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PRÓLOGO Por qué la política

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n mi casa se ha hablado siempre mucho de política, pero por alguna extraña razón, aquel 23 de febrero de 1981, los mayores se mostraban huidizos. Vivíamos en ese tipo de urbanización que permite a los niños disfrutar despreocupados la libertad de jugar en la calle y que había sido una cooperativa formada por amigos y colegas, gente procedente de Standard Eléctrica y del Partido Comunista o aledaños. Aquella tarde Delta era un lugar en alerta, pues varios vecinos se dedicaban a la política o ejercían una destacada militancia en partidos o sindicatos. Algunos comenzaron a hacer las maletas. En los bajos de mi portal varias personas escuchaban la radio arremolinadas en torno a un coche. Es el tipo de escena que percibes como atípica aunque tengas nueve años. Saludé, me preguntaron dónde estaba mi madre, contesté que no lo sabía y me interesé por si pasaba algo... «Hay lío en el Congreso», fue la respuesta más concreta que logré. Mi madre estaba con otros vecinos, escuchando la radio en casa. Mi hermano y yo seguimos jugando al Lego. Es cierto que a menudo se recuerdan mejor los estados de

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ánimo que los hechos. Puedo evocar perfectamente el ajetreo a mi alrededor, los mayores entrando y saliendo, una llamada de teléfono con alguna información, y al mismo tiempo, la sensación de que mientras yo montaba ladrillitos como siempre, algo extraordinario estaba ocurriendo en torno a mí, algo que yo no entendía, y que los mayores no explicaban porque estaban demasiado ocupados intentando enterarse ellos. En una de estas, mi hermano, un par de años mayor que yo, bajó de casa de nuestros vecinos del tercero. Anochecía ya y los vecinos habían acabado recalando ahí: «Irene, dice mamá que subamos a casa de Carlos... Que a lo mejor volvemos como cuando Franco». Con esa sencilla frase lo entendí todo. O al menos lo suficiente como para saber que aquello era peligroso. Sentí miedo solo durante el tiempo que tardé en subir dos pisos por la escalera. Estando junto a mi madre se me pasó y, como enseguida nos advirtió que no iríamos al colegio al día siguiente por si había disturbios de alguna clase, pensé que no había sido un mal día después de todo. Mi siguiente recuerdo político procede de cinco años después. El 1 de enero de 1986 España ingresaba en la entonces llamada Comunidad Económica Europea. Había sensación de llegar a una meta que se nos resistía históricamente, había euforia. En diez años habíamos cumplido dos objetivos que teníamos como país, y ningún vecino había tenido finalmente que coger las maletas. Para una adolescente de catorce años que quería ser posmoderna y estrenaba boogies, aquel 31 de diciembre de 1985 prometía ser una gran noche. En cada brindis, nuestro pequeño e inmaduro corazón nacio-

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nalista se encargaba de aclarar que no era España la que había entrado en Europa, sino Europa la que al fin había entrado en España. Los chicos mayores de la pandilla nos recriminaban ese amor patrio tan escasamente progresista, pero mientras hablábamos de estudiar fuera o de la importancia de ligar con nativos para aprender idiomas, el brillo de nuestros ojos revelaba la alegre sensación de que las puertas del mundo se acababan de abrir ante nosotros. Mi profesora de Literatura, Victoria Toajas, solía explicarnos la diferencia entre el espíritu renacentista y el barroco asegurando que en el Renacimiento, la gente piensa que se va a comer el mundo, mientras que en el Barroco, es el mundo el que se lo va a comer a uno. Sin duda, éramos renacentistas, y esta es la diferencia más visible que observo con la España de hoy: postrada y deprimida, con varias enfermedades y golpes acumulados sobre nuestra autoestima colectiva que sin duda configuran un diagnóstico de depresión. La democracia y Europa: a veces me asombra hasta qué punto la historia no discurre en línea recta, sino como un círculo en el que los grandes problemas son siempre los mismos. La historia presenta también un enorme inconveniente: nos pone en las alas toneladas de inercia, una fuerza mucho más pesada que el plomo. Al entrar en la Unión Europea, la clase política colgó los hábitos cosmopolitas, y así, no solo dejó de existir un objetivo internacional, sino también los grandes objetivos nacionales. Poco a poco, todo se venció ante el terrible peso de la inercia. Comenzaba a coger velocidad el proceso de descentralización autonómica, que sin duda había que hacer. A partir de ahí, todo se fue pudriendo: conseguida la democracia y la pertenencia a

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Europa, la clase política española se puso a cultivar, con más o menos conciencia, la vieja inercia particu larista y cantonalista, hasta repetir la peor versión de nuestra propia historia: el caciquismo, el clientelismo, la mirada canija sobre el mundo. Nadie puede afirmar seriamente que construir una democracia consiste en dar forma a las instituciones que la componen y echarse a dormir. Pues bien, eso fue lo que ocurrió. Se había puesto en marcha un sistema de partidos políticos, con aparente separación de poderes, aparentes controles, aparente competencia entre los partidos, etcétera. Pero la democracia es un entramado que se construye día a día. No solo eso: cada jornada en que un país no hace nada para profundizar en su democracia, esta retrocede un milímetro. La realidad cotidiana de los últimos veinte años de la democracia española ha consistido en crear las instituciones que nos igualan a nuestros vecinos europeos al tiempo que se levantaban también los mecanismos, más o menos explícitos, para desactivar políticamente la supervisión y el control. Incluso las propias elecciones quedaron demediadas mediante una ley electoral que prima a los grandes partidos y dificulta enormemente la aparición de partidos nuevos. De este modo, todo ha llegado a estar en manos de los partidos políticos, significativamente, los mecanismos que garantizan la impunidad de los corruptos. ¿Que hay un poder judicial (CGPJ) para el gobierno de los jueces? Sí, pero se elige mediante cuotas de los partidos y se neutralizan sus facultades de control. Del mismo modo, se constituye un Tribunal de Cuentas para fiscalizar la contabilidad de las instituciones y de los partidos

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políticos, y a continuación se neutraliza nombrando a sus miembros también mediante cuotas partidistas. Así podríamos enumerar hasta el infinito: la intervención municipal, la tolerancia de Hacienda con las cuentas de centenares de Ayuntamientos, la mirada hacia otro lado del Banco de España mientras se emitían preferentes para pequeños ahorradores, la inspección de Hacienda (de manera evidente en el caso Pujol o infanta, pero vaya usted a saber en cuántos más), la Comisión Nacional del Mercado de Valores creyéndose el folleto de salida a Bolsa de Bankia... Las propias cajas de ahorros, que han soportado hasta tres siglos en algunos casos, de vaivenes económicos y políticos mundiales, han sido hundidas en veinte años por una clase política codiciosa de poder y dinero. Las instituciones de supervisión y control en España trabajan a la manera de Penélope: todo aquello que los profesionales de la administración tejen durante el día, los políticos lo destejen por la noche, para asegurarse —y esto es lo importante— un poder omnímodo ejercido desde las cúpulas de los partidos. El contrapeso democrático solo funciona en España en un ámbito: el autonómico. Cuando un presidente va a tomar una decisión, no se esfuerza en persuadir a los diputados de su grupo —envidia de backbenchers— ni siquiera a los altos cargos de su Gobierno. Todos entendemos que la oposición propia vendrá de los llamados “barones” autonómicos, tanto en el PP como en el PSOE. Habrá quien diga: es un reparto del poder como cualquier otro, y legítimo. ¿Cuál es el problema? En un país como el nuestro, de por sí tendente al cantón, el problema es que estas dinámicas han estimulado las soluciones particulares y el desapego a lo común: el sálvese quien

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pueda, con cada Gobierno autonómico tratando de desactivar por su cuenta aquellas políticas nacionales que le pueden restar votos. Cuando la clase dirigente dejó de tener objetivos nacionales, el poder se convirtió en su único objetivo, y esa reafirmación de poder fue localista y partidista. Ahí perdimos el pie, volvió a arrastrarnos la inercia de la historia. Si nos hubiéramos fijado una nueva meta como país, las cosas hubieran sido de otro modo, pero una vez alcanzadas Europa y la democracia, uno y lo mismo en nuestro imaginario, ya no había ningún objetivo común. La prensa, por último, cayó presa de las mismas redes, aunque nos cueste reconocerlo a quienes amamos el periodismo. Si nos creemos que la prensa es fundamental para una democracia, como es mi caso, y afirmamos que vivimos una crisis política profunda, como también creo, no queda más remedio que reflexionar sobre su papel en esta crisis. Si los medios de comunicación no hubieran minimizado las corrupciones de los unos y maximizado las de los otros, todo habría evolucionado de forma distinta. Por desgracia en la prensa se desarrolló el «y tú más», que no ha sido solo un seudoargumento de tertulia, sino la práctica de publicar un escándalo mayor del partido ajeno para enterrar el del propio. Se cooptaron los medios como se hizo con las asociaciones de vecinos. Se fortalecieron los partidos a costa de debilitar el Estado, se estimuló el capitalismo de amiguetes en lugar de la meritocracia y la libre competencia. Mientras en el resto del mundo occidental los regímenes democráticos implantaban la transparencia, la rendición de cuentas y el gobierno abierto, en España

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se sentaban las bases del régimen oligárquico que padecemos hoy. Digo todo esto porque hay quienes afirman que el régimen fundado en la Transición resultó equivocado, que hubo de hacerse la ruptura entonces y, como quedó pendiente, debemos hacerla hoy. Visto con perspectiva, creo que la Transición es una etapa de la que podemos estar razonablemente satisfechos como españoles, y el gran error fue alargar un régimen que debía servir para transitar, como su propio nombre indica. No solo se sentaron entonces las bases de la democracia y la integración europea, sino que además supimos actuar como un país. ¿Qué significa actuar como un país? Algo parecido a lo que me dijo mi madre cuando murió Suárez: «Yo no le voté, pero en seguida me di cuenta de que lo que estaba haciendo era importante y me alegro de que fuera presidente». Su frase comprende todo lo que me importa del patriotismo: reconocer a todos aquellos con los que comparto la tierra y algo más, pues si no tomaría por compatriotas a los caracoles. Ese algo más son los valores, que me hacen sentir lo común que tengo con mucha gente, no porque sea como yo, sino justamente porque es diferente: si coincidiéramos en todo, formaríamos una secta. Es cierto que en la Transición se aplazaron muchos problemas, como el del nacionalismo catalán y vasco, con los que se dejó abierta una negociación perpetua que desde entonces nos ha mermado demasiadas energías. No fue perfecta, casi nada lo es en esta vida. Debemos aceptar que las soluciones políticas son siempre provisionales, y que una de las virtudes del político es darse cuenta de que los acuerdos que firmó hace treinta años

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han dejado de valer. Eso significa renovar los pactos, porque estos no son eternos. El principal obstáculo, no obstante, es que esa Transición pensada para transitar, se estabilizó primero y se fosilizó después. Los mismos que firmaron los pactos se encargaron de perpetuarlos, mientras los ciudadanos quedaban al margen, convencidos de que la política es una cosa fea: la profecía se autocumplió. Tampoco se supo construir un relato de país, porque se decidió convertir en tabú el pasado reciente para superarlo. Esta opción presenta un fallo grave: nos obligó a narrarnos como una ciudadanía que, casi por arte de magia, había puesto en pie la democracia. Al presentar la Transición como un momento autofundante del sistema democrático, al dibujar una democracia partera de sí misma, mediante la consabida fórmula de «la democracia que los españoles nos hemos dado», eliminábamos de un plumazo nuestra propia tradición democrática, justo cuando más falta nos hacía alimentar los mitos democráticos para consolidar ese sistema. Todo ello ha debilitado aún más un sentido de ciudadanía permanentemente amenazado por fanatismos de distinto cuño, que en España son vigorosos. Ese relato fue acompañado de la desaparición deliberada de cualquier vestigio de las instituciones democráticas de la Segunda República. Todas, salvo la Generalitat o la Lehendakaritza, que crean hoy la ficción de que catalanes y vascos disfrutan de una mayor tradición democrática que el resto de España. Debimos abordar en algún momento estas cuestiones, así como la reconciliación con el pasado, sabiendo que un país sin relato se desmadeja un poco cada día.

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No nos enseñaron a amar nuestro país y, sin embargo, lo amamos. No de forma esencialista ni por motivos étnicos o lingüísticos, ni siquiera culturales, sino por el mero afán de cuidar la tierra donde reposan nuestros abuelos y donde van a vivir nuestros hijos (en mi caso, de modo literal, pues mi abuelo está enterrado en Barcelona y mi hermano pequeño vive y se ha criado en Guipúzcoa). Amar nuestro país significa desear que sea una democracia real, transparente, avanzada y que rinda cuentas, libre de corrupción, capaz de realizar una valiosa aportación a la humanidad y donde los ciudadanos vivan en libertad y en pie de igualdad. Hay que olvidarse de juzgarlos según la comunidad autónoma en la que nacieron —algo que es literal en algunos tribunales de oposición— y hacerlo por la contribución que sean capaces de realizar a la sociedad. No es casual que seamos uno de los países más desiguales de Europa, aquí la desigualdad se multiplica por tres, pues es social, territorial y generacional. Si no hacemos nada por trabajar esas tres cohesiones, todo saltará por los aires. La crisis económica de nuestro país está relacionada con esa profunda desigualdad, cuyos pilares ya existían antes de la crisis y que ésta ha venido a agravar por la explosión de un modelo productivo agotado —llamémoslo burbuja— y unas políticas europeas de austeridad fracasadas. La democracia y Europa, otra vez las dos tramas de hilo se vuelven a trenzar: durante la crisis, la Unión Europea ha ido desarrollando mecanismos de gobierno que han sustraído poderes de elección y control a los ciudadanos. Esto ha provocado una rebelión que en nuestro país no se ha puesto suficientemente en contexto: el auge del populismo antieuropeo es realmente preocu-

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pante, porque este ofrece la solución provinciana y alicorta de volver a los Estados nacionales para recuperar ese control democrático que los ciudadanos sienten haber perdido. En el fondo, la peligrosa idea que plantean es el puro nacionalismo. Nos dicen: no hagamos una democracia grande, sino muchas pequeñas. Y hemos de responder sencillamente: no. Debemos contestar que los problemas de Europa no se solucionan volviendo a los pequeños Estados nación, sino con mecanismos que garanticen a la ciudadanía europea el control democrático. No es fácil resolverlo, claro está. Si fuera fácil no pagaríamos a tanta gente para que piense sobre ello. En cambio, resulta bien sencillo descartar la solución nacionalista, consistente de nuevo en encanijarnos, en achicar la comunidad política que constituye Europa. No hay ninguna posibilidad de que podamos resolver los grandes problemas si no estamos unidos: la inmigración, la energía, el terrorismo, la deuda, el Estado del bienestar, el cambio climático... Casi todos los problemas que sufrimos hoy los europeos empiezan en otro lugar del mundo. El de la energía, en Rusia o en Argelia. El de la inmigración, en África, Siria y tantos otros lugares. El del terrorismo, en Iraq, Nigeria o Mali. El de la deuda, en Alemania. El del Estado del bienestar, en Bangladesh, con sus ínfimos salarios... ¿De verdad alguien cree que abordaríamos mejor los desafíos fuera de la Unión Europea? El dilema no es si seguimos o no juntos, el dilema es si triunfamos juntos o perecemos por separado. No muy distinto, por cierto, del dilema interno de nuestro país. En el mundo está teniendo lugar además un debate político de primera magnitud, en el que Europa debe hacer oír su voz. La presión de China no solo es económica o medioambien-

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tal, sino también política. Hasta hace veinte años, se daba por hecho que un país tiende a democratizarse a medida que se desarrolla económicamente. Los oligarcas chinos están demostrando que esta afirmación no es un fatum y, además, empiezan a convencer a muchos desavisados occidentales de que una tiranía de partido único es más eficaz. Pues bien, si no convencemos a China de que se convierta a la democracia —algo que todo el mundo ha desistido de hacer a cambio de acceder a un mercado multitudinario— los chinos acabarán convirtiéndonos en una tiranía a todos los demás. El desmantelamiento de la jurisdicción universal en nuestro país es una de las batallas de esa guerra, y hemos perdido, por cierto. ¿Por qué es importante explicar todo esto ahora? Porque se ha producido un evidente «error de sistema», por decirlo en términos informáticos, pero no podemos salir y volver a entrar de nuestra historia reciente. Es esta y hay que continuarla. No nos empeñemos en desmantelar el pasado. Cuando oigo a tanta gente empeñada en deshacer la Transición, me pregunto si no es mucho más fácil construir el futuro, responsabilizarnos de lo que ocurra en nuestro país en los próximos años, en lugar de responsabilizar a nuestros padres de los errores que cometieron. Ya somos adultos. Los editores de Turpial me preguntaron cómo se puede hacer todo esto y contesté que solo hay una forma: la política. Entonces me pidieron que se lo explicara a un periodista en unas cuantas páginas de conversación y salió este libro. Sé que «política» es una palabra desprestigiada, porque el viejo establishment está consiguiendo hundirla en el cenagal de robo, corrupción y

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crimen en que han convertido la cosa pública. Para el ADN de mi generación —esa doble hélice que componen la democracia y Europa— no tienen ya nada que aportar: España consiste para ellos en salvarse a sí mismos, aunque perezca el país. Para Europa, su proyecto es una combinación de Sicilia y Suiza. Un día les dije desde la tribuna del Congreso que algunos empiezan a criar moho detrás de las orejas, pensando en todas las excrecencias que ha creado el sistema. Me acordaba de aquello que contestó Miguel Ángel cuando mostró su escultura de Moisés y le preguntaron con asombro cómo había creado tan fabulosa obra: «Solo he quitado lo que sobraba». Esa es la tarea más urgente que hemos de hacer: quitar lo que sobra. Vivimos tiempos de levedad, en el sentido en que la describió Italo Calvino. No se trata de hacer política líquida o banal, como algunos creen, sino leve en el sentido de eliminar todo lo sobrante, todo lo que la hace pesada e inoperante hasta haber llegado a convencer a muchos ciudadanos de que la política y las instituciones son antiguallas a eliminar. Para explicar en estos tiempos cómo podemos los ciudadanos rescatar la política de la ciénaga, cincelarla y volverla a poner en su lugar, pensé que lo más práctico sería buscar un interlocutor incómodo y provocador. ¿Por qué? Básicamente porque es justo lo contrario de lo que hubiera hecho Rajoy, cuyo gusto oscila entre el género alfombrista y el plasma. Pensé que Max Pradera sería un buen interlocutor para esta conversación, y él aceptó. Pensé que podría querer hacerme las preguntas incómodas que muchos ciudadanos probablemente quieren dirigirle ahora a UPyD, para saber

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quiénes somos, qué queremos hacer, o qué planes tenemos respecto a cómo hacerlo y a los obstáculos que se cruzan en nuestro camino. Soy periodista, admiro y respeto a los buenos profesionales y creo que su trabajo —el nuestro, no me he ido del todo— debe ser controlar a los restantes poderes, los políticos, los económicos e incluso los mediáticos (por eso lo más complicado para un periodista es ser independiente de su propio medio). También creo que deben ofrecer a los ciudadanos un relato preciso de la realidad y ayudarles a desentrañar los mecanismos por los que los poderosos consiguen una y otra vez engañarlos. Porque amo el periodismo, no quería que fuera una entrevista como las de Fidel Castro en Granma ni que el resultado fuera un publirreportaje, sino un libro. Acerté en el sentido de que Max no ha dejado ni una sola pregunta impertinente por hacer, aunque me equivoqué creyendo que haría también alguna fácil... Por momentos el interesante combate de esgrima se convertía en reyerta de navajeros y a uno o a otro no nos gustaba la imagen reflejada en ese espejo. Algunos días estuve convencida de que no éramos capaces de crear este libro, pero con los editores como mediadores internacionales, firmamos unos acuerdos de paz y hemos conseguido llegar hasta el final. Esto me hace albergar enormes esperanzas. Si Max y yo nos hemos puesto de acuerdo en este texto, no hay nada que nuestro país no pueda hacer: sabremos luchar por la cohesión social, territorial y generacional. Solo hay que estar dispuestos a iniciar cuanto antes una larga conversación nacional. Irene Lozano

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1. EL FLECHAZO

En cierta ocasión, el crítico cinematográfico Ángel Fernández Santos, que además de muchas otras cualidades atesoraba la de ser un maestro de la hipérbole, publicó una crítica feroz sobre Tacones lejanos, de Pedro Almodóvar. En ella decía que la diferencia entre el melodrama Imitación a la vida, de Douglas Sirk, y los que pergeña desde hace años Pedro Almodóvar es la misma que separa el monte Everest del cerro de Garabitas. Esa es la misma sensación que tengo yo al comparar la estatura moral e intelectual de Irene Lozano con la de otras señorías del Congreso. Y que conste que no estoy pensando solo en Andreíta Que Se Jodan Fabra. A pesar de que Irene lleva escribiendo libros y artículos desde hace muchos años, yo la descubrí tarde como diputada en el Congreso. La primera vez que me di cuenta de que Irene estaba hecha de una pasta especial fue cuando la vi interrogar a Rodrigo Rato en la Comisión de Economía y Competitividad del Congreso. Era julio de 2012 y el hoy imputado bajo fianza estaba tratando de

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negar que en Bankia hubiera un agujero negro de veintitrés mil millones de euros. De Irene me impresionaron la frialdad y la eficacia con las que estaba planteando el interrogatorio, al que asistí en directo a través del Canal 24H de TVE. Era como presenciar una escena tensa en un thriller judicial. Me pareció que Irene molaba tanto como esas heroínas de las películas de atracos que saben abrir cajas fuertes mejor que cualquier chico de la banda (porque lo aprendió en la infancia) y que no pierden su sangre fría ni siquiera cuando un compinche más torpe que ella ha hecho saltar la alarma, que hará que la policía se presente en el lugar del crimen en pocos minutos. Irene estaba vaciando sobre Rato el cargador de su semiautomática dialéctica de manera inmisericorde: «Lo que usted ha conseguido, señor Rato, no es solo dinamitar Bankia, sino el sistema financiero español. El sueño de cualquier antisistema, usted lo ha hecho realidad». ¡Dios mío!, pensaba yo desde mi casa, ¡nadie le ha hablado así a nadie... nunca! ¡Ni siquiera en Sálvame Deluxe ! ¡Rato va a dejar de hacer dibujitos de un momento a otro en su bloc de compareciente, va a saltar por encima de la mesa y la va a estrangular! Cuando comprobé en el rótulo que la diputada que se atrevía a hablarle así a Rato era de UPyD, me pregunté qué habría hecho Rosa Díez si hubiera estado en su lugar. Rosa e Irene son la antítesis en muchas cosas, sobre todo en la forma de manifestarse. No importa sobre qué asunto esté interviniendo Rosa Díez, yo nunca me acuerdo de lo que dice, solo percibo su irritación. Con Irene, en cambio, me ocurre exactamente lo contrario. Es la Linda Fiorentino del hemiciclo; jamás permite que afloren sus sentimientos en sus intervenciones parla-

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mentarias. Como es escritora, elige con esmero y pulcritud cada sustantivo, cada adjetivo, cada verbo, y luego dispara sus mortíferos proyectiles de manera que cumplan la doble función de resultar muy informativos para los espectadores que están viendo su intervención y altamente letales para el infeliz que la escucha a regañadientes, desde el banquillo de los comparecientes. En realidad, los interrogatorios de Irene no son tales, no al menos en el sentido tradicional del término. Las baterías de preguntas que dispara contra sus interrogados (al modo de aquellos implacables cohetes Katyusha de los órganos de Stalin) no tienen tanto por objeto obtener información como afear la conducta de su víctima. Lozano lanza reproches morales, censuras deontológicas, reconvenciones ético-jurídicas, disfrazados de interrogantes parlamentarios. Muchas de las preguntas de Irene, contra Rato, por ejemplo, o mucho más recientemente contra el nuevo presidente pepero de RTVE, José Antonio Sánchez, al que también trituró en la Comisión de RTVE, empiezan con un «¿no cree usted que...?» al cual va enganchado el resto del convoy, que es el reproche moral. En aquel mítico tercer grado contra Rato, Lozano formulaba preguntas como: «¿No cree que hay un conflicto de intereses en Bankia como ofertante de preferentes y colocadora de esas mismas acciones? ¿No cree que chantajear a los clientes de Cajamadrid para que compren preferentes supone triturar una confianza de tres siglos?». Ninguna pregunta que se pueda despachar con un sí o un no —es decir, que permita al interrogado escapar de ella con un monosílabo— es una pregunta, en principio, bien planteada; a menos que el objetivo sea, claro está, avergonzar en público a esa persona,

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restregándole todas las fechorías que ha perpetrado mientras abusaba de la confianza depositada en él por los ciudadanos. Es como si, en sus interrogatorios, Lozano cogiera del collar al parlamentario de turno —ella misma tiene un perro labrador— y lo arrastrara por todas las habitaciones de la casa, para mostrarle, una por una, acercándole el hocico, las deposiciones que ha ido plantando en sitio indebido: —¡Mira, Rodrigo, mira! ¡Veintitrés mil millones de agujero! ¿Crees que está bonito? ¿Eh? Cuando Irene le suelta a Rato frases como: «Según el barómetro del Real Instituto Elcano, es usted el personaje más detestado de la sociedad española: los españoles le hacen responsable no solo de la crisis de Bankia, sino de la crisis general que vive este país. ¿Va usted a pedir perdón, sí o no?», por dentro parece estar pensando: «Sé que me vas contestar con un montón de mentiras, saco de escoria moral; que vas a irte por los cerros de Úbeda, pedazo de desecho político; pero esto es el Congreso de los Diputados, yo tengo un acta conseguida democráticamente en unas elecciones libres y tú vas a tener que tragarte todo lo que pienso de ti y de tu repugnante tinglado gansteril, delante de mis compañeros de oposición y de las cámaras de la televisión pública». De modo que vi todas esas «naves ardiendo más allá de Orión» en los ojos de la diputada Lozano y no pude por menos de preguntarme: «Y esta máquina de matar, ¿de dónde ha salido?». Al googlear a Lozano, fascinado por su implacable intervención parlamentaria, me encontré, en primer lugar, con su perfil biográfico en Wikipedia. Allí venían, sucintamente mencionados, sus