En el bajo Cauca desfila la tragedia de la coca

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Este artículo es una publicación de la Corporación Viva la Ciudadanía Opiniones sobre este artículo escribanos a:

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En el bajo Cauca desfila la tragedia de la coca Jorge Mejía Martínez Abogado- ex Secretario de Gobierno Departamento de Antioquia

Varias semanas han transcurrido desde que 5.000 campesinos de dos municipios del bajo cauca antioqueño, Valdivia y taraza, llegaron con sus bártulos bajo el brazo desde las veredas y caseríos de los alrededores para llamar la atención de las autoridades sobre, dicen sus voceros, el impacto negativo que en los cultivos de pan coger tienen las fumigaciones aéreas de La Policía antinarcóticos, buscando destruir los cultivos de coca que proliferan en la región. Los desarraigados se repartieron en los parques y en los insuficientes albergues. Hoy los medios de comunicación dan cuenta de la situación, no por destacar las causas del problema, sino por que el hambre hace mella en los rostros demacrados y por las escaramuzas con la policía en medio de una congestionada troncal vial que comunica a Antioquia con la costa atlántica con un saldo indeterminado de heridos y detenidos. Proliferaron los saqueos de vehículos de carga y las instalaciones del peaje oficial fueron destruidas. La protesta cocalera es un hito más de la demostración de fuerza y de perturbación social de pobladores ligados a los grupos violentos. El mototaxismo, competencia informal e ilegal al transporte legal, cada vez que quiere paraliza a estas localidades del bajo cauca, forzando la suspensión del transporte, con toques de queda repetitivos y destrucción de instalaciones públicas como ocurrió el año anterior en Caucasia donde los archivos de la Secretaría de Tránsito fueron incinerados. Los comunicados de prensa oficiales minimizan la dimensión de la protesta por el auspicio, de la misma, por parte de la guerrilla de las FARC que obtiene cuantiosas utilidades por las plantaciones coqueras y su comercio ilegal, y por tanto, principal afectada por su erradicación vía glifosato. Otras versiones responsabilizan a los llamados grupos emergentes que se bautizan o reciclan para aparecer como nuevas agrupaciones, pero en realidad sus miembros, y actividades, siempre son los mismos. Como el gobierno considera que allí no hay un desplazamiento forzado, suspendió cualquier ayuda humanitaria, dejando a los pobladores a merced no solo de la presión de los violentos, sino también de las inclemencias del tiempo, la insalubridad y el hambre. El problema se termina, según los ligeros reportes, con el retorno de los campesinos a sus lugares de origen. ¿Cual es el complejo entramado que se esconde tras la movilización cocalera?

Cualquiera sea la causa de la movilización o del desplazamiento, los campesinos de Valdivia y taraza evidencian las graves limitaciones de la política de seguridad democrática para el campo colombiano y las falencias también graves de la política nacional –e internacional- contra la producción y comercialización de drogas. Si las FARC están detrás, ¡estamos en mora de declarar la alarma! Que la guerrilla sea capaz de movilizar a cinco mil campesinos, a las buenas o a las malas, asentados dispersamente en veredas y caseríos, evidencia la incapacidad del Estado para asumir el control territorial- con fuerza pública, inversión social y presencia institucional- de aquellas zonas que durante muchos años estuvieron a merced de los paramilitares hasta su desmovilización. El compromiso oficial fue ese: los paramilitares se sometían a la ley de justicia y paz, y el Estado asumía el monopolio de las armas y el control de las zonas, para evitar el aprovechamiento de la guerrilla del vacío institucional. Si los que están detrás de la masiva acción son los llamados nuevos grupos emergentes, es la mejor demostración del fracaso del proceso de desmovilización de las AUC, por lo menos, en el bajo cauca antioqueño. Los grupos emergentes, poco tienen de nuevos, dado que su principal nutriente proviene de los mandos medios del paramilitarismo, que puede que inicialmente se hayan desmovilizado, pero luego retornaron a sus andanzas ilegales para asumir las bondades de actividades y estructuras ilícitas no desmontadas –exigencia ausente en la negociación, ¡gran error!- con la entrega de las armas. Otra posibilidad es que detrás de la protesta haya una alianza FARC-grupos emergentes. Inaudita, pero posible. El negocio de la coca juntó a antiguos adversarios, para potenciar su labor desquiciadora de una sociedad que destina cuantiosos recursos y esfuerzos para erradicar el narcotráfico, sin que sus resultados tengan la contundencia esperada. O sea que la solución a lo que ocurre con dramatismo en las cabeceras de dos municipios del bajo cauca antioqueño, con campesinos obligados a desarraigarse sin frazadas ni alimentos, va mucho más allá de darles la espalda por que sus manos siembran la coca o la raspan. La presencia del Estado en la zona no se puede limitar al paso de las avionetas vomitando el veneno traído desde Norteamérica, mientras abajo, circulan hombres armados estableciendo estrictos controles sobre la utilización de la tierra y el mercadeo de los productos. Si detrás hay guerrilla, emergentes o conviven ambos, poco importa, mientras el Estado no asuma su obligación constitucional de ejercer el monopolio de las armas y de la justicia, y su presencia no se perciba positivamente por la inversión social. Los éxitos de la seguridad democrática en las carreteras y zonas urbanas, no pueden hacernos olvidar que con la población rural, que durante mucho tiempo estuvo sometida a la influencia de la guerrilla o del paramilitarismo, el gobierno nacional, a través del Alto Comisionado, asumió el compromiso de copar

institucionalmente todo el territorio. Al comienzo, luego de la desmovilización de las AUC, se avanzó con buen ritmo para asentar a la policía nacional en lugares donde generaciones de jóvenes y niños solo veían personal uniformado por la presencia de los ilegales, en el cine o en la televisión. Después vino cierto estancamiento. Antioquia tiene 290 corregimientos, de los cuales tan solo en 50, está instalada la policía. Así es muy fácil que un grupo armado bajo cualquier sigla, presione a los campesinos para que no salgan de la ilegalidad. Y así también es muy fácil, ante esos mismos campesinos, olvidarse de la responsabilidad pública. El otro gran tema que aparece de bulto tras las protestas de Valdivia y Taraza es el de la inocuidad de la política nacional antidrogas para acabar con una modalidad como la producción y comercialización de coca, que además de ilícita es auspiciadora de violencia y de la cultura de la ilegalidad. Para no mencionar los costos, desgastes y sacrificios para una sociedad como la nuestra atropellada por tantas necesidades sociales y económicas inatendidas. No es la primera movilización de población coquera que sale a las cabeceras municipales a protestar por las fumigaciones con la sombra siniestra de las FARC detrás. Hace 20 meses tuvimos en los municipios de Nariño y Argelia, al oriente de Antioquia, concentraciones de 900 o 1.000 campesinos, exigiendo la suspensión de las aspersiones aéreas. Después de 10 días de desplazamiento, los pobladores retornaron con simples promesas en los bolsillos. Hay más violencia acumulada en el Bajo Cauca. Tenemos amarrada la lucha contra el narcotráfico y el conflicto. Fumigación, erradicación y confrontación a los grupos violentos, particularmente a la guerrilla. ¿Será pertinente?. En mayo 14 y 15 de 2007 la Friedrich Ebert Stiftung, el Open Society Institute, la Fundación Ideas para la Paz, y el Center on International Cooperation de New York University realizaron una conferencia en Nueva York sobre “Lucha contra las drogas y construcción de paz: hacia la coherencia de las políticas”. La Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC) prestó su apoyo para la realización de reuniones en la Secretaría de las Naciones Unidas. La idea de hacer la conferencia se desarrolló a partir de las investigaciones realizadas por varios de los copatrocinadores, sobre los intentos de superar el legado de los conflictos. En Afganistán y Colombia. En ambos países los esfuerzos de reducir la violencia y el problema de las drogas no sólo han fallado o funcionado a medias, sino que además las políticas antidrogas parecen estar alienando a las poblaciones locales y los actores importantes que podrían ayudar a reducir la violencia. Estas fueron las preguntas que guiaron las discusiones: ¿Puede extraerse alguna lección de otros intentos de reducir la violencia, preguntándose cómo las economías ilegales financian o motivan el conflicto armado? ¿Cómo puede construirse una paz sostenible en áreas en las que la gobernabilidad está debilitada por las mafias de las drogas? ¿Son coherentes las políticas que existen para el control de drogas con la meta de construir la paz? ¿Cómo implementar acuerdos de paz que se ven amenazados por la aplicación de leyes estrictas de control de drogas? ¿Cuáles son los vínculos entre la lucha antidrogas y la construcción de paz que deben evitarse y cómo?

Las conclusiones del seminario, publicadas por la Fundación Ideas para la Paz, FIP, son elocuentes. A pesar de las diferencias entre los Talibán y los grupos armados en Colombia, parece haber una secuencia que caracteriza a estos países en donde la población se involucra en una muy visible producción agrícola de coca o amapola: la ausencia de control estatal creó territorios por fuera del dominio efectivo del imperio de la ley. Si bien la construcción de paz y las políticas antidrogas tienen implicaciones tanto contradictorias como complementarias, definir cómo hacerlas coherentes es una decisión política. En casos de conflicto violento, el logro de la paz, la seguridad y la construcción de paz deberían ser la prioridad, lo cual no implica que los donantes y las autoridades locales se hagan los de la vista gorda frente a las economías de las drogas ilícitas. Lo que esto significa es que las intervenciones deben ser secuenciadas. Sin embargo, secuenciar no es tan simple como decidir si la construcción de paz va antes que las acciones de contrainsurgencia o las políticas antidrogas. La erradicación y la interdicción pueden, a veces, reducir las finanzas de los grupos armados ilegales. Parece que ha ocurrido con las FARC en algunas localidades. Sin embargo, publica la FIP, usar todas las medidas antidrogas contra la insurgencia presenta riesgos. No hay un patrón único y la erradicación y la interdicción deben seguir un análisis cuidadoso de los posibles efectos secundarios negativos. Por ejemplo, la erradicación masiva podría eliminar cultivos ilícitos y, presumiblemente, reducir la cantidad de dinero que los grupos ilegales obtienen de los impuestos que imponen a los cultivadores y a la venta de la hoja de coca y de la pasta base; pero la erradicación también puede alienar a los campesinos y a los líderes locales, de los cuales el Estado busca cooperación. Criminalizar la lucha contra la producción de coca por la vía de asimilarla a la lucha antisubversiva es riesgoso. El objetivo central es la erradicación de los grupos guerrilleros, más que la droga, por lo tanto, ganarse la confianza de la población dedicada al cultivo de la coca, consecuencia de la presión de los grupos ilegales y de la ausencia de Estado, es fundamental. La indiferencia o el menosprecio oficial a los 5.000 pobladores de Valdivia y Taraza, puede ser peor que la influencia perniciosa de los violentos entre sus filas. La magnitud de la concentración es la mejor prueba de que el problema es social. Otros municipios también coqueros como Briceño, anuncian que se van a sumar a la protesta. Regiones enteras como el Bajo cauca, Nordeste, Norte y parcialmente el oriente encuentran en los cultivos ilícitos la principal fuente de ingresos de miles de pobladores y de los grupos ilegales. Allí es donde hay más criminalidad. Pero la erradicación masiva puede también ser necesaria para la superación del conflicto. Todo depende de cómo se haga. No se trata simplemente de poner a la gente del campo a aguantar hambre, sino de brindarle otras opciones para ingresar a la legalidad. Por eso la erradicación o la fumigación, sin sustitución de cultivos, es un contrasentido. Antioquia tiene 6.000 hectáreas, según Naciones unidas, cultivadas con coca. En los últimos años se han fumigado con glifosato más de 40.000 hectáreas. Fumigar una Hectárea

cuesta no menos de 3 millones de pesos, o sea que en fumigaciones hemos gastado 120 mil millones. Hoy continuamos con las mismas 6.000 hectáreas plagadas de coca. Erradicar y sustituir una hectárea de coca por una de cacao demanda 10 millones de pesos. Con los 120 mil millones invertidos en veneno, hubiésemos podido recuperar 12.000 hectáreas. El doble de las que según N.U. tenemos hoy en Antioquia. El anterior gobernador del departamento, Aníbal Gaviria Correa, ofreció que por cada peso que colocara el gobierno nacional para la erradicación y sustitución, poner otro peso. Nadie presto atención. Los mismos campesinos manifiestan que ellos están dispuestos a erradicar manualmente sus cultivos de coca a cambio de la sustitución. Tampoco les paran bolas. La debilidad estatal y la precariedad de la legalidad, son las condiciones propicias para el surgimiento de la economía de las drogas y también de la persistencia del conflicto. La publicación de la FIP manifiesta que La historia tanto de Colombia como de Afganistán indica que las crisis de la legalidad y la seguridad precedieron y crearon las condiciones para el negocio del narcotráfico y no al revés. La erradicación de cultivos también tiene efectos perversos en los precios. Mientras que puede reducir la cantidad de drogas inmediatamente disponibles (y así, ajustarse a las mediciones que señalan el éxito del régimen antidrogas), igualmente puede aumentarla en el mediano plazo al subir el precio de las drogas a través de una escasez inducida, elevando el valor de los activos y ganancias de los narcotraficantes y los funcionarios corruptos. Lo que financia a los grupos insurgentes y socava el Estado de Derecho no es la cantidad física de la droga. Es el dinero que se deriva de la misma. El experto en política georegional del narcotráfico, peruano, Ricardo Soberon Garrido asegura que ¨No hay un modelo global para la lucha contra el narcotráfico, cada país debe buscar su propia respuesta. No hay un problema mundial de drogas: hay problemas nacionales que deben ser respondidos en términos nacionales porque uno de los trucos sobre los cuales se ha basado el sistema internacional ha sido hacernos pensar que el problema es global, que la respuesta es global, y que nadie puede poner en tela de juicio ese paradigma internacional". Necesitamos soluciones de fondo. A lo lejos, solamente se ve la legalización, gradual, parcial, como una salida similar a la encrucijada de comienzos del siglo pasado, cuando la sociedad no sabía como deshacerse del dolor de cabeza producido por el alcohol y el tabaco. Se le suprimiría el atractivo de la ilegalidad, que arroja tantos dividendos económicos dado el costo de “riesgo” que los productores y comercializadores descargan, con creces, en el consumidor final de la coca. A pesar de que los extraditados a Norteamérica se multiplican año tras año y que arrecian los decomisos y las incautaciones, es más creciente el numero de personas que prefieren arriesgar para enriquecerse rápidamente. Las cifras así lo indican. Vamos a continuar fumigando. Vamos a continuar erradicando. La Policía Nacional está empeñada en arrancar con sus propias manos las matas sembradas en el territorio nuestro. Ejemplo de compromiso y responsabilidad

social e institucional. Valerosa acción en medio de zonas en conflicto. Pero totalmente insuficiente mientras el énfasis no se ponga en la sustitución de los cultivos ilegales por los legales. El Semanario El Espectador editorializó, hace algunos meses, sobre la conveniencia de legalizar la droga, con determinadas condiciones, al mismo tiempo que publicó un reciente estudio de tres especialistas, entre ellos el Premio Nóbel de Economía 1992, Gary S. Bécquer, donde se plantea el fracaso de la actual estrategia de lucha contra las drogas, para proponer la legalización acompañada de impuestos al consumo, como una opción menos costosa y más efectiva. El estudio parte de una tesis simple: la expectativa del castigo de las autoridades a los productores y comercializadores, incrementa el precio de la droga. Quien arriesga sin ser aprehendido, por suerte, viveza o por corrupción, se enriquece rápidamente. Los costos por producir o comercializar la droga se disparan porque es necesario invertir en la prevención contra la acción de las autoridades: pago de lugartenientes y guardianes, sobornos, asesinatos, retaliaciones, rutas secretas de desplazamiento; costos que se transfieren al consumidor final, con grandes ganancias para todos los eslabones de la cadena. Para la sociedad también resulta oneroso este esquema: pocos avances, mientras el consumo no decae. Estados Unidos gasta por año más de $100.000 millones de dólares y Colombia $ 4.000 millones de dólares, sin contabilizar los costos agregados traducidos en: cárceles y detenidos; distracción de la fuerza pública y de la justicia; desgastes políticos, sociales, culturales, ambientales; y su papel de lubricante del degradado conflicto armado nacional. La legalización controlada de las drogas de menor impacto en la salud humana, es una propuesta seria, técnica, que bien vale la pena analizarse sin prevenciones ni estigmas. Los precarios resultados actuales de la lucha contra la producción, comercialización y consumo de marihuana, bazuco y otros estupefacientes, en Colombia y el mundo, constituyen el mejor incentivo para una discusión cuyos pilares se remontan a la época donde se rasgaban las vestiduras los amigos y enemigos de la legalización del alcohol y el tabaco. Mediante una decisión pragmática se acabaron las sangrientas persecuciones a los ingeniosos y perversos Alcapones y se volvieron insulsos los sobornos a policías, jueces y fiscales. La sociedad descansó y el Estado se pudo concentrar en otros asuntos –con los impuestos originados en el alcohol y el tabaco, financiamos la salud y la educación de los colombianos- hasta que apareció el flagelo de la droga. Combatida justamente hasta forzar posibilidades y recursos, en lo cual no se puede desmayar, ni claudicar; pero si va siendo la hora de buscar otras alternativas de lucha, sin apasionamientos, porque los resultados actuales dejan mucho que desear. Los campesinos de Valdivia y Taraza regresarían más contentos a sus parcelas, para sortear su suerte por la presencia forzada de los grupos ilegales, si de los funcionarios del Estado recibieran la esperanza de que ahora sí el Estado dejará de ser un ente distante y lejano, para convertirse en su aliado para salir de la ilegalidad y de la violencia, peores que la coca y los señuelos del dinero fácil.