Eugenio Barba La paradoja del mar Discurso de agradecimiento de Eugenio Barba en ocasión del doctorado Honoris Causa que le otorgó la Universidad de Plymouth el 27.10.2005 Siglos, armas y el mar que une y separa Así pensaba Ludovico Ariosto según Jorge Luis Borges: para hacer un verdadero libro sirven la aurora y el occidente, siglos, armas y el mar, abismo infranqueable y vía de comunicación. Todo esto no vale solamente para los grandes libros acerca de los cuales hablaba Borges, el moderno Tiresias. Vale también para las culturas, a condición de que no sean consideradas como universos cerrados por muros metafóricos o reales, que se aproximan uno al otro o chocan dramáticamente. Detrás del sustantivo cultura se esconde un flujo de interacciones, apropiaciones, traspasos y enlaces que convergen o se obstaculizan. La unidad de una cultura es una telaraña de contradicciones: mantiene una identidad propia a condición de que soporte las tensiones y viva en las metamorfosis. Me pregunto no obstante, ¿por qué las armas? Cuando tenía treinta o cuarenta años, esas “armas” que en el verso del moderno Tiresias están entre los “siglos” y el “mar” me hacían pensar en los héroes del Orlando furioso o de la Chanson de Roland, o en Balduino, cuarto rey de Jerusalem, cruzado y leproso. Ahora que estoy por cumplir setenta años, ese mismo verso no evoca antiguas leyendas, sino la crónica cotidiana de los tiempos en que vivo, los eventos sobre los cuales escriben los diarios y que aparecen en la excitada indiferencia de las televisiones, entre un talk show y la crónica de un partido de fútbol. Un país llamado Exilio No reconozco estos tiempos como míos. Quiero y puedo gozar el viento de otra forma de vivir el tiempo. Tal vez es una ilusión pero el país en donde vivo me lo permite. Me he preguntado frecuentemente si mi país puede ser tomado como un ejemplo, o si, por el contrario, es sólo una excepción. “Excepción” hace pensar en algo “excepcional”. Pero es una palabra amarga, porque sé que la excepción, al final, confirma la regla a la cual se opone. Para escapar de la retórica y de la amargura, me digo: mi país puede ser definido como un exilio voluntario. El país que habito es el teatro. Pero incluso en torno a esta palabra es necesario entenderse. Hay teatros que permanecen en pie como casas, sobreviven a sus habitantes, y mantienen una identidad propia pasando de mano en mano. Y hay teatros, que ignoran piedras y ladrillos. Su arquitectura consiste en relaciones entre las personas que lo componen. No pueden ser ni heredados ni llenados de nuevos contenidos: desaparecerán con esas personas. Son teatros que consisten en el enlace de los senderos que abren sus habitantes. Cuando estos dejan de avanzar, también su teatro pierde su perfil reconocible, su casa. Para mí, por ejemplo, pensar en un Odin Teatret que continúe luego de nosotros que lo hemos fundado y que ahora lo mantenemos en vida, sería un contrasentido, como pensar en la persistencia de un puño mientras se abre la mano. Habito un país de este tipo. Es pequeñísimo. Es vasto. Somos muchos, desparramados en diversos continentes, lejanos, profundamente diferentes, estrechados por sólidos vínculos, elásticos y frágiles, como los hilos de una tela de araña. A veces, somos pocos, tres, cuatro, quince personas. Otras veces gastamos tiempo, trabajo y dinero y entonces nos juntamos durante dos días, una semana, un mes. Luego volvemos a separarnos, y cada uno regresa a la no aislada soledad que lo define.

Mi país tiene un espacio paradójico. Vivir el exilio como una patria es, en efecto, una contradicción-en-vida. Es un triste signo de la época en que vivimos el hecho de que este tipo de exilio pueda parecerse a la utopía. Pero es una señal de los tiempos que se ha repetido con frecuencia en el curso de la historia. La profesión teatral, en todos los países y en todas las épocas, antes aún de volverse el oficio de producir imágenes y espectáculos, se destacó como profesión en exilio – o profesión del exilio.

El acto de nacimiento multicultural Desde el interior de esta contradicción-en-vida es difícil sentir como un problema, como una posible amenaza o como una urgencia a la cual hacer frente lo que agita hoy al mundo que nos circunda, el entretejido y el choque de culturas, su disputa por un mismo territorio, la continua transformación de sus confines. El multiculturalismo para el país del teatro no es una situación de emergencia. Es algo obvio. Forma parte de su acto de nacimiento. Basta su larga historia para demostrarlo. Quien en Europa o en Asia practicaba el teatro como oficio, vivió siempre en una condición extranjera, como si estuviera de paso, y las compañías de actores estaban formadas por personas provenientes de diferentes regiones y clases sociales. El teatro era extranjero en el mundo en que vivía, entre los espectadores que lo ayudaban a vivir, sobre todo porque contradecía los confines y las jerarquías que ponían orden a la sociedad circundante. Por esto, a veces, fue una microsociedad separada, discriminada y despreciada. Y por esto fue, a veces, una isla de libertad. Cuando en el siglo XX el teatro parecía destinado a morir por inadecuación a los tiempos y a las exigencias de la modernidad, de sus metrópolis, de su nueva economía y de sus nuevos espectáculos, la gente de teatro practicó – más por la fuerza de los hechos que por proyecto – una doble estrategia. Por un lado indujo a la sociedad circundante a reconocer la profesión escénica como un bien cultural que se debe proteger, liberándola de las cadenas del comercio. Nuestra profesión es arte – afirmaron – y lograron hacerla subvencionar salvaguardándola como un valor de herencia nacional. Y mientras acaecía este cambio de mentalidad, algunos fundaron archipiélagos de pequeñas islas teatrales autónomas. Cada una de estas islas vive en un ambiente cultural propio como una minoría capaz sin embargo de abrirse un camino en un nuevo territorio, saliendo de los habituales recintos del teatro comercial o de las representaciones artísticas tradicionales. La marginación en el propio ambiente viene resarcida por una prolongación del radio de acción. Un proceso equivalente de compensación concierne también a las grandes tradiciones performativas. En la medida en que cada una de las tradiciones clásicas, de matriz europea o asiática, pierde vigor local y se vuelve desactualizada en el horizonte del propio contexto de origen, va adquiriendo mayor prestigio más allá de sus propios confines tradicionales, superando las barreras culturales y alargando el radio de la propia presencia, en un espeso entretejido de intercambios y trasvasos. En otras palabras, encuentra un nuevo equilibrio en un horizonte multicultural. La profesión del teatro ya no está más separada por las diversas barreras lingüísticas. A pesar de las diferencias, éstas se sueldan de manera siempre más evidente en un único gran país profesional planetario. Se vuelve posible hablar de una cultura teatral unitaria que comprende experiencias radicadas en un pasado lejano, en tradiciones clásicas antaño respetadas o perseguidas y en pequeñas islas autónomas que dan vida a experiencias de frontera. La diversidad es la materia prima del teatro. El hecho de que hoy sea vivida como una condición histórica dramática, que su tema inquiete a los gobiernos y a los individuos, no debe hacernos olvidar que el teatro ha trabajado siempre sobre ella. Quien hace del teatro la propia profesión debe saber trabajar sobre la propia diversidad. La debe explorar, tejerla, transformando la cortina que nos divide de los otros en un velo recamado, fascinante, a través del cual esos otros puedan mirar, y cada uno pueda descubrir las propias visiones. ¿Cuáles son mis visiones? No las

2

conozco hasta que un velo o una telaraña de oro las captura. Hasta que algo extraño deja de ser extranjero y comienza a hablarme con una voz que no es mía y no es no-mía. Para un emigrante como yo, que afirma que sus raíces están en el cielo, el teatro se convirtió en el instrumento para facilitar el encuentro y el intercambio, para superar la indiferencia recíproca. Es una técnica que construye relaciones, ayuda a resistir la homologación y construye puentes.

Puentes orgánicos subterráneos Es interesante observar cuáles son las nervaduras internas de estos puentes orgánicos. En la relación con los espectadores la naturaleza viva de estos puentes deriva de una capacidad de presencia que permite cementar una cualidad de atención independiente de las palabras. La experimentamos frente a un actor que sabe dar forma a su cuerpo-en-vida o a un cantante que sabe hacerse escuchar incluso cuando su idioma es desconocido. En las relaciones entre los actores de distintas tradiciones y culturas, los puentes consisten en las paradojas de la técnicas, semejante a la paradoja del mar que une y separa. Las técnicas son doblemente paradójicas, porque buscamos adueñarnos de ellas con el único objetivo, una vez dominadas, de dejarlas de lado. Según el modo en que decidimos considerarlas, son lo que más separa y lo que más está en grado de unir a quienes practican una misma profesión. Podemos elegir mirar las técnicas como aquello a través de lo cual se destila el contexto, la ideología, la religión o el sueño que está en la base de una tradición o de un grupo teatral. Así, en el momento mismo en que las magnificamos las volvemos inservibles, las transformamos en un muro o las embalsamamos en un museo. O bien podemos decidir mirarlas como terreno de encuentro, lugar de las transcripciones físicas, de las regeneraciones somáticas, que acomunan y permiten el diálogo entre profesionales de proveniencia lejana. Somos nosotros quienes establecemos si las técnicas deben servir para separarnos o para unirnos. De por sí, no son nada. Su significado no se esconde en sus orígenes. Nos susurran algo importante a cada uno de nosotros en el momento en que comenzamos a descubrir cómo usarlas. Cada cultura puso en forma la propia elocuencia espectacular según sus propios estilos. Para hacerlo, ha debido crear un teatro-en-vida subterráneo, de cimientos orgánicos con técnicas de base. Trabajando en la superficie de los estilos podemos admirarnos recíprocamente, e incluso crear sincretismos a veces muy eficaces y a veces inclinados a la degradación, más confusos que complejos. Sin embargo, el espacio subterráneo de los cimientos, se transforma por su misma naturaleza, en el territorio de los intercambios, donde el país del teatro experimenta su unidad multicultural, su complejidad orgánica. Los cimientos no son cantinas ni catacumbas. Son puentes subterráneos paradójicos, que permiten el pasaje de una parte a otra del país del teatro, unido aunque materialmente disperso en lugares geográficamente lejanos. A diferencia del teatro, en la vida de cada día no siempre los puentes ponen en comunicación una región con la otra, una y otra orilla, dos tribus, el agua y el cielo. Los puentes y la simplicidad Ronda es una pequeña ciudad en las montañas de Andalucía. Es conocida por el puente construido en tiempo de los árabes, suspendido sobre una garganta donde un río se precipita furioso. Durante la guerra civil española, las tropas franquistas lo usaron como un cómodo lugar de ejecución de prisioneros. Los ataban uno a otro, de pie sobre el parapeto, luego una bala en la nuca al primero de la fila, y todos abajo a despedazarse sobre las piedras del río, arrastrados por la corriente impetuosa. Ernst Hemingway nos dejó el recuerdo de estas ejecuciones en Por quién doblan las campanas.

3

Pero es de otro puente que quiero hablar. Kozda Mimar Sinan, el Michelangelo del imperio otomano, fue el arquitecto de la mezquita de Edirne y de aquella del sultán Solimán el Magnífico en Estambul y proyectó el impresionante puente sobre el río Drina en Visegrad, Serbia, al final del siglo XVI. Se le atribuye a él también uno de los puentes más admirados de Europa. Obra maestra de la arquitectura, fue descripto como el arco de un arco iris que se alza más allá de la vía láctea, brincando de un despeñadero a otro. En realidad no fue el genial Sinan el realizador de este puente, sino Hajruddin, uno de sus alumnos. Ante el pedido de los leales ciudadanos, el sultán Solimán el Magnífico ordenó en 1566 la construcción del puente de Mostar. Durante siglos, el puente de Mostar dio gloria a su ciudad y fue el orgullo de su población, croatas católicos, serbios y croatas ortodoxos, y croatas y serbios musulmanes. Incluso el actor Slobodan Praljak, cada vez que lo atravesaba para ir a su Teatro de la Juventud, no podía hacer menos que admirar los bloques de piedra pulidos por la caricia del tiempo. Slobodan había iniciado su carrera cuando su país se llamaba aún República Socialista de Yugoslavia. Con el tiempo no se limitaba a ejercitar su actividad artística como actor, sino que ponía en escena textos como Un hombre es un hombre de Bertolt Brecht y El dragón de Evgenij Schwartz. Comenzó el desmembramiento de la federación yugoslava. Primero se separó Eslovenia, luego Croacia, de manera que croatas y serbios se pelearon para anexar lo más que podían del territorio de Bosnia, cuya mayoría era musulmana. El actor y director Slobodan Praljak había dejado el teatro y se dedicaba a esta misión de crecimiento nacional. En cuanto croata, tenía el comando del puesto militar que desde las colinas circundantes martirizaba regularmente a la ciudad musulmana. Sus chetnik eran hábiles e ingeniosos. Herían en las piernas a cualquiera que se desplazaba entre las barricadas, esperaban que se acercasen a auxiliarlo, y liquidaban entonces con presición al herido y a quienes lo socorrían. Fue Slobodan Praljak, actor y director apreciado en el ambiente de Mostar, quien dio la orden a los cañones de su puesto de bombardear el puente de Hajruddin que había desafiado el paso de los siglos. Como un arco iris, el puente se volatilizó en una lluvia de grises cascotes y se unió al agua del río. Al día siguiente, al alba, ¿a quién lanzaban su saludo los alegres, obstinados, lejanos gallos? ¿Para quién ladraban los perros? Siglos, armas y el mar que une y separa. Las guerras han existido siempre. La violencia por intolerancia también. Racismo y xenofobia han existido siempre. Pero hoy vemos que xenofobia, racismo, violencia y guerra no embanderan intereses contrapuestos, o ideas contrapuestas sobre el futuro del mundo. Embanderan raíces, el choque entre “civilizaciones”. Culturas y civilizaciones parecen oponerse como lo hicieron en un tiempo las ideologías contrapuestas. Jamás hubiéramos imaginado esto en el siglo XXI. Es una situación que parece pertenecer a las historias medievales, a las leyendas de Roncesvalles, o del sacro sepulcro vacío por el cual la cristiandad atravesó el mar y llevó las armas a Jerusalem. Incluso el racismo criminal que infectó la historia del siglo XX parece menos arcaico. Los siglos destilan e individualizan las culturas. El mar las une y al mismo tiempo las separa. Los procesos orgánicos que las caracterizan y las animan son largos, sutiles y complejos, a veces incomprensibles. Pero cuando las armas entran en acción, todo se simplifica. Cuando la historia habla en términos simples, las artes y la cultura caen en la desolación. Los mundos que exponen parecen iridiscentes bolas de jabón que al primer soplo revientan para volver a la nada que las llena. Nos reunimos para hablar del encuentro entre culturas diversas. Tratamos de reflexionar sobre el arte de marcar los confines para mejor horadarlos y atravesarlos. Nos preguntamos sobre los riesgos del sincretismo. Decimos que la “diversidad” no es sólo una condición de partida, sino una meta a alcanzar. Y mientras disputamos sobre la complejidad, el mundo cotidiano que nos circunda se simplifica. La simplicidad es despiadada. Dice: “O nosotros, o ellos” Pero nosotros – replica el buen sentido práctico – tenemos necesidad de ellos: de su trabajo.

4

Así, inluso la Ley vuelve a mostrar su aspecto simple y armado. Algunos declaran: de acuerdo, debemos convivir, pero no hasta el punto de aceptar que sea puesto en discusión lo absoluto de los valores de nuestra civilización y de nuestra tradición. Aceptamos una sociedad multiétnica, pero a condición de que no sea multicultural. En simples palabras: ellos están entre nosotros, a condición de que se integren. O sea: a condición de someterse y de dejarse explotar. Con el tiempo, a lo largo de algo más de un siglo, fueron elaborados compromisos eficaces para mitigar la dureza del mercado en donde se compra y vende trabajo. Pero estos compromisos pueden ser escamoteados por las leyes de inmigración. La explotación cruda reencuentra, así, un color de legalidad: legítima defensa en una guerra entre civilización. Una bandera aparentemente más humana y decente cubre la prepotencia de quien sabe o se ilusiona con ser el más fuerte. Las armas y las leyes fingen no defender nuestro interés por prevalecer, sino el genuino deseo de preservar nuestra integridad. Los siglos y el mar son grandes e inmensos pensamientos. O tal vez minúsculos, como los sueños que soñamos con los ojos abiertos que creemos y esperamos sean capaces de protegernos. . El castillo Hay una luz cristalina acá en Elsinor, esta tarde de agosto. El mundo que nos rodea es la imagen del orden, de la paz y del buen gusto. Sobre el mar, delante de la costa de Suecia, sobresalen algunas embarcaciones que parecen navegar en diversas cintas del tiempo. Motores que retumban y barcas a remo; barcas a vela aptas para las modernas regatas y un velero de forma antigua, que aún muestra que puede dominar silenciosamente el mar. El palacio real, el castillo de Kronborg, se extiende hacia el mar con sus grandes ventanales y sus torres que parecen todas iguales, pero si miramos con atención cada una es diferente a la otra. Alrededor del castillo, el comercio turístico no es nunca desfachatado. Gentiles camareros marroquíes sirven en una parte del puerto la fresca cerveza danesa. Estamos en el corazón mismo de la civilización, sentados cómodamente sobre nuestras esperanzas. - ¿Harías un espectáculo acá? - ¿En el castillo? - En las salas del interior, o sino – mejor aún – en el patio. - Me gustaría hacer un espectáculo que fuera como una fiesta de corte, con sus lujos y sus venenos. Mientras afuera de los muros están los vendedores ambulantes, el pueblo curioso, los saltimbanquis, los fuegos artificiales y los cañones que disparan salvas. - Y el espectáculo, adentro, será... - ... Hamlet, cierto. El amigo Trevor Davis me propone crear un espectáculo para el castillo de Elsinor, donde, desde hace siglos, los únicos espectros son sólo los teatrales. Apenas traspaso el umbral de la entrada, toda la arquitectura del castillo conduce mi mirada hacia lo alto. Siento un deseo de poblar el espacio abierto que está en medio de los cuatro lados del castillo. Ofelia se ahogará allá en lo alto, en un torrente que corre en el vacío bajo las nubes. Un viejo obispo saldrá del torreón de la iglesia que da al patio del castillo, y entonará una prédica moderna, en vez del ser o no ser. Hamlet será un hijo acechado por un Padre-Fantasma que lo ama y lo acosa desplazándose incesantemente en el vacío sobre los espectadores. He aquí el corazón de mi civilización: del gran teatro y de la pequeña Dinamarca.

5

Luego siento ladrar a los perros. Son muchos. Parecen feroces. El encantamiento del mar sobre el cual se asoma el castillo desaparece, ciegos relámpagos surcan la cristalina luz de agosto. ¿Basta un banal ladrido de perros para hacerme cambiar de idea? La actualidad de la historia tiene muchas voces. Nada de saltimbanquis en torno a los muros del castillo. Y nada de fiesta aristocrática en su interior. Nada de Shakespeare. Sólo las desnudas luchas de poder, los engaños y masacres así como las contó el medieval Saxo, en su elegante latín que poquísimos eran capaces de comprender. Ninguna aparición sobrenatural ni preguntas existenciales: sólo el pánico angustiante por supuestos o reales enemigos. Imagino la ilusoria seguridad de la gente que puebla el castillo. Imagino sus leyes podadas por la retórica de la justicia y reducidas a la pura relación de fuerza, como las que Maquiavelo dictará a su Príncipe, tan simples y privadas de coartadas morales, que su autor apareció ante sus contemporáneos como un emisario del infierno. No es Fortimbrás quien amenaza el castillo, sino ratas y extranjeros. La gente del lugar, por temor a la peste, se lanza a cazarlos con despiadada frialdad. Ve en esos miserables desamparados a futuros enemigos internos, el signo de un asedio que se siente venir. Allí se sitúa Saxo, entre la ley de las Armas y las armas de la Ley, solitario como un ciego. Había descripto en un tiempo a su país como un recamo de aguas, mares y ríos, entre los cuales emergen, engarzadas como joyas, las tierras danesas. Ahora en Elsinor, contempla y describe, sarcástico e inútil, el resurgir de arcaicas barbaries en el corazón mismo de uno de los históricos castillos de mi cultura.

Traducción del italiano: Ana Woolf

6