero el método era igualmente efectivo si utilizaba una separación de dos posiciones, convirtiendo la “A” en “C” y la “B” en “D” – o cualquier otra. Decidió probar con dos letras de separación, convirtiendo “Martín” en “Octvkp”. Lo intentó nuevamente con el mensaje de Wilhelm: ZLAX YPRC TGAU IQQD XJYV WNPA REYS GOOB

Suspiró decepcionado. La clave tampoco funcionaba. Por supuesto, con veintiséis letras en el alfabeto, había veinticinco códigos posibles y él había descartado solo dos de ellos. Esto me va a llevar un rato.

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11 Tres horas más tarde, Martín terminó de probar la última combinación. Una vez más, obtuvo una secuencia de letras sin sentido. Dejó la hoja y el mensaje sobre el sofá y fue hasta la cocina a prepararse un café. Movió el cuello en círculos; la tensión comenzaba a causarle una contractura. Evidentemente se había equivocado: Wilhelm no había utilizado un cifrado César. De todas formas tenía que haber utilizado un cifrado sencillo, ya que seguramente había codificado el mensaje a mano. Y tenía que ser un cifrado inventado hacía más de cuarenta años. No podía ser muy difícil. Volvió al sillón con su taza de café, tomó el portátil y se dispuso a leer un poco más so bre criptografía. Poco después descubrió un método de cifrado llamado “libreta de un solo uso”. Era exactamente lo que estaba buscando: había sido inventado en 1917 y podía ser realizado a mano de manera sencilla. Pero para su sorpresa, los matemáticos habían demostrado que el cifrado era completamente imposible de descifrar a menos que se tuviera la clave. No podía dar crédito a lo que acababa de leer. Repasó detenidamente la explicación, con la esperanza de haberse equivocado, pero no había lugar a ambigüedades: “Si la clave de cifrado se mantiene en secreto, está matemáticamente demostrado que el método de la libreta de un solo uso es inviolable.” Volvió a leer el artículo entero, intentando desesperadamente comprender cómo un método sencillo inventado cien años atrás no podía ser descifrado, ni siquiera por las supercomputadoras mas modernas. Luego de leer cuidadosamente el artículo un par de veces creyó haber entendido el funcionamiento del método. La idea era dividir el mensaje en dos partes, de forma tal que teniendo las dos partes era posible reconstruir el mensaje original. Para esto se utilizaba una sencilla tabla: ABCDEFGHIJKLMNOPQRSTUVWXYZ Aabcdefghijklmnopqrstuvwxyz Bbcdefghijklmnopqrstuvwxyza Ccdefghijklmnopqrstuvwxyzab Ddefghijklmnopqrstuvwxyzabc Eefghijklmnopqrstuvwxyzabcd Ffghijklmnopqrstuvwxyzabcde Gghijklmnopqrstuvwxyzabcdef Hhijklmnopqrstuvwxyzabcdefg Iijklmnopqrstuvwxyzabcdefgh Jjklmnopqrstuvwxyzabcdefghi

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Kklmnopqrstuvwxyzabcdefghij Llmnopqrstuvwxyzabcdefghijk Mmnopqrstuvwxyzabcdefghijkl Nnopqrstuvwxyzabcdefghijklm Oopqrstuvwxyzabcdefghijklmn Ppqrstuvwxyzabcdefghijklmno Qqrstuvwxyzabcdefghijklmnop Rrstuvwxyzabcdefghijklmnopq Sstuvwxyzabcdefghijklmnopqr Ttuvwxyzabcdefghijklmnopqrs Uuvwxyzabcdefghijklmnopqrst Vvwxyzabcdefghijklmnopqrstu Wwxyzabcdefghijklmnopqrstuv Xxyzabcdefghijklmnopqrstuvw Yyzabcdefghijklmnopqrstuvwx Zzabcdefghijklmnopqrstuvwxy

Para separar una letra en otras dos bastaba con elegir cualquiera de sus apariciones dentro de la tabla, y luego tomar nota de letra en el extremo de la fila y la columna donde se encontraba. Tomó un papel y escribió su nombre. Eligió la letra M en la fila R y la columna V de la tabla y las escribió debajo de la M. Luego realizó el mismo procedimiento con el resto de las letras: MARTIN RXLDXK VDGQLD

Contempló el resultado: había logrado separar la palabra original, “Martín”, en otras dos palabras, “rxldxk” y “vdgqld”; dos palabras sin sentido y sin ningún parecido con la palabra original. Decodificar la palabra original era muy sencillo; bastaba con decodificar cada letra consultando la tabla. En la fila R y la columna V estaba la letra M, la primer letra de la palabra original; en la fila X y la columna D había una A; y así sucesivamente. Martín asintió lentamente. El método era extremadamente sencillo, pero a su vez era absolutamente seguro: era imposible descifrarlo a menos que se tuvieran las dos mitades del código. Y evidentemente Wilhelm sólo le había dejado una de las dos mitades. Reflexionó unos instantes sobre lo que esto implicaba y súbitamente lo invadió la euforia. A Martín ya no le cabía ninguna duda de que debía encontrarse con otra persona en la plaza. Y estaba dispuesto a apostar que la otra persona tenía un sobre igual al suyo, con una página llena de letras sin sentido. La otra mitad del mensaje. La clave.

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12 Tarde del 25 de abril, 2004 Martín caminó hacia la plaza con un paso mucho mas rápido que el día anterior. Se detuvo al llegar al semáforo y contuvo el impulso de estirar los brazos. Tenía la espalda dolorida; le había resultado muy difícil dormir y la mañana del domingo se le había hecho eterna. Frotó las manos contra el pantalón. Estaba ansioso. Era plenamente consciente de que podía estar involucrándose en algo peligroso; pero la excitación que le generaba haber descubierto – parcialmente – la forma de descifrar el código era suficiente como para que no dudara en arriesgarse. El semáforo finalmente se puso en verde y Martín atravesó la calle prácticamente corriendo. Se dirigió directamente hacia la fuente. La tarde del domingo era tan agradable como la anterior y una cantidad considerable de gente había decidido ir a la plaza. Al acercarse a la zona de la fuente, Martín aminoró la marcha y comenzó a mirar alrededor. Nuevamente había gente de todas las edades; niños jugando, seguidos unos metros más atrás por sus padres; parejas de jóvenes enamorados; ancianos paseando lentamente, disfrutando del buen tiempo. ¿Quién no encaja en este panorama? Martín realizó un amplio círculo alrededor de la fuente, caminando despacio, intentando pasar inadvertido entre la multitud. Esperaba no volver a encontrarse con el anciano de la tarde anterior. Prestó especial atención al banco señalado con un asterisco en el diagrama. Estaba ocupado por un hombre de mediana edad que no parecía estar haciendo nada en especial, pero que por alguna razón no coincidía con la imagen que Martín tenía de su contacto. Decidió no acercarse; la experiencia de la tarde anterior no había sido buena. Su entusiasmo comenzó a bajar. La excitación de tener un puzzle entre manos le había llevado a pensar que el encuentro iba a ser más sencillo, pero por ahora no era así. Encontró un lugar donde sentarse a veinte metros del banco, desde donde podía observar al hombre sin llamar la atención. ¿Y si no aparece nadie? Empezó a preocuparse. Había llegado a convencerse de que estaba en el camino correcto, pero las dudas volvieron a invadirlo. Miró la hora. 15:20. ¿Qué podía hacer? Tenía la mitad del código, pero no podía descifrar el mensaje sin la otra mitad; y la otra mitad estaba en manos de un completo desconocido. Estaba razonable-

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mente seguro de que tenía que encontrarse con la otra persona en la plaza, pero no estaba tan seguro acerca de la fecha o la hora del encuentro. Puedo abandonar esto… irme a casa y fingir que esto nunca sucedió. Sacudió la cabeza. Sabía que no era posible. Por un lado, no quería defraudar a Wilhelm; por otro, era incapaz de dejar un acertijo sin resolver. Pero si no lograba hacer contacto hoy, ¿que iba a hacer? ¿Seguir visitando la plaza dos veces por mes? No puedo seguir haciendo esto por el resto de mi vida. Me volvería loco. Pero al levantar la vista sus dudas se disiparon al instante. Caminando en pequeños círculos cerca del punto de encuentro, sin decidirse a sentarse en el banco, había una mujer. Llevaba pantalones y una camisa floja y se aferraba a su bolso con las dos manos. Completamente fuera de lugar. La mujer se detuvo frente al banco y por un momento Martín pensó que iba a hablar con el hombre que estaba sentado, pero pareció cambiar de idea. Dio media vuelta, caminó tres o cuatro pasos alejándose del banco y se detuvo. Miró a la izquierda, luego a la derecha; suspiró, caminó unos pasos hacia la derecha y se detuvo nuevamente. Sé exactamente por lo que estás pasando. Martín se levantó y caminó lentamente en dirección a la mujer. Hizo un esfuerzo por no apurarse; por más que la actitud de la mujer era prometedora, de un momento a otro podía aparecer su marido o su hijo y explicar perfectamente su comportamiento. Pero la mujer seguía mirando de un lado al otro, dando pasos cortos. Martín continuó acercándose cautelosamente. Cuando sólo los separaban unos pocos metros, la mujer finalmente pareció notarlo; se quedó quieta, observándolo expectante. Era más joven de lo que había juzgado a la distancia; tendría entre 35 y 40 años. Tenía el pelo oscuro, rizado, y sus ojos parecían pequeños a través de los cristales de sus gafas. No le pareció atractiva. Martín suspiró aliviado; sabía lo irracional que podía ponerse por una “damisela en apuros” y recordaba los graves problemas que esto le había causado en el pasado. La mujer estaba inmóvil pero Martín observó que tenía los nudillos blancos de tanto apretar su bolso. Probablemente esté más nerviosa que yo. – Buenas tardes – dijo Martín y le sonrió para hacerla sentir mejor. – Buenas tardes. – La mujer le devolvió una sonrisa tímida pero cautelosa. ¿Acento extranjero? – Tengo… – comenzó a decir Martín. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó el pequeño sobre con el sello de cera. – Tengo esto. La expresión de la mujer se suavizó inmediatamente y Martín tuvo la impresión de que todos sus músculos se relajaban. Se le dibujó una gran sonrisa en la cara. Introdujo la mano en el bolso y dejó entrever un objeto pequeño; Martín tuvo que mirarlo un par de segundos para convencerse de que era un sobre con un sello rojo, idéntico al que tenía en su poder. Suspiró aliviado y también sonrió. – Las instrucciones no eran nada claras, ¿verdad? La mujer rió. – No, realmente no. Me preocupaba venir desde Alemania y no encontrar a nadie. Pero aquí estamos, ¿no? – Aquí estamos – dijo Martín. Le extendió la mano. – Martín. – Anna. – Su apretón de manos resultó más firme de lo que Martín esperaba. – Encantado.

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– Lo que yo no entiendo es… ¿donde está la Puerta del Sol? Esto es una plaza. No hay ninguna puerta. – Señaló hacia la izquierda. – Más allá está la Puerta de Alcalá. Pero aquí no hay ninguna puerta; ¿por qué se llama “Puerta” del Sol? Martín sonrió divertido. A los extranjeros siempre les resultaba confuso; alguna vez Wilhelm había hecho comentarios parecidos. – Lo único que hay aquí es una estatua de un oso – continuó Anna, que parecía fastidiada. – El Oso y el Madroño – replicó Martín con orgullo. – El símbolo de la ciudad. Anna frunció el ceño. – ¿Hay muchos osos en Madrid? – No – admitió Martín, y decidió no mencionar a los madroños. Quedaron en silencio unos segundos. No veía el sentido de discutir por el nombre de la plaza cuando tenían asuntos de mucho mayor gravedad entre manos. Evidentemente Anna no era consciente de todo lo que implicaba la carta de Wilhelm. – Creo que tenemos mucho que conversar, – dijo Martín finalmente, – y no creo que este sea un buen lugar. La invito con un café; ¿le parece si vamos a…? Giró para señalar uno de los cafés de la plaza y se detuvo en la mitad del movimiento, sintiéndose repentinamente alarmado. Miró detenidamente en dirección al café. Nada le llamó la atención; nadie parecía prestarles atención. Entonces, ¿por qué se había sentido alarmado? Vi algo. Observó con más atención; siguió sin ver nada extraño. Pero en su subconsciente se había disparado una alarma. ¿Era posible que…? – Martín – repitió Anna. Parecía preocupada. – ¿Qué te sucede? Estoy paranoico. Tengo que relajarme. – Nada. Quería ver si… – hizo un gesto vago en dirección al café, sin terminar la frase. – No importa. Vamos a por ese café. Aparentando más seguridad de la que realmente sentía, Martín emprendió la marcha hacia el café seguido por Anna.

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13 A pocos metros de distancia, Sébastien maldijo en voz baja. Me vio. Esta vez el hijo de puta me vio. Lo había tomado por sorpresa. Y él había reaccionado instintivamente, ocultándose tras un arbusto. No había sido más que una fracción de segundo. Pero Sébastien había estado en muchas situaciones en que una fracción de segundo había sido la diferencia entre la vida y la muerte. No podía darse el lujo de bajar la guardia ni un instante. Y mucho menos ahora. Sébastien se sentó en un banco y abrió la revista que tenía en la mano. A pesar de la excitación que sentía, se obligó a adoptar una postura relajada y casual. Supo instintivamente que Martín y la mujer debían estar por pasar a su lado menos de un segundo antes de que entraran en su campo visual. Siguió observándolos de reojo sin apartar los ojos de la revista. Martín y la mujer pasaron cerca del banco y siguieron de largo sin verlo. Martín había mirado en su dirección pero no había reparado en él. Me miró, pero no me vio. Sintió un profundo desprecio hacia Martín. Débil. Inferior. Los vio alejarse y salir de la plaza. Iban en dirección a un café. Sébastien esperó a que estuvieran a una distancia segura, se levantó y comenzó a seguirlos. Había pasado el peligro inmediato, pero las reglas habían cambiado. El juego se había vuelto más peligroso. Ahora eran dos. ¿Quién es la mujer? La incógnita le causó una nueva descarga de adrenalina y se sintió energizado, vivo. Respiró hondo, tensando cada músculo, disfrutando profundamente la excitación de la cacería.

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14 El dueño del café había decidido aprovechar cada metro cuadrado del local; Martín y Anna tuvieron que esforzarse para abrirse paso entre la gente y llegar a su mesa. Se miraron durante unos segundos sin decir nada. Martín respiró hondo. Ya es hora de empezar a averiguar de qué se trata todo esto. – Mi nombre es Martín y conozco… conocía… a Wilhelm desde hace casi diez años. Trabajé con él en la fábrica durante mucho tiempo pero Wilhelm era mucho más que mi jefe; en cierta forma, fue el padre que nunca tuve. Le sorprendió hacer un comentario tan personal a una completa desconocida. Quizás fuera parte del proceso de duelo. Se quedó observando a Anna en silencio. Tu turno. – Yo soy… yo era… – hizo una pausa y sacudió la cabeza. – Él era mi tío abuelo. Martín levantó las cejas. ¿Tío abuelo? Anna pareció adivinar su sorpresa. – Supongo que no te había contado nada sobre su familia. Wilhelm era muy reservado, ¿verdad? – “Reservado” es poco – asintió Martín. A pesar de la estrecha relación que había llegado a tener con el anciano, había unos pocos temas que éste siempre evitaba; su familia era uno de ellos. – Soy la nieta de su hermano – prosiguió Anna. – Mi abuelo, su hermano, murió durante la guerra, así que mi padre nunca llegó a conocerlo. Y luego mis padres… – se le atragantaron las palabras – mis padres fallecieron hace unos años. Así que… Wilhelm… hacía muchos años que no lo veía, pero él era mi única familia. – Lo siento, Anna. Lamento mucho tu pérdida. – Gracias – dijo Anna con una sonrisa sincera. – Está claro que para ti también era alguien muy querido. Y nadie merece terminar así. Mis condolencias, Martín. Martín se quedó pensativo. Anna. La sobrina-nieta de Wilhelm. – Pero hay algo más que quiero decirte desde hace rato – dijo Anna, con expresión indecisa. – Wilhelm… Wilhelm no se llamaba Wilhelm. Se cambió el nombre después de la guerra. Se llamaba Werner… Werner Krause.

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15 Martín miró a Anna con incredulidad. Abrió la boca pero no emitió ningún sonido. Anna asintió lentamente. – Werner tenía sus secretos, ¿verdad? Martín intentó ordenar sus ideas. ¿Era posible que Wilhelm, su mentor – ¡su amigo! – le hubiera ocultado algo así? ¿Era posible que la persona que siempre había conocido como Wilhelm Wagner en realidad se llamara Werner Krause? No. Es imposible. Por otra parte, desde la muerte de Wilhelm se había puesto en marcha una serie de acontecimientos extremadamente inusuales… una carta escrita décadas atrás, instrucciones crípticas, un mensaje codificado… por no hablar de las circunstancias del propio asesinato. El sillón blanco. La sangre. Martín sacudió la cabeza intentando sacarse la imagen de la mente. Anna puso el sobre sobre la mesa. Era idéntico al que había abierto el día anterior. Señaló el sello de cera. “WK”. Wilhelm siempre había insistido en usar sus dos nombres, Wilhelm Karl. ¿O son las iniciales de Werner Krause? Martín se sintió desorientado. Súbitamente, la sorprendente revelación de Anna le resultó plausible. Pero todavía no estaba dispuesto a creerle ciegamente. – ¿Y por qué…? Anna levantó la mano, interrumpiéndolo. No lo estaba mirando; miraba hacia su izquierda. Martín levantó la vista. El camarero finalmente se había abierto paso hasta su mesa. Era un joven de poco más de veinte años que intentaba disimular su cara de niño con un bigote que no le favorecía. – Buenas tardes, ¿están listos para ordenar? – ¿Anna? – preguntó Martín. – Un cappuccino. Miró al camarero. – Un cappuccino y un espresso, entonces. – En seguida – dijo el camarero. Dio media vuelta y comenzó a abrirse paso entre las sillas. Martín y Anna volvieron a mirarse. – Pareces decepcionado.

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– Si, estoy un poco decepcionado – admitió Martín. – Creí que Wilhelm me tenía total confianza, pero veo que no era tanta. – No, no lo creas. Estoy seguro de que Werner confiaba plenamente en ti; de otra manera no te hubiera dejado esta carta. Por algo nos eligió. Anna tenía razón. ¿Era posible que Wilhelm realmente se llamara Werner, después de todo? Había venido al encuentro buscando respuestas, pero hasta el momento solo había encontrado más interrogantes. Observó el sobre, que seguía cerrado arriba de la mesa. Ahí están las respuestas. Martín tomó el sobre y volvió a mirar a Anna. – ¿Puedo? – Claro. Estudió el sobre. Efectivamente, era idéntico al que Wilhelm ¿o Werner? le había dejado. Pasó los dedos sobre el sello de cera; sintió las letras WK en relieve. ¿Wilhelm Karl? ¿Werner Krause? Finalmente se decidió a abrirlo. Quebró el sello y abrió la solapa cuidadosamente. Introdujo los dedos y extrajo una hoja de papel. Estaba doblada en cuatro. Se le aceleró el pulso. Estaba a punto de abrir la carta pero se detuvo. Anna lo miraba intensamente. – Es para ti – le dijo Martín. Extendió la mano ofreciéndole la hoja. Anna tomó la hoja y la observó. Deshizo uno de los pliegues, luego el otro, y comenzó a leer. Martín contuvo el impulso de sacarle la carta de las manos. Anna entrecerró los ojos, confundida. – No lo entiendo – le dijo. – Es un mensaje codificado – explicó Martín, excitado. – Mi carta tiene la otra mitad del mensaje. Se necesitan las dos mitades para poder descifrar el código. Anna parecía aún más confundida. Miró la hoja durante unos segundos sin entender. – Un mensaje codificado – repitió. – Pero no tiene instrucciones; sólo estas columnas con letras… Martín sintió una descarga de adrenalina. La clave. – No es necesario – dijo. – No necesitamos las instrucciones. Creo que sé cómo descifrar el mensaje. Martín introdujo su mano en el bolsillo de la camisa. Extrajo su carta y la tabla que había utilizado la noche anterior. Deslizó la carta sobre la mesa en dirección a Anna. – Necesito que me ayudes – le dijo. Tomó un bolígrafo de su bolsillo y una servilleta de papel. – Necesito que me leas cada letra de las dos cartas. La primera letra de cada una de las cartas, luego la segunda letra,… – Si, creo que entiendo – dijo Anna, que no parecía muy convencida. Puso las dos cartas frente a ella, miró una, y luego la otra. – “Z” e “I” – dijo. Martín siguió con los dedos la columna “Z” y la fila “I” de la tabla, hasta que se encontraron en la letra “H”. – “Z” e “I” es la letra “H” – anunció triunfante. Escribió “H” en la servilleta. – ¿Cuales son las dos siguientes? Anna consultó las hojas. – “L” y “Z”. – “L” y “Z” – repitió Martín. Consultó la tabla; escribió una letra “K”. ¿“Hk”? ¿Qué palabra empieza con “hk”?

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– ¿Qué letras siguen? Anna miró ambas hojas. – “A”. Y la otra es una “W” Martín buscó la intersección de la fila “A” y la columna “W”. “W”. ¿“Hkw”? – Esto no está bien. ¿Me permites? – dijo extendiendo la mano. Anna le dio las dos cartas. Martín las colocó sobre la mesa y observó con detenimiento la otra mitad del código. IZWH RHWQ AFRM BKQR GWEE JKJJ QLRM OZEK KNYU NSJQ YPUJ QJMU LCVO TBNS MHUX JPMT TQHP OABM TFJP CWGZ HCKY QSFB EPDW KTXM NHCB FBLF

JLHU UMJK KBSM UROE VKNU UIQA QUPW XYGX KYUY BVCA ZJIG YTRJ ENVR RREL QGIS MVVG OEZB MVGG QGJV LKBH JBHT AANE CDZZ QXSZ FEUC KSYP

JWAZ WBFB GBHW DUAU JGYK DAQK IGIY PTMG DWTD FVGK AKXM CZQD KTWP LGDJ JSPM IRAZ YRNI VXOB EGFN DSMX IINY VVFE JDVL XYSH FGJU BNTU

TETY ZYAH BTPA IAEE SNEE ETXN LWIK CIMR HQIX VUOY VIQT TPWY BIET MVMN YBCJ NKQZ ZIOF VHFB WFPI UMAA DLWI JEKI HIMA IJWJ NVMU QNTX

MPKW ZKIG QLYM YRED IEKT RFSP XQGB CIQR REPC WGJE RXZV VYIF MHCR ZGRP ENYH UMMQ EAVC MFUH NVOD STXQ BNXJ ZOXD BOJB EKLS XOPP

EXWB ZHXO PJRZ JZEA LCWC AZDP ZXOC QCPA VDQU VERM GTYS ODLU OUVZ FJYZ VOCQ DFYR BBRX CXXM BEGQ PLIV GJDA MMKW NRHS HQPU KZDT

IMOP XWWL MLIF WFFJ MVWB MJTK KQHK UXMU HJEO KALO XAMB FFXN RJMX JYXH DQLB PVJI YTSD OTZC WROM YAGY TOKA APCF NFPX JZED SLDA

Las letras eran distintas a las de su carta pero la estructura era la misma; la misma cantidad de filas y de columnas, la misma cantidad de letras en la última fila. Tiene que estar bien. Para asegurarse de que no se había equivocado en el procedimiento volvió a decodificar ZLAX y IZWH. HKWE. La euforia que había sentido antes se desvaneció. Negó con la cabeza, frustrado. Anna pareció leer su expresión. – ¿Qué sucede? – Nada – suspiró Martín. – Me equivoqué. No sé cómo descifrar el código. Quedaron en silencio unos segundos. – No lo entiendo – continuó. – Estaba seguro de que el mensaje estaba separado en dos partes, pero me equivoqué en la forma de descifrarlo. – Y ninguno de los dos sobres traía instrucciones. – No. Anna asintió lentamente. – ¿Entonces cómo podemos descifrarlo? – ¡No lo sé! – exclamó Martín, frustrado. Bajó la voz. – No lo sé. No entiendo para qué nos dejó un mensaje codificado pero sin instrucciones. ¿Y por qué un mensaje codificado? Si

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quería decirnos algo, ¿por qué no lo escribió, simplemente? Nunca me hubiera esperado algo así de Wilhelm. – ¿No? – dijo Anna, arqueando una ceja. – En realidad, parece algo bastante esperable de él. Martín la miró sin comprender. Anna prosiguió. – Supongo que Werner nunca te habló de su pasado; la época de la guerra. Martín reconoció que sabía muy poco del pasado de Wilhelm. Era otro de los temas que el anciano prefería evitar. Sabía que había nacido en Alemania y que se había establecido en España después de la segunda guerra mundial, pero no conocía los detalles. – ¿Qué relación tiene con los códigos? ¿Qué pasó durante la guerra? Anna se inclinó hacia adelante. – Durante la guerra… – comenzó a decir en voz baja. Se detuvo abruptamente y se reclinó en la silla. ¿Qué demonios…? – ¿Cappuccino? – preguntó el camarero. Martín ni siquiera lo había visto llegar. – Para mí – dijo Anna. El camarero dejó el cappuccino frente a ella. – ¿Espresso? Anna lo miró con el ceño fruncido. – ¿A usted qué le parece? Martín sonrió. Tiene el mismo carácter que Wilhelm. El camarero apartó la vista y dejó el espresso frente a Martín. – Que aproveche – dijo mientras daba media vuelta y desaparecía rápidamente. Anna negaba con la cabeza, molesta con el mozo. Finalmente se inclinó hacia adelante dispuesta a reanudar la conversación y habló en voz baja. – Durante la guerra los alemanes reclutaron a Werner cuando todavía era un adolescente. – Claro – dijo Martín. – Sobre el final de la guerra, los alemanes reclutaron adolescentes, ancianos, incluso niños para luchar. – Se estremeció de disgusto ante la idea. – Si; pero a Werner no lo reclutaron sobre el final de la guerra, ni lo reclutaron para luchar. – ¿No? – No. Reclutaron a Werner, junto con otros adolescentes brillantes, para trabajar en la Beobachtungsdienst. – ¿Beo…? – Beobachtungsdienst – repitió Anna. – El servicio de inteligencia de la Kriegsmarine; el grupo secreto de criptoanalistas de los nazis.

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16 Martín tardó unos segundos en reaccionar. ¿Wilhelm? ¿Wilhelm en un grupo secreto de criptoanalistas de los nazis? Sintió cómo el mundo se derrumbaba lentamente alrededor suyo. Su amigo y mentor había sido brutalmente asesinado. Por si eso no fuera suficientemente perturbador, estaba descubriendo que su nombre era falso y que tenía un pasado bastante más complicado de lo que Martín jamás había sospechado. Negó con la cabeza. Se sentía mareado. Eran demasiadas revelaciones como para poder asimilarlas fácilmente. No. Es imposible, pensó; pero miró la hoja que estaba sobre la mesa, el mensaje codificado que Wilhelm – Werner – le había hecho llegar luego de su muerte y tuvo que admitir que las extrañas acciones de su antiguo mentor empezaban a tener sentido. Werner… parte de un grupo secreto de criptoanalistas de los nazis. Anna pareció leer sus pensamientos. – Cuesta creerlo, ¿eh? – Es… nunca lo hubiera imaginado. – Te entiendo – Anna le sonrió. – Fue una gran sorpresa para mí cuando lo supe. Martín suspiró. – Y esto complica las cosas. – ¿Por qué? – preguntó Anna. – Porque ninguno de los dos sabe nada de códigos. Anna lo miró confundida. – No te entiendo. – No sabemos nada de códigos, Anna – Martín se acomodó en la silla. – Quizás hubiéramos podido descifrar un mensaje codificado por una persona cualquiera, pero ¿que podemos hacer con un mensaje codificado por un experto en códigos? No tenemos ninguna oportunidad. Anna asintió lentamente. – ¿Y no se lo podemos llevar a algún especialista en códigos y claves? – No – dijo Martín, que ya lo había considerado. – Werner se tomó mucho trabajo para que este mensaje nos llegara después de su muerte; no a cualquiera, sino a nosotros. No tenemos idea de qué dice el mensaje, pero evidentemente es algo confidencial y muy importante. Lo llamé Werner. Se quedaron en silencio por un momento.

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– Si Werner trabajaba en un grupo de criptoanalistas durante la guerra,… – dijo Anna, pensando en voz alta, – y nos quiso dejar este mensaje a nosotros, no a cualquiera, como dices… y sabía que no somos expertos en códigos… nos tendría que haber dejado instrucciones, ¿verdad? – Sí – admitió Martín. – Fue lo que pensé cuando no logré descifrar el mensaje por mi cuenta; pero como había instrucciones para que tú y yo nos encontráramos, supuse que tú tendrías las instrucciones, la clave… – …pero en cambio, tengo más letras sin sentido. – Exactamente. Anna parecía decepcionada. – ¿Y que podemos hacer, entonces? Martín miró el código, desolado. – No lo sé, Anna. Quizás simplemente nunca podamos descifrarlo. Anna frunció el ceño. – ¿Nunca? Werner, mi tío abuelo, tu amigo, nos dejó un mensaje para que leyéramos luego de su muerte… ¿y nunca vamos a saber qué dice? – Es una posibilidad – admitió Martín. – Podemos pasar años dando vueltas en círculo como un perro persiguiendo su propia cola, sin llegar a ninguna parte. – ¿Y no te preocupa? – ¡Claro que me preocupa, Anna! – Martín bajó la voz. – Pero no es lo único que me preocupa. Tragó saliva. – Esto puede ser muy peligroso - continuó. – ¿Por la forma en que murió Werner? La imagen de Werner y las manchas rojas sobre el cuero blanco volvió a irrumpir en su mente y sintió náuseas. – Si, porque lo asesinaron. Y porque le dejó un mensaje codificado a un abogado para que nos lo entregara luego de su muerte. – ¿Estás diciendo que…? – Que quizás Werner tuviera miedo de ser asesinado. Que quizás supiera que iba a ser asesinado. – ¿Pero quién podría querer asesinarlo? ¿Y por qué? Martín tomó aire. – Eso es lo que me preocupa, Anna. Es algo que me pregunto desde que sucedió. ¿Quién podría querer ver muerto a Werner? Werner no tenía problemas con nadie. Más tarde el abogado me dio el sobre con el mensaje y me dijo que hacía cuarenta años que lo guardaba… – Martín… – lo interrumpió Anna. – Sí, cuarenta años. Eso quiere decir que Werner guardaba un secreto desde hacía décadas, un secreto que lo hacía temer por su vida. En ese momento pensé que podía estar involucrándome en algo peligroso, pero no tenía idea de qué podía ser. – Martín – insistió Anna. – Y ahora me entero de que Wilhelm en realidad se llamaba Werner y que había trabajado como criptoanalista durante la guerra. Todo esto es demasiado extraño como para ser una coincidencia, Anna. Estoy seguro de que todo está relacionado. Creo que alguien asesinó a Werner porque conocía algún secreto, algo que sucedió durante la guerra, algo relacionado con los nazis. Un secreto por el cual alguien está dispuesto a matar más de medio siglo después. Un secreto que Werner no quiso que muriera con él y que está intentando comunicarnos.

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Martín se reclinó sobre el respaldo de la silla y exhaló satisfecho. Finalmente había logrado ordenar sus pensamientos y poner en palabras la situación en la que se encontraban. Hizo una pausa para que Anna tuviera la oportunidad de asimilar lo que acababa de exponer. Pero Anna no le estaba prestando atención; intentaba mirar furtivamente por encima de su hombro. – ¿Qué sucede? Comenzó a girar la cabeza, pero Anna lo detuvo. – ¡No mires! – exclamó, bajando la vista. Tenía una expresión muy preocupada. – ¿Qué sucede? – repitió Martín en voz baja. – Hay un hombre… nos está observando. Y creo que nos acaba de sacar una foto con el móvil. Martín sintió un escalofrío. Nos están siguiendo. – No estoy segura. No lo sé – dijo Anna, haciendo un esfuerzo para no mirar. – Pero creo que nos está observando. Calma, se dijo Martín. Quizás Anna esté sugestionada. Tenía que asegurarse. Levantó la mano y se incorporó en la silla fingiendo buscar al mozo. De la forma más natural que pudo, giró en la dirección en la que Anna había estado mirando. ¿Quién nos está observando? Y entonces lo vio. Sintió como cada músculo de su cuerpo se tensaba. El hombre de la plaza, de la barba candado y los intensos ojos azules, lo miraba fijamente.

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17 Tenemos que salir de aquí. Contuvo el impulso de salir corriendo; eso les podía dar unos pocos segundos de ventaja pero no podrían escapar de un perseguidor bien entrenado. Era un riesgo que no podían correr. – Tienes razón, Anna. Nos está siguiendo; lo vi en la plaza ayer y lo volví a ver hoy. No “nos” está siguiendo; “me” está siguiendo. Anna abrió mucho los ojos. – ¿Crees que sea por…? Martín asintió. No tenía dudas de que el hombre de aspecto amenazador estaba tras el secreto que Werner les había confiado. ¿En qué me estoy metiendo?, se preguntó una vez más. – ¿Y que hacemos? – preguntó Anna, alarmada. – Estoy pensando. No lo mires. Que no se dé cuenta de que lo vimos – respondió Martín. Era una ventaja mínima pero era la única que tenían y quería conservarla. Consideró sus opciones. No podían salir corriendo; iban a perder la ventaja casi inmediatamente. Por otra parte, a muy poca distancia del café había una bajada a la estación de Metro. La estación Sol era suficientemente compleja como para poder perderse entre la muchedumbre; y más importante aún, había varias líneas de Metro y de tren que salían en todas las direcciones. Pero su perseguidor probablemente ya habría pensado en ésto. En cuanto salieran iba a ir tras ellos y el lugar más evidente donde buscarlos era la estación. Pero ¿a qué distancia estaba del café? ¿Veinte metros? ¿Cincuenta? Nunca le había prestado atención. Porque nunca había tenido que huir de un atacante. Podían simular no haberlo visto y salir caminando tranquilamente. Podían intentar perderlo en la ciudad, pero no sabía si iban a tener otra oportunidad de improvisar una huída, y Martín se sentía más seguro teniendo un plan. Además era posible que el hombre los atacara. Si bien no lo había hecho hasta ahora, no conocían sus intenciones; quizás estuviera esperando a que las dos mitades del código estuvieran juntas para hacerse con ellas. No; su única opción era escapar inmediatamente. Su primer instinto había sido salir corriendo hacia el Metro, aunque las probabilidades de escapar no estaban a su favor. Martín lo sabía, y su atacante lo sabía. Ese pensamiento le dio una idea. – Anna, cuando me levante quiero que me sigas. Necesito que hagas exactamente lo que te diga. Anna asintió con la cabeza.

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Martín guardó los papeles y haciendo un gran esfuerzo por sonar natural, llamó al mozo.

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18 Sébastien bajó la vista y apretó la mandíbula. Esta vez no había dudas: Martín y la mujer lo habían visto. ¿Era posible que lo hubieran reconocido? Fingió estudiar el café que tenía frente a sí. Tomó la taza y dio un sorbo, haciendo un gran esfuerzo por mantener la vista enfocada en la mesa. ¿Y qué si lo habían visto? No estaban entrenados. En este momento probablemente estuvieran paralizados por el miedo; su reacción natural seguramente fuera salir corriendo. Eran conejitos indefensos y él era un lobo amenazante. Sébastien sonrió ante la imagen. Pero una idea le preocupaba. ¿Quién es la mujer? Ahora eran dos para seguir; esperaba que no se separaran. Si lo hacían tendría que seguir a Martín, pero la mujer podía ser importante. Sintió que aún no tenía toda la información que necesitaba. Tenía que investigar. Tomó el móvil y activó la cámara de fotos. Lo apuntó casualmente hacia la mesa donde estaban Martín y la mujer– – ¡Felicidades, caballero! Sébastien levantó la vista. El mozo estaba de pie frente a su mesa, bloqueándole completamente la visión. Llevaba un plato con una porción de tarta y una velita que echaba chispas. Otros dos mozos se pararon a su lado, sonrientes. Los miró boquiabierto, y antes de que pudiera reaccionar, comenzaron a cantar. – ¡Cumpleaños feeeeliiiz…! ¡Cumpleaños feeeeliiiz…! Se incorporó de un salto y apartó al mozo de un manotazo; el mozo perdió el equilibrio y soltó el plato para poder apoyarse en la mesa. Todos los presentes miraban en su dirección; el café quedó súbitamente silencioso, excepto por algunos jadeos de sorpresa y el sonido del plato al estallar contra el piso. Finalmente sus ojos se posaron en la mesa de Martín y la mujer. Estaba vacía. A su pesar, no pudo reprimir una leve sonrisa. Los aficionados estaban oponiendo resistencia. Mejor así; le gustaban los desafíos. Por supuesto, Martín y la mujer no representaban un verdadero desafío, pero le resultaba más estimulante que sus víctimas supieran que eran sus víctimas. Sintió una gran satisfacción al pensar en el miedo que debían estar experimentando en ese momento. Corrió hacia la salida del café, miró alrededor y se dirigió en dirección al Metro sin titubear. Era importante no perderlos entre la muchedumbre. Pobres conejitos… no saben que por más que corran van a terminar en las fauces del lobo.

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19 Sébastien bajó corriendo por la escalera mecánica. La estación Sol era un complicado laberinto de pasillos, escaleras y ascensores que conectaban las líneas de Metro y de tren de Cercanías que pasaban por ella. Miró alrededor; no había señales de Martín y la mujer. ¿En que dirección habían ido? ¿Metro o tren? Merde! Tenía que tomar una decisión inmediatamente. En cuestión de segundos, Martín y la mujer podían estar alejándose de él a 100 kilómetros por hora. Hizo un esfuerzo por ponerse en su lugar. Estaban asustados y desorientados. Eran víctimas. Las víctimas no hacían planes complejos sino que se comportaban de forma mas bien instintiva. Habían salido corriendo del café. La bajada a la estación del Metro estaba justo frente a ellos, a muy poca distancia. Su reacción más natural era… Volver al coche. Sébastien sacudió la cabeza. Estúpido. Quizás ni siquiera hubieran visto la estación de Metro; asustados, habrían corrido hacia el coche. ¿Cómo pudo pasarlo por alto? Había seguido a Martín desde su casa. Había dejado el coche en el mismo estacionamiento y le había dado unos metros de distancia antes de empezar a seguirlo. El muy estúpido no lo había visto, obviamente. “El muy estúpido” se te está escapando. Molesto consigo mismo, subió corriendo las escaleras hacia la plaza. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había salido del café? ¿Tres minutos? ¿Cuatro? Había perdido de vista a Martín y la mujer durante apenas unos segundos. Eso les daba ¿cuánto? A lo sumo, un minuto más. Cinco minutos de ventaja. Todavía puedo alcanzarlos en el estacionamiento. Martín y la mujer querían pasar inadvertidos. Pero a Sébastien ya no le importaba disimular. Él podía correr, mientras que sus víctimas difícilmente se arriesgarían a llamar la atención. Sonrió satisfecho. Su estado físico era inmejorable; era imposible que dos personas cualquiera pudieran sacarle ventaja. Comenzó a correr esquivando a medias a los turistas. Tardó apenas un par de minutos en llegar al estacionamiento. No se había cruzado con Martín ni con la mujer en el camino. Su convicción comenzó a fallarle. ¿Era posible que hubieran llegado antes que él? ¿Y si ya se fueron? No. No era posible. Subió corriendo al segundo nivel del estacionamiento e inmediatamente sintió un gran alivio; el coche de Martín seguía allí, en el otro extremo. Los había alcanzado.

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Se ocultó tras una columna. Ahora lo importante era que no se le escaparan. Analizó rápidamente la situación. Había una única entrada y salida, por donde él había subido; para salir a la calle, el coche tendría que pasar frente a él. Y Martín y la mujer eran gente cualquiera. Si se ponía frente a ellos con el coche en marcha, no tenía dudas de que iban a detenerse. Sébastien sonrió. Los tengo. Se agachó y se acercó al coche de Martín usando los otros vehículos como cobertura. Quería llegar a ellos antes de que arrancaran. Eso le daba unos pocos segundos. Apuró el paso hasta que llegó al coche contiguo al de Martín. ¿Por qué no arrancaron aún? ¿Era posible que le estuvieran tendiendo una emboscada? Instintivamente se subió el pantalón y tomó la Heckler & Koch que llevaba en la pistolera del tobillo. Respiró hondo y en un solo movimiento se levantó y saltó hacia adelante, apuntando hacia el coche. Se quedó unos segundos inmóvil, observándolo. Vacío. Bajó el arma. Merde! Martín y la mujer, sus objetivos, dos personas comunes y corrientes, se le habían escapado. No importaba, tenían pocos lugares adonde ir. Sébastien dio una fuerte patada a la rueda trasera. Enfundó el arma y caminó hacia su propio coche, resoplando. Ahora estaba furioso y eso lo hacía doblemente peligroso. No saben con quién se metieron.

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20 Martín hizo un esfuerzo por calmarse; estaba jadeando y sus manos temblaban ligeramente. Se obligó a respirar hondo varias veces. No tenía forma de saber si su estratagema había funcionado. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dos, tres minutos? Tendría que haber mirado el reloj. El tiempo era crucial para el éxito de su plan; unos segundos más o unos segundos menos y podía echar todo a perder. Ahora había una sola forma de saberlo. Abrió la puerta y salió del cubículo en el que se encontraba. El área compartida del baño estaba desierta. Los sonidos del café le llegaban atenuados. Había creído escuchar algún tipo de conmoción mientras corría hacia los baños pero no estaba seguro. Se arriesgó a salir al corredor; también estaba desierto. Golpeó cautelosamente la puerta del baño de damas. Anna la abrió unos centímetros y su expresión tensa se suavizó visiblemente cuando vio a Martín. – ¿Se fue? – le preguntó, abriendo la puerta completamente. – No lo sé. No lo veo – respondió Martín. – Pero tenemos que irnos. Su plan había funcionado pero no podían perder tiempo. De momento habían logrado despistar al hombre pero podía volver en cualquier momento. Hasta su precipitada huída podían fingir no haberlo visto; al hacer su jugada se habían puesto en evidencia. Ahora el hombre sabía que estaban intentando perderlo. – ¿A donde vamos? ¿A la policía? – No – dijo Martín instintivamente. Anna arqueó una ceja, pero no dijo nada. Quizás ir a la policía fuera la idea más lógica, pero después de la forma en que Olivera y Palermo lo habían presionado, a Martín no le agradaba para nada. Por otra parte, él mismo les había ocultado información: no les había mencionado el sobre enviado por Werner ni tenía intenciones de hacerlo. Y eso de por sí podía causarle problemas. Su mente volvió al sobre. El código. La clave de todo este misterio. Martín esperaba que si lograban resolverlo, tal vez pudieran entender qué estaba sucediendo; quién los perseguía y por qué; y quién había asesinado a Werner. Si es que logramos resolver el código. Es fácil decirlo, pero quizás nunca lo logremos. Y sin embargo… Martín tenía la extraña sensación de estar cerca de resolverlo. Justo antes de ver a su perseguidor y de su huída precipitada, algo que él o Anna habían dicho se había alojado en su subconsciente y su mente había empezado a funcionar. Pero la idea se desvanecía en cuanto intentaba pensar en ella directamente.

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– Tenemos que descifrar el mensaje – dijo finalmente. – Tenemos que saber qué está pasando. Necesitamos tiempo y algún lugar donde estar tranquilos. – ¿Tu piso? – No. Este hombre me está siguiendo desde la primera vez que vine a la plaza, si no desde antes; seguramente sabe dónde vivo. – ¿Y mi hotel? Martín asintió lentamente. – No es mala idea. ¿Está lejos? – En el Paseo del Prado. Yo vine hasta aquí caminando. – Si, es cerca. Pero no podemos ir a pié; no podemos arriesgarnos a que nos vean en la calle. Y tampoco podían volver al coche, pensó Martín; quizás el hombre estuviera acechando ahí. Ni a la estación de Metro; al fin y al cabo, su plan se había basado en que el hombre hubiera ido en esa dirección. No podían correr el riesgo de ir hacia él. – Vamos – dijo Martín. – No te detengas. Atravesaron el café lo más rápido que pudieron; en pocos segundos llegaron a la calle y tomaron un taxi. Martín se hundió en el asiento del coche, cerró los ojos y suspiró. Estaban a salvo. Por ahora.

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21 El Inspector Olivera observó desolado la pantalla de la computadora. Excepto por el título del informe, estaba vacía. Tamborileó sobre la mesa. Las palabras no salían. Comenzó a escribir una frase pero se arrepintió a mitad de camino y la borró. Podría estar haciendo algo útil pero en cambio tengo que perder el tiempo escribiendo estos putos informes. Los privilegios de ser Inspector. Escuchó pasos; alguien venía trotando por el corredor. Alrededor de 1.80m, 90 kg. Olivera sonrió; no era fácil perder los antiguos hábitos. Instantes después, Palermo entró en su oficina jadeando. Agitó la carpeta que tenía en las manos. Abrió la boca para hablar pero en cambio inhaló profundamente. – Siéntese, Palermo. ¿Qué le pasa? Palermo se sentó frente al Inspector, dejó la carpeta sobre la mesa y respiró un par de veces más. – Wagner – dijo finalmente. Olivera se sintió súbitamente alerta. El asesinato del empresario. Hacía tiempo que no tenía un caso como éste. Por lo general no eran casos fáciles; además, sin el arma homicida y habiendo descartado como sospechosos a los familiares no era muy optimista respecto al caso. Pero la excitación de Palermo podía indicar algún avance importante. – ¿Hay novedades? – Sí – dijo Palermo, todavía agitado. – Una de las bases de datos europeas tiene una coincidencia de las huellas. – ¡Fantástico! – exclamó Olivera. Eso aumentaba mucho las probabilidades de resolver el caso. – ¿Tenemos el expediente? – Todavía no; ya me puse en contacto con ellos para que lo envíen. Olivera frunció el ceño. Obtener el expediente podía tardar uno o dos días más. Ambos lo sabían. – Pero hay algo más – dijo Palermo. Sacó varias fotos de la carpeta y las extendió sobre la mesa. – Son de la vigilancia. Olivera estudió las fotos. Estaban tomadas de lejos. Un hombre y una mujer estrechándose la mano. El hombre y la mujer hablando. El hombre y la mujer alejándose. – ¿Torres? – Si, señor. En la Puerta del Sol, hace menos de una hora. – ¿Quién es la mujer?

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Palermo se sonrojó. – Todavía no lo sabemos, señor. – ¿Entonces? – preguntó Olivera, que empezaba a impacientarse. Palermo señaló las otras fotos. Un hombre corpulento, de pelo corto, musculoso, con aspecto de pandillero, sentado en un banco de la plaza. Miraba hacia un costado. El hombre leyendo una revista. El hombre caminando tras Martín y la mujer. Olivera miró a Palermo. Palermo extrajo un par de hojas de la carpeta y se las acercó a Olivera. – Sébastien Leclerc. Es el líder de un grupo neonazi en Toulouse. Olivera ojeó el expediente de Sébastien. Casi cuarenta años, pero ya de adolescente había comenzado a tener problemas con la policía; un gran número de entradas por agresión violenta, muchas de ellas con motivos raciales o religiosos; líder de una pandilla neonazi que a su vez era responsable por todo tipo de actos de violencia y vandalismo; seis años en la cárcel por el asesinato a golpes de un vagabundo; liberado por buena conducta. Esto no es nada bueno. – Torres y Leclerc, ¿hicieron contacto? – No tengo esa información, señor. El último informe de nuestro agente es que entraron en un café de la plaza. – ¿Juntos? – exclamó Olivera. – Con minutos de separación. El inspector sintió como se le ponían los pelos de punta. Sébastien Leclerc, un neonazi francés en Madrid, con antecedentes criminales, reuniéndose discretamente con Martín Torres, allegado de un empresario asesinado, con una coartada débil. O bien Torres era un mentiroso consumado, o el caso era más confuso de lo que parecía. Palermo lo miraba expectante. – ¿Qué hacemos, señor? Olivera pensó durante unos segundos. – Necesitamos el expediente, Palermo. Haga lo que tenga que hacer para conseguirlo. Necesitamos identificar esas huellas ya mismo.

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22 La habitación de hotel de Anna estaba extremadamente ordenada. Era pequeña; tenía una cama, un escritorio contra la ventana y una silla. Excepto por una pequeña maleta en un rincón, la habitación parecía desocupada. Anna pareció adivinar sus pensamientos. – Sólo pienso quedarme un par de días – explicó. – No sabía si iba a encontrar a alguien cuando fui a la plaza. Encendió la televisión y puso un canal de noticias. – Necesito un minuto – dijo. Entró al baño y cerró la puerta. Martín dejó las cartas codificadas en el escritorio y se sentó. Respiró hondo. Apenas dos o tres horas atrás estaba en su casa, preguntándose también si iba a encontrar a alguien en la plaza. Le costó asimilar todo lo que había pasado desde entonces: había conocido a Anna, se había enterado de que conocía a su amigo y mentor bajo un nombre falso y de que desconocía algunos puntos claves de su pasado, había descubierto que lo seguían desde hacía días y había improvisado una ingeniosa huída. Y ahora, por primera vez en lo que parecían mucho más que dos o tres horas, se sentía a salvo. No pudo reprimir un bostezo y sintió los ojos pesados, a pesar de que eran poco más de las cuatro de la tarde. Se me está pasando el efecto de la adrenalina. Pero no podía dormir. No podía descansar. A pesar de la relativa tranquilidad que sentía ahora, su situación era tan peligrosa como un rato antes. La carta. Volvió a observar la carta codificada. Letras y letras sin ningún tipo de sentido. Pero Martín sabía que era la clave de todo, la explicación de los acontecimientos de los últimos días. Tenía que descifrarla. Repasó mentalmente sus intentos anteriores. Había intentado leer las columnas de letras. Había intentado leer la primer letra de cada columna o saltear una letra. Había intentado reemplazar cada letra por otra letra. No. Tenía que ser una clave de un solo uso. Las dos mitades eran distintas pero tenían la misma estructura. Y sin embargo, lo había intentado y había fracasado. Nuevamente había vuelto al principio. Era inútil; sus ideas iban en círculo y siempre volvían al principio. Martín se sentía, como le había dicho a Anna de forma muy gráfica, como un perro persiguiendo su propia cola. Un momento. Martín contuvo el aliento. ¿Será posible?

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Respiró hondo, haciendo un esfuerzo por contener la excitación que lo había invadido. Se le aceleró el pulso. En círculo, siempre volviendo al principio. Como un perro persiguiendo su propia cola. Tenía que tranquilizarse. Podía estar equivocado. Acercó la silla al escritorio. Colocó la cuadrícula de letras que había hecho el día anterior al lado de las cartas codificadas. Miró alrededor buscando algo con que escribir; encontró una lapicera y un pequeño bloc con el nombre del hotel. Era el momento de la verdad. Leyó la primer letra de su carta y la última letra de la carta de Anna. Como un perro persiguiendo su propia cola. “Z” y “X”. Siguió la fila y la columna correspondientes en la cuadrícula hasta que sus dedos se encontraron. “W”. Repitió el procedimiento con la segunda letra de una carta y la penúltima de la otra, la tercera y la antepenúltima, cada vez más excitado. Hacia el final de la sexta columna, se detuvo. Miró el bloc con las letras que acababa de escribir, atónito. WENN SIED IESE NBRI EFLE SEN

“Wenn Sie diesen Brief lesen…” Martín entendía apenas suficiente alemán como para comprender la frase. “Cuando lean esta carta…” – ¡Anna! – gritó Martín, poniéndose de pié de un salto.

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23 “Para cuando lean esta carta, seguramente yo esté muerto. Y temo que mi partida no haya sido en paz. Huí de mi pasado durante años. Cambié de identidad y me escondí en distintos países hasta que finalmente creí estar a salvo. Pero me encontraron. Su mensaje fue claro: mi silencio o mi vida. Fui un cobarde y elegí vivir. Y el precio es vivir el resto de mi vida bajo su vigilancia. El terrible secreto que guardo no puede morir conmigo. La verdad debe saberse. Solo puedo confiar en Richter y Vogel de Zürich para preservar las evidencias hasta que llegue el momento de entregárselas a ustedes. La responsabilidad de utilizar esta información de la mejor manera posible queda luego en sus manos. Werner Krause, 1967."

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24 Martín y Anna se quedaron mirando la carta durante casi un minuto, sin decir una sola palabra. Las melodías alegres y pegadizas de los comerciales de la televisión sonaban extrañamente incongruentes. Martín sintió un escalofrío. Se sentó lentamente. Sus peores temores se estaban confirmando: Werner los había hecho herederos de un secreto que había guardado por décadas y que era directamente responsable de su salvaje asesinato. Giró la silla. Anna se había sentado en el borde de la cama y miraba un punto fijo en el piso. Estaba tan atónita como él. Luego de unos segundos levantó la vista y sus miradas se encontraron. – ¿Y ahora? Martín sacudió la cabeza. ¿Y ahora? Muy buena pregunta. Intentó ordenar sus ideas. Su primer impulso era escapar; volver atrás de alguna manera, desvincularse del asunto. Por supuesto, era imposible; mas allá de la responsabilidad de Martín con Werner, los acontecimientos de las últimas horas dejaban claro que habían puesto en marcha algo que ya no podían detener. Ya no estaban a salvo. El hombre de la plaza, seguramente implicado en el brutal asesinato de Werner, estaba tras ellos; y por más que decidieran abandonar el asunto, el hombre no iba simplemente a desaparecer. Por otro lado, todavía no sabían realmente qué estaba pasando. Sabían que alguien estaba tras el secreto que Werner había guardado durante décadas y finalmente le había costado la vida, pero no sabían cuál era el secreto. Quizás con esa información en su poder tuvieran mayores probabilidades de liberarse definitivamente de la situación en la que se habían metido. Pero no tenían la información. Tenían una vaga referencia a Zürich; más que un mapa, era la siguiente pista en una búsqueda del tesoro. Si no podían volver atrás, quizás seguir adelante fuera su mejor alternativa. Quizás sea la única alternativa. Martín hizo una pausa. Se imaginó viajando a Zürich, yendo a un banco suizo para recuperar un documento escondido durante décadas, mientras lo perseguía un asesino. Se le revolvió el estómago. No soy Jason Bourne. Y la última alternativa era ir a la policía. Podían explicar en detalle todo lo que había pasado desde el asesinato de Werner; la carta codificada; el encuentro en el parque; el escape de su perseguidor; el contenido del mensaje. Por más incómodo que se sintiera por la forma en que Olivera y Palermo lo habían tratado y por más inverosímil que resultara su historia, era la verdad. Quizás involucrar a la policía fuera suficiente para que su perseguidor abandonara su cacería.

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O no, pensó Martín, y se le pusieron los pelos de punta. Quizás el hombre de la plaza fuera un maniático aislado; quizás fuera apenas un insignificante peón en un juego mucho más peligroso. Pensó en lo que le había confiado Anna horas atrás: Werner había trabajado con los criptoanalistas nazis durante la guerra. No sabían con quién se estaban metiendo; podían estar enfrentándose con fuerzas extremadamente poderosas. Tres alternativas. Todas inciertas. Todas peligrosas. Quizás Anna tuviera alguna idea que él no hubiera considerado. Levantó la vista e iba a preguntarle pero se detuvo. Anna estaba pálida, con expresión aterrada. Tenía la espalda pegada a la pared; sus manos estaban tensas, como si quisiera aferrarse a ella. Miraba fijamente la televisión. Noticias de último minuto. Un gran cartel rojo con letras blancas en la parte inferior de la pantalla anunciaba un “IMPORTANTE AVANCE EN EL CRIMEN DEL EMPRESARIO”. – La policía confirma la existencia de pistas firmes en el asesinato del empresario – decía la periodista. – La investigación ha tenido un importante avance gracias a la identificación de las huellas digitales encontradas en la escena del crimen. La imagen cambió y en su lugar apareció la foto del sospechoso. Anna dejó escapar un jadeo. Martín tuvo que apoyarse en la silla. Era un rostro familiar. – La policía ha declarado “persona de interés” a este individuo, – prosiguió la periodista, – a quien han identificado como Martín Torres.

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25 El tiempo pareció haberse detenido. El único sonido en la habitación era el informativo de la TV, que Martín percibía lejano e indefinido. Se sentó lentamente en la silla, mirando un punto fijo en la pared pero sin verlo, mientras intentaba asimilar el impacto de la noticia. “Persona de interés”. Martín no tenía dudas acerca del verdadero significado de la expresión: “sabemos que es el asesino, pero todavía no podemos probarlo concluyentemente”. ¿Cómo era posible que la policía estuviera cometiendo un error tan profundo? ¿Por su excusa improvisada cuando Werner no había llegado a la reunión? No podían ser tan ingenuos. ¿Por las huellas digitales? Era imposible. Podían encontrar huellas suyas en la casa de Werner, pero no en el arma homicida… fuera cual fuera. La muerte de Werner; el mensaje codificado; el encuentro en la plaza; la huída de su perseguidor. Varias veces a lo largo de la semana Martín había pensado que las cosas no podían empeorar, pero la situación comenzaba a convertirse en una pesadilla. Comprendió que algo en su interior se había roto. Los policías cometían errores como cualquier persona; pero Martín los consideraba generalmente dignos de confianza, objetivos, justos. Estaban ahí para proteger a la gente que, como él, eran buenos miembros de la sociedad. Y ahora creen que soy un asesino. Si no podía confiar en la policía, ¿en quien podía confiar? Anna. Martín volvió a la realidad. Anna seguía pálida, con la espalda pegada a la pared. Seguía con la mirada fija en la televisión, pero pareció percibir la mirada de Martín. Lo miró durante un instante e instintivamente miró a la puerta. Está pensando en escapar. No podía permitirlo; Anna era la única persona que sabía lo que estaba sucediendo. La necesitaba de su lado. Se puso de pie y caminó hacia la puerta con intención de cerrarle el paso, esperando que su maniobra no resultara demasiado obvia. Anna lo miró sin decir nada. – Yo no lo maté – le dijo con toda la convicción que logró reunir. Anna dio un paso tímido hacia la puerta. – Déjame salir. Martín sabía que no podía retenerla; no por la fuerza. – No – extendió la mano. – Espera. Espera. Yo no lo maté. Anna dio otro paso. No se había rendido.

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– Martín, déjame salir. Martín respiró hondo. Tenía que convencerla. Intentó sonar lo más honesto posible. – Anna. Yo no maté a Werner. No sé qué está pasando, pero yo no maté a Werner. Lo juro. Yo no lo maté. Anna no parecía del todo convencida, pero se detuvo. Tragó saliva. Está dudando. Anna levantó la mano y señaló al televisor. – ¿Entonces…? ¿Entonces por qué la policía cree que soy el asesino? Esa es la pregunta… Tenía que darle una explicación convincente aunque él mismo no tuviera idea de cuál era la verdadera razón. Pero no podía detenerse a pensar demasiado: si no lograba tranquilizar a Anna inmediatamente, seguramente intentaría escapar. Y no quería – no podía – retenerla por la fuerza. Empieza a hablar. – Yo no maté a Werner. No sé por qué la policía sospecha de mí. Estaba nervioso cuando me interrogaron por segunda vez porque no quería decirles nada acerca del sobre hasta no haberlo abierto. Anna consideró su respuesta durante varios segundos. – Dijeron que había huellas. ¿Cómo encontraron tus huellas? Ahora parecía más confundida que asustada; Martín se sintió aliviado, pero intentó no demostrarlo. – Yo visitaba a Werner regularmente. La noche anterior a… – nuevamente, no pudo decirlo. Hizo un gesto vago. – …la noche anterior había estado con él preparando una presentación para la fábrica. ¡Por supuesto que hay huellas mías! Lo que no entiendo es por qué la policía cree que eso me convierte en el asesino. Gracias a Dios el informativo no mencionó el arma. Anna cruzó los brazos y miró al piso. – Entonces tú fuiste el último que lo vio con vida… Martín dudó un instante antes de responder. ¿Era una pregunta trampa? – No. El último que lo vio con vida fue el asesino – la corrigió. Anna no dijo nada. Seguía sin levantar la vista. Ahora parecía más triste que otra cosa. Quiere creerme. Solo tengo que terminar de convencerla. – Anna, escúchame. Yo no maté a Werner; era mi amigo. No tenía ninguna razón para matarlo. No tenía idea de que existía el mensaje codificado,… – ¿Por qué debería creerte? – Está bien. Aún si hubiera sabido que existía el mensaje y hubiera matado a Werner para obtenerlo, ¿por qué fui a la plaza a encontrarme contigo? Inmediatamente después de hacer la pregunta se dio cuenta de que la respuesta era obvia. Estúpido. – Porque necesitabas mi sobre para descifrar el mensaje. Tú mismo lo dijiste. Martín comenzó a sentirse acorralado. Buscó desesperadamente alguna otra forma de convencerla. – ¿Y ese hombre que nos sigue? – ¿Qué nos sigue? ¿Yo como sé que no trabaja contigo y me está siguiendo a mi, Martín? – preguntó Anna, furiosa. Martín se aferró la cabeza entre sus manos, frustrado. Detestaba admitirlo, pero era difícil demostrarle a Anna que era inocente sin dejar lugar a dudas. Y eso le dejaba una sola alternativa.

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– Anna, yo no maté a Werner y no tuve nada que ver con su muerte. No sé por qué la policía cree que yo lo hice, pero todo ésto es un enorme malentendido. Vamos a la policía; estoy seguro de que todo se va a aclarar una vez que les cuente todos los detalles. Los sobres, los códigos, el hombre que nos persigue. Mi conciencia está limpia, no hice nada malo y no tengo nada que ocultar; estoy seguro de que van a creerme. Tienen que creerme. El cambio en la actitud de Martín tomó a Anna por sorpresa. Pareció relajarse un poco; volvió a fijar la mirada en el piso, pensativa. Curiosamente, Martín sentía que se había quitado un gran peso de encima. Estaba sintiendo el cansancio acumulado de los últimos días. Ir a la policía le resultaba incómodo, pero siendo realista, era su única alternativa. Estaba convencido de que iban a creer su historia y seguramente podrían protegerlo de su perseguidor. – Está bien. Te creo – dijo Anna finalmente. Martín suspiró aliviado. – Pero no podemos ir a la policía – continuó Anna. – Esto no es un gran malentendido, Martín. Martín arqueó una ceja. No había esperado esta reacción. – ¿Qué quieres decir? – Tú no mataste a Werner. Pero la policía dice que tú eres el sospechoso basándose en las huellas digitales que encontraron en el lugar. No es un malentendido, Martín; alguien está intentando incriminarte. Martín se estremeció. ¿Sería posible? Había pensado en un error por parte de la policía, que probablemente estuviera bajo presión por encontrar algún culpable, pero no había pensado en una acción deliberada. Si era así, la situación era aún más compleja y peligrosa de lo que había supuesto. Anna tenía razón. En esas circunstancias, ir a la policía era lo peor que podía hacer. – Entonces la única alternativa que tenemos es seguir adelante – le dijo con decisión. Consultó la carta decodificada. – Tenemos que ir a Zürich, encontrar a Richter y Vogel, y saber finalmente qué tenía Werner entre manos. Y si ésto no nos lleva a ninguna parte, voy a tener que entregarme a la policía y confiar en que pueda demostrarles mi inocencia. Anna asintió. – Tenemos que partir en seguida. La policía todavía no te está buscando activamente, pero seguramente empiecen a hacerlo si no te entregas en cuestión de horas. Nuevamente, Anna tenía razón. Martín se sintió afortunado por tenerla de su lado. Pero eso podía cambiar rápidamente si le daba alguna razón para sospechar. – Y no podemos ir en avión – le dijo y se sorprendió por lo que estaba pensando. – Ir en tren nos va a llevar más tiempo, pero probablemente podamos llegar a Suiza sin que nos pidan documentos. Más probable que si vamos en avión, al menos. Era un riesgo que tenían que correr. – De acuerdo – dijo Anna. – Podemos tomar un tren nocturno a París y por la mañana seguir hacia Zürich. Martín asintió y consultó su reloj. – ¿Tenemos tiempo? – Sí; el primer tren nocturno sale pasadas las seis. Tenemos casi dos horas para ir a la estación. Inmediatamente tomó la pequeña maleta, la puso sobre la cama y comenzó a guardar las pocas cosas que tenía en la habitación. Martín se detuvo a considerar lo que estaba haciendo. A todos los efectos prácticos, iba huir del país porque la policía lo consideraba sospechoso de un asesinato. Sacudió la cabeza; era como estar viendo una película. No parecía real.

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Y sin embargo, así era. Y no parecía que tuvieran otras opciones. Pensó brevemente en avisar a su madre, pero no tenía mucho sentido; apenas hablaban una vez al mes y era imposible que se le ocurriera venir desde Málaga sin previo aviso. Era mejor no ponerla nerviosa. Pero no podía desaparecer de la fábrica así como así, especialmente cuando se esperaba que al día siguiente comenzara a asumir las responsabilidades de Werner y pusiera en marcha el plan de sucesión. Por otra parte, no podía avisar que se iba del país, ya que la fábrica sería el primer lugar donde la policía iría a buscarlo. Hizo una llamada rápida a la fábrica y dejó un mensaje de voz: iba a ausentarse durante dos o tres días mientras se encargaba de algunos asuntos administrativos relacionados con el fallecimiento de Wilhelm (estuvo a punto de decir Werner). Si no puedo resolver este asunto en dos o tres días, seguramente tenga problemas mucho más serios que desaparecer de la fábrica… Anna había terminado de empacar. Miró a Martín. – Supongo que no llevas tu pasaporte encima, ¿no? – No – admitió. En realidad no llevaba nada encima. – No tenemos más remedio que pasar a buscarlo a mi piso. Anna asintió lentamente. Era peligroso y ambos lo sabían: el hombre que los estaba siguiendo seguramente supiera dónde vivía. Y tampoco tenían mucho tiempo; era cuestión de horas antes de que la policía emitiera una orden de captura formal. – Puedo entrar al edificio por la entrada de servicio, en la calle de atrás – explicó Martín mientras bajaban a la recepción. Si se movían rápidamente, quizás lograran eludir a la policía y a su perseguidor. La recepción del hotel estaba desierta, salvo por el recepcionista. – Voy a la calle a buscar un taxi – dijo Martín. Anna asintió y se dirigió hacia el mostrador para entregar la llave de la habitación. Martín se dirigió a la puerta, pensando en la mejor manera de proceder. Su coche había quedado en el estacionamiento cerca de la Puerta del Sol. Ir a buscarlo era demasiado arriesgado; quizás el hombre de la plaza lo estuviera vigilando. Podía decir lo mismo de su piso, pero no tenían alternativa; necesitaba su pasaporte. Iba a tener que dejar el coche en el estacionamiento. Seguramente tuviera que pagar una multa para recuperarlo una vez que volvieran de Suiza, pero era la menor de sus preocupaciones en ese momento. Llegó al ventanal exterior del hotel y se detuvo en seco. Su corazón dio un vuelco. De pie en la acera opuesta, mirando directamente en su dirección, estaba su perseguidor. El hombre también vio a Martín. Durante un segundo, ninguno de los dos se movió. Y entonces, el hombre sonrió. Martín sintió un escalofrío. Los ojos del hombre no sonreían; tenía la expresión de un animal salvaje a punto de atacar a su presa. Dio media vuelta y corrió hacia Anna, que ya estaba lista para irse. Anna percibió su alarma. – ¿Qué sucede? – Está ahí afuera, Anna. Nos está esperando. Anna abrió mucho los ojos. Martín se dirigió al mostrador. – ¿El hotel tiene alguna otra salida? – preguntó al recepcionista. – Si, por supuesto. La salida del estacionamiento. – ¿El estacionamiento del subsuelo? ¿En qué calle está la salida? El recepcionista lo miró extrañado. – A la derecha de la entrada principal. La persiana metálica. ¿Necesita que la abra?

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Anna y Martín se miraron desolados. No tenían forma de salir sin que el hombre los viera. No tenían forma de huir de él. Y no podían quedarse en el hotel indefinidamente. Estaban atrapados. – ¿Qué hacemos, Martín? Martín miró al hombre a través de la ventana. Estaba esperándolos. Solo se le ocurrió una idea. Era una idea arriesgada, pero no tenía otras opciones. Suspiró y extrajo el móvil. Comenzó a marcar un número. – ¿A quién llamas? – le preguntó Anna. Martín la miró y se mordió el labio antes de responder. – A la policía.

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26 Sébastien se esforzó en no demostrar su excitación, pero le resultaba difícil. Entrelazó las manos a su espalda y se apoyó en la pared. Los tenía. Esta vez no tenían escapatoria. El hotel tenía una sola salida y era imposible que volvieran a engañarlo como lo habían hecho en el café. Todavía estaba furioso. ¿Cómo era posible que dos personas cualquiera hubieran logrado burlarlo de esa manera? No importaba; había sido un error, una distracción momentánea que no había tenido consecuencias. Los había perdido durante unos minutos pero había recuperado el rastro rápidamente. De todas formas, la situación había cambiado. Lo habían descubierto, así que ya no estaba realizando un seguimiento pasivo; ya no tenía sentido intentar pasar inadvertido. Ahora podía obtener directamente la información que necesitaba: qué era lo que sabían, y quién era la mujer. Estaban atrapados. Evidentemente debían estar asustados. Podían suceder dos cosas: que intentaran huir, un esfuerzo inútil ya que no podían ganarle ni en velocidad ni en fuerza – Sébastien no pudo reprimir una sonrisa ante la idea – o que se refugiaran en el hotel, en cuyo caso tendría que ir a buscarlos. En un hotel tan pequeño, no iba a tener ninguna dificultad en encontrarlos, aislarlos y obtener toda la información que quisiera obtener. Sería mucho más entretenido que intentaran escapar, por supuesto, pero era poco probable que ocurriera. No importaba. Lo único importante ahora era completar la tarea que le habían asignado. Se le aceleró el pulso; había pasado años metiéndose en problemas por pintar esvásticas en puertas de sinagogas y por atacar inmigrantes en las calles, y si bien sentía el orgullo propio de su ideología, con los años había comenzado a sentir que le faltaba un propósito. Pero finalmente se había hecho notar; finalmente lo habían encontrado. Sabía que esta misión era una prueba; y si bien no tenía del todo claro para quién estaba trabajando, había escuchado rumores… y si alguno de esos rumores era cierto, por Dios, estaba a punto de empezar a jugar en primera división. Se le puso la piel de gallina. El sonido de un coche lo trajo de nuevo a la realidad. Venía acercándose a muy baja velocidad y si bien su aspecto no tenía nada llamativo, Sébastien había desarrollado una especie de sexto sentido que lo puso en alerta inmediatamente. La policía. Sébastien intentó adoptar una postura lo más despreocupada posible. Lo último que quería era llamar la atención de la policía; nada podía interferir con su misión. El coche pasaría de largo y desaparecería en un minuto.

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El coche, sin embargo, comenzó a aminorar la marcha hasta detenerse frente a la puerta del hotel. Sébastien se sintió extrañado. Podía ser una simple coincidencia. Pero había aprendido a no confiar en las coincidencias. Sabía que la policía buscaba a Martín y a la mujer; por pura casualidad había visto el noticiero en la televisión de un escaparate. Tal vez el recepcionista del hotel los había reconocido y había llamado a la policía. O quizás hubieran decidido entregarse. No había considerado esa posibilidad. Estaban atrapados y lo sabían; ¿serían tan estúpidos de entregarse a la policía para escapar de él? Era posible. Era algo que tendría que haber considerado. Merde! ¿Qué podía hacer? Si la policía se los llevaba podía seguirlos; como mucho estarían fuera de su alcance durante un par de días, pero podría retomar su seguimiento en cuanto los liberaran. Tragó saliva. No sería una catástrofe pero no le agradaba para nada la idea de tener que explicar esta situación a sus “empleadores”. Pensó en entrar inmediatamente al hotel y “esconderlos” hasta que la policía se retirara. Pero ya no tenía tiempo; los dos policías se estaban bajando del coche. Y entonces sucedió algo que Sébastien no se esperaba. Los dos policías comenzaron a caminar en su dirección. – Buenas tardes – le dijo uno de ellos mientras se acercaba. – ¿Nos permite ver sus documentos? Simultáneamente, la puerta del hotel se abrió y Martín y la mujer salieron caminando calle abajo. Los siguió con la mirada hasta que llegaron a la esquina. Martín miró brevemente por encima de su hombro y sus miradas se encontraron por un instante. Sébastien sintió que le hervía la sangre. Apretó los puños. Le habían vuelto a ganar. Los policías interpretaron su reacción de forma distinta. El otro policía, que se había quedado un par de pasos más atrás, abrió la chaqueta y llevó la mano a la cintura, un gesto casual pero suficiente para que Sébastien viera su arma. – Documentos, por favor – insistió el policía. Sébastien estaba furioso. Martín y la mujer no podían estar a más de una manzana. Estudió rápidamente a los oficiales: jóvenes, armados, alerta. Uno de ellos estaba al alcance de su brazo; el otro estaría un metro más atrás. Por un instante consideró atacarlos. Había estado en situaciones bastante más peligrosas y había salido de ellas sin un rasguño (aunque no podía decir lo mismo de sus adversarios). Estos dos policías no representaban un gran obstáculo. Pero se contuvo. Sus instrucciones hacían hincapié en no atraer la atención y no meterse en problemas con las autoridades. Extrajo la cartera con un gesto deliberadamente amplio y lento y ofreció el permiso de conducir al policía. El policía estudió el documento, observó a Sébastien y lo revisó de nuevo. – ¿Qué lo trae por Madrid, Leclerc? – Turismo – respondió fríamente. El policía lo miró fijamente. Sébastien le mantuvo la mirada sin inmutarse. – ¿Utiliza usted drogas? ¿Drogas? Sébastien se sintió asqueado. Las drogas eran cosas de punks y hippies, no de un verdadero guerrero. El cuerpo y la mente siempre debían estar limpios, prontos para pelear. – No – le respondió con odio.

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El policía dudó unos instantes antes de continuar. Tiene miedo. – Dé media vuelta, separe las piernas, ponga las manos contra la pared. Iban a registrarlo. Sintió un profundo desagrado ante la idea de que otro hombre lo tocara, pero tenía un problema más importante: la H&K en el tobillo. Si el policía encontraba el arma, iba a estar en serios problemas. Se dio vuelta lentamente, pensando qué hacer. El policía comenzó a palpar sus brazos y luego bajó por su torso, acercándose a la cintura. Sébastien sintió náuseas. Si llega a tocarme está muerto. Después se preocuparía por las consecuencias. Las manos se retiraron. – Está limpio – anunció el policía. Sébastien se dio vuelta lentamente y lo miró. No te imaginas lo cerca que estuviste hoy de terminar en un cajón. El policía le devolvió el permiso de conducir. – Que tenga un buen día – le dijo y se dirigió de nuevo hacia el coche. El otro policía retrocedió sin darle la espalda, aún con la mano cerca del arma. Sébastien los observó sin moverse hasta que se subieron al coche y se alejaron. Por segunda vez en el día, Martín y la mujer se le habían escapado; y esta vez, para peor, lo habían humillado. En ese momento Sébastien decidió que cuando les pusiera las manos encima iban a lamentar haberse metido con él.

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27 Menos de una hora después, Sébastien forzó la puerta del piso de Martín. Todas las luces estaban apagadas. Decidió no correr riesgos; los amateurs ya le habían dado un par de sorpresas. Sacó la H&K de la pistolera del tobillo y recorrió el piso lentamente, a oscuras y en completo silencio, habitación por habitación. Finalmente se convenció de que no había nadie. Volvió a la sala de estar, se subió a una silla y tocó las luces del techo: todavía estaban tibias. No tenía dudas de que Martín y la mujer habían estado ahí apenas minutos antes. Había tenido la idea acertada, pero los había perdido por poco. Merde! Fue hasta la entrada, cerró la puerta y encendió las luces. Se sintió momentáneamente deslumbrado luego de haber pasado varios minutos en la oscuridad. Dos cosas llamaron inmediatamente su atención: la decoración sencilla, prácticamente espartana; y lo ordenado que se encontraba el piso. Un maldito obsesivo-compulsivo. Era un profundo contraste con el estado habitual de su propia habitación. Pero esto le daba una ventaja: los pocos lugares que no estaban ordenados eran evidentemente los que habían sido revisados con prisa. Volvió a recorrer el piso, prestando atención a los detalles y sintiéndose muy inteligente. Armarios abiertos, pilas de ropa desordenada; una maleta en el piso, abierta y vacía; un cajón abierto donde había algunos documentos poco importantes, pero no un pasaporte. El panorama estaba bastante claro, incluso para Sébastien: Martín sabía que lo seguía, había logrado sacarle unos pocos minutos de ventaja con su llamada a la policía y había utilizado esos minutos para huir hacia algún lugar seguro. En este momento Martín y la mujer podían estar en el aeropuerto yendo en cualquier dirección. En cuestión de horas podían estar a miles de kilómetros de distancia. Sébastien se dejó caer en el sofá. Esta vez realmente los había perdido. Las personas para las que creía estar trabajando no iban a tolerar un fracaso. Podía intentar abandonar su misión y desaparecer. Siendo optimista, nunca más volvería a tener noticias suyas y perdería una oportunidad única de entrar en contacto con ellos. Siendo pesimista,… Sébastien experimentó una sensación que no había sentido durante años. Miedo. Sabía lo que tenía que hacer, pero no le gustaba en absoluto. Tomó el móvil y se lo pasó de una mano a la otra durante varios minutos, sin decidirse a marcar el número que sólo debía usar en caso de emergencia.

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Respiró hondo. Soy un guerrero. Perdí una batalla pero no la guerra. Iba a triunfar e iba a mantener su orgullo intacto. Solo necesitaba recuperar la pista. Marcó el número. El teléfono sonó apenas una vez antes de que respondiera una voz sin emoción al otro lado de la línea. – Diga. ¿Tenía el número correcto? – Habla Sébastien. – Lo sé – dijo la voz, exasperada. Sébastien tragó saliva. Orgullo. – Seguí al objetivo durante tres días. Hizo contacto con una mujer. Tengo fotos de los dos. Una breve pausa. – Envíe las fotos. Y sólo use este número para emergencias. Fuimos claros al respecto. Había llegado el momento crítico. – Es una emergencia. Tuve que eludir a la policía y en ese momento perdí a los objetivos – no iba a mencionar que lo habían visto, si podía evitarlo. – Creo que en este momento pueden encontrarse fuera del país. Un suspiro seguido de una pausa más larga. – Envíe las fotos y espere instrucciones – dijo la voz finalmente. – Entendido – dijo Sébastien, intentando ocultar el alivio que sentía. Había imaginado que la conversación sería mucho peor. Pero la voz del otro lado del teléfono dijo algo más antes de cortar. – Su fracaso no va a hacer muy feliz a Schäfer. Le recomiendo que no se repita. Sébastien alejó lentamente el móvil de su oído y se quedó mirándolo durante varios segundos. Le temblaban las manos. Envió las fotos de Martín y la mujer que había tomado antes en el café y se quedó sentado, intentando asimilar lo que acababa de suceder. Sentía una confusa mezcla de emociones. Orgullo porque había enfrentado su error como un verdadero hombre; pánico ante la advertencia implícita de que no iban a tolerar otro fracaso; euforia porque no lo habían abandonado. Pero la sensación que lo dominaba era de incredulidad, a causa de una palabra que su interlocutor había pronunciado al pasar, pero seguramente consciente del efecto que causaría en Sébastien. Schäfer. Un nombre legendario. Sobre el final de la segunda guerra mundial, según creían los neonazis más devotos, Hitler en persona había puesto en marcha una operación para preservar la esencia de su poder y sembrar las semillas de un Cuarto Reich, y había encomendado esta misión secreta a un selecto grupo de oficiales elegidos personalmente. Stefan Schäfer era uno de ellos. A partir de ese punto, las distintas versiones divergían. Algunos sostenían que habían fundado una base en la Antártida; otros que habían huido a la Argentina. Lo cierto es que nadie había vuelto a saber de ellos o de su misión. Y el Cuarto Reich, lejos de hacerse con el control del mundo, seguía siendo apenas un sueño. Sébastien nunca había tomado estas historias muy en serio. Pero todo había cambiado unas semanas atrás, cuando se habían puesto en contacto con él de forma anónima. Mostraron una cortés admiración por sus actividades anteriores; conocían sus antecedentes y su vida per-

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sonal con un nivel de detalle que le resultó incómodo. Y le ofrecieron la oportunidad de realizar una tarea simple para ellos: seguir a un civil. Secretamente, Sébastien tenía esperanzas de que fueran ellos. Se había negado a creerlo; no quería hacerse falsas expectativas. Pero el nombre que acababa de escuchar cambiaba todo. Schäfer. ¿Era posible que realmente estuviera trabajando para Stefan Schäfer? No era imposible. Hizo un rápido calculo mental; hoy por hoy Schäfer y los miembros originales de la misión secreta tendrían entre ochenta y noventa años. Imaginó un consejo de ancianos planeando el ascenso al poder del Cuarto Reich, moviendo los hilos desde las sombras, utilizando a grupos militantes en todo el mundo para llevar adelante sus objetivos, sin que ellos mismos lo supieran. Grupos militantes como el suyo. Durante un instante vio toda la situación con completa claridad. Se sintió henchido de orgullo y sus ojos llegaron a humedecerse. Era parte de algo mucho más grande que él. Era una experiencia religiosa. El móvil vibró dos veces y la imagen se desvaneció. Volvía a estar en el piso de Martín, donde lo había perdido. Apretó los puños. Le habían encomendado una misión y estaba fallando. No podía esperar a retomar el rastro y demostrar su verdadero valor. Leyó el mensaje de texto. Contenía una sola palabra. Zürich.

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28 Zürich Tarde del 26 de abril, 2004. Una grabación anunció en cuatro idiomas que el tren estaría llegando a Zürich Hauptbahnhof en pocos minutos. Martín miró a través de la ventana, sorprendido; estaban en el medio del campo. Sin embargo, quince minutos más tarde el tren aminoró la marcha y finalmente se detuvo en la Estación Central de Zürich. El viaje de casi veinte horas había transcurrido sin incidentes. El trayecto de Madrid a París había sido de quince horas; habían llegado pasadas las nueve de la mañana. Anna había dormido prácticamente sin interrupciones durante toda la noche; Martín, en cambio, apenas había logrado dormir de a ratos. Se habían detenido en París lo estrictamente necesario; inmediatamente habían comprado billetes para el próximo tren hacia Zürich, y habían desayunado al pasar en el propio andén minutos antes de partir. Habían pasado las cinco horas del trayecto en una calma tensa. Habían hablado lo mínimo necesario: dónde alojarse y por cuánto tiempo, cómo acercarse a Richter y a Vogel, y poca cosa más. Habían intercambiado teorías sobre los documentos que les había dejado Werner, pero ninguno de los dos estaba con demasiado ánimo de especular; esperaban tenerlos en su poder lo antes posible. La primera impresión que tuvo Martín de la ciudad fue bastante distinta a la idea que se había hecho de una de las capitales financieras más importantes del mundo. Lejos de sentirse insignificante en medio de un bosque de rascacielos impersonales, se sintió bienvenido por las construcciones tradicionales, las montañas bajas, y el encanto del pequeño parque en la confluencia del Limmat y el Sihl. Por un momento sintió el impulso de recorrer la ciudad como un turista despreocupado. Sacudió la cabeza. Estoy agotado. Habían salido por la puerta norte de la estación. Anna señaló un edificio al otro lado del puente. – ¿Marriott? Café. Cama cómoda. Habían llegado a la conclusión de que registrarse en cualquier lugar era arriesgado, ya que la policía seguramente estuviera buscando a Martín. Si bien lo buscaban los españoles, no tenía dudas de que el caso pasaría a manos de la Interpol en cuestión de días. Por otro lado, te-

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nían que quedarse en alguna parte; no sabían realmente cuánto tiempo les tomaría dar con los documentos. – No – respondió Martín. – Un hotel es el primer lugar donde nos buscarían. Sería mejor ir a algún lugar de perfil más bajo… ¿Un albergue, un hostal? – Si, supongo – musitó Anna. – Vamos. Comenzaron a atravesar el puente sobre el Limmat, y pocos metros antes de llegar a la mitad Martín sintió una descarga adrenalina. Una camioneta de la policía avanzaba hacia ellos desde el otro extremo del puente. Reprimió su instinto natural de correr en la dirección opuesta y se esforzó por no reaccionar. La camioneta pasó a su lado y desapareció tras ellos segundos más tarde. Martín suspiró aliviado y nuevamente se sorprendió ante la situación en la que estaba. Le había costado mucho tiempo y esfuerzo lograr una vida estable y simple; y sin embargo se encontraba en Zürich buscando respuestas sobre el asesinato de su mentor, relacionado de alguna manera con un secreto de los nazis oculto desde la segunda guerra mundial, mientras escapaba de un matón peligroso y de la policía, que creía que él era el asesino. Sacudió la cabeza con incredulidad. Encontraron un pequeño hostal en Leonhardstrasse, a no más de cinco minutos de la Estación Central. Esta ubicación les resultaría muy conveniente en caso de que necesitaran huir de forma precipitada. Y otra vez estoy pensando como Jason Bourne. En cualquier momento voy a empezar a estudiar las vías de escape cada vez que entre en un restaurante… y a pedir Vodka Martini. Mi nombre es Torres, Martín Torres. Martín se quedó en la puerta del hostal con las maletas, vigilando la calle, mientras Anna se acercaba al recepcionista para pedir una habitación. Habían acordado que no daría sus verdaderos nombres y que buscaría alguna excusa para evitar mostrar los pasaportes. Martín dudaba que tuvieran éxito, pero Anna estaba convencida de que podía lograrlo. No tardó más de un par de minutos en volver. – Tenemos habitación – anunció sonriente. – Una privada, doble, con dos camas. Me preguntó si queríamos que las juntara, pero le dije que preferíamos hacerlo nosotros mismos. Se ruborizó ligeramente. Martín cambió rápidamente de tema. – ¿Algún problema con los pasaportes? – No, ninguno. Le prometí que se los traeríamos en cinco minutos y ya me entregó la llave. Eran buenas noticias. No les habían pedido pasaportes en el tren, ni habían tenido que mostrarlos ahora; habían pagado los billetes de tren en efectivo; sus nombres no habían quedado registrados en ninguna parte. Oficialmente, nunca habían salido de España. – Vamos. No tenemos mucho tiempo. Subieron a la habitación y dejaron las maletas. Era una habitación muy sencilla; dos camas, dos mesitas de noche, una silla. No necesitamos nada más. Anna entró al baño durante unos minutos que Martín aprovechó para echarse sobre su cama. Se esforzó por no cerrar los ojos; sabía que si lo hacía probablemente se quedara dormido. Quería darse una ducha caliente y dormir, pero eso tendría que esperar hasta la noche. Anna volvió a la habitación; era hora de comenzar la búsqueda. Se sentaron frente a frente en sus respectivas camas. Martín extrajo la carta descifrada. – “Solo puedo confiar en Richter y Vogel de Zürich para preservar las evidencias” – leyó Martín. – ¿Quiénes son Richter y Vogel? ¿Son apellidos comunes? – Sí – confirmó Anna. – No tan comunes como García en España, pero son comunes en Alemania y supongo que aquí también.

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– ¿Pero qué tan comunes? ¿Unos pocos nombres o varias páginas de la guía telefónica? Miró alrededor de la habitación. No había teléfono y mucho menos una guía. – No lo sé – dijo Anna. – Zürich no es una ciudad muy grande. Quizás sean unos pocos nombres. Bajaron a la recepción y pidieron la guía telefónica. Martín buscó a Richter y luego a Vogel. Sacudió la cabeza. – Son demasiados. Un par de páginas de Richter y muchas más de Vogel. – No podemos llamar a todos – dijo Anna. No parecía una idea muy práctica. Tenían que pensar en otra cosa. – ¿Vamos? – dijo señalando hacia la calle. No quería hacer planes frente al recepcionista. Anna dudó un momento pero pareció entender; se dirigieron hacia la salida. – ¿Alguna idea? – le preguntó mientras caminaban nuevamente hacia el puente. – Ninguna – admitió Martín. – Pero creo que hay algo que no estamos viendo. Es igual que con el código: al principio pensamos que faltaba algo, pero teníamos todo lo que necesitábamos. Werner planificó todo esto en detalle; no creo que nos haya dejado una pista que no podamos seguir. – Werner escribió la carta hace cuarenta años – dijo Anna. – Seguramente había menos habitantes en Zürich. – Seguramente, pero ¿diez veces menos? No lo creo. Y de todas formas estaríamos buscando entre cientos de personas. – Podemos empezar con Richter. Hay menos “Richter” que “Vogel”. Martín suspiró. – De todas formas son demasiados. No tenemos tiempo. – ¿Qué, se te ocurre alguna idea mejor? – resopló Anna. Martín ignoró el tono de la pregunta. Luego de una larga relación fracasada había aprendido a elegir sus batallas. – ¿Qué es lo que no estamos viendo? ¿Qué sabemos? – Hizo una pausa. – Si Richter o Vogel ya no estuvieran en Zürich, Werner hubiera cambiado la carta; pero no lo hizo. – Entonces debemos suponer que Richter y Vogel siguen en Zürich. – Exacto. Por otro lado, hay demasiados Richter y Vogel como para llamarlos individualmente, así que la intención de Werner debía de ser otra. ¿Pero cual había sido su intención, entonces? Anna se detuvo en seco en la mitad del puente. Martín también se detuvo, sorprendido. – ¡Un banco! – exclamó Anna. – Tal vez no sean Richter y Vogel, dos señores suizos, ¡sino “Richter y Vogel”, un banco suizo! – Tienes razón – reconoció Martín, asintiendo lentamente con la cabeza. – La gente se muda o se muere, pero un banco suizo puede permanecer en el mismo lugar durante décadas o siglos. – ¡Vamos a la estación! – dijo Anna. Terminaron de cruzar el puente a paso rápido y volvieron a la Estación Central. Buscaron un teléfono público; para sorpresa de Martín, tenía una guía telefónica intacta. ¿Y que esperaba? Es Suiza, después de todo. – ¿Cómo se dice “Banco”? ¿Bank? – preguntó Martín, pensando en Deutsche Bank. – Si, – respondió Anna, – pero busca Banken. “Bancos”. Con el pulso acelerado abrió las páginas amarillas, buscó Banken y recorrió los listados con el dedo. Llegó hasta el final de la lista. No había ningún Richter y Vogel. Anna lo miró sorprendida.

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– ¿No está? – No – dijo Martín sacudiendo la cabeza. – Pero no tiene por qué ser un banco. Puede ser algún otro tipo de firma. – ¿Qué? ¿Una panadería? Martín se mordió el labio e ignoró el sarcasmo en la voz de Anna. Sin decir nada, abrió las páginas alfabéticas. Recorrió la letra R con el dedo y llegado a un punto se detuvo, incrédulo. – Bueno, creo que no es una panadería – dijo señalándole el lugar a Anna. Richter & Vogel, Rechtsanwälte. – Son abogados – dijo Anna. – ¡Es un estudio de abogados! Tendría que haberlo pensado. Después de todo, Werner había dejado el mensaje codificado a un abogado; no era sorprendente que hubiera hecho lo mismo con los documentos secretos. Buscó la dirección en el mapa de la guía. Se lo señaló a Anna. – Parece cerca de donde estamos – le dijo. Estimó la distancia utilizando la escala del mapa. – ¿Dos kilómetros? – Si, puede ser – confirmó Anna. – Está cerca de la estación Enge; casi cualquiera de los trenes que sale de aquí llega a Enge en menos de cinco minutos. – ¡Estupendo! – dijo Martín. No había tiempo que perder. Si no llegaban antes de que la firma cerrara, iban a perder un día entero. Compraron billetes y consultaron la lista de partidas. – Hay un tren de la línea S24 que sale a las 15:32 desde el andén 51 – dijo Martín. Consultó la hora. – Son las 15:26, deberíamos estar a tiempo de tomarlo. Comenzaron a seguir los carteles hacia el andén 51, que resultó no estar tan cerca como habían supuesto. Unos minutos después lo divisaron a lo lejos; todavía estaban a mitad de camino. El tren ya estaba en el andén. Martín echó una mirada al reloj que colgaba del techo, sin detenerse. – Tres y media – dijo. – Justo a tiempo. Apuraron el paso. Un minuto más tarde llegaron a la puerta del tren, y Martín oprimió el botón. El contorno del botón se iluminó de rojo. Sorprendido, Martín lo oprimió de nuevo. La puerta siguió sin abrirse. Al mismo tiempo comenzó a escuchar un zumbido que fue aumentando de intensidad, y en cuestión de segundos el tren se puso en movimiento. Martín volvió a mirar el reloj del andén. Las agujas marcaban, sin lugar a equivocaciones, las 15:32. Miró a Anna, incrédulo. – Había escuchado hablar de la puntualidad de los trenes suizos, pero no me esperaba ésto. Las historias no eran exageradas. – Primera vez en Suiza, ¿eh? – respondió Anna con una sonrisa. Miraron alrededor. En el andén contiguo se anunciaba la salida del siguiente tren, en la misma dirección, apenas unos minutos después. Caminaron a paso rápido y cuando Martín oprimió el botón, se encendió una luz verde y las puertas se abrieron. Se sentaron en el piso superior. Faltaban cuatro minutos para que el tren partiera. Anna señaló el reloj del andén. – Mira esto. El reloj señalaba las 15:34. – ¿Qué tiene?

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– Tú míralo. Martín observó el reloj sin notar nada extraño… hasta que cuando el segundero llegó a las 12, simplemente se detuvo. – ¿Qué…? Anna sonrió y no dijo nada. El minutero saltó hacia adelante, señalando las 15:35, y el segundero reanudó la marcha. – ¿¡Que fue eso!? – Los relojes de todas las estaciones de trenes de Suiza están sincronizados – explicó Anna, divertida ante la sorpresa de Martín. – Al final de cada minuto, los relojes esperan una señal enviada desde un reloj central antes de continuar. Así todos los relojes siempre están en hora. Martín consultó su reloj. Marcaba las 15:36; un minuto adelantado. ¿Por qué no?, pensó mientras lo ponía en hora.

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29 Sébastien atravesó rápidamente el área de equipajes del aeropuerto de Zürich, mirando con desprecio a la gente que esperaba sus maletas. Hacía años que había aprendido a volar únicamente con una pequeña maleta de mano; no tenía que perder tiempo esperando por su equipaje, y era imposible que algún estúpido empleado de la aerolínea lo perdiera. ¿Negocios o placer? No pudo evitar sonreír ante la pregunta. Técnicamente podía contar lo que estaba haciendo como “negocios”, pero sintió un profundo placer al imaginar el momento en que pusiera sus manos encima de Martín y la mujer. Vivos, le habían dicho, pero no tenía por qué entregarlos intactos. Había pasado todo el vuelo imaginando a Martín y a la mujer rogándole que los matara para terminar con el sufrimiento. Salió de la zona segura del aeropuerto y buscó el acceso a las vías de tren. Le habían indicado explícitamente adonde tenía que ir y cómo llegar, pero primero tenía un inconveniente logístico que necesitaba resolver. Había tenido que dejar su H&K en Madrid y no le había hecho ninguna gracia. Hubiera preferido venir a Zürich en tren o en coche, aunque el viaje tardara diez veces más, porque las aduanas eran bastante permeables. Pero sus nuevas instrucciones hacían énfasis en que no había tiempo que perder; en consecuencia, había tenido que dejar su arma y tomar un avión. Se sentía desnudo entre los viajeros que iban de un lado al otro. Estaba acostumbrado al peso, el tamaño, la sensación de su H&K; esperaba poder conseguir una rápidamente, aunque no se hacía ilusiones. Le habían dicho que no reparara en gastos, pero no le sobraba tiempo. Iba a tener que conformarse con lo que encontrara disponible “en el mercado” en ese momento. No importaba. Aún si lo único que conseguía era un cuchillo de cocina sin filo, lo iba a aprovechar al máximo cuando tuviera a sus víctimas en su poder.

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30 Martín y Anna no tuvieron dificultades para encontrar la dirección de la firma de abogados. Era un edificio de cuatro plantas, gris, poco llamativo, como tantos otros edificios de Zürich. Excepto por el número de puerta, no había ningún cartel visible. Se acercaron a la puerta y examinaron el portero eléctrico. Martín sonrió aliviado. Efectivamente, en el tercer piso estaba Richter & Vogel, Rechtsanwälte. Presionaron el botón. Unos segundos mas tarde la puerta se abrió con un chasquido y un zumbido eléctrico. Martín se sintió levemente incómodo al pensar que sin ninguna duda los estaban observando a través de una cámara. El tercer piso era tan sobrio y poco llamativo como el exterior del edificio. La puerta más cercana al ascensor tenía un pequeño cartel con el nombre de la firma. Nuevamente tocaron el timbre y la puerta se abrió inmediatamente. Entraron a una pequeña sala con sillones y una mesita. Una secretaria los observaba desde su escritorio. El interior de la oficina era bastante distinto al exterior; a pesar de que seguía siendo sobrio, los muebles clásicos de madera oscura y las luces difusas transmitían sutilmente una atmósfera de lujo discreto, que coincidía con la imagen que tenía Martín de los bancos suizos. La secretaria los observó mientras se acercaban al escritorio. Su expresión era neutral pero frunció levemente la nariz, como si estuviera oliendo algo desagradable. Seguramente acostumbre a tratar con gente mejor vestida que nosotros; todavía tengo la ropa del tren. – Buenas tardes – les dijo directamente en inglés. – ¿En qué puedo ayudarlos? Durante el viaje hasta Zürich, Martín y Anna habían intercambiado ideas sobre cómo acercarse a Richter o a Vogel, ciudadanos suizos; no tenían nada preparado para Richter & Vogel, Abogados. No queda otra opción que improvisar. – Mi nombre es Martín Torres y ella es Anna Krause. Venimos desde España – comenzó Martín. Hizo un gesto en dirección a Anna. – El abuelo de… mi esposa… falleció recientemente, y el testamento indicaba que Richter & Vogel guarda algo que le pertenecía. No estuvo mal. Había vacilado al mencionar a “su esposa” (a pesar de los años, seguía dolido), pero afortunadamente Anna no había reaccionado en absoluto ante la mentira. La secretaria los miró, como esperando algo más. – ¿Tienen los documentos en su poder? – preguntó arqueando una ceja. Martín y Anna se miraron. No podían mostrarle el mensaje codificado. Y la carta decodificada, escrita con apuro en una servilleta, era cualquier cosa menos un documento oficial.

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– ¡Por supuesto que los tenemos con nosotros! – exclamó Anna fingiendo indignación de forma convincente. – ¿Podemos hablar con el abogado que se encarga de estos asuntos, por favor? Por un momento pareció que la secretaria iba a objetar, pero cambió de idea. Apretó los dientes. – Por supuesto, Frau Krause. ¿Serían tan amables de tomar asiento? – le dijo, señalándoles los sillones. – Gracias – dijo Martín. Se sentaron en la pequeña mesita. Detrás de ellos, la secretaria se puso al teléfono. – Tarde o temprano nos van a pedir documentos – dijo Anna. Martín asintió con la cabeza. – Pero Werner también tiene que haber pensado en esto. No nos dejó documentos, así que deberíamos suponer que no necesitamos documentos – respondió Martín. Estaba comenzando a habituarse a este tipo de razonamientos circulares. – ¿Pero como no los vamos a necesitar? ¿Por qué nos van a dar los documentos a nosotros y no a cualquiera que los venga a pedir? – Precisamente porque somos nosotros – replicó Martín. – Piénsalo. Werner escribió y selló la carta hace cuarenta años, mucho antes de conocernos. Supongo que habrá cambiado los destinatarios varias veces a lo largo de los años. Y así como en algún momento dio instrucciones al abogado de que se pusiera en contacto contigo y conmigo para entregarnos el mensaje codificado,… – ¿…también dejó instrucciones para que Richter y Vogel nos entreguen los documentos? Martín sonrió. – Eso espero. Y realmente quería creerlo. No quería pensar, ni por un momento, que Richter y Vogel era un callejón sin salida. Pero Werner realmente parecía haber planeado todo en detalle. Cada vez que se habían sentido estancados y con la sensación de que Werner había omitido algún elemento crucial, había resultado que tenían todo lo necesario; simplemente necesitaban armar las piezas del puzzle de forma correcta. En definitiva, razonar partiendo de la base de que Werner había pensado en todo parecía una apuesta segura. La secretaria salió de atrás de su escritorio y caminó hacia ellos. Era considerablemente más alta de lo que Martín había supuesto. – Herr Doktor Meier está listo para recibirlos – anunció. Martín y Anna se pusieron de pie y se esforzaron por seguir el paso de la secretaria, que los guió a gran velocidad por un pequeño laberinto de corredores revestidos en madera. Finalmente se detuvo frente a una puerta doble y golpeó con los nudillos. – Adelante – dijo una voz. La secretaria abrió las puertas, entró a la habitación y se apartó para que Martín y Anna pasaran. – Herr Doktor Meier – anunció la secretaria como si se tratara de un jefe de estado. El Doctor Meier era alto y muy flaco. La nariz aguileña y las gafas anticuadas le daban una imagen bastante particular. – Buenas tardes – les dijo cordialmente. Se presentaron mientras estrechaba la mano de Anna y luego la de Martín. Señaló los sillones. – Siéntense, por favor. ¿Puedo ofrecerles algo para beber? Ambos declinaron la oferta.

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– Tres cafés y agua – ordenó a la secretaria sin dirigirle la mirada. La secretaria se dio media vuelta, salió de la habitación y cerró las puertas. La habitación era más lujosa que la recepción y también más ostentosa. A Martín le resultó sencillo imaginarse abogados y banqueros suizos moviendo millones de un lado al otro, desde esos mismos sillones de cuero donde estaban sentados. Desde la pared los observaba una fila de retratos, los primeros serios y en blanco y negro, los últimos en color y sonrientes; el linaje de la firma. El retrato más reciente no era el de Meier. – Confío en que hayan tenido un agradable viaje desde España. ¿Es su primera visita a Suiza? – Es mi primera visita – dijo Martín. – Estoy muy impresionado con la puntualidad de los trenes. – ¡Ah, espléndido, espléndido! – exclamó Meier, visiblemente orgulloso. – Confío en que tengan oportunidad de disfrutar de la ciudad antes de volver a España. Pero no quiero desperdiciar su tiempo; Frau Krause, Herr Torres, ¿en qué puedo ayudarlos? No podían correr el riesgo de cambiar su historia; no sabían cuánto le había contado la secretaria. – El señor Werner Krause era el abuelo de mi esposa, – dijo Martín, – pero lamentablemente falleció hace una semana. Su testamento indica que el estudio guarda algo que le pertenecía. Meier había bajado la vista durante un instante luego de que le nombrara a Werner. Martín lamentó no ser un experto en lenguaje corporal; hubiera sido extremadamente valioso entender esa reacción. Hubiera jurado que le había mirado las manos. Súbitamente su corazón dio un salto. Los anillos. Martín comprendió que no había sido la mención de Werner, sino la mención a “su esposa”, lo que había hecho que Meier le mirara las manos: ni él ni Anna tenían anillo de matrimonio. Sintió el impulso de cruzar las manos, pero se contuvo. Si Meier había notado el detalle, ya era tarde para ocultarlo. Tranquilo. Lo peor que podía hacer era llamar la atención al respecto; era mejor actuar con naturalidad. Meier no tuvo ninguna reacción visible. – Espléndido. ¿Me permiten ver los documentos? – Lamentablemente no es posible – dijo Martín, intentando sonar creíble. – El testamento contiene algunas cláusulas muy personales que preferimos mantener en reserva. – Naturalmente – respondió Meier con una sonrisa. – El testamento de Herr Krause es, por supuesto, una cuestión extremadamente privada. La firma está interesada únicamente en los documentos referidos a los valores en custodia. Martín no supo qué responder. El planteo de abogado era perfectamente razonable. – No hay documentos, – intervino Anna, para sorpresa de Martín, – sólo el testamento. Y es bastante claro al respecto: la firma sólo debería comprobar nuestras identidades. Dicho esto, colocó su pasaporte sobre la mesa. Martín tuvo que admitir que Anna había logrado sonar convincente. Tomó su propio pasaporte y lo dejó junto al de ella. Meier los observó sin decidirse a tomarlos y se frotó la barbilla. – Naturalmente, Frau Krause – dijo finalmente. – Nuestra firma tiene varios contratos, en ocasiones vigentes desde hace décadas, y algunos de ellos incluyen condiciones francamente… particulares. ¡Logramos convencerlo!

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Pero el abogado continuó hablando. – Desgraciadamente, estos tiempos en los que vivimos… ya no son los tiempos de Richter y Vogel, en que los directores conocían personalmente a sus clientes. Vivimos en un mundo con lavado de dinero, ataques terroristas, robo de identidades… y firmas como la nuestra tienen una obligación legal de “conocer a nuestros clientes”. Lamento que esto afecte a clientes tan estimados como ustedes, pero me temo que no podemos hacer nada por evitarlo. Sacó una tarjeta de presentación de un bolsillo de la chaqueta y se la acercó a Anna. – Por favor, le ruego que solicite a su abogado que se ponga en contacto conmigo personalmente. Confío en que podamos resolver este… inconveniente… a su entera satisfacción. Dicho esto se levantó. Evidentemente había dado por terminada la reunión. Martín y Anna se levantaron y estrecharon la mano del abogado. Justo en ese momento, se abrió la puerta y entró la secretaria con tres cafés en una bandeja. – Frau Merz, por favor acompañe a Frau Krause y Herr Torres a la recepción. La secretaria lo miró durante un segundo, luego miró a Martín y Anna, y resopló disimuladamente. – Síganme, por favor.

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31 En lugar de retirarse, Martín y Anna volvieron a sentarse en los sillones de la recepción, ante la mirada de desaprobación de la secretaria. – ¿Y ahora? – preguntó Anna en voz baja. Un callejón sin salida. Exactamente lo que temía. – Creo que hasta aquí llegamos, Anna. Vamos a tener que hacer lo que habíamos acordado. – ¿Lo que habíamos acordado…? Martín suspiró. – Volver a España y entregarme a la policía – dijo. Se sentía cansado; físicamente agotado y emocionalmente exhausto. Quería dejar de huir. Lo buscaba la policía y lo seguía un asesino; ya no soportaba la presión. Jugar al espía internacional había sido un error. Pero Anna no estaba dispuesta a rendirse tan fácilmente. – ¿Cómo te vas a entregar a la policía, Martín? ¡Creen que mataste a Werner! Y estamos cerca, muy cerca… ¡La firma tiene los documentos, simplemente tenemos que encontrar la forma de que nos los entreguen! – Ya lo sé, Anna, pero ¿que podemos hacer? Ya escuchaste a Meier; verificar nuestros pasaportes no es suficiente para ellos, necesitan documentos que demuestren que estamos autorizados a retirar… lo que sea que Werner nos dejó. “No son los tiempos de Richter y Vogel” – dijo imitando el tono del abogado, – “cuando conocíamos personalmente a los clientes”. Anna se recostó en el sillón. No dijeron nada durante unos segundos. – Entonces… ¿crees que Werner conocía personalmente a Richter y Vogel? Martín asintió lentamente. No era una idea descabellada. – Si, es posible – admitió. – Quizás les haya dejado instrucciones personalmente, sin dejar nada por escrito. Era pura especulación y Martín lo sabía, pero era posible. El secreto de Werner le había costado la vida; era razonable pensar que hubiera sido extraordinariamente paranoico en su afán de protegerlo. – ¿Podremos hablar directamente con ellos? – ¿Con Richter y Vogel? No lo sé. Ni siquiera sabemos si todavía viven. Y por la forma en que nos trataron aquí, no creo que simplemente nos vayan a dar sus teléfonos. – No, los teléfonos no, pero… – dijo Anna. Se levantó de un salto. – Dame un minuto. Martín no tuvo oportunidad de replicar. Anna fue hasta el escritorio de la secretaria y comenzó a hablarle en alemán. Para sorpresa de Martín, la secretaria esbozó algo parecido a una sonrisa, se levantó y se adentró en el laberinto de madera.

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Anna se dio vuelta, miró a Martín y levantó el pulgar; todo va bien. Martín se encogió de hombros y arqueó las cejas; ¿que estás haciendo? Anna hizo un gesto con la mano; espera, ya vas a ver. La secretaria volvió a la habitación con un libro entre manos y aún con vestigios de una sonrisa. Habló con Anna durante unos minutos más. Finalmente, Anna se dio vuelta y caminó hacia los sillones, con el libro y una sonrisa triunfal. Se sentó junto a Martín y le ofreció el libro. Era material promocional de la firma: “Richter & Vogel, cincuenta años de excelencia”. El libro había sido editado sin reparar en gastos; fotos a página completa en papel grueso y satinado, poco texto, un diseño sobrio y elegante. – Aquí está la parte interesante – dijo Anna y buscó una página en particular. Nuestra historia. Una foto a color, pero evidentemente antigua, de dos hombres jóvenes de aspecto muy serio. Wolfgang Richter y Dieter Vogel, 1953. Ojearon las siguientes páginas. Richter había fallecido en 1984, pero Vogel había continuado siendo el director de la firma hasta 1998. A los 72 años había decidido pasar la antorcha a las nuevas generaciones. – Ahora debe de tener 78 años – susurró Martín. Se le aceleró el pulso. 78 años, como Werner. La idea de que se hubieran conocido personalmente parecía cada vez más realista. – ¿Crees que Vogel tenga los documentos? – preguntó Anna una vez que hubieron salido del edificio. – Tiene que tenerlos – dijo Martín con una convicción que estaba lejos de sentir. El tiempo y las opciones se les estaban agotando.

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32 Martín y Anna habían tardado muy poco en encontrar la dirección de Dieter Vogel. El viaje en tren hasta la orilla opuesta del Lago de Zürich había tardado casi tres cuartos de hora que habían pasado prácticamente en silencio, conscientes de lo cruciales que iban a ser los próximos minutos. Bajaron del tren en Herrliberg-Feldmeilen y Martín se sintió desorientado: había dos vías entre el andén y la estación y no veía ninguna pasarela elevada para llegar al otro lado. Miró a un lado y otro, visiblemente confundido; Anna se limitó a señalar una escalera que llevaba a un túnel por debajo de las vías. Martín se sonrojó. Parece que nunca hubiera salido de mi pueblo. La casa de Vogel estaba a menos de doscientos metros de la estación. La propiedad estaba rodeada de un cerco de vegetación que les impedía ver hacia dentro. Caminaron a lo largo de la avenida hasta encontrar la entrada para coches, un portón de un par de metros de altura. La casa de cuatro plantas estaba directamente a orillas del lago y tenía un pequeño muelle donde había una lancha amarrada. Aún así, Martín había supuesto que sería más grande y lujosa. – ¿Será el Vogel correcto? – ¿Por qué no? – preguntó Anna, arqueando una ceja. – Vogel era el director de una firma de abogados de Zürich… Supongo que esperaba una mansión con varios Ferraris estacionados en el jardín. – Los suizos no son muy ostentosos. Además una casa así, a orillas del lago, perfectamente puede costar diez millones de euros. Había llegado el momento. Martín se acercó al portero eléctrico. Tenía un único botón y una cámara. Respiró hondo y presionó el botón. Pasaron unos segundos. No hubo respuesta. Martín comenzó a experimentar una inexplicable aprensión. Miró a Anna y presionó de nuevo el botón. Nuevamente, no hubo respuesta. Sus manos comenzaron a transpirar. ¿Qué me está pasando? Presionó el botón una vez más y esta vez lo dejó presionado durante varios segundos. Nada. – Martín, ¿estás bien? Estás pálido. La pregunta de Anna lo devolvió a la realidad. Estaba temblando. – Estoy bien. Estoy bien. No sé que me…

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Y entonces comprendió. Como en una pesadilla, estaba reviviendo los minutos anteriores a encontrar a Werner asesinado. – ¡Está muerto, Anna! ¡Llegamos tarde! – ¿Quién…? Trepó la reja de forma instintiva sin siquiera ser consciente de los raspones y lastimaduras que se estaba haciendo. Saltó al jardín sin preocuparse por que hubiera alarmas; el asesino ya las habría desconectado, como había hecho en la casa de Werner. – ¡Espera! – gritó Anna, pero Martín no la escuchó. Cubrió la distancia hasta la puerta de la casa en pocos segundos. Saltó los escalones hasta el porche y sintió como su corazón se detenía. La puerta estaba abierta. Llegamos tarde. Lo asesinaron como a Werner. A pesar de la sensación de horror que lo invadió, entró a la casa prácticamente sin detenerse. Al igual que cuando había entrado en la casa de Werner, presentía lo que se iba a encontrar; pero esta vez se obligó a seguir adelante. Cuanto antes termine con esto, mejor. La casa era bastante más lujosa que lo que su aspecto exterior insinuaba. El vestíbulo estaba desierto. Avanzó por un pasillo hasta llegar a una amplia sala de estar. Al lado del sofá había una mesita con un vaso de whisky a medio beber y un diario doblado a la mitad. Se asomó con cuidado al sofá, sabiendo que iba a encontrar el cadáver de Vogel. El sofá estaba vacío. En la mesita había un cenicero. Se acercó a inspeccionarlo; si algún cigarrillo aún– – Halt! – gritó alguien a sus espaldas. El tono era tan claro que Martín no necesitó traducción. Había cometido un error fatal. No había considerado que el asesino todavía podía seguir dentro de la casa. Estoy muerto. Nunca había imaginado que su final iba a ser de esta forma. Levantó las manos y giró lentamente. Martín experimentó, por primera vez en su vida, la sensación de tener un arma apuntando directamente a su cabeza.

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33 Madrid El Inspector Olivera terminó el café de un sorbo. Era el quinto café del día y sabía que no iba a ser el último. Se frotó los ojos para aclarar la imagen de la pantalla, pero solo logró empeorar la situación. Reprimió un bostezo. Qué día largo, por Dios. Llevaba once horas en la comisaría y no creía muy probable que pudiera terminar antes de otras dos o tres horas. Alguien venía corriendo por el pasillo. Palermo. Palermo entró en su oficina dos segundos más tarde, jadeando. – ¡Encontramos a Leclerc! El neonazi. El crimen del empresario. Olivera se encontró repentinamente despierto y alerta. Últimamente el caso les había generado bastantes dolores de cabeza y cualquier avance era una buena noticia. – ¿Donde está? – En Zürich. – ¿¡En Suiza!? – exclamó Olivera. – Si, señor. Aterrizó hace unas horas. – ¿Y Torres y la mujer? – No fueron vistos en el aeropuerto, señor. Pero pueden haber ido en coche o en tren. Olivera hizo una pausa para ordenar sus ideas. No podía pasar ningún detalle por alto. – Palermo, ayúdeme a pensar. Torres, Leclerc y la mujer estuvieron en el café de Puerta del Sol, pero no sabemos si llegaron a hacer contacto. Intentamos que Torres se entregue, pero en lugar de eso, los perdemos. Desaparecen los tres. Después alguien fuerza la puerta del piso de Torres y su pasaporte desaparece. Y ahora Leclerc aparece en Suiza. Palermo consideró la situación durante un segundo. – Si, señor. – ¿¡Que mierda está pasando, Palermo!? Palermo no respondió. Miró al piso. – ¿Todavía no tenemos el resultado de las huellas? Palermo tragó saliva. – No, señor – dijo. Olivera se pasó una mano por el pelo. El asunto se les estaba yendo de las manos. Tenían que actuar rápidamente. – Está bien. Está bien. Voy a llamar a Interpol. Palermo, usted presione al laboratorio. Gríteles, amenácelos, no me importa; necesitamos esas huellas ya mismo. Ya mismo. – Hizo

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una pausa. – Después váyase a su casa y prepare la maleta; esta misma noche salimos para Zürich.

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34 Zürich Martín tardó varios segundos en apartar los ojos del arma y mirar a la persona que la sostenía. No era el hombre del café; era un hombre mayor apoyado en un bastón, una versión envejecida del Dieter Vogel del retrato de la firma de abogados. Pero el alivio le duró apenas una fracción de segundo; seguía teniendo una pistola apuntando a su cabeza. Cualquier instante podía ser el último de su vida. ¿Qué podía decirle? Desde el punto de vista de Vogel, él era un intruso en su casa. Iba a ser muy difícil convencerlo de lo contrario. Pero Vogel habló primero. – Sabía que vendrían por mí – dijo con un fuerte acento alemán. Su voz era controlada pero extremadamente tensa. Vogel cree que vengo a matarlo. – No vengo por usted, Herr Vogel – respondió Martín, haciendo un esfuerzo supremo por mantener la calma. – Tengo una carta de Werner Krause. La carta habla de usted y de las pruebas. Estoy de su lado, Herr Vogel. Vogel pareció dudar por un instante, pero no cedió. – ¿Muy fácil, en la casa de un anciano entrar y matarlo? ¿Sin alarmas, puertas abiertas? ¿Demasiado fácil? Dé media vuelta y póngase de rodillas – ordenó. De pronto Martín sintió mucho frío. Me va a ejecutar. – ¡Media vuelta! – gritó el anciano. Martín no tenía opción. Si no obedecía, Vogel simplemente iba a dispararle. Comenzó a darse vuelta muy lentamente, intentando ganar algo de tiempo. – Vogel, estoy de su lado – dijo rápidamente. – Werner era mi jefe y mi amigo. Yo lo conocía como Wilhelm Wagner. Luego de su muerte, su nieta y yo recibimos una carta escrita en código, que logramos descifrar; habla de un terrible secreto de la época de la guerra, que Werner no quería llevar a la tumba, y mencionaba su nombre. Martín terminó de darse vuelta. Se puso de rodillas. A sus espaldas, escuchó los golpecitos del bastón; el anciano se acercaba. – Miente – respondió finalmente. – Werner no tenía una nieta. Mierda. No era su abuelo; era su tío abuelo. Un error estúpido que iba a costarle la vida.

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– Werner cumplió su promesa – dijo Vogel. – Werner nunca habló. ¿Por qué tenían que matarlo? ¡Tenía ochenta años, hijos de puta! Martín sintió algo frío y rígido que se apoyaba en su cabeza. Se le erizaron los pelos de la nuca. La pistola. Vogel lo empujó con el arma, obligándole a agachar la cabeza. Luego apoyó el cañón directamente en su nuca. Martín se estremeció y comenzó a temblar ligeramente. – ¡Por favor, Vogel! – dijo, y se le quebró la voz. Se sintió avergonzado, pero ¿que podía hacer? Estaba literalmente rogando por su vida. – Werner era mi amigo. No sé por qué lo mataron, pero yo también quiero encontrar a los hijos de puta. Por favor. Vogel no dijo nada. Es el final. Y súbitamente, el arma ya no estaba en contacto con su nuca. ¡Lo convencí! Martín prácticamente se echó a llorar de felicidad. Se sintió eufórico. ¡Estoy vivo! Pero luego escuchó con horror, apenas detrás de su cabeza, un chasquido metálico. Su corazón prácticamente se detuvo cuando volvió a sentir el frío metal en la nuca. Estoy muerto. Sus palabras no habían convencido a Vogel; el anciano simplemente había apartado el arma durante un momento para amartillarla. Comenzó a llorar en silencio. No se le ocurría nada más que decir. – Ojalá ardas en el infierno junto con Lange y Schäfer. Martín cerró los ojos. Se terminó. Le vino a la mente la imagen de sus hermanos y su madre y lo único que se le ocurrió pensar fue que ni siquiera había llegado a decirles que había salido del país. El grito, un chillido agudo, retumbó en sus oídos. – ¡No! Anna. – ¿¡Qué…!? – exclamó Vogel. El siguiente segundo transcurrió como en cámara lenta. El cañón del arma se deslizó sobre su nuca, hacia la derecha, hasta que dejó de sentirla. Miró hacia la derecha. Anna estaba en la puerta, cubriéndose la boca con las manos. El arma de Vogel apuntaba en dirección a ella. El bastón. Miró sobre su hombro. El bastón estaba justo detrás de su pie. Se echó hacia adelante, al mismo tiempo que pateaba el bastón. Sintió bastante resistencia; Vogel estaba apoyando casi todo su peso en él. Giró sobre sí mismo. Vogel estaba perdiendo el equilibrio; su expresión era de sorpresa. El arma se disparó. Luego del estruendo, Martín solo escuchó un zumbido agudo. El retroceso del disparo desequilibró aún más al anciano, que se aferraba al bastón con una mano. Soltó la pistola intentando desesperadamente usar el otro brazo para recuperar el equilibrio. Martín se deslizó por el piso en dirección al arma, que venía girando en el aire y apuntaba, de todas las direcciones posibles, directamente hacia su cuerpo. El arma golpeó el piso, pero no se disparó. Martín tomó la pistola, se puso de pié de un salto y encañonó a Vogel, que había logrado recuperar el equilibrio.

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Echó un vistazo rápido hacia atrás. Anna seguía tapándose la boca con las manos. Estaba inmóvil. A diez centímetros de su cabeza, la bala perdida había astillado parte del marco de la puerta. Los papeles se habían invertido en cuestión de segundos. El anciano levantó una mano en señal de rendición, mientras continuaba apoyándose en el bastón con la otra. Temblaba ligeramente. Estaba derrotado; Martín lo vio en sus ojos. Pero había otra cosa en sus ojos. Orgullo. Vogel alzó la barbilla. – Que sea rápido – dijo con desprecio. Martín bajó el arma. El anciano lo miró confundido. – Le dije que estamos del mismo lado, Vogel – le dijo con una sonrisa.

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35 Martín observó la delicadeza con la que Vogel llenó su taza de té y le costó creer que diez minutos antes el anciano había estado a punto de ejecutarlo a sangre fría con un disparo en la nuca. Se habían sentado en el sofá y durante unos minutos ninguno de los tres había hablado. Anna se había quedado mirando un punto fijo en la alfombra; Vogel había terminado de un solo trago el vaso de whisky. Luego de tranquilizarse, Martín y Anna habían resumido los acontecimientos de la última semana. Vogel no había dicho nada; les había ofrecido té y antes de que pudieran responderle se había levantado a prepararlo. Viéndolo volver empujando con dificultad un carrito con las bandejas, Martín se había sentido un poco culpable por haberlo atacado físicamente. Vogel, que minutos antes parecía una figura amenazante, ahora se le hacía pequeño y frágil. Tomaron té en silencio. A pesar de la urgencia que sentía, Martín mantuvo la calma. Finalmente Vogel se levantó, apoyándose en el bastón. – Si me permiten un momento, voy a traer lo que vinieron a buscar. Martín y Anna lo siguieron con la vista mientras salía de la habitación y luego se miraron. No era necesario decir nada; estaban pensando exactamente lo mismo. Los documentos. Fueran lo que fueran, Werner había dado su vida por ellos. Eran la causa de la pesadilla que Martín estaba viviendo desde entonces. Vogel regresó poco después con un pequeño objeto en la mano. Se lo ofreció a Martín. Martín lo tomó; era un pequeño paquete envuelto en papel. Lo desenvolvió con cuidado, bajo la atenta mirada de Anna. Era un pequeño libro con tapas de cuero. Estaba descolorido por los años y las páginas estaban amarillentas. La tapa tenía en relieve un águila nazi sosteniendo una esvástica con sus garras. Martín abrió el libro con mucha delicadeza. Contuvo el aliento involuntariamente cuando las páginas crujieron. La libreta estaba escrita a mano. A pesar de las décadas de diferencia, reconoció la letra. Se le puso la piel de gallina. El diario de Werner. La primer hoja tenía una sola inscripción: Gefreiter Werner Krause. Observó la siguiente hoja. En la parte superior había una fecha: 20-II-1945. Estaba escrito en alemán. Pasó la libreta a Anna. – Primero de mayo – dijo Vogel.

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Anna pasó las páginas hasta que encontró la fecha indicada y comenzó a traducir en voz alta.

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36 Los Alpes Mañana del 1 de mayo, 1945 Werner entrecerró los párpados intentando aclarar su visión. El sol comenzaba a asomar entre las montañas y las sombras confundían aún más a sus ojos, secos y cansados luego de tres días prácticamente sin dormir. Su agotamiento no era sólo físico. Llevaba tres días siguiendo las marcas de la carretera, día y noche, sabiendo que cualquier distracción podía hacer que el camión cayera por el barranco. Las noches habían sido particularmente difíciles; no podían arriesgarse a prender las luces, por lo que Werner tenía que seguir el pequeño halo de la linterna de uno de sus compañeros, que caminaba delante del convoy. Cuando vio una figura aparecer entre los árboles y pararse en medio de la carretera cien metros más adelante, haciéndole señales de detenerse, no pudo decidir si era real u otra de las alucinaciones que había experimentado en las últimas horas. Hans roncaba sonoramente en el asiento del acompañante. Werner apoyó la mano en su hombro y lo sacudió vigorosamente. Aunque técnicamente el deber de Hans era estar “alerta y en guardia”, Werner se sintió culpable por despertarlo. Su compañero gruñó, parpadeó un par de veces y se incorporó en el asiento. Werner disminuyó un poco la marcha y señaló al hombre en la carretera. Hans lo observó durante unos segundos. Hans también lo ve; no estoy alucinando. – ¿Llegamos? – preguntó Hans. ¿Sería posible? ¿Finalmente habrían llegado a su destino… fuera cual fuera? Werner disminuyó la velocidad hasta que el hombre estuvo a escasos diez metros. Detuvo el camión; el hombre dejó de gesticular y comenzó a caminar en dirección a la puerta del conductor. Con movimientos lentos, Werner extrajo la Luger de la pistolera del cinturón. La sintió pesada. Sonrió, sintiendo lástima de sí mismo. En este estado no sería capaz de defenderme. Bajó del camión y observó al hombre. Llevaba el uniforme de invierno de las SS. – ¡Heil! – exclamó el hombre. Werner levantó la mano de mala gana y murmuró algo en respuesta. – Los estábamos esperando. Temíamos que no llegaran – le dijo el hombre. Parecía realmente feliz de verlos.

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Súbitamente la sonrisa desapareció de su cara. Juntó los pies, haciendo chocar los tacones de las botas, y su brazo saltó como un resorte. – ¡Heil Hitler! – exclamó. Miraba por encima del hombro de Werner. Werner giró lentamente. – Heil Hitler – saludó Lange. Dos pasos más atrás venía Schäfer. Ni él ni Lange tenían el menor rastro de cansancio y sus uniformes parecían recién traídos de la tintorería. Werner los miró con fastidio; era un motivo más para odiarlos. – Todo está preparado, Herr Standartenführer – dijo el hombre, nervioso. – Estupendo – dijo Lange. Miró a Werner. – Krause, sígalo. Werner asintió y subió rápidamente al camión. Hans lo miraba expectante. – Llegamos, Hans. Hans suspiró profundamente, cerró los ojos y se relajó en el asiento. – Gracias a Dios. Se acabó. Se acabó, Werner. Werner asintió lentamente y sonrió. Hans tenía razón. La guerra había terminado dos días antes con la rendición de Alemania y el largo camino a través de los Alpes estaba llegando a su fin. Fuera lo que fuera que estaban haciendo, se estaba terminando. – Estamos vivos – dijo. Sus propias palabras le sonaron irreales. – Sobrevivimos a la guerra. Hans comenzó a reírse. Werner se le unió y los dos compañeros de armas rieron a carcajadas. ¿Cuando fue la última vez que me reí? Unos metros más adelante, el hombre desapareció entre los árboles del camino. Luego un jeep emergió de entre los árboles y se puso en marcha. Werner encendió el motor y comenzó a seguirlo, prácticamente de buen humor. Pocos kilómetros más adelante el jeep salió de la ruta y se dirigió hacia los árboles. Lo primero que Werner pensó fue que se había salido del camino, pero observando con más atención vio que había huellas de vehículos en la nieve. Siguió el rastro con sumo cuidado. Los diez camiones siguieron el precario camino durante varios minutos hasta que el bosque terminó súbitamente al borde de un río, atravesado por un pequeño puente de madera. Estaban prácticamente en la base de una montaña cuyo pico tenía una curiosa forma de gancho. Del otro lado, entre los árboles, Werner creyó distinguir algo que parecía un pequeño campamento militar. El jeep se detuvo y los camiones se detuvieron detrás de él. El conductor se bajó y se aproximó a la ventanilla de Werner. – Bienvenidos a Lager Hakenberg – les dijo. – Hagan pasar los camiones con cuidado; el puente no es nuestra mejor obra de ingeniería. El jeep cruzó el puente, que crujió y se sacudió de manera alarmante. Werner y Hans se miraron. – ¿Resistirá? – No lo sé, – dijo Werner, – pero ¿qué vamos a hacer? ¿Decirle a Lange? Hans sacudió la cabeza. Werner tenía razón; era preferible arriesgarse. Se bajó del camión y cruzó el puente caminando. Werner puso en marcha el camión y avanzó muy lentamente, siguiendo las indicaciones de Hans. No era nada sencillo; el puente era muy angosto y el camión era difícil de maniobrar, principalmente por el peso de la carga. Las cajas. Prácticamente había dejado de pensar en las cajas que transportaban. Las cajas eran pequeñas pero extremadamente pesadas. Se necesitaban dos o tres hombres para cargarlas. Las habían cargado en Suiza y las estaban transportando por un camino

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largo y peligroso, pocos días después de la caída del Reich. Werner no había tardado mucho en llegar a la única conclusión posible. Oro. Los Opel Blitz de tres toneladas iban prácticamente al límite de su capacidad; Werner temía que los amortiguadores no resistieran. Transportaban algunos soldados y suministros, pero su peso era insignificante comparado con el de las cajas repletas de oro. Tres toneladas de oro por camión, diez camiones… Nueve. Sintió un escalofrío. El décimo camión era especial. Por órdenes expresas de Lange no habían cargado ninguna caja de oro en el décimo camión. Efectivamente tenían prohibido acercarse a él; cualquiera que transgrediera esa orden sería ejecutado inmediatamente. A diferencia de los otros nueve camiones, que iban conducidos por soldados comunes como Werner, éste estaba a cargo de miembros de las SS, y Lange y Schäfer velaban personalmente por su seguridad. Sacudió la cabeza. ¿Qué podía ser mas valioso que treinta toneladas de oro…? Un fuerte crujido lo devolvió al presente. El puente. Hans le hacía señas desesperadas de que corrigiera el rumbo. Werner dio un volantazo hacia la derecha. El puente volvió a crujir. El camión se inclinó peligrosamente hacia la izquierda y por un momento pareció que iba a caer al río helado. Werner mantuvo firme el volante y aumentó ligeramente la presión sobre el acelerador; el camión volvió a apoyarse pesadamente en la rueda derecha y antes de que Werner pudiera suspirar aliviado estaban del otro lado del río.

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37 El campamento era más extenso de lo que Werner había imaginado. Tenían suficientes armas, provisiones y equipo como para sobrevivir completamente aislados durante meses. Había apenas unas decenas de personas cuando llegaron, todos ellos miembros de las SS. Una vez que todos los camiones hubieron cruzado el puente, dos ingenieros lo habían demolido. Werner y Hans habían intercambiado miradas; ninguno de los dos tenía idea de qué podía significar esto. El último camión – el camión especial – había ido a parar al otro extremo del campamento, fuera del alcance de la vista de los soldados. A continuación, Lange les había ordenado una nueva tarea: descargar el resto de los camiones. Los soldados, agotados, habían tardado varias horas en llevar las más de cien cajas a una mina abandonada en la ladera de la montaña que hacía las veces de depósito de municiones de la base. Schäfer reunió a los soldados en la plaza del campamento. Parecía más distendido que en los últimos días. Unos pasos a su derecha, dos SS custodiaban un gran baúl. – ¡Compañeros! – exclamó. – El Tercer Reich ha caído; nuestro Führer resistió la invasión de los Soviéticos hasta su último aliento, defendiendo personalmente Berlín; y finalmente optó por quitarse la vida para evitar caer en manos de Stalin y sus secuaces. ¡Sieg Heil! Los soldados murmuraron por lo bajo algo parecido a “Sieg Heil”. A juzgar por la expresión de Schäfer, había esperado más patriotismo. – El Sturmbahnführer Lange los eligió personalmente para la Operación Goldene Saat, que acabamos de culminar con completo éxito. ¡Gracias a ustedes, soldados, el renacimiento del glorioso Reich Alemán está garantizado! Werner y Hans se miraron. ¿“Semilla Dorada”? ¿El renacimiento del Reich? Treinta toneladas de oro sin duda eran un buen punto de partida. Schäfer hizo un gesto a los SS que custodiaban el baúl, quienes lo levantaron y lo colocaron frente a los soldados. – Sus esfuerzos y su dedicación a la causa no han pasado inadvertidos – continuó. – Esta es una pequeña muestra de agradecimiento. Hizo un gesto con la cabeza y los SS abrieron el baúl. Los soldados dejaron escapar un jadeo colectivo. Schäfer sonrió. El baúl estaba repleto de botellas de cognac francés. Los soldados no se movieron ni emitieron ningún sonido, absolutamente incrédulos. Como un hombre perdido en el desierto que ve un oasis, temían que fuera un espejismo. Wer-

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ner no supo si le sorprendía más que Schäfer les estuviera haciendo tal obsequio, o verlo sonreír. – El Sturmbahnführer Lange también quiere dirigirles unas palabras, pero pueden esperarlo allí – dijo señalando una tienda. Hizo un gesto a los SS, que levantaron el baúl y lo llevaron hacia el interior. Los soldados aún estaban en estado de shock. Uno de ellos dio el primer paso, temeroso, mirando a Schäfer. Schäfer, sonriente, hizo un gesto en dirección a la tienda. Uno a uno los soldados comenzaron a caminar hacia el preciado tesoro, luego a trotar y finalmente a correr a toda velocidad. Al igual que a todos los demás, a Werner y Hans les costaba creer lo que estaba sucediendo, pero no pensaban perderse algo así. Luego de casi tres días sin dormir, el efecto del alcohol fue inmediato. Cinco minutos más tarde, y con varias botellas vacías en el piso, los soldados cantaban, reían, se abrazaban, lloraban. La guerra había terminado y estaban vivos. ¿Qué más podían pedir? ¿Qué más puedo pedir?, pensó Werner amargamente. Sus padres habían muerto en uno de los tantos bombardeos de Berlín. No sabía donde estaba su novia pero su pueblo había sido arrasado por los soviéticos, así que cabía esperar lo peor. Estaba solo y a los veinte años había visto suficiente horror como para una vida entera. ¿Qué motivos tengo para festejar? Sintió algo tibio subiendo de su estómago a su garganta e hizo media arcada, pero logró reprimir el vómito. El interior de la carpa giraba alrededor suyo. Aire frío. Necesito aire frío. Se tambaleó hacia la entrada de la tienda evitando por poco pisar a uno de sus compañeros que estaba desmayado en el piso. Apartó la puerta de lona y salió a la noche. Llenó sus pulmones de aire helado e inmediatamente se sintió mejor. Dos SS hacían guardia cerca de la puerta; al verlo salir, se le acercaron y le bloquearon el paso. – El Sturmbahnführer Lange quiere hablarles – le dijo uno de ellos. Tenía una expresión muy seria. – Nadie puede salir de la tienda. – Lo sé, pero… yo… – balbuceó Werner. – …necesitaba aire. – Nadie puede salir – repitió el SS. Werner lo miró, sorprendido. Lange quiere hablarnos, está bien, pero ¿no podemos salir a tomar aire? ¿Y si quisiera orinar? Pero no tenía sentido discutir. En este ambiente festivo, lo que menos quería era meterse en problemas. Dio media vuelta y volvió a la tienda. Hans estaba abrazado a uno de los gruesos postes de madera que sostenía la tienda. Werner se le acercó. – …dieciocho… – balbuceó Hans. Werner pensó que podía emborracharse con sólo percibir su aliento. – ¿Dieciocho? – …dieciocho – confirmó Hans con la mirada vidriosa fija en el piso. – Diez camiones, un conductor, un acompañante… dieciocho… porque faltan dos. Werner miró alrededor. Contando a Hans, eran dieciocho soldados emborrachándose con cognac: la tripulación de los nueve camiones. Faltaban los dos SS que conducían el décimo camión; el camión especial de Lange. – Si, faltan dos – continuó Hans. – Dos, Werner. Faltan dos. ¿Y sabes por qué? – ¿Por qué? – preguntó Werner, paciente. – Porque son SS. Por eso faltan. Por eso, Werner. Porque aquí todos son SS menos nosotros. Nosotros dieciocho. Werner esperó unos segundos, pero Hans simplemente se mantuvo abrazado al poste sin decir nada más.

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Vaya a saber por qué se le ocurrió contar a los soldados. Nadie sabía el tipo de cosas que podían parecerle interesantes a un borracho. Sí, los conductores de los camiones eran soldados comunes y corrientes, provenientes de distintas ramas de la Wehrmacht, el ejército regular; Lange y sus hombres, y aparentemente todos los soldados del campamento, pertenecían a las SS, un pequeño ejército de élite directamente bajo las órdenes del Partido. ¿Y qué? Probablemente tuvieran su propia celebración, alejados de los simples soldados como Hans y él. De todas formas, era un misterio por qué Lange había decidido usar soldados regulares en vez de sus hombres de confianza para una misión tan delicada como la que habían llevado a cabo. Y considerando el desprecio que sentía Lange por la Wehrmacht, era extraño que además hubiera decidido premiarlos con cognac. Sacudió la cabeza. Sin embargo, aquí estamos, los dieciocho en esta carpa, emborrachándonos, celebrando. Por algún motivo, le vino a la mente la imagen de los SS custodiando la puerta de la carpa. Totalmente innecesario. ¿Temían que alguien entrara a robarles su preciado cognac? ¿Quién iba a querer entrar– Súbitamente, Werner sintió un frío helado recorriéndole toda la columna vertebral. La poderosa descarga de adrenalina borró de un plumazo todos los efectos del alcohol; ahora estaba plenamente despierto y alerta. Los guardias no estaban custodiando la entrada de la carpa. Están custodiando la salida. Tomó a Hans del brazo. – Tenemos que salir de aquí – le dijo. – Pero Werner,… – protestó Hans. – ¡Ahora! Hans lo miró extrañado, pero algo en la expresión de Werner lo convenció de no cuestionarlo. Werner caminó hacia la pared opuesta a la puerta, arrastrando a Hans detrás de sí. – Ni una palabra. No hagas un solo ruido. Hans asintió. Werner examinó la pared de lona; estaba firmemente sujeta al piso cada pocos centímetros. Mierda. Extrajo su cuchillo de combate. Tragó saliva y lo hundió en la lona, a la altura de su cintura. Luego hizo un tajo hasta el piso. Se arrodilló e hizo señas a Hans de que no hiciera ruido. Intentó escuchar algún sonido proveniente de afuera pero los gritos y las risas de los soldados emborrachándose no le permitieron escuchar nada. Iban a tener que arriesgarse. Werner asomó la cabeza a través del tajo y entrecerró los ojos, intentando ver en la oscuridad. Comprobó con alivio que la parte trasera de la carpa no estaba custodiada. No veía ningún guardia; no escuchaba ningún sonido. Salió de la carpa y luego ayudó a Hans, rezando porque no hiciera ningún ruido. El corazón le latía aceleradamente. Se introdujeron entre los arbustos y comenzaron a alejarse de la carpa. A Werner le resultaba desesperante moverse tan lentamente pero no quería arriesgarse a hacer el menor sonido que pudiera delatarlos. Pasos. Voces. Werner se detuvo. Desde donde estaban podían ver la entrada de la tienda. A los dos SS que hacían guardia se habían sumado Lange, Schäfer y otros dos SS. Uno de ellos cargaba una mochila; el otro traía una caja.

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– ¿Alguien salió? – preguntó Lange. – No, señor – aseguró uno de los guardias. Lange sonrió. – Estamos listos, entonces. Schäfer dijo algo a los SS. Los hombres sacaron más botellas de la caja. Por un momento, Werner se sintió estúpido. Borracho paranoico. ¿De qué se había asustado? ¿Por qué había hecho caso a una corazonada inducida por el alcohol? Quizás pudieran volver a entrar discretamente y participar en la celebración– No. Había algo extraño en las botellas. No eran botellas de cognac. Y no tenían tapa, sino trozos de tela que asomaban de su interior. Werner sintió mucho frío. Cócteles Molotov. Los dos soldados vieron horrorizados como los SS prendían las mechas de las botellas y las arrojaban sobre el techo de la tienda. En pocos segundos la lona comenzó a arder. Los soldados en el interior de la tienda continuaban cantando, completamente inconscientes de su muerte inminente. El SS de la mochila se acercó a la puerta de la tienda y Werner comprendió con horror que la mochila no era una mochila, sino el tanque de un lanzallamas. Introdujo la boca del tubo a través de la apertura en la lona y apretó el gatillo. Los cantos cesaron instantáneamente y Werner tuvo que llevarse la mano a la boca para no gritar. La noche se llenó de alaridos desgarradores. Con sincronización perfecta, el techo de la tienda se desplomó sobre los hombres. Súbitamente, una figura envuelta en llamas emergió de la tienda. Lange, que había estado esperando el momento, levantó su Walther P38 y le disparó a las piernas. El hombre se desplomó ardiendo y continuó aullando durante unos minutos que parecieron eternos. El olor nauseabundo de la carne humana quemándose envolvió a Werner, que vomitó violentamente. Al igual que Werner, Hans estaba ahora completamente alerta. Los dos hombres corrieron entre los arbustos, agazapados, alejándose lo más posible del horror que acababan de presenciar. Estaban en medio de los Alpes, sin provisiones, sin equipamiento y sin la más remota idea de dónde se hallaban. A medida que se adentraban en el bosque, Werner comprendió que sus probabilidades de sobrevivir eran casi inexistentes.

*** – Dieciséis – repitió Lange. No era una pregunta. – Dieciséis, Herr Sturmbahnführer – confirmó el SS que custodiaba la entrada a la tienda. Su compañero miraba fijamente al piso. – Eran dieciocho – dijo Lange, caminando entre los cadáveres chamuscados. – Mantener a dieciocho borrachos adentro de una tienda: esas eran sus órdenes, soldado. – Sí, señor – dijo el SS. Mantuvo la posición de firme, mirando directamente hacia adelante, mientras Lange caminaba alrededor suyo. Sintió un líquido tibio bajándole por la pierna. – ¿Por qué no las cumplió, soldado? El soldado tragó saliva, pero no dijo nada. – De rodillas – le ordenó Lange. Giró hacia su compañero. – Ejecútelo. El soldado se puso de rodillas, llorando en silencio. Comenzó a rezar. El otro soldado sacó la Luger, la apoyó en la nuca de su amigo y apretó el gatillo. El soldado cayó hacia adelante, boca abajo, su cerebro desparramándose sobre el barro.

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– Ve, Schäfer, así se cumple una orden – dijo Lange, y por un momento el soldado pensó que su vida estaba a salvo, pero Lange giró hacia él. – ¿Y no pudo mantener quietos a unos borrachos, soldado? Schäfer levantó su arma, apuntó directamente al ojo del soldado y disparó. El soldado cayó pesadamente al suelo y Schäfer, asqueado, limpió las salpicaduras de su uniforme. – Mande a alguien buscar las chapas de identificación, Schäfer. Quiero saber quiénes se escaparon. – Si, señor – dijo Schäfer. – De todas formas los traidores no van a sobrevivir al invierno, señor. Lange soltó una risita. – Claro que no, Schäfer. Pero no quiero dejar ningún cabo suelto. Hay demasiado en juego.

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38 Zürich Tarde del 26 de Abril, 2004 Anna apoyó el diario sobre la mesa y cruzó las manos sobre la falda. Vogel miraba fijamente la alfombra. Tenía los ojos húmedos. Martín estaba aturdido. Le costaba creer que el Werner que había conocido era la misma persona que había presenciado los horrores que describía en el diario. ¿Era posible olvidar algo así? Probablemente Werner hiciera un gran esfuerzo, día tras día, por vivir una vida normal a pesar de sus tremendas cicatrices emocionales. Ahora no le resultó difícil entender por qué Werner nunca se había casado, ni había tenido relaciones cercanas, ni quería hablar de su pasado. Lo invadió una poderosa mezcla de emociones: una profunda pena por la forma en que Werner había sufrido en silencio; una enorme admiración por la manera en que había logrado hacer una vida normal; y una rabia casi incontrolable hacia Lange y Schäfer. – Probablemente quieran saber cómo termina la historia – dijo Vogel, rompiendo el tenso silencio. – Lange y Schäfer se equivocaron: contra todo pronóstico, Werner y Hans sobrevivieron al invierno y lograron llegar a Italia. Los primeros años fueron muy duros, pero lograron salir adelante. Fue entonces cuando comenzaron a cambiar de identidades. Sabían que tarde o temprano Lange los iba a encontrar, pero hicieron lo imposible por retrasar ese momento tanto como fuera posible. Vogel hizo una pausa antes de continuar. – Durante años Werner fue moviéndose entre Suiza, Francia y varias ciudades de España, antes de establecerse en Madrid bajo el nombre de Wilhelm Wagner. Trabajó mucho y muy duro y logró tener su propia empresa, donde tú lo conociste. Martín asintió. Había conocido a Werner antes de trabajar en la fábrica, pero no venía al caso. – Pero décadas más tarde Goldene Saat lo encontró – continuó Vogel. – Werner estaba aterrorizado. Le explicaron claramente que si hablaba era hombre muerto. En ese momento decidió escribir la carta que ustedes recibieron, y dejar su diario conmigo. – ¿Por qué lo amenazaron en lugar de ejecutarlo y olvidarse del problema? – preguntó Anna. – Hubiera sido la forma más efectiva de garantizar su silencio. A Martín le resultó incómoda la forma en que Anna había planteado la pregunta, pero era una pregunta válida.

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– Werner siempre se preguntaba lo mismo – dijo Vogel, encogiéndose de hombros. – Los cadáveres siempre son incómodos de explicar, incluso para Goldene Saat. ¿Y entonces por qué lo mataron ahora? Antes de que Martín pudiera hacer la pregunta en voz alta, Vogel continuó hablando. – La historia de Hans Müller fue similar. Luego de la guerra asumió un nombre falso y retomó sus estudios universitarios. Tras obtener su título se trasladó a Suiza y fundó una pequeña firma de abogados,… – el anciano hizo una pausa dramática – …bajo el nombre de Dieter Vogel. Anna abrió muy grandes los ojos. Martín intentó hablar y sólo lo logró al segundo intento. – ¿Usted…? – Sí. Naturalmente, yo era la única persona en la que Werner podía confiar; los horrores de la guerra nos marcaron y nos convirtieron en hermanos. Nadie más podía llegar a entender realmente las pesadillas que sufrimos todas las noches, o la angustia de vivir todos los días sabiendo que Lange y Goldene Saat nos observan desde las sombras. El anciano hizo una pausa y pareció hundirse en el sofá. – Werner tomó muchas precauciones para tener lo que él llamaba su “seguro de vida”; quería que el secreto de la Operación no muriera con él si Lange decidía silenciarlo. Me dejó el diario y escribió la carta, pero por razones de seguridad nunca me dijo quiénes eran los destinatarios. Acordamos reducir nuestro contacto al mínimo y durante años no supe nada de él. Hasta la semana pasada, cuando me enteré de su muerte a través de las noticias; desde ese día había estado esperando que alguien golpeara la puerta… sin saber si serían ustedes o Lange quien llegaría primero. Vogel respiró profundamente antes de continuar. – Y así, el círculo ideado por Werner hace cuarenta años se completa. Ahora conocen la historia – dijo señalando el diario – y deben decidir cuál es la mejor manera de proceder. Dicho ésto, se hundió aún más en el sillón y tomó un largo sorbo de té. – Werner dejó claras sus intenciones en la carta – dijo Martín. Respiró hondo. – Quería que la verdad no muriera con él. Tenemos la obligación moral de desenmascarar a Lange y Goldene Saat frente al mundo. Vogel asintió lentamente. – Werner estaría orgulloso de ti – le dijo. – Pero ¿quieren un consejo? Olvídense del asunto. Quemen el diario. Vuelvan a sus vidas, formen una familia, envejezcan en paz. Martín lo miró incrédulo. Súbitamente sintió mucho calor. – ¡No podemos hacer eso! – explotó. – ¡Si olvidamos todo el asunto, Goldene Saat gana y la muerte de Werner habrá sido en vano! – La muerte de Werner es algo que no puedes cambiar, Martín. Pero tu vida está en tus manos. Puedes elegir dejar el pasado en el pasado y hacer una vida normal, o puedes elegir vivir el resto de tu vida teniendo miedo de tu propia sombra… hasta que termines como un anciano triste, paranoico, aislado. Como Werner y yo. Martín sacudió la cabeza. No podía creer lo que estaba escuchando. – Ya es tarde para echarnos atrás – dijo Anna, que había estado en silencio. – Goldene Saat ya está tras nuestros pasos; nunca podríamos convencerlos de que decidimos salirnos del juego. Y aún si los convenciéramos, nunca estaríamos seguros; terminaríamos escribiendo una carta, dejándosela a un abogado para abrirla en caso de nuestra muerte… y el ciclo volvería a repetirse. Vogel negó con la cabeza.

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– No entienden a lo que se están enfrentando. Goldene Saat es la última voluntad de Adolf Hitler, su plan final para asegurar su legado cuando la guerra ya estaba perdida. Eligió personalmente a fanáticos como Lange y Schäfer para llevarlo a cabo. Y tiene un objetivo muy simple: la dominación global. El Cuarto Reich. Martín arqueó una ceja. – No parece que hayan tenido éxito. Ya pasaron sesenta años. – ¡No vas a ver soldados con esvásticas marchando por las calles! – replicó Vogel, frustrado. – Hay formas mucho más sutiles de ejercer el poder. La economía, los medios de comunicación, los gobiernos títere. No tengas dudas; Goldene Saat tiene mucha paciencia. Y mucho dinero. – El oro – intervino Anna. – Diez camiones repletos de oro… – Nueve camiones – la corrigió Vogel. – Veintisiete toneladas de oro acumulando interés durante sesenta años… Durante varios segundos, ninguno de los tres dijo nada, intentando comprender la dimensión de la situación. Martín sintió un escalofrío. El matón que los había estado aterrorizando no era más que la punta del iceberg; y el iceberg era una organización dirigida por fanáticos cuyo único objetivo era ver al mundo bajo el águila nazi y que tenían recursos prácticamente ilimitados para alcanzarlo. ¿Podemos enfrentarnos a ésto? Tenía el estómago revuelto; no tenía nada claro cuál era el mejor camino a seguir. Sentía una ira incontrolable hacia los asesinos de Werner y cada fibra de su ser quería ver a Lange, Schäfer y el resto de Goldene Saat pagar por lo que habían hecho. Apretó los puños. Ahora que sabía a quién se estaba enfrentando, las probabilidades de tener éxito parecían aún más remotas, pero comprendió que ya no había vuelta atrás. En ese momento Martín supo que iba a llevar el asunto hasta las últimas consecuencias aunque le costara la vida. Respiró profundamente, con una claridad mental que no había tenido en varios días. Sentía que se había quitado un gran peso de encima. – Herr Vogel, le agradezco que se preocupe por nosotros; pero los asesinos de Werner van a pagar por lo que hicieron. – Hizo una pausa. – Anna, esta es una decisión personal y me hago responsable de las consecuencias. Si no quieres seguir adelante, entiendo tu decisión. Anna pensó durante unos segundos y suspiró. – Estoy contigo, Martín. Martín no pudo reprimir una sonrisa. Se sentía orgulloso de Anna. Puso una mano en el hombro de Vogel. – Van a pagar, Vogel. Van a pagar por lo que les hicieron. Vogel tragó saliva. Sus ojos estaban húmedos. – Werner estaría orgulloso de ti – dijo con la voz quebrada. Martín contuvo el impulso de abrazar al anciano; le recordaba demasiado a Werner. Sabía que si abrazaba a Vogel era bastante probable que se le humedecieran los ojos, y en ese momento quería proyectar una imagen de seguridad y confianza. – No tenemos mucho tiempo – dijo intentando volver al presente. – Goldene Saat está tras nuestros pasos. Me busca la policía. – ¿Pero qué podemos hacer? – preguntó Anna. – No podemos enfrentarnos a Goldene Saat. – No directamente – asintió Martín. – Tenemos que ir con la prensa. Tenemos que encontrar la forma de que esto se difunda lo más ampliamente posible; presentarlo, de alguna manera, como una noticia explosiva. Una vez que los pongamos al descubierto, ya no tiene sentido que nos quieran matar.

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Excepto para vengarse, que sería la reacción natural de Lange. – ¿La prensa? – dijo Anna. – ¿Y qué hacemos con la policía? Tenemos que seguir la pista. ¡Tenemos las manos vacías! – No podemos, Anna. ¿Qué sucede si– Martín se interrumpió en la mitad de la frase. Se le pusieron los pelos de punta. El sonido de vidrios rompiéndose. Una ventana. Muy cerca de ellos. Está aquí. Vogel se había puesto de pie con sorprendente agilidad. Tomó la pistola que había dejado sobre la mesa y la amartilló. – Huyan – les dijo. Su expresión transmitía miedo, pero también decisión. – Yo de todas formas soy hombre muerto.

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39 Martín estimó que el sonido de la ventana rompiéndose había provenido de la habitación contigua, que estaba conectada al living a través de una arcada. Sin hacer caso al anciano, se colocó rápidamente del lado izquierdo, con la espalda contra la pared. La mejor defensa es un buen ataque. Vogel dio unos pasos en su dirección, haciéndole señas frenéticamente. – ¡Váyanse! – exclamó en voz baja. – ¡Vámonos, Martín! – lo apremió Anna. Martín negó con la cabeza. Ya estoy cansado de huir. Vogel maldijo en alemán y se colocó del lado derecho de la arcada, con la pistola pronta. Siguió haciendo gestos a Martín indicándole que se fueran; Martín siguió ignorándolos. Anna, viendo que Martín no tenía intenciones de irse, se puso a cubierto tras el sofá. Durante unos segundos ninguno de los tres se movió. Martín tragó saliva; podía sentir su pulso acelerado y un sudor frío en la espalda. Tenía todos los músculos tensos, listos para dispararse de un momento al otro. Cuando se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, se obligó a respirar. En el instante en que la amenazante figura de Sébastien atravesó la arcada empuñando una pistola, Martín embistió contra él con todo su peso. Si lograba tirarlo al piso, entre los tres podrían dominarlo. Por un momento Martín creyó que había tenido éxito. La expresión de incredulidad de Sébastien no le dejó dudas de que había logrado tomarlo por sorpresa. Martín chocó violentamente contra el torso del agresor e inmediatamente comprendió que había cometido un grave error de cálculo. No solo no logró tirarlo al piso, sino que literalmente rebotó. Sébastien no tuvo mas que dar un pequeño paso atrás para mantener el equilibrio. De forma sorprendentemente natural y prácticamente por instinto, golpeó la cabeza de Martín con el codo y el antebrazo, poniendo todo su peso el en movimiento. La fuerza del golpe lo dejó aturdido. Cayó contra la pared, sin atinar a protegerse con los brazos. Escuchó un grito de Anna. Desde el piso y con la vista desenfocada, vio cómo Vogel se lanzaba sobre Sébastien. Éste sujetó inmediatamente el brazo del anciano, que a su vez se aferró al otro brazo de Sébastien, creando un equilibrio precario. La niebla en la consciencia de Martín empezó a disiparse. Comenzó a ponerse de pie; sintió un fuerte dolor en la pierna. Vogel no podía contener a Sébastien por mucho tiempo; el agresor tenía una amplia ventaja física. Tenía que actuar inmediatamente.

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El anciano resistió a Sébastien de manera admirable, con la fuerza sobrehumana que aparece en una situación de vida o muerte. Pero a pesar de que luchó durante varios segundos, finalmente no pudo detenerlo. Sébastien giró el brazo hasta que su pistola quedó apuntando hacia el tórax del anciano y apretó el gatillo. El estruendo del disparo resonó en toda la casa. La camiseta de Sébastien quedó teñida de rojo. Martín dejó escapar un grito de horror mientras terminaba de incorporarse. Increíblemente Vogel no se desplomó, sino que con su último aliento se aferró al cuello de su asesino. Éste no estaba preparado para cargar con el peso muerto del anciano; intentó dar un paso atrás para no perder el equilibrio, pero de todos modos terminó cayendo pesadamente hacia atrás con el cuerpo encima. Martín quedó paralizado. A pesar de que sus instintos de supervivencia le urgían alejarse del peligro, sabía que era su oportunidad de tomar el arma de Vogel, que había caído al piso; pero ¿podía llegar a ella antes que Sébastien recuperara la suya? El asesino ya comenzaba a sacarse al anciano de encima. – ¡Vámonos! ¡Está muerto! – gritó Anna. Sin darle tiempo a reaccionar, lo tomó del brazo y tiró de él, alejándolo de Sébastien. Sin pensarlo, Martín se encontró corriendo tras ella.

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40 Martín y Anna corrieron a toda velocidad por la casa vacía sin pensar realmente por dónde estaban yendo; su instinto de supervivencia simplemente los estaba alejando del peligro. Vogel se había asegurado de trancar las puertas una vez que su tenso enfrentamiento había concluido. Lejos de darles seguridad, ahora esa puerta cerrada se había convertido un obstáculo para su huída. Aún si las llaves estaban puestas en la cerradura, iban a perder segundos vitales mientras la abrían. De pronto se encontraron en una sala de estar con salida al exterior. La ventana estaba cerrada, pero los vidrios estaban rotos; evidentemente era el lugar por donde había entrado el asesino. La atravesaron sin detenerse y saltaron al jardín. Un rugido enardecido brotó del interior de la casa. El asesino estaba furioso, y peor aún, estaba cerca. Le llevaban apenas unos segundos de ventaja; cualquier tropiezo o contratiempo podía ser fatal. Y entonces Martín vio la reja. Tenía más de dos metros de altura, y no recordaba cómo había hecho para treparla; lo había hecho instintivamente, convencido de que Vogel había sido asesinado de la misma forma que Werner. ¿Podría volver a hacerlo? Pero Anna no estaba corriendo en dirección a la reja, sino directamente hacia el cerco de vegetación. Cuando estuvieron a pocos metros, Martín vio que el suelo estaba hundido; parecía haber sido excavado por algún animal. Anna se introdujo en la cavidad y se deslizó por debajo del cerco. Martín hizo lo mismo con cierto esfuerzo, ya que era más corpulento que Anna. Con un poco de suerte su perseguidor, que era aún más grande, no lograría atravesarlo. Se encontraron en la acera a pocos metros de la calle. El tránsito a esa hora de la tarde era escaso. Atravesaron la avenida a toda velocidad sin mirar a los costados. Es mejor no mirar. Si nos detenemos estaremos muertos de todos modos. Un coche que venía en su dirección frenó apresuradamente con un fuerte chirrido, dejando marcas en el asfalto, y se detuvo donde habían estado una fracción de segundo antes. El conductor les dedicó un bocinazo indignado. Continuaron corriendo, deshaciendo el camino que habían hecho desde la estación de tren. Pop, pop, pop. El sonido venía de atrás. A Martín se le erizaron los pelos de a nuca. Disparos.

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El siguiente disparo podía volarle la cabeza de un momento a otro, pero no podía detenerse. Intentó correr aún más rápido, ignorando el agudo dolor que sentía en la pierna. Se arriesgó a mirar rápidamente sobre su hombro: Sébastien estaba peligrosamente cerca. Evidentemente se había retrasado al atravesar el cerco y eso les había dado quizás cien metros de ventaja, pero parecía estar acortando la distancia. Viéndolo correr a toda velocidad y cubierto de barro y de la sangre de Vogel, a Martín le vino a la mente la imagen de un toro enfurecido. Continuaron corriendo desesperadamente; estaban literalmente corriendo por sus vidas. Martín sentía que le iban a estallar los pulmones. Anna le había sacado un par de metros de ventaja pero también comenzaba a mostrar señales de agotamiento. De pronto se les acabó el camino; habían llegado a la estación de trenes y estaban a escasos metros del andén. Había un tren detenido en la vía opuesta pero la vía más cercana esta ba libre. Anna se detuvo en seco sin saber qué hacer. Martín la alcanzó una fracción de segundo más tarde. No podemos quedarnos quietos. Cada segundo es vital. ¿Izquierda o derecha? Daba igual; evidentemente no podían superar en velocidad a su perseguidor. Correr a lo largo del andén era inútil; los alcanzaría en pocos segundos. Estaban atrapados. El chirrido agudo de las vías del tren llamó la atención de Martín. Miró hacia ambos lados y vio un enorme tren de carga que se acercaba por la izquierda. Venía a gran velocidad y no estaba frenando; evidentemente no iba a detenerse en la estación. Martín nunca supo cómo tomó la decisión, pero se encontró saltando hacia las vías. Tras un instante de vacilación, Anna saltó tras él. En el andén, alguien gritó horrorizado. El chirrido de las vías creció hasta hacerse insoportable. Martín levantó la vista y sintió que su corazón se había detenido: el monstruoso tren estaba prácticamente sobre ellos y ya era físicamente imposible que se detuviera a tiempo. Estaba a pocos segundos de convertirlos en una masa irreconocible de huesos y carne. Entre las vías y el tren que estaba detenido en la estación había una distancia de poco más de un metro, con un cartel que informaba en cuatro idiomas, irónicamente, que estaba prohibido cruzar las vías. Haciendo un esfuerzo supremo, Martín se levantó de un salto, dio dos grandes zancadas y se lanzó hacia la zona segura entre los trenes. – ¡Martín! Horrorizado, Martín vio que Anna continuaba tirada sobre las vías por las que se aproximaba el tren. Prácticamente por instinto saltó hacia ella, se aferró a sus manos y tiró con todas sus fuerzas. El enorme tren de carga comenzó a pasar a toda velocidad, haciendo un ruido insoportable. La ráfaga de aire lanzó a Martín hacia atrás e hizo vibrar al tren que estaba detenido en la vía adyacente. Por un momento quedó inmóvil, tirado boca arriba en el piso, mirando el cielo. Solo escuchaba el ruido ensordecedor del tren. Se preguntó si había logrado salvar a Anna, o si tendría que ir a buscar sus restos varios kilómetros más allá. Se obligó a incorporarse, preparado para lo peor. Anna estaba boca abajo sobre las piedras, aparentemente intacta. Martín dejó escapar un suspiro de alivio. Se acercó a ella y la sacudió por el hombro. – Estoy bien – dijo Anna débilmente. Sus manos y sus antebrazos estaban rasguñados y ensangrentados, y sus pantalones se habían rasgado en varios puntos a la altura de las rodillas, pero no tenía ninguna herida de gravedad.

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El tren de carga continuaba haciendo un estruendo ensordecedor. El asesino está del otro lado. En pocos segundos el tren iba a terminar de pasar dejándolos nuevamente expuestos. Tenemos que movernos. – Vamos – dijo a Anna tendiéndole la mano. Anna se incorporó con dificultad y gimió de dolor al apoyar la pierna derecha. – Mi tobillo – dijo. – Vamos – repitió Martín. Se pasó un brazo de Anna sobre los hombros y la ayudó a caminar. Avanzaron con dificultad entre las vías, dirigiéndose al extremo del tren detenido. Si lograban abordarlo a tiempo quizás pudieran dejar atrás a su perseguidor. Una nueva ráfaga de aire estuvo a punto de tirarlos al suelo; el tren de carga había terminado de pasar. Estamos al descubierto. Sin dejar de avanzar, Martín miró sobre su hombro. En el andén opuesto varias personas los señalaban y parecían aliviados de verlos con vida, pero no había rastros del asesino. Llegaron al extremo del tren. Martín trepó al andén y ayudó a Anna a subir. Temía escuchar pop, pop, pop en cualquier momento, pero no tenían tiempo para detenerse a hacer planes. Volvió a colocarse el brazo de Anna sobre los hombros y avanzaron con dificultad hacia la puerta del tren. Las puertas estaban cerradas. Con el corazón saliéndole por la boca, Martín pulsó el botón. Rojo. Estamos muertos. Miró desesperadamente hacia ambos lados. El andén estaba desierto. Todos los pasajeros estaban a bordo y el tren estaba a punto de arrancar. Pero algo en el borde de su campo visual captó su atención. Un pie. Alguien subiendo al tren por la otra puerta del vagón. Una puerta abierta. – ¡Vamos! – gritó a Anna y comenzó a caminar hacia la puerta, prácticamente cargándola a sus espaldas. Recorrió los veinte metros lo más rápido que pudo, respirando a bocanadas. La puertas se estaban cerrando pero el botón aún estaba verde. Alcanzó a presionarlo cuando las dos hojas estaban a escasos diez centímetros. Verde. Antes de que las puertas terminaran de abrirse, Martín ya estaba empujando a Anna hacia adentro. Una muchacha sentada en la primera fila de asientos los miró con curiosidad. ¿Qué pensarán de nuestro aspecto? No se hacía ilusiones de poder pasar inadvertidos en ese estado. Martín subió al tren de un salto y se desplomó sobre el piso, junto a Anna. Miró el mo nitor que indicaba la hora de partida: 19:23. Justo al lado, el reloj marcaba 19:22. Lo habían logrado por poco. Se quedaron en el piso tal como habían caído, jadeando, intentando recuperar el aliento. Unos segundos más. Vamos, vamos… La puerta seguía abierta. Vamos… Desde el túnel que pasaba por debajo de las vías, a pocos metros de distancia, Martín vio emerger la cabeza de su perseguidor. Anna se aferró a su brazo con ambas manos. Martín buscó desesperadamente un botón para cerrar la puerta, pero a diferencia de los trenes de Cercanías a los que estaba acostumbrado, sólo había un botón para abrirla.

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Tenemos que alejarnos de la puerta. Todavía no nos… En ese instante, Sébastien giró la cabeza. Sus miradas se encontraron. El francés se permitió una pequeña sonrisa antes de terminar de subir los escalones de dos en dos. Luego giró en dirección a Martín y Anna. Estamos muertos. Entre su perseguidor y ellos no había más de diez metros, y no había ningún obstáculo en el medio. Bip, bip, bip. La puerta. Sébastien comenzó a correr al mismo tiempo que las puertas comenzaban a cerrarse. Anna se arrastró hacia el interior del tren. Martín sabía que tenía que alejarse, salir del campo visual de su atacante, pero estaba paralizado. Observó impotente cómo su perseguidor se acercaba inexorablemente. Las dos hojas de la puerta se encontraron suavemente una fracción de segundo antes de que Sébastien chocara contra ellas, y se retrajeron unos centímetros hacia el tren. Sébastien sacudió la cabeza, molesto, y pulsó el botón. Martín tenía la vista fija en la luz de la puerta. Si es verde, estamos muertos. Las luces alrededor del botón se encendieron de rojo. Sébastien frunció el ceño y pulsó el botón varias veces más en rápida sucesión, frustrado. Las luces, impasibles, permanecieron rojas. Martín, que estaba conteniendo la respiración, inhaló profundamente al mismo tiempo que el zumbido de los motores eléctricos comenzaba a aumentar. Estamos a salvo. Y observó horrorizado cómo Sébastien levantaba la pistola. Martín maldijo para sus adentros; en lugar de haberse puesto a cubierto, se había quedado sentado frente a la puerta, paralizado por el miedo. Su error estaba a punto de costarle la vida. Pero Sébastien no le apuntó; guardó el arma dentro de la chaqueta y sacó un teléfono móvil. Pulsó un botón y se lo puso al oído. Mientras el tren comenzaba a ponerse en movimiento, sus miradas se encontraron por última vez. Martín sintió un escalofrío; la mirada de su perseguidor era odio puro.

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41 Martín y Anna se tambalearon hacia el interior del tren y se desplomaron en dos asientos enfrentados. Observó a Anna. Se estaba esforzando por mantener un aire de compostura. Miraba a través de la ventana sin ver realmente. Respiraba agitadamente, su ropa estaba rasgada en varias partes y tenía manchas de sangre en las palmas de las manos y los brazos; no era sorprendente que los demás pasajeros los miraran con una mezcla de curiosidad y precaución. Habían escapado por muy poco. Martín sintió un escalofrío al pensar en la forma en que había saltado a las vías del tren y cómo Anna lo había seguido; lo cerca que había estado Anna de morir de forma horrible y cómo la había salvado instintivamente. Una semana atrás nunca hubiera imaginado ser capaz de actuar de esa manera. Y el asesino. No parecían poder eludirlo. Recordó el pop, pop, pop, el sonido de disparos cuyo objetivo era volarle la cabeza, y se le revolvió el estómago. Nunca habían intentado matarme. Sonrió tristemente. Su vida había cambiado para siempre. Werner estaba muerto. Vogel estaba muerto. Ellos mismos habían estado a punto de morir de varias formas distintas en la última media hora. Y todo esto a causa de– – ¡El diario! – exclamó. En lo que menos había estado pensando mientras huía de su perseguidor y dejaba atrás el cadáver de Vogel había sido el diario de Werner. Pero sin él tenían las manos vacías. Anna introdujo una mano en la chaqueta con expresión de cansancio. Extrajo la pequeña libreta de cuero y se la ofreció sin decir nada. Martín observó el diario; Anna había tenido la sangre fría de tomarlo en algún momento durante el enfrentamiento. Sacudió la cabeza, incrédulo. A pesar de que nadie les prestaba atención, se inclinó hacia adelante y habló en voz baja. – Hay que publicar esto, Anna. Ahora sabemos quién está detrás de todo esto y está claro que no podemos hacerles frente por nuestra cuenta. Mientras seamos los únicos que conocemos la verdad, es muy sencillo silenciarnos – y han estado a punto de hacerlo varias veces, pensó, – pero si esto sale en los diarios y en la TV ya es demasiado tarde para ellos. No vamos a estar totalmente a salvo, pero matarnos les sería contraproducente; confirmaría que lo que estamos diciendo es la verdad. Anna desechó las palabras de Martín con un gesto de la mano. – ¡No seas ingenuo! Supongamos que lo publicamos. ¿Qué pruebas tenemos? ¿El diario? El diario no prueba nada. Otra teoría conspiratoria; un grupo de nazis planeando conquis-

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tar el mundo desde su centro de esquí en los alpes. Y Hitler está vivo bebiendo Margaritas con Elvis en una isla tropical en el triángulo de las Bermudas – ironizó. Martín quedó boquiabierto ante el sarcasmo de Anna. – Y no van a matarnos, Martín. Pueden hacernos cosas mucho peores. – ¿Peores que matarnos? – Si, peores. ¿Qué pasaría si apareciera alguna mujer acusándote de violación? O peor, ¿que pasaría si encontraran una colección de pornografía infantil en tu computadora? – ¡Pero yo no…! – protestó Martín. – Por supuesto que no, – le respondió Anna como si estuviera dirigiéndose a un niño, – pero intenta convencer a tu próximo empleador o a tu próxima pareja de que eres inocente, una vez que eso aparezca en los diarios y la TV. Esas acusaciones te dejan marcado de por vida, por más falsas que sean. – Pero si no hay ninguna prueba… – protestó débilmente. – No – lo interrumpió Anna categóricamente. – Las pruebas se fabrican. No conozco la cotización actual de los policías, los políticos y los periodistas, pero con diez camiones repletos de oro y sesenta años de intereses uno probablemente compre a quien quiera. El planteo de Anna era bastante deprimente pero no por eso menos cierto. Así funciona el mundo, pensó Martín con tristeza. Pero no estaba dispuesto a rendirse. – ¿Y cual es tu idea? ¿“Seguir la pista”? Lo que tenemos no es exactamente un mapa del tesoro, con una gran X marcando el punto, ¿verdad? El diario dice que hace sesenta años había un campamento militar en los Alpes. Dudo que Lange y Schäfer sigan durmiendo en esas mismas carpas. – No. No lo sé – dijo Anna, visiblemente molesta. – Pero sólo leímos una pequeña parte del diario. Es posible que el resto contenga más pistas. – ¿“Pistas”? Esto no es una película de misterio, Anna. Nos persigue este asesino, que ya mató a Werner y a Vogel, y además me busca la policía. No tenemos tiempo de ponernos a buscar “pistas” en el diario. Tenemos que hacerlo público. Anna apretó los labios e hizo una pausa. – Está bien. Como quieras – dijo finalmente. Se encogió de hombros. – A mí no me busca la policía. Martín ignoró la provocación. Necesitaba a Anna de su lado. Respiró hondo y se esforzó por hablar con más calma. – Anna, no quiero imponer nada. Estamos juntos en esto. Werner era muy importante para los dos y nos dejó el diario a los dos. Es verdad, a ti no te busca la policía; soy yo el que está corriendo el mayor riesgo. Ir con esto a la prensa no garantiza nada, pero nuestras vidas están en peligro ya desde el momento en que Werner nos dejó el diario y Goldene Saat comenzó a seguirnos. No me gusta la situación, no me gusta para nada, pero sinceramente no veo otras alternativas. Anna se quedó pensativa durante unos segundos y finalmente suspiró. Su expresión se había suavizado. – Está bien. Tienes razón. Es que todo esto… que nos persigan, que nos disparen… no estoy acostumbrada… Se cubrió la cara con ambas manos. Martín sintió un fuerte impulso de abrazarla. – Tranquila, Anna. Todo va a estar bien – le mintió. Anna respiró hondo a través de sus manos y finalmente se incorporó. – Está bien. Está bien. ¿Qué quieres hacer?

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– Ir con la policía suiza. Explicarles todo. Después llevar el diario de Werner a algún periódico – dijo con una seguridad que estaba lejos de sentir. No era un plan perfecto, pero era lo único que tenía. Anna asintió lentamente. – Primero tenemos que pasar por el hostal. Tenemos que buscar nuestras cosas. Martín arqueó una ceja. – ¿Por el hostal? ¡No necesitamos nada del hostal y es el lugar obvio donde nos van a estar esperando! Anna negó con la cabeza. – Nadie vio nuestros pasaportes, Martín. Nuestros nombres no están en ninguna parte. Nadie sabe que estamos ahí. Martín consideró la situación durante unos segundos. Quizás no fuera tan arriesgado, después de todo. – Vamos al hostal, entonces. Pero de todas formas tenemos que entrar y salir sin perder tiempo. Ahora que sabemos a quién nos enfrentamos, tenemos que asumir que cada policía, cada taxista y cada recepcionista es un informante de Goldene Saat – dijo Martín, y sintió un escalofrío al ser consciente de lo remotas que eran sus probabilidades de salir de esta pesadilla con vida.

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42 El camino desde el tren hasta el hostal había sido psicológicamente agotador para Martín. En cada persona que se cruzaba en la dirección opuesta creía ver durante una fracción de segundo el rostro de su perseguidor. Cada pocos pasos miraba por encima de su hombro, buscándolo. ¿Este es el resto de mi vida?, se preguntó. Finalmente llegaron al hostal sin ningún inconveniente. Martín se quedó en la recepción, en una posición desde la que podía ver hacia afuera pero quedaba relativamente oculto del exterior, mientras Anna subía a buscar las maletas. No, se dijo. Esto no va a seguir así. Iba a limpiar su nombre ante la policía e iba a exponer a Goldene Saat frente al mundo entero. Era probable que algún gobierno, o incluso la Corte Internacional de Justicia, tomara cartas en el asunto; no había perdón para los antiguos nazis, no importaba cuántas décadas hubieran transcurrido o qué tan ancianos fueran. Y si los motivos altruistas y el afán de justicia no eran motivos suficientes, estaba el incentivo del inmenso cargamento de oro. Miró el reloj. Ya habían pasado más de cinco minutos desde que Anna había subido a la habitación. ¿Qué le puede estar llevando tanto tiempo? Habían viajado prácticamente sin equipaje. Decidió darle cinco minutos más. Miró hacia la calle. Ya había oscurecido y había cada vez menos movimiento. Si alguien se acercaba en dirección al hostal sería muy fácil verlo. ¿Y entonces qué? Miró alrededor buscando otras salidas. Había un ascensor y recordaba vagamente haber visto que había un estacionamiento en el subsuelo. Si lograba ver a su perseguidor con suficiente antelación, quizás pudiera subir a buscar a Anna y eludirlo saliendo a través del estacionamiento. ¿Donde estaría su perseguidor? Desde que habían salido de Madrid no habían dejado ningún rastro que llevara hacia ellos. No habían reservado su habitación en el hostal; no habían dejado sus nombres ni sus pasaportes en la recepción, ni los habían mostrado camino a Zürich; y no habían utilizado tarjetas de crédito para los pocos gastos que habían tenido. Sin embargo, el asesino los había rastreado hasta allí. Martín sintió un escalofrío. ¿Cómo era posible? Sacudió la cabeza. Se negaba a creer que Goldene Saat realmente tuviera informantes en todas partes. – Disculpe – dijo el recepcionista como si le hubiera leído la mente. La reacción instintiva de Martín fue ignorarlo. Su situación en el hostal era precaria y no quería meterse en problemas. En cualquier caso, dentro de cinco minutos se habrían ido. – Disculpe, señor – insistió el recepcionista.

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No podía continuar ignorándolo. Respiró hondo, trató de adoptar una expresión despreocupada y se dio vuelta. – ¿Si? – Hoy en la tarde cuando se registraron su hermana me explicó que no tenían sus pasaportes a mano. Pero necesito hacerles una fotocopia. ¿Me los permite? Había cierta desconfianza en la voz del recepcionista, pero Martín se sorprendió mintiéndole con total naturalidad. – Si, por supuesto. Mi hermana subió a la habitación a buscarlos. Martín sonrió. Mi hermana. Anna era hábil: seguramente hubiera flirteado con el joven para lograr que les permitieran registrarse sin mostrar documentos. – Ah, estupendo – respondió el recepcionista con alivio. – ¿Cuál es su número de habitación? – El número… disculpe, no lo recuerdo. – No se preocupe, puedo buscarlo en el sistema. ¿Cual es su apellido? Martín estuvo a punto de responder “Torres”, pero se detuvo a tiempo. Tragó saliva. Sabía que Anna había dado nombres falsos… pero no tenía idea de cuáles. – ¿Señor, su apellido? El recepcionista lo miraba con atención. ¿Cuanto tiempo podía tardar alguien en pronunciar su apellido antes de que resultara sospechoso? – No, no se moleste. Ya subo a buscar a mi hermana – respondió haciendo un gesto conciliador con la mano, tras lo que le pareció una eternidad. El recepcionista no insistió. Martín volvió a mirar el reloj. Ya habían transcurrido diez minutos. ¿Dónde está Anna? Sintió un sudor frío en las manos. Era difícil que los rastrearan hasta el hostal pero no imposible; no quería permanecer allí más tiempo del estrictamente necesario. Se dirigió al ascensor y presionó el botón. Los números comenzaron a bajar lentamente. Vamos, vamos… El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron lentamente. Martín subió de un salto; presionó el botón del tercer piso e inmediatamente el botón de cerrar las puertas. De todas formas, el ascensor se tomó su tiempo antes de hacerlo y comenzar a moverse; y cuando lo hizo, pareció que iba a tardar una eternidad en subir las tres plantas. Hubiera tardado la mitad subiendo por las escaleras. Finalmente llegó al tercer piso y recorrió la distancia hasta la puerta en un par de zancadas. Golpeó la puerta. No hubo respuesta. ¿Anna habría decidido darse una ducha? Volvió a golpear la puerta y esperó unos segundos. Nada. Tanteó el pestillo y la puerta se abrió silenciosamente. Entró a la habitación. – ¿Anna…? Dio dos pasos hacia adentro pero quedó paralizado en cuanto la cama entró en su campo de visión. Anna estaba tendida boca abajo. Tenía la boca tapada con cinta adhesiva. Sus manos y sus tobillos estaban atados a sus espaldas. Estaba llorando. Al verlo entrar se sacudió e intentó gritar, infructuosamente, a través de la mordaza. Martín prácticamente sintió la bomba de adrenalina descargándose en su torrente sanguíneo. Todos sus sentidos se agudizaron. Pasos. A sus espaldas. La puerta del baño.

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El golpe le dio de lleno en la sien. Sintió un dolor tan intenso que temió que su cabeza estuviera quebrándose a la mitad. Escuchó un grito de Anna, apagado y distante. La habitación se inclinó de forma extraña, como en cámara lenta. No, lo que sucede es que me estoy cayendo, alcanzó a pensar mientras todo se volvía negro.

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43 Los Alpes El hombre se detuvo frente a la maciza puerta de roble y realizó una comprobación final. La bandeja era la correcta. El vaso de whisky estaba lleno hasta la altura exacta. Dos servilletas de papel. Lo único que se desviaba de la norma esta noche era un sobre con una nota. Sintió un nudo en el estómago al golpear la puerta. Llevaba casi diez años realizando el mismo ritual todos los días y sin embargo nunca se había acostumbrado a la incomodidad que le provocaba la presencia del viejo. No, era más que incomodidad; era un deseo primitivo de estar tan lejos de él como fuera posible. Esperó unos segundos. Nadie respondió. Tampoco esperaba que alguien respondiera; simplemente era parte del ritual. Abrió la puerta y entró al estudio. Era amplio y acogedor. Había una gran estufa a leña, un sofá de cuero rojo y una mesita. A un par de metros estaba el escritorio del viejo, de espaldas a un ventanal que ocupaba toda la pared; de día, la vista de las montañas era espectacular. Bibliotecas desde el piso hasta el techo cubrían los otros dos lados de la habitación. Estaban repletas de libros, excepto por el área que ocupaba una pantalla de sesenta pulgadas. Como de costumbre, el viejo estaba sentado en el sofá, leyendo. Si había notado su presencia, no hizo nada por demostrarlo. El hombre se acercó sigilosamente al sofá. Soy invisible. Reemplazó el vaso vacío por el que traía en la bandeja. No hizo un solo sonido. No tenía dudas de que el viejo lo veía, aunque continuaba ignorándolo. El hombre suspiró para sus adentros. Quizás pudiera evitar el contacto esta vez. Soy invisible, repitió. Soy invisible. Tomó el sobre de la bandeja y lo dejó en la mesita junto al vaso de whisky. – ¿Qué es eso, Julius? – preguntó el viejo sin apartar la vista del libro. Mierda. – Una nota de Schäfer, Herr Lange. Evidentemente esto llamó la atención de Lange. Dejó el libro sobre la mesa e hizo un gesto indefinido en dirección al sobre. ¿Qué mierda quiere que haga? Era una de las tantas costumbres que detestaba de Lange; en lugar de hablarle le hacía gestos como si fuera un perro. Tenía que adivinar sus intenciones. Y por supuesto, las consecuencias eran severas si se equivocaba.

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Tomó el sobre haciendo movimientos lentos y deliberados, intentando leer la expresión del viejo. Lange tomó el vaso y dio un sorbo. Lo apartó y lo observó estrechando los ojos, y por un momento Julius temió haber cometido algún error con el whisky, pero Lange pareció cambiar de idea y volvió a dejar el vaso en la mesita. ¿Quiere que le dé el sobre o quiere que le lea la nota? Intentó desesperadamente recordar qué había hecho en las ocasiones anteriores y cuál había sido el resultado. No encontró ningún patrón: las reacciones del viejo eran impredecibles. Tragó saliva y abrió el sobre. Lange no movió un solo músculo. Extrajo la nota. Si hubiera estado haciendo algo incorrecto, el viejo ya le habría gritado. Abrió la nota y para su alivio el viejo no dijo nada. Leyó en voz alta: “Leclerc capturó a los dos y tiene el diario. Está en camino. Schäfer." El viejo esbozó una sonrisa. – Buenas noticias, Julius. – En efecto, Herr Lange – le respondió sin tener idea de a qué se refería. Lange rió por lo bajo. – Dígale a Schäfer que los interrogue y después me los deje. Julius asintió. Por motivos que desconocía, el viejo y Schäfer ya no se hablaban, sino que se comunicaban únicamente a través suyo. Afortunadamente, Schäfer no le causaba el profundo rechazo que le causaba Lange. – Es todo, Julius. “Es todo.” Esto significaba que Lange no tenía ninguna otra tarea para él y podía retirarse. Por supuesto, no era imposible que el viejo lo despertara a las cuatro de la mañana para pedirle un whisky. – Buenas noches, Herr Lange. Se retiró lo más rápido que pudo; no quería estar cerca del viejo ni un minuto más de lo necesario. Odiaba su trabajo, pero a pesar de todo no odiaba las ventajas que le reportaba. Ante los ojos de Lange no era mucho más importante que un electrodoméstico, pero frente al resto del pueblo tenía un enorme prestigio y poder. Era el asistente personal de Lange. Era importante. Era alguien.

*** Lange esperó a que su asistente se retirara. Tomó el vaso, se levantó y caminó lentamente hacia la estufa. Werner Krause y Hans Müller. Intentó recordar sus rostros, pero no le vino nada a la mente. ¿Qué importaba? Sesenta años más tarde estaba a punto de terminar de atar los últimos cabos sueltos de la Operación. Brindo por eso, pensó, y terminó el vaso de un trago.

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44 Martín abrió los ojos pero no vio nada. Parpadeó un par de veces para asegurarse de que realmente los tenía abiertos. Nada. Tenía una sensación extraña en la mejilla. ¿Estaba acostado sobre una alfombra? Su cabeza latía y parecía que estaba a punto de explotar. La movió ligeramente y sintió como si le estuvieran clavando un hierro al rojo vivo en la sien. El dolor le hizo soltar un gemido. ¿Dónde estoy? Volvió a parpadear. Sus ojos comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad; en lugar de ver todo negro, la oscuridad parecía tener textura. Lentamente la niebla de su mente comenzó a disiparse. Le vinieron a la mente varias imágenes. El tren. El hostal. Anna en la cama, amordazada. El golpe por la espalda. ¿Sigo estando en el hostal? Tenía la garganta seca. Intentó abrir la boca pero no lo logró. Extrañado, lo volvió a intentar. No podía despegar los labios. Intentó sacar la lengua a través de los labios. Tocó algo con un sabor muy fuerte, artificial. Cinta adhesiva. Tenía la boca pegada con cinta adhesiva. Intentó despegársela pero cuando comenzó a mover la mano sintió un fuerte tirón en el tobillo. Tenía las manos atadas a los pies. De pronto todo se tiñó de rojo. Alcanzó a ver que no estaba sobre una alfombra, sino que el piso estaba recubierto de fieltro. Su cara estaba a pocos centímetros de una pared que, curiosamente, también estaba recubierta de fieltro. Y tan de improviso como había comenzado, la luminosidad rojiza desapareció y todo volvió a quedar a oscuras. ¿Dónde estoy? El dolor de cabeza era insoportable. Había un zumbido constante, el ruido de una máquina, que lo hacía aún peor. El piso vibraba ligeramente. Martín comenzó a prestarle más atención y comprobó que no solamente vibraba, sino que además parecía moverse.

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La luz roja volvió a iluminar la oscuridad y al mismo tiempo Martín se sintió impulsado hacia la pared contra la que estaba. El zumbido de la máquina cambió perceptiblemente. ¿Dónde mierda…? Se detuvo en mitad del pensamiento y súbitamente la respuesta le resultó evidente. Estoy en el maletero de un coche. Los habían capturado. Finalmente su perseguidor los había capturado en el hostal y los estaba llevando hacia alguna parte. Anna. ¿Dónde está Anna? Se le hizo un nudo en el estómago. Volver al hostal había sido idea de Anna. ¿Era posible que estuviera trabajando con Goldene Saat? Sin la ayuda de Martín ella no hubiera podido descifrar la carta de Werner y no hubiera llegado hasta el diario. Una vez que habían conseguido el diario, lo había guiado directamente hacia una trampa. No, la idea no tenía ningún sentido. Anna era la sobrina-nieta de Werner y había recibido una carta codificada similar a la suya. Había arriesgado su vida tanto como él. Los disparos de su perseguidor perfectamente podían haberla alcanzado a ella, y había preferido tirarse a las vías del tren antes que ser capturada. No; Anna definitivamente no trabajaba para Goldene Saat. Eso le dejaba una única pregunta. ¿Dónde está Anna? Martín giró hacia atrás intentando quedar de espaldas a la pared – el fondo del maletero – pero algo lo detuvo en la mitad del movimiento. Lo intentó nuevamente en dos etapas; primero se colocó boca abajo y luego completó el giro. Las luces rojas de los frenos volvieron a bañar el maletero. Lo que había impedido su movimiento era el cuerpo de Anna; ahora estaban cara a cara. Pudo ver que también tenía la boca amordazada, y a juzgar por su posición también tenía las manos y los pies atados. Tenía los ojos cerrados y por un momento Martín temió lo peor, pero observándola con atención comprobó que respiraba. – ¡Mmmmh! ¡Mmmmmmmmh! – dijo. Era inútil. Necesitaba deshacerse de la cinta adhesiva. Logró pellizcarla con los dientes, comenzó a moverlos de costado intentando rasgarla, y al cabo de varios minutos la cinta cedió. Instintivamente, se llenó los pulmones de aire y la sensación le resultó maravillosa. Exhaló lentamente. – ¡Anna! – gritó lo suficientemente fuerte como para despertarla. Dudaba que su captor pudiera oírlo por encima del ruido del motor. Anna sacudió la cabeza un par de veces y luego abrió los ojos. Miró a Martín. Tardó unos segundos en reconocerlo y luego miró alrededor, confundida. Súbitamente su expresión se volvió preocupada. Está recordando. – No te muevas – le gritó por encima del rugido del motor. Acercó su cara a la de Anna; ésta lo miró sorprendida y se alejó instintivamente. – Voy a sacarte la mordaza – le dijo. – Acércate más. Anna lo pensó un segundo y luego acercó la cabeza hacia Martín. Martín se acercó lentamente, intentando contrarrestar las sacudidas del coche. Finalmente logró morder la esquina de la cinta adhesiva en la mejilla de Anna. Comenzó a tirar lentamente para evitar causarle daño; pero el coche desaceleró, arrojando a Martín hacia la parte delantera del maletero. Anna soltó un grito de dolor; le había arrancado completamente la cinta adhesiva. – ¿Donde estamos? – exclamó preocupada. – En el maletero de un coche. Nos capturó en el hostal… – Si, ya lo sé – lo interrumpió Anna. – ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?

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– No lo sé. Yo me acabo de despertar. – ¿Adónde nos lleva? ¿Y yo como voy a saberlo? ¿A las afueras de la ciudad, para darnos un disparo en la nuca? ¿A entregarnos a Goldene Saat? Fueran adonde fueran, las posibilidades estaban claramente en su contra. – No lo sé, Anna, y no quiero saberlo. ¡Tenemos que hacer algo! – ¡Pero qué podemos hacer! ¡Estamos atrapados y atados! Anna tenía razón; no parecían tener muchas opciones. Quizás fuera posible abrir el maletero desde dentro, pero aún así, ¿que podían hacer? ¿Saltar hacia la autopista yendo a 120 kilómetros por hora? O quizás pudieran abatir el asiento trasero y salir del maletero hacia el coche,… ¿Y luego qué? Si lograban tomar por sorpresa al secuestrador, lo más probable era que causaran un accidente y de todas formas terminaran muertos. No importa. Estamos atados. Primero lo primero. – Anna, escúchame. Voy a desatarte. Quiero que te des vuelta y te muevas hacia arriba, hacia el lado izquierdo del coche. Anna obedeció sin cuestionarlo. A su vez, Martín reptó en la dirección opuesta y su cara quedó a la altura de las manos atadas de Anna. Haciendo un gran esfuerzo con el cuello, tanteó en la penumbra hasta encontrar la cuerda. Buscó el nudo e intentó hundirle el colmillo, pero el coche volvió a desacelerar y Martín cayó hacia atrás. Transpirando por el esfuerzo y con el cuello dolorido, volvió a intentarlo. Esta vez logró hundir el colmillo dentro del rizo. Continuó tirando de la cuerda hasta que el nudo cedió sin previo aviso varios kilómetros después. Martín cayó hacia atrás con la cuerda entre los dientes. – ¡Ya está! ¡Ayúdame! Con el nudo flojo, Anna no tuvo más que forcejear unos momentos para liberar sus manos. Estiró las piernas con un profundo suspiro de placer. Luego se desató los tobillos. – ¡Desátame! ¡Rápido! Sin decir nada, Anna tomó la esquina de la cinta adhesiva de la cara de Martín. Luego tiró con todas sus fuerzas. Martín aulló de dolor. – ¡Pero qué mierda…! – Te lo debía – le dijo con una débil sonrisa, y comenzó a desatarle las manos. Martín quedó libre en pocos minutos. Se frotó las muñecas. No lo había notado hasta entonces, pero había comenzado a perder la circulación en las manos; ahora sentía un desagradable hormigueo. – ¿Y ahora qué hacemos? – le preguntó Anna. Martín le explicó sus ideas. Anna aceptó de mala gana que no podían hacer nada con el coche yendo a toda velocidad por la autopista. – ¿Entonces cómo lo obligamos a detenerse? – No lo sé – admitió Martín. Se esforzó por idear algún plan, pero no le venía nada a la mente. Comenzó a pensar en voz alta. – Quizás podríamos… – Martín – lo interrumpió Anna, y Martín la escuchó perfectamente aunque no estaba gritando. El ruido del motor había disminuido considerablemente y el coche se movía de forma más irregular. Ya no estaban en la autopista. El coche continuó frenando hasta que finalmente se detuvo. Luego se escuchó un portazo del lado del conductor.

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Martín se preparó para lo peor. ¿Era posible que su secuestrador supiera que se habían desatado? ¿Tendría una cámara en el maletero? ¿O ya habrían llegado a su destino final, donde seguramente fueran entregados a Goldene Saat? A continuación escuchó varios sonidos metálicos que no logró identificar y luego el sonido de un líquido pasando por una cañería en el interior del coche, muy cerca de ellos. Gasolina. Nos detuvimos a cargar gasolina. Suspiró aliviado. Todavía no habían llegado a su destino. Hacía apenas un minuto, su problema era que no podían hacer que el coche se detuviera. Ahora que por milagro su deseo se había cumplido, comprendió que no había pensado en la segunda parte de su plan: ¿qué podían hacer con el auto detenido? El sonido de la gasolina se detuvo. Martín escuchó con atención; los siguientes segundos iban a ser decisivos. Si el secuestrador decidía abrir el maletero para comprobar que todo estuviera bien y veía que estaban en medio de un intento de fuga, iba a ponerse furioso. ¿Qué más da? Si de todas formas va a matarnos, da igual lo furioso que esté. Intentó reprimir una voz interna que le decía “siempre puede ser peor, Martín; por ejemplo, puede torturarlos antes de matarlos”. Pero el siguiente sonido que escuchó fue el de pasos alejándose. Fue a pagar por la gasolina. Tenían un minuto o dos antes de que volviera al coche. Era su única oportunidad de escapar. Comenzó a tantear el fondo del maletero de forma frenética. Probablemente el asiento trasero fuera rebatible; si lograban llegar al interior del coche podrían correr y desaparecer en la noche, o si eran muy afortunados y el secuestrador había dejado las llaves en el contacto, podrían incluso hacerse con el coche. Anna pareció comprender su idea, y comenzó a buscar por el otro extremo. Apenas unos segundos después lanzó un grito victorioso. – ¡Aquí! Martín tanteó el fondo del maletero hasta llegar al punto que señalaba Anna. Era una palanca; tiró de ella, empujó con el hombro, y logró que uno de los asientos se reclinara hacia adelante. Asomó la cabeza a través de la abertura. Su corazón dio un vuelco de alegría. A pesar de que el interior del coche estaba a oscuras, las luces de la estación de servicio le permitieron ver que las llaves todavía estaban en el contacto. Sin poder creer su suerte, asomó la mitad del cuerpo. Sólo tenía que llegar hasta el asiento del conductor, y unos segundos más tarde estarían en la autopista, alejándose de su perseguidor a 120 kilómetros por hora. Comenzó a pasar una pierna hacia adelante, pero algo en su visión periférica llamó su atención. Miró a través de la ventanilla y vio horrorizado como su secuestrador volvía caminando hacia el coche. Se quedó paralizado durante un instante. Miró nuevamente a las llaves en el contacto y luego a su perseguidor. ¿Podía sentarse en el asiento del conductor y poner el coche en marcha antes de que éste lo detuviera? Tenía que tomar una decisión. Quizás pudiera bloquear las puertas para ganar unos segundos. Pero eso no lo protegería si el hombre le disparaba. Y no tenía dudas de que iba armado. Su perseguidor estaba ya a unos pocos metros; era cuestión de segundos antes de que lo viera. Maldiciendo para sus adentros, Martín retrocedió nuevamente hacia el maletero. – ¿Que haces?

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– Ya está de vuelta – respondió Martín mientras volvía a colocar el asiento en su posición original. Apenas unos segundos más tarde escucharon pasos y luego la puerta del conductor abriéndose y cerrándose. El coche se puso en movimiento y volvió a entrar en la autopista. – ¡Mierda! – exclamó Martín. Estaba furioso consigo mismo por haber desaprovechado la oportunidad que se les había presentado; quizás no volvieran a tener otra. – Tenemos que hacer algo – dijo Anna tomando la iniciativa. – No podemos escapar con el coche en marcha. ¿Cómo hacemos que tenga que detenerse otra vez? ¿Podemos perforar el tanque de combustible? – No lo creo – respondió Martín. – No tenemos herramientas y el tanque de combustible no es una botella de plástico. Y suponiendo que lográramos que detuviera el coche, necesitaríamos distraerlo el tiempo suficiente como para escapar. – ¿Pero entonces qué…? El sonido lejano de una sirena distrajo su atención. El sonido se fue volviendo más cercano e intenso y luego siguió de largo. – La policía – dijo Martín. – Si logramos que la policía detenga el coche, podemos gritar para llamarles la atención. – ¿Y cómo hacemos que…? Parecía imposible llamar la atención de la policía desde dentro del maletero. Salvo que estuvieran buscando específicamente al coche, no tenían ningún motivo para interesarse en él; su perseguidor probablemente no fuera tan estúpido como para arriesgarse a ir por encima de la velocidad máxima. Y si no era por exceso de velocidad, ¿por qué otro motivo podían detenerlos? – ¡Las luces! – exclamó de pronto. – Tenemos que romper las luces. La luz roja de los frenos se filtraba hacia el maletero; las luces debían ser fácilmente accesibles. Por otro lado, era algo que iba a pasar inadvertido para su secuestrador pero que iba a ser una clara llamada de atención para la policía. Era perfecto. Anna no dijo nada pero evidentemente la idea le resultó convincente. Inmediatamente comenzó a tantear la parte trasera del coche. Martín siguió el contorno de la pared trasera del maletero, buscando algún saliente. Como anticipando lo que estaba a punto de suceder, la luz se encendió por un instante. Gracias… ahora sé exactamente dónde estás. Comenzó a patear la luz, pero con Anna en el medio y en la posición incómoda en la que se encontraba no logró hacerlo con demasiada fuerza. Continuó pateando y empujando hasta que unos minutos más tarde el compartimiento de las luces cayó hacia afuera y quedó colgando de un cable. En su lugar quedó un agujero por el que entraba el aire frío de la noche. Exhausto, Martín se dejó caer contra el fondo del maletero. Ya habían hecho todo lo que podían hacer. Ahora sólo necesitaban que la policía los detuviera antes de que llegaran a su destino.

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45 Los minutos transcurrieron con una lentitud exasperante. Martín y Anna permanecieron en silencio. Sabían que cada minuto que pasaba estaban más cerca de llegar a su destino y de que su secuestrador los entregara a quienes estaban detrás de todo esto; los responsables de las muertes de Werner y de Vogel. Martín no estaba de humor para hablar, y evidentemente Anna tampoco. Lo único que podían hacer era seguir esperando. Martín se colocó en una posición que le permitiera ver a través del agujero que había dejado el compartimiento de las luces. Había caído la noche y no había muchos coches en la autopista. Cada vez que veía acercarse algún coche quería creer que era la policía, hasta el punto de prácticamente imaginar las luces azules y rojas, para luego desilusionarse. Suspiró, cada vez más desesperanzado. No se le ocurría de qué otra forma podían intentar escapar sin exponerse al mismo tiempo a una muerte segura. Aunque en términos de una muerte segura quizás ya no hubiera mucha diferencia entre saltar del coche yendo por la autopista, y caer en manos de Goldene Saat. Si saltaban de forma correcta, si utilizaban los brazos para proteger la cabeza del golpe contra el pavimento, era posible que se fractu– Cuando las luces rojas y azules aparecieron a la distancia, Martín tuvo que mirarlas fijamente durante unos segundos para asegurarse de que no estaba alucinando nuevamente. Casi de inmediato, como para quitarle las dudas que aún pudiera tener, escuchó el aullido agudo de la sirena. Cerró los ojos y sonrió; le pareció la melodía más hermosa que había escuchado. – ¡La policía! – exclamó Anna. Durante unos segundos que se hicieron eternos no sucedió nada; por un momento Martín temió que su secuestrador decidiera escapar de la policía y terminaran teniendo un accidente a alta velocidad de todos modos. Pero luego el coche comenzó a desacelerar y terminó por detenerse en el arcén. La policía se detuvo unos metros más atrás dejando el motor en marcha; el coche quedó fuera de la vista de Martín. Se esforzó por escuchar a pesar del ruido del motor. Puertas abriéndose y cerrándose. Pasos. Martín sacó una mano por el agujero de la luz y la agitó frenéticamente, esperando que el policía lo viera. Ponerse a gritar sería mucho más peligroso; tanto el policía como el secuestrador lo escucharían. Y necesitaba darle la ventaja al policía. Los pasos se detuvieron. – Buona sera – dijo una voz.

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¿Italiano? ¿Era posible que ya hubieran llegado a Italia desde Zürich? Si era así, había transcurrido más tiempo del que Martín había supuesto. – ¿Parla inglese? – dijo el secuestrador. – Si. Buenas noches. ¿Sabe por qué lo detuvimos? Silencio. – Tiene una de las luces traseras rotas. Es muy peligroso circular por la autopista sin las luces traseras. Martín maldijo en voz baja. El policía evidentemente no había visto su mano. – Si, claro, la luz – dijo el secuestrador con alivio. – Mañana mismo pensaba llevarlo al mecánico. – Pero es muy peligroso circular así, signore – continuó el policía. – Puede tener un accidente. Se puede lastimar, o puede lastimar a otras personas. Muy peligroso, sí. Lamentablemente tendré que ponerle una multa. ¿Me permite sus documentos? ¡Estupendo! Con una luz de freno rota y cerca de la frontera, la siguiente pregunta del policía tenía que ser “¿me permite ver el maletero?” Pero el que habló fue el secuestrador. – Escuche, oficial, usted tiene razón – dijo con voz amigable. – Pero yo estoy de viaje, estoy de vacaciones y no quiero problemas, ¿me entiende? Silencio. – ¿Pero que está haciendo? ¡Me insulta, signore! – exclamó el policía, indignado. – ¿Usted cree que todos los italianos somos corruptos? ¿Usted cree que voy a aceptar– La voz del policía se desvaneció. Silencio. – Bueno, bueno. Es tarde y usted quiere disfrutar sus vacaciones. Por esta vez lo voy a dejar ir con una advertencia. Y prométame que mañana va a llevar el coche al mecánico a primera hora de la mañana. – Se lo prometo, oficial. Que tenga buenas noches. Lo sobornó. El hijo de puta lo sobornó. Martín no podía permitir que el policía se marchara; posiblemente ésta fuera su última oportunidad de salir con vida. Comenzó a gritar con todas sus fuerzas rogando que el policía lo escuchara por encima del ruido del motor. Anna se le unió inmediatamente. Comenzaron a golpear la tapa del maletero. Sabía que estaban corriendo un gran peligro porque ahora tanto el policía como el secuestrador podían reaccionar de manera imprevisible; pero no tenían otra opción. – ¿Qué es ese…? – dijo el policía, sorprendido. Martín se lo imaginó frunciendo el ceño. – Signore, abra el maletero. – No es nada, oficial. Es un ruido del coche. Mire, ni usted ni yo queremos tener problemas esta noche. Tome ésto, olvídese del ruido y vaya con su familia. – ¡Abra el maletero! ¡Ahora! – rugió el policía. Silencio. – Por supuesto, oficial – dijo el secuestrador. Martín se sintió totalmente indefenso; no tenía idea de qué podía pasar a continuación. Pasos. Silencio. Ruidos metálicos en la tapa del maletero, a pocos centímetros de la cabeza de Martín. ¿Llaves? – ¡Abra el maletero! ¡Abra ahora mis– El policía nunca llegó a completar la frase; su voz quedó ahogada por el fuerte sonido de dos disparos.

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Mierda. Gritos agonizantes. Pasos corriendo. Más disparos, provenientes de ambas direcciones. Vidrios estallando. Más gritos. Puertas abriéndose y cerrándose. Disparos. Balas atravesando metal, muy cerca de ellos. Martín tragó saliva. Demasiado cerca. Curiosamente, su reacción ante la idea de morir por una bala perdida estando encerrado en el maletero de un coche fue pensar en lo ridículo de la situación. Finalmente, el motor del coche se encendió y pocos segundos más tarde se pusieron en movimiento, volviendo a la autopista. Martín pudo ver a través del agujero de la luz trasera que el coche de la policía no se movía. Alcanzó a distinguir los cuerpos de los dos policías tirados en el piso. Dos policías muertos. Dos cadáveres más en la cuenta de Goldene Saat. Martín sintió un escalofrío. Con lo furioso que debía estar su secuestrador ahora, no tenía dudas de que ni siquiera iban a llegar con vida a su destino. A través del agujero vio como las luces del coche de la policía comenzaban a alejarse; el coche estaba acelerando. Martín frunció el ceño. Había algo más, pero no podía darse cuenta de qué era. Entrecerró los ojos y se concentró en el coche de la policía. Se alejaban, y cada vez a mayor velocidad, pero no en línea recta. Y efectivamente, al prestar atención, sintió que el coche se movía de un lado al otro. Las ruedas. Quizás algún disparo de la policía llegó a– Nunca alcanzó a completar el pensamiento. Se vio lanzado violentamente hacia el fondo del maletero y algo golpeó duramente su cabeza al mismo tiempo que escuchaba un fuerte sonido de metal arrugándose y todo se volvía negro.

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46 Conozco este sabor. Sangre. Abrió los ojos. Seguía en el maletero del coche; algo de luz se filtraba a través del agujero de la luz de frenos. Tenía la impresión de que el coche no estaba completamente horizontal. La cabeza de Anna estaba a pocos centímetros de su boca. Se pasó la lengua por los labios y volvió a sentir gusto a sangre. Anna se alejó torpemente lanzando un gruñido. Se llevó la mano a la cabeza y gritó de dolor. – ¿Qué pasó? – No estoy seguro – dijo Martín sacudiendo la cabeza. Se sentía mareado. – Creo que chocamos. Intentó mover el brazo derecho para tocarse los labios pero el dolor fue tal que se le es capó un grito. Lo miró y no logró comprender en qué posición lo tenía. Súbitamente lo invadió la preocupación. El hombre. – Tenemos que salir de aquí – dijo. Buscó nuevamente la palanca para rebatir el asiento trasero y tiró de ella. Luego se deslizó con dificultad a través de la abertura, intentando no hacer el menor ruido; por lo menos hasta que pudiera ver a su secuestrador. El dolor que sentía en el brazo cada vez que intentaba moverlo o apoyarse en él no se parecía a nada que hubiera experimentado antes en su vida. Se asomó unos centímetros, temeroso de encontrarse cara a cara con el secuestrador, pero sus preocupaciones no duraron mucho: el hombre estaba sentado en el asiento del conductor, pero caído sobre el tablero de instrumentos. Tenía la camiseta empapada en sangre y estaba inmóvil. Martín sacudió la cabeza. En la última semana había visto muchos más cadáveres que en el resto de su vida. Terminó de pasar al asiento trasero. Anna estaba asomando la cabeza por la abertura. – Espera, voy a abrir el maletero. Abrió con cuidado la puerta trasera del coche y salió al exterior. Efectivamente se habían salido de la autopista y se habían estrellado contra el poste de un cartel de velocidad. El coche había quedado apoyado mitad en el poste, mitad en el arcén. Con los ojos acostumbrándose lentamente a la oscuridad, observó a través de la ventanilla del conductor. El hombre tenía una profunda herida en el cuello y había agujeros de bala

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en el parabrisas. Los disparos de la policía no habían alcanzado a las ruedas del coche; habían alcanzado al conductor. Martín se estremeció: era un milagro que no los hubieran alcanzado a ellos. Caminó hacia la parte trasera del coche. El patrullero había quedado algunos cientos de metros más atrás, aún con las luces encendidas. Escuchaba el zumbido lejano del motor. Abrió el maletero. Luego de los momentos que había vivido en su interior, le resultó extraño verlo por fuera. Tendió la mano a Anna. – ¡Por fin! Pensé que iba a morir ahí adentro. ¿Pero donde está– – Súbitamente fijó su vista en Martín con expresión aterrada. – Martín, ¡tu brazo! – ¿Qué pasa con mi… – comenzó a preguntar Martín, pero la respuesta resultó obvia al mirarlo. Su antebrazo derecho estaba claramente quebrado; la mano y la muñeca colgaban en un ángulo extraño. – ¿Estás bien? ¿Te duele? Viendo el estado en que estaba su brazo, a Martín no le sorprendió que le doliera, sino que no estuviera llorando de dolor. Esto no va a ser tan divertido cuando se me pase la adrenalina. – Si, me duele. Pero voy a sobrevivir, supongo. La explicación pareció ser suficiente para Anna. Miró alrededor. – ¿Dónde está el hombre? ¿Qué pasó? – Está ahí adentro – respondió Martín, señalando el coche. – Creo que está muerto. – ¿Crees que está muerto? ¿No estás seguro? – No soy médico – protestó. – Tiene una herida de bala en el cuello y hay sangre por to dos lados. Supongo que está muerto. – Bueno, tenemos que asegurarnos. Martín experimentó una confusa mezcla de emociones. Por un lado, el hombre había intentado matarlos en repetidas ocasiones; había asesinado a Werner y a Vogel; y no tenía dudas de que dada la oportunidad, no vacilaría en comenzar lo que había terminado. Desde un punto de vista puramente racional, dejarlo morir parecía plenamente justificado. Pero por otro lado, en el fondo Anna tenía razón: por más que racionalizara la decisión, por más que la muerte del hombre no fuera consecuencia de una acción deliberada de su parte sino de su inacción, Martín sabía que no podía cargar con ese peso en la conciencia. Era una decisión que podía costarle la vida y probablemente fuera una decisión estúpida, pero sabía que simplemente no podría vivir en paz consigo mismo si dejaba morir a otro ser humano. Se acercaron cautelosamente al coche y abrieron la puerta del conductor. Martín sintió náuseas; no tenía estómago para la sangre. Y había mucha sangre. En el cuello y la espalda del hombre, en el tablero de instrumentos, en el parabrisas, en los asientos… Extendió el brazo con cuidado y apoyó dos dedos en el cuello del hombre. Buscó la arteria, intentando sentir el pulso, pero fue en vano. – Nada. Suspiró. Sabía que no podían hacer nada, pero algún instinto muy primitivo le hacía muy difícil aceptar que el hombre estaba muerto. Mejor tener la conciencia completamente limpia. Tomó la muñeca del hombre. Apoyó dos dedos buscándole el pulso, pero no sintió nada. Los movió unos centímetros– Un latido. La sensación fue tan sutil que la primer reacción de Martín fue pensar que lo había imaginado. Volvió a mover los dedos, buscando la posición exacta– Otro latido. Esta vez no tuvo dudas. Dejó los dedos inmóviles y prestó atención.

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El hombre estaba vivo. No por mucho; su pulso era débil y muy lento. Pero estaba indudablemente vivo. – ¡Está vivo! ¡Anna, está vivo! ¡Necesitamos una ambulancia! Un teléfono. ¿Donde podemos…? Pero Anna estaba extrañamente quieta. – ¿Qué pasa? – Creo que no nos entendimos – dijo muy seria. – Cuando dije que quería asegurarme de que estuviera muerto, no quise decir que… – y dejó la frase colgando. A Martín se le pusieron los pelos de punta. “Asegurarnos” de que esté muerto. Miró a Anna con los ojos muy abiertos. – No, no, no. Un momento. Todavía está vivo. – No seas estúpido, Martín. Mató a Vogel y casi nos mata a nosotros. ¿A dónde crees que nos estaba llevando, a un centro de esquí? Ese hombre quiere matarte, Martín. – Anna. Está vivo. Tenemos que salvarlo. Anna negó con la cabeza y miró alrededor de donde estaba parada. Se agachó para recoger algo. Cuando se levantó tenía un trozo de hormigón en la mano, probablemente parte de la columna contra la que habían chocado. Dio un paso en dirección al coche. Para su sorpresa, Martín se encontró cerrándole el paso. ¿Qué estoy haciendo? Una cosa era salvar la vida de alguien que lo quería muerto. Pero era algo muy distinto arriesgar su propia integridad física para protegerlo. Y sin embargo, aquí estoy. – Apártate, Martín – dijo Anna blandiendo el cascote. – No quiero lastimarte. – Anna, ¿estás loca? ¿Realmente lo vas a matar? – Si – le respondió sin vacilar. Martín tragó saliva. Seguramente pudiera defenderse de Anna si era necesario, pero también sabía que era incapaz de golpear a una mujer, aunque su propia vida estuviera en peligro. Anna dio otro paso hacia el coche. Martín no se movió. Prácticamente podía palpar la tensión que había en el aire. El sonido y las luces de otro coche los interrumpieron. Se detuvo unos metros detrás de ellos. Anna dejó caer el cascote al suelo de forma discreta. Un hombre y una mujer bajaron del coche y corrieron hacia ellos. – ¡Gracias a Dios que están bien! – exclamó la mujer. – ¿Qué sucedió? Martín y Anna se miraron. No vamos a decir que estábamos encerrados en el maletero. – Estaba oscuro… – dijo Martín, titubeando. – Nos salimos de la ruta y… – ¡Klara, hay un herido! – los interrumpió el hombre. La mujer corrió hacia el coche. No se sobresaltó al ver al hombre moribundo, sino que inmediatamente le tomó el pulso. – ¡El botiquín! – indicó al hombre, que inmediatamente corrió hacia su coche. Giró en dirección a Martín. – ¡Tú, ayúdame! Martín se acercó al coche y ayudó a Klara a sacar a su secuestrador. Lo colocaron en el suelo. La mujer se arrodilló a su lado y comenzó a examinarlo. Se concentró inmediatamente en la herida de bala en el cuello. ¿Qué explicación puedo inventar si me pregunta qué sucedió? – Su amigo perdió mucha sangre ¿Cuál es su tipo de sangre? – ¿Su tipo de…? No lo sé,…

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– No importa, nadie lo sabe – comentó la mujer con fastidio. Introdujo la mano en la chaqueta del hombre y extrajo una cartera. La abrió y la miró rápidamente. – Sébastien Leclerc – leyó. Le pasó la cartera a Martín. – Busca el tipo de sangre. Quizás esté en la tarjeta de asistencia médica. Miró hacia arriba para decirle algo más, pero se detuvo al reparar por primera vez en su brazo fracturado. Miró a Sébastien y volvió a mirar a Martín. – No te preocupes por el brazo, es una simple fractura. Vas a estar bien. Primero tenemos que estabilizar a su amigo. “Nuestro amigo”, pensó Martín amargamente. Se sintió muy tentado de explicarle que “su amigo” los perseguía desde hacía días e intentaba matarlos. Sébastien Leclerc. Hasta ese momento no conocía su nombre. Era simplemente una figura amenazante pero abstracta; ahora que se estaba desangrando en el piso y tenía nombre, Martín se dio cuenta por primera vez de que era una persona. Observó a Anna, preocupado. Pero Anna permanecía inexpresiva y más importante aún, sin objetos contundentes en las manos. El otro hombre llegó con un pequeño botiquín. Lo apoyó al lado de Klara y lo abrió. – ¿Adrenalina? – Si, dame trescientos – respondió Klara mientras extraía una venda del botiquín. Levantó la cabeza de Sébastien y presionó la venda contra la herida. Con la otra mano tomó la inyección que le alcanzó el hombre y se la aplicó a Sébastien. – Están bien preparados – observó Martín. – Soy doctora – le respondió, poniendo una venda en el cuello de Sébastien. – Hay un hospital a pocos kilómetros. Tenemos que irnos ya mismo. Ayúdame a llevarlo al coche. Martín obedeció sin cuestionarla. Acostaron a Sébastien en el asiento trasero. El hombre se subió en el asiento del conductor. Klara miró a Martín. – ¡Vamos! No podemos perder tiempo. Martín la miró sorprendido. Esperaba que Klara se llevara a Sébastien y finalmente se libraran de él. – Vaya, doctora. Nosotros estamos bien. Klara hizo un gesto desdeñoso con la mano. – No. Ustedes vienen conmigo. Tenemos que ver tu brazo. Además acaban de tener un accidente y pueden tener contusiones. Las contusiones no presentan síntomas exteriores, pero pueden ser mortales dentro de unas horas. – Hizo una pausa mientras Martín absorbía lo que acababa de decir. – Estamos en el medio de la nada, ¿que van a hacer? ¿Auto-stop? Tuvo que reconocer que la doctora tenía razón. Anna se sentó de mala gana en el asiento del acompañante. La doctora se quedó en el asiento trasero con la cabeza de Sébastien apoyada en su falda, presionando la herida del cuello. ¿Y yo? – Me temo que tendrás que ir en el maletero – le dijo la doctora. A Martín no le hizo ninguna gracia la ironía de la situación. Para alivio de Martín, era un coche familiar y el maletero tenía una tapa removible; de otra forma no hubiera estado dispuesto a volver a encerrarse por voluntad propia. El maletero era amplio y estaba vacío; Martín se acostó, exhausto. Tenía las piernas recogidas pero la sensación de estar acostado le pareció la más maravillosa del mundo. – Tenemos una emergencia, vamos a necesitar una transfusión – decía Klara, al teléfono, pero sonaba curiosamente distante. – No, no lo sé. Prepara “O” negativo. Cerró los ojos. La voz se fue desvaneciendo.

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Intentó recordar cuándo se había acostado por última vez en una cama. ¿Solamente dos días atrás? Le parecía una eternidad. ¿Cuándo fue la última vez que nadie intentaba matarme? Se quedó dormido antes de poder encontrar una respuesta.

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47 Martín abrió los ojos. El techo era blanco. ¿Dónde estoy?, se preguntó una vez más, y se dio cuenta de que en los últimos dos o tres días se había despertado varias veces sin tener idea de dónde estaba. Sonrió para sus adentros. Estoy haciendo algo mal. Estaba en una cama y se sentía profundamente descansado. Era una considerable mejora respecto a sus despertares anteriores. Miró alrededor. Estaba en la habitación de un hospital. Los recuerdos comenzaron a llegar en orden inverso: la doctora, el accidente, el maletero… El brazo ya no le dolía, pero tenía una sensación extraña. Durante un segundo tuvo un miedo irracional de que se lo hubieran amputado. Levantó la sábana. Estaba en ropa interior y tenía el brazo enyesado. No estaba conectado a ningún monitor, ni le estaban dando ningún tipo de suero. Eran buenas noticias; evidentemente, a excepción del brazo fracturado, estaba bien. Se sentó en la cama. Estaba solo en la habitación. ¿Dónde estaba Anna? Y aún más inquietante, ¿dónde estaba Sébastien? Buscó un reloj en la habitación, pero no había ninguno. Por las ventanas entraba una agradable luz natural; debía ser alrededor del mediodía. Con razón me siento descansado. Encontró su ropa, su cartera y su reloj – todas sus pertenencias, desde que habían dejado el hostal de Zürich – a los pies de la cama. Se vistió apresuradamente y salió de la habitación. Siguió un pasillo hasta llegar a la recepción. Evidentemente estaba en una pequeña clínica. Anna estaba sentada en una silla contra la pared y se levantó de un salto al verlo. – ¡Buenos días! – le dijo con una amplia sonrisa. Anna tenía una pequeña venda en la frente, pero por lo demás parecía muy saludable. Como él, tenía aspecto de haber dormido plácidamente. Antes de que Martín pudiera responderle, la recepcionista intervino. – Usted también tiene que esperar el alta – le reprochó. – Estamos bien – le aseguró Martín. – Tienen que esperar a la doctora – insistió la recepcionista. Anna lo tomó del brazo. – Ya lo intenté. La doctora ya debe de estar por llegar. Aparentemente era inútil protestar. Martín se sentó al lado de Anna. – ¿Estás bien? ¿Cómo está el brazo? – Bien. Bueno, no; mal. Fracturado. ¿Tú estás bien? – Sí. – Anna se llevó un dedo a la frente. – Un corte, nada importante.

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– ¿Te han dicho algo de… nuestro amigo? La expresión de Anna se volvió preocupada. – No. Nada. Martín entendía la preocupación. Él también tenía miedo, probablemente infundado, de que Sébastien apareciera por la puerta, amenazante. Pero considerando la herida de bala en el cuello, la cantidad de sangre que había perdido y el tiempo que había pasado antes de recibir atención médica, parecía poco probable que estuviera en condiciones de atacarlos… si es que estaba vivo. – Quiero pedirte disculpas por… por lo de anoche – le dijo Anna. – Estaba furiosa y me dejé llevar. Pero nunca te hubiera hecho daño. Recordando la expresión salvaje de Anna blandiendo el cascote la noche anterior, a Martín le costó creerle, pero le pareció mejor dejar el incidente atrás. – Está bien – le dijo con una sonrisa. Bajó la voz. – El hombre estaba intentando matarnos. – Gracias. No quiero que creas que soy una asesina. – ¡Claro que no! – le aseguró Martín, riendo. El sonido de pasos provenientes del corredor los puso inmediatamente alerta. Pero no eran los pasos de Sébastien. – Veo que ya se han levantado – les dijo la doctora con una sonrisa cómplice. – Intenté detenerlos, – se disculpó la recepcionista, – pero no me quisieron escuchar. Le pido disculpas, Frau… – No hay problema – la interrumpió la doctora. Les sonrió. – Si lograron llegar hasta aquí por su cuenta, seguramente estén listos para que les demos el alta. – Gracias, doctora. La doctora se les acercó y les extendió la mano. – Klara, por favor. ¿Y ustedes son…? – Anna. – Martín – le respondió. La noche anterior apenas había prestado atención a la doctora, pero ahora su cara le resultó vagamente familiar, como si hubiera visto su foto cientos de veces. Anna también la miraba con el ceño fruncido. ¿Quizás Klara se parecía a alguna actriz famosa? – Anna, Martín, considérense afortunados. No sufrieron ninguna herida de gravedad y tienen el alta médica; pueden irse cuando quieran. – Bajó la voz. – Pero me temo que la situación de su amigo es mucho más grave. Martín y Anna se miraron sin decir nada. El pulso de Martín se aceleró. Entonces está vivo. Quizás no estuviera en condiciones de atacarlos, pero de todas formas estarían en serios problemas si la doctora les pedía explicaciones por la herida de bala… especialmente si relacionaba su accidente con los cadáveres de los policías unos cientos de metros más atrás. – Sébastien perdió mucha sangre y estaba apenas vivo cuando lo trajimos, pero logró pasar la noche – continuó la doctora. – Durante la noche el metabolismo y los mecanismos de defensa del organismo se debilitan, por lo que es muy importante que haya sobrevivido a la noche. De todas formas, está en un coma farmacológico y vamos a tenerlo en observación para ver cómo evoluciona. – Es… – comenzó Martín, pero no supo como continuar; ¿“…una buena noticia”? – ¿Cuáles son las probabilidades de que sobreviva? – preguntó Anna. La doctora suspiró. – Es difícil saberlo. Los próximos días van a ser decisivos; por el momento no podemos arriesgarnos a trasladarlo a otro hospital porque su situación es muy delicada. De todas for-

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mas, nuestra clínica tiene equipamiento de última generación – dijo orgullosa. – ¿Podrán comunicarse con los familiares de Sébastien para ponerlos al tanto de la situación? – Por supuesto – dijo Anna con una naturalidad sorprendente. – Estupendo – dijo Klara. – Ahora, si me disculpan, tengo un día muy agitado. ¡Hasta luego! Se despidieron brevemente y la doctora volvió a su oficina. Martín suspiró aliviado. Le sorprendió que Klara no se hubiera interesado por el origen de las heridas de Sébastien, pero quizás como doctora simplemente estuviera interesada en tratar a su paciente. En cualquier caso, se habían ahorrado la incómoda situación de tener que dar explicaciones. Al salir de la clínica, Martín quedó deslumbrado por la vista. Estaban en medio de los Alpes; el pueblo estaba justo en la falda de una montaña, en el claro de un bosque. El cielo estaba completamente despejado y la temperatura era muy agradable. Un pequeño riachuelo zigzagueaba por la montaña. Era un lugar sumamente pintoresco. Y sin embargo, algo en el paisaje le resultó extrañamente inquietante. – Tenemos que irnos – dijo a Anna. – Tenemos que alejarnos lo antes posible de Sébastien. – No creo que Sébastien sea un problema en este momento. – Sébastien no, – admitió Martín, – pero Goldene Saat no puede estar muy lejos. Goldene Saat había perdido contacto con su hombre hacía doce horas. Y Martín no tenía dudas de que habían pasado esas doce horas buscándolos. No tenían un minuto que perder.

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48 Zürich El Inspector Olivera observó a Palermo. Estaba pálido. No lo culpaba. Palermo era joven y no había visto las cosas que él había visto. Aún así, a él mismo se le había revuelto el estómago al ver el asesinato de los dos policías a sangre fría, capturado por la cámara del patrullero. – Es él – dijo Palermo, intentando ocultar su estado. Sus manos temblaban ligeramente. – ¿Están seguros? – preguntó el policía suizo. – Seguros, Inspector – confirmó Olivera. Todavía estaba impresionado por la eficiencia de los suizos. La policía italiana había rastreado el coche de alquiler hasta Zürich y se había puesto en contacto con los suizos poco antes de la medianoche; la policía local había relacionado al sospechoso con la persona que él y Palermo estaban buscando – ¡quien sabía cómo! – y poco después de las siete de la mañana los habían ido a buscar al hotel. El Inspector asintió. – De acuerdo. ¿Y ustedes creen que él tiene en su poder a los otros dos individuos? – Así es – asintió Olivera. – Creemos que se trata de un secuestro. Palermo no dijo nada. La teoría del secuestro era una de las que tenían sobre la relación entre Sébastien, Martín y la mujer; no era una de las más razonables, pero era la que sus colegas suizos probablemente trataran con mayor atención. – La policía italiana los está buscando. Los mantendremos informados. Evidentemente, el Inspector había dado la conversación por terminada. – ¿“Los mantendremos informados”? – protestó Olivera poniéndose de pie. – Estamos hablando de un individuo extremadamente peligroso, buscado por asesinato en España y ahora en Italia, por no hablar de sus extensos antecedentes delictivos en el resto de Europa. Tenemos que ir para ahí inmediatamente. El suizo, que de por sí era bastante más alto que Olivera, se irguió y echó los hombros hacia atrás. – Permítame recordarle, Inspector Olivera, que su rango fuera de la jurisdicción del Reino de España es una cortesía de nuestra parte, y que normalmente no involucramos civiles en nuestras investigaciones. Olivera tuvo la sensación de que la temperatura en la habitación había bajado dos o tres grados en un instante. El Inspector se quedó mirándolo fijamente.

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A su pesar, Olivera reconoció que el suizo tenía razón. Técnicamente no tenía ninguna autoridad, así que formar parte de la investigación dependía exclusivamente de la buena voluntad de sus colegas suizos e italianos. Necesitaba aliados, no enemigos. – Discúlpeme, Herr Inspektor – dijo bajando la vista e inclinando levemente la cabeza. – Mi comentario estuvo fuera de lugar; no fue mi intención cuestionar su autoridad. Olivera sonrió para sus adentros. Deberían darme un Oscar. El suizo no sonrió pero sus facciones se suavizaron. Colocó su enorme mano sobre el hombro de Olivera. – Confíe en nosotros. Les mantendremos informados – repitió. Olivera no tenía dudas de la sinceridad ni la competencia de los suizos pero la sensación de que el caso era aún más delicado de lo que parecía no lo dejaba en paz; no podía quedarse de brazos cruzados esperando a que otros hicieran “su” trabajo. Se puso de pié para irse, seguido de Palermo. – ¿Qué vamos a hacer, señor? – le preguntó éste mientras se dirigían hacia la salida. – No lo sé, Palermo, pero no me voy a quedar sentado. Pero por otro lado, ¿que podían hacer? – ¿Herr Inspektor Olivera? – los interrumpió una voz detrás de ellos. Se dieron vuelta. Un joven oficial venía corriendo por el pasillo con una carpeta en las manos. – ¿Herr Inspektor Olivera? – repitió el joven. – El mismo – respondió el inspector, reprimiendo una sonrisa ante la forma en que el joven pronunciaba su apellido. – Fax para usted, señor. Olivera tomó los papeles y echó un vistazo. Estuvo a punto de ponerse a saltar de alegría. Al fin. – Los resultados de las huellas, Palermo. – Leyó la carátula. – Birnbaum. El nombre no me suena familiar. – A mi tampoco, señor. Olivera pasó a la siguiente página y ojeó el expediente. Se le pusieron los pelos de punta. Entrenamiento en el Ejército de Israel. Entrada al Centro Simon Wiesenthal; expulsión por “conducta impropia”. Fraude. Extorsión. Asesinato. Persona non grata en una decena de países. Varios gobiernos y más de una organización terrorista habían puesto precio a su cabeza. – Esto no es nada bueno, Palermo. Nada bueno. Se sentía como un pez fuera del agua. Un anciano asesinado por un cazador de nazis operando por su cuenta. Las dos personas más cercanas a la víctima, secuestradas por un neonazi. En ese momento, y sin tomar la decisión conscientemente, el inspector renunció a intentar comprender todas las ramificaciones de lo que estaba pasando; el caso los había superado completamente. Se iba a dar por satisfecho si lograba poner las manos encima del asesino del anciano, que al fin y al cabo era su objetivo. No valía la pena involucrarse en el resto; era una partida que no podían ganar. Pasó a la siguiente página. Tenía una foto del sospechoso, en blanco y negro, tomada de lejos; una foto de vigilancia. Entrecerró los ojos intentando distinguir las facciones de la cara a pesar de la mala calidad del fax. Y de pronto, Olivera reconoció la cara. Sintió mucho frío y sus manos comenzaron a temblar.

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– Tenemos que ir a Italia, Palermo. ¡Ya mismo! – exclamó mientras se dirigía hacia la salida. Ya no le importaba estar fuera de su jurisdicción; era un policía y estaba en su naturaleza capturar a los criminales. Estaba dispuesto a ir a Italia en un tren de línea si era necesario. – ¿Y los suizos, señor? – Después – respondió Olivera. En realidad deberíamos avisar a Interpol. Y a la CIA y al Mossad. Sintió un nuevo escalofrío. El asesinato del señor Wagner era apenas la pequeña punta del gigantesco iceberg que acababa de descubrir.

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49 Los Alpes La plaza central del pueblo, a menos de tres manzanas de la clínica, apenas podía ser considerada una plaza; medía menos de cincuenta metros de lado, tenía una pequeña fuente, había un anciano echando pan a las palomas, y no parecía ser un lugar muy distinto a cualquier otra esquina del pueblo. Martín alzó la vista y observó las montañas. A pesar de la extraña aprensión que le generaban, el paisaje era majestuoso. En las afueras del pueblo, sobre la ladera de la montaña, había una construcción que le llamó la atención por su tamaño y su estilo; parecía fuera de lugar en un pueblo tan pequeño. Un baño termal o un hotel, pensó, y por un momento se vio a si mismo sumergido en agua a 36 grados, flotando, sin preocupaciones. Pero eso tendría que esperar. A pesar de que el pueblo era minúsculo e inofensivo, era cuestión de tiempo que Goldene Saat los rastreara hasta ahí; y cuando eso sucediera, sería imposible ocultarse. Tenían que irse lo antes posible. – ¿El viejo? – sugirió Anna. Se acercaron al anciano, que no pareció percatarse de su presencia, sino que continuó echando pan a las palomas y hablando consigo mismo. – Disculpe… – comenzó Martín. El anciano levantó la vista y los observó. Martín tuvo la sensación de que más que mirarlo estaba mirando a través suyo. Volvió a bajar la vista y comenzó a echarles pedazos de pan en las piernas. – Mangiate! Mangiate. Anna y Martín se miraron desconcertados. ¿Cree que somos palomas? – Disculpe, signore… El anciano se detuvo y levantó la vista, pero miró hacia sus costados, intentando descubrir de dónde provenían las voces. Finalmente pareció encontrarlas; fijó la vista en un punto delante de los pies de Martín. – Ah! Tedesco. Scusa. – Volvió a echar pan a las palomas imaginarias, esta vez hablándoles en alemán. – Fresst das! Fresst! Martín sacudió la cabeza frustrado. Un anciano delirante era tan propio de la plaza de cualquier pueblo como una estatua o una iglesia. – Podemos preguntar en algún comercio. ¿Ves algún comercio? – No – respondió Anna. – Sólo casas. Voy a mirar por allí. Anna se dirigió a una de las calles laterales de la plaza y Martín caminó hacia la calle opuesta. Al llegar a la esquina miró en ambas direcciones. Había una parada de autobús.

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– “Montegancio” – leyó Martín. Por lo menos sabemos donde estamos. – ¡Martín! – lo llamó Anna desde el extremo opuesto de la plaza. Señalaba hacia una calle lateral. Martín corrió en su dirección. Anna señalaba un cartel que asomaba a la calle a media manzana de distancia. – Gasthof – leyó. – Posada. Era una construcción angosta de tres plantas y techo a dos aguas, con más aspecto de casa que de posada. Tenía macetas con flores rojas colgando de las ventanas. El interior de la posada era sumamente acogedor y confirmó su impresión de que anteriormente había sido una casa. La recepción era un pequeño escritorio en lo que antes probablemente hubiera sido parte del comedor; el lobby claramente había sido una sala de estar, incluida la estufa a leña. – Buon giorno – los saludó la mujer sentada detrás del escritorio. – Buon giorno – respondió Martín, intentando imitar su pronunciación. – ¿Parla spagnolo? ¿Inglese? – No, io non parlo inglese o spagnolo, scusi. – Sprechen Sie Deutsch? – le preguntó Anna. – No… scusi. Martín suspiró. Ni español, ni inglés, ni alemán; tendría que arreglarse con señas y el poco italiano que sabía. – Il bus… – improvisó. Señaló al reloj de la pared. – …¿que hora? – ¿Il pullman? Oggi è troppo tarde – respondió la mujer. – Domani, otto e mezza. – “Hoy es demasiado tarde. Mañana ocho y media” – tradujo Martín en voz baja. – ¡Mierda! – exclamó Anna. La recepcionista la miró con el ceño fruncido; algunas palabras no necesitaban traducción. No podían quedarse hasta el día siguiente en Montegancio; Goldene Saat estaba tras sus pasos. Tenían que encontrar otro medio de transporte. – Quizás estemos cerca de alguna ciudad importante – sugirió Martín. – Podríamos llegar hasta ahí en taxi, o alquilando un coche… – …si hubiera algún lugar donde alquilar un coche en este pueblo. Que ni siquiera sabemos cómo se llama. – Montegancio – dijo Martín al pasar y se dirigió hacia la recepcionista, que los observaba con atención. Anna frunció el ceño, pensativa, e inmediatamente abrió mucho los ojos. – ¡¿Qué dijiste?! Martín giró hacia Anna, sorprendido por su reacción, pero al verla se sorprendió aún más; su rostro había perdido todo el color. – ¿Montegancio? – repitió cautelosamente. – Es aquí, Martín. ¡Es aquí! – exclamó Anna con los ojos desorbitados. – ¿Qué es aquí? – le preguntó, confundido. Anna se le acercó mirando hacia el escritorio; a espaldas de Martín, la recepcionista tomó el teléfono sin dejar de observarlos y comenzó a marcar. – El diario de Werner – susurró Anna. – El convoy de camiones se detuvo a los pies de una montaña con forma de gancho. “Monte gancio”, en italiano. A Martín se le revolvió el estómago. La montaña con forma de gancho; por eso se había sentido inquieto cada vez que había mirado las montañas. No. No puede ser.

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– Tiene que ser una coincidencia. Cualquier montaña puede tener “forma de gancho”… es como reconocer las formas de las nubes. – Intentó mantener la calma. – Además, el diario de Werner no mencionaba Montegancio; era un nombre en alemán. – Hakenberg. – ¡Exactamente! – exclamó aliviado. Se quedó mirando a Anna, esperando que se tranquilizara. Pero Anna bajó la vista. – Haken-berg. Gancho-montaña. Monte-Gancio. Es aquí, Martín. Es aquí.

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50 El peso de las palabras de Anna lo golpeó como una bolsa de ladrillos. Es aquí. Su primer reacción fue no creerlo. No era posible que después de intentar alejarse de Goldene Saat durante días hubieran terminado exactamente en el lugar donde la pesadilla había comenzado sesenta años atrás. Y sin embargo, no era una coincidencia; por el contrario, era lógico, casi inevitable. Evidentemente Sébastien los estaba llevando hacia allí, seguramente para entregarlos a los cabecillas de Goldene Saat – quizás al mismísimo Lange en persona. Habían logrado escapar momentáneamente, pero ahora estaba claro que el enfrentamiento con la policía y el posterior accidente habían ocurrido cuando ya estaban a poca distancia de Hakenberg. Tenían que huir. Martín tomó a Anna del brazo y se dirigió hacia la puerta del albergue. La recepcionista apoyó el teléfono en el hombro. – Aspetta! – les gritó; pero la ignoraron. Al llegar a la calle, Martín comenzó a caminar en una dirección cualquiera; al llegar a la esquina, cambió nuevamente de dirección. ¿Cómo podían ocultarse en ese pueblo minúsculo? ¿Cómo podían escapar sin transporte? Lo primero era alejarse del albergue. En cuanto la recepcionista los había escuchado hablar de Hakenberg y Montegancio, había tomado el teléfono para avisar a… quién sabía quién. – ¿Adónde vamos? – preguntó Anna. – No lo sé. Lejos. Continuaron deambulando por las estrechas callejuelas durante varios minutos. Martín buscaba desesperadamente un lugar donde poder detenerse unos minutos y pensar, pero el pueblo parecía conspirar contra ellos. – ¡Espera, Martín! – dijo Anna finalmente, deteniéndose. – ¿Qué estamos haciendo? – ¡No lo sé! – exclamó Martín. – ¡Estamos atrapados, Anna! ¡No tenemos donde escondernos, no tenemos cómo irnos y Goldene Saat ya sabe que estamos aquí! ¿Qué quieres que haga? Anna lo miró y abrió la boca, pero no dijo nada. Se miraron durante unos segundos. De pronto un coche atravesó la calle a menos de cincuenta metros. Martín y Anna se pegaron contra la pared de una casa esperando haber pasado inadvertidos. Pero el coche se detuvo, dio marcha atrás y luego giró en dirección hacia ellos. – ¡Corre!

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Corrieron calle abajo intentando aumentar la distancia entre el coche y ellos, pero estaba claro que no podían superarlo en velocidad. Llegaron a la esquina. – ¡Por aquí! Se introdujeron por la callejuela a toda velocidad. Era una calle estrecha que desembocaba en un edificio, donde la atravesaba otra calle. Unos metros más adelante, Martín se atrevió a mirar sobre su hombro. El coche estaba detenido pero alguien estaba bajando del asiento del conductor. – ¡Alto! – gritó una voz detrás de ellos. En cualquier momento vendría el temible pop, pop, pop de los disparos; tenían que llegar a la siguiente esquina. Corrieron aún más rápido. Al llegar al final de la calle, Martín sintió que el mundo se derrumbaba: no la atravesaba otra calle, sino que había una pequeña plazoleta del tamaño justo para que un coche diera vuelta, pero rodeada de casas. Un callejón sin salida. Anna lo miró horrorizada pero Martín no tuvo la fortaleza para devolverle la mirada. En cambio, giró lentamente para enfrentar a su agresor, que venía corriendo pocos metros detrás de ellos. Lo primero que vio Martín fue que las manos de su perseguidor estaban vacías; no estaba armado. Lo segundo que vio fue que tenía el pelo largo; era una mujer. Lo tercero que vio fue su cara y la reconoció con una mezcla de confusión y alivio. – Hola, doctora. – ¿Qué están haciendo? – les preguntó Klara. Se detuvo frente a ellos, colocó las manos sobre las rodillas y respiró hondo dos o tres veces, intentando recuperar el aliento. Martín y Anna se miraron boquiabiertos, sin saber qué decir. También tenían los pulmones a punto de explotar. Klara se incorporó. – ¡Puf! ¡Parece que tienen mejor estado físico que yo! – les dijo con una sonrisa. – ¿Por qué estaban corriendo? – Estábamos… – dijo Martín. ¿Qué podía decirle? – Birgit me llamó desde la posada… estaba muy avergonzada porque no habla inglés. ¿Están buscando la estación del autobús? Martín suspiró aliviado. Entonces la mujer de la posada simplemente había llamado a Klara para que hiciera de intérprete. Sin ninguna duda Hakenberg era el lugar más peligroso donde podían estar en ese momento, pero mientras Sébastien siguiera en coma, solo ellos lo sabían. Sintió una extraña satisfacción y no pudo reprimir una sonrisa. Los papeles se habían invertido. Estaban en el corazón de Goldene Saat, y Goldene Saat no tenía idea. Por primera vez desde el asesinato de Werner, gracias a una sucesión de acontecimientos improbables, ellos tenían la ventaja. Su mirada se encontró con la de Anna y supo que estaban pensando lo mismo: tenían una oportunidad única y no podían desaprovecharla. – Si, doctora, estábamos buscando el autobús, pero Birgit nos explicó que tendremos que esperar hasta mañana por la mañana. – Es verdad – confirmó Klara. – ¿Piensan alojarse en la posada? – Seguramente nos quedemos un par de días. Queremos seguir el progreso de Sébastien. – Martín hizo una pausa, respiró hondo y se preparó mentalmente para lanzarse al vacío. – Además queremos recorrer Montegancio; era uno de los lugares que queríamos visitar, antes de… del accidente. – ¿Montegancio? Normalmente no recibimos muchos turistas.

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– Lo que sucede es que a mí siempre me interesó la historia, sobre todo la época de la segunda guerra mundial – improvisó Martín y observó con atención la reacción de la doctora. Era una afirmación que no tenía por qué llamar la atención; excepto si Klara sabía algo. Klara no reaccionó. – Ya veo – dijo sin interés. – Pero no creo que en el pueblo haya nada que pueda interesarte. Martín miró a Anna, que asintió ligeramente con la cabeza. – Tengo entendido que hubo una base militar alemana aquí, sobre el final de la guerra – arriesgó, y contuvo el aliento. Salvo por un leve movimiento de las cejas, Klara se mantuvo inexpresiva. Demasiado inexpresiva. – No sé de qué estás hablando – dijo fríamente. Acertamos. Ahora solo tenían que convencerla de que hablara. – Leí que hubo un pequeño campamento militar que con el correr de los años se convirtió en Montegancio. ¿Usted conoce la historia del pueblo? ¿Tienen un museo, o archivos? Klara los miró unos instantes sin decir nada y respiró hondo. – Disculpen, no conozco la historia del pueblo. – Les sonrió. – En fin, ¿decían que estaban buscando un autobús? Puedo llevarlos a Parcuzzo, que tiene una estación de tren. Se dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el coche. Martín y Anna la siguieron. Habían encontrado la punta de la madeja pero la doctora no quería hablar. Si Goldene Saat los hubiera encontrado, o si Klara estuviera involucrada de alguna manera, ya estarían muertos. No tenemos nada que perder. – Ahora que lo pienso, doctora, el libro mencionaba al fundador del pueblo. ¿Quizás el nombre le resulte familiar? ¿Lange? Klara se detuvo en seco al escuchar el nombre. Se dio vuelta lentamente; ahora tenía una expresión claramente alarmada. Miró en todas las direcciones. Martín la imitó; no había nadie. – Vengan conmigo – les dijo en voz baja. – Ni una palabra. Martín y Anna la siguieron al coche. Ninguno de los tres dijo nada, mientras Martín se preguntaba una vez más en qué se estaban metiendo.

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51 Klara condujo durante varios minutos en completo silencio. Pocos kilómetros después de salir del pueblo se introdujeron en un camino de tierra en el corazón del bosque. Más adelante el camino se volvió más empinado y las curvas se volvieron más cerradas; estaban subiendo por la ladera de la montaña. Poco después de superar la línea de los árboles, Martín tuvo una vista amplia de la zona. El pequeño pueblo estaba en medio del bosque, y la extraña mansión que había visto antes parecía vigilarlo desde arriba. Klara tomó un nuevo desvío en otro camino rural, condujo varios minutos más y finalmente se detuvo en un claro en el bosque. Se bajó del coche. Martín y Anna la siguieron cautelosamente. Martín observó las manos de la doctora, temiendo ver una pistola y un silenciador, pero las tenía vacías. Sintió un escalofrío. ¿Para qué va a necesitar un silenciador? Estaban solos en el medio del bosque; podían desaparecer sin dejar rastros. Klara se introdujo entre los árboles mirando por encima de su hombro periódicamente para verificar que Martín y Anna la seguían. Luego de caminar varios minutos por un camino que sólo ella parecía ver, llegaron a un pequeño claro que terminaba en la ladera de la montaña. Había una gran abertura del tamaño suficiente como para que un camión la atravesara, pero estaba bloqueada por grandes piedras, como si hubiera ocurrido un derrumbe. A Martín se le pusieron los pelos de punta al comprender dónde estaba. El depósito de municiones. El lugar exacto donde Werner y sus compañeros habían escondido las treinta toneladas de oro seis décadas atrás. Klara se detuvo y giró hacia ellos. Hizo un gesto amplio con los brazos. – Damas y caballeros, la legendaria mina abandonada de Montegancio – dijo con tono burlón. – El lugar de peregrinación de dos o tres desequilibrados con delirios de buscadores de tesoros cada año. Lo lamento, fans de Indiana Jones, pero llegaron tarde. Aquí no hay más que piedras amontonadas desde hace décadas. Si esperaban encontrar fortunas y riquezas inimaginables, ya pueden volver a sus casas y seguir leyendo sus libros ridículos. Y lamento decepcionarlos, pero puedo asegurarles que a diferencia de las pirámides de Egipto, esto no fue construido por los extraterrestres. – Hizo una pausa. – ¿Ya podemos irnos? Anna estaba boquiabierta ante la violenta explosión de Klara. Martín hizo un esfuerzo por conservar la calma.

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– Doctora, lamento que le hayamos causado esa impresión – le dijo. – Pero no estamos buscando ningún tesoro. Y no estamos involucrados en esto por nuestra propia voluntad. No, doctora; estamos huyendo. – ¿Huyendo? – preguntó Klara, recelosa. – ¿De qué están huyendo? – De Lange. De Goldene Saat. Había quemado las naves. Ya no había vuelta atrás. Klara los miró en silencio durante varios segundos. Luego bajó la vista; su expresión parecía cansada. – Entonces no se queden ni un minuto más en Montegancio. Todos queremos librarnos de la opresión de Lange – dijo enigmáticamente. – Váyanse mientras puedan. El pueblo es mucho más peligroso de lo que ustedes creen.

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52 Hicieron el trayecto de vuelta sin intercambiar ni una palabra. Klara parecía molesta, Anna parecía desconcertada y Martín estaba intentando pensar con claridad. Klara los dejó nuevamente en la posada, despidiéndose con un simple “váyanse mientras puedan”. Decidieron registrarse en la posada para tener un lugar donde refugiarse hasta tomar el autobús de la mañana. Birgit los guió hasta su habitación. Eran poco más de las tres de la tarde y Martín se dio cuenta de que se estaba muriendo de hambre. Intentó recordar la última vez que había comido. Había sido una baguette y un café en París, antes de tomar el tren a Zürich, hacía una eternidad; ni siquiera habían llegado a comer nada en el hospital. Anna estaba igualmente hambrienta. A pesar de las advertencias de Klara, la amenaza de Goldene Saat no parecía tan apremiante como unas horas atrás, ya que con Sébastien en coma nadie podía saber dónde estaban, y el último lugar donde los buscarían sería en Montegancio; por lo tanto, acordaron buscar algún lugar para comer y decidir su próximo paso. Gracias a las indicaciones de Birgit, lograron llegar a una pequeña pizzería a pocas manzanas de la posada. Nadie los había seguido durante el trayecto. Se sentaron en una de las dos mesas que había en el interior. – ¿Qué piensas? – le preguntó Anna en voz baja. Eran los únicos clientes en la pizzería, pero no sabían quién más podía estar escuchándolos. – Estoy decepcionado. Creo que en el fondo esperaba que las treinta toneladas de oro siguieran ahí enterradas. – No es momento para bromas – lo cortó Anna. – No estaba bromeando. Y no creo que tengamos muchas alternativas. Las circunstancias siguen siendo las de antes. Tenemos que alejarnos de aquí en cuanto podamos. Lo más sensato que podemos hacer es encerrarnos en la habitación y tomarnos el autobús de la mañana. – ¿Las mismas circunstancias? – dijo Anna, levantando la voz, pero la bajó inmediatamente. – Lange está aquí, en este pueblo. Probablemente nunca volvamos a tener esta oportunidad. – ¿Oportunidad de qué? – preguntó Martín al mismo tiempo que comprendió lo que estaba insinuando Anna. Continuó hablando en susurros. – No. No, no. No estás pensando en matar a Lange. Anna se inclinó hacia adelante; le brillaban los ojos.

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– ¿Por qué no? Ese maldito viejo nazi es la raíz de todos nuestros problemas, la razón por la que Vogel está muerto, ¡la razón por la que Werner está muerto! Durante una fracción de segundo Martín se imaginó disparándole a un anciano. Por más que ese anciano fuera Lange, no creía ser capaz de hacerlo. – ¡No somos asesinos! Anna, no me extrañaría que Lange viviera en esa mansión en la ladera de la montaña. Si Lange vive ahí, si ese es básicamente el cuartel general de Goldene Saat, más que una casa tiene que ser una fortaleza. Ni en sueños tendríamos forma de acercarnos a él. Anna cruzó los brazos y frunció el ceño. – Tiene que haber una forma. Por más compleja que sea la seguridad, tiene que tener un punto débil. – Pffft. ¿Por qué estás tan segura, porque es lo que pasa en las películas? No tenemos la menor oportunidad. ¿Dos aficionados contra la organización secreta heredera del Tercer Reich? No, Anna. Gracias, pero no tengo intenciones de suicidarme. Martín sonrió para sus adentros ante su elección de palabras. Realmente no tengo intenciones de suicidarme. Aquella oscura etapa de su vida había quedado definitivamente atrás. Anna hizo una pausa. – ¿Entonces qué? ¿Nos vamos y nos olvidamos del asunto? ¿Esperamos a que nos maten en nuestras casas de cualquier manera? – No; seguimos con el mismo plan que antes. Tenemos pruebas; tenemos el diario de Werner. Vamos a sacar todo a la luz. Es lo más parecido que podemos tener a un seguro de vida. Anna sonrió. – Martín, tenemos la oportunidad perfecta para conseguir más pruebas. Estamos aquí. Tenemos que investigar. Martín tuvo que admitir que esa idea no era tan descabellada como un asalto frontal a la fortaleza de Lange. – Es posible, – aceptó, – pero es extremadamente arriesgado. Que nos encuentren es cuestión de tiempo, y mientras tanto no sabemos en quién podemos confiar; cualquiera en este pueblo puede ser un agente de Goldene Saat. La propia Klara nos advirtió sobre el peligro que corremos aquí. – Empecemos por Klara, entonces. Evidentemente Klara sabe lo que está pasando y está claro que odia a Lange, pero no habla porque tiene miedo de Goldene Saat. Quizás si le mostramos el diario de Werner podamos convencerla de que nos ayude. – ¿Por qué estás tan segura? – No estoy segura. Pero dijo que quería librarse de Lange. – ¿Y crees que querría correr ese riesgo? Anna suspiró. – Hay una sola forma de averiguarlo, ¿no? Contra su voluntad, Martín se encontró sonriendo. Puede funcionar. Al volver a la posada, Birgit les hizo señas de que se acercaran al mostrador. Cuando Martín lo hizo, la mujer le entregó un papel doblado a la mitad. Martín iba a abrirlo, pero Bir git lo interrumpió. – Nein, nein! In das Zimmer! Nella stanza! – dijo señalando hacia las escaleras. Martín dedujo que quería que leyeran el mensaje en la habitación. Subieron tan rápido como pudieron. ¿Quién podía dejarles un mensaje? Solo podía ser Klara. Martín desdobló el papel mientras Anna cerraba la puerta de la habitación.

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Martín sintió un escalofrío. El mensaje no indicaba quién lo había enviado. Sólo tenía unas sencillas instrucciones que le hicieron recordar el mensaje de Werner. Leyó en voz alta. – “La plaza, a medianoche”.

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53 La espera se hizo interminable para Martín. Las horas parecían no avanzar. Anna se había echado a dormir y a los pocos minutos estaba roncando profundamente. Martín lo intentó, pero luego de dar vueltas en la cama durante casi una hora decidió abandonar la idea. A pesar de no poder dormir, estaba exhausto; sólo el estrés lo mantenía despierto. Caminó una y otra vez dentro de la habitación, intentando engañar a su cuerpo con un poco de actividad física. Hubiera preferido caminar por el pueblo, pero era impensable: estaban en Hakenberg, la cuna de Goldene Saat. A pesar de que se habían sentido anónimos y a salvo apenas unas horas antes, el mensaje que los estaba esperando en la recepción demostraba claramente que estaban equivocados. El mensaje era anónimo pero Martín estaba seguro de que era de Klara. ¿Quién más los conocía? ¿Quién más sabía que estaban allí?. Tenía que ser de Klara. En cuanto la doctora supo que estaban tras la pista de Goldene Saat y Lange, los había urgido a huir lo antes posible. ¿Querría encontrarse con ellos a medianoche para sacarlos del pueblo? Quizás no hubiera puesto su nombre en el mensaje simplemente para poder negar todo más adelante, en caso de que cayera en manos de Goldene Saat. ¿Y si no era Klara? ¿Y si alguien más había descubierto su presencia? Quizás el encuentro a medianoche fuera una trampa que ni siquiera se habían molestado en disimular. Martín sintió un escalofrío. ¿Serían ejecutados apenas pusieran pie en la plaza? ¿Llegarían siquiera a ver la cara de su asesino? Martín se sentó en el sillón y sacudió la cabeza. Había pasado horas repitiendo el mismo hilo de razonamiento que no lo llevaba a ninguna parte. Tenía los ojos cansados. Los cerró un momento intentando que se le humedecieran y lo sobresaltó el sonido del despertador. Miró alrededor confundido. Había caído la noche. Le costó convencerse de que finalmente se había quedado dormido. Apagó el despertador. Anna se incorporó de un salto; había pasado del sueño profundo a un estado completamente alerta en cuestión de segundos. – ¿Ya es la hora? – Ya es la hora – respondió, y su propia respuesta le resultó ominosa. Se prepararon en silencio. Los dos sabían que estaban marchando hacia lo desconocido. Podían estar yendo directamente hacia su muerte, pero tal como lo habían conversado hasta el cansancio, realmente no tenían muchas más opciones.

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La noche de los Alpes era fría y ni Martín ni Anna estaban adecuadamente vestidos. No había brisa pero una densa niebla cubría el pueblo. Caminaron en dirección a la plaza. El ruido de sus pasos, que hacía eco en las paredes de las casas, era el único sonido que rompía el silencio casi opresivo del pueblo. Llegaron a la esquina de la plaza. La densa niebla impedía ver más allá de unos pocos metros; la esquina opuesta les era completamente invisible. A Martín se le erizaron los pelos de la nuca; se sentía tan expuesto como unos días antes en la Puerta del Sol. Anna se detuvo pocos pasos más adelante. Martín giró hacia ella. – Está bien, Anna. No tengas… – ¡Shh! – lo interrumpió Anna. Intentaba discernir algo entre la niebla. – ¿Que…? – ¡Shhhhhhh! Martín hizo silencio, se quedó inmóvil y prestó atención. Alguien estaba silbando una canción. Martín y Anna se miraron. El sonido provenía del centro de la plaza. Con el pulso acelerado, Martín se adentró en la niebla con Anna siguiéndolo dos pasos más atrás. Apenas podía ver sus propios pies; era como estar perdido dentro de una nube. Sin tener ningún punto de referencia, continuó avanzando en la dirección de la que parecía provenir el silbido, cada vez más claro. De pronto divisó una forma entre la niebla. El sonido provenía de esa dirección. Giró en dirección a Anna, le hizo un gesto pidiéndole silencio y señaló a la figura. Luego continuó avanzando. Cuando tuvo la forma a pocos metros, Martín finalmente pudo identificarla: era una persona sentada en el banco, silbando tranquilamente en medio de la noche. Los músculos de Martín se relajaron. Giró hacia Anna. – Es el viejo de las palomas – susurró. – ¡Mierda! – exclamó Anna llevándose la mano al corazón. – Casi me mata del susto. – A mi también – admitió Martín. Para peor era probable que la persona que los había convocado decidiera no mostrarse; de otra forma correría el riesgo de que el viejo loco comenzara a hacer un escándalo por algún motivo. – ¿Volvemos a la posada? – preguntó Anna. Antes de que Martín pudiera responder, el anciano se puso de pie con dificultad y se le acercó. Ya no silbaba. Cuando levantó la vista, Martín quedó perplejo. A pesar de la niebla, podía distinguir claramente la expresión del anciano: serio, completamente lúcido, los ojos azules mirándolo tan fijamente que se sintió incómodo. Sin duda era el viejo demente que habían visto antes echándole pan a las palomas, pero al mismo tiempo era una persona completamente distinta. – ¿Los siguieron? – susurró. Martín negó con la cabeza. – Síganme. En silencio. Dicho esto, se dio media vuelta y comenzó a alejarse entre la niebla. Anna no se movió; no podía salir de su asombro. Martín la tomó del brazo. – Vamos antes de que lo perdamos. No sabían quién era el anciano ni a dónde los estaba llevando, pero no tenían alternativa. Martín tragó saliva y se adentró en la oscuridad.

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54 El anciano caminaba por las calles del pueblo con sorprendente agilidad, al punto que por momentos a Martín y Anna les resultó difícil seguirlo. Entre la oscuridad casi total y la niebla que cubría todo no tenían idea de dónde estaban, pero el viejo no parecía tener ninguna dificultad orientándose. Luego de recorrer varias calles y atravesar callejones que hubieran jurado que no tenían salida, el viejo finalmente se detuvo frente a una puerta. Miró en ambas direcciones como asegurándose de que nadie los estuviera observando e indicó a Martín y Anna que mantuvieran silencio. El anciano extrajo una llave del bolsillo y abrió la puerta con cuidado. Un sonido agudo rompió el silencio. Una alarma. El anciano entró prácticamente de un salto y cerró la puerta tras de sí; tras unos segundos el sonido se interrumpió, se escucharon varios pitidos y después silencio. La puerta volvió a abrirse; el anciano les hizo gestos para que entraran. Inseguros, lo siguieron al interior. – Síganme – indicó el anciano. Luego extrajo un teléfono móvil del bolsillo, pulsó un par de botones y el móvil comenzó a brillar a modo de linterna. Estaban en lo que parecía el depósito de un establecimiento comercial, quizás una panadería o una pizzería; había estanterías con tarros y frascos de distintos tipos, varias palas de madera apoyadas en la pared y buena parte del piso cubierta de grandes sacos y cajas. El anciano atravesó la habitación hasta llegar a una pesada puerta de madera en la pared opuesta, bloqueada por tres sacos que tenían FARINA escrito al costado. – Ayúdame – ordenó a Martín. Entre los dos corrieron los pesados sacos de harina hacia un lado, dejando a la vista un pasador sujeto por los restos de un candado oxidado. El anciano introdujo la mano en su abrigo pero en lugar de una llave sacó una gran tenaza. Se la entregó a Martín y señaló el candado. Incómodo, Martín tomó la tenaza, la colocó con cuidado alrededor del candado y la cerró. Tras hacer fuerza durante varios segundos, el candado oxidado cayó al piso haciendo un gran estruendo. El anciano se apresuró a pisarlo, y volvieron a quedar en completo silencio. Martín tiró de la puerta, dubitativo; las bisagras, que evidentemente no se habían movido en mucho tiempo, crujieron. Se detuvo inmediatamente. – Vamos, vamos – dijo el anciano, impaciente. Tiró de la puerta y pasó a la habitación contigua.

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¿Qué estamos buscando? La habitación era cuadrada, de techo bajo, sin ventanas y con el piso cubierto de sacos de harina. Del techo colgaba una tenue luz recubierta de polvo. A juzgar por el candado de la puerta y el aroma de la habitación, nadie había puesto pie en ella por años. ¿Qué sentido tenía guardar tanta harina durante tanto tiempo? Sintió un escalofrío y por un momento pensó que una habitación interior cubierta de sacos de harina, que no había sido abierta en años, era un excelente lugar para que el anciano los ejecutara discretamente, sin hacer mucho ruido, y donde probablemente nadie buscaría sus restos. Se acercó discretamente a uno de los sacos e introdujo la mano. Tocó algo duro, pero al frotar la superficie con el dedo se desprendió un polvillo. Sacó la mano y observó sus dedos: el polvillo blanco realmente parecía ser harina. El anciano se había detenido en un determinado punto de la habitación, mirándolos con impaciencia. – Vamos, ayúdenme con esto. Martín y Anna intercambiaron una mirada, se le acercaron y comenzaron a apartar los sacos que el anciano les señalaba. El piso debajo de los sacos estaba recubierto de una fina capa de polvo, harina y quién sabía qué más. El anciano comenzó a removerla con el zapato. Martín y Anna lo imitaron, sin saber qué estaban buscando. – ¡Ahí! – señaló Anna. Haciendo un esfuerzo por enfocar la vista en la penumbra de la habitación, Martín logró distinguir una línea recta. ¿Qué…? Concentraron sus esfuerzos en remover la capa que cubría la línea y pronto dejaron al descubierto un ángulo recto que se perdía debajo de los sacos de harina. Luego de mover más sacos y remover más polvo y harina, lo que estaban buscando quedó finalmente a la vista. Un cuadrado claramente marcado en el piso, con un asidero en uno de los lados. Una trampilla. El anciano señaló el asidero. Sin decir nada, Martín comenzó a tirar de él. La trampilla no se movió ni un milímetro. – Toma – le dijo el anciano, ofreciéndole una navaja suiza. Martín abrió la hoja y retiró la harina que había sellado los bordes de la puerta. Volvió a intentar abrirla y esta vez logró levantar la puerta varios centímetros. Era extremadamente pesada. Anna y el anciano tiraron de ella hasta que finalmente, entre los tres, lograron abrirla completamente. En la penumbra, Martín logró distinguir una escalera marinera que se perdía en la oscuridad de la abertura. – Esto es lo que están buscando – les dijo el anciano. Martín y Anna se miraron sorprendidos. ¿Un depósito con treinta toneladas de oro? – Tú primero – le dijo Anna. Martín descendió la escalera con dificultad, con el brazo enyesado colgando inútilmente a un costado, pero de todas formas se dobló el tobillo al llegar al piso antes de lo que esperaba; la habitación no podía tener más de dos metros de alto. Tanteó las paredes a los lados de la escalera, encontró un interruptor y lo accionó. No ocurrió nada. Frustrado, volvió a accionar el interruptor varias veces, pero sin éxito. La habitación seguía a oscuras. Miró hacia arriba. Anna y el anciano lo observaban.

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– La luz no funciona – les dijo. – Voy a necesitar que me… Lo interrumpieron los repetidos destellos de las lámparas fluorescentes al encenderse. Se dio vuelta y observó la habitación por primera vez. Lo que vio le quitó el aliento. – Anna, tienes que ver esto.

*** En otra parte del pueblo, una pequeña luz roja en un tablero de control, que había permanecido apagada durante años, comenzó a parpadear.

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55 Anna descendió rápidamente la escalera, observó la habitación y luego miró a Martín. – ¿Qué es esto? – No lo sé – respondió Martín. – Pareces decepcionada. ¿Esperabas que hubiera pilas de lingotes de oro? Anna suspiró. – No… no lo sé. ¿Pero qué es esto? Era una excelente pregunta. La habitación tenía tres metros de lado. En la pared opuesta a la escalera había un pequeño escritorio con una silla y una lámpara. En las paredes laterales había unas simples estanterías de metal, repletas de papeles, carpetas y cajas. El anciano comenzó a descender por la escalera marinera. Anna se acercó a la estantería derecha, rebosante de papeles; Martín se dirigió a la estantería opuesta. La estantería estaba llena sólo hasta la mitad y sus contenidos no parecían seguir un patrón. Al acercarse, Martín notó unos pequeños rótulos en los propios estantes, debajo de cada pila de carpetas. 1980, 1981, 1982 – 1983, 1984 – 1986… Extrajo una carpeta cualquiera de la pila marcada como “1981”. Comenzó a estudiar la heterogénea colección de papeles que contenía. La mayor parte eran estados de cuenta bancarios. A Martín se le cortó la respiración. Las cifras eran astronómicas y en 1981 debían haber sido aún mucho más impresionantes. Y esto es la punta del iceberg. Dudaba que Goldene Saat tuviera el equivalente a treinta toneladas de oro y sesenta años de intereses en una sola cuenta. Sintió un escalofrío. Se estaban enfrentando a un enemigo inimaginablemente rico. Era algo que ya sabían, pero al verlo escrito sin ambigüedades sintió todo el peso de lo que significaba. En otra carpeta encontró recortes de periódico con algunas secciones subrayadas con lápiz. Sus conocimientos de alemán no le permitían leer realmente los artículos, pero los títulos y las fotos eran suficientes. El atentado contra Juan Pablo II. Actos terroristas de IRA en el Reino Unido, las Brigadas Rojas en Italia, ETA en España y Baader-Meinhof en Alemania. Se le pusieron los pelos de punta. También había fotos originales, descoloridas por el paso de los años pero perfectamente reconocibles, de los autores de algunos de los atentados y sus blancos… tomadas antes de que hubieran ocurrido. Y súbitamente, como si alguien hubiera encendido una luz en su mente, vio un panorama completo y espeluznante de lo que estaba sucediendo.

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Goldene Saat era la esencia del Tercer Reich; la semilla del Cuarto. Una organización con recursos ilimitados destinados a financiar grupos terroristas a lo largo del mundo, responsable de decenas de miles de muertes en las últimas seis décadas. Para establecer un nuevo orden, primero había que destruir el actual; aún si la forma de lograrlo era financiar grupos terroristas de izquierda. Martín sonrió tristemente. Goldene Saat; “Semilla Dorada”. Treinta toneladas de oro y un grupo de fanáticos sedientos de poder y venganza; la semilla de la que brotaría el Cuarto Reich. Tenía que mostrárselo a Anna. Giró en su dirección, pero Anna estaba haciendo lo mismo. Tenía una abultada pila de papeles amarillentos en la mano. – Martín, tienes que ver esto. Anna tenía una colección de hojas sueltas. Eran fichas personales, con foto, algunos datos biográficos y un espacio con anotaciones varias. Martín miró la foto y el nombre de la primer página; no le resultaron familiares. – ¿Quién es Armin Löwe? – Un miembro del Partido Nazi – replicó Anna impaciente. Señaló los datos biográficos. – Fecha de nacimiento… ingreso al Partido… aquí. Hospedaje: 1946 – 1950. Destino: Rosario, Argentina. Identidad: Armando León. – Por Dios – susurró Martín. Lo que Anna tenía en la mano eran pruebas fehacientes del destino de los miembros del Partido y otras figuras del Tercer Reich. Armin Löwe, quienquiera que fuera, ahora vivía en Argentina bajo el nombre de Armando León… y Goldene Saat lo había escondido en Hakenberg entre 1946 y 1950. Hojearon rápidamente el resto de los documentos. La mayor parte de los nombres no significaban nada para Martín, pero algunos le helaron la sangre. EICHMANN, Adolf. Buenos Aires, Argentina. 1945 -- 1947. Capturado 1960. BORMANN, Martin. Santiago, Chile. 1945 -- 1948. Libre. HEIM, Aribert. Valparaíso, Chile. 1947 -- 1948. Libre. PRIEBKE, Erich. Mexico, Mexico. 1948 -- 1950. Fallecido 1963. MENGELE, Joseph. Sao Paulo, Brasil. 1950 -- 1952. Fallecido 1978. BRUNNER, Alois. Vancouver, Canada. 1955 -- 1956. Libre.

A Martín le daba vueltas la cabeza. Tenían el paradero y la identidad falsa de decenas, si no cientos, de antiguos jerarcas nazis que habían estado huyendo y escondiéndose durante décadas, mientras los gobiernos más poderosos del mundo intentaban darles caza. El valor de los documentos que tenían entre manos era inimaginable. No sólo iban a desenmascarar a Goldene Saat; iban a atar el último cabo suelto de la segunda guerra mundial. Iban a barrer de un plumazo a los últimos restos del Tercer Reich; finalmente todos los criminales de guerra iban a pagar por las atrocidades que habían cometido. Tenían que alejarse de Hakenberg inmediatamente. Lange podía esperar. Incluso vengar la muerte de Werner podía esperar; sin duda la destrucción definitiva de Goldene Saat sería la mejor venganza posible. Evidentemente Anna había llegado a la misma conclusión. – Nos vamos. Ahora mismo. Ayúdame a cargar todas las carpetas que sea posible. ¿Cómo podemos…? ¡Los sacos! Martín, ve arriba, necesitamos cuatro o cinco sacos de harina para poder llevar todo esto.

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Sin perder un instante, Martín se dirigió a la escalera marinera seguido del anciano. Se aferró a uno de los escalones, se afirmó en la base, y cuando miró hacia arriba para comenzar a subir, sintió que se le detenía el corazón. Alguien lo estaba mirando desde arriba.

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56 Antes de que Martín o el anciano pudieran siquiera reaccionar, la figura que los observaba desde la habitación superior descendió por la escalera a toda velocidad. Cuando la reconoció, Martín quedó atónito. Era Klara, la doctora. Su expresión era una mezcla de furia y preocupación. – ¡Qué mierda están haciendo aquí! – exclamó. Giró en dirección al anciano y abrió los brazos. – ¡Walter…! El anciano bajó la vista. – ¡Los está buscando todo el puto pueblo! – gritó dirigiéndose a Martín y Anna. – ¡Les dije que se fueran lo antes posible! – Pero doctora,… – ¡No entienden! ¡Ustedes no entienden! Goldene Saat no está en Hakenberg; no, ¡Hakenberg es Goldene Saat! ¡Todos son Goldene Saat! ¡Y los pocos que no, somos prisioneros, esclavos de Lange! – Giró en dirección al anciano. – Walter, ¿qué mierda estabas pensando? – Yo quería… – No importa – lo interrumpió Klara. – Ahora tenemos que salir de aquí. Quizá pueda sacarlos de Hakenberg antes de que sea demasiado tarde. – ¡Pero necesitamos los documentos! – protestó Anna. – ¡¿Realmente no entienden?! – estalló Klara. – ¡Olvídense de los documentos! ¿Quieren terminar en el castillo de Lange? ¡Si no los saco de aquí en quince minutos, están muertos! Anna no dijo nada pero se introdujo los papeles que tenía en la mano dentro de la ropa. Klara negó con la cabeza, frustrada. Comenzó a subir por la escalera. Martín sentía que no podían irse con las manos vacías; si lo hacían, todos los riesgos que habían corrido habrían sido en vano y volverían al punto donde habían comenzado. Quince segundos no van a cambiar nada, pensó mientras se acercaba a las estanterías. Tomó dos o tres pilas de papeles al azar y se las introdujo en la chaqueta. – ¡¿Qué mierda están esperando?! – les gritó Klara desde la habitación superior mientras ayudaba a Walter a subir el tramo final de la escalera. Ya no podían perder más tiempo. Martín comenzó a subir la escalera, ayudándose trabajosamente con el brazo sano. Anna continuó tomando papeles hasta el último momento y finalmente se dirigió hacia la habitación de arriba. Siguieron a Klara a través del depósito de la panadería y al llegar a la calle Martín quedó atónito.

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El pueblo se había transformado completamente. La oscura y apacible noche de los Alpes se había convertido en un pandemónium. En los postes de alumbrado público había lámparas halógenas en las que no habían reparado antes, pero que convertían la noche en día; no había una sola sombra donde esconderse. Eran tan poderosas que Martín tuvo que entrecerrar los ojos. Apenas audibles por encima de una estridente sirena creyó escuchar ladridos de perros. Sintió un escalofrío. Goldene Saat estaba en alerta máxima y el motivo eran ellos. – ¡Síganme! – gritó Klara para hacerse oír sobre la sirena. – ¡El coche está en la esquina! Siguiendo a Klara, corrieron en fila india pegados a las paredes de las casas, pero era imposible ocultarse de los poderosos focos que bañaban el pueblo en luz blanquecina. Su única esperanza era llegar al coche sin cruzarse con nadie; si alguien los veía, era el fin. Pocos metros antes de la esquina, Klara se detuvo y los demás se agolparon en torno a ella. Martín estaba boqueando, intentando recuperar el aliento; Walter se llevó la mano al pecho. Los ladridos ahora sonaban mucho más cercanos. Antes de que Klara pudiera impedírselo, Martín asomó la cabeza a la esquina. – ¡Mierda! – exclamó. A menos de cincuenta metros había dos hombres. Uno de ellos llevaba un enorme perro negro sujeto por una correa; el otro tenía una ametralladora. Estaban avanzando directamente hacia ellos. Martín explicó la situación a Klara. La doctora maldijo y se asomó brevemente a la esquina para comprobar la situación. – Esto no es bueno – dijo mientras negaba lentamente con la cabeza. Parecía derrotada. – Esto no es bueno. No tenían un segundo que perder. Los guardias y el temible perro aparecerían en la esquina de un momento a otro. – ¿Dónde está el coche? – Una manzana más allá y luego hacia la izquierda – respondió Klara. Martín miró alrededor, desesperado. No podían volver atrás; era un callejón sin salida y no había dónde esconderse. La intersección frente a ellos era plenamente visible por los guardias; era imposible que pudieran atravesarla sin ser vistos. Estaban atrapados. Walter, que aún luchaba por recuperar el aliento, levantó una mano y señaló débilmente hacia una de las casas de la acera opuesta. Martín observó la casa pero no tenía nada de extraordinario. Las puertas y las ventanas parecían firmemente cerradas. ¿Qué había visto el anciano? Y entonces lo vio. Entre esa casa y la adyacente había un espacio apenas visible, de no más de medio metro de ancho, que milagrosamente quedaba a cubierto de las malditas luces. ¿Era su salvación, o simplemente otro callejón sin salida? ¿Desembocaría en otra calle, o terminaría abruptamente en una pared a los pocos metros? No importa, no puede ser peor que donde estamos ahora. – ¡Ahí! – exclamó. Klara y Anna asintieron; Anna echó a correr inmediatamente. Walter necesitaba ayuda. Martín se pasó el brazo del anciano sobre su hombro y atravesaron la calle lo más rápido que les fue posible sin mirar atrás. Cargando con el anciano, a Martín le pareció que estaban tardando una eternidad. Se le erizaron los pelos de la nuca; temía escuchar nuevamente el sonido de disparos buscando su cabeza. Finalmente alcanzaron la seguridad de las sombras. Anna se había internado unos metros más en el callejón; Martín alcanzó a ver que el estrecho pasadizo tenía salida a otra calle. Suspiró aliviado.

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Escuchó ladridos detrás suyo. Demasiado cerca. Giró en dirección a la calle. – Halt! – gritó uno de los guardias. El perro comenzó a ladrar cada vez más fuerte y Martín habría jurado que lo estaba mirando directamente a los ojos. Su corazón dio un salto. Klara había quedado en mitad de la calle, completamente expuesta a la luz de los focos. Su mirada y la de Martín se encontraron. Klara le hizo una seña inequívoca con los ojos. Escapen. – Buenas noches – gritó Klara, esforzándose por hacerse oír sobre la sirena. Giró lentamente hacia los guardias. – ¿Qué está pasando? ¿Qué es todo este escándalo? Martín giró en dirección al callejón y le indicó al anciano que avanzara. Anna ya había llegado a la otra salida; estaba agazapada mirando con atención hacia la derecha. Martín comenzó a seguir al anciano a lo largo del callejón. Miró una vez más por encima del hombro. – ¡Doctora! No la habíamos reconocido – se disculpó el guardia. – Estamos buscando a dos… La voz se perdió en la distancia a medida que Martín avanzaba. Se sentía terriblemente culpable por dejar a Klara atrás, pero la doctora parecía estar manejando bien la situación; quizás lograra convencer a los guardias de que no tenía idea de qué estaba sucediendo. Llegaron a la esquina. El anciano se recostó contra la pared, respirando con dificultad. Martín se asomó al borde con extrema cautela. – Allí – señaló Anna. Martín lo vio: era el coche en el que Klara los había llevado a la mina abandonada. Estaba a menos de cien metros y no había nadie alrededor. Podemos lograrlo. ¿Y si las puertas están trancadas? No importaba; entre el coche y la pared quedaba un espacio completamente a oscuras en el que podían esconderse hasta que Klara lograra liberarse de los guardias. ¿Y si Klara no aparece? Martín tragó saliva. En ese caso, sus perspectivas no eran nada buenas. Pero no tenían otra opción; el coche probablemente fuera el único lugar seguro donde podían estar en ese momento. Paso a paso; paso a paso. Miró en ambas direcciones. No veía a nadie; no escuchaba ladridos. Ahora o nunca. – ¡Vamos! – indicó a Anna. Anna echó a correr en dirección al coche. Martín volvió a pasarse el brazo de Walter por encima del hombro y comenzaron a avanzar. Anna llegó al coche cuando Martín y el anciano todavía estaban a mitad de camino y comenzó a forcejear con la puerta. – ¡Mierda! – gritó Anna. Estaba trancado. A pesar de eso, siguió forcejeando. Iban a tener que esconderse hasta que llegara Klara, pero el escondite dejaba mucho que desear; era cuestión de tiempo antes de que los encontraran. Lo mejor que podían hacer– – Halt! La voz vino de atrás. Martín miró por encima del hombro, a pesar de que sabía exactamente qué esperar. Tres guardias y un perro acababan de aparecer en la otra esquina. Comenzaron a correr en su dirección. Tenían que huir. Ya no importaba a dónde. Haciendo un esfuerzo enorme para cargarse al anciano al hombro, comenzó a correr hacia la esquina más cercana; si lograba salir de su campo de visión durante unos segundos– El tableteo de una ametralladora interrumpió sus pensamientos. – Halt!

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Martín se detuvo al instante. Giró para enfrentar a los guardias, que ya estaban sobre ellos. Anna estaba de espaldas contra la pared, aterrorizada, mientras el enorme perro le gruñía y ladraba; lo único que impedía que la despedazara con sus colmillos era el gran esfuerzo que estaba haciendo el guardia. El segundo guardia apuntó a la cabeza de Martín. – Auf der Knie! Auf der Knie! – vociferó el tercero. ¿Qué le estaban ordenando? Martín no tenía idea y Anna no estaba en condiciones de traducir. – Auf der Knie! – repitió el guardia, mientras daba una fuerte patada en la rodilla derecha de Martín. Martín aulló de dolor y no pudo mantener el equilibrio; cayó pesadamente al piso, deteniendo su caída con el brazo enyesado, lo que le causó aún más dolor. Cayó sobre su pierna derecha, donde se había doblado el tobillo cuando bajaba al sótano, y a juzgar por el dolor insoportable que sentía en la rodilla, probablemente se hubiera roto algún ligamento. El guardia del perro había llevado a Anna con ellos. Estaba arrodillada y con las manos detrás de la nuca. Estaba temblando. El perro seguía ladrándole a diez centímetros de su cara. Martín se arrodilló como pudo, sintiendo un dolor infinito en la rodilla. Unos pasos a su izquierda, el anciano hizo lo mismo. El guardia de la ametralladora sacó una pequeña radio con la mano libre y dijo algo que Martín no llegó a escuchar. El tercer guardia les habló, con una sonrisa perversa. – Bien, bien, qué tenemos aquí – dijo en un inglés poco natural. – Por mucho tiempo los buscamos. ¿Qué podían esconderse, pensaron? Giró hacia el anciano. Lo miró con desprecio. – Und du, Walter… das hätte ich nicht erwartet. El anciano comenzó a toser. Sacó las manos detrás de la cabeza y se las llevó al pecho; luego se inclinó hacia adelante, apoyándose en el piso con una mano, mientras seguía apretándose el pecho con la otra. Respiraba agitadamente. A Martín se le cortó la respiración. Está teniendo un infarto. – ¡Ayúdenlo! – gritó impotente. Se señaló el pecho con la mano. – ¡Es un ataque al corazón! ¡Un infarto! – Herzinfarkt? – preguntó el guardia. Se arrodilló frente a Walter y repitió la pregunta. – Herzinfarkt? El anciano asintió con la cabeza. El guardia se incorporó, extrajo una pistola y la amartilló. – Herzinfarkt? – preguntó nuevamente. Luego apuntó a la nuca del anciano y disparó; el anciano se desplomó pesadamente sobre el piso con una horrible masa sanguinolenta donde había estado su cabeza. – Nicht mehr! – continuó el guardia, y se echó a reír. Los otros dos se le unieron. A pesar del infinito dolor que sentía en las piernas y en los brazos, y a pesar de ser plenamente consciente de que lo que estaba haciendo era suicida, Martín se puso de pie de un salto y cargó contra el guardia. La expresión de sorpresa del guardia mientras caía con Martín encima fue extraordinaria. Martín sonrió para sus adentros; si de todas formas iba a morir, por lo menos iba a morir peleando. El guardia cayó al piso de espaldas, deteniendo su caída con los codos. Martín quedó a horcajadas sobre él, e instintivamente le dio un violento puñetazo en la cara. El guardia levantó las manos para protegerse, demasiado tarde, y su cabeza golpeó el piso. Comenzó a sangrarle la nariz.

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Martín levantó la mano para darle otro puñetazo, pero un fuerte brazo lo tomó de la muñeca. Alzó la vista, justo a tiempo para ver la culata de una ametralladora acercándose a toda velocidad hacia su cara, y luego se hizo la oscuridad.

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57 Estoy despierto. Lo sabía por el dolor agudo y pulsante que sentía en la cabeza. Pero no veía nada. ¿Estoy ciego? Lo invadió el pánico. Lo primero que le vino a la mente, por algún motivo, fue que le habían echado ácido en la cara. Parpadeó rápidamente. A pesar de que seguía sin ver nada, no sentía ardor ni dolor en los ojos. Respiró hondo, aliviado. Estaba sentado sobre una superficie dura y fría y su espalda estaba apoyada sobre algo igualmente duro, pero que no era una pared. Intentó mover las manos para descubrir qué era, pero no llegó muy lejos; las tenía sujetas entre ellas por detrás de su espalda. A juzgar por el ruido, con una cadena. Movió la espalda de un lado al otro; tenía la sensación de estar atado a un poste. Se quedó inmóvil y aguzó el oído. Prestando mucha atención, creyó escuchar una respiración rítmica unos metros delante. – ¿Anna? – susurró. – ¡Anna! La respiración siguió incambiada. Anna estaba dormida, inconsciente, o quizás en coma. Sintió que le hervía la sangre al imaginar qué podían haberle hecho. Miró nuevamente en todas las direcciones. Seguía sin ver nada. ¡No! Había algo. Un resplandor apenas perceptible a su izquierda. Lo observó con detenimiento, sin entender lo que veía, hasta que finalmente se dio cuenta. Una puerta; por debajo se filtraba una luminosidad tenue. Intentó girar el cuerpo pero sintió como si le clavaran agujas al rojo vivo en todas partes. Hizo un inventario mental: tenía un brazo fracturado, una rodilla lastimada, un tobillo torcido y seguramente un enorme hematoma en la cara. Martín abandonó momentáneamente los esfuerzos por moverse y se recostó contra el poste lo más cómodamente que pudo. Suspiró. Los tenían. Finalmente Goldene Saat los tenía. Esta vez no había escapatoria. Días antes – ¿o eran horas? Ya no estaba seguro – habían logrado escapar de Sébastien, pero había sido gracias a una improbable serie de acontecimientos. No podían contar con volver a tener la misma suerte. Además, esta vez no estaban en el maletero de un coche, sino encadenados a postes, en una habitación a oscuras quién sabía dónde… No, se corrigió Martín, sabemos exactamente dónde estamos. Estaban en el corazón de Goldene Saat. Habían tenido la oportunidad de escapar y la habían desperdiciado. Ahora era demasiado tarde.

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Estamos muertos. Con un esfuerzo sobrehumano por ignorar el dolor que sentía, comenzó a incorporarse deslizando la espalda hacia arriba, a lo largo del poste. Sus hombros tocaron algo; ¿paredes? Cuando estaba a punto de llegar a ponerse en cuclillas, sus pies resbalaron y volvió a caer sentado. Nuevamente fue como si le clavaran agujas en todo el cuerpo y se le escapó un gemido. – ¿Hola? – dijo Anna. – ¡Anna! – ¿Martín? Martín, ¿dónde estamos? – su voz era temblorosa. – Nos capturaron, Anna. ¿Estás bien? Martín escuchó el golpeteo de una cadena, respiración agitada, gruñidos. – ¡Mierda! – exclamó Anna. Hizo una pausa y cuando continuó su voz era aún más temblorosa. – ¡Nos van a ejecutar! Seguramente, pensó Martín, pero no le pareció buena idea decírselo. Durante unos minutos, ninguno de los dos habló. Martín volvió a intentar incorporarse, pero nuevamente resbaló y cayó pesadamente al piso. – Todo esto es culpa tuya – dijo Anna repentinamente. Ahora su voz carecía de emoción. En la oscuridad, Martín abrió la boca. – ¿Qué…? – Tú nos metiste en esto. Martín sacudió la cabeza, incrédulo. – Anna, ¿de qué estás hablando? – ¿Sabes, Martín? Habías logrado convencerme de que eras inocente, pero ahora está claro que tú mataste a Werner y que Goldene Saat te atrapó para vengarse. Y yo terminé aquí porque estaba contigo en la plaza, porque te seguí en tu plan de ir a Zürich. De pronto, Martín se sintió mareado. Anna estaba interpretando todo mal. ¿Goldene Saat creía que él había matado a Werner? No, ¡Goldene Saat mató a Werner! ¿O no? Y en cualquier caso, ir a Zürich no había sido “su plan”. ¿O sí? Martín sacudió la cabeza e intentó ordenar sus pensamientos. – No, no, no. Yo quería entregarme a la policía; fuiste tú la que me convenció de que me estaban incriminando. – Porque me convenciste de que eras inocente – dijo Anna tras una pausa. – Y me manipulaste para que fuéramos hasta Zürich. ¿Quién había propuesto ir a Zürich? ¿Había sido él? ¿Había sido Anna? Martín no estaba seguro, pero sabía que los dos habían estado de acuerdo. No había manipulado a Anna en absoluto. – ¿De qué estás hablando? Si no te parecía una buena idea, tendrías que haberlo dicho en el momento. Yo no te obligué a venir conmigo. Anna lo ignoró. – Cuando obtuvimos el diario de Werner podías haber ido a la prensa, pero decidiste seguir la pista. ¿Por qué? ¿Es el oro, Martín? ¿Solo te interesa el oro? Martín no daba crédito a las palabras de Anna. Comenzó a dudar de sí mismo. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Era una pesadilla? – No, Anna – protestó. – Yo dije que quería ir a la prensa y tú sugeriste ir al hostal. Silencio. – Psicología inversa – dijo finalmente. – Me dijiste que sí para que yo te dijera que no. Martín sacudió la cabeza, frustrado. No, no, no…

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– Todo esto es tu culpa – repitió Anna. – Voy a morir por tu culpa. Salvo que seas suficientemente hombre como para admitir la verdad. ¿Eres lo suficientemente hombre, Martín? ¿O vas a vivir con otra muerte en tu conciencia? Martín no encontró palabras para explicarle lo equivocada que estaba. Lo interrumpió el sonido de una cerradura girando y luego una puerta abriéndose con un crujido. Un instante después se encendieron las luces de la habitación. El cambio de iluminación dejó ciego a Martín por unos instantes; luego comenzó a recuperar gradualmente la vista. Estaban en una pequeña habitación sin ventanas. Había varias cañerías que iban de piso a techo, a las que Anna y él estaban encadenados. En la puerta había un hombre de espaldas anchas y unas manos enormes. Tenía una venda en la nariz y la piel alrededor de los ojos de un color violáceo. Martín tragó saliva; era el guardia que había golpeado horas antes. – Bien, bien. Buenos días – dijo con un fuerte acento alemán. – ¿Han dormido? ¿No? Lo van a necesitar. Caminó por la habitación, mirando alternativamente a Martín y a Anna. – Han ustedes anoche una buena agitación causado. Schäfer de la seguridad del pueblo responsable es. Lange con Schäfer no está feliz, entonces Schäfer con ustedes no está feliz. Martín se estremeció ante la mención casual del despiadado Lange y su cruel mano derecha, Schäfer. A Werner, que había sido un joven soldado forjado por los horrores de la guerra, le habían generado terror; y ahora ellos estaban en sus manos. Y Schäfer no estaba feliz con ellos. – ¿A quién Schäfer primero interrogará? – continuó el guardia. Se acercó a Martín y se puso en cuclillas frente a él. – ¿Tú? ¿Quieres hablar con Schäfer primero? ¿No? Antes de que Martín pudiera responder, el guardia descargó un fuerte puñetazo en su cara. El dolor del golpe se confundió con el del resto de su cuerpo y Martín apenas soltó un resoplido. Sintió sabor a sangre en la boca. Luego levantó la vista y volvió a mirar al guardia. – ¡Tú eres hombre duro! – rió el guardia. – Está bien. Ella primero. – No, yo primero – dijo Martín instintivamente. – ¿Tú primero? ¿Eres muy caballero? ¿O escuchar, no quieres? No, no. Ella primero, así escuchar, tú puedes. ¿Escuchar qué?, se preguntó Martín, pero el guardia ya se estaba dirigiendo hacia Anna. Se puso de cuclillas y acercó su cara a la de ella; Anna la apartó, disgustada. El guardia rió por lo bajo y pasó las manos por detrás de las cañerías. Estuvo unos segundos trabajando con las cadenas y luego se incorporó. Anna seguía con las manos esposadas a la espalda, pero ya no estaba encadenada a las cañerías. El guardia la hizo incorporarse y la guió a la salida. Al llegar a la puerta se volvió para mirar a Martín. – Vengo por ti dentro de un tiempo. No sé cuánto tiempo. ¡Depende de ella! – terminó riendo. Las miradas de Anna y Martín se encontraron por última vez antes de que el guardia apagara la luz. Anna era desprecio puro. – Cobarde.

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58 Los gritos de Anna eran desgarradores. Martín no tenía forma de saber si venían de la habitación contigua, o de algún lugar más alejado. Pero estaba claro que no muy lejos de allí la estaban torturando. Y él era el siguiente. El enfrentamiento con Goldene Saat, a pesar de no haber sido frontal, había sido devastador. Werner estaba muerto. Vogel estaba muerto. Walter, el anciano de la plaza, estaba muerto. Quizás Klara hubiera logrado escapar; quizás no. Anna no estaba muerta… aún. Pero a juzgar por sus gritos, probablemente preferiría terminar lo antes posible. Y el destino de Martín no sería muy distinto. Se quedó en silencio contemplando la oscuridad, reflexionando sobre su muerte inevitable. Su mente retrocedió diez años, a la etapa más oscura de su vida, cuando sentía que el mundo se estaba derrumbando a su alrededor y que la única salida que tenía era quitarse la vida. Fue en aquellos tiempos que había conocido a Werner, su padrino en Suicidas Anónimos. Aquel viejo paranoico que le había salvado la vida, y cuyos motivos Martín recién ahora comprendía. Werner, asesinado en su propia casa por Goldene Saat. Irónicamente, haberlo conocido cuando sentía que su vida no valía nada había sido el primer paso de una larga serie de acontecimientos que lo habían terminado trayendo a este sótano oscuro y húmedo donde estaban transcurriendo sus últimas horas. Curiosamente, en aquella época nunca se había detenido a considerar el efecto que su muerte hubiera tenido en su familia. Ahora era lo único en lo que podía pensar. Pensó en su madre. ¿Cuándo se enteraría de su muerte? Dudaba que su cadáver fuera encontrado alguna vez. Iban a pasar varios días antes de que lo consideraran “desaparecido” y quizás meses o años antes de que su familia finalmente aceptara que había muerto. Le partió el alma pensar en la angustia que les iba a causar. Pensó en su madre. Podría haberla llamado más a menudo, se reprochó. ¿Qué me hubiera costado ir a Málaga más seguido? Sacudió la cabeza resignado. Hubiera dado cualquier cosa por hablar una vez más con ella. Y súbitamente, en medio de la oscuridad absoluta y encadenado a una cañería, lo invadió una rebeldía que nunca había experimentado. No. No voy a morir aquí. Primero lo primero. ¡Arriba! ¡Arriba!

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Intentó incorporarse nuevamente; esta vez lo hizo con más cuidado, endureciendo los músculos de las piernas para evitar resbalarse, hasta que el ardor se hizo casi insostenible. Respiró hondo sin aflojar las piernas, movió un pié, luego el otro, hasta que logró quedar en cuclillas. Animado por su pequeña victoria terminó de incorporarse, pero al hacerlo se dio un fuerte golpe en la cabeza. Algo sobresalía unos centímetros de la cañería; un grifo. Tanteó sus manos en la oscuridad. Tenía grilletes en las muñecas, unidos por una cadena. Intentó separar las manos para estimar el largo de la cadena; no logró separarlas mucho más que el ancho de sus hombros. Eso le daba, quizás, medio metro para maniobrar. En la posición en la que se encontraba, de espaldas a la pared y la cañería, y con un brazo enyesado limitando sus movimientos, sus opciones eran limitadas. Lo primero que tenía que hacer era darse vuelta, pero ésta era una tarea más difícil de lo que parecía. Volvió a ponerse en cuclillas. Su posición le impedía girar los brazos por detrás de su espalda; si forzaba el movimiento lo único que iba a lograr era dislocarse los hombros y estaría en una situación peor que la actual. Tenía que buscar otra alternativa. Bajó las manos hasta que tocaron el piso. Quizás pudiera pasar los pies entre sus brazos y la cadena. Se inclinó hacia adelante y movió los pies hacia atrás, centímetro a centímetro, hasta que quedó parado sobre la cadena, con los brazos completamente extendidos a los lados. Levantó los talones con sumo cuidado. Quedó apoyado en la punta de los pies; si caía hacia adelante se iba a golpear de lleno contra el piso de cemento, ya que no podría usar sus manos para protegerse. En ese momento, volvió a escuchar un horripilante grito de Anna. Estoy muerto. Tengo que escapar. Si no hago esto, estoy muerto. Contuvo el aliento y se dejó caer hacia atrás mientras movía los hombros hacia adelante. Cayó al piso pesadamente, se puso en cuclillas y giró sobre sí mismo. Quedó con las manos cruzadas, pero de frente a la pared y la cañería. ¡Lo logré! Ahora era cuestión de romper la cañería. Se sentó en el piso, apoyó los pies contra la pared y se acercó a la cañería tanto como le fue posible. Tomó firmemente las cadenas y concentró todas sus fuerzas en extender las piernas. El dolor en los hombros fue insoportable pero la cañería no cedió. Mierda. Se sentó y respiró hondo intentando ignorar todas las señales de su cuerpo, que le imploraban que desistiera. La fuerza de sus piernas no era suficiente para arrancar la cañería del piso; la unión al piso era extremadamente robusta. Tenía que buscar la forma de hacer palanca. Y súbitamente, sonrió. La cañería iba de piso a techo; el punto más débil era la mitad. Donde, para mejor, no había una sección continua, sino que estaba el grifo. Tomó el grifo con ambas manos y con un esfuerzo considerable trepó por la pared hasta que quedó agazapado a un metro y medio de altura. El peso de su cuerpo fue suficiente para que la cañería soltara un quejido metálico y se doblara ligeramente. A continuación repitió lo que había hecho sentado en el piso: tomó la cañería con las dos manos e hizo fuerza con las piernas. La cañería crujió y se dobló aún más, pero resistió. Estar colgado de un grifo a un metro y medio de altura estaba empezando a volverse insoportable para el cuerpo dolorido de Martín. No podía perder mucho más tiempo. Era ahora o nunca.

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Contrajo las piernas, afirmó las manos en el grifo, respiró hondo y extendió las piernas violentamente, como intentando saltar hasta la pared opuesta. La cañería crujió. La sensación de estar en el aire lo tomó por sorpresa y no fue nada agradable. Estaba a un metro y medio de altura y cayendo de espaldas.

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59 Martín agitó los brazos en el aire buscando infructuosamente algo de qué sujetarse. Se retorció y pataleó instintivamente; cuando golpeó el piso había logrado quedar de costado. Cayó sobre el yeso de su brazo, que se quebró en varios pedazos. Lanzó un alarido desgarrador y por un momento creyó que se iba a desmayar del dolor, pero la adrenalina lo mantuvo consciente. Se puso de pie con cuidado. Con las manos por delante, avanzó hasta la pared; la siguió hasta que encontró la puerta y luego encendió la luz. La puerta era maciza y pesada. Tanteó el pestillo; tal como esperaba, la puerta estaba trancada. Observó la habitación con detenimiento, buscando cualquier cosa que le pudiera servir. Pero estaba completamente vacía excepto por las cañerías junto a las paredes. La cañería a la que había estado encadenado seguía firmemente sujeta al piso y al techo, pero manaba agua por donde la había quebrado. Martín se sintió decepcionado. La euforia de haberse librado de las cadenas había durado pocos segundos; la realidad era que seguía atrapado y estaba, literalmente, con las manos vacías. El gorgoteo del agua le resultaba extrañamente relajante. Sintió el impulso de abandonar todas las esperanzas y echarse al piso a dormir; tenía la sensación de que eran sus últimas horas de vida, hiciera lo que hiciera. Pero había algo más. Aguzó el oído. Pasos. Pasos fuera de la puerta. Y notó por primera vez que ya no escuchaba gritos de Anna. Es mi turno. Anna está muerta y yo soy el siguiente. Su corazón se aceleró; su cuerpo se preparaba instintivamente para el combate. Sin tener muy claro por qué, se colocó de un salto a un lado de la puerta y apagó la luz, mientras alguien corría los cerrojos del lado exterior. Momentos después la puerta se abrió con un crujido. – Bien, bien. Espero que hayas descansado, porque ahora… – dijo el guardia mientras acercaba la mano al interruptor de luz. Martín cargó contra el guardia y chocó contra él un instante antes de que accionara el interruptor. El golpe lo tomó desprevenido; cayó hacia un lado golpeándose contra la pared. El guardia quedó desorientado por un momento. Martín había comenzado con una leve ventaja y no estaba dispuesto a cederla. Juntó las manos y lo golpeó en la cabeza, utilizando la cadena como un látigo. El guardia gritó de dolor y se cubrió la cara con ambas manos.

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Martín actuó siguiendo sus instintos. Golpeó al guardia dos veces más con la cadena; éste adoptó una posición defensiva, intentando protegerse la cabeza con las manos y los codos y arqueando la espalda. La luz del exterior le permitió ver que el guardia tenía una pistola en la parte trasera del pantalón. Por un momento Martín consideró tomarla, pero comprendió que si dejaba de atacarlo por un instante perdería la iniciativa; el guardia tomaría el arma y sería el final. No podía arriesgarse. Continuó golpeándole las manos y los brazos con la cadena, pero sabía que no podía continuar haciéndolo indefinidamente. Sintió el impulso de salir corriendo por la puerta, pero era una idea estúpida; segundos más tarde el guardia le dispararía por la espalda. Sin tener ningún plan concreto, le propinó un rodillazo en la entrepierna. El guardia se llevó ambas manos a la parte dolorida, dejando la cabeza al descubierto. Y Martín, que hasta ese día nunca había golpeado a nadie, se encontró trepando sobre la espalda del guardia, aferrándose con las piernas y ahorcándolo con la cadena. Ahora el guardia también sabía que estaba luchando por su vida. Su primer reacción fue llevarse las manos al cuello, pero inmediatamente comenzó a golpear las costillas de Martín con los codos. Martín resistió y aplicó aún más presión a la cadena. El guardia intentó tomar la pistola que tenía en la espalda pero Martín estaba firmemente sujeto a él. Volvió a golpearlo con los codos, pero Martín no cedió. Desesperado, giró hacia el centro de la habitación y se lanzó de espaldas contra la pared. Martín se inclinó hacia adelante y eso salvó a su cabeza del violento golpe, pero alcanzó de lleno a su espalda, dejándolo sin aire. Estuvo a punto de hacerlo aflojar la presión, pero ha ciendo un enorme esfuerzo de voluntad se mantuvo firme, mientras se preguntaba cuánto tiempo se tardaba en ahorcar a alguien. ¿Cuántos minutos podía alguien estar sin respirar? El guardia lo intentó otras dos veces pero cada vez más débilmente. Finalmente se le doblaron las rodillas y cayó al piso. Martín quedó sentado sobre su espalda. El guardia intentó infructuosamente llevarse las manos a la nuca, pero Martín apoyó una rodilla sobre su espalda y tiró hacia atrás con todas sus fuerzas. Finalmente, el cuerpo del guardia pareció aflojarse. Sus piernas y sus brazos temblaron descontroladamente durante unos segundos y luego quedó inmóvil. Martín siguió haciendo fuerza con la cadena durante un par de minutos más, jadeando agitadamente, hasta que comprendió lo que acababa de hacer. Había matado a un hombre. Soltó el cuello del guardia y se incorporó lentamente. Estaba temblando. Miró el cuerpo en el piso y lo invadió una profunda sensación de irrealidad. No quería aceptar lo que estaba viendo; no quería aceptar que había un cadáver en el piso; y sobre todo, no quería aceptar que él lo había matado. Se obligó a mirar el cuerpo. Había sido una situación de vida o muerte. Tenía que aceptarlo. Es un ser humano, se dijo. Hace unos minutos estaba respirando. Ya no respira. Yo lo maté. Curiosamente, se sintió en paz. A continuación apoyó las manos sobre sus rodillas, se inclinó y vomitó. Todavía temblando, se sacó el desagradable gusto de la boca con el agua que manaba de la cañería. El piso de la habitación ya estaba cubierto por un par de centímetros de agua. Se acercó al cadáver y tanteó su cintura. Encontró el arma sin problemas. Continuó buscando; había un llavero colgado del cinturón. Tenía pocas llaves y solo había dos que te-

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nían el tamaño adecuado para ser de sus esposas. Probó el primer juego, que no funcionó, pero el segundo juego dejó sus manos libres. Tiró las cadenas al piso. No le importó que hicieran ruido. La resignación y el miedo que había sentido antes habían desaparecido. Ahora solo sentía una ira incontenible hacia Lange, Schäfer y Goldene Saat. Iban a pagar por Werner. Iban a pagar por Anna. O iba a morir en el intento. Se agachó nuevamente sobre el cadáver, tomó la pistola y atravesó la puerta.

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60 La habitación donde los habían tenido encadenados era parte de un pequeño depósito subterráneo; la habitación contigua contenía una impresionante colección de vinos. Contra la pared había una escalera que ascendía y terminaba en una puerta. Martín subió las escaleras sigilosamente, con la pistola apuntando hacia la puerta en todo momento. Años atrás había practicado tiro al blanco pero lo había abandonado casi inmediatamente por falta de interés; ahora se sintió agradecido por tener los conocimientos mínimos necesarios para usar un arma. Sonrió para sus adentros. Sería irónico enfrentarme finalmente a Lange y descubrir que tengo el seguro de la pistola puesto. Se detuvo al llegar al extremo de la escalera. ¿Habría alguien al otro lado de la puerta? No había un visor, por lo que estaba efectivamente ciego. Acercó el oído a la puerta intentando escuchar pasos o algún otro indicio de actividad. Esperó unos segundos. Si alguien abre la puerta justo ahora, estoy muerto. No escuchó un solo ruido. Tanteó el pestillo de la puerta con cuidado. Afortunadamente el guardia no se había tomado el trabajo de cerrarla con llave. Comenzó a abrirla cautelosamente. Las bisagras chirriaron y Martín se detuvo. Se le aceleró el pulso; a pesar de que no había escuchado ningún sonido del otro lado podía haber alguien, y el sonido sin duda habría llamado su atención. Ya era demasiado tarde. Reanudó el movimiento. Las bisagras seguían chirriando. Mierda. Contuvo el aliento y terminó de abrir la puerta con una mano, mientras empuñaba la pistola con la otra. La luz que venía del otro lado lo dejó ciego por un momento. Lo invadió el pánico; estaba completamente expuesto e indefenso. Pero se tranquilizó gradualmente a medida que sus ojos se adaptaron a la luz y pudo ver que no había nadie del otro lado. Atravesó la puerta de un salto, apuntando en una dirección y rápidamente hacia la otra. Suspiró aliviado y bajó el arma. La habitación estaba vacía. Tenía grandes ventanales a través de los cuales se veían las montañas. Martín se acercó y observó con detenimiento; a juzgar por las copas de los árboles la altura era considerable, y a la distancia se veía Hakenberg en medio del bosque. Entonces la construcción donde estaba sólo podía ser el edificio en la ladera de la montaña que le había llamado la atención anteriormente. Por su aspecto había pensado que era un hotel o un baño termal, pero ahora le vino a la mente un comentario al pasar de Klara y comprendió dónde estaba.

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El castillo de Lange. Se le aceleró el pulso y lo invadió un torbellino de pensamientos. Estaba en el mismísimo centro neurálgico de Goldene Saat. Lange y Schäfer no podían estar muy lejos. Estaba armado. Y quizás no fuera demasiado tarde para salvar a Anna y demostrarle que era inocente. Miró hacia afuera. El bosque, su promesa de libertad, le resultó casi irresistible. Podía abrir uno de los ventanales y escapar. Podía llegar caminando a algún otro pueblo. Podía dejar todo atrás, cambiar de identidad y comenzar una nueva vida, lejos de la pesadilla de Goldene Saat. Casi podía saborearlo. Pero la imagen se desvaneció lentamente en el aire. Sacudió la cabeza y sonrió tristemente. No, no podía escapar. No podía dejar a Werner y a Anna sin vengar. Y aún si lo hacía, estaba condenado a repetir los pasos de su antiguo mentor; iba a vivir el resto de su vida mirando por encima de su hombro hasta que un buen día, a los ochenta años, alguien fuera a su casa y acabara con su vida de un disparo. No podía esperar clemencia de parte de Goldene Saat. Y él tampoco estaba dispuesto a tener clemencia con Lange y Schäfer. Empuñó el arma con fuerza, respiró hondo y se adentró en el castillo.

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61 La construcción del castillo era lujosa y recargada. Martín recorrió una habitación tras otra con el corazón en la boca cada vez que abría una puerta y saltaba hacia adentro con la pistola apuntando hacia adelante, listo para disparar. No había nadie. Pasó frente a una escalera que conducía a un piso superior. Consideró brevemente la idea de subir, pero decidió explorar la planta donde se encontraba antes de hacerlo. En caso de tener que huir precipitadamente, era mejor saber dónde estaba parado. Se acercó cautelosamente a una puerta de la que provenía un zumbido. Estaba a punto de tomar el pestillo cuando escuchó voces del otro lado. Su mano se detuvo a pocos milímetros de la puerta. Había dos hombres hablando. Sintió un escalofrío. Lange y Schäfer. La voz de uno de ellos se escuchaba cada vez más cerca. Con el pulso acelerado, Martín se apartó unos pasos de la puerta. Buscó desesperadamente algún tipo de cobertura pero no había ningún mueble, ninguna sombra. Con el tiempo agotándose, optó por alejarse unos pasos más, ponerse en cuclillas contra la pared y apuntar hacia la puerta con la pistola. La puerta se abrió y un hombre salió al pasillo. Martín no tenía una imagen mental muy clara de Lange ni de Schäfer, excepto que tendrían alrededor de ochenta años. El hombre no coincidía en absoluto: era flaco, alto, y vestía un uniforme de cocinero. Como confirmando sus sospechas, un segundo más tarde lo invadió el delicioso aroma de la cocina, haciéndolo recordar que no había comido nada en muchas horas. Se sintió tentado de dominar a los cocineros y devorar lo que fuera que estaban horneando. La imagen le duró solo un instante. Tenía problemas más urgentes. El cocinero no lo había visto, pero estaba apenas a un par de metros de distancia. Si se alejaba del rincón donde se encontraba Martín, no habría problemas. Pero si giraba en su dirección tendría que enfrentarlo. Sabía que no podría dispararle; era simplemente un cocinero. Le vinieron a la mente las palabras de Klara: “somos prisioneros, esclavos de Lange”. El hombre probablemente odiara a Goldene Saat tanto como él. Pero siempre existía la remota posibilidad de que fuera uno de los fanáticos de la organización.

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Martín sintió la tensión en el dedo del gatillo e hizo un esfuerzo por no respirar siquiera; nada que pudiera delatar su presencia. Pero bastaba con que el hombre hiciera un movimiento mínimo con la cabeza para que lo viera. El hombre se detuvo y consultó su reloj. Mierda. Luego de estudiar su reloj durante un par de segundos, el hombre reanudó la marcha, dándole la espalda. Martín continuó aguantando la respiración unos segundos después de que el hombre desapareció de su vista, y luego exhaló con placer. Tragó saliva; había estado cerca. Recorrió rápidamente el resto de la planta baja sin encontrarse con nadie más. Volvió sobre sus pasos hasta la escalera que conducía al piso de arriba. Estaba recubierta por una gruesa alfombra que le permitió subir sin hacer ruido. El piso superior mantenía el estilo arquitectónico de la planta baja pero la decoración y las terminaciones eran mucho más elegantes. Se le aceleró el pulso. Los esclavos están abajo; su amo reside en el piso superior. La disposición de las habitaciones también era distinta. Había un largo corredor central con macizas puertas de madera a ambos lados. Lange tenía que estar en una de ellas. Se acercó a la primera y movió el pestillo con delicadeza. La puerta estaba trancada. Se acercó a la puerta opuesta y acercó la mano al pestillo, pero se detuvo antes de apoyarla. Desde adentro provenía una voz profunda y cascada. La voz de un anciano. La voz de Lange. El tiempo pareció detenerse. El pulso se le aceleró y sintió cada latido de su corazón. Comenzaron a transpirarle las manos; era un sudor frío. Empuñó la pistola con todas sus fuerzas y se aseguró de que estuviera amartillada y sin el seguro. Colocó la otra mano sobre el pestillo de la puerta, pero no la movió. Todavía puedo huir. Sus acciones durante los próximos segundos podían ser la diferencia entre la vida y la muerte. Durante toda su vida, Martín había planeado, había tomado decisiones con calma, considerando los pros y los contras de cada alternativa. Y ahora, en un instante de claridad, supo sin lugar a dudas que no era el momento de detenerse a pensar. En un solo movimiento giró el pestillo hacia abajo, empujó la puerta y se lanzó hacia el interior de la habitación.

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62 Martín irrumpió en la habitación liberando toda su tensión e ira en un grito de batalla profundo, primitivo. En la pared opuesta a la puerta había un ventanal a través del cual se filtraba la luz del exterior. A contraluz logró percibir un escritorio, estanterías, un sofá. Había dos hombres de pie en el medio de la habitación, de espaldas a la puerta. Uno de ellos era relativamente joven. El otro llamó más su atención: su postura era impecable, casi arrogante; su vestimenta era sobria pero elegante; su cabeza estaba cubierta con abundante pelo blanco. En la mente de Martín no había ninguna duda de quién era. Lange. Inmediatamente después vio a Anna, de rodillas frente a los hombres, con las manos atadas a la espalda. El corazón de Martín dio un vuelco. Tenía la cara hinchada y ensangrentada, y su ropa estaba hecha jirones, pero estaba con vida. – ¡Quietos! – gritó mientras apuntaba al torso de Lange y se le acercaba con pasos cortos. Los hombres giraron hacia él con expresión de sorpresa. Lange tenía unos ojos grises intensos que lo hicieron sentir incómodo. – Ach. Usted debe ser Martín – le dijo. Con total naturalidad extendió el brazo, tomó una pistola que estaba sobre el escritorio y apuntó a la cabeza de Anna. – Baje el arma, Martín, o voy a tener que disparar. Martín quedó atónito. Estaba apuntando a Lange y le había ordenado quedarse quieto; la única posibilidad que había considerado en esas circunstancias era que el anciano le obedeciera sin cuestionarlo. Había tenido la ventaja y la había perdido en un segundo, sin siquiera volver a gritar “quietos”. Mierda. O Lange tenía sangre extremadamente fría, o creía que Martín no era capaz de dispararle. ¿Y realmente soy capaz de dispararle? Continuó acercándose lentamente a Lange sin dejar de apuntarle. – ¡Baje el arma! – le gritó. Lange sonrió y sacudió la cabeza. – No, no, no. Lo que vamos a hacer es lo siguiente. Te voy a… – frunció el ceño y extendió la mano hacia Martín. – Ya puedes detenerte. Estás demasiado cerca. Seamos civilizados, ¿si?

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Martín se detuvo, e inmediatamente se preguntó por qué había obedecido la orden del anciano. Su aire de autoridad era tan natural que resultaba difícil de resistir. De todas formas, estaba a menos de tres metros de él; no podía errar el disparo a esa distancia. – Gracias. Esto es lo que vamos a hacer. Te voy a dar tres segundos para bajar el arma, y si cuando cuente tres todavía la tienes en la mano, le vuelo la cabeza. ¿Está claro? Martín no respondió. – Uno… – contó Lange. – ¡Dispárale! – gritó Anna. Martín tragó saliva. Empuñó la pistola con las dos manos. Estaba apuntando directamente al corazón de Lange. – ¡Baje el arma! – le gritó. – Dos… – ¡Dispárale, Martín! ¡Es nuestra única oportunidad! Martín sintió la tensión en el dedo del gatillo. Un milímetro más y Lange era hombre muerto. – ¡Lange, baje el arma! – gritó desesperado. – ¡Voy a disparar! – Ya conté “dos”, Martín. Baja el arma o le vuelo la cabeza. Ahora mismo. Martín cambió levemente su posición, pero no para bajar el arma; por el contrario, la apuntó a la cabeza de Lange. Lange sonrió. – ¡DISPÁRALE! – ¡Tres! Nadie se movió ni hizo un solo ruido. El silencio era tal que Martín prácticamente podía escuchar los latidos de su corazón. Finalmente Lange soltó una risita. – Está bien, está bien. Nos estamos apresurando. No tomemos decisiones de vida o muerte tan a la ligera. A continuación, para sorpresa de Martín, apartó el arma de la cabeza de Anna. – Esto es un gesto de buena voluntad – explicó Lange. – Espero que… – ¡Dispárale! – gritó Anna. – Tsk, tsk. Hay hombres hablando. ¿Nadie te enseñó modales? – le reprochó Lange. Miró a Martín. – Mis disculpas; espero que podamos tener una conversación civilizada a pesar de los ruidos de esta mujer. Y a pesar de que me estés apuntando con un arma. ¿Una conversación civilizada? Martín se preguntó si estaba alucinando. Empezaba a sentir los brazos cansados por el peso del arma, pero se obligó a mantener la cabeza de Lange en la mira. – Lamento que estemos en esta situación tan… incómoda. Me gustaría saber cómo llegaste hasta aquí y con un arma; ¿es el arma de Konrad? ¿Konrad está muerto? ¿Sí? No importa; Schäfer va a tener que responder por este fracaso absoluto de sus medidas de seguridad. – ¡Dispárale ya! – volvió a gritar Anna. Lange la ignoró. – Te pediría que bajaras el arma; tener un arma apuntándome a la cabeza me resulta… desagradable. Pero sé que no lo harías. Estás furioso por la muerte de Werner Krause. ¿Sí? Martín tragó saliva y apretó aún más fuerte el arma. Por supuesto que estoy furioso. Y si Anna realmente había tenido alguna duda acerca de él, Lange acababa de declararlo inocente. No se dignó a responder. Sintió la superficie del gatillo en la yema del dedo índice. – Sí – continuó Lange. – Fue una muerte innecesaria; se podía haber evitado. Pero de todas formas estás furioso y no vas a bajar el arma. No hasta que resolvamos todo este… malentendido. Martín estaba boquiabierto. ¿Qué malentendido puede haber, hijo de puta?

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– ¡No lo escuches! ¡Martín, no lo escuches! – imploró Anna. – ¡Está intentando confundirte! ¡Dispárale ahora! ¡No creas nada de lo que te diga! Lange la observó unos segundos sin decir nada. Luego se volvió hacia Martín. – ¿Sabes, Martín? La mujer tiene razón. Podría explicarte todo esto, pero seguramente no me creerías. Quizás sea mejor que te muestre algo y tú saques tus propias conclusiones. Lange se volvió hacia el otro hombre, que hasta ese momento había permanecido tan silencioso y tan quieto que Martín prácticamente se había olvidado de su presencia. – Julius, el video. Julius levantó las manos y miró a Martín; luego se acercó al escritorio con movimientos lentos y deliberados, sin dejar de mirarlo. Martín continuó apuntando a la cabeza de Lange, pero miró alternativamente al anciano y a Julius. Sintió el impulso de ordenarle que se quedara quieto; no entendía qué estaba pasando y temía que la situación se le escapara de las manos. Por otro lado, quería saber. Quería ver lo que fuera que Lange quisiera mostrarle. Mentiras, sin ninguna duda; una estratagema para confundirlo o ganar tiempo. Pero una parte de su mente necesitaba una explicación, algo que le diera sentido a lo que estaba ocurriendo. Julius tomó el control remoto que había sobre el escritorio y se acercó a Martín. Estaba cerca, demasiado cerca. Martín vaciló un instante y luego movió bruscamente el arma para apuntarle. El hombre se detuvo en seco, levantó las manos nuevamente y sacudió el control remoto. – Es sólo un control remoto – le dijo con tono condescendiente. Lange soltó una risita. Martín lo miró y luego asintió levemente con la cabeza. Nuevamente haciendo movimientos lentos, Julius bajó los brazos y apuntó el control remoto hacia una de las estanterías, donde había una pantalla. Oprimió varios botones hasta que finalmente apareció una imagen. Martín miró alternativamente a la pantalla, a Lange y a Julius, sin dejar de apuntarle. El video no tenía sonido; la imagen no era de gran calidad, estaba en blanco y negro y tenía la fecha en la parte inferior. Era el video de una cámara de seguridad; por la perspectiva, parecía que la cámara estaba justo en un ángulo del techo. A pesar de que nunca había visto la habitación del video desde ese ángulo poco natural, Martín la reconoció al instante. No, es imposible. Tenía que estar equivocado. Buscó desesperado algún detalle que no encajara, algo fuera de lugar, alguna evidencia de su error. Pero no había ninguna. Era la sala de estar de Werner. ¿Cómo era posible que Goldene Saat tuviera a Werner bajo vigilancia, en su propia casa, sin que Werner lo supiera? No era posible; tenía que haber encontrado la cámara. Súbitamente Martín se estremeció. “El precio es vivir bajo su vigilancia”, había dicho Werner en su carta. Werner lo sabía. Bajó la vista para mirar la fecha de la grabación. Aunque tenía un fuerte presentimiento al respecto, no pudo evitar que se le revolviera el estómago al confirmar su sospecha. 21-04-2004 0:21

La madrugada del asesinato de Werner. – ¡Martín, mátalos! – imploró Anna. – ¡Es nuestra última oportunidad! ¡Están tratando de confundirte y distraerte! ¡Mátalos! ¡Por favor, mátalos!

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Julius avanzó el video hasta que apareció una figura en la imagen. La imagen quedó congelada. No importaba que la figura estuviera de espaldas, que el ángulo del video fuera poco natural, o que la imagen estuviera en blanco y negro; era, sin ningún lugar a dudas, Werner. Se le hizo un nudo en la garganta. Estaba viendo los últimos momentos de la vida de su amigo y mentor. ¿Para qué me están mostrando ésto? Quizás Lange simplemente disfrutara mostrándole el asesinato de su amigo; el diario de Werner no le dejaba dudas de que era un sádico. Sintió el impulso de apretar el gatillo. – Ahora viene la parte interesante – indicó Lange como si estuviera comentando una película. Julius oprimió otro botón y el video comenzó a avanzar. Werner se detuvo frente a la mesa, depositó una bandeja con dos tazas y una jarra, e hizo un gesto señalando al sillón frente a él. Una segunda persona apareció en la imagen. Aceptando la invitación de Werner, se sentó en el sillón, dejó su bolso sobre sus piernas y se soltó el pelo. A Martín no le llevó más de un instante reconocerla. Parpadeó un par de veces y sacudió la cabeza para asegurarse de que no estaba alucinando. Era Anna. Lange, que observaba detenidamente la reacción de Martín, sonrió. ¿Anna había visitado a Werner la noche de su asesinato? ¿Por qué no lo había mencionado? Además, recordó Martín, Anna le había dicho que no había visto a su tío abuelo por muchos años. Tiene que haber una explicación. – Martín, dispárales… – suplicó Anna. Estaba sollozando. Y había una explicación obvia. Era la más evidente, la más sencilla, pero Martín se negaba a aceptarla. Sacudió la cabeza mientras miraba el video. Una parte de sí sabía que era verdad. Otra parte necesitaba verlo, por doloroso que fuera, para creerlo. En la pantalla, Anna introdujo la mano en su bolso y extrajo un arma. Apuntó a Werner, que levantó las manos en señal de rendición. Movió los labios; estaba implorando por su vida. Y sin que el pulso le temblara en absoluto, Anna le disparó.

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63 Los ojos de Martín quedaron fijos en la pantalla, pero no la veía realmente. Había olvidado momentáneamente el arma en su mano, a Julius, a Lange y a Goldene Saat. Había un único pensamiento que ocupaba su mente. Anna mató a Werner. Hubiera dado cualquier cosa por volver el tiempo media hora atrás, cuando temía por su vida, cuando Goldene Saat había asesinado a Werner, cuando Anna era su aliada. Cuando las cosas tenían sentido. – Quizás sea el momento apropiado para hacer algunas presentaciones – dijo Lange con tono de burla. Evidentemente estaba disfrutando a lo grande de la situación. – ¿Quién es esta mujer, Martín? ¿Quién es la asesina de Werner? – Anna. Su sobrina nieta – murmuró Martín. Lange bajó la vista y rió por lo bajo. – Sobrina nieta… fabuloso, fabuloso – dijo negando con la cabeza. Se aclaró la garganta, miró a Martín, y señaló a Anna con un gesto dramático. – Martín, quiero que conozcas a Hannah Birnbaum. Nació hace casi cuarenta años en Israel, como habrás podido deducir por su nombre. Luego de una brillante pero corta carrera en IDF, fue reclutada por el Centro Simon Wiesenthal. ¿Has oído hablar del Centro Simon Wiesenthal, Martín? La mención de su nombre sacó brevemente a Martín del trance en el que se encontraba. – Sí – respondió mecánicamente. – Los cazadores de nazis. – ¡Precisamente! Pero su carrera en Wiesenthal también fue corta. La expulsaron en menos de dos años, horrorizados por sus métodos. – Lange rió de buena gana. – ¿Te imaginas, Martín, la clase de barbaridades que hay que cometer para horrorizar al Centro Simon Wiesenthal? Martín estaba demasiado aturdido como para responder. Miró a Anna, Hannah, o como fuera que se llamara. Ya no suplicaba a Martín que disparara a Lange; estaba silenciosa, cabizbaja. Resignada. – En resumen, Martín… te ofrezco mis condolencias por el asesinato de Werner, perpetrado por esta cazadora de nazis para llegar hasta nosotros. Súbitamente Martín se sintió muy cansado. No sabía qué pensar ni en qué creer. La versión que acababa de contarle Lange le resultaba inverosímil y se negaba a creerla. Pero había visto con sus propios ojos el asesinato de Werner a manos de Anna. Y lo que era aún más revelador, Anna ya no estaba haciendo ningún esfuerzo por negarlo.

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Respiró hondo y se obligó a hacerse la pregunta explícitamente. ¿Es posible que haya estado huyendo de Goldene Saat, cuando en realidad fue Anna quien mató a Werner, y me ha estado usando para llegar hasta Lange? Se estremeció de furia. Hasta quiso manipularme para que asumiera la culpa de todo. No tenía dudas de que Lange era un monstruo y Goldene Saat era una amenaza para la paz mundial; no tenía dudas de que sus probabilidades de salir de allí con vida no habían mejorado en absoluto después de la revelación que acababa de presenciar; pero la ira y el odio profundo que había sentido por el asesinato de Werner, la razón por la que había llegado hasta allí, habían estado mal dirigidas. Martín sintió el peso del arma en sus manos. Debería estar apuntando a Anna. Sin pensarlo movió el arma de forma imperceptible en su dirección, y durante un instante dejó de apuntar a la cabeza de Julius. Aparentemente ésto era exactamente lo que Julius estaba esperando. Se lanzó encima de Martín, embistiéndolo con todo su peso. Martín se encontró cayendo hacia atrás. Su reacción instintiva fue abrir los brazos y buscar desesperadamente algo de qué sostenerse. Cayó al piso sentado, con Julius encima suyo. Fuera de su vista, escuchó un alarido de Anna. Un grito de guerra. Julius le dio un fuerte puñetazo en la cara. Martín cayó de espaldas al piso y se golpeó la cabeza, pero sabía que si perdía el conocimiento era hombre muerto. Todavía tenía la pistola en la mano. Haciendo un arco amplio, golpeó a Julius en la cabeza, haciéndole un corte en la sien. Éste gritó de dolor y comenzó a brotarle sangre. Intentó golpearlo nuevamente, pero esta vez Julius estaba preparado; tomó su brazo con ambas manos deteniendo el golpe. Pero el otro brazo de Martín había quedado libre; a pesar de tenerlo fracturado golpeó a Julius en la base de las costillas con todas sus fuerzas, y el dolor fue tal que se preguntó quién se estaba haciendo más daño. Julius gruñó pero no soltó su brazo; el arma estaba apuntando hacia algún lugar de la pared o el techo. Se escucharon dos disparos desde otra parte de la habitación, seguidos del ruido de un cuerpo cayendo al piso. ¿Lange o Anna?, se preguntó Martín. ¿Con quien tenía mejores probabilidades de sobrevivir? ¿Hay alguna diferencia? Ahora ambos tenían motivos más que suficientes para querer silenciarlo. Volvió a golpear a Julius en las costillas, pero éste logró sujetarlo. Ahora tenía ambos brazos inmovilizados; no podía moverse, ya que Julius tenía la ventaja de estar encima suyo. En lugar de continuar haciendo fuerza hacia arriba, Martín abrió los brazos. El movimiento tomó por sorpresa a Julius, que súbitamente perdió su apoyo y cayó hacia Martín. Al mismo tiempo, Martín inclinó la cabeza hacia adelante, apretó los dientes, e impulsó su torso hacia arriba. El potente cabezazo de Martín alcanzó a Julius en la nariz y fue tan violento que prácticamente lo hizo perder el conocimiento. Se echó hacia atrás, tomándose la cara. Con los brazos nuevamente libres, Martín volvió a tomar el arma, apuntó al torso de Julius y disparó. Éste lanzó un grito y cayó hacia atrás. Martín se puso en cuclillas, listo para levantarse. No sabía si tendría que enfrentarse a Lange o a Anna, pero sabía que sería un enfrentamiento que concluiría con un único sobreviviente. Pero nunca llegó a levantarse. Sintió algo duro y pesado apoyado en la cabeza. Sabía exactamente qué era: una pistola.

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– Suelta el arma – ordenó Lange. El tono condescendiente que utilizado hasta ahora había desaparecido; su tono natural era frío y cruel.

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64 Los tenía. Tenía a Lange en la mira. ¡Tenía a Lange en la mira! ¡Mierda! Ahora estaba en el piso y Lange lo estaba encañonando. Seguía teniendo la pistola en la mano, pero era imposible que se moviera sin que el anciano le volara la cabeza. Soltó el arma. – Gracias – dijo Lange con tono burlón y pateó el arma lejos de Martín. – Ahora, levántate. Martín obedeció. Había tenido la oportunidad perfecta para decapitar a Goldene Saat y la había desaprovechado. ¿Volvería a tener otra oportunidad así? Probablemente no; seguramente le quedaran pocos minutos de vida. Julius estaba sentado en el piso con la espalda apoyada contra el sillón. Se había sacado la camisa, la había hecho un ovillo y la estaba presionando contra su hombro derecho. La camisa estaba empapada en sangre. – Julius, que venga Schäfer inmediatamente; va a tener que explicar cómo alguien llegó hasta mi escritorio con un arma – le ordenó Lange. Estaba claro que en su mente la herida de bala de Julius no lo hacía merecedor de ningún tratamiento especial; seguía siendo su sirviente. – Y que venga un doctor. El hombre no lo cuestionó, sino que hizo un gran esfuerzo para levantarse y caminó dolorosamente hacia el escritorio. Tomó el teléfono. Martín vio un odio resignado en sus ojos. Lange guió a Martín al centro de la habitación. El cuerpo de Anna estaba boca abajo, sobre un charco de sangre. La asesina de Werner. – De rodillas – le ordenó Lange. Martín no tuvo más remedio que obedecer. Lange caminó alrededor suyo, se detuvo frente a él y apoyó el arma en su frente. Martín lo miró fijamente. – No esperaba esta actitud desafiante de tu parte – le dijo Lange. – Prácticamente digna de un hombre. Pero un verdadero hombre hubiera ejecutado a la asesina de su amigo con sus propias manos. Martín bajó la vista. A su pesar, sintió que había algo de cierto en las palabras del anciano. – Guarda tu rebeldía para más tarde; los interrogatorios de Schäfer son legendarios. Sin dejar de apuntar a Martín, acercó una silla y se sentó frente a él. Este sería el momento en que el villano explica su plan. Pero Lange no dijo nada; simplemente se sentó a esperar.

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Pero por supuesto, esto no es una película. Los buenos no siempre triunfan. Ni sobreviven. Los minutos pasaron en completo silencio. Martín no se atrevía a mover un solo músculo. Finalmente se abrió la puerta del despacho. Martín miró por encima de su hombro. Era Klara. La doctora miró a Lange, al cadáver de Anna, a Martín y a Julius. – ¿Qué mierda pasó aquí? – Es lo que me estoy preguntando – replicó Lange. La doctora se acercó a Julius y comenzó a revisar su herida. Lo hizo sentarse en el sillón, le colocó un vendaje y le aplicó una inyección en el hombro. Lange seguía con la vista fija en Martín. – ¿Sabes por qué no pudiste dispararme cuando me tenías en la mira? – le preguntó. – Sí. Porque no soy un asesino – respondió Martín, desafiante. – Porque no soy como usted. Lange rió de buena gana. – ¡Por supuesto que no eres como yo! Martín, nadie es como yo. Muchos lo han intentado, y ¿sabes donde están ahora? Un metro bajo tierra. Klara se acercó al cuerpo de Anna y se arrodilló a su lado, buscándole el pulso. Considerando el enorme charco de sangre que se había formado bajo su cuerpo, parecía innecesario. Es su obligación como doctora, supuso. A continuación todo sucedió tan rápido que Martín apenas tuvo tiempo de verlo. Klara tomó la pistola que había ido a parar cerca del cuerpo de Anna. Lange comenzó a reprocharle que estuviera perdiendo el tiempo. Con un movimiento rápido, Klara apuntó a Lange. El anciano abrió los ojos, sorprendido. Klara apretó el gatillo antes de que Lange llegara a pronunciar una sola palabra. Lange cayó al piso. Klara se paró a su lado. Lange, que todavía estaba vivo, intentó hablar, pero en cambio tosió y le brotó sangre de la boca. Klara apuntó a su cabeza y disparó dos veces más.

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65 Lange está muerto. Había escuchado su nombre por primera vez apenas una semana antes; durante los últimos días se había convertido en una figura terrorífica, omnipresente; y ahora acababa de ser ejecutado frente a sus propios ojos. Martín no había movido un solo músculo durante los cinco segundos que había durado la acción. Julius tampoco había reaccionado y al mirarlo comprendió por qué: estaba con los ojos abiertos, la mirada fija en el piso y le salía espuma de la boca. No respiraba. La inyección que le había dado la doctora estaba tirada a su lado. Se le erizaron los pelos de la nuca. Yo soy el siguiente. Klara se volvió hacia él, levantó el arma lentamente y le apuntó al pecho. Martín la había visto matar a Lange y a Julius, y eso lo convertía en un testigo inconveniente. Se miraron fijamente durante varios segundos. La doctora se estaba debatiendo entre dispararle y dejarlo con vida; podía verlo claramente en sus ojos. Finalmente Klara levantó las manos, se inclinó y depositó el arma en el piso. Martín, que había estado conteniendo la respiración, exhaló lentamente. – Martín, no soy una asesina. Antes te dije que muchos en Hakenberg éramos esclavos de Lange y Goldene Saat, y no te imaginas hasta qué punto es cierto eso. Era su vida o la nuestra. Martín se limitó a observarla sin decir nada. – Algunos de nosotros estamos arriesgándolo todo, nuestras vidas y la de nuestras familias, para librarnos de la tiranía de Goldene Saat. Veníamos planeando la forma de llegar hasta Lange desde hacía meses. Esta fue una oportunidad que no esperábamos, pero era demasiado buena como para desperdiciarla. Martín no supo si creerle. Cada vez que Klara hablaba se quedaba con la inquietante sensación de que le estaba diciendo la verdad, pero que estaba omitiendo detalles cruciales. La doctora señaló el pueblo a través del ventanal. – La cúpula de Goldene Saat, los allegados a Lange, están allí abajo y nos estamos encargando de ellos ahora mismo. Vamos a tener una pequeña guerra civil. Pero vamos a decapitar a Goldene Saat. Y súbitamente Martín se dio cuenta de que le daba igual creerle o no. Werner había sido vengado; Lange estaba muerto; Klara y sus aliados estaban acabando con Goldene Saat. Ahora lo único que le importaba era salir con vida, algo que por primera vez en varios días no parecía imposible.

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– Tengo que salir de aquí – fue lo único que atinó a decir. Klara sonrió satisfecha. – Sígueme. Atravesaron el castillo tan rápidamente como pudieron, deteniéndose en cada puerta para verificar que no hubiera hombres de Goldene Saat. Llegaron sin incidentes al estacionamiento y subieron al coche de Klara. Tomaron un camino que serpenteaba por la ladera de la montaña. Al doblar en una de las curvas Hakenberg quedó a la vista. Una densa columna de humo se elevaba del centro del pueblo y Martín pudo ver al menos otros dos edificios en llamas. – ¡Hay un incendio! – exclamó. – No, Martín. Hay una revolución.

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66 El pueblo se había convertido en un infierno. La alarma antiaérea sonaba continuamente. Había gente corriendo de un lado al otro, muchos de ellos empuñando armas. Algunas zonas estaban cubiertas de humo denso y brotaban llamas de al menos cuatro puntos del pueblo. Se escuchaban tiroteos esporádicos desde todas las direcciones. Klara estacionó el coche en el bosque, a menos de cien metros del pueblo. – No podemos atravesar el pueblo en coche; seríamos un blanco demasiado fácil. – Extrajo una pistola de la guantera y se la dio. – Espero que no tengas que usarla. Martín sintió el peso del arma en su mano y suspiró. Yo también espero no tener que usarla. La posibilidad de salir con vida, que minutos antes parecía estar al alcance de su mano, se había vuelto a alejar. – Por aquí – dijo Klara y comenzó a caminar en dirección al pueblo, agazapada. Martín la siguió. – El siguiente pueblo está a quince o veinte kilómetros de Hakenberg; allí no deberías tener problemas para conseguir transporte. A Martín no le agradaba la idea de caminar veinte kilómetros por la ruta, que era lo que Klara estaba proponiendo implícitamente, pero hubiera aceptado cualquier plan que lo alejara de Hakenberg. – Podemos rodear todo el pueblo a través del bosque, pero el único acceso es a través de un puente – continuó Klara. – Espero que los partidarios de Lange no estén custodiándolo. Avanzaron lentamente entre los árboles, a menos de cincuenta metros de las casas, intentando no hacer ningún ruido que delatara su posición; pero cada pequeña rama que pisaban y quebraban hacía que a Martín se le pusieran los pelos de punta. Súbitamente Klara se quedó inmóvil. Martín lo notó un segundo más tarde y se detuvo. Miró directamente hacia adelante, entre los arbustos, intentando distinguir lo que había alertado a Klara. Finalmente lo vio. Era un hombre vestido con un uniforme de camuflaje que lo hacía prácticamente invisible en el bosque. Apuntaba hacia el interior del pueblo a través de la mira telescópica de un rifle de caza. Klara comenzó a avanzar en su dirección. Martín sintió pánico. ¿Qué está haciendo? Sintió el impulso de echar a correr a través del bosque. Podían rodear al hombre del rifle, pero en cambio se estaban acercando directamente. Se obligó a mantener la calma. Respiró hondo. Klara sabe lo que hace. El fuerte crujido de una rama lo tomó tan de sorpresa que quedó congelado en su posición. El crujido de una rama justo debajo de su pie.

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El hombre del rifle giró instantáneamente en su dirección y Martín supo sin ninguna duda que su cabeza estaba justo en la mira. Era un disparo imposible de errar. – ¡Armin! – exclamó Klara. – ¡Soy yo! El hombre bajó el arma lentamente y miró directamente a los ojos de Martín, confundido. Unos pasos más adelante, Klara se incorporó. El hombre exhaló y sus hombros se relajaron. – Mierda, Klara. La doctora se le acercó seguida de Martín. – ¿Lange? – le preguntó el hombre, ansioso. Klara negó con la cabeza. El hombre cerró los ojos, sonrió y suspiró. – Lo vamos a lograr, Klara. – ¿Cuál es la situación aquí? – dijo señalando hacia el pueblo. – Está bajo control. Un poco más de resistencia de la que esperábamos, pero está bajo control. – Miró a Martín. – ¿Y él? – Vamos hacia el puente. El hombre asintió lentamente. – Buena idea. Creo que el puente no está custodiado. Klara se acercó y lo palmeó en el hombro. – Cuídate, Armin. – Cuídate tú, Klara. Estás corriendo demasiados riesgos. – Lo sé, Armin. Pero son riesgos que tengo que correr y tu lo sabes bien. – Pero no tienes por qué correr tantos riesgos. No tienes por qué hacer todo con tus propias manos. Klara resopló. – Ya está hecho, Armin. – Continuó avanzando por el bosque y habló por encima de su hombro. – Nos encontramos en una hora. Martín siguió a Klara. El hombre le dedicó una mirada de desaprobación cuando pasó a su lado. Continuaron avanzando cuidadosamente durante varios minutos sin intercambiar ni una palabra. Los árboles y la maleza comenzaron a hacerse cada vez más escasos; finalmente estaban llegando al límite del bosque. – El puente está ahí adelante – dijo Klara. – Con un poco de suerte no va a estar vigila do. Avanzaron unos metros más y se ocultaron detrás de unos arbustos desde los que tenían un panorama completo de los alrededores. El bosque terminaba abruptamente al borde de un río y continuaba inmediatamente al otro lado. Martín concentró su atención en el puente, su camino a la libertad. Tenía aspecto antiguo, con cuatro pilares de piedra de un metro de altura en cada esquina, cincuenta metros de largo y el ancho apenas suficiente como para que pasara un coche a la vez. Y no había nadie vigilándolo. – Vamos – dijo Klara. – Voy a acompañarte hasta el otro lado. – No es necesario – le dijo Martín, pero Klara hizo caso omiso de su comentario y comenzó a caminar. Martín no tuvo más opción que seguirla. Apenas habían recorrido unos metros del puente cuando Martín escuchó un grito a lo lejos. – Halt! Halt! Martín miró hacia atrás y el corazón le dio un vuelco. A cien metros del puente venía corriendo un hombre armado con una ametralladora, dirigiéndose directamente hacia ellos.

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Klara miró a Martín; luego miró al hombre, estimando su distancia y su velocidad; y volvió a mirar a Martín. – Es partidario de Lange, – le dijo sombríamente, – pero lo conozco. Puedo manejar esto. Levantaron las manos por encima de la cabeza y se quedaron inmóviles. El hombre estuvo sobre ellos en pocos segundos; se detuvo a pocos pasos. Su ametralladora apuntaba hacia abajo. Martín lo observó; el muchacho no podía tener más de veinticinco años. Goldene Saat comienza a lavarles el cerebro desde pequeños, pensó, y sintió una repulsión tremenda. – Nadie puede cruzar el puente – informó. – Está bien, Otto. – Señaló a Martín. – Yo me hago responsable por él. – Nadie puede cruzar – repitió. – Usted tampoco. Además… – Vamos, Otto. Tú sabes quien soy. El muchacho se sonrojó, visiblemente incómodo. – Te conozco desde que eras un niño – continuó Klara, extendiendo los brazos hacia él. Pero en lugar de volver a levantar las manos por encima de su cabeza, las dejó a sus costados. – …además tengo órdenes específicas de detenerla, doctora. Se produjo un silencio tenso. Ninguno de los tres se movió. Los ojos de Klara estaban fijos en Otto. De pronto el muchacho se llevó la mano al oído y Martín vio por primera vez que tenía un pequeño transmisor. – Si, es ella – dijo Otto al pequeño auricular. Martín se sintió incómodo; evidentemente alguien los estaba observando a la distancia. Un movimiento sutil, casi imperceptible, llamó su atención. Klara estaba moviendo la mano hacia su arma; al igual que él, se la había puesto en la parte trasera del pantalón mientras atravesaban el bosque. – ¿Cómo? – preguntó Otto al auricular; tenía el ceño fruncido. – Repita, por favor. Martín volvió a mirar disimuladamente a Klara. Su mano estaba prácticamente en la empuñadura de la pistola. Si Otto la veía llevando la mano a su espalda, iban a tener serios problemas. – Si, señor. Entendido – dijo el muchacho. Su rostro se había vuelto sombrío. Miró a Klara y levantó la ametralladora, apuntándole directamente al torso. – Disculpe, doctora. Son órdenes. Martín reaccionó sin pensar; en un solo movimiento extrajo la pistola y apuntó al muchacho. – ¡Baja el arma! – le gritó, y rogó por que le obedeciera. Pero Otto no le obedeció. Con los ojos desorbitados por la sorpresa, movió la ametralladora en dirección a Martín; Martín, instintivamente, apretó el gatillo. El muchacho cayó hacia atrás y quedó tendido en el puente, inmóvil. Martín lo miró fijamente. Acabo de matar a un muchacho. Se sintió profundamente arrepentido. Sólo había querido disuadirlo; pero al sacar el arma, la situación se había vuelto de vida o muerte. La del muchacho o la suya. Mierda. Klara se había quedado mirándolo. – Me salvaste la vida – dijo incrédula.

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Martín no alcanzó a responder; lo distrajo un destello proveniente desde el pueblo, a cientos de metros. Un segundo más tarde escuchó un golpe seco y apareció una pequeña nubecilla roja cerca del hombro de Klara, que cayó violentamente hacia atrás. Se quedó paralizado y tardó casi un segundo en comprender lo que acababa de presenciar. Se le pusieron los pelos de punta y experimentó un pánico que nunca había sentido. Un francotirador. Gruñendo de dolor y tomándose el hombro, Klara rodó sobre sí misma, poniéndose a cubierto tras un pilar de piedra. Luego hubo una explosión de asfalto en el punto donde había estado tirada un momento antes. El segundo disparo sacó a Martín de su trance; dio dos grandes zancadas y se zambulló para ponerse a cubierto tras el otro pilar de piedra. Observó a Klara; a pesar de que su rostro revelaba un dolor agonizante, se estaba haciendo un torniquete con un pañuelo. – ¿Klara, estás bien? – Es el hombro; voy a sobrevivir – gruñó. – Martín, tienes que escapar. ¡Vete! – ¡Pero nos están disparando! – exclamó. ¡Hay un maldito francotirador! Klara suspiró. – El blanco soy yo, Martín. Puedes tirarte al río y llegar al bosque del otro lado. Martín miró hacia abajo. La caída era de menos de dos metros, la corriente del río no parecía intensa y el bosque estaba cerca. Puedo lograrlo. ¿Pero podía abandonar a la doctora en esas condiciones? Klara pareció leerle los pensamientos. – Si te quedas eres hombre muerto, Martín. No te preocupes por mí; yo voy a estar bien. Me salvaste la vida y no te imaginas lo importante que has sido para la liberación de Hakenberg. – Hizo una pausa. – Vete, Martín; esta no es tu guerra. Martín asintió lentamente con la cabeza, miró por última vez a Klara y se dejó caer al río.

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67 La explosión fue tan poderosa que Martín creyó sentir una vibración en el piso. Miró hacia atrás; a lo lejos vio que una nube de humo negro se levantaba lentamente sobre Hakenberg. Continuó avanzando por el centro de la carretera desierta. Cada músculo de su cuerpo le dolía y estaba mentalmente agotado, pero tenía que seguir. Cada paso que daba alejándose del pueblo era un paso que daba hacia la libertad… hacia recuperar su vida anterior, antes de estar en la mira de Goldene Saat. Pero sabía que nada iba a ser igual. Werner estaba muerto. Había presenciado suficiente violencia como para el resto de su vida. Se le revolvió el estómago. Había matado a dos personas con sus propias manos. ¿Volvería a ser feliz? ¿Volvería a dormir en paz? ¿O se despertaría en medio de la noche, perseguido en sus pesadillas por Lange, Schäfer y Goldene Saat? Solo el tiempo lo dirá. Escuchó a lo lejos el ulular de sirenas; pero el sonido no provenía de Hakenberg, sino de la carretera. Pocos segundos después aparecieron cuatro patrulleros con las luces encendidas, acercándose a toda velocidad. Martín se detuvo al costado de la ruta y se quedó inmóvil. No quería llamar la atención, pero tampoco quería que lo atropellaran por accidente; sería una forma muy estúpida de morir luego de haber pasado por todo lo que había pasado. Los coches, con carteles de CARABINIERI, siguieron de largo hacia el pueblo. Martín suspiró aliviado. Pero inmediatamente escuchó el chirrido de los neumáticos contra el asfalto. Se dio vuelta justo a tiempo para ver que el último patrullero había frenado a menos de cien metros de distancia y estaba girando en su dirección. El corazón se le aceleró. El patrullero comenzó a tomar velocidad y Martín se preparó para saltar a un costado si era necesario. Cuando estuvo a menos de veinte metros, el coche derrapó violentamente y se detuvo atravesando la carretera. Inmediatamente saltaron dos policías que comenzaron a correr hacia él, apuntándole con sus armas. – Non ti muovere! – le ordenaron. Martín estaba cansado. Levantó las manos resignado. Los policías se detuvieron a pocos metros, aún encañonándolo. – In ginocchio! Mani dietro la testa!

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Un temible pensamiento asaltó a Martín. ¿Serían auténticos policías? ¿O estarían a sueldo de Goldene Saat? – In ginocchio! Ora! – gritó el policía. Martín se arrodilló y puso las manos detrás de la cabeza. El dolor en el brazo fracturado era insoportable. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Un hombre vestido de civil había bajado del asiento trasero del coche y se acercaba caminando lentamente. Cuando estuvo a pocos metros Martín lo reconoció, sin poder dar crédito a sus ojos. – Está bien, es él. Pueden bajar las armas – dijo el Inspector Olivera. Los policías obedecieron a regañadientes. Martín se levantó, atónito. – Tenemos mucho de qué hablar, Torres. ¿Cómo escapó de Sébastien Leclerc? ¿Qué sabe de la mujer, Hannah Birnbaum? Sus huellas estaban en la escena del crimen de Wagner. Y tenemos más preguntas, Torres; hay muchos aspectos de este caso que no comprendemos. – Señaló en dirección a Hakenberg. – ¿Y qué mierda está pasando ahí? Martín suspiró. – Me va a llevar un buen rato explicarle todo, Inspector. Olivera y Martín se sentaron en el asiento trasero del coche. El Inspector no le hizo más preguntas por el momento; era evidente que necesitaba un buen descanso. Se recostó en el reposa cabezas y cerró los ojos. Lange estaba muerto. Eran los momentos finales de Goldene Saat. Ya nadie quería matarlo. Quedaban muchas preguntas sin respuesta. ¿Dónde estaba el oro? Lange estaba muerto, pero ¿habrían eliminado a Schäfer? ¿Cómo había conseguido Anna – Hannah – la carta codificada de Werner? ¿Habría sobornado al abogado? ¿Habría asesinado al verdadero destinatario? Pero ya no le importaba conocer las respuestas; sólo quería dejar todo atrás. Lo había logrado. Había sobrevivido; había recuperado su vida. Se hizo una última pregunta justo antes de sumergirse en un sueño profundo. ¿Qué habrá sido de Klara?

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Epílogo Sébastien observó a la figura que estaba parada en la puerta y se sintió extremadamente confundido. Había despertado seis horas antes en la cama de un hospital. Tenía electrodos en varias partes del cuerpo y un catéter en la muñeca. La enfermera le había explicado que había estado casi dos semanas en coma y que era un milagro que estuviera con vida; pero que ahora estaba en buenas manos. En manos de Goldene Saat. Los recuerdos volvieron paulatinamente. Recordó su misión. Recordó haber colocado a Martín y la mujer en el maletero del coche. Recordó el enfrentamiento con los policías. No recordaba nada más; ¿había caído durante ese enfrentamiento? ¿Cómo había logrado llegar a Hakenberg? Durante las siguientes horas le habían extraído muestras sangre, le habían tomado la presión y el pulso. Luego lo ayudaron a incorporarse en la cama. Se sentía muy débil; el esfuerzo lo dejó agitado. Le sirvieron comida, un puré insulso que de todos modos devoró en cuestión de segundos. Encontró un pequeño libro con tapas de cuero sobre la mesita al lado de su cama. A pesar de que estaba en alemán, logró comprenderlo en líneas generales. El autor era claramente un traidor, pero de todos modos el diario era un relato fascinante de la operación Goldene Saat, un retrato vívido de los legendarios Heinrich Lange y Stefan Schäfer. Cuando minutos más tarde la enfermera le había anunciado que el mismísimo Schäfer en persona quería felicitarlo por el éxito de su misión, creyó que estaba alucinando. Lo había logrado. Le había demostrado a Goldene Saat lo que valía. Los días de pintar esvásticas en sinagogas y de golpear árabes habían terminado; ahora iba a jugar en primera división. Los minutos habían pasado con exasperante lentitud hasta que finalmente la enfermera había anunciado la llegada de Schäfer. Sintió un escalofrío; estaba a punto de conocer a alguien que había conocido personalmente al Führer. A lo largo de los años Sébastien se había hecho cierta imagen de Stefan Schäfer. Anciano, pero erguido, orgulloso. Alto, de pelo blanco y abundante. Ario puro. Estaba preparado para que esa imagen no coincidiera con la realidad, pero sólo hasta cierto punto. Cuando Schäfer apareció en la puerta, lo primero que pensó es que se trataba de un error. Schäfer no tenía el pelo blanco. Ni tenía ochenta años. Y era mujer.

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La mujer se acercó al lado de la cama. A pesar de la profunda sorpresa de Sébastien, algo en los rasgos de su rostro le resultó vagamente familiar. – Schäfer – se presentó la mujer, extendiéndole la mano. – Klara Schäfer. Sébastien le dio la mano, indeciso. La doctora se sentó en una silla al lado de la cama. – Quizás estuvieras esperando a una persona distinta – le dijo. Sébastien intentó responder, pero se le trabó la lengua y solo logró hacer el ridículo. Klara sonrió. – No te preocupes, es una confusión habitual. Stefan Schäfer era mi padre; falleció hace más de veinte años. – Lo siento – dijo Sébastien, y se sintió estúpido. – Hasta hace unos días fui la directora de seguridad de Goldene Saat; la mano derecha de Heinrich Lange, nuestro líder. Yo dirigí tu misión. Ahora que fue completada, puedo darte más detalles… asumiendo que te interesa seguir trabajando con nosotros. Sébastien sonrió como un niño abriendo un regalo en Navidad. Por supuesto que quería ser parte de Goldene Saat; era la realización del sueño de su vida. – Las dos personas que estabas siguiendo eran Hannah Birnbaum y Martín Torres. Birnbaum era una cazadora de nazis que asesinó a un antiguo participante de la Operación para obtener su diario… ese diario que veo que has leído… para llegar hasta nosotros. El papel de Martín Torres está menos claro; creemos que Birnbaum simplemente lo utilizó para sus propósitos. ¿Una cazadora de nazis? Sébastien sintió que le hervía la sangre. – Pero esto no es lo peor. Durante años sospechamos que una de las facciones de Goldene Saat planeaba atentar contra Herr Lange. – ¿Traidores? – preguntó Sébastien, incrédulo. – Sí. Por eso decidí utilizarte para esta misión; alguien de afuera, sin lealtades hacia ninguna de las facciones de la organización. Cuando identificaste y capturaste a Birnbaum y Torres, pensamos que el peligro había pasado. Klara hizo una pausa antes de continuar; frunció el ceño y apretó los labios. – Pero los traidores los ayudaron a escapar y les dieron armas. Fue un fallo de seguridad que nunca me voy a perdonar. Era mi responsabilidad detenerlos… y no sé cómo decir esto… pero Heinrich Lange, nuestro líder… fue asesinado por estos cobardes. Sébastien abrió la boca, atónito. Mataron a Lange. Se sintió furioso; lo invadió la necesidad de levantarse de la cama y golpear algo. – Mi primer acción como nuevo líder de Goldene Saat fue encontrar y ejecutar a los traidores, por supuesto. A pesar de la pérdida irreparable de Heinrich, nuestro grupo está más unido y más comprometido con la causa que nunca. Nada puede detenernos, Sébastien. Vamos a establecer un nuevo orden. Somos la semilla del Cuarto Reich. Klara hizo una pausa. Sébastien se sintió obligado a hacer alguna pregunta inteligente. – ¿Tenemos un ejército? – fue lo mejor que se le ocurrió. – Claro que no – rió Klara con el tono de una maestra respondiendo a una pregunta ingenua. – Pero no lo necesitamos. No vamos a llegar al poder por la fuerza; los pueblos del mundo van a implorar que lo tomemos. Sébastien la miró sin comprender. – Durante los últimos sesenta años, Goldene Saat se ha dedicado a multiplicar el tesoro del Tercer Reich. Hoy en día tenemos una cantidad prácticamente ilimitada de fondos. Y esto compra una cantidad prácticamente ilimitada de poder. Tenemos hombres en posiciones influyentes de casi todos los gobiernos y organizaciones poderosas del mundo. – Hizo una pausa y sonrió. – Incluso es muy probable que el próximo Papa sea uno de los nuestros. Sébastien rió tontamente. Estaba maravillado, feliz. – El resto es sencillo – continuó Klara. – Basta con manipular la economía de algunos países clave para desencadenar una profunda crisis a nivel mundial. Los países van a caer uno

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tras otro como fichas de dominó. Las crisis económicas se van a convertir en crisis sociales; cuando las crisis sociales se vuelvan insostenibles, van a caer gobiernos. Va a haber guerras civiles. Y allí estaremos nosotros para hacernos con el control del mundo entero. La imagen que pintaba Klara era tan vívida, el plan era tan infalible, que Sébastien tuvo que hacer un esfuerzo para evitar llorar de la emoción. El futuro era brillante. La doctora se levantó de la silla. – Sébastien, tienes mucho que aprender. Pero primero tienes que terminar de recuperarte. Ya volveremos a hablar. Klara le dio la mano, se dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Sébastien extendió el brazo derecho. – ¡Sieg Heil! Estaba desbordado por la emoción; estaba deslumbrado ante la imagen majestuosa que le había sido revelada. Pero algo que había leído en el diario de Werner Krause le había quedado dando vueltas en el subconsciente; y finalmente lo recordó. – Frau Schäfer – la llamó. Klara se detuvo y giró hacia él. – El diario habla de nueve camiones repletos de oro. – El tesoro del Tercer Reich, – asintió Klara, – la semilla dorada del Cuarto Reich. – Pero el convoy era de diez camiones. Nueve estaban cargados de oro. ¿Qué había en el último camión?

*** La pregunta tomó a Klara por sorpresa y no pudo evitar sonreír. A pesar de que Leclerc había creído la historia del complot sin ningún inconveniente, quizás no fuera tan estúpido como parecía. Klara había pasado casi dos décadas a la sombra de Lange, viendo cómo dilapidaba la fortuna del Reich para vivir en el lujo, en lugar de utilizarla para su propósito legítimo. Había planeado su putsch de forma meticulosa durante años y lo había ejecutado de forma brillante. Ahora era su momento. Lange y el resto de los viejos decrépitos habían sido eliminados. La facción rival había sido doblegada y aplastada. Ya nada se interponía entre Goldene Saat y la dominación del mundo; ya nada se interponía entre ella y aquello que era su derecho de nacimiento. Había comenzado una nueva era. Necesitaba la lealtad de cada miembro de su organización. Tarde o temprano alguien iba a explicarle a Sébastien por qué Klara merecía su devoción absoluta; no había ningún motivo para no explicárselo ella misma. – El décimo camión era especial. El décimo camión transportaba la semilla del Cuarto Reich. Sébastien sacudió la cabeza, confundido. – Pero… ¿la semilla dorada…? ¿Los nueve camiones con oro, el tesoro del Reich…? – Sí, el oro era indispensable para nuestros planes. Pero el Führer sabía que era necesario algo más para el resurgimiento del Reich. Una semilla espiritual. Sébastien frunció el ceño, cada vez más confundido. – ¿Qué había en el camión? Klara tomó aliento y sonrió. – Había un bebé – dijo con total naturalidad. – ¿Un bebé? – Sí. Una bebé, más precisamente. Una bebé que creció aquí, en Hakenberg, y que muchos años más tarde tuvo una hija con Stefan Schäfer. – Tu madre – susurró Sébastien.

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Klara asintió, anticipando la siguiente pregunta. Ya casi podía saborear la reacción de Sébastien. – Pero… ¿“la semilla espiritual del Tercer Reich”? ¿Qué tenía de especial tu madre? – Mi madre no tenía nada de especial – explicó Klara, e hizo una pausa dramática antes de continuar. – Excepto que por sus venas corría la sangre de mi abuelo. Sébastien abrió la boca para hacer una pregunta, pero se detuvo en mitad del gesto. Se le dilataron las pupilas, abrió los ojos, se le cayó la mandíbula. Klara sonrió satisfecha. Súbitamente Sébastien entendió por qué los rasgos de la doctora le habían resultado familiares. Había visto esos rasgos cientos de veces; los había estudiado, los había memorizado, los había idolatrado. Klara, la heredera del Tercer Reich, era la viva imagen de su abuelo.

FIN

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