Entrevista con Roger Chartier Roger Chartier, influyente historiador de la cultura y miembro reconocido de la cuarta generación del grupo de Annales, nació en Lyon en 1945. Es Director de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. En 1974 colaboró ya en un importante trabajo colectivo sobre la renovación histórica, con «El libro. Un cambio de perspectiva», en Faire de l'histoire, y luego fue compilador de La nouvelle histoire, con Le Goff y Revel. Ha sido responsable también del tomo ter­ cero de la Historia de la vida privada, dirigida por Aries y Duby (1986), en el que ha colaborado con un capítulo modélico: «Las prácticas de lo escrito». Pues Char­ tier, además de hacer investigaciones específicas en su territorio, nunca ha abando­ nado la discusión téorica. Además, ha defendido la renovación de las bibliotecas y, sobre todo, la ampliación de su uso público; y ha tenido ocasión de poner en prác­ tica sus ideas en los nuevos proyectos franceses. Fue presidente del consejo cientí­ fico de la nueva Biblioteca Nacional de Francia, y con motivo de la apertura de es­ ta obra gigantesca, redactó el capítulo final para el catálogo de la exposición «Tous les savoirs du monde, encyclopédies et bibliotheques» (1996 / 1997). Desde muy pronto, Chartier estudió el pasado del libro revolucionando esta rama de la historiografía, hasta el punto de ser considerado uno de los más impor­ tantes historiadores de la lectura, y uno de los maestros de la historia cultural, en Europa y en América. En sus escritos se superponen el estudio crítico de una serie de textos, el análisis de la factura de ciertos libros, y la valoración de los indica­ dores de lectura. Todo ello se ve trabado por una discusión que trata de captar cómo una sociedad se apodera de sus bienes simbólicos, produciendo usos y sig­ nificaciones colectivas que interfieren indudablemente en las relaciones sociales. Tras una primera obra sobre la educación moderna, L'éducation en France du XV/e au XV/l/e siecle, será quien promueva los nuevos estudios culturales basa­ dos en los usos de la imprenta: Chartier ha dirigido junto con H. J. Martin, una monumental historia sobre la edición en su país: Histoire de l'édition fram;aise, 1982-1986: que va desde la Edad Media, hasta el mundo editor del siglo pasado y del actual hasta 1950, pasando por la conquista y triunfo del libro en la época moderna. Además, ha venido coordinando diversas indagaciones sobre la impren­ ta, la lectura y la correspondencia: Les usages de l'imprimé; La correspondance. Les usages de la lettre au XIXe siecle; Historia de la lectura en el mundo occi­ dental (con G. Cavallo). A ello se suman sus libros propios: Lectures et lecteurs das la France d'Ancien Régime (1987); El mundo como representación, una serie de artículos sobre historia cultural, en tanto que práctica y modo de representación (1983-1990); Espacio público, crítica y desacralizaóón en el siglo XVIII, mono­

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grafía sobre la cultura ilustrada y sus repercusiones en la Revolución francesa (1991); El orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII (1992); Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna (1987­ 1991). Se ha traducido una parte considerable de su obra, que a menudo ha sido reorganizada para las ediciones españolas (conoce bien, además, nuestra lengua). Sus últimas publicaciones son: Le livre en révolutions (1997), una larga entrevis­ ta, y Au bord de lafalaise (1998). Podríamos tal vez comenzar por su biografía, por sus inicios como historia­ dor del mundo de la librería. Los impresos son «objetos» inestables y, por tanto, buenos indicadores históricos; y usted ha impulsado una nueva interpretación de esta práctica cultural, que engloba tanto la fabricación y forma del libro como su uso público y privado. Enlpecemos mejor evocando el problema de la «ilusión biográfica» de Bourdieu, dado que no me siento en la posición más cómoda para hablar de mí núsmo o para resumir el desarrollo y posible coherencia de mi trabajo. Son a veces circunstancias inesperadas las que conducen a la elección y diseño de un proyec­ to investigador; por añadidura, en lo que parece más singular de una persona hay muchas manifestaciones de su medio o de su generación. Puedo intentar, sin errlbargo, reconstruir los desplazamientos de mi tarea como historiador que he compartido con la historiografía francesa, europea y norteamericana de los últi­ mos veinte o veinticinco años... Empecé trabajando bajo un doble paradigma, estructuralista y cuantificador; era una forma de sociología cultural que manejaba datos cuantitativos y documentos en masa, en los años sesenta y setenta. Me inte­ resaba, pues, lo más difundido: la cultura popular. Poco a poco me desplacé hasta encontrarme ya con otros textos, prácticas de lectura, interpretaciones, en suma con lo que he llamado apropiaciones: son ciertas realidades históricas que no se dejan asir fácilmente a través de la cuantificación o de los documentos globales y que son, más bien, anónimos. Ello me obligó a manejar otros recursos que no fue­ ran los tradicionalmente desarrollados en el marco de los Annales, de donde yo procedía, sino la crítica textual, la atención a las formas materiales de los discur­ sos o la sociología de las prácticas culturales, y a formular el proyecto teórico que supone una historia de las apropiaciones a través de la lectura. Así, en diálogo con la hermenéutica, fui construyendo, junto a otros, un espacio intelectual que vincu­ laba el estudio de los textos, canónicos o no, ordinarios o clásicos, a la historia de sus formas de inscripción material y de distribución; es decir, que estudié, más allá de la historia del libro, la historia de todas las formas escritas, de las transrrtisio­ nes orales y también, como lo hago en la actualidad, del teatro. Esta interacción de las formas de los textos y de sus apropiaciones históricas es lo que ha cons­ truido quizá un ámbito nuevo de reflexión.

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Su aportación teórica se nutre de análisis acerca de las «prácticas» cultura­ les más recónditas asociadas a la producción del libro. Pero, en cierto modo, está renovando los temas de Lucien Febvre, quien trató la «desacralización» moderna en El problema de la incredulidad en el siglo XVI, e impulsó una obra pionera, La aparición del libro. Detrás de nuestro proyecto estaba esa herencia indudable, que es la de la in­ novación historiográfica francesa de los años treinta y de posguerra, alrededor de Annales y de sus dos figuras mayores, Lucien Febvre y Marc Bloch. Mi trabajo es más afín al primero en apariencia, pues soy un historiador de la edad moderna, de la cultura del libro y, en cierta medida, de las «mentalidades», aunque este con­ cepto haya sido desalojado y sustituido por el de «representaciones». El mundo historiográfico de los últimos diez años no se puede entender sólo a partir de esas tradiciones, pues habiendo marcado nuestra investigación sin embargo han sido reorientadas por otras; además, en el propio seno de la escuela de Annales hay co­ rrientes o tendencias diferentes, por lo que habría que precisar mejor su influencia. De hecho, las nuevas posiciones intelectuales exigen otros espacios historio­ gráficos distintos. Por ejemplo, en este mismo marco de estudio se sitúan tanto la tradición de la bibliografía anglosajona como la historia de la escritura italiana y, en general, todas las corrientes de la crítica textual y literaria -españolas o ameri­ canas inc1uidas-, y crean un diálogo en cuya perspectiva se reduce la dimensión meramente nacional o de una escuela particular. Así que hay una tradición que me «ha construido», pero estas nuevas alianzas han hecho desaparecer o, al menos, disolver mi herencia inicial. Por otro lado, hay algo anticuado en el estilo de Febvre, por retórico y enfá­ tico, que nos aleja de él; lo que se une a cierta resistencia actual a utilizar sus con­ ceptos, como «utillaje mental» o «mentalidad». Prosperan en cambio obras como las de Norbert Elias, del mismo modo que retorna la sociología francesa de Durkheim y Mauss, quienes conectan mejor con Marc Bloch, más abierto a la antropología y la etnología. Con todo, Febvre inauguró campos de investigación histórica realmente ignorados antes, como son una historia de la sensibilidad, de las emociones o de los sentidos, algo que está muy vivo en Alain Corbin, por ejem­ plo. Ya del lado de la cultura escrita, tanto la historia del libro como la circulación de los textos, las formas de posesión y de lectura están presentes en la La apari­ ción del libro de Henri-lean Martin, 1958, escrito siguiendo una idea propuesta por Febvre. Precisamente, en este campo, en sus temas, se percibe la modernidad de la obra de Febvre, aunque no se pueda decir lo mismo de sus conceptos o, quizá, de su manera de concebir el papel público del historiador. Participó usted en un importante debate sobre las mentalidades, esa historia sociocultural o esa psicología histórica difundida por Annales. En El mundo

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como representación, aborda las dificultades de la ciencia cultural y apela a unas representaciones colectivas que evocan a Durkheim, Mauss o Weber. La crítica contra el concepto de mentalidad fue desarrollada por un historia­ dor como Geoffrey Lloyd y, en Francia, por personas de mi generación. En el con­ cepto de mentalidad había algo demasiado estable y globalizante (parecía como si, en una época dada, los grupos dispusieran de la totalidad o de una parte del uti­ llaje mental manejable), y además se vinculaba en exceso con el nivel de la conciencia colectiva en su sentido intelectual o cultural. De ahí surgió la necesi­ dad de acondicionar otras ideas. La primera, la más fundamental en los últimos años, fue la de representación, que puede relacionarse con otros conceptos que están en la tradición de Mauss o de Durkheim, es decir, con representaciones colectivas que incorporan determinaciones desconocidas por el individuo, lo que constituye una manera particular de designar algo inconsciente: en concreto, la presencia del mundo social en formas interiorizadas, en esquemas de percepción o estructuras que fundamentan los pensamientos, las conductas, las palabras. El mundo social se incorpora inconscientemente, y se revela en comportanlientos y expresiones de la voluntad individual. La idea de representación -que se podría vincular a la rutinización weberia­ na- supone el concepto moderno de dar a ver u oír, ya sea como presentación de un poder, de un estatuto social o de una identidad. Para definir este mostrarse, We­ ber hablaba de «estilización de la vida»: un modo de hablar, de vestir, de respetar un código vital. Esta idea conduce a una visión dinámica de la existencia social, pues todo lo que en un individuo configura su identidad se expone a la mirada de los demás dentro del juego de relaciones constantes que se dan entre exhibición e identidad; y, así, pone en riesgo su aceptación o rechazo en cierta comunidad. De ahí, acaso, sus referencias al concepto de violencia simbólica de Bourdieu. Es que en ese aspecto social de la lucha simbólica -no sólo en la directa- se evidencian las desiguales posibilidades que tienen los miembros de una colectivi­ dad. Por ello, un predominio se puede pensar, siguiendo los conceptos de Pierre Bourdieu, como forma de dominación o violencia simbólicas; y éstos resultan muy útiles para interpretar la negociación social cuando los protagonistas no tie­ nen las mismas posibilidades en sus «luchas de representación». Tal representa­ ción enlaza fácilmente con el concepto moderno de representación política, enten­ dida como delegación del poder y de la identidad social. Existe una dinámica sin­ gular que vincula estos tres sentidos: el de la incorporación del mundo social a través de las representaciones colectivas, el de las luchas de representaciones en­ tendidas como formas de exhibición de una identidad y el de la delegación en un representante abstracto o individual de la coherencia de grupos de un poder o de una comunidad.

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Se aprecia la riqueza del concepto de representación, que comprende todas estas dimensiones, pues en la realidad se presentan entrelazadas y sólo se separan al analizarlas. Así, analíticamente, es posible articular niveles y registros distintos de realidad histórica que la noción de mentalidad no podía designar ni abarcar. Es­ te desplazamiento categorial -creo que muy importante en los últimos veinte años- está nutrido por la antropología y la sociología y pone el énfasis en las per­ cepciones y clasificaciones sociales. Buscamos una historia cultural de lo social, y no al revés, con lo que cabe acoger vínculos religiosos o territoriales, tradiciones educativas, adhesiones generacionales, identificaciones sexuales o profesionales... El mismo concepto de «hábito» -ese habitus de Elias, reelaborado por Bourdieu-, es otra manera de aludir al criterio de representación en el primer sentido mencio­ nado, y permite una misma conceptualización de las relaciones que se establecen entre los individuos o entre los individuos con las comunidades y los poderes. Al indicar, por ejemplo, el lento cambio de la lectura oral a la lectura silen­ ciosa, además de los cambios de hábito, llega a hablar usted de una nueva «estructuración psicológica». En general, los historiadores, para afrontar este tipo de problemas, utilizan la dimensión cultural o el espacio individual, tomándolos como «condiciones de po­ sibilidad» o como «resultados» de nuevas prácticas que afectan a la intimidad; así sucede con la lectura silenciosa, privada. Y también se utilizan elementos técnicos más complejos. Me refiero a las condiciones técnicas de la lectura en silencio, que no se puede limitar a factores sociales, pues hay que considerar al mismo tiempo las exigencias puramente lingüísticas, como es el uso o no de separaciones entre las palabras en los manuscritos latinos para los lectores de la Alta Edad Media. La escritura latina no las utilizaba. Sin duda, la lectura silenciosa existía en la Anti­ güedad griega o romana, aunque estaba muy restringida a ciertos medios; seguro que existía, pues la escritura continua no era un obstáculo insuperable para ello. Pero cuando las poblaciones de Europa abandonaron el latín como lengua ver­ nácula, como instrumento de comunicación, surgió el problema de separar las pala­ bras, que resultaban cada vez más difíciles de identificar. Toda la historia de la lec­ tura en la alta Edad Media es la de la invención de formas diversas de separación en­ tre las palabras latinas, de manera que se hiciera posible su identificación por lectores que leían el latín pero que sólo hablaban lenguas vulgares. La primera eta­ pa de esta lectura nueva sucedió, pues, en los scriptoria, en los monasterios, y fue luego un logro progresivo para distintos medios sociales y culturales. Los primeros textos que ordenan silencio en la bibliotecas son de los siglos XIII y XIV: sólo des­ de el renacimiento del XV aumentan los lectores que carecen ya de ese murmullo (ruminatio) propio de quienes leían en voz alta, para sí mismos. ~ en los siglos XVI y XVII se produce el triunfo definitivo «de los blancos sobre los negros» en la pági­

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na, como indicó Martin. Esta proliferación de párrafos, esta ventilación facilita la visibilidad y una relación más personal con el texto, permitiendo que el individuo moderno se encierre en sí mismo al leer... En todo ese contexto se aprecian bien las dificultades con que tropezaron los historiadores para investigar este problema con elementos o técnicas sólo psicológicos: se limitaban a poner, de un lado, el análisis sociocultural y, del otro, las explicaciones técnicas que remiten a la escritura misma. ¿ y a quiénes destacaría en esa inspiración psicológica? Las inspiraciones propiamente psicológicas de los investigadores proce­ dieron, en primer lugar, de la obra de Norbert Elias, que ha definido el proceso civilizador como la transformación de la economía psíquica mediante la interiori­ zación del control de las pulsiones, de los movimientos espontáneos, los afectos y pasiones. Con ello se va construyendo, a su juicio, el camino más importante del proceso de civilización. Lo que más me ha interesado de Elias es su voluntad de historizar la estructura de la personalidad o la «economía psíquica» de los hom­ bres de la Era Moderna o de la Edad Media, unido a su deseo de no utilizar los conceptos freudianos para explicarlas, gracias precisamente a su buen conocimien­ to de Freud. Ese control supone también la limitación de la violencia simbólica. Por otro lado, estaba Ignace Meyerson, referencia crucial para historiadores de la Grecia antigua como Pierre Vidal-Naquet y, sobre todo, Jean-Pierre Vernant; pues su investigación constituye el zócalo de esta nueva aproximación antropológi­ ca de la Antigüedad... Lo común a Meyerson y Elias es la idea de discontinuidad, con la que se proponían evitar esa proyección de nuestra economía psíquica con­ temporánea sobre los hombres del pasado como si los mismos esquemas pudieran dar cuenta de la psicología medieval, renacentista o ilustrada. Al existir dicha tram­ pa, el diálogo entre historia y psicología se dificulta. Lucien Febvre, por cierto, im­ pulsó el discontinuismo al intentar reconstruir cada «utillaje mental»... Análogo problema se plantea en las relaciones del psicoanálisis con la historia, ante el peli­ gro de encerrar en categorías anacrónicas realidades psicológicas y emocionales antiguas que no pueden encajar en ellas. El influjo posterior de Foucault, con su in­ sistencia en las discontinuidades, fue muy importante a la hora de huir del «pecado mayor» del historiador, el anacronismo, la proyección retrospectiva ilegítima. Lo mismo ocurriría con la literatura. En el campo de la literatura la dificultad es semejante. Las categorías que normalmente utilizamos hoy -la estética de la originalidad, la apropiación parti­ cular de la obra, la propiedad intelectual, la construcción de esa figura singular que es el autor creador- no sirven, por ejemplo, para explicar la producción literaria de los siglos XVI y XVII. Entonces no existía la individualidad actual del autor, que sólo se define avanzado el siglo XVIII; la creación colectiva era algo normal

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en la Inglaterra isabelina, por lo que no cabía pensar ni en la propiedad literaria ni en la estética de la originalidad tal y como la entendemos hoy... Los trabajos de Elias o Foucault tienen un peso muy singular en estas consideraciones, y de hecho originaron valiosos interrogantes en la historia de la literatura, como lo demues­ tran investigadores ingleses, estadounidenses (o sus compatriotas, Rico, Infantes o Cátedra), cuyos métodos rechazan las categorías construidas en el siglo XVIII, de las que nosotros éramos herederos, para entender la creación estética de la Inglaterra isabelina o de la Castilla del siglo de Cervantes. Relacionados con sus palabras clave -discurso, práctica, representación­ Ud. no olvida a renovadores de las ciencias humanas como Foucault, Michel de Certeau y Marin. Mi desviación de una sociología cultural clásica en busca de otros objetos y temas me ha sido además muy útil para dialogar con autores que no se dejan fácil­ mente ubicar en una disciplina, como Foucault, De Certeau o Louis Marin, por citar sólo a franceses. Sus escritos, para mí capitales, planteaban de una forma aguda el problema de la relación entre prácticas no discursivas y discursos, evi­ tando la reducción del mundo social al lenguaje, como es frecuente observar en la cultura americana postmoderna. Es ilegítimo, decía Foucault, reducir las prácticas constitutivas del mundo social a la racionalidad que gobierna a los discursos. ¿ Qué destaca particularmente en Michel Foucault?

En cierto sentido cada uno tiene su Foucault. Lo cual, dicho así, viene a ser la aplicación de mi «teoría de la apropiación» a un caso singular, el de su obra. Para los historiadores franceses, entre los que me incluyo, el Foucault que cuenta es esencialmente el que comienza con su gran conferencia, El orden del discurso, o antes en La arqueología del saber, y que tiene su obra central en Vigilar y cas­ tigar. Es donde hace hincapié en la articulación entre las series discursivas y los regímenes de prácticas sociales -que han de registrarse en otro plano-, y en cuyo seno se rehace, a su vez, el sentido de la Historia de la locura y de El nacimiento de la clínica. Y lo he utilizado para pensar la figura del autor o el concepto mismo de origen: él luchaba contra la idea de que los acontecimientos históricos tienen orígenes, algo muy presente en su ensayo sobre Nietzsche. El Foucault último, el de los libros finales de la Historia de la sexualidad, ha sido menos comentado en Francia (sí en los Estados Unidos, como instrumento para las nuevas aproxima­ ciones a la sexualidad), aunque expresa una relación inédita entre experiencias y verbalizaciones. Ya no subraya las prácticas de control, de vigilancia o de domi­ nación como una «nueva economía» de las relaciones de poder, sino las prácticas de uno consigo mismo, de un individuo histórico con el individuo mismo. Pero el problema teórico es idéntico: cómo los discursos fundamentan, explican o regulan

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la praxis, si bien ahora las prácticas ya no son comportamientos externos sino rela­ ciones del sujeto con el propio sujeto dadas en el tiempo. Y así, mientras recons­ truía su camino intelectual, vino a enlazar una historia de la verdad con una nueva historia de la subjetivación. Una vez más, en lucha contra el anacronismo. En sus obras históricas sobre el poder, Foucault evitaba pensar en la Revolución francesa mediante las categorías creadas por la propia convulsión social. Ese acontecimiento político, decisivo sin duda, se interpretó ya en su momento como una nueva era, como una discontinuidad radical; e impulsó nue­ vas formas de simbolización, que no podemos interpretar con su lenguaje revolu­ cionario de 1789... En La voluntad de saber, criticaba otra forma de anacronismo: el encierro de toda configuración de las sexualidades en categorías del siglo XIX, borrando la movilidad e inestabilidad de las identificaciones sexuales que, por ejemplo, se daban en la Inglaterra del siglo XVI y de los comienzos del XVII. Ciertos comportamientos no se pueden enjaular en las categorías de homosexuali­ dad o heterosexualidad; tampoco la relación sexual que ofrece el teatro isabelino, donde papeles femeninos eran interpretados por hOlubres jóvenes, se puede redu­ cir a la realidad o no de la homosexualidad. Hay pues, en el caso de la Inglaterra isabelina o en otros, dos formas rechazables de anacronismo, el textual y el sexual. A partir de esta guía, he iniciado una investigación comparativa sobre las formas de inscripción, transmisión y apropiación del texto teatral en la comedia del Siglo de Oro y el teatro ingleses, así como en la llamada literatura clásica francesa o en la comedia española de esas fechas. El mundo del teatro puede verse como representación, como conjunclOn entre texto y práctica escenográfica, como exhibición de la sociedad cortesana. Más aún, el texto por entonces no era sino un componente más, pues la repre­ sentación teatral suponía una totalidad de decoraciones, vestimentas, acciones, juegos teatrales, tipos de iluminación, y el guión era inseparable del conjunto: de ahí las reticencias en el siglo XVII para imprimirlo. Con el teatro, volvemos a muchos de los temas precedentes: la historia de las formas de los textos, la plura­ lidad de versiones partiendo de un mismo escrito, el carácter colectivo de la pro­ pia obra, tal y como se vinculan con el funcionamiento de la sociedad, las estruc­ turas psicológicas o de las racionalidades específicas de un habitus colectivo. Ya Elias hablaba de una «racionalidad de Corte», que definía ciertos cons­ treñimientos, y donde los comportamientos aparecían como instrumentos maqui­ nísticos que debían producir efectos en el otro a la vez que disimular 10 que la per­ sona pensaba o sentía, al igual que una máquina teatral escondida. Todo es un actuar sin ser visto. Paralelamente, Elias describe la racionalidad cortesana en la

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obra de Gracián, o en su versión francesa hecha por Amelot de la Houssaie, en La Bruyere, La Rochefoucauld, Saint-Simon o, elaborada estéticamente, en alguna de las tragedias de Racine y Comeille. Todo este teatro de economías psíquicas y de formas estéticas se debe aunar en un proyecto intelectual que vaya más allá de las divisiones tradicionales entre historia de la literatura e historia cultural, o entre his­ toria de las mentalidades e historia intelectual. Tales fronteras se han quebrado, y surgen nuevas delimitaciones de los objetos históricos: es lo que yo mismo inten­ to hacer o lo que se aprecia en la crítica textual española (pienso en la obra de Francisco Rico) poco conocida fuera del hispanismo pese a su agudeza metodoló­ gica. Intentamos vincular géneros textuales y editoriales, estudiando la relación entre los textos literarios y su inscripción estética del mundo social. La materialidad de un texto, que Ud. siempre subraya, se hallaría pues a medio camino entre el autor y el editor. La visión del texto como materialidad -como algo inscrito, sometido a diver­ sas formas ortográficas, tipográficas- supone tener en cuenta las distintas técnicas de inscripción textual y la variedad de sus responsables. Me refiero primero al autor que, por supuesto, no escribe libros sino textos que otros elaboran y trans­ forman, que convierten en manuscritos copiados, en escritos impresos o grabados (hoy, electrónicamente). Están ahí presentes, entonces, el corrector de la copia, el tipógrafo y el editor, figura que surge en el siglo XIX y que decide sobre el for­ mato y la paginación -la forma tipográfica puede ser decisiva-; o, finalmente, si se trata de un texto teatral, el responsable de la compañía o de la representación.

Al ser algo inasible, la materialidad ofrece dificultades de tratamiento. El empleo de esos nuevos instrumentos conceptuales no provoca graves difi­ cultades para los textos comunes o sin atributos, por citar a Musil. Pienso, por ejemplo, en los carteles fijados en la paredes, en los pliegos sueltos o en la cartas ordinarias, que admiten sin problemas el uso de esta categoría de la materialidad del texto. En cambio, cuando llegamos a la literatura y, más aún, en el caso de la filosofía, su mayor abstracción empuja al discurso hacia su desmaterialización. Se tiende entonces a repudiar que el sentido de un texto filosófico o literario depen­ da de factores que no sean el autor, de elementos formales que no pertenecen al del contenido semántico del discurso, o de las competencias y los límites de las comunidades que se apropian de ese texto. Se producen rechazos a una aproxima­ ción basada en su materialidad. Algo parecido sucedía con la resistencia a la con­ textualización, al obstáculo que la historia de la filosofía interpone ante la historia misma, al mostrarse contraria a incluir en sus análisis los problemas derivados de la producción, transmisión y recepción del texto, que van cambiado con el tiem­ po. No me refiero a que el historiador de la filosofía no lea a los filósofos antiguos

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o no admita la tradición, sino a su repugnancia a resaltar grandes discontinuida­ des, lo que conduce, a veces, a que se lea a Platón, a Kant o a Heidegger como si fueran del todo contemporáneos. Así, junto a esta «protección temporal» del texto filosófico, hay que añadir la resistencia a considerar el problema de su materiali­ dad que define también su posible lectura. En un ensayo sobre historia y filosofía, abogué por esa doble apertura, que supone un quebrantamiento de los límites tradicionales de las disciplinas. La filo­ sofía, que se mantenía en el ámbito de una historia puramente intelectual, lejos de la perspectiva sociocultural, debe rectificar sus criterios. Un estudio muy intere­ sante del filósofo americano Richard Rorty, sin entrar en la valoración de la mate­ rialidad, va en el mismo sentido: considera legítimo, en el campo de la historia de la filosofía, el estudio de las «aproximaciones contextualizantes», e insiste en la discontinuidad semántica de los conceptos, aunque sean idénticas palabras las que los designan, y repara en los lugares sociales o intelectuales en que se producen, pues no es lo mismo el ágora griega que la universidad alemana del siglo XVIII o que el espacio público de los media en el siglo XX. ¿ Otro tanto sucede con las disciplinas históricas? Al tratar el pasado del libro, hemos hecho historias del lector, del espectador, de la comunidad receptora, cruzando de otro modo el espacio social. No sin difi­ cultades' otros historiadores han aceptado aplicar este tipo de cuestionamiento a la propia historia; algunos ven necesario tener en cuenta tanto la institución y el lugar donde se escribe un discurso histórico, como las formas retóricas con que se escri­ be, el modo en que se transmite y las posibilidades de su inteligibilidad en rela­ ción a sus destinatarios implícitos o reales... Lo mismo puede decirse de la cien­ cia. Por ejemplo, es significativo ver de qué modo, durante los siglos XVI YXVIII, perduraba aún en los libros científicos esa función medieval del autor que daba garantía de verdad y de qué forma los autores, como tales, se diluyeron luego pro­ gresivamente. Las dificultades para la recepción de la ciencia plantean los mismos interrogantes que en otros campos: en qué lugar se elabora cierto saber científico, qué formas de transmisión le dominan y cómo ha sido apropiado un texto por la comunidad científica... En el orden mental creado por los impresos, en sus distin­ tas disposiciones y su correspondiente circulación, se revela una clave de la modernidad; del mismo modo que el mecanismo antiguo de difusión de los manuscritos importó mucho para la educación en la Antigüedad.

Los medios electrónicos transforman tanto los planteamientos convenciona­ les como las bibliotecas, según ha indicado recientemente. La revolución del presente es la del soporte electrónico, que trasciende el modelo del codex en el que aún reconocemos el libro tradicional (pues su forma

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antecede al invento de Gutenberg), y la de las técnicas de producción y reproduc­ ción. Es un nuevo vehículo que implica formas particulares de organización del texto. Estas tres revoluciones -la de la técnica productiva y reproductiva, la de las formas y dispositivos del soporte y la de las prácticas de lectura- tradicionalmen­ te se presentaron desvinculadas unas de otras. Nunca en la historia se dieron las tres a la vez. La aparición del codex, que en los siglos 11 y 111 sustituyó el rollo de la Antigüedad, se realizó en el ámbito de los manuscritos. La imprenta, de hecho, no modificó la estructura del libro en el siglo XV, y los cambios que condujeron a la lectura silenciosa se dieron en la misma época del libro copiado a mano. La revolución del siglo XVIII, consistente en una nueva relación con la cultura escri­ ta -lo que los alemanes llamaron «revolución de la lectura»-, se dio en el mundo centenario de los impresos. La singularidad del presente radica en la articulación simultánea de esos tres elementos: técnicos, formales y «antropológicos». Hoy, en las nuevas bibliotecas se apela a los nuevos soportes para hacer más accesible la cultura escrita. Pero no se debe reducir todo a un único texto electró­ nico, uniforme. Han de seguir preservándose los textos en las formas que fueron las suyas, en las que fueron producidos y leídos, en las que se hallan inscritas con­ ductas sociales y gestos privados: el lector antiguo desenrollaba horizontalmente el pergamino (en cambio, las pantallas pasan verticalmente); no podía disponer de otro objeto en las manos; y si quería escribir debía dejar su lectura (nuestra rela­ ción actual con la escritura es la más distanciada de toda la historia). De ahí que la formación de los bibliotecarios no deba circunscribirse, como predomina hoy, a las ciencias de la información: los bibliotecarios bibliógrafos siguen siendo indis­ pensables. Así en la Biblioteca Nacional de Francia recién abierta -no habiendo aquí, como tampoco en España, una tradición de la public library-, se trata se con­ jugar una biblioteca patrimonial, lo que había sido en la historia reciente, con una biblioteca de libre acceso; con usos diferenciados espacialmente y, a la vez, englo­ bados en un amplio espacio de lectura.

En estos útimos años se ha resaltado mucho el papel de las enciclopedias. Sí; y es la razón por la cual esta nueva Biblioteca Nacional ha dedicado su primera exposición al enciclopedismo, pues la enciclopedia -libro de los libros­ es uno de los recursos para contener la proliferación textual a base de recoger lo esencial y, además, ordenarlo rigurosamente. La multiplicación actual de enciclo­ pedias y diccionarios parece la respuesta a este miedo al exceso: se intenta domar un mundo salvaje para volverlo accesible. El enciclopedismo, entonces, como tema editorial, de reflexión o de exposición, responde a una inquietud compartida ante el mundo del texto electrónico, ante un horizonte ilimitado de acumulación. Es una expresión y una respuesta sencilla a esa tensión.

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¿ El miedo lo provocan también las nuevas técnicas, por sus efectos incon­ trolados? Por un lado, hay que considerar los elementos que se pueden vincular a las nuevas tecnologías de difusión y conservación de los textos y, por otro, conviene referirse a algo más tradicional, como son las angustias y los miedos con respec­ to a la cultura escrita. En relación con lo último, ya sea en tiempos de la Biblioteca de Alejandría, en el Renacimiento o en el siglo XVIII, surgen tres tipos de miedo que pueden parecer contradictorios pero que son solidarios. Primero está el miedo a la pérdida, al olvido: se siente la necesidad de rescatar los textos del pasado para evitar que se pueda perder algún libro imprescindible para la sabiduría y la inspi­ ración, los conocimientos o la fe. Ese temor anima todas las empresas que lucha­ ron o luchan contra el olvido, conlO el proyecto quizá mítico de una biblioteca uni­ versal, como la fijación impresa de los textos manuscritos y la constitución de las bases de datos. Una segunda es el miedo a la corrupción del texto durante la trans­ misión, sea en la copia manuscrita, en el arte mecánico de la imprenta, en el pro­ ceso capitalista de la edición o en la posible manipulación electrónica. Y hay un tercer temor que es el del exceso: el miedo a una producción escrita incontrolable, que prolifere sin freno alguno. Este era un tema que preocupaba a Foucault y que había inspirado muchas utopías de «reducción»: la del libro único, tan frecuente en el siglo XVIII, que reuniese los saberes necesarios, la de esos «extractos» que recuperen lo esencial de todos los escritos o la de tantos esfuerzos por clasificar el saber. El eco de cierta hostilidad hacia el libro se recoge a menudo en la literatura, en Shakespeare, en Lope. Pero la pérdida, la corrupción y el exceso son figuras centrales de la relación de los hombres con la cultura escrita, y aunque no sean iguales en el mundo griego o helenístico, durante el Renacimiento, la Ilustración o el mundo contemporáneo, sí definen bien el entrecruzamiento de muchas para­ dojas que arrancan del mundo escrito. ¿ y qué afectaría especialmente a la actualidad? Más que estudiar nuestras inquietudes convendría analizar la experiencia actual, que camina en dirección contraria: donlina la mezcla o el nlestizaje de las tradiciones intelectuales, nacionales o historiográficas. Además, cada uno de los campos de las ciencias -exactas, humanas o sociales-, dada su dimensión, hace imposible su conocimiento total. Pero una de las paradojas del mundo contempo­ ráneo es que hoy, por primera vez, se puede pensar en la biblioteca universal como una realidad, más al alcance incluso de lo que nos imaginamos sobre la Biblioteca de los Ptolomeos en Alejandría, que no dejaba de ser un sueño para la época, pues no había modo de que llegara a todos los lectores del Mediterráneo o más allá. Ahora, en cambio, si todos los libros se transformaran en un texto electrónico no

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habría obstáculo, por lo menos teórico, para la disponibilidad general de todos sus contenidos. Sin embargo, el enfrentamiento entre la magnitud de lo disponible y las posi­ bilidades del lector se acentúan hoy. Quizá exista una mayor tensión que en el pasado: pues hay una universalidad posible, pero inalcanzable; todo se amplía enormente a la vez que se limita. Las discusiones actuales sobre las autopistas de la información, sobre la revolución del texto y la economía de la nueva cultura escrita deben ponerse en relación con ese inconsciente de nuestros miedos ante una oferta sin límites. Asimismo ha escrito sobre la hipertrofia de la Universidad y sus repercusio­ nes. Pertenece a un momento de mi trayectoria historiográfica en que, interesado por la historia de la educación, comparaba las universidades europeas. En el siglo XVII, y también en el siguiente, hubo un gran desequilibrio, por la multiplicación de los colegios y universidades, que dio lugar a una proliferación e ünposible absor­ ción de los licenciados, cuestión asimismo de finales del siglo XX, que por cierto aclara las convulsiones de los sesenta. El hecho manifiesta la incapacidad de la so­ ciedad para evitar las frustraciones de aquellos a quienes los títulos ya no permiten las salidas antiguas, al cerrarse los mercados de puestos de trabajo, pues la oferta de cargos y posiciones ya no respondía a las expectativas del pasado, en Inglaterra pri­ mero y luego en Francia. La misión del historiador, en este caso, no es dar pautas normativas sino exponer estas repeticiones de sucesos del pasado en el presente. ¿ Se necesita otro pensamiento sobre la historia que supere el tradicional? La elaboración filosófica de los problemas de la práctica histórica suscita interrogantes que no son materia obligatoria para el historiador. Ejemplos de estas cuestiones clásicas son la objetividad de la historia o los prejuicios del investiga­ dor, que pueden ser o no abordados por él. Me interesa más interrogarme teórica­ mente sobre algunos elementos que participan directamente en la práctica histo­ riográfica, como la cuestión de la representatividad. ¿Qué es lo más representati­ vo, una repetición, la regularidad o el caso singular que da acceso a algo compar­ tido pero escondido generalmente? ¿Se debe construir a partir de un paradigma similar al de las ciencias que utilizan series estadísticas o se debe de elaborar a par­ tir de un concepto como lo excepcional/normal de la microhistoria italiana? Otro problema sería el de la escala de la investigación histórica, sea una historia global al modo de Braudel, sea siguiendo la limitación de un territorio particular, según la tradición de la historia social francesa, o bien sea con una historia que aprove­ cha una entrada particular, como por ejemplo una biografía, una práctica como la lectura, o una serie de objetos para ver cómo se teje la trama de una sociedad.

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Son problemas históricos muy técnicos, abordables mediante una conceptuali­ zación filosófica. Se debaten hoy en Francia. Un colega, Gérard Noiriel, en su re­ ciente Sur la «crise» de l'histoire, enjuicia la epistemología de la historia no sólo co­ mo inútil sino como peligrosa, pues unos historiadores la abordan sin estar capacita­ dos, sin poseer la suficiente formación y cultura, y otros se convierten en una suerte de aristocracia del gremio que deja de practicar la historia real, la de las fuentes; caen en el extremo opuesto de ese empirismo estéril que quiere estudiar los docu­ mentos sin el menor soporte teórico ni mediación alguna. Trato de evitar ambos ries­ gos publicando a la par libros sobre un dominio particular de investigación y ensa­ yos sobre la dimensión metodológica, historiográfica y «filosófica» de la disciplina. Ha defendido, en esa línea, la «hermenéutica con sospecha» que propuso Ric(Eur, un tipo de interpretación que se niega a ser engullida por la sociología. Es evidente que la dimensión hermenéutica o fenomenológica, a lo Ricreur, fue fructífera. Basta pensar en la relación, como dice él, entre el mundo del texto y el mundo del lector, que es un capítulo crucial del tercer volumen de su Tiempo y narración. Si las narraciones históricas influyen en la transformación de las per­ cepciones inmediatas de los individuos es porque hay una apropiación de las mis­ mas y, por lo tanto, una lectura: ello justifica la centralidad del capítulo «Mundo del texto, mundo del lector». Su punto de vista era importante ante el estructura­ lismo más romo, que no pensaba en esa relación entre el lector y el texto -el texto funcionaba según sus propias reglas-, y también ante cierta historia cultural que se había dedicado a reconocer la circulación de los libros en distintos medios sociales pero sin entender en absoluto lo que era la lectura. Así, teníamos un esquema estructuralista, preocupado casi exclusivamente por el texto, y un mode­ lo socio-cultural que casi sólo se interesaba por las desigualdades en la circulación y distribución del mismo, entendidas como una práctica externa de los textos. De ahí el peso del trabajo Paul Ricreur o de Wolfgang Iser. Pero el texto necesita además un soporte, un vehículo -un manuscrito, un impreso o una voz que lo recite-, toda una dimensión material que no figura en la perspectiva hermenéutica, pues hace abstracción del texto y entiende la lectura como un acto puramente intelectual y no como una práctica. Debe superarse esa posición universal de la fenomenología introduciendo la corporeidad en el mundo de los lectores, estudiando mejor todas las discontinuidades que surgen en la cir­ culación y transmisión, en la apropiación de los textos, de un modo casi antropo­ lógico. McKenzie, un historiador de Nueva Zelanda, profesor en Oxford, ha ela­ borado una sociología que abarca esos aspectos: en Bibliography and the Sociology of Texts, de 1985, cuya traducción he prologado, muestra cómo el aumento de lectores produce nuevos textos, y sus significaciones mismas se ven afectadas por esas nuevas formas.

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También antropólogos como Jack Goody han renovado esta perspectiva. y de un modo capital. Es el punto de partida para distinguir entre la trans­ misión oral y la escrita de un texto. En La lógica de la escritura y la organización de la sociedad, Goody investiga el momento en que la escritura alfabética o la escritura sin más abren la posibilidad de usos múltiples de los textos, pues a par­ tir del momento en que ya se escribe y se fija el discurso la relación con los tex­ tos cambia... Ya abría la discusión en Cultura escrita en sociedades tradicionales: la dificultad mayor no consiste tanto en separar esos dos modos como el estudiar los complicados entrecruzamientos que hacen que un texto escrito sea devuelto al mundo oral que a su vez puede inspirar una nueva escritura, y así sucesivamente... En el caso español podemos pensar en la circulación de romances en «pliegos sueltos» desde 1510, una forma impresa que hace circular expresiones de poesía oral y que vuelve, de manos de los vendedores ciegos, a la oralidad. Es un buen ejemplo del mundo de intercambios al que me refiero. Los historiadores americanos de la Ilustración, «afrancesados» quizá, han trabajado en aspectos complementarios a los suyos, renovando la historia, a la par que lo hacían ciertos italianos. Me costaría pensar que Robert Darnton y Keith Baker son afrancesados, por­ que buena parte de su investigación avanza con gran provecho en dirección con­ traria a la historiografía francesa. Y el concepto de microhistoria en Giovanni Levi iba contra el modelo francés de la monografía basada en la geografía humana, que delimitaba un territorio y le estudiaba en su singularidad; y en contra también, por lo tanto, de nuestra tradición sociológica que buscaba leyes y regularidades (El suicidio de Durkheim no se restringiría al Franco Condado). La microhistoria no tiene nada que ver con esto, pues si utiliza un territorio, en general más pequeño que el de la perspectiva francesa, no es para interesarse por esa región o localidad -Levi en su libro La herencia inmaterial lo ha puesto de manifiesto-, sino para manifestar que sólo en esa escala se pueden estudiar funcionamientos sociales, relaciones entre las comunidades y el Estado, formas de negociación o de lucha entre las familias. Era como un laboratorio donde se podían ver relaciones y fun­ cionamientos en un lugar determinado aunque no fueran específicos de él: así afectaría a la sociedad europea del Antiguo Régimen. Para la microhistoria, cierto territorio es un laboratorio y para la corriente francesa el territorio es el objeto mismo de la investigación. En el caso de Darnton, la polémica afectaba menos a la dimensión territorial y sí, en cambio, a la metodología cuantitativa. Chaunu o Vovelle echaban mano con facilidad de escalas estadísticas que no definirían con exactitud una sociedad (al igual que Roche o yo mismo). Tanto la microhistoria italiana como la historia antropológica estadounidense se han construido contra la historiografía francesa,

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a menudo simplificándola pero procurando modelos de inteligibilidad muy perti­ nentes. Todos respetan la orientación de Annales, pero elaboran su proyecto inte­ lectual en contra de lo que pensaban que era el modelo social francés cuantifica­ dor de los años sesenta y setenta. Nuestros debates con Darnton -quien se apoya en el modelo antropológico de Clifford Geertz- se centran en su La gran matan­ za de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, de 1984, en la relación entre la circulación de la literatura prohibida y los cambios en las repre­ sentaciones colectivas que condujeron a la ruptura de 1789 (Édition y sédition)... aunque tales polémicas fueron posibles no sólo por mi amistad con Darnton sino por nuestras preferencias comunes, y entre éstas destacan los artículos de Annales de los años treinta, del todo fundamentales. ¿ y de qué modo se situaría el trabajo de CarIo Ginzburg?

El caso de Ginzburg es más complicado, porque este microhistoriador es el mayor macroantropólogo que cabe imaginar. En su libro Historia nocturna lo que finalmente explora es cómo el núcleo de mitos, ritos y creencias constituían el zócalo cultural de Europa e incluso cobraban la dimensión de una invariante uni­ versal. Lo que hay de común es que, a partir de una situación excepcional, de una anomalía, intenta ver lo que está escondido en el conjunto. Así en el caso de su trabajo sobre el molinero friulano del siglo XVI -El queso y los gusanos- encuen­ tra unas creencias religiosas particulares cuya práctica fue asociada con la bruje­ ría inmediatanlente por los inquisidores, cuando no tenía nada que ver con ella. El análisis de este error le permite captar las bases de la cultura popular. Su plantea­ miento se distancia del modelo francés, muy preocupado en cambio por circuns­ cribirse al territorio estudiado. ¿ Cómo recuperar la dimensión crítica de la historia más allá de la mera «narración» ? Se ha hecho hincapié, con razón, en la dimensión retórica y narrativa de la historia, en contra de la ilusión de un entendimiento inmediato del pasado donde no existiría la escritura histórica. Pero a partir de este diagnóstico - White, Ricreur, De Certeau- hay dos maneras de seguir razonando, una, a la manera de Hayden White, quien suprime toda diferencia entre ficción y historia en cuanto a registro del conocimiento, pues habría un tipo de saber común; otra, la de pensar en el esta­ tuto de conocimiento verdadero de la historia, que hoy, sin embargo, resulta difí­ cil cuando se rechaza toda idea de que es posible una transparencia entre el dis­ curso, entendido como conocimiento, y la experiencia del pasado. Esta tensión está presente en la misma palabra historiografía, que se refiere a un pasado real en cuanto que historia sucedida, y a la escritura en tanto que gra­ fía, lo cual establece límites al acto mismo del conocimiento. Ricreur y De Certeau

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nunca abandonaron la dimensión congnoscitiva aun resaltando su carácter narrati­ vo; defendieron siempre la intencionalidad de su verdad o su estatuto científico. La historia tiene una relación con la verdad, y adquiere un rango epistemológico que le distingue de la ficción. Debe hacerse compatible una pluralidad de inter­ pretaciones legítimas con la reflexión sobre el modelo del indicio propio de Ginzburg. No se puede pensar en este problema sólo en términos epistemológicos o metodológicos: la dimensión crítica debe alzarse contra esas falsificaciones que, por ejemplo, Caro Baroja describió en un libro último, contra todas las mixtifica­ ciones que están al servicio de una forma de identidad o de un poder. La crítica sirve, desde luego, para tener la fuerza de rechazar, como Pierre Vidal-Naquet, la ocultación de las cámaras de gas, así como esa nueva reescritura de la historia ale­ mana de los años treinta y cuarenta, o los discutibles mitos nacionales.

Retornamos, pues, a los viejos maestros, al compromiso social de Marc Bloch. Ahora hay una tendencia a considerar que la obra de Bloch es más moderna que la de Febvre. Y es que su orientación se siente hoy más cercana a nuestros intereses y nuestras angustias. Bloch, integrado en la resistencia frente a la inva­ sión alemana, tuvo un destino trágico e incluyó en su historia la dimensión del pre­ sente, mientras que Febvre se refugió en un papel más clásico de profesor. De hecho, los historiadores más jóvenes (así Ginzburg) se sienten atraídos por la figu­ ra heroica de Bloch, por su valor cívico y moral. Sus diferentes estilos fueron noto­ rios durante la segunda guerra mundial: mientras Febvre proponía una defensa de la civilización ante la invasión alemana a través de la profesión de la historia, Bloch participó en el enfrentamiento armado de un modo directo... Empezamos esta entrevista con Lucien Febvre y podemos terminarla recordando a Marc Bloch: él estuvo toda su vida obsesionado por esta dimensión crítica, imprescindible, de la historia. (Consejo de Redacción, F. C. y M. J.)

La abundante obra de Chartier ha aparecido dispersarnente en revistas y en diversos trabajos colectivos, del mismo modo que bastantes de sus artículos se publicaron en ingles, alemán o en ita­ liano por vez primera (incluso, los prólogos a sus libros editados en España están redactados para esta ocasión). Entre sus publicaciones iniciales destacan: «L' Académie de Lyon au XVlIIe siecle» (Nouvelles études lyonnaises, 1969); «Livre et espace: circuits commerciaux et géographie culture­ lle de la librairie lyonnaise au XVlIIe siecle» (Revue Fran~aise d'histoire du livre, 1971). A ello se

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suma su colaboración en dos obras colectivas, con «Le livre. Un changement de perspective», en Faire de l'histoire, III. Nouveaux Objets, París, Gallimard, 1974 (con D. Roche) dir. por J. Le Goff y P. Nora, sobre la renovación histórica (tr. en Barcelona, Laia), y La nouvelle histoire, París, Retz, 1978, que coordinó con J. Le Goff y J. Revel. Asimismo ha sido responsable del tomo 3.° de la Historia de la vida privada, dirigida por Aries y Duby (Madrid, Tauros, 1989; oro 1985), y redactor del capítulo «Las prácticas de lo escrito», pp. 113-161. Además de publicar L'éducation en France du XVle au XVIIle siecle, París, Sedes, 1976 (con D. Julia y M. M. Compere), Chartier ha dirigido, alIado de H. J. Martin, la importantísima Histoire de l'éditionfranr;aise, París, Promodis, 1982-1986 (reed. en Fayard, 1989-1991): l. «Le livre con­ quérant. Du Moyen Age au milieu du XVlle siecle»; 11. «Le livre trionfant, 1660-1830»; 111. «Le temps des éditeurs. Du romantisme a la Belle Époque»; IV. «Le livre concurrencé, 1900-1950». Asimismo dirige importantes trabajos colectivos: Les usages de l'imprimé (París, Fayard, 1987); La correspondance. Les usages de la lettre au X/Xe siecle (París, Fayard, 1991), Historia de la lectura en el mundo occidental (Madrid, Tauros, 1998, con G. Cavallo; oro 1995); y participa en M. Vovelle (ed.), El hombre de la Ilustración, Madrid, Alianza, 1995 (or. 1992), con «El hombre de letras»; P. Nora, Les lieux de mémoire, 2, París, Gallimard, n. ed. 1997, pp. 2.817-2.850 (or. 1993), con «La ligne Saint-Malo-Geneve». A ello se suman sus monografías y sus recopilaciones de ensayos, como Figures de la gueu­ serie, París, Montalba, 1982; Pratiques de la lecture, Marsella, Rivages, 1985; Lectures et lecteurs dans la France d'Ancien Régime (Le Seuil, 1987); o su obra traducida: El mundo como representa­ ción. Historia cultural: entre práctica y representación, Barcelona, Gedisa, 1996 (33 ed.; originales de 1983-1990); El orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII, Barcelona, Gedisa, 1996 (2. 3 ed.; oro 1992); Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revoluciónfrancesa, Barcelona, Gedisa, 1995 (or. 1991); Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna, Madrid, Alianza, 1993 (originales de 1987-1991); Sociedad y escritura en la Época Moderna. La cultura como apropiación, México, Insto Mora, 1995. Entre sus numerosos artículos destacamos «L'Histoire aujourd'hui: doutes, défits, propositions», y «Culture populaire»» (ambos publicados en Eutopías, Valencia, 1994); así como el capítulo final, «L'arbre et l'océan», del gran catálogo, Tous les savoirs du monde, París, BNF / Flammarion, 1996, pp. 482-485. Acaba de aparecer un libro-entrevista, Le livre en révolutions (París, Textuel, 1997) y la recopilación de artículos Au bord de la falaise. L'histoire entre certitudes et inquiétude, París, Albin-Michel, 1998, cuya segunda parte recoge un libro recién traducido: Escribir las prácticas. Foucault, De Certeau, Marin, Buenos Aires, Manantial, 1996.

* Entrevista realizada el 9 de enero de 1998, con la ayuda técnica de Li1ly, S. A.