ESCALERAS ARRIBA Y ABAJO

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Author: Ana Vega Ojeda
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Jeremy Musson

ESCALERAS ARRIBA Y ABAJO Historia de los criados en las casas de campo inglesas

TRADUCCIÓN

Ana Momplet

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INTRODUCCIÓN

Según el famoso Diccionario de la lengua inglesa de Johnson de 1755, un sirviente es «aquel que atiende a otro y actúa a sus órdenes». Resulta curioso pensar que hasta la década de los cincuenta del siglo pasado la palabra era tan común como cualquier otra en el campo semántico de la administración de la casa entre las clases altas y medias, pero en los sesenta y los setenta prácticamente había desaparecido del vocabulario habitual. El diccionario Shorter de Oxford, publicado en 1979, ofrece una definición casi idéntica a la de Johnson, si bien añade una segunda acepción proveniente del inglés tardomedieval: «Persona que tiene la obligación de ofrecer determinados servicios y obedecer las órdenes de otra persona o grupo de personas, a cambio de un salario o jornal».1 Así pues, la palabra «sirviente» ha englobado tradicionalmente el estatus del aprendiz de un oficio en relación con su maestro, y a menudo se extendía a otros empleados. El término «sirviente doméstico» parecería haber surgido para diferenciarse de la acepción cada vez más extendida de sirviente «público», es decir, de funcionario del gobierno. Quienes disfrutan hoy recorriendo las casas de campo comprenderán que el servicio es parte imprescindible de su historia. Igual que las grandes máquinas, estas casas albergaban reuniones públicas y privadas, al ser lugares de residencia y de recepción, así como sedes políticas y de administración estatal. Además de acomodar a la familia propietaria, se construían para albergar a un amplio cuerpo doméstico que llevaba la casa, y cuyas responsabilidades abarcaban desde proveer alimentación, calor y luz, hasta el mantenimiento del contenido y el mobiliario de valor que requería una atención constante. Este libro se centra en el servicio doméstico de las grandes casas de campo, y no tanto de las residencias urbanas y de clase media.2

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El primer capítulo empieza con el siglo XV, y a partir del XVII se dedica un capítulo a cada centuria. Evidentemente, los dos que tratan el período que abarca hasta 1700 son más bien un repaso centrado en el servicio de grandes residencias, analizando su vida y su trabajo a través de fuentes bastante limitadas. A partir del siglo XVII, empezamos a tener un conocimiento más real de las complejas vidas y responsabilidades de los sirvientes en las casas de campo, gracias a memorias y cartas como las de la familia Verney, y obras de autores como Hannah Wolley. Los capítulos dedicados a los siglos XVIII y XIX se centran de manera especial en los distintos roles y responsabilidades del sirviente, identificándolos a través de tratados, listas de jornales y normativas domésticas, junto con cartas y diarios publicados e inéditos, tanto de empleados como de señores. A partir del siglo XX y hasta nuestros días, esta obra se basa más en memorias actuales, incluidas entrevistas con varios empleados domésticos retirados y aún en servicio, así como con propietarios de casas de campo repartidos por toda la geografía británica. Estas memorias vivas nos permiten ver cómo funcionaban las grandes casas en el pasado y cómo lo hacen hasta el día de hoy. A menudo nos llevan al período de entreguerra, cuando los sirvientes de más edad habían aprendido el oficio en la época eduardiana. Uno de los temas recurrentes es el cambiante papel de ambos sexos en el servicio. Por ejemplo, en la Edad Media y la época Tudor, la mayoría del servicio era masculino, incluso en las cocinas, pero a partir de finales del siglo XVII, empezó a haber más sirvientas que sirvientes, y el ama de llaves se hizo con tareas fundamentales en el funcionamiento de la casa, supervisando el trabajo de las sirvientas, como apoderada de la señora. Las labores de limpieza, cocina, lavandería y la lechería se convirtieron en responsabilidades casi exclusivamente femeninas, y podría decirse que las dos últimas siguen siéndolo hoy, a pesar del impacto de la tecnología. Otro asunto destacado es la diferencia entre la casa visible y la casa invisible. En las casas medievales y Tudor había ideales profundamente arraigados que exigían la visibilidad del servicio y defendían una hospitalidad más pública, pero en el siglo XVII el creciente deseo de intimidad trajo consigo un alejamiento de los sirvientes de menor rango de los lugares ocupados por la familia del propietario. Esta separación se logró por medio de divisiones arquitectónicas y a través de la propia organización

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de la casa. Fue entonces cuando aparecieron las primeras escaleras y comedores reservados para los sirvientes y las campanillas para llamar al servicio. A partir de 1777 y hasta 1930, los sirvientes varones, especialmente los lacayos, estuvieron sujetos a impuestos, y en los archivos de algunas casas de campo aún se puede encontrar rarezas como las «licencias para perros, sirvientes y blasones».3 Pero además de aportar su majestuosa presencia vestidos con sus uniformes de colores ricos, conocidos como librea, y sus pelucas empolvadas, los lacayos desempeñaban funciones prácticas, como guardaespaldas y acompañantes en los carruajes, cuando no hacían de mensajeros. Sus responsabilidades manuales diarias, como limpiar la plata y la cristalería fina, eran supervisadas por el mayordomo. La creciente especialización del servicio doméstico, por la que ciertas tareas se fueron vinculando con áreas concretas dentro de la casa y dentro de la zona del servicio, es un rasgo distintivo de los siglos XIX y XX. Es entonces cuando la hospitalidad y la organización de las casas de campo alcanzan su máximo esplendor y se ganan la admiración de los visitantes extranjeros. El comienzo de la Primera Guerra Mundial desencadenó una inevitable disminución en el número de empleados domésticos (por razones económicas, entre otras cosas), y la Segunda Guerra Mundial marcó un hito aún más significativo. No cabe duda de que la aparente desaparición del estilo de vida de la casa de campo atendida por un servicio conforme avanza el siglo XX, y a pesar de haber sido un elemento definitorio de la imagen británica en los siglos precedentes, es un tema fascinante por sí mismo. Sin embargo, ¿fue este un corte tan radical? Varias casas de campo mantuvieron cuerpos de casa sorprendentemente extensos hasta los años sesenta, y algunos, incluso más. La dramática imagen de la procesión funeraria tras la muerte de Andrew Cavendish, XI duque de Devonshire, en mayo de 2004, es un elocuente testimonio de la existencia de casas de campo con un personal muy completo y cuyos propietarios siguen disfrutando del servicio de personas preparadas e implicadas que se enorgullecen al máximo de su papel.4 Cabe recordar que en la Edad Media, los empleados domésticos de mayor rango, ya de por sí pequeños propietarios, aceptaban gustosos su estatus como sirvientes de un noble. La palabra no tenía el estigma social

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que empezó a lastrarla a principios y mediados del siglo XX. Es más, hasta el siglo XVIII, curiosamente la palabra «familia» se utilizaba también para referirse a todas las personas que vivían bajo el mismo techo, englobando a todos los empleados que residían en la casa, aunque se utilizaba con la acepción latina legal que alude a todas las personas bajo la autoridad del páter familias.5 A partir de finales del siglo XVII, los sirvientes empezaron a buscar la manera de progresar, ya fuera con un trabajo nuevo o mejor, a veces incluso dejando de lado el servicio doméstico,6 aunque la palabra «sirviente» seguía utilizándose para hacer referencia a hombres y mujeres con gran experiencia y habilidad, como los administradores, los cocineros franceses y las amas de llaves. Es más, el mundo del servicio doméstico estaba sujeto a una enorme jerarquización interna, reflejada en diferentes códigos, como el tratamiento, la indumentaria, las comidas y el alojamiento. Cuanto mayor fuera el sirviente, más estatus tendría y más retribuciones disfrutaría por su posición. Y, evidentemente, los puestos con más beneficios extra resultaban especialmente atrayentes. En 1825, un lacayo podía ganar 24 libras al año y tenía alojamiento, vestuario y gran parte de la comida gratis (además de posibles propinas), lo cual es bastante en comparación con el salario medio de un agricultor, que rondaba los 11 chelines a la semana, con alguna mejora en temporada de cosecha, y teniendo en cuenta que con eso tenía que cubrir su alimentación y vestuario, el de la familia y pagar el alquiler.7 En la década de 1870, un cocinero francés podía ganar hasta 120 libras anuales en una casa de campo, mientras que un mayordomo se tenía que conformar con unas 80. El sueldo de los lacayos más jóvenes rondaría las 28 libras al año, más comida, alojamiento y una asignación para ropa y polvos para el peinado. Estos datos sitúan a los sirvientes de las casas de campo muy lejos de los trabajadores industriales, peor pagados en aquella época. Un estudio de la mano de obra realizado en Salford en la década de 1880 sugiere que más del 60 por ciento de los trabajadores de la industria vivían en la pobreza, con un salario inferior a los 4 chelines semanales para costearse cobijo, vestuario y comida.8 Un tema fundamental y recurrente a lo largo de los siglos es la interdependencia dentro del mundo de las casas de campo. Muchos sirvientes trabajaban para la misma familia durante prácticamente toda su vida, y en

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muchos casos surgió entre ellos un enorme apego, lealtad y respeto mutuos. Para encontrar un ejemplo sumamente evocador y bastante conocido de este vínculo no hay más que acudir a la serie de retratos que encargó la familia Yorke durante el siglo XVII de sus sirvientes en Erddig, cerca de Wrexham (hoy propiedad del National Trust, el Patrimonio Nacional británico), y a los versos describiendo y celebrando su papel en la casa. De hecho, encargaron más retratos de sus sirvientes que de la propia familia.9 Ya en la Edad Media podemos encontrar legados a empleados concretos como reconocimiento a la confianza y la lealtad demostrada, además de para asegurar su bienestar en la vejez. Después de la Edad Media, el cambio en la percepción de la libertad individual hizo que se replanteara el papel y la profesión del sirviente doméstico interno, cuya vida reglamentada y dependencia hacían posible la existencia de la casa de campo. Los desafíos al poder establecido de los terratenientes, unidos a los cambios derivados de la revolución individual y un renovado idealismo político, tuvieron un impacto significativo en la percepción de los sirvientes de su propio trabajo. A comienzos del siglo XIX la palabra ya había empezado a adoptar tintes negativos relacionados con la sumisión a un sistema de clases inflexible. Por ejemplo, William Tayler, lacayo de gran experiencia, escribía en su diario en 1837: «La vida del sirviente de un caballero es como la de un pájaro enjaulado. Está a refugio y bien alimentado, pero falto de libertad, y la libertad es el bien más preciado y dulce para todo inglés. Por tanto, preferiría ser un gorrión o una alondra, tener menos refugio y alimento, y disfrutar de más libertad».10 Sin embargo, en otro comentario decía que no podía comprender el desprecio con el cual comerciantes y mecánicos miraban a los sirvientes domésticos cuando veían mucho más mundo que ellos, al estar expuestos al contacto con mayor variedad de gentes, mayor riqueza de experiencias y mayor movilidad. Independientemente del concepto que se tenga hoy en día del servicio doméstico, no cabe duda de que fue un elemento definitorio en la vida de las casas de campo durante siglos, y estas páginas ofrecen una muestra de la extraordinaria variedad de hombres y mujeres que pasaron por ellas y cuya aportación debería ser valorada como merece. La historia del sirviente en la casa de campo es una historia muy humana, y tan variada como la de cualquier vida profesional en la agricul-

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tura o en la industria. Ahora bien, también es una historia algo inusual pues, a diferencia de la enorme mayoría de empleados domésticos, que trabajaban solos haciendo todo tipo de tareas en residencias de clase media en la ciudad, los de las casas de campo tenían más oportunidades de progresar profesionalmente y de tener una vida social. Por encima de todo, la historia del sirviente de una propiedad de las dimensiones que fuese parece ser siempre la de una comunidad de personas cuyas vidas personales y profesionales estaban íntimamente relacionadas, a menudo en el seno de un entorno autosuficiente y aislado en una propiedad agrícola.11 En 1908 el estadístico W. T. Lanyon escribió lo siguiente acerca del entorno de una casa de campo: «Las instalaciones eran una población del tamaño de una aldea: hacía falta varios lacayos para llevar el carbón, encender fuegos y ocuparse de las muchas velas y lámparas».12 Las vidas de los sirvientes se reflejaban en la misma forma y distribución de la casa de campo, tema que se analizará a lo largo de todo el libro. De hecho, aunque haya quedado menos documentado en los libros de historia que aquellos a quienes servían, el servicio doméstico componía el mayor contingente de dramatis personae (personajes) de la casa de campo. A finales de la Edad Media y durante la época Tudor, las residencias nobles podían llegar a albergar cientos de sirvientes internos, mientras que en los siglos XVIII y XIX ya se había reducido a entre veinticinco y cuarenta. Aparte, solía haber otros empleados dedicados a los jardines y la granja de la hacienda. Incluso si nos acercamos a la memoria más reciente, en 1939 una familia terrateniente de seis integrantes podía tener un cuerpo de casa interno de hasta veinte personas a su servicio. No existe ningún registro estadístico nacional dedicado exclusivamente a los empleados del servicio doméstico en las casas de campo. Durante la época Tudor, las casas más importantes del país podían albergar a varios miles de empleados, desde los ayudas de cámara más distinguidos hasta el mozo que giraba el espetón en la cocina. Es probable que hubiera unas mil quinientas grandes residencias con cuerpos de casa de entre cien y doscientas personas.13 A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, las grandes casas de campo solían contratar entre treinta y cincuenta empleados, y si incluimos al personal de exteriores, jardineros, mozos de cuadra y guardabosques, el

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total podía multiplicar esa cantidad. El duque de Westminster tenía más de trescientos sirvientes en Eaton Hall en la década de 1890, mientras que el duque de Bridgewater contaba con cerca de quinientos en Ashridge, y se dice que nunca rechazaba a los vecinos que se presentaban en su casa en busca de trabajo. En Welbeck Abbey, en Nottinghamshire, el duque de Portland tenía cerca de trescientos veinte sirvientes en 1900, y su gobierno se recuerda como un «poder indiscutible y casi feudal».14 Los grandes terratenientes a menudo tenían a sus empleados domésticos repartidos entre dos o tres residencias, además de la casa de Londres, aunque en muchos casos solo se trataba de personal mínimo, mientras que los empleados más cualificados e imprescindibles viajaban con los señores de un lugar a otro, en operaciones logísticas impresionantes. En esos casos, los sirvientes de la casa de campo también iban a ocuparse de la residencia de Londres cuando la familia se trasladaba a la ciudad.15 Sin embargo, aun en la época de mayor esplendor de estas residencias, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, la cantidad de sirvientes contratados en las casas de campo más adineradas y nobles no superaría el 15 o el 20 por ciento de personas dedicadas al servicio doméstico en todo el país.16 Durante aquella época, el servicio doméstico era una de las principales formas de empleo. Así, por ejemplo, en 1851, 905.000 mujeres y 134.000 hombres trabajaban de sirvientes. En 1901, la cifra total a nivel nacional rondaría los dos millones de personas en una población de cuarenta millones, lo cual dejaba al servicio doméstico en primer lugar entre las profesiones ejercidas por mujeres, y la segunda profesión entre hombres y mujeres juntos, después de la agricultura.17 En el censo de 1911, se estimaba que 1,3 millones de británicos se dedicaban al servicio doméstico, superando los 1,2 millones del sector agrícola y los 970.000 de la minería de carbón (y, curiosamente, el mismo número de personas se dedican a la enseñanza en la actualidad).18 Después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo de las casas de campo cambió radicalmente, y las antiguas comunidades de sirvientes, cerradas, estratificadas y jerarquizadas, desaparecieron. Las mismas casas que hervían de actividad, al menos «bajo las escaleras» y tras la puerta de paño verde (inventada en el siglo XVIII para aumentar el aislamiento acústico), se convirtieron en lugares más tranquilos y vacíos, en un proceso que em-

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pezó en la década de 1920 con el aumento de impuestos y los efectos de la gran depresión. Después de 1945, una vez concluida su función durante la guerra, muchas grandes casas de campo no volvieron a ser ocupadas por sus propietarios, que ya no podían permitirse contratar el personal necesario para mantenerlas. Las casas de campo no pueden funcionar sin ayuda, y aquellas que sobrevivieron en manos privadas lo lograron, y algunas aún funcionan, gracias a la dedicación y lealtad del servicio. Aunque aún existen los mayordomos, los administradores, las amas de llaves y los cocineros, pocos son internos. La segunda mitad del siglo XX pasó a ser la época de la ayuda externa, la de los empleados de limpieza enviados por agencias de forma regular, o para recepciones a gran escala y eventos especiales. Según Fiona Reynolds, directora general del Patrimonio Nacional británico, la mayoría de ciudadanos de Gran Bretaña tenemos algún antepasado en el servicio doméstico, que hace menos de cien años era uno de los principales sectores laborales. Este hecho despierta nuestro interés por el funcionamiento de las casas y los espacios destinados al servicio, más allá de los salones oficiales. Al fin y al cabo, ambos fueron siempre completamente interdependientes.19 Aunque pueda parecer que los sirvientes de casa de campo pertenecían a un grupo aislado y apenas relevante para el resto del mundo, en realidad se trataba de los mismos que viajaban entre la casa de campo y la residencia en Londres, donde tenían lugar tantas recepciones políticas, y por tanto, también desempeñaban un papel importante en aquella arena.20 Los sirvientes de la aristocracia eran precisamente quienes se encargaban del escenario y el vestuario de los protagonistas de la política británica. Es más, los empleados domésticos de las casas de campo son una constante en muchas de las grandes novelas e historias que definen nuestra identidad nacional, tanto a nuestros ojos como ante los de los extranjeros. Cuando emprendí este proyecto, acudí al profesor Cannadine, por entonces director del Instituto de Investigaciones Históricas de Londres, en busca de asesoramiento. Sus primeras palabras fueron: «Estudie cuidadosamente a P. G. Wodehouse».Y tenía razón, pues Wodehouse ha contribuido a dibujar la figura del sirviente en el imaginario moderno. Sus historias son un estudio de la vida de la clase alta, pero, con todo su humor, es su atención al detalle lo que las hace tan efectivas, esa mezcla de formalidad

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e intimidad, y el reflejo de la fuerte dependencia de la clase alta en las personas que trabajaban para ella. Jeeves era un sirviente, un ayuda de cámara, un caballero al servicio de caballeros, era más que un mayordomo propiamente dicho, pero los ayudas de cámara o valets se convertían con frecuencia en mayordomos y viajaban a muchas casas de campo como tales, igual que Jeeves en sus andanzas.21 Si comparamos a Jeeves con el otro mayordomo creado por Wodehouse, Beach, paciente mayordomo del conde de Emsworth en el castillo de Blandings, es evidente que están cortados por un mismo patrón. No obstante, cabe recordar el delicioso tira y afloja entre el conde y su jardinero jefe, el duro y práctico Scott McAllister. Esas sutiles batallas de ingenio debían de ser una constante en las casas de campo inglesas, entre los sirvientes más experimentados y sus señores. La relación del sirviente astuto y un amo no tan hábil ha sido un tema habitual desde los dramas de la Roma clásica, en los que los siervos y esclavos se podían presentar como personajes arteros o estúpidos. La heroica figura de Fígaro en la famosa ópera de Mozart es un ejemplo clásico del sirviente avispado que burla astutamente a su señor. Napoleón describía al personaje original de la obra de Beaumarchais, en la que Mozart basó su ópera, como una «revolución en acción».22 Las luchas de los sirvientes, su derecho al respeto como individuos y su estatus dependiente y a menudo vulnerable fueron foco especial de atención para el novelista del siglo XVIII, aunque a veces se retratara de forma tragicómica. En Moll Flanders (1722), Daniel Defoe presenta a una bonita joven que entra a trabajar para una familia como criada y es seducida por uno de los hijos, lo cual le lleva a embarcarse en una extraordinaria vida de picaresca. Pamela, de Samuel Richardson (1741), describe los esfuerzos de una atractiva criada para resistir los embates de su joven señor tras morir la madre de este, con la esperanza de casarse algún día, lo cual acaba logrando. Su historia le pareció tan piadosa e improbable a Henry Fielding que escribió una parodia titulada Shamela, y posteriormente una secuela, seguramente más conocida, Las aventuras de Joseph Andrews (1742), sobre su hermano ficticio e igualmente virtuoso. El protagonista de Humphrey Clinker (1771), de Tobias Smollett, es un respetable joven que entra a trabajar de lacayo y sirve lealmente a su señor

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sin saber que en realidad es su hijo secreto, hasta que finalmente lo descubre. Vanity Fair, de William Makepeace Thackeray (1847-1848), destila la curiosa intimidad de la vida de sirvientes y señores, y narra la historia de una astuta y seductora institutriz llamada Becky Sharp, completamente opuesta al resto de sirvientes que llevan la casa de campo del barón sir Rawdon Crawley, con cuyo hijo acaba casándose. Charlotte Brontë hace otro vivo retrato del proceso de una mujer soltera y educada en el servicio en Jane Eyre (1847), esta vez en una casa de campo aislada, donde trabaja como institutriz junto al ama de llaves y otros empleados, a menudo en ausencia de su señor. Lo mismo se puede decir de Otra vuelta de tuerca, de Henry James (1898), aunque es poco probable que James tuviera un conocimiento tan directo de ese mundo como el que Brontë plasmó en su novela. La casa de campo de John Galsworthy, situada en 1891 y publicada en 1907, arranca con la descripción del cochero, el primer lacayo y el segundo mozo de cuadra, estos dos últimos vestidos con «chaqueta larga de librea con botones de plata, un aspecto ligeramente atenuado por la elegante copa de su sombrero», esperando en una estación de tren a que lleguen los invitados a un convite de varios días,23 acontecimiento imprescindible en la vida de las casas de campo durante los siglos XVIII y XIX. No podemos saber hasta qué punto eran realistas estos retratos. En 1894, el novelista George Moore escribió la historia ficticia, y bastante improbable, de una doncella llamada Esther Waters que es seducida por otro sirviente y queda embarazada de él. Tras ser deshonrada y rechazada en un principio, acaba regresando a la casa para casarse con su seductor y cuidar de su singular y piadosa señora, que ha terminado arruinada y vive confinada en varias habitaciones de su casa de campo, ya desprendida de su antigua opulencia. A pesar de que se crio en una casa de campo irlandesa y podía saber de primera mano lo que era tener sirvientes, parece ser que George Moore pagó a la mujer de la limpieza para que le contara detalles sobre la vida de una criada mientras escribía su obra.24 Por su parte,Vita Sackville-West ofrece en Los eduardianos (1930) un excelente retrato de la vida en una casa de campo, donde un duque se apoya en la poderosa seguridad emocional que le ofrecen los sirvientes que le criaron y trazaron su carácter, y

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para ello se inspiró en sus propios recuerdos de infancia en una casa con servicio en Knole. Probablemente sean las novelas escritas en el período de entreguerras las que más contribuyeron a nuestra visión imaginada de la vida con servicio. Así, por ejemplo, el escalofriante retrato de la señora Danver, siniestra ama de llaves de Rebecca, el misterioso mayordomo Phibrick, creado por Evelyn Waugh en Decadencia y caída (1928), o su descripción de la conmovedora visita de lord Sebastian Flyte a su niñera en Retorno a Brideshead (1945). A diferencia de estos, las novelas de Agatha Christie están plagadas de doncellas, secretarios, criadas, cocineros, mayordomos y jardineros a menudo estereotipados. La famosa novela El amante de lady Chatterley (1960), de D. H. Lawrence, se centraba en la relación entre un guardabosques y la esposa de su señor. Curiosamente, en el juicio que surgió a consecuencia de las gráficas descripciones eróticas de sus páginas, la acusación por obscenidad se derrumbó en parte cuando el abogado de la acusación dijo: «¿Es este un libro que le gustaría que leyeran su esposa o sus sirvientes?», comentario que acabaría convirtiéndose en una cause célèbre ilustrativa del abismo existente entre el mundo privilegiado del establishment que empleaba sirvientes, y las libertades fundamentales del resto. Aquel comentario acabó siendo el centro del juicio y la acusación terminó convirtiéndose en una broma. Al final, Penguin ganó el caso y vendió dos millones de copias de la obra. ¿Por qué no iba a poder elegir un adulto qué libro leía a finales del siglo XX?25 En los años setenta, la popular serie de televisión Arriba y abajo recreó la vida en la residencia de un parlamentario británico en Londres, siguiendo las historias paralelas de los sirvientes y la familia del señor. Aunque se planteó como una comedia, acabó convirtiéndose en una serie dramática. Otro ejemplo más reciente es la novela de Kazuo Ishiguro, Lo que queda del día (1989), fruto de la imaginación más que de la observación, llevada al cine en 1993. Este evocador relato de las tensiones personales y profesionales que viven los sirvientes superiores de una casa de campo a mediados del siglo XX entreteje sus vidas con los acontecimientos políticos del momento. La película Gosford Park (2001) de Robert Altman, basada en el guion de Julian Fellowes, acertó en su singular retrato de la vida de los señores

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desde el punto de vista del servicio. En una conversación reciente, el señor Fellowes me comentó: «Lo que quería decir era que en estas grandes casas había dos mundos distintos funcionando a escasos metros el uno del otro». Le fascinaba el complejo mundo de las casas de campo y todo lo que se suponía que los sirvientes debían saber, aunque también hablaba del riesgo de insinuar que todas las casas eran iguales en todo: «Discutimos mucho sobre los menús del día y si se le enviaban a la señora en una bandeja de plata o no. Nos asesoraron varios sirvientes retirados que recordaban la década de los treinta, y todos ellos hablaban de formas distintas de hacer las cosas».26 Al referirse a los servicios domésticos modernos, el señor Fellowes opinaba que «el dinero se gasta siempre en la comodidad y parte de ello reside en sentirse bien cuidado. Cada generación desarrolla una versión distinta de esa idea, y lo que hoy encontramos a menudo es un servicio “no permanente” en el que se contrata cocineros con regularidad para celebrar fiestas, pero no son empleados permanentes, lo cual confiere una fluidez propia del servicio de las casas del siglo XVIII».27 Las casas de campo en fincas más grandes que siguen siendo propiedad privada cuentan con un personal que se ocupa de la familia, la casa, el jardín y los terrenos. Cuando a lo largo de los años setenta y ochenta se empezó a abrir las casas de campo al público, aumentó el número de empleados en la mayoría de ellas, y volvieron a recordar a los cuerpos de casa de antes de la guerra. Muchos de ellos ya no son «internos», pero aún es habitual encontrar al menos a un empleado viviendo en un piso o en una casa adosada, por razones de seguridad. Algunos sirvientes de casas de campo se alojan dentro de la finca o en los alrededores y acuden a trabajar diariamente. Como dijo la condesa de Rosebery durante un paseo por la casa familiar en 2008: «Ahora tenemos vida privada, tanto nosotros como ellos».28 La reducción del servicio también ha traído consigo una dinámica distinta en las relaciones. Christine Horton lleva las riendas de Bryngwyn, una compacta casa de estilo georgiano propiedad de la marquesa de Linlithgow. Hace veinticinco años entró como niñera del hijo de la marquesa, y hoy, además de su ayudante personal, cocinera y ama de llaves, es una amiga más. Como ella misma dice: «Creo que mi relación con la familia ha durado bastante más que muchos matrimonios».29

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Los Lowsley-Williams viven en Chavenage, una casa señorial en Gloucestershire, completamente entregados a los cuidados de su empleada doméstica, Della Robins, que llegó para ayudar con los niños hace cuarenta y ocho años, y ahora trabaja como asistenta. La señora Robins recordaba en una entrevista: «Cuando llegué a la casa, había un mayordomo, un ama de llaves, un cocinero, una niñera, y dos o tres empleadas de la limpieza; ahora solo estoy yo».30 En 2006, sir David y lady Mary Mansell-Lewis seguían viviendo al estilo tradicional en el castillo de Stradey, en Gales del Sur, si bien con muchos menos empleados de los que tenían unas décadas antes. El momento más conmovedor de mi entrevista con sir David (fallecido en 2009) y su antiguo chófer, Ken Bardsley, probablemente fue cuando recordó el día en que escogió a Bardsley de entre una fila de candidatos para ser su soldado-sirviente cuando aún estaba en la Guardia Galesa: «No podía imaginar que estaba eligiendo a quien iba ser mi amigo durante toda la vida».31 Holkham Hall, en Norfolk, es una gran casa de campo aún en manos privadas y que todavía funciona en el corazón de una enorme finca. Antes de la Primera Guerra Mundial la casa contaba con cincuenta empleados, mientras que en 2006 el conde solo tenía contratados a un administrador, un mayordomo, un cocinero y tres asistentas que venían diariamente, para cuidar de la familia y de la residencia, «con mucha ayuda de la tecnología» y con el apoyo administrativo de las oficinas de la finca. Además de tres jardineros a tiempo completo, la casa y la finca se mantienen con ayuda de un departamento de obras, un departamento de bosques y un departamento de granjas.32 Gran parte de lo que desapareció del mundo de los grandes cuerpos de casa de antes de la guerra y la posguerra más inmediata sigue vivo en la memoria. El capítulo final de este libro recoge los recuerdos de una serie de personas que trabajan o han trabajado en casas de campo, y ofrecen su percepción de lo que eran las antiguas casas de campo y de una vida enteramente dedicada a la de otros. Algunos terratenientes que crecieron en casas de campo antes de la guerra también guardan recuerdos sumamente vivos. Los condes de Rosebery me enseñaron el conjunto de cuartos interiores y los áticos de Dalmeny, en Escocia, y tuve la oportunidad de comprobar que habían te-

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nido la misma función desde principios del siglo XIX hasta la década de 1960. El actual conde, nacido en 1929, aún recordaba la época en la que aquellas habitaciones estaban ocupadas por el antiguo servicio cuando era pequeño, y las criadas llevaban cubos de carbón ayudándose de un yugo. Durante nuestro paseo, el conde me describió con precisión casi cinematográfica lo que recordaba de los empleados que trabajaban para su padre, hijo de un importante primer ministro de la época victoriana y de una integrante de la familia Rothschild.33 En la actualidad, los Rosebery residen en un cómodo apartamento en el primer piso de la casa, mientras los grandes salones oficiales de la casa están abiertos al público y solo se utilizan en ocasiones especiales. En la despensa del mayordomo (hoy almacén), había un lavabo bajo la ventana, un calientaplatos y una mesa, además de varias cómodas sillas. Lord Rosebery recordaba: «El mayordomo tenía un office en otro sitio, pero pasaba gran parte de su tiempo aquí». En la época de sus padres había un mayordomo, dos lacayos y un mozo. «El lacayo dormía en una pequeña habitación junto a la despensa, para estar cerca de la sala donde se guardaba la plata».34 Al otro lado de la despensa del mayordomo hay una serie de offices y la antigua salita del ama de llaves se ha convertido en la concurrida oficina de los administradores de la finca. Según lord Rosebery: «El ama de llaves y el chico para todo estaban siempre aquí, pero el resto de los empleados viajaban continuamente con mis padres entre sus otras casas». Al pasar por la antesala de la cocina* recordaba cómo «aquí preparaban el desayuno y el té de la tarde y dejaban la cocina libre para las comidas principales». La antigua sala del servicio tiene un amplio espacio en un extremo, donde solían lavar los platos de las comidas del servicio: «Nadie que no

* Sala conocida como droguería en la mayoría de las grandes casas y castillos de toda Europa al menos en época medieval. Allí se preparaban medicinas, cosméticos, aceites esenciales y productos de limpieza doméstica, además de hacer cerveza y vino. Era un espacio de trabajo: parte laboratorio, parte enfermería, parte cocina. Con el paso del tiempo, al extenderse las farmacias y comercializarse los productos, la droguería se convirtió en un anexo de la cocina, dedicado a la preparación de mermeladas, gelatinas, tartas y bebidas caseras, y como despensa de productos perecederos. (N. de la T.).

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JEREMY MUSSON

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trabajara en la cocina podía entrar allí». La planta baja de la cocina es hoy una sala de conferencias, y aunque todavía se puede ver el horno de asar, la mayoría del mobiliario se quitó cuando instalaron la electricidad en los años treinta. «También había una habitación para la leña y otro cuarto para el “chico para todo”. En los planos originales de la casa, este espacio figuraba como “casa de secado”* y recuerdo que la utilizaban para despabilar y rellenar las lámparas de aceite». ¿Con qué empleados cuenta en la actualidad? «En los años setenta teníamos unos cuatro internos, el cocinero, un ama de llaves, la niñera y su ayudante. Ahora hay dos empleados que limpian nuestro piso y los salones abiertos al público, además de los despachos de la finca, pero no tenemos cocinero. Vienen de nueve a cinco y no tenemos ningún empleado interno». Dado que ha habido muchos estudios acerca del servicio en distintas épocas, este libro pretende hacer un amplio barrido por la historia, acercando el mundo del paje medieval al del lacayo de la época eduardiana, y la botería y la despensa de las mansiones Tudor a la despensa del mayordomo de las casas decimonónicas. Más allá de la personalidad, la forma y la atmósfera de las casas de campo, el tema ofrece muchas lecciones sobre la condición humana. Puede que para muchos sirvientes su trabajo fuera solo un empleo, algunos hasta se sentían explotados e insatisfechos, pero otros encontraron tanta satisfacción en ello que pasaron toda su vida profesional sirviendo a la misma familia, en muchos casos progresando de tareas serviles a otras de gran responsabilidad. La comunidad que vivía «bajo las escaleras» a menudo parece un entorno cálido y colorido a pesar de las inevitables tensiones y desencuentros. Henry Moat, célebre mayordomo de Renishaw Hall, cuyo papel en la vida de Osbert Sitwell le valió un lugar en el Nuevo diccionario Oxford de biografía nacional, escribió a su antigua señora lady Ida Sitwell recordando con cariño su entrada en el servicio en 1893: «Era usted una joven y hermosa dama, rebosaba energía y diversión. Por nada del mundo me hubiera perdido este trabajo… Ahora que lo pienso, nunca me sentí solo, y no lo digo por decir».35 * Las oast houses son unas estructuras típicas del campo inglés diseñadas para secar verduras y plantas conocidas como hops (lúpulo). (N. de la T.).