Ernesto Thomas

LA NUEVA INQUISICIÓN

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“Definir a la locura o a una “psicosis” es tan absurdo como pretender definir a un determinado tipo racial, y pretender, en base a ello, justificar la discriminación a través de este pretendido criterio”. ERNESTO THOMAS 13/ 08/ 2012

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“Fachada del Hospital Vilardebó, verdadera Bastilla de la “Salud” Mental, ubicada en la ciudad de Montevideo, Uruguay, donde el autor de este libro estuvo prisionero durante cinco años, y donde los discriminados culturales son obligados a recibir drogas y electroshocks contra su voluntad”.

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PRÓLOGO El autor de este libro, Ernesto Thomas González, es un paciente psiquiátrico de 44 años, estudiante de Filosofía de la Universidad, en la ciudad de Montevideo, Uruguay, que fue tratado por este grupo de expertos en psiquiatría desde los once años, y que, actualmente, lleva viviendo más de veinte años en una clínica siquiátrica, un tipo de institución a la cual el autor se refiere en este libro como “centros de reclusión cultural” En este libro, el autor expone la ilegitimidad, tanto moral, como pretendidamente científica, de la razón de ser de la Psiquiatría y de la Psicología, y relaciona a estas instituciones con una verdadera policía cultural, que actúan movidos por el prejuicio cultural y que solo pueden existir en una sociedad donde hasta el último de los ciudadanos más comunes tienen fe en dichas instituciones. El autor plantea una analogía entre el prejuicio racial, que es sentido como una “realidad” tan obvia para el discriminador, aparentemente tan “objetiva”, y el prejuicio de “la locura”, o lo “loco”, que parecería tan obvio y “objetivo” a primera vista. Sin embargo, el autor concluye que ni la idea de las llamadas “razas”, ni las ideas de los estereotipos de “locura”, resisten el más mínimo análisis racional alguno, y las califica como “pseudo conceptos fantasmas”. El autor concluye que definir a una raza, o definir un tipo de locura, es algo tan absurdo como pretender hacer una definición objetiva de lo que es la fealdad. Debido a esto, se explica porqué todas las definiciones de los tipos raciales han sido todas ellas vagas, ambiguas, confusas, generales, imprecisas e inconsistentes, y han terminado por caer en desuso, así como son igualmente vagas, generales., imprecisas, y contradictorias, las definiciones de “salud mental”, de “psicosis” y de “esquizofrenia”. El autor desarrolla una verdadera tesis acerca de la psicología y de la psiquiatría, a las que denomina “las nuevas Inquisiciones Post Modernas”, y revela el lado oscuro de estas pretendidas ciencias, cuyos diagnósticos están condicionados, no por un marco teórico digno de un científico, sino por un expreso prejuicio cultural hacia seres humanos, que son discriminados de la misma manera, y casi con la misma justificación racional y teórica, con la que se puede discriminar a un individuo por ser feo, o perteneciente a un diferente tipo físico o cultural. En este libro, que en un principio, el autor había pretendido que fuera una segunda extensión de su libro anterior, titulado “LAS AVENTURAS DE DON JUAN”, pero que, debido a su extensión y contenido, decidió crear un libro aparte, se desarrollan diferentes tópicos. Se llega a la conclusión que la pretendida seriedad científica y moral de estas instituciones psiquiátricas, se encuentran muy lejos, o incluso son opuestas, a la imagen pública y social que pretenden trasmitirles, tanto a los pacientes, como a sus familias, y al público en general.

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La primera parte de este libro, se corresponde a la primera parte del Epílogo del libro “LAS AVENTURAS DE DON JUAN”, y se expone en el, el carácter de verdaderas instituciones inquisidoras de la Psicología y la Psiquiatría, y su carácter moralista y represor. Al final del libro, el autor recoge tres definiciones redactadas por la Organización Mundial de la Salud, a saber, las definiciones de “Salud Mental”, de “Psicosis” y de “Esquizofrenia”, que son analizadas objetiva y despiadadamente por el autor, siendo estas tres definiciones, la base doctrinal en la que se apoyan estas instituciones para ejercer su poder como verdaderas policías culturales. En el análisis de dichas definiciones, se desprenderá sus absolutas faltas de coherencia, de unanimidad de criterios, y el carácter absolutamente absurdo y hasta ridículo de estas tres definiciones, que son tenidas como la raíz del soporte teórico de estas pretendidas ciencias que practican la discriminación y el prejuicio cultural, en nombre de la Ciencia, la Moral, y la Salud Mental. A partir de la redacción de este libro, se marcará un nuevo tiempo, tanto para la Psicología, como para la Psiquiatría, ya que, desde ya, estas disciplinas deberán optar por elegir un nuevo maquillaje para justificar sus arbitrariedades, o despojarse crudamente de él, y mostrarse al gran público en su verdadero carácter nefasto e inquisidor, como de verdad son. Por primera vez en la Historia de la Humanidad, los “locos” tenemos voz, expresada clara y concienzudamente en el transcurso de las páginas de este libro. Es una voz, que, hasta el momento, había permanecido casi como si estuviera oculta, o en segundo plano. Era una voz que parecía un vago y largo susurro, que, sin embargo, trepaba y trepa por las habitaciones de los hospitales. Una voz, que, hasta entonces adormilada, aún no había desarrollado al máximo su estructura ni su coherencia. Una voz que pasaba desapercibida, o que se recitaba de a fragmentos, en el lenguaje popular de la gente común, y de los llamados “pacientes psiquiátricos”. Era una voz, hasta el momento vaga e intuitiva, un fuerte parecer intuitivo, de que las cosas no parecían ser como aparentaban, que hay otra verdad que no es dicha, o es omitida, o que no era revelada. Es una voz, que se reflejaba en ciertas pequeñas inconsistencias y detalles, y “cosas que no cerraban”, o que “no convencían”, o que, al menos, “no convencían del todo”, acerca de la realidad de los llamados “locos”. Esta voz, tan milenaria como la Historia, ahora se expresa clara y concienzudamente, cruda y nítidamente, en las páginas de este libro. Ahora, desde ya, los “locos” tenemos voz, una voz muy clara, precisa y potente.

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Una Voz que, desde la redacción de este libro, es una voz que se tornará conciencia, y es una voz que se tornará en grito, y el grito, en una revolución ante las instituciones represivas de la Nueva Inquisición, que, desde ya, no podrá volver jamás a ser la que fue antes, ni a ejercer con tanto despotismo e hipocresía sus discriminaciones culturales. Este libro, fue terminado de redactarse el 30 de Setiembre de 2012, y termina con una proclama, dirigida a los millones de seres humanos en todos los países del mundo, que sufrimos la discriminación cultural en todo el planeta. El autor propone, que este día de la culminación de esta obra, sea considerado como el “Día Internacional del Discriminado Cultural”, y propone, como medida de lucha, que en todos los centros de reclusión cultural, llamados manicomios, en esta fecha, los pacientes se nieguen en masa a ingerir ese veneno diario, que estos señores con título académico tienen a bien en denominar “psicofármacos”. En conmemoración del día de hoy, 30 de Setiembre de 2012, el autor compuso una marcha en un teclado electrónico, que tituló “30-9-2012-Día Internacional del Discriminado Cultural”, y recién, hace pocos minutos, el autor envió esta marcha en un e-mail colectivo a varios parientes y amigos, aunque sabiendo de antemano que recibirá una ausencia de respuesta verdaderamente positiva a su proclama. Es una propuesta del autor, que esta marcha, compuesta en la tarde del día de hoy, sea usada como una herramienta de protesta en los diversos centros de reclusiones culturales, al ser emitidas a fuerte volumen por los equipos de audio, por los discriminados culturales de todos los países, en todos los manicomios, de todas partes del mundo. Sin más, espero que este libro, sea o no del agrado del lector, le de un material suficiente como para ponerse, al menos, a reflexionar sobre este tema, de la mano de un autor que ha padecido y vivido personalmente este tema desde muy cerca y en carne propia. Sin más comentarios, el autor agradece su interés y comprensión:

El Autor.

Montevideo, 30 de Setiembre de 2012.

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“Dedicado a José Sturla, Engelberg Lucas, Danielito, Mónica Jorajuría, Santiago, el Beto, Ricardo Adjadev, Joaquín, Gerard, y a todos los millones de compañeros de infortunio en todos los países del mundo, que, como yo, sufrimos durante todas nuestras vidas el encierro en centros de reclusiones culturales, y la discriminación de esta nueva Inquisición Post Moderna, todos y cada uno de nuestros días”.

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PARTE I -la Nueva Inquisición-

I

Al día siguiente, me levanté a las ocho de la mañana, desayuné, y luego fui al Hospital Maciel a ver a la loca al revés de mi psiquíatra. Esperando el turno para ser atendido, en la sala de espera de la sección de psiquiatría del Hospital Maciel, había afiches en las paredes, llenos de problemas y patologías. “Campaña contra el tabaquismo” “Campaña contra el alcoholismo” “Contra la drogadicción” “Contra la violencia doméstica”, etc. Eran solo temas que contarían sin duda con la aprobación o reprobación del 100% de la población del país, sin vacilación ninguna. Nadie les negaría la aprobación a lo que supuestamente combaten en esos carteles. Luego, para contrastar, había un afiche muy positivo, que declaraba los derechos que el Estado proporcionaba a la “Unión Concubinaria”, y de “La XXI Feria del Libro”. Todo para demostrar que el Estado Uruguayo, que estaba detrás del Ministerio de Salud Pública, era muy humano, y se interesaba por el bienestar de la gente, y que garantizaba todos los derechos a sus ciudadanos. Luego la doctora me llamó por mi nombre de pila. Como siempre, la entrevista duró cinco o diez minutos. La doctora estaba con una túnica blanca, sentada detrás de su escritorio, con mi historia clínica, y una lapicera en la mano. Le tendí la mano, la saludé y ella me dijo: -Siéntate. -Gracias. -¿Cómo estás, Ernesto? -Bien -¿Duermes bien? -Si, bien. -¿Cómo van tus estudios?

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-Por suerte, exoneré todas las materias. -Bien…bien… Y acto seguido, toma la lapicera y firma las recetas con esas porquerías que me hacen tomar todos los días de mañana y de noche. -Bueno, gracias. Hasta luego, doctora. -Que tengas suerte. Y voy a la Farmacia del Hospital, con todas las recetas, para que me den una bolsa llena de blisteres de medicamentos que se toman de por vida y que jamás curaron a nadie. Todo con total seriedad burocrática. Con recetas y sellos de por medio. ¡Que nadie se vaya a pensar que es charlatanería! ¡Qué nadie diga que no hay seriedad ninguna en lo que dicen y hacen esos señores que se apropian del título de “doctores”! Todo asociado a la salud, y a la medicina general. Todos los psiquiatras están metidos en la misma bolsa de la medicina física y general que los cardiólogos, los cirujanos, los gastroenterólogos, los reumatólogos, etc. Los psiquiatras también son "doctores”. La parte científica de la psiquiatría es que se sabe, por ejemplo, algunas funciones del cerebro. Por ejemplo, cómo interactúan las neuronas, los neurotransmisores, qué sustancias determinan ciertas funciones del cerebro humano, etc. Eso, por un lado, si es serio y científico Pero catalogar a alguien de poseer una patología solo porque es una persona rara que se pone los zapatos al revés, o porque va a la casa de un amigo descalzo, no tiene nada de científico. Eso es meramente cultural. Los diagnósticos psiquiátricos no son científicos en absoluto. Son juicios meramente culturales, imprecisos y discriminatorios. El loco es un “tipo feo”. El psiquiatra dice: “En el mundo, está lleno de gente muy fea”. Y entonces, para discriminar a los feos, ellos se ponen de acuerdo para decir: ” Un tipo de fealdad, o de patología, consiste en, por ejemplo, tener las orejas grandes y tener pelos en la nariz”. Eso es ser feo. Entonces van y discriminan a ese tipo de “feos”. Ser loco es igual que ser feo. ¿En qué consiste la fealdad? ¿Qué es ser feo? ¿Cómo se puede medir, probar, científicamente, lo que es ser feo? Si nos preguntáramos: ¿La fealdad existe? ¡Qué pregunta! Cada uno de nosotros ha visto alguna vez a una persona fea en la vida. Es obvio que la fealdad, o las personas feas, existen.

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¿Pero por qué veo yo fea a esa persona? ¿Es porque es fea en sí o porque yo la veo fea? Y la misma persona, puede ser linda para algunos y fea para otros. Ser loco es lo mismo que ser feo. Es un juicio intuitivo e irracional. Es ser una persona extraña, estrambótica, o incomprensible. Cuando, por la calle, vemos alguien con un vestido raro, o alguien dice un comentario llamativo, enseguida, al instante, sin pensarlo, no dudamos en decir: -¡Qué loco! Hasta alguien puede decir de otra persona ¡Qué loco! en sentido admirativo. Así como todos identificamos lo feo, por mera intuición, sin juicio alguno, también identificamos lo “loco”. Los diagnósticos de “locura” son iguales y tan imprecisos como los que se podrían hacer acerca de la “fealdad”. Las definiciones son inexactas, imprecisas, vagas, relativas. La locura es subjetiva. Y las opiniones subjetivas son dispares para cada caso. La locura es una rareza, una fealdad. Pero desde que te rechacen moralmente, a que te discriminen social y legalmente, y te obliguen a ser un drogadicto, por ponerte los zapatos al revés, o por ser raro, es el colmo.

II

Pero los psiquiatras no drogan a una persona que usa los zapatos al revés para que se los ponga correctamente. La drogan y la encierran solo porque estorba y para eliminarla de la sociedad, nada más. No pretenden curar a nadie. Pero los psiquiatras no utilizan las palabras “locura” o “loco”. Utilizan los vocablos “psicosis” o “psicótico”. Es exactamente lo mismo, pero mucho mas discreto, científico y elegante. Si le preguntas a un psiquíatra la definición de psicosis, nunca te la va a dar. A lo sumo, te dirá: “Es una persona que está desconectada de la realidad”. “O es una persona que vive en otra realidad”. Y no le pidas que te diga más. Pero tampoco le pidas a ese psiquiatra una definición de lo que él llama “realidad”.

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Nunca te la va a dar. Esas definiciones no tienen carácter científico ninguno. Son prejuiciosas y subjetivas. Y si insistes en el tema, ellos se fastidian, y omiten toda definición, para pasar a señalarte ejemplos concretos. Te señalan con el dedo a una persona que a ti te da asco de lo fea que es y te dicen: -Pero mira a Juancito, o a Pedrito, o a Gustavito. ¿Viste? ¡Viven en otra realidad! Y parece todo muy convincente, pero todo intuitivo, sin argumento alguno. ¿A qué le laman los psiquiatras realidad? Una definición de “loco”, podría ser: “Una persona para la cual determinado hecho o fenómeno le es totalmente evidente, pero que esa evidencia no es compartida por la mayoría, o ninguna de las personas que le rodean” A eso se le llama “estar desconectado de la realidad”, partiendo siempre de la base de que la “realidad” son solo los hechos o fenómenos que son evidentes para la mayoría de la gente, o para “todos”, como si el saber popular fuera infalible. Así, el hecho de que la Tierra fuera esférica era evidente solo para Cristóbal Colón, no para la mayoría de la gente, o si una persona ve un platillo volador, este hecho es solo evidente para el que lo ve, pero esta evidencia no es compartida por el resto de la sociedad, entonces, ese testigo aislado de un hecho del cual tiene toda la evidencia, pero no su contexto social, es un “loco”. Si un individuo en la Edad Media, cree que la tierra es un plato cuadrado, que está sostenida en las puntas por cuatro elefantes, o por un héroe mítico como Hércules, lo cual parecería un disparate, sería “normal”, solo por el simple hecho de que todos comparten su creencia. En esto consiste ser un “loco”. Es poseer una evidencia sobre algo que no es compartido por los demás. “Estar desconectado de la realidad”, o ser “un loco”, no es creer en algo que es falso, sino que consiste en creer en algo cuya creencia no es compartida por la mayoría o por toda la gente, independientemente de que esta creencia sea falsa o verdadera. En esto consiste ser un “loco”, y “estar desconectado de la realidad”. Es creer en algo que nadie cree, y que, cuando lo cuentas, quedas como un idiota, o un “loco”. Es así de simple. Las otras explicaciones que se dan a partir de esta base, acerca de la locura, están absolutamente de más, y son toda mera charlatanería. Se parte de la base, a priori, de que “lo que es evidente para todo el mundo” es necesariamente cierto, y que un discurso diferente a ese, es un acto de “locura”, y que es necesariamente “falso”.

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Todas las creencias que son compartidas a partir de cierto número de gente, son “normales”, ya sean verdaderas, o ya sean tremendos disparates. Así funciona la lógica de estos locos al revés de los psiquiatras. De la misma manera, si para “todo el mundo”, es evidente que alguien es un “loco”, esto debe necesariamente ser cierto si o si, sin lugar a dudas, solo porque lo cree todo el mundo. Y partiendo de la base de que todo discurso que manifieste el convencimiento en una evidencia que no es compartida, es y debe ser necesariamente falso, esos locos al revés de los psiquiatras tratan de explicarlo como que se tratan de objetos no reales, o sea, fantasías, ilusiones, delirios, y tratan de buscarle una génesis subjetiva y psicoanalítica al discurso aislado, explicándolo en base a deseos, temores, problemas neuronales, químicos, etc. No consideran “locura” ni apartarse de la realidad al hecho de comunicarse con Dios “comiendo el Cuerpo de Cristo Resucitado” a través de una ostia en la misa, porque esa es una evidencia compartida por muchos. Pero se ponen a buscarle explicaciones subjetivas, y a decir que son “fantasías y delirios”, si para una persona es evidente que se comunica con Dios a través de una secadora de pelo, solo porque dicha evidencia no es compartida por el entorno. Y después, se ponen a aislar, a discriminar, a medicar, a dar electroshocks, y a encerrar de por vida a las personas que poseen una evidencia de algo que los demás no poseen. La diferencia entre los “locos” y los “genios” consiste en que los genios son locos exactamente iguales al resto de los locos. Pero se denomina “locos” a secas, a los locos a los que nadie les creyó nunca. El llamado “genio”, es un loco, que planteó una evidencia tan absurda como la del otro resto de los locos, y que fue considerado loco por todo el mundo, y que, después, a la larga, la gente le terminó creyendo. Esa es la diferencia entre el “genio” y el “loco”. Pero, en realidad, son exactamente lo mismo. La diferencia se las da la credulidad o no de la gente, nada más. Cristóbal Colón fue un genio solo porque la gente le terminó creyendo. Si no le hubieran creído nunca, hubiese sido un loco más para todos los siglos de los siglos. Y tampoco vayamos a suponer que la gente le cree solo a la gente “que tiene razón, o que tienen ideas muy ciertas y profundas”. No vayamos a creer jamás que los genios son creídos por la gente porque tienen razón, y los locos a secas son incomprendidos siempre porque no tienen razón. Eso sería un error. ¡La gente “normal” cree en cualquier cosa! Un día, un llamado loco es considerado genio, y mañana, ese mismo individuo, considerado genio, es vuelto a ser llamado loco, así una y otra vez. O es creído por unos sí y por otros no.

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¡Cuantos disparates falsos fueron y son creencias muy evidentes para “todo el mundo” y para la gente “normal”! ¡Qué no me vengan a decir que las creencias que son evidentes para la gente “normal” son verdaderas, y que en eso consiste la “realidad”, de la que supuestamente se apartan los que poseen otras evidencias! Un rico podría decir que un pobre vive “en otra realidad”. Si el pobre que vive “en otra realidad” trabaja y le conviene, se lo deja tranquilo. Pero si la persona que vive “en otra realidad” no trabaja, o molesta, o nadie lo quiere, se lo elimina de la sociedad y se lo manda al manicomio.

III

Los psicólogos y los psiquiatras consideran que una demencia consiste en apartarse de la “normalidad”. Ser enfermo es “no ser una persona normal” Pero ellos tampoco dan una definición de “normalidad”. Así como no definen la “realidad”, ni la “enfermedad”, tampoco definen la “normalidad”. Entonces, si les preguntas, ellos van a los ejemplos concretos, como lo hacen siempre: -¿Qué es ser normal? “Ser normal es trabajar, cepillarse los dientes, cruzar los semáforos con luz verde, es no usar los zapatos al revés, es pagar los impuestos, etc” Ser normal es no ser loco, y ser loco es no ser normal. No hay ninguna definición, ni de normal, ni de locura. Es todo intuitivo y aparente. Y un término justifica al contrario y viceversa. Y si le insistes: -¿Pero que es un enfermo? Ellos no van a las definiciones, sino a ejemplos de rarezas concretas: “Ser enfermo es andar con los zapatos al revés y comer pasto, por ejemplo. Esas cosas no son normales” Pero nunca existe una definición que establezca lo uno y lo otro. Además, si vamos al caso, solo podrían existir dos tipos de normalidades:

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Una es “la normalidad basada en ser igual a lo que todo el mundo, o la mayoría de la gente, es” Por ejemplo, en una sociedad en la que el 93 % de la sociedad fuma tabaco, fumar tabaco es normal, porque es ser igual a lo que todo el mundo, o la mayor parte de la gente es. No fumar tabaco en esa sociedad, es no ser normal. Se puede decir que es una anormalidad privilegiada o inferior a lo “normal”, pero lo “normal”, es fumar tabaco. Pero si “la normalidad no es ser como la gente es, sino como la gente debería ser”, entonces el 93 % de la población tiene una patología psiquiátrica. Ellos dirían: “Lo normal “debería ser” que nadie fumara nunca ni un solo cigarrillo en la vida” Pero ellos no van a decir ante los medios de comunicación, que el 93 % de la población que fuma están locos y que los van a internar a todos en un manicomio. Ellos lo van a ir diciendo de a poco, con cuidado, discreta y delicadamente, y solo meterán, mientras tanto, a los “locos” que caigan en su poder, cuando, en realidad, desearían encerrar a toda la población del país. Aquí, la diferencia entre estar del lado de afuera o de adentro de un manicomio, no depende de cómo sea el individuo, sino más bien de si el individuo cayó o no cayó en poder de los psicólogos o psiquiatras. Una posible definición de locura podría ser entonces según el lugar donde uno vive. Si uno vive en la calle, es normal. Si vive en un manicomio, es loco, no importa en absoluto ninguna otra consideración. En esta definición, una persona loca es una persona tratada e institucionalizada psiquiátricamente, no importa si con razón o sin razón. Ser normal es no estar ni tratado ni institucionalizado psiquiátricamente, ya se lo merezca o no. La gran masa de la sociedad se comportaría como un rebaño de venados ignorantes, que son todas víctimas potenciales de caer en las fauces del león. Pero la diferencia entre ser una presa potencial, y ser devorado por las fauces del león, estriba sobre la diferencia que existe solo si ese venado cae “en poder de las garras del león”. Entonces, para los psiquiatras, todo el mundo estaría loco, pero existiría tan solo la diferencia, entre que unos “locos” están institucionalizados, y el resto aún no. ¡Y los Locos Numero Uno, que son esos Locos Al Revés, los Psiquiatras, por supuesto que jamás van a estar institucionalizados, sino que van a ser los encargados de encerrar e institucionalizar a los Locos a Secas! ¿Cuál es la “normalidad” para los psiquiatras y los psicólogos aburguesados?

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¿Es ser o no ser igual que la mayoría de las personas son, o es ser o no ser, de acuerdo con lo que este sector pequeño burgués, prejuiciado y conservador, con estudios terciarios, que son los psicólogos y psiquiatras, considera que la gente debería ser, según solo su punto de vista? Y los psicólogos y psiquiatras, que tanto “saben de normalidad y de locura”, se auto diagnostican a sí mismos como “100 % normales”. A veces, algún psicólogo o psiquiatra podrá decir acerca de sí mismo: “Yo tengo una ligera e insignificante manía. Soy un poquito obsesivo en tal o cual cosa…” Pero después, se dicen: “Pero, en líneas generales, eso es poca cosa, y yo soy básicamente normal” Y se creen “normales” solo porque la gente los trata con respeto, y los saludan, y los escuchan con seriedad hablando de las “patologías” por la televisión, o en un hospital, o en su consultorio. A mi juicio, un hombre o mujer prejuiciosos, conservadores, inhibidos, con mentalidad pequeño burguesa, con estudios terciarios, que se pasó los años más intensos de su adolescencia comiéndose los libros, y que vive toda su vida en una burbuja, con su casa, su autito, y su esposa, y que le da de comer a sus hijos discriminando y eliminando gente de la sociedad, drogándola, y pasándole corriente eléctrica por la masa cerebral, es, o un verdadero imbécil, o un psicópata. Pero ellos se auto diagnostican 100 % normales, y gozan con que todos los vean así. Se visten decentemente, con trajecito, camisa, corbata, autito nuevo (no tanto), y salen a repartir prejuicios culturales a los familiares de sus víctimas y a estos. Son gente “normal”. Y ellos no se ven a sí mismos, sino que salen con una lupa y un ojo tuerto a fijarse en las “locuras” de sus prójimos, para recolectarlos como clientes suyos. Son absolutamente insípidos, rutinarios, aburridos, materialistas y narcisistas. Y a los locos, con la droga, nos obligan a achicar nuestros cerebros por debajo de sus propias mediocridades conservadoras y pequeño burguesas, como si hablaran en nombre de la Verdad Absoluta. Pero claro… ¡Soy yo quién lo dice! ¡Un loco! ¿Quién le va a hacer caso a un loco?

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IV

En la época de la Edad Media, donde predominaba la Iglesia Católica, el Tribunal de la Santa Inquisición salía a categorizar a los diferentes tipos de rarezas culturales y considerarlos como casos de posesión de demonios. A los discriminados, los quemaban en la hoguera. Y la institución eclesiástica contaba con todo el apoyo de la opinión pública. Nadie los cuestionaba. Sus verdades eran absolutas y universales. Hoy en día, la Inquisición pasó a llamarse Psiquiatría. Del dogma de la fe se pasó al dogma de la ciencia. De pasar a perseguirse endemoniados, se pasó a perseguir a dementes. Y la psiquiatría, como la Inquisición, no hace bien a nadie, pese a hacer todo en nombre del Bien, de la Salud, del Bienestar, de la Moral, etc. Son instituciones represivas. Y cuentan con el apoyo unánime de toda la opinión pública. Los inquisidores se encargaban de convencer a todo el mundo de que un familiar o vecino estaba poseído por demonios. Generaban una reprobación total en todo el mundo sobre su victima. Esta quedaba aislada. Hasta obligaban a la propia victima que iba a la hoguera a reconocer y sentirse culpable de sus pecados, ante el repudio universal. Iba a la hoguera por ser bruja y en nombré de Dios, y para purificar en la hoguera su alma. Con la Psiquiatría, pasa exactamente lo mismo. En nombre de Dios y de la Religión, el Tribunal de la Santa Inquisición llevaba a la hoguera a los endemoniados y a los acusados, de haber cometido alguno de los siete pecados capitales. “La ira”, “la lascivia”, “la gula”, “la avaricia”, “la soberbia”, “la vanidad”, “la pereza”, y el de la “omisión en el amor”. Hoy en día, la Inquisición post moderna adopta exactamente el mismo discurso, y le da un carácter clínico y “científico”. Ellos hablan de: “las psicopatías sexuales”, “la bulimia”, “la anorexia”, “el narcisismo”, “la violencia doméstica”, “la voluntad de poder”, “la apatía”, “la oralidad”, “la megalomanía” etc Los psicólogos “analistas de carácter”, hablan de “el carácter sujetivo del hombre”, y de “sus juegos”. Nunca exponen sus propio carácter sujetivo, ni los juegos a que someten a sus pacientes, ni a todo su contexto, y les hacen creer a todo el mundo que actúan solo por amor, y no por lucro, y que nunca juegan, y ocultan muy bien su propia sujetividad. En nombre de la Moral y del Bien, tal y como lo hicieron los inquisidores en la Edad Media, pero con un discurso que habla en nombre de la Ciencia, en vez de la Religión, en vez de perseguir endemoniados, salen a perseguir dementes.

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En vez de arrojarlos a la hoguera, les dan electroshocks y los aparentan de la sociedad. Y así como la Santa Iglesia Católica era vista como única autoridad absoluta e incuestionable, y que contaba con la adhesión unánime de toda la población, así estos inquisidores post modernos son vistos como fuentes de verdad absoluta e incuestionable, y cuentan con el apoyo unánime de toda la población, hasta de los familiares de sus víctimas, y de sus víctimas, en nombre de la Ciencia. Y tanto el Tribunal de la Santa Inquisición, a través de la Iglesia Católica, como esta nueva institución psiquiatría post moderna, poseen poder político y cuentan con el apoyo del Estado, la Ley y la Constitución. En su trato personal, se conducen siempre con perfil bajo. Nunca se cierran, se irritan, o dan síntomas de mala fe alguna. Los psicólogos y los psiquiatras, “irradian santidad”. Escriben libros, tratados, conferencias, y hablan por la televisión como verdaderos y benévolos sacerdotes. El paciente concurre al psicólogo o a un psiquiatra de la misma manera en la que un creyente recurre a un confesionario de un sacerdote. El psicólogo o los psiquiatras los atienden y escuchan a ellos desde una actitud receptiva, de “santidad” y objetividad, y el paciente les expone, o el psiquiatra le “da a entender” los pecados que él comete y por los cuales él debe arrepentirse, o, sencillamente, sufrir las consecuencias. El paciente concurre a un psicólogo o psiquiatra que lo atiende profesionalmente asumiendo una actitud de santidad y de buena fe. Tanto él como el paciente dialogan objetiva y amablemente, ante ese doctor tan simpático y comprensivo, y en el curso de la entrevista, comienzan a “surgir”, los defectos e inmoralidades del paciente, dentro el curso entrevista tan amable y cordial. Así, logra que el paciente “comprenda” y asuma los prejuicios morales y culturales de ese doctor “tan humano”, y acepte sus consecuencias, como si fueran propias del paciente, como si le pertenecieran a él. Como si el paciente fuera el responsable de los prejuicios morales y culturales de ese profesional tan simpático que lo atiende con tanta amabilidad, y que el paciente debiera aceptar igualmente las consecuencias de esos prejuicios del psicólogo o psiquiatra, como si estos fueran “justos”, o “razonables”, o “terapéuticos”. Pero siempre, el asunto está centrado en el que está en la consulta, no en los pecados del paciente o del religioso. El sacerdote, o el psicólogo o el psiquiatra, se guardan para sí mismo sus pecados. Permanece en una posición intachable, “santa” y objetiva hacia el paciente, y dice no emitir juicio moral alguno, y se pone siempre en el lugar del paciente, de su vida, en él, y que actúa por su bien y con total misericordia.

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Pero sus acciones no se corresponden con el trato que le dan a la gente, por mas que uno quiera creer que son muy “humanos”. Lo hacen por lucro, por prejuicios culturales, y por una cuestión de poder, nada más que eso. Nunca pretendieron ni pretender curar a nadie. No hacen su oficio por misericordia al paciente y a la Humanidad, sino tan solo por afán de lucro, por prejuicio, y por poder, y para ganarse el prestigio de toda la gente. Emiten sus discursos sobre la moralidad y sentido común desde una posición de Santos intachables, pero detrás de ese discurso moral y tan benigno, que convence con su tan buena fe, no existe santidad alguna. Lo hacen solo por lucro, prejuicio y poder, o prestigio. Es el mismo discurso, y la misma política de comunicarse con la gente, y las mismas estrategias que la Santa Inquisición de la Edad Media. Hasta usan el mismo uniforme blanco en su forma de presentarse. Es su trabajo, como quién diría, como el de los abogados, escribanos, o vendedores de seguros. A uno le dan electroshocks por ser un enfermo delirante y en nombre de la Salud Mental y de la Normalidad, contando los psiquiatras con la aprobación de todos los parientes, familiares y toda la opinión pública. Igual que un endemoniado, el paciente esta totalmente solo. Y el color que usan habitualmente este tipo de instituciones represivas y xenófobas, que salen a perseguir a la gente en nombre del Bien, de Dios, de la Moral, de la Salud Mental, de la Ciencia, y que lo hacen a través de un discurso que pretende revelar verdades absolutas, universales e incuestionables, basadas en la Ciencia, la Moral, o Dios, es el blanco. Las togas de los sacerdotes del Tribunal de la Santa Inquisición, las túnicas el Ku Klux Klan, y los uniformes de los enfermeros y de las ambulancias con las que la Salud Mental sale a recorrer la ciudad para secuestrar a gente rara son siempre de color blanco. El blanco es el color de la pureza, de lo inmaculado, del bien. Es el color que estas instituciones usan para salir a perseguir a los endemoniados o los dementes en nombre del Bien o de la Ciencia. Esa loca al revés que es la psiquiatra, me recibe a mí en su consultorio con mi historia clínica, una lapicera, y una túnica blanca, igual que un monje o un miembro del Ku Klux Klan. Y son locos al revés muy, pero muy peligrosos. Y yo, que estoy encerrado, privado de derechos constitucionales, y drogado en una clínica psiquiátrica, lo se muy bien. Soy una persona que puede dar buen testimonio de ello, porque estoy en el ojo de la tormenta.

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Para la gente común, que está al margen, que no se entera del asunto, este tema puede no importarle. Se puede reservar alguna duda al respecto, pero, por lo general, la gente o le da crédito ingenuo a las seductoras palabras el médico, amparado en el prestigio de su institución, pretendidamente científica, o directamente no opina, no se mete, y se desentiende del asunto. No es problema suyo, piensa, porque no lo sufre personalmente. Y los locos quedamos solos y aislados, devorados por esa institución de locos al revés vestidos de blanco que nos eliminan de la sociedad. Pero esto no le importa a nadie. Es problema nuestro. Y esos locos al revés, y las industrias farmacéuticas, y las clínicas psiquiátricas, se llenan los bolsillos de dinero vendiendo sus costosos e ineficientes tratamientos que no curan a nadie ni tienen seriedad ninguna. Todo el mundo lo intuye, y algunos lo saben, pero a nadie le importa. El oficio de esta Nueva Inquisición Psiquiátrica Post Moderna, es eliminar de la sociedad a las personas que estorban, molestan, o no sirven para trabajar. En eso consiste toda la Psiquiatría.

V

No solo es un error, más grave de lo que se piensa, otorgarle un 100 % de fe ciega a la Ciencia, sino que es un error muchísimo más grave aún prestarle Fe ciega a una persona “que habla en nombre de la Ciencia”, solo por tener un título universitario. Una persona con título universitario, en esta sociedad donde dominan los técnicos, y los diplomados, se acredita la fe ciega y sin criterio de cualquier ciudadano, solo por tener un título, y se pone descaradamente a leerle el futuro a las personas, y decirles cómo son, cómo les va a ir, y qué deben hacer, cómo si las personas que no tienen título no supiesen nada, y delegaran todo su destino a ellos y sus decisiones. ¿Y qué garantías de autenticidad en sus enunciados tiene la Ciencia? Ayer, se decía “científicamente”, que el tabaco era lo más saludable del mundo, y que fumar hace muy bien a la salud. ¡Entonces, a fumar, porque lo dice la Ciencia! Hoy, la misma Ciencia que dijo eso ayer, “descubre” que el tabaco es lo peor que hay para la salud. Es la “última novedad de la Ciencia”. ¡Entonces, a no fumar, porque la Ciencia “descubrió” recientemente que el tabaco hace mal para la salud! Pero mañana, la Ciencia “descubre” ciertos compuestos químicos desconocidos del tabaco, y resulta que se “descubre” que el tabaco es buenísimo para la salud. ¡Es lo “último” que descubrió la Ciencia! ¡Entonces, a fumar de nuevo!

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Sucede repetidas veces con todos los medicamentos, alimentos y descubrimientos científicos. Sobre todo en materia de “Salud”. Un día se dice que “sí” a esto, y mañana que “no”, y pasado mañana que “sí”. Se cree siempre en “el último grito o descubrimiento de la Ciencia”. Siempre se cree en “lo último”. Todos los disparates (o no), que la Ciencia dijo antes de lo “último”, se borra, y se pasa a creer en esa “nueva” verdad (o no). Alguien podrá tratar de defender a la Ciencia diciendo que es “un gusano que camina dos pasos hacia delante y uno para atrás, pero que, de todas formas, consigue avanzar, pese a todo”. Pero de creer en esto, a considerar que TODO lo que los científicos tecnócratas dicen que una cosa es “una verdad absolutamente comprobada científicamente”, es algo absolutamente cierto, y no es equivocado, y creer en TODO lo último que los científicos afirman, como verdadero, es un grave error. Si esto sucede con la Ciencia “seria”… ¿Qué ocurrirá con la “ciencia” que es toda especulación y charlatanería, y donde hay dinero de por medio, prejuicios, y valores humanos?

VI

En cuanto a lo que la psicología y la psiquiatría tienen, supuestamente, de científico, en realidad, no lo es así. Hay una parte, supuestamente científica, tanto en la psicología como en la psiquiatría, pero sus finalidades, metodologías, y diagnósticos, no lo son en absoluto. Pongamos, por ejemplo, el tema de la lascivia. Es totalmente científico hablar del “fenómeno de la lascivia”, así como también es completamente científico estudiar las causas que estimulan o inhiben el comportamiento sexual, tanto masculino como femenino, así como hacer una observación y análisis de las causas que provocan las distintas reacciones fisiológicas en un ser humano durante el orgasmo, estudiar los diferentes tipos de orgasmos, según las edades, sexo, género, etc. Todo lo anterior, es completamente científico, cuando se estudia el fenómeno de la lascivia. Pero cuando los psicólogos y psiquiatras comienzan a hablar del “problema de la lascivia”, están viciando su óptica, reflejada en su vocabulario, de terminologías, y

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conceptos morales, y prejuicios culturales, que no son en ningún modo científicos en absoluto. Al hablar del problema de la lascivia, está entrando en un terreno plagado de actitudes prejuiciosas y subjetivas, que nada tienen que ver con las científicas. Así, al hablar del problema de la lascivia, así como de problemas en general, o patologías, no se están usando términos, ni actitudes objetivas ni científicas en absoluto, y encubren una actitud subjetiva, prejuiciosa, y peyorativa hacia los fenómenos culturales, y había el mismo paciente. El estudio de las reacciones de un individuo frente al fenómeno del miedo, y cómo actúa su organismo al respecto, es sin duda, un método que promueve el conocimiento científico. Pero hablar del problema de la paranoia, y hablar de los paranoicos, tiene un tinte absolutamente prejuicioso y peyorativo, de naturaleza absolutamente social y cultural. La parte científica que poseen, por ejemplo, los psiquiatras, en torno al fenómeno de la lascivia, es que conocen perfectamente que hormonas y elementos químicos estimulan o inhiben el apetito y el desempeño sexual de un individuo determinado en un orgasmo. Este conocimiento, y el saber cómo reaccionará el paciente si se le inyecta tal o cuál hormona, y conocer si esta hormona lo va a estimular o inhibir sexualmente, es un conocimiento ciertamente científico, por parte de los psiquiatras. Pero utilizar este conocimiento científico acerca del fenómeno de la lascivia, para sus finalidades de luchar contra el problema de la lascivia, y así drogar al paciente con una hormona que inhibe completamente su sexualidad, esto no es en nada científico, de parte de estos locos al revés. El conocimiento de los fenómenos de la física atómica y molecular, es, sin duda, un conocimiento científico. Pero decir que un país determinado, tenga un problema, y decidir utilizar como arma contra el una bomba atómica, arrojándola a una ciudad donde viven miles de niños, ancianos y mujeres, para solucionar ese problema, esto no es en nada un procedimiento científico. Pero los psicólogos y los psiquiatras meten dentro e un mismo paquete, a sus prejuicios culturales y a sus conocimientos científicos, haciéndoles creer al paciente, a sus familias, y a todo el mundo, con sus actitudes benévolas y de perfil bajo, que sus prejuicios culturales son también objetivos y “científicos”. Los psicólogos hacen asociar a sus prejuicios culturales que poseen hacia el paciente, bajo el rótulo de problemas, o patologías, con una explicación psicoanalítica de su conducta, pretendidamente científica. Los psiquiatras, por su parte, hacen asociar a sus prejuicios culturales cabía el paciente, al que lo responsabilizan por poseer el paciente una patología, con una explicación científica basada en el funcionamiento químico y nervioso del cerebro del paciente.

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Así, al parecer, el prejuicio cultural que los psicólogos y psiquiatras tienen respecto al paciente, parecieran ser “científicos” y objetivos. Así, el psiquiatra le dice al paciente que: “su problema de lascivia se debe a que determinada hormona del cerebro, al segregarse, estimula su sexualidad, y que, tal medicamento, a través de ciertas reacciones químicas, inhibe a esa hormona, y así se soluciona su problema” De esta manera, se funde el prejuicio cultural con la ciencia y la objetividad, y todos los problemas se reducen a explicaciones psicoanalíticas o “problemas químicos”. Como sus oficios se basan fundamentalmente en la retórica y en la persuasión, terminan por convencer, tanto al paciente, como a todo el mundo. Esto es, sin duda, utilizar un conocimiento científico, con finalidades prejuiciosas y morales, de índole subjetivas, y culturales. El psicólogo y el psiquiatra, básicamente, se ocupa primordialmente de esta actitud de policía inquisidor moral y cultural, mientras que sus conocimientos científicos al respecto, solo son un arma, similar al garrote de un guardia policial, para efectuar su discriminación.

VII

La psiquiatría funciona solo porque cuentan con que la gente en general deposite toda su fe en ellos. Porque adoptan una apariencia de universalidad de criterios, y una “objetividad” aparentemente indiscutibles. Existe solo porque la gente cree en los psiquiatras. El prestigio y el respaldo de la opinión pública les son indispensables. Hace algunas décadas, se tenía a la homosexualidad como una patología psicológica. Ser homosexual era ser feo, o ser “loco”. Ellos trataban de darle contenido científico a esa discriminación, alegando que: “Se trataba de una búsqueda inconciente del paciente de su imagen paterna, canalizada por la relación homosexual, debido a un Complejo de Edipo ineficiente”. El homosexual era un enfermo, para ellos. Un “loco”. Un feo. Lo discriminaban. Pero tras el movimiento gay y los cambios culturales, modificaron su discurso, y eliminaron a la homosexualidad de la lista de sus patologías clínicas. Hoy no se atreven a oponerse a la opinión pública a través de dar un tipo de diagnóstico de tanto rechazo cultural. Esconden sus prejuicios y el carácter represivo de la

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institución ante la opinión pública y ceden cuando ven que no pueden dar un discurso convincente. Ellos presentan por los medios de comunicación solo los casos mas aberrantes de patologías que saben que van a caer desagradables a toda la audiencia. Presentan a “la drogadicción” o, la “violencia doméstica”, “la idiotez”, “depresión”, “hiperactividad”, “trastornos en la atención”, “estrés”,”insomnio”, “psicosis (¡)”, “esquizofrenia (¡)”, etc.. Plantean estos temas por los medios de comunicación en el color más negro posible, y que saben que van a contar con el 100% de la aprobación o desaprobación en lo que ellos desean que tenga toda la audiencia. No se atreven a contradecir a la opinión pública. Al contrario, se la tratan de ganar. Lo tratan de hacer, no solo para lograr su apoyo, sino también poder introducir sus propios prejuicios, y sus nuevos diagnósticos discriminatorios. Ponen todo en términos de blanco o negro. Patología o no patología. Luego, después de que consiguen obtener todo el asco del público hacia esos casos más aberrantes, comienzan a hablar de que entre lo blanco y lo negro hay toda una “gama de grises”, y reconocen que el límite entre lo patológico y lo normal es impreciso. Se cuidan de hablar públicamente de que el psicólogo o psiquíatra corta a su antojo a esa gama de grises con total arbitrariedad, en niveles donde muchos de la audiencia que los escucha por radio o televisión no estarían de acuerdo. Exhiben sus títulos y diplomas, y se exhiben siempre con total “precisión”, en nombre de la ciencia y la objetividad, muy serios, humildes, siempre con perfil bajo y modesto, y revelando siempre una enorme comprensión y buena fe hacia la salud del paciente. La apariencia que ellos exhiben ante las cámaras y ante los pacientes y sus familias es precisamente la imagen diametralmente opuesta de lo que ellos en realidad son. Están para lucrar con los prejuicios y la represión cultural. Lucran con la buena fe, el crédito, y la desesperación de la gente. Y se llenan de billetes con eso. Se exponen como ejemplos públicos de lo que es y debe ser el ciudadano normal y la normalidad pequeño burguesa, de clase media, mediocre, y con título universitario. Sus verdades pretenden ser universales e incuestionables, dicho desde una óptica de profesionales mediocres, prejuiciados, y de clase media con estudios terciarios. Pero ese discurso, a partir de esa óptica, lo pretenden universalizar, y hacer válido e indiscutible para todas las clases y grupos sociales. Vale tanto para un rico que para un pobre, para un viejo o para un joven, para un trabajador o para un delincuente, para un hombre o una mujer. Es siempre un discurso indiscutible y universal, donde hay consenso total.

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Pretenden imponer una normalidad universal, y una patología universal e incuestionable, válida y aplicable, que incluye a todos los contextos sociales y a todos y cada uno de los individuos de la nación. Se apoyan en la Ciencia, los medios de comunicación, y sus diplomas y títulos universitarios. El pseudo concepto intuitivo de “loco”, que es un prejuicio que poseen los individuos de todas las culturas, así como lo “feo”, o lo “raro”, y que es un prejuicio automático, instantáneo, irreflexivo, desagradable, descalificativo, y sobre lo que menos existe es consenso alguno, ya que varía de individuo, grupo o cultura a otra, la Psiquiatría pretende apropiarse de ese prejuicio intuitivo, y monopolizarlo. Si una persona en Montevideo, ve vestido a un transeúnte con un turbante, dice inmediatamente: -¡Qué loco! Pero otra persona al lado le dice: -¡No! ¡Es la moda! ¡Es sensacional! Y uno dice que ese señor con un turbante es un “loco” y el otro dice que no. Y lo dicen intuitivamente. Para algunos, vestirse así es “normal” y para otros es “patológico”. No hay consenso ninguno. Depende de la percepción de cada uno, acerca de lo que para cada uno es “normal”, o “loco”. Pero los psiquiatras pretenden apropiarse del derecho a opinar sobre el asunto, y se pretenden atribuir el monopolio del derecho a decir qué es lo “loco” y qué es lo “normal”. Y lo “loco” y lo “normal” para el psiquiatra debe ser lo loco y lo normal para TODA la sociedad. Ellos, sin ni siquiera definir lo “loco” ni lo “normal”, pretenden decirle a la gente que ellos son los únicos que “saben” qué cosa es qué cosa, y que ellos son “científicos”, y que si ellos dicen que alguien es “loco”, es porque es así sin lugar a duda alguna, y que eso debe ser cierto para absolutamente toda la sociedad y todas las clases y grupos sociales.

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VIII

¿Qué es ser “loco”, o psicótico? ¿Es decir que es lo que no es? Si la persona dice que lo que circula por las calles de la ciudad son automóviles, la persona es “normal”, porque dice que es lo que es. Pero si la persona dice que lo que circula por las calles de la ciudad no son automóviles, sino elefantes, es un “loco”, porque dice como que es lo que no es. ¿Pero cuantas veces los científicos, la gente común, hasta los mismos psiquiatras, dicen que es lo que no es y se creen a pie juntillas, con toda convicción, un disparate? ¡Pasó y pasa en toda la historia de la Humanidad! Pero un loco es uno que dice “disparates”. Si un “loco” dice la verdad, nadie le cree cuando la dice. Después que se sabe que dijo la verdad, se dice que solo acertó solo por casualidad, sin saber lo que decía. Si un psiquiatra, o un científico, o alguien que tenga un título universitario, dice, en cambio, un disparate, todo el mundo lo toma en serio y le creen a pies juntillas, sin ponerse a pensar en o que dijo. Después, cuando se sabe que dijo un disparate, se dice que “se equivocó por un mero error, por casualidad, o porque él es un ser humano y no puede saberlo todo”. Un “loco”, entonces, es una persona que se equivoca siempre, y que solo acierta a veces, por casualidad. Un psiquiatra, o una persona con título universitario, es una persona que acierta siempre, pero que a veces se equivoca por mera casualidad, o porque es un ser humano. Entonces, solo se tienen en cuenta las equivocaciones del “loco” y los aciertos del loco al revés del psiquiatra, y no se tienen para nada en cuenta los aciertos del “loco”, ni los disparates del psiquiatra, o del hombre con título, o esos locos al revés que dicen saberlo todo, o casi todo.

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IX

¿Qué es ser loco? ¿Es atribuir a los hechos una causa que no es? Si una persona dice: “La manzana cayó el árbol debido a la Ley de Gravedad”, la persona es “normal”, porque atribuyó al hecho una causa que es. Pero si la persona dice: “La manzana cayó del árbol porque el dólar norteamericano esta desvalorizándose”, entonces es “loco”, porque atribuye a los hechos una “causa que no es”. ¿Pero cuántas veces los científicos, la gente común y los mismos psiquiatras, atribuyen a los hechos causas que no son, lo hacen ahora, y lo hicieron en toda la Historia de la Humanidad, y lo seguirán haciendo?

X

Si ser “loco”, es tener problemas de sintaxis al hablar, de forma que la otra persona no entienda el significado de lo que dice, a eso se le denomina “ser loco”. Si una persona dice, por ejemplo: “El azul perro casa baila lleno”, es “loco”. Los psiquiatras llaman a esto “pensamiento incoherente”, o “falta de razonamiento lógico”. Pero con la lógica, pasa lo mismo que con el oído musical. Si una persona tiene oído musical, se sienta frente a un teclado y toca una partitura armoniosa, comprensible. Una persona que no tiene oído musical, frente a un teclado, solo hace sonar sonidos incoherentes e inarmónicos. Hay un “oído musical”, así como hay un “oído para la lógica”. Pero como la inmensa mayoría de la población del país no tiene oído musical, ponerse a tocar estridencias disonantes en un teclado es perfectamente una cosa de una “persona normal”. Pero no tener oído musical es “normal” solo por una cuestión estadística, porque son muchos los que no lo tienen, y pocos los que poseen ese oído musical.

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Pero no tener “oído” para la lógica, al pronunciar la sintaxis, es cosa de una “persona loca”. Y es “loca” solo por una cuestión estadística, porque la mayoría de las personas de la región, tienen oído para la lógica (y no tanto), y son pocos los que carecen de ese “oído para la lógica”. Además, “hablar coherentemente”, no significa efectuar razonamientos correctos y deductivos, según la Lógica Formal. El único razonamiento válido para la lógica formal, es el deductivo, y es el que las “personas normales”, incluso hasta los científicos, menos usan. Las falacias, que son argumentaciones no válidas desde el punto de vista lógico, son las que más se usan, y las que la gente más se persuade con ellas. La “gente normal” acepta como válidas premisas que solo oyeron de oídas por ahí, sin crítica ninguna, y sobre estas premisas, tomadas como verdaderas, montan una serie de razonamientos falaces, no deductivos, y se llega a cualquier conclusión, que puede ser tanto errada, como acertada por mera casualidad. Bastaría solo como ejemplo, analizar el tipo de razonamiento que usa un cliente de un supermercado para elegir comprar un producto u otro, o votar a tal o cual candidato político. La gente “normal” toma como verdaderas a cosas en las que nunca se tomó la molestia de reflexionar sobre ellas. Incluso la gente normal hace suya una posición ideológica por mera pasión, y se pone a defender a un candidato político, o al arbitraje de un juego deportivo, incluso sabiendo que no está diciendo la verdad. ¡Esta es la gente normal! Pero esta gente, supuestamente, es “normal”, solamente por no tener problemas de sintaxis al hablar. El lenguaje, tanto para la literatura, la ciencia, la música, la matemática, los modales, y la lógica, es solo una mera cuestión de “oído”. Si alguien pierde el oído para la lógica, o el “discurso coherente”, como lo llaman esos locos al revés, de manera pasajera, y por una causa explicable, como por ejemplo, puede ser un estado alcohólico, o una insolación, entonces esa persona es “normal”. Pero si le sucede con cierta frecuencia, y por causas desconocidas, entonces es un “loco”. Y esto, solo considerando el tema de la sintaxis, sin tener en cuenta la semántica. Tener problemas de sintaxis, no significa tener problema de semántica.

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Un poeta, o un parlante de una lengua extranjera, pueden hablar con una sintaxis incomprensible o desconocida. Pero eso no significa que no tengan una perfecta estructura y un concreto significado y explicación semántica. Los poetas surrealistas, escriben literatura con graves problemas sintácticos, pero detrás de ello hay una razón semántica, que, solo por ser conocida por todos, no es por eso considerada “loca”. ¿Quién no nos dice que esa persona “loca” no esté expresándose de forma semánticamente correcta con otra sintaxis, en un idioma propio? Los “locos” con problemas sintácticos al hablar, en la mayoría del tiempo se expresan con palabras del idioma común. Son muy escasos los neologismos. Y la mayor parte de su discurso, es correcto en su sintaxis. Además, un “loco” con problemas sintácticos, cuando tiene hambre, come, cuando tiene sed, bebe, cuando necesita algo, lo pide. Esto revela que detrás de ese “desorden sintáctico”, hay una semántica muy bien clara y ordenada. Nada nos impide suponer, empero, que una persona que se exprese mal desde el punto de vista de la sintaxis en su lenguaje público, no tenga una semántica correcta, y hasta incluso un discurso con excelente sintaxis en su pensamiento, en su lenguaje privado y personal. En la educación secundaria, muchos alumnos se saben la lección que dio el profesor, y tienen un concepto bien claro de lo expuesto en la clase. Sin embargo, a la hora de presentar sus conceptos por escrito, en un examen, no saben cómo expresarse, y el profesor se convence de que no comprendieron el tema. Una persona podría, como forma de rehuir el diálogo con alguien, recurrir al uso de los errores sintácticos en sus declaraciones, en vez de hacer un incómodo silencio. ¿Un Juez va a decir que un acusado es “loco” por contradecirse en sus declaraciones ante preguntas inquisidoras o comprometidas, o por guardar silencio? ¡Pero un psiquiatra sí! Una persona que se expresa con errores sintácticos en su lenguaje público podría hacerlo por infinidad de causas. Quizás las finalidades de esa persona no son las mismas que las finalidades de vida que el señor psiquiatra supondría que “todo el mundo” debería tener. Quizás, dialogar con otros seres humanos no sea la prioridad de esa persona. Pero si alguien no persigue como ideales de vida las mismas finalidades que estos locos al revés consideran que “todo el mundo” debe tener, o las busca a través de medios que estos señores consideran que no deberían ser buscado de esta manera, estos señores etiquetan a la persona de “loco” o “esquizofrénico”.

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Si no sabe porqué lo hace, dice que está “loco” y le da electroshocks, solo por tener “mal oído sintáctico”. XI

¿Qué es ser loco? ¿Es acaso creer en visiones auditivas o visuales que para los demás no se presentan, o que no tuvieron el gusto de ver? Entonces, Abraham, Moisés, la Virgen María, los discípulos que vieron a Jesucristo tras su crucifixión, Santa Juana de Arco, todos los profetas y apóstoles de la Humanidad, las personas que vieron platillos voladores, todos esos son unos locos, unos “esquizofrénicos”, y hay que encerrarlos a todos en un manicomio, y darles a todos bastantes pastillas para que no molesten ni contaminen a la sociedad con sus discursos enfermizos. De acuerdo con el mismo punto de vista y criterio de estos mismos locos al revés de los psiquiatras y psicólogos, entonces, la nación francesa fue y es independiente durante siglos y hasta hoy en día, gracias a las visiones auditivas y visuales de una “esquizofrénica” como Juana de Arco, y por la fe, y la creencia que la gente “normal” depositó en esa “esquizofrénica”. Entonces, los valores fundamentales que cimientan la sociedad occidental, que son los valores cristianos, estarían originados en las visiones auditivas y visuales de un grupo de discípulos y apóstoles “esquizofrénicos” y de toda la fe y creencia del pueblo “normal” de todas las épocas, incluso hasta el día de hoy, en la predicación de estos “esquizofrénicos”. Entonces, estos mismos locos al revés de los psiquiatras no negarán que hasta la cultura, los valores, y las creencias que hasta ellos mismos tienen estaría contaminada, indirecta o directamente, de las alucinaciones visuales y auditivas de cierto grupo de “esquizofrénicos”. ¡Qué estos señores con título, tan eminentes en sus cátedras, tengan entonces muchísimo más cuidado, cuando entren a descalificar como “esquizofrénicas” a las visiones de ciertos grupos de gentes! ¡Qué tengan más cuidado, y que piensen lo que hacen y lo que dicen, y qué se pongan a respetar más a sus prójimos, en vez de creerse tanto los dueños de la Verdad y de la Razón, porque a nadie, ni a ellos mismos, les gustaría sufrir la discriminación a la que ellos se encargan de repartir gratuitamente, y con pleno salvajismo, a sus prójimos, con total impunidad e hipocresía! ¡Nunca vaya nadie a tener una visión, o una revelación, ni a saber, ni a ver o escuchar lo que nadie sabe, ve, u oyó jamás, porque si no, esa persona va presa de por vida, como un demente, una nueva forma de herejía post moderna, y es recluida y drogada de por vida, en nombre de la Ciencia! ¡Todo aquel discurso que no sea contrastable empíricamente, o no sea científico, es un acto de herejía para estos nuevos inquisidores post modernos, que, vestidos de blanco, y

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con una Cruz Verde, y en nombre de la “Salud” Mental, se encargan de secuestrar, drogar, y encerrar de por vida a todos los que se atrevan a emitirlos! ¡Qué nadie se vaya a atrever jamás a emitir ningún discurso que no pueda ser constatado y corroborado científicamente, porque va preso! Esos locos al revés “científicos” de los psiquiatras lo tienen todo muy claro, muy explicado a todo, lo saben todo, no se asombran de nada, no creen nada más que en lo que ven, no hace falta decirles nada. Ellos están muy convencidos de su “realidad”. ¿Y cuál es la última “realidad” en la que creen esos charlatanes y represores locos al revés de los psiquiatras, en nombre de la Ciencia, y de la que están tan seguros? ¡De que cuando ellos se mueran, los entierran, se los comen a ellos los gusanos, y ahí se acaba todo! ¡Esa es la “realidad” de esos locos al revés cientifistas! Como dijo Nuestro Señor Jesucristo: “Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa en este mundo”

XII

Si una persona varía de un día al otro de tema de conversación, así como un músico hace variar los sentimientos de su discurso musical, es un “loco”, o un “bipolar”. Si una persona, al igual que un compositor de música rapsódica y repetitiva, recurre a las mismas tonalidades, pasa a ser un “loco” precisamente por todo lo contrario. Es un “monotemático”, un “repetitivo”, un “disco rayado”. Si un cantante de ópera, canta un aria en medio del estreno de una función, es “normal”, porque el oyente se explica la causa de porqué ejecuta ese canto: El dice: “Canta porque es un cantante de ópera y está haciendo su trabajo”

Pero si un individuo está caminando solo en medio de la calle, y comienza a cantar o a silbar una serenata, entonces es un “loco”, solo porque la otra persona simplemente desconoce totalmente la causa de porqué canta y dice que lo hace “sin razón ninguna”. Si la razón de porqué canta, es conocida, la persona es “normal”. Si no se sabe porqué canta, es un “loco”. Pero que la otra persona no sepa la causa de porqué su prójimo canta, no significa que no haya una razón, ni que ésta no sea válida. Las cosas que se explican, o las que hace estadísticamente todo el mundo, sean buenas o malas, son “normales”. Cuando no se sabe o no se explica el motivo, y las hace muy poca gente, es un “loco”.

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Por eso, los que carecen de oído musical, son “normales”, y los que lo carecen para la lógica, son “locos”. Si un obrero de clase media, por hacer un chiste, va de compras al supermercado vestido de pijama, es un “esquizofrénico”, o “está loco”, y lo encierran en un manicomio. Si ese chiste, lo hace un cantante famoso, o una estrella de cine, es un “excéntrico”, un “vanguardista”, “es un genio”.

XIII

Si una persona está frente a una situación crucial, irreversible, irrevocable, sin salida, y opta por suicidarse, es un “loco”, o un “depresivo”, no importa lo que esté viviendo. Los psicólogos y psiquiatras consideran como que la vida es un Valor Supremo, al que no hay que renunciar ocurra lo que ocurra. El suicidio es entonces un acto de “locura”, de “depresión”, como si careciera totalmente de sentido. Pero pensemos en un individuo que está pasando por una situación extrema: ¿Era un “depresivo” Hitler por suicidarse, cuando los tanques rusos estaban a pocas cuadras de donde estaba él? ¿Qué sería lo que tendría que hacer él según estos eminentes psiquiatras? ¿Entregarse a los rusos? ¿Creer en la vida? Cierta vez, un psiquiatra me dijo que cuando una persona se suicida, “esta comprobado que el cerebro le funciona de distinta manera, y que la irrigación sanguínea del cerebro cambia de conductos”. Uno oye este comentario tan cuadrado, preciso, y “científico”, nada menos que de boca de un psiquiatra, y a uno parece que le cierra todo, y que un suicida es indudablemente un “loco”. Yo no pongo en tela de juicio que ciertos estados emocionales alteren la irrigación sanguínea del cerebro. Supongamos que un estado de angustia podría generarlo. Pero no todos los suicidas son iguales. Los motivos del suicidio pueden ser múltiples, y los estados emocionales de los suicidas son absolutamente diversos en cada caso. Son tan diversos como las diferentes concepciones que cada individuo podría llegar a tener, acerca de la vida y de la muerte, dentro de cada cultura. Las concepciones de la vida y de la muerte son múltiples, y varían en cada individuo, sociedad, contexto y situación. Asimismo las causas del suicidio también pueden ser

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infinitas. El tipo de suicidio, la manera de poner fin a la vida, y los sentimientos al respecto, pueden ser infinitamente diversos y dispares. No es lo mismo el suicida que cree en una Vida en el Más Allá y que se toma la cicuta, como Sócrates, a un suicida ateo que cree en que hay nada tras la muerte. Las causas del suicidio pueden ser egoístas o nobles, o para beneficiar o para dañar a alguien. Los sentimientos del suicida pueden ser de extrema angustia, o pueden ser de extrema alegría y esperanza, o el suicidio puede resultar un acto de moderado optimismo o pesimismo, o de indiferencia, como una costumbre o un acto cotidiano. ¿De qué perfil de suicida se refieren los psiquiatras cuando hablan de suicidios? Porque ellos hablan metiendo a todo el mundo, situación, contexto, y concepciones de la vida, y prejuicios culturales, en una sola y misma bolsa. Además, si un estado de angustia altera la irrigación sanguínea, un individuo muy angustiado podría experimentar dicha alteración, y no ser un suicida, y ni ocurrirle siquiera tal idea. Pero estos locos al revés de los psiquiatras hacen explicaciones cuadradas, cerradas, sensacionalistas y “científicas”, diciendo que “esta comprobado que cuando un individuo se suicida el cerebro le funciona de distinta manera, y que la irrigación sanguínea del cerebro cambia de conductos”. Y uno escucha esa explicación y le parece que le cuadra todo. Y los propios psiquiatras, para sus adentros, saben que están mintiendo deliberadamente, y que no restan diciendo, ni toda la verdad, ni siquiera la verdad, y que solo están sugestionando e impactando a sus clientes. Si a una persona, nada menos que un psiquiatra, que “sabe” lo que dice, que supuestamente lo conoce todo, le dice, así, de una, este disparate de que “esta comprobado de que un suicida, en el momento de suicidarse… irrigación sanguínea, etc”, uno se queda impactado por este disparate pseudo científico, y le queda “todo claro”, y queda impresionado por lo que ese loco al revés dice, sin pensarlo siquiera un segundo, sin reflexión ni juicio alguno, de forma automática, instantánea. Así funcionan los discursos impactantes, prejuiciados y sensacionalistas de estas gentes. Bombardean a la gente con explicaciones pseudo científicas que impactan a primera vista y seducen de forma irreflexiva y automática. Omiten deliberadamente a qué tipo de suicida se refieren, y omiten que la irrigación sanguínea el cerebro puede ser causada por varios estados de ánimo diferentes, o por otras causas, y que dichos estados de ánimo y sus consiguientes irrigaciones cerebrales pueden darse y se dan en la mayoría de las veces sin que exista ningún acto o tendencia suicida, o que hay suicidas que no tienen ninguna clase de alteración de ese tipo.

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Es todo un discurso sensacionalista y pseudo científico, de charlatanes y prejuiciados culturales cuyo oficio se basa fundamentalmente en la retórica y en persuadir a la gente de sus prejuicios por el método que más le convenga. Así actúa esta gente, tanto con el paciente, como con su familia, como en los medios masivos de comunicación.

XIV

Pero si una persona está en una situación límite, y son los mismos médicos los que, aún sin su consentimiento, deciden terminar con su vida, a través de un inyectable letal, esto no es “locura”, ni “sensacionalismo”, ni es un homicidio. A esto se le llama “eutanasia”. Si existe la firma de un médico, es algo bueno, objetivo, normal, legal, “está bien”. Si el paciente se libra de su situación por las suyas, es un “loco” y un “depresivo”. Si existe la firma de un médico, con o sin el consentimiento del paciente, es un acto de “objetiva eutanasia”. Así, los médicos son los “que saben” cuando alguien debe vivir o morir, los que “saben”, a quién abortar o dar eutanasia. Ellos no son ni “locos” ni asesinos. Se recurre a la falacia de “Apelación a la Autoridad”. Si lo dice un “profesional”, entonces está bien, es bueno, y es legal. ¡Y vivan los abortos y las eutanasias legítimas! ¡No hay crimen ninguno! ¡Pero con la firma de un médico, “que sabe”, y que no es asesino! ¡Vivan los psicofármacos y los electroshocks, por gente “que sabe”! Vivimos en una Sociedad Tecnocrática.

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Finalmente, se diferencia al “loco”, del “normal”, en que el “normal”, es “responsable”, “es capaz de elegir”, “es capaz de cambiar de actitud”, y el “loco”, “es incorregible”, “es incapaz de cambiar su actitud”, es “ineducable”. Pero muchos “locos”, o inclusive “retardados mentales”, cuando hacen algo equivocado, o errado, y uno se los dice de forma bien clara, son capaces de darse cuenta que estaban equivocados, o de que actuaron mal. Es decir, son capaces de cambiar, de corregirse, de elegir entre una cosa y la otra.

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Y sin embargo, hay personas “normales”, que no pueden dejar su adicción al tabaco, o al dinero, y que son jurídicamente “responsables de sus actos”, y que si cometen un delito no van al manicomio, sino a prisión. Pero al salir de la prisión, aunque no deseen estar en ella de nuevo, y aunque sepan que si vuelven a cometer otro delito, van a volver a ella, igual terminan cometiendo el mismo delito, u otro. Esas personas: ¿Son “responsables” de sus actos”? ¿Son corregibles? ¿Saben lo que hacen? Pero los psiquiatras, (estos locos al revés), las consideran “normales”, y esas personas vuelven una y otra vez a prisión. ¿Qué criterio usan para catalogar a alguien de “saber lo que hace, o ser capaz de controlar o corregir sus actos”? ¡Hasta los mismos psiquiatras y psicólogos, muchos de ellos, que estudiaron medicina, saben que el tabaco les hace mal y siguen funando sin remedio! Y los psiquiatras y enfermeros tratan a los “locos” como locos e irresponsables, o como normales y responsables, solo cuando a ellos les conviene. Para obligar a una persona a ingerir una droga a la fuerza, o para encerrarla, los enfermeros y psiquiatras tratan a la persona de “loca”. Pero si el “loco” anda descalzo en el patio del loquero, entonces lo tratan como normal y responsable, y lo obligan a que se vaya a calzar, y le dicen: -¡No andes descalzo y te hagas el loco! ¡Tú eres loco solo para lo que te conviene! Pero, en los hechos, un “loco”, es solo un loco para lo que les conviene a los psiquiatras y enfermeros. Cuando a ellos les conviene que el “loco” sea normal, lo tratan como normal, cuando les conviene que sea “loco”, lo tratan como a un loco. Un juego perfecto. Pero, en el fondo, el verdadero significado de ser “loco” es ser molesto, pesado, una carga, una piedra en el zapato para la familia y para la sociedad. Es ser alguien que no sirve ni nadie quiere. Los médicos no saben nada de nada. Simplemente lo eliminan de la sociedad con internación, droga y pasándole corriente eléctrica por la masa cerebral. La locura carece de todo criterio científico. Es prejuicio y discriminación pura. Su naturaleza no está en el “loco”, sino en la discriminación de su entorno. La psicología y la psiquiatría están basadas en el prejuicio y la charlatanería.

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¡Y todavía pretenden decir que “conocen e identifican” lo que el paciente tiene y sus causas! Ese es el criterio que se usa para seleccionar a los que están adentro de los que están fuera del manicomio. Es así de simple.

XVI

Finalmente, yo he mismo he elaborado una lista de algunas características que, si un individuo determinado llegara a poseer una o varias de ellas, sería blanco perfecto de la agresión y discriminación cultural, y eliminada de la sociedad, con drogas y electroshocks, así como los nazis usaban ciertos parámetros para determinar la “raza” y el derecho a matar en la cámara de gas a determinado individuo infrahumano. Entre estos parámetros, los seres infrahumanos somos: 1) los minusválidos, 2) los desubicados, 3) los incomunicativos 4) los inaguantables, 5) los que la gente siente temor hacia ellos,6) los que dan vergüenza ajena, y 7) los impredecibles e inexplicables. Todas aquellas personas que posean una o varias de estas características, y que, conjuntamente con estas, estos locos al revés de los psiquiatras consideren que esta persona va a continuar su actitud más allá de cualquier circunstancia, que es así por naturaleza, que no va a cambiar, y que no se la considere “responsable” de estas actitudes, la Inquisición Post Moderna las tipifica de “locos”, y las drogan, les dan electroshocks, y las encierran en un manicomio, eliminándolas así de la sociedad.

XVII

Para empezar, los minusválidos son aquellas personas que no se pueden autoabastecer a sí mismas, y que necesitan la ayuda, ya sea afectiva, social, laboral, o incluso para sus necesidades fisiológicas. En este grupo, se tiene en cuenta, en primera instancia, si la persona es capaz de vestirse, bañarse, comer, higienizarse, y hacer sus necesidades por su cuenta. Por otro lado, se tiene en cuenta si son independientes afectivamente, o sea, si se pueden valer por sí mismos sin necesidad del cariño, o afecto, de una o varias personas de a su alrededor. Por otro lado, se tiene en cuenta la minusvalidez desde el punto de vista social y laboral, es decir, si la persona tiene un empleo, o si es independiente económicamente del entorno. Por otro lado, parte de la minusvalidez es la legal, es decir, si puede ejercer libremente sus deberes y derechos constitucionales, o si hay un familiar o persona que tenga un poder sobre él, o una tutela, o si la persona está institucionalizada psiquiátricamente.

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La minusvalidez, opuesta a la autosuficiencia, es un parámetro que tienen en cuenta esos locos al revés a la hora de salir a secuestrar gente en la calle. Cuando ven a un minusválido, van y lo encierran. Dentro de la minusvalidez, se encuentran una enorme gama de gente, que van desde las personas que son retrasadas mentales, o gente que, por su carácter, no es apta para trabajar. Como un caso especial, también se agrega en los manicomios a los pacientes geriátricos, o sea viejos que, debido a su avanzada edad, son por ello minusválidos, tengan o no, lo que esos sinvergüenzas llaman “demencia senil”. Por supuesto, a los psiquiatras parecería que se les pasa por alto de que nadie en esta sociedad es autosuficiente ni independiente de por sí. Ellos parecería que no tienen en cuenta que muchas amas de casa no tienen tiempo para barrer el piso, y que todas las personas somos afectivamente dependientes de alguien o de varias personas, sin las cuales no podríamos vivir. También mucha gente está desempleada, y en busca de un trabajo que no encuentra, o que, aún trabajando, no es independiente económicamente, y tiene que pedir dinero prestado. Tampoco parecen tener en cuenta que el coeficiente intelectual de 100, que a ellos les parece tan “normal”, solo porque es un promedio de lo que se da en la realidad que es, no en la ideal, no es tampoco un buen promedio para resolver muchísimos problemas que podrían surgir. Tampoco tienen en cuenta de que ellos mismos se encargan e promover la minusvalidez de sus víctimas, al obligarlas a ingerir sus drogas, o al exponerlas a que un Juez de Familia les decrete su curatela, y sean dictaminadas como incapaces desde el punto de vista legal, para ejercer sus deberes y derechos legales y constitucionales, aunque lo desearan. También, los mismos psiquiatras, promueven la minusvalidez del paciente, al encerrarlos, dándoles a entender de que están de por vida, al impedirles estudiar o trabajar, al drogarlos, al satisfacer gratuitamente todas y cada una de sus necesidades básicas, como la comida, el techo, etc, y a no pedirles, exigirles, y ni siquiera esperar a que el paciente haga algo por sí mismo, e incluso que hasta los funcionarios del manicomio les tiendan sus camas. En lo que me es personal, a mí, ya desde mi infancia, desde el mismo comienzo de mi tratamiento, a mis once años, tanto los psicólogos, como mi familia y mi contexto social, se encargo de promover, intensa y exhaustivamente, mi minusvalidez, tratándome como a un idiota, o como a un bebé, bañándome, vistiéndome y tendiéndome la cama, en contra de mi voluntad y de mi orgullo. Desestimularon, a través de no pidiéndome, exigiéndome, ni esperando ningún futuro estudiantil, social ni laboral, y estimulándome a una actitud meramente receptora,

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pasiva, cómoda y antisocial, a través de un trato morbosamente infantil y sobreprotector, determinado por esa gente que gusta que la gente común los llame “psicoterapeutas”. Me estimularon, deliberadamente, a someterme a una absoluta dependencia afectiva y económica, desestimulando todo mi interés y voluntad tanto en los estudios, como en lo laboral, convirtiéndome a ex profeso en un verdadero minusválido, al tiempo que cínicamente, se me responsabilizaba por eso. Si alguna vez me pidieron o exigieron alguna cosa, o lo hacen aún hoy en día, estos locos al revés se encarga de elegir de antemano las cosas que me van a pedir, y buscar la manera más negativa, y más inconstructiva de pedírmela. No lo hacen con el fin de que yo las ejecute, sino al revés, con la intención de que yo me niegue a ejecutarlas, o para incentivar mis rebeldías o actitudes completamente autodestructivas, en las cuales solo salgo perdiendo yo. Además, yo salgo como responsable de mis desgracias, y ellos quedan con el rol de “constructivos” y “positivos”, cuando en realidad, fueron y son todo lo contrario a ello. Después de haberme obligado a convertirme en un verdadero inútil en mi casa, yo pasé a convertirme en un verdadero inútil en un manicomio, de por vida. No se me pide, no se me exige, ni se espera constructivamente nada de mí. Solo se me pide o exige inconstructivamente, y solo se tiene en cuenta, para criticarme, de mis defectos, más nunca se tienen en cuenta, o se valoran, mis esfuerzos o actitudes positivas. Lo mismo que me ocurrió y ocurre a mí, vale también para millones de “pacientes” psiquiátricos que estos locos al revés nos mantienen enjaulados y aislados. Así, de esta forma, los psiquiatras, tras unos pocos años de internación, convierten a sus pacientes en verdaderos inútiles, que no son capaces ni de hacer el menor esfuerzo, ni de aguantar la más mínima frustración, en apáticos y rutinarios, que solo se dedican a holgazanear, comer y dormir, sin tener motivaciones ni voluntad de hacer nada. Después, los psicólogos y psiquiatras consideran a estar actitudes, en sus libros y estudios, y las catalogan como un juego psicológico, al que llaman el juego de la “Indigencia”. Ellos dicen que los pacientes juegan a este juego, aunque reconocen que la institución psiquiátrica no está ajena a ello. En realidad, los pacientes se ven obligados, por o contra su voluntad, a asumir esta actitud, y los inquisidores post modernos son las que los obligan a hacerlo. Después, este grupo de psiquiatras, psicólogos, y enfermeros cínicos y atrevidos, les dicen a sus discriminados culturales: -¡Te haces el loco para no trabajar, o vivir y comer gratis! ¡Qué vida la tuya! ¡No tienes que pagar la luz ni el agua, ni nada!

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Ante los medios de comunicación, a veces, este grupo de sinvergüenzas se atreven a hablar, con todo descaro, a este respecto, como el problema del hospitalismo, como si ellos no lo desearan, ni lo promovieran. Esta gente, que discrimina y dice luchar contra la minusvalidez, en realidad la fomenta y la promueve, de la peor e las formas. A todo esto, a esos locos al revés, no les importa. La persona, por ser considerada por ellos como minusválida, ya sea en sus cuidados, afectivamente, o laboral y económicamente, ya por eso, para ellos, es “loca” y se la lleva al loquero. Ellos simplemente dicen: “Este individuo no sirve, ni servirá nunca para nada” Y van a tocar el timbre a su casa para secuestrarlo en sus modernas ambulancias, rumbo al basurero social, donde se depositan a los inservibles.

XVIII

Por otro lado, dentro de sus víctimas, se hallan los que esos locos al revés denominan “desubicados”. Son aquellas personas, que, por originalidad, excentricidad, o porque les gusta, o porque no se dan cuenta o les parece muy gracioso lo que hacen, tienen conductas originales, que se salen de los códigos totalmente conservadores y formales de esos psicólogos y psiquiatras de clase media, aburridos y aburguesados, con estudios terciarios. Entre estas personas, se encuentran aquellos que concurren con una peluca y una corbata anaranjada a su aburrido y rutinario ambiente de trabajo laboral en una oficia pública, o que van vestidos con la bata del baño a comprar manzanas al supermercado, etc. Las actitudes infantiles, las bromas, el buen humor, y el exceso de confianza, sobre todo ante profesionales o instituciones que se tienen a sí mismos como símbolos de respeto y que son altamente conservadoras, o la falta de subordinación a estas personas o entes, son también consideradas como “desubicadas”. De la misma manera, hablar confiadamente y sin tapujos acerca de temas personales con gente reservada y conservadora, también es considerado de esta forma. Hoy en día, la sociedad occidental es bastante permisiva con respecto a este tipo de actitudes originales, sobre todo después del movimiento hippie. Pero debemos considerar que los valores de ese grupo de psiquiatras xenófobos y conservadores, es más bien más propio de la moral de la Inglaterra de la reina Victoria, que de la actual época post moderna.

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Y nada más erróneo que creer que los valores de esos locos al revés son, o reflejan, a los valores que tiene “todo el mundo”, ni muchísimo menos, que los valores que poseen los adolescentes. En primer lugar, los psicólogos y psiquiatras no son adolescentes, y la inmensa mayoría nunca lo fueron, sino que fueron ratones de biblioteca todas sus vidas. Ellos son gente “adulta”, son viejos, incluso hasta jóvenes viejos de espíritu y conservadores, metidos en sus libros, y sus estudios terciarios, su casita, su autito, sus trabajos de rutina en los manicomios, de clase media, y con espíritus absolutamente conservadores y burgueses que detestan y desprecian toda innovación, creatividad, y romanticismo. La vestimenta que usan los psicólogos y los psiquiatras se distingue por su carácter extremadamente formal, reservado y sumamente discreto y conservador. Ningún psicólogo o psiquiatra usa un peinado exótico, o se viste llamativamente, de forma original y creativa, y que despierte la atención de todos. Todo lo contrario. Son absolutamente cerrados, conservadores y cerrados, y nunca se salen de lo establecido jamás. Para esta gente, si una persona no se viste, o no se expresa, o no hace lo que hace todo el mundo, es un “desubicado”, y se hace merecedor del título de “loco”, y se gana un pasaje de ida al manicomio, sin el de vuelta.

XIX

Por otro lado, otras de las víctimas de las que se suele poblar los centros de reclusión culturales, son las personas “incomunicativas”. Entre las personas “incomunicativas”, se encuentran las personas que, por una razón o por otra, son repudiadas por no desear hablar con otras personas que les hacen determinadas cosas, y menos con los psiquiatras, y permanecen callados, y no emiten palabra alguna si se les pregunta algo, y se espera a que contesten, como si estuvieran obligadas a hablar, y de hablar sobre lo que se les pregunta o se quieren que les hablen. Entre estas personas, están las que viven solas en sus casas, o en los loqueros, aunque hagan una vida normal, y no tengan ningún problema con nadie. Si una persona es solitaria, para los psiquiatras, esa persona es “loca”, y se la droga e interna. Están entre estas personas incomunicativas, las personas que hablan en un lenguaje o sintaxis desconocida, de tal manera que no se les puede entender lo que ellas dicen, aunque uno intuya que ellos saben perfectamente lo que están diciendo. También, entre los “incomunicativos”, están las personas que hablan acerca de temas en los que nadie cree ni les interesan. Por ejemplo, en esta sociedad cientifista, donde la

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ciencia lo domina todo, una persona que comience a hablar de apariciones y de fantasmas, y de cuentos de hadas, en los que nadie cree, ni les interesa hacerlo, es repudiada por incomunicativa. Entre estas personas “incomunicativas”, están, por cierto, tanto los solitarios, como los mudos, como los que tienen un dialecto y una sintaxis propia, como así también los tartamudos y los retrasados mentales. Hay también, dentro de este grupo, personas que son discriminadas, acusadas de tener mal carácter, o por enojarse, sin tener en cuenta las razones de porqué lo hacen, o si tienen o no razón en hacerlo, y que terminan en los centros de reclusión social por esta causa, como si los psiquiatras y sus familias fuesen todas personas “de buen carácter”. No importa su coeficiente intelectual, ni su lucidez, ni que se sepa de sobra que la persona se entiende a sí misma. Si no se comunica con el resto de la gente, es “loco” y se lo institucionaliza. Así de simple.

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Por otro lado, entre las victimas de la inquisición, están todas aquellas personas a las que la gente repudia porque les tiene miedo, ya sea por cosas que ellos han hecho en el pasado, o por fantasías que losa psiquiatras, o sus familiares, puedan temer que hagan en el futuro. Entre estas personas, están todas aquellas que son acusadas de haber hecho, o de que se tenga la fantasía colectiva de que podrían en el futuro acciones que puedan despertar algún temor o inseguridad en la gente. Entre estas actitudes, las que despiertan más fantasías de temor entre la gente son las agresivas y las suicidas. Así, un paciente que fue agresivo en algún momento de su vida, se convierte en objeto de inseguridades y motivo de todo tipo de chismes y fantasías de lo que “podría hacer en el futuro”, aunque pasen muchos años sin que haya hecho nada. A estas personas, se las droga, y se les dan electroshocks, solo “para prevenir”, aunque no exista necesidad alguna de ello. Es decir, se las medica solo por los temores y fantasías que los psiquiatras se hacen de él, y aún más, porque esos locos al revés son los responsables ante sus superiores si el paciente “llegara a hacer algo y no hubiera estado debidamente medicado”. El psiquiatra los medica para su propia seguridad y bienestar con respecto a sí mismo, no por el bienestar del paciente. Si el paciente no tiene síntomas de agresividad, se lo adjudican todo a los efectos de la droga que le dan, no al carácter del paciente.

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Por último, los psiquiatras se centran en la agresividad del paciente, pero obvian la propia agresividad de ellos mismos. Toda la violencia, psicológica, física, social, institucional, de los psiquiatras y la Institución, hacia un paciente que es sometido a todo tipo de discriminaciones, privaciones de la libertad, electroshocks, y drogas, todo eso es obviado limpiamente. No existe. No se toma en cuenta que el psiquiatra es mucho más agresivo que todos sus pacientes juntos, ni que, a menudo, la agresividad de un paciente, en realidad es un gesto desesperado e impotente ante esa agresión descarada y cínica de esos locos al revés. Pero todo esto no importa. Si fue, o “podría ser agresivo”, se lo droga, aunque esté bien, solo “para prevenir”. La crónica sensacionalista policial, de los programas informativos de los medios de comunicación, y películas taquilleras como “Psicosis”, de Alfred Hitchcock, o las incontables películas policíacas donde aparecen malvados y criminales, no hacen sino reforzar los temores colectivos y el repudio a individuos, ya sea agresivos de verdad, o ya sea simplemente sospechosos, por su mera apariencia, de ser agresivos. La gente, aterrorizada, ve esas escenas sensacionalistas, y corre a refugiarse a los brazos de esos “benévolos inquisidores”, para que los protejan de esos “locos”. La gente común no se da cuenta, que el peligro al que deben temer no está abajo, en ese adicto que asaltó un almacén en la Ciudad Vieja, cuya madre era prostituta, que sus hermanos mayores están presos, y que su padre lo violó a él cuando tenía cinco años. Es arriba, en el poder económico y político internacional, y en el Estado de su país, y sus organismos represores, incluyendo a la nueva inquisición post moderna, que se encarga de institucionalizar legal y efectivamente toda la discriminación cultural. Pero, al ver las escenas escalofriantes de una actriz exhibicionista que gana un sueldo de miles de dólares por posar desnuda en una ducha, atacada por un cuchillo de plástico, y ver en la televisión a ese niñito violado a los cinco años, unos años más tarde, con unas esposas, conducido a un patrullero de la policía, acusado de un horrendo crimen, la gente “responsable” se llena de terror, y se dedica a efectuar toda una serie de cazas de brujas. Y para ello, otorgan toda su confianza a los inquisidores post modernos, que dicen ponerse al lado de la sociedad, y se ponen a cazar brujas, ante un pueblo prejuicioso, irracional, y aterrorizado. Y, finalmente, se terminan secuestrando a personas sospechosas de tener actitudes suicidas, sin tener en cuenta la situación en la que vive el paciente. Aquí en Uruguay, desde el punto de vista legal, solo basta la firma de un psiquiatra, y la de un familiar allegado, para que esos locos al revés vengan a tu domicilio a secuestrarte y encerrarte en un centro de reclusión social.

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No necesitan orden de un Juez, ni siquiera necesitan un pretexto, o un comportamiento anormal en la persona. Basta con que un psiquiatra tenga una fantasía de que un paciente “pudiera suicidarse, o ser agresivo”, y que consiga la aprobación de un familiar suyo, para que mande a sus enfermeros a encerrarlo en un loquero y drogarlo, aunque el paciente no haya hecho nada, ni tenga síntomas de ningún tipo. Otro de los objetos de temor de mucha gente, especialmente de los padres adultos, es a que sus hijos se droguen, o fumen marihuana. Si un individuo es objeto de temor, y despierta fantasías e inseguridades en su contra, de que “puede convertirse en un delincuente, puede ser agresivo, puede suicidarse, puede drogarse”, y el psiquiatra consigue la adhesión y la firma de un familiar allegado, va a parar al loquero, sin necesidad de que se halle incapacitado, o tenga curatela. Los que deberían ser los primeros en ser acusados de peligrosos y agresivos, son los mismos psicólogos y psiquiatras represores, que no dudan en aislar, discriminar, drogar, y hacer electroshocks y lobotomías a millones de discriminados en el mundo entero. Pero, por lo visto, ellos mismos no se consideran, a sí mismos, una institución agresiva ni represora. XXI

Por otro lado, otro tipo de seres infrahumanos que merecen ser eliminados de la sociedad, son aquellos seres catalogados de “inaguantables”. Son los típicos “pesados”. Las personas con las que nadie quiere hablar, ni vivir con ellos. Son las personas muy alegres, entusiastas y eufóricas, que siempre están hablando constantemente, y no paran de hablar, y de hacer cosas, ante un contexto aburrido y de malhumor, que siente rechazo ante su excesiva alegría y entusiasmo, y lo detestan por eso. Entre los “inaguantables” se encuentran también aquellos que se lamentan constantemente de desgracias terribles que les han sucedido a ellos, o de cosas que a ellos les han hecho. Son desgracias que el contexto social, constituido por una masa de gente básicamente egoísta, que solo piensa en sus asuntos, y que no tiene ni una pizca de compasión, ni de interés en oír todo el tiempo esos discursos decepcionantes, nadie siente el más mínimo interés en oírlas, y quieren coserle la boca. Estas personas, totalmente rechazadas y discriminadas por todos, son blancos fáciles para esos locos al revés, que las etiquetan como “inaguantables”.

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También, entre los “inaguantables”, están los que hablan de temas que a nadie les interesa, como, por ejemplo, los que hablan todo el tiempo de sí mismos, y despiertan así el repudio generalizado de todo el contexto social, que se vuelve contra ellos, los tachan de “inaguantables”, y los eliminan de la sociedad, ante la satisfacción de todas sus familias, que se libran de aguantar a ese pesado en su casa. Por último, entre los “inaguantables”, se encuentran los adictos a las drogas, que, por son discriminados por su comportamiento pesado e inaguantable. Los adictos, también pertenecen al grupo de los “desubicados”, los “incomunicativos”, los “minusválidos”, los “impredecibles”, los “que causan la vergüenza ajena”, y a los que son discriminados por ser objeto de los temores y fantasías del entorno social conservador en el que están inmersos. Junto a estas características, se halla el prejuicio y la mala fama que tiene el consumo de droga en la sociedad occidental, a pesar de su evidente popularidad, con lo que la discriminación, la vulnerabilidad, y el repudio general a los adictos, los convierte en una presa muy fácil para la Inquisición Post Moderna. Por supuesto, la Organización Mundial de la Salud, no considera como drogodependientes a los que son obligados a ingerir drogas a la fuerza en los manicomios. Tal parecería que los únicos que tienen derecho a obligar a drogar a otros, aún contra su voluntad, son los psiquiatras, con la mentira que nadie cree, de que las drogas legales hacen bien y son las únicas buenas, y el resto no lo son. ¡Son precisamente estos señores, que se roban para sí el derecho a llamarse doctores, los que, diciendo combatir la drogodependencia, son los que generan más millones de casos de adicciones a las drogas al año! Los laboratorios farmacéuticos, producen al año, y por mes, más drogas psiquiátricas que todos los narcotraficantes juntos del mundo. Son los que amasan mayor cantidad de miles de millones de dólares al año, en drogas que no curan, y que están diseñadas para anular emocionalmente, y reprimir a sus adictos, y lo hacen con el total consentimiento, ignorancia o silencio, de la gran mayoría de la población, que a veces, ni se entera de lo que está ocurriendo. Y los estados “democráticos”, y todos sus gobernantes, apoyan esta verdadera industria de la droga, y enriquecen a sus productores, al tiempo al que salen a declarar por los medios de comunicación, que están dispuestos a combatir al narcotráfico, y el consumo de marihuana y alcohol.

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Por otro lado, otro tipo de repudiados sociales, cuya discriminaciones terminan de rematar los mismos psiquiatras al encerrarlos en un manicomio, son aquellas personas que, por una u otra razón, causan la vergüenza ajena en su entorno social. Generalmente, los motivos más comunes de vergüenza ajena son los asuntos sexuales. Entre esta gente discriminada por producir vergüenza ajena, se encuentran, por ejemplo, los exhibicionistas, los que se desnudan u orinan en público, o se exhiben en videos pornográficos, etc. En este sentido, la sociedad occidental ha sido cada vez más permisiva al respecto, sobre todo después de la llamada “revolución sexual”. Es por ello que un motivo de vergüenza ajena, sobre todo de los padres y miembros de la propia familia del paciente, que era la homosexualidad, que en un momento fue catalogada como una patología psicológica, hoy muchos autores, muy pragmáticos, como cínicos y calculadores que son ellos, decidieron abandonar como diagnostico. No lo han hecho porque estuvieran convencidos de hacerlo, sino por la más mera conveniencia, para no ponerse a la opinión pública en su contra. Los anteriormente mencionados “desubicados”, también podrían catalogarse, en algunos casos, como causadores de vergüenza ajena. Entre los repudiados por causar vergüenza ajena, o más bien la propia, son los retrasados mentales, o gentes con síndromes de down, que causan rechazo por la vergüenza que les dan a sus padres. Finalmente, el solo hecho de que un individuo sea catalogado de “loco” y este drogado e internado, causa ya de por sí repudio y rechazo, y se convierte en una verdadera vergüenza familiar. Los bobos, los lascivos, los desubicados… todos ellos son repudiados por causar vergüenza ajena. También, en este grupo de discriminados, están los que son repudiados por un aspecto al que se les critica de “desagradable”, como a los que son catalogados de bohemios, mal educados, que huelen a sudor, que se les cae la baba de la boca, etc. Son personas a las que las familias más conservadoras y pudientes sienten un extremo repudio y vergüenza, no tanto ajena, sino por ellos mismos, y nunca las invitan a las fiestas o reuniones sociales. Y los psiquiatras se encargan de encerrar y eliminar de la sociedad a todas aquellas personas que, por ser discriminadas por su contexto, son consideradas como basuras, que merecen ser arrojadas a esos verdaderos depósitos de residuos culturales, que son los manicomios.

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XXIII

Otro grupo de discriminados, son los llamados “inexplicables e impredecibles”, por estos locos al revés, que pueden tener o no alguna de las características anteriores, pero que estos señores desconocen totalmente las causas de sus conductas, y, además, se hallan incapacitados para predecirlas. Toda aquella persona que, por alguna razón, ya posea un comportamiento correcto o no, las causas de este comportamiento sean muy complejas, sean variables, y sean impredecibles, ya es un punto que los inquisidores post modernos tienen en cuenta para hacerlo merecedor de una internación y drogadicción psiquiátrica. Esta persona pasará a ser “evaluada y estudiada día tras día, en todas sus actitudes y vida personal, como a un exótico conejillos de indias, y ser sujeto a experimentación científica, a través del personal de la enfermería del manicomio”. Entre estas personas inexplicables o impredecibles, se hallan, por ejemplo, los miembros de una familia adinerada, que tienen miedo de que su hijo, de comportamiento correcto, pero variable, inexplicable e impredecible, que si se le otorgaran sus derechos legales, hagan voto de pobreza y terminen regalando todos sus bienes, o la mansión, o los automóviles, a los pobres o a un amigo, o aquellas personas de las que se tiene el temor de que un día se acuesten a dormir la siesta en lugar de ir al trabajo o a los estudios. En realidad, se podría decir que las personas con estas características, pertenecen al tipo de personas que son repudiadas por su contexto, debido a que son objetos de temor por parte de este. No son discriminados por ser agresivos, o suicidas, o drogadictos, sino por ser inexplicables, variables, e impredecibles. Esta imprevisibilidad, y complejidad de sus motivaciones, aunque enmarcada en un comportamiento correcto, es objeto de temor del contexto y de los psiquiatras, que pasan a drogar y a eliminar de la sociedad a este individuo, por la más pura y mera “prevención”.

XXIV

Finalmente, todos estos grupos humanos con personas con nombres y apellidos, que son objetos de repudio y discriminación, primero de sus familias y de sus contextos, y luego son víctimas de la represión cultural de la inquisición post moderna, tienen todos en común que estos locos al revés de los psiquiatras los consideran, a todos ellos, como personas que no eligen ser lo que son, ni hacer lo que hacen, que no son libres, que son y serán siempre así, y dictaminan que “no son responsables de sus actos y decisiones”.

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Así, convencen a los tribunales para que los dictaminen como “incapaces e inhabilitados para ejercer sus deberes y obligaciones legales y constitucionales, y se les nombre un curador”. En esta actitud, parece que estos señores no tienen en cuenta de que esas personas, aún estando discriminadas y encerradas, tienen gran parte de responsabilidad y saben tomar decisiones muy oportunas respecto a temas esenciales. Sin embargo, los psiquiatras y enfermeros, intuitiva o racionalmente, de algo e esto se dan cuenta, cuando recriminan a sus prisioneros culturales, diciéndoles: “Tú no eres loco. Tú eres loco cuando te conviene. Cuando te conviene no eres loco” De esta manera, están reconociendo que los pacientes son personas perfectamente responsables de lo que hacen. Por otro lado, las personas legalmente responsables, fuman, beben, conducen el automóvil embriagados a altas velocidades, se gastan el dinero en tonterías y quedan embargados, etc. Estas personas, supuestamente, son consideradas responsables por esos locos al revés, pero… ¿Son realmente responsables? Si todos fuéramos realmente responsables, no habría necesidad de tantas leyes, constituciones, ni de mantener a la Policía y al Ejército. Pero esto, los inquisidores post modernos, parecen no tenerlo en cuenta. Ellos no se ponen a discutir estas “tonterías”. ¡Y ellos se creen que son muy “responsables” cuando le pasan corriente eléctrica por la masa cerebral de uno de sus pacientes! En realidad, a pesar de que se le atribuyen todos los problemas al paciente, catalogado de “enfermo”, como si él fuera el causante o portador de todos esos problemas, en realidad, el paciente solo es receptor de todos los verdaderos problemas psicológicos y las fantasías y repudios de estos, de sus familias, y de sus entornos, que se lo trasladan al discriminado cultural, para que pague él, tanto por los problemas de él, como por todos los de ellos. Esta realidad los psicólogos y psiquiatras la conocen muy bien, y pasan a denominar al paciente, como un “chivo expiatorio”, según su vocabulario. No hacen nada al respecto. Pero peor aún. No solo no hacen nada al especto en cuanto a ayudar a ese ser discriminado, sino que esos locos al revés terminan de discriminar del todo, hasta las últimas consecuencias, las actitudes discriminatorias que las familias y los entornos de los pacientes habían comenzado a hacer, encerrándolos y drogándolos. Los mismos psicólogos y psiquiatras, o “terapeutas”, saben y asumen, que están discriminando y atacando a una persona que no es la que tiene el verdadero problema, o que no es responsable de todos los problemas, y que está sufriendo injusticias y

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discriminaciones provenientes de los problemas de otras personas, de las cuales son victimas, como de sus familias, contextos, y hasta de ellos mismos. Lo saben perfectamente, pero lo asumen, y, aún sabiendo que están cometiendo una brutal injusticia, atacan y discriminan al paciente con todas sus fuerzas, y les atribuyen a estos todos los problemas de su entorno, mientras les señalan a sus víctimas, que ese entorno que los discrimina y repudia, es “normal”, y que los “locos” son ellos. Esa gente no está para comprender, ni curar, ni hacer sentir bien a sus pacientes, ni para rehabilitarlos. La psiquiatría es una institución que no solo no pretende hacer ningún bien, ni curar a nadie, sino que es tan solo una enorme escoba que se encarga de tipificar, reunir, y barrer la basura y llevarla a un basurero.

XXV

En el Renacimiento, todo el mundo pensaba que la Tierra era un plato plano y redondo. ¿Es que en esa época todo el mundo estaba loco? Cristóbal Colón era el único que decía que la Tierra era esférica. Y resultaba que todos lo tomaban por loco. El loco era él, no los demás. Era un buen candidato para ir a la hoguera o a un manicomio. Si el Presidente de la República se comunica con Dios “comiendo el Cuerpo de Cristo” a través de la ostia, en una Iglesia, es un religioso. Si una persona aislada, se comunica con Dios a través de una secadora de pelo, es un “esquizofrénico”. Pero si en vez de ser solo una persona aislada la que se comunica con Dios a través de una secadora de pelo, son cincuenta millones de personas las que hacen eso, entonces, eso no es esquizofrenia, sino que se convierte en una Religión. Tratar de buscar una explicación química u orgánica a porqué hay personas que se comunican con Dios a través de una secadora de pelo, carece de toda seriedad científica, ni de ningún tipo, y está totalmente basada en prejuicios sociales y culturales, que los psiquiatras ni siquiera se molestan ni pueden definir. Los psicólogos, y los psiquiatras, siempre buscan el origen de la patología en el otro ser humano, nunca en sí mismos. Sería una buena pregunta que un psiquiatra se podría hacerse a sí mismo el preguntarse: ¿Por qué un psicólogo o psiquiatra piensa, de forma tan inmediata, intuitiva y con total convicción, de que esta otra persona esta loca? ¿Por qué a uno le parece que hay tanta gente loca? ¿Qué es lo que hace al psiquiatra estar tan seguro de eso?

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Sería un buen tema de investigación para los psicólogos, que tanto les gusta conocer la psiquis, de porqué un ser humano califica a otro de feo, loco, raro, y lo descalifica al instante, sin juicio previo alguno, y adjudica el origen de esta discriminación, absolutamente irracional y subjetiva, a un factor totalmente externo, racional y objetivo. Un prejuicio que se esfuerza en confirmar con un marco teórico sumamente rebuscado y elaborado, como las teorías raciales y étnicas de los alemanes o de los europeos de los siglos XIX y XX. Combinan la “objetividad científica” con el prejuicio y la xenofobia. La protuberancia nasal del semita es asociada a la condición psicológica de extrema avaricia. La baja estatura a la inferioridad, o a la sumisión, etc. Estos son los disparates científicos que llegan a decir estos locos al revés. Y en su momento, todo el mundo les cree. Los psiquiatras hacen lo mismo.

XXVI

Pretender hacerles creer a la gente que ellos poseen una explicación “científica” acerca de algo tan intuitivo como lo “loco”, o lo “feo”, al igual que los europeos intentaron crear teorías que dieran un sustento “científico” a algo tan intuitivo y aparente como la existencia de las razas humanas. Hoy en día, se sabe que esa percepción de que existen razas diferentes, desde un punto de vista conceptual, es un disparate. Sin embargo, a pesar de que racionalmente la idea de raza es absurda, un individuo, al ver a un extranjero, le surge el prejuicio racial, automático, irreflexivo, “evidente”. Pero la percepción de raza, así como la de la “locura”, es mera ilusión. Solo hay agrado o rechazo hacia el prójimo. Si existieran las razas, y la idea de “raza”, consistiera en que hay una diferencia genética de una parte a otra, entonces nos hallaríamos en que, si esto fuera así, habría tantas razas como seres humanos hay y habrá, o hubo, sobre el mundo. Porque todos tenemos diferencias genéticas entre todos los individuos, hasta con nuestros hermanos de nuestra familia. Se toma, por ejemplo, como distintivo de “raza”, a la diferencia del color en la piel. Pero cada ser humano, incluso entre un blanco, o un negro, u otros, tiene cada uno un único color de piel o tonalidad, por cada persona. Cada persona individual tiene su propio color de piel. Hasta entre el color de piel de un blanco a otro blanco hay diferencias. Pero si a la persona “le parece” que el color de la piel de otro es “parecida” a la suya, dice que es de “su raza”. Si no le parece “similar”, dice que es “de otra raza”.

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Y si no le parece muy similar, ni tampoco muy diferente, como, por ejemplo, las personas de piel “cobriza”, se queda en la duda. Pero nadie toma, por ejemplo, al peso corporal de una persona como idea de “raza”.Nadie dice: “La raza de los gordos, o de los flacos, etc” La gente toma como idea de raza, por ejemplo, al color de la piel, y se “olvida” que entre los blancos, por ejemplo, hay blancos gordos y blancos flacos, y que, en cambio, hay blancos y negros que comparten la misma altura y el mismo peso corporal. Y si una persona dice: -Los de “mi” raza somos lindos, y los de las otras “razas” son feos. Entonces, yo le preguntaría a él: -¿Acaso no se ha fijado esta persona en la cantidad de gente de “su” raza, que son extremadamente feos? ¿Y acaso no hay individuos de otras razas que son lindos? Además, el concepto e “lindo” o “feo” es subjetivo, variable, y cultural. Objetivamente, no existe algo que pueda definir lo “lindo” o lo “feo”. ¿Cómo definir a “la raza de los lindos” o “la raza de los feos”, o “la raza de los que me gustan, o me identifico”, de “la raza de los que no me gustan o no me identifico”? Crear, por ejemplo, un estereotipo único, o ideal, del “ario puro”, llevaría al extremo de crear un “modelo perfecto” de un hombre y una mujer con “todas” las características que deben tener “un hombre o una mujer arios puros”. Así, se viviría en una sociedad donde todos los hombres, y todas las mujeres, serían exactamente iguales. Serían todos copias iguales entre ellos mismos. En esa sociedad, donde un hombre o una mujer tuvieran la nariz solo un milímetro más alargada, se lo exterminaría. Sería una sociedad de réplicas. El concepto extremista de “raza pura” solo podría determinar una misma clase de hombres y mujeres exactamente iguales, réplicas de sí mismos. Si, en cambio, se inventaran dos maniquíes de yeso de los estereotipos del “hombre y mujer arios puros”, por un lado, y por otro lado se tiene en cuenta de que ningún ser humano es idéntico a ellos, y que, a lo sumo, algunos seres humanos tan solo podrán ser más o menos “parecidos” a esos estereotipos de maniquíes de yeso, se estaría incurriendo en un error.

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Para empezar, nadie sería ario puro, sino “muy parecido”, “algo parecido”, o “muy poco parecido”, a esos maniquíes de yeso, aunque nadie sería iguales a éstos. ¿Pero bajo qué criterio se juzga si un hombre o mujer es “muy parecido” o “poco parecido” a esos maniquíes de “modelos perfectos de ario puro”? Sería tan solo un juicio de las apariencias visuales, de los sentidos, del mero parecer. Sería, entonces, un prejuicio en el que el criterio se basará en la mera “simpatía” aparente de los sentidos, en comparación con ese maniquí de yeso. Y ese juicio, o, mejor dicho, prejuicio, de los sentidos, a la hora de decidir si un hombre o mujer pertenece o no a la misma “raza”, da lugar a diferentes opiniones. Entre los blancos, se podrá entonces admitir o no, según el prejuicio de cada blanco en particular, si un hombre o mujer de piel “cobriza”, o “parda”, pertenece o no a su raza. A la hora de discriminar, cada blanco decidirá si ese individuo, que es “algo blanco, pero no tanto”, merece ser aceptado en el grupo social, o no. Cada blanco en particular, tendrá si opinión. A algunos admitirá y a otros no, por una simple cuestión de apariencias. Pero a la hora de exterminar a los individuos “impuros” en la cámara de gas, ningún ario expone su propia opinión, ante cada caso en particular, opiniones, por lo demás, dispares. Si alguien es ario o no, no lo deciden cada uno de los individuos racistas, sino que ese “juicio” se lo dejan a manos de los “profesionales”, “los que saben del tema”. Es decir, al Estado y a los burócratas del Estado. Con la “locura” pasa lo mismo: Se hacen los estereotipos ideales, caricaturescos, absurdos, del “Normal Perfecto” y el “Loco Total”, que son intuitivos, aparentes, y a los que nadie es idéntico a ellos totalmente. Después, se discrimina a los seres humanos por una mera cuestión de “simpatía” con dichos estereotipos, intuitivos y perceptivos. Cada ser humano, en particular, tiene su propia opinión. Pero a la hora de discriminar quiénes se quedan del lado de adentro, o de afuera del manicomio, la gente vulgar deposita toda la responsabilidad (y la culpa), en mano de los “profesionales”, en “los que saben”, es decir, en el Estado y en los burócratas del Estado.

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XXVII

Un concepto “amplio” de raza, llevaría a determinar a algunas características obligatorias que debe poseer el individuo de esa raza, y dejaría el resto de las características en libertad. Pero esto también crea contradicciones, y no es serio en absoluto, porque habría heterogeneidad dentro de la misma raza, y, además, coincidencias con otras “razas”. Si un racista define, por ejemplo, a la “raza aria”, como el conjunto de las personas, que tienen las características de ser “de piel blanca, altos, rubios, y de ojos azules”, y le adjudicaría a estas características un valor supremo, se olvidaría, por cierto, de que estas características no son tan relevantes para un ser humano como él cree. Este señor estaría juzgando a todos los seres humanos, tan solo por poseer o no, solo cuatro características, no relevantes, de los cientos de miles de características, o millones, que cada ser humano posee, dentro de las innumerables posibilidades que brinda el genoma humano. Tener un sistema inmunológico saludable, es mucho más importante para poder sobrevivir, que tener una determinada pigmentación en la piel o en los ojos. Estas características de la pigmentación estarían sobrevaluadas. Además, un hombre “de piel blanca, alto, rubio, y de ojos azules”, puede perfectamente ser un judío. Por otro lado, un oriental puede ser alto, o un blanco tener los ojos negros, o un rubio puede ser un petizo. Un individuo “de piel blanca, rubio, alto, y de ojos azules”, puede tener un retardo mental, o una deficiencia coronaria. El racismo es una percepción subjetiva, es un prejuicio instantáneo, “evidente”, que da origen a discriminaciones basadas en “conceptos fantasmas”. En el fondo, para cada ser humano en particular, existen dos tipos de “razas” humanas: “La raza de los que le agradan a uno”, y la “raza de los que lo desagradan a uno” Si a uno le agrada o desagrada un ser humano, no importa que sea por el color de la piel, o por ser bobo, o inteligente, o por tener un título universitario, o lo que fuera. Si la persona es agradable, pertenece a la “Raza de los que le agradan”. Si es desagradable, pertenece a la “Raza de los desagradables”. Es así de simple. Esto es lo que sintetiza al Racismo y a la Psiquiatría, y a todos sus discursos y literatura “objetiva” y “científica”.

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Los prejuicios aparentes, como los de “la raza”, “lo loco”, o “lo feo”, son prejuicios inmediatos, automáticos, irreflexivos, que son vividos como “evidentes, externos y objetivos”, pero que son absolutamente irracionales y carecen de todo fundamento racional. Son prejuicios de origen subjetivo del discriminador, son irracionales, y absolutamente variables y culturales. ¡Y vaya si no ha habido, y hay, literatura “científica y objetiva” acerca de las razas, la psiquiatría, y todas esas “ciencias” que se basan en estos conceptos prejuiciosos y aparentes! ¡Y vaya si no existió, y existe, discriminación “objetiva” al respecto! Y en base a estos prejuicios, que parecen tan obvios y evidentes para la apariencia sensible, y tan convincentes, se elaboran conceptos fantasmas, y teorías, y se discrimina a los seres humanos, y se les adjudican a algunos, características adicionales que no tienen, o que son compartidas por todos los seres humanos por igual. Por otro lado, se sabe que todos los seres humanos, de cualquier cultura, país o región, tenemos en común el 99 % de los genes del genoma humano. Sin embargo, a juzgar por la mera apariencia, por el simple prejuicio instantáneo, automático, irreflexivo, una persona, al ver a alguien de otra cultura, y apoyándose en las apariencias, dice: -Este es de “mi raza” y este “no es de mi raza”. Y los “científicos” han elaborado una extensa literatura “objetiva” sobre un concepto ficticio, sobre una ilusión de los sentidos, que es el concepto, tan “evidente” según la mera apariencia, de las “razas”, y se han efectuado teorías rebuscadas y originaron toda una enorme serie de discriminaciones culturales en base a un concepto aparente, sobre un “concepto fantasma”. Y se hicieron toda una serie de intentos por “definir” en qué consistía una raza determinada, y “diferenciarla” claramente de otra. Y se encontraron con que todas esas definiciones eran vagas, imprecisas, e indeterminables.

XXVIII

La “locura” es otro concepto fantasma, como la idea de “raza”. Son percepciones que parecen obvias para los sentidos, pero que carecen de todo fundamento racional. Son solo percepciones sin sentido objetivo, ni científico, ni racional. Por cierto, se da el fenómeno, bastante curioso, de que los que más se escandalizan y tienen bien en claro el concepto de “loco” y de “locura”, son precisamente las personas

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“normales”, que se hallan de la parte de afuera del manicomio, o que se hayan del lado de adentro, pero tan solo como meros visitantes, o psiquiatras, o personal de servicio. Este curioso fenómeno, de que sean los de afuera, los “normales”, que no sufren la represión de esta Moderna Inquisición, y no los “locos” mismos, los que más tiendan a considerar y a etiquetar de “loco” a una persona u acto ajeno, no es absurdo en absoluto, y es perfectamente explicable. Esto se debe, ya que la “locura” no es más que un prejuicio cultural discriminatorio, a la misma razón de que ninguna otra persona sabe más de lo absurdo que es la discriminación racial, que los propios discriminados raciales. El racismo es obvio y totalmente real solamente para el racista que se encarga de discriminar a su prójimo. Los seres humanos que sufren la discriminación racial, o cultural, son los únicos que se dan cuenta con entera lucidez de lo absurdos de los prejuicios raciales y culturales a los que son sometidos. Esto explica lo que a esos locos al revés de los psiquiatras les cuesta tanto entender, acerca el fenómeno generalizado que se da, que los “esquizofrénicos no son concientes, o no asumen su enfermedad”. Este grupo de retardados mentales pretende trasmitirle sus prejuicios a un “loco”, para que éste se auto discrimine a sí mismo, de forma análoga a la que un hacendado blanco de una plantación de algodón pretende hacerles aceptar a sus esclavos “que ellos son de raza inferior por naturaleza, de nacimiento, y que su destino es vivir discriminados”. ¡Ese disparate solo se lo cree el propio racista o el Inquisidor Post Moderno! El “loco” solo podrá sentirse discriminado, sentirse mal, deprimirse, sentirse disminuido, pero nada más. Nadie, nunca jamás, se va a creer estos tremendos disparates, estando bajo esta situación. Las razones para justificar una discriminación, cualquiera que sea esta, solo son obvias para el discriminador, y nadie sabe más acerca de lo absurdas e injustas que son éstas que el que las padece en su vida diaria. ¡Esto explica porqué los locos son tan “bobos” que no se dan cuenta de lo “locos” que son! A este fenómeno, estos señores lo llaman:

“No ser conciente de su enfermedad”

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XXIX

La psiquiatría, en vez de pertenecer al Ministerio de Salud Pública, debería pertenecer a la órbita del Ministerio del Interior. Están para reprimir y eliminar estorbos y a gente catalogadas de feas y molestas. Si el problema que el psiquiatra tiene con un paciente al que discrimina, lo asocia con un fenómeno que esta localizado del lado derecho del cerebro de esa persona molesta, el psiquiatra le da una droga, que no lo cura ni le resuelve el problema en absoluto. Lo que hace esa droga es solo pasarle el problema del lado derecho del cerebro al lado izquierdo, porque en el lado izquierdo ya no le causa más problemas culturales para el psiquiatra. El paciente puede tener un estado de ánimo mejor o peor, después de la droga, pero lo más importante, es que al psiquiatra ya no le estorba ese problema cultural. Barre el problema bajo la alfombra y se acabó. El paciente, según los doctores, puede presentar muchos “síntomas”. Algunos síntomas, son personales, y otros son sociales. Los síntomas personales, son aquellos malestares, o sufrimiento que el paciente posee para sí mismo, es cuando el paciente “se siente mal”. O sea, que sufre interiormente él mismo. Los síntomas sociales, son las actitudes o comportamientos que tiene la persona, que despiertan el repudio, o la molestia, o el malestar de los que lo rodean. Estos son los “síntomas sociales”. Naturalmente, son totalmente diferentes los síntomas personales que los sociales. Los síntomas personales son los problemas que realmente le pertenecen al paciente, mientras que los “síntomas sociales”, en realidad reflejan los problemas que la gente del entorno del paciente tiene contra él. Una persona puede tener “síntomas personales”, sin molestar a nadie, y que nadie tenga problemas con él. Por otro lado, una persona puede tener “síntomas sociales”, es decir, que todo el mundo le tenga asco, repudio, y que lo rechace, por actitudes que al paciente no le importen, o no se de cuenta, o no le causen ningún malestar o sufrimiento. La drogadicción del paciente, y el uso de electroshocks, si bien, a veces, tiene por objetivo reducir los síntomas personales, en realidad, su objetivo más importante, el primordial, no es reducir estos síntomas personales, sino que su objetivo principal es eliminar los síntomas sociales del paciente.

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La drogadicción, la internación, y los electroshocks, en realidad, apuntan a neutralizar la vida afectiva del paciente, para que el paciente no estorbe, y no moleste, que es, en esencia, el “problema social” del paciente. Las drogas y los electroshocks no solo no curan, sino que tienen por objetivo principal evitar que el paciente moleste y que no sea un estorbo. Ese es el objetivo principal de la “medicación” y los “tratamientos”. Reducir los síntomas, o malestares personales, es solo un objetivo secundario, que está subordinado al primero, y que si se tiene que sacrificar por este, se lo hacen a los pacientes, como en todos los casos. En todos los casos, para evitar que el paciente tenga actitudes que su entorno repudia, pero que al paciente no le afectan, ni le hacen sufrir en absoluto, o incluso lo hace con alegría, al paciente se lo droga, se le da electroshocks, se lo anula emocionalmente, e incluso se lo hace sufrir notoriamente, o lo dejan bobo, o dopado. La prioridad de los psiquiatras y de lasa drogas y tratamientos que ellos utilizan no es el bienestar ni la felicidad, ni la cura del paciente, ni su rehabilitación, sino eliminarlo definitivamente de la sociedad, vaciarle el cerebro, para que no estorbe nunca más. Esta es la verdad que se esconde detrás de esos represores que hacen alarde de comprensibilidad, cordura, amabilidad, perfil bajo, y buenas maneras. En esto consiste su trabajo de represores, dentro de la Nueva Inquisición Post Moderna.

XXX

Esos psiquiatras, que en sus discursos televisivos, tanto hablan “de los males de las adicciones a las drogas”, no dicen que son ellos mismos la principal fuente mundial de producción, distribución y consumo de drogas. Y después, hablan de los efectos nocivos de la “marihuana”, y otras drogas que ellos no venden, como si las drogas que ellos venden y obligan a tomar a sus víctimas no fueran en nada nocivas, ni hicieran ningún mal alguno. Y la Organización Mundial de la Salud, en sus resoluciones, no considera a “al consumo de psicofármacos como casos de adicción a las drogas”. ¡Esto demuestra la “objetividad” de estos organismos científicos internacionales y de tan excelente reputación!

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XXXI

El asunto es cuando el problema del psiquiatra no es “el problema en el paciente, sino que es el paciente mismo el problema del psiquiatra”. Lo feo no es la nariz del paciente, sino que lo feo es todo el paciente entero. En ese caso, en vez de barrer bajo la alfombra alguna característica del paciente, directamente barren bajo la alfombra al mismo paciente por completo. Anulan al paciente, afectiva, emocional e intelectualmente, y lo encierran en un loquero, eliminándolo de la sociedad. Y si esto no le basta, le dan electroshocks. Le borran la mente. Un manicomio es una cárcel cultural, un ghetto para indeseables y discriminados. Gente que no se comporta como la sociedad espera o desea que se comporten.

XXXII

Cuando los psiquiatras venden a precio de oro sus servicios, tratamientos, y electroshocks, jamás le dicen a la familia del paciente, que con toda credulidad y desesperación, paga al contado sus mercaderías: “Este tratamiento lo va a curar, o va a estar bien”. Ellos, el cuento que les encajan a los familiares desesperados, es decirles: “Esto es lo único que hay” O sino: “Esto, dentro de lo que existe actualmente en el mercado, es la mejor opción” O sino: “Este producto es lo último, lo más moderno que salió al mercado hasta el momento”. Y lo cobran a precio de oro por no hacer nada. Pero de cura, o de estar bien, o de recuperación, ni se habla. Y se llenan los bolsillos con esos cuentos. Cualquier mejoría del paciente, se las atribuyen a ellos y a su tratamiento. Cualquier empeoramiento, a su enfermedad. El juego perfecto. Y si el psiquiatra comete un abuso del que no puede dar excusa ni justificación ninguna, ellos dicen: “Los psiquiatras a veces nos equivocamos, porque también somos seres humanos”.

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Pero lo cierto es que los psiquiatras, y los psicólogos, no cometen errores porque sean seres humanos. Ellos los cometen porque tienen todo el derecho a cometer cualquier error o equivocación y someter al paciente a cualquier tipo de tratamiento, solo porque son “doctores”. Nadie los va a juzgar ni penal, ni jurídicamente por esto, como se hace en otras profesiones. Nadie los va a condenar moralmente. Quedará como un descuido, o una fatalidad de la vida, de la que muy pocos, o nadie, se enterarán. Y el paciente debe sufrirlas sin decir nada. Un cirujano, o un cardiólogo, que es un científico, y que practica una ciencia exacta, si se equivoca en su praxis, va a ser procesado y va preso. Pero el cirujano, o el cardiólogo, o el arquitecto, practican una ciencia exacta, seria, y por eso, ellos son responsables jurídicamente de lo que hacen. Pero si uno recurre a un señor que practica cualquier disparate, como un astrólogo, y el astrólogo le dice que mañana va a llover y mañana no llueve, uno no puede denunciar al astrólogo por equivocarse. No puede hacerlo porque no practica una ciencia seria, sino la charlatanería. Un “profesional” que practica la charlatanería no tiene ninguna responsabilidad jurídica sobre los disparates que haga. Ningún astrólogo va a ser procesado por “equivocarse”. De igual manera, la psicología y la psiquiatría son charlatanerías sin seriedad ninguna. Por lo tanto, ni el psicólogo ni el psiquiatra son responsables jurídicamente de darle cincuenta electroshocks a un paciente, o de someterlo a cualquier tipo de drogas, o de tratamientos, o de hacerle mal. Nunca se vio, ni por la televisión, ni por cualquier medio, que un psicólogo o un psiquiatra, fuera procesado con prisión por destruirle la vida a una persona. Esto no ocurre porque lo que ellos practican es solo pura y mera charlatanería. No hay seriedad ninguna. No son responsables jurídicamente de sus “errores”. Son como los astrólogos. Un astrólogo nunca va a poder ser juzgado y enjuiciado por el delito de fraude por aprovecharse de la credulidad de la gente y extraerles dinero gratuitamente. De igual manera, un psicólogo nunca va a poder ser acusado de fraude por extraerle inútil y gratuitamente el dinero a un paciente durante más de veinte o treinta años en entrevistas interesantes que no sirven para nada. ¡Hasta desde el punto de vista jurídico se reconocen a la psicología y a la psiquiatría como prácticas charlatanas!

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¿A usted le parece serio y científico atravesarle a una persona, a un ser humano, la masa cerebral con corriente eléctrica? ¿Usted ve a semejante atrocidad como algo realmente serio y científico? La psicología, tanto en su concepción, sus diagnósticos, y sus criterios y tratamientos, está plagada de garrafales errores conceptúales y epistemológicos. No hay racionalidad alguna. Es toda intuición y prejuicio cultural. No hay nada más que eso, tanto en los diagnósticos como en los tratamientos. Y donde hay prejuicio y discriminación, no hay razones ni argumentaciones que valgan. Juegan con la desesperación y los prejuicios culturales de las familias del paciente, del paciente, y de la sociedad en su conjunto. Es una institución charlatana, pero muy, muy peligrosa, apoyada por el Estado, la Ley y la Constitución de la República.

XXXIII

Yo, desde los 18 años, viví más de veinte años de un manicomio a otro. Todos los días, a todos los pacientes nos llenan las manos con pastillas “para que sigamos compensados, porque estamos enfermos”, y lo cierto es que nadie se cura. Todos vivimos veinte, treinta, cuarenta años en el loquero, nos hacemos viejos, y nos morimos aquí. Nadie hace nada ni tiene ganas de nada. Todos hacemos la misma vida de rutina hospitalaria siempre, como vegetales, durante toda la vida. En los manicomios nunca pasa nada. Es una cárcel de gente muerta. Nos olvidan hasta nuestras familias. En Navidad y Año Nuevo, se da la medicación a las ocho, como todos los días, y a las diez de la noche están todos durmiendo. Nadie se queda a ver los cohetes ni a nadie les interesa verlos. Y esto no es solo por la enfermedad. Después, esos señores se ponen a hablar en público acerca del “problema del hospitalismo” en algunos pacientes, que se han acostumbrado a la vida hospitalaria para siempre. En un individuo, internado compulsivamente, a la fuerza, en una cárcel donde sabe que va a estar de por vida, su cerebro, al tener conciencia de esto, tiene una reacción química de depresión o de ira. Es una reacción química perfectamente normal, ante una situación de abuso. Pero para evitar que dichas reacciones químicas, perfectamente normales de parte del convicto, les ocasione problemas a ellos, los psiquiatras se adelantan y las anulan, dándole a ingerir una pastillita, y eliminando de su cerebro toda química, y lo convierten en un vegetal. A esto le llaman “estar compensado”.

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Y las drogas que les dan, les causa más malestar, y después, ellos mismos les dan más drogas para contrarrestar los efectos nocivos de las otras drogas, así en un círculo vicioso. Convierten al paciente en un verdadero drogadicto. Y no les dicen que lo van a curar, ni siquiera les dicen que van a estar bien. Exponen el “problema del hospitalismo”, sin decirle a la sociedad, ni a las familias, que esa situación no solo la provocan intencionalmente ellos, sino que ese es precisamente su objetivo. Pero esto no se lo dicen a la gente. El 80% de los llamados locos que somos nosotros, recibimos electroshocks varias veces en la vida, y nadie se curó con eso. Las drogas que nos dan, nos terminan dejando temblando, llenos de tics, te cambian la mirada, la percepción, todo. Te dejan mal. A mí, durante veinte años de loquero, viví, con esas drogas, en el propio Infierno, como si fuese un sueño. Pero la Organización Mundial de la Salud, ha decidido considerar a las personas que consumen drogas psiquiátricas, o psicofármacos, como casos no considerados como personas adictas o drogodependientes. Esto revela la “objetividad” de estas instituciones.

XXXIV

Frecuentemente, por los medios de comunicación, existen programas semanales que trata sobre la Salud y la Medicina, y se efectúan entrevistas a profesionales de las distintas ramas de la Medicina. Entonces habla el cardiólogo, y habla acerca del corazón, y de los avances de la medicina y los tratamientos en esa área. Luego pasa el reumatólogo, y habla de los huesos, y de las articulaciones. Entonces, como infiltrado y convidado de piedra en la fiesta, le dan el turno a uno de esos locos al revés, metiendo a la psiquiatría dentro del mismo paquete de la Medicina. Este loco al revés, infiltrado, que se autodenomina psiquiatra, es tratado y tenido en cuenta como un médico más. Y estos charlatanes comienzan a dar sus discursos sobre sus prejuicios culturales con toda soltura y elocuencia, ante un entrevistador que lo escucha como si de lo que se tratara fuera algo muy serio, muy científico, y lo trata con todo respeto, y receptividad, muy serio. Y luego pasa el gastroenterólogo, y habla de las inflamaciones en el hígado, etc, todo dentro de la Medicina. Y resulta que estos charlatanes, todavía son tratados como doctores, como si estuvieran al mismo nivel y con la misma seriedad que un cardiólogo o cirujano, o anestesista.

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Su principal fuerza, pero también su principal debilidad, es que su poder se basa exclusivamente en explotar la buena fe y la credibilidad de su institución represiva ante todos los ciudadanos del país, a través de los medios de comunicación y el apoyo el Estado. XXXV

Cierta vez, como tantas, he visto por la televisión en uno de estos programas, a una psicóloga joven hablando acerca de las “problemáticas adolescentes”. Una muy mala palabra para centrar como título del tema. Cualquier tema, cuyo título comience con la palabra “problemática”, genera un prejuicio inmediato, aunque no se defina cuál es. Esta joven, aparentaba la decencia y la Virtud Personificada. No se podía divisar a simple vista defecto alguno. No se podría decir que fuera codiciosa, ni glotona, ni irascible, ni lujuriosa. Era una “muchacha bien”, con estudios universitarios, se adivinaba de buena familia, demostraba sensibilidad sobre el tema, percepción, y hablaba con total elocuencia, lo que ganaba la aprobación inmediata de solo verle la cara. Ponían a hablar de la “problemática adolescente”, no a una vieja o a un viejo conservador y vinagre, sino nada menos que a una hermosa y cariñosa psicóloga de veinte y tantos años, perceptiva y sensible. Absolutamente inobjetable para la audiencia. Ponían a la “problemática adolescente” como un problema que estaba en los adolescentes, dentro de ellos, en ellos. Esa psicóloga, como todos esos charlatanes, hablan y miran, como testigos que contemplan, “desde afuera”, el problema “que está en la otra persona”. La problemática adolescente es siempre de los adolescentes. Nunca es que un adolescente hace su vida felizmente, con sus propios valores y forma de pensar y que un psicólogo o psicóloga charlatana y malpensado sienta prejuicios hacia sus maneras de vestirse, o de vivir, y que sean esos mismos psicólogos los que tienen un prejuicio, un problema, hacia los adolescentes. No existe el diagnóstico del “problema de los padres represores y conservadores”, ni un “problema del psicólogo o psiquiatra aburrido, materialista, rutinario y mediocre que pretendan castrar a sus hijos o a los de su vecino”. El problema está siempre en el adolescente, no en el psicólogo o el psiquiatra. Ellos, al parecer, están fuera del alcance de todo problema u objeción. Son inobjetables. No hay manera de hacerles la menor crítica o reproche. Y para abordar este tema, se lo hace usando todo el conjunto del peor de los vocabularios y de las malas palabras: “Violencia juvenil”, “Inseguridad”, “Drogas” “Trastornos de conductas”

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Y al hablar sobre el tema ponen cara como que, en vez de estar contra el adolescente, y de querer privarlo del disfrute de su vida y de sus valores, al contrario, se “compadecen” de ellos y “se preocupan” por sus bienestares. Los niños y los adolescentes son el principal blanco de los psicólogos, debido a su extrema capacidad de ser influenciados, su fácil manipulación, inmadurez, y a que dependen, económicamente, afectivamente, y legalmente, de los padres, que son los que financian económicamente el tratamiento, y que son los verdaderos clientes de ellos. Los psicólogos o psicólogas que se sienten a sí mismos cómo faltos de poder de persuasión o de autoridad, y que se sienten débiles de carácter, o que son inseguros ante sí mismos, siempre terminan especializándose en “terapias infantiles o problemáticas adolescentes”. Estos terapeutas no tienen la suficiente seguridad ante sí mismos para enfrentarse y manipular cara a cara a un adulto, que ya tiene la vida hecha, con sus propias convicciones, y que, además, es el que paga la consulta, y más difíciles de manipular. Por eso, estos psicólogos y psicólogas, tan cariñosas y benignas, solo se sienten fuertes manipulando a los niños y a los adolescentes. Por esto está tan de moda la psicología infantil, en escuelas, liceos, y pre escolares. Y ante las cámaras, para hablar de ello, nos colocan nada menos que a una psicóloga cariñosa y de veinte y tantos años.

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En un momento, esta buena señora, dijo: “Porque a veces los padres no ofrecen un buen modelo de comportamiento social” Juancito, que ve la televisión, al oír esas palabras, las hace suyas. Un buen modelo, es siempre, para todo el mundo, un buen modelo. Todo el mundo está de acuerdo con esta sensible señora. Nadie duda que un buen modelo de comportamiento social, sea un buen modelo de comportamiento social, por el principio de identidad. Pero cuando ella habla de un buen modelo de comportamiento social, no define qué es lo que ella considera para ella misma “un padre que es un buen modelo de comportamiento social” Los televidentes, como Juancito, hacen suyas sus palabras, como si hubiese una “coincidencia”. Pero cuando la psicóloga se refiere a un padre que es un buen modelo de comportamiento social, la pregunta es:

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¿Un buen modelo para quién? ¿Para Juancito, para otro espectador, o para usted, o para ella, la psicóloga? ¿Es un buen modelo de comportamiento social para los valores de todo el mundo o para los valores sofisticados y represivos de una institución represiva y llena de prejuicios culturales como la de la Psicología? ¿Es un buen modelo de comportamiento social para un padre de una clase de bajos recursos, o para uno de clase media, o alta? ¿Es un buen modelo de comportamiento social para qué grupo humano, país, región o cultura? ¿Según qué persona, o qué grupo de personas, o social, o cultural, un padre es un buen modelo de comportamiento social? Pero la psicóloga no define nada, y pretende, implícitamente, universalizar el concepto, y de alguna manera, apropiárselo, hacerlo de ella, de la Psicología, y de los valores pequeños burgueses y conservadores de un grupo de psicólogos con estudios terciarios, excluyendo toda posible otra interpretación. Si esa adorable psicóloga, dice ante las cámaras, que, para ella, “un padre que es un buen modelo de comportamiento social, es el que convierte a su hija, desde pequeña, en una ratona de biblioteca para toda su vida”, al decir esto se perderá la aprobación de la mitad de la audiencia televisiva. Pero ella no desea esto, sino todo lo contrario. Por eso estudia su discurso. Es por eso, qué, deliberadamente, usa términos huecos, vacíos, sin definir, que no dicen nada, y que resultan seductores, y que a todo el mundo le agradan, aunque tengan un significado para ella, totalmente opuesto al que le adjudican los televidentes. Y como ella es joven, y habla amablemente, y tiene un título, y es tan simpática, todo el mundo tiende a pensar, sin reflexión ninguna, que todo lo que dice esa encantadora “Psicóloga”, es la Verdad y el Sentido Común Absoluto. Este truco, que es usado deliberadamente por los psicólogos y psiquiatras, de usar términos sin definir, y que uno se apropia y hace suyo su significado, sin detenerse a preguntar, por ejemplo: ¿Es un buen ejemplo de comportamiento social para usted o para esa psicóloga? Este tonto y sencillo truco, es, sin embargo muy, pero muy extremadamente efectivo con toda la gente, y es uno de los más usados para cautivar al público o a las familias de los pacientes. Los psicólogos y psiquiatras omiten toda definición, y logran una identificación del oyente con su discurso, intuitiva y automáticamente, de forma tal que este obvie las diferencias que pudieran existir entre el “buen ejemplo” para la psicóloga o para usted

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mismo. Es un truco muy efectivo y les da mucho resultado. No es nada inofensivo, y es practicado adrede por ellos, que saben cómo expresarse para convencer. La psicología y la psiquiatría se basan en el prejuicio cultural, y en la habilidad para convencer al contexto social de paciente para que le hagan cualquier tipo de tratamiento, por ineficaz o disparatado que sea, y para que paguen un buen precio por ello. Y uno, cuando escucha a esa adorable psicóloga, le da inmediatamente la razón, por solo ver a su forma de hablar, de expresarse, y por tener un título. Pero, en realidad, no dijo absolutamente nada. No dijo nada. Se le hace caso solo porque es linda y simpática, nada más. Todo lo que diga tiene razón por lo linda, lo buena, y el título y la elocuencia que tiene. Y Juancito, al igual que el resto de la audiencia, les otorgan intuitiva y automáticamente la razón, sin que ella se molestara en definir nada. Hasta un delincuente adoptaría y se identificaría con estas palabras como propias, y aceptaría su bello y vacío discurso, sin darse cuenta de que están hablando de algo totalmente diferente. Y el vocabulario de los psicólogos y los psiquiatras, está plagado de malas palabras: Cada dos segundos, pronuncian una mala palabra: “depresión”, “narcisismo”, “paranoia”, “megalomanía”, “trastornos en la personalidad”, etc. Es un discurso que está basado sobre las malas palabras y en el sobre entendimiento e identificación de la audiencia con su discurso, por tan solo mera simpatía y elocuencia. Y contraponen esas malas palabras que les salen cada dos segundos, con una buena palabra feliz sin definir nada, captando la adhesión irracional y automática del oyente. Y en el discurso de ellos, con sus malas palabras, pintan todo de blanco y negro. Hacen un discurso bien cuadrado. Totalmente hermético, cerrado, donde no cabe duda ni crítica ninguna. Ni de su buena fe, ni de su “ciencia”, ni de su praxis. Está todo clarito. Convencen al instante, intuitiva y automáticamente de todo. No deja lugar a duda alguna. XXXVII

Hace poco, un psiquiatra, con el pelo engominado, decentemente vestido, con cara de narcisista, discreto, de traje y corbata, amable y simpático, dio ante las cámaras un discurso sobre la “mitomanía”. Un discurso clarito, bien pintado en blanco y negro, cerrado, sin lugar a duda alguna. Usó la palabra “Mitomanía”. No usó la palabra, “Los Mentirosos”, porque la Psiquiatría es muy “seria” y “no ejerce ningún juicio moral”, es “objetiva”, y “no es prejuiciosa ni inquisidora”.

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Así que el buen hombre se refirió a “Los Mitómanos”. Muy delicado, el término que utilizó. Muy elegante. No dijo tampoco a quiénes llamaba él, los “Mitómanos”. Obviamente, era hacia “los mentirosos”, pero nunca dijo por ejemplo, si un empleado que pone una excusa ante su jefe cuando llega tarde al trabajo es un “mitómano”. No se puso a aclarar esa “tontería”. Dijo “Mitómanos” y la comprensión del término, sin definir, es, como todos los términos psiquiátricos, intuitiva, automática, universal e instantánea. Crea una aceptación y comprensión prejuiciosa instantánea y no da lugar a objeciones. Además, agregó a la mala palabra “mitomanía” palabras más malas y feas aún, como “narcisismo” y “megalomanía”. Todo un prejuicio cultural hacia los mentirosos, solapado con “objetividad” y “cientifismo”. Muy intelectual. Un pobre pescador, después de dos semanas de aburrimiento sin poder pescar nada, va a una reunión de pescadores, y, para no pasar el ridículo, dijo que una mañana pescó “!Un bagre así de grande!”. ¡Es un Mitómano! Un mujeriego, que es feo, e impotente sexual, y que ninguna mujer le da corte alguno, un día, para no pasar vergüenza, dice que se ganó a una morocha espectacular, y que le hizo tres polvos en una noche, es un “mitómano”. ¿Quién no ha mentido una, o varias veces en la vida? ¿Cuál es la diferencia entre los que ese señor habla y todo el mundo? Si el “mitómano” es simpático y agradable, y hay buena onda social hacia él en su contexto, éste es un “chistoso”. Pero si hay mala onda social hacia él en su contexto, se lo envía a un inquisidor, que “para su bien”, lo droga y lo encierra en un manicomio. Si el hombre dice: -¡Me discriminan por ser un mentiroso! Se le dice: “No… tú no eres un mentiroso. Tú no puedes controlarte. Tú tienes una enfermedad. Eres un “Mitómano”. Es solo una enfermedad, como la gastritis o tener un problema en la columna. Esta pastillita te hará sentirte mejor, por tu “Salud Mental” Y el psiquiatra se encargará de convencer a todo su contexto social de sus prejuicios culturales, de tal forma en que haya unanimidad de criterios y de discriminación, y que todo el mundo esté de acuerdo con los tratamientos disparatados del doctor, y que este controle el lenguaje público del contexto social del individuo, hacia el individuo.

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Y si para eso, el psiquiatra tiene que ocultar ciertas cosas ante los familiares, o no decirlas cómo son… o mentir, lo hace. Ese es su oficio. Y le hará creer al paciente que todos desean su bien, cuando en realidad, está siendo discriminado por todos. La discriminación está dentro del discriminador, no en el color de la piel o la personalidad del discriminado. ¡Nada menos que un psiquiatra, un charlatán, que jamás curaron a nadie, que son una institución que está para reprimir, se pone a hablar de la “mitomanía”, como si ni él, ni los psiquiatras, fueran mitómanos! ¡Nada menos que de ese tema se les ocurre hablar! ¡Y la palabra “mitómano”, es una palabra bien, pero bien mala! ¡Pero a ellos les encanta usar malas palabras! ¡Y ellos, supuestamente, “combaten”, la mitomanía y todos estos “defectos”! ¡Ellos están del lado de la Verdad y del Bien! Pero nunca curaron a nadie, ni les interesa hacerlo. Pero son tan sensibles, locuaces y simpáticos, que psicólogos y psiquiatras convencen a todo el mundo con sus malas palabras y sus aires de “objetividad”. No hacen medicina. No son médicos. Son represores y charlatanes. De lo único que realmente conocen, son los mecanismos fisiológicos que originan las funciones del cerebro. De eso conocen, y no tanto, tampoco. A partir de ahí, el resto es toda charlatanería.

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Las familias que uno de sus miembros, por diversas razones, es discriminado, es rechazado, causa estorbos, problemas, no trabaja, es molesto, o es agresivo, ya sea sin razón o con toda la razón del mundo, y su familia quiere deshacerse de él, no quiere tenerlo consigo, no lo considera un ser humano, o le tiene miedo, o es una persona que les cuesta reconocer o predecir, y que aseguran “desconocer lo que le ocurre”, se lo pasan al psiquiatra. La familia le dice al psiquiatra que este paciente es molesto, que no lo quieren con ellos, y que, además, no tienen idea de porqué se comporta de tal o cuál manera. El psiquiatra, que sabe mucho menos que ellos lo que al paciente le ocurre, les dice a los familiares que él conoce del asunto, y que él asume toda la responsabilidad en sus manos. La familia, de alguna forma ya sabe que esto es una mentira, pero aceptan este juego sucio, y el psiquiatra lo sabe, y les trasmite cuentitos con imágenes de colores.

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Se establece un juego entre el psiquiatra y la familia, donde la labor del psiquiatra es eliminar del todo al paciente de la sociedad, de una manera lo más elegante y discreta posible, que no escandalice a nadie, y tratar de que la familia no se sienta culpable por ello, de calmar sus conciencias, y, en definitiva, de hacerse cómplice de una discriminación familiar y social. El psiquiatra no atiende el problema del paciente, que no tiene ni idea de cuál es, sino que atiende el problema que una familia y una sociedad tienen con un individuo molesto y que estorba, y que nadie quiere tenerlo consigo. El problema del paciente es lo e menos. En todo momento, tanto la familia, como el propio psiquiatra, saben esto desde el primer momento. Y el psiquiatra les alivia la conciencia a los familiares, sometiendo al loco a cualquier tipo de tratamientos, diciéndoles que es “para su bien”, y la familia se hace la tonta y se hace la que le cree, y el psiquiatra es el encargado de programar la forma de discriminar al paciente progresivamente, con drogas, internaciones y electroshocks. Tanto la familia como el psiquiatra, implícita o explícitamente, ambos saben que son cómplices en lo mismo. Y con la excusa de que “este tratamiento o internación la ordenó un psiquiatra”, y teniendo en cuenta el prestigio que tiene la Psiquiatría, no hay cargo de conciencia ninguno en la familia, o no tanto. La familia delega la responsabilidad de la discriminación al psiquiatra y el psiquiatra a la familia y a la sociedad. Entonces, aunque el paciente pueda tener razón con respecto a sus quejas contra la familia, el psiquiatra encierra al paciente en un manicomio y le da electroshocks. La familia, por su lado, se encarga de ocultar toda culpa o queja posible comprándole al paciente un televisor o un equipo de audio para que el paciente esté encerrado en su cuarto “lo mejor posible”. Hasta los mismos familiares saben, aunque a veces no quieran reconocérselos ni ante sí mismos, que el psiquiatra no sabe nada y que está haciendo un mal trabajo, y que no creen en la misma psiquiatría que ellos mismos practican. Lo cierto es que en los manicomios, en los horarios de visitas, no va absolutamente nadie. No hay ciencia ni objetividad en la psiquiatría. Se trata solo de eliminar estorbos molestos de la sociedad. No hay que esperar razonamientos ni definiciones precisas. Y cuando hay discriminación y prejuicio, no hay ninguna razón que valga.

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Los psicólogos, o a través de un vínculo paternal o maternal, generan una adicción del paciente hacia sus terapias, y lo entretienen durante décadas con entrevistas interesantes, y haciéndoles ver siempre “sus evoluciones en tal o cual cosa”, mientras la gente con la que el paciente vive no nota cambio sustancial ninguno desde hace décadas, o sino, someten al paciente a una terapia muy agresiva, que hace que el paciente se les salga de control. Entonces, le echan toda la culpa a la “locura” del paciente y lo abandonan en manos de otro psicólogo o de un psiquiatra. Los casos de “cura” que tienen los psicólogos es cuando concurren pacientes en los que ya se dio por anticipado un proceso interno, y ya resolvieron en su fuero íntimo sus problemas fundamentales. Por una cuestión circunstancial, recurren, a veces, a un psicólogo, y éste solo hace más rápido el proceso de una cura que ya estaba dada de antemano. Estos son los únicos casos de “cura” de los psicólogos, y son menos del uno por ciento del total de los pacientes, y son los que van menos a las consultas. Los psiquiatras, a veces medican a un paciente que está perfectamente bien, pero que está pasando por una circunstancia puntual muy penosa. Le dan un anti depresivo para atenuar el problema, y cuando esa circunstancia penosa se aleja de su vida, el paciente deja de necesitar el anti depresivo y al psiquiatra. Estos son los únicos casos de “cura” psiquiátrica. Y son también menos del uno por ciento de los casos, y los que menos consultas tienen con ellos. Pero los psicólogos y los psiquiatras no les dan de comer a sus hijos, ni se compran su automóvil y su apartamento con estos trabajos zafrales. Ellos se ganan la vida con los pacientes “crónicos”. O sea, con los tratamientos que no curan ni sirven para nada. Son unos charlatanes.

XL

Tengo que aceptarlo. Estoy solo. Totalmente solo. Soy una persona extraña, rara, fea, y que no tengo el comportamiento que la sociedad espera o desea de una persona como yo. Soy, en definitiva, un loco. Un loco más cualquiera, dentro de millones de locos más, reprimidos por millones de locos al revés más. Esta es la verdad. Y a nadie le importa.

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Todos, absolutamente todos, están de acuerdo, o consienten, pasiva o activamente, a que se cometan estos crímenes sin decir nada y actuando como si mí situación fuera la más natural y banal del mundo. Ellos dicen que: “La patología psiquiátrica es de origen químico, orgánico, y que ser paciente psiquiátrico es tener una enfermedad exactamente igual a la que tiene un paciente con problemas en el hígado o en los riñones”. O sino me dicen que: “Tomar psicofármacos es lo mismo que tomar pastillas para el páncreas o para los intestinos”. Y si algo no me cierra, ellos dicen que: “Yo no puedo comprender mi enfermedad”. La culpa no la tienen ellos por no explicarme, ni por no tener argumentos para hacerlo, sino que es mía, por ser bobo, y loco. Y lo arreglan todo así. El juego perfecto. Me dejan sin palabras. Y a esos locos al revés se les ocurre como “medicación”, pasarme corriente eléctrica por la masa cerebral. Lo hicieron cuarenta y ocho veces en lo que va de mi vida. Y dicen que eso es ciencia, que es objetivo, que es: “Para mi bien, por mi salud, o porque lo manda el doctor, porque el sabe” Y yo tengo que entender que estoy solo en un mundo, lleno de locos al revés que convencen a la gente de cualquier disparate y justifican cualquier tipo de locuras con total elocuencia. Es así, y tengo que aceptarlo, porque soy realista. No espero que nadie me entienda, ni me comprenda, ni siquiera que se detengan a escucharme un solo momento. Pero aún siendo un loco, un perseguido, un discriminado cultural, yo, como ser humano, como persona que soy, tengo todo el derecho de pensar, y de expresar libremente lo que pienso y opino de esa gente, aunque se pretenda negarme hasta ese mismo derecho. Pueden taparse los ojos y los oídos, o mirar hacia otro lado, si lo desean, o hacerse los desentendidos. Pero como dijo Poncio Pilatos cuando los judíos fueron a protestarle a él porqué le había colocado ese letrero a la cruz donde fue crucificado Jesucristo, yo les digo a ellos, y a todo aquel que desee saberlo:

“Lo que he escrito, lo he escrito”

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PARTE II -discurso acerca del “mitómano”-

Para empezar, según los psiquiatras, un “mitómano” es un hombre que al que ellos atribuyen la cualidad de mentir de manera, según ellos, “exagerada”. Por supuesto, los psicólogos y psiquiatras omiten deliberadamente, que todos y cada uno de los habitantes de cualquier nación, de cualquier cultura que sea, recurren a mentir diariamente. Pero ellos dicen que el mitómano se caracteriza por hacerlo de forma “exagerada”, omitiendo con qué tipos de criterios el psicólogo o psiquiatra define el grado de intensidad o frecuencia que deben tener las mentiras de cada ciudadano del planeta, para no caer bajo esta peyorativa denominación, o palabra fea, que convierte a cualquier individuo así calificado, en una presa fácil de la discriminación psiquiátrica. Por otro lado, los psicólogos y psiquiatras, ante las cámaras de televisión, y en sus “científicas” publicaciones, asocian a este peyorativo término, que, lisa y llanamente, quiere decir mentiroso, a otras palabras bien feas y ordinarias, como “narcisismo”, “megalomanía”, “deseos de aparentar una imagen ante los demás”, etc. De esta manera, estos señores generan una imagen bien abominable, bien fea, de uno de los estereotipos de sus víctimas, y generan una verdadera xenofobia social contra los “mentirosos”, acusados además de ser “egoístas, vanidosos, falsos y creídos”. El vocabulario psicológico y psiquiátrico, con total cinismo, por un lado genera una verdadera oleada reprobatoria, basada en un prejuicio cultural muy profundo, al que explotan deliberadamente, hacia los “mentirosos”, pero, por otro lado, ellos disfrazan su actitud discriminatoria y prejuzgada. Ellos usan vocabularios y actitudes “suaves, científicas y comprensivas”, obviando a la palabra “mentiroso”, y sustituyéndola por una palabra que significa exactamente lo mismo, pero más elegante y discreta, que es “mitómano”. ¡Así que nadie, ni la propia víctima, los podrá acusar jamás de la menor xenofobia a este respecto! Naturalmente, tanto los psicólogos como los psiquiatras, se guardan muy bien de ponerse del lado de afuera de esta clasificación, como señores y señoras buenas personas que tratan de ser ante el público, sinceros, con una idoneidad moral absoluta, y que demuestran una aparente y total sinceridad en todo lo que dicen. Así que, según los psicólogos y los psiquiatras, un mitómano es un mentiroso, un egoísta, un narcisista, un hombre “con delirios de grandeza”, o sea, vanidad, y un hombre que tiene su imagen pública muy deteriorada ante sí mismo, y que quiere, a toda costa, mentir para poder mejorar esta imagen pública ante los demás.

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Este es el perfil, según los inquisidores, de una de las víctimas de sus represiones. Después de dar una imagen absolutamente despectiva y repudiante de sus víctimas, y de ponerse a ellos mismos como la contraparte totalmente opuesta, “científica y objetiva”, y con “idoneidad moral”, pasan a reprimir a este “mitómano”, no para curarlo, sino solo para extraerle dinero de su bolsillo en largas terapias, o para drogarlo y eliminarlo de la sociedad, en nombre de la Ciencia y la Salud Mental. Pero observemos primeramente la primera hipótesis: “El mitómano miente” ¿Es el denominado mitómano el único que miente en la sociedad? Indudablemente que no, y el que diga que no mintió jamás, está agregando una mentira más a las muchas que ya ha dicho. Segunda hipótesis: “Miente de forma exagerada” ¿Qué se entiende por esto? ¿Se refieren estos señores al número de mentiras por día, o al grado de falsedad que hay en cada mentira? ¿O se refieren al grado de gravedad social que pueden ocasionar esas mentiras? ¿Es un mitómano una persona que miente mentiras pequeñas varias veces al día, o que dice una mentira muy grande cada tanto, o que dice una mentira, que, por sus características, puede llegar a ocasionar muchísimo daño a otra persona? ¿Y con qué criterios los psicólogos y los psiquiatras miden la cantidad de mentiras por día, el grado de falsedad de esas mentiras, y el daño que causan? ¿Y acaso no hay un sinnúmero de gente normal, incluso hasta los propios psiquiatras que se llenan la boca discriminado a los “mitómanos”, que lanzan grandes mentiras, varias veces, y que estas hacen muchísimo daño a los demás, se den cuenta o no? ¿Acaso los mismos psicólogos y psiquiatras, los periodistas, los grandes políticos, los economistas, no efectúan diariamente innumerable cantidad de mentiras, enormes, que perjudican a todo el conjunto de la sociedad? ¿Acaso no es la demagogia de los políticos, de los economistas, y de los propios psicólogos y psiquiatras frente a los familiares de sus víctimas, y frente a los medios de comunicación, un acto que hasta ellos mismos podrían considerar de verdadera mitomanía? Consideremos también, al hecho de que se suele confundir vulgarmente, a los mentirosos muy atrevidos y descarados, con los “mitómanos”, y se suele ser indulgente con los mentirosos cobardes, que por miedo a pasar vergüenza, solo se atreven a decir mentiras discretas, por temor a la opinión pública. Así, se suele confundir la “megalomanía” con la actitudes valientes y atrevidas de descaro, y se suele pasar por alto, como a “no megalómanos”, a los mentirosos cobardes, temerosos de la opinión pública, y que no son capaces de atreverse a decir ningún comentario desatinado en público.

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Pero de esto hablaré más tarde, cuando me refiera al hecho de que el llamado mitómano defiende su propia imagen ante los demás. Pero los psicólogos y psiquiatras, se refieren a un individuo “mitómano”, solo a los que ya han caído, o van a caer, en su poder, y que estén bajo sus tratamientos, y se hallen diagnosticados y reprimidos, nada más. ¡Esos son los “mitómanos” para los señores inquisidores! ¡No se trata de los “mentirosos” en general, sino de sus propias víctimas! ¡Solo esos son los “mitómanos”! ¡Y los inquisidores, por supuesto, se salvan a sí mismos de diagnosticarse “mitómanos”, pese a que sus supuestas profesiones se basan exclusivamente sobre la retórica, la persuasión, y la discriminación cultural! Sin embargo, existe una tercera hipótesis: “los mitómanos son narcisistas”. Ante aquí nos hallamos ante otra interrogante: ¿Qué es ser narcisista? Sigmund Freud habló sobre el narcisismo, y mencionó al “Mito de Narciso”, que era un hombre que se había enamorado perdidamente de sí mismo, considerándose extremadamente bello. Frecuentemente, el público común tiende a considerar, ligeramente, a una persona narcisista como al estereotipo de la muchachita de veinte años, que se considera bonita y seductora, y se pasa todo el tiempo maquillándose, y que le gusta ser amada por todos los hombres. También se tienen como narcisistas a los hombres y mujeres que gozan de la fama, el prestigio y el poder, y que siempre están pendientes de su imagen, por los medios de comunicación, tales como los grandes artitas de música popular, de cine, o los grandes dictadores que rinde culto a su propia personalidad. Esto es lo que la gente común suele entender por “persona narcisista”, es decir, “persona creída, orgullosa, vanidosa, y pendiente de su imagen pública”. Pero estas actitudes no son todo el narcisismo en sí, propiamente dicho. Estas actitudes solo las poseen, en algún grado, solo cierto número no tan grande de personas. Pero, sin embargo, el fenómeno el narcisismo, no se agota tan solo en estas actitudes, ni en esas personas tampoco, sino que se extiende a casi todas las personas, o todas, del género humano, y a un sinfín de actitudes, mucho menos notorias y escandalosas que estas. Para empezar, una persona narcisista es, propiamente dicho, una persona para la cual el verdadero y más importante centro de su interés, es su persona misma, y no las de su contexto.

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Un narcisista es la persona cuyo principal motivo de interés es sí misma, y no el prójimo. O, quizás, el prójimo sea motivo de su interés, solo porque, directa o indirectamente, el bienestar del prójimo afecte su interés personal. Así vistas las cosas, un narcisista no siempre es, ni lo es generalmente, una persona pendiente de su imagen social, o estética, como la gente común suele creer, sino alguien que está básicamente interesado en sí mismo. Este interés de la persona en sí misma, puede o no ser su imagen estética o social, y puede o no considerarse bello, o talentoso, o incluso, se puede considerar y ser feo y poco talentoso. El interés de un narcisista puede ser múltiple: pude ser un interés estético hacia sí mismo, o de su imagen social, o afectivo, o económico, o material, o alimenticio, o de la más simple sobrevivencia. Un indigente de avanzada edad, que vive solo, en la calle, lleno de frío y de hambre, olvidado por todos, y que su único interés es conseguir su pedazo de pan en algún tarro de basura, es, simplemente, un narcisista. Este hombre no se considera bello, ni inteligente, ni siquiera agradable para los demás, ni tampoco le interesa serlo jamás. Su única expectativa es conseguir su plato de comida para hoy. Pero el interés meramente alimenticio hacia sí mismo, es una actitud marcadamente narcisista. Pero tampoco vayamos a considerar al narcisista como una persona que es materialista, egoísta, que no comparte nada, y que no quiere a nadie. Una persona que tiene una vida social normal, y que ama a sus padres, hijos y amigos, y que es generosa con mucha gente, también es narcisista, porque esa persona, lo único que está haciendo, es “amar a las personas que la aman”. ¡Habría que ver si esa persona continuaría siendo tan amorosa y generosa, si absolutamente nadie la amara, o si todo el mundo la rechazara! ¡En una situación así, saltaría a la vista si su anterior vida social, de esa persona tan cálida, social, afectiva y generosa, era o no debido a una actitud narcisista! Estas actitudes y tipos de vida, son los narcisismos que suelen predominar en las “personas decentes de buenas familias”. Estas gentes, donde se encuentran la mayoría de los psicólogos y psiquiatras, naturalmente, nunca se considerarían narcisistas a sí mismas. ¡Y precisamente, es este tipo de narcisistas “decentes y de buenas familias”, que siempre han sido amados, y aceptados, y que se consideran idóneos moralmente, los que más se juntan entre ellos para discriminar a otros terceros de “narcisistas”, y otro tipo de prejuicios y denominaciones!

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¡Es a este público al que apuntan los discursos de la institución psiquiátrica! ¡Al público del ciudadano medio, narcisista, “decente” y “de familia”, lleno de prejuicios y rechazos culturales! Caeríamos en un error si creyéramos que un individuo narcisista no sería capaz nunca de ercer una acción noble y altruista, sacrificándose a sí mismo en beneficio de otro ser humano. Un hombre narcisista, por ejemplo, un creyente cristiano, sería capaz, por ejemplo, de dar todos sus bienes a los pobres, y de sacrificar su vida por una noble causa, para agradar a su Dios. Lo que le importa a este individuo narcisista, no es ni los pobres, ni la noble causa para la cual sacrifica heroicamente su vida. Lo que le interesa a este cristiano narcisista, es salvar su alma, es decir, por un interés propio, y da sus bienes, o su vida, solo para lograr una retribución personal por ello, o sea, la Vida Eterna. Así que, pues, olvidémonos de esos clichés anacrónicos de Sigmund Freud, cuando expuso al “Mito de Narciso”, y al narcisismo como el fenómeno que se da solo en un ser que se siente bello o que desea fama o poder. De eso se trata el narcisismo escandaloso. Pero la inmensa mayoría de los narcisistas y egoístas, están precisamente en las “gentes de bien”, que solo aman a los que los aman, que son todos de buenas familias, sin presunción ni ambiciones algunas, y que se juntan entre ellos para hablar mal y discriminar a terceros. El narcisismo de estas gentes, que apenas pueden detectar en sí mismos en toda su magnitud, y que es muchísimo más grande de lo que ellos mismos se piensan o imaginan, los sienten., estas personas, como “un acto de amor hacia sus seres queridos y hacia sí mismos”. Estas “gentes decentes y de bien”, gastan fabulosas fortunas en hacer regalos a sus amistades y a sus seres queridos, en despedidas y cumpleaños, y en adornan sus casas y comprar ropas a sus padres, amigos e hijos. Pero estas “gentes decentes y de bien”, no son siquiera capaces de gastar ni la décima parte de lo que gastan para sí mismas y para sus tan queridas personas de bien como ellas, en comprarle una frazada o un alimento al indigente que está tirado en la calle expuesto al frío y al hambre. Al contrario, solo se dedican a hablar mal de él, o del gobierno, y a llenarse las bocas con discursos llenos de prejuicios, y con vacíos contenidos moralistas, o, a lo sumo, le arrojarán una simple moneda a él, para quedar ante sí mismos como la “gente de bien”, que se consideran a sí mismas. Por este tipo de narcisistas, de “gentes de bien”, es que el mundo hoy está como está.

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El crimen que hacen estas gentes, es peor que el de los casos individualizados por las policías, ya que los crímenes de estas gentes, son crímenes colectivos, que casi siempre pasan absolutamente desapercibidos para todos, excepto para el que sufre sus consecuencias. Es debido a estos narcisismos, que el mundo está lleno de injusticias, y a nadie parecería interesarle nada al respecto, o sino, se habla mucho de ciertos temas, pero, en los hechos, nadie hace nada, y todo sigue como está. Y a este tipo de narcisistas decentes, no les importan nada las vidas de los llamados “locos”, o sea, los discriminados culturales, ni de los abusos de la Inquisición Post Moderna, porque, finalmente, solo les importa lo que les concierne a ellos mismos y a sus familias, y por eso, se desentienden del caso, o, al contrario, aprueben y estén de acuerdo con semejantes abusos e injusticias, activa o pasivamente. Y el discurso de los psicólogos y psiquiatras, precisamente apunta a persuadir de sus “benévolos métodos” y de sus prejuicios culturales, este tipo de narcisistas desapercibidos hasta para sí mismos, de las clases medias y más preenjuiciadas, benévolas y mediocres de la sociedad. Así que estos señores psicólogos y psiquiatras, que tanto dicen saber, harían bien en no usar tantas malas palabras al azar, y no discriminar a los narcisistas, porque ellos son los que más narcisistas son en esta sociedad. Los psicólogos y psiquiatras son gente mediocre, rutinaria, aburrida, de clase media, de “familias decentes”, con estudios universitarios, llenos de prejuicios, absolutamente conservadores, y de aires aburguesados. Los psicólogos y psiquiatras viven en una verdadera burbuja narcisista, consistente en su trabajo, sus pacientes, sus familias, sus títulos, sus prestigios, sus casitas, sus automóviles nuevos, aunque no tan nuevos, y de ahí no salen nunca más, esperando a envejecer y morir de forma absolutamente previsible y planificada. Semejante tipo de gentes, son los que se maquillan frente a las cámaras de televisión, y profieren comentarios radicales acerca de las supuestas “patologías” y sus “diagnósticos”. Son los que salen a alentar prejuicios culturales y a institucionalizar la represión cultural y extenderla por toda la sociedad, desde sus ópticas de aparentes “gentes decentes y de bien”, y a hablar de cómo debería ser el ciudadano ideal para ellos, e imponerlo, en nombre de la Ciencia, la Moral, el Bien, y la “Salud”. Así que, en cuanto a lo que concierne a los denominados “mitómanos”, coincidimos plenamente en que todo el conjunto de la población humana miente o ha dicho muchas mentiras en su vida muchas veces. También coincidimos en que casi todo el conjunto de la población humana, sino toda, es muchísimo más narcisista de lo que se consideran a sí mismas, y de que los llamados “mitómanos” solo difieren del resto de los seres humanos, debido a que son etiquetados

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e institucionalizados como tales, y son blancos del prejuicio y de la discriminación cultural. Pero existe una cuarta hipótesis: “los mitómanos son megalómanos” Se entiende por “megalomanía”, (otra palabra fea y peyorativa, pero muy discreta), al “delirio de grandezas”, o sea, a tener una imagen muy elevada de sí mismo, o a tener ambiciones o expectativas de poseer un determinado rol o estatus importante en el plano social. Se asocia esta actitud, a una naturaleza elevadamente vanidosa, soberbia y grandilocuente, en estas personas. Sin embargo, examinemos bien al hecho de “poseer una elevada imagen de sí mismo”, en las personas acusadas por este grupo de represores. El Apóstol, San Pablo, comienza sus cartas presentándose a sí mismo como: “Pablo, Apóstol de Cristo Jesús, por la voluntad de Dios… etc” O sea que el Apóstol san Pablo, se refiere a sí mismo, nada menos que como un verdadero Apóstol, de nada menos que de Jesucristo, y trasmitido nada menos que por la voluntad de Dios. ¿Era o no era megalómano el Apóstol San Pablo al referirse a sí mismo de esta forma, y por tener tan elevado concepto de sí mismo? Si la definición de megalomanía, se refiere a tener un alto concepto de sí mismo, y del rol que una persona ocupa en la sociedad, sin duda el Apóstol san Pablo era un verdadero megalómano, según los propios psiquiatras. Pero nos olvidamos que el Apóstol San Pablo, era verdaderamente el Apóstol San Pablo, y era Apóstol de Cristo por la voluntad divina. Así era, en efecto, sin duda alguna. Sin embargo, el hecho de que el Apóstol San Pablo sea plenamente conciente de su rol y su importancia en la sociedad en la que vivía, y de que esta provenía de la voluntad divina, no significaba, en modo alguno, que fuera extremadamente vanidoso, ni soberbio, ni orgulloso, respecto a esto. Él, simplemente, se presentaba ante los demás como quién era, no como el que no era. No se presentaba ni como más, ni como menos de quién él era. El ocupar una situación o un rol privilegiado en la sociedad, y ser plenamente conciente de este hecho, no significa forzosamente un nivel de vanidad, orgullo o soberbia acorde a la importancia de su rol o de la situación que ocupa.

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Si el Apóstol San Pablo, hubiese sido carpintero, en lugar de Apóstol, se presentaría ante los demás como un simple carpintero, con la misma dignidad y humildad con la que se presentaba en sus cartas como Apóstol. Sin duda, que Albert Einstein fue unos de los físicos y matemáticos más brillantes del siglo XX. Era un individuo de un talento que rozaba la genialidad. Sin duda, Albert Einstein, en algún momento de su vida, terminó dándose cuenta de ello, y fue plenamente conciente de quién era, y e su rol, y de la importancia de su rol para la Física y las Matemáticas. ¿Pero era por ello, Albert Einstein, un megalómano, por considerarse a sí mismo un hombre de talento casi genial? Sería un grave error, considerar la cantidad de inteligencia, talento, virtudes, o importancia del rol que desempeña una persona en la sociedad, y del hecho de que la persona sea plenamente conciente de ello, a una exactamente igual medida de vanidad, soberbia y orgullo, por parte de esa persona. El grado de talento, virtudes, o importancia el rol social que desempeña una persona, y la conciencia de parte de esta persona de este hecho, no es en nada proporcional a una actitud soberbia, orgullosa, o vanidosa de su parte. No existe una relación proporcional, entre la vanidad, con el grado de inteligencia, virtudes, o importancia del rol social y la conciencia de esto en una persona. Este es un error muy grave en el que suele caer la inmensa mayoría de la gente común. La soberbia, la vanidad y el orgullo, no son pecados restringidos tan solo a la gente talentosa, ni de éxito, o a los virtuosos, sino que se pueden extender a cualquier habitante del planeta, sin necesidad de que posea alguna sola virtud, belleza, inteligencia, talento, dinero, ni desempeñar rol social de importancia alguna. La soberbia, y la vanidad, son pasiones humanas irracionales, y no tienen que estar acordes a un estatus, rol o virtud alguna. Esto significa que un hombre de talento brillante, como Albert Einstein, no necesariamente haya sido un hombre extremadamente vanidoso ni soberbio, por el tan solo hecho de haber sido como fue, y de ser conciente de ello. Ello tampoco significa que Albert Einstein, como ser humano que era, y pecador, haya carecido totalmente de vanidad, y que en ningún momento haya dejado e sentir cierta vanidad ante sí mismo por sus características, y por el rol que ocupaba. Pero estaríamos equivocados si se pensara que la vanidad que pudo haber sentido Albert Einstein por su talento, como hombre imperfecto que era, haya sido proporcional a su talento, a su estatus, y a la importancia de su rol social. Naturalmente, que es muy propio de las personas fracasadas y envidiosas, hablar mal de personas que en algún momento hayan poseído ciertas aptitudes de las que esa persona

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careció toda su vida. Existen muchos prejuicios culturales al respecto, sobre estos temas. Pero, siendo la vanidad, la soberbia, y el orgullo, una pasión irracional, un sentimiento, por así decirlo, es muy factible que un adolescente de la clase social más baja de Montevideo, haya sentido muchísima más vanidad y orgullo que Albert Einstein al saberse un verdadero científico, al creerse a sí mismo un “muchachito con estilo”, exhibiendo una remera y unos calzados deportivos de una marca cara y reconocida, ante sus vecinos del barrio. ¿Se puede decir que todos los pobres son humildes, y que todos los ricos son vanidosos y orgullosos? Indudablemente, no se puede decir que todos los pobres sean más humildes, ni siquiera menos materialistas, que todas las personas de clase alta. Así, pues, que el rol social que ocupa una persona, ni sus talentos, ni sus virtudes, ni el grado de sus defectos, ni la conciencia de una persona sobre estos, definen el grado de vanidad u orgullo de alguien. Así pues, que estas condiciones, y la conciencia de la persona acerca de sobre quién es ella misma, no definen para nada, ni a su grado de vanidad, ni al de su soberbia, ni al de su orgullo. Así que el concepto que una persona tenga sobre el rol social o sus propias virtudes, no se traducen nunca en un grado proporcional de vanidad, ni de orgullo, aunque no significa ni que lo posea, ni que lo deje de poseer, como seres imperfectos que somos todos. Por otra parte, las expectativas sociales y las proyecciones al futuro, llamémosle ambición, tampoco son igualmente proporcionales al grado de su vanidad. Las expectativas sociales, si bien reflejan siempre un interés narcisista, no significan que, por ser elevadas o no, pretendan decir que el grado de vanidad de esa persona sea o no elevado. Las expectativas sociales, o de “éxito”, están sujetas, básicamente, a las posibilidades concretas y reales que una persona posee en determinado momento, desde su propia situación. No se puede decir que un Presidente de la República, sea más megalómano, o más vanidoso que otra persona común, al pretender lograr el objetivo de una política económica mucho más mejorada, o por pretender cambiar la Constitución de la República. Un empleado de un comercio, puede tener un espíritu de mucho mayor “megalomanía” que dicho Presidente, al pretender poseer algún día un comercio de su propiedad por su propia cuenta.

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Pero generalmente, a la gente común, vulgar y decente, le gusta mucho el razonamiento fácil y prejuiciado, y ensuciar a terceras personas con sus críticas. Y la Nueva Inquisición Post Moderna, cuyo oficio está basado en el prejuicio y la discriminación sistemática, legal y organizada, siempre alienta este tipo de conclusiones apresuradas en contra de sus víctimas. Pero vayamos a la quinta hipótesis: “los mitómanos mienten para aparentar una falsa imagen de sí mismos ante los demás” Supondremos, pues, que en una misma playa, hay dos pescadores, que pescaron durante dos semanas seguidas. Uno de los pescadores, en ese lapso, pescó ochenta bagres, y fue a la taberna el pueblo, y, cuándo le preguntaron cuánto había pescado, él respondió: -Pesqué ochenta bagres. ¿Se podrá catalogar a este pescador de “megalómano”, por decir que pescó ochenta bagres, si realmente pescó ochenta bagres? ¿Se lo podrá catalogar, y discriminar, como un vanidoso, por decir que pescó ochenta bagres, si realmente lo hizo? Al hombre le preguntaron cuántos bagres había pescado, uy él respondió correctamente. Ni uno más, ni uno menos. ¿Pero se podría decir que el grado de vanidad de ese pescador es exactamente proporcional a la cantidad de bagres que él pescó, y que sabe que pescó? Sin duda, este pescador se debe haber sentido satisfecho de haber pescado ochenta bagres, y, por qué no, algo de vanidad, como ser humano que es, puede haber sentido, cuando, en la taberna, le preguntaron: -¿Cuántos bagres pescaste? Y él dijo: -Ochenta. Y todos le dijeron: -¡Te felicitamos! Pero no se puede decir por esto que el grado de vanidad, o de orgullo, o de soberbia de ese pescador exitoso, sea de ochenta, ni de mucho más, ni de menos, por esto. Pero supongamos que mientras este pescador pescó ochenta bagres, el segundo pescador estuvo dos semanas tirando carnadas, y no pescó ni un solo pescadito.

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Al otro día, va a la taberna del pueblo, y todos le preguntan: -¿Tú cuantos pescados pescaste? Ante esa pregunta, delante de todos, y después de haberse pasado dos semanas sin pescar absolutamente nada, y teniendo encima a su lado, a un pescador, que en el mismo período de tiempo, pescó ochenta bagres…. ¿Podrá culpársele a este pescador de, ante la expectativa de pasar una fuerte vergüenza, diga frente a todos?: -Yo también pesqué ochenta bagres, como ese. ¿Se puede discriminar a este pescador fracasado, que mintió deliberadamente, en un acto desesperado, por la más pura yt elemental vergüenza, por decir que pescó la misma cantidad de pescados que el primer pescador? Si definimos a la “megalomanía” como tener un elevado concepto de sí mismo, y del rol social que ocupa una persona, con respecto a sí misma, no podríamos, de ninguna manera, considerar a este segundo pescador del despectivo y peyorativo término de “mitómano”. Este pescador no tiene un concepto elevado de sí mismo, ni de la importancia de su rol social, ni de sus talentos o virtudes. ¡Al contrario! ¡Se siente absolutamente fracasado, perdido, falto de todo talento, experiencia y virtudes para pescar! ¡Esto es exactamente todo lo opuesto a tener un concepto elevado de sí mismo y de su rol social! Pero en cuanto a que “el mitómano es una persona que miente para aparentar una imagen ante los demás”. ¿Quién va a culpar a este pobre pescador desgraciado de mentir para evitar pasar por una situación de insoportable vergüenza y bochorno? Más que ser objeto de repudio y discriminación, y de que se hable mal de él, en todo caso es más merecedor de comprensión y compasión por su lamentable situación, que tanto le hace sufrir. Pero… ¿quién no ha mentido alguna vez, o muchas, en la vida, para aparentar una imagen que no es tal, o para disfrazar una situación muy dolorosa o vergonzosa? Si a un adolescente lo expulsan de la clase por mala conducta, y regresa a su casa antes de tiempo…

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¿Alguien va a reprochar a ese adolescente por decirles a sus padres que regresó temprano debido a que el profesor faltó a clase ese día? Si una adolescente está enamorada, y tiene un novio, y anda todo el tiempo con él, y luego el novio la deja por otra… ¿Se la puede culpar a ella por ocultarle a sus amigas que él la dejó plantada y se fue con otra, y decirles, en cambio, que él está de viaje, o enfermo, por total vergüenza, o dolor, que siente esa adolescente ante tal hecho? ¿Se puede culpar a una mujer veterana de maquillarse las arrugas con bastante crema para hacerle creer a los conocidos en una reunión que aún no ha pasado de los sesenta años? Consideremos, finalmente, que todas estas son mentiras, cuya finalidad es disimular una herida muy profunda que siente el individuo ante su propia situación y categoría, a la que no considera en nada deseable para sí mismo. Pero, entre tantas mentiras, y siendo todas mentiras, existen mentiras “insólitas, o atrevidas, o descaradas”, y mentiras discretas, disimuladas, bien disfrazadas y adornadas, que tratan de no pasar por tales. También existen mentiras que uno las hace frente a los demás, y mentiras que uno se las hace a sí mismo. Si una mujer disimula su avanzada edad, maquillándose bien, y tiñéndose el pelo, y haciéndose cirugías en secreto, esa es una mentira “discreta” y dirigida hacia los demás. Si alguien deseó ser abogado, pero tuvo que resignarse a trabajar conduciendo un taxímetro, y, al cabo de muchos años, llega a creerse que es feliz, y que su trabajo es el mejor, o que no fue tan malo, y que la abogacía en realidad no era una buena profesión, esa es una mentira “discreta”, que el individuo se hace a sí mismo, y se la termina por creer, y se la hace creer a su esposa, familiares y amistades. Pero si un individuo, ante sus amigos del bar de la esquina, les dice con todo descaro, que él es Napoleón Bonaparte y se lo cree, está es una mentira dirigida, en primer lugar, hacia sí mismo, y también hacia los demás. En realidad, no hay ninguna diferencia entre esta mentira que la del caso anterior, salvo que decir una mentira de este tipo, es un caso insólito, pocas veces visto. Decir que uno es Napoleón I es decir una mentira que requiere mucho más descaro, más atrevimiento, más valentía que decir que se tienen cincuenta años cuando en realidad se tienen sesenta y tres. Pero no vayamos a confundir que porque un individuo sea capaz de decir una “mentira atrevida”, es por eso más vanidoso que un individuo que hace “mentiras discretas” mintiendo sobre la edad o el número de bagres que pescó.

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La única diferencia estriba en que el que hace “mentiras indiscretas”, es un hombre valiente, audaz, y que no se siente tan cohibido por la opinión pública, que no tiene miedo a ser considerado un sinvergüenza o un mentiroso. Puede esta actitud ser debida a ligereza, ignorancia, atrevimiento, desesperación, descaro, espíritu falto de seriedad, o mil causas más. Pero no implican necesariamente que un “mentiroso indiscreto” tenga un grado de vanidad más alto que el “mentiroso discreto”. Puede ser, quizás, más torpe, o más ingenuo, o menos serio que los “mentirosos discretos”, pero no puede efectuarse una medición proporcional de una supuesta vanidad que el individuo posea, con los disparates que dice. A lo sumo, con mucho, se podría decir que el individuo, en el peor de los casos, no capta bien la realidad en la que vive, o que es imaginativo, o fantasioso, nada más. Y el “mentiroso indiscreto” tiene el valor, las agallas, la independencia moral de mentir de esta forma, con total descaro, ante los demás, o ante sí mismo. El “mentiroso indiscreto” es una persona que se siente tan mal con lo que es él mismo, que, ante sus amigos del bar de la esquina, para impresionarlos, y para hacerse el personaje, va y lesa dice: -¿Saben una cosa? ¡Yo soy Napoleón I! Claro que, para que la impresión surta efecto, es necesario que el que cuenta ese chiste se lo crea, porque, sino, no causará impresión alguna. La verdadera impresión, lo sensacional de este hecho, es que, precisamente, el pobre cadete del almacén que cuenta este chiste, se lo crea realmente, y que realmente, no solo diga que es Napoleón I, sino que, además, se lo crea. ¡En esto consiste precisamente la sensación que causa tal mentira! Entonces, la persona comienza primero a mentirse a sí misma, para luego exponer su escandalosa excentricidad en público, para quedar como un personaje. Uno podría decir que una mentira hacia sí mismo de este tipo no es algo nada usual. Pero, en realidad, solo es una mentira hacia sí mismo, que, a pesar de no ser muy usual, es una mentira hacia si mismo y hacia los demás tan grande o tan choca como las que se suelen hacer los hombres comunes. ¿Casarse y vivir toda la vida con el hombre o la mujer equivocado, y creerse que hay amor y que fue la mejor elección de la vida, y justificarlo continuamente, no es acaso una mentira, hacia sí mismo y hacia el otro, acaso tan grande como la de decir: “Yo soy Napoleón I a sus amigos del bar”?

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¡Al final, en vez de perseguir a los mentirosos, se persiguen a los que tienen fama de desubicados, y a los etiquetados de serlos, solo por quedar exhibidos como bichos feos y grotescos! Al mentiroso que conserva las apariencias, aunque sus mentiras sean normes, como o hacen los propios psicólogos y psiquiatras, no pasa por grotesco, o por indiscreto, o por bicho feo, y no lo rotulan y no lo discriminan por “mitómano”. El “mentiroso discreto”, en cambio, se dice mentiras gigantescas, ante sí mismo y ante los demás, y se las cree y se las hace creer a los demás, pero de una forma muy discreta, y esta persona, por un lado, es astuta, calculadora, hábil, poco torpe, pero, por otro lado, está absolutamente condicionada por la credibilidad del entorno, y por sus cobardes cálculos. Estos tipos de grandes “mentirosos discretos”, son, entre otros, los hombres dedicados a la política, durante sus campañas electorales, donde, a través de un someros estudios de marketing, y tras el análisis de sofisticados cálculos y estrategias, les hacen creer a la gente gigantescas mentiras, como que ellos son Napoleón I, pero de forma bien convincente y discreta, sin hacer nunca el ridículo ni pasar como descarados. Estos “grandes mentirosos discretos” no son catalogados ni rotulados, ni discriminados como “mitómanos” por la inquisición, como si lo son, en cambio, los “mentirosos indiscretos”, por el solo hecho de ser torpes, ridículos, motivos de incredulidad y de risa pública. Pero el hecho que un mentiroso capte la credibilidad pública, y sea discreto, y tenga apariencia de serio, o hasta de humilde, y no parezca ridículo en lo que dice, no significa ni que no sea vanidoso, ni que sus mentiras no sean mucho más grandes que la del “mentiroso payaso” al que todo el mundo rotula de “mentiroso”, solo por ser torpe, ni de que se mienta a sí mismo y a los demás a la vez, ni a que sus mentiras no hagan un enorme daño a los demás. Y los psicólogos y psiquiatras son los primeros mentirosos de este estilo, y hacen mucho más daño que un mentiroso que dice que es Napoleón I, o que pescó ochenta bagres, o que se tiñe el pelo y se maquilla para disimular que ya pasó los sesenta años de edad. Sin embargo, ¿Con que vara juzgan estos criminales inquisidores a sus víctimas, inventando términos y palabras, o “diagnósticos”, basados en oscuros prejuicios culturales? ¿Cómo se atreven a divulgarlos por los medios de comunicación con entera ligereza, y salen a reprimir, a encerrar, y a secuestrar de sus casas, en sus ambulancias, a esas víctimas que ellos denominan “mitómanos”, como si los propios psicólogos y psiquiatras no lo fueran ellos también? Los acusados de “mitómanos”, son personas tan interesadas en sí mismos, o tan narcisistas como los mismos psiquiatras y la gente común que los discrimina, y que

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también ha mentido, alguna o varias veces, para salvarse de la vergüenza y el dolor ante una situación. ¿De qué se los acusa a los llamados “mitómanos? ¿De interesarse solo en ellos mismos, como lo hace todo el mundo, incluso los psicólogos y psiquiatras? ¿De tener una elevada imagen de sí mismos, y de la importancia de su rol y estatus social, cosa, que, como hemos visto, no es así, sino todo lo contrario? ¿O de verse obligados, debido a la vergüenza, el dolor y la desesperación, a disimular sus condiciones de fracasados, frustrados y doloridos, recurriendo a la mentira, un recurso que es una práctica muy común, y generalizada en esta sociedad? ¿A qué tipo de criminales se les ocurre discriminar y reprimir, excluyéndolos socialmente de por vida, a estos pobres infelices, en nombre de una supuesta decencia y valores morales, con el solo fin de lucrar, y de llenarse los bolsillos de dinero, vendiendo drogas, y tratamientos que nunca les van a beneficiar, a estas victimas? ¡En el fondo, los inquisidores no hacen más que ensañarse con personas doloridas, frustradas, y fracasadas por una dolorosa situación, que las obliga a disimular su lamentable situación! ¡Se ensañan, y enseñan al público a ensañarse también con estos desgraciados, que verán a esta discriminación, como una desgracia más añadida a las muchas que ya tienen! Aunque no todos busquemos la fama, el dinero y el poder, y no todos nos consideramos bellos, todos somos narcisistas, absolutamente todos, lo reconozcamos o no. Todos los seres humanos poseemos algún rol, o virtud, por más pequeña o grande que parezca ante los demás, de la que, de alguna manera, nos sentimos orgullosos de ellas. Todos, o casi todos los seres humanos, tenemos proyectos y aspiraciones para lograr, o para “salir adelante”, como dice la gente. Y todo el mundo, alguna o muchísimas veces a lo largo de su vida, ha mentido para preservar su propia imagen ante los demás, para evitar una situación vergonzosa, o ridícula. Todos somos narcisistas, ya sea un narcisismo discreto o escandaloso, y estamos interesados en nosotros mismos. Todos poseemos vanidad, nos demos cuenta o nos pase desapercibida. Y todos mentimos o hubimos mentido alguna o varias veces en la vida, y los psicólogos y los psiquiatras son los primeros en hacerlo. O sea, que todos somos “mitómanos”

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Pero por un lado están los mitómanos que somos toda la población mundial, y por otro lado, están los “etiquetados” de “mitómanos”, por estos señores, y discriminados por ellos, que pasan a vivir drogados en un centro de reclusión cultural. Esta es la diferencia entre los “mitómanos normales”, no etiquetados, como los psiquiatras, los políticos, y toda la “gente decente”, y los locos “mitómanos”, que están recluidos. Ante esta apreciación, los psicólogos y psiquiatras responden: “Hay muchos más locos sueltos en la calle, que los que están aquí adentro”. Y con estas palabras, se justifican a sí mismos de sus injusticias. Supongamos que el estereotipo, o caricatura del “mitómano ideal” tiene diez características, cada una manifestada en un grado del 100 %, entonces, basta con que un desgraciado que posea tres o cuatro características del “mitómano ideal” en un grado de un 80%, para que los psiquiatras lo rotulen y lo discriminen bajo la acusación de “mitómano”. ¿Qué es lo que deberían hacer entonces con los “mitómanos”? ¿Tendrían que encerrar a todos los seres humanos del planeta en un manicomio? No pueden hacerlo, por una simple cuestión de poder, además del hecho de que si encerraran a todos los acusados de “locura”, se tendrían que encerrarse a sí mismos. Entonces, la política de la Psiquiatría, esa encerrar, no a todo el mundo, incluso a sí mismos, en un manicomio, sino encerrar y drogar a toda la mayor cantidad posible de personas que puedan caer en sus manos, salvo ellos mismos, y lucrar con ello. Así pues, estos locos al revés institucionalizados, elaboran estereotipos bien feos y exagerados, basados en el más simple prejuicio cultural, contra diversos sectores de la población humana. Elaboran caricaturas grotescas y exageradas de ciertos tipos imaginarios de individuos, así, como, por ejemplo, los nazis podrían haber elaborado un perfil grotesco y peyorativo, absolutamente exagerado, del individuo semita, diciendo que es “avaro, materialista, embaucador, cínico, etc”. Luego, amparados en el repudio generalizado que genera esta caricatura grotesca del perfil del semita, el Estado pasa a reprimir y a enviar a todos los judíos a los campos de concentración, cumplan o no cumplan con todas estas características psicológicas de ese estereotipo el “perfil semita ideal”, o lo cumpla en menos o mayor grado que dicho estereotipo. Lo mismo sucede con todos los diagnósticos psiquiátricos, que son caricaturas exageradas de ciertos perfiles, que despiertan el repudio generalizado, y justifican la represión cultural hacia esas personas acusadas de pertenecer a dichos estereotipos, aunque no cumplan con todas las características ideales de dicho estereotipo, o las cumplan en menor grado, que dicho estereotipo.

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Así sucede con la caricatura grotesca y peyorativa del “mitómano”. Simplemente, lo que genera cese tipo de figuras grotescas y exageradas, es habilitar la represión sistemática, organizada y generalizada del conjunto de la sociedad hacia unos desgraciados, a los que dicha represión, no les reporta ningún bien, sino todo lo contrario. Supongamos que el estereotipo exagerado y caricaturesco del “mitómano ideal”, posea diez características. Es extremadamente muy improbable que en la vida real un individuo posea estas diez características, con la exageración que se le atribuye a esa caricatura grosera de la figura del “mitómano”. Pero basta con que cualquier individuo posea dos o tres características propias de esa caricatura del “mitómano ideal”, para que los psicólogos y psiquiatras se llenen los bolsillos de dinero con tratamientos inservibles, o que la persona sea fruto de una cruel y organizada discriminación, en el nombre de “su salud”, y drogada y recluida en un manicomio. Cada caricatura grotesca que exhiben los psicólogos y psiquiatras, que gustan en llamar “diagnósticos”, son figuras que pretenden justificar, por cada una de ellas, la represión y la discriminación de millones de personas en todo el mundo, solo por tener en su personalidad alguno solo de los elementos de estas mencionadas y exageradas caricaturas. Los psicólogos y los psiquiatras son los expertos en el arte de la mentira y la retórica, y sus mentiras, no solo son numerosas en cantidad, sino que son muy, pero muy grandes, y hacen muchísimo daño a la gente, y ellos lo saben concientemente. Pero ellos gustan de elegir palabras feas, de agrupar y juntar una palabra fea con otras palabreas feas, y de formar verdaderos complejos de ideas y de asociaciones con palabras feas, unas sobre otras, y de inventar “cuadros clínicos”, y “diagnósticos” basados en el más crudo y simple prejuicio cultural. Ellos se ponen a hablar por los medios de comunicación, o ante los familiares, y convencen a todo el mundo de sus prejuicios, que no resisten el más mínimo análisis lógico o racional, pese a que aparentan poseerlos. Engañan a la gente con pseudos conceptos, generando una “percepción”, o una “impresión” de una patología fantasma que no resiste análisis racional alguno, y le agregan terminaciones, y la enriquecen retóricamente, hasta que ellos logran fabricar, de una mentira total, una realidad social indiscutible y unánime. ¡Nada menos que esa gente se pone a dar diagnósticos de “Mitomanía”, y de hablar de ellos sin vergüenza alguna, por los medios de comunicación, y a los familiares de sus víctimas! Y una vez que estos inquisidores convencen a la población del país de sus prejuicios culturales, y al propio contexto social de su víctima, la comienzan a discriminar, acusada por nada menos que ellos, de “persona mitómana”.

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Y a la persona acusada de “mitómana”, se la pasa a repudiar social y familiarmente, y se la pasa a drogar, a encerrar, a dar electroshocks, y a discriminar y eliminar directamente de la sociedad “por su bien”, porque esa persona “está enferma”. El tratamiento discriminatorio hacia las víctimas e la psiquiatría, consiste precisamente en generar toda una oleada de rechazo de los familiares y del contexto social del discriminado, justificados por terminologías clínicas, pero siempre a espaldas del paciente. Ante el paciente, los psiquiatras y familiares aparentan exactamente todo lo opuesto a sus actitudes reales. Es decir, le muestran, al “loco”, cariño, comprensión, respeto por sus ideas y sentimientos, empatía, interés por su bienestar y sui salud, etc. Pero, en los hechos reales, es todo lo contrario. Y el “loco”, en este caso, el “mitómano”, lejos de una utópica “cura” inexistente, pasa a vivir solo encentrado en un manicomio, olvidado por todos y cada uno de sus familiares, y totalmente drogado. La psicología y la psiquiatría son policías culturales. Sus intereses son reprimir, no ayudar ni comprender, ni escuchar, ni aceptar diferentes propuestas de otras gentes. Lo más suave que le podría suceder a una persona, que es acusada y discriminada por los psicólogos y psiquiatras por el delito de “mitomanía”, es a la víctima un psicólogo le extraiga grandes sumas de dinero por mes, durante toda la vida, con un tratamiento psicológico que nunca le servirá de nada, y que le hagan creer que le hace bien. ¡Así, que, por favor, no nos engañen más con la “mitomanía” y con el clásico estereotipo ridículo e inexistente del loco que dice que es Napoleón! Yo he estado más de veinte años viviendo en hospitales y clínicas psiquiátricas, y nunca he visto ni a uno solo de esos “locos” ridículos que aparecen en las historietas, que dijera que se cree Napoleón. Pero, precisamente, la Inquisición Psiquiátrica, se nutre de dichos estereotipos ridículos, exagerados y grotescos de la cultura popular, como la de esas caricaturas de locos bobos, de mirada perdida, con la lengua afuera y un par de enormes dientes salientes, y las orejas curvas, que dicen ser Napoleón, en las salas de un manicomio. Precisamente estas expresiones, aparentemente inocentes y espontáneas de la cultura popular, que aparecen en las revistas, son las que le dan fuerza al prejuicio cultural que pone en acción a la policía cultural y a su represión, a la cual el Estado y el resto de la ciudadanía no están ajenos. Al igual que la antigua Inquisición de la Edad Media, que actuaba en nombre de Dios y la Moral, la Nueva Inquisición Post Moderna es igualmente cruel, y desata toda su fuerza represora moral y discriminadora, en nombre, ahora, de la Ciencia y la Moral, combatiendo en nombre del Bien, los antiguos siete pecados capitales, que son: “La ira, la gula, la avaricia, la pereza, la lascivia, la vanidad, y la omisión, o sea, la ausencia de misericordia”.

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Los inquisidores, tanto los antiguos como los post modernos, pretenden generar una apariencia de indiscutible idoneidad moral acerca de la imagen pública de sus instituciones y métodos. Los psicólogos y psiquiatras, utilizan las mismas técnicas de los sacerdotes en un confesionario. Ante el “pecador” que se va a confesar, solo centran el tema de la conversación en los pecados del que se va a confesar, mientras ellos se mantienen fuera de este, y de todo pecado. Al igual que los sacerdotes, aparentan una imagen social de inocencia y santidad, y ocultan ante los que se van a confesar, y ante el público en general, sus innumerables pecados, tanto personales como institucionales. Por último, para justificar los crímenes de estas inquisiciones, tratan de generar, ante el público en general, y ante el contexto de sus víctimas, una impresión de santidad y benevolencia, como “profesionales y terapeutas”, y como institución en sí. Por otro lado, al igual que la Inquisición de la Edad Media, pretenden generalizar la universalidad de sus doctrinas, dándoles un tinte de Verdades Absolutas y Universales, y de generar un odio y reprobación hacia sus víctimas, antes acusadas por todos por “endemoniados”, y hot acusados de “dementes”. De esta forma, no solo logran la aprobación del gran público y del contexto de sus víctimas hacia ellos, sino también el odio y la discriminación de estos hacía sus víctimas, que, totalmente solas y aisladas, sufren estas mismas discriminaciones, viviendo absolutamente solas, olvidadas y drogadas, en un centro de reclusión cultural. Cristo Jesús dejó bien claro las actitudes de este tipo de personajes, como los psicólogos y los psiquiatras, al referirse a los letrados y los fariseos, cuando dijo que ellos: “Atan fardos pesados, difíciles de llevar, y se los cargan en la espalda a la gente, mientras ellos se niegan a moverlos con el dedo. Todo lo hacen para exhibirse ante la gente: llevan cintas anchas y flecos llamativos en sus mantos”. Así se comportan los nuevos inquisidores post modernos, al llenarse las bocas con el Bien, la Moral, y la Salud Mental, y lucrando con ello, y ocupando puestos de gran reputación en los Congresos de Psiquiatría, y en los puestos de los hospitales y centros psiquiátricos, y en susa cátedras universitarias. Les gusta tener una excelente remuneración, un automóvil nuevo, hablar por los medios de comunicación, y que, al pasar por las calles, las gentes se detengan a contemplarlos, se saquen el sombrero, y les digan: -“Doctor, doctor”.

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Y en las salas de los hospitales psiquiátricos, los enfermeros reciben adulones al señor doctor psiquiatra, y le dicen, con todo respeto, en honor a su jerarquía: -Pase, doctor. Siéntese, doctor. Ya le alcanzo la historia clínica. Y al resto de los “locos”, les dicen, cuando uno de estos importantes señores está entrevistando a una de sus víctimas: -¡Hagan silencio, que el “doctor” está atendiendo a un paciente! Y si el señor psiquiatra llega al manicomio a entrevistarse con una de sus víctimas, en el momento en que se va a servir el almuerzo o la cena, se suspende el almuerzo o la cena, y a todos los “locos” se nos hace esperar, hambrientos, a que el señor psiquiatra, termine su entrevista con la víctima, para que recién después, los enfermeros comiencen a servir la mesa. Todo se hace en un clima de total seriedad y gravedad, como si se estuviera tratando de un asunto muy importante y digno del mayor de los respetos y consideraciones. El culto a la figura del “doctor”, y a la seriedad, la “ciencia”, y a la supuesta sabiduría que se les adjudican a estos señores, es una pieza crucial, esencial, dentro del juego del circo de la institución psiquiátrica, y por esto mismo realizan tantos esfuerzos en tantas consideraciones. Y estos señores, que usurpan el título de “doctores”, arrebatándoselos a la verdadera medicina física, se sienten encantados y satisfechos con todos estos honores y consideraciones, a la que responden con falsa modestia y discreción. Y, además, se llenan los bolsillos de dinero, por cada consulta particular que hacen a los domicilios, o a los centros psiquiátricos, y por cada receta que firman, de drogas que no sirven para nada, y que solo hacen mal e intoxican a la gente, en su rol de “profesionales de la salud mental”. Y lo único que hacen esos locos al revés, que lo menos que hacen es ponerse en el lugar de sus víctimas, como se jactan de aparentar, es vender y recetar drogas que no les hace bien ninguno a nadie, y que ellos jamás desearían tomar ellos mismos por nada del mundo, y cuyos efectos desconocen totalmente, salvo lo que han oído o leído sobre sus efectos, al pasar, en algún libro o congreso. Y los psiquiatras, totalmente vanagloriados en medio de tanto respeto y consideración, se hacen los desentendidos, los de perfil bajo, demostrando falsa humildad, y se sientan a entrevistar a sus victimas, con gravedad y seriedad, como si no les afectara tanto reconocimiento, y adoptando una falsa actitud de humildad, benevolencia y “objetividad”. ¡Qué gran vigencia tienen las palabras de Nuestro Señor Jesucristo, cuando se refirió a estas clases de gentes como son los psicólogos, psiquiatras, letrados y fariseos, después de más dos mil años después de pronunciadas!

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PARTE III -acerca de los “paranoicos”-

Mucho se divulga entre estos llamados psiquiatras y psicólogos, y está mucho en su vocabulario, pretendidamente profesional, hablar acerca de la “paranoia”. Estos señores hablan acerca de la paranoia como un “delirio, caracterizado por el miedo, la desconfianza, y la susceptibilidad”. Esta gente establece caricaturas estereotipadas con el rótulo de “paranoicos”, “esquizoparanoicos”, o “personalidad paranoide”. Esta gente discrimina a la gente así rotulada, solo por tener miedo, tener desconfianza, o ser simplemente susceptibles, como si estas actitudes estuvieran suspendidas en el aire, como si no tuvieran absolutamente ningún fundamento, y las etiquetan como “delirantes”. Antes que nada, deberemos comenzar por decir que ningún individuo, sostenga las creencias o formas y estilos de vida que sostenga, esta suspendido en el aire, o, como los psiquiatras pretenden, que “no tienen ningún contacto con la realidad”, sin especificar a qué le llaman estos señores “realidad”. Si una persona tiene miedo, o es desconfiada o susceptible, lo es, siempre y en todos los casos, por una muy buena razón, especialmente si está siendo discriminada culturalmente por la nueva inquisición post moderna. Existen en la vida, múltiples experiencias, realidades y actitudes de las demás personas y el entorno en el cual vivimos, que nos pueden causar miedo, desconfianza, o susceptibilidad. Los mismos señores psiquiatras, cuando se internan en un barrio de mala fama, tienen miedo a que los roben, y cuando alguien les trata de seducir con algún negocio dudoso, desconfían de este y de la persona que se los propone. Todos los seres humanos vivimos cotidianamente situaciones “de paranoia”, que nos hacen temer, o ser desconfiados ante ciertas personas. Que no me digan que ningún psiquiatra jamás tuvo miedo de que lo asaltaran unos delincuentes, o que es una persona absolutamente confiada, que es capaz de aceptar como válida y real cualquier palabra que le digan los demás. Pero, como es natural en los psiquiatras, cuando se elabora la caricatura del “paranoico ideal”, se efectúa una verdadera disociación deliberada por parte de estos señores, entre lo que el paciente vive, y la realidad que provoca, con toda razón, lo que el paciente vive.

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Entonces, para el psicólogo o psiquiatra, que el paciente viva en un barrio donde está lleno de delincuentes y adictos, que lo puedan asaltar, es un hecho que no tiene relevancia alguna. Es un hecho que se omite, que se obvia, que se ignora por completo. Los psicólogos y psiquiatras ignoran toda la “realidad exterior” donde está el paciente, y ven todo de acuerdo a como lo vive, cómo lo siente, o cómo lo interpreta el paciente, sin importarles en absoluto la realidad que provoca estas vivencias, o si estas son acordes a estas o no. Así, por ejemplo, en 1973, el Uruguay vivió un Golpe de Estado, y los militares salieron a las calles, y llevaban a miles de detenidos a interrogatorio y salas de tortura. Se censuró a la prensa y a todos los medios de comunicación. Se procedió a allanar casa por casa, en busca de libros, o materiales de autores, por ellos considerados como “subversivos”. A menudo, los transeúntes que caminaban en la calle, por su simple aspecto, o por cualquier otra razón, eran detenidos y llevados a las comisarías para ser interrogados. ¿Se podrá llamar “paranoico”, a una persona que se pone a enterrar o a quemar todos sus libros marxistas en el jardín de su casa, por temor a que surja un nuevo allanamiento en su domicilio, en aquellas circunstancias? ¿Se podrá llamarse “paranoica”, a una persona que ha enterrado o quemado todos sus libros sobre Marx, pero que luego le queda la duda si un libro que habla acerca de la Revolución Francesa podría o no ser catalogado por los militares como un “libro subversivo”, y se ponga a incinerarlo también? Es sabido que en la enseñanza pública, tanto primaria como secundaria, los militares enviaban a profesores y alumnos de espías, para recoger datos acerca de las tendencias ideológicas, tanto de los profesores, como de los alumnos. ¿Se podría decir que un profesor de enseñanza secundaria, que no desea ser despedido de su cargo, es un “paranoico”, por mostrarse desconfiado, reticente, y sumamente susceptible, ante un colega desconocido, que lo invita cordial y amablemente a hablar sobre política, y sobre el marxismo o sobre la democracia? Sin embargo, a los psicólogos y psiquiatras no les interesa en absoluto la realidad externa y verdadera que viva el rotulado de “paranoico”, por ellos mismos. Simplemente, basta con que alguien tenga miedo, sea desconfiado o susceptible, para que el señor psiquiatra, como si él no lo fuera, lo discrimine como “paranoico”. No importa la realidad ni las circunstancias externas que viva el paciente. Lo único que importa es si tiene o no miedo, desconfianza, o susceptibilidad. Esto es lo único que les importa, a la hora de discriminar a los catalogados como “paranoicos”. Los psiquiatras aducen que “toda vivencia o actitud es subjetiva, y que no depende de ninguna manera con la realidad externa”.

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Los psicólogos y psiquiatras dicen que “la subjetividad depende de uno mismo, no de la realidad externa”. Dicho de otro modo, si alguien está metido dentro de la jaula de un tigre, en un zoológico, el tener miedo no depende de la realidad externa de estar metido en la jaula del tigre, sino que es una “elección meramente subjetiva”, en la cual el sujeto “elije tenerle miedo al tigre”. De esta manera, un individuo que vive en un país dominado por un Golpe de Estado fascista, y tiene miedo de salir a la calle porque puede ser detenido, o se pone a quemar libros que podrían ser malinterpretados, es un “paranoico”, simplemente porque él “elije tenerle miedo a la realidad externa”. De últimas, un individuo que siente miedo al estar dentro de la jaula de un tigre, o que tiene miedo a salir a la calle en una ciudad en un país donde rigen medidas prontas de seguridad y toque de queda, es un “cobarde”. Si fuera valiente, no sería un “paranoico”. Así de simple. Luego, estos psicólogos y psiquiatras cuestionan la realidad externa y objetiva, y la vuelven subjetiva, diciendo que “la realidad externa es toda según el punto de vista con el que se la mire o se la interprete”. Así, pues, en una sociedad totalitaria y fascista, un psiquiatra adicto al régimen fascista, que recibe cargos y honores por este, le podría decir a un paciente que tiene temor a salir a la calle, y se pone a esconder sus libros subversivos: -“Tú interpretas” que la realidad externa y objetiva es persecutoria. Tú interpretas que el nazismo y el fascismo son peligrosos. Pero el nazismo y el fascismo son los regímenes más benévolos que existen sobre la Tierra. Todo depende de cómo lo interpretes tú. Por eso tú eres un “paranoico”, y tendrás que tomar tu medicación, y ser internado. Y si el paciente no se deja convencer por las benévolas palabras del fascista, el psiquiatra le dice, o piensa para sí: -Este hombre tiene miedo, y es paranoico con el régimen, porque es un izquierdista, o porque es una mala persona, o porque hizo algo malo, y, por lo tanto, está muy bien que lo castiguemos. Este es el razonamiento clásico de todos los regímenes totalitarios. El que tiene el poder, el que domina, el que posee reputación, bienestar y prestigio dentro de un sistema, y no sufre ni de persecución, ni es agredido, ni es discriminado, nunca es un “paranoico”, y por lo tanto, sale a vender con buenas palabras las bondades del sistema que a él lo favorece. Existen innumerables realidades que despierten en nosotros, los seres humanos, actitudes que estos benévolos y favorecidos señores rotulan de “paranoicas”, no solo en una sociedad totalitaria, sino en la violencia callejera, la delincuencia, y otras muchas causas más, que generan en nosotros esta actitud instintiva, y tan natural en el ser

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humano, sin la cual no podríamos sobrevivir, y que los psiquiatras rotulan de “paranoia”, como si ellos estuvieran ajenos a estas actitudes. Pero, sin duda, una de las realidades externas y objetivas que más podrían llegar a causarle “paranoia” a un ser humano, es la de perder todos sus derechos civiles y legales en una Junta Médica. Que el individuo sea secuestrado en una ambulancia frente a su domicilio, a la vista de todos sus vecinos, que lo priven de por vida de su libertad, encerrado en un manicomio, y que le obliguen a consumir drogas que lo emboten y lo aniquilen afectivamente, y le den electroshocks de por vida, y que luego, de postre, le digan que él es un “paranoico”. Y que constate que, por más que trate de explicarse, nadie cree en él, nadie le da la razón, y lo dejan hablando a él solo, y lo consideran “paranoico”, y se lo medica más aún cuando habla, y que todo el mundo, sus familiares, amigos y parientes, les den la razón al mismo psiquiatra que lo discrimina. Y esta es una realidad que vivimos muchos discriminados culturales, sin estar precisamente insertos dentro de una sociedad absolutamente totalitaria, sin medidas prontas de seguridad ni toque de queda, y donde parece que nadie se sienta vulnerado en sus derechos. Al igual que el fascista mencionado, un ciudadano promedio de una sociedad democrática, o un psiquiatra dueño de un automóvil moderno y un apartamentito, le podría decir a un paciente discriminado por “paranoia” que: -La realidad externa y objetiva es todo según como tú la interpretes. La sociedad democrática y capitalista no es tan mala. Al contrario, es buena. Se respetan los derechos de la gente. Hay libertad. Tú eres un “paranoico” porque interpretas la realidad democrática y capitalista de otra forma. Sin duda que la sociedad democrática y capitalista, es interpretada de forma diferente por una persona de mucho dinero, y que goza de sus derechos, que por un indigente que vive en la calle, o por un discriminado cultural al que se le privaron de ejercer todos sus derechos, y que no puede, ni sufragar, ni administrarse por él mismo sus propios bienes, ni decidir en qué lugar va a vivir, y que es obligado a consumir drogas “por su bien”. Es obvio que una persona siente miedo, o es desconfiada, debido a como interpreta la realidad externa y objetiva donde vive. Pero también es real el hecho de que las “interpretaciones”, no están suspendidas en el aire, y que cada cual interpreta a misma realidad objetiva y externa desde su propia posición. Y aquí venimos al tema clave de qué es lo que se entiende por “realidad”, un tema tan obviado y omitido por los psiquiatras, y que, sin duda, es el tema fundamental con el que los psiquiatras tratan de justificar una pretendida y malograda definición de “psicosis”.

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Si un paciente “paranoico”, un buen día cometió un grave pecado, y tiene el santo temor de Dios, y teme a que la justicia divina caerá sobre él para hacerle pagar sus culpas, resulta que un psiquiatra ateo y descreído, dirá que Dios no existe, que es solo un invento de su imaginación, que es todo un delirio, que Dios no es real, y que el discriminado es un paranoico desconectado con la realidad, y por lo tanto, es un psicótico, con temores infundados. Para el psiquiatra ateo y descreído, Dios no es real, y no existe ni puede castigar, y tener el santo temor a Él es pura y mera paranoia. Pero el que sabe que Dios existe, conoce que el que ignora la realidad, el que no es conciente de ella, es el psicólogo o el psiquiatra, no el supuesto “paranoico”. Realidad hay solo una y nada más que una, y todos estamos conectados por igual con esta misma y única realidad. Pero interpretaciones de esta misma y única realidad existen muchas, y porque la interpretación de la misma realidad que vivo yo, discrepe con la que yo posea, o con la que posea el señor y eminente psicólogo o psiquiatra, o con la persona que sea, no significa que la persona que sostenga tal interpretación de la realidad esté desconectado de la realidad. Lo que diferimos los seres humanos es en la interpretación de esa única realidad, y no es que unos estén conectados con la realidad, y otros vivan en el aire, y no estén conectados con esta. Cuando los psicólogos y los psiquiatras dicen que alguien está desconectado de la realidad, en realidad, no se refieren a que esa persona no perciba o no esté conectada a la misma y única realidad que vivimos todos, sino que su interpretación de dicha realidad, no coincide con la interpretación que le da el psicólogo o el psiquiatra. ¡A esto le llaman, hipócritamente, los psiquiatras, ser psicótico o estar desconectado de la realidad! ¡No es a estar realmente desconectados de la misma realidad con la que estamos conectados todos, sino a no pensar igual que ellos! ¡Y ellos, pretenden hacerles convencer a la gente que la interpretación de la realidad que hacen los psicólogos y los psiquiatras es y debe ser la única verdadera y válida y digna de ser tenida en cuenta, y que otras interpretaciones deben ser desechadas y eliminadas de la sociedad! Es exactamente el mismo esquema de la Verdad Universal Única y Absoluta que pretendían imponer los inquisidores del Renacimiento, en aras de la Religión, solo que ahora, estos nuevos inquisidores, se pretenden escudar en la Ciencia y en la Moral. Para un psicólogo o psiquiatra ateo y descreído, poseer el santo temor a Dios por los pecados cometidos, es estar desconectado de la realidad, es ser un psicótico y un paranoico delirante. Así de simple. Por supuesto, que hasta entre los mismos psiquiatras, de diferentes culturas y países, existen discrepancias entre ellos.

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Pero ellos, ante el gran público, omiten deliberadamente sus distintas interpretaciones y discrepancias acerca de lo que para ellos mismos es o debe ser la realidad, y se presentan, en conjunto, a hablar de la realidad, como si hubiera una sola interpretación válida de esta, y que esta interpretación válida solo es la de ellos y no la de ningún otro. Así, definen a la psicosis, de forma burda y grosera, como pérdida el contacto con la realidad. Y, a partir de esta insensata base, pretender hablar de delirios, fantasías, etc. Un psicólogo o un psiquiatra, que son discriminadores, nunca se van a volver “paranoicos” por las medidas represivas de la Psiquiatría, ni por los abusos en los tratamientos psiquiátricos, como las drogas y los electroshocks. ¡Entonces que no discriminen más a la gente de “paranoicos”! ¡Ellos se creen que están a salvo de toda “paranoia” porque son los dueños del sistema! ¡Discriminar a un ser humano de “paranoico”, es, literalmente, no ponerse jamás en el punto de vista de su prójimo! Es verlo todo de acuerdo a su propio punto de vista, y pretender que el otro ser humano, con otra interpretación de la realidad social y cultural, tenga la obligación de ver y de interpretar la misma realidad con el mismo punto de vista del psiquiatra, desconociendo y omitiendo todas las diferencias entre un ser humano y otro, y sin dar lugar a más opciones para interpretar la misma realidad que solo la que la nueva Inquisición Post Moderna propone e impone por la fuerza. Y suponiendo, finalmente, que ese estereotipo, o caricatura abstracta que los señores psicólogos y psiquiatras hacen del “paranoico ideal”, tuviera diez características, en un grado de un 100% cada una de ellas, y un desgraciado tuviera tres o cuatro de esas características, en un grado de un 70 ó 80%, entonces, estos señores inquisidores lo rotulan de “paranoico” y lo pasan a discriminar por ello, drogándolo y encerrándolo de por vida.

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PARTE IV -acerca del tratamiento a la “neurosis”-

Según Sigmund Freud, la neurosis es una “enfermedad”, cuyos síntomas son manifestaciones de una pulsión inconciente, de carácter sexual, que ha sido reprimida en los primeros años de vida del paciente. Sigmund Freud, analiza pues a este fenómeno, al que considera de “neurosis”, y establece así los principios del psicoanálisis freudiano. Freud propone analizar el inconciente del paciente, y lograr que, a base del diálogo con el psicoanalista, el paciente pueda ser capaz de tomar conciencia de dichas pulsiones, que, a pesar de existir en el paciente, este hasta entonces desconocía concientemente sus existencias, ni las sospechaba siquiera. Según Freud, una vez que el paciente toma pleno conocimiento conciente de la causa, o suceso traumático que originó la represión de sus pulsiones sexuales reprimidas, el paciente se libera de los síntomas de la neurosis, y de esta misma. Para investigar el inconciente del analizado, Freud utilizó primeramente la hipnosis, luego el análisis e interpretación de los sueños del paciente, y, finalmente, el método del discurso conciente asociativo. En dichos tratamientos, por ejemplo, el de la interpretación de los sueños del paciente, el psicoanalista escucha primeramente el relato del sueño del paciente, luego lo descodifica, y luego le trasmite al paciente el contenido verdadero y más profundo del sueño que tuvo el paciente. Toda la terapia del psicoanálisis freudiano, apunta, básicamente, a esclarecer la verdad acerca del inconciente del paciente, y en informarle al paciente de dicha verdad. También el psicoanálisis freudiano está basado en que la neurosis se origina en la traumática represión de un deseo sexual infantil, y la labor del psicoanalista es y debe ser, la de informar a dicho paciente de la experiencia vivida, ayudar a que el paciente sea capaz de recordar ese hecho traumático lo más profundamente posible, y en liberar a esa pulsión sexual reprimida. El psicoanálisis freudiano apunta a que el neurótico es una persona que sufre considerablemente, a causa de esa pulsión reprimida, y que dicha represión le genera, además de una intensa angustia, un terrible sentimiento de culpabilidad, del que hay que liberarlo. Así, pues, el psicoanálisis freudiano, y su visión de la neurosis, son extremadamente liberales y pragmáticos con el paciente, y se opone a las posturas autoritarias, moralistas, y conservadoras acerca de la sexualidad, en los planos social y familiar. Esta visión del neurótico como un desgraciado, un ser afligido y lleno de culpas, un desdichado al que hay que compadecer, y al que hay que tratarlo psicológicamente, para

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que pueda liberarse del yugo de su neurosis, y pueda volver a ser feliz, propio del psicoanálisis freudiano, es la visión que hoy tiene el hombre común de la calle, con respecto a los neuróticos, y al tratamiento de las neurosis hoy en día. Esta visión liberal del tratamiento a la neurosis, solo exclusiva del psicoanálisis freudiano, es la única que se conoce y que se divulga popularmente, y esta visión optimista del tratamiento a la neurosis, es la que se les ofrece seductoramente a las personas a las que se les pretende tratar, a causa del diagnóstico de una “neurosis”. A nivel popular, cuando se habla de tratamiento a la neurosis, se la asocia única y exclusivamente con la terapia liberal de Sigmund Freud, y se tiende a pensar que el neurótico es un alma afligida y llena de remordimientos, y que el terapeuta es, necesariamente, un padre bueno y cariñoso, que le va a reducir sus temores y angustias, y lo va a liberar de sus sufrimientos, y le va a conceder la satisfacción de la pulsión que el paciente mantiene reprimida en su inconciente. Pero nada de esto es realmente así, en realidad. Ya Alfred Adler, disidente de Freud, se apartó e la corriente psicoanalítica, y declaró que el neurótico es una persona absolutamente narcisista, y que en sus síntomas neuróticos, lo único que se manifiesta es lo que Adler llamó, la “voluntad de poder”. A partir de ahí, el neurótico dejó de ser, para los psicólogos y los psiquiatras, un individuo sufriente y lleno de remordimientos y de culpas, un “pobrecito” al que hay que compadecer, y que jamás se debe hacer, con un neurótico, es hacerle desaparecer sus culpas, ni mucho menos, jamás, liberar a sus pulsiones. De ahí en adelante, el psicoanálisis freudiano se dejó de practicar, y la psicología, y la psiquiatría pasó a tener “mano dura” con los pacientes acusados de “neuróticos”, y de ahí en más, se pasó, directamente, a efectuar una sistemática represión de las pulsiones en los denominados “neuróticos”. El neurótico dejó de ser un “pobrecito”, y una “víctima”, a la que hay que compadecer y liberar de su represión, sino que pasó a ser un verdadero sinvergüenza, un manipulador, y una persona absolutamente narcisista, interesada solo en sí mismo. Desde entonces, la psicología y la psiquiatría, como instituciones absolutamente represivas que son, en función de sus roles de verdaderas policías culturales, pasó a discriminar abiertamente a los llamados “neuróticos”, para poder institucionalizarlos y reprimirlos de manera absoluta. Pero a nivel popular, la imagen que los psicólogos y psiquiatras muestran al público y ante los medios de comunicación, es siempre de extrema comprensión y benignidad hacia los neuróticos, y permiten que circulen popularmente mucha información de la liberal terapia del psicoanálisis freudiano, que ya no se practica más. A menudo, en las terapias contra la neurosis post moderna, se estimula al paciente a relatas sus experiencias oníricas, y el psicoterapeuta, que no practica una terapia psicoanalítica liberal freudiana, pasa a relatarle una versión terapéutica de dichas experiencias.

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El análisis de los sueños del paciente, sirve como material de investigación de su inconciente, pero dicha información, no será usada para liberar de la represión al paciente, sino, todo lo contrario, para reprimirlo aún más, del todo. Así pues, en las terapias psicológicas modernas, el paciente relata sus experiencias oníricas, y el psicólogo pasa a darle una aparente explicación de estas, de origen inconciente. El terapeuta moderno juega a aparentar como que se está ejecutando un verdadero psicoanálisis con el paciente, cosa que no es nada cierto. Las “interpretaciones” que el psicólogo le da al paciente acerca de sus experiencias oníricas y de su inconciente, son absolutamente convencionales, y nunca revelan la verdadera causa del problema. Una causa que, precisamente, el moderno psicoterapeuta desea ocultarle al paciente por todos los medios, y le propone, en dichas “interpretaciones de los sueños”, aparentemente serias y fidedignas, pistas falsas, o incluso verdaderas mentiras del terapeuta acerca del contenido de los sueños y del inconciente del paciente. La “terapia” de los electroshocks, tan siniestramente usada de forma generalizada en casi todos los países del mundo, con efectos tan devastadores para sus víctimas, que son banalizados por los psiquiatras y por los familiares del paciente, precisamente, buscan un objetivo virtualmente opuesto al freudiano. Para Freud, el olvido es un acto nocivo, y para el psicoanálisis liberal de Freud, lo esencial es sacar a luz la información esencial del inconciente del paciente, para que el propio paciente la pueda conocer, y manejar. Pero el uso moderno del electroshock, precisamente, lo que busca es hacerle olvidar, es decir, reprimir o destruir la conciencia del paciente de sus hechos traumáticos, y pasarlas al inconciente. Lo que la “terapia” del electroshock busca, es, precisamente, privar a la conciencia del paciente de información esencial, borrar la verdad de la conciencia del paciente, y reprimirla hacia el inconciente. El electroshock busca destruir toda información esencial en el paciente, destruir su memoria, y anular emocionalmente a sus víctimas. Esta “terapia” también es usada con los neuróticos. El uso del electroshocks, cuyos efectos se obvian, o se minimizan, o se banalizan a nivel público y familiar, y del que no se suele mencionar por los medios de comunicación, revelan el carácter radical, siniestro, de a lo que es capaz de llegar la represión y el autoritarismo de esta nueva inquisición, despreciando con todo descaro la vida afectiva, emocional, e intelectual de sus víctimas. Hay un dicho que dice: “La información es poder”

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Es por ello, que las modernas corrientes psicológicas que tratan a la “neurosis”, tratan de obtener la mayor cantidad de información acerca del paciente, sus síntomas, y la causa de su neurosis, para poderla reprimir bien. Por el contrario, como parte del juego terapéutico, se le trata de privar al paciente, de manejar información esencial acerca de sí mismo y de su inconciente, y se le dan falsas pistas, se le miente, y si esto no resulta, se le recetan electroshocks. Nada quedó del antiguo y no practicado psicoanálisis liberal freudiano hoy en día. El objetivo es totalmente opuesto al objetivo freudiano. El objetivo es reprimir aún más al neurótico, nunca liberarlo. Acerca del psicoanálisis freudiano, cualquier novato puede encontrar mucho material por donde busque, porque, hoy en día, el psicoanálisis freudiano es una verdadera propaganda para la psicología y la psiquiatría, por la liberalidad que posee este psicoanálisis, que ya se dejó e practicar hace décadas. Pero de las verdaderas terapias contra la neurosis, que son las que existen y se practican hoy en día, no se encuentra fácilmente mucho material, y no se han divulgado popularmente, y es más, su divulgación se considera la violación de un verdadero secreto profesional. Los tratamientos que existen hoy en día contra la neurosis, que no salen a la luz pública, son absolutamente represores y conservadores, y son totalmente opuestos al antiguo y liberal psicoanálisis freudiano. El terapeuta ya no es el padre bueno, que le dice la verdad a su paciente acerca del verdadero contenido de su inconciente, y que su función es liberar dichas pulsiones reprimidas, y hacerlo olvidar de toda culpa alguna. Todo lo contrario. El terapeuta de la neurosis, hoy en día, cumple la función de reprimir total y radicalmente esa pulsión mal reprimida del paciente, para lo cual, si es necesario, recurre a la censura social, a través del rol de “loco”, y a alimentar complejos de culpabilidad en el paciente. En las entrevistas con el terapeuta, generalmente aún se conserva, según el tipo de paciente de que se trate, la apariencia, el psicólogo o psicóloga cariñoso y complaciente, y muy amable, y muy sensibilizada por las aflicciones del paciente. Pero esto es solo una apariencia que se usa para atraer al paciente al consultorio. La realidad, es totalmente opuesta al tan popular y mencionado psicoanálisis liberal freudiano. El cliché del liberal psicoanálisis freudiano, hoy en día, solo se divulga como material de propaganda para las terapias contra la neurosis, y para dar una imagen benévola y liberal de la psicología y de la psiquiatría. Pero es solo eso, nada más.

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Para los psicólogos y psiquiatras, el neurótico es solo una persona muy egoísta, solo interesado en sí mismo y en satisfacer sus propias pulsiones, y absolutamente manipuladora. El tratamiento actual, pasa por reprimir esa pulsión, y a su narcisismo, de forma absolutamente radical y contundente. Para empezar, otra vez volvemos a considerar, como otrora, el término “narcisista”. ¿Qué es el narcisismo, en esencia, sino el hecho de estar básicamente interesado en sí mismo? Y otra pregunta: ¿Acaso no todos nosotros lo estamos, incluso el conservador, codicioso y amable psicólogo o psiquiatra que nos atiende? Sin embargo, aquí nos tropezamos con el hecho de que, según los psicólogos: “El neurótico es narcisista” Cabría preguntarse: ¿A qué narcisismo se refieren, o a qué manera e interesarse solo por ellos mismos, o solo por las personas que los aman a ellos, se refieren? Y aquí nos encontramos, que, según la óptica social, existen dos tipos de narcisismos, que si bien son en esencia lo mismo, uno, desde el punto de vista social es considerado absolutamente repudiable, y el otro, pasa tan inadvertido, que la gente común ni siquiera lo denomina “narcisismo”, y pasa como parte del carácter de un “sencillo hombre de bien”. El “narcisismo escandaloso”, es aquel tipo de narcisismo en el que el sujeto que lo padece, lo exterioriza abiertamente, sin disimulo ninguno. Es el tipo de narcisismo apasionado, acompañado de una gran dosis de entusiasmo, pasión, y a veces de gran creatividad e imaginación. Este narcisismo, o interés de la persona en sí misma, es el narcisismo propio de los hombres apasionados, que exteriorizan su vida interior, por lo demás muy intensa, y que es propio e los grandes artistas del período del romanticismo europeo el siglo XIX, o de los hombres ambiciosos, y o que son las heroínas de las historias de amor de las típicas telenovelas latinoamericanas. Este “narcisismo escandaloso”, apasionado, idealista, romántico y ambicioso, es precisamente el tipo de narcisismo que poseen los neuróticos. Este es el narcisismo que tanto odian estos aburridos e intelectuales profesionales pequeño burgueses, del otro lado del consultorio.

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El “narcisismo discreto”, en cambio, es el narcisismo egoísta, de la persona cuyo principal interés es sí misma, pero que no posee intensas pulsiones, es apagada, apática, rutinaria, benévola, sin imaginación ni creatividad alguna, y con pobres aspiraciones de vida. El “narcisismo discreto”, es el narcisismo, o interés por sí mismo, propios de las gentes comunes, las más mediocres y vulgares, desprovistas de pasiones, sin imaginación ni creatividad, materialistas, viciosas, que presumen de ser “personas decentes”, muy prejuiciosas, y que llevan una vida absolutamente mediocre y rutinaria, con sus familias. Los psicólogos y psiquiatras, naturalmente, son esencialmente representantes de este tipo de personas, de clase media, conservador, mediocre, aburguesado, con estudios universitarios, materialistas, sin imaginación ni creatividad, prejuiciados, y miembros de una institución de carácter absolutamente represivo y autoritario. Estos señores psicólogos y psiquiatras, no están para liberar las pulsiones reprimidas de un “narcisista escandaloso”, para que libere sus pulsiones y sus emociones, y salga a vivir una vida de aventuras por el mundo. La función de este tipo de represores, es precisamente, reprimir bien del todo a este neurótico, afectado de este "narcisismo escandaloso”, y convertirlo en un verdadero y aburrido proletario rutinario y pequeño burgués como lo son ellos. El neurótico no es un “pobrecito” que sufre y que el papá bueno del psicólogo lo va a ayudar para que se independice de sus problemas y hacer que él pueda realizar todos sus sueños, viviendo una vida de aventuras por el mundo. Nada de eso. El neurótico, para esta gente, es un inmoral, un pervertido, al que hay que castrar cuanto antes, por medio de una terapia radical, autoritaria y conservadora en esencia, aunque esta guarde una apariencia externa de total comprensión y benevolencia para con los deseos y discursos del paciente. El odio hacia los románticos y hacia los adolescentes es una constante en la Nueva Inquisición Post Moderna, y tanto los románticos como los adolescentes son sus principales objetivos para reprimir y castrar autoritariamente. Las emociones y las pasiones, son los principales objetivos contra los que los psicólogos y psiquiatras luchan constantemente para anular en sus víctimas. Para ellos, es esencial impedir que un individuo tenga una vida afectiva y emocional muy intensa. Lo ideal para los psicólogos y psiquiatras, es no poseer ninguna emoción ni pasión alguna, y ser individuos cien por ciento dóciles y absolutamente racionales. El psicólogo, a través de sus “terapias”, trata por todos los medios de desactivarle al paciente su vida emocional, y volver a este una persona absolutamente fría, dócil y racional. Si el psicólogo, que está en la primera línea de la batalla, generalmente, éste falla, entonces le pide socorro al psiquiatra, su escudero.

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Y el psiquiatra, a través de drogas, va luchando contra la vida afectiva y emocional del paciente, con el objetivo de anularla por completo. Las drogas psiquiátricas, o psicofármacos, están diseñadas especialmente para conducir a las personas a la apatía y a la insensibilidad emocional. Es debido al odio sistemático que los psicólogos y psiquiatras poseen contra la vida emocional y afectiva de sus pacientes, a la que acusan de originar todos los síntomas de sus “enfermedades”, que por ser los adolescentes, y los románticos, y los neuróticos, personas altamente sensibles, se convierten por ello en sus principales blancos de persecución. Nada odian más los psicólogos y los psiquiatras, que a la vida y al desenfreno de las pasiones de los adolescentes y de los románticos. Por ello mismo, odian con toda el alma la difusión de conciertos de rock and roll, y la trasmisión de conductas escandalosas adolescentes por los medios de comunicación, de los que prefieren no hablar, ignorar totalmente, y no hacer mención alguna sobre estos temas, para no exponer lo radicales y conservadores que son ante la mayoría de la gente. Para los psicólogos y psiquiatras, el origen, y la causa de todos los “problemas” de los comportamientos humanos, y de las “enfermedades”, está localizada en las emociones y las pasiones. Para ellos, sus objetivos son desactivar totalmente toda la capacidad para reaccionar emocionalmente en sus pacientes, y convertirlo en un ser absolutamente dócil, rutinario, racional, y doméstico. Y, precisamente, los “neuróticos” son personas que reaccionan de manera absolutamente emocional, y son los primeros a los que sus terapias debe castrar y reprimir, en nombre del Bien, la Moral, y de la Salud Mental. La cadena de asociaciones con respecto a las emociones que estos señores hacen es así: Sensibilidad=sufrimiento=problemas=locura=tratamiento=insensibilidad Para los psicólogos y los psiquiatras, ser una persona sensible significa sola y exclusivamente ser una persona sufriente, y problemática. Solo eso, y nada más. El tratamiento a las personas sufrientes no pasa, para la moderna psicología y psiquiatría, en convertir a ese sufrimiento en felicidad, como lo proponía el liberal Sigmund Freud, con respecto a la neurosis, sino, para ellos, el tratamiento consiste en, de forma absolutamente radical, suprimir toda la sensibilidad del paciente. Una vez suprimida la sensibilidad del paciente, se acabaron, para los modernos psicólogos y psiquiatras, todos los problemas, trastornos, y “locura”. Sin embargo, nos podríamos plantear una pregunta: Si según Sigmund Freud, los neuróticos sufrían de una represión inconciente de alguna de sus pulsiones sexuales…

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¿Cómo puede ser que los modernos psicólogos y psiquiatras pretendan reprimir a alguien que ya está, de por sí, reprimido? Sin embargo, aquí nos encontramos con un hecho muy, pero muy relevante, que todo discurso terapéutico trata de disimular y ocultar deliberadamente: “Los neuróticos no son personas reprimidas, como vulgarmente se piensa”. Todo lo contrario. Un neurótico es una persona cuyas principales pulsiones están totalmente activas, y el neurótico no es, ni por mucho, una persona reprimida. El sufrimiento que siente el neurótico, sus aflicciones, su angustia, y sus remordimientos, los posee porque, si bien desde un punto de vista, estos sufrimientos se deben a una represión inconciente, por otro lado, estos mismos sufrimientos, y sus manías y fantasías, revelan exactamente lo opuesto, es decir, que esas pulsiones no están reprimidas del todo. Un neurótico es un ser que sufre muchísimo, porque posee una pulsión, que está reprimida por la mitad. O sea, que casi podríamos decir, que el neurótico “quiere pero no puede”. De ahí se debe su aflicción, su culpa, su dolor, su angustia. Es porque el neurótico no está reprimido el todo, sino que está reprimido hasta la mitad. La otra mitad de la pulsión, es totalmente libre, está activa, y se manifiesta con intensidad en lo que se denomina “sintomatología neurótica”. Es por ello que los neuróticos, si bien sufren de gran angustia, tienen una vida emocional y afectiva muy intensa. Son apasionados puros. La labor del psicólogo y de los psiquiatras, consiste, no en liberar a la parte oprimida de la pulsión, como pretendía el liberal psicoanálisis freudiano, sino en reprimir a la parte liberada de la pulsión, hasta reprimirla totalmente. Pongamos un ejemplo: Una persona que se aqueja de impotencia sexual, o que se siente castrada, no es en ningún modo un reprimido absoluto de la pulsión sexual, sino a medias. Si la persona se siente totalmente frustrada, castrada, impotente, y siente angustia, o resentimiento, o rebeldía por ello, entonces quiere decir que no está absolutamente castrado y reprimido. El verdadero castrado y reprimido, es un ser frío, racional, absolutamente dócil y doméstico, sin ninguna vida apasionada ni de aventuras, ni romántica, sin ningún tipo de fantasías, imaginación, o deseos o interés por tenerla. El verdadero castrado y reprimido se olvidó completamente que fue castrado y reprimido, y se olvidó completamente de la sexualidad, y del placer, y de las emociones, y de sus ambiciones, y de su vida aventurera, y es como un perrito doméstico dócil que

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vive encerrado en su casa, sin ladrar a nadie, complaciente, cariñoso, “maduro” y absolutamente racional, como pretenden los psiquiatras. Se convierte en un ser vacío, rutinario, mediocre, un narcisista discreto, benévolo, trabajador, vulgar, sin mayores riquezas o conflictos psicológicos. O sea, en un ser absolutamente decepcionante para cualquiera que lo vea de afuera, sin qué a él le importe eso, o ni siquiera lo note o le interese. Se convierte en un narcisista discreto, vulgar, mediocre, proletario y aburguesado, o sea, una copia idéntica de lo que son esos señores psicólogos y psiquiatras que lo trataron cuando el individuo sufría de “neurosis”. A adquirir este tipo de vida, los psicólogos y los psiquiatras le llaman “salir de la neurosis”. Así de simple. Consiste en convertir a una personalidad intensa y rica, en una personalidad apagada, empobrecida, y vulgar, sin que le afecte en modo alguno su condición, y la acepte como algo natural y normal en él. Y los psicólogos y psiquiatras, poniéndose a ellos mismos como ejemplos de vida, pretenden imponer e forma generalizada este tipo e vida dócil, apagada, rutinaria, y racional, a todo el conjunto de la sociedad, y para ello ejercen una verdadera labor de propaganda, contra el romanticismo y la adolescencia, y llenando estos temas con palabras y estereotipos feos que despiertan la reprobación del público. Ellos, por su parte, exhiben la discreción, la sensatez, la cordura, la comprensión, la benevolencia, la racionalidad, la cortesía, la ciencia, la certeza, y los mejores valores del mercado. Pero su objetivo final para con todos sus pacientes, en especial los neuróticos, es este: convertirlos en gatos domésticos a todos. Y si no logran este propósito, lo encierran en un manicomio y eliminan a ese “problema” de la sociedad. Y para difundir sus prejuicios culturales, los psicólogos y los psiquiatras tratan de ir poco a poco atacando a las figuras públicas que encarnan a los valores neuróticos, adolescentes y románticos. Tratan de irlas atacando con mucha discreción, para no exponer lo xenófobos y conservadores que ellos son. Por ejemplo, atacan a los adolescentes de ser alcohólicos, drogadictos, violentos, inestables, impredecibles, inmaduros, etc. Ellos, hasta ahora, no se han atrevido a hablar mal de los Rolling Stones en público, porque con la popularidad y la aceptación que tienen, si lo hicieran quedarían descubiertos y mal parados.

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Pero, sin embargo, tratan de reducir a grandes mentalidades neuróticas de talento genial, como, por ejemplo a Ludwig Van Beethoven, a una vulgar caricatura, juzgándolo desde sus posiciones de sabedores de la mentalidad humana, como si ellos, como hombres de ciencia, estuvieran por encima de él, y diciendo que: “Ludwig Van Beethoven era un depresivo”. De esta manera, reducen a una personalidad neurótica brillante y genial, a poco menos que una peyorativa y vulgar caricatura, que pretende sintetizarlo todo, y poco menos que considerar a Beethoven como a un simple loco más, digno de acudir a una de sus consultas. Por otra parte, en un periódico, leí hace unos años un artículo que un psiquiatra dedicaba a Mozart “El genio de Salzburgo”, que, según estaba encabezado el artículo, escrito por este “eminente” psiquiatra, decía: “MOZART FUE UN GENIO DEBIDO AL SUFRIMIENTO QUE LE GENERÓ SU PADRE”

A continuación, este psiquiatra argüía la tesis de que Wolfgang Amadeus Mozart resultó un músico tan genial y de tanto talento, debido al insoportable sufrimiento, y a la humillación que sintió él en sus primeros años de vida, cuando su padre lo llevó por distintas cortes de Europa, haciéndolo tocar instrumentos como si fuera un payaso de circo. De esta forma este psiquiatra, que sin duda no sabía ni tocar el pito, ni mucho menos la flauta, que, quizás, sea un proletario mediocre, aburguesado y frustrado en sus aspiraciones, y que se desquitaba de estas y de sus sentimientos de envidia, caricaturizó y ridiculizó de forma pretendidamente sintética a un genio como Mozart, desde su posición de indiscutible profesional que conoce a todos los caracteres humanos. En otra ocasión, un psiquiatra salió hablando por la televisión, que, a su parecer, el personaje shakesperiano de Hamlet era o un “depresivo”, o un “melancólico”. De esta manera, éste psiquiatra, que jamás escribió ni podrá escribir obras que estén ni por lejos, a la altura de Shakespeare, y que jamás tendrá la imaginación, la sensibilidad, y la capacidad de filosofar que sin duda tenía Hamlet, hacía una caricatura con nada menos que este personaje, como si Hamlet fuera un loquito más de su consultorio personal. De esta manera, los psicólogos y psiquiatras caricaturizan, y critican peyorativamente, y exhiben todo lo feo que hay o puede haber en cada uno de los modelos de ideales de hombres neuróticos, adolescentes y románticos. De forma pretendidamente sintética, hacen de una Biblia un simple folletín despectivo. Pero es muy natural que estos grandes músicos como Beethoven y Mozart hayan sufrido mucho, o más bien muchísimo, en algún momento de sus vidas.

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Es perfectamente normal y comprensible, que hombres de tanta sensibilidad, y de una vida afectiva y emocional tan intensa como la de estos dos grandes genios tan criticados, en algún momento de sus vidas hayan sufrido amargamente. Es perfectamente normal, que un ser muy sensible y emotivo, tenga momentos de intensa angustia y desesperación, así como de intensa dulzura y felicidad. Estos dos grandes músicos, lo fueron gracias a sus enormes sensibilidades, y sus capacidades para reaccionar con respuestas emocionales, ante los estímulos del ambiente que los rodeaban. Así, las músicas, tanto de Beethoven como de Mozart, están plagadas de pasajes tanto trágicos, como dulces, como cómicos, etc. Pero los psicólogos y los psiquiatras, que tanto odian a la actividad emocional de sus pacientes, y que tanto odian a los adolescentes y románticos, además de ser unos mediocres frustrados de clase media, y envidiosos por naturaleza, gustan en caricaturizar a estos grandes genios, rebajándolos poco menos que al nivel de uno de los tantos “locos” que acuden todos los días a sus consultorios. Pero nos podríamos hacer una pregunta: Si Beethoven y Mozart no son los modelos de hombre adecuados… ¿Cuál debería ser para estos psiquiatras mediocres que tanto mal hablan de ellos, el modelo de hombre adecuado para ellos? La respuesta es muy simple: ser un absoluto reprimido. Un gato doméstico dócil, hogareño, trabajador, sin expectativas, ni imaginación, ni creatividad, benévolo, familiar, complaciente, apagado, mediocre, vacío,… es decir, un hombre vulgar promedio, un hombre “normal”. ¡Este es el modelo de individuo que los psicólogos y psiquiatras desean para sus pacientes, incluidos los neuróticos! ¡Los psicólogos y psiquiatras son hombres vulgares, que se dedican a fabricar hombres y mujeres frívolas y vulgares! ¡Y si estos señores psicólogos y psiquiatras, no pueden convertir a una de sus víctimas en una persona vulgar, término medio, y absolutamente mediocre, “como todo el mundo”, directamente la encierran, la drogan, y la eliminan de la sociedad de por vida! ¡Esta gente no juega ni está para bromas! ¡Esta gente está para reprimir con toda seriedad y severidad a la gente! ¡Así de simple! ¡Por esto critican tanto a Mozart y a Beethoven! Si un hombre como Mozart o Beethoven, hubiesen concurrido a las consultas de uno de estos eminentes psicólogos o psiquiatras, jamás hubieran desarrollado el talento, la

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imaginación, y la creatividad que tuvieron, y jamás hubieran hecho la música que hicieron, ni llegar a tener el prestigio y el reconocimiento que llegaron a tener. Por otro lado, las personas acusadas de “neuróticas”, y que han acudido largos años a un tratamiento psicológico moderno, son, por lo general, personas crónicamente frustradas, rutinarias, trabajadoras, hogareñas, y que suelen vivir en soledad, son solteros o divorciados, y que establecen un vínculo de morbosa dependencia con su psicoterapeuta, el cual les extrae grandes sumas de dinero por mes, durante largos años, o incluso décadas. Los psicólogos y los psiquiatras son gentes mediocres, que se dedican a achicar a los cerebros de las personas, a través de sus seductores y prejuiciosos discursos. ¡Y el tratamiento a los neuróticos consiste en convertir a un romántico, en un ser vulgar y mediocre para toda su vida!

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PARTE V -acerca del tratamiento a las “fobias”-

Las fobias son reacciones preventivas de un individuo, en las que este desea evitar a toda costa el contacto o la cercanía con determinado objeto o situación que le ocasiona un grave malestar, angustia, o miedo intensos. Los psicólogos y psiquiatras dicen que las fobias no son mecanismos de “huída”, sino que es un mecanismo “paralizante”. Como todos sabemos, el ser humano, ante un objeto o citación desagradable, solo puede reaccionar, o huyendo, o enfrentándolo, o quedándose paralizado frente a él. Los psicólogos clasifican a las fobias por su efecto, pretendidamente paralizante, o sino, ellos le atribuyen a las fobias las características de no pertenecer a ninguna de estas tres reacciones básicas. Sin embargo, si bien el individuo establece una actitud paralizante frente al objeto fóbico, lo cierto es que ante la cercanía de su contacto, lo que el individuo hace es huir de él. Así, por ejemplo, una persona que le tiene fobia a los perros, lo que trata de hacer es “esquivar” a los perros que saben que se hallan cerca, con lo que esto demuestra que la fobia es una reacción típicamente de huida. Se podría llamársele de “huida preventiva”, lo que sería más correcto. Y además de correcto el término, la respuesta es también adecuada, a pesar de que los psicólogos la consideren patológica, por su carácter preventivo y anticipatorio. Pero veamos una cosa: si yo se que en determinado zoológico hay un tigre suelto… ¿Tendría que ser la única actitud psicológicamente correcta para los psicólogos el hecho de que el individuo, que sabe que hay un tigre suelto, penetre igual al zoológico, y vaya a la celda del tigre abierta, y esté frente a frente con el tigre, para recién después salir huyendo de él? ¿Es esta la reacción verdaderamente legítima que un individuo debería tomar, si no desea que se lo discrimine por “fóbico”? Yo creo que cualquier ciudadano sensato, si sabe que hay un tigre suelto en un zoológico, o en las calles de su barrio, lo menos que hace es aproximarse al tigre para luego huir de él, sino que, directamente, evita, de forma preventiva, concurrir a ese zoológico, o pasar por las calles donde sabe que está o puede estar el tigre. Esto es lo verdaderamente sensato, para todo individuo, sea del país o de la cultura a la que pertenezca.

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Esta actitud de “huída preventiva”, la poseen todos y cada uno de los habitantes de un barrio, en el cual está lleno de malhechores que asaltan a sus habitantes. ¿Cuántas veces, un vecino de un barrio de mala fama, al llegar a él, decide no caminar por determinado terreno baldío peligroso, o por determinada calle de mala fama, y tomar en su lugar una ruta más larga, pero más segura? Lo hacen todos y cada uno de los habitantes de esos barrios con mala fama, y esta actitud de “huída preventiva” la poseen todos y cada uno de los seres humanos. Los mismos psicólogos y psiquiatras que discriminan a losa “fóbicos” tienen estas actitudes, para evitar un encuentro o situación conflictiva o dolorosa. Así que, pues, la fobia es una actitud de huída preventiva frente a un objeto de temor o frustración, que es una actitud totalmente generalizada, que la poseemos absolutamente todos los individuos, inclusive los psicólogos y los psiquiatras. Claro, que el grado y la intensidad de estas reacciones, varía, no porque unos individuos sean más o menos cobardes que otros, sino por la zona de la ciudad en la que vivamos, y los peligros u obstáculos que existan en nuestro entorno. Un vecino de una zona residencial de alto nivel adquisitivo, con guardia policial las veinticuatro horas, no va a tener necesidad de tomar precauciones, ni de esquivar preventivamente a los asaltantes, ni va a temer ningún miedo ni inseguridad al respecto. Pero esta situación no se aplica a los residentes de barrios carenciados y marginales, expuestos las veinticuatro horas al asalto y al pillaje, o cosas peores aún. Así que, desde la parte “científica”, como le gusta a los psicólogos, está totalmente explicado que la fobia es una actitud de huida preventiva ante una situación frustrante u objeto de temor, como de hecho estamos todos expuestos, y poseemos estas reacciones. Pero por otro lado, los psicólogos hablan de que es una “situación de huída absurda”, ante un objeto que, para los psicólogos, “no tendría que despertar tal rechazo o temor”. Y aquí venimos al tema de que los psicólogos y los psiquiatras pretenden imponer sus valores pequeño burgueses, conservadores, y prejuiciados, como una Verdad Absoluta y Universal, que necesariamente sea válida para todos y cada uno de los habitantes de la sociedad, independientemente de su cultura, su clase social, su sexo, edad, rol, etc. Entonces, los psicólogos y los psiquiatras, pretenden hacer una verdadera lista de las cosas de las cuales es verdaderamente legítimo para cualquier ser humano de esta sociedad, poseer una reacción de huida preventiva, y por otro lado, hacer una verdadera lista negra, de aquellos objetos o situaciones en las que no está permitido, y no es legítimo tener una reacción de huída preventiva. Los psicólogos y los psiquiatras, pretenden elaborar una lista, de lo que es normal tener una actitud de huida preventiva, y de lo que sería anormal tener esa actitud de huida preventiva.

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Entonces, aquí tenemos, por ejemplo, que temerle a los asaltantes del barrio, y esquivar los terrenos baldíos dando grandes rodeos para llegar a nuestras casas, para evitar encontrarnos con un asaltante, para los psicólogos y los psiquiatras es legítimo, así como dar grandes rodeos para esquivar a un tigre que se escapó del circo, también es legítimo. Estas huidas preventivas, son, para los psicólogos y psiquiatras, normales. Pero, en cambio, si alguien, en vez de dar un rodeo para evitar encontrarse con un asaltante, o con un tigre escapado del circo, da un rodeo para esquivar a un perro o a un gato, entonces, para los psiquiatras, eso no es legítimo, o sea, es anormal. Entonces ellos, poniéndose en el lugar de la Verdad Absoluta y Universal, que debe ser válida para todos los sectores y personas de la sociedad, se ponen a dar una lista negra de todas las cosas a las que un individuo no puede reaccionar de esa manera, o sea, que es anormal, reaccionar de esa manera, y de las cosas a las que sí está bien reaccionar de esa manera, y que es normal hacerlo. Y para “hacerle saber al paciente”, que su actitud es “anormal”, porque esta es la base de todo tratamiento psicológico y psiquiátrico, ellos se basan en “el sentido común”, o sea, “en lo que dice la mayoría de la gente”. Si se hiciera una encuesta, y se le preguntara a todos los habitantes del país, de qué es preferible huir, de un perro o de un tigre, naturalmente que muchos dirían que de un tigre. Entonces, esto daría como resultado, que la minoría que contestó a dicha pregunta, diciendo que es preferible huir de un perro, son unos “fóbicos”. Pero serían fóbicos no por tener una respuesta anormal propiamente dicha, sino, simplemente, por una cuestión meramente estadística, solo porque son pocas las personas que prefieren huir más de un perro que de un tigre. El psicólogo le hace creer a su víctima, no que se trata de una posición relativa, ni de estadísticas, sino que le hace creer al que discrimina como “fóbico”, a que su paciente es el único que le huye a los perros, mientras que nadie le huye a los perros. Además, el psicólogo le hace creer al paciente, que él es el único que tiene una actitud de huida preventiva en el mundo, y que nadie en el planeta tiene actitudes de huida preventiva ante nada. El psicólogo le hace creer al paciente, acusado de “fóbico”, que él es un excéntrico, poco menos que un marciano, que es el único que tiene actitudes de huída preventiva hacia los perros, o hacia lo que fuera. De esta forma, aísla socialmente al paciente, lo hace considerarse un bicho raro, y le da a entender que el paciente es un verdadero loco por huir preventivamente de los perros, o de lo que fuera. El psicólogo, de esta forma, acrecienta más la angustia del paciente, que pasa a sentirse como un verdadero enfermo, como un discriminado social, y entonces, el psicólogo, como único mediador entre él y todo el resto de la sociedad, pasa literalmente a chantajearlo, a la fuerza, diciéndole que, si quiere dejar de estar aislado y discriminado,

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tendrá que dejar de tener esta actitud e huida preventiva, hacia los perros o hacia lo que fuera. Entonces, el paciente se ve doblemente presionado, entre sui temor y la angustia que le despiertan los perros, y el temor y la angustia que le despierta sentirse solo, aislado y discriminado socialmente. El psicólogo pasa a decirle que él es un individuo extravagante, que es el único que le pasa esto, que es un fóbico, que es un enfermo, lo aísla, y pasa a despertarle en las consultas sus preocupaciones y dejar que afloren las angustias de su víctima, para aislarla más aún, como si fuera un ejemplar único, o sea, un verdadero loco. La terapia contra la fobia, está basada en el poder coercitivo del psicólogo, como individuo que lo conoce todo, que sabe todo acerca de lo que es bueno y lo que es malo, lo normal y lo anormal, de que es un verdadero científico, y de que su actitud corresponde a una buena fe, y a unos buenos valores, y a su interés en ayudarlo. Para desempeñar tal figura ante el paciente, el psicólogo necesita de prestigio, reconocimiento de sus verdades, y la adhesión a él de todo el contexto familiar y social del paciente, así como un completo rechazo de dicho contexto a la enfermedad del paciente. El psicólogo necesita convencer a todos los familiares y amigos del paciente, de que el paciente es un verdadero enfermo, de que todo el mundo esté convencido de su enfermedad, y de que él, por lo contrario, es la parte sana, la normal, y que el tratamiento es bueno, y que es para su bien. Esto es absolutamente indispensable en cualquier tratamiento, sea psicológico o psiquiátrica, para fobias o para cualquier otro diagnóstico. Los psicólogos y los psiquiatras basan su tratamiento a base de la fe que la familia, el contexto, y el paciente pone en ellos. Así pueden manipular y sugestionar al paciente, y así pueden justificar todas las internaciones, drogas, electroshocks y abusos que ellos hacen. No podrían hacerlos, si el contexto familiar o social no creyera en su “ciencia” y en su “buena fe”. Del mismo modo, así como debe haber fe en el tratamiento y en el psicólogo dentro del contexto familiar y social del paciente, y en el paciente mismo, debe haber también una fe generalizada, de toda la sociedad en su conjunto, hacia la Psicología y la Psiquiatría. Los psicólogos y los psiquiatras son verdaderos curanderos que practican la charlatanería barata, y cuyo poder y prestigio no se basan en la seriedad de las ciencias que practican, sino en la fe que el gran público tiene con estas. De esta manera, el psicólogo, como una verdadera encarnación e los verdaderos valores morales de toda la sociedad en sui conjunto, le pasa a trasmitir al acusado de “fobia”, que su actitud es insensata, extravagante, anormal, impropia, absurda, que no es ni será nunca compartida ni aceptada por nadie, y lo aísla, lo hace sentirse un loco, y lo censura socialmente.

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El paciente, entonces, pasa a creer que el psicólogo piensa y encarna los mismos valores que tiene “todo el mundo”. Si el psicólogo dice que lo que el paciente tiene es una fobia, eso es lo que diría todo el mundo acerca del paciente. Y, para peor, existe una aceptación bastante generalizada de la figura de los psicólogos y de los psiquiatras, que, aunque sean charlatanes, y se equivoquen, generalmente nadie se opone a lo que ellos dicen. Por lo tanto, si el psicólogo dice que algo es anormal, eso es anormal para todo el mundo, y para toda la sociedad. Porque los psicólogos y psiquiatras pretenden encarnar la verdad y los valores e todo el conjunto de la sociedad. Y, para ello, tratan de convencer de su discurso a todos los familiares y el contexto social del paciente, para que todos estén de acuerdo con lo que el psicólogo o psiquiatra dice de la “enfermedad” del paciente, y de la bondad del tratamiento. Para reforzar su influencia sobre el paciente, y su poder coercitivo, el psicólogo, y los psiquiatras, recurren a la hipnosis. Lo hacen en todos los pacientes a los que tratan, pero de todos ellos, casi el noventa y nueve por ciento de los pacientes lo ignoran totalmente, ni lo sospechan, o incluso están convencidos de que sus psicólogos y sus psiquiatras jamás recurrieron a la hipnosis con ellos, o que están convencidos de que ellos no se dejarían hipnotizar jamás, ni por ellos, ni por nadie. O sea que, en el tratamiento hacia las mal llamadas “fobias”, que son reacciones de huida preventiva ante objetos que ocasionas temor o malestar, que son reacciones que las poseemos todos, lo importante es que el psicólogo aparente encarnar los valores del conjunto de la sociedad, y le haga ver al “fóbico”, que su reacción es “absurda”, y que el es un “loco” por tenerla. Para ello, se vale de las opiniones generalizadas de la familia del paciente y del contexto social de este, que ya fueron adoctrinados por el psicólogo, y que le repiten y le confirman al paciente, con reiterados comentarios, de que el psicólogo tiene toda la razón. Por eso, tratan de convencer primeramente al paciente, de que su reacción es absurda. Pero, si la reacción del paciente de huida preventiva, es hacia un objeto que el conjunto de la sociedad considera como un objeto de huida apropiado, entonces el psicólogo trata, o de revertirle al paciente esa opinión social, o de hacerla la denominada “traslación de la fobia”, de un objeto a otro. La “traslación de la fobia” significa que, a través de un proceso. El individuo, por ejemplo, deja de huir preventivamente frente a los tigres sueltos, como lo hacía en un primer momento, para pasar a huir preventivamente frente a los perros sueltos, cosa de la que no huía cuando lo hacía con los tigres. En esto consiste la llamada “traslación de la fobia”.

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La “traslación de la fobia” puede darse por muchas razones, pero puede ser muy fácilmente inducida por el método de la hipnosis y el sistema de reflejos condicionados, tan usados hoy en día por los psicólogos y psiquiatras. Si un paciente, por ejemplo, huye preventivamente de los asaltantes de su barrio, y esta reacción es compartida por todos los residentes de su zona, y es una actitud bien vista, compartida, y bien valorada por todos, le es muy difícil a un psicólogo censurar moralmente a un paciente, y aislarlo como a un loco, y discriminarlo por tener dicha actitud, tan aceptada socialmente. Entonces, lo que el psicólogo hace, es, mediante la hipnosis, o los reflejos condicionados, le ocasiona una “traslación de la fobia”, desde una reacción de huida preventiva aceptada socialmente, hacia otra reacción de huida preventiva no aceptada socialmente, o censurada, o considerada vulgarmente como “absurda”, como, por ejemplo, a huir de los perros. Durante el proceso hipnótico, el psicólogo le recrea una situación donde el paciente es asaltado por un ladrón, que, por ejemplo, lo amenaza con un perro asesino. Luego, al final, en la hipnosis, el psicólogo le dice al paciente: -¡Los asaltantes son los perros! ¡A ellos son los que tú le tienes miedo! Y a partir de ahí, el paciente “traslada la fobia”, de los asaltantes hacia los perros. Entonces, al psicólogo le resultaría así más fácil censurar socialmente a un individuo que le huye preventivamente a los perros, que a los ladrones. Si uno le huye a los ladrones, todo el mundo nos dirá que hacemos bien, y que tenemos razón en hacerlo. Pero si uno le huye a todos los perros, no nos será tan fácil justificar nuestra actitud. Si una persona se ve acorralada de noche por un asaltante, nadie la censurará si sale corriendo despavorida en medio de la calle, gritando y llamando a la policía. Pero si en la casa de la familia del paciente, por orden del psicólogo, un día cae una tía con un lindo perrito pekinés que coloca al lado del paciente, cabiéndose como la que no sabe nada, por orden del psicólogo, y el paciente sale corriendo despavorido, y arma un alborcito, por aquella “intrascendencia”, al final, todos y cada uno de los presentes, hasta el mismísimo paciente, va a decir: -¡Estoy loco! ¡Totalmente loco! Y todo el mundo le dirá a él que él es un loco, y que el psicólogo, que previamente le hizo esa “traslación de la fobia”, de los asaltantes hacia los perritos y los gatitos, tiene toda la razón el mundo en tratarlo, y que hace bien en tratarlo. Y la censura social y la credibilidad en el psicólogo, la Psicología, uy en el tratamiento, así como en la enfermedad y defectos del paciente, resultaría entonces incuestionable, cuando el paciente huya alocadamente ante la presencia de un pequeño perrito o gatito.

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Pero la verdadera historia del asunto, no la sabe ni sabrá nadie. No hay ningún ser humano en el mundo que huya preventivamente a cualquier objeto, sea cual fuese, sin ninguna razón. Todo ser humano que huye preventivamente a un objeto cualquiera, tiene una excelente y muy fundamentada razón para hacerlo. Pero el tratamiento psicológico pasa por confundir las razones que el paciente tiene para huir preventivamente de algo, y hacerles pasar a su inconciente esas razonas, y privándole la capacidad de tener conciencia de dichas razones. Luego, el psicólogo pasa a hacerle una “traslación de la fobia” desde un objeto al cual su huida preventiva es un fenómeno socialmente aceptado, a otro objeto, al cual su huida preventiva es un fenómeno socialmente tenido como absurdo, o de “loco”. De esta forma se aísla totalmente al paciente, se lo discrimina totalmente, y se le ofrece, como única salida a su situación de discriminado cultural, la condición e que, primero, tenga que soportar el penoso contacto cercano con el objeto de su fobia. Generalmente, cuando un individuo ve a una persona tratada por una fobia, lo primero que suele ver es un miedo, o terror, o recelo, o actitud preventiva, hacia objetos que a uno le parecen absolutamente absurdos o hasta estúpidos o banales. Uno, generalmente, dice: -¡Qué loco de mierda que es esta persona! ¡Es un fóbico, sin duda! ¡Tienen razón los psicólogos! ¡Es un verdadero loco! Pero lo que se suele ignorar, es que esa persona posee realmente un miedo real hacia un objeto de temor verdadero y real, como las guerras, los atentados, las crisis económicas, las enfermedades, los asaltantes del barrio, y que los psicólogos lo que hicieron fue introducirle esas razones válidas hacia su inconciente, y trasladaron la energía de su fobia hacia las cucarachas, o cabía los pececillos de colores de una pileta. ¡Pero la gente común juzga solo por lo que le parece a simple vista, y por lo que le dicten los profesionales con título, nada más! ¡Y la gente común prejuzga, y considera de “loco” a cualquiera, solo por su aspecto o por su apariencia! El tratamiento a los discriminados por tener conductas de huida preventiva frente a peligros reales, actualmente, se realiza de la siguiente manera: Primeramente, se inserta al individuo en un medio ambiente placentero y agradable, como, por ejemplo, una habitación confortable, de la que no pueda salir nuca, pero que se sienta enormemente feliz. Luego, se le va introduciendo en ese contexto agradable, del que el individuo no puede huir, el objeto de su fobia, por ejemplo, un tigre, dentro de su cuarto. Sucede que en este individuo, existen ciertos grados de tolerancia y de intolerancia frente a la proximidad del tigre.

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Primero, se le introduce en su habitación a un tigre que se halle lejos de él, y enjaulado. Luego, se le saca el cerrojo a la puerta, y se le hace aproximar al paciente el tigre, dentro de ese contexto agradable, del cual, sin embargo, el paciente no puede escapar. Si el tigre está, por ejemplo, a menos de tres metros del paciente, para este la cercanía del tigre se le hace insuperable, y le acomete un ataque de pánico. Pero si el tigre está a más de cuatro metros de él, la distancia del tigre le resulta indiferente. Entonces, lo que hacen los psicólogos es acercar al tigre a la distancia que está en el umbral entre lo soportable, y lo insoportable, es decir, en este caso, entre después de los tres metros, y antes de los cuatro metros de distancia. Al permanecer el tigre en este umbral, el paciente sufre horrorosamente, y se haya en una situación en que media lo soportable con la desesperación. Después de exponer al tigre a esta distancia umbral, durante mucho tiempo, y tras haber sufrido mucho, el paciente sucumbe, y se termina resignando a aceptar al tigre a esta distancia de entre los tres y los cuatro metros. Pero al aceptar al tigre a esta distancia, lo que hace el paciente es modificar las distancias, y ahora, el límite de lo insoportable no es antes de los tres metros, sino antes de los dos metros, y más de los tres metros le resulta indiferente, o soportable. Entonces, una vez establecido así un nuevo umbral, que va entre más de dos metros, hasta menos de tres metros, los psicólogos vuelven a aproximar al feroz tigre a la distancia entre los dos y tres meros, y el dolor y la desesperación vuelve a repetirse, hasta que, al final, el paciente vuelve a sucumbir, y a formar un nuevo umbral, y se vuelve a repetir la escena, cada vez de umbral a umbral más cercano. Así, los psicólogos tratan al acusado de tener huidas preventivas ante peligros reales como si fuera un verdadero ratón de laboratorio, al cual estudian sus respuestas y los estímulos que las originan, y lo manipulan a su antojo. Si el estereotipo o caricatura absurda del “fóbico ideal” tuviera diez características, en un grado de un 100 %, y un desgraciado llegara a poseer tres o cuatro de estas características en un grado de un 80%, los psiquiatras lo discriminan, si llega a caer bajo su poder, bajo la acusación de “fóbico”. El objetivo final es que el paciente acepte tener en su cuello a la cabeza del tigre, y aceptar sus lamidos. El tema es que si el paciente se rehúsa de toda forma y manera, a aceptar tener la cabeza del tigre al lado de su cuello, o si, por ejemplo, el paciente tiene miedo al encierro, y no acepta de ninguna manera, ser encerrado en una caja, entonces se recurre al psiquiatra y a las drogas.

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Si un individuo tiene mucho miedo al encierro, y se resiste a ser encerrado en un ataúd, y si se le hace esto, tendrá un ataque e pánico tal que le latiría el corazón tan rápido que le podría sobrevenir un infarto, lo que se hace en estos casos, es drogar bien al paciente, antes de encerrarlo en un ataúd. Al paciente se le dan drogas, que limitan su capacidad de reacción de pánico, y luego se lo encierra a la fuerza dentro de un minúsculo ataúd, se le pone la tapa, se lo clava, y se lo entierra en una fosa. El paciente queda absolutamente horrorizado por esto. Pero, dentro del ataúd, como está totalmente drogado, no puede responder, por más que quisiera, con un verdadero ataque de pánico, por más que lo sienta realmente, y por ello, no le sobrevendrá un ataque al corazón. Al final, drogado, y tras varias horas de estar enterrado en un ataúd bajo tierra, el paciente se resigna, y así, los magníficos psicólogos se llevan los laureles por haberlo “curado”, utilizando un tratamiento hacia él como si el paciente fuera un verdadero ratón de laboratorio. La curación pasa a través de un tratamiento, en el que el paciente se convierte en un auténtico resignado, que es incapaz de oponer la más mínima resistencia a todos los hechos o circunstancias trágicas y dolorosas de la vida, a las que vive y soporta con total indiferencia y resignación. Pero hay otro efecto mucho más grave que este en dichas terapias, y se trata del hecho de que, detrás de una actitud de huida preventiva, o “fobia”, como la llaman los psicólogos, se esconde un deseo oculto. Detrás de un miedo, una situación de angustia, o de un temor, se esconde un deseo. Al eliminar el temor, y la angustia en el paciente, eliminan también ese deseo que es inherente a estos. Así, por ejemplo, un individuo que le tiene miedo a los perros ladradores, puede ser que cuanto más miedo le tiene a los perros ladradores, más se enamora de su vecinita. Y cuanto más se enamora de su vecinita, más miedo les tiene a los perros ladradores. Para él, tanto su vecinita, como los perros ladradores, son elementos muy importantes en su vida. Pero, después del tratamiento a su “fobia”, y después de ser obligado a dormir con un perro en su cama, y de soportar todo el tiempo sus ladridos al lado suyo, el paciente deja de tenerle miedo a los perros, a los cuales le pasa a resultar solo unos bichos sin importancia alguna, pero también deja de enamorarse, y de sentir un amor perdido por su vecinita, que también pasa a convertirse en un “animal” sin importancia ninguna. Para ese paciente “curado”, tanto los perritos, como su vecinita, le pasan a ser enteramente indiferentes, y deja de concederles alguna importancia en su vida, y, por lo

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tanto, el paciente deja así, de una sola vez, de sentir miedo, angustia, pero también de sentir amor o enamoramiento por alguien. Así pues, el tratamiento a las reacciones de huida preventiva, lo que hacen es destruir la emotividad y la afectividad en un ser apasionado. La terapia consiste en convertir a un hombre rico emocionalmente, en un vulgar e indiferente hombre de barrio. Esto es absolutamente descriptivo de la posición que los psicólogos y psiquiatras tienen acerca de la vida emocional y afectiva de la gente. Habla claramente de su desprecio hacia la vida emocional y afectiva de las personas, su rechazo a todos los románticos, los neuróticos y los adolescentes, “al que hay que educarlos”, y a su deseo de convertir a sus víctimas en hombres mediocres, vulgares, vacíos, y sin mayores aspiraciones en la vida. Hablan bien de su deseo de convertir a sus víctimas en “narcisistas discretos”, en hombres vulgares, mediocres, proletarios, en gatos domésticos, dóciles, benévolos, racionales e insensibles. Ser “normal” para los psicólogos y psiquiatras, es ser un hombre absolutamente vulgar, un individuo de tipo promedio, sin mayores virtudes ni mayores defectos del ciudadano promedio. Es, básicamente, convertirse en un “narcisista discreto”, y una persona absolutamente común y vulgar. Y los psicólogos y psiquiatras, son el estereotipo exacto del ciudadano promedio, absolutamente vulgar, rutinario, desapasionado, prejuiciado, mediocre, pequeño burgués, intelectual, etc. ¡Y ellos pregonan la vulgaridad y la mediocridad que ellos mismos tienen, como un ejemplo a seguir, válido para “todo el mundo”, independientemente de su clase social, su sexo, su edad, o grupo cultural al que pertenezcan las personas! ¡Y considerando a la mediocridad, a la vulgaridad, y a ser el término promedio, como la característica esencial de lo que define a un ciudadano “normal”, y considerándose a ellos mismos como seres vulgares, mediocres y términos medios, entonces, se auto diagnostican a sí mismos de “normales”! En convertirse un individuo vulgar, mediocre y término medio consiste “curarse” y ser “normal”, para los psicólogos y los psiquiatras. ¡Al eliminar la fobia, eliminan al mismo tiempo toda la emotividad y la vida afectiva del paciente! Tal es, pues, el tratamiento a las personas que son discriminadas por huir preventivamente de ciertos objetos y situaciones. En realidad, se las discrimina por llevar una vida emocional y pasional intensa.

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PARTE VI -acerca del “narcisismo”-

I

Sigmund Freud mencionó al fenómeno del “narcisismo”, y le adjudicó esta denominación basándose en el “Mito de Narciso” de la antigua Grecia. Según este mito, Narciso era un hombre que, al ver su imagen reflejada en un lago, se quedó prendidamente enamorado de esta, y se pasaba largas horas contemplando el reflejo de su rostro en la superficie del lago. Según este mito, Narciso, perdido de amor hacía su propia imagen, trató de besar su propio rostro, y, al hacerlo, cayó en el lago y se ahogó. En la cultura popular, una persona “narcisista” es un “vanidoso”, o alguien presumido, interesado en su propia belleza, en sus propios méritos, en su propio dinero, o su propia imagen social, a la que considera elevada o superior ante la de los demás. Sin embargo, en realidad, un “narcisista”, no tiene porqué considerarse necesariamente bello, rico, o superior ante los demás, sino que, precisamente, puede considerarse lo contrario a ello. Un individuo narcisista puede considerarse, al ver su imagen en el espejo, feo, gordo, o verse pobre, fracasado, viejo, arrugado, o con calvicies, o sea, inferior a su ideal de persona que desea para sí mismo. Pero una persona narcisista no necesariamente se tiene que comparar con otras personas ajenas a él para valorar su propia autoestima. Un narcisista puede ignorar o desinteresarse absolutamente de si otras personas son o no más feas, o más bellas, o más pobres, o más ricas, o con mayor o menor mérito que él, y puede esta persona ser ella misma su propia referencia, al compararse consigo misma. El ego narcisista de esta persona no estaría centrado en sí esta persona es más rica o más pobre que su vecino o vecina, sino en si, por ejemplo, en el correr de este año su situación personal mejoró o empeoró con respecto a sí misma. Pero para empezar, el considerarse bello, o feo, o rico, o pobre, o joven, o viejo, o amarse u odiarse a sí mismo, solo son exteriorizaciones del narcisismo, pero no agotan en sí la verdadera actitud narcisista. El narcisismo no consiste en esto, esencialmente. El narcisismo consiste en el hecho de que la persona se convierta a sí misma en el centro del mundo, y solo pueda visualizar todo lo que sucede en el mundo con respecto a sí misma.

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Pero sería un error creer que solo una persona que pretende llamar la atención, ser reconocida, y que todos hablen de ella, o sea, que solo las personas “que quieren ser el centro del mundo para los demás”, sean las únicas personas narcisistas. No solo las personas que desean ser valoradas y reconocidas, es decir, que desean existir para alguien más, externos a ellos, son las únicas personas narcisistas. Las personas olvidadas por toda la sociedad, los indigentes, los marginados, es decir, las personas aisladas de todo el mundo, los que no salen en los medios de comunicación, los que no significan nada ni para sus familias, que ni siquiera poseen, y las personas a las que todo el mundo ignora en la calle al pasar, también son narcisistas. Estas personas, se han resignado a dejar de ser el centro del mundo para los demás, es decir, para sus prójimos, para el otro, porque saben que para su prójimo no valen nada, y que nunca serán reconocidos ni amados por nadie. Pero, en cambio, estas personas solitarias, si bien se han resignado a dejar de ser el centro del mundo para los demás, y se han acostumbrado a ser ignoradas o despreciadas, lo cierto es que han decidido ser el centro del mundo para sí mismas. A estas personas no les importan los honores externos y sociales, los reconocimientos, ni se comparan con la gente más rica o más pobre que ellos. Esta gente se convirtió en el centro del mundo para ellos mismos, y el interés de estas personas, al igual que el interés de los “narcisistas sociales”, está dirigido hacia sí mismos. En último caso, estos “narcisistas solitarios” se preocupan de poder comer alguna buena sobra de la basura hoy mismo, para saciar hoy en día su apetito, o de buscarse un buen refugio para no pasar frío durante esta noche. O sea, que, la verdadera definición de narcisismo, es “aquella persona, cuyo principal interés en su vida está dirigido hacia sí misma”. No importa la forma en la cuál está dirigido este interés hacia sí mismo. No importa si a la persona le interesa o no la belleza, el dinero, el poder, la familia, el trabajo, los hijos, los amigos, o si es un “narcisista social” o un “narcisista solitario”. No importa si la persona sufre mucho, o es muy feliz, o es exitosa, o si es un fracasado, o si es sensible o insensible. Lo único que hace al narcisismo es la orientación de su principal interés hacia sí misma. Esto es lo que define a una persona narcisista. Y como el interés de esa persona es hacía sí misma, todo lo que realiza esa persona, conciente o inconcientemente, tiene una finalidad individualista, incluso hasta en las obras de amor, de caridad, de amistad o de la más aceptada benevolencia. El hecho de que una persona desee obtener grandes logros y prestigio, y que otra persona, en cambio, se dedique a una vida “humilde y hogareña”, no significa, ni con

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mucho, que la primera persona sea narcisista y la otra no, o que la primera persona sea más narcisista que la segunda, según se suele juzgar vulgarmente. La diferencia entre ambas personas, no define que una sea narcisista y la otra no, o que una persona sea más y la otra menos narcisista. Es un error muy común que la gente común suele cometer, al prejuzgar arbitrariamente a las personas. Las diferencias entre estos distintos estilos de vida, no los define la presencia o ausencia, o grado mayor o menor de narcisismo, sino a la elección de los intereses de vida de sus respectivos narcisismos. Pero a pesar de que, tanto un deportista famoso, como una “humilde y decente ama de casa”, sean tanto el uno como el otro, exactamente iguales de narcisistas, en grado y en calidad, lo cierto es que a nivel social, y popular, se suele tildar al hombre de éxito como un ser “narcisista” y “vanidoso”, y al segundo sujeto como una “persona humilde y no vanidosa”. Pero esto es un error total. El narcisismo consiste en el hecho en el que el sujeto se considera a sí mismo el centro del mundo, ya sea para los de su entorno, o ya sea ante sí mismo, o ya sea una mezcla de ambas cosas, como es lo más usual. El narcisismo, consiste en ver al universo, a la vida, a la sociedad, a la familia, y a todo lo que le rodea, “de acuerdo con su propia óptica subjetiva”. Consiste en entender, en captar, en comprender al mundo y a la sociedad, en codificar a todos los estímulos del entorno, a los afectos, las relaciones, y todo lo que nos rodea, en la óptica particular de nuestro “yo”. Así, el hecho de ser cada uno de nosotros, un “yo”, o sea, que seamos nosotros mismos, y que veamos al mundo y a nosotros mismos de acuerdo con nuestra óptica particular, y del hecho de que cada uno de nosotros tengamos la percepción de poseer una subjetividad propia, y de tener plena conciencia de este hecho, y de amar esta realidad que somos, nos convierte a todos en verdaderos y auténticos narcisistas.

II

Los budistas atribuyen a la mera existencia del ser humano, el verdadero pecado del hombre. El ser humano peca por tan solo existir, es decir, por estar vivo. Es debido a este pecado, originado por el solo hecho de existir, o de vivir, que el alma se contamina, y el castigo a este pecado es que, al morir, el alma se vuelve a reencarnar en otro ser humano, para seguir pagando su pecado de existir. La manera de purgar ese pecado, es renunciar a todos y cada uno de los deseos terrenales, y llevar una vida de pobreza y de servicio, con la esperanza de que, si el alma se purifica, el individuo, al morir, dejará de existir, y por lo tanto, dejará de reencarnar en otro ser, o sea, dejará de existir.

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En la Biblia, Dios tomó un puñado de barro, y le dio vida con Su aliento divino. Creó así a Adán y a Eva. Los situó en el Edén, y les permitió comer de todos los frutos, menos del árbol sagrado. Pero la serpiente tentó a Eva para que probara del fruto sagrado. Cuando ella le dijo a la serpiente que si ella lo hacía, Dios le dijo que moriría, la serpiente le replicó: “!No, nada de pena de muerte! Lo que pasa es que Dios sabe que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como Dios, conocedores del bien y del mal.” Es muy interesante este pasaje, en el que se expresa como un efecto del pecado el “ser como Dios”. En este pasaje, existe una clara referencia al narcisismo del ser humano, y a su origen. El pecado del ser humano, o, al menos, su efecto, es ser como Dios. En esto consiste precisamente el narcisismo. Consiste en considerarse a sí mismo como un Dios. Consiste en amarse a sí mismo y a todos los intereses personales por encima de todas las cosas, y en identificar a la percepción de nuestras limitadas subjetividades, como una experiencia universal y divina. Consiste, básicamente, en rendirle culto y amor a la vida propia, a las experiencias personales, y a centrar en nosotros mismos al mundo que nos rodea. Las formas, o los “moldes”, a los que se ajusta nuestra condición subjetiva de “deidades”, varía enormemente de un individuo a otro, pero no cabe duda de que todos los miembros de la especie humana somos partícipes de este Pecado Original. Todos somos narcisistas, y, además, iguales de narcisistas, lo queramos o no aceptar. Lo que ocurre es que este narcisismo adopta diferentes moldes, y la cultura de la gente común, de forma irreflexiva y prejuzgada, tiende a etiquetar y a condenar unos moldes, y a elogiar como virtuosos a otros moldes, cuyo contenido es, esencialmente, el mismo. De esta manera, no se juzga a los seres humanos por lo que son realmente, sino por lo que aparentan ser ante el prejuicio de la opinión pública. De esta forma, se define el estereotipo del “narcisista”, al que se identifica solo y únicamente, con el estereotipo del “narcisista escandaloso a nivel social”. Se pasa a odiar y a discriminar a estos denominados “narcisistas escandalosos”, y se pasa a elogiar como “humildes y decentes hombres de bien”, a individuos que practican un “narcisismo discreto”. No se trata de que este es un “narcisismo discreto” porque sea menos intenso que el “narcisismo escandaloso”, sino porque desde el punto de vista social es un narcisismo que no se suele captar, o que no se capta en su verdadera magnitud, o que es visto como un “narcisismo virtuoso”.

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Pero desde el punto de vista del narcisismo en sí, no hay diferencia alguna, ni en grado ni en calidad, entre el “narcisismo escandaloso” de los hombres de éxito, y el “narcisismo discreto”, de las personas “humildes, decentes y de familia”. Desde que Adán y Eva instauraron el Pecado Original en la raza humana, todos los hombres y mujeres del planeta nos convertimos en seres que, nos demos cuenta o no de ello, somos unas verdaderas deidades para nosotros mismos. Perseguimos nuestras propias metas e intereses personales, involucren o no involucren a intereses de otras personas, y percibimos al universo entero de acuerdo con nuestro punto de vista personal, y solo ese. Pero, curiosamente, el hombre no solo peca constantemente, sino que, además de no darse cuenta, o de no querer darse cuenta de sus pecados, al parecer sí tiende a darse cuenta de los pecados de su prójimo, al que tiende a criticar. Así, al parecer, nadie se da cuenta, o es conciente, de la gravedad de su propio narcisismo, pero sí tiende a criticar y a darse cuenta del narcisismo de los demás. Debido a esta actitud tan “humana”, desde el punto de vista cultural, se ha formado un verdadero prejuicio hacia determinadas exteriorizaciones de dicho narcisismo humano, al tiempo que se ha pasado a defender y a disfrazar radicalmente, como virtuosas, otras exteriorizaciones de este fenómeno narcisista. De esta manera, la cultura popular pasa a condenar al “narcisismo escandaloso” de ciertas gentes, y pasa poco menos que a santificar al “narcisismo discreto” de otras, como si su contenido fuera auténticamente virtuoso, cosa que no lo es en absoluto. La Psicología y la Psiquiatría, en su carácter de verdaderas policías culturales, alimentadas y alimentadoras de prejuicios, se dedican todo el tiempo a fabricar estereotipos o caricaturas de los llamados “narcisismos escandalosos”. Se aprovechan de la mala reputación que dichas figuras tienen a nivel popular, y dirigen hacia estos sus prejuicios culturales y su discriminación. Pero, a la vez que hacen esto, omiten deliberadamente, y son absolutamente permisivos, con otros tipos de narcisismos, que son tan intensos como estos, como los llamados “narcisismos discretos”. Pasemos pues, a efectuar una correcta identificación de los llamados “narcisismos escandalosos”, y de los llamados “narcisismos discretos”.

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III

Generalmente, el “narcisista escandaloso” suele ser un hombre o una mujer, que posee grandes aspiraciones a nivel social, o sea, un ambicioso, tenga o no tenga éxito o importancia social alguna. Este tipo de personas pueden ser personas que tengan una gran avidez de escalar socialmente, o de aumentar sus rentas personales, o de aumentar su imagen ante los demás, o de pretender que todo el barrio hable de ellos, o de hacerse de fama o de prestigio, o de pretender demostrar su poder ante los demás, es decir, a los que “presumen de fuertes”. Este suele ser el estereotipo del “narcisista escandaloso”. Si el “narcisista escandaloso” consigue lo que quiere, es feliz y tiene éxito. Sino, se convierte en un acomplejado y frustrado. Sin embargo, si nos fijamos bien, notaremos que detrás de esta actitud, de tanta magnificencia, existe una sensación inversamente proporcional de absoluta insignificancia. El “narcisista escandaloso”, es un narcisista que, en el fondo, lo que pretende hacer es llenar un vacío, o sea, en reparar una herida irreparable. Es una persona dolorida, herida, que pretende remediar su dolor, su ego afectivo herido, a través de lograr éxitos económicos, o afectivos, o sociales, o de poder, etc. O sea, el “narcisista escandaloso” es un narcisista, que como todos los individuos narcisistas, están interesados en sí mismos, cuyo interés en sí mismos es reparar esa herida que poseen. Una persona que no posea esa herida afectiva, no estaría interesada en hacer tal reparación de esta a través de esos medios, pero esto no significa que no esté, en el fondo, solo interesado por sí mismo. Sería un grave error el adjudicar el término de “narcisistas” a tan solo a las personas cuyo interés en sí mismos sea reparar una herida afectiva o económica, y no considerar como narcisismos a todos los diversos tipos de personas en el cual ellos estén solo interesados en sí mismos. Narcisista es, pues, considerase el centro del mundo, para los demás, o para uno mismo, y sentirse importante dentro de su propio mundo particular, como un verdadero Dios. Pero, entonces, nos preguntaríamos: ¿Qué sería no ser narcisista?

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IV

Para empezar, no ser narcisista implica ver al Universo tal como es, objetivamente, en toda su amplitud, sin prejuicio ni subjetividad alguna, y en verse a sí mismo, a sus aptitudes, y a su rol, tal cual es este mismo en relación con esa visión absoluta de lo que es el Verdadero Universo. Pero si un ser humano ve y concibe al Universo en toda su verdadera amplitud y extensión, con sus innumerables estrellas, y sistemas galácticos, y lo magnífico y gigantesco que es el Universo Real, entonces ahí caería en la cuenta de que él, un pequeñito animal de carne y huesos, y con una vida brevísima, se daría cuenta que él no es más que un insignificante granito de arena en un inmenso desierto. El planeta Tierra y la Humanidad en su conjunto serían un solo grano de polvo efímero y pasajero dentro de un Universo Gigantesco y Magnífico. Tener verdadera conciencia de lo que significa el Universo Real Total en toda su dimensión, y tener, al mismo tiempo, verdadera conciencia de lo pequeños e insignificantes que somos nosotros, como vulgares criaturas pasajeras en ese Universo Real, nos llevaría a sentirnos absolutamente insignificantes. No solo nos sentiríamos absolutamente insignificantes en cuanto a lo que somos realmente, comparados con este gigantesco Universo Real, sino que, además, todos nuestros roles, nuestra Ciencia, y todo lo que podríamos llegar a ser, no serían nada. Nuestras funciones no serían en nada relevantes, ni mucho menos imprescindibles, para la existencia de este gigantesco Universo Real. Nos daríamos cuenta, que ni nosotros, ni cada ser humano, ni la humanidad, somos dioses. Nos daríamos cuenta que, frente a este gigantesco Universo Real, carecemos de importancia alguna, que no seríamos los centros de este, ni importantes, ni ejerceríamos alguna función digna de mérito o de importancia, y ya no podríamos sentirnos dioses ni como individuos, ni como seres humanos. Entonces, todas las funciones que podamos desempeñar desde entonces, solo estarían dedicadas a servir a un gran Universo Real, para quienes nuestras funciones no le son importantes ni necesarias. Ni siquiera se enteraría de ellas, y lo serviríamos como verdaderas criaturas pequeñitas e insignificantes, de forma anónima, y realizaríamos una función ignorada y prescindible para ese gran Universo Real. Ser no narcisista es ser igual a un martillo doméstico. Es igual a ser un mero instrumento útil e insignificante, que se somete a la voluntad del ama de casa o del carpintero, y que solo rinde la utilidad que se le da, y por quién se le da.

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Si un niño, o un vulgar carpintero, quieren usar el martillo para clavar un clavo por mero capricho, simplemente ese vulgar niño o carpintero toma el martillo y lo usa. El martillo obedece. Se deja tomar. No se rehúsa y ejecuta su acción sin resistirse ni poner la más mínima condición. Si ese vulgar niño o carpintero quiere sumergir al martillo en un agua enlodada, simplemente lo hace, y el martillo accede como un siervo completamente fiel. Si, finalmente, después de que el martillo rindió con toda su utilidad a sus amos, y cuando estos consideran que ya no lo desean más con ellos, o porque ya cumplió con su tarea, o por cualquier otra razón, y desean echarlo al fuego como leña, simplemente lo hacen. El martillo, como un instrumento absolutamente pasivo a las voluntades de sus dueños, simplemente hace lo que se le manda, sin opinar ni poner condiciones, como un simple martillo insignificante. Y después de que se lo usa, se lo tira. ¿Quién de nosotros se va a poner a felicitar la fidelidad y utilidad de un simple martillo de mesa, o de una tijera, o de una goma de borrar, o de una taza de café? ¿Quién se va a poner a decir que la función que cumplió un martillo al colocar un clavo, es una función trascendental, magnífica, y que ese martillo en particular era el único que podía llevarla a cabo, y que si ese martillo faltaba en ese momento, el gran Universo Real no iba a poder continuar su existencia o cambiaría radicalmente? Simplemente, al martillo, o al guante, o a la tijera, o a la espuma de afeitar, se la usa para ejecutar tareas banales, para lo cual éstos no son imprescindibles, y después de que se usan dichos instrumentos, directamente se los deshecha. ¡Nadie va a premiar a la fidelidad y desempeño de un guante de lana o de una tijera! Sin embargo, no ser narcisista, es ver el gran Universo Real en toda su verdadera magnitud, completamente, y en verse a cada uno de nosotros como verdaderamente somos en relación a el, y a la propia Humanidad como es en relación a ese Universo Real. Consiste en aceptar servir a ese Universo Real como vulgares instrumentos insignificantes, prescindibles, y realizar una función que no es para nada relevante ni imprescindible para este gran Universo Real. El fiel, útil e insignificante martillo de cocina, que ejecuta la banal, prescindible, o gratuita labor, con toda lealtad, y que se deja destruir tras su uso, no se humilla por esto, no se queja, no se siente menospreciado, no se resiste, no pretende ejercer su voluntad propia, no opina, ni desea ningún tipo de reconocimiento, o de mérito, o de recompensa alguna para sí, por ejercer con toda fidelidad su labor, sea esta útil o inútil. ¡En esto consiste en no ser narcisista!

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Es tener conciencia de la magnitud y grandeza del Universo Real, de lo diminutos e insignificantes que somos todos y cada uno de nosotros. Es centrar todo el interés nuestro en servir a ese gran Universo Real (no a nosotros mismos), ejecutando funciones absolutamente prescindibles e innecesarias para ese gran Universo Real, a modo de un simple martillo de cocina. ¡Ser no narcisista es llegar a poseer la sabiduría de contemplar todo el gran Universo Real y tener como único interés en servirlo a Él, sin ningún tipo de retribución alguna, y saberse insignificante, tanto uno mismo, como la Humanidad, y como de sus funciones, como un simple grano de arena en un inmenso desierto! ¡En esto consiste no ser narcisista! ¿Existe acaso en el mundo alguien que sea así plenamente? ¿Usted conoce personalmente a alguien que reúna estas características, y que usted pueda definirlo exactamente de esta forma? Toda persona que no contemple al verdadero gran Universo Real en toda su magnitud, y que considere que posee cierta relevancia en su propio universo, y que su función es útil e importante en su universo, y que desee cierta retribución, en respuesta a sus servicios, y que en algún momento se sienta usada, manipulada, humillada, se queje, se frustre, o se resienta, significa que estamos tratando con una persona narcisista.

V

Es obvio que todos los seres humanos, desde el momento en que el Pecado Original entró a la humanidad, somos todos narcisistas, sean rotulados o no socialmente de narcisistas, o repudiados o discriminados o no de narcisistas. La serpiente le dijo a Eva que si ellos comían del fruto sagrado “se les abrirán los ojos y serán como Dios”. Pero, en realidad, la serpiente mintió al decir esto. En primer lugar, los hombres no seríamos dioses, sino que nos sentiríamos como si fuéramos dioses. En segundo lugar, no se nos abrieron los ojos al comer la manzana, sino que, precisamente, se nos cerraron. Dada la enorme insignificancia del ser humano respecto al verdadero gran Universo Real, el hecho de contemplar con toda objetividad la grandeza de ese gigantesco gran Universo Real, nos haría ser concientes de nuestra objetiva y real pequeñez e insignificancia en Él.

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Por lo tanto, una vez contemplada la grandeza de este gran Universo Real, el ser humano caería en la conciencia de su pequeñez e irrelevancia en este, y ya no podría entonces sentirse como si fuera un dios. Entonces, el ser humano, pecador y narcisista por naturaleza, decidió sentirse como Dios, precisamente cerrando sus ojos al gran Universo Real, y recortando a este inmenso gran Universo Real. Decidió substituirlo en cambio por un universo subjetivo y recortado, mucho más pequeño, donde, en relación a este, el ser humano narcisista y pecador pudiera sentirse un verdadero Dios. El ser humano narcisista, decidió cerrar los ojos a la inmensa grandeza del Universo Real, y miniaturizó el mundo, y lo redujo ante sus ojos al tamaño de una diminuta parcela. Una vez achicada su visión del mundo, se dedicó a sentirse importante, como un verdadero Dios en ella, como acaso se sentiría importante y un verdadero dios un señor feudal dentro de un territorio pequeño y de escasa importancia. Así, pues, el ser humano cerró sus ojos al verdadero gran Universo Real y lo sustituyó por un universo reducido y subjetivo, a un tamaño, donde, debido a su extrema pequeñez, él se pudiera sentirse importante, como un verdadero dios en el. Así pues, el ser humano pasó a matar al gran Universo Real, opacando su visión de el, que engloba al Todo, y, en primer lugar, redujo las variables astronómicas. En vez de contemplar al firmamento, con su infinita cantidad de estrellas y fenómenos, pasó a reducir astronómicamente el gran Universo Real al planeta Tierra. Después, pasó a reducir a todos los fenómenos que existen sobre la tierra, a la vida animal. Y luego, pasó, a través de reducir al gran Universo Real al planeta Tierra, y a la vida animal, a considerarse a sí mismo como la especie animal más importante de éstas, y a valorar sus propias aptitudes, en especial su racionalidad e inteligencia. El hombre se consideró la especie privilegiada por Dios, para que se enseñorease de la Tierra y de sus criaturas. Incluso, llegó a considerar que el propio planeta Tierra era el centro del mismísimo gran Universo Real astronómico. Luego, el ser humano, una vez haber asegurado su importancia ante sí mismo, y sentirse como un verdadero Dios en el planeta Tierra, a modo de un señor feudal de un insignificante pueblo, se consagró a la Ciencia. Considerándose como la única criatura en el planeta Tierra capaz de ser racional y de poseer inteligencia, le otorgó al uso de dicha racionalidad, o sea, a la función de la Ciencia, una importancia desmesurada, y se jactó y se jacta de sus éxitos continuamente.

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El ser humano, habiendo limitado su visión del gran Universo Real, hasta reducirlo a una pequeña parcela en la cual él puede sentirse como un verdadero Dios, hoy trata de conocer más aún sobre las estrellas y las galaxias, y se interesa por efectuar viajes interplanetarios. Pero esto no demuestra, como los científicos pretenden, que el ser humano desee contemplar al verdadero gran Universo Real en toda su magnitud y grandeza. Esto es toda una gran mentira. Lo que al ser humano le sucede, es que ya se siente un verdadero gran dios, dentro de un feudo que ya le está resultando muy pequeño, y lo que pretende en realidad, no es conocer en su verdadera magnitud al gran Universo Real, sino ampliar su pequeño feudo, o sea, su visión recortada de su universo subjetivo, para extender sus señoríos sobre un territorio un poquilito más vasto. El deseo conciente o inconciente del narcisismo humano, es ir extendiendo su señorío sobre porciones cada vez menos reducidas de su propio universo subjetivo, hasta lograr llegar a una relación de señorío, en un universo subjetivo que tenga exactamente el mismo tamaño que el gran Universo Real. ¡En esto consiste el narcisismo del ser humano, en todo su interés por la verdad, la Ciencia, la Física, las Matemáticas, la Astronomía, y todas las demás ciencias! ¡La humanidad juega a ser como Dios! Desea conocerlo todo, saberlo todo, hacerlo todo, manipularlo todo, y de paso, satisfacer todos y cada uno de sus deseos, vivir felices, con salud, con bienestar económico, con comodidades, etc. Hoy en día, estamos asistiendo, a través de la Ciencia, a la misma situación que vivió el hombre en los tiempos de la Torre de Babel. En esos tiempos, el mundo hablaba una sola lengua, y los hombres manejaban la ciencia, y estos se dijeron a sí mismos: “Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra” Entonces, Dios confundió a las lenguas de aquellos hombres, para que no se entendieran entre sí, y los dispersó por toda la tierra. Hoy en día, los seres humanos narcisistas nos estamos uniendo los unos a los otros, nos estamos poniendo de acuerdo mediante tratados internacionales, existen traducciones de unos idiomas a otros, el idioma inglés se está generalizando, y ya se intentó difundir el idioma esperanto como la lengua universal de toda la humanidad. Desde el punto de vista científico, los seres humanos de hoy en día nos hemos reunidos todos juntos, y lo que estamos haciendo, no es otra cosa que tratar de construir, a través de la Ciencia, una verdadera torre de Babel que alcance al Cielo.

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¡Habría que reflexionar un poco acerca de esos elogios, supuestamente fundados en sublimes valores, cuando se habla del “amor a la ciencia, al progreso, a la humanidad, y a la verdad”! ¡Estamos en la misma situación que los hombres de la torre de Babel! ¡Detrás de esos supuestos amores pretendidamente sublimes y apasionados hacia la Ciencia, el bienestar y el progreso humano, se esconden los más pérfidos narcisismos, individuales y colectivos! El objetivo del ser humano por conocer e investigar al universo, no es el de ver realmente al verdadero gran Universo Real, tan grandioso como lo es en realidad. Ver la majestuosidad del verdadero gran Universo Real nos haría ser plenamente concientes de nuestras insignificancias, de nuestras condiciones de granos de arena en un inmenso desierto.

VI

Poseer la verdadera sabiduría de contemplar al verdadero gran Universo Real, nos privaría a nosotros mismos de poder sentirnos dioses, al concebir nuestra más entera y completa insignificancia. Dejaríamos de interesarnos por nuestro culto a nosotros mismos y a la humanidad, y pasaríamos a servir al infinito gran Universo Real de la misma manera no narcisista que un simple martillo, o que un zapato, o que un tenedor, sirven a sus diferentes amos. Pero el interés del ser humano narcisista no consiste precisamente en servir al infinito gran Universo Real, como lo hacen un martillo o un simple clavo, sino al revés: consiste precisamente en manipular, en dominar al universo, para poderlo usar, de la misma manera que se utiliza un martillo o un simple clavo. El deseo y el “progreso” de la Ciencia, no consiste en servir de forma desinteresada y exenta de narcisismo al infinito gran Universo Real y a la sabiduría, sino, precisamente, en reducir al universo a la posición de un simple objeto manipulable y controlable por los seres humanos narcisistas. El objeto de la Ciencia, y el interés de todos los seres humanos, no consiste en servir al universo, sino en ser servidos y en manipular al universo para someterlo a nuestras voluntades. Es por eso, que la serpiente mintió al ser humano, porque el ser humano no se convirtió en Dios, sino que se sintió, o se siente, o se cree Dios, y no se le abrieron los ojos, sino que se le cerraron, de tal manera que terminó recortando al verdadero Universo Real Ilimitado, y lo substituyó por un universo subjetivo reducido. Sería un debate filosófico y teológico muy interesante, el poder saber si el ser humano recorta al universo en el que está inserto, debido a problemas fisiológicos, tales como la

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limitación de nuestros sentidos, como el de la vista, los oídos, el tacto, etc, o por incapacidades fisiológicas propias del cerebro humano, que se traducen en limitaciones gnoseológicas. Habría que preguntarse si son estas limitaciones fisiológicas las causas del generalizado recorte de la realidad que efectuamos los seres humanos, o si dicho recorte se debe, esencialmente, a nuestras condiciones de pecadores. Se podría suponer que un ser humano desprovisto de todo pecado original, como acaso lo estuvieron Adán y Eva antes de comer del fruto sagrado, podría conocerlo todo, saberlo todo, vivirlo todo, verlo y oírlo todo. O sea, ser omnisapientes, como Dios. Sin embargo, dicha omnisciencia de un ser desprovisto de pecado, iría acompañada de una conciencia de ser un vulgar granito de arena en un inmenso desierto, y de servir a Dios como lo hacen un vulgar clavo o martillo, absolutamente prescindibles. Y el ser humano narcisista y pecador, pretende adquirir, por un lado, esa omnisciencia, de saberlo y dominarlo todo, pero, por otro lado, acompañar a dicha omnisciencia de señorío, substituyendo a Dios. ¡En esto consiste el Pecado Original! ¡Narcisistas somos todos! ¡Nos guste o no! ¡Lo reconozcamos o no, o pasemos como “narcisistas escandalosos” o “narcisistas discretos”! ¡Toda la Humanidad es narcisista y pecadora, tanto colectiva como individualmente!

VII

Cuando Dios hizo caer el Diluvio sobre la Tierra, pereció toda la humanidad de esa época, excepto Noé y su familia, que se salvaron en el arca. Dios castigó a toda la humanidad por sus pecados. ¿Es que los seres humanos de la época del Arca de Noé eran más pecadores que nosotros, y que nosotros somos menos pecadores que ellos? ¿Es que ellos merecían más su exterminio que nosotros, y nosotros menos que ellos? ¿Es que no habían, entre toda la humanidad de esa época, “hombres y mujeres decentes, humildes, o de familias, o como se dice vulgarmente, gentes de bien”? Entre esos ahogados, habían muchos proletarios, gentes consideradas “decentes y de familia”, y gente considerada “honrada y modesta”, que nunca tuvo problemas con nadie, ni nunca delinquió, y que se ganaba honradamente el pan que comía, y que amaban y eran amadas por todos.

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Y sin embargo, Dios condenó bajo las aguas a millones de esas “personas humildes, de bien y de familia”, o sea, a “narcisistas discretos”, hasta el punto de que perecieron todos ahogados. Incluso Noé y su familia eran pecadores, a pesar de su fe. ¡Esto demuestra la universalidad del pecado, extendida a toda la humanidad, sin excepción alguna! Luego Dios se arrepintió de haber exterminado a la humanidad de esta forma, y juró no volver a repetir el diluvio Universal. Si no existe hoy en día otro Gran Diluvio, no se debe a que los seres humanos de hoy en día seamos mejores que los de antes, y no lo merezcamos. Al contrario, lo merecemos tanto como los hombres de la época del Arca de Noé. Pero si no existe otro Gran Diluvio hoy en día, no se debe a que estemos exentos de pecado, o a que seamos menos pecadores que los hombres de esa época, sino que se debe a la gracia y a la misericordia de Dios con respecto a nuestra actitud pecadora. ¡Cómo y con qué autoridad, y qué ser humano, siendo tan pecador y tan narcisista como el resto, se va a poner en el plano de creerse un superior moral, y va a sentirse que tiene derecho a decir: “este es narcisista y este no, y este es más narcisista que aquel”! ¡Quién se va a atrever a tener tal miopía acerca de sí mismo, y va a ser tan sádico y prejuicioso de adjudicar a su prójimo el defecto que mayor padece el propio acusador! ¡Solo los funcionarios de la nueva Inquisición Post Moderna, en nombre de la Ciencia, de la Moral, de las Buenas Costumbres, y de la Salud Mental, se atreven a erigirse en superiores morales, y en condenar y en discriminar a sus infelices semejantes! Estos señores pasan a ponerse un parche en un ojo, y una lupa en el otro, para discriminar a sus prójimos, y no hacen más que ver la pajita en el ojo ajeno, y no ven la viga situada en su propio ojo. De esta forma, aprovechando toda una oleada de prejuicios populares previos, sumados a los que añaden ellos, los psicólogos y los psiquiatras pasan a discriminar al “narcisista escandaloso”, que, según hemos visto con anterioridad, es una persona cuyo interés personal está centrado en una herida afectiva con respecto a sí mismos. Pasemos bien, pues, a desarrollar las condiciones de los llamados “narcisistas escandalosos”, y de la de los “narcisistas discretos”. Primeramente, empecemos por hacer una descripción de la conducta narcisista:

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VIII

Supongamos, en primera instancia, que el ser humano es un insignificante granito de arena, en medio de un infinito desierto de arena, y que sus funciones y su importancia, o rol en este verdadero gran Universo Real, es absolutamente irrelevante e innecesaria. Ponerse a servir con verdadera fidelidad a ese infinito Universo Real, es una tarea similar a la fidelidad con la que un insignificante martillo presta utilidad para un ser humano cualquiera. Supongamos, pues, que cada uno de nosotros es tan solo ese vulgar y simple martillo. ¿Cómo podríamos sentirnos como dioses, prestando nuestra utilidad y sometimiento a un infinito Universo Real tan vasto, siendo tan solo insignificantes martillos, y ejerciendo tan solo insignificantes tareas domésticas? La respuesta es la siguiente: en primera instancia, lo que hace el ser humano es negar, matar al gran Universo Real, y substituirlo por un universo reducido y subjetivo menor, al que se le adjudica la misma grandeza e importancia que al verdadero e infinito gran Universo Real. Así, pues, este martillo que somos, pasamos a reducir a la grandeza del verdadero Universo Real, a la pequeñez del pequeño y miserable taller mecánico en el que desempeñamos nuestra labor como simples martillos. Nos olvidamos totalmente de las estrellas, de las galaxias, del planeta Tierra, de la ciudad, e incluso del barrio en el cual vivimos, y pasamos a sentir que el pequeño y miserable taller mecánico en el que prestamos nuestro servicio, es igual de importante que el gran Universo Real Ilimitado. Tras haber reducido nuestra visión del verdadero Universo Real, a un universo reducido y subjetivo al que consideramos tan magnifico como el verdadero Universo Real, ayudados, sin duda, por la atrofia fisiológica de nuestros sentidos y de nuestra razón, pero básicamente por nuestro narcisismo, pasamos a considerar al mecánico del taller como a la persona más importante de este mundo reducido y subjetivo, al que consideramos tan importante como al verdadero Universo Real. Luego de haber substituido al Universo Real Ilimitado, por el universo recortado y subjetivo del taller mecánico, y de pasar a substituir a Dios por el mecánico de ese taller, luego pasamos a considerar a nuestra función de simples martillos, como si fuera una función de alta relevancia, tanto para ese taller, como para el mecánico, al cual servimos. Para darle importancia a nuestra función de martillos, pasamos a reducir, o sea, a obviar, o a subestimar, las funciones de los diversos instrumentos de los que también se vale el mecánico.

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Pasamos a valorar más nuestra función de martillo para el mecánico, que la función que cumplen el taladro, el destornillador, el tornillo, la llave francesa, etc, para nuestro amado y enaltecido mecánico. De esta manera, reduciendo progresivamente nuestro universo, y achicando cada vez más nuestra imagen del mundo, logramos tener una visión subjetiva y empequeñecida de un mundo, que, al ser tan diminuto, nos podremos considerar importantes dentro de el. Así, al empequeñecer el universo al tamaño de un taller mecánico, y a Dios al tamaño de un simple mecánico, logramos convertirnos en verdaderos dioses en miniatura, y sentirnos como Dios. De esta forma, terminamos sobrevalorando en demasía al taller mecánico y al mecánico, y pasamos a depender de ellos, sin los cuales no podríamos sentirnos como dioses. Por su lado, el mecánico que nos utiliza, también, dentro de sí, como pecador narcisista que es, ha empequeñecido también su visión del mundo a la del simple taller, y no solo ha sobrevalorado a su taller, sino que también a sobrevalorado a su martillo, es decir, a nosotros, y nos considera, como nosotros lo consideramos a él, imprescindibles para sentirse como Dios, sin serlo. Si un simple martillo, ve que el mecánico siente un mayor aprecio o preferencia por la función que cumple, por ejemplo, un destornillador, entonces, ese martillo ve herido su armonía narcisista, y su amor propio, y pasa a sentir celos hacia el destornillador. Estamos frente a los fenómenos de los celos y de la envidia. Y por lo tanto, nosotros, vulgares martillos, como el vulgar mecánico, nos consideramos dioses, y deseamos ser servidos, y no servir desinteresadamente al prójimo. Entonces, reclamamos, tanto el martillo al mecánico, y tanto el mecánico al martillo, los respectivos derechos a ser retribuidos por nuestros servicios prestados, nuestros derechos a ser amados, a ser reconocidos, a no ser manipulados, a no ser humillados, a no ser agredidos, y a poner condiciones para aceptar la voluntad de uno sobre el otro. El martillo solo acepta la voluntad del mecánico solo si, a cambio, el mecánico acepta la voluntad del martillo. Y como tanto el mecánico como el martillo se necesitan mutuamente para satisfacer sus intereses personales, centrados en sí mismos, ambos llegan siempre a un acuerdo, o sino hay conflicto. Ningún obrero trabaja gratuitamente sin ser retribuido con algún salario o recompensa. Y aún siendo retribuido, cada vez exige trabajar menos y cobrar más, y los movimientos obreros se sienten, aún así, explotados por los grandes capitalistas, es decir, usados y manipulados, y pretenden imponer sus voluntades a través de las huelgas laborales.

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El enamorado que ama a una mujer, siempre espera con toda la pasión del mundo, a que su amada le corresponda en su amor y en sus sentimientos. El que invierte una gran suma de dinero, siempre espera concluir un gran negocio. Los padres siempre esperan cierto trato, o ciertas respuestas en sus hijos. El que realiza una gran obra, espera algún tipo de reconocimiento. Incluso el cristiano que ejecuta grandes obras de caridad, totalmente anónimas, y que no espera reconocimiento, ni siquiera el menor conocimiento de estas, por parte de terceras personas, de alguna manera siente que Dios es testigo de sus obras, y que las valora y las reconoce, o, a lo sumo, este cristiano espera salvar su alma a través de estas obras. Sea como sea, todos los seres humanos recortamos al verdadero e infinito gran Universo Real, y lo reducimos a un recortado universo subjetivo, acorde a nuestras insignificancias. Nos sentimos valiosos e importantes dentro de este reducido universo subjetivo, y sentimos que son importantes quienes nos rodean, y sentimos que nuestras funciones en este reducido universo subjetivo son importantes, y de alguna forma, nos sentimos valorados y recompensados, externa o internamente, por la función que ejercemos en el. Si esto no sucede, si no obtenemos a cambio de nuestros servicios, la respuesta esperada, nos sentimos humillados, o usados, o manipulados, o agredidos, y respondemos con frustraciones, o quejas, o resentimientos. Es la actitud narcisista de reducir el mundo, de sentirnos importantes en el, y de pretender imponer nuestra voluntad en este pequeño mundo subjetivo fabricados a nuestras medidas, y de considerar que nuestra función es valiosa e importante en este mundo minúsculo. Esperar recibir, conciente o inconcientemente, una recompensa que valga la pena a cambio de nuestros servicios, es una práctica generalizada en todos y cada uno de los seres humanos. Y el equilibrio de nuestras armonías narcisistas, reside en lograr una perfecta adecuación, entre el tamaño del universo recortado y subjetivo que poseemos, con la importancia de nuestro rol en el. Cuanto más pequeño y reducido es el universo subjetivo en el que nos condenamos a vivir, más asegurado está nuestro narcisismo, y más importantes somos dentro de ese universo minúsculo. Y menos necesidad tenemos de acrecentar la importancia de nuestros roles, menos necesidad de presumir, de conquistar logros, o de ganar dinero, de ser bello, de tener talentos o virtudes. Cuanto más estrecho sea nuestro universo subjetivo, cuanto más minúsculo, más seguridad subjetiva tenemos nosotros, y menos necesidad de esfuerzo existe en tener

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funciones más importantes, y menos “vanidosos” somos, o aparentamos ser, vulgarmente hablando. Pero cuanto más grande es el universo en el que nos hallamos insertos, menos importantes nos sentimos dentro de el, y más conciencia de ser unos meros granitos de arena en un inmenso desierto tenemos. Por esto, es más importante para nosotros tratar de aumentar la importancia de nuestro rol en la sociedad, y de ahí, mayor es la necesidad de aumentar nuestro poder adquisitivo, nuestra imagen, nuestro poder, o sea, mayor es la “vanidad” de una persona, como se dice vulgarmente. Por esto, no hay que confundir al “narcisismo” con la “vanidad”.

IX

Narcisistas somos todos, en igual grado e intensidad. Pero el “narcisista seguro”, es el individuo que goza de una completa armonía narcisista, resultante de su importancia como persona, dentro de un universo subjetivo acorde a su tamaño. Este tipo de personas, los “narcisistas seguros”, son las que no tienen necesidades de mejorar su imagen, ni su prestigio, ni de su poder económico, etc. Son personas que, a simple vista, son absolutamente benévolos y complacientes, y que todo el mundo diría, a simple vista, que son personas absolutamente “humildes, honestas, de buen carácter, sin presunción, ni narcisismo, ni vanidad alguna”. Son las llamadas “gentes sencillas y decentes”, que viven en un pequeño universo, tan solo reducido a sus familias y amigos, que aman y son amadas por todos, y que son tenidos como “humildes y decentes”. En este tipo de “narcisistas seguros”, los intereses personales respecto a sí mismos están absolutamente asegurados, y obtienen todas las recompensas que ellos desean por las funciones que ellos cumplen, sean recompensas externas o internas. Estas personas han logrado achicar al universo a un tamaño adecuado, y han logrado generarse una perspectiva e interpretaciones propias de su propia importancia en ese pequeño mundo. Se han otorgado a sí mismas, no solo su importancia en ese mundo subjetivo a su medida, sino también sus propias recompensas, y se han convertido en verdaderos “narcisistas discretos”, cuyos egoísmos pasan desapercibidos para todo el mundo, que, incluso, llega a considerar que son personas “humildes y decentes”. Estos “narcisistas seguros”, o “narcisistas discretos”, componen la mayor parte de la población de la sociedad en la que vivimos actualmente.

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Son personas que son el término medio de la sociedad, personas vulgares y mediocres, de escasa sensibilidad, y de visión muy reducida, simple y familiar, de todo el universo social, de ambiciones escasas y mediocres, que solo aman y tienen alguna relación solo con los que los aman o los necesitan, y que ignoran totalmente, o matan psicológicamente, al resto de la sociedad, con su indiferencia. A estas gentes no les importa nada que esté fuera de sus propios y muy limitados intereses, de sí mismos, de sus familias, de sus amistades, de su trabajo, y de sus problemas. Son gentes absolutamente vulgares, encerrados en sus vidas familiares y en sus amistades, y en sus trabajos, que tienen una visión muy empobrecida del universo social, que no les importa ninguna de las personas que estén fuera de ese pequeño universo, o estrecho círculo social, y son personas básicamente apagadas y empobrecidas espiritualmente. Son el típico ejemplo de las personas comunes que pasan de largo y mirando hacia el otro costado, cuando hay un indigente muerto de frío y lleno de hambre a su costado, en medio de la calle. Es el típico ejemplo de gente, que si ven que a si a un desconocido lo están asaltando en la calle unos matones, no se atreve a ir a exponerse a enfrentarlos, simplemente porque no le interesa ese desconocido, ni tampoco le interesa tener problemas con los asaltantes del barrio, ni quiere tener problemas con la policía. Este “narcisista discreto”, o “narcisista seguro”, es el clásico y cómodo Juan Pueblo, que trata de aparentar ser un “pobrecito proletario explotado”, o un “humilde hombre o mujer de familia”, o un “ciudadano honrado que nunca tuvo problemas legales”. Este “narcisista discreto”, es el clásico hombre vulgar y promedio que vivió toda su vida sumergido en una verdadera armonía narcisista. Es como un animal que nunca se enfermó, o al que nunca tuvo un problema de salud, y que nunca sintió a su armonía narcisista, o sea, a su amor a sí mismo, y a sus intereses individuales, perturbados seriamente. Son personas que, aunque de familias de clase media o baja, nunca les faltó nada, aunque tuvieran poco, objetivamente hablando, y que nunca carecieron de un profundo abandono de sus padres, ni de sus amigos, o de sus conocidos, y que siempre fueron correspondidos en sus amores, de forma más o menos perfecta, y que lograron con mayor o menor exactitud todas las metas que se impusieron en sus vidas. Su amor propio, y sus egos narcisistas, nunca fueron seriamente afectados, y ellos se podrían decir que son como pequeños enanitos, que lograron reducir al universo al tamaño de una pequeña ropa que les queda acorde al tamaño de sus cuerpitos de enanos, y que se sienten absolutamente cómodos como están vestidos. A este tipo de narcisistas discretos, en su reducido y “humilde” mundo, nunca le faltaron las recompensas internas o externas que necesitó, y que poseen una valorada

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importancia social para sus compañeros del bar de la esquina, o del trabajo, o en su familia Sin embargo, aún así, siempre existen, en todo individuo, ciertas heridas narcisistas, aunque no sean de gran importancia. A veces, se sienten incómodos con el tipo de trabajo que tienen, o por el salario que reciben, o por la cantidad de horas de trabajo, o por el deterioro de sus viviendas, o por su imperfectas relaciones con su cónyuges, o con sus hijos, o por algunas aspiraciones que han tenido que no se concretaron, o por problemas de salud, etc. Y, al mismo tiempo, son prejuiciosos, tiene actitudes radicalmente conservadoras, envidiosas, y, cuando pueden, poseen actitudes que pueden llegar a ser muy deshonestas, siempre y cuando les sirva para sus intereses personales. Y, muy frecuentemente, estos “narcisistas discretos”, como el caso de una “humilde limpiadora doméstica”, si ve a una billetera con dinero olvidada en un sillón por sus dueños, no duda en robarla, o en cometer alguno que otro acto deshonesto de vez en cuando, si estos les convienen a sus intereses individuales. Pero a este tipo de “narcisistas discretos”, o sea, al término medio ciudadano, el hombre vulgar y mediocre, de baja altura social, la cultura popular no lo discrimina y no lo condena, y ni siquiera lo etiqueta como “narcisista”. Este tipo de “narcisistas discretos”, pasa, todo lo contrario, a ser considerado como una persona “decente, humilde, y de familia”. Los psicólogos y los psiquiatras, como seres vulgares, mediocres y términos medios que son, que son personas rutinarias, apagadas y con una visión muy reducida y estrecha del mundo, a pesar de exhibir sus títulos universitarios de los que se sienten orgullosos, pertenecen absolutamente todos ellos a este tipo de “narcisistas discretos”.

X

Estos psicólogos y psiquiatras, como todos los individuos mediocres, vulgares y términos medios, de pocas luces y aspiraciones, pasan a ser considerados como “personas de bien, decentes y de familia”, y, automáticamente, se descarta instantáneamente toda condición “narcisistas” en ellos, como si no lo fueran. Y el oficio de estos “narcisistas discretos” de los psicólogos y los psiquiatras, consiste precisamente, como parte de su juego, en aparentar ser unos verdaderos sacerdotes, asumiendo una actitud de humildad, de perfil bajo, de honestidad y de benevolencia hacia sus víctimas, que acuden a sus consultorios, como si estos fueran verdaderos confesionarios religiosos. La sociedad no los condena, ni siquiera los rotula como “narcisistas”, como en cambio, sí discrimina, radical y agresivamente, a los “narcisistas escandalosos”.

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Un “narcisista discreto”, en realidad, de no narcisista no posee absolutamente nada, sino que se trata de una persona total y completamente narcisista, a pesar de su buen carácter, su docilidad, su benevolencia, su discreción, su amabilidad, e incluso su modestia o falta de ambiciones. Un “narcisista discreto”, generalmente, es considerado como una “buena persona, gente decente y de buenos valores, y de familia”. Un “narcisista discreto” no es un individuo que exteriorice escandalosamente ego ni vanidad alguna, y no tiene mayores ambiciones ni expectativas, simplemente porque no necesita hacerlo, ya que posee una completa armonía narcisista totalmente asegurada. Un “narcisista discreto” es similar a un individuo cuyo tamaño de su cuerpo, coincide con el talle de las ropas que usa. El cuerpo y las ropas cómodas y ajustadas de ese “narcisistas discreto” pude ser mayor o menor al de otras personas o miembros de otras clases sociales. Un “narcisista discreto” puede ser un indigente, o un multimillonario, o un padre o madre de una familia de clase media. Pero lo cierto, es que la relación entre el pequeño “cuerpo” de ese “narcisista discreto”, está en una relación cómoda y ajustada al tamaño en que ese narcisista recortó al inmenso e infinito gran Universo Real, hasta el punto que se siente asegurada su armonía narcisista con respecto al tamaño de su universo recortado y subjetivo. Esta persona no necesita agrandar su cuerpo, para que este rellene los huecos de su ropa, ya que él se encargo de empequeñecer esta ropa, que es el universo subjetivo recortado, a su propia medida, como si fuese un auténtico sastre. Es por eso que el “narcisista discreto” tiene su amor propio, sus propias recompensas, internas o externas, y su propia armonía narcisista asegurada, y su importancia que él posee en su sociedad, se ajusta al reducido y recortado tamaño de la sociedad subjetiva en la que él vive. Como premio agregado, a su armonía narcisista y a su amor propio asegurado, se le agrega, además, el reconocimiento de parte de su contexto social, a su “decencia, humildad, amabilidad y benevolencia personal”. Y entonces, el “narcisista discreto” ya tiene completamente asegurado su papel y su importancia dentro de su propio mundo personal y subjetivo. Sin embargo, no sucede lo mismo con el llamado “narcisista escandaloso”.

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XI

El “narcisista escandaloso” es un individuo que tiene una imagen muy amplia de su universo subjetivo, al que no tuvo la capacidad de reducir y recortar lo suficiente. Entonces, el “narcisista escandaloso”, siente que tiene un cuerpo muy pequeño (que es él y su poca importancia en el mundo) en medio de una vestimenta que le queda demasiado grande para él. Es algo así como un individuo petiso, vestido con ropas de gigante. Él no tiene capacidad de recortar aún más su propio universo social subjetivo, como lo hizo el narcisista discreto, y se siente insignificante dentro de él. Entonces, el “narcisista escandaloso”, sintiéndose desesperado por verse pequeño en un mundo demasiado grande, busca llenar los huecos que hay entre él y su mundo social, que no pudo reducir a su medida. Trata de agrandar su propio cuerpo, para que, al agrandar su propio cuerpo, este le quede a la misma medida que el que requieren las medidas de su universo social subjetivo, que él no pudo reducir previamente del todo. El “narcisista escandaloso”, entonces, se convierte en un hombre ambicioso, que busca dinero, fama o poder, para conseguir, a través de este “agrandamiento” personal, llegar a poseer las medidas que requieren su propio mundo subjetivo. Para ello, el “narcisista escandaloso”, pretende llenar los huecos que hay entre su pequeñez y la grandeza de su mundo subjetivo, a través de rellenos reales o simbólicos. Un “relleno” real de esos huecos, es lograr éxitos sociales objetivos, como mayor poder adquisitivo, o mayor prestigio real, o mayor poder concreto y efectivo. El “relleno” simbólico, si no puede lograr el relleno real, es, en vez de lograr rellenar ese espacio de forma real y objetiva, al menos, conformarse con aparentar haberlo llenado, ante sí mismo o ante los demás. Así, por ejemplo, nos encontramos con los clásicos “agrandados”, que, siendo unos ignorantes, fingen saberlo todo, o siendo pobres, visten con ropas caras para aparentar un estatus social que no poseen, o siendo ignorados por todos, fingen tener muchos amigos y ser verdaderos mujeriegos, etc. Estos “narcisistas escandalosos”, son los que son discriminados por la cultura popular, los que son odiados, los que son etiquetados como “vanidosos”, “egocéntricos” y a los únicos a los que se les atribuye la etiqueta de “narcisistas”. Pero estas personas no son ni menos ni más narcisistas, ni menos ni más interesadas solo en sí mismos que los llamados “narcisistas discretos”, o “personas decentes, de familia, y de bien”.

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Son absolutamente iguales de narcisistas, de interesados en sí mismos, de egocéntricos, tanto los narcisistas “escandalosos”, como los narcisistas “discretos”. La diferencia está en que los “narcisistas discretos” están en perfecta armonía narcisista, y su amor propio nunca les fue herido. Los “narcisistas escandalosos”, en cambio, sienten perdido su amor propio, su narcisismo está en entera desarmonía, ellos sufren, y están literalmente desesperados, y hacen esfuerzos por remediar de alguna manera esa situación, o atenuar en algún grado ese dolor. Esta actitud desesperada, los lleva a comportamientos que socialmente son reprobables y repudiados, y que son absolutamente censurados por el prejuicio generalizado, y por eso son discriminados, y etiquetados como si estas personas fueran los “únicos narcisistas del mundo”. En estas personas, el interés que todo ser humano tiene solo hacia sí mismo y nada más que hacia sí mismo, queda en total evidencia social a través de sus comportamientos, y el “narcisista escandaloso” no puede evitar no disimularlos, como, en cambio, sabe muy bien disfrazarlo y disimularlo el “narcisista discreto”. Es por ello que los “narcisistas escandalosos” se hicieron de la injusta mala fama de ser los “únicos” narcisistas. Son presas del prejuicio cultural generalizado, al que la moderna psicología y la psiquiatría se adhirió, como instituciones represivas y prejuiciosas que son, en el carácter de verdadera policía cultural, y fomentan su discriminación, creando y divulgando más prejuicios culturales contra ellos. Sin embargo, los narcisistas escandalosos poseen la virtud de poseer un panorama más amplio, y menos recortado, del mundo social, virtud de la que carecen los narcisistas discretos, que viven solo dentro de un mundo social reducido, y con una mentalidad y pasiones empobrecidas, apagadas y resignadas. Desde este punto de vista, se podrían comparar a los narcisistas escandalosos y a los discretos, como dos habitantes que viven en una pequeña provincia costera.

XII

El narcisista escandaloso, es totalmente conciente de que su provincia es tan solo un granito insignificante de arena, en medio de un gran desierto, y que sabe que su pequeña provincia, es solo parte de un inmenso mundo, lleno de grandiosos continentes y océanos por doquier. Ante esta visión desesperada de la insignificancia de su provincia, el narcisista escandaloso se decide por tratar de viajar por el mundo, o ir hacia la conquista de este, al igual que lo hicieron las expediciones europeas de los siglos de los grandes

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descubrimientos geográficos, dedicados a la exploración y conquistas de otros nuevos mundos, comenzando por Vasco Da Gama y Cristóbal Colón, y seguido de otros muchos más. El narcisista escandaloso, sabe que él es un miembro de una provincia insignificante, dentro de un mundo mucho más vasto aún, y trata de agrandar el tamaño y la importancia de su pequeña provincia, para que este esté acorde a la importancia y grandeza de ese gran mundo externo. Los adolescentes son los principales protagonistas del “narcisismo escandaloso”, debido a que parten de su insignificancia como niños que son, de poseer una visión amplia y extensa de un mundo adulto mayor, al que desean pertenecer y cumplir un rol importante en el. Es por esto que los adolescentes suelen tener, la mayoría de ellos, conductas de narcisismo escandaloso, tan repudiada y reprobada por los prejuicios sociales, y muchos se vuelven presumidos y “vanidosos”, y poseen un equilibrio narcisista y un amor propio muy frágil. Los adolescentes, que, por un lado, son unos niños insignificantes, y por otro lado, tienen una vasta y panorámica visión del mundo adulto en el cual desean ser importantes, son los seres más odiados por los psicólogos y los psiquiatras, y son etiquetados como “narcisistas escandalosos”, además de ser odiados por éstos, debido a sus intensas vidas emocionales y afectivas. Por el contrario, el “narcisista discreto”, es como un habitante de una pequeña provincia campesina, que también es conciente de que existe un gigantesco mundo a su alrededor. Sin embargo, la estrategia que el “narcisista discreto” utiliza para hacer valer su importancia dentro de su propio mundo subjetivo, consiste precisamente en ignorar total y absolutamente a todo ese mundo externo que le rodea, y en achicar y en reducir a todo el inmenso mundo externo, al tamaño de su propia provincia natal. De esta manera, el “narcisista discreto” se encierra en su pequeña, reducida y recortada visión de su propio mundo interno, de su provincia, de su familia, de sus amistades en el bar de la esquina. Pasa a ignorar y a subestimar totalmente a toda la existencia de extranjeros, y a todo el mundo que esté por fuera de sus intereses y de su reducido mundo social interior. El “narcisista discreto” se convierte en un ser humano con el clásico ego del hombre de pueblo o de provincia, en un hombre estrecho, cerrado, ignorante, de pocas luces, sin curiosidad alguna, sin grandes expectativas ni metas en la vida, pueblerino, hogareño, y rindiendo culto a su pequeñez espiritual, como si ésta fuera una virtud, disfrazándola de humildad y sencillez. ¡Nadie podría decir jamás que semejante pueblerino es un grandilocuente, o un vanidoso, o un megalómano!

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Estos “narcisistas discretos”, rinden culto a la pequeñez, a la simpleza, a la mediocridad, y a la vida estrecha, dentro de ambientes sociales también reducidos y estrechos, que son los únicos lugares en el mundo donde se sienten grandes e importantes. Son los típicos hombres y mujeres comunes de la calle, los términos medios de la sociedad, mediocres y vulgares, que viven en un mundo absolutamente estrecho, entre sus casas, sus trabajos, sus hijos, sus nietos, sus amigos, sus estudios,… y nada más que eso. Entre estos narcisistas discretos, y hombres y mujeres vulgares y mediocres, obsesionados por su recortados mundos subjetivos donde se sienten importantes en él, están estos inquisidores post modernos, o sea, los señores psicólogos y psiquiatras. Pero, aún a pesar de haber reducido y recortado a todo el mundo que está por fuera de la esfera en la que ellos puedan sentirse importantes, lo cierto es que, a pesar de todo, aún no pueden ignorar, por más que les duela, que existe un mundo externo ajeno a ellos y a sus intereses, y que es muy atractivo. No pueden ignorar que hay personas que se han atrevido a salir a conquistarlo, y que lo han conquistado, y que han logrado ser mucho más felices de lo que ellos desearían serlo para sí mismos. Estos “narcisistas discretos”, de mentalidad pueblerina, se dan cuenta de que hay mucha gente que posee el éxito que a ellos les hubiera gustado tener y no han podido, o no se han atrevido a tenerlo, y que hay mucha gente mucho más liberada, exitosa, y felices que ellos. Entonces, el “narcisista discreto”, al ser conciente de esto, se empieza a dar cuenta de que el mundo es más grande de lo que a ellos les hubiera gustado poder reducir, y de que ellos no son tan importantes, ni tan exitosos ni tan felices en ese mundo, como se querían considerar a sí mismos, y entonces, allí se le aparece una herida narcisista al “narcisista discreto”. Pero el narcisista discreto, a pesar de todo, no puede abandonar su entera estrechez de espíritu, y su mediocridad, y su dependencia a su miserable pueblito, y a su familia, y a su insignificante trabajo, y a sus amigos del bar de la esquina. Entonces, la manera que el narcisista discreto tiene para remediar esa herida narcisista, es tratar de reducir a ese mundo externo tan extenso, tan vasto, y lleno de personas mucho más exitosas y felices que él, a la misma medida que su propio pueblo. O sea que, cuando el narcisista discreto ve que alguien es más exitoso, más talentoso, o más feliz que él, él, en lugar de salir a imitarlo, tomándolo como ejemplo, pasa a reducirlo, a caricaturizarlo, y a degradarlo, hasta reducirlo a su misma talla. En esto consiste precisamente el fenómeno de la envidia, en reducir a alguien al que una persona ve como más elevada que uno, al mismo grado, o a un grado inferior al de uno mismo.

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Y la forma más común que el narcisista discreto tiene para interiorizar a su nivel a los contextos sociales, o personas, o talentos, o vidas más exitosas que la suya, es a través del uso de la crítica, del prejuicio, de las malas habladurías, de la maldad, y del vilipendio. Entonces, estas personas, los narcisistas discretos, mediocres, cerrados, de escasa visión, de pocas luces y escasas expectativas y proyectos de vida, que se presumen de ser personas “humildes”, “honradas”, “sencillas”, y de “buenos valores”, pasan, desde estas falsas posiciones de “gentes decentes y de bien”, a criticar a las personas que tienen éxito, dinero, fama, y poder, desde diversos ángulos y perspectivas, uno de los cuales es el reproche moral. Así, el narcisista discreto pobre que desearía ser rico, critica moralmente a los millonarios y capitalistas de ser codiciosos, de pensar solo en el dinero, y de “estarle robando a él, que es un pobre”, como si a él no le interesara el dinero, presumiendo de ser un humilde proletario explotado. La narcisista discreta que envidia la fama y la belleza de una exitosa actriz de cine, se pone a criticar moralmente, por pura envidia, y desde su posición de ama de casa decente y de familia, a esa exitosa actriz, de ser pretenciosa, vanidosa y promiscua. También, ante la realidad evidente de que esa famosa actriz es muchísimo más feliz que ella, a pesar de todo, esta persona de bien se consuela a sí misma diciéndose que la felicidad de esa actriz de cine es una felicidad inmoral. O sino dice que es una felicidad superficial, o, quizás, dirá que en realidad no es feliz, sino que su vida en realidad es un desastre, y que esa actriz de cine solo aparenta una felicidad que no tiene. Y para probar y confirmarse a sí misma estos hechos, pasa a relatar que dicha actriz es una consumidora de drogas, y que si consume drogas, es porque no es feliz, o que las drogas la destrozan. Y esto lo dice como una “señora decente y de familia que ni ella ni sus hijos consumieron jamás drogas”. Y para confirmarse a sí misma que su vida es, a pesar de su simplicidad y bajo nivel social, mejor que el que vive esa gran actriz de cine, se complace en leer que esta gran actriz falleció a los veinte años en un accidente automovilístico, o de determinada y temprana enfermedad. Y esta narcisista discreta, en su rol de “persona decente y de familia”, se dice: “Prefiero vivir esta vida mía que llevo, tan simple como es, y sin tantas glorias ni dinero, que vivir entre tanto lujo solo para vivir veinte años, y morir tan joven, y de esa forma tan trágica”. Entonces, estos razonamientos, lo que hacen es reducirle, o inferiorizar, a la estatura de esa actriz de cine, y a todo el contexto de las grandes personalidades del mundo, a la reducida dimensión de su pequeño mundo subjetivo, e incluso hacerle sentir que su

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pequeña vida de persona mediocre, vulgar, y de término medio, es mejor que la de esas grandes estrellas del cine, y de todo el contexto inherente. Así, el “narcisista discreto”, que de no narcisista no tiene ni un solo pelo, es en realidad un total y completo narcisista, y un verdadero egocéntrico no etiquetado como tal. No pasa socialmente como “narcisista”, sino como todo lo contrario, como “persona simple, humilde, y gente de bien, que nunca es presumida”. Pero, como hemos visto, estas personas, que son más del noventa por ciento de la población, son absolutamente narcisistas, como lo somos todos nosotros. Y, además de narcisistas, de mediocres, vulgares y cerrados, están llenos de envidia hacía las personas de éxito, y hacia los “narcisistas escandalosos”. Precisamente, el prejuicio cultural generalizado hacia los llamados narcisistas escandalosos, proviene de los narcisistas discretos. Proviene precisamente no solo de la falta de disimulo que tienen los narcisistas escandalosos para disimular sus narcisismos, sino también de los sentimientos de envidia que despiertan éstos en los narcisistas moderados. Los narcisistas moderados presumen de honestos, y buscan reducir, a través de la crítica moralista, a los narcisistas escandalosos al mismo nivel que el de los discretos, o más inferior aún, y la aplastante superioridad numérica de los discretos frente a los escandalosos, impone la vigencia popular del prejuicio cultural contra éstos. Estos factores son los que han permitido generar el rechazo y odio indiscriminado, y la censura moral pública, exclusivamente hacia los narcisistas escandalosos, y, por otro lado, hacen que exista una completa y total permisibilidad y falta de censura moral hacia los narcisistas discretos, que presumen de ser gentes dóciles, humildes, hogareñas, trabajadoras, de bien., etc. En el fondo, los narcisistas escandalosos, pese a ser concientes de su insignificancia, y de que ella les duela, frente a la visión panorámica de tener frente a sí a un mundo más grande que ellos, son, por lo general, gentes entusiastas y básicamente optimistas, u hombres de empresa, que muy frecuentemente les termina yendo bien, a pesar de la envidia de las gentes mediocres y prejuzgadas. El narcisista escandaloso, no es, a pesar de todo, un narcisista frustrado, como el narcisista discreto, sino totalmente entusiasta, que aún no ha carecido de frustración en sus logros. Por el contrario, el narcisista “humilde” o “discreto”, es un narcisista básicamente frustrado, que se sintió pequeño ante un mundo muy vasto, que, al no poder conquistarlo, o por no haberse atrevido a conquistarlo, se resignó a su insignificancia inicial, compensándola a través el mecanismo de reducir y empequeñecer a ese vasto universo exterior inicial. El narcisista discreto, es en realidad, un ambicioso frustrado, un resignado que renunció a todas sus aspiraciones, y que se consoló con tan solo reducir al vasto mundo exterior,

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a un minúsculo tamaño que le quede acorde con su pequeñez, encerrado en su rutina y mediocridad. XIII

Suele suceder, que un galán seductor de mujeres, un día se enamora perdidamente de la mujer de sus sueños de forma total y absoluta. Luego, este narcisista conquistador, y hasta ahora entusiasta, sufre un terrible desengaño amoroso con su inolvidable amante, y después de este fracaso, ya difícilmente vuelva a enamorarse de otra segunda mujer, y si lo hace, no lo hará de la misma forma, ni con la misma intensidad. Esto se debe a que tras este fracaso amoroso, al ver como una meta imposible, el amor de la mujer de sus sueños, este narcisista entusiasta y escandaloso, decide resignarse a ser un perdedor, y termina por recortar su universo afectivo con las mujeres, de tal manera que ya no les volverá a conceder importancia, y que, si lo hace, les concederá una importancia secundaria. Terminará casándose con una mujer que no amará tanto, y que no será tan virtuosa ni importante para él como lo fue la primera, y terminarán los dos haciendo una vida rutinaria, insípida y mediocre, como los típicos y clásicos matrimonios infieles de los narcisistas discretos. Ambos considerarán la pequeñez y la falta de su amor y de pasión entre ambos, no como un defecto, sino como una virtud, como un síntoma de madurez, de realismo, de sencillez, y se conformarán y resignarán a llevar una vida matrimonial mediocre, y acompañada por el hastío y la frustración, de por vida, o hasta que se divorcien. Se convertirán ambos en verdaderos escépticos en el amor, y perderán toda ilusión e idealismo en cuanto a lo que al amor se refiere. El matrimonio se convertirá en mera rutina y convivencia en común, nada más. Todos somos “narcisistas”, seamos discretos o escandalosos. Todos recortamos el universo social en la medida en que nos sintamos importantes y valorados en el. Todos tenemos interés solo en nosotros mismos, y todos deseamos una retribución o respuesta, o un reconocimiento hacia nuestras funciones y afectos. Todos amamos solo a los que nos aman, y dejamos de lado al resto, para los cuales, son gentes “desconocidas”, a las cuales ignoramos. Y todos buscamos amar a la persona de nos corresponda en el grado de amor en la que le amamos, o que deseamos que nos amen. El narcisista esencialmente definido, es un ser cuyo principal, o quizás su único interés, es en torno a su propia persona, a saber, el interés personal de buscar su propio placer o de reducir su propio dolor personal.

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El hecho de que una persona, incluya como un medio para lograr obtener su propio placer o reducir su propio dolor, el agradar, o producir placer, o reducir el sufrimiento, a otra persona, cosa que sucede frecuentemente con los padres con respecto a sus hijos, con los cuales se identifican, no significa que estén exentos de narcisismo, y que actúen por un interés personal y egoísta, o narcisista. Si un enamorado ama mucho, se busca una pareja que le corresponda amándolo mucho. Si un enamorado ama muy poco, se busca una pareja que lo ame, o que le corresponda, en su mismo grado de escaso amor. Si su pareja lo ama menos de lo que el otro lo ama, o que desearía ser correspondido, no se sentirá amado, y la dejará o la tolerará. Si la pareja que tiene, lo ama mucho más de lo que el otro la ama, se sentirá inferior a esta, y quedará en evidencia su grado de egoísmo, y se sentirá incómodo, y la convivencia le resultará desagradable. O sino, el juego de una pareja, a veces, consiste en elegir a una persona que ame muy poco, y demostrarle mucho cariño, no porque la ama, sino para hacerle sentir y dejar bien en evidencia su egoísmo y falta de amor. Si un hombre ama, pero no es amado ni correspondido por nadie, simplemente dejará de amar, y se volverá un individuo solitario, o, a lo sumo, terminará viviendo con un perro o con un gato que le corresponda. Si una persona goza de una armonía narcisista basada en una condición económica que le quede cómoda, y un día, por quedar desempleada, o por hacer un mal negocio, se queda en medio de la calle, como un verdadero indigente, sentirá una verdadera herida narcisista hacia su amor propio. Ante esta situación, esa persona solo podrá optar, o por tratar de hacer algún esfuerzo por salvar esa distancia, entre su indigencia y desamparo actual, y su pasada y privilegiada posición económica, tratando de volver a ser quién fue, para rehacer su armonía narcisista de esa manera, o, simplemente, empequeñecer, o recortar su visión del mundo, y de sus pretensiones en torno a este, y resignarse a ser un indigente de por vida, como otra alternativa para poder reestablecer su armonía narcisista. Al final, él dirá: -¡Soy feliz viviendo en medio de la calle! Solo quedan dos opciones, tras una herida narcisista, que es la de ser un narcisista escandaloso, o de un narcisista discreto. Si trata de lograr recuperar su posición económica pasada, se lo tildará y discriminará de “vanidoso” y “materialista”.

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Pero si se resigna a ser un indigente de por vida, se dará aires de hombre simple, sencillo, honesto, sin vanidad ni presunción alguna. Y la sociedad y su contexto lo considerarán como tal. Una persona simpática, amorosa, que ama a todo el mundo, en realidad, suele ser una persona que fue amada por todo el mundo, y que todo el mundo le correspondió. Esto no significa que esa “buena persona” sea una persona no narcisista, y que su principal objeto de interés no sea sí misma. Todos somos narcisistas, debido al pecado original, y Jesucristo dejó bien claro en sus enseñanzas, que la acción de la salvación del pecado, entre otras cosas, era “amar al que no nos ama, y amar a nuestros enemigos”. Dijo Cristo Jesús: “Amen a sus enemigos, traten bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, recen por los que los injurian” “Si aman a los que los aman ¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a sus amigos”. “Si hacen bien a los que les hacen bien ¿qué mérito tienen? También los pecadores lo hacen” “Si prestan algo a los que les pueden retribuir ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan para recobrare otro tanto” ¿Y quién en este mundo es capaz de sacrificar sus valiosos intereses personales, y de amar a alguien que no nos ama de forma desinteresada y anónima, y que ni siquiera se da cuenta de ello, o no lo valora, o que incluso nos odia y nos desprecia, como nuestros enemigos? Y si un ser humano pecador y narcisista, parte de la premisa de que Dios nos ama, y que es su deseo que amemos a los que no nos aman, y a nuestros enemigos, nosotros, al amar a los que no nos aman, y a nuestros enemigos, en realidad no estaríamos realmente amando a los que no nos aman, ni a nuestros enemigos. Estaríamos amando de forma secundaria, no por amor real hacia ellos, sino por amor a Cristo Jesús, porque sabemos que Él nos ama, y que nos dará vida Eterna. Entonces, aún el más creyente, al amar a los que no le aman, y a sus enemigos, en realidad solo estaría amando realmente a Cristo, que es el que nos ama. Así que, de todas maneras, indirectamente, nuestro amor a quienes no nos ama, y a nuestros enemigos, es tan solo amor a Jesucristo, que es un Dios que nos corresponde y nos recompensa por nuestro amor “desinteresado”. Jesucristo dice:

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“Den y se les dará: recibirán una medida generosa, apretada, sacudida y rebosante”. “Porque con la medida que ustedes midan serán medidos” Y esto, Cristo lo decía a nosotros, que, como pecadores y narcisistas que somos, solo estamos motivados por nuestro propio interés y en nuestras retribuciones personales. Como dice el dicho: “Nadie da una puntada sin hilo” En todo caso, se podría diferenciar los narcisismos de un creyente al de un pagano, como un “narcisismo inteligente” y un “narcisismo torpe”. Después de todo, quizás la verdadera fe cristiana consista no en ser un verdadero y auténtico santo, sino en poseer un narcisismo inteligente, que toma por referencia al amor de Cristo Jesús. La verdadera fe cristiana, aunque pecadora, toma la sabia decisión de pretender la verdadera recompensa, la mayor, la de la vida Eterna, renunciando a las glorias, reconocimientos y placeres de esta efímera vida terrenal, basados en la absoluta fe que se posee en la Palabra de Cristo Jesús. Pero todos somos narcisistas, torpes o inteligentes, e interesados tan solo en nosotros mismos. Los seres humanos somos narcisistas, y solo amamos a quienes nos aman, y buscamos un lugar de importancia en nuestro propio universo subjetivo, recortado y reducido, acorde a nuestros intereses. Ningún psicólogo o psiquiatra, que tanta falsa modestia, sencillez, comprensión y perfil bajo aparentan, sería capaz de tratar durante toda su vida a un paciente que los odia, y que no les paga sus consultas. El hombre, cuando es niño, ama demasiado a sus padres, y tiene una vasta visión panorámica del mundo externo que lo rodea, al que desea conquistar. Luego, los repetidos fracasos, le hacen mermar su capacidad de amor, y, cuando adulto, se reduce sensiblemente su vida afectiva y emocional, se vuelve mediocre, vulgar, desapasionado, rutinario, y con una visión cada vez más recortada y resignada del mundo externo que lo rodea. A esto, los psicólogos lo llaman “crecer”, y “madurar”. Estas son las mentalidades “maduras y realistas” de los narcisistas discretos, frustrados, de la gente vulgar, común, mediocre, y termino medio de la población del país, entre los cuales se encuentran los psicólogos y los psiquiatras, que tanto odio y prejuicios culturales emiten contra los “narcisistas escandalosos”, como si ellos no fueran narcisistas, y contra los adolescentes.

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XIV

Estos hipócritas, se presentan ante los medios de comunicación, y ante sus pacientes y sus familias, como verdaderos ejemplos de personas idóneas moralmente, discretos, comprensivos, benévolos, de perfil bajo, y, en todo caso, como exentos de todo narcisismo e interés hacia sí mismos, sino que aparentan poner en primer lugar “el interés y bienestar de sus pacientes”. Entonces, estos inquisidores institucionalizados, se erigen en verdaderos modelos sociales de lo que un individuo “normal” debería ser, y salen a perseguir a los adolescentes, a los neuróticos, a los románticos, a los apasionados, y a los “narcisistas escandalosos”. Salen a infectar a la opinión pública con sus prejuicios culturales, y a pretender que sus victimas se conviertan en hombres y mujeres tan mediocres, bajos y vulgares como ellos, al erigirse en verdaderos modelos de “normalidad” social ante ellos. Y, en el fondo, todos los crímenes que comete la humanidad, y todos los criminales, están motivados por el pecado original del narcisismo. El guerrillero revolucionario que asesina gente en la guerra, lo hace para salvar la distancia que existe, entre la insignificancia de su país oprimido, y la grandeza del poder imperialista, a la que identifica como su mundo de referencia subjetivo. El artista que falsifica una obra de arte, lo hace motivado por el interés de salvar la diferencia que existe entre su insignificancia como artista fracasado, y la grandeza del genial artista al que falsifica su obra, identificado como su propio universo subjetivo, al que le queda demasiado grande. El que critica moralmente, prejuzga, y vilipendia a una estrella de cine, lo hace para salvar la diferencia que existe entre su vida doméstica, rutinaria y mediocre, con la grandeza del estrellato de esa gran persona. El que asesina a un enemigo o a un amante que no le corresponde, o al que odia, lo hace porque la dignidad de su vida se le hace mucho más grande, y muy superior a la suya, y por lo tanto, pretende reducirla, interiorizarla, ante su pequeñez de persona ofendida o despechada, a través del homicidio. El que padece de hambre, o no tiene dinero, roba, en cambio, no porque se sienta menos que su universo social subjetivo, sino por el interés estrictamente individual, centrado en sí mismo, de comer o de poseer dinero fácil. Todo el origen de los crímenes que hay en el mundo, se deben a que los seres humanos somos todos narcisistas, y que todos pensamos nada más que en nosotros mismos. Pero, al mismo tiempo, todas las actitudes “correctas” y “bien vistas socialmente”, son también originadas por el narcisismo humano.

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El que posee a su armonía narcisista equilibrada, el que se siente correspondido en sus relaciones, que no es agredido o herido su amor propio, el que tiene un trabajo que le provee de recursos materiales suficientes, y que no necesita comer, ni tiene necesidad de dinero, se convierte en un clásico “ciudadano decente”, y es “hombre de bien”, que nunca tuvo problemas con la policía, ni tiene un solo antecedente penal. Estas “gentes de bien”, no son inocentes en absoluto, ni dejan de ser igual de pecadoras que cualquier delincuente de un barrio marginal. La intensidad de su pecado es el mismo, solo que no se vio en la necesidad de delinquir, porque no vivió las mismas situaciones del delincuente. O porque si las vivió, anteriormente a haberlas vivido, poseyó ciertas informaciones esenciales que le permitieron manejar otras opciones alternativas, que dicho delincuente, inculto, y quizás menor de edad, no tuvo oportunidades de adquirir. Sin embargo, estas “personas de bien”, que nunca tuvieron problemas con la Ley, no por ser inocentes, sino porque no se vieron en las mismas situaciones que otros, prejuzga duramente y critica con toda dureza moral a los desgraciados criminales. Estos criminales son exhibidos en público por la prensa amarillista, y los narcisistas discretos, y “gentes de bien”, reclaman más rigor policial, y más duras y largas condenas carcelarias, incluso para los menores de edad, e incluso hasta la vigencia de la pena de muerte en el país. ¡Todo pasa por la miopía y la ceguera moral, por la hipocresía reinante, y por no conocerse a sí mismos, y tener la lengua lista para hablar mal, prejuzgar, y condenar al prójimo! Y todos viven en sus mundos recortados y subjetivos propios, a la medida en que se sienta cada uno importantes dentro de el. Y la indiferencia, y la ignorancia hacía el prójimo, y el deseo egoísta de no meterse en problemas para ayudar a un prójimo que está fuera de sus intereses, es la constante general del narcisismo humano. Y estos señores psicólogos y psiquiatras son los primeros en pertenecer a esta clases de gentes de bien, mediocres, egoístas e insensibles, que presumen de humildes y benévolas gentes decentes y de bien. El ser humano es narcisista y pecador por naturaleza, debido al pecado original.

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XV

Siendo pecadores, un pecador solo puede elegir pecar. Si se le presenta al pecador, la posibilidad entre hacer el bien, o hacer el mal, el pecador solo elegirá hacer el mal, aunque acepte incluso ir al infierno por ello. Ningún pecador podrá jamás elegir el bien, como pecador. Y todos, absolutamente todos, somos pecadores. Por esto, todos los hombres elegimos siempre el mal, y el pecado. Si un ser humano elige hacer el bien, quiere decir que esto no lo eligió por sí mismo, porque, siendo pecador, solo podría haber elegido el mal y el pecado, y nunca el bien. ¿Cómo un hombre puede elegir, siendo pecador, el bien y no el mal? La respuesta es que la renuncia al pecado, y la salvación de las almas, nunca las podrá conseguir un hombre por sí mismo, como pecador que es, por más méritos que pretenda hacer para lograrlo. La conversión, la revelación, y la salvación de un alma del pecado, así como la elección que un hombre hace por optar hacer el bien y no el mal, no dependen del hombre, sino de Dios. Es Dios quien convierte, salva, y redime al hombre de sus pecados. La fe es un don, una gracia de Dios, que el hombre pecador no elige tenerla, e incluso se resiste a ello durante la conversión. La existencia de santos, no significa que hayan hombres que no son narcisistas ni pecadores, sino que Dios los salvó del pecado por obra de Su gracia, y no por la elección personal que estos hombres hicieron entre el bien y el mal. Para el pecado, y para el narcisismo, no hay método ni elección humana, ni libre albedrío que le permita escapar de el. Sigmund Freud, al hablar acerca del fenómeno del narcisismo, se refirió que las tres grandes heridas al narcisismo de la especie humana, estaban dadas, primero, en la teoría de la evolución de las especies, de Charles Darwin, que sugería que el hombre descendía de los antiguos primates, y que no había sido creado directamente por Dios. La segunda herida al narcisismo humano, según Freud, era el descubrimiento de que el planeta Tierra giraba en torno al Sol, y no al revés, como se suponía antes, y que el planeta Tierra no era el centro astronómico el Universo. Y la tercera herida al narcisismo humano, según Freud, (y modestia aparte), era la existencia del inconciente en la psiquis del ser humano, y del descubrimiento de que el ser humano era un ser básicamente irracional. Sin embargo, como podemos comprobarlo, dichas “heridas narcisistas” no aniquilaron el narcisismo de la especie humana.

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Fueron heridas que pudieron doler o no, o cambiar las mentalidades de muchos hombres y pueblos, pero no aniquilaron, ni por mucho, al narcisismo de la especie humana. Simplemente, estas tesis solo eran pilares, o simples moldes, donde se concentraban las energías del narcisismo del ser humano. Una vez disueltos estos moldes, o pilares, el narcisismo de la especie humana no desapareció, sino que, simplemente, substituyó unos moldes, o pilares, por otros. Lo único que hicieron estas “heridas narcisistas”, fue modificar el marco teórico del narcisismo humano, que se substituyó por otros que cumplieron sus mismas funciones. Pensemos hoy en día en la Ciencia, en el progreso económico, en las libertades políticas, en los organismos internacionales, y en tantos otros pilares que existen hoy en día del narcisismo humano, que substituyeron en sus funciones a esas antiguas tres heridas mencionadas por Sigmund Freud. Incluso, creo que hasta el descubrimiento de vida mucho más inteligente y civilizada que la humana, fuera de este planeta, traería aparejada una fuerte herida al narcisismo de la especie humana, que terminaría subsanándose de alguna otra manera. Así pues, estas famosas “terapias de carácter” que efectúan los psicólogos a los pacientes a los que rotulan y discriminan como los únicos o verdaderos “narcisistas”, como si ellos no lo fueran en absoluto, consisten en provocar reiteradas heridas narcisistas a sus pacientes, que solo les hacen sufrir inútil y gratuitamente. Así, estos desgraciados, rotulados de “narcisistas”, se convierten prontamente en frustrados acomplejados, o, a lo sumo, en narcisistas resignados y discretos, parte del narcisismo del término medio de la sociedad, mediocre, vulgar, y con una visión estrecha y reducida de su entorno. XVI

Por lo tanto, en dichas terapias de carácter, lo único que se hace es substituir a un tipo de narcisismo por otro, y en hacer sufrir o entretener a los pacientes con entrevistas amables durante largos años, hacerlos dependientes a las terapias, y robarles limpiamente grandes sumas de dinero por mes, durante varios años. Lo hacen solo por el interés narcisista de los psicólogos en obtener más dinero para comprarse un automóvil o un apartamentito mejor, en nombre de la Ciencia, la Moral, y la Salud Mental. El psicólogo, basado en un claro prejuicio cultural, y actuando como un verdadero inquisidor moralista, cataloga y diagnostica a sus víctimas de “narcisistas”, o de “mitómanos”, o de otras palabras feas. Él convence a su victima, y a todo el contexto social de sus victimas, de las supuestas verdades de sus prejuicios culturales, y de la benevolencia y falta de interés narcisista de

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su parte y del tratamiento, y le hace sentir al paciente que él es un bicho raro, defectuoso, y, al final, le hace sentir que es un verdadero “loco”. Lo que terminan logrando esas terapias efectuadas contra los rotulados y discriminados por ser “narcisistas”, es haciendo sufrir al paciente, lo frustran, y lo convierten en un resignado. El paciente termina por reducir aún más la visión de su universo social en el que vive a un nivel microscópico. Termina por substituir un narcisismo de un hombre que pudo haber obtenido ciertos logros, o incluso éxito, por el narcisismo de un hombre vulgar, promedio, de poca monta, y tan mediocre como el narcisismo del psicólogo que lo trató, y que le sirvió y se presentó como ejemplo de “normalidad”. Uno se podría preguntar, cuando un paciente está siendo tratado por un psicólogo, acusado de ser un “narcisista”, si la intención última de este señor psicólogo, es convertir a ese paciente en un santo. O si la intención es convertirlo en un hombre vulgar, mediocre, de poca monta, de mentalidad estrecha, sin mayores pasiones ni expectativas, dócil, desapasionado, doméstico, benévolo, y el prototipo del hombre de término medio social. O si, en definitiva, lo único que desea es llenarse el psicólogo los bolsillos de dinero, a costa de discriminarlo como “narcisista”, por motivos meramente narcisistas y materialistas de parte del eminente psicólogo. No nos dejemos engañar por la aparente discreción, demostraciones de falsa humildad, benevolencia, paciencia, y actitud paternalista, de perfil bajo, de estos señores psicólogos y psiquiatras. No creamos, por mera intuición y apariencia, que son personas no narcisistas, que no están interesadas tan solo en ellos mismos, y que lo primero para ellos es el bienestar el paciente, y que sus intereses y el dinero que ellos cobran por sus trabajos es solo una parte secundaria del asunto. Estas apariencias de perfil bajo, discreción, paciencia, benevolencia, honestidad, idoneidad moral, cortesía, e interés por el bienestar del paciente, son actitudes que forman parte de los oficios de todo psicólogo y psiquiatra profesional, que juegan al juego del sacerdocio como verdaderos inquisidores y curanderos charlatanes. La apariencia de idoneidad moral, y la credibilidad en dicha idoneidad moral de parte del paciente y de todo su contexto, así como en la convicción de los defectos y en la “locura” del paciente, son elementos indispensables para un oficio que se basa en el prejuicio cultural y la discriminación hacia el paciente. La buena fe de los inquisidores, junto con el arte de la retórica, la reputación y el prestigio de ellos mismos como profesionales individuales, y de la pretendida seriedad de la psicología y de la psiquiatría, como prácticas pretendidamente científicas y

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reconocidas a nivel masivo, popular y académico, son esenciales para ejercer el oficio de la nueva Inquisición Post Moderna. Así pues, el pretendido prejuicio cultural hacia los “narcisistas”, está pésimamente conceptualizado y dirigido, de forma absolutamente arbitraria y prejuiciosa, hacia unos individuos sí, y hacia otros no. Hoy en día solo se cataloga de “narcisistas” solo a los individuos escandalosos, que son discriminados por ello, y, básicamente, por una razón de ignorancia, de prejuicio, y de envidia, por una institución inquisidora donde sus miembros se componen de los individuos más mediocres y narcisistas de la sociedad. ¡No confundamos a estos psicólogos y psiquiatras, que, por aparentar decencia, perfil bajo, y falsa modestia y honestidad, y por ser gente de familia, con títulos universitarios, y por no tener prontuarios criminales, no por ello dejan de ser absolutamente egoístas, narcisistas e interesados tan solo en sí mismos! ¡No vayamos a creer que poseen una sabiduría, una profundidad y una riqueza de espíritu que no poseen, y que no es jamás superior a cualquiera de los pacientes a los que tratan y discriminan como si ellos fueran superiores morales y modelos dignos de ser ejemplos de vida y de “normalidad” a seguir! ¡Así, que, por favor, dejemos de discriminar a los desgraciado, rotulándolos de “narcisistas”, y haciendo una verdadera cacería de brujas con ellos, porque, en este mundo, si hablamos de pecadores y de narcisistas, y si queremos ser realmente justos en nuestros juicios, o no acusamos a nadie, o todos somos culpables y dignos de ir al Infierno por igual! Pero la nueva Inquisición Post Moderna, cuyo oficio, por un lado, es aparentar una falsa santidad y sacerdocio, y por otro lado, consiste en la de generar prejuicios y rótulos sociales para iniciar nuevas cacerías de brujas con sus diagnósticos, ha incluido entre su lista de endemoniados, o “dementes”, a los rotulados como “narcisistas”, al igual que lo ha hecho con los “mitómanos”, y a otras caricaturas y estereotipos culturales similares. Y la finalidad de todo ello, es lucrar, de forma absolutamente egoísta y narcisista, haciendo grandes sumas de dinero con terapias inservibles, que generan una dependencia de por vida a las terapias en sus pacientes, o vendiendo drogas, o electroshocks, o alquilando camas en los centros de reclusión cultural a costos muy elevados. ¡Si vamos a hablar del tema del llamado “narcisismo”, empecemos por lo primero, y definir las cosas como son! ¡Nada menos que los psicólogos y los psiquiatras, como si ellos fueran verdaderos superiores morales, se atreven a rotular y a discriminar a la gente por el delito moral de “narcisismo”! Tales injusticias, y tantos crímenes que se cometen en el mundo, incluyendo la discriminación y la represión de los perseguidos culturales por la nueva inquisición, así también como la complicidad de todo el conjunto de la sociedad al permanecer

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indiferente e inactiva frente a estas injusticias, se deben, en primera y última instancia, al narcisismo del ser humano. ¡Así que, dejémonos de fijarnos en los narcisismos de las adolescentes que se pintan y se maquillan frente al espejo todo el tiempo, y de los narcisismos que están de un lado del consultorio, y empecemos a considerar los grandes narcisismos e intereses individuales y egoístas que existen del otro lado el consultorio, movidos por el lucro y la discriminación! ¡No vayamos a caer en el juego que desean estos señores que caigamos, que resulta que hay un pecador de un lado del consultorio, y un santo y un “normal” del otro!

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PARTE VII -criminales individuales y colectivos-

I

Hoy en día, aquí en Uruguay, como en muchas partes del mundo, la opinión pública y popular se escandaliza, de una manera desmedida, con ciertos casos horripilantes de crímenes cometidos por personas individualizadas, y que son verdaderas, casi, estrellas protagonistas, de las crónicas rojas policiales en los medios de comunicación. Estos criminales individualizados, son exhibidos como casos repudiables, y son presentados en los informativos televisivos esposados y conducidos al interior de un patrullero de la policía, tras haber relatado sus desmanes, y ante una multitud de personas “decentes y de buenas familias”, que, prácticamente, desean linchar al reo. En las opiniones populares, así también como en los periódicos y la televisión, no se habla de otra cosa que de estos “criminales individualizados”, de baja clase social, de rostros repulsivos, mal vestidos, y con un gran prontuario policial, que son encerrados como animales a los que se consideran que son, en cárceles donde permanecerán en estado de hacinamiento durante muchos años. A estos criminales individualizados los conoce todo el público en general, los conoce la prensa, los medios de comunicación y la policía, y resultan tan repudiados y conocidos, que una vez que salen de la cárcel, aunque deseen trabajar, y hacer una vida “normal” y reinsertarse a la sociedad, nadie les da la menor oportunidad de trabajo, ni siquiera del menor trato o confianza. Entonces, esta gente, repudiada por todos, vuelve a delinquir, y otra vez vuelven a convertirse en “criminales individualizados”, con nombre y apellido, y sus rostros y sus prontuarios son exhibidos morbosamente, nuevamente, por los medios de comunicación. Tenemos, entre estas personas, o “criminales individualizados”, que son objeto de repudio, y que son acusados y responsables directos de crímenes individualizados, tanto a un matón de la Ciudad Vieja de Montevideo, un pobre ser miserable, o tenemos a “grandes personajes de la historia”. El matón del barrio se crió en un barrio marginal, su padre lo violó a él cuando él tenía cinco años, y golpeaba a su madre, y sus cinco hermanos mayores, así como muchos del entorno de su barrio, son adictos a las drogas, y estuvieron presos. El insignificante matón del barrio de la Ciudad Vieja, un “criminal individualizado”, vivió toda la vida en ese entorno. Cuando necesitó ayuda, la gente “decente y de familia” pasaba de largo y miraba hacia el otro costado al verlo, y este criminal individualizado fue torturado varias veces en las

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comisarías por personal policial, siendo la institución policial, pese a las críticas que existen en su entorno, una institución intachable e inobjetable ante la opinión general. Este criminal individualizado, fue rotulado de “hábil declarante” por los abogados, y por lo tanto, la policía ni siquiera se molesta en tomarle declaración alguna, y esta no tiene ninguna validez legal en los juicios. Este criminal individualizado, sufrió varias condenas carcelarias, algunas por crímenes que cometió realmente, y otras por crímenes que le atribuyeron policías y jueces corruptos que lo torturaron y no tuvieron en cuenta sus declaraciones. Este criminal individualizado, no tiene adonde ir. Es repudiado por toda la sociedad, la “gente decente” le tiene miedo, y todo el mundo tiene la mirada puesta en él para acusarlo, o para sacar a relucir sus defectos, con el fin de enviarlo nuevamente a la cárcel, por delitos que puede o no haber cometido. Es el clásico criminal individualizado que aparece en las crónicas rojas policiales, acusado de haber dado muerte a un “decente y honrado” almacenero de la zona, que tenía tres hijos, y que “todo el mundo lo quería”. Por otro lado, tenemos, entre los criminales individualizados, a personajes históricos, como, por ejemplo, el tan trillado caso de Adolfo Hitler, un simple cabo del ejército alemán de la Primera Guerra Mundial. Era este verdadera carne de cañón enviado a morir en el frente de guerra, como se envía una vaca al frigorífico, que, por cosas de la vida, logró sobrevivir, logró ascender al poder, y luego envió al mismo matadero al que lo habían enviado a él, a millones de personas, como soldados o como prisioneros. Este tipo de criminales individualizados, al citar sus ejemplos, la gente común “decente y de familia”, se horroriza de sus crímenes, y esta misma gente decente reclama más rigor policial, más inflexibilidad en la ley, eliminar la impunidad hacía los menores de edad, más largas y duras condenas carcelarias, y hasta, inclusive, la vigencia de la pena de muerte. En nada les importa a esta gente común, sencilla, honesta y decente, de buenas familias, las situaciones que les tocaron atravesar a estos individuos, ni las que están viviendo aún hoy en día, ni les importa el estado de precariedad y hacinamiento que se vive en las cárceles. No les importa la corrupción policiaca, ni la arbitrariedad de los jueces del derecho penal, ni las mentiras reiteradas de los fiscales que los acusan, que ellos sí serían los primeros en merecerse ser considerados “HD”, o sea, “hábiles declarantes”. Hoy en día, el tema favorito de la persona sencilla y honesta que está tranquila y pacíficamente leyendo el diario en el bar de la esquina, con un café al lado, es la “inseguridad callejera”, producto de los “criminales individualizados”. El tema no se centra en las infrahumanas condiciones de los reclusos en las cárceles, ni en el hecho de que existan en la ciudad verdaderos barrios marginales, donde las casas

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son de madera y de lata, no están saneadas, y donde sus habitantes viven en condiciones verdaderamente infrahumanas. En todo caso, se suele decir que el responsable del crimen de la pobre jubilada de ochenta años, que fue asaltada fue un tal Juan José Peña, de tal edad, con tales y tales antecedentes, que lo hizo tal y cual día, etc. Se suele decir que todos los crímenes cometidos por los nazis en la Segunda Guerra Mundial fueron a causa de un criminal individualizado, llamado Adolfo Hitler, un cabo carne de cañón de la primera guerra mundial, que hizo esto, y esto, y esto. Pero del hecho de que las condiciones de los reclusos en las cárceles sean infrahumanas, del caso de que la ciudad esté llena de barrios marginales, que cuando llueve se inundan sus casas, y de que por la ciudad haya gente durmiendo en medio de la calle en pleno invierno, y sin nada qué comer… ¿quién es el responsable? Ya no se puede decir que el responsable de esto sea Juan José Peña, ni Juancito, ni Pedrito. No existe un rostro, o un criminal individualizado para repudiar por estro. Entonces, se dice que esto es un “problema social”, o un “problema cultural”, y, a lo sumo, se comienza a criticar al capitalismo, o a las políticas del gobierno, o incluso a la “naturaleza” de los propios indigentes o reclusos, “que se merecen la vida que llevan”. Pero lo cierto es que, para la injusticia social, para la pobreza, la marginación, la explotación, las guerras, la corrupción generalizada, no hay un rostro visible a quién adjudicar la responsabilidad. No hay un retrato de Juan José Peña con las esposas en las manos, para odiar y acusar de estos crímenes. Es más, Juan José Peña está preso de por vida por matar a una sola anciana, y es totalmente conocido y repudiado por toda la sociedad. Pero el criminal que comete un crimen diez mil veces peor, de condenar a millones de seres humanos a la indigencia, a la marginación, y a la explotación, no solo no se le conoce el nombre, ni se le ve, sino que está totalmente libre y suelto por todos lados, y sigue cometiendo cada día sus fechorías. La gente común, como dije, le adjudica la responsabilidad al “estado”, o al “sistema”, o, a lo sumo, dirá que “somos todos responsables”. Pero ese “estado”, ese “sistema”, y ese “todos”, son términos abstractos, simples ideas, sin nombre, apellido, ni rostro, y, además, no solo no tiene nombre, sino que anda suelto y coleando, absolutamente impune por todos lados. Y los crímenes que comete este “estado”, este “sistema”, este “todos”, es diez mil veces más horroroso que el homicidio a una jubilada de ochenta años.

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Y el homicidio de varias puñaladas a una ancianita de ochenta años para robarle su monedero, despiertan en la gente común, mucho más repudio, y odio, que los crímenes de ese “sistema” y de ese “todos”. Prácticamente, ya estamos acostumbrados a vivir, y solemos aceptar, como algo “normal” o “inevitable”, los crímenes de ese “todos”, y se suelen justificar diciendo que: “el sistema no es perfecto”, y así uno se olvida de los crímenes de ese delincuente invisible y abstracto, que son mucho peores que los de ese grotesco homicidio individualizado de Juan José Peña. Pero si bien ya tenemos una clara idea del “criminal individualizado”, al que conocemos su nombre, su apellido, los detalles de su horripilante crimen individual, y hasta una descripción elaborada de los diferentes perfiles de estos criminales individualizados, realizadas por los eminentes especialistas en criminología… ¿Tenemos, acaso, una idea tan concreta y especifica, de la otra clase de criminales, es decir, de este “criminal colectivo” que condena a millones de personas a la indigencia, a la marginación a la persecución o explotación? ¿Existirá acaso, entre los diferentes perfiles de los casos que estudian estos afamados criminólogos, el perfil de este “criminal colectivo” que realiza actos mucho más horripilantes que el de apuñalar una anciana, y que es invisible, y al que solemos llamar “la sociedad” o “todos nosotros”? ¿Cuál es el perfil de este criminal colectivo, de la “sociedad”, o del “todos nosotros”?

II

Para empezar, debemos dejar de lado la idea de que este criminal colectivo, mucho peor y más salvaje que Juan José Peña, y del cual éste es víctima, es un ser invisible, o no existe, o es una mera idea, una abstracción, o que no tiene rostro, ni apellido, ni edad alguna, o que, en último caso, este no existe, o es “nadie”. Al contrario, los criminales colectivos que realizan estos horripilantes actos de injusticia sí existen, y son personas de carne y hueso, concretas, con nombres y apellidos, y son, en todo caso, tan reales como Juan José Peña, y sus crímenes también, no son solo más reales que los de este, sino también mucho peores. ¿Pero qué tipo físico de rostro tienen estos criminales colectivos, cómo realizan sus crímenes, que vidas particulares y sociales tienen? ¿Tienen o no algún prontuario policial, o de violencia doméstica, o a qué se dedican, cómo se ganan sus vidas, cómo se relacionan estos criminales colectivos con su contexto social, qué imagen tiene su contexto de ellos, o cómo los ve la gente común? Para empezar, diré que estos criminales colectivos, no tienen, por lo general, ningún prontuario policial, ni antecedentes de violencia o maltrato doméstico, son gentes sencillas, “decentes y honestas”, de buena familia, que trabajan, o estudian, que se

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llevan bien con la gente de su mismo entorno social, que pertenece a cualquier clase social, y que son vistas como “buenas personas”. Estos criminales colectivos no son otros que el ciudadano término medio de la sociedad, el hombre común, vulgar, el individuo “sencillo, decente, honrado y de buena familia”, un individuo “que no se mete con nadie ni se busca problemas con el resto”, y que se gana la vida honradamente, y que vive en familia. Este tipo de criminales colectivos, son los responsables de los mayores crímenes que vivió y vive la historia de la humanidad hasta nuestros días. Es el responsable de todas las guerras, las discriminaciones, las marginalizaciones, las explotaciones, la hambruna, y de todas las injusticias que existen en el mundo. Los crímenes de este “criminal colectivo” son diez mil veces peores que los de ese desgraciado que apuñaló a una anciana en la Ciudad Vieja. Pero es un criminal colectivo del que se olvidan de citar los expertos en criminología, que no aparece en las crónicas rojas policiales, que no se suelen rotular de “criminales”, y que, por el contrario, todo el mundo no hace más que elogiar y considerarlos como “gentes sencillas y de bien”. ¡Y son los peores criminales de todos! Y caminan alegremente por las calles, con total impunidad, y llevan sus documentos al día, y son personas absolutamente “irreprochables”. Los “criminales colectivos” son, pues, las personas comunes, “sencillas”, el término medio de la población, como la de esos inocentes jubiladitos que van a leer el diario y juegan al billar en el bar de la esquina. Son gentes que trabajaron toda su vida, que se casaron, tuvieron hijos, tienen nietos, pagan sus impuestos, aman y son amados por todos, festejan las fiestas y los cumpleaños de sus familias, son dóciles, benévolos, nunca delinquieron, nunca mataron a nadie, nunca les faltó la comida en sus hogares, tienen un automóvil, o un televisor nuevo en sus casas, etc. Son el típico ejemplo de las “personas decentes y de buena familia”, los mismos de los que nadie pone en duda su aparente honestidad. Sin embargo, estas personas “decentes y de familia”, que nunca fueron autores materiales y directos de ningún crimen, son personas, empero, altamente prejuiciados. Detrás de su aparente benevolencia y aires de solidaridad, estas personas, desde sus irreprochables posiciones de inocentes “Juan Pueblo”, critican a los criminales individualizados, al Estado, a la sociedad, al árbitro de un partido de fútbol, a su vecino, y hasta a sus propios amigos. Estas “personas decentes y de familia”, los típicos Juan Pueblo, suelen tener opiniones políticas y sociales absolutamente egoístas y conservadoras.

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Son los que en las elecciones nacionales votan a los candidatos políticos más conservadores y radicales, los cuales se encargan de asumir la responsabilidad de hacer los crímenes políticos que ese inofensivo Juan Pueblo que los vota desea que se hagan, pero que no es capaz de dar la cara y hacerlo por su propia cuenta. Estos criminales colectivos son altamente prejuiciados, y ven a la realidad social, política y económica, y ejecutan sus afirmaciones y juicios sociales de forma tendenciosa, no según lo que en realidad es, sino cómo les conviene a ellos. Hablan continuamente de que la juventud actual está perdida, critican a los políticos, a las guerras, o a los imperialismos, o bien los defienden, y reclaman más rigor y represión contra los criminales individualizados y exhibidos por los medios de comunicación. Solo piensan en ellos mismos, y en sus esposas, o sus familias, y en su apartamentito, y en cuidar de su jardín o el automóvil, y de que no les cobren muchos impuestos. Estos criminales colectivos, tan simpáticos e inofensivos, si ven que en la otra calle están asaltando a un desconocido, o incluso a un vecino, cruzan a la vereda de enfrente y no se da por enterado del hecho. Estas gentes hablan de la sociedad y de la política, pero si ve a un indigente pasando frío o hambre en medio de la calle, en invierno, pasan de largo desviando la mirada, y luego responsabilizan a la “sociedad” o al gobierno, o dicen que los indigentes en realidad, son unos haraganes, que les gusta vivir así, que viven así porque ellos así lo desean, y porque no les gusta trabajar, etc. Estos criminales colectivos, cuando van a tramitar su jubilación, cuando pueden, se adjudican a ellos mismos más oficios y más horas de trabajos que las que hicieron en realidad, o sea, mienten deliberadamente, para obtener más beneficios personales. Si estos señores Juan Pueblo, inofensivos criminales colectivos, trabajan en una oficina pública, no dudará, si la ocasión se lo permite, de aceptar deshonestos sobornos a escondidas para tener una ganancia extra. A estas gentes les gusta estar siempre bien vestidas y ser muy formales y estar siempre bien presentados ante las gentes. Son higiénicos, educados, “discretos”, amables, benévolos, prejuiciados y conservadores. Pueden ser de izquierda o derecha políticamente hablando. Nunca estuvieron en una guerra ni mataron a nadie, pero elogian al estalinismo, o dicen que Hitler hizo bien en mandar matar a todos los judíos. Pero ellos, en todo caso, siempre están limpios, y son “gentes decentes y de bien”. Cuando esta gente habla de las marginalidades, o de las injusticias sociales, en realidad les importa muy poco o nada el prójimo que las sufre, o los derechos humanos. Lo único que desea es criticar y ensuciar a determinado gobierno o ideología. O sino, lo único que hace es emitir palabras huecas, sin sentido ni contenido alguno, y sin estar respaldadas por ninguna obra personal al respecto.

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O sino, se pone a defender a toda ultranza al imperialismo, al capitalismo, a los regímenes totalitarios, o a matizar los defectos de estos sistemas, y a relativizar sus males, con el fin de ejercer una verdadera apología de estos. Todos los males y las injusticias que vivimos los seres humanos, a lo largo de toda la historia hasta el presente, no se deben tanto a los odiosos y repugnantes criminales individualizados, como el que apuñala a un jubiladito “decente”. No se deben a un loco que se deja el bigote cuadrado y sale a gritar a las calles, sino que casi toda la responsabilidad de estos males radica precisamente en estos “honestos, inofensivos y decentes” criminales colectivos. Y los criminales colectivos tienen nombres, caras y apellidos, y se sabe donde viven y en qué trabajan. Pero, además de ser criminales mucho más peligrosos que los individuales, están en entera libertad, son impunes e inimputables, son respetados y elogiados, y tienen una excelente coartada para todos y cada uno de sus crímenes. Son, precisamente, los peores tipos de criminales, que los tratados de criminología no los tienen en cuenta, y son los que hunden realmente a la humanidad. Pero alguien me podrá decir: ¿Pero cómo uno va a decir que el “bueno y decente” del señor panadero del barrio, es un criminal mucho peor que ese matón que violó a tres adolescentes amenazándolas con un cuchillo? ¿No es ese matón, un individuo mucho peor que el señor panadero del barrio? ¡El panadero del barrio es incapaz de cometer un crimen tan grande como ese! ¡Es obvio que ese matón hace mucho más daño a la sociedad que el señor panadero del barrio! III

Sin embargo, debemos considerar que un criminal individualizado, como el que rapiña a un autobús, actúa absolutamente solo. Es él, y solo él, el que rapiña al autobús, y todo el crimen queda bajo su responsabilidad y culpa. Es un criminal que carga consigo a toda la responsabilidad de su crimen. Probablemente, el panadero del barrio no haya cometido, de forma material y directa, un crimen tan horrible como un secuestro, un robo, una violación, o un homicidio, sino que sus crímenes han suido mas “suaves”, más indirectos, y no haya sido el autor material de estos. El crimen de este buen y decente panadero, quizás haya sido votar, en un plebiscito nacional, a favor de la vigencia de la pena de muerte en el país.

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Este buen y decente panadero, desde una óptica meramente social, no ejecutó crimen alguno al ejercer su derecho de voto como todo buen ciudadano de la República, y tuvo “todo el derecho” a opinar y decidir sobre un debate social, “cuya solución la debemos encontrar el conjunto de la sociedad”. A este buen y decente panadero nadie lo va a considerar un homicida por haber utilizado su derecho al sufragio a favor de la pena de muerte. Él no conectó los cables de ninguna silla eléctrica, ni tampoco inyectó un veneno letal en ninguna persona. Sin embargo, de manera indirecta, y aunque no material, este honesto panadero del barrio, con su voto, está privándole de la vida a sus semejantes. Es una manera indirecta, intelectual, y no material, de cometer un homicidio. Sin embargo, existe otra diferencia entre los criminales individuales y los colectivos a tener en cuenta. Esta diferencia se basa, en que, como hemos dicho, el criminal individual actúa en solitario, y el se responsabiliza por toda la responsabilidad del crimen cometido. Pero el criminal colectivo, como lo dice la propia denominación, no actúa solo un individuo, sino que son crímenes en los que participa una innumerable cantidad de personas, que provocan el crimen, que es mucho peor que el de los criminales individuales. El honesto y sencillo panadero del barrio que votó a favor de la pena de muerte, no actuó solamente él, sino que su voto, fue tan solo uno más dentro de los millares, o millones de votos que se pronunciaron a favor de la pena de muerte. El panadero del barrio no se lleva absolutamente él mismo toda la carga de toda la responsabilidad y la culpa por quitarle las vidas a centenares o miles de individuos acusados de crímenes que se castigaron con tal pena a causa de votos como el suyo. El voto del panadero a favor de la pena de muerte, fue solo uno de millones de votos que hubo a favor de tal pena. El voto del panadero, en realidad, no decidió la aplicación o no de tal pena por sí solo. Así que el homicidio de centenares o de miles de personas, a causa de la aplicación de esta pena de muerte, no son homicidios provenientes de un criminal individual, sino un terrible genocidio, provocado por un criminal colectivo, al que este honesto y amable panadero del barrio pertenece. El crimen de asesinar a miles de personas, o de dejar en la marginación, o del hambre, o de la pobreza, a millones de personas, a causa de estos criminales colectivos, es diez mil veces peor que el asesinato a una honesta jubilada del barrio. Pero estos crímenes colectivos, a pesar de su magnitudes y maldades, y de quedar absolutamente impunes, son cometidos por gentes “intachables”, personas “de bien y de familia”, sin prontuarios criminales, que son personas trabajadoras, de familia, y que nunca aparentar tener problemas con nadie.

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Son estos tipos de crímenes e injusticias, que la gente común se los suele atribuir a “la sociedad”, “al Estado”, o “al sistema”, o a los “problemas culturales o sociales”, para los que parecen no existir responsables al respecto. Nadie podría decir que el bueno y decente panadero del barrio va a ser tan malo de querer que la ciudad esté llena de gentes indigentes que sufren de frío en las calles, y que si esto sucede, no es porque esta buena persona lo desee, sino porque “no podría hacer nada para evitarlo”. Pero el tema no es que este honesto y decente panadero quiera o no quiera que suicidan estas desgracias, sino que el tema es que a este buen e inocente panadero, no le importa en absoluto lo que vivan otras personas fuera de su contexto, y que, de hecho, si bien no puede abolir todas las injusticias en este mundo, lo cierto es que no hace NADA al respecto. No es capaz de colaborar ni con un granito de arena. Y, para peor, la realidad social, económica y política que vive su país, y que propicia este tipo de injusticias, es una realidad que a él le conviene personalmente, por la cual él gana una buena jubilación, y tiene una buena vida. Entonces, no solo no trata de cambiar desde su posición esta injusta realidad, sino que pasa a defender a este sistema, que le sirve tanto a sus intereses personales, a pesar de que sabe que es en detrimento de otros semejantes. ¡Este es el verdadero y más peligroso criminal en el que deberíamos fijarnos, en vez de hacer tanto hincapié en los chivos expiatorios de las crónicas rojas policiales de los informativos! Uno diría también que la “maldad” que hay en un delincuente de larga data es mayor que la maldad que hay en un honesto panadero que votó a favor de la pena de muerte. Pero, sin embargo, la maldad colectiva, cuando no institucionalizada, que prescribe las penas de muerte, que condena a la marginalidad, a la pobreza, a la explotación, y a las discriminaciones raciales y religiosas, son mucho mayores, y mucho más dañinas, que la maldad de un solo individuo conflictivo y desesperado, que realiza aisladamente una acción grotesca. La maldad de un criminal individual, se debe a motivos personales, y a conflictos reales de la persona con respecto a su víctima. Pero la maldad de los criminales colectivos, que poseen una buena familia y posición económica y social, es una maldad social, no personal, y es una maldad basada simplemente en el odio y en el prejuicio gratuito hacia sus víctimas, sin poseer estos criminales ningún tipo de conflictividad psicológica que la puedan explicar. Además, el crimen y la maldad colectiva son absolutamente impunes, y dejan a la victima sin respuesta alguna por ello. Pongamos, por ejemplo, el caso de un indigente, que vive en la calle, se expone al frío y al hambre, y no tiene lugar ni donde orinar, ni de cómo limpiarse.

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La situación de este indigente es totalmente ignorada por todos. El indigente está en medio de la calle, y la “gente decente y de buena familia” pasa frente a él mirando hacia el otro lado, desviando la mirada, o tapándose la nariz si huele mal. Este indigente está aburrido de constatar a diario la hipocresía, el egoísmo y la indiferencia de esta sociedad, que presume de ser honrada y de bien, mientras él tiene que revolver la basura para encontrar un pan mojado para comer hoy. Me pregunto cómo vivirán esas gentes las fiestas de las navidades y los años nuevos. Verán a todas las casas del barrio iluminadas y con guirnaldas, a las “gentes de bien y de familia” reunidas en sus casas, saludándose, amándose las unas a las otras, gastando grandes sumas en regalos para entre ellos mismos, comiendo opulentas comidas, y reuniéndose entre todos, mientras que él no tiene ni adonde pasar la noche. Las gentes “decentes y de bien”, solo aman a los que los aman, y viven todos en medio de la burbuja de sus propios hogares, trabajo, familias y amigos. El mundo y las gentes de afuera, como el indigente, o sobran, o no existen. Entonces, el indigente cobra conciencia de lo que significa realmente, y el grado de maldad que existe, en estos crímenes colectivos propiciados por las gentes “decentes, amables y de bien”, o sea, el término medio de la población común, o el llamado el “Juan Pueblo” común. Podríamos preguntarle a estos indigentes qué crímenes les parecen a ellos mayores, si los individuales, hechos por chivos expiatorios televisivos, o si los crímenes colectivos, hechos por todas estas enormes cantidades de familias de “gentes decentes y de bien” que se sientan a reunirse entre ellas en sus casas, y a comer bien entre ellas, en las fiestas, y durante todo el año, mientras él está en la calle.

IV

Los crímenes de los criminales individuales, se pueden comparar a la peligrosidad de un perro rabioso, que ataca solo, por su propia cuenta, y que le come un brazo a una persona, y al que la perrera persigue, y que termina pagando en la cárcel por sus propios crímenes. Pero los crímenes de los criminales colectivos, son como los ataques de esos cardúmenes de pirañas, que atacan en conjunto. Cada piraña mide tan solo unos pocos centímetros, y cada una de ellas, individualmente, solo da uno o dos minúsculos mordisquillos a su víctima. Pero uno o dos mordisquillos individuales, entre más de dos mil o tres mil pirañas a la vez, se devoran a un elefante o a una sociedad entera.

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Sin embargo, al perro rabioso se lo juzga y se lo culpa totalmente de su grandioso crimen, mientras que nadie va a culpar, individualmente, a una pequeña pirañita de dos o tres centímetros, por dar dos o tres mordisquillos “para alimentarse”. El perro suelto rabioso tiene nombre y apellido, y todo el mundo lo conoce. Pero a una pirañita escondida dentro de un inmenso cardumen de pirañas, no se sabe ni el nombre, ni el apellido, ni se tiene la menor referencia de ella. Pero estos crímenes colectivos, además de no ser considerados como tales, quedan absolutamente impunes, y su víctima no puede ni podrá nunca responder al mal con el mal. Supongamos que este indigente quisiera desquitarse, y devolver al mal que le hacen, con otro mal. ¿Qué podría hacer? ¿A quién va a hacer pagarle los males que se le han hecho? De hecho, toda la sociedad es la culpable y responsable de su marginalidad. La sociedad se comporta como un verdadero rebaño de tigres vestidos con pieles de corderos blancos, que lo discriminan a él como si él fuera una oveja negra. Pero si a todo el mal que al indigente le hizo todo el conjunto de la sociedad, él se las hace pagar a una persona sola, y la agrede a trompadas, en medio de la calle, a un transeúnte, ese transeúnte, decente y civilizado, le dirá: -¿Y yo qué le he hecho a usted para que me de una paliza? Yo no nunca le he hecho nada. Nunca le he hecho mal a usted. Nunca lo agredí. No tengo nada contra usted. Es usted el agresivo, y el que tiene problemas contra mí, que no le he hecho nada a usted. Yo no lo conozco. Ni siquiera lo miré ni le dije nada. Y lo cierto es que ese transeúnte al cual este indigente atacó, de alguna manera lo agredió a través de su indiferencia. Pero: ¿Acaso es un delito la indiferencia hacia el prójimo? Por otro lado, si bien el criminal colectivo le está haciendo el peor de los daños a dicho indigente, lo cierto es que a ese transeúnte no se le puede atribuir toda la culpa de ese crimen colectivo solo a él, y no sería merecedor de cargar él solo con todo el castigo de este crimen colectivo. Así que si ese indigente, o marginado, hace pagar todas las culpas de todos los criminales colectivos a una sola persona, quedará como un desubicado, como un insensato, y socialmente, él sería, a los ojos de la policía, el verdadero criminal, y no el sencillo y honesto transeúnte que pasaba por allí. Supongamos que el indigente o marginado, en vez de hacerle pagar todas las culpas del crimen colectivo, no a una sola persona, sino que se decide en devolverle a cada uno de los criminales con la misma pequeña maldad que pusieron cada uno contra él.

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Supongamos que se dedicara a efectuar pequeñas e inofensivas maldades o venganzas a todas las personas que conoce y que le hicieron mal. Entonces, los vecinos, y la policía, lo considerarían como una mala persona de la que hay que cuidarse, y no tardaría en tener problemas, y en quedar como el verdadero criminal, y sería el único que terminaría pagando por sus crímenes, mientras sus vecinos “honestos y decentes” quedarían como las víctimas inocentes de un desalmado. En estas dos situaciones, en la primera y en esta última, se situarían aquellas personas, que son víctimas de un crimen colectivo de las “gentes honestas y de bien”, y que deciden devolverles a estos criminales colectivos el mal que le han hecho. El primer caso, sería el equivalente al delincuente que cometió un homicidio “gratuito” a un honesto trabajador de familia desconocido para él. En el segundo caso, estarían, por ejemplo, aquellos individuos que tienen prontuarios criminales por pequeños hurtos, arrebatos, o que roban las propinas en los bares. En todo caso, aquella persona que es víctima de un crimen colectivo, solo puede soportar con toda paciencia y pasividad este crimen y a la enorme injusticia que implica, sin poder hacer nada, ni incluso denunciarlo públicamente, ni ante nadie. O, si decide responder a este crimen colectivo, se convierte entonces en un “criminal individualizado”, que se le adjudica el rol de victimario, que sale en las crónicas policiales, y que es acusado de hacerles mal a la sociedad y a las “gentes de bien y honradas”. V

A menudo la prensa amarillista se escandaliza de aquellos delincuentes menores de edad, que asaltan a un comercio por unos pocos pesos, y terminan matando gratuitamente, y sin ninguna necesidad, a un “pobre y honesto” comerciante del barrio, que mantenía con su trabajo a su mujer y a sus cuatro hijos, y que era respetado y querido por todos sus conocidos de la zona. Y a menudo, suele suceder que ese delincuente individualizado que lo mató, no tenía ningún trato personal contra su víctima, es más, ni siquiera lo conocía en absoluto, ni siquiera conocía al barrio, ni al comercio, hasta que lo asaltó. Este delincuente, simplemente se metió en el primer comercio que encontró en un barrio desconocido, lo amenazó, le robó unas miserables monedas, y luego lo mató gratuitamente, “sin razón alguna para ello”, y luego se dio a la fuga, y hoy aparece en la televisión, exhibido ante las cámaras, conducido a prisión con las manos esposadas, y ante el odio y el clamor público de una población que lo quiere linchar. ¿Cómo se explica que un delincuente, asesine gratuitamente a una persona “decente y honrada”, sin haberlo visto antes, y sin conocerlo, y de forma absolutamente salvaje, gratuita, y “sin motivo alguno”?

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Pero obviando el hecho de que nadie es inocente ni honrado en esta sociedad, lo cierto es que si nos fijáramos en los antecedentes familiares y sociales de este criminal individualizado, veremos que esta persona sufrió en carne propia los peores sufrimientos y crímenes del mundo. Nadie se interesó por ellos, o incluso lo responsabilizaron a él toda su vida por su situación, y lo etiquetaron, ya desde niño, como a un “criminal”, incluso antes de serlo. Veremos que, sin embargo, aparte de los dolorosos e injustos crímenes de personas individualizadas que sufrió este criminal que hoy es exhibido y repudiado por los medios de comunicación, comprobaremos que, como telón de fondo, que estos crímenes cometidos contra él, los peores crímenes que este desgraciado sufrió y sufre durante toda su vida, son cometidos por los criminales colectivos. Esta persona no solo sufrió a un padre que lo violó, que su madre fue prostituta, que sus tres hermanos mayores estuvieron presos desde adolescentes, y de que nació y se crió en la miseria, en un contexto donde todo el mundo se droga y delinque. Esta persona, además, sufre en carne propia el prejuicio, el odio, el desprecio, y, sobre todo, la crítica y la total indiferencia ante su situación, por toda la sociedad en su conjunto, cuyo crimen colectivo es mucho peor, y mucho más grave aún que el hecho de que su padre lo haya violado a los cinco años. Nadie comete un homicidio o un crimen gratuitamente y “sin razón alguna”. Toda víctima tiene una relación con su victimario. El victimario no escoge su víctima al azar, sino que elige, conciente o inconcientemente, a quién va a atacar. Y para el criminal, la víctima siempre es culpable y merecedora del crimen que recibe. Así que si un adolescente menor de edad, se introduce en un comercio al azar, de un barrio que no conoció nunca, le roba dos monedas a un “honesto y buen padre de familia” comerciante, al que jamás vio en su vida, y luego, aparentemente, sin ninguna razón, lo ultima de varias puñaladas o de un disparo de arma de fuego, es porque, para ese delincuente, la víctima se lo merecía. ¿Pero quién era, ese “humilde y sencillo” comerciante, y “hombre de bien”, para que, a los ojos de este malhechor, mereciera morir de esta manera tan trágica? ¿Es que el malhechor no ve que era un “hombre sencillo y de bien”, que nunca le hizo mal alguno, ni lo conocía, y que era un hombre sencillo, común, modesto, de familia, de bien, “que no hizo jamás mal a nadie”? ¿Quién era este “pobre hombre” para este malhechor? La explicación es muy simple: este “humilde y modesto” comerciante, de familia, y tan querido por todos, era el individuo término medio de la sociedad, el individuo corriente, el hombre común, una “persona como cualquier otra”.

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O sea, un integrante del grupo de los criminales colectivos que le infligieron a este malhechor tantos crímenes y atrocidades de las que nadie se da por enterados. Crímenes cometidos contra él que son absolutamente impunes, y cuyos criminales, son vistos ahora como “gentes decentes y de bien”, mientras que él es exhibido ante la prensa como un verdadero delincuente individualizado y repudiado por todos. La mayor parte de los criminales individuales, que son tan repudiados y conocidos, son, en realidad, personas que reaccionan contra los peores criminales de todos, o sea, contra el egoísmo y la xenofobia generalizada de los sencillos “hombres de bien”, o criminales colectivos de la sociedad. Esto explica la aparente “falta de lógica” de ciertos casos de crímenes aberrantes y aparentemente gratuitos que se cometen a diario, y que tanto sensacionalismo causan. Los criminales colectivos, en cambio, no aparecen en las crónicas rojas policiales, ni son considerados criminales, y son considerados “gentes sencillas, honestas y de bien”, y son trabajadores, educados, y gentes de familia. Y, sin embargo, son los responsables de los peores crímenes de la historia de la humanidad. VI

Pero los criminales colectivos se reparten entre millones de personas, las culpas y las responsabilidades de sus crímenes, así que, a cada uno, individualmente, solo le corresponde, de todas sus atrocidades, tan solo una mínima parte de la responsabilidad. Y la responsabilidad compartida entre todos, no da lugar a culpa ni responsabilidad individual para ninguno de sus miembros. Una culpa repartida entre miles de personas, es una culpa, al parecer, desde el punto de vista social, absolutamente inexistente para nadie. Pero si alguien roba, o viola, o mata, o secuestra, o estafa, de forma directa y material, y asume individualmente a toda la responsabilidad por este hecho, se lo rotula de “criminal” y se lo exhibe por la televisión. La sociedad, lejos de comprenderlo, o ayudarlo, multiplica con él su odio y su xenofobia, a la que tanto sufrieron durante años, aún antes de cometer el más mínimo delito alguno. Pero los criminales colectivos, no solo cometen crímenes peores que estos casos aislados, sino que actúan con total impunidad, no son rotulados como criminales, y son respetados y son personas etiquetadas como “irreprochables gentes de bien”. Como criminales colectivos, actúan como un verdadero grupo de leones asesinos, que dejan en la pobreza y la marginalidad a millones de personas, ignoran y trivializan las injusticias que existen sobre la tierra.

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Estos criminales colectivos votan a los candidatos políticos más radicales, más conservadores, los que promueven las penas de muerte, los abortos, las eutanasias, y los que más los favorecen a ellos económicamente. Pero si bien, como criminales colectivos, son un verdadero grupo de leones despiadados vestidos con pieles de ovejitas blancas, cada uno de estos criminales, de forma aislada e individual, son todos buenos y excelentes padres de familia, vecinos, compañeros de trabajo, y aman a sus hijos, y son excelentes amigos. Viven todos en armonía en su propio mundo, en su propio contexto y en su propia sociedad, y no les importa nadie que esté por fuera de ese mundo. ¡Y estos son precisamente los peores criminales del mundo, los responsables de porqué el mundo está como está, y porqué nadie hace, o “no puede” hacer nada al respecto! Y nadie va a culpar de estos crímenes colectivos solo al panadero del barrio individualmente. Entonces, se dice que son “problemas sociales, o políticos, o culturales, o debido a las políticas estatales”. Y la gente común tiene un concepto abstracto e idealizado de la “sociedad”, sin considerar que este “honrado y modesto” panadero del barrio, que voto a favor de la pena de muerte, es un criminal colectivo culpable de todo esto, con nombre y apellido, al que, sin embargo, nadie se atreve a considerar criminal, ni a procesarlo con prisión por ello. ¡Y aquí nos enfrentamos a que aparece en escena el llamado “fenómeno de la delincuencia”, en el que unos individuos “desadaptados” terminan asaltando “inexplicablemente” a este humilde y honesto panadero del barrio! ¡Por algo se dan las cosas, cuando se dan! Y los sociólogos y criminólogos se dan vuelta la cabeza estudiando al “fenómeno de la delincuencia”, sin tener en cuenta a los peores criminales de todos, que son los criminales colectivos, o sea, a la gente decente y de bien. Y dentro de estos criminales colectivos, están no solo los periodistas, los funcionarios del gobierno, sino los funcionarios policiales, los del Poder Judicial, los grandes capitalistas, y todo el conjunto de la población, y la “gente de bien”. Esta gente común y de bien vela egoístamente solo por y para sus propios intereses personales, y aprueba o es indiferente ante las injusticias colectivas, a pesar de que a veces diga que no lo hace, o que no las aprueban, y se llenen la boca hablando por hablar sin hacer nada al respecto. Y los propios criminólogos, los psicólogos y los psiquiatras, que etiquetan y rotulan a la gente, que fomentan el prejuicio generalizado, y que se dedican a ganar grandes sumas de dinero, discriminando y drogando, son unos de los peores, más implacables, e

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impunes, tipos de criminales colectivos, que cuentan con la aprobación unánime de sus gestiones por el conjunto de la sociedad. El criminal individual actúa motivado por un conflicto psicológico que lo atormenta, a raíz de un severo mal que le inflingió alguna o algunas personas, y de la cual, la víctima es el causante o el representante del causante. Si bien el criminal individual es mucho más grosero al cometer sus crímenes, su objetivo son personas o entidades concretas e identificables, de carne y hueso, y su crimen es repudiado por todo el conjunto de la sociedad, y casi siempre lo termina pagando él, y, además, pagándolos como un verdadero “criminal”.

VII

Pero el criminal colectivo generalmente es un individuo que nunca le faltó nada, que tiene su casa, su familia, su trabajo, su automóvil, y cuyo crimen es absolutamente gratuito e innecesario. El criminal colectivo no es un “traumado”, ni una persona que posea un serio conflicto, ni fue agredida por nadie de forma tan aberrante como el criminal individual. El criminal colectivo siempre actúa, o movido por un interés personal de defender el estatus de la clase social a la cual se pertenece, o al más mero y simple odio gratuito, sin necesidad alguna de tenerlo. El criminal colectivo no actúa solo, sino que es una ínfima parte de millones como él, que actúan juntos, que emiten comentarios racistas, radicales y conservadores. Al mismo tiempo, sus víctimas suelen ser un grupo social, es decir, víctimas colectivas, a las que no se les atribuyen nombres ni apellidos, ni poseen rostro alguno. Así, se sabe que el “criminal” que ultimó a la ancianita con un cuchillo para robarle dos monedas, se llama Juan José Peña, de tal nacionalidad, edad, etc. Pero no solo el criminal individual es identificado, sino también la víctima: la victima se llamaba Beatriz Paloma Pinar, tenía ochenta años, era de tal barrio, etc. Y, además, se establece una conexión directa, concreta, entre el victimario y la víctima: Juan José Peña esperó a la señora Paloma Pinar en la parada del autobús, la amenazó de tal y cual forma, y le dio tantas y cuantas puñaladas, por tal y cual motivo. Pero los millones de criminales colectivos que votaron una ley de aprobación del aborto, de la eutanasia, de la pena de muerte, que aprueban una intervención armada, o un golpe de estado, o que condenan a la miseria a millones de personas, no se les conoce ni el nombre ni el apellido. No son tan identificables como Juancito Peña, sino que son “una masa”.

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Al mismo tiempo, las víctimas de estos criminales colectivos, no son tan identificables como Paloma Pinar. ¿Cuál es el nombre de todos los niños que han sido abortados en los hospitales hasta la fecha? ¿Cuáles son los nombres y las caras de todos los asesinados en un golpe de estado, o por la eutanasia, etc? No son tan identificables como Paloma Pinar. Son una “masa”. Y, además, la relación entre el victimario y la victima no resulta tan evidente como el caso entre Juancito Peña y Paloma Pinar. ¿Acaso se puede decir que un ciudadano “común”, al ejercer libremente su derecho al sufragio, esté cometiendo un horrible homicidio, o privándole de la alimentación a un niño? Entonces, ya ni siquiera se habla en estos casos de “crímenes”, sino de “problemas sociales o culturales”. Si bien la saña de Juancito Peña al acuchillar a una veterana, es mucho mayor, desde el punto de vista de la intensidad pasional, que la de un honesto y humilde ciudadano que vota a favor el aborto o de la pena de muerte, lo cierto es que el señor Peña actúa condicionado por una conflictividad psicológica y social, y responde frente a una dura agresión, y que ha llevado una vida de intensas frustraciones, amarguras, e injusticias. La saña de los discursos racistas de la “gente decente” suele ser menor que la de este desgraciado, pero proviene de parte de gentes que lo ha tenido todo, que nada les falta, y que asumen esas posiciones conservadoras y discriminadoras, de forma absolutamente gratuita, o por la más pura y simple conveniencia de su propio grupo social. Si una persona llegara a dudar de la existencia, y de la increíble maldad que pueden llegar a poseer estos criminales colectivos, examinemos, por ejemplo, el caso del nazismo en Alemania, en las décadas de los años 1930 y 1940.

VIII

Actualmente, y sobre todo después de que los nazis perdieron la guerra, se le adjudica, a nivel popular, toda la responsabilidad de los gigantescos genocidios ocurridos, a la “locura” de Adolfo Hitler, es decir, a un criminal individualizado. Hoy en día, se llega incluso a decir que “el pueblo Alemán había sido engañado por Hitler, que él los sedujo, les mintió, y que el hombre vulgar alemán, “honestas y humildes gentes de familia y de trabajo”, fueron victimas de la propaganda nazi del sistema, como si hubiesen sido prácticamente hipnotizados por ella. ¡Pobrecitos!

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¡Al parecer, esas sencillas y humildes gentes alemanas de bien, no se daban cuenta de lo que hacían, cuando levantaban el brazo, sufragaban, e iban a la guerra! Al parecer, después de que perdieron la guerra, todo el mundo tan solo cumplía órdenes de sus superiores. Al parecer, todos estos honestos y gentes de familia alemancitos eran todos muy obedientes, y ninguno dejaba una sola orden sin cumplir, sea cual fuera esta. ¡Y toda la culpa se la relegaban al que daba las órdenes, que era Hitler, en una guerra donde fueron eliminadas más de doce millones de personas en campos de exterminio! ¿Cómo Hitler, un hombre solo, con dos brazos y dos pies solamente, iba a exterminar él solo a doce millones de personas? ¿Es que el era Superman? ¿Quiénes diseñaron y construyeron los campos de exterminio, fabricaron los gases letales, se dedicaron a fichar y clasificar a los ciudadanos de toda Europa, a decidir quién era o no judío o de tal categoría, saber donde era su domicilio, con quién vivía, irlo a arrestar, trasladarlo, darle de comer, llevarlo a la cámara de gas, etc? ¿Lo hizo todo Hitler? Fíjense qué labor, para empezar, científica, la de los antropólogos que determinaron las características del tipo ario y del tipo semita. Fíjense que labor burocrática y administrativa, trabajos de oficina, para revisar todas las documentaciones habidas de todos los ciudadanos de Alemania y Europa, en busca de apellidos judíos. Fíjense qué labor policíaca, a nivel nacional, ciudadano y de barrio, de salir todos los días a patrullar y detener sospechosos. Fíjense qué labor de ingeniería, la de construir gigantescos campos de concentración y de exterminio, con sus celdas, comedores, saneamientos, puestos de vigilancias, enfermerías, sistema de aguas potables, electricidad, cámaras de gas, etc. ¡Qué labor de coordinación, entre las vías de comunicación, desde que el sospechoso era capturado en algún lejano país de Europa, iba a la comisaría del barrio, después derivado en automóvil a otro centro, luego en ferrocarril, etc! ¡Estos eran trabajos que nunca los pudo haber hecho jamás un hombre solo! ¡Y eran trabajos a los que no podríamos adjudicarle toda la responsabilidad al “comandante de un campo de concentración”, como se ha hecho siempre! Un solo comandante de un campo, jamás pudiera haber hecho nada él solo, por más malo que fuera, sin el apoyo de miles de agentes ferroviarios, electricistas, fontaneros, albañiles, sastres, peluqueros que rapaban a la gente, cocineros, ingenieros, etc.

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Siempre existe la tendencia a individualizar al criminal, y a esconder o matizar la gravedad del crimen que cometen los criminales colectivos. Es decir, a la “gente decente y de bien”, como, por ejemplo, el empleado que reparaba los vagones de los “trenes de la muerte”, o el humilde electricista que se encargaba de mantener electrificadas las cercas durante la noche, o el peluquero que se dedicaba a rapar a los condenados a la cámara de gas, para que no sospecharan éstos de sus destinos. Pero siempre se obvia las criminalidades de estas gentes “sencillas y de bien”, y se pasa a responsabilizar a los individuos concretos, como el comandante del campo, o a Adolfo Hitler, y se exonera de toda responsabilidad a los millones de criminales colectivos que actuaron, colaboraron directamente, y aprobaron el genocidio nazi. Pongamos por ejemplo a un “honesto, y gente sencilla y de bien”, como un sencillo obrero alemán de la fabrica Wolsvagen.

IX

El es un “humilde obrerito”, que su humilde trabajo, con el cual le da de comer a sus hijos y mantiene a su familia, es atornillar engranajes en una fábrica de tanques de guerra durante la guerra. ¡Nadie va a decir que este vulgar, mediocre y “honesto” obrerito, es un criminal de guerra por ejercer su labor de proletario! ¡Ningún tribunal de guerra lo condenaría jamás por esto”! ¡Ni siquiera nadie lo llamaría criminal! Pero este sencillo obrerito, resulta que se gana su buen salario atornillando engranajes en tanques de guerra que van a salir a matar a gente inocente, y encima, a invadir países, o sea, que es por una mala causa. Este sencillo obrerito sabe que los tanques que fabrica están hechos para matar a la gente, y que el propósito es invadir países y generar la guerra. Pero este obrerito dice: “Yo solo soy un proletario que hago mi trabajo, porque este es mi oficio”. Además, este obrerito dice: “Yo solo atornillo engranajes. Yo no mato a nadie. De eso se encargan otros”. Y, además, este obrerito dice: “Yo cumplo honestamente con mi trabajo, obedezco fielmente a mis patrones, y, además de eso, sirvo a la Patria”.

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Y luego dice: “Si mi Patria está en guerra, no es culpa mía, eso no lo decidí yo, sino que lo decidieron gentes “de arriba”. Pero a estas “gentes de arriba” que decidieron esa guerra, las decidió él mismo, cuando, en 1933, este humilde obrerito votó al partido Nacional Socialista Alemán. Este obrerito les dio el poder a ese partido para que su país esté en guerra. Y las motivaciones belicistas de Hitler, y sus discursos xenófobos antisemitas, habían sido explicitados muy bien por el partido Nacional Socialista antes de las elecciones, y ese obrerito estaba bien al tanto de ellas, como todos los alemanes, cuando eligió votar a semejante partido. Pero ahora, este obrerito dice: “Esto no lo decidí yo. Esto lo deciden “los de arriba”. La xenofobia nazi, las persecuciones, y las muertes en los campos de exterminio, eran de público conocimiento de los alemanes durante la segunda guerra mundial. Que se perseguía, que se internaban gentes en campos de exterminio, y que se aniquilaron a doce millones de personas, la mitad de los cuales eran judíos, y que los tanques que ese obrerito fabrica, están hechos para matar e invadir países para que ese crimen aumente más y más, bien lo sabe este obrerito “decente y de familia”. Pero este obrerito dice: “Yo solo cumplo con mi trabajo. Soy un proletario”. Y, todavía, poco más falta que diga que él es un pobre proletario explotado por el capitalismo y los grandes industriales. Pero este humilde y decente obrero de familia y de bien, sabe que él votó a un partido que posee una política antisemita, militarista y belicista, y que los tanques que él fabrica son para servir a ese partido. Pero él dice: “Yo sirvo a mi Patria”. Pero ese obrero concurría a las manifestaciones públicas, como todo el término medio de la masa de los alemanes decentes, comunes y de bien, y levantaba el brazo con el saludo nazi, y llevaba brazaletes con la suástica. Este humilde y decente obrero de la Wolsvagen también era uno de ellos, como lo era todo el mundo. Y este decente obrero sabe que su país está invadiendo países ajenos, despreciando las libertades de todos los pueblos, bombardeando ciudades, y exterminando gentes.

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“Pero esto no lo decide él, aunque él votó a ese partido. Él solo cumple con su oficio, y solo sirve a su Patria”. Naturalmente, este obrero escucha las noticias, y está pendiente de todos los avances de los alemanes sobre los países ocupados, y se regocija que su país invada, aunque sea brutalmente, a un indefenso país ajeno. Este obrero se regocija de que, gracias a su trabajo, y a la de los miles de humildes y decentes obreritos como él que hay en la fábrica, se puedan construir muchos tanques, y mejores, para que su país pueda invadir más y más países. Este obrero se regocija cuando el gobierno reconoce, aunque sea verbalmente, el valor del trabajo que hace esa fábrica, y de sus obreros. Y, por cierto, este obrero goza de un buen salario por ese trabajo, hace horas extras, tiene un apartamentito bien instalado, y un buen, aunque modesto autito, gracias a la prosperidad económica que el nazismo le brindó a los alemanes. Este obrero es, además, antisemita, y critica a los judíos por su codicia y su materialismo, y cree que, tanto él como todos los alemanes, merecen más la vida que ellos. Pero este inocente obrero, que sabe que se están exterminando a los judíos, y que se complace con ello, nunca jamás mató a ninguno de ellos con sus propias manos. Este obrero es una persona sencilla, de bien, es dócil, suave, benigno, no es violento, es amistoso. Pero está de acuerdo con el genocidio del pueblo judío. Él, a menudo, en el bar, les dice a sus amigos: -¡A los judíos habría que matarlos a todos! Y todos sus compañeros, gentes tan honestas y decentes como él, están todos de acuerdo. Y todos apoyan y sirven al poder que se dedica a exterminar a esos pueblos, pero, ni este obrero, ni sus compañeros, se ensuciaron jamás, personalmente, las manos ellos mismos. Si estos obreros decentes y honestos de la Wolsvagen, ven que en la cuadra de enfrente, están llevándose arrestado a un judío, solo dirán: -¡Bien merecido que lo tiene! Y si no estuviera tan de acuerdo, solo dirá: -Yo no me voy a meter en problemas. Es asunto de ese judío y la policía, no mío. Yo lo que menos quiero es arriesgar mi posición y mis intereses personales para salir a defender a otra gente que ni conozco ni me interesa.

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A mí solo me importa vivir yo, y mis propios intereses. Mientras consiga lo que quiero, me importa un bledo que los demás vivan o mueran. No es asunto mío. Yo no voy a sacrificar mis intereses personales por salir a defender otros intereses que no son los míos. ¡Qué se lo lleven, nomás! Y a esta actitud, estas humildes y decentes gentes de bien y de familia alemanas, la justifican diciendo: -¡Y yo qué iba a poder hacer! ¡Yo no podía hacer nada! Y, después, resulta que toda la culpa la tuvo Hitler, que poco menos que los engañó, a ellos, pobres víctimas, “gentes decentes y de bien” alemanas, que no pudieron hacer nunca nada contra todo esto. ¡Eran ochenta millones de alemanes, que ninguno pudo hacer absolutamente nada contra la “locura” de uno solo! Todos cumplían órdenes, de gentes que, a su vez, cumplían ordenes, y así sucesivamente. Todos eran absolutamente obedientes. Además, nadie, por lo visto, podía hacer nada al respecto, contra los crímenes que se hacían. Por otro lado, aunque no quisieran admitirlo después de que perdieron la guerra, todos los humildes y honestos padres y madres de familia, resulta que odiaban a los judíos, amaban a Hitler, y estaban sumamente satisfechos con la prosperidad económica que les daba el nazismo, y se sentían glorificados cuando veían que su país se estaba extendiéndose hacia todo el mundo. Y estas no eran actitudes y sentimientos de un “loco” ni de un comandante de un campo de concentración aislado, que después fue identificado y linchado por las tropas aliadas cuando invadieron Alemania. Estas eran actitudes y sentimientos de millones de personas “decentes, de bien y de familia”, la mayoría de las cuales, como este obrerito, no se ensució directamente las manos, pero que participó, colaboró, y aprobó todos y cada uno de los crímenes que hubieron. El nazismo, y el genocidio nazi, no fue nunca, jamás, ni la obra de un “loco”, ni de un conjunto de “locos”. El genocidio que hicieron los nazis, fue un gigantesco crimen colectivo, en donde, sus principales protagonistas, fueron las “gentes sencillas, honestas y de familia”, es decir, las “gentes de bien”. Pero como es natural, siempre se tiende a individualizar a los criminales, y se le adjudica toda la culpa a Adolfo Hitler y a un grupo de “locos” y fanáticos.

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Pero el gran criminal colectivo pasó totalmente desapercibido, no se saben ni sus nombres ni sus apellidos, ni en qué o cómo colaboraron. Hitler es repudiado por todos los crímenes de la segunda guerra mundial, mientras que los obreritos que atornillaban engranajes de los tanques en la fábrica Wolsvagen, o los electricistas que electrificaban las alambradas de los campos de exterminio, y los peluqueros que rapaban a las mujeres antes e ir a la cámara de gas, resulta que ahora “son victimas que sufrieron la guerra, que fueron obligados a actuar así, y que sirvieron a la Patria”. A todos los humildes e inocentes padres y madres de familia les gustó el nazismo y su xenofobia mientras le fue bien. Pero después de que perdieron la guerra, resulta que todo el mundo fue engañado, que todo el mundo sufrió la guerra, y que todo el mundo fue obligado a hacer lo que no quería hacer. Ahora, resulta que toda la culpa la tienen Hitler y tres o cuatro “locos” más. Todo el resto de la gente sencilla y común de la Alemania Nazi son todas víctimas inocentes engañadas. ¿Dirían esos humildes y honestos alemanes, que fueron engañados, y obligados a hacer lo que no querían hacer, si Alemania hubiera ganado la guerra? ¿Decían esto los alemanes, cuando Alemania estaba ganando la guerra? El verdadero criminal que generó el genocidio nazi, fue un criminal colectivo, no fue nunca obra de un hombre zoilo, ni de cuatro, ni de cien. Es un criminal colectivo compuestos de gentes sencillas y de bien, que trabajan, estudian, tienen hijos, nietos, son dóciles, benévolos, complacientes, buenos amigos que aman a los que los aman, que no se meten en problemas, pero que, de vez en cuando, en el bar, o en el trabajo, se les escapan frases como esta: -¡A los judíos hay que matarlos a todos! O sino: -¡A estos terroristas, o a estos imperialistas, o a estos delincuentes menores hay que matarlos a todos! X

Y los casos de estos humildes e inocentes criminales colectivos, como el del obrero de la Wolsvagen que mencioné, en la navidad de 1944, festejó las fiestas con su familia. Este obrero de la fábrica de tanques, es un benévolo padre de familia que tiene dos hijas pequeñas, y una buena esposa, y viven con sus abuelos, y en la navidad se reunieron a

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festejar con unos primos y tíos y amigos, y se saludaron, y se regalaron rosas y champaña, y comieron nueces y castañas. Y, entre ellos, comentaron acerca de sus vidas familiares, de los estudios de sus hijos, se desearon suerte y salud. Ninguno de estos se ensució solo y directamente las manos con ningún crimen. Ninguno de ellos es violento, ni agresivo. Todos se aman y son amados entre todos. Todos son honrados y trabajadores. Ninguno lleva un arma bajo el brazo. Pero, en esa fiesta, como en las anteriores, todos hicieron un momento para brindar por la victoria de Alemania en la guerra, y algunos de ellos tenían puestos un brazalete nazi. Y todos son “gentes humildes, sencillas y de bien”. El genocidio nazi, fue un perfecto trabajo en equipo, sincronizado, coordinado, y organizado entre todas las gentes sencillas y de bien alemanas, donde todos pusieron su parte en este genocidio, que nunca fue poca, y que fue básicamente colectiva. Después de que perdieron la guerra, se le trató de echar la culpa a tan solo algunos capitanes del equipo, y se pretendió que se eximiera a todo el resto de los verdaderos criminales. Este es el ejemplo típico de lo que son los criminales colectivos. Y el crimen que cometieron estos señores a los que nadie los rotula de “criminales”, no lo hicieron debido a un trauma a causa de un gran mal que recibieron de otro, ni son personas que sufrieron muchas injusticias en sus vidas, y, tanto ellos mismos, como sus víctimas, no tienen ni nombres ni apellidos, y no son identificables. Nadie trataría de hallar una relación concreta que conecte al victimario con la víctima. No se podría hallar una conexión muy directa entre un victimario compuesto por millones de obreros sin rostro ni apellido, y una víctima de millones de de ejecutados en la cámara de gas, a través de la rutinaria labor profesional de ajustar engranajes de unos tanques en una fábrica. Y alguno dirá: -¡Pero atornillar un tornillo en una fábrica, aunque sea de tanques, es algo tan insignificante, que no puede ser considerado como un delito de lesa humanidad! Pero en esto precisamente consiste el crimen colectivo. Un solo obrerito que atornille a un solo tornillo en una fábrica de tanques, no parece algo muy serio. Pero veinte millones de obreritos, que cada uno atornille un solo tornillo por minuto, y que otro coloque el chasis, y que otro remache un blindaje, todos esos “pequeños trabajitos” juntos construyen un millón de tanques, cien mil bombarderos, setenta mil

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bombas, granadas, explosivos, pertrechos, ochocientos mil kilos de gases para exterminar en las cámaras de gas a toda la humanidad, y cosas peores. Precisamente, en esto consiste el crimen colectivo. Cada criminal deposita un granito de arena, y entre todos, constituyen un desierto. Son como pequeñas pirañitas, que, por separado, cada una de ellas da un insignificante mordiscón, pero todas, en conjunto, devoran a toda la humanidad entera. ¡Y a cada una de las pequeñas pirañitas, por separado, individualmente, no se las puede acusar de ser unas genocidas! Aquí está, precisamente, la gravedad, y también la inmensa cobardía, de estos criminales colectivos, que son las insignificantes y sencillas personas humildes, de familia y de bien, que hacen que el mundo esté como esté. Y, en el caso del genocidio nazi, el victimario colectivo no es identificable, no tiene nombre ni apellido, pues está compuesto de millones de simples y honestos obreros alemanes. La victima colectiva, también es inidentificable, puesto que son millones de personas que padecieron en campos de exterminio. Y la conexión tampoco parece ser muy concreta, a través de “cumplir con la tarea de su oficio”, de atornillar un engranaje en una fábrica de tanques. Entonces, no hay victimario, no hay victima, y no hay conexión entre ambos. Y este obrerito de la Wolsvagen es un honesto y humilde padre de familia, que solo trabaja para dar de comer a sus hijos, que cumple con su trabajo, que recibe órdenes, que es un asalariado explotado, que sirve a su Patria, que es una víctima de la guerra, porque un hijo suyo murió heroicamente en combate, durante el invierno, en Rusia, y porque su casa fue destruida por un bombardeo al final de la guerra. Y este pobrecito hijo suyo que murió luchando en Rusia, era también un “honesto, humilde, y gente de bien y de familia”, que luchó cumpliendo órdenes de sus superiores, y que también habrá matado a varios rusos, soldados o civiles, sirviendo a la Patria, y que recibió, en el frente, una o dos condecoraciones por su valor, de las cuales tanto él como su padre se sintieron orgullosos en su momento, hasta hoy en día. ¡Pobrecitos! XI

Y los soldaditos que son enviados al frente de guerra, y que asesinan a miles de semejantes, civiles y militares, son todos muchachitos de bien y de familia, que tienen todos sus padres, sus novias y sus familias, y sus estudios. Estas gentes salen a matar, en la guerra, tanto a civiles como a militares, y a custodiar campos de exterminios, cumpliendo sus labores “profesionales”, como buenos soldaditos que son.

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Estos buenos y decentes soldados, para justificar sus crímenes, dicen: “Yo solo acato órdenes” “Yo sirvo a mi Patria” O sino, dirán: “Yo mato porque es mi vida, o la del otro. Es matar o morir”. Y al final, dicen: “Así es la guerra. No la elegí yo”. Y todos estos millones de muchachitos jóvenes que están en el ejército, o en la marina, o en la aviación, de cualquier nación del mundo, y que matan “por deber, o por defenderse en las trincheras”, resulta que, individualmente, son todos “muchachitos de bien, decentes y de familia”. Pero estaríamos en un error si creyéramos que todos los soldados que van a la guerra son reclutas que van forzados o contra sus voluntades. Durante cada guerra, se enrolan en el ejército millones de voluntarios que optan por ir al frente sin que nadie los obligue a ello. También es un hecho que, en tiempos de paz, millones de muchachitos decentes y de bien elijen libremente seguir la carrera militar, y se enrolan voluntariamente en las Fuerzas Armadas, sin que nadie los obligue, y teniendo otros mil oficios mejores a su disposición que elegir, pero ellos se deciden por la carrera militar. Y son todos muchachitos jóvenes, gentes decentes, de familia, y de bien. Luego, cuando asesinan en la guerra, ellos dicen: “Yo me defiendo. Es mi vida o la del otro. Yo cumplo órdenes. Yo no elegí que hubiera guerra. Yo sirvo a mi Patria”. ¿Pero es que este muchachito tan decente no pudo elegir una autoridad mejor a la cual obedecer, que a un sargento que le ordena disparar contra el “enemigo”, sea civil o militar? ¿Es que este muchachito tan decente no pudo elegir una manera mejor y más digna de servir a su Patria que la de asesinar gente? ¿Y a qué Patria sirve este muchachito? ¿Sirve a su Patria a ultranza, poniéndose una venda en los ojos, a una Patria que invade, que oprime al resto de los países el mundo, que se dedica a invadir países?

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Y resulta que, en conjunto, un ejército de ocupación, como el que invadió a Irak, mató y asesinó a millones de civiles, bombardeó, destruyó ciudades, arrasó con toda una nación entera, está compuesto, individualmente, por simples muchachitos “de bien y de familia”. Individualmente, cada soldadito norteamericano que invadió Irak, es un muchachito inocente y de bien, que sufre la guerra, que cumple órdenes, que sirve a su país, que le escribe hermosas cartas a su novia desde el frente de batalla, que tiene un hijo chico al que aún no conoce, y que sus padres y sus amigos lo quieren mucho. Y este soldadito “que defiende a su Patria”, pilotea un bombardeo, y deja caer centenares de toneladas de explosivos sobre una pequeña ciudad que está por debajo de él, pobladas de civiles, gentes inocentes, y llena de mujeres, niños y ancianos. Pero, naturalmente, este muchachito decente, como el resto de los muchachitos decentes que tripulan este bombardero, así como todos los miembros de las Fuerzas Armadas, que se alistaron voluntariamente en estas, o que eligieron seguir la carrera militar, son todas “gentes sencillas, honestas, y de bien”. Este es el típico estereotipo del criminal colectivo, que actúa solo por intereses personales, de mala fe, por conveniencia, que es de familia decente, que no se ensucia las manos, que no se quiere meter en problemas, que individualmente es un “buen hombre”, no es violento, es dócil, de familia, etc. Estas gentes lo han tenido todo en la vida, nada les ha faltado, no tienen nada de que quejarse, y sus crímenes son absolutamente gratuitos y de mala fe, o por conveniencia, no como el conflictivo y atormentado Juan José Peña, autor de un crimen, donde el victimario, y la victima, están totalmente identificados, y sus relaciones y motivaciones también, y que son exhibidas por los informativos, para que las sepa todo el mundo. Se podría decir que el caso del nazismo es exagerado. Pero no lo es en grado alguno.

XII

Durante la invasión yankee a Irak y a Afganistán, más de cien millones de norteamericanos aprobaron la invasión, en 2003, aún sabiendo que el propio gobierno de los EE.UU les estaba mintiendo acerca de los pretextos para llevarla a cabo. Los que no estaban del todo de acuerdo con esta, simplemente se callaron, porque no era asunto de ellos, no les importaba, esa invasión no les afectaba sus vidas, y, por esto, directamente, no hicieron nada. Las críticas al gobierno del presidente George W. Bush, vinieron a raíz de la crisis económica que hubo en los EE.UU después, no por la guerra. Los que dejaron de estar a favor de la guerra, lo hicieron porque, directamente, los EE.UU estaban perdiendo la guerra, o eran familiares de soldados muertos en combates.

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Y si alguien estaba o no a favor de la guerra, su criterio se basaba siempre a partir de un punto de vista personal o nacional. Ningún norteamericano estuvo a favor o en contra de la guerra poniéndose en el lugar de los iraquíes o afganos, sino desde su propia óptica personal o nacional. Estas mismas actitudes, se aplican a todos los pueblos y naciones del mundo. Al criminal colectivo le interesa tan solo sus propios intereses personales e individuales, suyos, o de su grupo de pertenencia, y nada más. Cuando un grupo de trabajadores reclama “TRABAJO Y VIVIENDA DIGNA”, se refieren al trabajo y la vivienda de los integrantes de su propio gremio o grupo social. Ningún gremio va a permitir desposeerse a sí mismo de privilegios, para que se beneficie otro gremio ajeno al suyo, sin obtener nada a cambio. La “solidaridad intersindical” termina cuando sus requisitos empiezan a chocar con los intereses de algunos de los gremios. Si alguien, en un barrio, se pone a hablar en contra de la indigencia, es porque o está hablando por hablar, o es porque está usando a este fenómeno para hablar mal de algún partido o gobernante, o ideología, el cual es realmente el motivo de su discurso, no los indigentes. Y si algún vecino se preocupa seriamente por el problema de la indigencia, generalmente, lo hace porque hay indigentes en su mismo barrio, que le dan mala fama a su zona residencial. O lo hace porque el verdadero interés de ese vecino en erradicar la indigencia en su barrio, es evitar que lo asalten a él personalmente, o a su familia, los indigentes de la zona. En todo caso, todos se preocupan por los indigentes de su propio barrio o ciudad, pero a nadie le importa la hambruna que se sufre en África o en Centroamérica. ¡A qué telespectador uruguayo le importa, cuando en el noticiero, pasan un terremoto que hubo en Japón, o una inundación que hubo en China! ¡A nadie! La gente, mientras pasan estas noticias, está comiendo un emparedado, o hablando con sus amistades, o dice: -¡Mira que horrible lo que pasó en Japón!- por el más simple y pueril sensacionalismo superficial, y a los dos minutos se olvida del asunto, o sino, dice: -¡Por qué estos malditos informativos siempre dan malas noticias!- y cambia de canal.

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Al criminal colectivo no le importa nada que esté fuera de la esfera de sus propios intereses personales, particulares, o de su propio grupo de referencia. El resto el mundo, si vive o si muere, o si está o no está, o si se muere de hambre, o de lo que sea, no le importa. XIII

Al criminal colectivo, hombre “decente y de familia”, solo le importan sus propios intereses, y apoya a los políticos, lideres y gobernantes, que les hacen las mejores promesas, que defienden sus propios intereses personales o de clase. Si el criminal colectivo es un burgués, apoyará a un político que defienda a las grandes empresas capitalistas. Si el criminal colectivo es un jubilado, apoyará a aquel que prometa incrementar las jubilaciones, y así con cada uno de los sectores. Y si al criminal colectivo, le sirve para sus intereses económicos, que su país salga a invadir injustamente a otro, en una guerra desvergonzada, el criminal colectivo de las gentes de bien apoyará, pasiva o activamente, explícita o implícitamente, al gobierno que lleve a cabo la invasión que tanto los beneficia. También, el criminal colectivo apoya a aquellos líderes que reflejen sus mezquinos prejuicios sociales. Si el criminal colectivo es racista, apoyará a un líder que prometa expulsar del país a los inmigrantes indocumentados ilegales, y que ponga cuotas, o que elimine a la entrada de esos inmigrantes. También, el criminal colectivo, además de pretender para sí menores impuestos, más beneficios sociales y económicos, apoyará a los líderes que apoyan la pena de muerte, el aborto, la eutanasia, etc. O sea, el humilde y honesto criminal colectivo, apoyará a todos aquellos lideres que son capaces de cometer los crímenes que ellos desean que se cometan, pero que ellos no tienen el valor de dar la cara, y de cometerlos por mano propia. El criminal colectivo, elige líderes que se ensucien las manos por ellos, y que cometan, por ellos y a través de ellos, los crímenes que a ellos les daría vergüenza confesar o ejecutarlos ellos mismos públicamente. Y luego, si sucede algún problema, la culpa la tiene toda el “loco” del líder, no sus anónimos votantes, o sea, los sencillos y humildes criminales colectivos “de bien”. El caso de la Alemania nazi es un claro ejemplo de ello. En el fondo, cada uno de nosotros, los seres humanos, somos unos criminales, que velamos solo por y para nuestros intereses personales y los de nuestros grupos de pertenencia.

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Todas las personas, o las cosas que estuvieran fuera de este estrecho círculo de intereses, directamente se ignoran, o no existen, o se desprecian. Cada ser humano solo piensa en sí y para sí, o para el estrecho grupo social que lo respalda, y nada más. En el fondo, cada ser humano hace y siente solo lo que considera que le conviene a él personalmente, y nada más. XIV

La diferencia entre un criminal individual y uno colectivo, o entre un trabajador y un haragán, o entre un capitalista y un comunista, o entre un individuo sincero y otro mentiroso, o la diferencia que fuera, no estriba tanto en que hay gente que es buena y otra mala, sino en que, siendo todos malos y pecadores, creemos que nos convienen diferentes cosas a cada uno. Al que dice la verdad, no la dice porque sea un santo, sino porque cree que le conviene decirla. Al que miente, lo hace solo porque cree que le conviene mentir. Al que roba, es porque cree que le conviene robar, y el que trabaja y presume de honesto, es simplemente porque cree que le conviene eso, nada más. Si una persona roba, pero luego se da cuenta que le conviene más trabajar, lo hace. Y el que trabaja, y se le da una oportunidad de robar sin que nadie se de cuenta, y el individuo ve que le conviene mucho hacerlo, lo hace. Si un individuo está preso, y el otro no, no es precisamente porque uno sea más malo que el otro, y el segundo más bueno, sino porque cada uno eligió de forma diferente lo que creyó que le convenía. Y si un individuo roba con la finalidad, no de tener dinero, sino de, precisamente, ir preso de por vida, aún así, lo hace porque él cree que le conviene estar preso de por vida. A parte de que cada persona puede cometer un error de cálculo, o de cambiar de intereses o de objetivos, y variar su opinión personal acerca de qué es lo que más le conviene personalmente, en todo sentido, lo cierto, es que, básicamente, cada cual hace lo que le conviene, a sí mismo, y a los intereses tan solo personales y de su propio grupo social. El resto de las cosas o seres humanos que existen por fuera de eso no importa en absoluto. El ser humano es un animal básicamente egoísta y malicioso, como regla general, a pesar de que son muy pocas personas las que están rotuladas y que son discriminadas de

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este modo, y que una inmensa parte de la población, parece que está exonerada de ello, y se consideran “gentes sencillas y de bien”.

XV

Cuando Dios hizo caer el Diluvio sobre la Tierra, pereció toda la población del planeta, a excepción de Noé y de su familia. ¿Es que acaso, en la época del Diluvio, la Tierra no estaba llena de millones y millones de “gentes honestas, sencillas, dóciles, trabajadoras, y de buenas familias”? ¡Sin duda había millones! ¡Estaba la Tierra poblada de esas gentes! Pero Dios los condenó a todos bajo las aguas. Porque Él sabía que esas gentes tan decentes y de familia, eran criminales colectivos tan crueles y pecadores como el señor Juan José Peña, de quién se habla tanto. Hoy en día, en los países donde más se aplica la pena de muerte, el número de sentencias de muerte, aún en los países más radicales, suele ser una ínfima parte, en proporción al número de penas que se aplican en general en ese mismo país. Sin embargo, a raíz del Pecado Original, que es un pecado que lo llevamos todos nosotros consigo, Dios condenó al hombre y a la mujer a padecer enfermedades, a ganar su pan con el sudor de su frente, y a la muerte. Siendo Dios infinitamente compasivo y misericordioso, nos condenó a todos los seres humanos a la pena de muerte. A todos los seres humanos, sin excepción ninguna. Esto significa que el pecado original, a ojos de Dios, que es infinitamente sabio y misericordioso, nos convierte a todos en unos verdaderos criminales ante él, ya seamos criminales individualizados, o colectivos.

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Todo esto nos lleva a reflexionar acerca de la pretendida “inocencia” de estas gentes sencillas, honestas, de familia y de bien, cuyos crímenes pasan totalmente desapercibidos, hasta para sí mismas. También nos lleva a reflexionar acerca del trasfondo que hay, cuando, teniendo en cuenta las injusticias que cometen los criminales colectivos, y de que, cuando una de la inmensa cantidad de sus víctimas, que soportan pasivamente tales crímenes, decide reaccionar a esta injusticia, a quienes cataloga o exonera la sociedad del rótulo de “criminales”.

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Entonces aparece algún Juan José Peña a ultimar “incomprensiblemente” al panadero del barrio, una persona tan bonachona, que todo el mundo lo quería, que nunca hizo mal a nadie, ni jamás se metió jamás en problemas. Y uno dice: -¿Y por qué? ¿Por qué? Aparentemente, todas estas cosas parecen no tener sentido, ni existir detrás de ellas justicia alguna. Pero las cosas no siempre son como aparentan serlo a simple vista, y en los informativos, se nos bombardea con imágenes y clichés de los criminales individuales aislados, que van a parar de por vida a prisión. Se suele montar toda una verdadera apología de estos criminales colectivos, gentes tan de bien, tan buenas y honestas, como el panadero del barrio, cuando en realidad, la verdad es otra muy diferente. El señor panadero del barrio, pese a las apariencias, no era todo lo inocente que parecía serlo. Los psicólogos, los psiquiatras, y los criminólogos, dado su oficio discriminador e inquisidor, salen a colocar rótulos y a hablar mal de la gente, y hacen verdaderos tratados acerca de los “psicópatas” y de los tipos y perfiles de los “psicópatas”. En realidad, son ellos, los mismos psicólogos, psiquiatras y criminólogos, los criminales números uno, los que defienden a losa criminales “normales”, frente a los criminales “locos”, en nombre de sus intereses personales y los de sus inquisidoras instituciones. En nombre de la “psicopatía”, estas criminales instituciones inquisidoras de la Psicología y de la Psiquiatría, salen a recorrer las calles y a secuestrar en sus ambulancias, como una verdadera policía cultural.

XVII

Actualmente, para que la policía vaya a allanar una propiedad, o vaya a detener a un sospechoso, necesita una orden de allanamiento o detención efectuada por un Juez. Pero aquí en Uruguay, para entrar al domicilio de una victima, acusada por la inquisición, y que la inyecten, la secuestren en una ambulancia, y la lleven detenida a un centro de reclusión cultural indefinidamente, solo basta la firma de un psiquiatra, y la de un familiar cercano. No se necesita ninguna orden judicial. Además, la policía arresta a un individuo solo cuando hay semiplena prueba de que fue el autor de tal delito.

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La policía arresta por un delito que se ha cometido, y sobre el cual, existen semiplenas pruebas de que el autor haya sido el propio detenido. Por ejemplo, la policía arresta a un sospechoso de haber asaltado a un banco. Pero jamás arrestaría a un individuo que la policía "suponga" que en el futuro va a asaltar un banco, o cometer tal o cual crimen. Para que la policía arreste a alguien, tuvo que haber habido un delito, no basta con la simple suposición de que, en el futuro, el individuo vaya a delinquir. Pero los psiquiatras sí que pueden encerrar en un centro de reclusión cultural a alguien que está perfectamente bien y normal en su casa, por el simple hecho de que el señor psiquiatra suponga, o sospeche, o tenga alguna duda, de si ese paciente, en el futuro, se podría llegar a “descompensar”. Para la policía, solo se puede allanar y arrestar por orden de un Juez, y este si puede ordenar este allanamiento o arresto por considerar la mera sospecha. No obstante, esta sospecha judicial acerca de si el sospechoso cometió un delito que se concretó realmente, tiene que ser fundada. No puede ser un mero chisme, o habladurías de la gente. Tienen que haber, al menos, semiplenas pruebas de que el sospechoso sea el autor del crimen. Pero para los psiquiatras, basta las meras habladurías, o los chismes, o las suposiciones intuitivas y personales del propio psiquiatra, acerca de la suposición, o mera especulación, de una “descompensación” que no existe en el momento del allanamiento y la detención, para proceder a esta. Un delincuente, antes de ser enviado a la cárcel, se lo somete a juicio. En el juicio penal, tenemos a la parte del Fiscal, que acusa al acusado, al Abogado, que defiende al acusado, y al Juez, que se encarga de contemplar ambos puntos de vista, y de sentenciar acorde a la Ley, no a su voluntad personal o parecer. Para condenar al acusado, tiene que haber existido un delito previo, y el Fiscal debe probar de manera contundente, de que el acusado es totalmente culpable de ese delito, para que, recién después de esto, el acusado pueda ser declarado culpable del delito. Finalmente, si el acusado es encontrado culpable, se le dicta una sentencia, que se extiende por tantos años. Es una sentencia de acuerdo a un código normativo vigente y general para todos, y la condena tiene determinado máximo de duración, no más. Pero para los reclusos culturales, no es necesario que haya existido ningún delito, o “descompensación” previa al juicio del psiquiatra, sino que simplemente basta con que el psiquiatra “suponga que el individuo va a estar mal en un futuro hipotético”. Además, el psiquiatra puede internar a un reo cultural, no por razones propias del reo, sino familiares, por ejemplo, ante el hecho de que la familia del reo no lo desea más tenerlo en su casa.

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En este juicio, el propio psiquiatra hace al mismo tiempo, tanto de Juez, Fiscal y Abogado del reo a la vez. El propio psiquiatra juzga a su propio criterio personal la situación el reo, y decide acerca de él, no de acuerdo a una Ley preestablecida, normativa, y vigente para todos, como los Jueces, sino a su particular parecer y voluntad personal. Finalmente, el reo cultural, tras el “juicio” que le hace el psiquiatra, según su parecer, se lo condena a un centro de reclusión cultural, pero la condena, en cambio, no está fijada de antemano, no es limitada, y no necesariamente tiene que guardar relación con el supuesto “delito” del reo cultural. El reo cultural estará internado en un manicomio, simplemente, hasta que el psiquiatra se decida a ponerlo en libertad, no antes. Esta condena puede incluso, ser de por vida, como, de hecho, en la mayoría de los casos lo es. Para que un reo cultural pueda salir del manicomio sin la autorización del psiquiatra, necesita que un familiar muy cercano a él, no cualquiera, decida “firmar contra el alta médica”, que sea un documento donde este familiar asume todas las responsabilidades y riesgos de permitir la salida del recluso cultural a la calle. Esta es la única forma que tiene un recluso cultural de evitar la cadena perpetua en un centro de reclusión cultural. Pero si este recluso, fue declarado incapaz legalmente, entonces, es que existe un familiar que tiene todos los derechos de su curatela sobre él. Y si este familiar, o tutor, no desea la salida del reo cultural de su encierro, este reo pasará a estar internado indefinidamente, aunque los propios psiquiatras no estén de acuerdo, o aunque algún familiar cercano, con buena voluntad, deseara firmarle un “alta contra la voluntad médica”. Así que, tengamos bien en claro que, en materia de crímenes, individuales o colectivamente, todos somos criminales, como autores y como cómplices.

XVIII

El hecho de que haya personas etiquetadas, y que salgan por la televisión como “criminales”, y el hecho de que se elogie tanto, a aquellas personas humildes y de familia, no significa que estas no sean, a su modo, tan criminales como las primeras. Y por último vemos como, dentro del sensacionalismo que existe en rotular e identificar a criminales individuales, y exonerar a los colectivos, vemos que la psicología y la psiquiatría han elaborado sus estereotipos de perfiles de “psicópatas”. En base a estos estereotipos de los “psicópatas”, los psiquiatras, como verdaderas policías culturales que son, salen a allanar, detener, y secuestrar, a personas que en

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muchos casos no han cometido ningún delito, sino que el propio psiquiatra presupone que en un futuro hipotético lo podrían hacer. A estos desgraciados, el psiquiatra les hace un juicio subjetivo, si rigor ninguno, absolutamente personal, y sin estar atado a ningún criterio normativo externo alguno. Luego, se pasa a encerrar durante mucho tiempo, o de por vida, y sin casi ninguna garantía personal, a estos desgraciados, que en la mayoría de los casos no cometieron ningún delito, y que ni siquiera poseen un dictamen de cuánto durará su condena, o si esta es o no perpetua. Y los psiquiatras, como parte de una gigantesca institución represora, son el tipo clásico de los verdaderos criminales colectivos, de “gentes de bien, trabajadoras y de familia”, junto con los personales de enfermería, de ambulancias, y los familiares de sus víctimas. Y el reo cultural, finalmente, se encuentra con, además de estos criminales, con el criminal colectivo peor de todos. ¡Se encuentra con el hombre común y decente de la calle, ignorante, que lo destruye a él con su indiferencia, o que, lleno de prejuicios, no está ni siquiera dispuesto a escuchar lo que un “loco” tiene que decir acerca de los psiquiatras que lo encerraron! Al criminal colectivo común y corriente de la calle, no le importan los “locos”, ni su estado, ni lo que les hacen, ni nada de ellos. Simplemente piensan: -Si están encerrados, es porque son locos. Y para el criminal colectivo de la gente común y decente de la calle, la “locura” y los psiquiatras no es un asunto que les importe a ellos, ni les interesa, ni perderían su tiempo en tratar de escuchar a un “loco” o de interesarse por sus problemas. Y así, un “loco” se ve totalmente aislado, víctima de un gigantesco crimen colectivo en el que participan tanto su familia, sus amigos, sus compañeros del barrio, del trabajo, jueces, doctores, enfermeros, y los humildes y decentes transeúntes ciudadanos que toman el autobús y caminan por la ciudad. Al final, el criminal colectivo compuesto de toda su familia, el Estado, la institución psiquiátrica, y todo el conjunto de las gentes e individuos de la sociedad, lo condenan a vivir drogado, encerrado de por vida en un hospital psiquiátrico, y viendo la televisión absolutamente todo el tiempo, de por vida, sin interesarse por nada ni nadie más, y sin que nadie, ni siquiera tan uno solo de sus familiares, lo venga a ver en ninguno de los horarios de visita. El aislamiento del “loco” por este criminal colectivo, es similar al de un indigente que vive solo pasando hambre en la calle. ¡Y pobre del “loco”, o del indigente que se atreva a reaccionar, y a devolver el mal con el mal, y a romper un vidrio, o una silla, en el comedor del hospital psiquiátrico!

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¡Porque ahí, se lo toma del cogote, se lo inyecta, se lo ata a la cama, y se le dan electroshocks! Y, además de sufrir este tipo de vejámenes, queda ante la sociedad, como si fuera un verdadero “loco” o criminal. XIX

En la Biblia, está escrito que en Jerusalén, un grupo numeroso de personas estaba a punto de lapidar a una “mujer adúltera”. Esta era y es una práctica que se utilizaba frecuentemente entre los judíos de esa época, y aún hoy en día en ciertos pueblos, contra estas mujeres, rotuladas de “adúlteras”. Probablemente, la mujer a la que iban a lapidar, arrojándole piedras hasta matarla, era una fornicadora conocida, que escandalizaba a su entorno, teniendo sexo con muchos, o tal vez, con no tantos muchos hombres, y que se generó la antipatía y el repudio generalizado por esta razón. Demás está decir, que el acto de adulterio, es un acto en el que siempre participa más de una persona, al menos, dos de ellas. Pero esto, al parecer, no lo tuvieron en cuenta ese grupo de personas que iban a lapidar a esta mujer rotulada de “adúltera”. Probablemente, dentro del grupo de las mujeres que se disponían a lapidar a esta señora tildada de “adúltera”, muchas de ellas también eran tantas o más adúlteras que ella. Por otro lado, en el grupo de los hombres que iban a lapidar a esta mujer “adúltera”, sin ninguna duda, estaba lleno de “cornudos” que tenían plena conciencia, o no, de serlos. O sea, que dentro del grupo de gente que iba a lapidar a esta “adultera”, estaba lleno de adúlteros, tanto o peores que ella. Pero por algún motivo, ya sea porque la hayan visto, o por las malas habladurías de la “gente decente y de familia”, esta pobre mujer, a la que iban a matar arrojándole piedras, estaba, como se dice popularmente,”quemada” ante los ojos el pueblo. Los cornudos y las adúlteras que la iban a matar a pedradas, en cambio, eran adúlteros que no estaban "quemados”, ni etiquetados social y explícitamente como ella. Estos eran “adúlteros discretos”, que se disponían a lapidar a una “adúltera quemada”. Entonces, los letrados y los fariseos le dijeron a Jesús: -Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés ordena que mujeres como esta sean apedreadas. Tú ¿qué dices? Y Jesucristo les respondió: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”

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Y los oyentes se fueron retirando, uno por uno, soltando de las piedras de sus manos. Estro no es de extrañar, porque… ¿Quién de ellos no era un cornudo ni un adúltero? Lo que ocurre es que vivimos en una sociedad en la que, siendo todos criminales, “locos” y adúlteros, resulta que tendemos a etiquetar, a rotular, y a descargar todo el peso de las culpas de todos los pecados colectivos solo contra unos pocos desgraciados “quemados” socialmente, y repudiados y discriminados por todos en los medios de comunicación. Por el contrario, la sociedad tiende a eximir de toda culpa a los criminales, “locos” y adúlteros discretos que nadie los notan, y a hacerlos pasar como por “gentes sencillas, decentes, de bien y de familia”. ¡Esta es la gran hipocresía social de este peligroso criminal colectivo que se siente tan inocente! Y los señores psicólogos, psiquiatras y criminólogos, cuyos oficios se encargan precisamente de esto mismo, de etiquetar, discriminar, y reprimir salvajemente a las gentes etiquetadas como “locas”, adúlteras o “criminales”, en nombre de la Ciencia y la Moral, son precisamente, los criminales números uno, los que cometen mayores crímenes, los que salen totalmente impunes, y a los que nadie los identifica como tales. A esta siniestra labor se dedica la Nueva Inquisición Post Moderna, en nombre de la Ciencia, la Moral, y la Salud Mental. Y tenemos que tener en cuenta, que más del noventa y nueve por ciento de esos crímenes aparentemente horribles e inexplicables que tanto repudia la gente común, sencilla y decente, los comete gente “normal”, que es procesada, y paga con prisión por ello por el resto de sus días, y que no son cometidos por “locos”, o personas rotuladas o etiquetadas como “pacientes psiquiátricos”. ¡Así que se pueden dejar los psicólogos y los psiquiatras de hablar tanto y tan mal de esos estereotipos ideales de los “psicópatas”, cuando ellos son los primeros en serlos! ¡Así es la justicia de estos seres humanos!

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PARTE VIII -la responsabilidad en los psiquiatras-

Desde el punto de vista legal, a lo único que los psiquiatras están obligados es a evitar que el paciente se descontrole, o cometa alguna falta o infracción. Para evitar esto, el psiquiatra está libre de ejercer sobre su víctima el tratamiento que desee, que puede incluir drogas, encierros, o electroshocks. Ningún psiquiatra, ante la ley, es responsable por el abuso de psicofármacos en los pacientes, por tenerlos todo el tiempo sobre medicados, ni por abusar de darles electroshocks, ni por privarlos de su libertad por el número de años que ellos deseen hacerlo. Si un paciente psiquiátrico, que ha recibido injustamente varias decenas de electroshocks, ha sido sobre medicado, y privado durante décadas de su libertad, sin haber cometido falta alguna, y sin haber tenido la posibilidad de que se le haya brindado un juicio justo donde se decida si corresponde o no dicha privación de libertad, pretende efectuar una queja, o protestar ante alguien, no tiene ninguna posibilidad de hacerlo. Desde el punto de vista legal, solo basta con la firma de un psiquiatra y de un familiar para privar de la libertad a un ser humano. Legalmente, no existe reclamo posible. Como paciente psiquiátrico, desde el punto de vista legal e institucional, está obligado a ingerir las drogas que le ordena tomar el psiquiatra, y aceptar cualquier tipo de tratamientos, incluso los electroshocks, asimismo como aceptar su situación de cautividad. En lo que respecta a la curatela, una vez que el paciente firmó un documento que la habilite, aunque este haya sido arrancado a fuerza de un engaño, o debido a una sobredosis, o a una manipulación hipnótica, no existe reclamo posible al respecto, ni vuelta atrás tampoco. Para la Ley, una firma es una firma, y después de que la firma está escrita, no existe reclamo alguno, ni forma de poder invalidar esa firma o ese poder, no importa las condiciones en las que el documento fue firmado. La responsabilidad de la firma fraudulenta de documentos, en definitiva, es adjudicada al paciente, “por bobo”, o la responsabilidad le es adjudicada al Juez y a la Ley, “por aceptarla”. Los abogados y fiscales, relegan toda la responsabilidad de las consecuencias de estas firmas irregulares en los reclamos y peticiones de los familiares que les pagan para que hagan su trabajo, y también la relegan en el Juez y en la Ley por aceptarlas. Después de todo, tanto los abogados como los fiscales “solo hacen su trabajo”. Y, de últimas, consideran que su trabajo es “legal”, así que está bien moralmente.

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Los jueces, responsabilizan de la firma al firmante de esos documentos, sin importarles las condiciones en las que los firmaron, aunque, de hecho, ya las saben, en la inmensa mayoría de los casos, y, de última, responsabilizan a la Ley, aduciendo que ellos solo cumplen con lo que esta determina en estos casos, y no se hacen más cuestionamientos éticos ni morales. Para las graves secuelas que ocasionan el uso indiscriminado e electroshocks, como pérdida de memoria, de percepción afectiva, y otros, así como las secuelas que dejan las drogas psiquiátricas ingeridas durante años, tampoco existe reclamo alguno, desde el punto de vista legal. Se asumen como “efectos secundarios, o colaterales, de un tratamiento supuestamente benigno”. Si un paciente protesta ante su psiquiatra, por haber recibido en su vida decenas de electroshocks, los psiquiatras no se hacen responsables de los electroshocks que ellos mismos dan, sino que delegan toda la responsabilidad a los familiares de sus víctimas. Para que un tratamiento a base de electroshocks se haga efectivo, además de llevar la firma del psiquiatra, debe llevar también la firma de un familiar cercano al paciente que autorice el electroshock. De esta manera, el psiquiatra se limpia las manos, ensuciando en su decisión a un familiar del paciente, al que, supuestamente, el psiquiatra solo le “sugirió” el tratamiento, pero que fuer el familiar el que dio la aprobación final. Fue la firma del familiar la firma decisiva. Entonces, si el paciente se queja ante el psiquiatra por causa de los electroshocks que le hicieron, el psiquiatra no se hace responsable, y delega toda la responsabilidad en los familiares que firmaron, y que, además, pagaron el tratamiento. Además, en un paciente que recibió varias decenas de electroshocks, obviamente, pasó por manos de muchos psiquiatras, y no todos los electroshocks se los hizo el mismo psiquiatra. Un psiquiatra le dirá al paciente: -Yo te drogué, te jodí y te mediqué solo por tres años. Y solo te di ocho electroshocks. Los otros treinta electroshocks no son culpa mía. Así, cada psiquiatra solo pretende responsabilizarse e dos o tres electroshocks cada uno, en un individuo que recibió más de treinta o cuarenta electroshocks. Ningún psiquiatra asume personalmente toda la responsabilidad el tratamiento a un paciente. Cada psiquiatra trata al paciente durante un par de años. Se ensucia bien con el paciente, y luego, se lo pasa a otro psiquiatra “limpio”, para que comience la tarea de nuevo. Así, la responsabilidad de varias décadas de tortura psiquiátrica, de drogas y de electroshocks, no aparece en una cara y en un nombre y apellido únicos, de determinado

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psiquiatra, sino en toda una verdadera cadena de psiquiatras, que se van pasando al paciente el uno al otro, y al que se traspasan entre ellos cada responsabilidad individual. Al final, tuvieron la responsabilidad todos ellos, pero nadie a la vez. A lo sumo, los psiquiatras terminan culpando a las industrias farmacológicas de los efectos “secundarios” y de las horribles consecuencias de las drogas que ellos obligan a consumir a sus víctimas. Si existe algún adelanto en la vida del paciente, se adjudican la responsabilidad a ellos mismos, y se consideran grandes expertos. Si, en cambio, perjudican con sus tratamientos al paciente, ellos adjudican toda la responsabilidad de sus propios fracasos al paciente y a su enfermedad, y lo pasan al psiquiatra siguiente. En las Juntas Médicas, cuando se reúnen un grupo de psiquiatras a evaluar una decisión acerca de un discriminado cultural, resulta que toda la decisión, y, por tanto, toda la responsabilidad de esta decisión, son de carácter grupal. Es el “grupo” el que decide qué hacer o que no, y cada psiquiatra adjudica su propia responsabilidad individual en todo el resto del grupo de sus colegas. Así, individualmente, ningún psiquiatra tiene la menor culpa de nada y quedan todos con las manos limpias. En el fondo, responsabilizan al paciente por sus propias decisiones, como si él y su situación fueran las responsables de estas. El personal de enfermería, por su lado, se asumen a sí mismos como simples “trabajadores proletarios”, que solo cumplen una función y obedecen las órdenes de los psiquiatras y de la institución al pire de la letra, y que ellos no están para ponerse a discutir o para decidir si una cosa debe ser o no la apropiada. Ellos solo se limitan a cumplir con las ordenes e instrucciones que les vienen desde arriba, y delegan toda su responsabilidad en lo que los psiquiatras escriben en las historias clínicas y en las normativas de la institución. Son otros “libres de toda culpa”. En lo que respecta a los familiares y el contexto social del paciente, los psiquiatras centran como principal interés e importancia el hecho de mantener a todo ese contexto bien adoctrinado, de tal manera que todo el mundo esté absolutamente convencido de que el paciente es un “loco” y que el tratamiento es bueno y solo es bueno y bueno, y no otra cosa que bueno. Tener adoctrinado al contexto es una pieza clave en todo tratamiento psicológico y psiquiátrico, y sin esta condición, no existe tratamiento posible. Por ello, los psiquiatras van a convencer a todos los familiares de una supuesta “patología” del paciente, y la van a convencer totalmente de que el tratamiento psiquiátrico es “bueno”, y que es “necesario”, y si tienen que ocultarle la verdad a sus familias, o incluso mentirles, o hacerle falsas promesas, con tal de tener al contexto adoctrinado, o hacen.

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Es esencial para los psiquiatras que todo el contexto social y familiar del discriminado esté absolutamente convencido de que la víctima es un “loco” y que el tratamiento psiquiátrico es “bueno”, y, si no se puede convencerlos de esto, decirles al menos de que es “necesario”, y, si se requiere, alimentar toda una enorme serie de temores y fomentar la inseguridad en las familias de sus víctimas para mantener a todo el mundo a su favor. De esta manera, los psiquiatras convencen a todo el contexto social y familiar del paciente, y los convence y justifican para que las familias adopten los comportamientos, incluso hasta más estrambóticos y desubicados hacia el paciente, e incluso les llegan a justificar cualquier tipo de disparates con sus argumentaciones. Los convencen, por ejemplo, entre otras cosas, del uso de drogas, de los electroshocks, y el encierro perpetuo de ellos en un centro de reclusión cultural. Ante este verdadero lavado de cabeza, los familiares terminan haciendo todo lo que les dice el psiquiatra, actuando con el paciente de forma, a veces hasta ridícula o inmoral, y autorizando el uso indiscriminado de electroshocks, o el encierro e estos de por vida. Los psiquiatras convencen a las familias de sus víctimas absolutamente DE TODO. Los familiares, por su parte, que consideran al discriminado como un ser molesto del que se quieren deshacer, tampoco les oponen mucho sentido crítico ni resistencia alguna. Simplemente obedecen a pie juntillas los que les dice el psiquiatra, “que sabe”, “que conoce”. Así, pues, el psiquiatra convence a los familiares de que se pongan todos de acuerdo en dar entre todos un mismo discurso ante la víctima. Lo primero que hacen, es ponerse de acuerdo para que absolutamente TODOS les digan al paciente que el tratamiento le hace bien, que es para su bien, por su salud, y se pasa a elogiar y ver solo y exclusivamente todo lo positivo del tratamiento, y evitando y omitiendo toda crítica o señalización de los aspectos negativos del tratamiento y de la psiquiatría. Ante el uso indiscriminado de, por ejemplo, los electroshocks, y ante la comprobación diaria de los familiares de las terribles secuelas que este tratamiento deja, si el paciente se queja o dice algo, se pasa, directamente, a efectuar una banalización del horror que supone el uso de electroshocks. Asimismo, se ponen todos de acuerdo en restarle importancia, y en efectuar una total banalización del acto criminal de que un ser humano esté encerrado en un manicomio durante décadas, como si eso fuera algo normal y cotidiano, del que ni se habla, ni se le da la menor importancia, y de los efectos de los medicamentos. Pero todas y cada una de las acciones que toman los familiares, ya sean activas o pasivas, estos familiares les adjudican toda la responsabilidad de sus actos al psiquiatra, “al que solo obedecen sus ordenes, porque el psiquiatra es el que sabe y ordena lo que hay qué hacer”.

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Los familiares adjudican toda la responsabilidad de sus actos al psiquiatra, obedeciéndolo como verdaderos soldaditos de cuartel, sin preguntar ni criticar nada, sin pensar en lo que hacen, siquiera, y firmando a todos los documentos y a las autorizaciones para hacer electroshocks que el psiquiatra disponga. Si un paciente, responsabiliza a su familiar de haber firmado la autorización para que le hagan decenas e electroshocks, el familiar le va a decir: -¿Y qué quieres que haga? ¡Yo no soy médico! ¡Es el médico el que sabe, no yo! ¡Yo no puedo ir contra la voluntad médica! Así, el familiar delega toda la responsabilidad en el psiquiatra, y el psiquiatra en el familiar, por haber firmado la autorización para el uso de electroshocks, y por haber pagado por ello. Y, finalmente, toda la familia se desentiende del asunto, y lo deja todo en manos del psiquiatra, y responsabiliza de todo a la “enfermedad” del paciente. Nadie toma partido por nada. Nadie quiere ver ni saber nada. Todo el mundo se desentiende del asunto. Nadie quiere ni siquiera averiguar nada, ni mucho menos pensar en lo que está ocurriendo realmente, ni mucho menos criticar ni oponerse a lo que dictamina el señor psiquiatra “que todo lo sabe”. Al parecer, ningún familiar sabe nada de nada, ni se entera de nada, y todo lo abandonan a la relación entre el psiquiatra y el “enfermo”, y que se las arreglen entre ellos, estando ese “enfermo”, tan molesto y desagradable que es, bien lejos de su casa, internado, drogado, mientras la familia, que no sabe ni quiere saber nada de nada. Las familias asienten y firman a cada una de las cosas que le sugieren los psiquiatras, que a su vez, los responsabilizan a los familiares por sus decisiones. Finalmente, si un paciente le cuenta lo que le está ocurriendo a uno de sus familiares, este lo escuchará, haciéndose el que lo escucha, con cortesía pero con cierta indiferencia, y, al final, el familiar le dirá: -Yo la verdad no se mucho sobre el tema. Yo comprendo lo que sientes. Pero yo, la verdad… no puedo hacer nada. Y así, el familiar se lava las manos, porque no sabe cómo es el tema, porque no conoce, y aduce no poder ayudarlo en nada, aunque, hipócritamente, se hace el que lo comprende, siente lo que él siente, y “desearía ayudarlo”. Tras esta conversación, ese familiar va a tratar de rehuir una segunda conversación sobre este tema, y, si el paciente la busca, se rehuirá también del trato con ese paciente, y se lo esquivará en cada reunión social, sin decirle nada, y hablándole amablemente, por supuesto. Para el resto de la sociedad, el hombre de la calle, que, al viajar en un autobús, pasa frente a la fachada del Hospital Vilardebó, este es solo un “asunto de los locos que están allí encerrados y sus enfermeros, y no un asunto suyo”.

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No lo considera un asunto personal, ni digno de ningún tipo de importancia. Este ciudadano, al pagar sus impuestos, está pagando también el mantenimiento de esos centros de reclusiones culturales, los salarios de los enfermeros y psiquiatras, el costo de las drogas psiquiátricas y los electroshocks. Pero el ciudadano término medio, que también tiene esa cuota de responsabilidad, no solo por financiar a estas instituciones represivas, sino por aceptar su funcionamiento y su existencia de forma pasiva, indulgente, y hasta aprobativa, adjudica toda su responsabilidad, finalmente, al Estado, al sistema, a lo social, y se desentiende totalmente del asunto, que ni le importa, porque los que sufren las consecuencias son otros seres humanos, no él. De esta manera, los discriminados culturales recibimos una discriminación atroz, escalofriante, donde se nos privan de nuestros derechos y garantías legales, se nos droga, se nos priva de la libertad, se experimentan electroshocks con nosotros, y recibimos el abandono y el rechazo de todas nuestras familias y de toda la sociedad, y aquí, al parecer, nadie se hace responsable por nada. Todos se van delegando, unos a otros, las responsabilidades. El psiquiatra en otros psiquiatras. Los psiquiatras en los familiares. Los familiares en los psiquiatras. Los enfermeros en los psiquiatras. Los psiquiatras en la institución. Los jueces en los abogados. Los abogados en las firmas de los pacientes. Jueces y abogados en la Ley. Y todos los ciudadanos comunes y términos medios, que financian estas instituciones represivas, en el Estado y en la sociedad. Y, al final, todos, psiquiatras, familiares, enfermeros, jueces, abogados, gentes de la calle, todos, adjudican toda la responsabilidad de la discriminación, la ingesta de drogas, de recibir electroshocks y de vivir encerrado de por vida, a la naturaleza del discriminado cultural. A los discriminados culturales, prácticamente, nos van linchando entre todos; familiares, psiquiatras, jueces, enfermeros, gentes de la calle, y nadie da la cara ni se hace responsable por ello. Si después de años de absorber tantas influencias negativas y discriminaciones sin que nadie se haga responsable, y sí un paciente se cansa, y le da por romper una silla o un vidrio en el comedor de un manicomio, entonces los reducen, lo atan, y le dan electroshocks como a un “loco” descompensado. Y él debe aceptar que es su responsabilidad, y aceptar las consecuencias por sus actos. Al final, el discriminado cultural, impotente e incomprendido, termina resignándose, y perdiendo absolutamente toda u dignidad como ser humano, y termina callando ante todos estos abusos, y se somete pasivamente a estos, en silencio, y sin proferir queja alguna. Su silencio es elocuente, porque hasta de su discurso se le ha privado. Es el hombre sin voz, sin conciencia, y sin dignidad, encerrado de por vida, que no se opone ni se resiste a su destino.

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Pero por fuera de esto, al parecer, nadie se responsabiliza por nada, ni nadie sabe nada de nada, ni desea saberlo tampoco.

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PARTE IX -aspectos legales de la inquisición-

La Psiquiatría, como institución represiva, que ejerce un control sobre la población como una verdadera policía cultural, no solo cuenta con el crédito y la aceptación activa o pasiva de la inmensa mayoría de la gente común que habita en la sociedad, sino que cuenta con el apoyo y el respaldo legal, económico e institucional del propio Estado. Pese a su escasísima seriedad como ciencias formales, la psicología y la psiquiatría, ganan cada vez más credibilidad ante los ojos del ciudadano común y del Estado, y los dictámenes de los psicólogos y psiquiatras son siempre tenidos en cuenta por los organismos el Estado y de las empresas privadas a la hora de designar a un funcionario a una tarea determinada, o a declarar la inhabilitación legal de un acusado. Desde el punto de vista legal de los discriminados culturales, nos enfrentamos a una situación de extrema vulnerabilidad, que por cierto, supera en mucho a los contratiempos legales que pudiera tener el peor delincuente de la ciudad, tras ser detenido por la policía tras un grave delito. En primer lugar, un delincuente común, debe haber cometido un delito para poder ser acusado de este después. En ningún caso, se puede acusar a un sospechoso por un delito que se supone que irá a cometer en el futuro. Nadie puede acusar a alguien alegando que esta persona, en el futuro, podrá asaltar un supermercado, o que, simplemente, va a cometer algún delito, sin especificar cuál va a ser. En segundo lugar, aún habiendo cometido el delito, para que un sujeto sea acusado de este, tiene que haber semiplena prueba de que la persona esté relacionada con este delito. Por otro lado, para que la policía vaya a arrestar al sospechoso a sui domicilio, o en la calle, tiene que tener una orden de arresto o de allanamiento de un Juez, que debió ser otorgada habiendo semiplenas pruebas de que el sospechoso está relacionado con el delito, y el sospechoso tiene derecho a solicitar un abogado, declarar a la policía, y no ser retenido en la comisaría por más de cuarenta y ocho horas. Si se comprueba que la persona está relacionada con este delito del cual se la acusa, se le hace un juicio, y en dicho juicio, habrá tres partes. Por un lado, estará la parte del fiscal, que se encargará de acusar al sospechoso. Por otro lado, estará su abogado, que se encargará e defenderlo, y, por último, está la parte del Juez, que, según las argumentaciones de uno y de otro, y en base a lo que establece la Ley, decide según sea el caso. Para que el sospechoso sea declarado culpable, el fiscal debe probar, con pruebas, testimonios, y hechos fidedignos y constatables, de que el sospechoso es culpable de ese

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delito que se le atribuye, y en ningún caso se puede sentenciar a un reo como culpable de un delito sin que este delito no haya sido debidamente probado en el juicio, ante un tribunal. Si el veredicto del Juez no conformara al reo, este tiene derecho a ejercer una apelación para que se revea su caso. En el caso de que el sospechoso sea declarado culpable, el Juez dictamina una pena con una durabilidad limitada, de tantos meses o años, y lo hará, no conforme a su parecer, sino de acuerdo a lo que disponga la Ley. Sin embargo, con respecto a los discriminados culturales, el asunto es bien diferente. En primer lugar, no es necesario que el paciente cometa un delito alguno para ser encerrado en un manicomio. Como delito, no solo entiendo a los delitos establecidos en el Código Penal, sino también, los “delitos” de “no tomar la medicación”, “descompensarse”, “delirar”, etc. No hace falta que el paciente cometa ningún delito, ni esté descompensado, ni cause problema alguno, o que, incluso, realice una vida perfectamente normal, para que sea secuestrado y encerrado en un centro psiquiátrico. Por otro lado, al contrario de los delincuentes comunes, el discriminado cultural no tiene derecho a juicio alguno, y no existe un abogado que lo defienda, ni un Juez imparcial que contemple sus derechos, y que actúe de acuerdo a una normativa escrita, explícita, constitucional, y válida para todos los habitantes del país. Es el mismo psiquiatra, el que asume ante sí mismo todos los papeles juntos, el de fiscal, abogado y Juez del paciente, y decide su condena y dictamen a su propio criterio personal y subjetivo, sin estar atado a un código escrito, explícito, y válido para todos. El paciente no tiene derecho a defenderse, ni a un juicio justo, ni a apelar ante nadie. Además, aún sin haber cometido ningún delito o falta, el psiquiatra puede condenar al reo psiquiátrico con una pena de reclusión por tiempo absolutamente indefinido en un centro de reclusión cultural, hasta que él lo decida, que puede ser desde algunas semanas, años, o toda su vida. Los enfermeros pueden venirlo a secuestrar a él en una ambulancia, e ingresar en su propio domicilio, sin necesidad de que exista orden de allanamiento ni de arresto de parte de un Juez. El único requisito que se necesita para encerrar a un reo psiquiátrico, aquí en Uruguay, es la firma de un psiquiatra, y la firma e un familiar muy cercano a la víctima. Con solo esas dos firmas, aquí en Uruguay se puede encerrar indefinidamente a cualquier ciudadano de este país, sin necesidad de que esta persona esté descompensada, ni que esté mal, ni que haya cometido delito alguno. Una vez que el reo psiquiátrico está recluido, solo tiene dos maneras de salir.

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Una, es cuando el psiquiatra le firme el alta médica, y la otra, es cuando, a pesar de que el psiquiatra no desea firmarle el alta, otro familiar cercano decide hacerse responsable por el paciente, y firma un documento, alegando que él se hace responsable por el paciente, y así el paciente sale según lo que se llama “alta contra la voluntad médica”. Sin embargo, si el paciente ha sido declarado inhabilitado jurídicamente, y tiene un tutor que se hace cargo de sus derechos legales, y ese tutor desea que el discriminado viva de por vida en un centro de reclusos sociales, aún sin haber cometido ningún delito o falta alguna, o sin haberse descompensado, esta persona es recluida en uno de dichos centros. En estos casos, ningún familiar, por cercano que fuese al paciente, puede firmar el “alta contra la voluntad médica”, ya que es el tutor el que tiene todos los derechos sobre el paciente. Y el discriminado cultural, vivirá internado en un manicomio todo el tiempo que su tutor lo disponga, que pueden ser meses, años, o toda su vida. Para internar a un paciente en estas condiciones, no se requiere absolutamente nada, ni que el paciente esté mal, ni que esté descompensado, ni que cometa una infracción, absolutamente nada, y no tiene derecho a juicio ni a apelación ninguna. Es la decisión de su tutor, y solo esto. Es por esto mismo, que la declaración de inhabilitación legal del paciente, se convierte en un arma de extremo poder en manos de su tutor, que le permite, no solo de disponer y de administrar a todos los bienes de su víctima a su antojo, sino de decidir, si lo desea, el encierro de por vida del paciente, sin que ni el psiquiatra, ni ningún familiar, pueda oponerse a ello jamás. Cuando una persona es declarada inhabilitada legalmente, se convierte en algo así como un menor de edad, y no puede administrarse sus propios bienes, ni decidir dónde va a vivir, ni con quién vivir, nada en absoluto, sino que todo ello lo decide su curador, generalmente sus padres, esposos o hermanos. El trámite usual, el que se debería hacer en circunstancias correctas, para declarar inhabilitado legalmente a un ser humano, es un trámite muy complejo, que requiere de varias juntas médicas, interrogatorios, análisis, estudios, y un gran trámite burocrático. Además, la persona a la que se le pretende declarar inhabilitada, puede negarse a aceptar que sea evaluada, y no pude forzársele a que sea evaluada, y sin esa evaluación, no puede haber veredicto de incapacidad legal. Entonces, desde el punto de vista legal, lo que hacen los psiquiatras y tutores, es “tomar un atajo”, y obligar a su víctima a firmar un documento, en el que la víctima afirma que “en pleno uso de sus capacidades mentales, decide por su propia voluntad someterse al dictamen de determinado psiquiatra, o psiquiatras de tal o cual junta médica”. De esta manera tan simple, con una sola firma, se decreta la inhabilitación legal del discriminado cultural.

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Pero el problema es que esta firma tan importante y estratégica, es arrancada al paciente, en una situación en la que el paciente ignora lo que está firmando, o firma engañado, sin leer, y, en muchos casos, en situaciones de drogadicción psiquiátrica. Los psiquiatras, deliberadamente, arrancan al paciente la firma de estos documentos, que el paciente ignora sus contenidos, o incluso luego ni se acuerda de que los firmó, ya que los hizo en situación de drogadicción psiquiatrita, o en situaciones similares. En más del 90% de los casos, la inhabilitación legal de muchos pacientes que están bien, se produce debido a que los psiquiatras arrancan deliberadamente, por engaños o con drogas, la firma de los pacientes en estos documentos, que, sin saberlo, los están condenando a vivir encerrados en un asilo por el resto de sus vidas. La forma que tienen los psiquiatras de arrancar estas firmas son varias. En todos los casos, los pacientes nunca llegan a leer el documento. Aprovechándose de la buena fe que el paciente deposita en algún familiar cercano, o en el psiquiatra, o estando en situaciones de encierro, de angustia, o de drogadicción, o bajo los efectos e la hipnosis, o engañados, creyendo que están firmando algo que significa otra cosa muy distinta a lo que realmente están firmando, los psiquiatras aprovechan estas situaciones de vulnerabilidad para arrancarles esa firma a sus víctimas. En el caso de Susana, una paciente que está internada desde hace años en esta clínica, que fue Juez de Derecho Penal, ella me contó a mí que su hermana le hizo firmar ese documento, que en ese momento no sabía de que se trataba, y confiaba en su hermana, y lo hizo estando ella internada en el sanatorio Etchepare, estando en su cuarto, totalmente drogada, y que la cabeza le daba vuelta para todos lados. Ella me contó que la hermana se sentó al lado de ella, que la trató muy cariñosamente, estando ella absolutamente drogada, y le dijo: -Firma aquí. -¿Para qué? -Es solo para unos trámites. Firma aquí. Ella, drogada, y confiando en su hermana, firmó, y desde entonces, es incapaz legalmente, y vive aquí desde hace años, en esta clínica. Yo le pregunté cómo podría hacer para revertir ese asunto, y ella, como Juez de Derecho Penal que es, me dijo que eso era ahora muy, pero muy difícil, pero que aún así, no pierde las esperanzas. Mientras tanto, la hermana le administra todos sus bienes, y ella sigue internada aquí, a pesar de que está bien, pero no tendría que vivir aquí. Por mi parte, yo, en el año 1989, fui internado, con 21 años, en el Hospital Vilardebó. Durante ese tiempo, mi padre me decía todo el tiempo que yo, debido a mi enfermedad, no estaba capacitado para trabajar, y el estaba tramitando en el Banco de Previsión

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Social, para ver si se me podía otorgar a mí una pensión por incapacidad laboral, que podrían ser de algunos miles e pesos, que sería algo que siempre me iba a venir bien. Así planteado el asunto, y sin imaginar para nada la verdadera jugada, a mí me pareció bien la idea, de poder contar con algún dinero para mis gastos personales. Durante varios meses, mi padre me venía a mí diciéndome que está haciendo el trámite, que parece que podrían ser tanto o cuanto dinero, y que ya estaba por salir, etc. Creo que fue en 1990, ó 1991, que un día el doctor me llamó a la enfermería, porque me quería ver un abogado del Banco de Previsión Social, para averiguar datos para poder así otorgarme una pensión por incapacidad laboral. Así que yo me senté en la enfermería de la sala 12 del Vilardebó, y al lado estaba el psiquiatra, que era Guzmán Martínez Pesquera, creo, y una enfermera del otro lado, y frente a mí, vino un hombre muy decentemente vestido, e traje y corbata, de negro, con un portafolios, que me saludó muy amablemente, y me preguntó mi nombre. Él me dijo: -¿Tú eres Ernesto Thomas, verdad? -Si. Y el hombre, que tenía algunos documentos en la mano, comenzó a mirar, y luego me dijo que, como yo ya sabría, mi padre me estaba gestionando en el Banco de Previsión Social una pensión por incapacidad, que serían unos tantos pesos, y él venía en ese momento a tratar de comprobar si yo estaba apto para recibir personalmente ese dinero de la pensión por incapacidad, que yo comenzaría a cobrar en pocos meses. Entonces, él me dijo que él vino para asegurarse de que yo estaba apto para recibir ese dinero personalmente, y me hizo esta pregunta: -¿Cómo harías tú para pagar 273 pesos? ¿Cómo los pagarías? Entonces yo le dije: -Pagaría con dos billetes de cien pesos, con un de cincuenta, con uno de veinte, y con una moneda e dos pesos y otra de un peso. Entonces, el hombre pareció que se entusiasmó, y se le aclararon todas las dudas y me dijo: -¡Perfecto! ¡Perfecto! Tú estás completamente apto para recibir esta pensión personalmente, no cabe duda alguna. Y luego, como si estuviera todo dicho, todo aclarado, me extendió un papel, y me dijo: -Firma aquí.

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-¿Para qué es?-le pregunté yo. -Para comenzar a recibir la pensión ya mismo. -Bueno.-dije yo, entusiasmado, y firmé sin leer para nada el documento. Ese abogado y Guzmán Martínez Pesquera se miraron entre ellos cuando yo lo firmé, pero no le concedí ninguna importancia al hecho., Ese supuesto abogado del Banco de Previsión Social se fue, y ahí pareció terminar la cosa. Pero lo cierto, es que e esta manera tan sencilla, lo que me habían hecho era engañarme de una forma absolutamente tonta para que yo renunciara a todos mis derechos legales, y permitiera que mi padre asumiera la curatela sobre mí, y dispusiera para el resto de mi vida de mis bienes, y hasta el lugar donde yo voy a residir. De esto me enteré unos años más tarde, en 1993, ciando, estando en el Hospital Vilardebó, conocí a otro paciente, que no era psiquiátrico, sino alcohólico, que solo estuvo una semana, y que había estudiado la carrera de abogacía, aunque le faltaban unas materias para recibirse. Conversando con él, le conté toda mi historia, y él, al oír mi relato, me dijo: -¿Sabes qué? ¡Con ese documento que te hicieron firmar, te cagaron la vida! En ese documento que tú firmaste sin leer, creyendo que era para recibir una pensión, en realidad lo que decía era algo así como que: “Yo, Ernesto Thomas González, de tal, o tal,…etc, en pleno uso de mis capacidades mentales, decido someterme voluntariamente, al dictamen que sentencie determinada Junta Médica, etc…etc” Más o menos, esto fue lo que me dijo ese paciente, acerca de lo que yo había firmado en ese momento, tan alegremente, después de que mi padre me estuviera cebando, durante un año, con la ilusión de cobrar una jugosa pensión, y después de que ese abogado me embaucara con esa pregunta tonta de matemáticas digna de una clase de primero de escuela. Desde el punto de vista estrictamente legal, la “incapacidad laboral” y la “incapacidad jurídica con curatela”, son dos asuntos absolutamente diferentes, que no guardan relaciones la una con la otra. No es necesario que un “loco”, esté bajo el régimen de curatela para recibir debido a su “enfermedad psiquiátrica”, una pensión por incapacidad laboral. De hecho, yo conozco muchísimos casos de pacientes psiquiátricos graves, que viven permanentemente en una clínica psiquiátrica, y que cobran una pensión por incapacidad laboral, y que no están bajo el régimen de curatela, y que en las elecciones nacionales salen a sufragar, y poseen todos los mismos derechos y deberes que cualquier ciudadano común.

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Pongamos por ejemplo a un hombre paralítico que está todo el día en silla de ruedas. Ese hombre está incapacitado para trabajar, pero no por ello, está incapacitado para administrar sus propios bienes, decidir dónde quiere vivir, en qué gastar su dinero, para sufragar, etc. Desde el punto de vista psiquiátrico, si existe una estrecha relación entre la incapacidad para tomar as propias decisiones de responsabilidad, y la incapacidad para ejercer un oficio. Pero desde el punto de vista legal, no existe relación alguna, y los trámites para cada cosa corren por caminos totalmente separados e independientes entre sí, y no existe ninguna relación entre la incapacidad laboral y la incapacidad jurídica. Hay personas etiquetadas de enfermos mentales muy graves que, sin embargo, ejercen un oficio, y son independientes económicamente. Otras personas, como el caso del paralítico que mencioné, es incapaz para ejercer un oficio, pero no para tomar sus propias decisiones de responsabilidad personal y social. Pero estas curiosidades legales, generalmente solo las conocen los psiquiatras y los abogados que son cómplices de las familias, y las ignoran los discriminados, y usan esa ignorancia, como parte de innumerables truquitos más para hacerles firmar a sus víctimas, documentos con los que las familias obtienen un poder legal, a través de la curatela, que les permite, literalmente, dominar por entero, y para todas sus vidas, a las vidas de sus víctimas. Mi padre no tuvo ninguna necesidad legal de declararme incapaz jurídicamente, y obtener mi curatela, si lo que deseaba era tan solo que yo obtuviera una pensión por incapacidad laboral. Lo hizo gratuitamente. Me embaucó a mí primero, y luego, yo firmé un documento sin leer lo que decía, ni de lo que realmente se trataba. Mi padre decidió engañarme para que yo le conceda mi curatela a él de forma absolutamente gratuita, solo para tener más poder sobre mí, y poder, cuando lo deseara, internarme cuándo se le antoje en cualquier momento y en cualquier lugar, sin tener ningún obstáculo legal que se lo impida. Frecuentemente, como parte del engaño que se les hace a los discriminados culturales, es hacerles creer que “la curatela legal y el derecho a una pensión por incapacidad laboral están ligadas la una con la otra”, y que si no se declaran incapaces jurídicamente, no podrán recibir una pensión por incapacidad laboral. Muchos pacientes psiquiátricos, aunque fueran considerados como casos muy graves, y se hallen internados, desde el punto de vista legal, perfectamente podrían, y de hecho existen innumerables casos de ello, poseer el derecho a una pensión por incapacidad laboral, y, al mismo tiempo, mantener el mismo estatus legal que el ciudadano común. Desde que firmé ese documento, a partir de entonces, ya no es necesario que yo esté descompensado, ni que cometa ninguna falta, ni siquiera que un psiquiatra considere que yo deba ser internado en una clínica psiquiátrica. Solo basta con que mi padre decida, por su propia voluntad, internarme a mí en una clínica psiquiátrica, para que se me interne, y viva aquí, cono de hecho lo estoy desde

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hace más de catorce años, solo porque mi padre lo desee, a pesar de no haber ninguna necesidad de que tenga que vivir donde estoy. Solo basta con que mi padre se canse, o se moleste, o simplemente, no desee tenerme a mí en nuestra casa, sin que sean necesarias explicaciones ni excusas algunas, para que él me interne en cualquier manicomio que él prefiera. Y si él no tiene dinero para pagarme uno, me manda al hospital público Vilardebó. Así de simple. De la misma manera, teniendo él todos mis derechos legales, yo me vería en un gran aprieto si quisiera publicar en una editorial este libro, u otros libros que he escrito, si mi padre no estuviera de acuerdo. Mi caso no es, por supuesto, el único. Está lleno de casos así. Al 90% de los pacientes psiquiátricos nos arrancan de algún modo u otro la firma necesaria para declararnos inhabilitados legalmente. Los psiquiatras tienen muchas formas de hacerlo. Abusan de la confianza del paciente, de que no sospechan la jugada, de la ingenuidad, de que están encerrados, de que los drogan, o de que son hipnotizados. Pero arrancarles una simple firma es lo más fácil que hay para los psiquiatras. Y es una firma que les cambia total y radicalmente la vida a sus víctimas. De esta forma, teniendo la curatela de sus víctimas, los familiares pueden tener el derecho de deshacerse de estos seres tan molestos, y de mantenerlos fuera de sus casas, internados en centros de reclusión para discriminados culturales, sin ni siquiera molestarse en ir a velos jamás. La curatela sobre un enfermo, le permite a su curador internarlo en un manicomio cuando lo desee, por el tiempo que desee. Así, se ahorra tener que estar soportando en su casa a una persona molesta y que no la desea tener en absoluto con ellos, y se deshace de ese ser molesto enviándolo a un manicomio, pago y privado, o público y gratuito. Es un caso similar al de los llamados pacientes geriátricos, o ancianos. Sus familiares obtienen la curatela del anciano, y, tras eso, se deshacen de él enviándolo a un residencial, para vivir cómodamente, y disponer así de todos los bienes de ese anciano, como si fueran propios. En el caso de los pacientes psiquiátricos, el deseo de las familias por obtener la curatela de estos, es el mismo que en el caso de las personas muy ancianas. Pero también existen otros casos, como lo son los casos en que hay familiares que quieren declarar loca a una persona, y obtener su curatela, simplemente para poder quedarse con todos los bienes de esa persona. Entre esos casos, está el caso de un paciente que conocí en la clínica Jackson, llamado José Rasetti. A José Rasetti lo conocí en la clónica Jackson, alrededor del 2003. José tenía entonces unos treinta y cinco años.

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Lo cierto era que José Rasetti era un hombre que estaba metido en un ambiente muy particular, vinculado con la mafia y la policía. Estaba metido en el ambiente del hampa, y metido en historias algo turbias. José Rasetti tenía muy buena posición económica, poseyendo dos enormes casas que valían unos cuantos miles de dólares, y una cuenta en el banco. Su hermana era abogada, una persona, según él, muy hábil y materialista, dispuesta a todo por conseguir dinero. Parece que esta era una familia muy problemática por todos lados. Lo cierto es que un día ingresó José en la clínica Jackson, y nos pusimos a hablar, y él me dijo que no sabía porqué estaba, y, tranquilo, me dijo que iba a ver qué era lo que le decía el psiquiatra cuando viniera. Durante dios o tres días, José estuvo internado sin que viniera el psiquiatra, y él esperaba tranquilo, sin preocupación ninguna, como buen hombre el hampa, que no se perturba por nada. Durante ese tiempo, nos hicimos compañeros, y conversábamos muy a menudo. Luego, unos días más tarde, vino su psiquiatra, y José acudió a su primera consulta, tras su internación. Estuvo un rato en la consulta con su psiquiatra, no mucho rato, por cierto, y luego, tras la consulta, salió él de allí, tranquilo, y nos sentamos los os e el patio de la clínica, y José Rasetti me contó lo que se habían dicho en la consulta, entre él y su psiquiatra. Cuando José entró al consultorio, el psiquiatra le preguntó: -¿Cómo está usted? -Bien. Supongo que ahora me dirá usted porqué estoy aquí, ¿Verdad? El psiquiatra, sin más dilaciones, le dijo, alargándole un documento y una lapicera ante sus ojos: -Firme este documento. Entonces José, hombre experimentado del hampa, le dijo: -Espere, espere. No pretenderá que firme un documento sin leerlo primero. Déjeme ver… El psiquiatra bajó la vista, serio, mientras José Rasetti leyó todo el documento. El documento decía algo así como que el firmante, José Rasetti, de tal y cual datos, en pleno uso de sus capacidades mentales, aceptaba el dictamen psiquiátrico del doctor tanto, que lo declaraba “psicópata”, y que aceptaba que su hermana, Fulana tanto, etc,

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asumiera como su curadora, y que él delegaba en ella todo el derecho de administrar sus bienes. Después de leer esto, José Rasetti le dijo al psiquiatra: -A usted lo mandó mi hermana, ¿Verdad? -Usted solo firme ahí. -Yo no voy a firmar esto. Entonces el psiquiatra le dijo: -Usted no se va a ir de esta clínica hasta que haya firmado ese papel. Y José Rasetti, que era un hombre con mucha experiencia, y que sin duda estaba acostumbrado a asar por situaciones difíciles, le dijo al psiquiatra, con toda convicción y tranquilidad: -Usted sabe tan bien como yo, que si yo firmo este documento, nunca más en mi vida voy a salir de esta clínica. Y el psiquiatra le dijo: -Le puedo hacer electroshocks… -¡Hágalos!-le dijo José-¡Hágalos! ¡Qué me importa! ¡No tengo miedo! ¡Lo único que yo se, y usted también sabe tanto como yo, es que si yo firmo estos documentos, de aquí yo no salgo nunca más! El psiquiatra miró a José Rasetti, y, tras una pausa, dijo, serio y severo: -Muy bien. Y el psiquiatra y Rasetti se retiraron de la consulta, y luego José me contó lo que había hablado en esa corta entrevista con su psiquiatra, tras la consulta. El asunto era simple. La hermana de José Rasetti, abogada y materialista, sin escrúpulos algunos, le pagó a ese psiquiatra para que internara a José, para que, una vez dentro, este le obligue a firmar los documentos que le otorgarían a ella el poder de administrarle sus dos casas, su cuenta en el banco, y sus bienes, y a José lo iba a dejar de por vida en el manicomio. Sin duda le habría ofrecido una buena parte del botín al psiquiatra, para que aceptara. Pero lo que no contaron fue con la experiencia de José, su fuerte personalidad, su entereza y su realismo, que no aceptó la jugada. Si esta jugada se la hubieran hecho a otra persona más vulnerable, probablemente la hermana se hubiera salido con la suya, pero ante un individuo experto, del hampa, con

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experiencia, como Rasetti, no tuvieron suerte, pese a que lo amenazaron hasta con lo peor. Lo cierto es que la entrevista de Rasetti con el psiquiatra no duró ni cinco minutos, y cuando él me contó todo, estaba lo más tranquilo y sereno. Dos días después de esta entrevista, y e que José Rasetti me contara esto, a él le dieron el alta, y se fue de allí sin problema ninguno. Lo cierto es que la hermana de José lo pudo internar a él en la clínica, para pretender obligarlo a firmar ese documento, debido a que, para poder internar a un paciente psiquiátrico, aquí en Uruguay, solo se necesita la firma de un psiquiatra, y la de un familiar cercano. No se necesita de nada más, ni que el paciente esté mal, ni descompensado, ni nada. Solo la firma de un siquiatra y la de un familiar. La hermana de José le pagó a ese psiquiatra para que colabore en el juego sucio, y con su firma y la de ese psiquiatra, internó a Rasetti, donde iba a estar encerrado indefinidamente, hasta que él firmara ese documento. Una vez que José firmara ese documento, la hermana lo iba a tener a él, como bien decía José, internado de por vida, mientras ella disfrutaba de todos sus bienes. Este es uno de muchos de los casos que hay, y de los cuales nadie se entera, de aquellos familiares y psiquiatras que declaran la incapacidad legal de alguien, y le arrancan de una forma u otra, ya sea a la fuerza o por engaño, la firma a su víctima para que acepte la curatela. En estos casos, lo que se pretende es destituir a la víctima de sus propios bienes, para así poder sus curadores usarlos a su modo, mientras que el discriminado cultural y legal queda marginado en una clínica psiquiátrica. En estos juegos sucios, intervienen tanto psiquiatras, como abogados, jueces, y los familiares y curadores. Una vez que la víctima firmó, ya no hay vuelta atrás, no hay forma de reclamar ni de protestar ante este hecho, y el curador pasa a tener todo el poder sobre su victima, tanto sobre sus bienes, como del derecho a decidir donde va a vivir la víctima. Por ejemplo, Liliana Contenti, una paciente que está internada en esta clínica dese hace años, se enteró de que su hermana tiene todos los derechos de la curatela sobre ella, y le alquila un apartamento que es de su propiedad, y se le queda con el dinero que gana. Al parecer, en algún momento, Liliana firmó un documento habilitándola a la hermana a ejercer una curatela sobre ella, pero ella me dijo que ella jamás haría algo así nunca, y que no se acuerda de haberlo hecho nunca antes.

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Sin embargo, de alguna manera, la hermana le hizo firmar ese documento, sin que ella se enterara, o se acordara de ello. Se lo pudieron haber hecho firmar de mil maneras. En un momento de confianza, como por descuido, quizás se lo hicieron firmar como si fuera un recibo de luz o de agua, o de cualquier otra intrascendencia. O se lo pudieron hacer firmar inducida por la hipnosis, o bajo los efectos de las drogas. No es tan difícil para un psiquiatra inducir a alguien a tomar una lapicera y hacer un simple garabato. De alguna manera, a Liliana Contenti le hicieron firmare ese documento, y ahora su hermana tiene la curatela, y le administra sus bienes, y se le queda con el dinero del alquiler de su apartamento, mientra ella sigue internada aquí desde hace años. No existe el menor tipo de garantías legales contra los abusos que ejerce la nueva inquisición post moderna de la Psiquiatría. Basta tan solo con la firma de un familiar y la de un psiquiatra, para privar de la libertad a cualquier individuo por tiempo indefinido. A un joven, por ejemplo, sus padres, con la firma de un psiquiatra, lo pueden internar solo por consumir un cigarrillo de marihuana, por ejemplo. Por otro lado, la forma en que los familiares obtienen todos los derechos de la curatela sobre sus victimas, son absolutamente arbitrarios e ilegítimos, y hasta los propios jueces y abogados lo saben, que se arrancan firmas a engaños, a la fuerza, y con uso de drogas e hipnosis, sin que el firmante tena conocimiento de lo que está realmente firmando. Por otro lado, el curador posee un derecho casi absoluto sobre su tutelado, y, en casi todos los casos, los discriminados culturales viven todas sus vidas encerrados en centros de reclusión, sin haberse descompensado, sin estar mal, sin tener mayores problemas, y tan solo por el simple capricho y decisión de su curadores, que no desean tenerlos más en sus hogares. La Ley, ante esto, no hace absolutamente nada, sino que tan solo se limita a apoyar, tanto a curadores como a psiquiatras. En lo que respecta a la medicación y al tratamiento del paciente psiquiátrico, el paciente psiquiátrico es declarado “inimputable legalmente por cualquier delito que pudiera cometer”, y si un paciente cometiera un delito o una infracción, la responsabilidad se le es atribuida a su psiquiatra tratante. De esta manera, el psiquiatra es responsable por todas las acciones que el paciente hace o pudiera hacer, en la vida real o hipotética, y no es el paciente en sí, por él mismo. Por otro lado, además de esto, los psiquiatras nunca van a ser censurados o recibirán ninguna sanción si medican de más al paciente, o si lo tienen recluido toda su vida en un centro psiquiátrico.

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Si el paciente se pasa todo el tiempo drogado, durmiendo en la cama, e internado de por vida en una clínica, o recibe una cantidad exorbitante de electroshocks, ningún psiquiatra va a ser censurado por ello. Pero si un paciente se “descompensa”, o llegara a cometer una falta o una infracción, ahí la institución se encargará de responsabilizar al psiquiatra “por haberlo medicado mal, y no haber previsto esa desmejora”. Entonces, desde el punto de vista legal e institucional, solo se sanciona al psiquiatra que droga a sus pacientes e menos, y se exonera, y se da entera libertad, a que droguen y abusen e sus tratamientos de más. Por otro lado, los psiquiatras, simplemente por una actitud de comodidad, y de seguridad personal, y por no interesarse para nada de los pacientes, tienen temor a dejar en libertad al paciente, odian su libertad, y lo medican gratuitamente para “estar seguros, y de obligar a que el paciente reaccione siempre de una forma absolutamente predecible”. Así, más por inseguridad del propio psiquiatra, que por una posibilidad real, siempre se tiene a todos los discriminados culturales bien drogados, bien vigilados, obligándolos a comportarse de forma absolutamente mecánica y rutinaria, bien predecible, y se vigila con mucha inseguridad cualquier comportamiento fuera de lo habitual, por pequeño o insignificante que parezca. La idea es controlar al paciente, privarlo de su libre albedrío, y poder así predecir todos y cada uno de sus movimientos y rutina diaria. Así se ejerce el control sobre el paciente, teniéndolo recluido, vigilado noche y día, y bien drogado, para que el discriminado cultural haga siempre lo mismo todos los días y no vaya a hacer nada fuera de la rutina habitual. Qué no tenga cambio ninguno en su rutina, ni posibilidades de ejercer su tan temido para el psiquiatra, libre albedrío. Lo que la Ley le exige al psiquiatra, no es que el paciente esté bien, ni que se recupere, cosa que ellos saben que ni siquiera pretenden, sino que el paciente “esté todo el tiempo controlado, que haya un seguimiento, y se le exige al psiquiatra la mayor seguridad y predicción acerca e su conducta”. Esto es lo que la Ley y la institución psiquiátrica le exigen a sus funcionarios. No le pide ni el bien del paciente, ni su cura. Le pide esto y solo esto. La droga psiquiátrica está diseñada para suprimir la vida afectiva del paciente, para disociar su pensamiento e sus sentidos, para volverlo un distraído, para sedarlo, y para convertirlo en una persona apática y pasiva, de conducta absolutamente rutinaria y predecible, que le otorgue al psiquiatra la plena seguridad de que el individuo está controlado y neutralizado. Ningún psiquiatra es responsable ante la Ley por abusar de psicofármacos o de electroshocks ante un paciente, pero sí lo es de no haber medicado lo suficiente a un discriminado cultural.

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Por otro lado, los psicólogos no son responsables jamás ante la Ley de haber realizado una mala praxis con un paciente, ni pueden ser acusados por el delito de estafa, por haberle sustraído a un paciente grandes sumas de dinero durante muchos años sin nunca haberle hecho ningún bien. Desde este punto de vista, la misma Ley reconoce que la Psicología esa una ciencia charlatana, como la astrología, o la meteorología, y que un psicólogo, tanto como un astrólogo, ni tienen ninguna responsabilidad por la manera en que desarrollan estas pretendidas ciencias. Ante la Ley, no tienen seriedad ninguna, y cuyas responsabilidades, son relegadas a la relación entre el psicólogo y el paciente que aceptó este tratamiento, y se hizo responsable por tal. Todavía, lo único que faltaría es que estos señores sinvergüenzas de guante blanco, se lancen al suelo y nos vengan a decir que ellos son “proletarios”, que son unos “explotados por el sistema capitalista, que se les apropia de su plus valía”, como si ellos produjeran algún beneficio a la sociedad. Esa gente se llena los bolsillos de dinero vendiendo drogas que hacen mal a cualquier ser humano del mundo que las tome, eliminando a seres humanos de la sociedad, y a predicar y generar nuevos prejuicios culturales y discriminaciones en la sociedad, a través de los medios e comunicación. ¡Y todavía se rotulan de “trabajadores y proletarios”! ¡Cómo si esa gente fuera honrada e hiciera el bien! ¡Y todavía se quejan de no poder tener todo el estatus y la riqueza que ellos se consideran que deberían tener, y otros sí! ¡Hipócritas! ¡Y todavía se presumen de “honrados”! ¡Sinvergüenzas! Existen muchos proletarios y “trabajadores explotados y amargados”, que son mil veces más ladrones y mezquinos que los peores capitalistas y explotadores. Pero, al ver a un psicólogo o a un psiquiatra, nadie los lama estafadores, sino que la gente común se saca el sombrero, y los mira con respeto. Esta es la justicia que impera en el ser humano, que dista muchísimo de la verdadera Justicia. Es el mundo sin Dios.

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PARTE X -la vida privada de los discriminados culturales-

Existen en la actualidad diversas legislaciones que protegen la vida privada, las intimidades y las correspondencias personales de las personas “normales”. Una labor detectivesca indiscreta, de un ciudadano o de un grupo o de una institución, que se dedique a averiguar datos íntimos y personales de un ciudadano “normal”, y que los exponga a divulgación pública, puede ser acusado de violar la intimidad de una vida privada, y puede llegar a ser procesado por el delito de difamación. La legislación actual, sin embargo, considera estos derechos según los tipos de ciudadanos de que se trate, considerando como un caso especial a las personas que son consideradas como imágenes públicas. En lo que respecta a las personas consideradas como “imágenes públicas”, la legislación permite que se hagan públicos ciertos eventos, incluso hasta algunos de ellos con cierto carácter escandaloso, a través de los medios masivos de comunicación. Sin embargo, a pesar de esto, existen ciertos temas de las vidas privadas de estas personalidades públicas, que, a pesar de esta aparente transparencia, no pueden ser divulgados públicamente por estos medios. Sin embargo, la legislación actual diferencia a los diferentes tipos de “imágenes públicas”, haciendo diferencia, por ejemplo, entre la de los políticos y las de los artitas de cine o de música, entre otros géneros. Existen ciertas anécdotas que la legislación actual permite a los periodistas expresar libremente acerca de los artistas de cine, que, sin embargo, no podrían hacerlo de los hombres vinculados al mundo de la política. De la misma manera, lo que les está permitido a los periodistas divulgar acerca de los políticos y los artistas, no pueden hacerlo jamás de una persona ordinaria, común, que no es considerada una “imagen pública”. Pero, sea como sea, tanto los artistas, los políticos, o las personas comunes, tienen ciertos parámetros de protección legal frente a la información que se les extrae a ellos de su vida, y tienen el derecho a ocultar información, y no pueden ser espiados despiadadamente. No se puede, por ejemplo, poner cámaras de videos en sus domicilios sin sus consentimientos, y existen límites legales, tanto en lo relativo como a sus espionajes, como a la divulgación de la información que se les extrae e sus vidas privadas. En todo caso, cada una de estas personas son concientes de las reglas de juego al que están sometidas, y saben hasta donde pueden o no propasarse los periodistas, y tienen recursos legales para defender su intimidad ante los casos de abuso.

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Sin embargo, desde el punto de vista legal, el discriminado cultural prácticamente no posee ningún derecho a defender ni su intimidad., ni su vida privada. La legislación considera que el psiquiatra, en su labor profesional, tiene todo el deber y el derecho del mundo a hurgar en sus vidas personales y privadas a fondo, sin límites ni tapujo alguno, y a recabar de sus víctimas cualquier tipo de información, y divulgarla al entorno que considere necesario. Para empezar, tanto los psicólogos como los psiquiatras graban en archivos de audio y de video las entrevistas consultas con sus pacientes sin que estos lo sepan ni se den cuenta. Por otro lado, también graban en estos archivos las sesiones de hipnosis que a los que someten a sus pacientes, sesiones que en la mayoría de los casos, el paciente mismo jamás se entera. A través de estas sesiones de hipnosis, a través de estas consultas profesionales, y de los test, los psicólogos y los psiquiatras poseen una información más que relevante, y siempre absolutamente escandalosa, acerca de las intimidades y vida personal de sus víctimas. Esta información queda registrada, sin que el paciente sea conciente de ello, y ni siquiera se llegue a imaginar jamás la cantidad de información escandalosa con la que sus terapeutas trabajan con ellos, que siempre será usada en contra de ellos, nunca a su favor. Por otro lado, los psicólogos y psiquiatras se entrevistan con los familiares del paciente, ejerciendo una verdadera labor detectivesca, hurgando en chismes personales muy delicados y engorrosos de los que nadie se tendría que enterar, de manera absolutamente grosera e indiscreta. Finalmente, en las clínicas psiquiatritas, los discriminados culturales somos monitoreados día y noche, tanto en el patio de la clínica como en nuestros cuartos, vigilando cada una de nuestras acciones. Se vigilan los comportamientos cotidianos del discriminado, sus hábitos, lo que hace, lo que no hace, si duerme poco, o mucho, si se baña, cuándo lo hace, a qué hora, cuánto fuma, si habla con otros, e qué habla, si no habla, si está deprimido, o apático, o agresivo, o ansioso, o tranquilo. Se vigila su vida sexual, y saben sus preferencias y tendencias sexuales. Saben si él tiene relaciones que la paciente tal o cual, cuando se ven, cómo se relacionan, etc. Los enfermeros, siguiendo una exhaustiva y casi desapercibida labor detectivesca, penetran en los cuartos del paciente cuando ellos están ausentes, para ver si arregló su cuarto, o si está desordenado, y hurgan en los bolsillos de sus camperas por si sospechan si esconden algo, o se fijan dentro de los cajones de su mesa de luz, y leen sus diarios íntimos, o lo que escribe o llegara a dibujar, y encuentran sus revistas pornográficas, si las tiene.

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Si el paciente tiene acceso a Internet, el personal de enfermería lleva un control y un registro sobre las páginas web que visita, y sobre los temas que le interesan, si visita páginas pornográficas, cuales son, etc. Todos estos datos son anotados cuidadosamente en la historia clínica del discriminado, que, como un verdadero ratón de laboratorio, no tiene el menor derecho a intimidad y vida privada alguna, comenzando por el hecho de que no está viviendo en su propia casa, sino en un cuarto de una institución ajena, y muchas veces compartido con otros pacientes. También las frases que el paciente comenta en público, si son escuchadas por los enfermeros, son registradas en la historia clínica. Por ejemplo, en esta clínica, hace unos meses, ingresó una muchacha, llamada Laura, de veintiún años, que estaba por adicción a las drogas. Cierta vez, hallándome yo al lado de la enfermería, oí que la enfermera estaba hablando por teléfono con su psiquiatra, y que la enfermera le dijo, que el enfermero del turno anterior, la había notado muy ansiosa y qué, en un momento dado, ese enfermero – según leía la enfermera de la historia clínica de Laura- había anotado que ella dijo: -“!Me quiero fumar un porro!” Esta frase, que dijo Laura, la oyó el enfermero, uy fue y la anotó textualmente en su historia, y ahora, en aquel momento, esa enfermera se la trasmitía a su psiquiatra, leyéndosela textualmente. En los manicomios, los enfermeros están en todo, vigilan todo, y anotan incluso cada una de las frases que uno llega a decir. Cada uno de los movimientos del paciente, de su vida íntima y privada, de sus frases, es registrado y anotados cuidadosamente en la historia, solamente para ser usados en su contra, nunca a su favor. Muchos psicólogos y psiquiatras, ya sea a través de la persuasión meramente oral, o ya sea a través de la sugestión hipnótica, inducen a sus pacientes a escribir un diario íntimo, asegurándoles que nadie se los leerá. Sin embargo, esto no es cierto. Se les induce a estos pacientes a llevar un diario íntimo, solo para poder hacer un seguimiento más profundo y más íntimo de sus vidas personales y privadas, despreciando por entero toda delicadeza y privacidad, y todo respeto por sus intimidades. En la clínica donde ahora está internado mi amigo Lucas, existe una cámara de video en el patio de la clínica, ante la vista de todos los pacientes. Hace unas décadas atrás, las cámaras de video eran muy grandes, muy visibles, y eran muy costosas económicamente.

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Con los adelantos actuales de la tecnología, hoy en día las cámaras de video han reducido notoriamente sus tamaños, y se han vuelto casi minúsculas, y se pueden instalar sin que nadie se aperciba de su existencia. Por otro lado, las cámaras de video, actualmente, son cada vez más económicas, y cada vez son más utilizadas en lugares públicos, como en las calles, los comercios, y hasta en los autobuses. Los manicomios, y centros de reclusión cultural, no son una excepción. Dentro de muy poco tiempo, se hurgará las vidas personales, y hasta sexuales, de los discriminados, hasta en sus propios dormitorios, con cámaras de videos apropiadas. Así pues, que, en un manicomio, los discriminados culturales estamos haciendo una vida muy similar a la que proponía la novela 1984 de Georges Orwell. Somos verdaderos ratones de laboratorio, seguidos y espiados noche y día, dentro de un centro de reclusión cultural donde no podemos escapar, y donde toda la información, por demás íntima y hasta escandalosa, solo será usada en nuestras contras, y nunca a nuestro favor. Por otro lado, es realmente una verdadera ingenuidad el creer que este espionaje despiadado de nuestras vidas privadas es ejercido con total buena fe, y que jamás será divulgado por estos tan “objetivos y éticos” científicos. La vida personal de los discriminados, es divulgada, mucho más de lo que un paciente podría llegar a imaginarse jamás, desde los psicólogos y psiquiatras hacia sus familiares, y de psicólogos y psiquiatras a otros. De esta manera, nuestros familiares se enteran de nosotros de asuntos que ni a nosotros, ni a ellos, ni a nadie le gustaría que un semejante supiera de uno mismo. Se llena el ambiente de chismes vergonzosos, revestidos de “patologías”, que se los saben todos los familiares, que, sin embargo, se ponen todos de acuerdo en actuar como si no supiesen nada, y les generan al discriminado la falsa seguridad de que este no es ni espiado, ni que sus familias saben nada al respecto, ni de sus vidas íntimas, ni sexuales, ni de nada. El paciente, generalmente, cree ingenuamente que “todo” lo que se sabe de él es tan solo lo que él habla personalmente con su psicólogo o psiquiatra “a solas y en privado”, y nada más que eso, y que este profesional jamás revelará el conocimiento de dichos temas a nadie. Esta es una gran mentira de la inquisición psiquiátrica. La buena fe en el mantenimiento de este supuesto “secreto profesional” es también una falacia. Un amigo mío, Sergio Larrañaga, que fue monaguillo en una iglesia durante muchos años, me contaba como después de la misa, los sacerdotes se reunían para contarse entre ellos, y reírse, de las confesiones que hacían sus fieles en el confesionario. Hay un dicho que dice:

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“No existe un secreto entre dos”. Si los sacerdotes, miembros de una iglesia que pregona la paz y el amor, y que se supone que está destinada a la caridad, y que tiene tanta relevancia en sus obras sociales, se comentan entre sí, a las risas, las confesiones de sus fieles… ¿Qué podemos esperar que hagan los psicólogos y los psiquiatras con respecto a sus pacientes, que son personas discriminadas, sin derechos, verdaderos ratones de laboratorio? ¿Es que acaso los psicólogos y los psiquiatras son mucho más éticos y morales que los sacerdotes, o que son personas de calidad absolutamente diferente, incluso a las del hombre común e la calle, y que todos sin excepción saben guardar sus secretos hasta la muerte? No vayamos a creer en ingenuidades. Uno se confiesa ante un cura, motivado por la fe que le inspira la institución religiosa, y por el hábito, y la apariencia de objetividad, de santidad, de perfil bajo y humildad, que le inspira el sacerdote al que va a confesarse. Lo mismo sucede con el psicólogo o con el psiquiatra al que uno le va a relatar su vida personal, o que, peor aún, lo espía sin tapujos dentro e un manicomio, como a un verdadero ratón de laboratorio. La apariencia de objetividad, de honradez, de sensatez, de discreción y de perfil bajo, así como la apariencia de la buena fe de sus intenciones y de la instituciones a las que representan, es solo parte del juego de estos caballeros para hacer soltar la lengua a la gente, y divulgar groseramente su vida privada sin que él se entere. Finalmente, los psicólogos y los psiquiatras acumulan una enorme cantidad de historias clínicas, que ellos se reparten entre ellos, y se envían estos chismes de rarezas hospitalarias de un país a otro. Así, por ejemplo, en una clase de psiquiatría de una universidad de Alemania, el profesor les presenta a sus estudiantes adolescentes de una facultad de Psicología o de Psiquiatría, todos los chismes groseros y escandalosos del caso de un paciente psiquiátrico de Uruguay, o de Argentina, o de cualquier otro país. Si el conejillo se indias, se llama Juan Fernández, ellos, hipócritamente, como si fueran respetuosos con las intimidades de las gentes, a las que no respetan para nada, presentan esa lista de chismes escandalosos como el caso de Juan F. Y los estudiantes adolescentes de una facultad de Psicología o de Psiquiatría de una Universidad de Alemania, o e Japón, o e Méjico, se vienen a enterar de las intimidades y desatinos sexuales, y de todo tipo, de un desgraciado conejillo de indias, que se convierte en una verdadera estrella de circo de la clase de psicología o de psiquiatría de ese día. Y este discriminado, apodado Juan F. con todo sarcasmo, jamás ha dado en ningún momento su consentimiento o autorización para que sus datos personales fueran usados

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de esta manera tan ignominiosa, y sin ni siquiera enterarse de que esa información acerca de él existe, y que es exhibida en público de esta manera tan grosera. Pero, después de todo, es solo un ratón de laboratorio sin derechos legales de ningún tipo, que no tiene derecho ni a quejarse ni a enterarse de lo que se hace con él y con su vida privada. Se supone, con toda hipocresía, que esta labor grosera de espiar las vidas íntimas y personales de seres que no son considerados seres humanos, ni social ni legalmente, es en beneficio de la “ciencia y la salud mental”. ¡Es como para felicitarlos! Presentan toda la vida íntima y privada, con hasta videos y fotografías, de un ratón de laboratorio sin derechos ni dignidad, que son estudiados con morbosa curiosidad por los estudiantes de cualquier país del mundo, sin que ese discriminado, verdadera estrella de la clase de ese día, jamás se entere en su vida. Es debido a este hecho, que este libro, que estoy escribiendo en secreto en mi computadora. Voy guardando en un puerto cada vez que escribo algo, y llevo a este puerto bien guardado en uno de los bolsillos de mi pantalón todo este tiempo, para evitar que la redacción de este libro llegue a conocimiento de personas que podrían no verlo con buenos ojos, y abortar su redacción, o rotularme de “esquizoparanoico”. ¿Usted cree que es innecesario que yo haga esto? ¿Cree que es paranoia? Naturalmente, que usted, sin duda, no se encuentra en mi misma situación, sino, pensaría diferente. Si mi psiquiatra se enterara que estoy escribiendo ahora estas palabras, y este libro, como, en algún momento, más adelante, sin duda se va a enterar, le aseguro a usted que no le agradará en nada lo que estoy diciendo acerca de estos señores. Además, corro el riesgo de que me impidan seguir escribiendo libros, o que vigilen los contenidos de lo que escribo, o que me droguen de tal forma que yo no me preocupe más por estos temas, ni escriba más sobre el asunto, ni siquiera tenga el más mínimo interés en hacerlo. ¿Cree usted que ahora yo estoy “delirando”, o “interpretando” cosas que no son tales? Yo no estaría tan seguro, pero, tarde o temprano, los hechos me van a dar o no la razón. Y la razón que los psiquiatras tienen para hurgar en cada vida privada de sus conejillos de indias es tan solo para reprimirlos, y aniquilar y neutralizar sus vidas afectivas, para evitar toda posible “descompensación”. El razonamiento que estos locos al revés hacen es: Comportamiento diario=síntomas=patología=droga=neutralización del paciente.

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Esta es la secuencia que se usa, para mantener a los discriminados culturales bien drogados y “contenidos”. Esta es la finalidad de lo que estos señores llaman el “seguimiento psiquiátrico”. Esta gente no cura ni rehabilita a nadie. Sus funciones no son las de curar, sino las de reprimir y eliminar estorbos de la sociedad, y tenerlos todo el tiempo como parásitos, durmiendo o viendo la televisión por todo el resto de sus vidas.

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PARTE XI -el manejo de la realidad en los psiquiatras-

I

Para empezar, diré que, según la propia definición de “psicosis”, esta consiste, básicamente, en una “pérdida o alejamiento del paciente de la realidad”. Los psicólogos y los psiquiatras jamás definen qué entienden ellos por realidad, y, sin embargo, este concepto, al no ser definido, deja absolutamente vacía de contenido a la definición de “psicosis”. Si la “psicosis” es un alejamiento, o pérdida del contacto con algo que los psicólogos llaman “realidad”, pero que, por otro lado, no se establece a lo que ellos llaman “realidad”, entonces, esta definición de “psicosis”, o no tiene ningún sentido, o bien lo deja al libre arbitrio de cualquier psiquiatra acerca lo que es o debe ser real y lo que no. El psiquiatra podría juzgar de forma personal y caprichosa, sin ningún criterio estricto y establecido, qué es lo que es real y lo que no, y decida, a su propio capricho, quién está alejado o no de lo que para él debe ser, o es, la realidad, o quién es, en definitiva, “loco”, o no. De esta manera, si alguien le comenta a un psiquiatra que el vecino suyo se compró un automóvil nuevo, o que un amigo suyo que estaba paseando en medio del campo, vio, por la noche, a un platillo volador, el psiquiatra, por un criterio absolutamente arbitrario y caprichoso, de manera personal, decidiría qué es lo real y lo que no, por mera intuición. No importa si el vecino realmente se compró o no un automóvil nuevo, o si realmente es cierto o no que existe el fenómeno ovni, y que estemos o no siendo visitados por extraterrestres. Esto no importa para nada en absoluto. Lo único que importa, es si al psiquiatra, estos hechos –para él-le parecen o no reales. Si, a juicio personal, intuitivo y caprichoso, el psiquiatra, manejado por un “sentido común” vulgar y mediocre, pero presuntamente “normal”, el psiquiatra siente, o le parece, que un relato no es creíble para él, directamente, dice que ese relato no es real, y que el que lo dice, “está alejado de la realidad, y es un psicótico”, y lo interna. Aquí, lo que está en tela de juicio, no es que el paciente crea o sienta como real, cosas que son falsas en la verdadera realidad, sino en que el paciente crea y sienta cosas como reales que son falsas “para el psiquiatra”. Naturalmente, todas las personas, sin excepción, muchísimas veces en la vida creemos a ciencia cierta cosas que resultan como falsas para los demás.

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Un cristiano, cree con toda convicción que las aguas del Mar Rojo se abrieron para dejar pasar al patriarca Moisés y a su pueblo, y que luego se cerraron para ahogar a todo el ejército del faraón. Para un ateo, este relato no refleja un acontecimiento real. Un psiquiatra ateo opina exactamente lo mismo. Pero como el cristianismo está muy difundido en el mundo, y los relatos sobre los platillos voladores tienen bajo nivel de reputación y aceptación, los psiquiatras prefieren omitir su opinión de que “los cristianos están alejados de la realidad y son psicóticos”Se prefiere, en cambio, atacar a los partidarios de la existencia de platillos voladores, porque son culturalmente más débiles. Así que aquí no se trata de que un psicótico sea una persona que crea como real, algo que no lo es, sino que la “persona que está alejada de la realidad, o que es sicótica”, es una persona que cree en algo, que puede ser falso, o bien real, pero que para el psiquiatra no lo es en absoluto. Y el psiquiatra se considera a sí mismo la autoridad de máxima jerarquía en materia de decidir qué es lo real y lo que no, y quiénes están apartados o no de la realidad, y quiénes son psicóticos y quienes no. Lo hacen gracias al beneficio que le otorga una definición de psicosis que no define en absoluto qué es, o en qué consiste la realidad, y le da entera libertad al psiquiatra para decidir e interpretar cuál debe ser la realidad según a él se le antoje. Pero, más allá de que algo sea verdadero o falso de forma objetiva, externa a nosotros mismos, lo cierto es que cuando alguien cree que algo es real, lo vive como tal, lo sea o no. Si un amigo mío, me miente, y me dice que esta mañana falleció en un accidente un familiar muy cercano a mí, yo, al creer en sus palabras, o sea, en su mentira, voy a sufrir por este familiar exactamente lo mismo que si el hecho fuese real objetivamente hablando. Perro el hecho de que yo sufra la supuesta pérdida de un familiar querido, de forma errónea, debido a una mentira de un amigo, no significa que yo sea un psicótico, o que “no tenga ningún contacto con la realidad”. Solo una persona inexistente, o un cadáver, no tienen ningún contacto con la realidad. Todo ser humano, por más extrañas que puedan parecernos sus palabras o modos de actuar, sabe quién es, cuando tiene hambre, come, cuando lo molestan, se enoja, cuando tiene frío se abriga… nadie “está en otro mundo, o fuera de la realidad”. Si alguien estuviera en otro mundo, o fuera de la realidad, no podríamos verlo, ni tocarlo, ni oírlo, y no podríamos llamarlo “psicótico”. Directamente, no existiría.

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¿Vamos a creernos que tenemos el monopolio absoluto de la realidad, y que si alguien cree en algo que nosotros no lo sentimos como real, entonces, esta persona está desconectada de “la” realidad? ¿Está esta persona desconectada de “la” realidad, o, más bien, de “nuestra” realidad? No vayamos a confundir, y creernos que “nuestra” realidad, es “la” realidad absoluta. Yo, personalmente, no creo en los visitantes extraterrestres, pero si alguien me dice que fue secuestrado por un platillo volador, y yo no creo en los extraterrestres, yo no voy a pretender que mi creencia personal acerca de que los extraterrestres no existen es la realidad absoluta y objetiva. No voy a creer que este relator, en lugar de tener una concepción personal de la realidad, diferente a la mía, esté desconectado de la realidad total, absoluta y objetiva. No es una persona que no tenga ninguna conexión con la realidad total, absoluta y objetiva, sino que yo tengo una concepción personal y subjetiva de la misma realidad diferente a la suya, con la cual, tanto este hombre como yo, estamos conectados por igual, de maneras diferentes. No existen personas que estén conectadas a la realidad, y personas que no lo estén, sino que todos los seres humanos, estamos exactamente igual de conectados a la realidad absoluta, total y objetiva, a través de formas diferentes y personales. Un cristiano, un ateo, y un cientifista, están todos igualmente conectados a la misma verdad absoluta y objetiva por igual, a través de concepciones de esta misma realidad objetiva, externa y absoluta, diferentes, y que incluso se discrepan entre unos y otros, a veces de forma absolutamente radical.

II

Existen mitos de ciertos pueblos, que explican el origen del mundo y de los pueblos, que un occidental, al leerlos, les puede parecer todos estos mitos, que dichos pueblos creen con toda convicción, absolutamente absurdos, inverosímiles, e incluso incoherentes y que violan el principio de no contradicción. Sin embargo, estos pueblos creen de forma absoluta en estos mitos “absurdos, incoherentes y contradictorios”, que explican los orígenes y la creación del mundo y de sus pueblos, y que, para los ojos de un occidental, pueden llegarse a considerar verdaderos “disparates”. Sin embargo, los individuos de estos pueblos, y todos esos pueblos en su conjunto, no están “desconectados de la realidad externa, objetiva e independiente a nosotros”. No se trata de que esos pueblos estén “desconectados” de la realidad objetiva, y que estén “locos”, y nosotros, los occidentales, estemos, en cambio, “conectados” a la realidad objetiva.

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Sino que se trata más bien que, tanto esos pueblos que poseen estos mitos para nosotros tan exóticos y extravagantes, como nosotros, los occidentales, tenemos unas diferentes concepciones acerca de la misma realidad objetiva a la que ambos estamos igualmente conectados. Nadie va a decir que existen culturas “locas” y desconectadas de la realidad, y culturas “normales” y conectadas con la realidad, y a decir que, por ejemplo, la cultura maya era una cultura “loca”, y la cultura occidental es una cultura “normal” y conectada con la realidad. Existieron y existen, diversos pueblos, que, por afinidades geográficas, étnicas, comerciales e históricas, intercambiaron profundamente sus culturas, e inclusive hubieron mestizajes culturales. Otros pueblos, debido a que quedaron aislados geográficamente, o por otros muchos motivos, permanecieron aislados en sí mismos, y desarrollaron culturas muy exóticas y originales, muy distintas a las de otros pueblos, como, por ejemplo, la de los incas y los aztecas, debido a su lejanía y aislamiento entre sí y con el continente europeo y asiático. Estas culturas supieron desarrollar valores y formas de vidas propias y originales, muy diferentes a las de otros pueblos. Esto se debió, entre otras causas, al aislamiento frente a otras culturas o civilizaciones. Pero esto no significa que hayan estado desconectadas de la realidad objetiva. Muchos seres humanos, debido a diferentes causas, como falta de comunicación con sus progenitores, en su más temprana infancia, discriminación, problemas fisiológicos para poder hablar o escuchar, o ya sea porque adquirieron una información muy esencial en una etapa temprana de sus vidas, les hicieron concebir al universo de otra manera. Lo cierto es que estos individuos, desarrollaron una verdadera cultura propia individual, ajena a la de su contexto social. Estos individuos, por cierto, están tan conectados a la realidad objetiva y externa, tanto como lo estamos todos nosotros y todas las culturas del mundo, pero conciben al universo de forma diferente a la del otras personas del contexto en que habitan. Son individuos, por así decirlo, que poseen una cultura propia y particular en sí mismos, como individuos que son. Son seres, podríamos llamarlos mono-culturales. Estos seres humanos, portadores únicos de una cultura, si son odiados, son rotulados de “psicóticos”, o desconectados de la realidad. Si su cultura es aceptada por todos, entonces, resulta que no son “locos”, sino “genios”, que revolucionan al mundo, a la cultura, y a la forma de pensar de la sociedad. ¿Y qué es un “genio”, después de todo, sino un “psicótico” al que todo el mundo le da la razón?

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Esto, sin duda, nos llevaría a reflexionar profundamente, acerca de si la cultura es un fenómeno colectivo, de masas, o si un individuo aislado puede ser un portador único, de una cultura única. Yo creo que así es, sin duda. Y cada cultura defiende sus valores, y no se deja invadir por otras culturas. La cultura china, sobrevivió y existe actualmente, gracias a la política de aislamiento que los emperadores chinos tuvieron hacia los colonialistas occidentales. No solo conservaron su propia cultura, sino su independencia. Egipto fue un país que tuvo una cultura milenaria muy rica y exótica. Pero tras morir su última emperatriz, Cleopatra, y tras formar parte del imperio romano, la exótica y rica cultura original del Antiguo Egipto, colapsó, y perdió toda originalidad, e incluso su independencia. Hoy en día, Egipto no es un ejemplo cultural en ningún modo, sino tan solo un mero receptor cultural de valores e ideologías y formas de vida que provienen de otras partes del mundo. De la misma manera, no se puede culpar a un portador individual de una cultura propia, por no ser “pragmático” y abrirse a un mundo que lo va a asimilar, que se lo va a tragar, y que le va a hacer perder todos sus valores y concepciones originales de concebir al mundo. Un individuo que afirma públicamente con toda convicción que una manzana se cayó del árbol porque el dólar norteamericano se ha devaluado en los últimos años, es un hombre valiente, que afirma sus ideas, y que se atreve a pensar y a opinar por sí mismo, y a mantener y defender sus propias ideas, valores y formas de vida. Es un hombre con una cultura personal fuerte y valiente, y ni debe ser discriminado por ello. No se debe decir que lo que está diciendo sea un disparate, o este “fuera de la realidad”. Se trata de una concepción original y valiente acerca e exactamente la misma vida real que vivimos todos. Se trata de una persona que fabrica una concepción del mundo y de la vida. Se trata de un creador de ideas. El ciudadano “normal” promedio, mediocre y término medio, en su lugar, no fabrica ni crea idea alguna. No es un generador de cultura. Se convierte en tan solo en un receptor pasivo. Este ser mediocre, vulgar y “normal”, en su lugar, dice cosas como, por ejemplo, que: “Si uso anticaspa CASPEX no se me va a caer ni un solo pelo jamás en mi vida”. O si no, se convierte en un verdadero idiota, que cuando está deprimido, se pone a beber Coca-Cola, porque dice que: “Coca-Cola alegra la vida”. La mayoría de la gente común, le da amplios poderes a un político para que controle todo el sistema, soplo porque creen que por tener una sonrisa simpática y un lindo peinado, harán por esta razón una magnífica labor como gobernantes.

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Son disparates mucho peores, pero con el agravante de que son recibidos de otras personas. El hombre promedio “normal” no genera ninguna idea propia, sino que tan solo repite los disparates “normales” que oye decir a otros. Pero como son disparates, si bien horrendos, pero que son compartidos por todo el mundo, entonces ese receptor pasivo de disparates que repite es considerado un ciudadano “normal”, y no es discriminado por ello. Por cierto que, tampoco se puede decir, que un individuo, o un pueblo, por poseer una cultura diferente a la del contexto dende residen, por ello vayan a estar incomunicadas y aisladas de dicho contexto. Una persona muy extravagante no por ello necesariamente tiene que privarse de ejercer una sana vida social. En muchas ciudades de América, e incluso de Europa, existen varios “barrios chinos”, absolutamente integrados pacíficamente a la comunidad, a pesar de que conservan sus costumbres de su país de origen. Un uruguayo y un japonés pueden llegar a ser excelentes amigos, salvando las diferencias, y conservando sus costumbres culturales. Las culturas que tienen poder y fuerza, generalmente salen a expandirse e imponerse al exterior, para obligar a las otras culturas a adoptar sus códigos y hasta sus idiomas. Las culturas menos violentas, o más débiles, o menos ambiciosas, adoptan, en tanto, la táctica de aislarse, como el caso de China, o de Egipto, durante varios siglos. El intercambio cultural solo es de interés propio de las culturas que sienten que van a ganar, que tienen poder, y que se van a imponer sobre las otras. El privar a un ser humano de su propia cultura personal, de su propia ideología, de sus propios valores, y de sus propias concepciones del mundo y de la vida, es un verdadero etnocidio cultural. No es otra cosa que esto mismo. No importa que una cultura esté sostenida por diez millones, cien mil, o un ser humano solo. Destruir a una cultura, y a una concepción de la vida y del universo, es un etnocidio. III

El filósofo sofista griego Protágoras, por ejemplo, afirmaba como algo absolutamente legítimo el hecho de violar el principio de no contradicción, y lo declaraba a viva voz. Por lo general, los filósofos sofistas admitían como legítimo el violar el principio de no contradicción.

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Violar el principio de no contradicción, puede llevar a un sujeto o a una sociedad a llegar a cualquier tipo de conclusión, aún hasta las más estrambóticas, como, por ejemplo, sostener que un objeto es y no es una silla y una mesa al mismo tiempo. Hoy en día, asistimos a diario, casi hasta con aburrimiento, como los gobernantes, los estados, y las instituciones de gran reputación y nivel, en sus discursos, no respetan el principio de no contradicción, y nadie las llama “locas” por ello. Hoy en día, ningún psiquiatra, como psiquiatra, diría que Protágoras o toda la escuela sofista eran unos “psicóticos”, aunque pueda opinar ello a nivel exclusivamente personal. Y, sin embargo, la aceptación de la violación del principio de no contradicción, cuyos principales defensores son eminentes filósofos sofistas de gran reputación, que hoy en día se estudian en las mayores universidades, y que venden millones de libros al año, y que tienen millones de partidarios en todo el mundo, es un principio que lleva a cualquier sujeto a afirmar o negar cualquier tipo de cosas, en un mismo tiempo y lugar.

IV

Decir que alguien está “loco”, o que es psicótico, o decir que alguien “está desconectado de la realidad”, es el peor y más grave descalificativo, y la más extrema y radical intolerancia a la que un ser humano o sociedad pueda llegar, para negar, descalificar, y despreciar, a una concepción ideológica o creencia, que posee un individuo que está tan conectado con la realidad objetiva y absoluta como uno mismo. Porque, en este punto, ya no se trata de que el descalificador vea a su prójimo como un ser humano equivalente a él, como un igual, que comparte sus mismos códigos, y que ambos coexisten y están conectados, dentro del marco de una misma realidad absoluta y objetiva en común, sobre cuyas concepciones e interpretaciones discrepen entre ambos. Al contrario. Cuando se tilda a alguien de “psicótico”, se le niega incluso hasta su conexión con esta realidad absoluta y objetiva en la cual estamos todos, se lo niega como igual, y se lo niega como ser humano. No se trata del descalificativo que se hace entre dos exponentes de dos doctrinas o concepciones del mundo opuestas, que no se comparten, pero que, a pesar de todo, se reconocen como concepciones, aunque sean erradas, pero a partir del marco de una misma realidad objetiva y absoluta en común. No se trata de una lucha entre “una concepción correcta del mundo contra una concepción errónea o equivocada del mundo”. Cuando se habla de “psicosis”, ya no se habla de una concepción equivocada el mundo, de un individuo que es un semejante, y que está incluido y conectado por igual con nuestra misma y humana realidad absoluta y objetiva externa.

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Cuando se habla de “psicosis”, se desconoce mucho más que la ideología del prójimo, o de si su ideología es correcta o equivocada. Lo que se desconoce a través del descalificativo de “psicosis”, es inclusive, hasta la más mínima conexión de esa ideología con la realidad absoluta y objetiva. Es un desprecio radical hacia su discurso, pero, más aún, hacia el propio sujeto que emite ese discurso. El discurso de un catalogado de “psicótico”, no es considerado, ni siquiera como un discurso “equivocado”, sino como un “discurso que no es nada”. El descalificativo de “psicótico”, habilita al psiquiatra a considerar al discurso de esas personas a las que se las rotula de tales, como un “no discurso”. “Es un no discurso falso en esencia”. Si el discriminado por el delito cultural de “psicosis”, dice algo que es considerado verdadero, resulta que lo dice “por casualidad”. Pero, en esencia, esa negación de la conexión que todos los seres humanos del mundo, sin excepción, poseemos con la realidad absoluta, objetiva y externa, implica anular la humanidad de ese sujeto, negarlo espiritual y socialmente, y reducir su concepción ideológica de la vida a la nada, a un “no discurso”. Este es el peor acto de discriminación e intolerancia ideológica que se le puede efectuar a un individuo, en un contexto donde tanto se dice respetarse los derechos humanos, la tolerancia, la libertad de opinión y de pensamiento, y que tanto nos ufanamos con los ideales democráticos. Precisamente, los mismos psicólogos y psiquiatras, son los que más se atribuyen la representatividad de los mejores valores de tolerancia, respeto, comprensión, y reconocimiento del otro y de sus diferencias. Y son estos mismos psicólogos y psiquiatras que tanto se ufanan con tan bellas palabras, los que más practican los peores casos, los más aberrantes, de intolerancia ideológica, y violan la libertad de expresión, de pensamiento, y practican la intolerancia y violan el respeto y el reconocimiento a sus semejantes. Basta tan solo que a una persona se la rotule socialmente de “sicótica”, para que su discurso pase a ser un “no discurso”, para que la persona pierda absolutamente toda credibilidad ante sus semejantes, para que nadie le crea, o se crea que si alguna vez acertara, lo haría solo por error o por mera casualidad. En esta sociedad tecnocrática, basta con que un individuo adopte una actitud seria, formal y amable, y diga poseer un título universitario, para adquirir todo el respeto y la credibilidad ciega ante todo lo que dice, sea verdadero o falso.

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No hace falta, para ganar dicha credibilidad, que la persona posea realmente este título universitario. Solo basta con que diga que lo tiene, aunque no lo tenga, y con solo el hecho de que los demás crean que tiene dicho título, todos le creen. Por otro lado, una persona rotulada de “psicótico”, pierde toda credibilidad ante sus semejantes. Lo que dice es un “no discurso”, o un discurso carente de contenido alguno, cuyas formas pueden o no coincidir con la “realidad”, y si lo hace, es tan solo por mera casualidad. No necesita que este individuo haya sido diagnosticado de “psicótico” por un psiquiatra. Puede ser un individuo común y normal, e incluso tener un título universitario. Pero solo basta con que a alguien le digan, o le mientan, de que tal individuo es un “psicótico”, y se crea en ello, para mirar a ese individuo de otra forma, y no creerle absolutamente ni una sola de sus palabras, y dudar de todo lo que él dice, y no fiarse de su “no discurso”. Porque se supone, erróneamente, que un psicótico no tiene su discurso fundamentado, o conectado, a la realidad objetiva, absoluta y externa a nosotros, y que todo lo que dice son palabras sin el menor sentido. Y los psiquiatras, y la gente considerada “normal”, se supone que sus discursos si están basados y fundamentados en esa “realidad”, objetiva, absoluta y externa a nosotros, a pesar de todos los disparates, errores, y cosas falsas que dicen a diario los psiquiatras y las personas “normales”. En las terapias o tratamientos psiquiátricos, lo primero que se hace es descalificar al discurso de la víctima, rotulándolo de “loco”, o “psicótico”, o de “persona que tiene problemas, o patologías”. De esta manera, se descalifica, tanto al sujeto que emite el discurso, como al discurso en sí mismo, como un discurso poco fidedigno, o inverosímil, o difícil de creer, o que hay que ser muy suspicaz a la hora de tomarle la palabra, o que puede ser no real, o no verdadero lo que el sujeto dice, y que no es digno de ser tomado con entera seriedad y respeto. Se dice que “el paciente está alterado, confundido, es fantasioso, interpreta todo según lo que le dicen sus emociones, miente sin darse cuenta, no dice la verdad, etc”. Y de esta manera, el discurso del discriminado cultural no es nada fiable para los demás, y no se tiene totalmente en cuenta ni en serio. Esa falta de credibilidad en el discurso del paciente, el terapeuta se la trasmite al paciente de formas corteses, y tanto el terapeuta como el contexto familiar y social, manipulado por el terapeuta, le van trasmitiendo, con cortesía, y con la menor cantidad lenguaje verbal y explicito posible, que el paciente es un chiflado que dice cualquier cosa. Que es un “loco”.

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A partir de que el paciente toma conciencia de que, para la sociedad, su contexto, y su familia, él es solo un “loco”, y cuyo discurso no tiene seriedad alguna, a partir de ahí comienza el tratamiento psicológico o psiquiátrico. A partir de negarle toda veracidad a lo que el paciente afirma que es real, objetivo y verdadero, la familia, el contexto, la sociedad, y los psiquiatras, comienzan a subjetivizar todas las experiencias, discursos, afirmaciones, y realidades del paciente.

V

Si el paciente, un día, le cuenta al psiquiatra que su jefe del trabajo le tiene bronca, y no le paga debidamente sus horas extras, el psiquiatra le pregunta: -¿Y por qué tú dices eso? Entonces el paciente le relata, y le argumenta porqué y porqué después, y el psiquiatra, al hacerle esta pregunta tan aparentemente inocente, en realidad, lo que el psiquiatra hizo, no fue exactamente querer conocer las causas del odio del jefe hacia el paciente, sino, al preguntar ¿por qué lo dices?, lo que hizo fue poner en duda lo que el paciente dijo. El psiquiatra le lanzó esa `pregunta como si no tuviera la menor idea del asunto, ni supiera nada, y no aceptara a primera vista la versión que el paciente hace sobre la realidad de su jefe. Si el paciente le dice algo, el psiquiatra quiere saber porqué lo dice, o en qué se basa para decirlo, porque el psiquiatra parte de la base de que el discurso del paciente no tiene ninguna credibilidad, y que si el paciente dice algo, tiene que argumentar, y esforzarse muchísimo, para que el psiquiatra le pueda creer aunque sea algo. Así, cuando el paciente expone una realidad, el psiquiatra le pide constantemente argumentos de “porqué él dice eso”. Y el paciente debe estar siempre argumentando y despejando dudas tras dudas, sin nunca obtener la credibilidad del terapeuta. Siempre se le exige una explicación tras otra, y siempre se está en una duda sobre otra duda. El segundo punto, es que el psiquiatra no le pregunta: -¿Por qué tú jefe te trata tan mal? El psiquiatra no le pregunta este hecho, que es la realidad del asunto, sino que lo que el psiquiatra le pregunta es: -¿Por qué dices que tu jefe te trata tan mal?

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Al hacerle esta pregunta, el psicólogo o psiquiatra está literalmente, negando como real el maltrato del jefe, e inclusive está negando como real al propio jefe, y a la propia vida laboral del paciente. El jefe, su maltrato, y la vida laboral del paciente, dejan de ser tomados como elementos del mundo real en la entrevista entre el paciente y el psiquiatra. En la entrevista, no hay un jefe, un maltrato, y un mundo laboral real, objetivo, absoluto, y externo a nosotros. Durante la entrevista con el psiquiatra, lo único que es tomado como real son los discursos verbales entre el psiquiatra y el paciente. O sea, que no es real ni objetivo el hecho de que exista, ni que sea real, ni el jefe, ni el maltrato, ni el mundo laboral del paciente. Lo único admitido como real, es que el paciente le dice al psiquiatra, como que un supuesto jefe de un supuesto trabajo que dice tener, parece que, según lo que dice el paciente, lo maltrata, y parece que no le paga debidamente determinadas horas extras que el paciente dice que le corresponden, etc. Lo único tomado como real entre el psiquiatra y el paciente, es lo que el paciente dice, y lo que el psiquiatra dice. O sea que, lo único real para el terapeuta, es lo que se dice, independientemente de si sea real, o tenga o no alguna conexión con algo real o verdadero. La realidad objetiva, absoluta y externa, se obvia, y se deja totalmente de lado. No importa en absoluto. El psiquiatra jamás va a decir que es cierto que el paciente trabaja, que tiene un jefe, o que el jefe lo trata de tal y cual manera. El psiquiatra jamás le va a decir al paciente si esto es real o no. El psiquiatra no dice: -Esto es real y verdadero, y esto no es real y es falso. Lo que hace el psiquiatra, precisamente, es no decir ni que sí ni que no, sino eliminar totalmente a la realidad objetiva, absoluta y externa de ambos en la conversación, y tomar solo como real, a lo que ambos, paciente y psiquiatra, se dicen. Solo esto es lo real en una entrevista. Entonces, cuando el paciente le dice al psiquiatra que su jefe no le paga las horas extras, el psiquiatra, directamente, elimina al jefe, al trabajo, al maltrato y a las horas extras del mundo de lo real, objetivo y externo a ambos, y pasa a tomar solo como real, al consultorio, y a tan solo el discurso verbal del paciente. El psiquiatra, tomando solo como real al discurso del paciente, y no a su verdadera realidad, al hacerle esta pregunta, no solo está aislando al discurso del paciente con su

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realidad laboral, sino que, además, está dudando de si son válidas o no las razones que el paciente tiene para efectuar dicha declaración, y le pregunta: -¿Por qué dices que tu jefe te trata mal? Entonces, aquí se comienza a subjetivizarse la realidad del paciente, desde el punto de vista social y comunicativo. Ya no se trata de indagar acerca de las razones que tiene el jefe para molestarse con un empleado, sino que se trata de saber porqué el paciente dice que un supuesto jefe, para el cual él dice estar trabajando, él dice que lo trata mal, a su entender. Y cuando el paciente le expone, tras esta trampa, las razones del comportamiento del jefe, el psiquiatra, las va, progresivamente, o poniendo en duda a estas razones, o subjetivizándoselas. Si el paciente le dice que este mes hizo diez horas extras, y, al cobrar, resulta que solo cobró la mitad de las que había hecho, el psiquiatra pone en duda la actitud del jefe, diciendo: -¿Y porqué estás tan seguro de ello? ¿No habrá sido un error informático, al momento de registrarse en la oficina las horas extras? Y si el discriminado cultural le explica que no es así, por esto y por esto, el psiquiatra vuelve a poner en duda todas y cada una de las cosas que la víctima le dice. Pero el psiquiatra nunca va a dar la cara y decir que lo que sucede como cierto y real es esto y esto. El psiquiatra se cuida muy bien de nunca decir algo como real.

VI

El psiquiatra, todo lo que hace es poner a cada una de las certezas del paciente, en duda, pero no a través de una afirmación categórica de una antítesis, sino a través de sucesivas formulaciones de posibles hipótesis que, pudieran ser, pero que bien pudieran no ser. Si el paciente le dice al psiquiatra: -Esto es A. El psiquiatra no le dice: -Esto no es A. Esto es B. Lo que el psiquiatra le dice es: -¿Y no podría ser B?

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Pero el psiquiatra le surgiere que podría ser B, poniendo en duda A, pero sin decirle que la realidad es B. El psiquiatra no afirma ni que sea A ni B. De hecho, el psiquiatra nunca afirma nada. Lo que hace es poner en duda todas y cada una de las afirmaciones del paciente a través de posibilidades hipotéticas, que no conducen a ninguna afirmación de nada, y que solo llevan de la duda, a la duda. Y si el paciente le dice al psiquiatra. -¿Y porqué podría ser B? El psiquiatra le dirá: -“No se”. “Digo yo”. “Se me ocurre”. “Yo supongo”. “Me parece”. Y si el paciente le pregunta al psiquiatra: -¿Y porqué le parece, o se le ocurre? Entonces, el psiquiatra, que nunca le gusta que el paciente le haga a él el mismo juego que él hace con el paciente, simplemente le devolverá a su pregunta con otra pregunta y le dirá: -¿Y por qué lo preguntas? Y volverá a centrar la conversación en la opinión del paciente, y en el discurso que hace el paciente acerca de lo que el paciente “piensa”, u “opina”, no en lo que el psicólogo o psiquiatra piense y opine. Jamás los psiquiatras van a afirmar que tal o cual cosa es categóricamente real. Ellos no están para decirle al paciente lo que es real, sino para negar sistemática y porfiadamente la realidad del paciente, para ponerla en duda, y para subjetivizarla. El psiquiatra jamás va a exponer su propia tesis, acerca de lo que él realmente piensa acerca del paciente, sino que el psicólogo y el psiquiatra lo hacen al revés. Esperan a que sea el paciente el que presente su propia tesis, y lo desesperan con la incomprensión y la discriminación para que el paciente trate de ser comprendido, y que trate de convencer al psicólogo o al psiquiatra de esta. Entonces, el paciente, sintiéndose incomprendido, y ante un psicólogo que aparenta una actitud receptiva, le expone su tesis, y el psicólogo o psiquiatra no le dicen ni que sea cierta ni falsa categóricamente. Pero ponen a prueba la tesis del paciente constantemente, dudando continuamente de cada uno de sus enunciados, no dando nunca la razón a las premisas fundamentales, y tratando de sacar a relucir y a darles importancia, más a las contradicciones, que a las verdades del discurso de sus víctimas.

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VII

Y para acentuar más su efecto destructivo sobre la tesis el paciente, aíslan a esta tesis, y al paciente mismo, de toda la realidad externa y objetiva de la comunicación, entre el psiquiatra y el paciente, de tal forma que solo es cierto lo que el paciente dice, y no a lo que el paciente se refiere en su discurso verbal. Si yo le digo a mí psiquiatra: -Ayer fui a caminar a la rambla. La realidad no es ni la rambla, ni soy yo, ni si yo fui o no a caminar ayer a la rambla. La única realidad, en el consultorio, es que “yo le digo al psiquiatra que ayer fui a caminar a la rambla”. Esto es lo único que se toma por realidad en el consultorio. Y si yo le digo al psiquiatra, al notar sus escepticismos: -¡Pero es verdad que yo fui! ¡Se lo juro! ¡Créame! El psiquiatra me podría responder, o ya sea: -No lo se. Tú dices que fuiste a la rambla, pero yo no estaba allí para verte a ti. Yo no puedo saber si estuviste o no en la rambla. De esta forma, el psiquiatra se vuelve cientifista, y empirista. Solo es real lo que se puede palpar y ver por los sentidos. Pero es un empirismo individualista. Lo real no es lo que yo veo y palpo con mis propios sentidos, sino que lo real es solo lo que el psiquiatra puede palpar y ver con sus sentidos personalmente. O sea, que para que el psiquiatra me reconozca algo como real, no basta con que yo lo vea y toque con mis sentidos y se lo diga, sino que él también lo tiene que tocar y ver él con sus sentidos, para podérmelo aceptar como real. Yo toqué y vi la arena y el agua de la playa. Se que es real. Pero es real “para mí”. Como el psiquiatra no tocó ni vio al agua y a la arena de la playa, entonces no es real para él, a pesar de que yo se lo diga. Para el psiquiatra, tan “científico y objetivo” que es, si yo le cuento lo que yo vi y toqué, pero que él no vio ni tocó, solo existe, como real, tan solo lo que yo le digo al respecto, de tal manera, que lo único real esa lo que yo digo, y no lo es ni la arena, ni el agua, ni la playa, ni nada. O si no, lo otro que podría responderme el psiquiatra, es: -“No lo dudo”, “Creo en tu `palabra”, “Si tú lo dices”, etc.

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Pero él dice que “no lo duda”, pero tampoco dice que lo afirma como real. Él dice que “cree en mi palabra”, o sea, cree en que “yo se lo digo”, pero esta afirmando que cree en que se lo estoy diciendo, pero no afirma que cree en lo que le estoy diciendo. Y cuando dice, “si tú lo dices”, está aplicando un condicional, como que si “yo” lo digo, será cierto “para mí”, o que si lo digo, “es porque yo estaré convencido de ello”. Estaría subjetivizando la validez de esta afirmación. Yo lo interpretaría como que me está dando la razón, cuando en realidad, lo único que me está reconociendo, es que yo estoy seguro o convencido de lo que le estoy diciendo, pero no está reconociendo de que lo que digo sea o no cierto en el mundo absoluto, objetivo, externo y real. Y si un paciente le dice al psiquiatra que el jefe de su trabajo lo insulta, el psiquiatra no toma como un objeto real y objetivo ni al jefe, ni al insulto, ni al trabajo del paciente, sino que le pregunta a este: -¿Tú te sientes agredido por tu jefe, verdad? Entonces, aquí lo real y objetivo no es la prepotencia, ni el insulto del jefe, ni el jefe mismo, sino el sentimiento subjetivo del paciente con respecto a una actitud del jefe, que se la exime totalmente de cualquier atributo o calificativo moral, social, y ni siquiera de existencia real y objetiva alguna. Aquí, no importa si el jefe lo tomó al paciente a las patadas y lo echó a la calle o no, aquí, lo único que importa es el sentimiento subjetivo del paciente ante este supuesto hecho que el paciente dice que le ocurrió. Aquí, lo único tomado como real y objetivo, es que el paciente se siente agredido por el jefe. No importa porqué, o las causas, o si tiene o no razón, o si estas causas son reales o no, o apropiadas o no. Lo único que importa, es que el paciente, se siente agredido, o se siente deprimido, o alegre, o lo que sea, subjetivizando y aislando a ese sentimiento de toda conexión con la realidad o la validez objetiva, real, externa y absoluta. Por último, si el paciente dice que el jefe se enojó con él porque el paciente llegó tarde a la oficina aquella mañana, no importa en absoluto si eso es cierto o no, lo único que importa, es que el paciente “atribuye a la actitud que él dice que el jefe tuvo con él, dicha explicación”. Y el psiquiatra le dice: -Tú estás interpretando que tu jefe se enojó contigo porque llegaste tarde. O sea que la causa real del enojo del jefe, se pasa a subjetivizar, primero, en que el paciente dice que su jefe se enojó con él, y segundo, en que el paciente interpreta que fue por tal y cual razón.

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El psiquiatra no le va a decir si es cierto o no que el jefe se enojó por esta razón. No le va a decir ni que sí ni que no al paciente. El psiquiatra se cuidará mucho de no exponer ninguna tesis del mundo real al paciente. Pero hace lo peor que puede hacer con el paciente. Le subjetiviza la realidad, reduciendo una causa real de una conducta real, a una mera idea, u opinión, o suposición, o interpretación subjetiva del paciente. O sea, que solo se toma como únicos elementos reales y objetivos a los hechos de que: lo que el paciente dice, lo que el paciente siente, o lo que el paciente interpreta. No importa en absoluto si lo que el paciente dice es real o no, o si los sentimientos son a causa de un acontecimiento real y concreto, y son naturales y normales, o comprensibles, o si esas “interpretaciones” son las adecuadas. Se toma un cuchillo, y se corta, por un lado, la realidad externa, absoluta y objetiva, y por otro lado, queda el paciente reducido a un fantasma subjetivo, donde él solo dice, siente e interpreta él solo, sin que nadie le diga que está a favor o en contra, aunque todos estén en contra suya. Entonces, lo único tomado como real es la subjetividad del paciente. Es lo que el paciente dice, siente, o interprete. Cualquier elemento externo a la subjetividad del paciente se obvia totalmente. Literalmente, no existe. Si al paciente le dieron un puñetazo en una fiesta, la fiesta, y el puñetazo, no existen. Solo existe el hecho de que el paciente “tuvo una mala experiencia (subjetiva) en una supuesta fiesta donde él “dice” haber participado”. Si fue real o no que la fiesta existió, o que le dieron o no un puñetazo, y porqué causas o en qué condiciones objetivas, no importa en absoluto. La realidad externa no existe en el tratamiento psicológico o psiquiátrico. Solo existe la “realidad interna o subjetiva del paciente”.Nada más. Por otro lado, si bien toda la realidad del mundo se termina reduciendo a una impresión, o a una realidad subjetiva del paciente, o a una vivencia, emocional o intelectual, o verbal, de lo que el paciente dice, siente o interpreta, lo cierto es que, a su vez, esta es una realidad subjetiva de un sujeto, al que previamente se lo descalifica como “loco” o como “psicótico”. Es lo que dice, siente, o interpreta un loco o un “psicótico”. O sea, que no solo se reduce a toda la realidad objetiva, a una realidad interna y subjetiva del paciente, sino que, además, es una realidad subjetiva descalificada, un “no discurso”, desposeído de seriedad y credibilidad alguna. La única posible credibilidad que tiene lo que el paciente pudiera decir, es que podría coincidir su discurso verbal con una realidad externa y objetiva por la más mera y

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simple casualidad. Esto es lo único que mantiene al psiquiatra atento al discurso el paciente. Nada más y solamente eso. VIII

Por otro lado, aunque se descalifique a priori todo el discurso verbal, afectivo e intelectual del paciente, y se le de a entender que él es un “psicótico”, el psiquiatra se conduce con él de forma amable y receptiva, con total cortesía. Lo hace para demostrarle que, aunque el psiquiatra considere que él está “loco” y no tengan nada que ver sus sentimientos y opiniones con la realidad objetiva, el psiquiatra, aún así, respeta sus sentimientos y opiniones “locas” y equivocadas como si tuviera infinita paciencia e indulgencia con él, porque, para el psiquiatra, el paciente es, o mejor dicho, dice el psiquiatra que es, después de todo, un “ser humano”. Entonces, el paciente se siente que sus discursos, sentimientos y opiniones e interpretaciones, no tienen nada que ver con la realidad. Que él es solo un “loco”, pero que, al menos, se siente escuchado, y comprendido emocionalmente, aunque sienta que todo lo que él dice no tenga ninguna validez real para el psiquiatra. Por cierto que esta aparente actitud de comprensión por sus “sentimientos y por su humanidad”, es absolutamente ficticia, es tan solo una forma de actuar o aparentar ante el paciente en el trato de la entrevista. El psiquiatra no respeta, no le importan en absoluto, las ideas, pensamientos, interpretaciones, y mucho menos los sentimientos ni la humanidad el paciente, al que, tras seguirle la corriente, acaba medicándolo con drogas que lo anulan afectivamente, y lo terminan encerrando en un centro de reclusión cultural. No existe respeto ninguno, ni por sus ideas, ni por sus opiniones, ni sus interpretaciones, ni por sus sentimientos. Demostrar ese respeto a lo que el paciente dice, interpreta y siente, es solo una parte del juego “terapéutico”. Es una política, que no refleja en nada la verdadera realidad de la relación entre el psiquiatra y el paciente. Desde el punto de vista legal, hasta el propio Estado le termina retirando sus derechos civiles, y el paciente pasa a estar bajo la curatela de un familiar. El paciente deja de tener derechos de sufragar en las elecciones nacionales o departamentales, es privado del derecho de administrarse sus bienes, a elegir el domicilio donde desea residir, es obligado a residir en una clínica psiquiátrica de por vida, a recibir tratamientos, drogas y electroshocks contra su voluntad, etc. No hay respeto alguno por el discurso verbal, afectivo o intelectual del paciente. Para el psiquiatra es un “psicótico”, o sea, una persona que no tiene ningún discurso, o que es un discurso absolutamente inválido en todo sentido, que solo puede ser acertado por

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mera casualidad, y que no corresponde tomarlo en serio, ni creerle, ni respetarlo, ni a sus discursos, ni a él, ni a sus derechos como ser humano o como ciudadano. El paciente termina siendo reducido a una categoría casi igual a la de un animal, al que no se le da ni se merece el menor crédito alguno, a pesar de que todo el mundo le diga que lo respeta, que desean “su bien y su salud”, y actúen como si fueran receptivos y se pusieran a escucharlo con seriedad y comprensión. Y al paciente se le trasmite la falta de credibilidad en su discurso, y se lo hace sentir aislado e incomprendido, y luego, en la consulta, cuando el paciente habla, solo se pasa a tomar como real lo que el paciente dice, no a lo que el paciente se refiere. No importa a lo que el paciente se refiera, importa solo lo que el paciente “dice, o manifiesta, o interpreta”. Al final, lo único que parece importarle a los psiquiatras, no es si lo que el paciente dice es real o no, o si tiene razón o no, sino si “el paciente se siente bien o mal. Si se queja por algo o no se queja por nada”. Esto es lo único que le importa al psiquiatra. No importa que el paciente esté en las peores condiciones objetivas del mundo. Basta con que, o no se queje, y diga que “está bien”, en su subjetividad, aunque no concuerde con la horrorosa vida que lleva, para que el psiquiatra “lo vea bien”. Tampoco importa, si el paciente se queja de algo, si al parecer del psiquiatra, esa queja está o no bien fundada, o si el paciente tiene todos los motivos del mundo para sentirse mal. Eso no importa en modo alguno. Si el paciente se queja, aunque sea con toda la razón, y dice que “está mal por algo”, entonces está mal, y hay que medicarlo, aunque tenga todas las razones del mundo para estar mal. Finalmente, en la entrevista con el paciente, nunca se menciona a ningún hecho externo como real. La realidad externa, absoluta y objetiva, no existe entre el psiquiatra y el paciente. Se obvia totalmente. Solo existe la subjetividad del paciente. Solo existe lo que al paciente “le parece”, o “cómo se siente”, o “lo que cree”, o “lo que considera”, o “como vive las cosas”, como si estuviera en una burbuja subjetiva, sin un mundo externo y real en el que estuviera inserto, y fuera parte del cual. IX

Por otro lado, el psiquiatra adopta la misma posición que le obliga a vivir al paciente. En el discurso del psiquiatra, el psiquiatra nunca habla del mundo real, ni de verdades objetivas y reales externas, sino que adopta una actitud subjetivizada de la realidad en su discurso.

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El psiquiatra rebaja su propio discurso de la realidad, a un discurso totalmente despegado de esta, a un discurso igualmente subjetivo. El psiquiatra, cuando presenta una tesis, nunca dice: -Esto es A. Él dice: -“a mi me parece… o yo pienso… o yo consideraría… o aparentemente… o se me ocurre… o yo te diría… que esto “podría ser A”. Nunca el psiquiatra dice que una cosa es tal cosa en el mundo real, externo y objetivo, sino que subjetiviza su propia versión de la realidad, y el psiquiatra pasa a decir que a “el le parece”, (subjetivamente), que tal cosa “podría ser A”. Y no solo subjetiviza su propio discurso acerca del mundo real, como que a él solo le parece que tal cosa es así, sino que se excusa por ello, diciendo que en realidad “la verdadera realidad le es inaccesible para él, él no la conoce, él no es dueño de la verdad, y solo le está permitido decir lo que a él –modestamente- le parece que es”. Además, él no dice lo que le parece a él que es, sino lo que le parece que podría ser. El psiquiatra nunca dice: -Yo pienso, o supongo, o me parece a mí, que esto es A. Sino que, además, el relativiza su suposición, la oscurece, la hace más vaga, difusa, y dice: -Yo pienso, o supongo, que… tal vez… a lo mejor… probablemente… podría ser… en el mejor de los casos… si esto fuera así… etc. Y si un paciente se ofende por tantas dilaciones, ambigüedades, y la falta de un discurso concreto, el psiquiatra trata de disfrazar su defecto de virtud, diciendo, como si tuviera toda la modestia del mundo: -¿Y qué quieres que yo te diga? ¡Yo no soy el dueño de la verdad! Entonces, resulta que ahora, el psiquiatra pasa a ser un hombre modesto, humilde, que no se “anima” a decir que algo, que cualquier cosa en el mundo es real, porque él es muy serio, y la verdadera realidad le es a él absolutamente inaccesible, y que si él dijera que algo es real, estaría poco menos que pecando de soberbia, por creer que el posee aunque sea una sola verdad absoluta. Entonces, en el consultorio, dentro el cual, esa habitación es como una verdadera burbuja-mundo, y donde toda la realidad exterior, objetiva y absoluta, queda excluida, y solo dialogan dos subjetividades aisladas y desconectadas de la realidad objetiva y externa.

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Es un diálogo entre dos subjetividades, y entre los dos, la subjetividad protagonista, la estrella, de la cual se centra el discurso, el “enfermo”, es la subjetividad del paciente, no la del psiquiatra. El psiquiatra y el paciente son dos subjetividades solitarias y aisladas totalmente de todo el mundo, o existencia del mundo real y objetivo alguno. Son dos fantasiosos subjetivos que hablan en torno de la subjetividad y fantasía del paciente. La realidad externa, objetiva y absoluta, no existe para ambos. La subjetividad del paciente, simplemente dice que a él le parece que su tesis es A. Y la subjetividad del psiquiatra, le dice que a él le parece que no es A, aunque no proponga ninguna otra tesis, ni idea alguna. Entonces, subjetivamente, el paciente dice: -(a mí) me parece que es A Y el psiquiatra le dicte: -¿Por qué (te parece) que es A? -(a mí) me parece que es A por esto. Y el psiquiatra le dice: -(a mí) me parece que podría no ser A, pero no se porqué, o por alguna otra razón, o porque podrían ser millones de cosas más, etc. Entonces se entabla un diálogo entre una subjetividad, o un fantasma, que es el paciente, que propone una tesis subjetiva, y otro fantasma, o subjetividad, que es el psiquiatra, que pone constantemente a prueba, o en duda, o en contradicción, a la tesis del paciente, pero sin afirmar nunca nada, y estando los dos aislados, en el consultorio, de toda realidad objetiva, externa y verdadera. Y cuando termina la hora de la consulta, el paciente sale a la calle mareado, sintiéndose, o ya sea que le mimaron sus propias fantasías y su subjetividad, o ya sea que su subjetividad pasó por un mal rato, y se bebió un mal trago. Pero todo quedó dentro de él. El mundo exterior no cambió para nada. Su situación es la misma que antes. Vive exactamente en el mismo sitio y en las mismas condiciones. Su vida real no cambió absolutamente nada. Incluso, tras abandonar el consultorio, el mismo psiquiatra y el mismo consultorio pasaron a la propia subjetividad del paciente, a la manera de un mero recuerdo, o vivencia pasada. Además, el psiquiatra le da a entender al paciente, que él sabe absolutamente todo sobre su vida. Que lo sabe TODO. Sabe tanto sus ideas concientes como también conoce todo

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su inconciente. El psiquiatra le da a entender al paciente, que sabe más de él mismo que el propio paciente. El paciente, en cambio, no conoce absolutamente nada del psiquiatra, ni de su infancia, ni de su juventud, ni de su vida privada, ni de su relación con su esposa y sus hijos, o sea, nada. Y todo el tema de la conversación entre esas dos subjetividades, que están ambas desconectadas, en un consultorio, de la realidad externa y objetiva, está centrado en la subjetividad y la locura del paciente. Como no hay realidad externa ni objetiva ninguna, no importa si cuando el paciente dice algo, está diciendo o no la verdad, o esté simplemente fantaseando. El paciente es libre de decir cualquier disparate. Tanto los disparates, como las verdades del paciente, tienen exactamente el mismo valor: Solo son reales como cosas que se dicen, que se sienten, o que se interpretan. Esto es lo único real y válido de lo que se dice, siente o interpreta. Solo eso y nada más que eso. Este mismo discurso de subjetivización de la realidad, se extiende, por instrucciones de los psiquiatras, a todo el diálogo familiar del contexto social del paciente, a los amigos, conocidos, y enfermeros que tratan al paciente, de tal manera, que al paciente nunca le ocurre nada real, sino que el paciente “dice”, o “siente”, o “interpreta” que le ocurre tal y cual cosa. Pero, después, viene “lo que está bien y lo que está mal”. O, como le llaman los psiquiatras: “lo que es normal, y lo que es anormal”. Si en una consulta, el psiquiatra le pregunta: -¿Cuál es su nombre? Y el paciente le responde: -Soy el payaso Plim-plim El psiquiatra le dice que lo que está diciendo el paciente está mal, que decir eso es anormal, que él está “descompensado”, y lo droga o le da electroshocks por eso. Si el psiquiatra le pregunta: -¿Cómo te sientes? Y el paciente le contesta: -Me siento mal. Estoy angustiado, o irritado. Entonces, el psiquiatra dice que lo que está sintiendo el paciente está mal, que sentir eso es algo anormal, y que él está “descompensado”, y lo droga o le hace electroshocks.

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Si un paciente, después de querer ser obligado a tomar una droga que le hace mal, se resiste con el enfermero, y el enfermero lo sujeta, y él le pega al enfermero, el psiquiatra le dice: -Lo que hiciste está mal. Eso que hiciste es anormal. Estás “descompensado”, y te voy a drogar y dar electroshocks por esto. La institución psicológica y psiquiátrica es de carácter absolutamente dogmático y represivo. Pero, curiosamente, en sus discursos ante el paciente, ante los familiares, y ante los medios masivos de comunicación, la figura del psicólogo y de los psiquiatras aparenta ser la total antítesis del autoritarismo y del despotismo. Los psicólogos y los psiquiatras siempre asumen una actitud como de benevolencia, infinita paciencia, pragmatismo, perfil bajo, docilidad, bondad, comprensión, receptividad, etc. Le hacen sentirse al paciente escuchado, entendido, aceptado, cuando, en realidad, esta apariencia que demuestran, y que hacen sentir tanto a los pacientes, como a su contexto, y a la sociedad en su conjunto, no tiene absolutamente nada de real en la vida real, y es solo una apariencia, que forma parte de su juego de inquisidores autoritarios, represivos y dogmáticos. X

Pero volviendo al tema anterior, diremos que si el jefe del trabajo del paciente, no le paga las horas extras a éste (hecho al que se le niega toda realidad objetiva, y que se reduce a la realidad de un mero discurso del paciente), pero el paciente le vuelca una taza de café en la camisa del jefe, entonces, este hecho sí es tomado como un hecho real, objetivo y externo. Que el jefe no le haya pagado las horas extras, se reduce tan solo a un mero discurso verbal o emocional, o interpretativo del paciente, del cual el jefe es eximido totalmente, tanto de culpa como de existencia real. Pero si el paciente le vuelca una taza de café en la camisa del jefe, este hecho se convierte en real, objetivo y externo, y es considerado un hecho anormal. Si el paciente le cuenta al psiquiatra que su jefe lo insultó en el trabajo, el psiquiatra solo toma como real el discurso del paciente, al que no afirma ni niega, porque él, tan serio que es con la verdad, dice que: -Yo no se, porque yo, la verdad, no estuve en tu oficina, para ver si el jefe te insultaba o no. Y como el psiquiatra no vio con sus propios ojos ese entredicho, no puede, en honor a la verdad, decir que este existió o no, más allá de que acepte como real que el paciente manifieste esto verbalmente.

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Pero si el jefe, y los compañeros del trabajo, van a quejarse ante el psiquiatra de lo que hizo su paciente, el psiquiatra les cree a pie juntillas, aunque no haya estado presente para ver con sus propios ojos el momento en que el paciente le derramó una taza de café al jefe. El discurso del jefe y de los compañeros de trabajo, no los toma solo como una realidad meramente verbal, o sea, no solo toma como real el hecho que ellos lo dicen, sino que también toma como real lo que ellos dicen, aunque el psiquiatra no lo haya visto ni tocado con sus propios ojos. Entonces, el psiquiatra le pregunta al paciente: -¿Es cierto que hiciste esto? Si el paciente dice que sí, entonces está reconociendo que hizo un acto anormal, que amerita a que el psiquiatra lo medique. Si dice que no es cierto, la verdad es que el paciente estaría mintiendo, y estaría asumiendo que está cometiendo el acto anormal de mentir, además de haber actuado anormalmente al ensuciarle la camisa del jefe. Y, aunque el paciente niegue el hecho ante el psiquiatra, y le mienta, el paciente sabe que lo ha hecho, y que debe pagar con las consecuencias de su acto anormal. Si el paciente se defiende, alegando que el jefe no le pagó las horas extras, lo insultó, etc, se encuentra con que el psiquiatra “no vio con sus propios ojos cuando el jefe supuestamente lo insultó”. Se encuentra que toda la realidad del maltrato de su jefe es toda una realidad subjetiva y verbal de él, y no es reconocida por el psiquiatra como una realidad objetiva y externa al paciente. Finalmente, todas las quejas que el paciente tiene contra su jefe, los insultos, las horas extras, etc, se reducen a un pleito palabra contra palabra, entre el jefe y el paciente. El paciente dice que el jefe lo insultó, y el jefe dice que no. Y como el psiquiatra “no vio, ni tocó, ni estuvo en ese momento para presenciar el hecho, entonces reduce a este hecho tan solo a una realidad verbal, entre uno que dice una cosa, y otro que dice otra”. Finalmente, el psiquiatra obvia este juego de palabras, de un normal contra un enfermo, y va a los hechos “objetivos”, que es que el paciente le derramó una taza de café al jefe. Cuando me refiero aquí a un hecho “objetivo”, me refiero, en realidad, a un hecho en el que ambas partes están de acuerdo con que sucedió, y que no hay discrepancias de opinión.

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El paciente dice que el jefe lo insultó, y el jefe dice que no. Entonces hay discrepancias, y “no se sabe cual es la verdad, porque el psiquiatra no estaba para verlo”. Pero si tanto el jefe como el paciente, reconocen que el paciente le tiró la taza de café, aunque no haya coincidencia en todo el resto del asunto, ni de las causas del hecho, entonces, para el psiquiatra, este es un hecho “objetivo”, aunque el psiquiatra no haya estado presente para poder verlo con sus propios ojos, si el paciente le derramó o no la taza al jefe, o si ambos están delirando. Entonces, no importa todas las maldades que el jefe le haya podido hacer a su empleado durante muchos años. Esto es hipotético. Es solo un mero discurso el paciente. Es, además, un discurso contradictorio, porque es palabra contra palabra. Para el psiquiatra, lo único real es que el paciente le derramó lataza de café en la camisa del jefe. No importan las explicaciones o posibles explicaciones, o si el paciente tenía o no razón al hacerlo. El psiquiatra no estuvo para ver el hecho, pero tanto el jefe como el paciente reconocen el hecho, entonces, se tiene a este hecho como real y objetivo, y no como un mero discurso. Todas las razones reales que el paciente haya podido tener para hacer tal hecho, no importan en absoluto. Quedan todas reducidas a simples “interpretaciones” subjetivas del paciente, que no importan en absoluto su coinciden o no con la realidad externa. Lo único que se toma como real y objetivo, externo, es el hecho de que el paciente cometió el acto anormal de derramarle el café en la camisa del jefe. El resto no importa. Entonces, lo único que importa, es que el paciente tuvo el sentimiento “malo” de enojarse, y el acto “malo” de derramarle el café. Ellos no hablan de malo, sino de “anormal”. El paciente se descompensó. No importa en absoluto si se “descompensó” con razón o sin razón. Lo único que importa es que se “descompensó” y nada más. Y, para evitar que el paciente tenga sentimientos o actitudes anormales, el psiquiatra pasa a drogar al paciente, y a internarlo en un centro de reclusos, para evitar problemas sociales. Si un paciente es agredido vergonzosamente, y se lo cuenta a un psiquiatra, pero no tiene ningún testigo que se lo pueda confirmar, entonces, lo único que se tiene en cuenta, como real, es solo el discurso verbal del paciente, como un acto de mera “interpretación o sentimiento del paciente”. Pero si el paciente responde a esta provocación, con un acto agresivo, entonces el agredido lo va a enjuiciar, y el paciente no va a poder negar su acto, y va a ser él mismo, el primer testigo de su propio acto.

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El paciente puede mentir, y negar que él hizo tal o cual cosa, pero, en el fondo, él sabe que lo hizo, y el psiquiatra también, y, aunque lo niegue, de todas formas, el psiquiatra está habilitado para sancionarlo, aunque no reconozca la autoría de su propia acción. Pero si un tercero agrede al paciente, en solitario, y el paciente lo denuncia, y el tercero niega haber cometido tal agresión, entonces es todo un pleito palabra contra palabra, entre un normal y un loco, y todo se reduce a una idea, o a un sentimiento, o a una interpretación el paciente. O sea, que si el paciente, en algún momento, agrede a alguien, nunca va a poder negarle este hecho al psiquiatra, quiera o no hacerlo. Pero si un tercero agrede al paciente, aunque sea de una manera totalmente obvia y descarada, este tercero sí va a poder mentir y negar el hecho ante el psiquiatra, y reducirlo todo a un palabra contra palabra, entre un paciente “loco” y un tercero “sano y normal”. De últimas, el que siempre saldrá perjudicado, será siempre el paciente, y nuca el psiquiatra, ni el o los terceros. XI

Y, en ciertos tratamientos psiquiátricos, por ejemplo el mío, concretamente, los psiquiatras aplican este recurso de mandar a agredir al paciente a través de un tercero, y para que quede todo palabra contra palabra entre un “loco” y un “normal”, en el caso de que la agresión la cometa un tercero, y que quede como un hecho concreto y “objetivo”, cuando sea el propio paciente quién cometa la agresión. Este método, frecuentemente, se suele usar muy comúnmente para poder facilitarles a los psiquiatras una excusa, o una justificación, cuando estos desean internar a un paciente de un centro de reclusión, o para justificar el uso de electroshocks, o de drogas. Este es un recurso que muchos psiquiatras poseen para “comunicarse” con el paciente, y para poder justificar sus métodos agresivos. Para dar un ejemplo ilustrativo, en 1998, cuando yo estaba perfectamente bien en mi casa, y para justificar una internación psiquiátrica de por vida, de la que, desde entonces, aún no he salido, ni tengo la más mínima idea de si voy a salir alguna vez, desde entonces. Para no decirme: “Te vamos a internar porque sí”, o “por razones que no queremos decirte”, hicieron lo siguiente, entre otras cosas: Entre muchas otras cosas que me hicieron, previo a dicha internación, que, catorce años después, hoy en día, aún perdura, mi familia comenzó a robarme objetos de mi cuarto, desde los objetos menos significativos y de menos valor, hasta los de más significado y valor.

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Ante estas “desapariciones de objetos”, yo solo podía callarme la boca, o denunciarlos. Si me callaba la boca, tarde o temprano me volvería loco de verdad. Pero si yo denunciaba a cada rato que me estaba faltando esto y esto, lo cierto es que no se tomaría como un hecho real objetivo y externo, estas desapariciones, sino que lo único que tomaría por real, era tan solo mi discurso verbal acerca de esto. Entre tantas cosas, un día, en el cajón donde yo guardaba mi pensión, que era de unos tres mil y pico de pesos, me desapareció un billete de mil pesos. Esta desaparición era real. Yo mismo lo constaté. Lo vi yo mismo con mis propios ojos. Era absolutamente obvio. Pero no tenía testigo alguno que confirmara mi versión ante terceros. Era totalmente obvio. Pero era “obvio tan solo para mí”. Era una realidad, y una obviedad subjetiva. Era una experiencia real y objetiva, pero solitaria. Cuando yo denuncié este hecho a mi familia, lo único que se tomó como obvio, como real, era tan solo que “yo decía que me faltó tal y cual cosa”. La desaparición de ese dinero, así como de tantas otras cosas, desde el punto de vista social, no era ni real ni irreal. Simplemente se obviaba. Lo único real era lo que yo decía, o manifestaba, de que me había desaparecido tal y cual cosa. Si yo me hubiera enojado, y les hubiera robado dinero, a mí vez, a un familiar mío, yo no podría negarles a ellos y al psiquiatra este hecho, y tendría que aceptar la condena por ello, por conflictivo. Pero aunque yo no me desquité el hecho, solo por no callarme la boca, cosa que me hubiera gustado haber hecho, e hice innumerables veces, pero que no podía hacer siempre, ya les daba a los psiquiatras la excusa para decir que yo estaba “interpretando”, o “diciendo”, o “pensando mal”, o que yo era “paranoico”, etc. Yo traté, durante meses, de impedir darles a ellos cualquier excusa para que ellos me internaran, pero esto era una tarea imposible. Si los psiquiatras lo quieren internar a uno, simplemente lo hacen. Te internan con excusas o sin excusas. Si no se las das, te internan igual, porque ellos poseen el poder y la fuerza legal para hacerlo. Aunque yo no les di la menor excusa, lo hicieron igual. Y si yo, actualmente, los denunciara a ellos por este hecho, ellos dirían que “yo estaba mal, que eran todas interpretaciones mías, etc”. Usualmente, lo que se hace con un paciente que está en su casa haciendo una vida normal, y se lo pretende internar, es hipnotizarlo, e inducirlo a cometer un acto desadaptado, que justifique su internación.

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Este acto anormal o desadaptado que se le induce al paciente a través de la hipnosis, no necesita ser un acto objetivamente anormal o desadaptado, sino que tan solo basta con que sea un acto leve, pero que sea considerado por el paciente como simbólicamente desadaptado. Basta con que justifique, para los ojos del paciente, su internación, para que una ambulancia lo espere a la puerta de su domicilio, y unos enfermeros entren a su cuarto, y lo saquen de dentro del ropero o debajo de la cama, si se esconde, para secuestrarlo, y recluirlo de por vida. Este es un juego que me lo conozco y que lo viví de sobra. Pero son secretos profesionales de los psiquiatras y los psicólogos que, por cierto, no los trasmiten explícitamente en los programas televisivos donde reparten a trote y moche todos sus prejuicios culturales y donde exhiben todos sus buenos modales, cariños y comprensión. Solo recurren a actitudes tan agresivas y descaradas como las que tuvieron conmigo cuando la hipnosis no logra provocar esa actitud de desadaptación simbólica que justifique la internación ante los ojos del propio paciente. Este tipo de jugadas, al menos conmigo, me las hicieron, entre otras cosas, para permitirse el lujo de generar un conflicto que les diera un pretexto para internarme de por vida adonde estoy viviendo yo ahora, desde hace catorce años atrás. Si actualmente, viviendo bien donde estoy, y sin tener ningún conflicto con nadie, los psiquiatras, por alguna razón, decidieran darme una nueva serie de electroshocks más de los que ya me han dado, en vez de venir un día por sorpresa y decirme: -Te vamos a dar electroshocks “porque sí o por razones que no te las vamos a decir, porque nosotros hablamos en chino y tú en japonés”. Ellos, en lugar de esto, van a tratar de generar algún conflicto, o algún problema previo, como preámbulo a su acto arbitrario, para preparar el clima previo a los electroshocks. Lo que pueden hacer, si lo desearan, sería, por ejemplo, robarme objetos de mi cuarto, como ya lo han hecho antes de encerrarme aquí, dentro de una actitud aparentemente normal de sus partes, para que sea “yo” el que rompa la armonía que hay ahora, y salga a “denunciar” hechos que nadie vio, ni nadie parece saber nada, y que sea “yo” el que tiene problemas con ellos y no al revés. O sino, le dicen a un tercero, a un familiar o a un amigo, que me provoque, para que yo tenga problemas con él, y quede todo palabra contra palabra. Y todo se reduce a meras interpretaciones mías, y generar “sentimientos negativos en mí”, y un clima cargado, confuso, lleno de problemas, para luego decirme que estoy “descompensado”, e internarme, como lo hicieron antes, o darme electroshocks, o subirme la medicación, si lo quisieran hacer ahora. El que siempre lleva la de perder, es el discriminado cultural, no ellos.

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Mi discurso, es el discurso de un “loco”, o sea, un “no discurso”. Solo esto. No tiene ningún grado de credibilidad alguna ante la gente común, o se recibe con susceptibilidad y escepticismo. Toda realidad empírica, que sea vista, tocada, y absolutamente real para un paciente, pero que no tenga testigos, no es considerada real. Asimismo, todo discurso o interpretación del paciente, no importa si es verdadera o falsa en cuanto a lo que dice, solo es real como un mero discurso o enunciado cualquiera. Por otra parte, un enunciado de un tercero, confirmado por el mismo paciente, o por otro u otros terceros, acerca de un hecho empírico cualquiera, es tomado como una realidad objetiva y absoluta, aunque el psiquiatra no lo haya visto ni tocado con sus propios ojos. Y los psiquiatras siempre se cuidan de dar instrucciones al contexto familiar y social del paciente, para que todos los terceros solo confirmen y sean testigos, tan solo de los hechos que al psiquiatra le interesa que se establezcan como reales. Si un compañero de trabajo, por ejemplo, ve con sus propios ojos que el jefe insulta al paciente en su trabajo, el psiquiatra le da instrucciones para que este empleado modere, u omita, o, directamente, altere sus declaraciones. De esta manera, hay un manejo absoluto, a través del dominio del contexto familiar y social, de las declaraciones, y del manejo del lenguaje, de la realidad que vive socialmente el paciente, al que se lo rotula de “desconectado de la realidad”. Más que “desconectado de la realidad”, el paciente está virtualmente “incomunicado con sus semejantes”, y toda la realidad, se reduce a una experiencia subjetiva y solitaria, a la que nadie comparte como real. Finalmente, se termina considerando que lo único tomado como real es el discurso verbal corroborado y confirmado con varios testigos, y se descartan como subjetivas, o como meras “interpretaciones o fantasías”, los pensamientos o discursos verbales no correspondidos o no confirmados por terceros. Aquí, finalmente, aparecen dos lenguajes: el lenguaje verbal, y el lenguaje, llamado por los psicólogos y psiquiatras como el lenguaje simbólico-interpretativo.

XII

En el caso del robo de objetos, como en tantas otras cosas, lo que se usó fue el lenguaje simbólico-interpretativo. Mi familia no me dijo verbalmente: -Te estamos robando. Te queremos generar incomunicación y paranoia para después internarte.

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En realidad, mi familia, con entera claridad, me comunicaron exactamente esto mismo, al hacer este tipo de hechos, y otros más, pero no me lo dijeron verbalmente. Este lenguaje simbólico-interpretativo era más que obvio. Es un lenguaje basado en gestos, en hechos, en actitudes, en símbolos, como dice su nomenclatura. Yo, me doy cuenta que me desaparecen objetos de mi cuarto, y que yo no los he perdido, y que se que estaban en tal y cual lugar, y me pongo a pensar qué está ocurriendo, y llego a esta lamentable conclusión. Lo que hago es dar una interpretación verbal y pensada, a un hecho, o a un acontecimiento, o a una actitud, que en sí no está representada originalmente con un lenguaje verbal. Pero esta conciencia verbal que yo tengo acerca de lo que está pasando, o esta interpretación de estos hechos o símbolos, es un discurso verbal interno, pensado, subjetivo, que se originó de un hecho sin palabras, y, además, en este caso, de un hecho que yo viví en solitario. Yo se exactamente lo que ocurre, pero si yo salgo a denunciar a mi familia acerca de esto, mi familia sale a decir: -Yo no se nada. Yo no te robé nada. Es todo una interpretación tuya. Y como para los psiquiatras, lo único que se toma como real, es el discurso verbal que es correspondido y corroborado por uno o más testigos, y como nadie está corroborando ni confirmando mi denuncia, y como a pesar de que yo vi, con mis propios ojos, la falta de dichos objetos, pero fue una experiencia solitaria, entonces, lo que yo digo no es tomado como referido a algo real y objetivo. No es real y objetivo que a mí me hayan desaparecido objetos de mi cuarto, pero sí es real y objetivo que yo lo haya denunciado. El tema, socialmente hablando, no pasa en: ¿Por qué me desaparecieron objetos de mi cuarto, o si se me perdieron o si alguien me los robó? El tema pasa por: ¿Por qué digo yo que me desaparecieron objetos de mi cuarto, en un cuarto donde no entra nadie, en una casa donde todos mis familiares me aman y nadie me robaría ni me haría un mal jamás? ¿Es que lo que yo digo es real, o es que yo estoy “delirando”, estoy “interpretando”, o viendo “visiones”, o estoy “paranoico”? Lo que se concibe como real arranca desde el momento en que yo hago esa declaración verbal, no antes. Por ejemplo, el pasado lunes 4 de Junio, mi padre cumplió setenta y nueve años. Mi padre siempre, desde hace años, festeja sus cumpleaños, comigo, con mi hermano y su esposa Ximena.

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Mi padre siempre se comporta amablemente conmigo, y nunca me dice que no a nada, nunca se irrita conmigo, nunca tiene quejas u opiniones contrarias a las mías, y si yo digo algo, él nunca dice que no a nada de lo que yo le digo, aunque, después, haga todo al revés, y yo viva y sufra todo lo que yo vivo y sufro. Lo cierto es que ese lunes, por la mañana, yo lo llamé, y lo felicité por su cumpleaños, y le dije que tenía un regalito para ofrecerle, a lo que el contestó amable y cariñoso. Pero cuando yo le pregunté si nos íbamos a reunir con mi hermano Martín para celebrarlo, él, muy amable, y con todo cariño, me dijo que ya se había reunido a festejar su cumpleaños con mi hermano Martín el día anterior, el Domingo. Como quitándole trascendencia al asunto, dijo que fue una reunioncita informal, sin grandes pretensiones, y que solo habían pasado un rato, entre él, mi hermano, y su esposa. Me lo dijo todo amablemente, de forma cariñosa, y yo también le respondí cariñosamente, y sin darle trascendencia a este hecho, hasta terminar la conversación. Lo cierto es que después de esto, mi padre no volvió a llamarme, ni siquiera a preguntarme nada acerca del regalo que tenía para él, ni a interesarse por éste, ni siquiera me invitó a su casa a que yo se lo llevara, o él venir a buscarlo a la clínica donde vivo. O sea, que, de forma muy cariñosa y amable, y silenciosa, mi padre me dijo: -¡Vete a la mierda! Pero no me lo dijo verbalmente. Él no me gritó, no mostró ninguna hostilidad, no me trató mal, sino que, al contrario, me habló con toda la bondad del mundo. Verbalmente, no emitió ni una sola palabra ofensiva u hostil. La agresión, que fue una agresión brutal, él me la trasmitió a través del lenguaje simbólico-interpretativo. O sea, a través del lenguaje de los hechos, de los gestos, sin emitir la más mínima palabra alguna. Yo “me di cuenta” que él me estaba mandando a la mierda, por su propia cuenta, sin que él me dijera nada en absoluto, verbalmente, de ello. En esto se basa el lenguaje simbólico-interpretativo. Hay una actitud, un hecho, una acción, un gesto, que es un símbolo, y hay una “interpretación” de este hecho, acción, gesto, etc, que se trasmite sin palabra alguna. Entonces, ante esta agresión, yo me siento mal, y yo “interpreto” que mi padre me envió a la mierda, sin que mi padre no me dijera verbalmente ni una sola palabra hostil.

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Si yo a mi padre le reprochara su mal gesto, y le dijera que “él me envió a la mierda”, él pondría alguna excusa, y diría que “no me lo tome así, que son todas interpretaciones mías, que yo estoy equivocado, etc”. O sea, que si yo denunciara a este u a otros gestos más, trasmitidos a través del lenguaje simbólico-interpretativo, quedaría todo entre palabra contra palabra, y yo quedaría como un “delirante”, o un “loco”, y estaría “interpretando”, o “malpensado” cosas equivocadas de otras personas. Y como para los psiquiatras, lo único que es tomado como real, son los discursos que son confirmados por varios testigos, mi discurso acerca de esta exclusión al cumpleaños de mi padre, quedaría aislado, sin corroboración, palabra contra palabra, y todo se reduciría a una simple interpretación (subjetiva) de mi parte. Y, todavía, la interpretación subjetiva de un “psicótico”. Lo que se manejaría como real, si yo denunciara este hecho, no sería que mi padre tuvo un mal trato conmigo al excluirme de su cumpleaños, sino que lo único que se tomaría por real, es que “yo digo o interpreto que mi padre actuó de tal o cual forma”, o que “yo estoy disgustado con mi padre, y pienso que él me excluyó de su cumpleaños”. Esto sería lo único que se tomaría como real por los psiquiatras, si yo denunciara este hecho. Así que, cuando suceden estas cosas, lo mejor es no amargarse, y callarse la boca, como por cierto, lo he hecho tantas veces, hasta ahora, tanto en éste, como en otros muchos casos. Si yo lo insultara a mi padre, no solo se tomaría como real únicamente que yo me siento maltratado por él, que yo siento, o interpreto, que él me excluyó, sino que también se tomaría como únicamente real que yo lo insulté, y que tengo conductas agresivas. Si yo actuara de esta forma ante estos mensajes simbólicos-interpretativos, tanto denunciándolos verbalmente, como respondiendo con los hechos, quedaría como un verdadero “loco”, como un “descompensado”, y solo lograría que me medicaran aún más. Este recurso ya lo han utilizado los psiquiatras conmigo varias veces en mi adolescencia, y yo, lamentablemente, me ofendí, y pagué hasta hoy en día las consecuencias. Si cuando estoy en el consultorio de un psiquiatra, tras sufrir estas horrendas agresiones, el señor psiquiatra me dice: -Te voy a hacer una serie de diez electroshocks para que estés mejor. Desde el punto de vista del lenguaje simbólico-interpretativo, me está diciendo que me van a pasar corriente eléctrica por la cabeza, que me van a quemar las neuronas del cerebro, que me van a hacer olvidar de todo mi pasado, que me van a privar de recuerdos y de emociones, y, en definitiva, que me van a hacer un mal horrible.

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Esto me lo dice desde el lenguaje simbólico-interpretativo, pero, desde el lenguaje verbal, con entera amabilidad y buenos modales, me está diciendo poco menos que se está preocupando por mi bien, por mi salud, que quiere que yo esté bien, y que poco menos que me está haciendo el mayor de los favores. Además, este discurso verbal del psiquiatra es corroborado y confirmado por los propios enfermeros, por mis familiares, por todos mis conocidos. Todos, en un lenguaje verbal, me dicen que “los electroshocks me hacen bien”, y que “el tratamiento es para mi bien, y que estoy internado y drogado por mi salud”, y yo no puedo negar la validez de este mensaje confirmado por todos los terceros sociales e innumerables testigos. Y si yo negara tales afirmaciones verbales y unánimes de mi contexto, quedaría aislado, y nadie estaría a mi favor, y yo quedaría hablando solo, y totalmente aislado, sin que nadie me de la razón. XIII

Entonces, se somete a la víctima de la psiquiatría a un quiebre, a una ruptura, entre la realidad real, objetiva, externa, de sus propios sentidos, la realidad obvia e incuestionable, pero que “solo es obvia para él”, con “la realidad del discurso social, de lo que la sociedad entiende o puede saber como que algo es real o no”. Entonces, el paciente psiquiátrico, al menos en mi caso, se enfrenta a que hay una verdadera ruptura entre lo que el paciente sabe que es cierto, y lo que la sociedad y los psiquiatras, y su familia, y todo el mundo, le dice que es, como si eso fuera cierto. El paciente psiquiátrico tiene que aceptar que hay dos realidades paralelas: la realidad que es, y la realidad social de lo que la gente cree, o dice que cree que la realidad es. Y aunque el paciente sepa que lo que se cree acerca de él, o de otras cosas, es falso, aún así, tiene que reconocer que es una falsedad con vigencia real, porque incide en su condición legal, en la medicación que le obligan a tomar, en el sitio donde vive, y en la opinión que su familia y su contexto tienen de él. El paciente tiene que aceptar que esa mentira social también es una realidad tan real como la verdadera, y tiene casi el mismo poder, e influye sobre su vida tanto como la otra, y lo debe asumir, le guste o no. El asunto no se trata de que hay un individuo que tiene un discurso que no tiene absolutamente ninguna relación ni vinculación con la realidad externa, objetiva y absoluta, y que haya otro discurso, el del psiquiatra, que sí lo esté. El asunto pasa por el hecho, de que tanto el discurso del paciente, como del psiquiatra, están igualmente relacionados, conectados y vinculados a una misma realidad objetiva, externa y absoluta, pero que las versiones, tanto la del psiquiatra como la del paciente, están en contradicción entre sus puntos de vista.

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Aquí no pasa por el hecho de que el discurso del psiquiatra tenga una relación con la realidad objetiva, externa y absoluta, y la del paciente no tenga ninguna relación o conexión con esa realidad objetiva y externa, o que lo que el psiquiatra dice sea verdadero y lo que el paciente dice sea falso. Aquí, lo que acontece, es que hay dos puntos de vista diferentes y contradictorios de una misma realidad objetiva, absoluta y externa, a la cual el psiquiatra odia, y desea eliminar de la sociedad, en una actitud absolutamente intolerante y aberrante. De lo que se trata, es precisamente de borrar de la sociedad el discurso del paciente, para lo cual, se lo descalifica de psicótico, y se le niega a su discurso toda relación o contacto con la realidad objetiva y externa, se lo ridiculiza, caricaturiza, se le hace perder toda validez social, y, por último, se pasa a excluir de la sociedad al mismo sujeto que emite ese discurso tan “subversivo” para estos inquisidores. En este proceso de excluir al discurso del discriminado como “psicótico”, que incluye negarle toda conexión con la realidad, y afirmar que toda verdad de ese discurso, se debe enteramente a una mera casualidad, se pasa a ejercer sobre el discriminado un discurso social absolutamente falso y viciado, pero asumido por todos como verdadero. En primer lugar, este discurso viciado social, donde participan tanto la familia, como el contexto social, como los propios psicólogos y psiquiatras, pasan a rotular al paciente de “loco”, y se pasa a desconocer como reales, a las vivencias empíricas, a la propias experiencias del paciente, y a subjetivizarlas, y a interiorizar la realidad global tan solo como una mera interpretación o “vivencia subjetiva” del paciente. En segundo lugar, solo se acepta como real las exteriorizaciones verbales, o actos del paciente, calificados como “síntomas”, sin tener en cuenta en absoluto las verdaderas razones que los validan. En tercer lugar, solo se tiene en cuenta como real tan solo las declaraciones verbales en las que dos o más personas coinciden en sus discursos, y el psiquiatra se cuida de que nadie, jamás, vaya a confirmar o a presentarse como testigo de las declaraciones de lo que afirma el paciente, y, por el contrario, tratará de que todas las declaraciones y testigos confirmen solo y exclusivamente la tesis del psiquiatra. De esta forma, el discurso del discriminado queda totalmente aislado, en tanto que los discursos del psiquiatra, por más falsos y disparatados que sean, siempre poseen a terceros que los respaldan. XIV

Es por esto mismo, que el adoctrinamiento ideológico, o sea, el convencer al contexto familiar y social del paciente, de que el paciente está totalmente loco, y de que el psicólogo o psiquiatra tiene toda la razón, se convierte en un elemento clave y esencial de todo tratamiento discriminatorio psiquiátrico.

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Nunca podría existir un tratamiento discriminatorio perfecto, de tal envergadura, si existen testigos y terceros que están adheridos a la tesis del discriminado, y lo apoyan explícitamente. La confianza y la fe ciega y sin tapujos, del conjunto de la sociedad, acerca de la Psicología y la Psiquiatría, y de la supuesta “ciencia” y “buena fe”, con que estos señores trabajan, no debe ponerse jamás en duda ante la opinión pública, ni de los familiares ni amigos del paciente. La Psicología y la Psiquiatría, son artes basadas en la retórica y en el prejuicio cultural, sin ninguna base científica alguna, y que se sostienen únicamente en base a la credibilidad del conjunto de los ciudadanos y de la sociedad, que usualmente, no tienen verdadero conocimiento de qué se tratan, y en qué consisten realmente estas. Entonces, el paciente, aislado en un centro de reclusión cultural, se enfrenta a que se halla en medio de dos realidades paralelas y absolutamente contradictorias. Por un lado, está lo que el paciente ve con sus propios ojos, y con su propia experiencia personal día a día, y por otro lado, se enfrenta a la realidad del discurso social, unánime y generalizado, que le dice lo absolutamente opuesto a lo que el paciente vive cada día de su vida hasta que se muere. Por un lado, el paciente comprueba que la medicación y los electroshocks le hacen cada vez más mal. Por otro lado, se enfrenta al discurso social que omite todo el mal que le hacen, que banalizan la criminalidad de esta discriminación, y que le dicen que: “debe tomarlos por su bien, o porque lo mandó el psiquiatra, o porque es necesario, etc”. El paciente, dentro de su propio lenguaje interno, es decir, subjetivo, es conciente de todo el atropello del que está siendo objeto, y de que el tratamiento del que tanto se dice que le pretende hacer un bien, en realidad le hace un mal. Pero se enfrenta a la realidad del lenguaje público, unánime y social, de que todos están de acuerdo con el psiquiatra, y le repiten que es él el que está equivocado, y que nadie lo discrimina, y que le están haciendo poco menos que un favor. El discriminado cultural percibe –subjetivamente, y sin que nadie apoye su discurso- de que su familia lo abandonó completamente, que lo marginó, y lo dejó totalmente de lado en un centro de reclusos culturales. Al paciente no lo llaman, no lo vienen a visitar, y ni se acuerda la familia de él. Esta experiencia, el discriminado cultural la vive a diario. Sin embargo, tras pasarse todo un año totalmente solo en medio el patio de la clínica, el día de su cumpleaños sus familiares lo vienen a ver. Le traen dos o tres tortas y unos refrescos baratos, lo saludan, y luego se van, y no los vuelve a ver por otro año más.

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Desde el lenguaje simbólico-interpretativo, le están diciendo claramente al paciente que lo dejaron totalmente de lado y que lo excluyeron de la familia, al no venir a verlo nunca. Pero, también desde el lenguaje simbólico-interpretativo, al venir a verlo el día de su cumpleaños, lo que están haciendo no es acordarse de él, sino, literalmente, le están tapando la boca, para impedir que el paciente pueda decir, ni que lo vienen a visitar, ni de no lo vienen a visitar. No puede decir ni lo uno ni lo otro. Lo abandonan descaradamente, y luego le tapan la boca. Y desde el lenguaje verbal, solo le dicen que lo quieren, que se acuerdan mucho de él, y que está todo bien. El paciente, entonces, no puede emitir la menor queja explícita ni verbal alguna, porque si la emite, y se queja, la familia niega sus afirmaciones, y el enfermero sale a decir que “ahora que te vienen a ver tus familiares, con tanto cariño, resulta que te pones mal y te descompensas. Si sigues así, vamos a decirle a tu familia que no venga más, si te pones tan mal cuando vienen”. Entonces, el paciente tiene que aceptar que su familia lo abandone con todo descaro sin que él les pueda decir nada, y que encima le tapen la boca cuando quieran, o sino, que se enoje, se los diga, y quede como un discurso aislado, propio de un “descompensado”, y que habilite a su familia a no venir más “por culpa suya”, porque “se puso mal”. Entonces, el paciente vive por un lado, una realidad que es la real, la verdadera, que es la de su aislamiento y discriminación, y por otro lado, vive una realidad paralela, o sea, el discurso público y social, que niega u omite esa realidad real que vive el paciente, o incluso que hasta afirma lo contrario de lo que el paciente vive. Y el paciente debe callar, y tragarse su realidad, y su conciencia de esta, y asentir, activa o pasivamente, al discurso del lenguaje público como si este reflejara la verdadera realidad, cosa que es falsa. Entonces, el paciente debe tragarse toda la mala onda de la discriminación cultural que se ejerce hacia él, para sí mismo, sin podérselo comunicar a nadie, y debe aceptar pasivamente las internaciones, los electroshocks y las drogas, como algo normal y natural y “para su bien”. ¡Y pobre del paciente que se resienta, y que, cuando le vayan a hacer un electroshock, se esconda, o rompa una silla o un vidrio dentro del loquero! ¡Pobre del paciente que no quiera tomar la droga, llamada medicación, que se la dan “para su bien”! En estos casos, se lo cataloga de “descompensado”, y se utiliza la fuerza, y se lo obliga a “ubicarlo” en su lugar, como enfermo, dentro de un manicomio.

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Y todos sus amigos, conocidos, su contexto familiar y social, enfermeros y psiquiatras, coincidirán en que el paciente no tiene razón, y que está descompensado”, y que hay que darle más medicación, o internarlo, o darle electroshocks. Y es un discurso verbal público y unánime, incluso hasta dicho con el mayor de los cariños y cinismo, que terminan derrotando moralmente al paciente, hasta que se resigna, y acepta su marginalidad cultural.

XV

A mí, por ejemplo, me ha pasado mil veces, y me pasa, que cuando voy a una reunión familiar, nadie me hace la más mínima pregunta, ni siquiera se menciona en lo más mínimo, ni el tema de mi enfermedad, ni donde vivo, ni nada. Todos lo saben, pero todos se callan la boca, y se hacen los que lo ignoran por completo. Después, por ejemplo, de una fiesta de fin de año, cuando regresamos todos a nuestras casas en automóvil, y a mí me traslada un familiar lejano, o un amigo de un familiar, a la clínica, que ellos saben que es una clínica psiquiátrica, que hace más de veinte años que vivo en ellas, me dejan en la clínica sin hacer el más mínimo comentario. Cuando en una reunión, yo me olvido de lo que voy a decir, o estoy mareado, o tengo signos absolutamente visibles y explícitos de que las drogas psiquiátricas me están volviendo bobo y lelo, y me olvido, o me equivoco en lo que digo, ellos solo sonríen benévolamente, y me dicen: -No importa. Por dentro, ese familiar o ese conocido se darán cuenta de todo el mal que me hacen esas drogas, y de que me están volviendo estúpido. Quizás, luego, se lo comenten entre ellos. Pero, ante mí, aparentan total naturalidad, y no se le da la más mínima trascendencia o importancia al hecho. Es como si no hubiera ocurrido nada. A veces, me encuentro con supuestos conocidos de secundaria o de otros lados, que me reconocen y me saludan por la calle, y yo no los reconozco a ellos en absoluto. Ellos me dicen: -¿No te acuerdas de mí? Soy fulano, de tal y cual lado. Hace años hicimos esto y esto. Y yo no tengo ni idea de lo que me hablan ni de lo que me dicen. Entonces, todos mis familiares se dan cuenta de lo que es el horror de los cuarenta y ocho electroshocks que me dieron, pero nadie le da importancia al asunto. Nadie dice nada, y se omite todo comentario.

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Es debido a este hecho de no querer hacer explícitos los crímenes de los electroshocks, que mi contexto social y familiar, desde hace muchísimos años, se puso como norma, jamás hacerme ningún comentario ni de mi pasado, ni de mis experiencias. No existe nadie, ni en mi familia ni en mi contexto, que me diga: -Te acuerdas de… etc. Hoy en día, por ejemplo, toda mi familia y conocidos saben que el tratamiento me castró cuando yo tenía quince años. Entonces, todos se pusieron de acuerdo en no hablar ni una sola palabra, ni de sexo, ni de mi virginidad conmigo. Si en una reunión, yo digo que estoy viviendo en una clínica psiquiátrica, se toma a este hecho como algo enteramente natural, y normal, que no sorprende a nadie, y que vivir en una clínica psiquiátrica es como vivir en cualquier otro sitio del mundo. Se toma como que está bien, y que es “normal” que yo esté viviendo en una clínica psiquiatrita, y drogado, y que se me hayan hecho cuarenta y ocho electroshocks. Existe una completa banalización del crimen y de la discriminación cultural. Se toma como que mi vida, y los crímenes que se me han hecho a mí y a millones de seres humanos como yo, son hechos naturales, normales, “cosas que pasan”, y que no tienen trascendencia ni importancia alguna. Nadie, jamás, ha dicho, al menos delante de mí: -¡Qué horrible Ernesto lo que te han hecho con los electroshocks! ¡Te dejaron la mente en blanco! ¡Te privaron de vida afectiva! ¡Te borraron la memoria! Tampoco me han dicho: -¡Qué injusticia, Ernesto, que estos psiquiatras te hayan castrado a los quince años y te hayan privado para el resto de tu vida de sexualidad, y que no hayas podido tener ni novia, ni esposa, ni familia! Esto, naturalmente, lo podrán decir o pensar entre ellos, pero jamás delante mío. Existe un código, de un contexto que recibe instrucciones, y que es manipulado por los psiquiatras, de permitirle a la gente decir unas cosas sí, y otras no. Entonces yo, en lo personal, pero también a nombre de millones de personas como yo, vivimos entre dos realidades, tan reales la una como la otra, que es, por un lado, la realidad cierta, de lo que estamos viviendo y sofriendo cada día, y, por otro lado, la realidad de la mentira del lenguaje verbal público, social y generalizado, que trivializa, y apoya a la discriminación que sufrimos los reclusos culturales.

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Y cuando yo voy a la consulta con un psiquiatra, yo no puedo decirle a ella realidad verdadera, sino que tengo que partir de la mentira, y decirle a él, o aceptar, explícita o implícitamente, que yo soy un loco, y que él tiene toda la razón, y yo no. Y así como tengo que aceptar esto con el psiquiatra, en la consulta, lo tengo que aceptar cuando concurro a hacer un trámite burocrático, o, cuando estoy ante un conocido, y me veo obligado a decirle donde vivo, y me pregunta porqué vivo ahí, y yo me veo obligado a responderle con la mentira del lenguaje verbal y público: -Porque soy un paciente psiquiátrico y tengo esquizofrenia. Y el conocido me mira, y piensa: -¡Este es un loco! Pero, ante mí, él me dice, como comprensivo, y sin darle trascendencia a este hecho, como que no tuviera importancia alguna: -Ah. ¡Y donde yo me ponga a explicarle a él la verdadera realidad, y el daño cerebral que provocan los electroshocks, y las drogas psiquiátricas, el conocido, literalmente, dice que tiene un asunto pendiente ahora, y da media vuelta y se va, y nunca más vuelve a hablar conmigo! Hoy en día, con la fe que la gente común y vulgar deposita ciegamente en la psicología y en la psiquiatría, basta con decir que uno está tratado por esa gente, para perder ante los ojos de los demás, todo el respeto y la seriedad por el discurso que emite uno. Solo basta que a alguien le comenten que estoy catalogado de esquizofrénico, para que nadie me tome en serio, para que nadie esté a favor mío, y para que mi discurso se convierta en un “no discurso”, en el cual, si acierto, lo hago por mera casualidad. Y basta con que alguien diga que es psiquiatra, o que tiene un título universitario, para que todo el mundo le crea y lo escuche, aunque lo que diga sean mentiras y disparates, y para que todo el mundo crea que si alguna vez este señor se equivoca, lo hace por mera casualidad. XVI

La falacia que se utiliza para la “locura” consiste, fundamentalmente, en dos partes: Una, es la falacia de “la apelación a la autoridad”, y consiste en lo siguiente: “Si el señor psiquiatra, que es un experto, que “sabe” del asunto, me dictamina a mí que yo soy un “loco”, es porque es así, porque lo dice ese experto, o varios expertos, que tienen larga y reconocida trayectoria como psiquiatras”. La segunda parte es la siguiente:

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“Si todo el mundo cree o considera que estoy “loco”, sin excepción alguna, es porque, realmente, yo estoy “loco”. Y las falacias se complementan, porque “todo el mundo cree en la inefabilidad del señor psiquiatra y de la Psiquiatría”, y, además, la gente, o familiares que apoyan al señor psiquiatra, son personas decentes, educadas, con cultura, “que saben”, y que no creen en cualquier cosa. Hasta las personas más serias, inteligentes y sensatas creen en la psiquiatría. Y como no hay nadie que se oponga al discurso el señor psiquiatra, y todos asienten y aceptan su autoridad y dictamen, pasiva o activamente, o incluso lo apoyan explícitamente, e incluso los jueces, y el propio Estado uruguayo acepta sus dictámenes, entonces debo concluir en que estoy loco, y en que ellos tienen razón y yo no, en todo lo que ellos digan. Y si el señor psiquiatra, dice que está perfectamente bien darme cuarenta y ocho electroshocks, castrarme a los quince años, y encerrarme de por vida en un centro de reclusos, y nadie se opone, y todos callan, o lo admiten como algo “bueno”, o “normal” para mí, entonces, debo concluir que todo esto es bueno y normal, y que el equivocado soy yo y no ellos. Esta es la falacia de la “locura” que se les hacen a todos y cada uno de los discriminados culturales, y que hasta el hombre promedio de la calle, el transeúnte ciudadano, sin conocerme a mí, ni saber nada al respecto, apoya abierta y automáticamente, movido por la fe ciega e irreflexiva que se tiene acerca de los psiquiatras y de la Psiquiatría.

XVII

Por otro lado, el discriminado cultural, como dijimos, se enfrenta a dos realidades diferentes: La realidad que él mismo constata acerca de su situación de discriminado, de que está bajo un tratamiento que no le hace ningún bien, sino todo o contrario, un mal, y que está siendo recluido y aislado en un centro de reclusos injustamente. Por otro lado, una realidad del lenguaje público verbal, que niega a su realidad verdadera, pero subjetiva e intrasmisible, y que le están diciendo la mentira de que se preocupan por él, de que le están haciendo un favor, y que su situación es buena, y normal. El discriminado cultural vive en el continuo conflicto entre estas dos realidades absolutamente opuestas y contradictorias: una realidad personal, subjetiva, verdadera pero intrasmisible, y otra realidad falsa, social, pública, pero aceptada por todo el mundo, y que él discriminado debe acatar a la fuerza. El conflicto entre ambas realidades, le produce al discriminado un intenso dolor, entre lo que sabe lo que le ocurre realmente, y la injusticia que se está cometiendo contra él, y la hipocresía, el cinismo, y la fuerza bruta con que le obliga a soportar el conjunto de la

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sociedad esa injusticia, de la que absolutamente todas las personas, incluso el transeúnte de la calle, es cómplice. Este conflicto entre ambas realidades, una verdadera, y otra, falsa, pero considerando siempre que la mentira es falsa, pero que es una realidad concreta que puede tener tanto peso social como una verdadera, le ocasiona un gran dolor y malestar al paciente aislado de este modo. A ningún ser humano le gustaría que lo encierren y lo enjaulen como a un mono de circo, y le mientan, y lo abandonen, y le tapen la boca, o experimenten con él con electroshocks, ni lo droguen por la fuerza, injustamente, sin ningún argumento que lo valide. Cualquier ser humano, sea quién sea, si lo agreden de esta forma, va a montar en ira, en cólera, va a ponerse agresivo, va a luchar, o, a lo sumo, se va a deprimir, y hasta puede llegar a suicidarse. Esto es lo que haría cualquier ser humano, sea de la índole que sea. Pero, en este punto, a este conflicto que posee el discriminado cultural entre esas dos realidades antagónicas, se le suma otro segundo quiebre o desdoblamiento de la realidad, que son la ingestión de drogas. O sea, que para obligar al paciente a resignarse, y asumir esta injusta discriminación cultural sin chistar, y sin generar conflicto, se procede a drogar sistemáticamente, todos los días, varias veces al día, al paciente. Primero, al paciente se lo agrede descaradamente, y se le genera un conflicto desde la sociedad entera, hacia él, un conflicto que lo hace sufrir, que lo irrita, o que lo angustia enormemente, o que lo conduce a actitudes de violencia, o a actitudes catalogadas como problemáticas. Luego, el psiquiatra, tras agredirlo, y causarle esos conflictos sociales, le pasa a decir: -Como tú eres conflictivo, y tienes problemas, y estás angustiado o irritado, te voy a dar este psicofármaco para que no tengas esas conductas, y no generes más problemas sociales. El psiquiatra, al hacer esto, pasa a atribuirle todo el problema, y toda la responsabilidad, o el origen el problema, al paciente, y no a él, ni al contexto familiar y social del paciente, ni a la discriminación psiquiátrica, y pasa a medicarlo “para evitar problemas”. Las drogas psiquiátricas, llamadas por los psiquiatras “psicofármacos”, lo que hacen es desdoblar la realidad del paciente, en dos realidades diferentes. Los psicofármacos provocan el efecto de aislar a la actividad cognitiva del cerebro, del área de los sentidos. Así, el paciente ve a un objeto sensible, pero su pensamiento está puesto en otra cosa. Un paciente, cuando ve, por ejemplo, un vaso, sabe que es un vaso, y si le preguntas, te dice que es un vaso.

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Pero esa coincidencia entre sus sentidos y su pensamiento es efímera, y dura tan solo unos segundos. Hay una coincidencia entre lo que el paciente ve y lo que piensa, solo por un momento, pero luego el paciente se distrae y piensa en otras cosas que no esta viendo, ni tocando. El paciente, también, por lo general, pierde la noción intuitiva del tempo. Solo tiene una percepción racional del tiempo, pero no intuitiva. Al paciente nunca se le hace largo o corto el día, a pesar de saber a qué hora el día está, o si es de tarde o de mañana. Al paciente, también, se le anulan las emociones, y los sentimientos, de tal forma que nunca está irritado, ni deprimido, ni aburrido, ni alegre, ni triste. Los inquisidores dejan a sus víctimas hospitalarias en un estado de apatía e insensibilidad total, de forma que nunca se afligen, ni se entusiasman, ni se alteran, ni les importa o les interesa nada. Lo único que la droga nos permite es tan solo pensar, o sea, el pensamiento racional. Pero es un pensamiento racional apático, distraído, desinteresado afectivamente, desconectado de los sentidos, sereno, reflexivo, y a menudo muy distraído, variable y errático. De esta manera, el discriminado cultural, es obligado, a la fuerza bruta, a aceptar dos tipos de desdoblamientos consecutivos: Uno es el desdoblamiento entre lo que es realmente en la vida real empírica y personal del paciente, que es una realidad que queda aislada y que se vuelve intrasmisible, y otra es la realidad del lenguaje verbal y social de todo el mundo, basado en la mentira y el ocultamiento de las verdades, y la represión injusta y por la fuerza bruta hacia al paciente, el cual no puede, ni resistirse, ni denunciarla. Por otro lado, además de este desdoblamiento al que se somete al paciente, se le produce otro segundo desdoblamiento, tan agresivo como el anterior, que es el de, prácticamente, condenar al paciente a la embriaguez perpetua, de por vida, a través del uso de drogas que se las obligan a ingerir por la fuerza. Estas drogas aíslan a su mente de sus sentidos y emociones, y lo aíslan, por lo tanto, y embotan, al pensamiento racional del discriminado.

XVIII

Es curioso que, partiendo de la mentira de que “un psicótico es un ser aislado de la realidad” (sin que los psiquiatras definan ni deseen definir que es la realidad), se pase a definir a las drogas, que, precisamente, generan un desdoblamiento entre la percepción y las emociones del paciente, con su actividad racional, como antipsicóticos.

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Si tuviéramos en cuenta, que la psicosis es no estar conectado a la realidad, entonces, fácilmente tenderíamos a considerar que un “antipsicótico” es una droga que generaría un efecto inverso, o sea, que “volvería al paciente a estar conectado con la realidad”. Esto es otra brutal falacia más de este grupo de señores, que en nombre del Bien., de la Moral, y de la Salud Mental, propagan como una gran y abierta mentira al gran público término medio. Este público es generalmente totalmente ignorante de la verdad que ocultan estos buenos señores, y que se creen a pie juntillas todas sus mentiras, cuando esta “buenas gentes” salen a explicitar sus prejuicios por los medios masivos de comunicación. Los llamados antipsicóticos, no son drogas diseñadas para conectar a un individuo con una realidad a la que, supuestamente, estaba previamente desconectada, sino, precisamente, para todo lo contrario. Los llamados “antipsicóticos” estas diseñados, precisamente, para desconectar de la realidad sensible y afectiva de la víctima que los consume, de su facultad de razonamiento y de discernimiento conciente. Los llamados “antipsicóticos”, en realidad, se deberían llamar psicóticos, y no como hipócritamente los denominan estos tan afamados y reputados señores inquisidores. Como es sabido, ningún discriminado cultural se curó jamás de sus supuestas patologías con semejantes drogas, que se las obligan a tomar de por vida. Obligan a los reprimidos a ingerir a la fuerza estas drogas que los insensibilizan, y que los dejan apáticos, para que no sufran, ni se quejen, ni opongan resistencia, ni generen problemas sociales cada vez que son reprimidos, que los internen, que los abandonan, que les den electroshocks, etc. La inquisición post moderna, obliga a tragar por la fuerza estas drogas a sus víctimas, solo para volverlos dóciles e inofensivos, no para curarlos, ni para hacerles ningún bien. No existe en el mundo, ningún ser humano que emita un discurso que no esté conectado de forma competa y global con la realidad externa, absoluta y objetiva, por más absurdo o incomprensible que este discurso pueda parecernos para nosotros. Pero si existen instituciones que se encargan de reprimir y aislar a los discursos que no estén de acuerdo con los suyos, y que se obliga a sus víctimas a aceptar, primero, un desdoblamiento de la realidad verdadera, frente a una generalizada mentira y discriminación social y cultural. Y, finalmente, estas instituciones les generan a sus víctimas un segundo desdoblamiento, a través el uso de drogas, entre la percepción de sus sentidos y emociones, frente a su actividad cognitiva, que, con toda hipocresía y cinismo, estos verdaderos “mitómanos”, si usáramos su propio lenguaje profesional, atribuyen con el nombre de antipsicóticos.

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No existen realidades que estén en la luna, sino que todos vivimos dentro de esta misma realidad objetiva, externa, independiente a nosotros. Esta es la verdadera realidad. También es cierto que a esa verdadera realidad objetiva, externa, e independiente a nosotros, todos la captamos de diferentes formas. No solo la captamos de diferentes formas entre una persona u otra, sino entre un grupo social, o cultural, y otros. Esta es la verdadera realidad. Pero también es cierto, y es real, que la nueva inquisición post moderna, ha dictaminado que algunas captaciones de esta realidad objetiva e independiente a nosotros, no es válida, y debe ser atacada y reprimida. Y sus defensores deben ser aislados y recluidos en centros de reclusión, y a sus discursos, no solo se les niega la más mínima validez o veracidad alguna, sino que hasta se los niega como discursos en sí mismos, afirmando que no poseen ninguna conexión con este mundo real, objetivo, externo, e independiente a nosotros. En esto consiste el discurso acerca de la realidad, que los psiquiatras poseen para sí, para el paciente, y en las mentiras que promueven, tanto hacia los pacientes, como a sus contextos familiares y sociales, como a la sociedad en su conjunto, a través de los medios de comunicación masivos. Esta gente se olvida de que existe un Dios todopoderoso, que todo lo ve, y que ama la Justicia, y esta gente pretende tomar Su lugar y ponerse en la posición de decidir por cuenta propia cual es la verdadera realidad y quienes están conectados o no a su concepción de realidad, y quienes deben ser excluidos o habilitados para vivir dentro o fuera de la comunidad cultural. Es el mundo sin Dios.

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PARTE XII -la comunicación en los psiquiatras-

I

Por los programas televisivos, y ante el gran público, e incluso ante los familiares de sus víctimas, tanto los psicólogos como los psiquiatras mencionan constantemente el tema de la “comunicación”, y demuestran tener excelentes conocimientos de cómo comunicarse con el otro. Tanto los psicólogos como los psiquiatras, demuestran conocer a la perfección de qué manera un ser humano debe comunicarse para ser entendido “y entender” a su prójimo, y hacen énfasis en la comunicación gestual, en el timbre de la voz, en hablar un solo tema por vez, en buscar el momento adecuado para hacerlo, en saber qué decir, en cómo decirlo, etc. También, repiten hasta el cansancio de que lo fundamental en la comunicación es “saber escuchar”, y “ponerse en el lugar del otro”, para poder entender lo “que el otro nos está diciendo”. Sin embargo, es una verdadera paradoja, que, miembros profesionales de instituciones de carácter represivo, cuyo oficio está fundamentado en el prejuicio cultural y la discriminación, sean precisamente ellos los que salgan a decir que “hay que saber escuchar”, y hay que “ponerse en el lugar del otro”, y “entender lo que el otro nos está queriendo decir”. Un psicólogo o psiquiatra que, a priori, considere que otro ser humano, o sea, que el “otro” sea un loco, obviamente no lo está ni comprendiendo, ni siquiera tiene ningún interés en tratar de entenderlo, y ni siquiera tener en cuenta ni respetar su punto de vista. ¿A qué se debe entonces tanto énfasis en “saber escuchar”, “comunicarse”, y “entender lo que el otro pretende trasmitirnos”? Obviamente, para los señores psicólogos y psiquiatras, no les interesa en absoluto el discurso de sus discriminados, ni lo tienen en cuenta, ni lo comprenden. Sin embargo, ellos se ponen a escuchar al discriminado, básicamente, por dos razones: Una razón, es que quieren conocer ese discurso, no para aceptarlo o comprenderlo, sino para combatirlo. Desean descifrar el código de su enemigo, para combatirlo a través de su mismo código. Por otro lado, tanto al psicólogo como al psiquiatra, le interesa siempre que exista comunicación entre ambos, no para entender ni ponerse en el lugar de la víctima, ni para estar de acuerdo con ella, sino, precisamente, para todo lo contrario, para poderles imponer a sus víctimas sus propios discursos.

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Generalmente, cuando un discriminado cultural acude por primera vez al consultorio de un psicólogo o psicóloga, este o esta le dicen que “su intimidad es sagrada, y que nada de lo que se diga dentro del consultorio va a salir hacia fuera, y de que nadie se va a enterar de lo que allí entro se converse”. Esto es totalmente mentira. Es la primera mentira que se les hacen a los discriminados culturales, aduciendo a un “secreto profesional” que en los hechos no se cumple. El psicólogo o psicóloga siempre habla con los familiares de sus víctimas, y les cuentan a sus familiares mucho más acerca del paciente y de lo que se dice en los consultorios, de lo que el discriminado pueda sospechar, imaginar, o de lo que se le puede hacerle creer que no se les dicen a ellos. Si el discriminado cultural es un hombre de mucha reputación, y tiene cierta categoría social, y, además, paga al contado y en efectivo sus consultas, entonces, en esos casos, los psicólogos o psicólogas pueden tener algún miramiento con ese paciente, y tratar de abrir un poco menos la boca con sus familiares, y ser un poco menos indiscretos, o serlo con más cautela, que con otro paciente, por temor a perder su fuente de ingresos. Pero si el paciente es un discriminado que ha perdido todos sus derechos civiles y legales, y tiene un tutor, y, además, no abona personalmente él la consulta con su propio dinero, entonces, toda intimidad o secreto dentro del consultorio se reduce a cero. El paciente se convierte prácticamente en un verdadero animal sin derechos, en un mero objeto de estudio y de chismes, sin derecho a vida privada alguna, y todo lo que el discriminado diga en la consulta, será repetido ante todos sus familiares, amigos y conocidos, y, además, será usado en su contra. Así que, para empezar, no existe ninguna privacidad en las consultas con los psicólogos o psicólogas. Las familias se enteran de todo. Quizás no se enteren de todas y cada una de las cosas que se dicen, o que se enteren a través de otras palabras más o menos suaves, pero siempre el psicólogo o psicóloga se comunica con el contexto familiar, y siempre revela datos del paciente que este ni se imagina, a sus familiares. Por supuesto, en la enorme mayoría de los casos, aunque el paciente podría sospechar de algo, casi nunca se enteran de esta falta de privacidad en las consultas, y si lo hacen, es muy difícil para ellos poder saber qué es lo que el psicólogo o la psicóloga les dijo a sus familiares y qué no. Además, para empezar, todas las consultas con los psicólogos y los psiquiatras, son grabadas en archivos de audio por estos, y estos no son destruidos ni desechados, sino que son guardados celosamente, junto con los dibujos, test, o comentarios que el psicólogo o psicóloga hace acerca del discriminado. De la misma manera, se graban en audio y video las sesiones hipnóticas de los discriminados, que son también celosamente guardadas, de psicólogo o psiquiatra a otro, y que su información puede ser transferida a cualquier familiar del discriminado.

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Estos archivos, son considerados verdaderos documentos, y son celosamente guardados, aún después de que el paciente deje de concurrir a ese psicólogo o psicóloga. Estos documentos, son copiados y trasmitidos de un psicólogo o psiquiatra a otro, y, naturalmente, muchas cosas que están registradas en ellos, son trasmitidas también a los familiares del discriminado, sin que él lo sepa. Así que no hay secreto profesional ni intimidad alguna. Este es el primer cuento que se les hace a los discriminados en la primera consulta, tras hacerlos entrar en confianza, con sus actitudes amables y corteses. Si el psicólogo o la psicóloga son tan sinceros como aparentan serlo: ¿Por qué no les dicen a sus víctimas que ellos están grabando en archivos de audio lo que se habla en todas y cada una de sus consultas? ¿Por qué no les dicen a sus víctimas que estas están siendo hipnotizadas por ellos? Es obvio que no existe la menor sinceridad verdadera alguna, sino que todo son cortesías y apariencias en dicha relación, tan amable y cordial, que inspira tanta confianza. En los casos más benignos, el psicólogo o la psicóloga, lo que simplemente hace es retener al paciente en su consultorio vaciándole los bolsillos durante años, o durante toda su vida, solo con conversaciones agradables, y dándole bellos y elementales consejos que son más que obvios para cualquier persona común, como si se trataran de grandes y esenciales enseñanzas. En estos casos “benignos”, el psicólogo o la psicóloga, lo que hacen es tan solo robarle el dinero a los pacientes durante años, y hacerles creer y sentir que la terapia les hace bien, o que es necesaria, y les generan a estos una dependencia terapéutica, con ese psicólogo en particular, o con la psicología en general, durante años, o durante todas sus vidas. Cuando los psicólogos, por los medios masivos de comunicación, se llenan las bocas refiriéndose a las adicciones, y hablan de “adicción al tabaco”, “adicción a Internet”, “adicción al trabajo”, o “adicción a una relación sentimental”, nunca, jamás, hablan de la “adicción al psicólogo”, adicción que ellos mismos promueven, y de la que tienen interés en producir, porque los llena de dinero. Esta gente jamás curó a nadie.

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II

En la comunicación, el discriminado se ve obligado a aceptar las premisas y conclusiones a las que llega el psicólogo o el psiquiatra, omitiendo deliberadamente el modo de pensar y de razonar del paciente. En la comunicación, cuando uno emite un discurso, la otra parte puede aceptar o estar de acuerdo con ese discurso, o rechazarlo, o, simplemente, obviarlo, y no emitir respuesta alguna ante este. La comunicación entre un paciente, con un psicólogo o con un psiquiatra, está dirigida siempre, y sin excepciones, a que el terapeuta imponga su punto de vista, o sea, que cuando este emite un discurso, el paciente lo tenga que aceptar, o, en último término, nunca lo pueda rechazar, o decir que no. Por el contrario, si el paciente emite un discurso, el terapeuta solo acepta la parte del discurso del paciente que a él le conviene, y deshecha, o no le da importancia, o niega, a todo el resto del discurso. Por otro lado, si el paciente emite un discurso, el terapeuta tiene todo el poder de rechazar con más o menos delicadeza ese discurso, negarlo, y, en último término, no ofrecer respuesta alguna ante lo que el discriminado dice, quedándose enteramente en silencio, “con cara de póker”, como se dice, y el paciente queda, literalmente, hablando solo, en un discurso no compartido. Esta situación se agrava más aún, porque, en la mayoría de los casos, el terapeuta influye, e instruye al contexto social y familiar del paciente, para que dicho contexto se ponga unánimemente de acuerdo en qué discursos que dice el paciente se deben aceptar, rechazar, o dejarlos sin respuesta alguna. Generalmente, ante tanta presión social y familiar, el paciente se siente incomunicado, y es el terapeuta, la “única” persona que se ofrece amablemente a “escucharlo”. Esta situación monopólica de la comprensión del discriminado, le otorga al terapeuta un gran poder, que lo usa para aceptar, rechazar o dejar sin respuesta alguna, a los discursos que emite el paciente, y, a su vez, para obligar a aceptar su discurso por el paciente. Por otro lado, aparte de tener el monopolio de la comprensión el paciente, el poder del psicólogo o del psiquiatra se vuelve abrumador, cuando, a su vez, el psicólogo o psiquiatra tienen el poder de encerrar al discriminado en un manicomio, darle medicación, o tienen el poder e hacer de “intermediarios”, entre el paciente y su medio social y familiar. Es entonces, a partir de esta situación de poder absoluto, que el terapeuta se dispone a “dialogar” con el paciente, solo para obligarlo a aceptar sus premisas y conclusiones, mientras que él, solo acepta la parte del discurso del paciente que le conviene, y rechaza, o deja sin respuesta a todas las demás.

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Además, este amable “diálogo”, se da dentro del territorio geográfico del psicólogo o psiquiatra, es decir, en su consultorio, en sus dominios, a la hora fijada por el psiquiatra, y con los roles bien definidos: el paciente es un “loco” y el psiquiatra es “normal”. El psiquiatra “sabe lo que le conviene al paciente” y el paciente es un ignorante que no sabe lo que le conviene. La situación previa a la consulta, es una situación de absoluto poder desde el psiquiatra hacia el paciente. De un poder que es totalmente obvio, real, pero el psicólogo o el psiquiatra lo obvian totalmente, como si fuera todo idea del paciente, y omiten todo discurso explícitamente autoritario, o exteriorizaciones de ira, o de autoridad. Las entrevistas siempre son francas y cordiales, donde, al parecer, el psicólogo o psiquiatra escuchan y “tratan de comprender” el discurso del que consideran a priori como un loco, en un diálogo donde se exterioriza perfil bajo y benevolencia, como si ambos seres fueran iguales, y como si no hubiera entre ellos ninguna relación, ni de poder ni de autoridad, cosa que sí la hay. Entonces, esa relación de coacción, de desigualdad de fuerzas, y de poder, desde el psiquiatra hacia el paciente, que no se refleja en absoluto durante la entrevista cordial y amable, sino todo lo contrario, queda entonces relegada a una experiencia subjetiva del paciente, dentro de la subjetividad del paciente, pero que es totalmente obviada e invisible a simple vista, durante ese trato cordial y amable “como iguales”. En la consulta, no se habla sobre “lo que el paciente quiera”, sino sobre “lo que el psiquiatra quiera, y de la forma en que el psiquiatra o psicólogo quiera que se hable”, pese a trasmitírsele al paciente la impresión contraria. El paciente, siempre empieza “proponiendo” un tema. El paciente ofrece el primer discurso. En base a ese discurso, el psicólogo o psiquiatra descartan lo que a ellos les conviene aceptar, o negar, y el resto, directamente, lo ignoran, y no se les da respuesta alguna. No se le dice al paciente ni que sí ni que no. Luego, el psicólogo o el psiquiatra, devuelven al discurso del paciente, con otro discurso de respuesta, que el paciente, esté o no de acuerdo con ello, debe aceptar sí o sí, aunque no le guste. Es fundamental, para obligar al paciente a aceptar el discurso del psicólogo o del psiquiatra, que exista una atmósfera de aparente comprensión, respeto, amabilidad y benignidad, de parte del terapeuta hacia el paciente, y que se omita todo sesgo autoritario o dogmático. Pero estas actitudes, son en realidad una apariencia con la cual los psicólogos y psiquiatras tratan a sus pacientes.

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III

Detrás de esta apariencia de ser dos seres humanos en igualdad de condiciones, existe una realidad dogmática y autoritaria de parte del terapeuta, y un diálogo tendencioso entre ambos, donde siempre prevalece el discurso del terapeuta, y una situación de extremo poder de parte de este, que el paciente se ve obligado a sentirlo como una experiencia meramente subjetiva. El trato amable, cordial y desenfadado, desactiva siempre las defensas de cualquier persona, especialmente ante alguien en el que se confía, y la persona se vuelve dócil, confiada y vulnerable. Se siente entendida y aceptada. Es debido a esta causa porqué los psicólogos y los psiquiatras hacen tanto énfasis en la “comunicación”, en el trato benévolo, y dan una imagen de “querer escuchar lo que el otro nos trata de decir”, y de “querer comprenderlo”. De hecho, esta aparente actitud es tan solo un engaño, una máscara, que oculta la verdad, que consiste en desactivar las defensas del paciente, y obligarlo a aceptar el discurso del psicólogo o psiquiatra, mientras que este no acepta como válidas ni una sola de las palabras el discurso del paciente. La actitud de estos señores, se puede resumir así: “No se trata de entender o querer escuchar o comprender al discurso del loco, sino de obligar al loco a aceptar el discurso del psicólogo o del psiquiatra”. Para peor, en los tratamientos tanto psicológicos como psiquiátricos, se utiliza de forma indiscriminada la inducción hipnótica, de tal manera, que la vulnerabilidad del paciente aumenta de una manera descomunal ante el poder el psicólogo o del psiquiatra, que lo trata tan “comprensiblemente”. En el 99% de los casos, los pacientes ignoran, o ni siquiera sospechan, que han sido y que son hipnotizados en sus consultas, mientras que a otros se les da, a través de dicha inducción hipnótica, la falsa convicción, o la falsa seguridad, de que estos pacientes son realmente in hipnotizables, cuando están siendo hipnotizados constantemente, sin que ellos ni siquiera lo sospechen o lo imaginen. No existe mayor herida, que la que es provocada por un individuo al que uno ama, confía, deposita su fe, y, peor aún, si este es la única persona que parece saberlo todo acerca de nosotros, y la única que sentimos que nos puede entender o comprender. Aunque a simple vista no lo parezca en absoluto, sino todo lo contrario, el poder del psicólogo y del psiquiatra sobre el paciente es total, en ese clima de diálogo y aparente igualdad y madurez. Este vínculo de poder, donde el paciente proyecta sus afectos maternos y paternos en la figura del terapeuta, es tan absoluto como desapercibido por el paciente, y le genera en él una grave dependencia psicológica hacia ese vínculo, con ese psicólogo en especial, o con la Psicología o la Psiquiatría en general.

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Después de acudir al primer psicólogo o psiquiatra, la persona termina recurriendo al diván durante toda la vida, por el mismo, o por diferentes psicólogos o psiquiatras. Tal es el vínculo de poder que ejercen sobre sus víctimas.

IV

Finalmente, en la consulta, siempre amable y cordial, el paciente ofrece su discurso, y cada discurso descansa sobre premisas que son fundamentales para sostenerlo. Si un paciente ofrece un discurso que el psicólogo o psiquiatra rechazan, entonces, pueden decidir ignorarlo, no discutirlo, no decirle al paciente ni que sí ni que no, y quedarse inmutables, en silencio, mientras el paciente habla solo. Finalmente, pueden decirle al paciente en la cara que rechazan a este discurso, pero, si ese rechazo hiere demasiado al paciente, simplemente buscan el momento oportuno parta hacerlo. Entonces, aprovechando la dependencia, el poder que ejercen sobre el paciente, y la confianza que el paciente deposita en ellos, en un determinado momento, el psicólogo o psiquiatra hace un balance acerca de cuál sería la reacción del paciente si se le rechaza su discurso, y si el paciente, tras eso, va a continuar o no acudiendo a la terapia, o si la confianza en el terapeuta mermará mucho o poco, o en cuánto mermará. Entonces, si calculan que si le rechazan de plano su discurso, el paciente va a continuar acudiendo a la terapia, un día, cuando el paciente expone su discurso, se lo niegan, o se lo rechazan de plano, frontalmente, sin anestesia, con modales secos y corteses, casi con indiferencia. Ante esta situación, el paciente, herido, se ve obligado, o a romper el vínculo tan agradable de dependencia con una referencia materna o paterna, que es la única persona que lo ha comprendido, y le puede ayudar en la vida, y a quedarse absolutamente solo y desamparado. O si no, deberá “perdonar” al terapeuta su indiscreción y mal gusto, y, con mucho pesar, deberá continuar en una mesa de diálogo donde sabe que su punto de vista es rechazado en sus premisas y conclusiones más fundamentales. Esta actitud de parte de los psicólogos y psiquiatras, es un verdadero chantaje que se les obligan a aceptar a sus víctimas, tras lo cual, la inferioridad y la incomprensión que existirá después, en la mesa de diálogo, será aún mayor que antes. Naturalmente, durante las consultas, existen a menudo grandes, pequeños y medianos chantajes, uno tras otros, que se les van haciendo a los discriminados culturales, que se ven obligados a perdonar a estos señores psicólogos y psiquiatras, por “pensar diferente”.

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El impacto emocional del chantaje, y el chantaje que se le hace al paciente en sí mismo, el psicólogo o psiquiatra lo ignorará, se hará el que no se dio cuenta, como si no habrá pasado nada, y como que ni siquiera se enteró que al paciente le hizo mal. El paciente lo sentirá como una verdadera experiencia dolorosa, pero absolutamente subjetiva, de algo que “a él le habrá parecido”, y lo hará sentirse paulatinamente incomunicado con el psicólogo, y lo atribuirá a su supuesta “enfermedad”. De esta forma, chantaje tras chantaje, el paciente va cediendo terreno, va retrocediendo, y va aceptando como válidas las afirmaciones y objeciones del psicólogo, su imagen materna o paterna, el “único que lo puede ayudar”, y que, de hecho, lo hipnotiza, y posee sobre él una relación de poder, y captó su credibilidad y confianza. El psicólogo o el psiquiatra, prácticamente le dicen al paciente: -Si quieres comunicarte conmigo, que soy la única persona que te podría comprender, debes aceptar que opine totalmente diferente a ti y que te diga que no a todo. ¡Es esto o retirarte de mi cálida ayuda, aislarte, y vivir solo y desamparado de por vida! Todo esto lo hacen en nombre de una supuesta democracia, respeto, igualdad, y una libertad de expresión y de pensamiento que distan mucho de ser la verdadera realidad en las terapias psicológicas y psiquiátricas, donde lo que menos importa, es el discurso y pensamiento del paciente “loco”. El psicólogo o psiquiatra, en nombre de un falso respeto e igualdad que supuestamente le hace creer al paciente que existe entre ambos, hace suyo al derecho de “pensar y opinar diferente que el paciente”. Obvia, por supuesto, que no está pensando y opinando diferente acerca de temas neutrales o meramente sociales, sino acerca de temas íntimos, personales, y fundamentales, que afectan en mucho a la vida del discriminado, y que él no tiene otra persona con quién discutirlos. Prácticamente, el psicólogo o el psiquiatra, en nombre de una falsa y pretendida libertad de pensamiento y de igualdad entre dos seres humanos, entre los que supuestamente no existe ninguna coerción ni relación de poder alguna, le dice al discriminado: -¿No vas a pretender a que todo el mundo piense igual que tú y que yo esté de acuerdo con todo lo que tú me dices, verdad? Aquí estamos en democracia y en igualdad de derechos y de opinión, somos adultos, y yo no tengo que pensar igual que tú, y tengo derecho a discrepar y a opinar diferente a ti. Sin embargo, el paciente está en una relación de desigualdad frente al psicólogo, en una relación de dependencia, que incluye la hipnosis, y que el terapeuta es el único que el paciente siente que sabe acerca de su vida.

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Entre los que existe una relación de poder, aunque el trato aparente ser agradable y liberal, y se omite el hecho de que se está discrepando acerca de asuntos privados y personales, absolutamente estratégicos, acerca de la vida del paciente, no del psicólogo o psiquiatra. De esta manera, el psicólogo o el psiquiatra va obligando al paciente, no a comunicarse, sino a callarse y a no comunicar al supuesto terapeuta benévolo acerca de algunos puntos en los que sabe que no hay coincidencia alguna con este. El paciente solo se limitará a hablar tan solo de los temas que, por acuerdo tácito e implícito, sabe que el terapeuta le permitirá que se hablen, aunque solo de determinada forma. El paciente sabe que hay ciertas cosas que no puede decir, y que si las dice, ya sabe la respuesta, y los calla, o los obvia totalmente, y el psicólogo se hace el tonto, como que ignora a este hecho, y al tema que se obvia. El discriminado va cediendo terreno, y el psicólogo lo va obligando a aceptar una condición de negociación tras otra, donde el paciente siempre va aceptando el punto de vista del psicólogo, y él no las suyas. El paciente va de una aceptación tras otra, hasta que, al final, el psicólogo o el psiquiatra terminan acorralando, desde su situación de poder, al discriminado, hasta hacerlo aceptar lo que es inaceptable, u obligarlo a aislarse totalmente y volverse loco. El paciente va obviando, callando, e ignorando ciertos temas, muy importantes, y solo va a terminar hablando y expresando aquellos puntos que el psicólogo o el psiquiatra le permiten a él expresar, y le demuestran que hay o podría haber coincidencias. Entonces, en las consultas, solo se habla de los temas, y de la forma, que solo el terapeuta le permite al paciente exteriorizar, a pesar de que, aparentemente, el paciente crea que es capaz de exponer cualquier tema libremente, y que nunca será censurado, ni por el tema que proponga, ni por la forma de tratarlo. El paciente, totalmente inadvertido de la verdadera realidad represiva, concurre durante años, o durante toda su vida, a un psicólogo “liberal” que, aparentemente, nunca se enoja, nunca se irrita, nunca lo censura, lo trata con paciencia, con indulgencia, comprensión y cariño. Y si existe algo del que el paciente quiere hablar y no lo hace, se termina atribuyendo la culpa y la responsabilidad a sí mismo por no “animarse” a exponerlo, y nunca lo atribuirá a la censura o falta de comprensión del psicólogo o psiquiatra. En las consultas con los psicólogos y psiquiatras, solo se parte de las premisas que estos permiten que se compartan, y solo se hablan de los temas que ellos aceptan que se compartan. Todo lo demás queda afuera, que siempre resulta ser lo verdaderamente más importante. Por otro lado, es muy usado en los psicólogos, cuando se le pretende al paciente aceptar una premisa que el discriminado no aceptaría de ninguna manera, ofrecerle un discurso

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ambiguo y general de esta premisa nefasta, diciéndole potencialmente en qué consiste, pero dándole a entender al paciente, sin decírselo, una concepción totalmente opuesta acerca de dicha premisa nefasta. V

Supongamos que esta premisa nefasta, que el paciente no está dispuesto a admitir, es la premisa A. Entonces, se elabora un discurso ambiguo y general, no específico, de la premisa A, que da lugar a dos interpretaciones, o sea, que A puede ser blanco, o puede ser negro. Cuando el psicólogo o psiquiatra hablan de A, se refieren a lo negro, pero emiten un discurso ambiguo y general de A, dando a entender la posibilidad de que A pueda ser blanco o negro indistintamente, y dejan a que el paciente elija por sí mismo cómo interpretar A, sabiendo de antemano que lo va a interpretar como blanco. De esta manera, el discriminado acepta la nefasta premisa A como si fuera blanco, en virtud de la ambigüedad con la que fue expuesta por el terapeuta, que, sin embargo, por el momento, nunca dijo que A sea realmente blanco, ni de ningún color. Cuando llega el momento adecuado, el psicólogo o psiquiatra le dice que cuando él se refirió a A, pese a que le dio a entender, y a hacerle creer, sin palabra concreta alguna, de que A era blanco, A en realidad era negro, y que siempre que él estuvo hablando de A, en realidad siempre se refirió al color negro. Entonces, en un primer momento, al paciente se le hizo creer con toda convicción que A era blanco, aunque nunca se lo confirmaron explícitamente, y luego, tras haberlo engañado de este modo, al final, el psicólogo o el psiquiatra aclara esta ambigüedad, diciendo que para él, A siempre fue negro. El paciente queda como un verdadero estúpido, y tiene que aceptar que A es negro, sin poderse resistirse a ello, y sintiéndose engañado y estafado, aunque no puede reprochar al psicólogo o al psiquiatra, porque, en todo caso, se le aducirá que se trató todo de un “malentendido”. Obviamente que si fue un malentendido, salvo que fue un malentendido provocado intencionalmente por estos señores, que utilizaron un discurso ambiguo, general, y sin aclaraciones, y dando a entender, sin decirlo, todo lo contrario a lo que ellos le decían a su víctima, para luego, en el momento oportuno, pasar a “aclarar con toda sinceridad” este engaño. VI

A menudo, a pacientes discriminados por ser “psicópatas peligrosos”, se les comienza a hacer una terapia mintiéndoles, como si estuvieran diagnosticados de “depresivos”, o que tienen “problemas de pareja”, dándoles a entender que el terapeuta y sus familias tienen pena por ellos, les conmueve su situación, y “desean ayudarlos”.

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Al final, a través de la consulta, “van saltando los problemas, uno tras otro”, y el discriminado, al final, termina prisionero en un manicomio, drogado y con electroshocks, y se da cuenta que toda aquella piedad, comprensión y benevolencia, en realidad ocultaban un salvaje rechazo y discriminación hacia él. Pero, cuando se da cuenta de esto, ya es tarde, y la suerte ha sido echada. Lo que empezó al principio, al parecer, con un simple problema, que motivó la piedad de toda su familia, terminó llevándolo al manicomio de por vida. Además, en las consultas con un psicólogo o con un psiquiatra, voluntarias o a la fuerza, los roles quedan absolutamente definidos y establecidos, siendo el paciente un “loco”, y la otra parte, un “psiquiatra”. Se establece así una relación, no solo de poder, sino de superioridad moral, social, y profesional, donde una parte va a hablar y a emitir un discurso “como loco”, y la otra parte va a responder a su discurso como “su psiquiatra o psicólogo profesional”. No importa que el paciente sea un gran empresario, o un hombre de éxito. En la consulta, se pueden tocar todos los éxitos, y todos los temas de la categoría social del discriminado, pero siempre partiendo de que existe una relación de superioridad moral y profesional, desde un “loco” a un “psicólogo o psiquiatra”. Esta es la base del diálogo. Esta superioridad moral e institucional, es similar a la del creyente que acude a confesar sus pecados ante un cura en un confesionario. El pecador puede ser un hombre pobre, rico o poderoso, no importa en absoluto. El cura puede ser aún más pecador que él. Pero esto no importa en absoluto. En la relación, se establece un vínculo de inferioridad del creyente respecto al cura, como pecador y confesor, similar al del “loco” con el psiquiatra. El trato, tanto de los señores curas, como el de los psicólogos y los psiquiatras, siempre es amable, comprensivo, benévolo y empático, ante los sufrimientos, dudas e incertidumbres de su víctima inferior. El señor cura, tanto como el psicólogo y como el psiquiatra, lo saben todo acerca del pecador, o del “loco”. Saben acerca de sus locuras o pecados, con quién vive, lo que le sucede, lo que piensa, su infancia, su vida, y conocen hasta el inconciente de sus víctimas, mientras que el pecador, o el “loco”, no conoce absolutamente nada acerca de sus victimarios. Esta desigualdad en la información, es otra de las tantas desigualdades que existen entre un psicólogo o un psiquiatra que detentan todo el poder ante su víctima. Por otro lado, tanto la Religión como la Psicología y la Psiquiatría, gozan de gran reputación popular, y la palabra de un cura, o la de un Cardenal, o la de un psicólogo o psiquiatra, tienen el crédito total en la población de un país, mientras que la el “loco” o la del pecador, no tiene ninguna.

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La palabra de un psicólogo o de un psiquiatra, no solo tiene fuerza para convencer unánimemente a todo el contexto social y familiar de su víctima, sino que, además, posee fuerza legal, y tienen poder para drogar, o encerrar al discriminado. La relación de poder del psicólogo o psiquiatra respecto a su paciente es total.

VII

A partir de esta base de poder y de control, y solo a través de esta base, se genera la comunicación entre el psicólogo o el psiquiatra con su paciente, no sin esta. El trato no es igualitario en ningún modo, ni hay respeto, ni libertad de pensamiento ni de expresión alguna, aunque así parezca serlo a simple vista, y a pesar del trato cordial que pareciera dominar a las consultas. Por otro lado, en la relación con los “locos”, que es una relación de absoluta represión y discriminación, siempre se procede a reprimirlos de una manera tal, que la represión nunca demuestre, de forma explícita, toda la violencia, la discriminación y el autoritarismo real que las caracteriza. En el trato discriminatorio hacia los “locos”, no se procede siempre a actuar de forma visiblemente dogmática, prepotente o violenta, sino que se utiliza la violencia, el dogmatismo, la represión y el autoritarismo, de una manera disfrazada y encubierta, sin exteriorizarla nunca, ni hacerla explícita ante los ojos del paciente al que se discrimina. En primer lugar, no se le dice al paciente que es un “loco”, ni que se lo está discriminando. Se le dice que es un “enfermo mental”, y que “se lo está tratando para su bien, aunque él no pueda tener conciencia de su enfermedad y no comprenda el tratamiento que se le hace”. Esta falacia, no solo se le es repetida al discriminado por el psiquiatra, sino por todos y cada uno de sus amigos, conocidos y familiares de su contexto, hasta que el discriminado termina haciendo suyas las mentiras de sus discriminadores. Luego, se pasa a comparar a una “enfermedad mental”, con una “enfermedad física”, aduciendo que ser un enfermo mental, es como tener “un problema en el hígado o en los riñones”. A partir de esa falacia, se pasa a comparar a las drogas psiquiátricas, que le privan de su vida afectiva, a los medicamentos de la medicina física, como que tomar drogas psiquiátricas es como “tomar unas gotas para el hígado”. La misma justificación que se hace para las drogas psiquiátricas, se hacen para justificar las privaciones de libertad en centros de reclusión culturales, o el uso de electroshocks.

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Al mismo tiempo, cuando el discriminado es acusado de algo, nunca se lo acusa por el hecho en sí o la falta que pudiera haber cometido. Nunca se lo acusa de lo “que hizo el acusado en determinado momento”, como, de hecho, lo hace el derecho penal, sino que se lo acusa, no por cometer un delito o una falta, sino por ser “un criminal”. Así, si el discriminado, un día comete un acto agresivo, el psiquiatra no lo censura “por haber roto la pata de una mesa”, sino que lo censura “por ser agresivo”. Después, se comienza a relacionar la esencia agresiva del paciente, con la supuesta enfermedad. De esta manera, ya se deja de acusar al paciente por ser agresivo, y se pasa a acusarlo por ser enfermo. Se le dice: -Tú eres agresivo, porque eres enfermo. Tu agresividad es solo un síntoma de tu enfermedad. De esta manera, al no ser acusado el discriminado, a causa de sus actos, sino que este es acusado tan solo de ser enfermo, luego, los psiquiatras poseen todo el deber y el derecho de encerrar, drogar y darle electroshocks al paciente, tan solo acusado por ser enfermo, aunque el paciente no haya cometido absolutamente ningún acto agresivo, ni haya cometido ninguna falta, ni sea culpable de ningún acto o falta alguna. Solo el hecho de ser enfermo es ya de por sí una justificación para que los psiquiatras ejerzan sobre su víctima la discriminación, sin que tenga que mediar ningún acto, falta, o hecho alguno puntual que la justifique. Y el hecho, o el delito de ser enfermo, depende tan solo de si el paciente está o no considerado o tratado como tal por la institución psiquiátrica, o si el Estado lo considera o no así, y, por lo tanto, no depende del discriminado ser o no ser enfermo. Por lo tanto, no depende ni de él, ni de sus actos, poder evitar la discriminación, la drogadicción, la reclusión, y otras medidas represivas contra él. Se rotula al discriminado cultural por ser enfermo, y se le dice, a lo sumo, como causa de su enfermedad, es su naturaleza, su calidad de ser humano. Nunca se le brinda al discriminado una causa concreta de porqué es enfermo. Siempre son causas vagas, abstractas, indefinibles, desconocidas, y, en todo caso, causas que el propio discriminado jamás podrá ser capaz de corregir. Se le dice al discriminado cultural que su enfermedad se debe a un problema innato, químico, genético, desconocidas, etc, o sea, causas que quedan inherentes a la propia naturaleza del discriminado, y que, aunque el discriminado cultural deseara corregir, no podría, por la manera en la que se le exponen estas causas. Al discriminado cultural, no se le dice, por ejemplo, que la causa de su enfermedad sea algo que él pueda corregir. No se trata de un acto, o conducta concreta, o sentimiento, la causa de su “locura”.

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Al discriminado cultural no se le dice, por ejemplo, que: “Tú eres loco porque usas los zapatos al revés”. Si se le dijera esto, el discriminado podría corregirse, y cambiarse los zapatos, y usarlos bien, para no ser loco. Pero en lugar de eso, se le dice: “Tú usas los zapatos al revés porque eres loco”. Así que con esta semejante exposición, usar los zapatos al revés, o todo lo que el enfermo haga, no son las causas de la “locura”, sino solo sus síntomas. Si el discriminado se pone los zapatos bien, lo único que hará es dejar de poseer un síntoma, pero seguirá siendo loco, ya que, según la forma en que se trabaja con el asunto, ponerse los zapatos al revés no es la causa, sino un síntoma. Y si el discriminado abandona todos y cada uno de sus síntomas, entonces estos señores atribuyen las causas de este hecho, no a que el discriminado haya dejado de ser loco, sino a que “está bien medicado”. Entonces, no existe forma alguna para el paciente, por más que ponga esfuerzo y voluntad, en derribar el concepto que tienen estos señores que saben tanto sobre él, y siempre seguirá siendo un loco, haga lo que haga, tenga “síntomas” o no, y siempre seguirá siendo un discriminado. Pero a pesar de que la nueva inquisición, actúa de forma absolutamente arbitraria, autoritaria y represiva con sus víctimas, lo cierto es que el discurso, o la cara con la que se exhiben hacia el paciente, es precisamente la cara opuesta.

VIII

Se trata a los discriminados culturales como si tuvieran una verdadera dolencia, de la cual, tanto los psiquiatras como sus familias, se compadecieran, se preocuparan por el paciente, por sus sufrimientos, y como si respetaran y valoraran sus sentimientos, su libertad, y desearan su bien, y mejorar su calidad de vida. Tanto los psiquiatras, como los enfermeros, como sus familiares, nunca exteriorizan sentimientos negativos hacia los discriminados culturales, nunca se irritan, ni se ofenden con ellos, ni los censuran explícitamente, ni los golpean, ni usan la violencia explícita, ni los contradicen de forma descortés.. Al contrario, nunca les dicen que no, siempre se muestran tolerantes, benévolos, complacientes, empáticos con ellos, preocupados por su salud mental y su bienestar, siempre se muestran simpáticos, con los mejores sentimientos positivos, obviando todo lo negativo, aunque, si bien exteriorizan esto en el trato social y verbal, en los hechos, los tratan a los discriminados culturales de la manera más espantosamente autoritaria, represiva y dogmática del mundo.

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De esta forma, al discriminado cultural se le dice o se le da a entender claramente una cosa, y se las hacen creer en el trato personal, y luego, se pasa a actuar, en los hechos, con la actitud directamente contraria a lo que se le dijo que se lo iba a tratar al discriminado. Y si el discriminado se queja, o efectúa algún reproche, se le da una estúpida excusa tonta para salir el paso, y el discriminado cultural se siente burlado como un verdadero tonto, y debe entonces asumir su situación, y que este hecho, se le repetirá a lo largo de toda su vida, con todas las personas con las que vaya a tratar en su vida. Así, asume su situación de tonto y de discriminado, pero sin jamás poder emitir una queja, o reproche alguna ante dicha discriminación. Si bien se trata, en el lenguaje verbal y gestual, al discriminado, con los mayores miramientos y educación, en el lenguaje de los hechos, o sea, a través el lenguaje simbólico-interpretativo, se pasa a discriminar y a abusar deliberada y monstruosamente los derechos del discriminado, que, a esta altura, ya simplemente dejó de poseer derecho alguno. También, como parte de esta política comunicativa, se efectúa lo que aquí, en Uruguay, llamamos “taparle la boca a la gente”. Así, por ejemplo, en el lenguaje gestual y verbal, la familia del paciente le dice y le trasmite sentimientos positivos, y le dicen que “lo quieren mucho, y que siempre se acuerdan de él”. Pero en el lenguaje de los hechos, o sea, en el lenguaje simbólico-interpretativo, de hecho la familia se olvidó hace años de él, y nadie se acuerda jamás, ni siquiera de ir a visitarlo a su centro de reclusión, ni siquiera una vez por mes, ni se lo llama, ni se pregunta por él. Durante absolutamente todos los días del año, el discriminado vive absolutamente solo en medio el manicomio, y nadie se acuerda jamás de él. Sin embargo, la “tapada de boca” de la familia, consiste en que toda la familia, sus padres, tíos y primos, se reúnan con él en el manicomio en el día de su cumpleaños, y se lo festejen con globitos y algún refresco o aperitivo. De esta manera, al discriminado, en el día de su cumpleaños, se le ponen flores en el trasero, y, al día siguiente, como en todo el resto de los días del año, el paciente no recibe las visitas ni las llamadas de NADIE, y nadie se acuerda de él, ni siquiera para llamarlo, hasta el día de su siguiente cumpleaños. Otras veces, un paciente que está injustamente encerrado en un centro de reclusión cultural, y que es obligado a ingerir drogas que le hacen mal, y que está visiblemente ofendido por ello, aunque no puede protestar, ante la incomprensión general de todo el mundo, al otro día recibe un “regalo” de su familia. Estos le hacen llegar en su celda, sin que el discriminado lo pida, un televisor plasma de gran número de pulgadas, con ciento veinte canales, para que el discriminado se calle

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la boca, y viva como rey en su celda, y no pueda quejarse jamás, ni de su situación, ni de que lo tratan mal. De esta manera, se le tapa la boca al paciente, de tal forma, que el paciente no podrá decir jamás, ni que lo vienen a visitar, ni que no lo vienen a visitar. No puede decir ni una cosa ni otra. Y se tiene que tragar para dentro el abandono el cual es objeto, sin nunca poder emitir queja alguna, o sin nunca podérselo decir a nadie, por el resto de su vida. Así, los discriminados culturales solo podemos esperar que nos repriman y discriminen silenciosamente, que nos tapen la boca, o que nos ignoren por completo. Si nosotros hablamos, solo podemos esperar a que se burlen de nosotros, haciéndose como que se nos sigue la corriente, pero que no se nos hace caso en los hechos, o que se nos diga que son todos “delirios” e “interpretaciones” nuestras. O, simplemente, podemos esperar a que terminemos hablando solos, sin que nadie nos conteste, y que todos se hagan los que no oyeron ni se enteraron de lo que dijimos. Así es la comunicación que promocionan los mismos psicólogos y psiquiatras con sus discriminados, después de llenarse la boca con buenas y cálidas palabras lindas, cuando hablan por los medios masivos de comunicación. Como, paradójicamente, la represión de esta policía cultural, por un lado es absolutamente dogmática y autoritaria, y por otro lado, intenta exteriorizar ante el discriminado un falso carácter opuesto, a la hora de tomar medidas represivas contra un paciente, estos señores inquisidores, lo que tratan de hacer, es justificar, ante los ojos del paciente, sus medidas autoritarias y xenófobas. Para justificar, ante los ojos del discriminado, estas medidas radicales y autoritarias, este grupo de psiquiatras inquisidores, que conocen mucho sobre la teoría de la comunicación, suelen emplear diferentes tácticas. Una táctica, es explotar las debilidades en las personalidades de sus victimas.

IX

Antes de tomar una medida radical, lo que se suele hacer es provocar deliberadamente al paciente, para que el paciente reaccione negativamente, y así se lo tilde de “descompensado”, y de esta manera, se justifique, a ojos del paciente, esta radical discriminación. Por ejemplo, me viene a la memoria el caso de un muchacho con retraso mental, llamado Joselo, a principios de la década del año 2000, cuando yo estaba internado en la clínica Jackson.

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Joselo era un muchacho que poseía un retraso mental, pero que, aparte de eso, no tenía ninguna enfermedad psiquiátrica de las que suelen inventar los psiquiatras en sus diagnósticos. Joselo era un muchacho, aparte de retardado, absolutamente normal, aunque tenía un carácter muy fuerte. Debido a este carácter, a veces se enojaba, o discutía con otros, o a veces robaba, pero nunca era violento, ni siquiera era un paciente que ofreciera problemas de convivencia serios. Cierta vez, no me acuerdo por qué motivo trivial, surgió una discusión entre él y la enfermera, a la que llamábamos Caty, que era una enfermera de muy mal carácter, peor aún que Joselo. Caty y Joselo discutieron, y fue una discusión común, nada fuera de lo normal, de lo que sucedía todos los días con el resto de los pacientes, ni con Joselo. Luego de la discusión, Caty le dijo a Joselo que “entre los dos ya se habían roto las relaciones. Que no le hablara más, y que iba a llamar a su madrastra”. Luego, Joselo meditó, se tranquilizó, y fue a pedirle disculpas a Caty, como si él fuera el culpable de todo, que no lo era, pero Caty lo rechazó con ira, lo insultó, y le dijo que se vaya para su cuarto, que está descompensado, y que va a llamar a su madre, que “algo iba a hacer para resolver esto”. Después de aquella respuesta ofensiva de la enfermera, Joselo se enojó y no quiso hablar más con Caty, y en ese entonces llegó la madrastra de Joselo, para “ver qué había ocurrido”. No había sucedido absolutamente nada. Joselo no se había descompensado, ni había hecho nada que ameritara ningún tipo de alarma. Fue un episodio como los que pasaban a diario en esa clínica todos los días, con muchos pacientes. Pero ese día, Caty armó un verdadero alboroto con Joselo, le dijo que estaba “descompensado” y que “iba a llamar a su madrastra”, y cuando Joselo trató, de buena fe, de reconciliarse con Caty, esta lo rechazó, y esta perseveró en sus malas actitudes. Finalmente, vino la madrastra de Joselo, como preocupada, como si “hubiera sucedido algo muy grave”, y como si este hecho “tan grave”, hubiese sido “causado por Joselo”. Entonces, la madrastra, como si asumiera que ya estaba dando por sentado una situación muy anormal e irregular de parte de Joselo, que, por cierto, no lo era, le empezó a preguntar, como con cariño, a Joselo, acerca de: “¿Qué te pasó, Joselo? Decime”, como si Joselo hubiera hecho algo gravísimo, o como si estuviera muy mal, o tuviera alguna culpa. Mientras su madrastra lo encaraba de esta forma, dulce, pero atribuyéndole culpas, la enfermera Caty lo criticaba delante de ella, y le decía que él “estaba descompensado”, y

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luego, se pasó incluso a llamar a la psiquiatra de él, para preguntarle acerca de la medicación, si le hacía bien o mal. Luego, siguiendo con todo ese teatro, la psiquiatra terminó decidiendo que Joselo debería ser trasladado, desde la clínica Jackson, donde estaba, al Hospital Vilardebó. Así, una o dos horas después de esta intrascendente discusión, vino una ambulancia, y Joselo fue trasladado, e internado en el Hospital Vilardebó, como si Joselo se hubiera “descompensado”, y la situación “fuera muy grave”. Por supuesto, todo eso fue un circo. No había ninguna causa objetiva, ni para hacer tanto escándalo por tan poca cosa, ni para dar tanta alarma, ni para llamar a la madrastra, ni a la psiquiatra, ni mucho menos para trasladar al pobre Joselo, que no había hecho nada, a otro manicomio. Fue todo un verdadero circo. Tanto la madrastra, como la psiquiatra, ya habían decidido de antemano trasladar a Joselo al Hospital Vilardebó. Lo tenían decidido desde antes. Pero para poder “comunicarse” con Joselo, en vez de decirle: “ahora te vamos a internar en otro lado porque sí, o por razones que no queremos decirte”, le montaron a él todo este circo. Sabiendo el carácter fuerte de Joselo, aunque no era violento, la enfermera Caty, siguiendo todo el libreto preestablecido, provocó el enojo de Joselo, y se lo atribuyó todo a él,.diciéndole que “estaba muy mal”, y haciendo todo un verdadero escándalo, hasta el punto de llamar a la madrastra de él y a su psiquiatra, como parte el circo. Cuando Joselo fue a pedirle disculpas a la enfermera, ella, en lugar de aceptarlas, lo rechazó y lo provocó más aún, porque la idea de la enfermera, de la madrastra, y de la psiquiatra, era precisamente la de generar un conflicto grave, y acusarlo a él de ello, y hacerlo sentir mal a él, para justificar, ante sus ojos, su traslado a otro manicomio. Tanto la madrastra, como la enfermera y la psiquiatra, ya se sabían sus respectivos roles y libretos, y, tras hacerle sentir a Joselo que estaba ocurriendo un gran problema, cosa que no era cierto, vinieron y lo trasladaron al Hospital Vilardebó. Las verdaderas razones de ese traslado las ignoro por completo. Pero se que la madrastra de Joselo era pobre, y la clínica Jackson era muy cara, y el Hospital Vilardebó es un hospital público y gratuito. Probablemente sea esa la razón de porqué lo internaron a Joselo en el Vilardebó. Joselo, para su entender de una mentalidad de un niño de doce años, habrá pensado para sí: -¡Si no me hubiera portado mal, y no me hubiera enojado con la enfermera, no me hubieran internado aquí! ¡La culpa fue mía por ser de mal carácter!

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Y luego, dentro del Hospital Vilardebó, habrá pensado: -¡Ahora es tarde para arrepentirse! ¡Ahora ya no puedo hacer nada! ¡No puedo ir para atrás! ¡Ahora estoy internado en el Hospital Vilardebó por culpa mía! Pero este es un ejemplo que ilustra bien la manera que tienen los señores psicólogos y psiquiatras de comunicarse con la gente. La forma que ellos suelen utilizar, como en este caso, para “comunicarse” con sus víctimas, es provocándolas mediante agresiones, sabiendo que son irascibles o de fuerte carácter, para que la víctima meta la pata, o haga algo indebido, o aunque no sea indebido, aún así, sea considerado socialmente como indebido, para justificar ante ellos su internación. Esta estrategia fue utilizada en mi caso en innumerables ocasiones, y yo me llegué a sentir verdaderamente culpable, responsable, y “loco”, sin tener conocimiento de la verdad que había detrás de estos hechos. X

En otra ocasión, conocí, también en la clínica Jackson, a un paciente llamado Gerard, que estuvo durante varios años en la clínica Jackson. Gerard fue siempre un hombre tranquilo, de unos treinta y pico o cuarenta años, que nunca tuvo problemas con nadie, ni de conducta, y que era amable, buena persona, y un gran lector. ¿Cuál parecía ser la razón de su encierro por tantos años? Gerard, al parecer, vivía con sus padres, y hacía una vida perfectamente normal en su casa, tomaba la medicación, iba al psiquiatra, etc. No daba motivo para la menor queja alguna. Sin embargo, Gerard tenía escondidas un grupo de revistas pornográficas, con las que se masturbaba diariamente. Un día, se comenzó a perseguir con esas revistas, por temor a que se las descubrieran, y decidió no masturbarse más con ellas. Entonces fue al cuarto de baño de su casa, puso a todas las revistas dentro de la bañera, y las quemó. Después de que se quemaron las revistas, prendió la ducha para apagar el fuego. Luego, trató de desembarazarse de las cenizas en el inodoro. Al parecer, el hecho de que Gerard haya quemado sus revistas pornográficas en la bañera, habría sido lo que justificó su internación psiquiátrica, y cuando yo lo conocí, hacía más de dos o tres años que estaba internado “por eso”.

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En este caso, se explotó la debilidad psicológica de la culpa en el paciente. La internación de Gerard, obviamente, ya estaba decidida por los psiquiatras desde mucho antes que Gerard hiciera eso u otra cosa. En vez de decirle a Gerard: “Te internamos porque sí, o por razones que no te podemos decir”, se decidió esperar a que Gerard cometiera un hecho culposo, (culposo para sus propios ojos) a escondidas, para aprovechar a ese momento de culpabilidad y debilidad psicológica, para proceder a encerrarlo en un centro de reclusión cultural. La internación de Gerard estaba ya decidida, y se iba a efectuar, hiciera o no hiciera Gerard esa, u otra cosa. Pero esa no fue la verdadera razón de porqué lo internaron. La verdadera razón solo la sabrán los psiquiatras, pero esta razón, no tiene necesariamente que ser atribuida directamente a Gerard, ni a ninguna supuesta patología de la que él sea rotulado como portador. La razón bien pudiera ser la propia decisión de sus padres, dueños de sus derechos legales, que bien les hubiera parecido más cómodo tener a su hijo enfermo internado en una clínica psiquiátrica, que en su propia casa, o por muchas otras razones, que no tiene porqué ser atribuidas al pobre Gerard. Sin embargo, pudiera existir la posibilidad de que esa súbita “persecución” que sintió Gerard hacia sus revistas, y el hecho de que fuera internado casi en el mismo momento en que había quemado las revistas, fuera debido a que Gerard hubiese sido previamente hipnotizado en una sesión hipnótica con su psiquiatra, e inducido a perseguirse de esa manera con sus revistas, a sentir culpas hacia ellas, y a proceder a actuar de esta forma. El psiquiatra bien pudo haber inducido hipnóticamente a Gerard a generar una situación de culpa y de compromiso social en un determinado momento adecuado, que le dieran a los psiquiatras el pretexto para internarlo, siendo esta internación, vivida, aunque a medias y subjetivamente, como justificada por el mismo Gerard. El uso de la hipnosis es muy usado en muchos casos para justificar ante los ojos del paciente, todo tipo de tratos y abusos psiquiátricos, y para que el paciente se mantenga dócil y conforme ante estos. Los enfermeros y la ambulancia llegaron al domicilio de Gerard para arrestarlo tan solo cinco o diez minutos después de que el cometió ese “delito”. ¿Cómo hicieron los enfermeros y los psiquiatras para ser tan puntuales? De alguna manera, supongo que ellos ya tendrían que estar al tanto de que Gerard iba a hacer ese hecho. Sino, no se explica tanta puntualidad. ¿Y cómo sabían ellos que Gerard lo iba a hacer, justo en ese mismo momento? Esto solo lo podríamos saber leyendo la historia clínica y los documentos secretos de los psiquiatras, que, por cierto, nunca se los van a revelar a nadie, aduciendo a que es un “secreto profesional”.

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XI

En mi caso en particular, en 1998, yo vivía normalmente en mi casa, sin problemas ni trastorno ninguno, tomando la medicación, pero los psiquiatras decidieron internarme. Para no decirme: “Te internaremos porque sí, o por razones que no queremos decirte”, se procedió a acosarme a mí a través de la hipnosis. Como la hipnosis no dio resultado alguno, se me comenzó, literalmente, a perseguirme silenciosamente, entre otras cosas, robándome objetos personales dentro de mi casa y de mi cuarto, ante el supuesto desconocimiento, o indiferencia, de todos los que me rodeaban. Al final, tras mis discretas denuncias, en medio de un aislamiento total, se había preparado el terreno, creado un “conflicto irregular”, y se decidió internarme. Se nota que no soy el único, puesto que una vez, en la clínica Jackson, entró allí una paciente, que era nada menos que psiquiatra, por depresión. Una vez, esa paciente psiquiatra, que era depresiva, y que era amiga mía, se puso muy nerviosa, porque había perdido unos documentos dentro de su cuarto, y no los encontraba. Estaba muy nerviosa. Yo la ayudé a buscarlos, hasta que los encontramos. No eran documentos muy importantes. Per lo que sí recuerdo, es que esa paciente, que era psiquiatra, me dijo: -Menos mal que los encontramos. Yo pensé que me los habían robado los enfermeros para hacerme luego electroshocks. ¡Nada menos que una psiquiatra me dice eso! ¡Claro! ¡Ella, como psiquiatra, se da cuenta perfectamente del juego al que juegan sus propios colegas, y sabía perfectamente lo que podían significar estas cosas! Una vez, en una pensión, un residencial para ancianos, donde yo y otros pacientes psiquiátricos estábamos internados, un paciente, llamado Venancio Flores, se puso como loco porque le había desaparecido una lapicera de su mesa de luz, y se quejaba a la enfermera. Yo, cuando lo oí protestar por tan poca cosa, lo primero que pensé fue: -¡Qué loco de mierda! ¡Se persigue y se hace tanto problema por una simple lapicera! ¡A quién le va a importar perseguirlo a él, y menos por una lapicera! ¡La habrá perdido, o la tendrá por ahí!

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Claro que, en aquella época, cuando yo tenía unos dieciocho o diecinueve años, y aún no me había dado cuenta del todo cómo funcionaba el sistema, y lo juzgaba a este “desde afuera”. Este juego comunicativo de los psiquiatras, consiste, primero, en advertirle, en ponerle sobre aviso a la víctima de que va a ocurrir algo muy feo, sin decírselo, en un momento en que todo está totalmente calmo y normal. Luego, el juego continúa en agredirlo silenciosamente a través de agresiones simbólicointerpretativas, que son vividas en solitario por el discriminado, que solo él las sabe y las vio, y que son desmentidas verbal y explícitamente por parte de su contexto, que aduce no saber nada al respecto. A través de la hipnosis, se induce a generarle al paciente una sensación de aislamiento, de culpa y de paranoia, y de hacerlo sentir loco y aislado. Después, tras varias veces en las cual la víctima hace denuncias tras enuncias de varias persecuciones que él dice que se le cometen, y sin que nadie parezca saber nada al respecto, un psiquiatra determina que el paciente está “descompensado”, y lo manda encerrar o dar electroshocks, sin que la víctima no pueda decir nada de nada. Estas son historias, que si la víctima se las cuenta a un tercero, o a un transeúnte de la calle, cualquiera le diría que él está “loco”, y nadie le prestaría atención alguna. La verdadera realidad, la sabe el propio discriminado cultural y el psiquiatra, aunque el discriminado nunca se lo va a poder decir al psiquiatra, y no podrá hablar nada al respecto, porque sino, el psiquiatra le dirá que eso no es cierto, que lo que pasó es que el discriminado estaba “descompensado”, e “interpretó” cosas que no son, etc, y el discriminado quedará nuevamente como un verdadero imbécil. Estas son historias para ser vividas en solitario y no para ser contadas a nadie. Y, además, después de sufrirlas, quedar rotulado como un “loco”. Esta es otra forma que tienen estos señores de comunicar sus decisiones autoritarias a los discriminados culturales. XII

Otra manera que tienen estos señores de “comunicarse”, es, precisamente, a través del lenguaje crudo, prepotente, incomunicativo, y directo, de los hechos en sí. Una paciente de la clínica actual donde vivo, llamada Liliana Contenti, cierta vez estaba viviendo sola en su casa, llevando una vida absolutamente normal, tranquila, sin problema alguno. Ella me relató que cierta vez estaba en la cocina de su casa, haciendo un café, completamente desprevenida, confiada, alegre y feliz, cuando le sonó el timbre de su casa.

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Ella fue hacia la puerta y preguntó: -¿Quién es? Y oyó la voz de su vecino que le decía: -Soy yo. El vecino. Cuando ella abrió la puerta, entraron tres enfermeros, vestidos de guardapolvos blancos, la tiraron al suelo con toda agresividad, como si fuera una delincuente, le bajaron los pantalones, y la inyectaron. La tomaron totalmente desprevenida. Ni se imaginaba que a ella le podría suceder algo así en su vida jamás. Y aún hasta el día e hoy no sabe porqué lo hicieron. Luego de estar drogada, ella se despierta en este manicomio, y, desde entonces, hace años que está aquí. Ella, al principio, se sintió muy dolorida e indignada, hasta llegó a tener cierta angustia y resentimiento. Pero luego de estar durante varias semanas en un manicomio sin que nadie, ni siquiera un psiquiatra o familiar la viniera a ver, completamente aislada, y desando ver algún rostro conocido, después de que se le fue la bronca, ahí comenzó a venir su hermana. Luego vino su psiquiatra, y le vinieron con el cuento de que está loca, que es orden del psiquiatra, y lo mismo que le dicen ellos, se lo repiten los enfermeros, y todo el mundo con el que ella trata. Tras la brutal y sorpresiva agresión, la aislaron, la hicieron sentirse impotente y disminuida, esperaron a que se le vaya la bronca, a que se angustie, a que se desanime, se sienta impotente, para recién luego venir, con buenas palabras y media docena de bizcochos, como si no hubiera pasado nada, como si todo estuviera bien y normal, a decirle que está loca y que se deberá quedar aquí. La táctica, en este caso, es apelar al factor sorpresa, a lo imprevisto, y luego aislar bien al paciente hasta que se le vaya a bronca, y no tenga a nadie a quién contarle lo que le ha sucedido, para luego mostrarle una cara conocida, a la que ella está desesperada por ver, para que, una vez calmada, le digan que esto se lo hicieron porque es una loca, con amabilidad. Aquí se recurre al factor sorpresa, al aislamiento, a la incomprensión generalizada y al discurso unánime, a la fuerza bruta, a la impotencia, y, de últimas, los psiquiatras apuestan a la resignación de la victima ante su situación, y al perdón de la víctima hacia sus victimarios. Desde entonces, Liliana Contenti lleva varios años internada, y nunca le dicen porqué, y la tienen todo el tiempo a cuentos. Ahora, prácticamente, ya está totalmente resignada a vivir aquí hasta que algún día Dios disponga otra cosa.

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Ante estos casos donde se ejerce la fuerza bruta, donde no hay ninguna posibilidad de ejercer la menor resistencia, donde no se puede protestar ni ante la Ley, ni ante las autoridades, ni ante los familiares, y donde todos los amigos y conocidos, y toda la sociedad parece estar de acuerdo, y les parece bien que así se den las cosas, y donde todo el mundo o rotula a uno de “enfermo”, solo resta la resignación y el perdón, y aceptar las cosas como son. Esta es otra manera de “comunicarse” que tienen estos señores inquisidores, con sus víctimas. XIII

En otros casos, antes de la internación, el psiquiatra habla benévola y comprensivamente con el paciente, le dice que la víctima tiene tan solo un leve trastorno sin importancia, y que con unos días, o unas semanas de internación solamente, va a estar mejor, y que luego va a poder hacer la vida que él desea, y se va a sentir mejor. La víctima, seducida por tan agradable discurso, termina asintiendo ingenuamente a las sugerencias seductoras del psiquiatra, y aceptando su propia internación, e incluso firmando personalmente la misma. Pero luego, una vez internado, la víctima recibe un tratamiento con pastillas o electroshocks que no había sido mencionado, y pasan las semanas, y los meses, y los psiquiatras lo tienen retenido allí con un cuento tras otro. Al final, y sin que el psiquiatra se lo diga verbalmente, la víctima se da cuenta por sí sola de que fue engañada, y que lo que antes se le pintó como una internación pasajera por un problema sin importancia, no lo es así en absoluto. Al final, la víctima termina culpándose a sí misma, como si ella misma fuera la culpable y responsable de su propia situación, por haber “aceptado” las palabras del psiquiatra que lo engañó, y se siente así, entonces, en cómplice de la responsabilidad de su propia y desgraciada situación. El paciente termina siempre diciendo, en estos casos: -La culpa es mía, por haber creído en tal persona, por haber firmado tal o cual documento, por no haber sabido tal o cual cosa, o por haber hecho esto y esto, y no tal y cual cosa. Sea cual fuera el cuento o el método empleado, el paciente siempre queda, en estas situaciones, sucio ante sí mismo, y siempre, directa o indirectamente, o ya sea como culpable absoluto, o como cómplice, como responsable ante su propia situación, y los psiquiatras y familiares siempre quedan, a ojos de la sociedad, siempre limpios, y él sucio. Siempre encuentran estos inquisidores una veta, una brecha en la psicología del paciente, que les habilite a ejercer con ellos su despotismo, discriminación y represión.

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Si no lo hacen por las malas, lo hacen por las buenas. Si no lo internan a uno por agresivo, lo internan por cobarde o por dócil. Si no lo internan por desconfiado, lo internan por ser confiado. Si no lo hacen por resistirse y oponer resistencia, lo hacen por no oponer resistencia. Si no lo internan a uno por pecador, lo internan por santo. Los psicólogos y psiquiatras se conocen la psicología y las circunstancias que vive el paciente, y aprovechan el momento para “comunicarse” con sus víctimas de tal manera que se sientan ensuciadas, o engañadas, o que se sientan culpables, o que, simplemente, se resignen y los terminen perdonándolos. Por alguna vía lo hacen, y lo saben hacer, y el paciente siempre queda sucio de algún modo, mientras que los psiquiatras y sus familias siempre quedan absolutamente limpios. XIV

Por otra parte, siempre que existe una internación psiquiátrica a domicilio, en todos los casos, sin excepción, siempre se procede a inyectar a la víctima con un sedante bien potente que le priva de la conciencia durante el secuestro. No importa que el paciente esté tranquilo, o que acepte por su propia voluntad el traslado, o que no se resista, etc. No importa nada de esto en absoluto. Siempre que se interna a un paciente, se lo inyecta en la puerta de su casa, y se lo introduce inconciente en una ambulancia, y se lo traslada, e ingresa en el centro de reclusión cultural en estado de absoluta inconciencia, y así permanece en ese estado durante varias horas o días. El motivo de esta privación de conciencia durante el traslado, es privarle al discriminado del hecho de estar conciente, sentado en la ambulancia, e ir viendo el recorrido desde su casa hasta el centro de reclusión cultural, u estar conciente cuando ingrese ante sus puertas, cuando penetre por sus pasillos, y cuando se le asigne una cama en la que deberá pasar mucho tiempo ahí metido, o durante toda su vida. Privarle de estas vivencias, es exactamente lo equivalente a lo que hacen los verdugos cuando realizan una tortura, que, para privarles a sus torturados de conocer sus identidades, se ponen una máscara en la cara, para que el torturado no vea quién lo está torturando. Es exactamente lo mismo, solo que la máscara no se la ponen los enfermeros y los psiquiatras a sí mismos, sino que ellos inyectan a la víctima, para, de esta manera, ponerle a la víctima una máscara, o venda en los ojos, para que no vea con sus propios sentidos y conciencia cómo el discriminado cultural es encerrado injustamente por sus inquisidores. En esto radica la explicación de porqué se inyecta gratuitamente a los pacientes cuando se los secuestra a sus domicilios. No es para que no se escapen, o porque estén nerviosos o descompensados. Es una máscara que se le pone al paciente para que no sea totalmente conciente de su secuestro y del crimen que se le hace.

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Generalmente, las drogas que usan estos señores en el momento de secuestrar a sus víctimas, son sedantes muy fuertes, de efecto muy rápido, que dura varias horas, o días, y que, además, genera una sensación de intenso placer y bienestar, de tal manera que la víctima cae en un sueño absolutamente placentero durante horas o días, y durante el cual, parece hallarse en el mismo Cielo. Luego, un día, al paciente se le va el efecto de esa dulce droga, que lo hizo sentirse en el limbo, y abre los ojos, y ve una cama con un desconocido al lado suyo, en una sala donde esta llena de hileras de camas por todos lados. Entonces, el discriminado se pregunta: -¿Dónde estoy? Entonces, en ese momento, su mente hace un clic, y recuerda aquella tarde, o noche, en que los enfermeros vinieron a su casa y lo inyectaron, para internarlo, y entonces, con sumo pesar, después de haberse sentido como en el limbo durante horas o días enteros, se dice, con amargura y resignación: -¡Ah, claro! ¡Estoy internado! Y, a partir de ahí, solo cabe resignarse y esperar a ver que sucede, y qué decide el psiquiatra. De esta manera, se comunican estos benévolos señores, que tanto hablan de “saber comunicarse”, y de “saber escuchar y entender al otro”, por los medios masivos de comunicación. Una cosa es la imagen que venden por los medios de comunicación, y otra osa muy diferente es la verdadera realidad de lo que son, lo que hacen, sus intereses, y sus finalidades. XV

Por otro lado, con la finalidad de lograr la justificación de los abusos, represiones y discriminaciones que se le efectúan a sus pacientes, ante los ojos de sus mismas víctimas, a los señores psicólogos y psiquiatras les interesa conocer en extremo el código, o el lenguaje personal, cultural y simbólico de sus víctimas. No les interesa conocer su modo de pensar y de sentir para respetarlos en absoluto, ni para comprenderlos o tenerlos en cuenta, sino para saber de qué forma “comunicar” con ellos sus actitudes discriminatorias. Supongamos, por ejemplo, que en un manicomio, se diera el ejemplo tan trillado, que no existe en la vida real, del caso caricaturesco de un loco que se cree Napoleón I. Este discriminado se cree Napoleón I, y siente que debe ser honrado y bien tratado por todos, y que se le deben rendir honores, pero se enfrenta a que vive en un manicomio, a

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que los enfermeros le dan órdenes como si fuera un payaso, que lo tratan mal, y que le dan drogas que le hacen mal. Este no es el trato que se le debe dar a Napoleón I. Si este discriminado va a quejarse acerca de estos malos tratos inmerecidos ante el psiquiatra, el psiquiatra no le va a decir: -¡A mí qué me importa que tú te creas Napoleón I! ¡Tú eres un loco de mierda! ¡Eres un pobre estúpido! ¡Tú no has ido ni a la escuela! ¡Nadie te quiere en esta sociedad! ¡Ni yo, ni tu familia te queremos! ¡Es más, tus ideas nos resultan aborrecibles, son una verdadera herejía! ¡No queremos ni tu bien, ni que seas feliz, ni nada! ¡Lo que queremos es eliminarte de la sociedad, encerrándote y drogándote aquí de por vida! El psiquiatra, al contrario, a través de hipnosis, y de otros medios, va a conocer el contenido cultural del paciente, y, al final, le va a decir: -Si. Tú eres Napoleón I, es cierto. Pero debes saber, mi estimado Napoleón I, que tú has perdido la batalla de Waterloo, y has sido capturado por los ingleses. Ahora estás prisionero en la isla de Santa Elena por los ingleses, y es por eso que te tratan así, y es por eso que debes hacer caso y obedecer a todo lo que te diga el señor enfermero. Ante estos argumentos, Napoleón I no podrá ejercer ni la más mínima réplica al asunto. No podrá decir nada, y deberá aceptar el abuso de la nueva Inquisición Post Moderna como algo absolutamente natural y legítimo. Y si el discriminado ve que la visión del manicomio no concuerda con la prisión de Santa Elena, y ve que el discurso el psiquiatra no le convence, y comienza a sentirse mal, que está prisionero, y que lo tratan injustamente, entonces el psiquiatra, directamente, le manda hacer electroshocks a ese paciente. Lo hacen para destruir todo su psiquismo, y le dan una nueva medicación, no con el fin de curarlo ni para que se sienta bien, sino tan solo para hacerlo callar la boca y que no moleste a nadie. Pero este ejemplo de generar una justificación usando el propio código de una persona, tan ridículamente sintetizado en este pequeño ejemplo, es un artificio que, de hecho, se puede hacer con cualquier ser humano del mundo, no importa su condición, su sexo, su edad, ni su estrato social o cultural. De hecho, las llamadas “ciencias antropológicas”, tuvieron sus orígenes en el intento de las potencias coloniales europeas, en conocer los códigos y las formas de sentir y de pensar de las poblaciones que dominaban, para justificar así, ante estas mismas poblaciones, el propio dominio colonial del invasor, y la discriminación que practicaban.

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Esta estrategia de conocer el código o la forma de pensar de cualquier individuo del mundo, para justificar ante este mismo, cualquier tipo de razonamientos, decisiones o conclusiones, es una táctica que usan las potencias colonialistas, los analistas de marketing, y que usan despiadadamente los señores psicólogos y psiquiatras. Es por esto que ellos tienen tanto interés en conseguir información personal acerca de sus víctimas, conocer su psicología, y formas de actuar, sentir y de pensar. De esta manera, conociendo el código de su víctima, y también los códigos de su contexto social y familiar, los señores psicólogos y psiquiatras pueden convencer a todo el mundo, o a obligarlos a resignarse, o, al menos, a aceptar pasivamente, cualquier tipo de abusos psiquiátricos, tratamientos, torturas y electroshocks, sin que nadie se les oponga en absoluto. Y es necesario para estos nuevos inquisidores, conocer a fondo el código, no solo el de la víctima, sino también el de su contexto familiar, y, por supuesto, del código de la sociedad en general, para convencer de sus métodos y discriminaciones a todo el mundo, y para que nadie se les oponga, ni se les resista, ni les critique, cosa que a ellos les haría muy mal. Ellos no solo necesitan saber cuál es el código de Napoleón I para hacerle electroshocks, drogarlo y eliminarlo de la sociedad, sino que también necesitan conocer el código de sus familiares responsables, para que acepten y estén de acuerdo, con toda voluntad, decisión y aceptación, en unirse a la discriminación y al tratamiento de electroshocks que se le hace a Napoleón I. Se necesita justificar la discriminación cultural ante los ojos del paciente, pero también a los ojos de su familia, de la sociedad, y del Estado. A ellos no les sirve tan solo justificar su discriminación solo a los ojos de su víctima, sino que necesitan, obligatoriamente, también convencer a sus familiares, y, de últimas, en general, a la sociedad en su conjunto, y al Estado. Solo así actúa su discriminación. Esta gente no cura a nadie, sino que tan solo discrimina. Es por eso que estos señores hacen tanto énfasis en tratar de conocer la psicología de la gente, y en conocer información personal y confidencial acerca de sus víctimas. Y para conocer esa información esencial, ellos tienen que lograr “comunicarse” con la víctima y con su contexto social y familiar. Y por eso, ellos les dan tanta importancia a la “comunicación”, aunque la finalidad que ellos tienen, no es siempre, o más bien muy escasas veces, la finalidad que ellos salen a vender con grandes sonrisas y titulares por los medios masivos de comunicación. Y para poder comunicarse con la víctima y su contexto social y familiar, y para que todos estos acaten de forma uniforme cada una de sus medidas discriminatorias, es esencial revestir a esta nueva inquisición de un ropaje de pretendida “buena fe”, y credibilidad del tratamiento, en nombre “del bien del paciente y de su salud mental”.

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Esta es la única forma que ellos tienen para poder conseguir sus fines, sin que jamás hayan curado a nadie, ni jamás hayan pretendido hacerlo nunca. Es triste, pero es así. Las formas con las que los psiquiatras comunican sus actitudes discriminadoras con sus víctimas son múltiples, pero, para empezar, pondré por ejemplo algunas formas que mi psiquiatra usó conmigo desde hace años, y que aún utiliza actualmente.

XVI

Para empezar, yo vivo recluido en una clínica psiquiátrica contra mi voluntad, y medicado y bajo seguimiento psiquiátrico contra mi voluntad, sin ni siquiera estar de acuerdo con el rótulo de “esquizofrénico” que me intenta asignar a mí mi psiquiatra. En otras palabras, yo no me considero “loco”, ni tengo el menor interés en ser tratado por un psiquiatra. Son los psiquiatras los que tienen interés en tratarme a mí, son ellos los que vienen a mí, sin que yo se los pida, no soy yo quién va a ellos, ni les pido nada a ellos. Sin embargo, estoy internado, estoy bajo determinada situación, y por presión y coacción social, de la cual no me puedo rehusar, yo, aunque no sea de mi interés ni de mi voluntad, debo sacar orden de consulta con mi psiquiatra todos los meses. Yo debo sacar la orden de consulta con mi psiquiatra, como si yo fuera el interesado en tratarme con ella, y no al revés. Finalmente, yo, una vez por mes, debo tomar el autobús, e ir al Hospital Maciel, a entrevistarme con mi psiquiatra, como si fuera yo el interesado en irla a ver a ella. Soy yo el que va hacia ella, y no al revés. Además, en los hechos, lo que estoy viviendo es una situación de total abuso, e invasión a mi propio territorio privado y personal. Pero, en la consulta, ella, empíricamente, no viene a verme a mí a mi clínica, a mi territorio, a invadir mi cuarto, para yo poderme defender en él. Empíricamente, soy yo el que va al territorio de ella, a su consultorio. Soy yo el interesado en encararla a ella, el que la va a invadir a ella a su territorio, y no al revés. En realidad, yo no tendría que levantarme temprano, y tomar el autobús, para yo irla a ver a ella, y ella “recibirme” a mí, sino que tendría que ser al revés. ¡Es ella la que tendría que venir a esta clínica. Pero no como psiquiatra, ni a verme a mí, sino como internada como paciente loca al revés de remate que ella es! Después de haberme hecho esperar bastante tiempo en la sala, ella me llama desde lo lejos, para que yo vaya hacia ella, y yo entro a su consultorio, a su territorio, como si el

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invasor, y el atacante, fuera yo, y ella fuera la defensora que se defiende de mí enfrentando mi ataque detrás de su consultorio. Entonces, empíricamente, se invierten los roles. Yo voy hacía ella, yo tengo interés en verla a ella, yo soy el ofensivo, yo estoy invadiendo su territorio, y ella me recibe, espera mi ataque, se defiende de mí, en su territorio, esperándome tras su escritorio. Por cierto, que yo entro del lado de la puerta, teniendo a mis espaldas a toda una habitación vacía y a la puerta, y ella está con la espala bien defendida con la pared a su espalda, y sólidamente atrincherada tras su escritorio profesional, con mí historia clínica (versión oficial y social de lo que soy yo y es mi toda mi vida, escrita por ella, no por mí). Se halla en una relación de poder, con los roles bien establecidos, de psiquiatra que va a evaluar y a examinar a un loco, por un lado, y un loco que le va a rendir cuentas por otro. Ella, desde su privilegiada posición en el centro de la habitación, con la pared a sus espaldas, y con su escritorio por delante, posee una visión absolutamente privilegiada, tanto de mí, como de toda la habitación, de su territorio, en su conjunto. Ella puede saber mucho mejor que yo, que no veo, qué es lo que hay o no hay a mis espaldas, y puede saber mucho mejor que yo, si alguien va a entrar en el consultorio, y quién es, antes que yo, que estoy de espaldas a la puerta de su territorio. Esta situación empírica, ya de por sí, marca una verdadera situación de superioridad de parte de ella hacia mí, como psiquiatra, y yo como paciente, o “loco”. Además, yo estoy en su territorio como invasor, pero que, además de ser su territorio, es el territorio del departamento de Salud Mental de salud Pública. Esto reviste la importancia de que tampoco estoy en su casa, o en un consultorio privado, sino en el territorio social y universal de la institución psiquiátrica, nada menos que estatal. Por otro lado, a veces, antes de la consulta, después de que yo estoy sentado ante ella, ella se toma un tiempo para leer mi historia clínica. En este ínterin, mis ojos tienen contacto visual con su rostro, y con sus ojos, que, detrás de sus lentes, a su vez, están mirando hacia mi historia clínica. Mi mente está dirigida hacia ella, y su mente, a su vez, está dirigida hacia mí historia clínica, hacia su versión de lo que soy yo en el mundo para ella, y yo, y mi propia versión, quedo totalmente al margen, tan solo contemplándola a ella, que a su vez, contempla a esa versión disparatada y escrita por ella, de lo que se supone que yo soy. Yo puedo aburrirme, pero… ¿Qué voy a hacer? ¿Me voy a poner a mirar el piso, el techo, o las paredes, mientras ella parece tan absorta e interesada en leer el relato de mi locura, como si tan solo eso existiera para ella?

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Mi objeto de interés o entretenimiento para mí es ella, y para ella, a su vez, el único objeto de entretenimiento e interés, es leer al relato de mi locura, dentro de su territorio, donde yo soy un invasor, y donde ella está ocupando un rol de defensora, y contraatacadora, mucho mejor posicionada que yo en su propio territorio. Ella lo hace desde su posición de psiquiatra, y donde yo estoy pensando en hablar con ella, y mirándola a ella, sin tener otra cosa en qué pensar o mirar, y ella a su vez está compenetrada en leer una absurda historia clínica que no me permute leer, y que no escribí yo, pero que es la versión oficial de lo que yo soy. Es una relación de total inferioridad, vulnerabilidad y de poder de su parte, que no es en nada casual, sino que está todo bien estudiado para lograr representar esa situación deliberadamente, para provocar precisamente ese efecto. No es al azar esta situación que enfrento todos los meses. Finalmente, cuando ella deja de lado, al menos por un breve momento, mi historia clínica, y se digna a hablarme, en el momento en que ella lo decide, y yo le hablo, yo me he dado cuenta que la mayoría de las veces, cuando yo le estoy hablando, ella se hace la que me está escuchando, pero tiene la vista dirigida siempre hacia mi historia clínica, y no me mira a los ojos cuando le hablo. A menudo, mientras le hablo, hace alguna rayita con la lapicera, o escribe un número en mi historia clínica. En realidad, no escribe absolutamente nada, pero ella siempre tiene la lapicera en la mano, siempre como dispuesta para escribir o anotar algo, y a veces escribe una rayita, pero en realidad, no escribe nada. Con la falta de contacto visual mientras le hablo, y con su mirada vuelta hacia esa historia, y con la lapicera en la mano, y haciendo una rayita de tanto en tanto, yo tengo la sensación de estar totalmente de más. No creo que sea demasiado disparatado suponer que me siento como un tonto, que todo lo que le estoy diciendo le entra por una oreja y le sale por la por la otra, y que a ella solo le interesa lo que está escrito allí, que yo lo desconozco, y que no le interesa para nada, ni de mí, ni de lo que le digo o pueda decirle. Y mientras le hablo y la miro a ella, ella mira esa historia, pero cuando yo, al hablar, desvío la mirada, y miro hacia otro lado, entonces ella allí sí que pasa a mirarme a mí, a mis ojos, y yo la vuelvo a mirar a ella, y entonces, ella vuelve otra vez a dejarme hablando, mientras vuelve a mirar sus papeleríos burocráticos. Ya me ha ocurrido con ciertos psiquiatras, como por ejemplo, con el psiquiatra Valassi, que en la consulta, cuando lo iba a saludar, él me saludaba apretándome la mano, teniendo una lapicera entre sus dedos. ¿Cómo van a saludar estos señores, dando un apretón de manos, con una lapicera entre sus dedos? ¿Es que estos señores son bobos, o no se dan cuenta de lo que hacen? ¡A cualquier ser humano del mundo le parecería una enorme falta de respeto, que le den la mano con una lapicera entre los dedos!

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¿No podrían dejar a un lado la lapicera, luego dar el apretón de manos, y luego, si lo desean, volver a tomar la lapicera? ¡Tanto que dicen ellos conocer la forma en que la gente se debe comunicar, tanto que hablan acerca del lenguaje gestual, de la mirada, de las manos, del timbre de la voz, tanto que hablan por la televisión de cómo deberíamos comunicarnos los seres humanos, y tanto que dicen saber al respecto, y me saludan con una lapicera entre los dedos! Obviamente, que si el psiquiatra Valassi, que como psiquiatra, conoce a fondo los lenguajes de la comunicación, me saludó apretándome la mano con una lapicera entre los dedos, es que lo hizo adrede e intencionalmente, para darme un claro y explícito mensaje. Y no era un mensaje bienintencionado, por cierto. Y teniendo en cuenta, además, que dicha lapicera es un instrumento de poder. Es la lapicera donde apuntan lo que opinan sobre mí en la historia clínica, donde escriben las instrucciones que deben seguir los enfermeros hacia mí, y qué medicación y tratamiento darme. La lapicera, así como la historia clínica, es una muestra de poder de parte de ellos, que nunca abandonan en su consultorio, y que, en todo momento, manifiestan ser el principal motivo de su interés durante mi entrevista, y que le prestan más atención que a mí, aún cuando yo estoy hablando con ellos. Finalmente, tras representar empíricamente toda la inversión de los roles, y de demostrarme sus abrumadoras superioridades, los psiquiatras establecen implícitamente, al lugar, o a la silla en la que se sienta el psiquiatra, como “la silla de los ganadores”, y la silla en la cual me siento yo, o la silla donde se sienta el loco, o el paciente, como “la silla de los perdedores”. De esta forma, yo me he dado cuenta que yo, cuando el psiquiatra sabe por anticipado que yo acudiré a la consulta con el ánimo muy alto, sintiéndome que he obtenido algún éxito con algo, o que he pasado por una circunstancia muy agradable o feliz, que me haga sentir rebosante de optimismo, me encuentro que, a la hora de la consulta, compruebo que el psiquiatra ha invertido su ubicación en el consultorio. El psiquiatra, en estos casos, se sienta en la silla y en el lugar del consultorio que usualmente ocupa el paciente, y yo, como paciente, paso a tomar asiento en la silla, y en el lugar del consultorio que usualmente le correspondería al psiquiatra. De esta forma, el psiquiatra, cuando lo desee y de la forma que desee, se permite invertir los roles simbólicos dentro de su consultorio, haciéndome sentar a mí en su lugar o en el mío, cuando él lo desee. Pero el psiquiatra solo me otorga su lugar físico cuando yo estoy en una situación de mucho éxito u optimismo, cuando he logrado superar algo difícil, etc, o cuando, en definitiva, estoy en una “actitud ganadora”.

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Cierta vez, por ejemplo, durante un examen en el hígado, se me encontraron unos bultos dentro del hígado, que el gastroenterólogo dijo que eran “acumulaciones de vasos sanguíneos dentro del hígado”. Naturalmente, esto daba para sospechar lo peor, o sea, un tumor maligno en un órgano como el hígado, y entonces, se me mandó realizar otro estudio, para verificarlo. Ese mes, yo le conté todo esto, preocupado, a la doctora, desde mi lugar, mi silla habitual de paciente psiquiátrico. Luego, semanas más tarde, tras el estudio, se comprobó que estos eran “hemangiomas hepáticos”, también llamados comúnmente “tumores benignos”. Pero después de obtener esta noticia, cuando fui nuevamente a la consulta con la psiquiatra, sorpresivamente, ella había invertido todos los roles físicos, y se había sentado ella en la silla y en el lugar donde yo lo hacía habitualmente, y me hizo sentar a mí en la silla y en el lugar del consultorio, que ella ocupaba habitualmente, para que yo le de esa noticia. Yo me sorprendí del cambio, que muy pocas veces se da, tan solo excepcionalmente, y le pregunté: -¿Se sienta ahora ahí usted, doctora? Y ella hizo una mueca, como sonriendo, como sin darle importancia al asunto, y no dijo nada al respecto, e ignoró totalmente mi comentario, que, por cierto, no le gustó. Desde entonces, yo me di cuenta que, como parte de la comunicación que usan los psiquiatras con sus víctimas, para hacerles sentir su poder, es establecer a la silla y al lugar donde se sienta el psiquiatra, como “la silla y el lugar de los ganadores”, y a la silla y al lugar donde se sientan sus víctimas, como “la silla de los perdedores”. Y ellos, además, tienen todo el poder de decidir quién se debe sentar en tal o cual lado. Es todo un juego de poder. Y el poder de ellos, el poder de la fuerza bruta, de la legal, y el de las drogas, se basa en la “comunicación”. Naturalmente, todos estos mensajes muy fuertes que la psiquiatra me está enviando constantemente, de obligarme a mí a ir hacia ella, en un hospital, la ubicación física de ella y la mía, su concentración en mi historia clínica cuando yo le hablo, la actitud de conservar siempre la lapicera entre sus manos, el mirarme a mi a través de sus lentes innecesarios, colgados en medio de su nariz, además de muchísimos otros mensajes, y persecuciones e historias mucho más horribles aún, yo no puedo decírselo a ella. Todos estos mensajes que ella me trasmite, y la mayor parte de las persecuciones que sufrí, son todas trasmitidas a través del lenguaje simbólico-interpretativo. Si yo le expreso verbalmente un comentario, o una denuncia de estos mensajes a ella, ella me respondería que son todas “interpretaciones” o “delirios” míos, que no es así,

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que solo “me parece a mí”, nada más, y yo quedaré como un loco, como un paranoico, y, además, como un verdadero estúpido. Toda mi verdadera historia, lo real, lo que realmente se tendría que decir y admitir, queda todo desde mi boca hacia dentro, y parece que solo yo lo se, y que si lo digo, son todas “ideas e interpretaciones mías”. La única historia que sí cuenta, la que vale, la que todo el mundo cree, la que tiene fuerza legal, la que ejerce poder legalmente, son todas las mentiras y disparates de una historia clínica adjudicada a mí. Una historia que no la escribí yo, y que, además, los psiquiatras no quieren mostrármela por nada del mundo, y ocultan porfiadamente su contenido para mí, y que ellos dicen que es mí historia clínica, y a la que le adjudican el número de, nada menos que el de mi cédula de identidad, a falta de otro. Con la psiquiatra, no puedo decir ni una palabra de la verdadera realidad, porque quedo como un loco. XVII

Desde que yo entro al consultorio, hasta que salgo, lo único en que, al parecer, ambos estamos de acuerdo, tanto yo como la psiquiatra, aunque estemos tan solo de acuerdo social y formal, es que yo soy un “loco” y ella es mi “psiquiatra”. “Que yo estoy enfermo, y que ella me evalúa y me medica, y me trata para que yo esté bien”. Fuera de eso, no existe nada más. Cualquier cosa que yo le diga a ella, fuera de eso, está totalmente de más, y será negada, u obviada, y quedará como simple idea o discurso mío aislado y no confirmado por nadie. Pero si yo le ofrezco mi verdadero discurso a ella, mi discurso será negado, no aceptado, o quedará aislado, como cosa mía, sin respuesta alguna, pero lo cierto es que no pasa lo mismo con los discursos de la psiquiatra. Si la psiquiatra me dice algo, sea lo que sea, yo lo tengo que aceptar como válido, aunque no esté en nada de acuerdo con lo que ella me diga. Si yo voy alegre al consultorio, y me siento bien, y ella me dice que “a ella no le parece que yo esté bien”, por más que yo le diga a ella que sí estoy bien, que me siento bien, y se lo demuestre, ella me dirá: -Si, tú crees que te sientes bien, pero… ¿sabes? A mí no me parece que estés bien… te voy a medicar el doble de lo que estás, o te voy a mandar electroshocks… ¿Qué le voy a decir a ella? ¿Le voy a decir que no? Es mi palabra contra la suya.

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Además, yo, ya desde que entro al consultorio, de alguna manera estoy aceptando, o asumiendo, aún contra mi voluntad, que yo soy el loco y que ella es la psiquiatra, y que ella siempre medica siempre para mí bien, y que ella sabe y yo no, en nombre de la Salud Mental. Me podrá parecer un horrendo disparate y una abominable injusticia lo que ella hace, pero es su palabra, la que cree todo el mundo, contra mi palabra. Y, finalmente, ella tiene a su favor el argumento de la fuerza bruta. Si yo no acato sus órdenes y acepto su tratamiento de buen grado, voy a ser obligado a aceptarlo por la fuerza. No tengo opción alguna, aunque esto signifique que me den electroshocks, que pierda toda la memoria, mis emociones, y todo, como ya me ha `pasado. Todo lo que ella me diga, yo lo deberé aceptar sí o sí, sin condiciones, aunque no esté de acuerdo. En cambio, lo que yo le diga a ella, ella va a elegir libremente en aceptar solo lo que le conviene, y solo la parte que le conviene, para luego usar mis palabras contra mí. Así es el juego. Finalmente, el juego de la consulta, se resume así. Yo voy hacia ella, a invadir su espacio. Ella ya me estaba esperando en su consultorio, aún antes de que yo entrara en él. Yo la “acoso” a ella desde una posición incómoda, mientras ella se defiende, bien escudada, con la pared a su espalda, atrincherada en su escritorio, y dominando toda la situación. Luego que yo voy hacia ella en esa incómoda situación, o “ataque mío”, ella me recibe y se defiende muy bien, me “contraataca” arrojándome las recetas de su droga al final de la consulta. Luego, yo vuelvo mis pasos hacia atrás, y me voy, como rebotando, exactamente por el mismo camino por donde vine, mientras ella sigue permaneciendo inmutable en su consultorio, esperando a la siguiente víctima, porque yo soy tan solo una sola de sus tantas víctimas a tratar. Yo, con las recetas, hago la cola en la farmacia, espero un buen rato, como si tuviera un enorme interés en drogarme con estas cosas “por mi bien”, y luego, ya con la medicación, me vuelvo a la clínica. Este es el juego de la consulta que hacen los psiquiatras. Así se comunican ellos. Todo esto, naturalmente, lo hacen con mucha amabilidad, apariencia de comprensión, de empatía, de cordialidad, de benevolencia. Pero lo que hay detrás de estas apariencias, es virtualmente todo lo opuesto.

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Lo cierto es que, tanto los psicólogos como los psiquiatras, se conocen a fondo todos los lenguajes de la comunicación, el de los gestos, las manos, el timbre de la voz, la postura, las ubicaciones físicas, las formas de dirigirse, lo que hay que decir, etc. Y no lo usan precisamente tan solo para “entender” al otro, sino para trasmitirle al otro lo que desean trasmitirle, que generalmente, no siempre son los mejores mensajes, sino que, a menudo, son los más antipáticos y desagradables, propios de su oficio

XVIII . A menudo, durante una consulta terapéutica, el psicólogo o el psiquiatra tiene un trato amigable y personal con el paciente. Pero si luego el paciente, otro día, viaja en el autobús, y ve al psiquiatra dentro del autobús, y se dispone a saludarlo, generalmente, el psiquiatra ya ha visto al paciente antes de que él lo viera, y se ha hecho el distraído. El paciente ve al psiquiatra en el autobús, y trata de saludarlo, para lo cual pretende, primero, hacer un contacto visual, y lo mira a los ojos, pero ve que su psiquiatra está “distraído” mirando para otro lado, pero sin aparentar estarse ocultando de nadie, ni de hacerse el distraído. La mirada del psiquiatra parece naturalmente desviada hacia otro punto del autobús, como algo natural, no intencional, y como que el psiquiatra ni cuenta se dio de que el paciente lo ha visto desde hace rato, y que desde hace rato lo está mirando a los ojos, en busca de un contacto visual. Al final, el paciente toma la iniciativa, se acerca hacia el psiquiatra, dentro del autobús, y lo saluda: -¿Cómo anda, doctor? El paciente lo saluda efusivo, y le demuestra que la relación del paciente hacia él es una relación personal, de personas conocidas, como de amigos. Entonces, el psiquiatra se hace el sorprendido, el que se aparta de su distracción, y que, recién entonces, se “percata” de la presencia del paciente, al que, supuestamente “no lo había visto antes en ningún momento”. El psiquiatra, con total desinterés, y omitiendo el vínculo personal que el paciente le demuestra tener hacia él, se lo devuelve como con indiferencia, como si él no estuviera tratando ni con un paciente suyo, ni con nadie con el que él mantenga ningún tipo de relación personal. Lo hace como que está tratando con un perfecto desconocido, como un extraño más dentro del autobús, aunque, sin embargo, demuestra conocer su nombre, y entabla dialogo con él.

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El psiquiatra le dice: -Ah, Fulano. ¿Cómo estás?-con total indiferencia, como si tratara a un verdadero desconocido. -Bien, bien. ¿Hacia donde va usted? -Tengo que hacer unas cosas. ¿Estas bien?-le dice el psiquiatra, evasivo, con indiferencia, cortándole con sequedad y frialdad la actitud entusiasta y personal del paciente, con una actitud indiferente, evasiva, y tratándolo como a un desconocido. Ante esa actitud, el paciente se siente ignorado, e inhibe su contacto verbal con el psiquiatra, y la comunicación muere en seguida. El paciente, por un lado, siente a la actitud del psiquiatra como si le tiraran un balde de agua fría, y por otro lado, siente que quedó como un verdadero tonto ante él. Sin embargo, esta actitud de descortesía, menosprecio e ignorancia ante la cordialidad y la amabilidad del paciente, los psiquiatras saben hacerla de una manera que parezca absolutamente natural. Como que parezca que no hay maldad ninguna, sin que el paciente pueda notar ningún desprecio, o descortesía, o ni siquiera una intención de menospreciarlo o de hacerlo quedar a él como a un tonto, aunque de hecho, así lo hacen, y así se siente el paciente tras ese encuentro. Dentro del consultorio, conservando sus respectivos roles, y pagando al contado y en efectivo de por medio, los psicólogos y psiquiatras suelen ser muy corteses, amables y entablan relaciones como si fueran íntimas y personales. Pero si algún día, a un paciente se le ocurre ir hasta el domicilio privado de su psicólogo o de su psiquiatra, un domingo o un día de descanso, y lo invita a su psicólogo o a su psiquiatra a ir a tomar una cerveza, o a ir a pescar truchas al río, el psicólogo o el psiquiatra le patea directamente el trasero. Solo hay diálogo y amabilidad, y cortesía, e intimidad, dentro el consultorio, con los roles bien establecidos, como paciente y como psiquiatra, y con dinero al contado y en efectivo. Fuera de ese contexto, el psicólogo o el psiquiatra no quiere ni oír hablar del paciente, ni mucho menos conversar para nada con él, ni siquiera para darle la hora. Si lo ven en la calle, directamente, lo esquivan. Así son estos señores.

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XIX

Cierta vez, frente a la farmacia del Hospital Maciel, pasó el psiquiatra Lindbergh frente a mí, que, aunque nunca me trató a mí personalmente, lo había conocido de vista en la clínica Jackson, y que, además, está tratando actualmente a una amiga mía. Él también me conocía de vista en la clínica Jackson. Entonces, al pasar, yo lo saludé, y le dije: -¿Cómo anda, doctor? Lindbergh ni pestañeó. Siguió caminando tranquilo y tan satisfecho delante de mí, sin inmutarse, ni decirme ni una sola palabra. Me ignoró total y radicalmente. Me sentí como un verdadero estúpido. Quedé realmente como un verdadero imbécil. Yo pensé: -¿Es que no me oyó, o no se dio cuenta de que lo saludé? Pero a ese psiquiatra lo saludé delante de sus narices, y él me ignoró delante de mis propias narices. Y Lindbergh y yo, aunque no nos habíamos tratado personalmente, nos habíamos visto en innumerables ocasiones, de vista, en la clínica Jackson, y él trató a muchos amigos y compañeros míos. Nos conocíamos. Yo no era un desconocido para él. Y sin embargo, me ignoró totalmente. Ni se inmutó. Ni siquiera movió sus ojos un solo milímetro. Pasó imperturbable delante de mí. Me dejó con las palabras de saludo en mi propia boca, como un verdadero tonto. Pero Lindbergh lo hizo de una manera tal, que, aunque yo me sentí como un verdadero tonto, y sentí que él me había, prácticamente, abofeteado, antipáticamente, en la cara, lo cierto es que me baboseó de una forma tan aparentemente natural, que no demostró ni en un solo de sus gestos, una sola actitud, ni de desprecio, ni de mala intención, ni siquiera de pretender demostrar indiferencia. Yo me quedé pensando: -¿Él me baboseó, o me parece a mí? Y quedé parado en medio de la vereda, mientras él continuaba tranquilamente su camino, como si no me hubiera visto ni oído, y como si yo jamás hubiera existido en su vida, ni nunca nos hubiéramos visto. Y el psiquiatra Lindbergh me baboseó, y me dejó como un verdadero estúpido enfrente de él, en medio de la vereda, como si él no se hubiera dado cuenta de nada.

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Como ni que él haya tenido la más mínima intención alguna, o personal, de hacerme quedar como un verdadero tonto delante suyo, y, además, pasó frente a mí como si él ni siquiera se hubiera dado cuenta de que yo quedé como un tonto, ni que se hubiera burlado en algún momento de mí. No pude leer en él, ni siquiera, la intención suya de pretender burlarse de mí, y de hacerme sentir como un tonto, ni siquiera pude leer en él, que él, en algún momento, se hubiera dado cuenta de lo que yo sentí, y que quedé como un verdadero tonto, delante de él. Quedó todo como una experiencia subjetiva mía, me sentí como un idiota, como algo que me pasó a mí mismo, conmigo mismo, sin que nadie tuviera la intención de provocarlo, o sin que nadie, ni siquiera, se hubiera percatado o dado cuenta de ello, ni siquiera burlado objetivamente por nadie. Quedó todo como algo intrínseco mío, me sentí como un tonto en solitario, como algo subjetivo, que lo viví para dentro mío, y nada más, aunque de alguna manera, lo sentí también como algo real y objetivo, pero impalpable. Si yo, un día, lo vuelvo a encontrar a ese psiquiatra, y le digo lo que él me hizo, él me responderá evasivo, con alguna excusa, como que no me vio, etc, y que todo lo demás, son meras “interpretaciones” mías. Así son estos señores psicólogos y psiquiatras. El trato cordial, con apariencias de vínculos amigables y personales, fuera de los consultorios, y de la relación psiquiatra y paciente, no existe para estos señores. Estos señores saben babosear a la gente sin que nadie los note, o, al menos, no puedan decir que fueron “objetivamente” baboseados, y hacen sentir a la gente “subjetivamente” baboseados. Así usan la comunicación estos criminales.

XX

Cuando uno quiere establecer contacto con ellos, para decir algo, o hablar de algo, y ellos no quieren comunicarse, ellos saben como tomar distancia, no comunicarse, e impedir que se establezca la comunicación. Pero si es al revés, si es el paciente el que no quiere comunicarse con ellos, y ellos sí con el paciente, ellos se las ingenian para buscar el momento adecuado para entrar en la comunicación que ellos desean con el paciente. Cierta vez, yo estaba en la mesa del comedor de la clínica, y entró la psiquiatra Gotha, y yo no quería hablar con ella. Entonces, le evité el contacto visual, y yo miraba para otro lado, y me hacía el distraído.

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Naturalmente, que yo no se fingir ser un distraído con la misma naturalidad con la que lo hacen ellos, y ella lo notó. Entonces, ella se hizo la distraída también, y se puso a conversar, como si fuera de forma natural, y sin aparente intencionalidad ulterior ninguna, con una paciente que estaba a mi lado, mientras yo sufría su cercanía como una tortura, y trataba la manera de mirar para otro lado, en una situación que se hacía más engorrosa. Para peor, veía que la psiquiatra no se iba nunca, y seguía conversando con la paciente. Sin que yo me diera cuenta, mientras ella conversaba con la paciente, ella me iba mirando a mí, sin que yo me diera cuenta, y ella leía mis actitudes, esperando el momento en que, abrumado, yo baje la guardia, y ella se dirija a mí, como si no se hubiera enterado de nada. Luego me haría una pregunta tonta, superficial e inocente, en un momento en que yo hubiera bajado la guardia, y yo no tendría más remedio que responderle, aunque no quisiera hablar con ella. Y así lo hizo. En determinado momento, estando ella hablando con otra paciente al lado mío, y yo desesperado y abrumado, sin saber adonde mirar, en un momento, se dio el contacto visual. Ella sonrió, yo tuve que sonreír, y ella me lanzó una pregunta inevitable, y así logró hablar conmigo. Se hizo un “pim”, y, casi espontáneamente, se dio el contacto comunicativo al que tanto tiempo me rehusé, de una manera inevitable, y que yo no pude evitar. Ellos se conocen todos los juegos de comunicación, tanto para comunicar lo que ellos quieren comunicar, como para obligar a que los demás les den la información que ellos quieren que se les de, como para cerrar el diálogo, y cortar la comunicación, o para que no haya diálogo alguno. Lo hacen de una manera que no parece intencional, absolutamente disimulada, y que parece todo muy natural, y que es inevitable. Cuando ellos quieren entablar un contacto comunicativo, aunque el otro no lo desee, ellos saben como burlarlo al otro, y efectuar ese contacto, sin que el otro se pueda rehusar. Pero si alguien quiere entablar un contacto comunicativo con ellos, aunque lo busque de todas formas, si ellos no lo desean, el otro no lo puede lograr, y esto lo hacen sin que el otro pueda percibir que es rechazado o ignorado de forma grosera, o despreciativa, de forma “objetiva y explícita”. Este es el uso que le dan a sus conocimientos sobre comunicación los psicólogos y los psiquiatras.

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Así, pues, cuando uno acude al consultorio de estos señores inquisidores, uno establece con ellos un vínculo de poder, donde ellos tienen todas las de ganar, a pesar de que su trato es amable y cordial. Dentro de ese vínculo de poder, solo se habla de los temas que a ellos les interesa, y donde solo cuentan sus propias palabras, no nuestros discursos, y donde los psiquíatras toman las medidas o mandan los tratamientos y las drogas que ellos deseen, aunque nosotros no estemos de acuerdo. No hay objetividad, ni igualdad, ni conversación adulta real, ni la menor posibilidad de dialogar con los psiquiatras dentro de su consultorio. Ellos no aceptan nuestros discursos, pero nosotros sí debemos aceptar los suyos, y las drogas y los tratamientos que ellos nos mandan, y decirles que sí, y asentir a lo que nos dicen, estemos o no de acuerdo con ellos.

XXI

En la clínica psiquiátrica, a la hora de la medicación, si un enfermero te va a dar una medicación que uno sabe que le hace mucho mal, y se pone a discutir con el enfermero, este nos dice: -¡Ah! ¡Yo no se! ¡Aquí, en tu historia clínica, está indicado que debes ingerir esta droga! Aquí está anotado. Yo no te miento. Yo soy un enfermero. Yo te doy lo que mandó el psiquiatra. Otra cosa no puedo hacer. Yo no decido. -Pero esta droga me hace mal, y el psiquiatra me dijo que… bla, bla…. -Bueno, pero aquí en tu historia, el psiquiatra indicó esto. Cualquier cosa, luego lo conversás con el psiquiatra. Luego lo hablás con el psiquiatra, pero, por ahora, él, lo que te indicó, es esto, que es lo que te voy a dar. -Pero si yo hablé con el psiquiatra, y me dijo que… bla, bla, bla… -¡Ah! Eso no es asunto mío. Yo solo cumplo con lo que el psiquiatra anotó en la historia, y aquí está anotado que tenés que tomar esto. Si no estás de acuerdo, luego lo hablas con el psiquiatra, le contás como te sentís, y te ponés de acuerdo con él. Pero por ahora, aquí está anotado esto que te voy a dar. -Pero es que el psiquiatra no me entiende. -Bueno, pero para eso hay que hablar con el psiquiatra. Para eso están los psiquiatras. Para hablar y decirle todo lo que te pasa. Si tú no hablas con el psiquiatra, él no puede adivinar. Tú habla con el psiquiatra, le cuentas todo, y luego verán. Pero hay que hablar con él. Si tú no hablas, el que pierdes eres tú.

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Y el enfermero habla como si cuando uno dialoga con el psiquiatra, hubiera una relación de igualdad, madurez, objetividad y comprensión, y como si el diálogo con el psiquiatra fuera maduro y democrático. Como si fuera un diálogo donde uno le puede hacer entender al psiquiatra el malestar que a uno le producen las drogas, y como si el psiquiatra lo pudiera entender a uno, y, además, como si el psiquiatra pretendiera hacerle un bien al paciente. Pero a la hora de la consulta, el diálogo no es democrático ni igualitario en absoluto, y solo se debe aceptar incondicionalmente todos los términos que propone el psiquiatra, a pesar de las apariencias e madurez, libertad y democracia. Luego, una vez en el manicomio, el enfermero se pone a sí mismo como si fuera un simple empleado más, un subalterno del señor psiquiatra. El enfermero se coloca en la posición de que no sabe nada de nada, ni los efectos de las pastillas, ni de la historia el paciente, ni nada. Como que el enfermero es un simple funcionario, desconectado totalmente de su superior psiquiatra, a quién ni siquiera tiene que conocer personalmente, y que solo cumple, como un robot, o un verdadero soldado, sus órdenes al pie de la letra. El enfermero dice: -El psiquiatra lo mandó. Son órdenes, y yo tengo que cumplir. Cualquier otra cosa, vas y lo hablás tranquilamente con el psiquiatra. Yo solo cumplo órdenes. Entonces, se produce una disociación, entre el que receta las drogas, y el que las obliga a tomarlas. Se trasladan las responsabilidades y los roles el uno al otro. Nótese que no es el mismo psiquiatra que receta las drogas y los electroshocks, el mismo que te obliga, por la fuerza, a consumirlos. Estos roles están disociados, precisamente, para incomunicar al paciente. Y en el momento de discutir con el enfermero, uno no tiene al psiquiatra al lado suyo para poderle expresar sus quejas. El psiquiatra no está. Está solo el enfermero, que, al parecer, es un autómata que solo cumple órdenes ya establecidas por un psiquiatra que no se encuentra ahora, y al que hay que obedecer sin chistar. Además, al enfermero no le importa en absoluto ni tu historia clínica personal, ni a ti, ni a tus problemas personales o individuales. El enfermero no atiende a un paciente, sino que atiende a un grupo de pacientes, durante un horario determinado, en una clínica o institución donde hay normas establecidas para todos, para todos los pacientes y para todos los enfermeros, y que hay que cumplir. Y el enfermero, entonces, le dice:

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-Yo entiendo que tú estés muy preocupado, que a ti te deben haber sucedido muchas cosas, pero aquí, ahora, estás en una institución psiquiátrica, y aquí hay normas establecidas para todos, y que todos debemos cumplir sin hacer ninguna excepción. Tus problemas personales, tú los sabrás, pero aquí, tú eres un paciente más como todo el resto. Yo no solo tengo que cuidarte a ti, sino a todos los pacientes, y cuidar que no se descompensen. Tengo mucho trabajo, estoy muy cansado y no tengo tiempo para ponerme a discutir esto. Aquí las normas son para todos los pacientes, no para ti solo, y aquí, todos los pacientes son iguales y todos toman la medicación que el psiquiatra les mandó, que es la que está apuntada en la historia. Yo no me voy a hacer problema contigo. Si tú quieres discutir, discutimos, pero la medicación la tomás, porque te lo indicó el psiquiatra, y yo te la voy a dar, sí o sí. No me la compliqués. Es tan fácil. Es solo tomar una pastillita, nada más. O la tomás por las buenas, o la tomás por las malas. Así de simple. Yo no voy a estar todo el día hablando de lo mismo. A mí no me gusta usar la fuerza, pero, si tú quieres tener problemas conmigo, y me buscás, yo no tengo ningún problema en hacerte tragar las pastillas y atarte a la cama. ¡Así que no me busques! ¡No te pongas pesado conmigo! ¡O la tomás por las buenas, o por las malas! ¡Tú eliges! ¡Es tú decisión! ¿Qué es lo que querés? ¿Tomarla por las buenas o por las malas? ¿Quieres que te las haga tragar a la fuerza? Yo no tengo problema alguno. ¿Qué hacés? ¿Las tomás o no las tomás? Y, en ese momento, uno se ve ante una situación sin salida. Y aquí, en esta situación, lo que se da es una perfecta inversión de los roles. No se trata de que el enfermero sea un agresivo, y me trate de obligar a ingerir una droga o a darme un electroshock con prepotencia para mi mal, y que él sea el malo y yo el bueno, y él el prepotente y yo la víctima. Sino que todo se maneja de tal forma, que queda como que yo soy el “agresivo”, el que me sitúo a mí mismo por encima de las normas “buenas” establecidas para todos, el que me “descompenso”, el que soy “rebelde y desacatado”, y que soy yo el “violento” que rompo los códigos sociales establecidos, y soy yo el malo y el infractor. El enfermero, en ese esquema, queda como un funcionario que no tiene ningún interés personal en agredirme de ninguna manera, que solo hace su trabajo cumpliendo con las normas “buenas” que son generales, tanto para mí como para todos.

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Como que es un enfermero que solo cumple su labor como trabajador asalariado, que me habló bien y sensatamente, y que yo me negué, me cerré a querer escucharlo, y que, entonces, se vio obligado a utilizar la fuerza, no porque lo deseare, sino porque yo me “encapriché” tercamente con una “insensatez” y lo obligué a actuar de ese modo. Queda todo como que el enfermero me dio a elegir primero a mí, antes de usar la fuerza bruta, hablándome de buenos modos, y dándome a elegir, entre tomar la droga por las buenas, o por las malas, y yo “elegí” que él utilizara la fuerza, sin que él deseara hacerlo. Yo lo “obligué” a utilizar la fuerza, sin que él lo deseara, solo porque yo soy un “descompensado”, un desacato, un agresivo que no acepta las normas “buenas” establecidas para todos, no solo para mí. En definitiva, yo me “busqué” que el enfermero actuara de esa manera, y yo, de alguna manera, provoqué al enfermero, y yo soy el malo y el agresivo, y el enfermero, lo único que hace, es ubicarme en el lugar al que me “corresponde” como paciente discriminado. Este es el esquema que se maneja en la vida real, desde el punto de vista comunicativo, entre paciente, enfermero y psiquiatra. El malo y el “loco” de la película siempre es el discriminado cultural, y los enfermeros y psiquiatras siempre son los buenos, normales y “sensatos”. El cerrado, el dogmático, el desconfiado, y el que no quiere comunicarse, o el violento o el infractor, siempre es uno, y los enfermeros y los psiquiatras siempre son los pragmáticos, sensatos, los comunicativos, los normales, y los que siempre cumplen todas las normas. Si ante el ultimátum del enfermero, cuando dice: -¡Tomás la medicación por las buenas o por las malas! ¡Tú eliges! ¿Qué elegís? ¿Las tomás por las buenas o te las doy en la boca? Si ante ese ultimátum, el discriminado no le una respuesta positiva, y no le dice que sí inmediatamente, o no las toma, o le dice que no las va a tomar, entonces el enfermero le dice: -Bueno, tú te lo has buscado. Y entonces, le obliga a tomar las pastillas por la fuerza. Pero, naturalmente, antes de usar la fuerza, el enfermero no le ataca, no viene a él con una violencia física ostensiblemente violenta. El enfermero no le da un puñetazo, o una patada, o una trompada en un ojo, o en la cara. Lo primero que hace el enfermero, usando su poder físico, es invadir el propio espacio físico del discriminado con sus manos y brazos, sin actitud ostensiblemente violenta, aunque su intención, es absolutamente clara, de que lo quiere reducir.

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El enfermero, lo primero que hace, es invadir el espacio físico del discriminado con sus manos y brazos, de forma no ostensiblemente violenta, sino como que le está dando un abrazo. Entonces, el paciente en cuestión, al sentir esa invasión en su propio espacio físico personal, y al leer la amenaza y la intención del enfermero, entonces reacciona con una actitud de defensa, anteponiendo un codo, o agachándose, o atajándose ante el “abrazo” del enfermero. Solo después de que el paciente tiene esta reacción, el enfermero se hace el que lee a esta reacción como un comportamiento hostil y violento de su parte, y solo entonces, después de esta reacción de defensa, de parte del paciente, pasa a ejercer con él la fuerza bruta. El enfermero, lo toma fuerte y brutalmente al paciente, tirándolo al suelo, atándolo, inyectándolo, o esposándolo a la cama con esposas exactamente iguales, o mejor dicho, las mismas esposas que se usan en las comisarías con los delincuentes comunes. Para subrayar más aún la superioridad moral del enfermero, este, en el momento de someter brutalmente al paciente, al mismo tiempo, lo va criticando verbalmente, gritándole bien fuerte: -¿Estás de vivo? ¿Sos un sinvergüenza? ¡Ya te vamos a dar a ti! Y acto seguido, pasa a llamar a otro enfermero, para pedirle ayuda, refuerzos, y para que traigan un inyectable y medidas de contención, mientras que el resto de los enfermeros acuden, alarmados, ante el paciente que se resiste. Entonces, se arma un alboroto, y queda bien en claro que se trata de “un paciente descompensado y agresivo que no quiere tomar la medicación”. Los demás pacientes contemplan en silencio esa escena, y nadie dice nada, ni nadie se atreve a decir ni una sola palabra, ni ayudar a su compañero, aunque sepan que tiene toda la razón, por miedo a las represalias de los enfermeros, y para no ser catalogados de “descompensados” y sufrir su mismo destino. En este acto agresivo de ejercer la fuerza bruta, nunca se le dan golpes de puño al paciente, sino que se usa la fuerza bruta para sujetarlo, inmovilizarlo, impedirlo movilizarse, para luego inyectarlo, esposarlo a la cama, drogarlo, o darle electroshocks. A este tipo de agresiones, ellos no les llaman agresiones, ni uso de la fuerza bruta, sino “contenciones”. Un eufemismo muy delicado, que se usa para justificar el hecho de que se obligue a la gente a vivir encerrada y a ingerir drogas. De esta forma, ningún discriminado cultural puede quejarse jamás de recibir un mal trato, prepotente, ni agresivo, ni autoritario de parte de nadie, aunque, en los hechos prácticos, es todo lo contrario.

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De esta forma, el uso de la fuerza bruta hacia los discriminados culturales, no puede ser jamás denunciado por ninguno de estos, y no nos da el menor motivo para poder protestar, o quejarnos ante nadie. Primero se es obligado a aceptar todos y cada uno de los términos del psiquiatra, sin estar necesariamente de acuerdo con ellos, en su “amable y cordial consulta”. Luego, al estar en el manicomio, tras esta dogmática exposición del enfermero descerebrado, que no piensa ni decide nada, y que solo cumple órdenes como un autómata, y que nos trata a nosotros como a un loco más, igual que a cualquiera el resto de los locos, y que nos da un ultimátum, antes de obligarte a la fuerza, nos dice: -¿Las tomás o no las tomás? A uno no le cabe más remedio que decir que sí, callarse la boca, no decir nunca palabra ninguna, poner la mano, y tragar las drogas. Por supuesto, que no solo te pueden obligar a tomar una droga muy dura que te haga mucho mal, sino que te pueden obligar, y de hecho lo hacen, como me hicieron a mí varias veces, a recibir electroshocks, a través de estos contundentes “argumentos”. La consulta con el psiquiatra es una vez por mes, y es individual, y el psiquiatra te trata a ti como a “el” loco, en su consulta. Por supuesto, uno va a su consultorio, con las manos atadas, y en una posición de absoluta inferioridad dentro de una relación de poder. Pero, con los enfermeros, el trato es cotidiano, de todos los días, y uno no es “el” loco, sino “un loco más cualquiera, dentro de un montón de locos todos iguales”. En el trato con el psiquiatra, solo prevalece el punto de vista del psiquiatra, no el del discriminado, pero la atmósfera de la consulta parece muy amigable y en buenos términos, como si hubiera respeto, igualdad y madurez en la entrevista, y como si no existiese ninguna jerarquía o situación de poder alguna. Con los enfermeros, en cambio, si bien hay un trato amable, aunque impersonal, existe una implícita situación de jerarquía, y una situación de sometimiento a la fuerza bruta, que raras veces es visible y explícito, y que, generalmente, suele ser invisible e implícito, e incluso pasar desapercibido. La comunicación es pues, en los psiquiatras, un instrumento de poder esencial, tanto para comunicarse como y de la manera en que ellos lo deseen, sino también para poder incomunicar a sus víctimas.

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XXII

Cierta vez, cuando yo estaba en la clínica Jackson, en una consulta con el psiquiatra Valassi, yo me quejé ante él de los malos efectos que me hacía la medicación que él me mandó tomar por la tarde. Entonces, él me dijo, tranquilamente: -Bueno, entonces, te la saco. -¿Me la saca? -Si. -Bueno, gracias.-le dije, contento. El psiquiatra firmó las recetas, anotó sus garabatos en la historia clínica, me estrechó la mano, y se fue. Eso fue al mediodía. Esa tarde, a las dos de la tarde, vino la enfermera, y me dijo: -Thomas, la medicación. Y yo le dije: -Pero si el doctor Valassi me retiró hoy de mañana la medicación de la tarde. Y la enfermera me dijo: -No. El doctor no me dijo nada de eso. En la historia clínica no anotó absolutamente nada tampoco. -Pero si él me dijo que me la retiró. -No. En la historia clínica el no anotó nada al respecto. Está anotado lo mismo de siempre. Yo no me iba a poner a discutir con la enfermera por eso, y abrí la boca y me tragué todo ese veneno. El psiquiatra Valassi me había engañado. Me tomó el pelo. Me había tratado como a un loco. O más que a un loco, como a un verdadero estúpido. Así, yo seguí tomando esa venenosa medicación de la tarde por todo un año más. Naturalmente, en la siguiente consulta, yo me callé la boca al respecto. Me hice el tonto, y no le dije nada.

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Él también lo sabía todo, y que me había tomado el pelo, pero como yo me callé, el también se calló y se hizo el tonto. La tomadura de pelo, o de loco, quedó en silencio, sin palabras, a pesar de que ambos la sabíamos, tanto él como yo. XIII

Por otro lado, los psicólogos y los psiquiatras, se encargan de utilizar sus influencias, sus títulos, y su arte de la retórica, para adoctrinar a todo el contexto familiar y social del discriminado cultural, de forma que todo el contexto esté de acuerdo con el tratamiento psiquiátrico, y no hayan disidencias, ni oposiciones. Tener convencido y bien adoctrinado al contexto social y familiar de la víctima, es un elemento esencial de primer orden, mucho más importante de lo que se podría llegar a imaginar uno. Le es indispensable al psicólogo o al psiquiatra tener a la familia de su víctima absolutamente convencida, tanto de su enfermedad, como de la conveniencia del tratamiento, así como la fe en la psicología y en la psiquiatría, como si tuvieran un carácter objetivo y científico. Por otro lado, tanto los psicólogos como los psiquiatras, se ponen de acuerdo con el contexto familiar y social del paciente, de tal forma de que todos articulen ante el paciente uno solo y un mismo discurso. El contexto social y familiar del paciente, dirigido por el psicólogo o psiquiatra, se ponen todos de acuerdo para, ante ciertas exposiciones del paciente, en qué cosas estar de acuerdo con él, en qué cosas no estar de acuerdo, o qué cosas, si el paciente las habla, simplemente, no se le da respuesta o contestación alguna. Por otro lado, se ponen de acuerdo en cómo tratar al paciente. Si ser fríos o cariñosos con él. Si acercarse a él o tomar distancia. De qué temas hablar con él, y de cuales no hablar. Qué cosas se deben decir delante de él y qué cosas no, etc. Se crea así, todo un verdadero código, donde el contexto familiar y social, ante el paciente, va filtrando la comunicación con él, y ya todos saben qué decirle al paciente y qué no, de qué hablar y qué no, cómo hacerlo, o no hacerlo, etc, sin que el paciente, por lo general, ni lo note, al menos, al principio. Dentro de este código, se halla, por ejemplo, jamás cuestionar la autoridad, el carácter científico, la benevolencia, y la buena fe del psiquiatra que está a cargo, y de la institución psiquiátrica. Siempre se hace hincapié en las “descompensaciones” y la “enfermedad” del paciente, y solo se habla de los aspectos benévolos del tratamiento. Jamás, delante del paciente, se ponen en duda, o se discuten la idoneidad del tratamiento, del psiquiatra, o de la psiquiatría, y jamás se pone en evidencia los efectos

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nocivos del tratamiento, por ejemplo, las graves secuelas que le dejaron los electroshocks a un paciente, o por la medicación, etc. Todo esto se podría conversar entre el psiquiatra y los familiares en privado, pero NUNCA delante del paciente, al cual solo se le dice y se le repite hasta el cansancio que el tratamiento, el psiquiatra y la psiquiatría son buenos, que le hacen bien, que es científico, y que él está enfermo, y que todo lo que se le hace siempre es y deberá ser bueno y necesario, sea cual sea el tratamiento que se mande, o sus resultados. De esta forma, existe un doble discurso; uno verdadero, que solo lo saben los propios familiares, que es lo que se manifiestan ante sí mismos, que se dan cuenta de todos los errores que cometen los psiquiatras con el paciente, y otro absolutamente falso, una idea absolutamente idealizada de la psiquiatría, que se la manifiestan ante el paciente. De esta manera, al paciente se lo atrapa en un doble discurso unánime y generalizado, en una mentira masiva, donde solo cuentan los defectos del paciente, y las virtudes de la psiquiatría, y donde otro tipo de discurso queda absolutamente descartado, obviado, e ignorado. Finalmente, al parecer, toda la “verdad” estaría contenida en una misteriosa “historia clínica”, donde, supuestamente, lo dice “todo”, y que lleva el número de la propia cédula de identidad del paciente, pero que ningún psiquiatra le permitirá jamás enseñar al paciente su contenido, privándole acceso a la “verdad”, en un acto de verdadero y maligno ocultamiento, y, por lo tanto, de doble discurso. Parecería que en la relación con el psiquiatra, y hasta con los mismos familiares, la relación se resumiría en: “Una cosa es lo que nosotros sabemos, y otra muy distinta es lo que nosotros te contamos a ti, loco”. Y esa “verdad” que se le oculta al loco, la “verdad” que no se le quiere contar por nada del mundo, que, supuestamente, está contenida en la “historia clínica” (cosa que no es cierto), supuestamente, esa “verdad”, vendría a ser que el discriminado cultural está “muy loco”. Así se comunican estos señores, que tanto hablan acerca de la comunicación, y que dicen en los medios de comunicación, que hay que “saber escuchar, comprender, situarse en el lugar del otro, etc”. La Psicología y la Psiquiatría no son disciplinas hechas para comprender ni respetar al otro, ni para tratarlo como igual, sino que son verdaderas instituciones movidas por prejuicios culturales, cuyas finalidades son reprimir y discriminar al ser humano, al tiempo que tratan de mostrar una apariencia absolutamente contraria de lo que estas disciplinas son en realidad y en esencia.

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PARTE XIII -la “caída de loco”--

Para comenzar, deberemos decir que cada vez que se interna por su voluntad, o a la fuerza a un discriminado cultural, se apela, invariablemente, a emplear tres factores que acompañan a todo este proceso de secuestro y reclusión. Estos factores, a saber, son tres: la caída de loco, la fuerza bruta, y el asentimiento pasivo. En cada internación, sea voluntaria o compulsiva, a la fuerza, se dan estos tres componentes. En el primer factor, llamado la caída de loco, el tema consiste en hacerle sentir o creer al discriminado cultural que él es un verdadero loco, que debe ser encerrado en un centro de reclusión cultural, y recibir drogas o electroshocks, debido a su calidad de “loco”. La caída de loco termina en el hecho en que el discriminado cultural termina siempre diciéndose a sí mismo: -¡Soy un loco! La caída de loco posee dos partes muy bien diferenciadas. La primera es la caída de loco social, y la segunda es la caída de loco personal. En la caída de loco personal, el discriminado cultural reniega de sí mismo, se ve a sí mismo como a un extraño, como a un “otro”, se rechaza a sí mismo, y se considera a sí mismo como un verdadero” loco”. Entonces ale a pedir ayuda a los gritos para que algún psiquiatra o psicólogo le borre su propia personalidad, y su propia identidad, y lo transforme en otra persona, en alguien distinto a lo que él es, porque se odia a sí mismo y se considera a sí mismo un “loco” aborrecible. La caída de loco social, es muy diferente a la caída de loco personal, y puede o no estar acompañadas ambas la una con la otra. La caída de loco social, si bien puede estar acompañada de la personal, es independiente de esta, y bien puede existir la caída de loco social, sin estar acompañada de la caída de loco personal. La caída de loco social está basada en el diagnóstico, dictamen psicológico o psiquiátrico, institucionalización de la persona, como esta es considerada como un loco delante de su contexto familiar y social, y como es considerada esta persona como loco ante los jueces, que determinan su estatus jurídico de inhabilitación legal e incapacidad. En esto consiste la caída de loco social.

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Muy a menudo, la persona que se vio metida en una caída de loco social, no se considera a sí mismo loco a nivel personal, y sabe ante sí mismo que él no es ningún loco, a pesar de lo que los psicólogos, psiquiatras y jueces o familiares le digan. Sin embargo, a pesar de esto, el hecho de verse obligado a ingerir drogas psiquiátricas, de tener que recurrir a la consulta con un psicólogo o psiquiatra, de ser considerado inhabilitado jurídicamente, o de estar residiendo en un centro de reclusos culturales, le obligan a asumir, a esta persona, la caída de loco social. Esta persona podrá saber, ante sí misma, en lenguaje privado, o del pensamiento, ante sí mismo, que él no es ningún loco. Sin embargo, en el lenguaje público, o hablado, ante los demás, esta persona no podrá negar nunca que es un loco. O, al menos, no podrá negar que absolutamente todos los miembros de su contexto y de la sociedad lo tienen como un loco. Nadie puede decirle a otra persona que no es loco, mientras está viviendo en medio de un manicomio lleno de locos, y mientras está ingiriendo drogas psiquiátricas. Cuando esta persona tiene que hacer un trámite burocrático, aunque no esté de acuerdo con este hecho, y le parezca un disparate, la persona no tendrá más remedio que declarar que él es un “paciente psiquiátrico”. O sea, se ve obligado a asumir la caída de loco social. Él podrá decirse a sí mismo que no es loco, y no aceptar la caída de loco personal, pero no podrá negar que para todas y cada una de las personas que lo rodean, y por el lugar en que vive, los tratamientos y las condiciones, él es un loco para todo el mundo, para la sociedad, y hasta para el propio Estado. Así que, aunque no acepte la caída de loco personal, deberá aceptar la caída de loco social. En el proceso de internación, como ya dijimos, se usan tres factores, que son: la caída de loco, la fuerza bruta, y el asentimiento pasivo. En cuanto a la caída de loco, el primer factor que analizaremos en una internación, lo primero que se tiene en cuenta es la caída de loco social, y la decisión de los psiquiatras de internar al discriminado cultural, con el beneplácito de las leyes y la constitución de la República. Pero además de obligarle a aceptar al discriminado al que se va a recluir, una caída de loco social, en lo posible, se le trata de hacerle sentir una caída de loco personal en el momento del secuestro. Se trata de generar alguna circunstancia, o incidente, o generar alguna interpretación de este secuestro, que al discriminado lo haga sentirse culpable de su propia pérdida de libertad, o que hizo algo indebido, o que cometió una falta, o que, en fin, el “estaba mal”, tratando de generarle una caída de loco personal, añadida a la social, en el momento de reprimirlo.

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De esta manera, la caída de loco, tanto la social como la personal, es un factor que acompaña siempre a los secuestros de estas personas en los centros de reclusión culturales. El segundo factor que interviene en estos secuestros, es siempre la fuerza bruta, de una manera firme e invariable. Los secuestros, y el forzamiento a vivir recluido en un centro de reclusión cultural, ingerir drogas, o recibir electroshocks, son acciones que siempre se hacen a través de la imposición de la fuerza bruta. En estos casos, no cabe diálogo ni discusión alguna. Es dejarse dar el pinchazo en la nalga, y subir a la ambulancia, o dejarse dar el electroshock, o tomar sí o sí todas las pastillas, o no tratar de escaparse del manicomio, porque de lo contrario, se recurre siempre e invariablemente a la fuerza bruta, ya sea a través de los enfermeros o de la policía. La fuerza bruta está siempre presente, y puede resultar en acto o en potencia. Si el discriminado se resiste a la internación, la fuerza bruta se manifiesta en el acto, o sea, en sui ejecución explícita, cuando los enfermeros, o la policía, reducen al paciente a la fuerza y lo pinchan. O la fuerza bruta puede estar presente en potencia, simplemente a través de la intimidación o de la amenaza de ejercerla directamente. Si a un individuo le dicen que lo vienen a internar, y dos enfermeros se le ponen delante y detrás de él con los brazos cruzados, y le dicen que le van a dar un inyectable para internarlo, solo con esas palabras y con esas actitudes están intimidando al discriminado. La víctima, amenazada por estas actitudes, termina cediendo, sin que haya necesidad de usar la fuerza bruta en acto, sino que bastó tan solo con el uso de la fuerza bruta en potencia. Este es el segundo factor que está contenido en las internaciones psiquiátricas. El tercer factor, es el asentimiento pasivo, otro factor que también, como los restantes, siempre está contenido en las internaciones psiquiátricas. El asentimiento pasivo es la aceptación del paciente ante su situación, es un decir que “sí”, explícito o implícito del paciente, es un acatamiento a las condiciones que se le imponen, un decir que “sí”, o bien callarse la boca, o obedecer, y hacer todo lo que le obliguen a hacer, no importa si está o no de acuerdo con ello. El asentimiento pasivo generalmente es el resultado de la impotencia, la resignación, y la frustración que produce el uso de la fuerza bruta, tanto en acto como en potencia, y la perspectiva de la imposibilidad de encontrar otra opción en la vida que no sea con cumplir con todo lo que los psiquiatras mandan, y aceptar una vida hospitalaria, sentida como inevitable.

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Ante el uso de la fuerza bruta, la imposibilidad de toda resistencia, ante el discurso público y general unánime, de todo el mundo, y hasta del propio Estado, de que uno es un “loco”, y ante la incapacidad de poder ser comprendido, uno termina respondiendo con un asentimiento pasivo ante la situación en la que vive. El asentimiento pasivo, es producto de la resignación, la impotencia, y la carencia de otro tipo de alternativas. Sin embargo, en ciertas internaciones, el asentimiento pasivo suele tener otras ciertas características, que llamaré el asentimiento ingenuo. El asentimiento ingenuo, tiene de diferente al resto de los asentimientos producidos por la impotencia y la resignación, en que el asentimiento ingenuo es un fruto del engaño, ante frases seductoras, de parte del psiquiatra. El asentimiento ingenuo, se produce cuando el psiquiatra convence de buen grado, a través de engaños, para que el paciente acceda al tratamiento, a la internación, drogas, electroshocks, etc, seduciéndolo con promesas por un lado, e introduciéndole la caída de loco personal por otro. Luego, una vez internado, el paciente se termina dando cuenta del engaño, y, ante la impotencia de poder revertir su situación, termina cambiando del asentimiento ingenuo, al asentimiento pasivo, y va desde la ilusión y la credibilidad en los psiquiatras, a la resignación y al descrédito de la pretendida buena fe de los psiquiatras. En toda internación, todos estos tres factores se dan por igual. El orden en el que se den estos factores, puede variar en cada caso, pero, en realidad, los tres factores se dan por igual, en cada uno de los casos de las internaciones psiquiátricas, el de la caída de loco, social o personal, el de la fuerza bruta, y el del asentimiento pasivo o ingenuo. En cada internación psiquiátrica se dan estos tres factores por igual. Estando internado yo en la clínica Jackson, cierta vez fue internado un individuo, un muchacho joven, sin mayor anormalidad visible aparte de la de consumir drogas, que fue internado a la fuerza, sorpresivamente, y sin mediar palabra, a esa clínica. Este joven, que en aquella época tenía alrededor de treinta años, se llamaba Ismael. Ismael, al parecer, hacía una vida normal, vivía en su casa, tenía amigos, y nunca había estado internado ni hubo ido jamás a un psiquiatra. Lo único que podría criticarse en Ismael era su consumo de drogas. Cierta noche, estando él en su casa, y sin sospechar, ni siquiera imaginar que le llegara a poder ocurrirle esto en la vida, vinieron un grupo de enfermeros a secuestrarlo a él, en ambulancia, a su domicilio, sin haberle dicho nada de nada, y sin saber ni porqué ni para qué. Ismael trató de oponer resistencia, pues era un muchacho muy fuerte, pero lo redujeron, y lo inyectaron a la fuerza, lo durmieron, y luego se despertó, al día siguiente, en medio de todos los locos de la clínica Jackson.

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Ismael no sabía lo que había pasado, ni porqué lo internaron, ni para qué, ni quién firmó, ni quién autorizó, ni si era algo legal o no, etc. Pero lo cierto es que cuando él se despertó, ya estaba dentro del loquero y no había reclamo posible. Entonces, él se sintió muy ofendido por ese verdadero secuestro a la fuerza que le hicieron, sacándolo de su casa y llevándolo a un loquero, y él quería protestar, y encarar al psiquiatra que lo había internado para que le de explicaciones. O hablar con su padre para que también se las de, porque los enfermeros le dijeron a él que ellos no sabían porqué estaba él internado, y que la internación la había autorizado su padre, un hombre de unos sesenta y pico de años. Entonces Ismael, lleno de bronca, esperó a que viniera su padre o su psiquiatra para hablar con él y decirle que porqué habían hecho esto, y que le dejen salir de allí. Yo estaba internado en la misma clínica Jackson, en la época en que estaba Ismael. Ismael, sin saber nada de nada de porqué lo internaron a la fuerza bruta, sorpresivamente, viéndose privado de su libertad, encerrado en un manicomio, como un loco más cualquiera dentro de todos los locos que estábamos allí dentro, y sin que ningún enfermero ni nadie sepa nada, y sin que nadie lo llame, ni hable con él, ni venga ni su padre ni su psiquiatra a verlo, se comenzó a impacientar y a sentir bronca. Lo cierto es que Ismael estuvo totalmente incomunicado de su familia, de su psiquiatra, y de toda relación Copn el exterior, durante más de quince días. Durante esos quince días, los enfermeros no sabían nada, solo cumplían órdenes, lo trataban a él como hay que tratar a todo el resto de los pacientes, porque él era solo uno más, y debía tomar la medicación como todos, y el psiquiatra no venía a verlo, ni su padre, ni familia, ni siquiera lo llamaban ni le permitían hacer llamadas. A Ismael lo incomunicaron totalmente. Él, indignado, hablaba con los enfermeros, les explicaba el asunto, pero ellos no sabían nada, solo que esa internación la había autorizado su padre, que por alguna razón sería, que debería hablarlo con su psiquiatra, etc. Ismael decía que su psiquiatra, ni su padre, habían venido a verlo desde que estaba allí, desde hace tiempo, que no daban la cara, que no lo llamaban ni le dejaban hacer llamadas, etc, a lo que los enfermeros decían que no sabían, que se serenase, que estaba muy inquieto, que no se ponga mal, que todo se va a arreglar de alguna manera, etc. Lo cierto es que tras ese cobarde y prepotente secuestro a la fuerza bruta que le hicieron a Ismael, que estaba bien en su casa, y que jamás se hubiera imaginado en su vida que se lo iban a hacer, y que iba a terminar nada menos que en un loquero, habían pasado más de dos semanas de absoluta incomunicación, donde ni el psiquiatra vino a verlo en todo ese tiempo. Su psiquiatra solo llamaba a la clínica y preguntaba cómo lo veían a él a los enfermeros, y sobre esos datos, ordenaba la medicación, perro no lo iba a ver personalmente.

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Lo cierto es que Ismael se sintió profundamente indignado y ofendido con este hecho, y con el hecho de que todo el mundo parecía no saber nada, y se hacán los tontos. Tras dos semanas de espera, indignación, y de, prácticamente, quejarse solo todo el tiempo, una tarde vino su padre, que era el que había firmado su internación, un hombre veterano, que vino a visitarlo simpático, con buena onda, como si nada hubiese pasado, y con media docena de bizcochos, para taparle la boca. Cuando Ismael vio a su padre, le pegó una trompada que lo tiró al suelo y le dejó un ojo morado a al cínico y pobrecito de su padre que vino a visitarlo con bizcochitos y una sonrisa como si nada hubiera pasado. Entonces, vinieron los enfermeros, lo redujeron a Ismael, lo ataron a la cama, y le inyectaron un sedante muy potente. Ismael, en ese momento, le dio una crisis de pánico y de angustia, y se resistía, mientras todos los enfermeros lo reducían y lo ataban a la cama, diciendo que él estaba “descompensado”. Lleno de comprensible ira, e impotencia, dolor, incomprensión, víctima de una injusticia, cuando se le fue el efecto del sedante, logró desatarse una de sus manos de las ligaduras, y, tomando un encendedor, totalmente impotente, ofendido e incomprendido, le prendió fuego a la frazada de la cama que estaba al lado suyo. Se armó un escándalo total, vinieron enfermeros y pacientes, se trajo el tubo antiincendios y se apagó el fuego, se le dijo y se le repitió hasta el cansancio que él estaba muy descompensado, se habló con sui psiquiatra, e Ismael fue trasladado desde allí a otra clínica psiquiátrica con más seguridad. No volví a saber más nada de él. En el caso de Ismael, los factores que actuaron en primer término fueron la fuerza bruta en acto, y la caída de loco social, cuando lo internaron a la fuerza esa noche sin decirle nada. Hasta allí, fue caída de loco social y fuerza bruta. Una vez dentro del loquero, en situación de internación, lo que se dio fue la caída de loco social (estaba en un loquero, dentro de un grupo de locos, como un loco más), la fuerza bruta en potencia, o sea, que se veía obligado a aceptar estar internado, y a tomar las pastillitas, porque sino se las iban a obligar a tragar, y el asentimiento pasivo de su parte, al aceptar con resignación e impotencia el hecho inevitable de que ya estaba allí, y aceptar tomar la droga y seguir internado. Luego, cuando vino su padre, con esa actitud tan hipócrita, y él lo golpeó, (¡golpeó nada menos que a un buen papá que le trae bizcochitos!!) y luego fue reducido, y luego cometió la barbarie de prender fuego esa frazada con el encendedor, allí, entonces, tenemos el último factor que faltaba, que era la caída de loco personal. Después de esto, fue trasladado a otro manicomio, absolutamente incomunicado, y él, en algún momento, totalmente solo y desesperado, habrá dicho para sí:

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-¡Estoy totalmente loco! Así que en este caso, tenemos, en primer lugar, a la caída de loco social y a la fuerza bruta activa. En segundo lugar tenemos a la caída de loco social, a la fuerza bruta pasiva, y al asentimiento pasivo, motivado por la resignación y la impotencia. Y, en tercer y último lugar, tenemos, finalmente, a la caída de loco personal, que completó todo el cuadro, tras lo cual, estoy seguro que el pobre Ismael habrá sufrido un verdadero trauma que le debe haber cambiado su vida, tras eso. Se trata del trauma de loco, que se da en el momento en que se conjugan del todo estos tres factores, la caída de loco, social y personal, la fuerza bruta, pasiva o activa, y el asentimiento pasivo, explícito o implícito. Esta fue la manera que tuvieron estos señores psiquiatras para efectuarle, a través de estos tres factores, el trauma de loco a un muchacho como Ismael, que se tenía a sí mismo como normal, y que nunca se imaginó que le podría suceder algo como esto jamás en su vida. Probablemente, tras este trauma de loco, estos tres factores prosigan actuando y alternándose uno con otro, por ejemplo, el de la caída de loco social, a través del hecho que todos sus amigos, padres, enfermeros y psiquiatras, le digan a él que él esa un “loco”, y así sucesivamente. En otro paciente, llamado Gerard, que también lo conocí en la clínica Jackson, las cosas se dieron de una manera similar, aunque el orden de los factores fuera diferente. Gerard, por lo que yo pude saber, parece que hacía varios años que estaba recluido en la clínica Jackson, porque, al parecer, el antes vivía en la casa de sus padres, ya ancianos, y él hacía una vida normal, pero se masturbaba todos los días con unas revistas. Un día, se avergonzó de masturbarse con dichas revistas, y una noche las llevó al cuarto de baño, y las prendió fuego a todas dentro de la bañera, tras lo cual, apagó las llamas prendiendo la ducha. Luego, iba a deshacerse de las cenizas en el inodoro, cuando, en esos minutos, llegaron los enfermeros y lo internaron en esa clínica, y desde entonces, ya habían pasado de eso como tres o cuatro años, y él seguía allí internado. En el caso de Gerard, lo que primero se da, es la caída de loco personal, al ejecutar un acto que llena a Gerard de culpa y vergüenza. Luego, en segundo lugar, se da la caída de loco social, y la fuerza bruta pasiva, cuando llegan los enfermeros y se lo llevan a Gerard internado, en la ambulancia, a la clínica. Una vez en la clínica, y desde entonces, hacía ya varios años que Gerard adoptaba un asentimiento pasivo, producto de la impotencia, la resignación, la incomprensión y la

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culpa, y los enfermeros y la institución adoptan una fuerza bruta pasiva, como contraparte. En el caso de Ismael, la caída de loco personal se dio en última instancia, mucho tiempo después de ya estar internado, mientras que, en Gerard, fue el primer factor que ser dio, antes de la internación. En el caso de Ismael, se usó la fuerza bruta activa con él, mientras que en el caso de Gerard, la intimidación, la incomprensión, la culpa, y la impotencia de él fue tal, que bastó solo con que le digan lo que tiene que hacer, para que él lo haga sin necesidad de que lo obliguen o se lo repitan. Pero en ambos casos, como en todos los casos, siempre estuvieron presentes estos tres factores: caída de loco, personal o social, fuerza bruta, pasiva o activa, y asentimiento pasivo o ingenuo. Cabe decir que, generalmente, el asentimiento ingenuo está muy asociado a la caída de loco personal. Cuando a un individuo le hacen creer que está loco de verdad, y le generan temor ante sí mismo, o culpa, o rechazo hacia sí mismo, por lo general, el discriminado cultural termina pidiendo ayuda nada menos que al psiquiatra. Le termina creyendo a este que él está loco, y termina asintiendo ingenuamente a todas y cada una de las cosas que le dice el psiquiatra, y aceptando a cada uno de sus tratamientos e internaciones. En la caída de loco personal, al discriminado se le va a ir generando grados cada vez mayores de discriminación, diciéndole al principio que tiene “un problemita”, luego “un problema”, luego “un problema serio”, luego “una patología”, luego “una psicosis”, y luego, al final, el discriminado cultural termina gritándose a sí mismo: -¡Estoy loco del todo! ¡Estoy totalmente loco! ¡SOY UN LOCO! Estos tres factores, la caída de loco, la fuerza bruta, y el asentimiento pasivo, no solo se cristalizan en el llamado trauma o complejo de loco, y no solo se activan durante las internaciones psiquiátricas, sino que están presentes en muchísimos otros actos, como, por ejemplo, la ingestión de drogas psiquiátricas. A estos tres factores: a la caída de loco, a la fuerza bruta, y al asentimiento pasivo, hay que agregarle dos más: la incomprensión unánime de absolutamente todo el contexto familiar y social, porque están todos convencidos de que el discriminado es un loco, y que todos apoyan incondicionalmente a cualquier decisión del psiquiatra, sea lo disparatada que sea, y a la compra del paciente. La compra del paciente consiste en tenerlo recluido con una buena comida, tiempo de ocio, recreo, televisión, exento de obligaciones, y una buena dosis de drogas para aplacarlo, además de la hipnosis.

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De esta manera, cualquier ser humano, sea quién sea, sucumbe, se resigna, y no se resiste a esta brutal discriminación, y es capaz de vivir cincuenta años recluido en una clínica psiquiátrica, aunque haya tenido, al principio, otros proyectos de vida absolutamente diferentes, y aunque esta sea una vida que nunca deseo vivir. En la ingestión obligada de drogas psiquiátricas, voluntaria o por la fuerza, se dan, inevitablemente, estos tres componentes, siendo la caída de loco, la fuerza bruta, y el asentimiento pasivo o ingenuo, más allá que las drogas sean ingeridas en un hospital o en el domicilio de la víctima. Si es en un hospital, a la hora de la medicación, el enfermero lo que hace es usar la fuerza bruta pasiva al ofrecerte la medicación. Si tú no la tomas, te la obliga a tragar. No hay forma de negarse a tomarlas. Por otro lado, hay caída de loco, ya que uno tiene que tomar las pastillas porque “uno es un loco más como cualquier otro loco más de la clínica y las reglas son para todos, y todos deben tomar la medicación que mandó el psiquiatra”. Así, que, desde el mismo momento en que uno está internado en un manicomio por loco, hay caída de loco, aunque sea social. Y, finalmente, hay asentimiento pasivo, en la medida en que uno no se resiste a tomarlas, y alarga la mano, y traga todas las pastillas que a uno le obligan a tomar, sin chistar, con resignación, impotencia, y hasta con conformismo. Generalmente, el acto de tomar la droga psiquiátrica, pese a su estratégica importancia, suele ser un acto rutinario y hasta pasaría por cotidiano y banal, tanto para enfermeros y pacientes, sin aparentemente tener mayor trascendencia, y donde pasa como por un acto cotidiano e insignificante, donde, hasta incluso, el propio paciente va a pedir la droga psiquiátrica al enfermero. Es el poder de la inquisición psiquiátrica en su plenitud. El discriminado cultural, declarado inhabilitado judicialmente, con un tutor que posee todos sus derechos, con un psiquiatra que lo declara psicótico, encerrado en un manicomio de por vida, drogado, con toda su familia y su contexto social, que se han puesto todos de acuerdo para decirle a él un mismo discurso, de que solo es un enfermo, y de por vida, desesperanzado, sin trabajo, cae en la desmoralización total. El discriminado cultual, una vez encerrado durante varios meses o años, con drogas que le suprimen la vida afectiva, que lo vuelven apático, dormilón, haragán, sin ganas de nada, con enfermeros que le hacen todo, le tienden la cama, le hacen la comida, barren, etc, y sin posibilidades de ir a la calle, de salir, de trabajar, y sin tener siquiera interés en trabajar o en hacer otra vida, cae rápidamente en el abandono. Con la droga, el tenerlo todo, no tener que hacer nada, la apatía, la somnolencia, el desinterés, la desesperanza, la incomprensión, la impotencia, la culpa, el desánimo, y, además, ciertos beneficios, como que la familia le compre un televisor para tener en su cuarto, el discriminado cultural no tiene ganas ni de mover un solo dedo.

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No tiene capacidad, con la droga y el trato que se le da, ni de hacer el más mínimo esfuerzo, ni superarse, ni nada. Solo tiene deseos de tomar mate, fumar, ver la televisión, o dormir. Nada más. Su familia le dice, las excepcionales veces que algún día lo van a ver: -Tú aquí estás bien. No te falta nada. Tienes un lindo parque. Puedes conversar con tus compañeros, puedes ver la televisión. Tú no sabes todos los problemas que hay afuera, en la calle. Ni te los imaginas. Pero aquí, por suerte, estás muy bien. Te encontramos a ti, todos nosotros, muy bien. Y llega un momento, en el que el discriminado cultural, culpable, impotente, incomprendido, desesperanzado, apático, sin interés, sin fuerzas, desmoralizado, y seducido por la haraganería y la comodidad, pierde toda otra referencia de lo que podría ser otra vida y solo visualiza a esa vida como la única. Y llega a sentir que él realmente “está bien” viviendo lo que vive, allí, en un dentro de reclusión cultural, de por vida. Y nadie lo alienta ni le incentiva a que haga otra vida, sino que, al contrario, se le dan más drogas, y se le repiten siempre los mismos discursos, para que el discriminado cultural se convierta para siempre en un verdadero y auténtico inútil de verdad. Para que pase a morar para siempre en un centro de reclusión cultural sin hacer ni sentir nunca nada, y llenándole los bolsillos de dinero al personal de la clínica, a los laboratorios productores de psicofármacos, y a los psiquiatras, en nombre de la Salud Mental. Y este complejo o trauma de loco, tiene, como dije, tres componentes, que son, la caída de loco, social y personal, la fuerza bruta, pasiva o activa, y el asentimiento pasivo o ingenuo, por parte del paciente. Estos tres ingredientes se van combinando, uno tras otro, en oleadas sucesivas, formando capas cada vez más gruesas en el paciente a lo largo de los años, hasta que el discriminado cultural termina convencido de que es todo un verdadero loco, un inútil, y que su vida solo consiste en vivir para siempre en un centro de reclusión cultural, porque este es el único lugar que le corresponde vivir de por vida. Estas circunstancias, unidas a la indiferencia del contexto ante las injusticias vividas, y sumado al hecho de que todo el contexto social y familiar se ponen de acuerdo para articular un mismo discurso ante el discriminado, de que él es un “loco” y que todo lo que hacen “es por su bien y el de su salud”, terminan convenciendo a la persona de que es un “loco”, y le generan un “trauma de loco”. Esta gente no está para curar ni para hacer bien a nadie. Los psicólogos y los psiquiatras están solo para discriminar, eliminar a la gente de la sociedad, y vender drogas. Es este el verdadero fin de esta nueva Inquisición Post Moderna, y no otra.

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PARTE XIV -los cuestionarios de los psiquiatrasGeneralmente, cuando un paciente psiquiátrico acude a la primera entrevista con un nuevo psiquiatra, o cuando un paciente psiquiátrico ingresa por primera vez en un centro de reclusión cultural, llamadas “clínicas psiquiatritas u hospitales”, el psiquiatra, o un enfermero, o un asistente, le suele interrogar con un cuestionario. Este cuestionario, donde se le interrogan asuntos al paciente, que los mismos psiquiatras saben ya de sobra de antemano, y que no tienen ninguna necesidad real de preguntárselo, es un cuestionario light, y el encuestador se presenta como un profesional de la salud, y encara el interrogatorio de forma formal, impersonal, como si fuera todo absolutamente objetivo e imparcial, y que se trata de un formulario “de rutina”, sin mayores implicancias, aparentemente. Generalmente, este paramédico encuestador, lleva en sus manos algún papel o planilla, y sostienen una lapicera en sus manos, elementos que no usa, ni le sirven para nada, sino para darle más formalidad al cuestionario. Pese a que el discriminado cultural se halla diagnosticado como “loco”, y se halla dentro de un contexto de locos, como en una clínica psiquiátrica, y que para el encuestador, él toma al encuestado como a un “loco”, sin embargo, nunca, jamás, lo trata como a un loco, ni se utiliza verbalmente la palabra “loco”. El entrevistador, trata al “loco” como si fuera un “ser humano”, un “igual ante él”, de forma aparentemente objetiva, formal y social, y maneja toda el cuestionario tratándolo al “loco” como si fuera una persona adulta, y “normal”. Sin embargo, lejos de esto, estos cuestionarios de rutina al ingresar a una clínica psiquiátrica, o al entrevistarse por primera vez con un psiquiatra, tienen el objetivo fundamental y esencial de hacerle sentir al discriminado que él es un verdadero “loco”, y que se ubique dentro de ese contexto, y con esa persona y en esa institución, solo como un “loco”, y no como ninguna otra cosa fuera de esto. Para esto, estos “inocentes y formales cuestionarios de rutina”, tienen el objetivo de que el discriminado asuma el “yo de loco”. Para llegar al yo de loco, primeramente, se hallan los mensajes no verbales que los están diciendo, a gritos, en lenguaje simbólico-interpretativo, el contexto en el que se emite el cuestionario (un consultorio, una clínica, etc). En segundo lugar, el mensaje de “loco” lo dice en cuanto a qué persona, y en calidad de quién, se dirige a qué persona, y en calidad de quién (por ejemplo, desde un paciente a un psiquiatra o enfermero). Ya desde el contexto en que se formula el comentario, como los roles entre el entrevistado y el entrevistador, está diciendo, a gritos, que el entrevistado es un “loco”.

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Pero, naturalmente, este muy fuerte mensaje no verbal, se omite verbalmente en la entrevista, y el encuestador, por el contrario, trata al discriminado “como si fuera un ser humano adulto y normal”, produciendo, desde el principio, una disociación, entre el lenguaje formal y verbal, o sea, lo explícito, y lo no verbal, y lo implícito, que queda interiorizado dentro del paciente “como cosa suya”. Para llegar al yo de loco, el encuestador realiza una serie de preguntas, de las que ya sabe de antemano las respuestas, y durante el transcurso de las cuales, generalmente, se toca primero, para llegar al yo de loco, al yo del nombre propio, al yo familiar-social, al yo de la salud física, y, finalmente, al yo de loco. Después de este “inocente” cuestionario, el discriminado comienza una nueva relación, ya sea en una nueva clínica, o con un nuevo psiquiatra, como “loco”, y no como otra cosa fuera de esto. Generalmente, te abordan de forma tan directa, tan amable, cotes y adulta, tan formal, que uno, por cortesía, no puede rehusarse a dejarse interrogar inquisidoramente por estos señores. Negarse a ello sería una descortesía insufrible, y uno se sentiría incomunicado, antipático y aislado por cuenta propia del encuestador y de su entorno. Lo primero que te preguntan es el nombre propio. Es obvio, que ellos ya saben de sobra, de antemano, tu nombre y tus apellidos. Pero se hacen los que no te han conocido nunca, o que no saben nada de ti, y empiezan desde cero, preguntándote el nombre. El yo del nombre propio es la raíz de todo el cuestionario, o de la relación con un psicólogo, psiquiatra, o entrevistador cualquiera. Por eso, lo primero que te preguntan es: -¿Cuál es tu nombre? Yo me llamo Ernesto. Si les digo que soy Ernesto, les estoy diciendo la verdad. Supuestamente, Ernesto Thomas hay solo uno, y soy yo, y “Ernesto Thomas es igual a Ernesto Thomas”, por el principio de identidad, que dice que A=A. Pero no es lo mismo el “Ernesto” que yo soy realmente, “para mí”, que soy estudiante e la Universidad, escritor, músico, y una persona normal, que el “Ernesto” que soy para mi encuestador. Para el encuestador, yo soy “el loco Ernesto”. Supuestamente, Ernesto vendría a ser igual a Ernesto., Pero no es lo mismo el “Ernesto” para mí, que para el encuestador. Y como yo estoy dentro de un contexto donde predomina la ideología del encuestador, y con determinados roles ante el encuestador, y, además, yo, verbalmente, me dirijo a él en lenguaje público, al decirle: -Me llamo Ernesto.

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Yo no le estoy diciendo al encuestador que soy el Ernesto mío, el normal, el estudiante de Filosofía de la Universidad, el escritor, y el músico, sino que, en realidad, me estoy refiriendo al “Ernesto del encuestador”, o sea, a que yo soy “Ernesto el loco”, y no otro. O sea, que, ya, desde que entregamos nuestros nombres propios, dentro de ese contexto, empezamos mal. El yo del nombre propio es el primer paso, y el fundamental, o sea, la raíz de toda la encuesta discriminatoria. Es un paso absolutamente esencial e imprescindible para continuar y terminar el interrogatorio inquisidor. O sea, que yo, al decirle mi nombre propio, en realidad, lo que le estoy diciendo es: -Yo soy el loco Ernesto. Y luego te preguntan: -¿Y cuál es tu apellido? Esta es la misma repetición de la primera jugada, que sirve para fortalecerla, y darle un contenido más sólido, y contextualizar al yo de nombre propio, familiar y socialmente. Una vez que quedó bien claro el yo del nombre propio, se pasa al yo familiar y social, con preguntas ligth como: -¿Cuántos años tienes? ¿Dónde vives? ¿Tienes hermanos? ¿En que trabajas? ¿Cuántos son en tu familia? Después de que uno contesta a este cuestionario, de pregunta de las cuales estos señores ya se conocen ampliamente sus respuestas de antemano, se pasa al yo de la salud física, con preguntas como: -¿Tienes alguna enfermedad congénita? ¿Eres asmático o alérgico? ¿Tienes hipertensión?, etc. Una pregunta muy frecuente, entre otras, es preguntar: -¿Fumas? Si tú fumas, probablemente le dirás: -Si. Y ellos te preguntan: -¿Mucho? Tú le puedes decir que “si” o que “no”, pero ellos luego, independientemente de lo que le contestes, te preguntarán luego:

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-¿Cuántos cigarrillos diarios fumás? Y ahí tú tienes que decirles un número, falso, real o aproximado. Y de esta forma, si uno ha padecido o padece alguna enfermedad física, y, además, fuma, se genera una verdadera “mancha en la salud física del paciente”, de tal manera, que uno termina sintiendo que “tiene algún problema”, o que “está mal en tal o cuál cosa”. Toda esta información, absolutamente light y sin profundidad, ya la saben los psiquiatras y paramédicos, y, además, se obvia el hecho de que uno está siendo interrogado por un especialista en salud mental, no en salud física. Pero, de esta manera, el cuestionario no solo sirve para hacerle sentir al paciente “manchado” en sui salud, sino para generar una sensación de que la salud mental y la salud física, son las dos una misma cosa, y que ambas cosas son “salud”, y que el psiquiatra es un “doctor”, y equiparar a la psiquiatría con la medicina física. Finalmente, una vez que se halla establecido el yo el nombre propio, el yo familiar y social, y el yo de la salud física, se pasan a elaborar preguntas ligth y sin sentido, que el encuestador ya las caben de antemano, para así, rematar el cuestionario con el “yo de loco”. Así, por ejemplo, te preguntan: ¿Qué medicación estás tomando ahora? ¿Desde cuando estás internado en esta clínica? ¿Has estado internado otras veces en otras clínicas antes de esta internación? ¿Qué psiquiatra te atiende? ¿Recuerdas cuándo te internaron por primera vez? ¿Qué edad tenías? ¿Con quién vivías entonces? ¿Qué enfermedad psiquiátrica te diagnosticaron los doctores? Entonces, en ese momento, uno comienza a emitir absolutamente todo el curriculum de “loco”, y deja bien claro que uno está totalmente loco. Ya no queda duda alguna. El entrevistador, o entrevistadora, solo oye atento a mis respuestas, sin ejercer ningún comentario, tratándome a mí como si estuviera tratando con una persona normal, adulta, con una persona que es igual a él. Pero, en lenguaje no verbal, y no explicito ni exteriorizado por él, yo, en el contexto en el que respondo a este cuestionario inquisidor, por la persona y el rol que ocupa mi entrevistador, y por la información que le doy, dejo en claro para mí mismo que soy un completo “loco”. Pero el entrevistador se hará el que ni cuenta se da de que yo soy un “loco”, ni que me siento un “loco”, y se hará como que ignora o nunca se dio cuenta de os efectos de su entrevista.

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Me hará sentirme a mí como a un verdadero “loco”, y a un “enfermo”, pero e forma interiorizada en mí, sin que él lo diga, ni lo explicite, ni lo demuestre. Dentro del “yo de loco” de la entrevista, suelen haber preguntas como, por ejemplo, cuando uno es encerrado injustamente en un centro hospitalario, y está incomunicado, una asistente, durante esta “inocente y formal” entrevista, te pregunta: -¿Y por qué estás aquí? Yo le tengo que dar las razones de porqué estoy encerrado, como si las hubiera. Si le digo las razones que tiene el psiquiatra para internarme, y hablo yo por él, le estoy dando la razón al psiquiatra que me internó, y el entrevistador me va a escuchar, y se va a mostrar de cuerdo con lo que yo le diga, o comprensivo. Si yo le digo, en cambio, que fui internado sin razón, injustamente, el entrevistador va a hacer el que me escucha, pero no me dirá nada, y va a proseguir el comentario con otro tema, y mi discurso quedará como un discurso aislado, marginal, sin confirmar por un semejante, como un discurso subjetivo, como si hablara solo contra las paredes. Entonces, no le puedo contar ni la mentira, ni la verdad, y me quedo atragantado, con las palabras en la lengua, entre lo que digo y lo que no digo. Dentro del cuestionario, en la parte del yo de loco, se suele preguntar también: -¿Existe algún caso de patología psiquiátrica dentro de tu familia? De esta manera, si tú erres el único caso, es que eres un degenerado genético entro de una familia e normales. Si no lo eres, significa que los genes de tu familia son defectuosos. En todo caso, en esta pregunta, están atribuyendo una naturaleza genética a la discriminación con la que te tratan. Cierta vez, la psiquiatra Gotha, que atiende a esta clínica, llamada “LOS FUEGUITOS”, me realizó este mismo cuestionario “inocente y de rutina”, para dejarme a mí como un loco, apenas llegué la clínica. Cuando me hizo la pregunta: -¿Existe algún caso de patología psiquiátrica dentro de tu familia? Yo le contesté: -Si. -¿Quién?-me preguntó ella. Y yo le contesté: -Yo.

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No le gustó la respuesta, pero e hizo la desentendida, y me siguió preguntando: -Bueno, pero aparte de ti… ¿Existe algún otro caso más de patología siquiátrica en tu familia, que no seas tú? Y yo me quedé pensando, y luego le dije: -Si. -¿Quién?-me preguntó ella Yo me quedé pensando, como reflexivo, y luego, le contesté: -Y… ¡están todos locos! No le gustó para nada mi comentario. Pero se hizo la distraída, como la que no me preguntó nada, ni le respondí nada, y prosiguió su comentario. Pareciera que no se hubiera dicho nada. Así son estos psiquiatras. Estos cuestionarios, “formales e inocentes”, poseen un impacto psicológico mucho mayor del que uno se podría imaginar, y generalmente, sus efectos pasan desapercibidos, y la víctima no suele ser conciente de ello. Personalmente, yo creo que si el grado de discriminación al que uno es sometido por los psiquiatras no es muy grave, y la relación con estos no es tan mala, yo creo que lo más cómodo es responder a estos cuestionarios sin hacerse mayores dramas. Pero si el grado de discriminación a la que un discriminado cultural es sometido por la psiquiatría, es alto, y un paciente no desea acceder a este juego sucio de la entrevista “formal e inocente”, o no desea entablar un diálogo, o una relación, con un psicólogo o un psiquiatra al que uno se siente, a priori, presionado psicológicamente a hablar, lo mejor es cortar con el cuestionario. O, si se quiere, cortar con la relación entre paciente-psiquiatra, de entrada, negándole al cuestionario, la raíz de este, que es el nombre propio. Emitir el nombre propio, es la base, es la raíz, de toda relación entre psiquiatra, psicólogo o encuestador, con el entrevistado. Si uno le niega al psiquiatra su nombre propio, está negando de entrada toda la relación posterior. Por ello, si uno no desea entablar una relación con un psicólogo o con un psiquiatra al que uno se siente presionado psicológicamente a hablar, lo mejor es negarle a este su nombre propio. Yo, por ejemplo, me llamo Ernesto Thomas González. Es sabido que existe un personaje de la televisión, de la década de 1960, de dibujitos animados, que se llamaba Pedro Picapiedra, y que tenía un amigo, que se llamaba Pablo Mármol.

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Si el entrevistador, o el psiquiatra, me pregunta, al empezar: -¿Cuál es tu nombre? Yo le digo: -Pedro. Por supuesto, el psiquiatra ya sabe como me llamo, y todo obre mí, pero, al oír mi respuesta, me dirá: -¿Cómo? -Pedro. -¿Pedro? -Si. Entonces, me sonreirá con suspicacia, como que le estoy haciendo una broma, y me dirá: -¿Tú te llamas Pedro? -Si.-le diré yo. Y el psiquiatra o entrevistador hará como que yo soy un chistoso, un bromista, y se hará el simpático, y luego me dirá, jocosamente: -¡Vamos! ¡Tú no me estás diciendo la verdad! ¡Tú nombre no es Pedro! ¡Dime cómo te llamas! Entonces yo le diré: -Soy Pedro. -¿De verdad? -Si. -¿Y cuál es tu apellido? -Picapiedra. Si el entrevistador repite su actitud con respecto al la primera pregunta, yo repito mi actitud nuevamente. Y si me dice: -¿Y tu segundo apellido? -Mármol.-le digo, por ejemplo.

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Si el entrevistador sonríe suspicazmente, y da por respondido al nombre propio, como que es algo que ambos ya lo sabemos, y que yo solo le estoy diciendo un chiste, o haciendo una broma, y salta, el yo del nombre propio, l yo familiar y social, y me pregunta, por ejemplo, con ironía. -¿Y con quién vivís, “Pedro”? Entonces, en ese caso, conviene que uno vuelva para atrás, para que la formulación del nombre propio ficticio no quede implícita, como una mera broma, y el nombre real prevalezca entre ambos, aunque no se diga. Porque si uno no aclara la raíz, después de haber hecho esta “broma”, en lugar de evitar que a uno lo tomen por loco, en realidad uno estaría tomándose por loco a uno mismo delante del entrevistador. Entonces, uno tiene que decir, después de haber contestado lo primero, por ejemplo: -Yo soy Pedro Picapiedra Mármol, pero, para usted, yo soy el payaso Plim-Plim. Uno debe sonreír al decir esto, con humor, pero con seriedad al la vez. Una vez que la raíz, o sea, el yo del nombre propio está explicitada de esta forma, el resto el cuestionario, y de la relación posterior con ese entrevistador, psicólogo o psiquiatra, tendrá el menor sentido ni seriedad alguna. Una forma menos drástica de negarle el yo del nombre propio al psicólogo o al psiquiatra, es, cuando te preguntan: -¿Cuál es tu nombre? Uno le puede decir, por ejemplo: -No lo se. No tengo ni idea. Me han dado tantos medicamentos, tantos electroshocks, y estoy tan drogado, que no se ni siquiera cómo me llamo. Ni siquiera se si tengo un nombre o no. Y si el psiquiatra te dice: -Tú nombre es Ernesto Thomas. Uno debe decir: -¡Yo qué se si es Ernesto Thomas u cualquier otro! ¡No tengo la más mínima idea, con todos los electroshocks y drogas que ustedes me dan! ¡Eso lo dice usted, no yo! ¡Yo no tengo la más mínima idea de cómo me llamo, ni cuál es mi nombre! ¡Ni siquiera se si tengo un nombre o no tengo ninguno! Pero, si usted quiere, para usted, entre nosotros, usted me puede llamar “Juancito”.

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Si el psiquiatra insiste, y me dice: -Tú quizás no te acuerdes, pero tu nombre es Ernesto Thomas. Yo le diré: -¡Yo qué se si es Ernesto Thomas o cualquier otro! ¡Nunca oí jamás ese nombre de “Ernesto Thomas”! ¡Me suena a chino! Así que, le pido, por favor, que usted me llame Juancito. ¿De acuerdo? ¡Yo soy Juancito! Y si insiste, le diría: -Usted llámeme Juancito, o sino, me voy a ofender. ¿De acuerdo? Y, de esta manera, estaré negándole el yo del nombre propio al psiquiatra, que es el elemento esencial de todo el trato discriminatorio. Y si, en algún momento, en el patio de la clínica, o por ahí, el psiquiatra ve que otro paciente u otra persona me llama “Ernesto”, o que yo le digo a esa persona que yo soy Ernesto, y el psicólogo o el psiquiatra se acerca a mí, como al pasar, y me dice: -¿Ves cómo te llamas Ernesto? Yo le diré: -¡Ah! ¡Lo que pasa es que yo soy loco! ¡Tengo muchos nombres! ¡Pero, para usted, yo soy Juancito! -¡Ja, ja!-se va a hacer el que se ríe, el psiquiatra, cínicamente. Pero, ante esta risa, hay que responderle, con firmeza: -Lo digo en serio. Muy en serio. Nunca dejes que el nombre falso que tú le impongas al psicólogo o al psiquiatra pase como una mera broma sin trascendencia. Tienes que obligar al psicólogo o al psiquiatra a que no puedan conversar contigo usando tu verdadero nombre. Con esos locos al revés, usa un nombre falso de “loco”. No permitas nunca que tu verdadero nombre propio sea usado en contextos indignos y discriminatorios para ti, de forma indigna, y con personas que no lo merezcan, y que te traten, aunque no te lo digan verbal y explícitamente, de “loco”. De esta manera, lo que logro con el psicólogo o el psiquiatra, es que el “loco” con el que él está tratando, no es con “el loco Ernesto Thomas”, sino con un tal “Juancito Peña”, o lo que fuera, y el psiquiatra se queda casi hablando solo con un personaje ficticio de él, y no conmigo.

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La relación “terapéutica”, se basa en el diálogo entre un “psiquiatra” y un “loco”. Y es obligatoriamente necesario, que el “psiquiatra sea él”, y que “el loco seas tú”. Si tú le niegas tu nombre propio, no estás asumiendo, ni que tú seas el “loco”, ni que él sea “tu psiquiatra”, y queda todo como una relación chistosa, absurda, sin seriedad ninguna, que no conduce a ninguna parte, al tú negarle al discriminador tu nombre propio. No existe relación alguna. Esta es una manera elegante, discreta y diplomática de negarle al psicólogo o al psiquiatra el nombre propio. Y sin nombre propio, la relación paciente-psiquiatra, se reduce a NADA. Nada de lo que se diga con posterioridad a la falta de nombre propio tiene seriedad ni sentido alguno. Y si el psicólogo o el psiquiatra, ya están sobre aviso, y se adelantan, y me dicen: -Tú eres Ernesto Thomas ¿Verdad?-en cuanto yo entro al consultorio. Uno les tiene que decir: -¡Eso lo dice usted, no yo! ¡Yo no tengo la menor idea de si mi nombre es Ernesto Thomas o cualquier otro! Ni siquiera se si tengo un nombre propio, después de tantos medicamentos y electroshocks que me han dado, y de tan drogado que estoy ahora. Entonces, en ese caso, el psicólogo y el psiquiatra, no podrán decir ni hacer nada. Y sin nombre propio, no hay relación, ni hay tratamiento alguno. El psicólogo o el psiquiatra queda absolutamente desarmados, y actuando solo por su cuenta, sin poder involucrarlo a uno en sus ideologías y tratamientos. Supongamos, por ejemplo, que el cuestionario lo hace un psiquiatra, y que, a su lado, hay un enfermero, que es cómplice del psiquiatra, y que está para sacarlo de cualquier apuro. Si el psiquiatra me pregunta: -¿Cómo te llamas? Y yo le digo: -Soy Pedro Picapiedra Mármol. Y entonces, el enfermero, no el psiquiatra, me dice, interviniendo de forma atrevida en la conversación: -Tú no te llamas Pedro Picapiedra. Tú nombre es Ernesto Thomas González. Entonces, en ese caso, conviene que uno se dirija al enfermero, y le diga: -¿Qué te pasa? ¿Es que tú vas a saber más que yo quién soy yo? ¿Quieres venir, sentarte en mi lugar, y contestar a las preguntas del psiquiatra por mí? ¿Quieres eso?

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¡Ven! ¡Siéntate! ¡Te ofrezco mi silla! ¡Siéntate en mi lugar y contesta a todo lo que el psiquiatra pregunte por mí! Y el enfermero, sin duda, se negará, y, entonces, uno le dirá: -Bueno, entonces, si tú no quieres contestar por mí, no me interrumpas, y deja que yo conteste las preguntas yo solo. Y así, prosigo el diálogo con el entrevistador. Si a pesar de la primera interrupción del enfermero, y de la primera respuesta de parte de uno, el enfermero prosigue entrometiéndose e interrumpiendo la entrevista, entonces, uno, haciéndose como que está enojado, o no, según se prefiera, se debe dirigirse al psiquiatra y al enfermero, y decirles: -Disculpen. Pero como el psiquiatra me está interrogando, y como este enfermero, al parecer, se cree que conoce todo sobre mí, y nos interrumpe a cada rato, y contesta por boca mía, sin dejarme hablar, y como usted, señor psiquiatra, parece creerle más a él que a mí, entonces, dejo mi lugar al enfermero para que conteste a todas y cada una de sus preguntas, y yo me voy. Y una veza dicho esto, uno procede a retirarse el lugar, dejando al psiquiatra y al enfermero solos. Y si el psiquiatra y el enfermero te dejan de lado, y se ponen a hablar entre ellos dos delante de tus narices, tú, entonces, para no comprometerte, y hacer tuyo todo lo que ellos dicen y tú oyes, entonces, les tienes que decir a los dos: -Disculpen. Pero cómo veo que ustedes están hablando asuntos privados entre ustedes, y que ya no me necesitan, si no les molesta, y para no interrumpirlos, le pido a usted, señor psiquiatra, permiso para abandonar la consulta. Si el psiquiatra te autoriza salir, te vas. Si te dice: -No, no. Quédate un poco más… Entonces, te quedas. Pero, aunque te quedes, después de haber dicho este comentario, y de haberle hecho al psiquiatra esta sugerencia de dejarlos hablar a ellos dos solos, lo que haces es excluirte a ti de lo que ellos dos están diciendo delante de tus propias narices, y no hacer tuyos sus comentarios. Si uno les niega, a los psicólogos o a os psiquiatras, la raíz de la relación, o sea, el nombre propio, se corta ya de entrada la raíz de la toda la relación posterior, que deja de ser seria, y de tener influencia alguna sobre el paciente. Con la negación del nombre propio, la relación entre paciente y psicólogo, o psiquiatra, se reduce a NADA.

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A partir de esto, el que queda como un idiota es el psiquiatra, no el discriminado cultural, y la relación paciente-psiquiatra, deja de ser seria en absoluto, aunque negar el nombre propio es una solución muy drástica, que afecta mucho psicológicamente, y que yo solo recomiendo usar en circunstancial muy, pero muy especiales, y no muy frecuentemente. Negar el nombre propio no es fácil, y hay que ser una persona muy firme para ello, y ser muy claro, y tener mucho valor para hacerlo. No lo recomiendo hacerlo siempre, ni frecuentemente, sino en casos muy especiales, donde uno no desea por ningún motivo, de antemano, relacionarse con determinado psicólogo o psiquiatra, pero que se siente obligado a responder a estos “inocentes, cordiales y formales” cuestionarios. Cuando, en la parte del “yo de loco” del cuestionario, el entrevistador te pregunta, por ejemplo: -¿Qué patología psiquiátrica se te diagnosticó? Uno debe responder: -Gripe. -¿Gripe? -Si. Gripe. Y probablemente, el psiquiatra, que tendrá en sus manos una historia clínica, o un papel cualquiera, que podrá o no decir algo o cualquier cosa, lo mirará y te dirá: -No. Aquí, en tu historia clínica, dice que se te diagnosticó “esquizofrenia” (o cualquier otro rótulo psiquiátrico). Entonces, ante eso, uno tiene que responder: -Bueno, si usted le va a creer a ese papel más que mí, y cree que ese papel le va a decir todo sobre mí, y que es la verdad absoluta… ¿Para qué me pregunta a mí? ¡Parece que yo estoy de más! Y, ante esto, el psiquiatra o el entrevistador, no van a poder decir nada. Hacer sentir al discriminado como un “loco” y establecer bien su rol de loco dentro del contexto, es el verdadero objetivo de estos cuestionarios “inocentes y formales” que se les hacen a los discriminados culturales, cuando acuden por primera vez a un psiquiatra, o a un centro de reclusión cultural.

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PARTE XV -el “bienestar” en los discriminados culturalesDespués de que se decide que ser humano es apto para ser discriminado culturalmente, y eliminarlo de la sociedad, porque es un individuo molesto, indeseable uy desagradable, tanto los psiquiatras como sus familias se ponen de acuerdo en coordinar, entre todos, la manera, o sea, el lenguaje que se utilizará con el discriminado para llevar a cabo semejante exclusión. Desde entonces, todos los familiares se ponen de acuerdo para utilizar determinado código de conducta aparente ante el discriminado. Lo primero que hacen los familiares, es jamás criticar, ni reprochar, ni insultar, ni gritar, ni hacer ningún tipo de exteriorizaciones y demostraciones visibles de sentimientos o actitudes negativas hacia el discriminado, a pesar de que las tienen, y muchas. Al discriminado, desde entonces, se le brinda un trato de aparente y falsa dulzura y comprensión, de benignidad, y todo lo que los familiares exteriorizan ante él son los sentimientos y actitudes positivas, aunque no las tengan. Nunca se le dice que “no” a nada al paciente, nunca se lo contradice, nunca se discute con él. A todo se le dice que “sí”, y se lo tolera, se lo comprende, se le afirma lo que él dice, y nunca se lo contraría en sus opiniones o creencias, al menos de forma verbal y aparente, para después, en los hechos, en las acciones, hacer precisamente todo lo contrario a lo que con él se afirmaba. Los psiquiatras y las familias, nunca revelan jamás sus verdaderos puntos de vista ante el paciente, y si se le contraría al paciente en sus opiniones, se lo hace siempre, a parir dentro del propio punto de vista del paciento, no desde un punto de vista u óptica externa al punto de vista del discriminado. La familia hace cómo que se pone en el lugar del discriminado, cómo lo ve todo desde su misma óptica y punto de vista, cómo que piensa igual que él, y cómo que silente lo mismo que él, y cómo si los intereses de la familia coincidieran con los intereses del discriminado. Desde entonces, la familia y el contexto social, hacen cómo que lo único que les importa a ellos, es el interés y el bienestar del discriminado cultural, aún por encima de los intereses y bienestar en general de la familia. Así, la familia finge que lo que le causa dolor al discriminado, le causa dolor a ella, y que lo que hace feliz al discriminado, hace feliz a sus familiares. Se adopta una actitud de absoluta empatía, tanto entre los familiares, como entre los psicólogos y los psiquiatras. Así, entonces, se finge que, para toda la familia en su conjunto, lo primordial es el interés, la felicidad, y el bien del discriminado, aún más importante que el bien, la

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felicidad, y los intereses de la familia, a los que se finge sacrificar en aras del bienestar del discriminado. Así pues, se genera esta máxima: “El bien del discriminado, es el único y más importante objetivo de toda la familia en su conjunto, para lo cual, si es necesario, la familia debe unirse, y sacrificar todos y cada uno de sus intereses personales, en aras del bien del discriminado”. Se considerará al discriminado como un caso especial, que merece que la familia se conmueva profundamente en sus sentimientos, y el discriminado pasará a ser un caso especial, que une a toda la familia en una actitud solidaria, para poder ayudarlo a conseguir su bienestar, preocupados todos por el interés y bienestar del discriminado, amenazado por una supuesta enfermedad”. Se monta así, un verdadero circo en torno al discriminado cultural, donde todo se hace por el bien y para el bien del discriminado, y, ante él, nadie piensa ni expresa sus propios intereses personales, ni habla de su vida privada, sino que, ante el discriminado, nadie pide ni desea nada para sí, sino que tan solo se pide y se desea todo para el discriminado y no para sí. Ante el discriminado, todos aparentan someter sus intereses y sus yo individuales, a los intereses, al bienestar, y al yo del discriminado cultural. Ante el discriminado, en las conversaciones, nadie habla de sí mismo ni de sus asuntos, temas o intereses personales, sino que se centra el protagonismo en el yo del discriminado, en sus temas, sus asuntos, y sus intereses. Pero, al mismo tiempo en que al parecer, para toda la familia, lo único y lo más importante de todas sus vidas, es el bienestar del discriminado, lo cierto es que este aparente privilegio, está dado por el hecho de que, al parecer, el discriminado ves un “enfermo mental”. Aparentemente, esta “enfermedad mental” conmueve profundamente los corazones de los psiquiatras y la familia, y el discriminado se convierte en una verdadera estrella enferma, en un compadecido que une a toda la familia en su entorno, por una familia cuyo principal interés, es el bienestar de un “pobrecito” que carece de el, debido a una supuesta “enfermedad”. Así, pues, el interés, el bienestar, y la felicidad del discriminado, aparentan ser el bienestar, el interés, y la felicidad de toda la familia. Es como si la familia le dijera al discriminado: “Me importas más tú, que yo mismo. Todo, absolutamente todo lo que hago, lo hago por ti, no por mí”. Ante el paciente, nadie se importa a sí mismo, sino que a todos, les importa más el bienestar del paciente que a sí mismos, de tal forma que el discriminado termina diciendo:

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-¡Qué buenos que son conmigo! ¡Qué nobles, solidarios y generosos que son! ¡Yo en mi lugar, soy un verdadero egoísta, comparado con ellos! Los familiares y los psiquiatras, ante el paciente, nunca quieren, desean, o piden nada para sí mismos, sino que todo lo quieren, lo desean y lo piden, para el paciente. Este es el juego que nos hace la inquisición para someternos y aceptar sus discriminaciones. Es parte de un juego. Y, para todo ser humano, el interés esencial que uno tiene, además de satisfacer sus necesidades vitales (es decir, alimentarse, dormir bien, etc), es poseer buena salud. Porque si uno carece de salud, carece de todo lo demás. Y como para la familia el interés fundamental pareciera ser el del discriminado, y el discriminado, al parecer, carece de salud, ya que posee supuestamente una “enfermedad mental”, entonces, el interés básico que aparentará tener toda la familia, es la salud del paciente, tratando su “enfermedad mental”. Así pues, la familia y los psiquiatras no solo aparentar tener cómo prioridad el interés, la felicidad y el bienestar del paciente, satisfaciendo las necesidades para que el paciente las posea, sino que, también, además de aparentar “satisfacer todas y cada una de las necesidades del paciente”, también, ellos determinan cuáles son esas necesidades, no el paciente. Así, al paciente no solo se le satisfacen todas y cada una de sus necesidades, sino que, además, se le determinan, desde afuera, cuáles son o deberán ser esas necesidades que el paciente supuestamente tiene, desde afuera, y sin que el paciente pueda decidir libremente si realmente son necesidades suyas, que él tiene, o no. Así, en primera instancia, como si fuera un acto caritativo y amoroso., la de los psiquiatras y la de la familia, le dicen al paciente: “Lo que más vale en nuestras vidas, más aún que nosotros mismos, es tu bienestar, y nuestra única misión, objetivo y deseo, es satisfacer tus necesidades”. “El bienestar fundamental de todo ser humano, la raíz de todos los bienestares, es la Salud”. “Tú eres un enfermo mental, y tu bienestar consiste en superar tu enfermedad mental, para gozar de una buena salud mental” “Yo soy médico, y busco tu bienestar a través de tu salud, y conozco las necesidad que el enfermo necesita satisfacer para recobrar su salud mental”. “La necesidad que necesita satisfacerse por el bienestar de tu salud, es la de un tratamiento psiquiátrico”. “Por eso, pensando en ti y en tu bienestar, y en tu salud, no en nosotros, ni en nuestros intereses, nosotros vamos a satisfacer la necesidad que tu requieres que se satisfaga”.

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“Tu necesidad es que se te haga una serie de electroshocks, se te drogue, y se te interne de por vida, por el bien de tu salud mental”. A uno le podrá parecer horrible, que esto no es en realidad lo que uno necesita, ni que representa su verdadero bienestar, pero es la palabra de un psiquiatra contra la de un “loco”, y se supone que “el loco no tiene conciencia de su enfermedad, ni, por lo tanto, de su necesidad de tratarla, ni sabe más que el psiquiatra”. Y el discriminado recibe electroshocks, drogas, y es recluido, convencido de que no le están haciendo ningún bien, pero, al menos, no podrá decir que sus familiares y los psiquiatras o hacen con mala intención, ni para hacerle mal, ni pensando en ellos, ni para segregarlo. A lo sumo, pensará: “Lo hacen por mí, con buena intención, por mi bienestar, aunque, en realidad, me hacen mal. Pero me hacen mal pensando en mi bien, no por mala intención, sino por ignorancia, o porque no me comprenden, o porque no conocen en realidad mi caso”. Así nos hacen terminar pensando a nosotros, los discriminados culturales, los psiquiatras y nuestras familias. Terminamos convencidos que ellos poseen muy buena intención, y que nos hacen un mal creyendo que nos hacen un bien, solo por error, equivocación, o por ignorancia, pero que, en el fondo, están bien intencionados, y no desean para nada discriminarnos. Que para ellos, están convencidos de que nos hacen un verdadero bien. Esto es lo que nos hacen creer a nosotros. Al final, tras un largo o corto proceso, el paciente queda prisionero de por vida en un centro e reclusos culturales, recibe una enorme cantidad de electroshocks y de drogas, y, a la larga o a la corta, ninguno e sus familiares tan caritativos se acuerda de él, ni lo viene a visitar, ni a llamar por teléfono, ni nada. Queda en la soledad y la marginación total. Y para disimular esta marginalidad, los familiares vienen a vernos solo en los días de las fiestas de fin de año, o en nuestros cumpleaños., y luego ni existimos por todo el resto del año. Cuando nos ven, nos saludan, sonríen, son amables, y siempre expresan sentimientos y actitudes positivas. Nunca hay una queja, crítica, resentimiento, o exteriorizaciones de sentimientos o actitudes negativas de parte de ellos hacia el paciente. Y, por supuesto, cuando nos ven, vuelven a comenzar con el juego: “Tú bienestar, y tú mismo, es lo más y lo único importante para nosotros, más que nuestro bien, nuestros bienestares, y nuestros yo individuales”.

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Y, entonces, el bienestar se reduce a tener las necesidades básicas y vitales bien satisfechas: estar bien comido, dormido, higienizado, tratado, etc, dentro del manicomio. ¡A esto se reduce el interés de ellos por nuestros bienestares! Por otro lado, ellos nos preguntan: -¿Cómo te sientes aquí? ¿Te sientes bien tratado, bien comido, con una buena relación con tus compañeros del manicomio? Uno termina diciéndoles: -Si. Y entonces, ellos dicen: -¡Ah, bueno! ¡Eso es lo fundamental! ¡Lo principal es que te sientas bien! ¡Eso es lo más importante de todo! Nótese que, tanto los psiquiatras como los familiares, hacen hincapié en que, para ellos, lo fundamental es que uno se sienta bien, no que esté bien. Existe una diferencia notoria entre estar bien, a sentirse bien. Estar bien es tener trabajo, amigos, salir de vacaciones, tener esposa, hijos y familia, y sentirse realmente bien. Pero uno, encerrado de por vida en un manicomio, con varios electroshocks, drogado, y discriminado y olvidado por toda su familia, no está bien. Y el interés de los psiquiatras y e la familia no es que el discriminado esté bien, que no sea discriminado, que se sienta realmente bien, que tenga trabajo, familia y amigos. El interés de los psiquiatras y de la familia es en tener al paciente encerrado, drogado, con electroshocks, que no haga una vida normal, y que, por lo tanto, no es el interés de ellos que el discriminado esté bien. Por eso, la familia, ante el discriminado, lo que más le importa no es que el discriminado esté realmente bien, sino que se sienta bien, o que, al menos, diga que se siente bien. Por eso, para las familias, todo el interés se reduce a que el discriminado se sienta bien, y no a que esté bien, y por eso, el psiquiatra y los familiares siempre le preguntan a él: -¿Cómo te sientes? Y no: -¿Cómo estás?

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Existe una diferencia enorme entre sentirse bien, y estar bien. Si uno está en medio de un loquero, drogado, y recibió, como yo, cuarenta y ocho electroshocks, y vive todo el día encerrado, sin hacer nada, pero dice que se siente bien, aunque el discriminado no tenga ni idea de lo que es sentirse bien, o realmente bien, y que solo lo diga por ignorancia, o por cumplido, o porque tampoco se siente mal, entonces, la familia se hace como la que está conforme, y que también se siente bien con la sensación de bienestar del discriminado, fingiendo empatía. ¡Y si uno está totalmente feliz, como en el paraíso, en medio de un loquero, como si estuviera en otro planeta, y dice que se siente bien, divino, mejor, y ahí ya no importa nada más para las familias! Lo que les importa a los psiquiatras y a las familias es la sensación de bienestar subjetivo que manifiesta sentir el discriminado, no el bienestar objetivo y real de este. Por esto existe tanto empeño en sobrevalorar la sensación subjetiva de bienestar del paciente, y de subestimar, y de restarle importancia, a la carencia de bienestares objetivos y reales. O sea, en otras palabras, lo que hay detrás de este supuesto benévolo interés, es en desear que el paciente sea absolutamente discriminado y excluido, pero que no proteste, que no se queje, que tenga la boca bien cerrada, tapada y callada, y que no pueda denunciar ni decir alguna palabra al respecto, acerca de sus pésimas condiciones de vida dentro del hospital, ni de su discriminación. Si el paciente se queja por la situación objetiva de sus condiciones de discriminación, los familiares le tratan de desviar el tema hacia los temas positivos, y le dicen: -¿Pero la comida es buena, verdad? ¿Pero estás bien tratado, verdad? Y si el paciente dice que “sí”, ellos le dicen: -Pero, en general, aparte de todas esas quejas que me contás, en el fondo te sentís bien ¿Verdad? ¿Tan mal no la pasas? -No, tan mal no estoy pasando. -Bueno… eso es lo fundamental. ¡Lo fundamental es que te sientas bien! Y estar bien, para las familias, con respecto a los discriminados, es que el discriminado tan solo satisfaga sus necesidades básicas, como alimentarse, hidratarse, higienizarse, dormir, tener tiempo de ocio, y que el no diga que se siente mal, y que no proteste. Eso, por un lado, neutraliza cualquier respuesta negativa del paciente respecto a su discriminación, y, por otro lado, les mantiene las conciencias tranquilas sus discriminadores, que creen que solo con pagar la cuota de la internación hospitalaria y la medicación, una vez por mes, y yendo a visitar al discriminado una vez por año, colmándolo de regalos, están velando por su bienestar.

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El bienestar del paciente, estar bien para el paciente, y la normalidad del paciente, para sus familias, consiste en que este esté neutralizado y drogado de por vida en un manicomio, y que satisfaga sus necesidades básicas, y que él no se oponga ni se queje, ni diga que está mal. Solo eso. El bienestar y la normalidad de los discriminados, consiste en estar como un perro olvidado por todos, en el fondo de una residencia, en una casucha, con cadena, y que se le pase un plato de comida por debajo de una rendija, y que, una vez por año, sus familias lo vengan a acariciar y a hacer mimos y luego se vayan. Y que, todavía, el perro, resignado, convertido en un verdadero vegetal, no se queje, no muerda, no ladre, ni se oponga, ni diga que se siente mal. ¡Ese es el verdadero bienestar y la verdadera normalidad para los discriminados culturales, para los psiquiatras y sus familias! El bienestar, el estar bien, y la normalidad del paciente, no es tener trabajo, esposa o esposo, hijos, y amigos, y hacer una vida realmente digna. Ese no es el bienestar ni la normalidad del discriminado cultural. Como el bienestar y la normalidad para los discriminados culturales, no es, entre otras tantas cosas, el trabajo o el empleo, no se le exige en absoluto, y se lo desalienta, no solo a trabajar y a conseguir empleo, sino que se lo desalienta para asumir responsabilidades, generarse obligaciones, deberes, y se le destruye toda capacidad de esfuerzo y de sacrificio. Los psiquiatras convierten, deliberadamente, a sus víctimas en verdaderos holgazanes apáticos hospitalarios, en verdaderos parásitos inútiles, y le piden al personal de los manicomios que ellos hagan todo por ellos, que no les pidan ni exijan nada, y que no les den ni la más mínima oportunidad, ni de esforzarse, ni de que hagan algo por sí mismos. En los manicomios, el personal les hace la comida, los bañan, les barren y limpian los cuartos, les tienden las camas, les dan la medicación, etc. Todo para desmoralizarlos interiormente, y para derrumbarlos psicológicamente. Es como si los psiquiatras y sus familiares les dijeren: -Tú eres un enfermo mental. Eres diferente a todo el resto de la sociedad. Tú eres un caso especial. Lo que está bien, y es normal para los otros, no está bien ni es normal para ti. La normalidad para los demás no es la normalidad para ti. Tú normalidad no es trabajar, ni tener familia ni amigos. Tú normalidad es no hacer nada todo el tiempo, y vivir encerrado y drogado por el resto de tus días en una clínica, y que no te sientas mal. Esa es tu normalidad. Ese es tu bienestar. Porque todos somos diferentes, y cada cual tiene una normalidad distinta.

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Y si, a pesar de todo, el paciente no admite como suya esa normalidad, y se empeña por sacrificarse, imponerse deberes, obligaciones y responsabilidades, y se pone a estudiar, o a trabajar, tanto los psiquiatras como los familiares no lo alientan en absoluto a ello. No lo felicitan, lo ignoran totalmente, o incluso lo subestiman, y no recibe ningún reconocimiento ni recompensa o aliento por ello. Al contrario, se le recuerda al paciente, constantemente, que él no está obligado a asumir tales tareas y responsabilidades, que no es su normalidad imponérselas, pero que está libre de ejercerlas si lo desea hacerlo, porque los psiquiatras son muy pragmáticos, y no castran a nadie. Pero, si el paciente asume responsabilidades, se le deja bien claro que no necesita hacerlo, y que si las asume, es porque le gusta hacerlo gratuitamente. No porque lo necesite, o porque deba hacerlo. Y si el paciente le dice a un familiar suyo: -Mira; he aprobado secundaria. El familiar le responde: -¿Te gusta estudiar? -Si. -Bueno; eso es lo que realmente importa; que hagas algo que te haga sentirte bien; algo que tu tengas ganas de hacer… eso es lo que importa realmente. O sea, que el esfuerzo, el sacrificio y el logro alcanzado, no tiene un valor objetivo y real, sino tan solo un valor subjetivo, dentro del paciente, como si fuera una mera sensación con efectos terapéuticos, nada más. El que estudia o trabaja estando internado dentro de un manicomio, es como si fuera un individuo que se genera gratuita e innecesariamente una responsabilidad y un verdadero problema él solo, sin ninguna necesidad de hacerlo, y sin que nadie se lo pida, se lo aliente, o se desee que lo haga. Queda o, como que es un individuo que gusta en generarse problemas él solo, o que estudia y trabaja como si fuera un mero hobbie o entretenimiento sin mayor valor, y que, haga lo que haga, o no haga nada, en ningún modo estas cosas cambian su situación, y sigue siendo, trabaje, estudie, o no estudie ni trabaje, solo un loco más cualquiera, dentro de un manicomio lleno de locos más cualquiera como él. ¡Criminales!

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PARTE XVI -experimento bio, psíco, social-

Según las definiciones más en boga en las Facultades de Psicología y de Psiquiatría, se define que “el ser humano es un ser biológico, psicológico y social”. Es por esto que los tratamientos represivos y discriminatorios de la nueva inquisición post moderna, contemplan estas tres facetas del ser humano, como tres frentes de lucha contra sus víctimas. Desde el punto de vista biológico, y como si se estuviera luchando contra un verdadero enemigo al que hay que destruir o neutralizar, los psiquiatras atacan al discriminado con toda una serie de armamentos farmacológicos, con vistas a neutralizarle su vida afectiva. Lo sumen en la apatía, la pasividad, la docilidad, la conducta rutinaria y predecible, para convertir a la víctima en un ser absolutamente doméstico y pasivo, que no cause absolutamente ningún problema ni disturbio, y que no se angustie,, ni se deprima, ni reaccione con ira ante su reclusión hospitalaria de por vida. Los psicofármacos que se obligan a consumir en los manicomios a los pacientes, que terminan desmotivando a sus consumidores, volviéndolos apáticos, desinteresados, despreocupados e indolentes, tienen el objetivo de adecuarlos a una existencia hospitalaria de por vida, y su uso está dirigido a la parte orgánica del paciente, es decir, a la parte biológica, teniendo en cuenta de que el ser humano es un ser biológico. Si emplear los electroshocks acelera aún más este proceso de apaciguamiento, resignación y apatía del paciente, también se produce a él, como se hace en la inmensa mayoría de los casos. El poder que los psiquiatras poseen sobre las biologías de los discriminados culturales en los manicomios es total. Llevan un control y un registro de los comportamientos del paciente, de sus costumbres, sus estados de ánimo, etc, y de acuerdo a ello, van cambiando una droga por otra, y así, los psiquiatras tienen un total control sobre la biología del paciente, que no puede resistirse, ni a tomar la droga, ni a oponerse a sus efectos una vez que la tomó. Desde el punto de vista psíquico, los psiquiatras tiene el poder de inducir al paciente a profundos trances hipnóticos, e inducirlos a tener motivaciones, o dejar de tener motivaciones, en las cosas que ellos decidan que el paciente las tenga o no, o para obligarlos a aceptar sus condiciones de reclusión sin protestar, o sin verlas como algo negativo, o incluso, a ver en su vida de reclusos culturales la parte positiva de esta reclusión, en la comodidad, la tranquilidad, etc. Así que, a través del uso constante de la hipnosis, los psiquiatras también acceden al control de la faceta del psiquismo de su víctima, y pueden obtener toda la información que deseen de él, y dirigir sus ideas, proyectos, o estados de ánimo.

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Finalmente, desde la faceta social, el control de los psiquiatras sobre los pacientes es tanto o mucho más poderoso aún que las anteriores. Desde el punto de vista legal, generalmente, el discriminado cultural ha perdido todos sus derechos civiles, que quedan a manos de un curador, para el cual el psiquiatra trabaja, y recibe su salario. El paciente no tiene derecho a administrarse sus propios bienes, ni comprar ni vender nada por sí mismo, ni gastar ni ahorrar. Si tiene una casa, no puede decidir ni venderla ni alquilarla, ni vivir e ella. Por otro lado, el discriminado no puede elegir donde va a vivir. O sea, si él quiere vivir en su casa, o quiere ir de turismo a tal o cual parte, o si no desea vivir internado. No tiene derecho a nada de esto. Si su curador decide mantenerlo prisionero en una clínica para locos, y aunque el paciente no le de motivo ninguno para hacerlo, el curador, solo por tener el poder legal sobre él, lo puede encerrar de por vida en una clínica psiquiátrica. El paciente, debido a su carácter de invalidez legal, no puede contratar a un abogado, ni solicitar una audiencia con un juez, ni hacer una denuncia a una comisaría, ni siquiera susa declaraciones serán tenidas en cuenta. El discriminado cultural no podrá casarse, ni sufragar en las elecciones nacionales o departamentales, ni podrá abandonar el país sin el consentimiento de su curador, y otros impedimentos más, aún mayores que estos. Por otro lado, el contexto social y familiar del discriminado, controlado por el psiquiatra, se ha puesto de acuerdo en ofrecer un solo y único discurso ante todo aquello que el paciente podrá o no expresar o exteriorizar. Así, toda la familia se pone de acuerdo en qué momento, y en qué circunstancias, la familia se acercará al paciente, y se mostrará benévola y comprensiva, o en qué momento decidirán todos distanciarse de él, aislarlo, o ignorarlo, y quienes serán las excepciones, en el caso de decir que las haya. Se pondrán de acuerdo en apoyar todos unánimemente al tratamiento psiquiátrico, afirmando todas sus virtudes y negando u omitiendo sus defectos, y banalizando o ignorando los nocivos efectos y las secuelas de los tratamientos. También todos se pondrán de acuerdo en tomar a la situación de discriminación, de reclusión, y de drogadicción del paciente, como algo “natural”, como algo “común y sin ninguna trascendencia”, e ignorar a todos los comentarios al respecto si los hubiera, y no hacer el más mínimo comentario alguno por sus partes sobre el tema. Se decidirá si compadecer o no al paciente cuando está angustiado, o quién o de qué modo lo compadecerá, o si, simplemente, se lo ignorará, o se lo recriminará.

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Se acordará en la manera de tratarlo, en decirle “que todo es para su bien, por su salud mental”, y se acordará en qué temas se deben tocar con él y cuales no, cómo se le deberá hablar y cómo no hablar, etc. En resumen, existirá todo un verdadero protocolo, un verdadero libreto, que se lo saben de memoria todos y cada uno de los familiares del paciente, a la hora de ejercer un contacto verbal con este. Todo estará ajustado en torno a un libreto, pero tratando siempre de que todo parezca muy natural y espontáneo, aunque, de hecho, es todo absolutamente artificial. En este código, se incluye, no solo el libreto que se les da a los familiares desde el punto de vista verbal, sino también el libreto gestual, con qué tono de voz se le debe hablar, el lenguaje de la cara, de los labios, de las manos, etc. Finalmente, si algo le preocupa al paciente, toda la familia se pone de acuerdo en no permitirle al discriminado que él se desahogue de esa preocupación hablando con un familiar, sino que todos se ponen de acuerdo en no permitirle desahogarle de esa preocupación con nadie, para que, así, obligarlo, por necesidad, a recurrir al psicólogo o al psiquiatra, que es el “único” que le permiten hablar con él de esa preocupación. Así, el paciente no se comunica con Juan, Pedro y Luis por vías diferentes y espontáneamente, sino que Juan, Pedro y Luis, y todo su contexto social se comunican “en bloque” con el discriminado psiquiátrico. Para cada uno de los integrantes de la familia, comunicarse con el discriminado, desde el punto e vista personal, no es una necesidad imprescindible, pero para el discriminado psiquiátrico, comunicarse con el “bloque”, es una necesidad vital e imprescindible. Así, la vulnerabilidad social del discriminado cultural, dentro del contexto del complot comunicativo, es absoluta, y, por lo general, el paciente reacciona a esta situación a través del retraimiento y del aislamiento. En una situación de tanta desigualdad e inferioridad de condiciones, el paciente se rehúsa a negociar, comunicarse, o a hablar. Así, se tiene el poder sobre todos los estímulos afectivos del paciente. Sobre si ofrecerle o no comprensión, ternura, aprobación, reconocimiento, indiferencia, frialdad, reproche, compañía o ausentismo. Por otro lado, se posee el poder que emana de la autoridad y de la fuerza bruta, el poder de facto, aplicado de una manera discreta y disimulada, pero por el cual el paciente está obligado a acatar todas las órdenes que se le puedan imponer. Finalmente, en la mayoría de los casos, aparte de este verdadero cerco y filtro social, de estar encerrado en un manicomio, de ingerir drogas, y de no tener derechos legales, el paciente suele no contar con recursos económicos, casi siempre por falta de empleo fijo. La dependencia económica es otro factor de poder social sobre el discriminado, ya que la familia puede proveerle de bienes materiales, pero también de privárselos, como se les antoje, y de ponerle condiciones al otorgamiento de esos bienes materiales.

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De esta forma, los psiquiatras poseen un control completo sobre la parte social del individuo. Así, los psiquiatras dominan al individuo por entero, en sus facetas biológica, psicológica y social. No les queda ni una sola faceta por dejar de controlar. Sin embargo, a pesar de que el discriminado cultural se convierte e un verdadero ratón de laboratorio, un experimento bio, psico, social, lo cierto es que estos inquisidores no curan ni rehabilitan a nadie. Ni la psiquiatría ni la psicología fueron diseñadas para curar o rehabilitar, sino para discriminar y para reprimir, y eliminar a los indeseables e la sociedad. Todo ese enorme poder que los psiquiatras poseen desde los puntos de vista biológico, psicológico, y social del paciente, lo usan para mantener al discriminado recluido en una clínica psiquiátrica, drogado, tranquilo, resignado, apático, conforme, convencido de su enfermedad, y que acepte sin mayores conflictos que su vida va a ser así para siempre, y que no le importe mayormente vivir solo y que su familia lo deje de lado. Así, el discriminado cultural termina haciendo una vida hospitalaria, en un estado de conformismo, tranquilidad y apatía, que le hace creer que él “se siente bien”, y no le importa demasiado la vida que lleva, ni que esté solo en el mundo, ni le interesaría, ni se imaginaría hacer otra vida que esa. Con la droga, la hipnosis, el bloqueo general comunicativo de toda su familia, la impotencia de tener que aceptar una situación irreversible e inevitable, y la vida cómoda, rutinaria, sin mayores esfuerzos de la clínica, y ante un mismo y repetido discurso, el discriminado cultural se termina convenciendo de que él es un “loco”. Se convence que no puede aspirar a ser nada más, ni a vivir nada más de lo que vive, y que, después de todo, su vida tiene aspectos positivos, y, entre la resignación y la seducción, termina aceptando con normalidad su estilo de vida hospitalario. Al final, el discriminado termina viviendo en un manicomio como si eso fuera un hecho natural y normal, que no merece el más mínimo cuestionamiento alguno, y lo acepta, no le desagrada, y vive con ello para el resto de su vida, sin sentirse nunca mal por ello. Esta actitud de tomarse tan a la ligera, con tanta naturalidad y banalidad esta situación de internación perpetua y de drogadicción, está originada en los controles que poseen los psiquiatras de sus facetas biológicas, psicológicas y sociales, que, a través de las drogas, la hipnosis, y el discurso unánime, lo inducen al paciente a pensar y a asumir esta realidad como si fuera la más corriente e intrascendente del mundo. De esta manera, con el dominio de estos tres factores, se logra someter a un ser humano, al que se le obliga a llevar una vida infrahumana que nadie desearía vivir para sí mismo en condiciones normales, como si se tratara de una situación de la más completa y normal banalidad.

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Los discriminados culturales pierden la conciencia de lo que es llevar una vida digna, pierden toda referencia de tal vida, y aceptan con indolencia y comodidad su vida de reclusos, como un pájaro que nació y vivió toda su vida criado dentro de una jaula.

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PARTE XVII - efectos de los psicofármacos-

Yo he comenzado a ingerir psicofármacos desde los once años. Al principio, se me dijo que eran “vitaminas para abrir el apetito”, pero no noté un cambio sustancial en mi persona, aunque sin duda lo hubo. Probablemente al comienzo solo fueran sedantes leves. Tras mi primera internación, cuando yo contaba con trece años, se me comenzó a medicar más seriamente con psicofármacos potentes, y aunque sentí frecuentemente las ganas de consumir agua potable en abundancia, e incluso llegué a vomitar varias veces, tampoco noté en mí, o al menos, no fui conciente del enorme cambio que me ocasionaron. A mis quince años, tras mi tercera internación en un centro e reclusión cultural, el Hospital Musto, se me comenzó a suministrar un inyectable mensual, que, desde entonces, hasta la fecha, me privó absolutamente de toda mi vida sexual. A partir del consumo de ese psicofármaco inyectable, dejé para siempre, hasta hoy en día, de poseer deseos y placer sexual, a pesar de que yo, recordando aunque no sintiendo, el placer que sentía antes, me masturbé frecuentemente durante años. Dejé de sentir deseos sexuales, o “calentura”, como se dice habitualmente, y, al masturbarme, no sentía excitación ni placer alguno, ni mucho menos orgasmo. Mi sensibilidad epidérmica estaba como anestesiada. Parecía que tenía un muy grueso preservativo invisible en mi miembro. Como resultado de ello, se terminó mi vida sexual, que duró desde mis doce a mis quince años, y nunca me relacioné sexualmente con una mujer, y ahora, a los cuarenta y cuatro años, soy virgen, y no tengo ninguna expectativa, ni interés alguno en dejar de serlo, porque, a esta altura, olvidé lo que es el sexo, el deseo, y el placer sexual. Dicho psicofármaco se me suministro mensualmente desde mis quince hasta mis treinta años, pero, tras su retiro, todo siguió igual, sin cambio alguno. A los dieciocho años, se me comenzaron a efectuar mis primeras series de electroshocks, donde, hasta el momento, ya se me han dado cuarenta y ocho electroshocks. Pero ya desde los dieciocho años, con mi primera serie de electroshocks, mandados por la psiquiatra Nélida Britez de Villalba, mi vida cambió totalmente. Me convertí en otro. Durante el transcurso de esos electroshocks, yo mismo fui conciente de que me estaban lavando y vaciando el cerebro. Lo cierto es que, a los dieciocho años, con tan solo esa primera serie de diez electroshocks, de los cuarenta y ocho que se me hicieron en total, perdí la memoria de toda mi vida anterior, me quedó el cerebro literalmente vacío, y perdí por completo toda

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vida y reacciones afectivas. Me volví absolutamente, desde entonces, apático, indolente, e insensible. Dejé, desde entonces, hasta de sufrir, como hasta ahora. Literalmente, los psiquiatras me vaciaron el cerebro, ya con solo esa primera serie de electroshocks. Desde esa primera serie, dejé de irritarme, de angustiarme, de sentir placer o dolor, de sufrir, y me volví absolutamente racional, y provisto de memoria meramente racional, no afectiva, ni visual. La memoria de todas las cosas que me borraron los electroshocks, yo jamás las podré saber en mi vida. Solo puedo saber lo que puedo recordar, y todo intelectualmente. Pero lo que me olvidé, que sin duda es casi toda mi vida, y lo más importante de ella, literalmente, no existe. Así, en muchas oportunidades, se me han presentado a saludarme como viejos amigos, personas totalmente desconocidas, que se extrañaban de mi indiferencia, y me dijeron que éramos amigos, que íbamos a tal o cual parte juntos, etc, y yo, a esas personas, es como si nunca las hubiera visto en toda mi vida, y, al final, les tengo que decir que me hicieron electroshocks, y que me olvidé e ellos. Como ejemplo, por el año 1993, más o menos, paseando por el barrio en el que vivía antes, me encontré con una señora mayor por la calle, una transeúnte absolutamente desconocida para mí, que, al verme, me saludó u me dijo: -¡Ah! ¿Tú eres Thomas, verdad? ¿Cómo andas? Yo la miré, a esa señora veterana y perfecta desconocida, y le pregunté: -Si. Soy Thomas. ¿De donde me conoce? -¿No te acuerdas de mí? Soy Fulana (no me acuerdo cómo me dijo que se llamaba). Tú fuiste alumno mío en el liceo 26, en segundo año. Yo era tu profesora de Geografía. Tú eras muy buen alumno. Yo la miré, y para mí, era una auténtica desconocida. Al final, tuve que decirle que no la recordaba a ella en absoluto, y, para no mentirle, le tuve que explicar que yo “estuve muy mal y que me tuvieron que dar electroshocks, y que por eso me olvidé de muchas cosas”. Ella pareció afectarse un poco, y me dijo, como si se sintiera afectada, como si todo fuera por culpa suya, que, una vez, en clase, ella dibujó en el pizarrón un mapa de Europa con sus propias manos, y que yo me reí de ella, y le dije que ese parecía ser el mapa de Europa después de la Tercera Guerra Mundial, y que ella se enojó, y me echó del salón de clase. ¡Perdóname, Thomas!-me dijo luego de decirme esto. Para mí, todo lo que aquella completa desconocida me decía, parecía como que me lo hubiera dicho en chino. Yo le dije, después que me dijo eso:

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-No tiene porqué. Yo cuando era adolescente era muy travieso, y me solía desubicar a menudo dentro de la clase. Yo creo que usted hizo bien. Y nos despedimos. Ella se quedó mucho más apenada y dolida que yo, que, en realidad, no la conocía, y era como si no la hubiera conocido nunca, y que no sabía ni quién era ella. ¡Y era una profesora de Geografía de segundo año de liceo, y que la había tenido frente a mis narices todos los días durante todo un año! Y yo no recordé nada, ni recuerdo aún nada de ella, ni de lo que me dijo ella al respecto. Pero, como dije, solo puedo saber lo que puedo recordar. Lo que no puedo recordar, literalmente, no existe. No existió ni sucedió nunca, como quién dice. Después de darles electroshocks, las víctimas se pasan lagos minutos inconcientes, con los ojos literalmente para arriba y totalmente blancos e inyectados en sangre, y se les cae la baba de sus bocas, en forma de espuma, hasta que, al tomar conciencia, minutos después, no saben ni quienes son ellos, ni se acuerdan ni de sus propios nombres, o los de sus hermanos, o los de sus novias. Balbucean incoherencias, y, en el Hospital Vilardebó, tras darnos los electroshocks en una sala especial para ello, nos meten en una silla de ruedas, como para paralíticos, y nos llevan en ellas a nuestras respectivas salas, como retardados con espuma en la boca, inconcientes y con balbuceos, para depositarnos en nuestras camas, como si fuéramos sacos de tierra, hasta que recuperemos la conciencia, minutos más tarde. Cada sesión de electroshock quema miles de neuronas en el cerebro, y las neuronas son las únicas células del organismo humano que, unas vez muertas, no se vuelven a reproducir. Así que estos señores psiquiatras dejan a los discriminados culturales cada vez con menos neuronas de por vida en sus cerebros en cada sesión de electroshock. Nos queman y nos dejan sin neuronas, como si fuéramos ratones de laboratorio. ¡Y a esto lo venden como una verdadera y “benéfica” terapia! ¡Y el dinero que les sale al Estadio y a los familiares cada sesión de estos “benéficos” tratamientos, que solo hacen mal y que no sirven para nada, solo para neutralizar la vida afectiva e intelectual de sus víctimas! Si estos señores nazis son capaces de convencer a la familias de los discriminados culturales de que semejante barbaridad le hará bien a sus hijo o hijas, o hermanos o hermanas, es que esos sinvergüenzas, con el mero uso de sus títulos académicos y de la retórica, son capaces de convencer a cualquier ser humano de cualquier cosa, sea del tipo que sea. Por cierto, que las familias de los discriminados están más interesadas en deshacerse de las molestias domésticas que les puede ocasionar ese familiar bastardo, que el verdadero bienestar de ese paciente, por el que dicen tener como finalidad dicho tratamiento.

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Y, en todo caso, las familias, que elijen deliberadamente ser crédulas ante todo lo que les digan estos señores, los psiquiatras, por mera conveniencia o por desesperación, para adjudicarle toda la culpa de los siniestros efectos de la terapia al psiquiatra, a la psiquiatría, o a una supuesta “patología” del paciente. ¡Y todos estamos felices! Durante muchos años, los psicofármacos me producían una disociación entre lo que yo pensaba, y lo que mis ojos veían, a pesar de que yo sabía distinguir perfectamente lo que estaba delante de mí. Era como ver sin ver, y pensar sin pensar en lo que yo estaba viendo. Era como estar muerto en vida. Desde entonces, mi vida se tornó absolutamente monótona y rutinaria, pasiva, y dejé de tener el menor interés en divertirme, buscar experiencias nuevas, salir a pasear, etc. Los psicofármacos “antipsicóticos” me convirtieron en un apático total. Actualmente, me he acostumbrado, desde hace décadas, a no hacer absolutamente nada durante todo el día, durante todos los días del año. Ya no siento, o quizás, no soy conciente, de esa disociación entre lo que veo y lo que pienso, o al menos, no me molesta, aunque tampoco soy un distraído. Pero soy absolutamente indiferente desde el punto de vista emocional hacia lo que ven mis ojos. Yo, por ejemplo, no siento ningún deleite en ver una película, o en contemplar un paisaje natural, o siento ninguna emoción cuando, por ejemplo, voy de turismo a veranear a algún balneario. Lo tomo todo con absoluta calma, serenidad e indiferencia. Del mismo modo, a pesar de que yo compongo melodías en un teclado, no tengo sensibilidad musical, y soy desde el punto de vista emocional, absolutamente insensible a la música, incluso hasta a la que yo mismo compongo, a la que, por cierto, hasta yo mismo ignoro lo que mi propia música trasmite o podría trasmitirle a los demás. Estando las veinticuatro horas dentro de esta clínica, sin salir ni para ir a la esquina, a pesar de que, si lo quisiera, lo podría hacer, me paso todo el día sin hacer nada, tomando mate, o fumando, ya sea solo, en mi cuarto, o en un sillón del patio de la clínica. Creo que yo no tengo sentido del tiempo afectivo. Yo no me aburro nunca, y el tiempo jamás pasa, ni lento, ni rápido. Se que el tiempo pasa, solo porque tengo una percepción racional del tiempo, y se que es de mañana o de tarde, y puedo calcular racionalmente si pasó una hora o dos desde determinado momento. Para mí, me es absolutamente indiferente, y no cambia en absoluto mi estado de ánimo, que sea de mañana, de tarde o de noche. Siempre estoy igual. Parece que el tiempo intuitivo o afectivo no existiera para mí. Si tengo que realizar una larga espera, espero sin impaciencia alguna, aunque siempre estoy ansioso. Nunca me desespero, y, como dije, el tiempo nunca corre para mí ni rápido ni lento. Se diría que nunca corre para mí.

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Puedo sentarme durante cuatro horas seguidas, o durante toda una tarde entera en una silla en el patio de la clínica, sin hacer nada, que el tiempo no pasa ni lento ni aprisa, y no me aburro nunca. Y esto no es por ninguna supuesta enfermedad que yo pudiera tener. Este es el efecto de las drogas psiquiátricas que nos obligan a ingerir todos los días, de mañana, de tarde y de noche. No es otra cosa más que eso. Tengo una enorme falta de voluntad para ponerme a hacer las cosas. El desgano es total, incluso hasta para las cosas más sencillas, como tender la cama o bañarme los domingos. Las fiestas de Navidad y Año Nuevo, los cumpleaños, y las reuniones sociales o con mi familia, ni me atraen ni me dejan de atraer. Me son indiferentes. Mi familia me olvidó, me dejó abandonado desde hace décadas en estas clínicas psiquiatritas, y yo me he acostumbrado a ello, y, la verdad, esto es algo que no me afecta lo más mínimo, ni me importa en absoluto. No siento necesidad de estar con nadie, ni nunca me siento solo o triste. No siento tampoco mayor placer en las comidas, ni tengo eso que solemos llamar “antojos” gastronómicos. A la hora del almuerzo y de la cena, yo como, como un hábito, sin apetito alguno. No soy agresivo, ni irritable, ni excesivamente callado ni conversador, ni muy social, ni muy activo, y para nada pasional o emocional. Soy de buen carácter, de buen humor, simpático, y muchos me tienen afecto aquí en la clínica. Pero yo, por dentro, soy un hombre muerto. La única actividad que me resta es la intelectual, y me gusta escribir y componer una música que ni yo mismo puedo leer su significado emocional, si es que lo tiene, y a pesar de que estoy yendo a la Universidad, no tengo voluntad para estudiar, y nunca me pongo a leer ningún libro, en parte por falta de voluntad, y, por otra parte, por absoluta falta de interés en algún tema. No me preocupa en absoluto mi situación, ni la pasada ni la actual, no siento remordimientos, o resentimientos, o frustración, o angustia, o ningún tipo de sentimiento alguno. Soy, sin embargo, muy ansioso, y el estrés consume mis días. Por otra parte, los psicofármacos me hacen mover los pies todo el tiempo, y siempre estoy ladeando la pierna para todos lados. Tengo horribles problemas en la memoria, la mayoría de los cuales, estoy seguro de que ni yo soy realmente conciente de ellos. Cuando voy a la cocina a calentar agua para tomar unos mates, vuelvo a mi silla, en el patio, esperando a que esta hierva, y pasan los minutos, y yo me olvido completamente de que dejé la caldera prendida, hasta que alguien me llama, a gritos, recordándome que dejé la caldera en el fuego. Esto me sucede casi todos los días, con mucha frecuencia.

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A veces, al ponerme la ropa, por mera distracción, me pongo un buzo al revés sin darme cuenta, hasta que alguien me lo dice. En mi cuarto, que es muy chico, olvido donde dejé yo las cosas, donde dejé el encendedor, el tabaco, todo, y me paso revolviendo todo el pequeño cuarto desesperado, hasta encontrarlos donde los dejo siempre. A la hora de dormir, el sueño no me viene espontáneamente, de a poco, y que voy sintiendo cansancio, ganas de dormir, y los ojos se me van cerrando, y que voy cayendo en el sueño poco a poco, de forma natural y normal. Sino que, después de tomar las pastillas, hay un período en que quedo medio bobo, hasta que en un momento, de golpe, sin darme cuenta, ya he dormido toda la noche y me despierto a la mañana siguiente. Cuando me despierto, siento como si nada hubiese sucedido. Como que todo vuelve a empezar como si no hubieses dormido nada, aunque tampoco me siento mal dormido ni cansado. Me despierto de golpe, no de a niveles sucesivos, como si nada hubiera pasado. Y vuelvo a la misma rutina del día anterior, como si no hubiese pasado nada. Para hacernos dormir a nosotros, los dementes, además de hipnóticos, siempre nos agregan un “antipsicótico” especial para la noche. Este interés en drogar con un antipsicótico especial para la noche, tiene un sentido para los psiquiatras, a pesar de que no es necesario para hacernos dormir. Según Sigmund Freud, durante el sueño, se libera el contenido de la libido inconciente, y se liberan, durante el sueño, las pulsiones reprimidas durante las horas de vigilia. La psiquiatría, como institución castradora y represiva, tiene como norma medicar con antipsicóticos nocturnos especiales a los discriminados culturales, precisamente para que el antipsicótico trabaje durante el sueño, e impida emerger y liberar de la mente a esas pulsiones inconcientes reprimidas durante las horas e la vigilia. Esta es la finalidad de los antipsicóticos nocturnos, no para “dormir mejor”, ni nada por el estilo. Son, literalmente, pastillas para no soñar. Están diseñadas para reprimir y neutralizar afectivamente al individuo, tanto de día, en la vigilia, como durante las horas del sueño, durante la noche. Es el efecto totalmente opuesto al que pretendía llegar Sigmund Freud a través del psicoanálisis de los sueños, para poder llevar a la conciencia los contenidos reprimidos del inconciente. No se trata de liberar al individuo, sino, precisamente, de castrarlo y reprimirlo. El psicoanálisis freudiano ya pasó de moda para los psicólogos y psiquiatras, y la tendencia moderna es, precisamente, lo opuesto a el. En infinidad de pacientes, a mí también, en determinadas circunstancias, debido al fuerte efecto de estas drogas psiquiatritas de venta legal, nos despertamos por la mañana

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con la boca, la cara, y la almohada todas empapadas de baba que se nos fue cayendo durante la noche, debido a los psicofármacos. Muchos pacientes, debido a la ingesta de estos psicofármacos, pierden baba por sus bocas incluso en las horas del día. Lo cierto es que estos hipócritamente llamados “antipsicóticos”, están diseñados para neutralizar las libido de los pacientes, y para reducir sus capacidades afectivas, y neutralizar sus conductas. Están diseñadas para crear a verdaderos entes humanos que vivirán una vida de rutina y apática durante todas sus vidas en un manicomio. Son para eso. No es “para estar mejor, ni por nuestros bienes”. Otra característica que tienen los psicofármacos, es que si bien vuelven absolutamente insensibles y apáticas a las personas que los consumen, tampoco, por lo general, generan una sensación de elevada molestia o malestar. Generalmente, los psicofármacos no hacen sentirse mal a quienes los consumimos, sino que, simplemente, nos restan todo humor, y dejamos de tener estados de ánimo alguno. El individuo se acostumbra al psicofármaco, y al poco tiempo, lo tolera, el cuerpo lo asimila, y el individuo no se suele sentir mal con ellos, no los rechaza, y, por lo general, los pacientes no se suelen quejar por estos. Incluso somos absolutamente inconcientes de sus efectos, que ni siquiera llegamos a sentirlos o a percibirlos. Simplemente, llega un momento en que, literalmente, ni te estás dando cuenta de que estás drogado. No notamos el efecto que producen estas drogas, que es enorme. Además de producir tics en todo el cuerpo, debido a la adicción que producen, suelen cambiar la mirada de los pacientes, volviéndola más perdida, insensible y ausente. Los psicofármacos generan adicción, tics, embotamiento afectivo y cognitivo, disociación entre el pensamiento y los sentidos, apatía, pérdida del humor y los afectos, indiferencia, tics nerviosos, hepatitis, pérdida de memoria grave, y otros males mucho peores. Son un verdadero veneno diseñado para matar a la gente en vida. Generalmente, cuando una persona ve a un paciente psiquiátrico, lo reconoce inmediatamente como tal, por su “aspecto de loco”, que, en realidad, se lo da más la medicación que se le da que por una supuesta enfermedad que pueda poseer. Otro aspecto interesante, es que yo he tenido ocasión de comprobar que ciertos pacientes, que antes de estar drogados e internados se daban una gran vida, de juerga, bailes y diversiones, y que luego, al caer en el manicomio y ser drogados, se vuelven absolutamente apáticos e insensibles. Pero, increíblemente, no sienten la más mínima nostalgia ni extrañan la vida de intensas pasiones, juergas y diversiones que vivieron y que dejaron de tener, y no se sienten mal

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por la apatía a la que los condenaron a vivir, y se toman con total indiferencia sus situaciones actuales. Estas personas, como quien dice, “perdieron la memoria afectiva de lo que vivieron en su pasado”, si bien, cuando uno habla con ellos, ellos pueden relatar sui vida anterior, y sus juergas y diversiones, pero no sienten nostalgia alguna, ni por no vivirlas más, ni por la apatía que sienten ahora, ni porcel hecho de vivir en un manicomio. Lo relatan todo con absoluta calma, desinterés y despreocupación. En el fondo, si hay algo que pueda definir a la calidad de vida de una persona drogada con psicofármacos en un centro de reclusión cultural, es la ausencia de todo drama alguno. Y yo diría también, que, además de ausencia de drama, existe sin duda ausencia de vida alguna. Curiosamente, son precisamente los psiquiatras que fomentan y recetan estos venenos, los primeros llenarse las bocas con malas palabras en los medios de comunicación, hablando de los “aspectos nocivos”, y del peligro de las drogas ilegales. Por los mismos medios de comunicación, se asegura que aquí, en Uruguay, las drogas de mayor consumo son el alcohol, la marihuana, y los psicofármacos. Se habla mucho y mal del alcohol y de la marihuana, pero poco y nada acerca de los efectos terribles y nocivos de estos medicamentos, tan hipócritamente llamados antipsicóticos, que son administrados por estos señores, que se apropian como suyos de los títulos de médicos de la salud, equiparándose a la medicina física y biológica. Los familiares, por un lado, desean quitarse de encima ese problema con patas, a esa persona indeseable y desagradable que es el paciente, y que solo le causa problemas, y los psiquiatras les trasmiten, con toda falsía, una seguridad en la ciencia y en los tratamientos que ellos hacen que ni ellos mismos tienen. Los psiquiatras terminan convenciendo a las familias que tratan de deshacerse de esa molestia que es el discriminado cultural, de que ese psicofármaco, o ese electroshock, le “va a hacer bien”, le “va a atenuar los síntomas”, y que “es lo mejor que se puede hacer por ellos”, o que es “lo único que hay”. Finalmente, los psiquiatras terminan convenciendo a los familiares, que poco les importa el discriminado, de que estos malignos y funestos tratamientos, “son necesarios”. Dichas convicciones son un requisito esencial e imprescindible para justificar y llevar a cabo estos tratamientos por estos señores inquisidores. Los psiquiatras, cuando recetan una o varias drogas a la vez, ellos no tienen ni la menor idea del efecto que estas le hacen a los pacientes. Ellos, que presumen de tener tantos conocimientos sobre el funcionamiento químico del Orebro, en realidad, cuando recetan una droga, ni el mismo psiquiatra tiene la menor

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idea de qué efecto le va a producir, ni que consecuencias químicas tendrá dentro del organismo del discriminado. En las colas para tomar la medicación, generalmente, a cada paciente se les da un promedio de cinco o de seis pastillas a cada uno, de mañana, de tarde y de noche. Cierta vez, en la cola para tomar la medicación, en la enfermería de la clínica Jackson, a una paciente le llenaron la palma de la mano con un puñado de catorce drogas a la vez. ¡Catorce pastillas! Al verlo, yo, después de que la paciente las tomó y se fue, le dije al enfermero, entre nosotros: -¡Catorce pastillas! Yo creo que ni el propio psiquiatra sabe que efecto le produce a esta muchacha esas catorce pastillas… ¿Verdad? Y el enfermero, a pesar de ser ellos siempre serviles con sus amos los psiquiatras, y como estábamos solos, me dijo con toda sinceridad: -La verdad es que yo también creo que no tiene ni idea. ¡Ja, ja! El efecto de las drogas que recetan los psiquiatras, son desconocidas para estos., así como también cómo y de qué manera viven los pacientes sus drogas por dentro, interiormente. No tienen ni idea de ello. Si una persona, al ingerir una sola droga, como la marihuana, la droga le puede hacer un efecto diferente cada vez que la prueba, y puede deprimirlo una vez, y alegrarlo potras, y que cada persona reacciona distinto rente a cada droga, como por ejemplo la marihuana: ¿Es que acaso el psiquiatra va a tener la menor idea de qué efecto, o qué reacciones químicas van a haber en el cerebro de un ratón de laboratorio, cuando se le introducen catorce drogas diferentes a la vez? ¡No tiene ni idea de ello! Pero la función de la droga, es, simplemente, hacer que el paciente no joda, que se deje de molestar, y eliminarlo de la sociedad. El psiquiatra desconoce, y le importa un rábano cómo vive o no el paciente las drogas por dentro. El psiquiatra, lo único que sabe es que él, a Juancito, le da catorce drogas por día. Luego, le pregunta al enfermero: -¿Juancito jode y molesta a alguien? Y el enfermero le dice: .-No. Luego, el psiquiatra le pregunta a Juancito:

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-¿Cómo te sientes? -Bien.-le dice Juancito. Entonces, para el psiquiatra solo le basta eso, y entonces, saca como conclusión que las drogas que le da a Juancito le hace bien, que él está bien medicado, aunque desconoce totalmente porqué, y cómo vive Juancito las drogas por dentro. Pero sentirle el gusto a la vida, es cómo sentirle el gusto a los alimentos. Llega un momento, que, de tanta droga que uno consume, pierde todo el sentido del gusto a la vida, y uno vive como un vegetal, y la vida se torna insípida, y si a uno le preguntan: -¿Cómo te sientes? Uno dice: -Bien. Pero no lo dice porque realmente estés bien, sino porque no sabes ni lo que es vivir ni lo que es estar realmente bien. Como tampoco te sientes mal, sino que no sientes nada, y eres como un vegetal, simplemente le dices al psiquiatra: -Estoy bien. Y si un paciente jode, y molesta, el psiquiatra corta por lo sano, y despreciando totalmente la vida psíquica y emocional del paciente, le receta electroshocks, y le dejan al paciente el cerebro vacío, y este queda como un vegetal, y los enfermeros le dicen al psiquiatra que el paciente se dejó de joder. Entonces, el psiquiatra le pregunta al paciente: -¿Cómo te sientes? Y el paciente, con el cerebro vacío, cómo un vegetal, le dice, indiferente: -Bien. Entonces… ¡Ya está! ¡Se dejó de joder y dice que está bien! ¡Estos electroshocks le hicieron un bien bárbaro! Y después el psiquiatra les dice a los familiares: -¿Vieron cómo los electroshocks “curan”? ¿Vieron lo bien que está Juancito ahora? ¿Vieron que Juancito ya no jode más a nadie? -¡Qué bien que hacen los electroshocks!-dicen los familiares, a quienes solo les importa que Juancito no joda, y que no les importa, ni les interesan, y desprecian la vida interior de Juancito, o si es un ser humano, o si se convirtió en una planta, en un vegetal.

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Y el oficio de cada psiquiatra consiste en tener cada uno de ellos, a veinte o treinta pacientes a sui cargo, bien drogados con drogas que ni saben qué efecto les produce, y que desconocen totalmente cómo los pacientes viven interior y subjetivamente esas drogas. Y consiste en tener a esos pacientes bien drogas, y que esos pacientes no jodan ni molesten absolutamente a nadie, y nadie tenga quejas de ellos, y que los pacientes se resignen a vivir eliminados de la sociedad en un manicomio, y que, cuando les preguntan: -¿Cómo te sientes? Ellos digan: -Estoy bien.-aunque no tengan ni la remota idea de lo que es estar y vivir realmente bien. ¡A eso se le llama ser un buen psiquiatra! ¡En eso consisten sus oficios! Y estos señores tienen un automóvil nuevo, un apartamentito, un puesto burocrático, y salen a hablar por los medios de comunicación como si ellos fueran “doctores de medicina”, y que “conocen lo que hacen”, como si fueran “expertos”, y como si la psiquiatría fuera igual a la medicina física, y fuera algo “científico”. Sin embargo, de vez en cuando, ven a Juancito que se le cae la baba de la boca, que perdió completamente la memoria, y que tiene temblores y contracciones debido a la adicción a los psicofármacos. Y los familiares y amigos comprueban día a día el horror que causan estas terapias y tratamientos, pero todos, adoctrinados por el psiquiatra, se ponen todos de acuerdo en callarse la boca, consentir semejantes barbaridades, y no pronuncian palabra ni objeción alguna al especto, y menos aún ante la propia víctima. Para justificar estos horrendos crímenes terapéuticos, los psiquiatras aducen que: “la ciencia de la psiquiatría está en pañales”, con lo que, detrás de este eufemismo, lo que en realidad pretenden trasmitirles a las familias de los discriminados culturales, de forma delicada, es a qué es lo que huele realmente esa charlatanería que ellos llaman “ciencia de la psiquiatría”. Y a los familiares, que, en realidad, no están interesados en el discriminado y en su bienestar, sino en su propio problema, y su problema es tener que soportar a ese familiar indeseable, molesto y desagradable en sus domicilios, no les importa dejar que estos nazis psiquiatras maten en vida a su pariente, con tal e borrar de sus casas su problema, de tener que soportar a ese molesto “problema con patas”. Entonces, a pesar de que toda la familia sabe que todos están cometiendo un verdadero crimen, el psiquiatra, que conoce el juego y los deseos de esta deshonesta familia, asume toda la responsabilidad.

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Él se hace enteramente responsable por todo, y estos ingratos familiares, eligen deliberadamente creer en todas y cada una de las mentiras que les dice el psiquiatra, para poder borrar de la familia a ese familiar indeseado y desagradable, sin sentir, o sintiendo la menor culpa ni cargo de conciencia alguna. Para rematar, el psiquiatra les termina convenciendo de que acepten seguir adelante con su crimen, de manera concienzuda, diciéndoles que el discriminado es un “chivo expiatorio”, y poniéndose el psiquiatra y los familiares en la posición de sacerdotes hebreos, con la autoridad de Dios para privar de la vida a un ser humano. Y los familiares adjudican toda la responsabilidad de sus discriminaciones al psiquiatra y a la supuesta “enfermedad” del paciente, y se limpian sus conciencias entre ellos, repartiéndose las culpas unos a otros. Y cualquier síntoma que el psiquiatra pueda presentarlo como favorable, se le atribuye el mérito a sí mismo, y les hace creer a los familiares que él es un excelente profesional, y que la psiquiatría es maravillosa. Pero todos los horrores y facetas funestas del tratamiento, se la adjudican a la “enfermedad” del paciente. Así pues, se trata todo de un verdadero crimen colectivo, donde participan psiquiatras, familiares e instituciones, y donde, además de castrar y aniquilar las vidas afectivas y sociales de los discriminados, se produce una verdadera y colectiva banalización del crimen y de sus consecuencias, y una aprobación absoluta a estos abusos, sin que nadie se atreva a proferir la más mínima palabra.

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PARTE XVIII -dos estupideces psiquiátricas-

Para empezar, como ya lo habíamos dicho, no existe ninguna teoría realmente científica que respalde los llamados diagnósticos clínicos psiquiátricos. Las llamadas “patologías psiquiátricas”, son, básicamente, producto de un fuerte prejuicio cultural, automático e intuitivo, que el discriminador vive como una experiencia absolutamente obvia y objetiva. No existe ninguna definición ni de lo que es “Salud mental”, ni “psicosis”, ni “esquizofrenia”, siendo todas estas supuestas patologías, un mero y arraigado prejuicio cultural, sin asidero racional ninguno, de naturaleza básicamente discriminatoria. El discriminado cultural, llámesele “esquizofrénico” o mediante cualquier otro tipo de rótulo, es, básicamente, un ser feo y molesto, a la que la sociedad pretende sacárselo de encima. Los psiquiatras pretenden, así como los racistas pretendieron definir fisiológicamente los tipos raciales para ejercer y justificar la discriminación, tratar de buscar y encontrar bases “científicas” que puedan explicar de forma pretendidamente “objetiva y científica” sus prejuicios culturales, sin lograrlo. Para justificar sus discriminaciones, elemento esencial para poder efectuarlas, ante los familiares de sus víctimas, los psiquiatras tratan de convencer a sus familias de que el discriminado está realmente “enfermo”, de que sui enfermedad es algo “concreto y científico”, así como también pretenden atribuirle un carácter científico a sus nocivos tratamientos psiquiátricos, a base de drogas y electroshocks, y justificarlos de este modo. A continuación, pasaré a relatar, a modo de ejemplo, dos relatos, de verdaderas estupideces psiquiatritas, o verdaderas mentiras deliberadas Cobn los que los psiquiatras convencieron a dos madres de personas catalogadas de “esquizofrénicas”, para así justificar sus discriminaciones sobre estos. Estos relatos son tan solo a modo de ejemplo, y son tan solo dos relatos, de tantos miles de relatos de estupideces similares con las que los psiquiatras convencen a cualquier persona, hasta de los tratamientos más horrendos e inservibles, en nombre de la “ciencia” y de la “salud”. El primer relato, se corresponde con una mujer mayor, divorciada, que poseía dos hijos catalogados de “esquizofrénicos (¡)”, que eran los hermanos Amaral de apellido. Los dos hermanos Amaral, Marcelo se llamaba el mayor, y no me acuerdo si Fernando el menor, habían estado ambos internados en la clínica Jackson, alrededor de los años 2003, 2004 y 2005,

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Lo cierto es que su madre era una mujer muy sensible, que los quería mucho a ellos, pero se enfrentaba a que sus hijos eran personas muy extrañas para ella, no se ajustaban en sus conductas a lo que la gente común espera que alguien se comporte. La mujer, a pesar de ser muy sensible, y de quererlos muchos, vivía en medio de una gran inseguridad, simplemente porque estaba tratando con unos hijos que no comprendía, y que le tenia miedo a lo desconocido, a pesar de que sus hijos eran muy sensibles, introvertidos, muy bondadosos, y no eran violentos en absoluto. Pero la madre, insegura de por sí, simplemente tenía miedo a lo que no conocía. Como es natural en estos casos, la mujer no tenía a quién recurrir, no tenía a nadie que le diese una respuesta adecuada hacia lo que sucedía, y estaba constantemente en busca de seguridad. Ella necesitaba a toda costa a que alguien., sea quien fuera, le brindara a ella seguridad, una respuesta, y que le dijera a ella que todo estaba bajo control. Como es natural, los únicos que parecían poderle dar esa anhelada seguridad, los únicos que parecían conocerlo todo, y tener experiencia en estos casos, eran los charlatanes de los psiquiatras. Movida por su inseguridad, ella decidió creer ciegamente en todas y cada una de las cosas que los psiquiatras decían acerca de sus hijos, y llegó a rendir un absoluto culto a la psiquiatría y a los psiquiatras. La madre de los hermanos Amaral creía absoluta y totalmente en la psiquiatría, en su carácter científico, y no cesaba de adular a los psiquiatras, y de contarme a mí “todo lo que se ha descubierto del cerebro humano, y acerca de las enfermedades mentales, y de los excelentes medicamentos que estaban saliendo todos los años”. “Que es muchísimo lo que ha avanzado la psiquiatría, y todo lo que se conoce, y se sabe, y que las regiones del cerebro humano están conectadas a través de “cables” entre una y otra”. Pero lo cierto era que sus hijos hacían una vida miserable, no mejoraban en absoluto, vivían drogados, sin hacer nada, internados, y con electroshocks cada pocos años. Lo único que los psiquiatras hacían, con toda su “ciencia”, era neutralizarlos y hacerlos vegetar a ellos todo el tiempo, internados, como verdaderos zombies. No había ninguna relación entre ese sensacional entusiasmo por la “ciencia” de la psiquiatría, con el estado en el que los psiquiatras les dejaban a sus hijos. Pero ella seguía creyendo, no porque tuviera argumentos, o porque el psiquiatra les hiciera algún bien a sus hijos, sino porque estaba desesperada, y los psiquiatras eran los únicos en los que podía creer, y así lo hacía ciegamente. Y, aprovechándose de su fe ciega, los psiquiatras la tenían a cuentos, les vendían todos sus tratamientos charlatanes, la llenaban de temores, y la convencían cada día de que sus hijos estaban perfectos, divinos, y “compensados” con sus benéficos tratamientos.

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Prácticamente, ella se pensaba que los psiquiatras eran poco menos que dioses bajados del cielo, que le daban a ella respuestas para todo. Naturalmente, que los psiquiatras sabían mucho menos que ella qué era lo que pasaba con sus hijos, y ellos no saben porqué sus hijos reaccionaban de tal y cual forma, y, de hecho, los psiquiatras ni siquiera saben, ni tienen una definición, ni de lo que es la salud mental, ni de la psicosis, ni de la esquizofrenia, como veremos al terminar este libro, en las definiciones e la Organización Mundial de la Salud, que decidí agregarlas en los últimos capítulos de este libro. Los psiquiatras, en realidad, no sabían nada de nada, pero le trasmitían a ella la seguridad que ella tanto necesitaba, y le aseguraban a ella que con ellos, sus hijos estaban en buenas manos, y controlados, y que todo lo que los psiquiatras les hacían a ellos era científico, y que les hacía bien. Lo cierto, es que sus hijos vivían drogados todo el tiempo, les hacían electroshocks cada dos o tres años, y se pasaban internados todo el tiempo. Esto era lo que esa pretendida “ciencia” podía hacer por ellos. Y ella estaba poco menos que absolutamente agradecida, porque los psiquiatras la salvaban a ella de su sentimiento de inseguridad, y le daban respuestas para todo. Lo cierto, es que los psiquiatras nunca hacían nada por sus hijos. Solo los drogaban, los internaban, y les daban electroshocks. Y, además, adoctrinaban a su madre para justificar sus nocivos tratamientos, y para hacerle creer que los estaban poco menos que salvando de una terrible desgracia. Pero, de hecho, no hacían nada por ellos. Lo cierto es que un día, salimos a caminar por el Parque Rodó, yo, Marcelo Amaral y su madre, y ella me hablo nada menos de lo benéfico que son los choques eléctricos para los tratamientos de las psicosis (¡). Para empezar, ni siquiera los psiquiatras saben realmente qué es una psicosis, y no tienen ni siquiera una definición precisa al respecto. En segundo lugar, a miles de pacientes se les han dado decenas de electroshocks, y no ha habido ninguno que se haya curado de una llamada psicosis. Pero ella, alegremente, y con toda convicción, me alegaba, como si los psiquiatras le hubieran lavado totalmente el cerebro, de lo benéfico que eran los tratamientos con los electroshocks, de lo bien qué hacían, de cómo “acomodaban la mente”. Sin duda, los psiquiatras, aprovechándose de sus inseguridades e madre divorciada con dos hijos problemáticos, le hicieron creer a ella cualquier cosa, y ella se las creyó a raja tabla. Durante ese paseo, ella me comento (¿Queriéndome convencerme a mí mismo, o pretendiéndose convencer a ella misma de lo que ella me decía?), que el tratamiento con los electroshocks había comenzado en la década de 1920, con un investigador, que le daba choques eléctricos a los psicóticos. Me dijo que al principio, la gente se burlaba de sus estudios, que se los tomaban a risa, hasta que más tarde, se comprobó que estos tenían un “gran efecto terapéutico”.Yo, para

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mis adentros, y sin decirle nada a ella, me dije a mí mismo que, más que burlarse e él, o tomarle sus tratamientos a risa, lo habrán criticado como a un verdadero sádico y un criminal. Pero no le dije nada. Al final, y, supuestamente, repitiendo las mismas palabras que algún psiquiatra puso en su propia boca para que las repitiera, me dijo que el electroshock hace el mismo efecto que, por ejemplo, “ciando en un cajón de feria, hay un montón de manzanas desordenadas, el electroshock lo que hace es agitar a ese cajón para que todas las manzanas se acomoden, y estén ordenadas”. Con estas palabras del cajón de feria y las manzanas ordenadas y desordenadas, la mujer pareció entenderlo todo, saberlo todo. Lo tenía todo claro, con este ejemplo tan burdo, simple, y absolutamente estúpido. Me lo dijo con total convicción, hablándome de lo benéfico de este siniestro tratamiento que nunca curó a nadie, dándome una absurda argumentación, totalmente burda, de un cajón de manzanas de feria desacomodadas. ¡Lo que decía era un burdo y simplista disparate! ¡Cómo va a relacionar una actividad sumamente compleja, y complicada, nada menos que la del cerebro humano, con esa comparación tan burda y absolutamente estúpida de un cajón de feria con manzanas desordenadas que el electroshock las agita para que estén ordenadas! ¡Esto es la idiotez total! Pero esta tremenda estupidez, que se ve que la repitió de la boca de un psiquiatra que se aprovechó de sus miedos e incertidumbres, ella me lo decía con total certeza y convicción, como si fuera la realidad absoluta. Así, en un idioma absolutamente burdo y pueril, usando toscas metáforas, los psiquiatras se aprovecharon de las inseguridades de una madre divorciada, con dos hijos que para ella eran una molestia, y que decidió creer ciegamente en todas y cada una de las cosas que los psiquiatras le dicen a ella, sin mediar criterio alguno. Y lo cierto es que los hermanos Amaral no se curaron ni se curtan nunca. Están siempre drogados, con electroshocks cada pocos años, e internados en una clínica psiquiátrica. Y la madre, desesperada por la situación, solo decide creer ciegamente en todas y cada una de las cosas que le dice su psiquiatra, y considera a la Psiquiatría como la ciencia absoluta que lo explica, o lo va a explicar todo, y sitúa todas sus esperanzas en ella, simplemente porque no tiene a nadie más a quién recurrir. Es como el que tiene una enfermedad terminal, y no hay médico que lo pueda tratar, y entonces, la persona recurre a un curandero que le da esperanzas, y lo llena de cuentos, y la persona decide creerle a pie juntillas todo lo que le dice, simplemente porque no tiene más remedio que creerle, para luchar contra su propia inseguridad, impotencia e incertidumbre. El otro caso de una estupidez psiquiátrica similar, fue el relato e una amiga de mi hermana, llamada Jimena, cuyo hijo Joaquín está catalogado de “esquizofrénico”, y recibió electroshocks, y también está drogado e internado.

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Al igual que la madre de los Amaral, Jimena se tiene que enfrentar con un hijo molesto, que es un verdadero estorbo, que no trabaja, y que ella no puede predecir sus actitudes, aunque no es violento. Jimena es otra madre que está llena de inseguridad, impotencia, y que tiene que lidiar con una verdadera carga, con una persona molesta, que le da trabajo, y que le ocasiona problemas. Al igual que la persona que tiene una enfermedad que no se la puede tratar ningún médico, y que entonces la persona decide recurrir a un curandero, Jimena recurrió a los psiquiatras. Como es natural, los psiquiatras, o primero que hacen es brindarle a ella plena seguridad, como que ellos saben de que se trata el tema, que conocen el tema, que saben lo que hay que hacer, que saben como funciona el organismo, la mente, que saben como controlar a la persona, etc. Lo que los psiquiatras hacen, definitivamente, es evitar que Joaquín sea un estorbo, o que estorbe lo más mínimo, y que sui madre, Jimena, pueda sentirse a salvo de su inseguridad. Lo cierto es que a Joaquín lo comenzaron a drogar, lo internaron, y le dieron electroshocks. Joaquín ser pasa todo el día en la casa sin hacer nada, con una vida afectiva nula y vacía, durmiendo todo el día. Y, además, cuando duerme, se le llena la cara y la almohada de baba debido a la medicación que le dan, y que Jimena le dice que “tiene que tomarla, o se va a descompensar”. Jimena le prohíbe a Joaquín fumar un solo cigarrillo de marihuana, pese a que Jimena, que hoy tiene más de cuarenta años, fumó marihuana, y drogas mucho más duras, durante toda su vida, desde que era adolescente. Lo cierto, es que a todos estos tratamientos sin seriedad ninguna de los psiquiatras, cuya única finalidad es lograr que el discriminado no moleste a nadie, y eliminarlo de la sociedad, se los trata de revestir e un carácter científico, así como se le pretende dar un carácter científico a la supuesta “patología” del paciente. Y, en base a esas explicaciones pseudo científicas, sin seriedad ninguna, donde los psiquiatras buscar dar una apariencia “científica y palpable” tanto a las supuestas patologías de contenidos discriminatorios, como a sus tratamientos que, lejos de curar a nadie, tratan de eliminar a los individuos de la sociedad, le hicieron a Jimena un verdadero cuento, que solo ella se creyó, movida por su inseguridad, y deseo de creer en él. En ese cuento, que Jimena me repitió a mí de la boca de un psiquiatra, ella me dijo que: “En el cerebro, parece que hay una capa que todas las personas tenemos, que tiene determinado grosor. En las personas normales, esa capita es de, por ejemplo (no sabía ni el tamaño del grosor, ni de qué capa se trataba), unos 0,020 milímetros, o algo así.

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Parece ser que los esquizofrénicos son individuos que a esa capita del cerebro la tienen más delgada, por ejemplo, de 0,020, la tienen, por ejemplo, 0,017, o algo así, y esto es lo que hace que las personas sean esquizofrénicas o no. Basta con que la tengas 0,003 milímetros más fina, para ser esquizofrénico. Jimena no sabía decirme ni de qué “capita” del cerebro se trataba, ni qué función tenía, ni siquiera sabía el grosor que tenía, y se había inventado las cifras. Este es el verdadero relato “científico” de una verdadera estupidez psiquiátrica, aprovechándose de la inseguridad y la buena fe que una madre insegura deposita en ese curandero que resulta ser el psiquiatra. Para empezar, ella comienza diciendo que “parece ser que los esquizofrénicos”. Ya con la palabra “parece”, al principio del discurso, desaparece toda idea de seriedad respecto a lo que se dice después. “Parece” no es un término, ni serio, ni científico. Parece, es, simplemente, parece. Puede ser cualquier cosa. En segundo lugar, ella habla de “esquizofrénicos”, dando a entender como que la “esquizofrenia” es algo, poco menos que “concreto”, “definido”, “palpable”, “real”. Está hablando de la esquizofrenia como si supiera de lo que está hablando, que es algo real, serio y definido, cuando, en realidad, no lo es. No es serio, ni siquiera definido. Ni los psiquiatras saben de lo que están hablando cuando hablan de “esquizofrenia”. En la parte final de este libro, en la parte en la que están transcriptas las definiciones de la Organización Mundial de la Salud, veremos que no existe ninguna definición, ni de salud mental, ni de psicosis, ni de esquizofrenia. Jimena, repitiendo por boca de otros, lo que los psiquiatras le pusieron en su mente, directamente, no sabía lo que decía. Probablemente, hayan muchas personas etiquetadas de “esquizofrénicas” que tengan a esa “capita” del cerebro bien formada, y muchas personas que hacen una vida normal, que la tengan más fina de lo común. Pero esto es solo un ejemplo, una ilustración, de cómo, ante los familiares, los psiquiatras tratan de bajar al terreno de lo concreto, de lo “tangible y palpable”, y de pretender hacer como algo obvio y científico, diagnósticos y etiquetas psiquiátricas que son meras abstracciones sin fundamento en sí mismas, y que están originados en preconceptos e ideas culturales, e índole prejuiciosas. Como a la madre de los Amaral, a Jimena la convencieron de la necesidad imperiosa de mantener drogado a su hijo Joaquín, de darle electroshocks, y de que viva para toda su vida durmiendo, mientras le sale la baba por la boca, y de que viva internado e por vida en un manicomio.

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A Jimena, lo que los psiquiatras la están induciendo, es a que se deshaga de su hijo, y a que efectúe un verdadero aborto psicológico con él, y lo deposite de por vida en un centro de reclusión cultural. Y todas estas madres, inseguras, impotentes, con cargas molestas en sus hogares, recurren a estos verdaderos curanderos, que, sin seriedad ninguna, les exponen conceptos pseudos científicos acerca “de que el electroshock acomoda a un cajón de feria con manzanas desordenadas, y a que los llamados esquizofrénicos tienen un milímetro menos de una capita de no se sabe que, que los vuelve así”. Las estupideces psiquiatritas que estos curanderos suelen hacer, tratando de bajar a lo concreto y a lo tangible a lo que no lo es, son increíbles. Pero, en los hechos, no curan a nadie, y tienen a todas las familias y a los pacientes atados en base a temores, temores, y temores, y a la promesa de eliminar a una molestia, a un estorbo de la sociedad. Probablemente, cuando a Jimena el psiquiatra le contó ese cuento a colores de la “capita del cerebro de 0,020 milímetros, dentro de todo el contexto de cuentos que ya le habrá preparado antes, a Jimena se le habrá iluminado de golpe la mente, y habrá dicho: -¡Ah! ¡Claro! ¡Ahora lo comprendo TODO! Se le habrá iluminado la mente con esa estupidez, y le habrá parecido todo claro, y el discurso de ese sinvergüenza del psiquiatra le habrá parecido muy convincente, cuadrado, cerrado, tangible, y científico, y se lo habrá creído a pie juntillas. A la madre de los hermanos Amaral, llena de inseguridades, solo bastó con que el psiquiatra le relatara una burda y patética comparación entre la complejidad de todo el mecanismo del sistema cerebral humano, con un vulgar cajón de manzanas de feria desacomodada, para que esa insegura mujer habrá pensado: -¡Ah, claro! ¡Ya lo comprendo todo! ¡Todo está claro! ¡Se trata de eso! Y de ahí, estas dos madres desesperadas, inseguras, y con dos verdaderas molestias en sus casas, depositando todo su deseo en querer creerle al psiquiatra salvador, les bastaron estas ridículas estupideces para que lo “entiendan todo” y se adhieran incondicionalmente a la psiquiatría. Y pasaron a estar de acuerdo en someter a sus hijos en tratamientos que no les sirven para nada, y que el único fin que poseen, es de eliminar un estorbo y una molestia de la sociedad. Estas dos estupideces psiquiátricas, pretenden darle un carácter concreto, palpable, y científico, a lo que no es ni concreto, ni palpable, ni científico. Se aprovechan de la ignorancia, la desesperación, y la ingenuidad de la gente, que, viéndose en una situación difícil, y con un familiar muy molesto, y que estorba, deciden creer a pie juntillas a esos psiquiatras charlatanes.

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Y así esas madres y familias aceptan a todos y cada uno de sus agresivos tratamientos discriminatorios, simplemente, porque no tienen a otra persona, o institución a la que recurrir, o que les pueda dar un consejo o explicación alternativo. Los psiquiatras no saben nada de nada, ni del cerebro, ni de porqué la gente se comporta de tal o cual manera, ni siquiera qué son o en que consisten las llamadas “patologías psiquiátricas”. Los familiares de los discriminados no acuden a los psiquiatras porque estén seguros de que los psiquiatras conozcan al paciente, lo que ocurre, su patología, etc, y que sepan lo que deben hacer, de que lo vayan a curar, hacer bien, mejorar, y que les garanticen un tratamiento serio. Los familiares de los discriminados culturales, ya de antemano, saben que los psiquiatras no saben nada de nada, y no van a hacer nada por el paciente, no le van a solucionar ningún problema, ni a curar, ni nada, pero los familiares se sienten desesperados, impotentes, inseguros, no saben a quién recurrir, y recurren a estos charlatanes por la más mera desesperación, y porque no existe nadie más en el mundo a quién consultar. Una vez consultado al psiquiatra, los familiares deciden creerle a todo lo que el psiquiatra les diga, y quieren creer que todo lo que el psiquiatra les diga es verdad, y que el psiquiatra les va a dar a ellos la seguridad y tranquilidad que ellos tanto buscan, y que todo lo hacen por el bien del paciente. Desean creer que el psiquiatra es serio, y es un científico, y que todo lo que él les diga está bien, solo porque están desesperados y no tienen a otra persona o institución a la cual recurrir. Quieren creer en todas y cada una de las cosas que les dicen los psiquiatras, y quieren creer que a su familiar le están haciendo un bien, ciando, en realidad, lo están eliminando e la sociedad. Por otro lado, existe un deseo, de parte de las familias de los discriminados, en adjudicarles el problema de su familiar a manos del psiquiatra, dejarlo todo en sus manos, deshacerse de todas las responsabilidades, y, en último caso, deshacerse del paciente, internándolo para siempre, e por vida, en un centro de reclusión cultural. Y el psiquiatra, por supuesto, que conoce las motivaciones de la familia, asiente y se presta a su juego, que también es el suyo. Y procede a embaucar deliberadamente al contexto familiar y social de sus víctimas, en nombre de su bien, y de la Salud Mental. Los familiares creen en la psiquiatría, solo porque ellos eligen creen en esta, no porque en la vida real tenga alguna razón para creer en esta con respecto a su paciente. Además, la psiquiatría, y la institución psiquiátrica, les sirven, y les conviene a ellos, para desembarazarse del problema y la molestia familiar que supone el discriminado. Por esto tantos familiares, como estas buenas dos y decentes madres, creen tanto en la psiquiatría, hasta el extremo de llegar a creer cualquier disparate que le digan los

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psiquiatras, y a aceptar cualquier tipo de tratamiento para sus hijos, y de aceptar sus justificaciones al respecto.

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PARTE XIX -las “terapias de grupo”-

I Para explicar en qué consisten realmente esas atrocidades que se cometen, en esos supuestos tratamientos “beneficiosos” llamados “terapias grupales o colectivas”, realizadas por estos profesionales de la Inquisición, creo que nada resultaría más descriptivo para mostrar en qué consisten, que en explicar mi propia experiencia personal en ellas, cuando yo aún no contaba con dieciséis años, y cuáles son los verdaderos fines que se persiguen en ella, y sus métodos, que, por cierto, no lo salen a trasmitírselos a los familiares de sus víctimas ni a la opinión pública. Por consiguiente, relataré mi experiencia personal en estas “terapias grupales”, una experiencia que si bien fue mía, es tan solo un ejemplo, una punta de iceberg, de los millones de casos de personas que asisten a esas “terapias grupales”, y sufren sus consecuencias. A mí se me comenzó a efectuar el “benéfico” tratamiento psiquiátrico a la edad de once años, aduciendo que yo “era un niño especial”, que “tenía problemas”, y tratando de atribuirle como causas de estos problemas, al fallecimiento reciente de mi madre. Se me expuso todo como si el tratamiento “pretendiera aliviar mi tristeza, y tratándome como si yo fuera una víctima o un “pobrecito”, cuando en realidad, se tenía un mal concepto de mí, y se pensaba diametralmente el concepto opuesto. Como resultado de ello, por instrucciones de un grupo de dos psicólogas, Marina Paseyro, y una tal Esther, que no me acuerdo su apellido, yo, que vivía con mi abuela, mi padre, y mis dos hermanos, se decidió no ponerme límites a mí de ningún tipo. No se me exigió nada, ni que fuera a la escuela, ni que sea responsable, ni que me calce bien los zapatos, nada. Me eximieron de toda autoridad alguna, no se me pidió, exigió, ni se interesó en que yo hiciera nada. Si yo hacía algo malo, por ejemplo, enojarme, o andar descalzo, o no ir a la escuela, o estar sucio, se ignoraba absolutamente todos estos hechos, y eran como si no existiesen. Al mismo tiempo, mi padre y mi abuela, desde mis once años, no tuvieron en absoluto ninguna perspectiva “normal” para mí. No se esperaba nada normal para mí. No se esperaba que fuera responsable, limpio, que fuera a la escuela o al liceo, que haga vida social, y se suprimió totalmente toda expectativa paterna de ideal de persona adulta en el futuro. Ni mi padre ni mi abuela, esperaba que yo “sea algo cuando fuera grande”. Ni que tuviera trabajo, amigos, familia, nada.

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Por otro lado, por instrucciones de esas mismas dos psicólogas, mi abuela comenzó a hacer todas las cosas que yo podía y debía hacer solo, sin que yo se lo pidiera, ni lo deseara. Ella, por su propia voluntad, se ofrecía por iniciativa propia, a ajustarme los pantalones, a abotonarme las camisas, a tenderme la cama, etc, cuando tanto ella como yo sabíamos que ello era indebido, que estaba procediendo mal, y que me estaba enseñando mal. Mi abuela, y después mi padre, comenzaron a educarme deliberadamente mal, por instrucciones de dichas dos psicólogas, y cómo ellos no me obligaban a nada, y la iniciativa partía de ellos, yo la aceptaba, y, al hacerlo, o sea, al aceptar algo que yo sabía que no debería ser así, me estaban convirtiendo en un verdadero “cómplice”, de sus malas enseñanzas, que luego, en el consultorio, la psicóloga trataba de reprochármelo. Por otro lado, sin exigirme ni esperar nada de mí, sin darme un proyecto de futuro, sin ponerme límites a nada, y de convertirme a mí en cómplice de su mala educación, de privarme de toda disciplina, y de sentido de responsabilidad y de sacrificio desde mis once años, se me comenzó, desde esa edad, a tratarme con las mayores consideraciones. Desde que comenzó el tratamiento, por orden de esas dos psicólogas, toda mi familia comenzó a consentirme en todos y cada uno de mis gustos. Y cuando hablo de toda mi familia, no hablo solo de mi abuela y de mi padre, sino también de mis tíos, y toda la familia, nuclear, y no nuclear. Dicho en otras palabras, a partir de mis once años, se me comenzó a tratar como a un verdadero rey. Se me comenzó a mimar, a consentir, a comprarme de todo, cueste el dinero que cueste, lo pida o no lo pida, o lo necesite o no lo necesite. Me convertí, de la noche a la mañana, en una verdadera estrella familiar, en el centro de toda la familia, nuclear y no nuclear. Me convertí en un verdadero “privilegiado”. Era algo así como “un caso único de loco y privilegiado dentro de un contexto familiar y social donde todos son normales”. Un privilegiado que, sin embargo, no iba a la escuela, era un haragán, no tenía disciplina, su abuela lo vestía, le tendía la cama, y le estaba permitido, como parte de ese “privilegio”, hacer lo que quisiera, aunque estuviera mal. No existió la menor crítica ni reprimenda alguna. Al mismo tiempo en que yo me convertí en el centro de la familia nuclear y no nuclear, por orden de las psicólogas Esther y Marina Paseyro, se me consideraba a mi como a un “enfermo”. Y se me daba a entender que se me trataba así porque yo tenía una “enfermedad”. O sea, me convertí, por un lado, en un maleducado privilegiado, y, por otro, en un pobre enfermo, o en “el loco de la casa”. Era el único “loco” de una familia y contexto normales. Y, además, privilegiado por ello. Yo no iba, por ejemplo, a la escuela, pero era como si ellos me dijeran:

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-¡Si él es loco! ¿Para que tiene que ir a la escuela? ¡No tiene ninguna necesidad! ¡Si no quiere ir a la escuela, que no lo haga, da lo mismo que vaya o que no vaya! ¡Si es loco! Y si yo no iba a la escuela, era un loco. Y si iba a la escuela, sin que me lo pidieran ni les interesara en absoluto, ni lo desearan, también era un loco que iba a la escuela porque me gustaba hacerlo, sin necesidad alguna, y sin ningún tipo de interés, deseo, o expectativas de futuro sobre mí de parte de mi familia. Y sin que a mi familia le importara o me felicitara por ello. Y si yo iba a la escuela, y era responsable, y auto válido, ellos me dirían, al final: -¡Ya que eres responsable y te puedes atender tú mismo y no nos necesitas, no te vamos a estar manteniendo! ¡Vete a trabajar a la calle y olvídanos! O sea, que si yo asumía una actitud responsable y auto válida ante la actitud con las que dichas dos psicólogas aconsejaron a mi familia que me trataran, yo no solo seguiría siendo nada más que un loco para mi familia, sino que me retirarían todos mis privilegios, todas las consideraciones y discriminaciones positivas,. Y, encima, quedaría solo y en medio de la calle, abandonado y sin hogar. La solución era asumir una actitud dependiente e irresponsable, como “loco”, esperando a que mi familia reaccionara, y se interesara no tanto por la “enfermedad”, sino por mi normalidad, y me consideraran un individuo capaz y responsable, y me estimularan a serlo, y me dieran un proyecto de vida adulta. Por eso yo reaccioné a sus actitudes con esas reacciones irresponsables, que ellos las catalogaban de “infantiles y enfermizas”, esperando yo a que ellos vieran que sus actitudes me hacían mal, y esperando a que me trataran como una persona normal. Por eso reaccioné de esa forma que ellos tanto reprocharon. No fue debido a ninguna supuesta “enfermedad”, sino, precisamente, a todo lo opuesto, debido al tratamiento que me hacían. Desgraciadamente, ellos nunca cambiaron su postura sobre mí, me malcriaron deliberadamente, me convirtieron en un verdadero inútil, y jamás me han considerado una persona normal, capaz, y jamás han esperado de mí un proyecto de vida normal, que trabaje, tenga familia, me sociabilice con gente normal, etc. La misma política que esas dos psicólogas aplicaron sobre mí desde mis once años, la aplicó el psicólogo al que comencé a concurrir a sus consultas, a mis catorce años, llamado Damián Díaz. Actualmente, a mis cuarenta y cuatro años, vivo como un loco en un manicomio, olvidado por todos, que ni siquiera se acuerdan de mí, y nadie, absolutamente nadie espera nada de mí, ni se me incentiva a hacer el menor esfuerzo. Por el contrario, me están diciendo, con palabras y sin ellas, que yo soy un “loco” crónico e incurable que voy a vivir encerrado de por vida aquí.

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Y aquí en el manicomio tengo todo lo que necesito materialmente. Si me pongo a hacer esfuerzos, y a trabajar, cosa a la que nunca me enseñaron a hacer, no solo no dejaré de ser loco, sino que ganaría, con mucho sacrificio insufrible, un salario que no daría para pagar ni la mitad de la cuota de lo que cuesta un mes de internación en esta clínica. Y esta situación actual, la vengo viviendo desde mis once años. Y, conjuntamente con esa actitud e fomentar malas conductas en mi, y de destruir mis proyectos de vida, y de menoscabar mi fuerza de voluntad, disciplina y sacrificio, se me trató como un verdadero rey, se me llevaba a fiestas, cines, se me festejaban enormes cumpleaños, se me decía que era poco más o menos el favorito de la casa. Esto era, sin lugar a dudas, una discriminación positiva, como se dice. No me voy a poner a relatar toda la historia de esta truculento tratamiento, supuestamente “beneficioso”, que me hicieron estos señores, de ahí hasta el final de mis quince años, que fue la edad donde ingresé en la llamada “terapia de grupo”, porque mi objetivo ahora es tocar el tema de estas mencionadas “terapias grupales”. Lo cierto es que, a partir de los once años, cuando yo, en realidad, era un niño que siempre fui responsable, estudioso y obediente, y que siempre me consideré normal, y que yo veía en todo esto, que esta mala educación que se me brindaba deliberadamente, me estaba convirtiendo en un verdadero inútil antisocial. Pero esto no era debido a causa mía, o de una supuesta “enfermedad”, sino a causa precisamente del tratamiento que decía combatirla, yo nunca me consideré “loco”, y, según ellos, “yo no tenía conciencia de mi enfermedad”. Lo cierto es que yo, desde los once a los quince años, debido a esta deliberada mala educación, recetada por varios psicólogos sucesivos, comencé a desarrollar verdaderos problemas emocionales en mi adolescencia, no debidos a una “enfermedad”, propiamente dicha, sino debido al tratamiento que decía combatirla. Comencé a perder años de estudios, comencé a volverme holgazán, irritable, antisocial, con malos hábitos, y totalmente desadaptado, debido al “benéfico” tratamiento psicológico, y después psiquiátrico, al que me sometieron, primero ese par de psicólogas Esther y Marina Paseyro, y después Damián Díaz. Lo cierto es que yo, tras cuatro años de agresiones, comencé a perder el contacto social con mis amigos y compañeros del liceo. Cada vez me costaba más relacionarme con ellos. ¿Cómo un adolescente se va a relacionar con un compañero de liceo, o con una novia, y contarle que sus padres lo visten, le tienden la cama, lo consienten, etc.? Es vergonzoso. Esta actitud de maleducarme intencionalmente de parte de los psicólogos y de mi familia me impedía sociabilizarme normalmente con mi grupo adolescente, y me obligaba a retraerme a las relaciones morbosas de mi hogar. Lo cierto, es que yo, para entonces, fui obligado a abandonar la vida social adolescente, a la que no desee nunca abandonar, y verme obligado a sustituirla por la vida familiar de

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ser un haragán malcriado, consentido, y tratado con todos los miramientos, a cuerpo de rey, y ser el centro de mi familia como un loco, y no ser nadie fuera de mi hogar. Para mi familia, yo era el “loco consentido y maleducado que era el centro de la familia, y al que todos atendían”, mientras mis hermanos estudiaban y salían a divertirse con sus amigos, y hacían sus vidas adolescentes. Fuera de la familia, para el resto de la sociedad adolescente, yo era un “pobre enfermito, patético, que era loco, y que se portaba mal”. Esta situación no fue producida ni por mí ni por ninguna supuesta enfermedad, sino por el tratamiento que esos nazis decían pretender “curar”. Lo cierto es que yo ingresé a una llamada “terapia grupal”, a los finales de mis quince años. II

Cuando comencé a concurrir a la terapia, yo aún era sociable dentro del ambiente del liceo, y accedí a ir a la terapia grupal porque esperaba encontrar allí a compañeros adolescentes, de mi misma edad, que pasaran por normales, y que tuviésemos esperanzas en recuperarnos y que yo iba a ir mejorando con ella. A los quince años, en segundo de liceo, y hasta entonces, yo, aunque de alguna manera trasmitía mis problemáticas en la clase de estudio, yo era conversador y abierto con mis compañeros. Yo me vinculaba con ellos, hacía bromas, y era muy sociable. Esto fue hasta mis quince años. Al final de mis quince años, ingresé en el instituto Aletheia, donde se me practicó una “terapia grupal” con otros locos, una “terapia familiar”, y una “terapia interfamiliar”, todo con locos de mucha más edad y demencia que yo. Lo primero que me impresionó, fue que en el grupo de cuatro personas que integrábamos el grupo (más dos más que dejaron de ir), resultaba que yo tenía, al ingresar, quince años, y el menor de todos tenía veinticuatro, otro treinta y dos, otro treinta y cinco años, y de ahí para arriba. Por otro lado, yo, a pesar de todos mis problemas, me consideraba normal, y tenía esperanzas de poderme vincularme a un grupo adolescente, y hacer una vida normal en el futuro, y tener novia, profesión y amistades. Pero por otro lado, me vi con el hecho de que todos esos pacientes eran psicóticos crónicos, de larga data hospitalaria, sin futuro ninguno, y ninguno deseaba asistir a esas terapias, a las que íbamos –yo también- presionados psicológicamente, menos los dos compañeros que dejaron de ir, y que eran los únicos allí que pasaban por normales. Para comenzar, como ya dije, el tratamiento me obligó a que yo me hallara en una situación donde en mi casa yo era el loco privilegiado y centro de atención, y que fuera de mi casa yo no era nadie.

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Dentro de mi familia, yo era considerado como un verdadero extraterrestre, un ser de otro mundo, tratado de distinta forma que a los demás, centro del mundo, con miramientos, con una discriminación positiva, y yo, dentro de mi casa, era “el” loco, dentro de una casa llena de gente normal. En mi casa, yo era “el” único loco de la familia, era un caso rarísimo, especial, y tratado con discriminación positiva, como centro del mundo, mientras que fuera de mi casa, para la sociedad adolescente, yo no era nadie, o era un ser patético. Así que yo me crié en una situación excepcional, donde mi familia, deliberadamente, desde mis once años, me trató como a un caso excepcional, como un espécimen único, rarísimo, bajo distintas normativas y expectativas, y como “el único niño que todo el mundo decide mal educar, darle de todo, consentirlo, y convertirlo en un loco”. Así que ellos, a través de este trato excepcional que recibí desde mis once años, me convertí en un “único niño loco de mi familia y del liceo que se me trataba así”, en una familia, y en una sociedad, donde todos los padres exigen a sus hijos que sean responsables, les exigen, les imponen disciplina, esperan de ellos un futuro normal, etc. Entonces yo pasé a convertirme en un caso único, de discriminación con facetas positivas, aunque la discriminación siempre es negativa. Sin embargo, en la “terapia de grupo” del instituido Aletheia, yo me vi metido dentro de un grupo de psicóticos crónicos, sin esperanzas ni futuro ninguno, y que me doblaban en edad, donde, sin embargo, todos ellos tenían exactamente las mismas características que yo. Todos esos psicóticos de atar, eran pacientes que eran el centro del mundo en sus familias, donde eran discriminados positivamente, y que no eran absolutamente nadie fuera de sus casas. A todos nos tomaron y nos obligaron a reunirnos en torno a esa “terapia de grupo”, obligados psicológicamente a asistir. Supuestamente, esas terapias eran para “sociabilizarse”. Y yo tenía deseos de sociabilizarme. Yo no quería, a los quince años, vivir toda mi vida encerrado dentro de mi familia. Yo me consideraba normal, creía que podía aún tener una vida normal, y tenía esperanzas de sociabilizarme normalmente. Pero no quería sociabilizarme con esos locos nenes de mamá que eran psicóticos crónicos y sin esperanzas, y que me doblaban en edad. Entonces, desde el principio, sentí una profunda aversión por la “terapia de grupo”, y no quería participar, me resistía a ella, pero estaba obligado psicológicamente a ir. Aparte, sin duda, de las sugestiones hipnóticas, los psicólogos me amenazaron subconscientemente, a que si yo no cumplía con el deseo de mi padre a que yo acudiera a esas “terapias grupales”, yo perdería el apoyo paterno, y usaban como caballito de batalla mi temor al abandono total familiar.

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Sin embargo, la misma situación que me ocurría a mí, les ocurría a los otros tres integrantes permanentes de la “terapia grupal”. Otros dos integrantes, una muchacha y un hombre maduro, que pasaban por normales, y trabajaban, solo estuvieron algunas semanas, y luego, supongo que se habrán dado cuenta de qué se trataba todo eso, y se fueron por las suyas, porque no eran bobos. Los integrantes que quedábamos, éramos precisamente los que estábamos presionados psicológicamente para ir aunque no lo deseáramos, que éramos, Ricardo, José Sturla, Carlos y yo. Como dije, todos éramos nenes de mamá discriminados positivamente como enfermos dentro de nuestras familias, y que no éramos nadie fuera de ellas, y ninguno deseaba ir a la terapia, ni deseaba participar, hablar, ni compartir nada con nadie. Todos nosotros, tanto yo como ellos, habíamos sido conducidos, deliberadamente por los terapeutas, a una posición en que se nos ponía a nosotros, en primera instancia, como “locos privilegiados dentro de nuestras familias, y se nos habían aislado del resto de la sociedad”. Además de tratarnos a nosotros como “locos privilegiados”, nos hicieron sentirnos “casos excepcionales”, como que éramos “los únicos locos de nuestro contexto familiar y social”. En mi caso, yo era el único “loco” dentro de mi contexto familiar y del liceo. Nadie en mi familia ni en el liceo era tratado como a una rareza, como a una excepción, con una discriminación positiva de esa manera. Entonces, tanto a mí como a ellos, nos hicieron sentir, en primera instancia, aislados, y como si fuéramos, además de ser discriminados positivamente, cómo los únicos locos de nuestros contextos familiares y sociales. Pero después de habernos aislado y discriminado de esa forma, y después de habernos fabricado esos egos que ninguno de nosotros eligió tener jamás, como locos únicos y privilegiados, se nos juntaba a todos nosotros allí dentro, contra nuestra voluntad, y sin querer participar. Se nos privó, no solo de toda posible discriminación positiva, sino que se nos trató, no como de locos “únicos”, sino como “locos cualquiera, dentro de un grupo de locos cualquiera”. Desde mis once años, mi familia me comenzó a discriminar de forma cruel, aislándome, dándome todos los privilegios y discriminaciones positivas, y tratándome como si yo fuera “un caso único y excepcional”. O sea, como si yo fuera “el” loco de la familia, del liceo y del mundo. Después de conseguir este objetivo, y de obligarme a mí a generarme este ego de discriminado único y privilegiado, se me puso a mí delante de un grupo de locos, a tratarnos sin ningún tipo de miramientos, consideraciones, especialidades,

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discriminaciones positivas, y como a “un loco más cualquiera dentro de un grupo de locos más cualquiera”. Lo mismo que me hicieron a mí, les hicieron a ellos. De esta manera, los psicólogos y los psiquiatras completaron hasta el último término su discriminación conmigo, que comenzó con el tratamiento, a mis once años. Yo, que, a pesar de tener todos estos problemas, aún tenía esperanzas de poderme sociabilizar con amigos y compañeros adolescentes normales, y de hacer una vida normal, tener novia, amigos y profesión, se me metió dentro de un paquete de locos nenes de mamá que no deseaban integrarse, que eran personas con severísimos trastornos psiquiátricos, y que me doblaban en edad. Yo ya dejé de ser “el único loco, y de ser discriminado positivamente”. A partir de ahí, con estas “terapias grupales”, pasé a ser “un loco más cualquiera, dentro de un grupo de locos más cualquiera”, y dejé, progresivamente, de ser discriminado positivamente, hasta que, dos años más tarde, perdí absolutamente todos y cada unos de los privilegios que me habían otorgado la discriminación positiva desde mis once años. Perdí todo el apoyo y el afecto familiar, y pasé a vivir, desde mis dieciocho años, hasta la fecha, absolutamente olvidado y abandonado por todos, que ni se acuerdan de mí, “como un .loco más cualquiera, dentro de un grupo de locos más cualquiera, dentro de una clínica psiquiátrica”. El objetivo de esta “terapia grupal”, así como todas las discriminaciones positivas que se me dieron desde mis once años, era aislarme y discriminarme totalmente. Desde los dieciocho años, dejé de existir para absolutamente todo el mundo. Por alguna razón, a mis once años, los psicólogos creyeron entender que yo era un ser indeseable que no era apto para vivir en sociedad y hacer una vida normal, y toda esta supuesta enfermedad, y terapia “para curarla”, solo fue el medio que usaron para discriminarme y eliminarme progresivamente de la sociedad, y para que yo esté ahora en el lugar donde yo estoy viviendo ahora. La psicología y la psiquiatría, y las “terapias grupales”, no están hechas para curar a nadie. Están hechas para reprimir y para discriminar. En estas terapias grupales del instituto Aletheia, nos obligaban a sentarnos a todos alrededor de una mesa. III

La mesa era una tabla puesta sobre unos caballetes, que, al comenzar las sesiones, nosotros debíamos ir al garaje del local y traerla y montarla, para luego iniciar la sesión.

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Jorge, uno de los compañeros que pasaba por normal, y que desistió de ir a la terapia poco después, una vez, cuando todos transportábamos la tabla y los caballetes, al ver al psiquiatra Raúl Sintes caminar despreocupado a nuestro lado sin hacer nada, él le dijo: -¿Por qué vamos a llevar la tabla nosotros y usted no? ¿Es que somos diferentes? ¡No sea malo! ¡Dénos una ayuda! Y Raúl Sintes sonrió cínicamente, pero como amable y bondadoso, y puso la mano sobre la tabla, como que le hacía caso, pero en realidad no la llevaba, sino que solo puso su mano. Fue un gesto, no una ayuda. La tabla la tenían que llevar los locos, no los normales. -¡Pero eso no es llevar la tabla!- le dijo Jorge. -¡No seas malo!-dijo Sintes, amable y benévolo, y Jorge lo miró, y ahí quedó la cosa. Ya desde el principio, se establecía una completa diferenciación, en todo sentido, primeramente en los roles, entre los “psiquiatras normales”, y los “locos enfermos”. El grupo de los locos se ponía en una mitad de la mesa, y los tres o cuatro terapeutas (el psiquiatra Raúl Sintes, y las psicólogas Beba, Ana María y Laura), se ponían en la otra mitad. Había varias actividades. Una de ellas, era proponer un tema, por ejemplo, “la libertad”, “el castigo”, “el amor”, etc. Esos locos al revés nos pedían que nosotros nos pusiéramos de acuerdo, y decidamos por nosotros mismos el tema que íbamos a elegir. Pero nadie quería participar. Todos íbamos forzados, y, entonces, el tema lo proponían ellos, y nosotros, que éramos débiles de carácter, e íbamos a la terapia obligados, aceptábamos el tema que los “terapeutas” proponían. Así, se nos daba a cada uno una hoja de papel, y unos lápices de colores, y todos teníamos que hacer un dibujo alusivo a ese tema. Después de que todos terminábamos de dibujar, cada cual debía presentar individualmente, uno por uno, su trabajo ante todos, y decir qué fue lo que dibujó, y porqué, y qué relación tenía con el tema propuesto. Así lo hacíamos todos. Luego, se pasaba a discutir los dibujos. Uno opinaba sobre el dibujo del otro. Se hacía un verdadero debate sobre cada dibujo. Por supuesto, que los que dibujábamos éramos nosotros, los “locos”, mientras los psiquiatras no dibujaban nada, y solo “presenciaban” nuestros trabajos “desde afuera”. Sin embargo, a pesar de que ellos no hacían ningún dibujo, ni presentaban ningún tipo de tesis, intervenían en los debates, y hacían preguntas que nos obligaban a soltar

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nuestras lenguas, que no queríamos abrirlas, y se ponían a opinar sobre nuestros dibujos, siempre comenzando sus comentarios con un: “yo creo que….”, “a mi me parece que…”. Para ponerse a dibujar ellos no existían, pero para meterse a opinar y debatir sobre nuestros dibujos ellos tenían entera libertad. Y tanto yo, como José Sturla, Ricardo, y Carlos, no deseábamos ni dibujar, ni hablar sobre el tema, pero por debilidad de carácter, terminábamos dibujando, aunque no queríamos opinar mucho sobre lo que hacíamos. Pero era muy difícil moralmente para nosotros negarnos a decir una sola palabra acerca del dibujo que habíamos hecho, ante el diálogo tan benévolo, sugerente e invasivo de los psicólogos, y de Jorge y la otra muchacha, que pasaban por normales, que eran los únicos que estaban dispuestos a hablar, aunque solo hayan ido allí unas pocas semanas. Para peor, si no queríamos decir algo, los terapeutas les comenzaban a poner palabras a nuestros silencios, y a hablar ellos lo que nosotros no queríamos decir, y nos obligaban a abrir la boca a la fuerza. Durante la terapia, yo no quería estar allí sentado en el grupo, deseaba no estar, y trataba de cerrarme, de bloquear mi mente, de no decir nada, o de no decir nada importante, o de reprimir mis deseos de hablar. Yo hacía discursos de pensamiento para mí mismo, y trataba de concentrarme en ellos, pero no podía ignorar la verdad, que estaba en medio de la mesa, en un grupo, y no podía ignorar el lenguaje público de lo que se estaba hablando, aunque el lenguaje privado, el del pensamiento, parecía que no existiese, ni siquiera para mí. El sufrimiento que llegué a tener en esas “terapias de grupo” fue enorme. Al principio, sentía una sensación de intensa emoción de sufrimiento y malestar, en los períodos en los que trataba de callarme la boca. Luego, ya no podía más, y soltaba la lengua, contra mi voluntad, y hablaba, y sentía una muy fuerte e indeseada catarsis, que me proporcionaba un momentáneo, y a veces muy fuerte placer. Pero después de sentir ese placer catártico, sentía un ¡Plop! Y se borraba, desaparecía de golpe, mi vida emocional. Por cada catarsis que yo hacía soltando la lengua, se me vaciaba emocionalmente el cerebro. Me volvía cada vez más vacío, insensible, y me sentía cada vez más vulgar, pobre emocionalmente, más insignificante, más nada. Era un lavado de cerebro para convertirme en un ser insensible, vulgar, en un “loco más cualquiera dentro de un grupo de locos más cualquiera”. Yo sentí que mi personalidad, que siempre había sido muy rica e intensa, se volvía vacía y vulgar emocionalmente. Que perdía mi “yo”, mis afectos, mi riqueza afectiva, y mi valor como ser humano. Me sentía cada vez más y más desvalorizado.

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Al final, deje de sentirme, ni valorizado, ni desvalorizado. Terminé siendo nada. Sin afectos ni emoción ninguna. En un loco más cualquiera. Dejé de poseer cualquier valor. Ni valor positivo, ni valor negativo. Sin valor afectivo. Nada. Y cuando yo, en un momento de locuacidad, me dirigía, por ejemplo, a un psicólogo, y le contaba algo, dicho con gran intensidad de emoción, y sintiéndome escuchado por ese terapeuta, el terapeuta me miraba como si me estuviera escuchando atentamente. Y cuando yo estaba casi terminando de hablar, este ladea sorpresivamente la cabeza, en un gesto de desinterés e indiferencia total, y pasa a preguntarle a otro loco o darle la palabra a otro loco de algún tema parecido al que yo estaba hablando, o a cualquier otro tema. ¡Y yo quedo como un imbécil! Pero nada quedaba como algo personal. Quedaba como si no hubiera interés alguno en minimizarme psicológicamente. Como algo que no tenía ningún tipo de mala intención. Como si fueran unas actitudes “objetivas y neutras”. Y a todos nos iban minimizando de esta forma, hasta llegar a un nivel de afecto y de ego cero. En esas terapias de grupo forzadas, se me obligaba a compartir y sentir emociones y sentimientos que no quería compartir ni sentir, y se me iba inhibiendo mis emociones y afectos reales y naturales en mí, dirigidos hacia una sociedad adolescente y normal. Era un verdadero lavado de cerebro, para mí, y para mis compañeros. A veces, el dolor era tan grande, que yo me rehusaba a participar, y me aislaba en un rincón, y los terapeutas, que eran tan “pragmáticos”, me sugerían que participara, pero no me obligaban explícitamente a hacerlo. Pero yo permanecía solo en un rincón, callado, tratando de aislarme, cuando todo el resto del grupo participaba y proseguía la terapia. Y el lenguaje público se imponía sobre el lenguaje privado, y yo me sentía mal, aislado, incomunicado, humillado, degradado, y quedaba como un estúpido, hasta que, tarde o temprano, volvía a participar, en una terapia donde estaba presionado psicológicamente a ir. A veces, durante la terapia, a otros de mis compañeros les sucedía lo mismo, y se aislaba en un rincón, y se quedaba callado, sin querer hablar, mientras el resto del grupo participaba. Entonces, yo veía en ese compañero mi misma actitud que tenía yo. Esto es lo que los terapeutas de grupo llaman visualizar un “espejo”. Uno ve en el otro, fuera de sí, a su propia problemática, y se identifica con el sujeto que la está viviendo.

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IV

La función de las terapias de grupo es generar “espejos”, uno tras otro, para que uno vea en los demás, a sí mismo. Esta es la función de la terapia de grupo. Generar “espejos” en el que un paciente se identifique plenamente con el sentimiento del otro. Y en esos casos, yo me identificaba con el sufrimiento, el dolor, la despersonalización, la frustración, la actitud de arrinconamiento, la humillación, la debilidad de carácter, y lo ridícula de la actitud de aislarse en un rincón, para después ser obligado a salir de él contra nuestra voluntad. También veía como “espejo”, nuestras actitudes de niños mimados dentro de nuestras casas, de locos que nos creíamos únicos, los centros del universo, que éramos los únicos locos del mundo, y que en realidad, no éramos ni los únicos, ni los centros del universo, sino que éramos todos unos locos más cualquiera, dentro de un grupo de locos más cualquiera, y eso nos frustraba y nos menoscababa. Y yo veía que yo era “espejo” de otros, y se formaban espejos de espejos de espejos. En realidad, no es necesaria una terapia grupal para que se produzca el efecto de “espejo”. Se da en cualquier relación humana, cuando alguien ve que a alguien le pasa lo mismo que le pasó a uno. El tema es que existen espejos y espejos. Yo podría haber generado el fenómeno de “espejo” con adolescentes normales de mi edad, y espejos de espejos de espejos, con amigos, y amigos de amigos, y conocidos de conocidos de mi ambiente barrial y liceal, de gentes normales, sanas, y espejos de sentimientos positivos, agradables, sanos. Pero, al obligarme a ir a esa terapia de grupo, en vez de brindarme una terapia con gentes sanas, y adolescentes, me obligaron a generar espejos con nenes de mamá malcriados, que se sienten el ombligo del mundo, y que no desean compartir el diálogo en la terapia. Además, detrás de todo esto, no solo está el espejo con respecto al sentimiento o situación que vive el prójimo, sino que uno se termina identificando, no solo con el sentimiento de la persona, sino con la persona en sí. Y en mi caso, con quince y dieciséis años, me obligaron a generarme espejos negativos, y a identificarme con un grupo de psicóticos crónicos, sin expectativas de cura, que iban a ser pacientes psiquiátricos de por vida, y que me doblaban en edad. ¡Y a mí me decían que era una terapia para que yo me “sociabilizara”! ¡Qué esto era una “terapia”! ¡Y que si no salió bien, no fue por culpa de ellos, sino que fue a causa de mi negatividad, porque yo reaccioné mal al benévolo tratamiento!

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V

En otras actividades, se nos repartía entre nosotros instrumentos musicales absolutamente burdos, como un tamborcito pequeño de plástico para niños de jardinera y una palo con unas chapitas de refresco de lata, clavadas con clavos, para que nosotros nos pusiéramos de acuerdo en “tocar algo armonioso entre todos”. Para empezar, ninguno de nosotros quería armonizar con el otro. En segundo lugar, con esos instrumentos musicales, con lo burdos y ridículos que eran, jamás podríamos armonizar algo entre todos. Entonces, nosotros les seguíamos la corriente a ellos, y hacíamos sonar los instrumentos sin ton ni son un rato, hasta que terminaba esa “actividad”. En otra “actividad”, nos hacían hablar con almohadones. Nos decían, por ejemplo, que determinado almohadón era el vendedor de un kiosco, y que nosotros le teníamos que comprar algo, etc. En la “actividad de gimnasia”, nos vendaban los ojos, y un loco que no estaba vendado le guiaba a otro loco que si los tenía, por el recorrido que a él se le antojare, a través de toda la clínica, empujándolo con las manos sobre la espalda. Otro juego eran las “estatuas”. Uno de los locos era el “escultor”, y el resto se quedaba quieto. Entonces, el escultor tomaba con sus manos la cara, o los brazos, o las manos, o los pies de otro loco, y lo ponía en la posición que el “escultor” quería, de pie, agachado, en cuclillas, etc. Otro juego era apagar la luz, y ponernos todos en posición fetal, con los ojos bien cerrados, y después ir abriendo las manos poco a poco, estirando los pies, para luego irnos levantando, en un proceso de varios minutos, con los ojos cerrados, como si fuéramos fetos que van creciendo, hasta que el terapeuta prendía la luz, y entonces abríamos los ojos. Y cuando abríamos los ojos, teníamos que hacer una mímica como que la luz nos deslumbraba, y no queríamos verla, hasta que nos íbamos acostumbrando a ella. Luego, teníamos que hacer otra mímica como que nos veíamos a nosotros mismos, sin saber quiénes éramos, como que nos desconocíamos y nos asombrábamos de nuestros cuerpos, como que nunca nos habíamos visto, y ver con perplejidad nuestras manos, sin poder creer que las veíamos, hasta volver a la “normalidad”. Otro juego era hacernos caminar en una ronda, y la terapeuta iba marcando el ritmo. La terapeuta nos decía, por ejemplo, que corriéramos “a lo loco”, con pasos de loco, pisando fuerte y desordenadamente, agitadamente, sin ton ni son, bien irregular, sin pensar a donde ir, yendo para cualquier lado, y luego, de golpe, comenzar a caminar bien, pero bien despacio, como si estuviéramos muy, pero muy cansados, encorvados, a un ritmo muy, pero muy lento.

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Yo me preguntaba: ¿Y para qué sirve todo esto? ¿Qué finalidad buscan los psiquiatras con todo esto? Y yo tenía dieciséis años, y mientras mi hermano estudiaba y salía con sus amigos, y mi hermana salía con sus amigas y amigos, e iba a las discotecas, y yo estaba en ese salón, en esa “actividad terapéutica”, haciendo cosas que ningún adolescente, ni de mi clase, ni de todo el liceo adonde iba, jamás haría. VI

En el instituto Aletheia, yo tenía, por un lado, una hora de terapia individual con la psicóloga Ana María Martínez, y luego la “terapia de grupo” con ese grupo de locos. En total, eran cuatro horas diarias de lunes a viernes. Luego, estaba la “terapia familiar”, en donde nos reuníamos toda la familia, yo, mi padre, mi hermana y mi hermano, con un grupo de dos psicólogas, Beba y Laura. Luego, finalmente, estaba la “terapia interfamiliar”, donde nos reuníamos en conjunto todas las familias de los locos y todos los locos del instituto, a hacer “terapia”, todos juntos. En la “terapia de grupo”, lo que se pretendía era hacerme pasar de creerme que yo era el único loco de mi contexto, y un loco tratado con privilegios de loco, a sentir, en la terapia de grupo, que yo era tan solo “un loco cualquiera más, dentro de un grupo de locos cualquiera más”. Que mi caso no era ni único, ni especial, ni merecía ser tratado con miramientos, y se me retiraban todos los privilegios y discriminaciones positivas que se me habían dado. En la “terapia familiar”, se presentaba el caso como que yo era “el loco de la familia”, pero no por eso yo “era el único que tenía problemas”, sino que la toda familia entera también tenía problemas, y la causa de los problemas que tenía toda mi familia era debido a que “tenían problemas por tener a un loco en la casa”. Así que en la “terapia familiar”, si bien yo seguía siendo el “loco” de la familia, no por eso era el “único en tener problemas”. “El resto de la familia también tenía problemas”, nos decían. Y estos eran, indudablemente, y aunque no me lo trasmitían en un lenguaje verbal, por culpa mía. Yo era el que “enfermaba” a mi familia, eso era lo que me trasmitían. Si bien en la “terapia familiar”, yo era el “loco”, pero no era el único que tenía problemas, y, además, era el culpable de todos los problemas de mi familia, en la terapia familiar no se me trataba a mí como un caso especial, ni único, y se me retiraron todos los miramientos, privilegios, y discriminaciones positivas que se me habían comenzado a dar desde mis once años sin que yo se los haya pedido ni los haya deseado, pero que en aquel momento necesitaba.

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Las psicólogas decían que “la familia no puede vivir todo el tiempo esclavizada y en torno a la enfermedad de Ernesto, y cada cual tiene otros problemas, aparte de mi problema, y tienen que hacer sus vidas, y que yo no era el único problema que había en la familia”. En las “terapias familiares”, al igual que las grupales, se me trataba, por un lado, como a un “loco”, pero, por otro lado, como “a un familiar cualquiera más, dentro de un grupo de familiares cualquiera más”. Yo era un familiar cualquiera más como cualquier otro, sin más ni menos derechos que los demás, pero, al mismo tiempo, era el “enfermo de la familia”, y de “una familia que está enferma por mi propia culpa, o por mi propia enfermedad”. En las “terapias familiares”, se hablaban indistintamente temas de unos y de otros, y muchas veces saltaban las disputas entre mi padre autoritario y mi hermana adolescente. Los psicólogos, además de por ser adultos y conservadores, se ponían, siempre con mucha discreción y tratando de no quedar en evidencia su autoritarismo, de parte de mi padre, debido a que, además de las razones mencionadas, mi padre, y no mi hermana, era el cliente de ellos, y era el que pagaba todas las consultas. Mi padre incluso llegó a enviar a mi hermana Marina a sesiones de terapia psicológica con la terapeuta Laura, para tratar de “dominar” a su hija adolescente, a la que él caratulaba de “libertina y callejera”. Mi hermana concurrió dos o tres sesiones, y luego dejó de ir. Tuvo la suficiente visión de saber como funcionaba ese sistema.

VII

En las “terapias familiares”, una vez, las psicólogas trataron un tema que ellas sabían que me iba a hacer enojar, y yo me enojé, pero no podía hacer absolutamente nada, así que yo me arrinconé, y me pasé varios minutos morando hacia otro lado mientras toda mi familia me ignoraba y seguía hablando, mientras yo no tenía más remedio que escucharlos a ellos. Mientras hablaban, y aprovechando la situación de que yo estaba enojado y aislado, arrinconado, las psicólogas le dijeron a mi familia que yo era un “chivo expiatorio”. Les dijeron a mi familia, mientras yo los escuchaba sin mirarlos, y enojado, y sin participar, y ante sus miradas, que en la antigua religión judía, el sacerdote elegía entre un grupo de chivos, al que iba a ser el “chivo expiatorio”. Entonces, ese chivo elegido por el sacerdote, era sacrificado, siendo abandonado en el desierto, para que se muera de sed y de hambre. En la religión judía, con este sacrificio, el “chivo expiatorio” pagaba así todos los pecados cometidos por el pueblo judío.

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El pueblo judío expiaba sus pecados a través de ese sacrificio. Por eso se le llamaba “chivo expiatorio”. El chivo expiatorio era un chivo igual que cualquier chivo, y era también un pecador, como cualquiera, pero a él le estaba encargada la misión, con su sacrificio y su muerte, de pagar, tanto por sus pecados individuales, como los de todo el pueblo judío, y así el pueblo judío quedaba limpio de pecados. Mientras las psicólogas decían esto, yo estaba, deliberadamente inducido por ellas, dado vuelta, enojado, con los labios torcidos, y no quería participar de la terapia, mientras mi familia escuchaba a las psicólogas y me miraban. Con este relato, las psicólogas se estaban poniendo en el lugar de un sacerdote, y le estaban diciendo a mi familia que lo que ellos me estaban haciendo era totalmente injusto. Que yo estaba pagando culpas que no eran mías. Pero, al mismo tiempo, estaban justificando este hecho, al ponerse en la autoridad de sacerdotes judíos, y les estaban diciendo a mi familia que ellos podían ser injustos conmigo, y que eso estaba bien, y que el que iba a pagar, al final, tanto mis propios pecados, como los de ellos, era yo, y no ellos, y que eso estaba bien. Si bien en la “terapia grupal” yo era “un loco más cualquiera, dentro de un grupo de locos más cualquiera, sin privilegios ni originalidad alguna”, en la “terapia familiar” yo era “un familiar más cualquiera (y loco), dentro de un grupo de familiares más cualquiera (y que eran enfermos por mi culpa), y que yo no merecía ningún tipo de privilegios ni originalidad alguna. Finalmente, en las “terapias interfamiliares”, concurríamos por igual, los “locos”, y cada una de las familias “que estaban enfermas por tener hijos enfermos en sus casas”. Con las “terapias interfamiliares”, lo que se nos trataba de decir era que “mi familia era una familia enferma cualquiera más por tener a un loco en la casa, dentro de un grupo de familias cualquiera más que están enfermas por tener a otros hijos enfermos en sus familias”. Así, se unía a la insignificancia como persona, a la colectivización del problema, y se me originaba un fuerte “complejo de loco”. Era para eso que se me había mandado a esas terapias. No tenían el objetivo ni de “sociabilizarme”, ni de hacer que yo tenga una vida social adolescente normal. Como dije, yo, en el liceo, hasta mis quince años, y pese a mis problemas, era sociable. Pero a partir de los dieciséis años, desde que ingresé en esa “terapia de grupo”, me aislé total y definitivamente de todo mi grupo de estudio, y de toda la sociedad adolescente. Ir a la terapia de grupo del instituto Aletheia fue directamente recibirme de loco. Recibido total y definitivamente de loco, sin vuelta atrás y sin esperanzas ninguna de poder revertir la situación. Me quitaron toda esperanza de hacer una vida normal.

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Desde que ingresé a Aletheia, yo asumí, desde entonces y hasta hoy en día, que soy un “loco”, y desde entonces, jamás volví a sociabilizarme con ninguna otra persona de mi edad, ni de otra. A los dieciséis años, cuando estaba en segundo de liceo, me sentaba en un banco al fondo de todo, y no conversaba absolutamente con nadie.

VIII

Los peores minutos en el liceo eran los recreos, porque todos los muchachos salían de clase, a divertirse y a hacer sociabilidad entre ellos, y yo quedaba sin nada qué hacer, y salía a caminar de un lado para el otro de los pasillos del liceo, para matar el tiempo, que nunca pasaba, esperando a que termine el recreo, mientras veía a los demás jugando y sociabilizándose. Yo trataba de caminar fingiendo ante un observador imaginario, que yo sabía adonde me dirigía, como que iba a tal o cual parte, solo para disimular que no tenía ningún lugar adonde ir, y que solo estaba tratando de matar el tiempo caminando solo entre los pasillos del liceo. El resto del grupo de la clase, y del liceo, eran personas absolutamente inabordables para mí. Y esto lo comencé a sentir y a vivir a partir precisamente desde que comencé a concurrir a las terapias grupales del instituto Aletheia. El año anterior a ello, cuando tenía quince años, si bien manifestaba algunos trastornos de conducta, era sociable en el liceo, era conversador, bromista, participaba en la clase, y me sentía normal, y tenía expectativas de hacer una vida social adolescente normal, de tener amigos, profesión y novia. Pero después de la terapia de grupo del instituto Aletheia, se cortaron todos los puentes con el resto de la sociedad adolescente y juvenil, y me terminé apegando más y más a mi padre, y a la imagen paterna del psiquiatra Raúl Sintes. Mientras, por otro lado, en mi familia se me comenzaban a recortar progresivamente los privilegios y discriminaciones positivas de loco, y se me amenazaba con dejarme en la soledad total, cosa que llevaron a cabo, a mis dieciocho años. ¡Y lo carísimo que era el costo de esa terapia en ese instituto Aletheia! ¡Cobraban esas torturas a precio de oro! Yo recuerdo que, cuando concurrí esas terapias, por esos tiempos, hubo un conflicto gremial entre el personal del Hospital Filtro y la patronal, y el personal reclamaba: “Salario mínimo de 4.000 pesos para los funcionarios de enfermería” Ese era el reclamo que hacían los funcionarios del Hospital Filtro.

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¡Y por la terapia en el instituto Aletheia, que eran cuatro horas diarias de lunes a viernes, a mi padre, esos sinvergüenzas, le estaban cobrando 24.000 pesos por mes! Es todo lucro. Todo dinero. Donde hay dinero, se pierden los escrúpulos. Con esa terapia, me volvieron “loco” de por vida, desde los dieciséis años. El instituto Aletheia se parecía a esos Benéficos Establecimientos Correccionales dominados por educadores codiciosos e inescrupulosos como los de las novelas de Charles Dickens. Era un antro de perdición. Y todo por dinero. Yo ingresé en el instituto Aletheia al final de mis quince años, en 1984, y dejé la terapia en 1986. No volví a ver nunca más ni a ese grupo de locos de la “terapia grupal”, ni a esos codiciosos terapeutas que solo son amigos por dinero.

IX

Sin embargo, treinta años después, debido a que la clínica Jackson, donde estaba internado yo antes, cerró, cuando ingresé aquí, el año pasado, en 2011, a la clínica donde yo resido actualmente desde entonces, me encuentro que uno de los pacientes que está aquí internado es José Sturla, un ex compañero del instituto Aletheia. En 1984, yo tenía quince años, y José Sturla más de treinta. Ahora José es un viejo de sesenta años, que vivió toda su vida internado, le llenan las palmas de las manos con medicación, y le han dado varios electroshocks. Se pasa todo el día sentado, y, pese a que si se le da conversación, él habla, nadie habla con él. Se pasa todo el día, de la mañana a la noche, absolutamente solo. Pasa totalmente desapercibido. Parece una momia. Nadie lo viene a ver, ni lo llaman, ni nada. Esta absolutamente abandonado, y pese a que no es antisocial, es absolutamente solitario, al menos en su comportamiento. Es igual que yo. Yo no existo ni para mi familia ni para nadie. Nadie se acuerda de mí, ni me llama, ni siquiera se me contesta mis e-mails. Yo no soy antisocial, pero vivo solo todo el tiempo. Al igual que José, no me sociabilizo con nadie. No tengo amigos, no salgo, no salgo a bailar, a divertirme, a nada. Me paso todo el día en mi cuarto o en el patio de la clínica, pese a que, igual que José, si quisiera ir a dar una vuelta afuera de la clínica, lo podría hacer. Como José, en ese instituto Aletheia nos destruyeron nuestras vidas.

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A veces, nosotros hemos recordado esos tiempos de hace treinta años atrás, y hasta el propio José me dice a mí, sinceramente: -Ninguno de nosotros quería ir. Nos convirtieron en locos. Nos lavaron el cerebro. En vez de sociabilizarnos, nos aislaron y enloquecieron. Me dijo que le hicieron muchos electroshocks, y que le “dejaron el cerebro vacío” por estos. También me dijo que, hace unos dos años atrás, le dieron un psicofármaco que le redujo los glóbulos rojos de la sangre, y que tuvo que ser internado en un hospital por eso, y que recibió transfusiones de sangre, y que, mientras estaba en el hospital, le daban todos los días, en las comidas, solo carne y pescado. -¡Y qué se le va hacer!-le digo lacónicamente a José. Otra cosa no puedo decirle. Y tanto José Sturla como yo recordamos, treinta años después, todas las atrocidades de las terapias de grupo del instituto Aletheia, y todo los electroshocks que nos dieron, y cómo nos dejaron metidos aquí, como verdaderos muertos en vida. Pero nuestro diálogo es un diálogo marginal, aislado “entre nosotros”, solos, sin que nadie nos escuche, y como un discurso del que nadie se entera y que parece que no existe. En los hospitales psiquiátricos, está lleno de discursos así entre pacientes torturados por esos locos al revés con títulos académicos, que se gustan apropiarse del título de “doctores”, y de los que nadie se entera o parecen no enterarse. Se trata de una realidad muy obvia, pero para el mundo “normal” pareciera que no existiera, o que son simplemente divagues equivocados que decimos los “locos” entre nosotros. Nadie nos escucha, y si nos escuchara alguien “normal”, diría, por dentro, que tenemos razón, pero no nos dirá nada por fuera a nosotros mismos, o se dirá: “Son los efectos secundarios del tratamiento. Son males necesarios”. O sino, se dirá: “La psiquiatría no es perfecta”. Y así, la gente “normal” justificará o se desentenderá de todas y cada una de los atrocidades que estos señores, considerados verdaderas eminencias académicas, y que dicen ser “profesionales” y saber lo que hacen, y dejan a los discriminados culturales enteramente a su suerte, en manos de la nueva Inquisición. Y la gente normal se desentenderá del asunto, porque no les importa ni les interesa, porque no sufren ellos los efectos de las torturas que nos hacen esos locos al revés, y delegarán todo el problema y la responsabilidad a otros, y estos , a su vez, a otros, y nadie hace nada ni es responsable de nada.

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Se trata de un inmenso crimen colectivo, de una sociedad que, activa o pasivamente, apoya, encubierta o explícitamente, los crímenes de esta moderna inquisición post moderna. Y actualmente, tanto yo, como José, nos hemos resignado, y hemos aceptado a vivir internados para siempre en este centro de reclusión cultural, y hacer una vida que no elegimos, ni deseamos vivir, pero que nos obligaron a hacerlo. A lo sumo, disfrutamos que podemos comer bien y de poder tomar unos mates. Es lo único que nos queda para disfrutar. Al igual que cuando yo tenía quince años, cuando tuviera treinta, la edad que tenía José en el instituto Aletheia, yo me convertiría en alguien como él y, cuando yo tenga sesenta años, la edad actual de José, yo seré igual que él. Es el Destino. No lo elegimos, ni él ni yo, pero es el que nos tocó vivir.

X

A los dieciocho años, la única persona con el que poseía un puente afectivo, aunque morboso, que era mi padre, me abandonó totalmente. Entonces, a mis dieciocho años, y tras siete años de adolescencia siendo tratado por esos señores, y tras ser discriminado desde el comienzo, y tras perder el único nexo afectivo que tenía con alguien, tras el abandono de mi padre, me retraía, me ensimismé en mí mismo, me aislé, y me volví paranoico. Y esos señores con título me dictaminaron a mí de “esquizofrénico”, como si todo fuera un problema mío, no de ellos, y debido a “causas internas mías”. Y adjudican a esta supuesta “esquizofrenia” una causa “química”, no por los tratamientos que ellos hicieron conmigo desde mis once años. Entonces, desde mis dieciocho años, me dieron mi primera serie de diez electroshocks, los primeros de los cuarenta y ocho que llevo hasta el momento, y, desde entonces, pasé a vivir internado de por vida, y sin esperanzas ninguna de salir, en estos centros de reclusiones culturales, como un verdadero discriminado, uno entre tantos que somos. Como agravante de la agresión que sufrí en la terapia de grupo del instituto Aletheia, debo decir que dos o tres meses antes de ingresar a dicha terapia de grupo, se me había comenzado a suministrar un psicofármaco inyectable mensual, que me privó total y absolutamente de la vida sexual, de por vida, hasta el día de hoy. Mi sexualidad real, duró desde mis doce hasta mis quince años. Pero ese es otro tema. El tema que se trata aquí, es que la verdadera finalidad de las “terapias de grupo”, es generar “espejos”, donde cada persona vea su propia situación y sentimientos en la otra persona, y se identifique con ella.

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Pero estaría muy equivocado quién se pensara que la finalidad de estas terapias son benéficas, y están hechas para “sociabilizar” al paciente.

XI

Las llamadas “terapias de grupo”, están diseñadas, básicamente, para hacerles sentir a sus pacientes que ellos son unos verdaderos “locos”. Están diseñadas para que cada paciente se diga a sí mismo: -¡Yo soy un loco! ¡Un verdadero loco! ¡Y soy, además, un loco cualquiera más, dentro de un grupo de locos cualquiera más! Están diseñadas para que los pacientes vean sentimientos y situaciones de espejo en otros pacientes, pero no cualquier situación o cualquier espejo, sino las situaciones y espejos que los propios psiquiatras desean que uno vea en el otro. A esto se le llama “orientar” al grupo. Los psiquiatras “orientan” los tipos de sentimientos y situaciones con las que los pacientes deben generarse un “espejo”, y espejos de espejos. Por otro lado, uno no solo se identifica con el sentimiento del otro, que siente como suyo, sino que se identifica con la otra persona. En el fenómeno del espejo, el paciente dice: -¡Eso que siente ese paciente es lo que siento yo mismo! ¡Ahora me puedo ver a mí mismo desde afuera! Pero, por otro lado, también se identifica con la persona, y se dice: -Yo soy igual a fulanito. Somos iguales. Somos dos gotas de agua. ¡Yo soy igual de loco que él! ¡La locura suya es mi locura! No es necesario que uno vaya a una terapia de grupo para que le ocurra esto. Pero en las “terapias de grupo”, no se pretende que el paciente se “rehabilite”, ni que se relacione con gente normal. Lo que se pretende, es que el paciente genere espejos con sentimientos de locos, con conflictos de locos, y que se identifique, y se sienta igual a otro individuo que es un loco, o que está peor que él. Este es el propósito que se esconden detrás de las llamadas “terapias de grupo”. Son fábricas de locos. Es para crearles conciencia a sus víctimas de que ellos están locos. La psicología y la psiquiatría no curan ni pretenden rehabilitar a nadie. Solo están para reprimir, y para eliminar a la gente molesta de la sociedad. Nadie se cura, ni se rehabilita, ni se reinserta socialmente, concurriendo a una “terapia de grupo” con otros locos peores que él.

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Lo que los psicólogos y psiquiatras les trasmiten constantemente al discriminado cultural, es que él está loco, y quieren que se sienta loco, y lo asuma, como discriminado, y acepte su situación de discriminado. Naturalmente, los psicólogos y los psiquiatras le trasmiten al paciente que está totalmente “loco”, sin jamás explicitarlo verbalmente. Se lo dicen sin emitir jamás la palabra “loco”. Pero el paciente recibe ese mensaje, y le dice al terapeuta, que él lo está llamando “loco”, o que lo está tratando como “loco”, o le dice que él “se siente mal por ser un loco”. Y el psicólogo o el psiquiatra, que le trasmitió sin palabras verbales dicho mensaje, le contesta: -Yo no dije que tú estuvieras “loco”. Tú solo tienes problemas. ¡No pienses negativamente! ¡Ten un poco de autoestima contigo! ¡No te tires tan abajo! Y después de que el psicólogo o el psiquiatra le trasmite sentimientos negativos a su víctima, y lo hace sentir un “loco”, le hace quedar como que ese sentimiento que él le trasmite al paciente es una creación del paciente, que es negativo y que “malinterpreta”, y que “no tiene autoestima”. En cualquier “terapia de grupo” que se efectúe dentro del local de un manicomio, o de una institución afín, y con un grupo de locos, ya desde el principio, el que concurre va con un enorme cartel de “SOY UN LOCO”. En la mesa de la terapia, hay otro cartel que dice: “SOMOS TODOS UNOS LOCOS” Pero este cartel, que es absolutamente obvio, es deliberadamente ignorado por los psicólogos y psiquiatras, aunque, por cierto, estimulado cada vez más y más por ellos, que se los trasmiten constantemente, aunque JAMÁS de forma oral y verbal. La integración que existe en una llamada “terapia grupal”, se podría resumir en que el paciente entra con un cartel, diciendo: -Soy un loco al que le sucede una locura nunca vivida por nadie. Y sale de la terapia diciendo: -Somos unos locos cualesquiera, dentro de una enorme población de locos cualquiera, donde a todos nos suceden hechos absolutamente desquiciados y extravagantes. Después de todo, yo soy solo un loco cualquiera más, dentro de un grupo compuesto de otros locos más cualquiera.

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XII

A lo sumo, en los manicomios, las “terapias de grupo” sirven para que los pacientes suavicen sus disputas cotidianas hospitalarias, y, en los casos de los antisociales que no están internados, para que vayan a pasar un rato a entretenerse a esas “terapias de grupo”. Es el mismo caso de esas veteranas aburridas que se sienten solas y que para salir de su rutina se inscriben en cursos de yoga o de gimnasia para hacer un poco de sociabilidad, porque ninguna vecina les aguanta cinco minutos de conversación. Los psicólogos no solo pretenden hacer que el individuo se sienta discriminado individualmente, sino que pretenden que se identifique con un grupo de discriminados como él. Es la discriminación individual y colectiva en un mismo sujeto, y grupos de sujetos. Es la discriminación total. Se produce una escisión total entre la “sociedad normal” y la “sociedad enferma”. En toda “terapia grupal”, se dividen muy claramente los papeles entre los “psiquiatras sanos”, y los “locos enfermos”, por sus roles, el lugar donde se sientan, sus intervenciones, etc. La discriminación es total. En toda “terapia grupal”, toda “camaradería” y “solidaridad”, tanto entre los pacientes como entre los terapeutas, es toda falsa y superficial. La “buena onda” que parece reinar en esas terapias es toda ficticia y pasajera. Los pacientes miembros de las “terapias de grupo”, se sociabilizan, participan, y “comparten”, solo dentro del local donde se realiza la terapia, y dentro del horario establecido para hacer la terapia, y solo dentro de los parámetros establecidos. Después de que termina el horario de la terapia, cada paciente se va para sus casas, y no vuelven a saber de los otros pacientes hasta que vuelven a reunirse entro de la terapia. Los pacientes no establecen entre ellos ningún vínculo fuera del horario de las terapias. No se van a visitar entre ellos, no se hacen verdaderamente amigos, ni hacer otra actividad o sociabilidad entre ellos que la que está establecida en la terapia grupal, dentro del horario de la terapia. Por otro lado, la simpatía, la amabilidad, y ese fingido afecto de los terapeutas hacia sus pacientes, como si se tratasen de relaciones íntimas y personales, es todo falso y superficial. Una vez que el paciente deja de concurrir a la terapia grupal y, por lo tanto, deja de pagarle, en dinero constante y sonante, al psicólogo o al psiquiatra, este psicólogo o psiquiatra se borra literalmente de sus vidas. El psiquiatra se olvida de ellos.

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Si no hay dinero de por medio, al psicólogo o al psiquiatra no le interesan un bledo sus ex pacientes. Al contrario, si los llega a ver por la calle, los ignora o los esquiva. ¡Qué a ningún ex paciente se le ocurra ir un domingo a la casa de su ex psiquiatra para invitarlo a pescar o a tomarse una cerveza juntos, porque éste les da una patada en el trasero! Del mismo modo, cuando un paciente de una terapia grupal deja de concurrir al grupo, el resto del grupo lo olvida totalmente, y no pregunta por él ni le interesa más su vida. Estas “terapias de grupo” no están hechas para sociabilizar ni para rehabilitar a la vida social normal a nadie. En primer lugar, están para lucrar. Y, además de esto, están diseñadas para que el discriminado cultural “tome conciencia de que es un enfermo” de forma total y definitiva. Y no solo para que el paciente tome conciencia de que “es un enfermo”, sino para que tome conciencia de que es “un enfermo más cualquiera como cualquier otro, dentro de un grupo más de enfermos como cualquier otro”. Con las terapias individuales, se toma una “conciencia individual de la enfermedad”. Las “terapias de grupo”, están diseñadas para generar una “conciencia colectiva de enfermedad”.

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“Retrato de José Sturla, en la clínica “LOS FUEGUITOS”, en 2012, con sesenta años, sentado, como siempre, solo, como tantos otros discriminados culturales, ignorado por todos, y que sufrió, tanto como yo, las nefastas consecuencias discriminatorias en las terapias de la institución “Aletheia”, hace casi treinta años atrás, y que ahora compartimos un mismo destino, dentro de este mismo centro de reclusión cultural”

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PARTE XX -la verdadera función de los psiquiatras-

Para comenzar, la psiquiatría utiliza en su praxis ciertos conocimientos, que si bien son de carácter científico, no es la psiquiatría en sí misma una ciencia, y su función no es la investigación científica, sino que cumple con un rol de represión social y cultural. Los diagnósticos psiquiátricos no son en nada científicos, sino que son toda una colección de verdaderos prejuicios y disparates culturales que, desgraciadamente, tienen general aceptación en un público ignorante y desinformado. Basados en la credibilidad y una supuesta buena fe y objetividad científica y pretendidamente moral que se le otorga a la psiquiatría, y apropiándose para sí mismos, sin derecho ni razón alguna, del título de médicos, como tratándose de equiparse de igual a igual con la medicina física y biológica, los psiquiatras no poseen ninguna función de rehabilitar, ni curar, ni de pretender el bienestar ni la salud mental de nadie. La verdadera función que cumplen los psiquiatras, es equiparable a la función que cumplen los servicios de las empresas recolectoras de basura, que se encargan de identificar la basura que existe por las calles, de clasificarlas de acuerdo a sus características, y de enviarlas a depósitos de basura alejados de los centros urbanos, para, simplemente, deshacerse de ella y descontaminar a la ciudad de estos molestos residuos. De la misma manera, si en una familia, uno de sus integrantes se convierte en un problema para la familia y para la sociedad, y se convierte en un individuo molesto, indeseable, desagradable e inservible, el padre o la madre de estas basuras culturales recurren a un psiquiatra. El psiquiatra, o una Junta Médica, examinan el caso, y, tras comprobar que ese ser humano es, realmente, un verdadero estorbo para la sociedad, que no trabaja, que causa problemas, que es molesto, desagradable, indeseable, y que consideran que están tratando con una verdadera basura cultural, entonces, la Junta Médica lo dictamina como una “basura cultural indeseable”. Luego, pasa a eliminarlo deliberadamente, de una vez por todas y para siempre, de la sociedad, y lo pasan a enviar a un depósito de basura cultural, privado o estatal. Para darle delicadeza al trámite, a este verdadero diagnóstico de “indeseable y problema con patas”, se le adjudica una de las veinte o treinta palabras que ellos conservan en una lista como “diagnósticos médicos”, y le atribuyen una o dos o tres de estas palabras, tratándolo como “depresivo”, “esquizofrénico”, “psicópata”, “trastorno de la personalidad”, “mitómano”, etc. Son “diagnósticos” que no tienen base científica ninguna, solamente basados en el prejuicio cultural, pero que sirven para darle un rostro elegante al verdadero diagnóstico

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que se esconde tras de esto, que es el de “persona indeseable, molesta, inservible, y digna de ser eliminada de la sociedad”. Así pues, la función de los psiquiatras no es la de curar ni la de rehabilitar a nadie, sino la de recoger la basura cultural de las calles y los domicilios, y arrojarlas a los depósitos de basura culturales centrales, que son los manicomios, tanto privados como estatales. Así como a los residuos de basura tóxica se los incinera para que no contaminen ni ocupen más lugar, a la basura cultural se la obliga a ingerir psicofármacos y electroshocks, para destruir sus vidas afectivas y emocionales, para neutralizarlas, y para impedir que causen ningún tipo de disturbios en sus estadías de por vidas en los centros de reclusión culturales. Este es el objetivo de la medicación a través de los psicofármacos, y en esto consiste el llamado seguimiento y control de los pacientes psiquiátricos. Es medicarlos simplemente para que no estorben ni molesten a la sociedad. Nada más que para eso. Esta es la verdadera función de la medicación psiquiátrica. Esta medicación, a base de psicofármacos, ocasiona severos males al organismo de la víctima, ni qué decir que a su psiquismo, pero no están diseñadas para lograr, ni su bienestar, ni su salud, sino, tan solo, para neutralizar a un individuo molesto y problemático y eliminarlo de la sociedad. Así de simple. Por otro lado, las familias de estas basuras culturales, a veces no se sienten del todo bien con condenar a un familiar a semejante destino, y, por otro lado, al discriminado cultural, a veces, también le cuesta mucho asumir el abandono total y absoluto de todos sus familiares, y de verse condenado a vivir recluido de por vida en un asilo. Así que la otra función que cumplen los psiquiatras, utilizando el arte de la retórica, del que son tan expertos, es en convencer, tanto a su víctima como a sus familiares, de que este nefasto destino de vivir en un depósito de basura cultural, es por “el bien del paciente, por el bien de su salud”, y que, en el último de los casos, es “necesario e imperativo hacerlo”. La función de los psiquiatras consiste en adoctrinar a la familia y a su contexto, para convencerlos más aún de la in deseabilidad de su familiar, y les van ayudando a estos a crear un verdadero duelo ante su familiar, tratando de que vayan venciendo sus prejuicios, para que lo terminen abandonando y discriminándolo sin ningún tipo de escrúpulos, y para que, al final, lo terminen olvidándolo, y teniéndolo recluido para siempre en un centro de reclusión cultural sin acordarse nunca de él. Por otro lado, con el apoyo de la familia, van obligando al discriminado a que él vaya creando un verdadero duelo ante su familia, y ante todos sus amigos y hacia la sociedad, para que el discriminado, la basura cultural, se vaya olvidando de todos sus familiares, amigos y conocidos, y acepte como algo natural, e inevitable, vivir en una clínica psiquiátrica absolutamente solo, sin que nadie se acuerde de él en ningún día del año.

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De esta forma, los psiquiatras logran generar y articular el duelo mutuo, entre la familia del paciente hacia el paciente, y del paciente hacia su familia, para que ambos se olviden mutuamente entre sí, y para que, a la larga, nada haya entre ellos. La función del psiquiatra es lograr generar y articular estos duelos, ocasionándole el mínimo dolor y culpa a los familiares, tratando de vencer con toda destreza sus escrúpulos morales, y para lograr generar y articular el duelo del paciente hacia su familia, tratando de que sea este lo más mínimo y traumático posible. De esta manera, la función del psiquiatra consiste en, directamente, divorciar y aislar a los familiares con el discriminado, y al discriminado con sus familias, de una manera delicada, y siempre con buenas palabras, razones y modales. Al final, la función del psiquiatra se reduce en tener al discriminado cultural vegetando en un deposito de basura cultural, sin vida, sin afectos ni esperanzas, pero que, debido a las drogas, tampoco sufra demasiado, o que su dolor le pase desapercibido, o que viva en la apatía, y solo se conforma con que no cause problemas de convivencia, y que se halle con buena salud física mientras viva. Con respecto a la familia, la función de los psiquiatras consiste en convencerlos de que esta situación es buena para él, que es lo mejor que se puede hacer por él, que es algo necesario, y les hacen creer a sus familias que basta con solo tener a su familiar en un manicomio bien comido, bien satisfechas sus necesidades vitales, bien drogado, con un televisor en su cuarto, para que hayan cumplido con sus deberes de buenos familiares, y podrán sentirse a salvo de cualquier cargo de conciencia. Al final, los familiares, terminan creyendo que por tan solo pagar una buena cuota por mes en un centro de salud mental, donde se satisfagan las necesidades básicas del discriminado, comprarles un televisor, y por irlo a ver a él una vez por año, el día de su cumpleaños, son unos buenos padres, madres, o hermanos. A veces, se da que en una familia existen dos problemáticos, supongamos que un hijo, y un padre que lo trató a él mal durante toda su vida, y que ambos son “problemas con patas”. El psiquiatra, ante estos dos problemas, muchas veces escoge enviar al basurero cultural a la persona que tiene razón, a la que sufrió injustamente el maltrato durante toda su vida por su familia, o sea, a la víctima, al que sufre la discriminación familiar por las malas actitudes de sus familias. El psiquiatra no está para hacer justicia. Ante estos casos, decide romper la cadena por el eslabón más débil. Si es un problema entre padres e hijos, y ambos son problemáticos, el psiquiatra condena al hijo, simplemente porque él es más débil, porque no tiene recursos legales y económicos, y porque, en definitiva, los que pagan la consulta son los padres, no el hijo. El psiquiatra discrimina al que puede discriminar, o sea, al que cae bajo su poder. Es una cuestión de poder. Si el problema con patas es un político poderoso, lo deja en paz. Pero si hay un problema entre ese político poderoso y su hijo, el que paga es su hijo, porque el psiquiatra puede condenarlo, y al otro no. No se trata de que uno esté bien y el

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otro no. Paga siempre el más débil, y tiene preferencia el más fuerte, y el que paga la consulta. Después de romper la cadena por el eslabón más débil, el psiquiatra les dice a la familia que en estos casos, se está procediendo exactamente igual como procedían los sacerdotes de la religión judía, cuando se elegía a un chivo para ser sacrificado en el desierto, para que él pagara, tanto por sus pecados, como los de todo el pueblo judío. Se les dice a las familias, que ese hijo bastardo al que van a sacrificar en un manicomio por el resto de su vida, es un “chivo expiatorio”, como en la religión hebraica, y que su hijo o hija, está condenado a pagar de por vida, en un manicomio, tanto por sus propios pecados, o por sus propios problemas, como por los pecados y problemas de los mismos psiquiatras y de toda su familia. Esto no lo dicen para que la familia se compadezca de él y se eche para atrás, se arrepienta, y decida no discriminarlo, sino para que, todo lo contrario, queden todos bien concientizados de este hecho, y procedan a cometer con toda premeditación su criminal discriminación. Así, los niños que, además de sufrir la discriminación familiar generalizada por sus padres y hermanos, luego, además de esto, reciben el rótulo de problemáticos, y se les agrega a esta discriminación inicial en sus casas, a la discriminación psiquiátrica, legal, social y cultural, como “chivos expiatorios”. No se tienen en cuenta los pecados, problemas y enfermedades de los familiares que los discriminaron, que son considerados, a priori, “normales”, sino que solo se tienen en cuenta los pecados, problemas y enfermedades de estos discriminados, al que se los rotula de “enfermos”. Así, pues, los victimarios se convierten en personas “normales”, y las víctimas en “enfermos” que pagan por tanto por sus propios pecados, como los de sus familiares, psiquiatras y demás victimarios en un manicomio de por vida. Pero estas realidades, no son las que estos psiquiatras, verdaderos convidados de piedra en los programas públicos donde se habla de la salud en general, como si ellos fueran médicos, hablan ante las cámaras. En dichos programas, este tipo de gentes, estos inquisidores y recolectores de basura cultural, en lugar de ello, se exhiben como gentes de bien, con idoneidad ética y moral, y, en nombre de la ciencia, de la moral y de la salud mental, utilizan, a cada segundo, palabras feas, que combinan con otras lindas, pero que de lo que menos hablan, es acerca de la verdadera realidad de lo que es en esencia la Psiquiatría, y de la verdadera función de la Psiquiatría. La verdadera función de la Psiquiatría, es la de recolectar la basura cultural de las calles y los domicilios, y de arrojarlas en depósitos comunes de basura cultural, luego de haberlos neutralizado y aislarlos totalmente de sus familias y de la sociedad. Esta es la verdadera función de los psiquiatras, y no otra.

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PARTE XXI -el negocio de la psiquiatría-

Desde el punto de vista comercial, esta nueva inquisición post moderna ha generado una verdadera industria basada en el comercio de los psicofármacos, las creaciones de universidades privadas y publicas, el adiestramiento de profesionales, psiquiatras, paramédicos, y enfermeros. Representa un verdadero negocio altamente lucrativo, no solo a estos profesionales, y a las industrias farmacéuticas en todo el mundo, sino a las llamadas “casas de salud”, que cobran a precio de oro por los cuidados y mantenimientos de los discriminados culturales. Hoy en día, el comercio basado en la investigación y producción indiscriminada de nuevos psicofármacos (cuyas finalidades son neutralizar la vida afectiva de sus víctimas, y que causan severos daños nocivos), ha llenado los bolsillos con miles de millones de dólares al año a las inmensas industrias farmacéuticas trasnacionales de todo el mundo. La creación, producción, venta y distribución de psicofármacos es hoy en día el principal negocio de producción y ventas de drogas que existe hoy en día en el mundo, superando a las estrafalarias cifras millonarias que acumulan los tan nefastamente mencionados narcotraficantes por los medios de comunicación, y por los productores de tabaco, siendo, quizás, superados tan solo por los productores, vendedores y distribuidores de bebidas alcohólicas. Así, las empresas que se dedican a generar nuevas drogas, hipócritamente llamadas “antipsicóticas”, que básicamente, son bloqueadores de la mente, disocian los sentidos del pensamiento, arruinan la memoria, y producen otros efectos atroces, están produciendo día tras día “nuevas generaciones de verdaderos venenos psiquiátricos”, que, básicamente, anulan la mente de sus víctimas, aduciendo que tan solo “reducen los síntomas de la enfermedad”. Estas industrias trasnacionales, que se dedican a crear nuevas sustancias, y que venden sus derechos de autoría a otros institutos farmacéuticos a verdaderos precios de oro, acumulan miles de millones de dólares por cada nuevo producto que generan. Al mismo tiempo, generan unas verdaderas campañas “de propaganda” de esos productos, a través de “profesionales vendedores”, que salen, casa por casa, a convencer a cada uno de los psiquiatras que encuentran de paso de los beneficios de el producto que venden, para que estos, a su vez, se los receten a sus víctimas, que ellos llaman “pacientes”. Estas campañas de propaganda de estos nuevos productos son muy discretas, y está lleno de tecnicismos y explicaciones pseudo científicas, pero siempre rodeada de las más absurdas falacias, para convencer a cada psiquiatra que estos vendedores encuentran, para que recete estos “nuevos y modernos productos”.

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De esta forma, el psiquiatra interesado, trata de comprobar la eficacia o falta de eficacia e ese “nuevo producto que le recomendaron”, obligándoselas a ingerir a la fuerza a sus pacientes, y experimentando su efectividad o falta de efectividad con ellos, como si estos discriminados culturales, drogados, fueran verdaderos conejillos de indias. El costo en el mercado de los psicofármacos es tan elevado como el costo que pueden tener en el mercado negro drogas duras como la cocaína o la heroína. Solo que con el agravante que las víctimas están obligadas a ingerirlas todos los días del año, y varias veces al día. Para los efectos nocivos de estos verdaderos venenos legales a precio de oro que se venden en el mercado, se venden otras drogas, para contrarrestar los efectos nocivos de las primeras, como los llamados medicamentos “antiparkinsonianos”, drogas tan caras y peores aun que las `primeras, que, a su vez, generan también otros efectos nocivos, que hay que paliarlos con otras drogas, también de un costo en el mercado muy elevado. Las industrias farmacológicas ven en los psicofármacos el verdadero negocio de sus vidas, su verdadero filón de oro, y obtienen muchas más ganancias en este ramo, que, por ejemplo, vendiendo vitaminas o suplementos nutritivos. Como toda industria, con fines comerciales y de lucro, les interesa vender, y, por ende, que sus productos ganen prestigio, en especial entre los propios psiquiatras, a los cuales tratan desesperadamente de convencer a través de hábiles vendedores profesionales de psicofármacos. Por cierto, les interesa en mucho que se mantengan totalmente ocultos a la opinión pública los terribles y verdaderos efectos nocivos “o secundarios”, como los llaman ellos, de estos verdaderos venenos, que venden a precio de oro, y que jamás curaron a nadie, ni es su interés hacerlo tampoco. Las industrias dedicadas a la producción de psicofármacos son grandes compañías trasnacionales, y fabrican sus drogas en extensos complejos industriales de los países del primer mundo, y en sus plantas trabajan miles de operarios, más toda una superestructura con otros laboratorios, y empresas trasnacionales, y miembros de la Organización Mundial de la Salud, que son verdaderos empleados de estas instituciones, cuyo fin es el de promover sus productos. No es ciertamente muy científica la manera de evaluar la eficiencia de estas drogas, llamadas psicofármacos, ya que cada individuo es diferente, y dichas evaluaciones, carentes de seriedad científica, están elaboradas en base a criterios generales, que no se pueden aplicar a casos concretos. Sin embargo, se hace una evaluación, poco seria y general el producto, de forma tendenciosa, y se aprueba como “buen producto para tal y cual tipo de patología”. A estas poco serias y para nada científicas conclusiones, llegan las industrias farmacéuticas después de haber experimentado las drogas en su fase especulativa co n seres humanos, verdaderos conejillos de indias, gentes sin empleo, sin familias, alcohólicos, indigentes, que no tienen ni donde pasar la noche, y que les ofrecen, muchísimas veces en forma clandestina, o amparados en códigos legales imprecisos y

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permisivos, un cierto dinero extra, una verdadera miseria, por recibir techo y comida durante algún tiempo, y algo de dinero, a cambio de dejarse introducir en sus cuerpos esos verdaderos venenos letales, para poder comprobar sus efectos. Muchos de estos ratones de laboratorio perecen o quedan profundamente alterados tras estos verdaderos experimentos con seres humanos. Los Estados y los Organismos Internacionales poco y nada hacen para evitar estos atroces experimentos con seres humanos. Para empezar, las legislaciones en esas materias son variables, ambiguas e imprecisas, y no están debidamente reglamentadas. Por otro lado, los Estados adoptan a este respecto una ética consecuencialista, en donde se considerara que el mal de esos pocos, ayudará a favorecer el bien de una inmensa mayoría de la población. En especial, si a esos pocos desgraciados con los que se experimenta, son indigentes, gentes sin familias, desconocidos, gentes que nadie reclamará por ellos, o inmigrantes ilegales venidos de otras partes del globo. Por otro lado, las grandes y poderosas corporaciones farmacéuticas, dueños de inmenso poder y prestigio, no solo comercial, sino político, tienen a los miembros del gobierno a su favor, mediante sobornos. El mismo Estado que dicta las leyes que debería proteger a esos desgraciados, es el mismo que se beneficia económicamente con las fabulosas ganancias de esos experimentos, y cuyos políticos están totalmente inmersos en la corrupción por dichos laboratorios. Si algún experimento se llegará a convertir en un escándalo público, cosa que nunca o rara vez sucede, debido al anonimato y al ocultamiento a la opinión pública con la que se elaboran estos monstruosos experimentos, y llegara a existir algún pleito judicial, el laboratorio mencionado tendrá el privilegio de tener a los mejores representantes para su defensa. En el caso de tener que pagar una multa, por el monto que sea, aunque se trate del fallecimiento de un desgraciado, la pérdida será mínima en relación con las formidables ganancias que se obtienen en el conjunto e las investigaciones. Pero por lo general, y en la inmensa mayoría de los casos, o en todos los casos, la gente común jamás se llega a enterar de las verdaderas características de estos experimentos humanos, dignos de un campo de concentración nazi, como los que practicaba el doctor Mengele, solo que en sociedades que dicen ser “democráticas” y proteger los derechos esenciales del ser humano. Tras sacar precipitadas y para nada científicas generalizaciones a partir de estas pequeñas muestras de seres humanos cobayos, se elabora una generalización por el mecanismo inductivo, y los vendedores de estas drogas salen a pregonarles estos supuestos efectos beneficiosos de estas drogas, puerta por puerta, a lasa casas de cada psiquiatra que encuentren.

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Pero el experimento cobayo con una mínima porción de indigentes no se acaba allí. Después de ello, se pasa a poner a la venta, en el mercado, el producto, que es consumido por millones de personas, sin que realimente se tenga la certeza de su pro y de sus contras de manera científica. Entonces, toda la población de discriminados culturales del mundo, análogamente a los indigentes mencionados, se convierten en su conjunto en un grupo de ratones cobayos de laboratorio. Hoy en día, se sabe, tras muchos años de suministrar estos psicofármacos, que muchos antidepresivos que se recetaban habitualmente en la década de 1980 producían, a la larga, psicosis. ¿Cómo se dieron cuenta estos señores, después de tantos años, sino después de haberse burlado de los pacientes y sus familiares, y de haber utilizado como verdaderos conejillos de indias a todos los millones de pacientes en el mundo que se les había suministrado antidepresivos en la década de 1980? Pero después de hacer la experiencia con el primer grupo selecto de cobayos, es decir, con los indigentes, y de inventarse como real un resultado, se elabora, en base a esta premisa, una verdadera campaña de marketing, cara a cara con cada psiquiatra, a través de vendedores profesionales e estos nuevos productos, que terminan convenciendo a cada psiquiatra en particular, de los “beneficios” de este nuevo producto. El psiquiatra, a su vez, receta ese medicamento a su víctima, que la paga a precio de oro, y el psiquiatra experimenta con el paciente para ver como reacciona con ese “nuevo y maravilloso” medicamento que le vendieron, a través del ensayo y del error. Mucho se habla de los millones de dólares que mueve anualmente el narcotráfico, y de la cantidad de plantaciones clandestinas de marihuana y cocaína que existen en Colombia, Perú, Bolivia, etc, y de lo nocivas que son la marihuana y la cocaína, y que se deberían combatir. Pero siempre se habla de los efectos nocivos del alcohol, el tabaco, la marihuana y la cocaína, pero nadie se atreve jamás a poner énfasis en los terribles efectos y secuelas perjudiciales que les ocasionas estos llamados psicofármacos, verdaderos venenos letales, y el increíble negocio financiero que hay detrás de todo ello y de la institución de la psiquiatría. La psiquiatría se ha convertido en un verdadero negocio de venta de drogas que hoy en día ha superado ampliamente al narcotráfico. Hoy en día, se fabrican por día, centenares de millones de pastillas, ampollas inyectables, y píldoras llamadas “antipsicóticas”, cuyos fines son anular al individuo humano, sin darle ninguna posibilidad de rehabilitación. La industria de los psicofármacos, mueve tanto dinero, o más, que la lucha contra el cáncer o contra el SIDA.

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¡Es el verdadero filón de oro de estas industrias farmacéuticas! Y, a través de vendedores profesionales, que salen a consultar a cada psiquiatra casa por casa para venderle sus novedades, convencen con sus argumentaciones técnicas de ciertos temas en la ciencias modernas que los psiquiatras no tienen porqué saber. Estos psiquiatras, es terminan creyendo a esos vendedores ambulantes de psicofármacos, y se los recetan a sus pacientes, no por lo que el psiquiatra sabe personalmente que sirve, sino por lo que estos vendedores ambulantes les convencieron que sirve. La evaluación de si lo que el vendedor le vendió al psiquiatra sirve o no sirve, se dará cuenta el propio psiquiatra después de haber experimentado varias veces con sus víctimas como verdaderos conejillos de indias, o, simplemente, a través de los comentarios de otros psiquiatras, colegas como él, que le dijeron si tuvieron o no buena experiencia con determinado tipo de matarratas para dementes. A los laboratorios no les interesa crear un medicamento que cure, porque, de hecho, ni se lo proponen. Lo que pretenden crear, como buenos comerciantes que son, sea uno que tenga fama de ser efectivo. No importa si es efectivo o no. Importa crear fama de que es “lo mejor que hay en el mercado”. O sea, el que haga eliminar al sujeto de la sociedad sin hacerlo sufrir demasiado. O sino, estas industrias farmacológicas se dedican a elaborar especialidades para trastornos puntuales, y, aunque lo que elaboren sea un cien por cierto venenoso, lo venden a precio de oro como “lo único que existe en el mercado”. Si existe un matarratas para dementes que tiene muy buena fama, porque neutraliza la vida afectiva del paciente sin hacerlo sufrir demasiado, o sin darles muchos calambres, ni mareos, pero que tiene el defecto de tener un precio muy alto en el mercado, enseguida otro laboratorio trata de inventar una forma “similar” a esa. Dicha fórmula es lo mismo, pero de mucha peor calidad, pero que tiene la virtud de ser una droga más barata, y las familias pobres, y el Estado, se encargar de comprar estos verdaderos matarratas de segunda para los desdichados que las consumimos. A las industrias farmacológicas, que son grandes y poderosas empresas trasnacionales, les conviene que el mito de la psiquiatría se mantenga, que se siga sosteniendo el mito de la “salud mental”, de la “psicosis”, y de la “esquizofrenia”, y otras “anomalías. Ellos lucran con los prejuicios que propaga la institución psiquiátrica, y se forran los bolsillos con esta y con su pretendida buena fe y objetividad, en nombre siempre de la Ciencia, la Moral y la Salud Mental. Las grandes corporaciones farmacológicas son las principales defensoras de la difusión del mito de la Psiquiatría, de la objetividad de los diagnósticos psiquiátricos, de equiparar a la psiquiatría con la medicina física, de la buena fe, la objetividad, y el perfil bajo que salen a vender los psiquiatras por los medios de comunicación, de los “beneficios”.

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O al menos, si no les queda otra, de la “necesidad” de obligar a las víctimas de la inquisición a ingerir las drogas que ellos fabrican y que les generan ganancias de millones de dólares mensuales. Detrás de un blister de psicofármacos, se esconde una verdadera red mafiosa, con contactos internacionales, donde participan corporaciones y gobiernos, tan o más perversa que la red de narcotraficantes que existe tras el consumo de la cocaína, solo que absolutamente legalizada, aunque muy lejos de ser realmente ética y científica. Por otro lado, existe el negocio de las universidades, públicas y privadas, donde ingresan anualmente miles de jovencitos a sus aulas, para ser adoctrinados en las disciplinas de la psicología y la psiquiatría, que, a la larga, se terminan dando cuenta, demasiado tarde, que no resultaron ser como ellos se las imaginaban antes de entrar al primer día de clases. Así, se forman miles de docentes, profesionales de la enseñanza, departamentos, institutos, y cada vez son más los ingresos de nuevos estudiantes a las aulas de los cursos de psicología y psiquiatría, porque, por lo visto, estas ciencias, basadas en el prejuicio cultural, se han puesto, hoy en día, de moda. Hoy en día, el marketing de la psicología se ha impuesto por todos lados, aprovechando estos nuevos tiempos modernos, donde los tecnócratas se han impuestos. Hoy en día, hay psicólogos de pareja, psicólogos para niños, psicólogos para el trabajo, psicólogos para problemas psicomotrices, psicólogos que se dedican a estudiar el marketing, psicólogos forenses, psicólogos en las escuelas, en los liceos, hasta en los preescolares. Existen psicólogos para todo y para todos, incluidos los psicólogos que se encargan de enseñar a torturar a los policías y a los paramilitares en los campos de concentración. Estamos acercándonos más a una sociedad panóptica, vigilada por los ojos de esta nueva inquisición post moderna, a través de psicólogos y psiquiatras, que se hallan en todas partes, y que nos vigilan desde la más temprana edad, a personas de toda edad, sexo, nivel cultural, social, profesional, como el verdadero Gran Hermano de George Orwell. Los psicólogos, ya desde la más pequeña niñez, en las escuelas, están interpretando desde los primeros garabatos que hace un bebé en su primera clase preescolar. Están “atentos a todos por si podría aparecer alguna anormalidad en algún niño”. ¡No vaya a ser que existe un niño que sea diferente del resto! ¡Todos, al parecer, debemos ser iguales al resto! ¡La diferencia, para ellos, es un pecado, una “anormalidad”! Ahora… ¿Serán estos psicólogos gentes tan normales como parecen, o solo contagian sus propios defectos y frustraciones a sus víctimas, como si ello fuera la normalidad? Sea como fuera, la psicología se ha ganado millones de adeptos en todo el mundo, y cada año se recibe más y más gente con el título de psicología que antes.

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¿Qué se puede hacer con una sociedad que está llena de gentes que recibieron el título e psicólogo, y que cada día hay más de ellos? Obviamente, hay que darles trabajo. Y para darles trabajo a toda esa masa de trabajadores de esa disciplina, hay que promover la psicología, hay que hacer marketing, hay que hacerla conocer, hay que captar al público, al cliente. Lo hacen a través de, por ejemplo, programas televisivos o radiales, donde estos “benévolos” señores, disfrazados de corderitos blancos, salen a hablar malas palabras, y luego a desdecirlas con otras buenas, y llenar así a toda la audiencia con prejuicios culturales a su favor, en programas donde estos son incluidos como parte de la “medicina”, como si pertenecieran al mismo grupo de la medicina física. Y por cierto, es que hoy por hoy, en Uruguay, un psicólogo o un psiquiatra ganan muy bien. Muchísimo más de lo que se merecen. Un psiquiatra, aquí en Uruguay, tiene su trabajo, sus pacientes, un automóvil nuevo y un buen apartamentito, y una buena jubilación asegurada. Al salir a la calle, los conocidos, cuando los ven, se sacan respetuosamente el sombrero y le dicen: -¿Cómo está usted, doctor? Y las enfermeras, bien alcahuetas y complacientes, al entrar en una clínica, le dicen: -Pase usted, doctor, doctor. Cada consulta con un psicólogo sale miles de pesos. Son carísimas. Y lo curioso, es que los psicólogos jamás curaron verdaderamente a nadie, y ellos, generan una verdadera adicción en el paciente hacia sus consultas, donde no les privan de la hipnosis, y otros mecanismos de adicción a sus consultas, y donde, en los casos más leves, lo que hacen es, literalmente, robarles el dinero a sus clientes durante años sin hacerles ningún bien, pero haciéndoles creer que cada día están progresando más y más en sus consultas. Lo cierto es que tanto los psicólogos como los psiquiatras, cuyas pretendidas ciencias son mera charlatanería, asunto que hasta el mismo derecho positivo lo reconoce, no lucran jamás con un paciente sano o curado, sino, precisamente, con los pacientes “enfermos”, o que “tienen algún problema al que deberían tratarse”. El convencer a una persona, o a sus familiares, de que alguien tiene un “problema”, y que “debería tratarse”, y que “ellos lo podrían ayudar”, es la primera parte del negocio. Es el anzuelo. Una vez que la persona, o sus familiares pican ese anzuelo, esos sinvergüenzas continúan arrastrando a su víctima de un supuesto “problema” a otro, mientras les van vaciando los bolsillos a sus víctimas.

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El verso con el que les vienen a los desesperados familiares es que “el paciente está controlado y en las mejores manos posibles”. Se les brinda seguridad, y el psicólogo y el psiquiatra asumen toda la responsabilidad de la discriminación que se le efectúa al paciente, diciendo que es por el bien del paciente. Dicen que: “que tratarlo psiquiátricamente es lo mejor que pueden hacer por ellos, como buenos padres o familiares”, y que las drogas y electroshocks que les dan es “lo mejor que se ha inventado hasta el momento”, o “que es la única opción que queda, aunque no sirva para nada”, o que “otra cosa no se puede hacer”, y que toda esta tortura innecesaria es algo obligadamente “necesario”, aunque improductivo. Y cobran todas estas torturas a precios de oro. Esta es la campaña de marketing que los psicólogos y psiquiatras hacen a sus clientes. Como buenos comerciantes, conocen a cada uno de sus clientes, y saben qué historia contarles, y cómo deben tratarlos y cómo no. Como unos verdaderos comerciantes de ataúdes, ellos saben vestirse pulcra y humildemente, demuestran perfiles bajos, discreción, serenidad, circunstancia, respeto, seriedad, comprensión, cortesía, amabilidad, expresión de luto, objetividad, sensibilidad, como los verdaderos buitres vestidos de piel de corderos que son. Luego, pasan del vocabulario de las palabras feas a las lindas y de las lindas a las feas sin que el cliente se de cuenta, y quede convencido de sus prejuicios culturales, y pase a comprar a su familiar, hijo, hija, hermano, o sobrino, el ataúd más caro y costoso de todo para enterrar a su “querido” familiar vivo bajo tierra para siempre. Pero siempre con buenas maneras y en los mejores términos. Son, en el fondo, unos comerciantes. A esto se dedican sus profesiones. A vender drogas. Un psiquiatra que no vende drogas, o un psicólogo que cura a sus víctimas, se muere de hambre en la calle, o se dedica a otro oficio. Aunque lo disimulen, y nunca omitan palabra alguna al respecto, tanto los psiquiatras como los psicólogos, en su fuero íntimo, tienen plena conciencia de lo charlatanes y embaucadores que son. Cuando en una conversación esto se evidencia, cosa que pocas cosas sucede, titubean tímidamente y se ponen rojos como unos tomates, aunque muchos sepan disimularlo muy bien, porque, de hecho, sus oficios están basados en la retórica, en la charlatanería, y en el disimulo. Son unos grandísimos caraduras, como se dice vulgarmente. Y caraduras asumidos. Y cobran a precio de oro por entretener a la gente sin ayudarles en lo más mínimo, o por vender drogas que ni ellos mismos saben los efectos que producen. Es un verdadero negocio. Y como cada vez existen más y más psicólogos y psiquiatras en el mercado, entonces, el mercado debe darle trabajo a esa gente. Se generan nuevas instituciones, puestos, cargos, campañas de marketing de la psicología y de la psiquiatría, programas de

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televisión y de radio donde estos señores hablan abiertamente de sus prejuicios culturales y de sus buenas intenciones, etc. Los técnicos que hacen los tratamientos de electroshocks, los cuales son una verdadera aberración médica, son los que más dinero extraen con dichos tratamientos. Un técnico electroshockista, por hacer un tratamiento que no sirve para nada y que quema neuronas, ganas decenas de miles de dólares al mes con sus tratamientos. Esta gente va a estudiar al exterior, algunos a los Estados Unidos, y allí les enseñan las sofisticadas técnicas de cómo reventarles científicamente la cabeza a sus víctimas, aplicando tanto y cuanto voltaje en tal y cual momento, y de qué forma. Estudian años en estas verdaderas universidades de la tortura eléctrica, y reciben, tras largos años de experimentar con ratones de laboratorio, un título de “Médico Electroshockista”. Aquí, en Montevideo, existen solo unos pocos de ellos. Quizás no pasen de diez, los que hay en toda la ciudad. Estos diez señores, se reparten la población de todos los miles de indeseables culturales de todo Montevideo, y cada día, salen a las seis de la mañana de sus casas, y van a hacer un recorrido por todas y cada una de las clínicas psiquiatritas de Montevideo. En cada una de ellas, electrocutan, cada uno de esos técnicos, a decenas de seres humanos por día, cobrando unas cifras estrafalarias por sus tratamientos “altamente especializados y de alto riesgo”. En pocos años, cada uno de estos verdaderos verdugos de la electricidad, acumulan cifras gigantescas de dinero, en un trabajo tan sádico, ineficiente, como lucrativo, pero, que, además, terminan siendo fuentes e respeto para todo el mundo. En la calle, al verlos, todos se sacan el sombrero y le dicen: -Hola, doctor. Los enfermeros le dicen: -Pase, pase, doctor… Y los tratan como a verdaderas eminencias, y ellos, concientes de cómo son vistos por los demás, demuestran una imagen acorde de hombres doctos, aunque disimulando su presunción. La terapia de los electroshocks es un negocio puro. Hoy en día, se torturan con electroshocks a centenares de discriminados culturales por año. El 80% de los discriminados culturales de Uruguay ha sufrido, en algún momento, estos “benéficos” (y costosísimos) tratamientos eléctricos, sin experimentar cambio alguno, y siguiendo internados en los manicomios.

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Los equipos electrónicos con los que estos verdugos hacen los electroshocks, que, dicho sea de paso, no sirven para nada, son equipos de alta sofisticación, fabricados en el exterior, por grandes empresas de tecnologías de punta, y que tienen todos los juguetes y mecanismos sofisticados que uno se pueda llegar a imaginar, y cada aparato de esos cuesta decenas de miles de dólares, así como cada uno de sus repuestos. Los psiquiatras, aparte del trabajo en los consultorios, públicos o privados, cobran una inmensa cantidad de dinero extra haciendo visitas domiciliarias, y cobran un dinero extra por cada receta que hacen, por lo cual están promocionando la venta de drogas que tanto benefician a las grandes empresas trasnacionales capitalistas de las industrias de los psicofármacos. Aparte de estas actividades “decentes”, muchos psiquiatras, muchísimos, aprovechan la libertad que como psiquiatras poseen para recetar drogas, para hacer recetas innecesariamente, a cambio de dinero, sobornados, para luego vender esos medicamentes a alto precio en el mercado negro. La corrupción que existe en torno a las firmas de recetas de los psiquiatras, y a los empleados de las farmacias en Salud Pública y en las mutualistas médicas, para el mercado negro de psicofármacos, es todo un problema institucional. Y todo lo hacen por el mero y simple dinero, por el negocio extra que obtienen. Los manicomios, o centros de reclusiones culturales, son un verdadero negocio para sus dueños. Por tener en estados vegetativos a varias decenas de personas, comiendo, viendo la televisión o durmiendo, y satisfaciendo sus necesidades básicas, estos verdaderos centros que lucran con la reclusión de los discriminados culturales llegan a cobrar cifras exorbitantes, por solo darles de comer, tenderles la cama, darles la medicación, y mantenerlos vigilados noche y día. El negocio de las “casas de salud” cada día crece más y más, debido a que, en parte, los jóvenes ya no desean mantener a sus padres en sus casas, y los abandonan en dichos sitios, y, por otro, el aumento masivo de nuevos profesionales de la psicología y de la psiquiatría, egresado de sus universidades, ha multiplicado por diez al número de discriminados culturales, que terminan en estas tan lucrativas “casas de salud”. En algunas casas de salud, o manicomios, para obtener un jugoso dinero extra, y explotando los remordimientos de unas familias que han decidido deliberada y concienzudamente desembarazarse de su familiar en dicho centro, se les trata de hacer creer que el paciente esta “en el mejor lugar donde pudiera estar”. Ofrecen buena comida, servicio de limpieza de ropa, clases de gimnasia y una terapia que no sirve para nada una vez a la semana. De esta manera, estos centros de reclusión cultural compran los remordimientos de los familiares ofreciéndoles algunos beneficios que, por supuesto, cobran a precio de oro. Y las familias se creen que porque les brinden esto a sus discriminados, y por pagar esta internación de forma muy costosa para ellos, se lavaran de todas sus culpas y pecados, y así podrán vivir en paz.

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Estas clínicas psiquiátricas, en realidad, lucran con los remordimientos de los familiares. En otras clínicas, que están diseñadas para el perfil del familiar que desprecia sin rodeos y sin ningún tipo de escrúpulos a su víctima, directamente se tienen a los pacientes hacinados, malcomidos y maltratados, y se cobra la internación a precios irrisorios. De la misma manera, en torno a las casas de salud, o manicomios, existe toda una verdadera infraestructura, que proporciona trabajo a un innumerable personal de enfermería, que ganan su sueldo en ello, y limpiadoras, cocineras, electricistas, administradores, etc. En un centro de reclusión cultural, si uno o varios enfermeros se dan cuenta que un paciente no está para estar allí, que fue engañado, o que está mal medicado, se callan religiosamente la boca. Ellos solo cumplen órdenes, y nunca, por ningún motivo, se atreven a discutir las autoridades de sus patrones. En las clínicas psiquiátricas reina la jerarquía total, como en un cuartel militar. El enfermero debe cumplir las órdenes. Si una droga le hace mal a un paciente, el enfermero puede comunicárselo al psiquiatra, pero nunca dejar de dársela ni discutir con el psiquiatra. Si ve que existe una cuestión muy turbia entre el paciente y el psiquiatra, y en la forma que fue diagnosticado e internado el paciente, directamente se calla la boca. El enfermero gana su salario, que puede ser poco o mucho, pero vive de eso, y por nada del mundo quiere tener problemas con la institución que le da de comer. En ningún momento, si tiene que elegir, entre defender a un paciente de una injusticia, o de ponerse al lado de sus patrones, va a elegir jamás loi primero. El que paga, manda. Y, a menudo, dentro de las casas de salud, cuando no se lleva un buen control de la medicación, muchos enfermeros roban medicación de los sitios donde ellos tienen acceso, para venderlas luego en el mercado negro, para hacerse de unos pesos de más. A menudo, muchos manicomios, ávidos de poseer más cantidad de clientela, les ofrecen beneficios extras a todos aquellos psiquiatras que, a la hora de tener que internar a un paciente, elijan internarlo en esa casa de salud que le ofrece esos beneficios extras al psiquiatra, y no en otras. Y, por supuesto, no olvidemos mencionar aquellos casos de personas extrañas y extravagantes, que no tienen ni un solo pelo de locos ni de tontos, pero que pasan ante la sociedad como verdaderos bichos raros, y que sus familiares inescrupulosos sobornan a uno o a varios psiquiatras al contado y en efectivo para que los declaren dementes en una Junta Médica. Tanto los familiares como estos señores psiquiatras se repartan como buitres los bienes de la víctima que decidieron hacerla declarar incapaz, como es el caso que le pretendió hacer la hermana abogada a mi amigo José Rasetti en la clínica Jackson con un psiquiatra sobornado, caso que yo mismo fui testigo del hecho.

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En estos casos, los abogados son todavía tanto o más peores que los “objetivos psiquiatras” sobornados de una Junta Médica. Y esto le puede llegar a pasar, y de hecho pasa mucho más a menudo de lo que se suele imaginar comúnmente, a personas de diferentes clases sociales. Pero cuanto más dinero haya en juego, peor es la situación. En estos casos, generalmente, la víctima queda aislada y confinada en un manicomio de por vida. Esta gente no juega. Donde existe el dinero de por medio, existe la corrupción, y los psiquiatras son los primeros en apuntarse en la lista. Naturalmente, estas anécdotas no salen nunca a la luz, ni las dicen por la radio o por la televisión estos señores, que tantas malas palabras dicen acerca de los “depresivos”, el “alcoholismo”, la “problemática juvenil”, etc, como verdaderos e hipócritas mitómanos que son, si nos pusiéramos nosotros a utilizar en su contra el vocabulario con el que ellos mismos salen a difamar a la gente del pueblo, con sus prejuicios culturales. Los centros de reclusión social, o manicomios, son verdaderos generadores de capitales y de trabajo de mano de obra especializada y no especializada. Los discriminados culturales, los que nos obligan a tomar por la fuerza las drogas que producen las grandes empresas farmacéuticas trasnacionales capitalistas, los que recibimos en nuestras sienes y cabezas las descargas eléctricas de los electroshocks, los que recibimos un plato de comida en el almuerzo y nos limpian el cuarto, y nos hacen tragar las pastillas todos los días, somos tan solo números en rojo, pagados por terceros. Somos el último eslabón de una gigantesca cadena que comienza en las definiciones sobre Salud Mental de la Organización Mundial de la Salud, y se continúa con las industrias farmacológicas, las universidades, los estados, y de ahí, hasta aquí abajo, hasta nuestras bocas y estómagos. La psicología y la psiquiatría son verdaderos comercios, que involucran Estados y trasnacionales, y sus servicios son exactamente análogos al los servicios de recolección de basura en las grandes ciudades. Toda bolsa de basura que existe en un hogar, se deposita en la vereda. Viene el camión, lo examina, la clasifica, y la traslada a un deposito de basura central, lejos de la ciudad, domadse no moleste a nadie, y se la trata con productos químicos y tóxicos para que no moleste. Estas empresas de limpieza y recolección de basura cultural, pueden ser públicas o privadas, pero sus funcionamientos son los mismos. Y ante los medios de comunicación, se llenan la boca hablando de los prejuicios culturales acerca de la suciedad cultural, y, por otro lado, elaborar verdaderos elogios a lo que debería ser una buena “higiene cultural”. Y el negocio de la limpieza de basura cultural, mueve miles y miles de millones de dólares por año, y es muy superior al negocio del narcotráfico, del alcoholismo, o de los tratamientos contra el cáncer o el SIDA:

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Pero todo esto, claro está, está encubierto y solapado, y el ciudadano común solo se ve obligado a oír solamente, y nada más que solamente sus discursos, y no otros, por realistas que sean.

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PARTE XXII -el verdadero diagnóstico psiquiátrico-

Para empezar, como ya lo habíamos aclarado, no existe ninguna ciencia ni objetividad alguna en los llamados “diagnósticos clínicos psiquiátricos”. La psiquiatría, así como también la psicología, tienen un extenso vocabulario de palabras feas y prejuiciosas, sin ningún contenido serio, científico, ni objetivo. Ni la psicología ni la psiquiatría tienen la finalidad, ni jamás la tuvieron, de pretender curar o rehabilitar a nadie. La psiquiatría, como la nueva Inquisición Post Moderna, ejerce la labor de convertirse en una institución que se dedica exclusivamente a barrer la basura cultural por los domicilios y familias de las ciudades. Así como en una casa de familia, diariamente, se generan residuos, o sea, basura, que los miembros de la familia depositan en la vereda de sus domicilios, para deshacerse de esta, y luego llega el camión del basurero, y recoge esos residuos, para trasladarlos a un depósito de basura, donde son eliminados definitivamente, exactamente lo mismo se hace con los individuos molestos, desagradables, a los que la sociedad discrimina y se desea desprender de ellos. Si llega ante el consultorio de un psiquiatra, un padre o una madre, protestando porque tiene un hijo o hija indeseable, molesto, desagradable, que no trabaja, y que le causa problemas, el psiquiatra, simplemente, lo que hace es examinar a su víctima, y si ve que, realmente, este individuo es un ser asqueroso, molesto y desagradable, y digno de ser considerado una basura y eliminado de la sociedad, entonces, decide eliminarlo de ella. Lo primero que hace el psiquiatra es observar y evaluar a ver si la víctima es realmente una verdadera “basura” indeseable, y digna de ser arrojada a un depósito de basura. Luego, al final, pasa a rotular a la víctima como de “persona molesta, problemática e indeseable, que la sociedad tiene que desprenderse de ella”. Este es el verdadero diagnóstico que se le hace a un paciente psiquiátrico. Es un diagnóstico que ningún psiquiatra escribe sobre el papel, pero es el verdadero, y el único diagnóstico que vale, y el que justifica a todos losa demás diagnósticos, tratamientos y estatus sociales. Este diagnóstico consiste en que el psiquiatra considere al discriminado como “un ser molesto, indeseable, un problema con patas, y digno de ser eliminado de la sociedad”. Este es el verdadero diagnóstico psiquiátrico. Todo el resto de los diagnósticos, palabras y vocabularios, solo sirven para rellenar y colorear esta realidad, y darle a este

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verdadero diagnóstico una imagen de mayor “seriedad y objetividad”, a lo que, de hecho, es mera y simple discriminación. Al psiquiatra no le interesa si la víctima fue o es agredida por todo su contexto familiar durante toda su vida, o si tiene o no tiene razón en lo que dice, piensa o siente. Al psiquiatra, lo único que le interesa es si la víctima es o no un indeseable social y cultural. Incluso, hasta los mismos psicólogos y psiquiatras reconocen, ante los pacientes y sus familias, que el discriminado psiquiátrico es un “chivo expiatorio”, o sea, que se le está atribuyendo a este, el castigo, no solo por sus propias culpas, sino que también está pagando por las culpas de su familia y de los psiquiatras. Los mismos psicólogos y psiquiatras lo reconocen y lo asumen. Saben que están cometiendo un crimen y lo hacen alegremente. Una vez que el psiquiatra elabora este primer y verdadero diagnóstico, luego, pasa a elegir, entre una lista de entre diez o veinte palabras que se utilizan coloquialmente como “diagnósticos”, y elige una de ellas, y entonces se la adjudica a ese ser “molesto”, diciendo que es un “depresivo”, o “esquizofrénico”, o “tiene trastornos en la personalidad”, etc. En base a este “diagnóstico”, se pasa a eliminar al sujeto de la sociedad, a encerrarlo en un centro de reclusión cultural, o sea, un verdadero depósito de residuos culturales, y se pasa a drogar a la víctima, tan solo para neutralizarla afectiva y psicológicamente, y, si es necesario, se le realizan electroshocks, para que, matando sus neuronas, se pueda anular psicológicamente a la víctima de una manera mucho más rápida y eficaz. En realidad, más allá de todas las palabras de sus vocabularios, el verdadero diagnóstico que hay detrás de todos ellos es el de “persona molesta, indeseable, que es digna de ser eliminada de la sociedad”, o, más sencillamente, de “loco”, así, como suena, sin existir ninguna definición racional de lo que es ser “loco” ni nada. Como suena. Así de simple. A partir de ese verdadero diagnóstico, se pone en práctica la operación de eliminar al residuo cultural del domicilio de su familia, y llevarla a un depósito de residuos culturales, como si se tratara del camión del basurero. Le dicen a la víctima que ella “está mal, que está enferma, y que la internan y la drogan para su bien, por su salud mental”, y, a partir de ahí, se la llevan a ese verdadero depósito de basura social, de donde no sale nunca más. Para facilitarle a sus familiar la posibilidad de desprenderse de tan molesto individuo, los psiquiatras facilitan a la familia, a través de diversos métodos, la obtención de la curatela sobre el discriminado, para que, de esta manera, la familia se pueda desprender, y encerrar al paciente, cuantas veces quiera, y por el tiempo que quiera, y sin necesidad de ningún trámite engorroso, del discriminado, encerrándolo en una clínica psiquiátrica. Pero este carácter absolutamente siniestro y nefasto de estos inquisidores psiquiátricos, no lo salen a exhibir ante las cámaras de televisión, donde, por el contrario, se ponen a hablar en un idioma muy accesible, amable, empático, con perfil bajo, y a llenarse con

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discursos donde, cada cinco segundos, repiten una o varias palabras feas, y llenas de prejuicios culturales, acerca de la “depresión”, los “mitómanos”, la “drogadicción”, etc. Siempre evitan comentar que nunca han curado a nadie, ni lo pretenden hacer tampoco.

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DEFINICIONES DE LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD

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PRIMERA DEFINICIÓN

DEFINICIÓN DE “SALUD MENTAL” DE LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD

(búsqueda en Internet)

DEFINICIÓN DE SALUD MENTAL

1) “La salud mental no es sólo la ausencia de trastornos mentales. Se define como un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”. 2) “La salud mental suele ser definida como el estado de equilibrio entre una persona y su entorno socio-cultural. Este estado garantiza al individuo su participación laboral, intelectual y social para alcanzar un bienestar y calidad de vida. Aunque el concepto de salud mental nace por analogía a la salud física, trata de fenómenos más complejos. Por eso, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha asegurado que no existe una definición oficial acerca de la salud mental, ya que ésta siempre aparece influenciada por las diferencias culturales y la subjetividad. De todas formas, puede decirse que la salud mental es un estado de bienestar emocional y psicológico, en el cual el individuo es capaz de hacer uso de sus habilidades emocionales y cognitivas, funciones sociales y de responder a las demandas ordinarias de la vida cotidiana. Cabe destacar que la ausencia de una enfermedad mental no implica que el individuo goce de buena salud mental. El seguimiento del comportamiento cotidiano de una persona es la mejor forma de conocer el estado de su salud mental”. 3) "La salud mental ha sido definida de múltiples formas por estudiosos de diferentes culturas. Los conceptos de salud mental incluyen el bienestar subjetivo, la autosuficiencia perseguida, la autonomía, la competitividad, la dependencia intergeneracional y la actualización del propio intelecto y potencial emocional, entre otros. Desde una perspectiva cultural, es casi imposible definir la salud mental de manera comprensible. Sin embargo, algunas veces se utiliza una definición amplia y los profesionales generalmente están de acuerdo en decir que la salud mental es un concepto más complejo que decir simplemente que se trata de la ausencia de un desorden mental”.

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ANÁLISIS DE DICHA DEFINICIÓN

En la primera parte de esta definición, para empezar, se comienza por expresar que la salud mental no es solo la ausencia de trastornos mentales. Esto significa que no ser un enfermo mental no significa que un individuo posea salud mental. En segundo lugar, la primera parte de la definición trata de que la salud mental es un estado de bienestar en el cual el individuo es conciente de sus propias capacidades, etc, y da un panorama muy “positivo” y panfletario de la salud mental, pero absolutamente vacío de contenido, como, de hecho, la posee toda esta ridícula definición en su conjunto, en todas sus partes. En la segunda parte de la definición, se expresa que la salud mental es un estado de equilibrio entre una persona y su entorno socio-cultural. ¿A qué le llaman equilibrio esa gente, cuando hablan de ello? ¿Se refieren acaso a los individuos que no son perseguidos, agredidos o discriminados por su entorno sociocultural? Si esto fuera así, entonces ni Sócrates, ni Jesucristo, ni Mahatma Gandhi poseían una pizca de salud mental, ya que eran perseguidos y discriminados por una sociedad que pensaba diferente y veía en sus ideas a un peligro cultural. ¿Qué calidad de vida podía poseer Sócrates cuando fue obligado a beberse la cicuta? Luego, afirma la definición que asegurado que no existe una definición oficial acerca de la salud mental, simplemente, porque no la hay en absoluto, ni oficial, ni no oficial. Luego, se ve que por no tener nada que decir, vuelven a repetir, una y otra vez, que no tener trastornos mentales no implica tener salud mental, y que esta es un estado de bienestar emocional y psicológico, que, por cierto, son hermosas y vacías palabras que a todos nos gustan que nos digan, y llegar a lograr ese estado. Existen muchas personas que no son consideradas sanas que poseen un bienestar emocional y psicológico aceptable. La tercera parte de la definición es otra tercera redundancia a las anteriores, admitiendo que es casi imposible definir la salud mental de manera comprensible, o sea, que están admitiendo que lo que dicen es literalmente vacío e ilegible. Luego, como verdaderos autómatas repetitivos, vuelven Cobn el estribillo de que no se trata de la ausencia de un desorden mental.

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Esta “definición” de salud mental es una verdadera burla a todos los discriminados culturales y a los familiares y a sus contextos sociales. Es un verdadero insulto a la racionalidad del ser humano, teniendo en cuenta que, precisamente, los inquisidores psiquiátricos persiguen a los discriminados culturales de todo el mundo en nombre de la supuesta Salud Mental que pretende ser ridículamente expresada en esta pretendida y absurda definición. Los discriminados culturales, somos encerrados en centros de reclusión cultural precisamente por “no ser sanos mentalmente”, y yo les digo: ¿Qué es ser sano? ¿Qué es la Salud Mental? Y esta es la respuesta que tienen esos señores para aquel que desee saberlo. ¡Una verdadera burla a la inteligencia del ser humano, y a la comunidad mundial! Además, existe en esta pretendida definición, otro componente que la convierte en una definición altamente peligrosa: “la salud mental no es sólo la ausencia de trastornos mentales”. Este enunciado les da potencialmente a la inquisición post moderna, la potestad, de que, en un futuro, poder pasar de discriminar desde tan solo a los catalogados de “enfermos”, a discriminar culturalmente a los “no sanos”. Ya la población no va a ser solo discriminada culturalmente por ser enferma, sino por no ser sana. ¿Y qué es lo que tendría que ser lo sano? ¿Acaso para la nueva inquisición post moderna, de carácter represor y moralista, ser sano se va a convertir algún día en ser un santo? ¿Se van a poner a efectuar una verdadera cruzada contra el pecado, y se va a comenzar a discriminar culturalmente a la gente, no solo por lo pecadora que pudiera ser, sino por lo que le pudiere faltar para llegar a ser un santo? ¿Son estos inquisidores unos verdaderos santos, o juegan a aparentar una absoluta superioridad moral para legitimar la represión y persecución cultural a niveles masivos? Por otro lado, ser un santo no garantiza un estado de equilibrio entre una persona y su entorno socio-cultural. La historia de la humanidad está atestada de santos, profetas y mártires que han sido perseguidos, torturados, censurados y discriminados a lo largo de los siglos. En este sentido, si se llegara a presumir a la santidad como la verdadera salud mental, el santo no cumpliría el requisito, al parecer tan importante, de poseer un estado de equilibrio entre sí y su entorno socio-cultural, ya que, sin duda, sería perseguido, incluso hasta por los mismos inquisidores que discriminan a los seres humanos, en nombre de la “salud” mental.

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Existen otros dos elementos importantes a destacar en la definición de salud mental, y uno de ellos es el que menciona como requisito para poseer salud mental, a que el individuo puede trabajar de forma productiva. Esta característica referida al trabajo no es casual, y reluce una clara connotación burguesa y capitalista en la definición de salud mental. Para esta definición, una persona sana mentalmente es la persona asalariada que posee un lugar en la cadena productiva de una sociedad, y sirve como mano de obra asalariada a los intereses del capitalismo. Si un pobre no trabaja, poco menos que es considerado una persona no sana mentalmente. Si un rico capitalista no trabaja, me pregunto si se lo juzgará de igual manera, como una persona no sana mentalmente. Es indudable el corte burgués de esta definición de salud mental, por lo demás absolutamente vaga y absurda. Por otro lado, en uno de los términos de esta indefinible salud mental, se propone que el seguimiento del comportamiento cotidiano de una persona es la mejor forma de conocer el estado de su salud mental. Esta referencia, tan aparente inocente, no lo es en absoluto, ya que, en virtud a esta, y en nombre de la salud mental, les otorga a los señores psiquiatras todo el deber y el derecho de violar deliberada y reiteradamente toda la vida privada y personal de sus víctimas. Ellos, en virtud de esto mismo, pueden vigilar su correspondencia, su navegación en Internet, revisar todos los días su cuarto para asegurarse de que el paciente no esconda nada, y de indagar groseramente sobre sus costumbres cotidianas, su vida sexual, y exigirle que declare primeramente adonde se dirige cada vez que sale de la puerta del centro de reclusión cultural. La vida privada para un discriminado cultural, no existe en absoluto. Tanto en su domicilio, como en un centro de reclusión cultural, el discriminado es acechado y vigilado en todos sus movimientos de su vida cotidiana, privada y personal. Los servicios de enfermería de los llamados hospitales o clínicas psiquiátricas, son verdaderos panópticos donde se lleva una vigilancia completa, las veinticuatro horas del día, de lo que el discriminado hace o no hace, dice o no dice, adonde va o adonde no va, o con quién habla y se relaciona, o cómo, y con quién no. Se viola su intimidad, sui correspondencia, y se lo vigilia diariamente, aún cuando duerme, sin que en la mayoría de los casos, el discriminado cultural ni siquiera se aperciba de ello ni lo sospeche. Al igual que en los siglos de la Edad Media y el Renacimiento, esta nueva inquisición post moderna, a través de discursos moralistas, con definiciones que le dejan el terreno preparado para ejercer libremente su despotismo, se encarga cada día más, de manera progresiva, de reprimir culturalmente a millones de seres humanos en nombre de la

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Ciencia, la Moral, y de la “Salud Mental”, tan absurda y ridículamente definida en estas líneas. Y en base a esta ridícula declaración e lo que pretendería llamarse definición de salud mental, se siguen a continuación las dos siguientes. Vagas, generales, y tan ridículas como esta, definiciones de psicosis y de esquizofrenia. Con este trío de disparates sin sentido que pretenden ser estas definiciones, cualquier psicólogo o psiquiatra tiene entera libertad para privarle a un discriminado de sus derechos civiles y constitucionales, secuestrarlo, drogarlo, y privarle de por vida de su libertad.

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SEGUNDA DEFINICIÓN

DEFINICIÓN DE “PSICOSIS” SEGÚN LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD

(búsqueda en Internet)

DEFINICIÓN DE PSICOSIS “Psicosis es una tipología de enfermedad mental que se caracteriza por los delirios y las alucinaciones. Se trata de un concepto genérico que incluye a enfermedades como la paranoia y la esquizofrenia, y que está vinculado a la pérdida de contacto con la realidad. El pensamiento desordenado, los cambios en la personalidad, los comportamientos extraños y la dificultad para la interacción social forman parte de la psicosis. Este trastorno puede tener un origen orgánico o funcional y, en sus manifestaciones más leves, es temporal y no afecta drásticamente la vida cotidiana de las personas. La psicosis supone un desvío del juicio de realidad, y no una insuficiencia del mismo (como en el caso de la oligofrenia). Existen diversas clases y tipos de psicosis, que comparten algunas de las características ya mencionadas”.

ANÁLISIS DE LA DEFINICIÓN

Esta definición, tan sensacionalista, es tan vaga y tan absurda y vacía, como la definición anterior de “Salud Mental”. No dice ni una sola palabra concreta sobre nada. Para empezar, expresa que la psicosis es una tipología, es decir, un estereotipo, una caricatura abstracta de un modelo de enfermedad ideal. Por otro lado, esta definición de psicosis expresa que una característica es el pensamiento desordenado, pero… ¿Qué se entiende por desordenado? ¿Qué es para esos señores tener un pensamiento desordenado? También, en esta pretendida definición de psicosis, se expresa que una de las características de esta supuesta patología son los cambios en la personalidad. No se define en ningún momento a qué se están refiriendo cuando usan la palabra cambios en personalidad, que es un fenómeno que nos es común a todos los seres humanos, desde que nacemos, crecemos, envejecemos, y morimos. 439

Si ser psicóticos es tener cambios en la personalidad, entonces todos somos psicóticos. Por otra parte, bienvenida sea entonces la psicosis, ya que si no cambiáramos nunca nuestra personalidad, nosotros y el mundo sería muy aburrido. Por otro lado, otra de las características es tener comportamientos extraños, sin definir en absoluto qué es lo que en la definición se refiere cuando habla de comportamientos extraños. Obviando el hecho de que todos los seres humanos hemos tenido y tenemos alguna vez comportamientos que sin duda les pueden parecer muy extraños a otros, especialmente a los seres humanos de otras culturas, lo cierto es que aquí, en definitiva, se refieren a comportamientos feos, que desagradan personalmente a un psiquiatra, y que provienen de un hombre feo. Por otro lado, otra supuesta característica de esta ridícula declaración que pretende llamarse definición de psicosis, o de lo que fuera, considera lo llama una dificultad para la interacción social. Si la psicosis es una dificultad para la interacción social, entonces todos los seres humanos estaremos incluidos dentro de la definición de psicosis. Estarían incluidos tanto el almacenero del barrio, como el comerciante, como los gobernantes del Estado, como todas las naciones de la tierra, y hasta los mismos psiquiatras estarían incluidos dentro de su propia y caricaturesca definición de psicosis, que de hecho, no dice nada, a pesar de ser muy sensacionalista, y pretende abarcarlo todo, y decirlo todo. Sin duda alguna, que si el Estado te declara psicótico, un familiar se atribuye todos tus derechos y potestades legales y constitucionales, y esos señores de guardapolvos blancos vienen a secuestrarte a tu propio domicilio en una ambulancia. Y, si eres encerrado de por vida en una cárcel cultural, y eres drogado todos los días y recibes electroshocks, y no existe nadie en el mundo que desee mover un solo dedo por ti, sin duda cualquier persona del mundo tendrá una dificultad para interactuar socialmente. Otra característica pretendida es un desvío del juicio de realidad, también obviando a qué se refiere la definición, ni cuando habla de desvío, ni cuando habla de realidad. Y, paradójicamente, en esta poca seria definición, se establece que no hay una insuficiencia del mismo (juicio de la realidad). ¿Cómo podemos entender esto? El discriminado por psicosis sería capaz de juzgar la realidad, pero la juzgaría desviada. ¿Desviada en qué sentido?

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¿En que no llega a las mismas conclusiones que le pretende, por la fuerza, obligar a pensar el señor psiquiatra? Es capaz de juzgar la realidad, la podría, (un poco tratando de dar contenido a las palabras vacías de esta definición) entender la realidad, ser conciente de ella, juzgarla, pero pensar diferente a lo que opina el señor psiquiatra. Pero todo esto son meras suposiciones, ya que la absoluta vaguedad de la definición, y de sus términos, no dan lugar ni siquiera a la más mínima interpretación. No se puede ni siquiera suponer a entrelíneas lo que este discurso vacío pretende decir. No hay dentro de esta absurda definición, algo que defina lo que es el pensamiento desordenado, los cambios en la personalidad, comportamientos extraños, ni lo que es una verdadera dificultad para la interacción social, o el desvío o la insuficiencia o suficiencia del juicio de la realidad, ni algo que defina a que se refiere cuando se establece el concepto realidad. Es toda una definición sin ningún asidero. No dice absolutamente nada de nada. Solo menciona vagamente defectos feos, que son adjudicados a un estereotipo ideal de persona fea, es decir, a un psicótico. En esta definición, queda bien claro que las características del psicótico ideal son características que las tenemos todos. Pero, además, solo se mencionan las características feas y desagradables que poseemos todos. ¿Qué es un tipo con pensamiento desordenado, de comportamiento extraño, con dificultad para interactuar socialmente, sino características vagas que evocan a un estereotipo del hombre feo socialmente, que describen a un feo, a un discriminado cultural, como el perfil psicológico que los nazis hacían del individuo del semita ideal? Son todas características propias de un perfil ideal de un hombre feo, basadas en una pretendida definición, que no establece nada en concreto, sino que tanto sus términos como sus contenidos son vagos, abstractos y generales, y dan entera libertad al psiquiatra de aplicarlos a su antojo a cualquier ser humano del mundo que sufra una situación de discriminación familiar o de vulnerabilidad social. Pero, sin duda, la parte más interesante de esta definición, es que esta establece como una de las características principales a la pérdida del contacto con la realidad. Como todo el resto de estas vacías palabras, no existe nada que defina concretamente, ni que es lo que es llamado realidad, ni define tampoco en qué consiste, o en cuál debería consistir ese verdadero contacto con esa indefinida realidad. ¿A qué realidad se refieren? ¿Es que acaso los psicóticos flotan en el aire, son inexistentes, no existen dentro del mundo real? ¿O existen dentro del mundo real, pero no tienen ningún contacto con el? ¿A qué se le denomina aquí contacto?

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No hay una definición de lo que es un supuesto contacto con la realidad, ni siquiera de lo que debería ser un contacto con la realidad, así como tampoco se define para nada el concepto realidad. ¿Se refieren acaso a la realidad empírica, es decir, la de tener contacto sensible con el mundo sensible? Debo decir que todos los seres humanos, sin excepción alguna, tenemos contacto sensorial con la realidad sensible, incluso hasta las personas más discriminadas en virtud de esta definición. Solo los ciegos y los sordomudos no pueden contactarse con sus sentidos a esta realidad empírica. Pero de igual manera, se contactan a través de otros sentidos. Si a alguien le pinchan con una aguja, grita; si alguien tiene frío, se abriga; si alguien tiene hambre, come. ¿Se creerán estos señores que los que ellos mismos discriminan como psicóticos, no tienen contacto con la realidad? ¿A qué clase de público ingenuo e idiota le dirigen estas definiciones? ¿Se refieren acaso cuando hablan de juicio de la realidad, al juicio cientifista, basado en el método científico y empirista, organizado por la observación empírica, la hipótesis, el experimento y la teoría? ¿Estarán tomando a la Ciencia como una Verdad Absoluta y Universal, como única forma válida de juicio de la realidad, y considerando a la Religión y a la literatura como una forma de hechicería, bajo la figura de desvío del juicio de la realidad? ¿O están considerando de que el único juicio válido de la realidad es sostener las ideas y creencias que se sostienen a nivel masivo, en las que todo el mundo cree y sostiene, y que tener una opinión contraria o diferente a la creencia popular es un desvío del juicio de la realidad, como Cristóbal Colón opinó acerca de la esfericidad de la Tierra, en una sociedad donde se sostenía la creencia popular de que la tierra era un plato llano? ¿Se refieren como juicio desviado de la realidad a tener ideas diferentes, y llegar a conclusiones diferentes a las que llegan estos eminentes señores psiquiatras? Pero todo esto son tan solo suposiciones. No podríamos afirmarlo, ni siquiera suponerlo, porque, directamente, en esta ridícula definición de psicosis, solo se habla del concepto de realidad sin ejercer ningún tipo de comentario o definición alguna acerca de lo que estos señores entienden por realidad. Ni siquiera se da pie en estas líneas a que alguien pretenda discutir con ellos el concepto de realidad. De última, en los hechos, en base a este vago, general e indefinible concepto de realidad, lo que se logra es darle entera libertad a el o los señores psiquiatras, a que juzguen ellos mismos, con su propio criterios y prejuicios personales, qué es para ellos lo real, y que es lo que no lo es.

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Aquí, de última, se está hablando de legitimar el concepto de realidad subjetivo que un psiquiatra tiene para sí mismo, dentro de su contexto social, formación académica, clase social, y dentro de su cultura. La realidad, eso que no se desea definir, es, en definitiva, lo que el psiquiatra entiende a su modo personal y cultural acerca de lo que es o no es lo real. Si una persona está en medio del campo, y ve un platillo volador, y se lo cuenta al psiquiatra, aquí la realidad no es lo que el paciente vio o no vio, ni si existen o no existen los visitantes extraterrestres. Aquí lo único que cuenta es el criterio subjetivo y cultural del psiquiatra acerca de lo que para él es real o no es real, y al paciente se lo juzga y se lo condena por en base a tal. La realidad, en definitiva, se reduce a lo que el señor psiquiatra entienda él mismo por lo que es real y lo que no lo es. No importa si el psiquiatra está acertado o equivocado. Eso no importa en nada. Lo real es solo lo que el psiquiatra dice que es o no es real, y se acabó la discusión. Expresa esta definición, al pasar, que esta supuesta “psicosis” está caracterizada por delirios y alucinaciones, pero no expresa en ningún momento las causas de estos. Un adicto a drogas pesadas puede llegar a sentir cosas que pueden ser catalogadas de delirios o alucinaciones, como el delirium tremens de los alcohólicos. Pero no establece en ningún momento si estos “delirios o alucinaciones” son producidos por la ingesta de alcohol, o por una insolación, o por una huelga de hambre, ni por alguna causa. Solo menciona esto. Por otra parte, yo he sido desde hace décadas catalogado de esquizofrénico, y jamás he tenido delirios ni alucinaciones, a pesar de que me aburro de oír a los psiquiatras preguntarme por ello en cada consulta. De última, cuando en esta ridícula definición de “psicosis”, se establece que dicho estereotipo está caracterizado por delirios y alucinaciones, sin especificar ni a que se le llama realidad, ni a qué se le llama delirio ni alucinaciones, de últimas, se podría leer entre líneas que un delirio o una alucinación es algo no real, auque no especifique a que se le llama algo real. Al final, deberemos concluir que un delirio o una alucinación es algo no real para el señor psiquiatra, no importa si se trata de algo real o no de verdad. No importa si los discípulos de Jesús lo vieron a él resucitado, y que el Apóstol Tomás le tocó o no las llagas de sus manos y de sus pies, y la herida de lanza en su costado. No importa que esto sea o no realmente real. Si no es real para el señor psiquiatra, se trata entonces e un delirio o de una alucinación. Es por esto que en esta definición ridícula de “psicosis”, se establece que está caracterizada por delirios y alucinaciones.

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Esta definición de psicosis, que en otras circunstancias podría dar risa, si no se tratara de algo tan serio y siniestro, de últimas, da entera libertad, por su vaguedad y ligereza, a que cada psiquiatra sea totalmente libre de elegir a su propio criterio personal qué es lo real y lo que no, y determine libremente quién es psicótico y quién no. Es una pretendida definición sin seriedad ninguna, que da total y entera libertad a la policía cultural, a rotular, perseguir y discriminar potencialmente, bajo el rótulo de psicóticos, a todo aquel individuo de comportamientos extraños, pensamiento desordenado, y que piensa diferente al psiquiatra, y que, entonces, le permite a este acusarlo de haber perdido el contacto con la realidad. En definitiva, podremos concluir que no existe ninguna definición de psicosis, ya que estas palabras sin sentido alguno, no reflejan una definición seria ni científica de nada. Se trata todo de un prejuicio cultural. No existe una definición de psicosis, como podremos ver. Pero es perfectamente natural que no exista, ni pueda existir, una definición de psicosis. ¿Cómo definir a un individuo feo? ¿Cómo haría usted para definir a un individuo feo, dígame? Definir a un individuo feo, es como tratar de definir lo que es una nariz fea. ¿Cómo definir científicamente lo que es una nariz fea? Finalmente, esta absurda definición de lo que pretenden ser las nariz fea de algo denominado psicosis, termina alegando que existen clases y tipos de psicosis. No se define lo que es una psicosis, pero se pasa a definir que hay diferentes tipos de psicosis (¡) O sea, que, ante la imposibilidad de definir científica y claramente, en qué consiste tener una nariz fea, se pasa a ejercer una clasificación de las diferentes narices feas que hay (¡). Hay narices feas que son grandes, otras que son chicas, otras que tienen granos de pus, y otras narices feas a los que se les asoman pelitos en sus puntas. O sea, que, sin definir lo que es una nariz fea, se pasa a ejercer una clasificación de los diferentes tipos de narices feas que hay. Y es en virtud de estas prejuiciosas, vagas e inconsistentes definiciones de salud mental, psicosis, y diversas patologías, que estos señores, vestidos de guardapolvos blancos, salen a secuestrar libremente a sus víctimas en susa ambulancias, hasta sus propios domicilios.

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Cabe agregar que el tratamiento psiquiátrico, como ya lo he dicho antes, jamás ha rehabilitado, ni curado a nadie de una supuesta psicosis, ni con sus drogas, sus terapias, ni mucho menos con el uso de electroshocks. Esta definición absurda de lo que pretende ser la psicosis, daría risa, si no fuera por el hecho de que está diseñada para darles a los psiquiatras entera libertad de salir a reprimir culturalmente a todo ser humano que no piense de la misma manera que ellos, acusado de no tener contacto con la realidad.

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TERCERA DEFINICIÓN

DEFINICIÓN DE “ESQUIZOFRENIA” SEGÚN LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD

(búsqueda en Internet)

DEFINICIÓN DE ESQUIZOFRENIA

1) La Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba de hacer público un informe sobre la esquizofrenia en el mundo que revela la preocupación por el tema de las enfermedades mentales en Gobiernos de todos los países, de Washington a Moscú, si bien no parece deducirse de la lectura del informe que exista un criterio claro y unificador sobre lo que es y no es esquizofrenia. La OMS convocó la reunión de un comité de expertos en epidemiología de los trastornos mentales desencadenando una campaña mundial de prevención ante lo que se considera ya un problema grave internacional. El comité, cuya constitución integró un amplio elenco de la ciencia psiquiátrica internacional, examinó los conocimientos existentes y puso de relieve la necesidad de datos fidedignos y válidos sobre la incidencia y la prevalencia de los trastornos mentales. Recomendó que la OMS prestara una seria asistencia a las actividades relacionadas con las «epidemias» mentales en diversos países y coordinara e iniciara investigaciones en este sector. El gran conflicto de arranque de la comisión que lleva varios años investigando en 1.202 pacientes de nueve países: Colombia, Checoslovaquia, China, Dinamarca, Estados Unidos de América, India, Nigeria, Reino Unido y URSS, ha sido la discrepancia en la definición de esquizofrenia. Se considera, según reza el informe, que «en cualquier investigación sobre la esquizofrenia es fundamental la cuestión de cómo decide el investigador si una persona es o no esquizofrénica». Se reconoce la dificultad de la comparación de «los resultados de un estudio sobre la esquizofrenia con los de otro, porque no se tiene la certeza de que se haya estudiado la misma entidad patológica en ambos casos». En consecuencia, «para cualquier tipo de investigación psiquiátrica, especialmente para estudios epidemiológicos, son fundamento indispensable medios y procedimientos normalizados de evaluación psiquiátrica». Pero no es tan fácil la normalización y la evaluación objetiva cuando «la variabilidad de la práctica diagnóstica origina problemas en materia de investigación, aun dentro de un mismo país». 447

La realidad demuestra que «cuando se emprenden investigaciones que abarcan varias culturas, vienen a agravar este problema las diferencias de los antecedentes sociales y culturales de los pacientes y de los investigadores y las diferencias en la formación y la orientación teórica de estos últimos».

2) Esquizofrenia: “Trastorno mental grave que se manifiesta como una desorganización del pensamiento, con delirios y muestras de aislamiento social. La persona que la padece no tiene consciencia de enfermedad. Síntomas: En un primer momento destacan los síntomas activos (delirios, alucinaciones, trastornos del pensamiento, etc.). Posteriormente la enfermedad evoluciona hacia síntomas deficitarios (pobreza del habla, retraimiento social, aplanamiento afectivo e inhibición psicomotora)”.

CLASIFICACIONES DE ESQUIZOFRENIA (OMS)

Esquizofrenia: clasificación: El DSM-IV clasifica la esquizofrenia en cinco tipos: paranoide, desorganizado, catatónico, indiferenciado y residual. El CIE-10 de la OMS la clasifica en paranoide, hebefrénica, catatónica, indiferenciada, residual y simple. Eugen Bleuler clasificó las esquizofrenias en cuatro subgrupos: paranoide, catatónica, hebefrénica y simple.

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ANÁLISIS DE LA DEFINICIÓN

En la primera parte de esta pretendida definición de esquizofrenia, arranca desde ya con el hecho de que no parece que exista un criterio claro y unificador sobre lo que es y no es esquizofrenia. Líneas más abajo, se reitera el hecho, asumiendo que existe un conflicto en la discrepancia en la definición de esquizofrenia. Sobre esta base, ya desde el mismo comienzo, los propios pretendidos expertos en estos temas, nos están aclarando que ni siquiera ellos mismos tienen conciencia de lo que están diciendo en su definición de esquizofrenia. De alguna manera, nos están diciendo, como en las anteriores pretendidas definiciones de salud mental y de psicosis, que no existe ninguna definición de esquizofrenia, así como tampoco lo existe de salud mental y de psicosis. Entonces, esta definición es ya de por sí absolutamente absurda, y solo consiste en palabras vacías sobre palabras vacías, que pretenden justificar a otras palabras vacías. Al final, se establece que es muy difícil la evaluación objetiva de este diagnóstico, diciendo de antemano, con bellas palabras, de que no existe objetividad alguna en estos. Por último, se expresa prácticamente que en el diagnóstico de esquizofrenia, lo fundamental es cómo decide el investigador si una persona es o no esquizofrénica. O sea, que, en los hechos, no hay definición alguna de esquizofrenia, no hay una evaluación objetiva del diagnóstico, y se le da entera libertad al psiquiatra (aquí llamado investigador), a decidir en base a su propio criterio subjetivo y personal quién es o no esquizofrénico. O sea que nadie es objetivamente esquizofrénico. Un discriminado es catalogado de esquizofrénico a la libre voluntad del psiquiatra o inquisidor de turno, así como también se le atribuiría la libertad a ese inquisidor para decidir libremente, y a su propio criterio personal, que es lo que debe ser real y lo que no. Finalmente, en esta primera parte de la definición, se admite que, en definitiva, la esquizofrenia es un fenómeno cultural entre las diferencias de los antecedentes sociales y culturales de los pacientes y de los investigadores. O sea que, en definitiva, se reduce la esquizofrenia a una diferencia de opinión, de estilo de vida, y de pensamiento, de origen cultural, entre el paciente y el psiquiatra (aquí llamado investigador). ¡Vaya novedad!

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¡Y supongo que habría que felicitar a la Organización Mundial de la Salud por explicitarse tan sinceramente en las pretendidas definiciones que hace para justificar todos sus prejuicios y discriminaciones culturales! De últimas, aquí, lo que se trata, es de tratar de definir en qué consiste ser un ser humano feo socialmente, para que se justifique su represión y discriminación. Simplemente eso. En la segunda parte de esta ridícula y pretendida definición, como en las anteriores de salud mental y de psicosis, se recurre siempre al mismo discurso vacío, con palabras sin definir, vagas, generales, y, eso sí, plagadas de defectos y de elementos que conviertan al objeto al que se pretende referir esta definición, en algo bien feo. Para empezar, arranca diciendo que es un trastorno mental grave. ¿A qué se refieren con trastorno mental? ¿Se refieren a la denominada psicosis? ¿Qué es una psicosis? Vayamos a fijarnos en la anterior definición de psicosis, para estar seguros, pero, desgraciadamente, no existe tal definición. Es absolutamente vaga, general y vacía, como esta misma. Así que podríamos comenzar alegando que no explica esta definición, ni la de psicosis, lo que es un trastorno mental. Por otro lado, aducen que es un trastorno mental grave. ¿A qué llaman grave? En realidad, un trastorno mental grave es un superlativo de algo bien feo, bien desagradable, algo que todos desaprueban, y que justifica su discriminación, o ser visto con malos ojos. Un trastorno mental grave, que en sí es una palabra vacía tras otra, no es otra cosa que una vaga alusión a lo que es la figura del feo social. Es una definición de fealdad, nada más que eso. Después, la pretendida definición prosigue, diciendo que sus características son la desorganización del pensamiento, con delirios y muestras de aislamiento social. En ningún momento se especifica a lo que se refiere esta definición con pensamiento desorganizado. Albert Einstein, uno de los mayores matemáticos y físicos del siglo XX, era un hombre muy distraído, y cierta vez, cuando iba a un restorán, el mozo solía devolverle mal el dinero del vuelto, sin que Einstein se diera cuenta de ello. ¿A estas distracciones le llaman pensamiento desorganizado?

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Pero esta definición es tan floja y tan vaga, y no específica absolutamente nada, que ni siquiera da pie en estas líneas ni siquiera para poder suponer, o adivinar, lo que se pretende decir con pensamiento desorganizado, ni mucho menos para ponernos a discutir este concepto, ya que no tenemos ni siquiera un definición del mismo en esta pretendida definición de esquizofrenia. En cuanto al delirio, al igual que en la definición de psicosis, existen muchas personas que no son catalogadas de esquizofrénicas y que han llegado a tenerlos, por diversas razones. Yo, personalmente, hace décadas que estoy siendo diagnosticado de esquizofrénico y nunca he delirado, o tenido alucinación alguna. Si a lo que se le llama delirio aquí, es a perder el contacto con lo que para el señor psiquiatra es la realidad, entonces más del noventa por ciento de los seres humanos de otras culturas ajenas a la del contexto social del psiquiatra son esquizofrénicas, porque discreparán con él en sus diferentes concepciones de la realidad. Lo que para una persona de determinada cultura es realidad, para el psiquiatra es delirio, y viceversa. Como bien lo expresa esta ridícula definición, la esquizofrenia es tan solo un prejuicio cultural, y nada más que eso. No hay ciencia ni objetividad alguna en ello. Prosigue la definición, de que el supuesto esquizofrénico tiene muestras de aislamiento social. No define lo que es el aislamiento social en ningún momento. No define si estar aislado socialmente es vivir solo en su casa, o estar soltero, o divorciado, o ser muy sociable, pero tan solo para compartir banalidades y superficialidades, etc. No define si un ser aislado socialmente es alguien que no habla nunca con nadie, o si es un ser humano que habla todo el tiempo de temas estúpidos y faltos de profundidad. Por último, hay que aclarar que un individuo que está sufriendo una discriminación psiquiátrica en la que está privado de todos sus derechos legales y civiles, que es secuestrado, recluido, y drogado, no tiene muchas oportunidades para llevar una vida social muy intensa. Pero esto, al parecer, se obvia totalmente. Como último término de la primera parte de esta pretendida definición de esquizofrenia, se establece que la persona que la padece no tiene consciencia de enfermedad. Pero empecemos por el principio, porque esto, al parecer, parece un verdadero y macabro chiste. La definición de esquizofrenia, comienza con un preámbulo donde se asegura que no existe un criterio claro y unificador sobre lo que es y no es esquizofrenia. Luego se prosigue con que hay una discrepancia en la definición de esquizofrenia, incluso hasta para los propios supuestos expertos y entendidos. Luego, se admite que es un problema cultural.

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Uno se pregunta: ¿Si ni siquiera los señores expertos y psiquiatras saben a qué se están refiriendo cuando están llenándose la boca con la palabra esquizofrenia, y hasta se pelean entre sí con opiniones que saben que no son objetivas en absoluto, como se van a poner a decir que la persona que es objeto de su persecución y discriminación, a la que tildan de feo social, no tiene consciencia de enfermedad? ¡Ni los mismos psiquiatras son concientes de lo que pretenden decir cuando se ponen a hablar de esquizofrenia, y pretenden que sea el propio discriminado cultural el que se ponga a tener una concia sobre algo que ni los psiquiatras la tienen! ¡Si usáramos el mismo lenguaje de estos señores tan ilustrados, y usáramos sus propias palabras como un verdadero cuchillo contra ellos mismos, diría que todos estos señores y eminentes psicólogos y psiquiatras de la Organización Mundial de la Salud son unos verdaderos esquizofrénicos! Yo creo que si esta misma definición de esquizofrenia, la hubiera redactado un paciente discriminado de tal, al señor psiquiatra le hubiera parecido que ese paciente tendría una grave desorganización del pensamiento. ¡A esto se le llama una definición sin pies ni cabeza! Es como si a un negro, o a un judío, se le reprochara que no sea conciente de su repugnancia. La locura, es un pseudo concepto intuitivo, instantáneo y automático, de índole subjetiva del que la siente, como la fealdad, o los prejuicios raciales, culturales, y demás prejuicios en general, y no resisten el más mínimo análisis racional, y ni siquiera admiten una definición racional que las justifique. El único “tratamiento” que se le hace a un loco, es decir, a un discriminado cultural, es solo para eliminarlo y excluirlo de la sociedad, para dejarlo al margen de esta, para que no moleste ni perturbe a las gentes presumiblemente lindas y sanas que existen en la sociedad. Este es el único objetivo y finalidad de las llamadas “terapias” y “tratamientos” psicológicos y psiquiátricos. Y estas absurdas definiciones que se elaboran sobre salud mental, lo que pretenden conseguir como objetivo es tratar de justificar la exclusión y persecución masiva de los millones de discriminados culturales que existen en todos los países del planeta, en nombre de la salud mental, y de las psicosis. Al final de la segunda parte de la definición, que, por cierto, no nos dijo ni agregó nada, se pasan a relatar los síntomas. Nos queda bien en claro, entonces, de que esta es una descripción de la fealdad social de algunos seres humanos. Como toda descripción de fealdad, es absolutamente vaga, general, imprecisa y vacía.

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Entre estos síntomas, se destacan: pobreza del habla, retraimiento social, aplanamiento afectivo e inhibición psicomotora. En cuanto a pobreza del habla, la sociedad está llena de gente así. Gentes que hablan mal, que son groseras, que son calladas, o de campesinos brutos que son analfabetos. En cuanto a retraimiento social, la sociedad está llena de divorciados, solteros, viudos sin hijos, ancianos abandonados, marginados, indigentes, perseguidos políticos y culturales, etc. Las estrellas de cine y de música popular que son ejemplos de la desinhibición y falta de retraimiento social, son los casos menos contados. Por cierto, que muchas personas, diagnosticadas de esquizofrénicos, no son retraídos socialmente, ni mucho menos, ni tampoco son unos insensibles o inhibidos motrices. Pero, finalmente, debo decir, que el aplanamiento afectivo, y la inhibición psicomotora, además de las anteriores características, y de otras muchas más, como, por ejemplo, el mal de parkinson y los problemas hepáticos, son síntomas que son inmediatamente demostrados por un individuo al que se lo somete diariamente al consumo de drogas psiquiatras, llamadas psicofármacos, o, como lo llaman los psiquiatras, con toda hipocresía, antipsicóticos. Estos antipsicóticos, lo que hacen es apagar afectivamente al paciente, lo vuelven absolutamente apático y rutinario, y lo inhiben psicomotrizmente, de tal manera que siempre está sedado, o durmiendo, o sentado en un sillón. A lo sumo, con los años, el drogadicto psiquiátrico va comenzando a tener temblores en las manos y en los pies, o en todo el cuerpo, debido a estas drogas, pero, fundamentalmente, lo que estas hacen es inhibirlo psicomotrizmente. Las propias drogas, tan hipócritamente llamadas antipsicóticas, le inhiben al discriminado cultural el habla, la vida afectiva, y la movilidad psicomotora. Y, dentro de un manicomio, no se tiene mucha ocasión para ponerse a hacer sociabilidad con discriminados que están tan drogados como él, así que, sin que ni la familia, ni nadie, que le venga a visitar, se produce un verdadero retraimiento social. Y esto es lo único que se puede decir acerca de esta ridícula definición de esquizofrenia, ya que, por cierto, es tan vaga, tan imprecisa, tan vacía, y, además, tan breve, que no da pie a que se pueda agregar un solo comentario más. Pero es absolutamente normal y comprensible que sea imposible elaborar una definición racional de esquizofrenia. Es tan comprensible que no se pueda elaborar una definición racional de esquizofrenia, como también lo es que no se pueda elaborar una definición racional de lo que es ser feo. ¿Qué es algo feo? ¿Cómo definirlo o evaluarlo objetivamente?

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¿Acaso los “científicos” no llegarían a concluir que no que exista un criterio claro y unificador sobre lo que es y no es ser feo? ¿No habría acaso una discrepancia de la definición de lo que es ser feo entre los propios “científicos”? ¿Acaso no sería fundamental la cuestión de cómo decide el investigador si una persona es o no fea? ¿Acaso al definir una persona fea, no se pondrían en evidencia las diferencias de los antecedentes sociales y culturales de los pacientes y de los investigadores? ¿Acaso no se llegaría a la conclusión de que es imposible, o, según estos expertos, no sería tan fácil la normalización y la evaluación objetiva de lo que se pretende denominar como feo? ¿Acaso no ser terminaría admitiendo a la fealdad como un fenómeno cultural, donde cada nación, pueblo y cultura, o individuos, opinan de forma diferente, y a menudo contradictorias con respecto a lo qué es feo? Al final, para decidir si alguien es feo o no, se concluirá que es fundamental la cuestión de cómo decide el investigador si una persona es o no fea. Pretender definir racionalmente a la esquizofrenia es, al igual que hacerlo con ese absurdo concepto de psicosis, equivale a pretender definir racionalmente en qué consiste una nariz fea que a alguien, o a algunos, le desagradan. Al igual que pasa con la fealdad, la fealdad social, o psiquiátrica, es un prejuicio cultural, uno de los peores, luego del racismo y del nazismo. Y después de este patético y ridículo intento de tratar de definir en qué consiste una nariz fea, la definición termina con efectuar una no menos prejuiciosa y absurda categorización de algunos tipos de narices feas que existen por el mundo. Primeramente, se trata de generar un panorama muy oscuro de lo que es una nariz fea, para pasar después, a tratar ridículamente, de pasar a las diferentes categorías de narices feas. Se pasa, desde decir que existen narices feas, a que hay determinados tipos de narices feas, tales como las narices gordas, o las diminutas, o las arrugadas, o las que tienen pelos en la punta, etc. Además, cada “investigador” prejuicioso y conservador, cataloga a las narices feas de distintos modos, y aquí, en esta categorización de la fealdad esquizofrénica, tenemos a tres modos de catalogar esta fealdad de formas diferentes. Así, cada uno de estos autores ve cuatro tipos de narices feas, otro ve cinco, y el otro ve seis. ¡A cual más fea de todas!

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Esta es la definición de esquizofrenia que pude obtener en Internet, que, por cierto, no fue la única. Encontré otras más, que tenían exactamente el mismo contenido, o sea, que tenían la mismas palabras y falta de contenido que esta, pero las deseché, porque mi interés era una definición de la Organización Mundial de la Salud. Sin embargo, debo decir que en muchísimas definiciones tan ridículas como esta que existen sobre psicosis y esquizofrenia, y salud mental, se suele agregar, al final, una breve biografía que describe la “sintomatología” de un discriminado cultural debido a dicha definición. La estrategia de estas borrosas definiciones, seguidas de una macabra descripción de un solo caso bien feo y aislado, es la siguiente: Primero, se define de forma grosera y vacía lo que es una nariz fea, apelando al mal gusto del lector. Luego, se pasa a dar una lista de las diferentes clasificaciones de narices feas que se les vienen a la imaginación a esos señores. Entonces, salen a decir que existen narices feas que son gordas, otras que son diminutas, y otras que tienen pelos en la nariz. Omiten deliberadamente que existen, por ejemplo, narices gordas que son lindas, pero esto, al parecer, no importa para ellos. Por si esto no fuera suficiente, que no lo es en absoluto, tras decir que existen narices feas gordas, otras diminutas y otras con pelos en la punta, le muestran al lector una asquerosa fotografía de una nariz bien, pero bien fea, llena de granos con pus en la punta, para que, a falta de argumentos racionales, le impacte al lector la fealdad intuitiva y automática que despierta esa nariz, y se adhiera ciegamente a los prejuicios culturales de estos señores. Entonces, debajo de la fotografía, o biografía, ellos aclaran: “Esto es una asquerosa nariz fea, de la tipología que corresponde a las narices gordas, con pelos en la punta”. Entonces, ante el asco que despierta esa imagen impresionante, o biografía del discriminado, a ningún lector le queda duda acerca de la fealdad, ni de la esquizofrenia, ni de la psicosis, y se adherirá ciegamente a todos los prejuicios culturales de esta nueva inquisición post moderna. Por último, es muy frecuente que dentro de estas biografías de discriminados culturales, por lo demás muy impresionantes y morbosas, se suelan utilizar ejemplos de personas con grandes talentos, habilidades, o, inclusive, se suele poner como paradigma de fealdad psiquiátrica a grandes hombres ilustres.

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Esta táctica tiene el cometido de pretender demostrar que la fealdad psiquiátrica está por encima que cualquier virtud o belleza espiritual de cualquier sujeto del mundo. Porque, de lo que aquí se trata, es de discriminar, no de valorar o amar las virtudes de un ser humano. Es debido a este deseo de anteponer el prejuicio cultural sobre toda posible virtud o talento humano, que se suelen exponer ciertas virtudes en las biografías de los discriminados culturales. Cuando los nazis detenían a los judíos en los campos de exterminio, anteponían el odio racial a cualquier virtud personal de sus víctimas, y llevaban a la cámara de gas a músicos, artistas, intelectuales, y grandes pensadores, tan solo por ser judíos. Esto explica porque se incluyen biografías de discriminados, para poder suplir, a través de la impresión y de la sensiblería, a la absoluta falta de racionalidad de una pretendida definición que carece de esta. Y esto explica porqué, además, se suelan nombrar virtudes en las biografías de los discriminados culturales, y se utilicen como ejemplos de estas absurdas categorías y prejuicios, a grandes hombres ilustres de la historia. En base a estas tres absurdas, vacías, imprecisas, vagas y generales definiciones de salud mental, psicosis, y esquizofrenia, la nueva inquisición post moderna tiene entera libertad para salir a reprimir a sus perseguidos culturales por todo el mundo. Posee el total apoyo de una organización presumiblemente objetiva, como se supone que es la OMS, y las leyes y las diferentes constituciones de todos los Estados del planeta que apoyan abierta aunque silenciosamente, a esta verdadera caza de brujas. Estas absurdas y patéticas definiciones, podrían parecer cómicas y ridículas en otro contexto, si no fuera por el hecho de que lo que se maneja detrás de todo esto, es algo muchísimo más siniestro que un simple chiste. La discriminación cultural, basadas en estas tres ridículas y absurdas definiciones, no es un chiste en absoluto. La discriminación cultural organizado por esta nueva inquisición post moderna, es un asunto muy serio, y siniestro, en los que millones de personas pierden su libertad y sus derechos, sin juicio previo ni garantía alguna, en nombre de una supuesta salud mental de la que nadie sabe de qué se trata, y de la cual no existe definición alguna, ni de esta, ni de la psicosis, ni de la esquizofrenia. El prejuicio cultural hacia las personas a las que la gente las siente como locas, es un prejuicio muy fuerte, muy intenso, vivido como muy real por el discriminador. Es un prejuicio automático, instantáneo, irreflexivo, profundo, vivido como real por el discriminador, basado en la mera apariencia externa o sensible, por intuición, que crea

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la sensación de tratarse de algo obvio y evidente, pero que, a juicio de la razón, no reviste ningún criterio verdadero que resista el menor análisis racional. La “locura” es un prejuicio cultural negativo, que despierta rechazo, promueve la discriminación, y crea una sensación de ser real y tangible, de la misma manera que lo despierta el prejuicio racial, y creencia en la existencia de diferentes razas, y la atracción por determinada ilusión de raza y el desprecio a otras, a pesar de que, en sí, la idea de raza es tan absurda, tan disparatada, como el prejuicio y la idea de “locura”. Ni el prejuicio racial, ni el prejuicio de locura, por más obvio y evidentes que al discriminador le puedan parecer, no resisten el menor análisis racional alguno. Definir una raza, o definir a una locura, es exactamente que tratar de dar una definición de feo. El fenómeno de la locura no está en el discriminado por loco, sino en el prejuicio cultural del discriminador. Desgraciadamente, estas definiciones absurdas no se tratan de una broma. El nazismo no es un chiste. La Inquisición Post Moderna tampoco.

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EPÍLOGO

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LA VERDADERA DEFINICIÓN DE “LOCO”.

La verdadera definición de “loco” (llámesele con el rótulo o supuesto diagnóstico clínico que se le adjudique), en realidad, detrás de todas las máscaras, en definitiva, es la siguiente:

“Un “loco” es un ser feo, que es sentido como desagradable para los demás, porque no trabaja, o porque es visto como bobo, o que a los demás les causa malestar, no les gusta su conversación, nadie lo ama, es indeseado, mal visto, una carga económica para la familia y para la sociedad, un ser visto como inútil o inservible, y, en definitiva, es un ser molesto e indeseado, un verdadero “problema con patas”, del que las familias desean deshacerse de sus hogares y destinarlos a otro lugar, fuera de sus contextos”. Esta es la verdadera definición de “loco”. Es la definición correcta y legítima de todo este fenómeno, que la nueva inquisición post moderna no desea admitir como verdadera realidad, y que, por ello, se tratan de elaborar, para justificar la discriminación cultural, absurdas, vagas e imprecisas definiciones de “salud mental”, “psicosis”, esquizofrenia”, etc. Estas mencionadas definiciones, elaboradas por la inquisición psiquiátrica, no son imprecisas por casualidad, o por falta de medios para elaborar la verdadera definición. Las definiciones de la Organización Mundial de la Salud son tan ridículas e imprecisas debido a que están diseñadas, precisamente, para barrer el verdadero trasfondo del problema debajo de la alfombra, porque reconocer la verdadera realidad los obligaría a mostrar sus verdaderos rostros represores, discriminatorios e inquisidores. El “loco” es un ser molesto e indeseable, del que todas las familias desean deshacerse de él. El “loco” es una verdadera basura cultural, un desperdicio, y la función de la psicología y de la psiquiatría, como policías culturales, consiste en identificar las clases de basuras culturales, recolectarlas, y trasladarlas a un depósito de basuras culturales, bien aislados, y donde la molestia sea mínima para esta “sociedad decente y normal”. Esta es la verdadera definición de “loco”, que la OMS tanto trata de ocultar, y que, para ello, se elaboran tantas truculentos y complicadas definiciones clínicas, por demás absurdas, ridículas, e imprecisas, como las ya mencionadas, de “salud mental”, “psicosis” y “esquizofrenia”, para darle a la discriminación cultural un marco teórico aparentemente serio, objetivo y “científico”.

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CARACTERÍSTICAS DE LOS DISCRIMINADOS CULTURALES Para obviar estas ridículas definiciones de salud mental, psicosis y esquizofrenia, considero necesario establecer de que el verdadero fenómeno que existe detrás de todas estas campañas culturales. Este consiste en la discriminación completa y radical, aunque debidamente perfumada y solapada, de ciertos grupos de personas que somos unos verdaderos discriminados culturales, como los fueron diferentes grupos sociales y culturales de todo el mundo, durante todos los siglos en la historia de la humanidad. Consideraré entonces, necesario establecer algunas características esenciales que nos son comunes a toda la comunidad de discriminados culturales, en nombre de la Salud Mental, por la Nueva Inquisición Post Moderna, que mutó desde la Religión hacia la Ciencia, y de calificar a sus víctimas desde herejes o endemoniados, a dementes o enfermos mentales. Las características son las siguientes: -Acudir con cierta frecuencia a la sesión con un psicólogo o un psiquiatra, por su propia voluntad, o bien por la fuerza y la coacción. -Que exista un diagnóstico “científico” de un psicólogo o psiquiatra que especifique que el discriminado “tenga algún problema”, o “alguna disfuncionalidad”, o “alguna patología”, o “una neurosis o psicosis”. -Que el contexto social y familiar, o que el mismo Estado, se adhieran al discurso del psicólogo o psiquiatra, lo apoyen, y lo confirmen, y que su entorno deje de apreciar sus valores y talentos, y lo pase a despreciar y discriminar como a un “loco”. -Que el discriminado cultural dependa del vínculo terapéutico y no pueda salirse de el, ya sea por una incapacidad subjetiva de no poder hacerlo, o ya sea porque está presionado u obligado a dicho vínculo desde afuera, por el propio terapeuta. -Que el discriminado cultural ingiera drogas psiquiátricas. -Que el discriminado reciba, o haya recibido electroshocks. -Que el discriminado, por efecto de la medicación y el tratamiento, haya perdido la memoria, la calidez afectiva, se haya vuelto apático, haragán, y se dedique a hacer una vida de rutina. -Que el discriminado se halle prisionero en un centro de reclusión cultural. -Que el discriminado cultural haya perdido todos sus derechos legales y constitucionales ante el Estado, y que sus derechos se hallen a nombre de un tutor que decida por él. -Que el discriminado cultural este desempleado laboralmente, o que si trabaja, es dependiente económicamente de terceros.

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-Que el discriminado cultural no sea auto válido para poderse higienizar, hacer sus necesidades, comer, o lavarse la ropa. -Que el discriminado cultural tenga deficiencia intelectual o física severa, y sea retardado, o ciego, o sordomudo. -Que el discriminado cultural sea rechazado por ser un individuo solitario, o de malhumor. -Que el entorno social no comparta ni el lenguaje, ni las ideas, ni el estilo de vida, del discriminado cultural. -Que el entorno social y la familia del discriminado se avergüence de él, acusándolo de grosero o escandaloso, o indecente. -Que el entorno social posea miedos y temores hacia la conducta real o hipotética, o imaginaria, del discriminado cultural. -Que el contexto social y familiar del discriminado odie su libre albedrío, y se opongan a que ejerza su libertad, acusándolo de ser “impredecible”. -Que el individuo sea discriminado debido a que el contexto social no comprende sus actitudes y reacciones, aunque él si sea conciente de estas, como, por ejemplo, no sean capaces de comprender porqué un día, estando caminando por la calle, el discriminado se ponga a cantar o a tararear una canción. -Que el contexto familiar y social rechacen la vida afectiva del discriminado, y procuren eliminarla de él. -Que el discriminado cultural sea metódica y sistemáticamente espiado y vigilado en toda su vida privada y personal, ya sea o no conciente él de este hecho. -Que el psicólogo o psiquiatra, ponga a toda la comunidad que rodea al discriminado, para ponerse de acuerdo en usar con el discriminado un mismo lenguaje público generalizado, en apoyo al psicólogo o psiquiatra, y desestimando o ignorando cualquier objeción a estas, y aislando del entorno a los sujetos o discursos que podrían ejercer una influencia “anti terapéutica”. -Que el contexto familiar y social rechace al discriminado por su apariencia visual, sus gestos, su forma de vestir, de expresarse, su aliño, o sea, su forma de ser socialmente. -Que tanto el psicólogo, el psiquiatra, o el contexto social y familiar no compartan, o no reconozcan creer, o haber visto, u oído, o interpretado, las cosas que el discriminado menciona haber creído, visto o interpretado. -Que el discriminado cultural sufra todas las conductas adversas de su entorno familiar y social en la vida real, en los hechos concretos, pero sin que, verbalmente, nadie manifieste estar en desacuerdo con él, ni se le discuta, ni que nadie le manifieste sentimientos o actitudes negativas hacia él, pero que sea absolutamente encerrado o reprimido con buenas palabras, o en silencio, y sin aparente violencia física ni verbal.

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-Que ante cualquier conversación, nadie del contexto hable jamás de sí mismo, ni saque ningún tema por su cuenta, sino que toda la conversación se dirija siempre hacia el yo del discriminado como protagonista, y solo se hable del tema que el discriminado propone. -Que todo el contexto familiar y social asuman la discriminación psiquiátrica como algo natural, normal, positivo, y se banalicen los efectos del encierro, las drogas y los electroshocks, evitando mencionar el tema, o ignorándolo por completo, y se trate al discriminado como si fuera, para afuera, como a uno más, mientras que por dentro, se lo discrimina. -Que la familia y el contexto social del discriminado, lo vaya dejando progresivamente de lado, hasta abandonarlo por completo, sin nunca efectuar una exteriorización de sentimientos negativos hacia él. -Que el discriminado cultural se vea perseguido o agredido de forma silenciosa, en lenguaje simbólico-interpretativo por un lado, mientras que a través del lenguaje verbal se le desmiente categóricamente estos hechos, subjetivizándole sus vivencias. -Que el discriminado cultural además de ser agredido de esta forma, se le tape la boca con gestos, o falsas palabras y actitudes, pretendidamente comprensivas y benévolas, para impedir que pueda expresar sus quejas, o, en último de los casos, para impedir que sea conciente de la agresión que sufre. -Que en el caso de emitir una queja, o de expresar con toda sinceridad su opinión, el discriminado cultural quede literalmente hablando solo, sin que nadie le escuche, o si es escuchado, que todos lo ignoren y pretendan fingir que no lo escucharon. -Que el discriminado cultural tome conciencia de que él es un “loco”, y centre en este concepto todas y cada una de los temas de su vida, y se vea a sí mismo, y se identifique con un “loco”, y lo asuma que lo será de por vida. -Que en la manera de expresarse, al caminar, al ir por la calle, o al tratar con la gente, deliberadamente, el discriminado les de a entender a la gente, o lo mencione verbalmente, de que el es un “loco”, ante cualquier persona que se le presente. -Que el discriminado cultural asuma como suyo propio un “ego de loco”, y vea a toda su vida en términos de “mejora”, o “evolución” de la supuesta enfermedad que se le atribuye, o en términos de “descompensaciones”. -Que el discriminado cultural termine perdiendo toda referencia, o toda idea, o interés, o deseo de hacer una vida pretendidamente normal, como el mayor número de la gente, y asuma que lo normal para él es su vida de “loco”, y la acepte, con resignación o conformismo, como una vida normal, y no le interese, ni sea capaz de concebir otro tipo de vida o de cosa fuera de esto.

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“Si un ser humano dado, llegara a considerar que posee algunas o varias de estas características mencionadas, puede considerarse a sí mismo, de manera absolutamente objetiva y legítima, que está siendo discriminado culturalmente, y que es una víctima más de las millones de víctimas que son discriminadas por esta Nueva Inquisición Post Moderna”.

Este es el final de este libro… ¡Y ES EL COMIENZO DE LA LUCHA!

Montevideo, 30 de Setiembre de 2012.

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ÍNDICE

Prólogo……………..………………………………………………pag 7

LA NUEVA INQUISICIÓN

I-La Nueva Inquisición……………………………………………pag 15 II-Discurso acerca del “mitómano”……………………………….pag 77 III-Acerca de los “paranoicos”……………………………………pag 97 IV- Acerca del tratamiento a la “neurosis”……………………….pag 103 V- Acerca del tratamiento a las “fobias”………………………….pag 115 VI- Acerca del “narcisismo”………………………………………pag 125 VII- Criminales individuales y colectivos…………………………pag 163 VIII- La responsabilidad en los psiquiatras………………………..pag 201 IX- Aspectos legales de la Inquisición……………………………pag 209 X- La vida privada de los discriminados culturales………………pag 223 XI- El manejo de la realidad en los psiquiatras ..…………………pag 231 XII- La comunicación en los psiquiatras…………..……………..pag 275 XIII- La caída de loco………………………………………………pag 325 XIV-Los cuestionarios de los psiquiatras………………………….pag 335 XV- El “bienestar” en los discriminados culturales………….……pag 347

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XVI- Experimento bio, psico, social…….…………..………………….pag 355 XVII- Efectos de los psicofármacos………….…………………………pag 361 XVIII- Dos estupideces psiquiátricas……………………………………pag 373 XIX- Las “terapias de grupo”…………………….…………..…………pag 383 XX- La verdadera función de los psiquiatras…………….……………..pag 409 XXI- El negocio de la psiquiatría……………………..…………………pag 413 XXII- El verdadero diagnóstico psiquiátrico……………..……………..pag 427

DEFINICIONES DE LA OMS

Primera definición: “Salud Mental”………………………………..pag 433 Segunda definición: “Psicosis”……………………………………..pag 439 Tercera definición: “Esquizofrenia”………………………………...pag 447

EPÍLOGO

La verdadera definición de “loco”………………………………….pag 461 Características de los discriminados culturales……………………..pag 463 Manifiesto de lucha contra la Inquisición Post Moderna……………pag 466

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