EL NUEVO DELITO DE CHANTAJE

EL “NUEVO” DELITO DE CHANTAJE Mª Dolores Fernández Rodríguez Profesora Titular de Derecho penal Universidad de Murcia I. Introducción Como ya ha sido ...
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EL “NUEVO” DELITO DE CHANTAJE Mª Dolores Fernández Rodríguez Profesora Titular de Derecho penal Universidad de Murcia I. Introducción Como ya ha sido puesto de relieve1, bajo el epígrafe más modesto y realista y, por ello, más expresivo que el anterior, que aludía a los delitos contra la libertad y seguridad, describe y sanciona el Título VI del Libro II del Código penal vigente los “Delitos contra la libertad”. Su primer capítulo aborda la tipificación de las detenciones ilegales y secuestros; los otros dos abarcan las amenazas2 y las coacciones. Actualmente, en todos los supuestos aludidos se contemplan atentados contra la libertad de actuación o de movimientos. Esferas independientes pero, en último término, previas al ejercicio de todo derecho o libertad individual y que sirven de base para el desarrollo de la personalidad. En cualquier caso, se ha procedido a una razonable depuración del contenido de un Título en el que con anterioridad se incluian modalidades criminales que hoy encuentran más razonable ubicación en otros lugares del propio Código; por ejemplo, el abandono de familia, la omisión del deber de socorro, el allanamiento de morada o el descubrimiento y revelación de secretos. Obviamente, todos los delitos pueden considerarse lesivos de la libertad individual por suponer, en último término, una contradicción con la voluntad de defensa de los diferentes bienes jurídicos, pero lo que caracteriza a los específicos delitos contra la libertad es, precisamente, que la pérdida o limitación –real o potencial– de la misma constituye la esencia y también la consecuencia de la infracción. Cfr.: G. LANDROVE DÍAZ, Detenciones ilegales y secuestros, Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, págs. 17 y s.s. 2 En el ámbito de las amenazas, la Ley Orgánica de 15 de junio de 1998 (la primera reformadora del mediocre Código penal de 1995) otorgó una nueva redacción al art. 170. 1

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Hoy, las pretensiones del Título aludido son ciertamente modestas: proteger aspectos muy concretos de la genérica y evanescente libertad. Con ciertas matizaciones puede aceptarse la extendida afirmación de que con las amenazas se lesiona la libertad del ser humano para formar su voluntad (en las condicionales, la adopción de decisiones con base exclusivamente en motivos propios), con las coacciones la libertad de obrar como concreción de lo previamente decidido y con las detenciones ilegales y secuestros la libertad ambulatoria o de locomoción. II. Las previsiones del art. 171.2 del código penal El art. 171.2 del vigente Código penal ofrece una llamativa novedad respecto de la anterior configuración de las tipicidades constitutivas de amenaza, al contemplar una modalidad de chantaje, si bien nuestro legislador se ha resistido a la utilización de tal nomen iuris: si alguien exigiere de otro una cantidad o recompensa bajo la amenaza de revelar o difundir hechos referentes a su vida privada o relaciones familiares que no sean públicamente conocidos y puedan afectar a su fama, crédito o interés, será castigado con la pena de prisión de dos a cuatro años, si ha conseguido la entrega de todo o parte de lo exigido, y con la de seis meses a dos años, si no lo consiguiere. Tal formulación legislativa procede, en esencia, del Proyecto de Ley Orgánica de Código penal de 1980. Los textos prelegislativos posteriores se limitaron a muy superficiales retoques de la estructura objetiva del tipo y a matizar la entidad de las penas. No puede desconocerse, sin embargo, que el tradicional criterio español –vigente hasta la entrada en vigor del Código de 1995– de incriminar a través de las amplias tipicidades ofrecidas por las amenazas condicionales las conductas calificadas de chantaje en diversos ordenamientos foráneos se quebró por vez primera con el Real Decreto–ley de 21 de febrero de 19263. Solución que accedería, también, al Código penal de 1928; si bien en el Texto de la dictadura de Primo de Rivera el chantaje se contenía en la sección dedicada a la estafa, el propio chantaje y otros engaños, dentro del Título de los delitos contra la propiedad, en la vieja terminología nacional. En concreto, como reos del delito de chantaje se castigaba allí (art. 727-1º), con penas de seis meses a seis años de reclusión y multa de mil a cinco mil pesetas, a los que “con ánimo de lucro u otro provecho, bajo la amenaza directa o encubierta de divulgar o dar a conocer a otra persona algún secreto que afecte al honor, prestigio o fortuna del amenazado o de su cónVid. al respecto: Mª D. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, El chantaje, PPU, Barcelona, 1995, págs. 59 y s.s. 3

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yuge, ascendientes, descendientes o hermanos, o de alguna entidad en cuya gestión intervenga, exijan por sí mismos o por medio de otros la entrega de cantidades o efectos o traten de obligar al amenazado o a las personas o entidades expresadas, contra su voluntad, a contraer alguna obligación, a realizar algún acto determinado o a dejar de realizarlo”. Como es sabido, el delito de chantaje, independiente de las amenazas condicionales y con nomen iuris propio, siguió la misma suerte que el Texto de 1928; retomándose con el de 1932 la tradición legislativa española en la materia. Tan errática Política criminal no puede causar extrañeza alguna. La ubicación en los distintos cuerpos legales de lo que, en esencia, constituye una amenaza condicional lucrativa siempre resultará problemática. El protagonismo que se atribuya a alguno de los bienes jurídicos merecedores de protección resultará decisivo. Nos encontramos ante conductas lesivas de la libertad que, en ocasiones, se segregan de esa delincuencia –tanto en lo doctrinal como en lo legislativo– para integrarse entre los delitos patrimoniales. La proteica naturaleza de la delincuencia aludida y su evidente incidencia en plurales bienes jurídicos determinan la escasa homogeneidad que ofrecen al respecto las distintas soluciones nacionales. Sin embargo, puede, al menos a grandes rasgos, intentarse una visión panorámica de las diferentes opciones político-criminales existentes. Bien entendido que ninguna de ellas puede, tajantemente, considerarse preferible a las demás; las virtudes del sistema por el que se opte vienen determinadas, sobre todo, por su coherencia interna. 1) El sistema alemán permite integrar en la amplia modalidad de extorsión (Erpressung) los hechos constitutivos de chantaje, que así se configura como un delito patrimonial que incide en la libertad de decisión personal. El Código penal de aquel país alude al respecto a la conducta de quien coaccione antijurídicamente a otro con violencia o amenaza de un mal considerable para que realice una acción, tolerancia u omisión, y cause con ello un perjuicio al patrimonio del coaccionado o de otro, para enriquecerse o enriquecer a un tercero injustamente (parágrafo 253). La estorsione italiana ofrece una fisonomía semejante. 2) El sistema francés, de tipificación autónoma del chantage como infracción patrimonial integrada por la amenaza de revelaciones o imputaciones difamatorias y la persecución de un lucro ilícito (art. 312-10 del Code pénal), ha sido tenido como modelo por muchos ordenamientos jurídicos, a veces muy alejados del tradicional ámbito de influencia del vecino país. Hoy se ubica bajo la rúbrica común “De la extorsión” pero en sección independiente de la reguladora de la extorsión en sentido estricto y con nomen iuris propio. – 121 –

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De todas formas, el chantaje no accedió al Código francés hasta la segunda mitad del siglo XIX, con la promulgación de la Ley reformadora de 13 de mayo de 1863; controvertida ley, en su momento, que llenó así un vacío del Texto napoleónico que desconocía el tipo genérico de amenazas condicionales (sólo previstas para determinados delitos) y ofrecía en materia de extorsión, hurto y estafa serias limitaciones al respecto. 3) El tradicional sistema español de incriminación del chantaje recurriendo a las amplias tipicidades de amenazas condicionales es francamente minoritario en el ámbito comparatista; tan sólo, y por razones obvias, tuvo acceso a los más antiguos Códigos penales del continente americano. La opción legislativa contenida en el Decretoley de 1926 y en el Código de 1928, antes mencionada, supuso la única quiebra histórica del añejo sistema nacional; en ambos casos, sin embargo, coexistía el chantaje con los tipos de amenaza condicional. Enfrentada la doctrina española a tal solución normativa las sugerencias de reforma pueden esquematizarse en los siguientes términos: para algunos, sería suficiente con endurecer la sanción de las amenazas cuando mediare condición lucrativa4, habida cuenta la escasa severidad de nuestro sistema tradicional al respecto; para otros, debería integrarse el chantaje como delito autónomo en el ámbito de la delincuencia patrimonial. Solución esta última defendida por un cualificado monografista del tema, en una obra de título inequívoco5, que –incluso– llegó a ofrecer una concreta formulación legislativa, previendo la pena de presidio menor (en la terminología penológica de entonces) para el que “con ánimo de conseguir un lucro o provecho ilícito amenazare a otro con revelar o publicar un hecho cuya divulgación pueda perjudicar al mismo o a un tercero al que se halle ligado por fuertes vínculos, o a alguna entidad en cuya gestión intervenga”. En cualquier caso, hasta la promulgación del Código penal de 1995, nuestra jurisprudencia se venía pronunciando en términos inequívocos a la hora de encajar la conducta del chantajista en el capítulo de las amenazas. Que el mal con que se amenazare fuese delictivo o, simplemente, injusto subsumía el chantaje –respectivamente– en el art. 493.1º o en el art. 494 del Código anterior; a veces con una respuesta punitiva de muy escasa entidad, como había denunciado un amplio sector de nuestra doctrina. Cfr.: A. QUINTANO RIPOLLÉS, Tratado de la Parte especial del Derecho penal, tomo I, vol. II, Infracciones contra la personalidad, segunda edición puesta al día por E. GIMBERNAT, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1972, pág. 1078. 5 Cfr.: E. CUELLO CALÓN, Sobre el delito de chantaje. Necesidad de su regulación específica en la legislación penal española, en Anuario de Derecho penal y Ciencias penales, 1952, pág. 23. 4

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Hoy, el antes reproducido art. 171.2 del Código penal constituye una modalidad agravada de las amenazas con un mal no constitutivo de delito de carácter condicional que se sanciona (sin la penalidad alternativa de multa) con la pena de prisión de dos a cuatro años si se hubiere conseguido la entrega de todo o parte de lo exigido y de seis meses a dos años si no se hubiere logrado; referencia esta última al agotamiento (pleno o parcial) de un delito ya consumado que la normativa anterior reservaba, en exclusiva, para las amenazas condicionales de un mal delictivo. Al menos en tales términos se ha hecho eco nuestro legislador del especial reproche que merecen este tipo de amenazas, de las que la víctima difícilmente puede defenderse acudiendo a la justicia. Se reconoce, en suma, que el chantaje supone siempre un reduplicado peligro para el bien jurídico protegido y evidencia una actitud del sujeto activo especialmente reprobable; doble incremento del injusto y de la culpabilidad que justifica una reacción punitiva de cierta entidad. De todas formas, la solución legislativa actual –de dudosa coherencia interna– puede no sólo perpetuar sino también incrementar viejas problemáticas concursales. En efecto, la limitada incorporación del chantaje coexiste con la tradicional configuración de las amenazas condicionales y, sobre todo, con una tipicidad de extorsión notablemente ampliada (art. 243), que se aproxima a las formulaciones alemana o italiana y rompe –al menos en cierta medida– con la tradición jurídica nacional. III. Las nuevas opciones político-criminales en sede de amenazas y su incidencia en el chantaje Entre las reformas introducidas en el Capítulo “De las amenazas” respecto de la normativa anterior, merecen destacarse –por su incidencia, directa o indirecta, en la nueva figura del chantaje– las siguientes: 1. En el art. 169 A) Se amplía el ámbito de los posibles destinatarios del mal al permitir el nuevo art. 169 que éste pueda proyectarse no sólo sobre el sujeto pasivo del delito y su familia, sino también sobre “otras personas a las que esté íntimamente vinculado”. De esta forma se pone fin al tradicional extrañamiento de la esfera de las amenazas de aquellos supuestos en que no median vínculos familiares entre los sujetos pasivos del delito y los destinatarios del mal. Es cierto que podría entenderse que, desaparecida la remisión expresa contenida en el art. 494 del Texto anterior, hoy las amenazas no constitutivas de delito son independientes –a todos los efectos– de las reguladas en el primer párrafo del art. 169; sin embargo, cabe recordar que el mencionado – 123 –

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art. 494 se refería literalmente a las amenazas “hechas en la forma expresada en el número 1º del artículo anterior”. La remisión, pues, no era al cuerpo básico de las amenazas (párrafo primero) en el que se precisaba la naturaleza de los males y los destinatarios de los mismos y –ello no obstante– era opinión generalizada que las amenazas de mal no constitutivo de delito constituían una alternativa expresa al mismo. En definitiva, era ampliamente compartida la inteligencia de que el objeto, los sujetos y los destinatarios del mal eran comunes a ambos tipos de amenazas, diferenciándose –exclusivamente– por la naturaleza de su contenido: constitutivo, o no constitutivo, de delito. Tesis que, con relación a los arts. 169 y 171.1, sigue siendo válida en la actualidad. Se afirma, sin embargo, que en el art. 171.1 son permisibles extensiones personales que quedan vedadas al art. 169, es decir, que en las amenazas de mal no constitutivo de delito no se requiere la existencia de lazos familiares o afectivos entre la persona amenazada y la destinataria del mal6. Conviene no olvidar, empero, que la doctrina tradicional reconocía que no había razón alguna para establecer tal distinción y que se aprovechaba la imprecisión léxica del art. 494 para rebasar los estrechos márgenes que para los males y sus destinatarios imponía el art. 493 del Código anterior. Superado este obstáculo con la nueva redacción del art. 169 no parece que queden argumentos para defender un ámbito distinto de aplicación. Con poca fortuna, insiste el legislador de 1995 en la referencia a la “familia” como posible destinataria del mal contenido en la amenaza; alusión incorporada por el Código de 1848 y justamente criticada por su imprecisión propiciadora de una extensión ilimitada de la relación parental, en pugna con las más elementales exigencias de taxatividad. Únicamente en la específica regulación del chantaje se había renunciado a tan pertinaz criterio; en los textos en que se reguló esa figura de forma autónoma (Real Decreto-ley de 21 de febrero de 1926 y Código penal de 1928) se aludía exlusivamente al sujeto pasivo y a sus ascendientes, descendientes, cónyuge o hermanos. En todo caso, hay que reconocer que en la actualidad los problemas de interpretación que el término “familia” suscita quedan minimizados con la fórmula más generosa del art. 169, que permite centrar los esfuerzos en el propio concepto de familia sin que su exégesis se vea condicionada –como sucedía en la redacción anterior– por la necesidad de conseguir un ámbito de destinatarios armónico con el bien jurídico protegido y, por ende, no extensible a cualquier relación parental pero tampoco circunscrito al ámbito familiar, único entonces formalmente admitido. Cfr.: A. JAREÑO LEAL, Las amenazas y el chantaje en el Código penal de 1995, Tirant lo Blanch, Valencia, 1997, pág. 51 y s. 6

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La remisión al concepto de familia jurídico-privado, comprensivo de las relaciones de matrimonio, consanguinidad, afinidad, adopción y tutela, resulta insatisfactoria por desmedida y el recurso a un concepto social de familia, cuyo núcleo se limita a los padres y a los hijos no emancipados, tampoco es aceptable por excesivamente restringido. Entre las propuestas doctrinales, la formulada ya en su día por DÍEZ RIPOLLÉS7 de recurrir al concepto jurídico-penal de parentesco es la que mejor responde a exigencias de seguridad jurídica y la que permite acotar más razonablemente las relaciones civiles familiares; sin olvidar que, con relación al cicatero ámbito de hipotéticos destinatarios del texto anterior, ofrecía la ventaja añadida de permitir la inclusión de personas unidas al sujeto pasivo por relaciones análogas a las matrimoniales. Cuestión ésta que con el actual texto ya no sería problemática porque, en todo caso, son personas con las que el sujeto pasivo está “íntimamente vinculado”. En definitiva, el recurso sistemático del art. 23 constituye un apoyo legal , y además jurídico-penal, que hace posible depurar un concepto de familia acorde con el contenido sustancial de los delitos de amenazas y respetuoso con el mandamiento legalista de concreción, lo que justifica su generalizada aceptación doctrinal. También pueden ser destinatarias del mal “otras personas con las que esté íntimamente vinculado” el sujeto pasivo. Con esta nueva alternativa se extiende el ámbito de las amenazas punibles a supuestos tradicionalmente marginados de nuestro Derecho ya que, salvo en la regulación autónoma del chantaje, los Códigos españoles no contemplaban como supuestos típicos de amenaza los anuncios de un mal proyectado sobre personas ajenas al ámbito familiar del sujeto pasivo. La determinación de su contenido no plantea dificultades; personas con las que el sujeto pasivo esté íntimamente vinculado serán todas aquellas que, sin mediar los vínculos de parentesco aludidos en el art. 23, estén unidas al sujeto pasivo de las amenazas por una profunda afectividad. Este sentimiento tendrá su origen, generalmente, en relaciones afectivas no análogas a las conyugales o de amistad, pero también puede derivarse de vínculos de cualquier otra índole siempre que por su naturaleza e intensidad sean susceptibles de provocar la vulnerabilidad del sujeto al que se impone la condición. Con una interpretación sumamente restrictiva, PRATS CANUT sostiene, en cambio, que esta referencia se dirige a las situaciones de relación conyugal no formalizada, dejando fuera del tipo las relaciones de amistad8. Cfr.: J.L. DÍEZ RIPOLLÉS, en la obra realizada en colaboración con L. GRACIA MARTÍN, Delitos contra bienes jurídicos fundamentales. Vida humana independiente y libertad, Tirant lo Blanch, Valencia, 1993, pág. 281. 8 Cfr.: J.M. PRATS CANUT, en la obra de varios autores Comentarios a la Parte especial del Derecho penal, segunda edición, Aranzadi, Pamplona, 1999, pág. 186. 7

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B) Los males tienen que constituir “delitos de homicidio, lesiones, aborto, contra la libertad, torturas y contra la integridad moral, la libertad sexual, la intimidad, el honor, el patrimonio y el orden socioeconómico”. La enumeración es más respetuosa con la rúbrica de los Títulos del Libro II que la ofrecida por el Texto anterior, lo que en principio debe valorarse positivamente; sin embargo, por exceso o por defecto, ha sido objeto de razonadas críticas por parte de la doctrina. La naturaleza del delito de amenazas requiere que los bienes sobre los que se proyecta el mal sean bienes personales o, al menos, de titularidad individual y en base a ese criterio se ha hecho tradicionalmente la selección pero, evidentemente, la enumeración realizada en el art. 169 ni abarca todos los intereses jurídico-penales de esa naturaleza ni se limita sólo a ellos. En este sentido, se considera injustificada la exclusión de algunas figuras como la omisión del deber de socorro, los delitos relativos a la manipulación genética y los delitos contra las relaciones familiares9, o –incluso– de las lesiones al feto, los delitos contra la propia imagen y la inviolabilidad del domicilio y los delitos contra los trabajadores10. Empero, esta incoherencia sistemática puede subsanarse mediante una interpretación de la norma fundamentada en un criterio teleológico. Criterio que, sin renunciar a las garantías legalistas, permite extender su ámbito de aplicación a todos los supuestos en los que el daño anunciado afecte a alguno de los bienes jurídicos que el legislador ha tenido presente al tipificar las conductas aludidas pero que también son objeto de protección, directa o indirecta, en otras disposiciones del Código; porque lo verdaderamente relevante no son los delitos escogidos, sino el motivo de la selección. Cuando el legislador menciona –por ejemplo– los delitos de homicidio o los de lesiones es porque considera que la vida humana y la salud e integridad personal son intereses jurídicos de suficiente importancia para que el anuncio de que van a ser agredidos tenga capacidad para interferir en el proceso de formación de la voluntad del sujeto pasivo de la amenaza. Consecuentemente, son los bienes jurídicos los que deben focalizar la atención y no las modalidades típicas con las que se amenace. Además, si con el mismo criterio orientador se interpreta extensivamente su contenido, se podrán considerar abarcadas por la norma la mayor parte de las figuras cuya omisión es denunciada. Así, las lesiones al feto en cuanto afectan a la salud e integridad personal, los delitos contra la propia imagen y la inviolabilidad Cfr.: J.L. DÍEZ RIPOLLÉS, en la obra de varios autores Comentarios al Código penal. Parte especial, I, Tirant lo Blanch, Valencia, 1997, pág. 788. 10 En este sentido: M. POLAINO NAVARRETE, en la obra de varios autores Curso de Derecho penal español. Parte especial, I, Marcial Pons, Madrid, 1996, pág. 245. 9

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del domicilio por la vulneración que suponen para la intimidad, la omisión del deber de socorro por el riesgo que puede implicar para la vida humana o para la salud e integridad personal, etc. En cualquier caso, la enumeración del art. 169 no se critica sólo por sus carencias, sino también por sus excesos. La inclusión de los delitos contra el orden socioeconómico –se afirma– introduce la perturbadora posibilidad de que las personas jurídicas puedan ser destinatarias del mal. Posibilidad que, ciertamente, no goza de demasiadas simpatías doctrinales pero que no puede ser descartada. Aunque en el mencionado art. 169 no se hubiera aludido a esa clase de delitos, la cuestión no podría ser obviada porque si bien es cierto que las personas jurídicas no pueden ser sujetos pasivos del delito de amenazas –al ser el proceso deliberatorio y decisorio un proceso psicológico privativo de la persona humana– nada impide que sean destinatarios del mal con el que se amenaza. Piénsese, por ejemplo, que un trabajador de una fábrica de bebidas refrescantes amenaza a la junta directiva de la empresa con revelar a la competencia la fórmula secreta de esas bebidas, o con difundir entre sus proveedores la difícil situación económica por la que aquélla atraviesa, si no depositan, en el lugar y tiempo señalados, una determinada cantidad de dinero. La conminación se dirige a las personas físicas que deben adoptar una decisión al respecto, pero es la persona jurídica la destinataria del mal proyectado. Por tanto, y habida cuenta que en la práctica son relativamente frecuentes supuestos semejantes, sería conveniente que expresamente se reconociera a las personas jurídicas dicha capacidad como lo hicieron, en la regulación autónoma del chantaje, el Real Decreto-ley de 21 de febrero de 1926 y el Código de 1928; ahora bien, que el Código penal guarde silencio al respecto no significa que esa clase de conductas tengan que permanecer impunes. En la medida en que la fama, crédito o interés de las personas físicas representantes de las personas jurídicas puedan también verse afectadas por la ejecución del daño anunciado, serán, a la vez que sujetos pasivos del delito, destinatarios de ese mal. La inclusión de los delitos socioeconómicos puede, pues, considerarse inoportuna por otros motivos: porque no afectan a bienes personales o porque trascienden la titularidad individual, pero no porque sea determinante de la admisión de las personas jurídicas en el ámbito de los destinatarios del mal. Es probable, incluso, que la referencia a ese grupo de delitos no haya sido deliberada y sea, simplemente, una consecuencia de la mecánica traslación de la rúbrica del Título que, como hemos visto, es el nuevo criterio seguido en la materia por el legislador de 1995; principio que si bien es razonable, en general, resulta en este caso inoportuno. – 127 –

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C) Se incrementa el número de circunstancias agravantes específicas de las amenazas condicionales de un mal constitutivo de delito, afectando fundamentalmente a las que guardan relación con el medio comisivo. La realización de la amenaza “por escrito”, en efecto, ya no es la única modalidad comisiva que provoca el endurecimiento punitivo. También producirán ese efecto las hechas “por teléfono o por cualquier medio de comunicación o reproducción”. No puede decirse que esta ampliación haya sido, en general, bien acogida por la doctrina como no lo fué en su día la incorporación de la agravante basada en el carácter escrito de la amenaza. Y por las mismas razones: ni suponen un incremento del injusto ni abonan una mayor reprochabilidad11. Ello no obstante, se han hecho esfuerzos para encontrar algún fundamento a estas agravaciones centrados en la mayor seriedad o persistencia de la amenaza hecha por escrito o, en relación con los nuevos medios, en la aparente disposición del agente a que la amenaza sea conocida por un número indeterminado de terceras personas. Sí sería razonable, en cambio, que se introdujera el anonimato como criterio endurecedor de la respuesta punitiva, y para todas las modalidades de amenazas como se preveía en el Código de 1928. Y es que, como afirmaba el maestro de Pisa, todos comprenden que cuando la amenaza procede de una persona conocida hay muchas maneras de colmar las aprensiones del ánimo, pues puede tratarse de una persona que no infunda temor, o pueden emplearse medios para reconciliarse con ella, o puede recurrirse a la autoridad para que ponga freno a sus malas intenciones; pero cuando la amenaza es anónima uno no sabe cuántos ni quiénes son los enemigos y no se sabe de quién guardarse ni contra quién pedir auxilio12. El carácter anónimo de la amenaza, efectivamente, reduplica la potencialidad intimidatoria de la amenaza, afectando de forma más grave a la libertad deliberatoria del sujeto pasivo. Además de estas agravaciones determinadas por la mecánica ejecutiva mencionada, el último inciso del art. 169.1º prevé, como elemento desencadenante del mismo efecto punitivo, que las amenazas se hicieren “en nombre de entidades o grupos reales o supuestos”. La modificación sufrida por la fórmula original –introducida por el legislador de 1944 pensando, sin duda, en las bandas armadas u organizaciones terroristas– no es significativa. Que se aluda ahora, también, a grupos no altera su razón de ser: “que se haga llegar al ánimo del amenazado la sensación de que si no se doblega a determinadas exigencias, cuenta el amenazador con la cobertura suficiente para ejecutar la amenaza”13. Sobre el origen y evolución de esta circunstancia, vid.: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, El chantaje, cit., págs. 225 y s.s. 12 Vid.. F. CARRARA, Programma del corso di Diritto criminale, Parte speciale, II, tercera edición, Tipografía Giusti, Lucca, 1873, pág. 444. 13 Cfr.: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, El chantaje, cit., pág. 230. 11

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Es de lamentar que, como sucedía en el Texto anterior, la ubicación de estas agravantes específicas haga incuestionable su exclusiva aplicación a las amenazas condicionales de males constitutivos de delito, ya que el incremento punitivo no pierde su razón de ser porque ese tipo de amenazas no sean condicionales o los males que se anuncian no sean constitutivos de delito. Que el legislador no haya corregido esa defectuosa técnica resulta aún más inexplicable si tenemos en cuenta que, en cambio, otra agravación –la prevista para el agotamiento del delito e igualmente criticada por la misma limitada operatividad– sí se ha incorporado a las amenazas de males no constitutivos de delito, lo que constituye un acierto. También merece destacarse favorablemente la diferenciación punitiva establecida en el Código vigente entre las amenazas de un mal constitutivo de delito, no agotadas (prisión de seis meses a tres años), y las amenazas de un mal no constitutivo de delito (prisión de seis meses a dos años o multa de doce a veinticuatro meses), poniendo fin a la injustificada equiparación anterior. 2. En el art. 171.1 Como ya se ha señalado,el art. 171.1 se remite al cuerpo básico de las amenazas del art. 169 por lo que, consecuentemente, “el mal que no constituya delito” debe afectar a los mismos intereses jurídicos siendo, asimismo, idéntico el círculo de posibles víctimas del daño proyectado. En contra de esta extendida inteligencia, muy pocos sostienen que si se amenaza con un delito de los no previstos en el art. 169 o se amenaza con falta el hecho encaja en el art. 17114. De las novedades específicas ofrecidas en el ámbito de las amenazas de mal no constitutivo de delito, la que ha suscitado mayor interés es la incorporación de lo que se califica como el “nuevo” delito de chantaje. No obstante, su configuración como modalidad agravada de esa clase de amenazas impone una valoración previa del alcance de las modificaciones introducidas en la figura básica del art. 171.1 que, como veremos, tienen muy diversa trascendencia. A) La pena privativa de libertad se incrementa considerablemente y se incorpora una alternativa pena pecuniaria. Nada hay que objetar, en principio, a la agravación de la pena privativa de libertad ya que resulta compensada por el carácter alternativo con que se concibe la pena de multa. Sin embargo, la exigencia expresa de que para dicha elección sean “atendidas la gravedad y circunstancias del hecho”, es decir, la entidad del desvalor de acción o de resultado15 resulta no sólo innecesaria sino, incluso, perturbadora habida Cfr. F. FERRERO HIDALGO y MªA. RAMOS REGO, Delitos de lesiones y contra la libertad y seguridad individual, Bosch, Barcelona, 1998, pág. 341 y s. 15 Vid. en este sentido: DÍEZ RIPOLLÉS, Comentarios al Código penal. Parte especial, I, cit., pág. 809. 14

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cuenta que la fórmula del art. 66.1 abona una mayor individualización penal al exigir que también sean atendidas las circunstancias personales del delincuente. Es cierto que este precepto está destinado a la determinación de la pena dentro de un mismo marco penal, pero no lo es menos que persigue el mismo propósito que manifiesta el legislador en el art. 171.1 al introducir una sanción alternativa: propiciar una mayor individualización penal. Y como el Código penal no es un conjunto de compartimientos estancos sino un todo orgánico, sería lícito aplicar ese precepto de vocación general ya que con el mismo se lograría ese común objetivo individualizador, y en mayor medida que la más limitada regla del art. 171.1. B) Se introduce una agravación para el supuesto de agotamiento del delito. De esta forma se marca, oportunamente, una distancia punitiva con la consumación formal que la doctrina había reclamado con insistencia. Asimismo, la regla adoptada –la imposición de la pena en su mitad superior–, es el criterio más adecuado porque refleja la diversa valoración jurídica que esos supuestos merecen sin rebasar el marco punitivo establecido en el tipo. No ha sido ésta, sin embargo, la pauta seguida por el legislador en el art. 169.1º y en el art. 171.2 lo que, al margen de los agravios comparativos que tal desintonía provoca, revela una lamentable falta de criterio en la materia por parte del legislador. C) La condición impuesta no puede consistir en una “conducta debida”. Esta matización realizada en la descripción del tipo es, de todas las novedades de la figura básica de las amenazas condicionales de mal no constitutivo de delito, la que ha suscitado un mayor interés doctrinal. Reforma que, en opinión de algunos, produce una drástica reducción del ámbito de aplicación de esta clase de amenazas. Se entiende, en efecto, que la nueva exigencia de que “la condición no consistiere en una conducta debida” deja fuera del tipo no sólo los supuestos de combinación mal lícito-condición lícita sino también los de mal ilícitocondición lícita16. Con esta limitación, se afirma, queda sin duda impune la combinación daño lícito-condición lícita cortando así de raíz la problemática que antes planteaba su tratamiento punitivo; problemática que era solucionada por la doctrina y la jurisprudencia mediante el criterio de la conexión, en el sentido opuesto, es decir, incluyendo los daños lícitos entre los males no constitutivos de delito. Según esta tesis, el legislador habría renunciado a dicho criterio al delimitar el ámbito de las amenazas de mal no constitutivo de delito. En mi opinión, por el contrario, la nueva fórmula del art. 171.1 implica el reconocimiento de la teoría de la relación dando cabida, ya legalmente, Vid. al respecto, DÍEZ RIPOLLÉS, Comentarios al Código penal. Parte especial, I, cit., págs. 796 y s.s. 16

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a todos los supuestos que en base a dicho criterio doctrina y jurisprudencia encajaban en el art. 494 del Código anterior. Por tanto, en el art. 171.1 se incluyen las amenazas de mal constitutivo de falta o de algún otro ilícito no penal, los denominados “males lícitos” e incluso algunos supuestos en los que se amenaza con conductas, en principio, neutras jurídicamente. Como es sabido, con la expresión “males lícitos” se hace referencia a las advertencias del ejercicio de un derecho condicionadas a la obtención de una contraprestación. Ejercer un derecho que la propia ley confiere –lógicamente– no puede ser constitutivo de delito; por ello, habrá que precisar el contenido y límites del mismo para poder determinar cuando su uso se traduce en un abuso y, por ello, su proyección constituye un “mal típico” del delito de amenazas. Suele destacarse al respecto la necesidad de distinguir entre “daño antijurídico” y “daño no consentido por la ley”, habida cuenta la sustancial diferencia entre el uso del término injusto en la acepción contra ius y en la acepción sine iure. En efecto, así como en el art. 169 la tipicidad de la conducta depende exclusivamente del contenido contra ius de la amenaza proferida, en aquellos supuestos en los cuales lo que se anuncia es el ejercicio de un derecho habrá que decidir la existencia de un “mal”, la tipicidad de la conducta, investigando su carencia de legitimación en relación a todo el contexto de la misma. Una indagación semejante sobre la actuación sine iure del agente procederá también en los casos en los que se amenaza con una conducta que, aisladamente considerada, resulta indiferente para el Derecho. Y en este empeño de delimitar el ámbito de las amenazas condicionales de un mal no constitutivo de delito, de forma tal que se proteja la libertad de autodeterminación sin traspasar los límites del denominado “indiferente jurídico”, es donde entra en juego la teoría de la relación. De acuerdo con esta teoría, el elemento determinante de la tipicidad en los supuestos de “males lícitos” no es el medio utilizado, sino la relación existente entre ese medio y el fin perseguido con su uso; es decir, lo decisivo no es tanto la naturaleza de la conducta proyectada como la de la condición a que se supedita, cuya licitud o ilicitud depende, a su vez, de la conexión establecida con aquélla. En definitiva, el criterio de la relación es utilizado tanto para afirmar la injusticia del mal como para afirmar la injusticia del provecho. Por ausencia de la debida conexión, se considera injusto el provecho pretendido mediante la amenaza del ejercicio de un derecho que ha sido concedido por la ley para fines distintos a los que se refiere la condición. Asimismo, por falta de conexión, pero no en sentido jurídico como en el supuesto anterior sino en sentido social, se considera injusto el provecho pretendido con la amenaza de un “mal” que no siendo antijurídico en sí mismo es contrario a las buenas costumbres. Sería el caso, por ejemplo, de la amenaza hecha – 131 –

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a una mujer con revelar a su marido el nombre de su amante si no cede a sus requerimientos sexuales. Sin embargo, como ya manifesté en otro lugar17, no es admisible que la tipicidad o antijuridicidad de esta clase de amenazas se haga depender de un criterio tan abstracto como es el de la valoración social de la condición; sobre todo porque nuestro Derecho –a diferencia del alemán para el que se formuló este principio de la “falta de conexión en sentido social”– no contiene una “cláusula de reprobabilidad” determinante de la antijuridicidad. Como es sabido, este principio ha sido propuesto en la doctrina alemana para reducir a sus justos términos esta ambigua fórmula que determina la antijuridicidad de las amenazas condicionales, reguladas en el Código penal alemán en el parágrafo 240 entre las coacciones. En estos supuestos en los que, aisladamente contempladas, la conducta con la que se amenaza y la exigencia que la escolta son neutras jurídicamente, es necesario –por elementales garantías de seguridad jurídica– que la valoración tenga también un referente jurídico. Y éste no es otro que la carencia de legitimación por parte del agente para obtener lo que pretende con la amenaza. Al no estar su pretensión jurídicamente tutelada, se convierte en ilícito el anuncio de un mal que por sí mismo, aisladamente, no lo era. Por tanto, si por “conducta debida” entendemos aquella que el sujeto pasivo tiene la obligación jurídica de realizar, no cabe duda que tanto las amenazas con los denominados “males lícitos” como las amenazas con males originalmente “neutros” resultan abarcados por el art. 171.1. Si la condición no responde al contenido del derecho con cuyo ejercicio se amenaza, la conducta pretendida ya no es una “conducta debida”; nadie está obligado, por ejemplo, a pagar una cantidad mayor que la exigible jurídicamente o a renunciar a la tutela de los hijos bajo la amenaza de su cónyuge de reclamarle ante los tribunales una importante cantidad de dinero. Por lo que respecta a las denominadas amenazas con “males neutros”, y retomando el ejemplo antes propuesto, tampoco la conducta sexual requerida como condición es una conducta que jurídicamente el sujeto pasivo tenga el deber de realizar. Es más, incluso, aunque se considerase que la solicitud de relaciones sexuales es una condición lícita “porque aunque no existe un derecho a tener relaciones sexuales, tampoco son contrarias a derecho”18, no se podría afirmar que estos supuestos quedan erradicados del art. 171.1. Debe subrayarse que en el art. 171.1 el legislador no excluye las condiciones que consistan en conductas “lícitas” sino en conductas “debidas”. Esta Cfr.: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, El chantaje, cit., pág. 165. Cfr.: JAREÑO LEAL, Las amenazas y el chantaje en el Código penal de 1995, cit., pág. 75. Solicitar relaciones sexuales, en efecto, no constituye una conducta ilícita pero sí lo es pretender conseguirlas mediante la intimidación que puede implicar la advertencia del mal que acompaña a la solicitud. 17 18

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diferenciación –a la que, en mi opinión, no se ha prestado suficiente atención– obliga a plantear las posibles combinaciones entre males y condiciones no en los términos en los que hasta ahora se venía haciendo, “males lícitos o ilícitos-condiciones lícitas o ilícitas”, sino entre “males lícitos o ilícitos-condición debida o no debida” ya que así lo exige tanto el espíritu como el tenor literal del precepto. También se afirma, como ya hemos visto, que las amenazas de un mal constitutivo de falta o de otro ilícito no penal condicionadas al cumplimiento de un deber jurídico quedan fuera del tipo del art. 171.1 lamentando que, por ello, esas conductas resulten impunes. Inteligencia compartible sólo en parte. La combinación “mal ilícito-condición debida”, en efecto, no resulta abarcada por el tipo del art. 171.1, en virtud de la nueva exigencia, pero ello no significa que quede impune. El que ha contraído un deber jurídico tiene la obligación de cumplirlo y por ello el ordenamiento ofrece al titular del correspondiente derecho los medios legales para ejercerlo. Ahora bien, si éste para realizar su derecho, en vez de acudir a las vías legales, amenaza al sujeto obligado, su conducta se ahorma perfectamente a la nueva descripción del delito de realización arbitraria del propio derecho abordada por el legislador de 1995 en el art. 455. En la actual fórmula ya no se exige que realmente se realice el derecho, sino que con la finalidad de (“para”) realizarlo se utilice violencia, “intimidación” o fuerza. Por tanto, si –por ejemplo– un acreedor para cobrar una deuda (realizar un derecho) advierte a su deudor de que, si no le paga, le va a dar un par de bofetadas (intimida con una lesión constitutiva de falta), se hace merecedor de la pena de multa de seis a doce meses, inferior –en buena lógica– a la que le correspondería por el art. 171.1 si la condición impuesta no fuera una “conducta debida”. Concluyendo, los únicos supuestos de amenaza condicional de mal no constitutivo de delito que hoy quedan impunes por su expresa erradicación del art. 171.1 son los de la combinación “mal lícito-condición debida”; es decir, las advertencias de recurrir a las vías legales si el que ha contraído un deber jurídico no cumple voluntariamente con su obligación. Se confirma así la tesis inicialmente defendida de que la nueva fórmula supone el reconocimiento de la teoría de la relación, ya que estos supuestos son extrañados del tipo –precisamente– porque en ellos sí existe la debida conexión entre el contenido de la amenaza y el contenido de la condición. IV. El chantaje Goza de generalizada aceptación la inteligencia de que en el art. 171.2 del Código penal el legislador de 1995 ha regulado de forma autónoma el delito de chantaje. Sin embargo, la ubicación de la nueva figura y –sobre todo– su confi– 133 –

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guración como un supuesto agravado de las amenazas de mal no constitutivo de delito imponen ya una primera matización: en el art. 171.2 no se tipifica el delito de chantaje, sino solamente algunas modalidades del mismo lo que provocará, como veremos en el análisis del tipo, no pocas incongruencias y desarmonías. 1. Ámbito de destinatarios Al menos formalmente, parece que el art. 171.2 distanciándose del tipo básico de las amenazas condicionales de mal no constitutivo de delito, reduce el ámbito de los posibles destinatarios del mal exclusivamente al sujeto pasivo del delito al exigir que los hechos que fundamentan el chantaje se refieran a “su vida privada o relaciones familiares” y “puedan afectar a su fama, crédito o interés”. Empero, su común contenido sustancial no abona precisamente esa inteligencia. Si los hechos con cuya revelación o difusión se amenaza conciernen a alguno de los familiares aludidos en el art. 23 o a personas vinculadas íntimamente al sujeto pasivo, es evidente que esa revelación o difusión también puede afectar a la “fama, crédito o interés” de éste y, por ende, interferir su proyección en el proceso deliberador del mismo. Por otra parte, sólo con una muy cicatera interpretación literal se podría sostener que en los supuestos mencionados los hechos no tienen ninguna relación con la vida privada o familiar del sujeto pasivo. Piénsese, por ejemplo, que se chantajea a una persona, de conocida solvencia económica, con la amenaza de revelar la enfermedad padecida por un íntimo amigo, en paro y sin recursos, lo que impediría que éste obtuviera un puesto de trabajo, ¿cabría negar que en éste y otros casos similares la revelación no afecta a un “interés” del sujeto pasivo? Se puede afirmar, en definitiva, que el ámbito de destinatarios del mal en esta figura no difiere del establecido en el tipo básico de art. 171.1 y que por la ya defendida remisión de este precepto al art. 169 comprende también a los parientes mencionados en el art. 23 y a las personas íntimamente vinculadas con el sujeto pasivo. 2. Alcance y elementos de la amenaza La peculiaridad de esta amenaza viene determinada por la concreción del mal: “revelar o difundir hechos referentes a su vida privada o relaciones familiares que no sean públicamente conocidos y puedan afectar a su fama, crédito o interés”. La diferencia entre este contenido y el de las amenazas reguladas en el número 1º del art. 171 es puramente fáctica, no valorativa. Lo que exige el tipo es que el mal con que se amenaza sea concretamente el de “revelar o difundir...” siendo indiferente que se trate de un mal lícito o ilícito19, habida cuenta que, En el sentido del texto, admiten que el art. 171.2 comprende también males ilícitos D. LÓPEZ GARRIDO y M. GARCÍA ARÁN, El Código penal de 1995 y la voluntad del legislador. Comentario al texto y al debate parlamentario, Madrid, 1996, pág. 103. 19

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como cualquier otra amenaza de mal no constitutivo de delito, la condición a la que se supedita tiene que consistir en una conducta no debida. La inteligencia de que las amenazas del art. 171.2 son supuestos de daño lícito-condición ilícita lucrativa y que, por tanto, cuando constituyan daños ilícitos no constitutivos de delito se aplicará el art. 171.120 no es asumible entre otras razones porque implicaría, contra toda lógica, una punición más leve para la combinación daño ilícito-condición ilícita que la que correspondería a la combinación daño lícito-condición ilícita. Los elementos de este específico contenido precisan los modos de ejecutar el mal con el que se amenaza, “revelar o difundir”, acotan la naturaleza de su objeto, “hechos referentes a su vida privada o relaciones familiares que no sean públicamente conocidos”, y aluden expresamente a la virtualidad de la proyección del mal para incidir en el proceso deliberador del sujeto pasivo, “puedan afectar a su fama, crédito o interés”, determinando así el ámbito de aplicación de la única modalidad de chantaje regulada de forma autónoma en nuestro ordenamiento. “Revelar o difundir” suponen, obviamente, comunicar un hecho a alguien que lo desconocía; la única diferencia es que en el segundo caso, bien por el número de personas destinatarias de la revelación, bien por las circunstancias en que ésta se realiza, se favorece su propagación. La acotación de los “hechos referentes a su vida privada o relaciones familiares” parece sugerir que quedan extrañados del tipo los chantajes basados en la revelación de hechos relativos a la esfera pública del chantajeado, en cuanto ámbito contrapuesto a las actividades privadas21. Sin embargo, por las mismas razones esgrimidas en defensa de un ámbito de destinatarios del mal más extenso del formalmente admitido, hay que considerar también incluídos en la norma los supuestos en los que se amenaza con revelar hechos realizados en el desempeño de una función o cargo públicos, siempre –naturalmente– que no sean públicamente conocidos. Secretos de esta naturaleza, como es sabido, se utilizan con frecuencia como instrumento chantajeador porque en la misma medida que su revelación pueda perjudicar al chantajeado se podrá presionar la libertad interna de éste. Y no resulta concebible que dicha libertad sea susceptible de ser tensionada si el mal proyectado no afecta de alguna forma a su vida personal, a su esfera privada. En todo caso, no puede negarse que la fórmula utilizada por el legislador es especialmente desafortunada, pues la referencia a la vida privada o familiar empaña gratuitamente el verdadero interés protegido por la norma; Cfr.: DÍEZ RIPOLLÉS, Comentarios al Código penal. Parte especial, I, cit., pág. 799 y s. Considera también excluídas las actividades profesionales DÍEZ RIPOLLÉS, Comentarios al Código penal. Parte especial, I, cit., pág. 801. 20 21

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ni el Real Decreto-ley de 21 de febrero de 1926 ni el Código penal de 1928 incluían esta exigencia en la regulación del chantaje. La intimidad, a la que parecen aludir aquellos términos, puede resultar lesionada con la revelación, pero el verdadero contenido sustancial del delito de chantaje –no lo olvidemos– es la libertad en el proceso de formación de la voluntad. Por otra parte, la virtualidad lesiva del chantaje no reside en la naturaleza más o menos privada de los hechos con cuya revelación se amenaza, sino en su carácter oculto, lo que subraya la inconveniencia de dicha precisión. Sí es coherente, en cambio, con la esencia del chantaje la añadida exigencia de que los hechos “no sean públicamente conocidos”. Sustituye esta fórmula al término “secreto” tradicionalmente utilizado en las definiciones legales del chantaje, lo que ha abonado la inteligencia de que los hechos que lo fundamentan, si bien han de ser ciertos, no tienen necesariamente que constituir un secreto. La sustitución, sin embargo, no tiene más alcance que el puramente gramatical ya que desde el momento en que se exige, asimismo, que la revelación de los hechos pueda atentar contra los intereses del sujeto pasivo es porque –precisamente por ello– se tenían cuidadosamente ocultos. Y no podía ser de otra forma porque el carácter secreto de la información es el arma que tiene el chantajista para intentar moldear a su antojo la voluntad de su víctima. Pero esta exigible, y exigida, reserva de los hechos no debe ser interpretada erga omnes sino erga singulares. Lo verdaderamente decisivo es que el chantajista amenace con revelar los hechos precisamente a las personas, o en las circunstancias, respecto de las cuales la víctima cuidadosamente los ha mantenido ocultos. No hay que renunciar, por tanto, al carácter secreto de los hechos para compartir la opinión de que basta con que los hechos “aún siendo incluso notorios en determinados ámbitos sociales o geográficos, no sean conocidos en otros en los que su puesta en conocimiento pudiera suscitar los efectos mencionados”22. Chantajes de estas características serían las amenazas de revelar la cualidad de judío de la víctima hechas durante la ocupación alemana. Es frecuentemente citada al respecto la Sentencia de 20 de enero de 1949 dictada por el Tribunal francés de Casación, que calificó de delito de chantaje unas amenazas condicionales lucrativas semejantes; o, por acudir a un ejemplo de previsibles consecuencias menos trágicas, la amenaza de revelar al futuro marido de la chantajeada, antiabortista declarado, que ésta había interrumpido voluntariamente un embarazo no deseado. Se exige, por último, que la revelación o difusión de los hechos “puedan afectar a su fama, crédito o interés”. Referencia inequívoca a un elemento 22

Cfr.: DÍEZ RIPOLLÉS, Comentarios al Código penal. Parte especial, I, cit., pág. 801.

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típico presupuesto en los delitos de amenazas pero requerido de forma expresa, tradicionalmente, en el delito de chantaje. Me refiero a la idoneidad del mal para impresionar al sujeto pasivo, para interferir en su proceso deliberador; en definitiva, para afectar al bien jurídico protegido en la norma23. El peculiar contenido de la amenaza en la figura de chantaje impone un especial rigor en la valoración de esa potencialidad vulneradora para no traspasar los límites mínimos de intervención jurídico-penal, y así lo reconoce el legislador mediante su expresa formulación. La nueva relación de los bienes susceptibles de ser afectados por la revelación o difusión –fama, crédito o interés– determina una oportuna ampliación del ámbito de aplicación del precepto. La desafortunada fórmula tradicional (honor, prestigio o fortuna) dejaba extramuros del tipo numerosos supuestos de chantajes proyectados sobre otra clase de intereses no menos valiosos para el sujeto pasivo e igualmente idóneos para presionar la libertad interna de éste. Con la actual regulación resulta indiferente la naturaleza del interés que pueda resultar dañado con la revelación o divulgación, lo que no implica –como se ha pretendido en alguna oportunidad– una indebida inflación punitiva, ya que en la subrayada exigencia de la virtualidad del mal para presionar la libertad interna del chantajeado encuentra el tipo su frontera. 3. Naturaleza de la condición En cuanto amenaza de mal no constitutivo de delito, la condición no puede consistir en una conducta debida pero, a diferencia del tipo básico, ha de traducirse necesariamente en la exigencia de una “cantidad o recompensa”. Tal elemento típico ha sido objeto ya de muy encontradas interpretaciones en nuestro país. En ocasiones, y con cierta cautela, se entiende que nuestro legislador alude a la imposición de una condición de “marcado interés económico”24. Otras veces, se estima que al referirse el precepto invocado a una cantidad o recompensa parece apuntarse a prestaciones dinerarias, “pero no exclusivamente”; la recompensa –se afirma– puede consistir en prestaciones que no tengan un contenido económico (favores sexuales, por ejemplo), aunque en estos casos nos encontraríamos ante supuestos de concursos de normas o de delitos25. Ello no obstante, es la interpretación en clave exclusivamente económica la que goza de una mayor aceptación en nuestra doctrina. Así, para Sobre las clases de idoneidad y otros requisitos del mal, vid.: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, El chantaje, cit., págs. 97 y s.s. 24 Cfr.: R. ESCOBAR JIMÉNEZ, en la obra de varios autores Código penal de 1995 (Comentarios y jurisprudencia), Comares, Granada, 1998, pág. 1035. 25 Cfr.: J. DÍAZ-MAROTO Y VILLAREJO, en la obra de varios autores Compendio de Derecho penal (Parte especial), II, Colección Ceura, Madrid, 1998, pág. 68. 23

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algunos, de la expresión “cantidad o recompensa” se deduce fácilmente que la condición ha de ser –forzosamente– de carácter lucrativo; aludiéndose con el primer término a una suma monetaria y, con el segundo, a cualquier otra merced de dimensión económica. La exclusión de las condiciones no lucrativas –juzgada necesaria para evitar una excesiva ampliación y desnaturalización de la figura delictiva– se entiende que obligará a acudir, al menos, a las formas imperfectas de otros delitos cuyo medio comisivo sea la intimidación26. No faltan quienes afirman que la atribución de un contenido económico al término “recompensa” es la única interpretación coherente con el sentido atribuído a dicho término en otras disposiciones del Código. Se llega, incluso, a fundamentar la agravación punitiva en la naturaleza económica de la contrapartida27. Estimo, sin embargo, que podría defenderse otra inteligencia. En primer lugar, y como ya se ha señalado,el temido desbordamiento del tipo queda conjurado con la exigencia de la idoneidad del mal. Por otra parte, el incremento punitivo no responde al carácter económico de la condición sino –como ya se puso de manifiesto– al incremento del injusto y de la culpabilidad. Finalmente, es cierto que la generalidad de la doctrina y jurisprudencia nacionales vienen limitando a un contenido económico apreciable la mención a “recompensa” frente a otros criterios extensivos que gozaron de cierta difusión entre los comentaristas del siglo XIX. Así ocurre, por ejemplo, con relación a la recompensa aludida en los arts. 22.3ª y 139.2ª del Código penal. Sin embargo, hay que subrayar que la coherencia exigible a toda interpretación es la intrínseca y no la extrínseca. Lo que quiero decir es que la valoración de un elemento típico no tiene necesariamente que coincidir con el significado atribuído a otro contenido en un precepto de distinta naturaleza, simplemente, porque entre ambos elementos exista una concomitancia formal. Sí es indispensable, en cambio, que la interpretación sea congruente con el espíritu y finalidad de la norma que lo contempla . Y no puede negarse que la libertad deliberadora de un sujeto, a cuya protección se destina el precepto, estaría parcialmente desamparada si se limitase el contenido de la condición a las contraprestaciones de carácter económico y no sólo porque, como ya en otro lugar puse de relieve28, abundan en los chantajes condiciones no menos odiosas como las de retribución sexual Cfr.: DÍEZ RIPOLLÉS, Comentarios al Código penal. Parte especial, I, cit., pág. 803. Vid. al respecto: J.C. CARBONELL MATÉU y J.L. GONZÁLEZ CUSSAC, en la obra de varios autores Comentarios al Código penal de 1995, I, Tirant lo Blanch, Valencia, 1996, pág. 879; JAREÑO LEAL, Las amenazas y el chantaje en el Código penal de 1995, cit., pág. 89; FERRERO HIDALGO y RAMOS REGO, Delitos de lesiones y contra la libertad y seguridad individual, cit., pág. 348. 28 Cfr.: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, El chantaje, cit., pág. 121. 26 27

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sino porque lo que individualiza al chantaje no es la naturaleza de la condición sino la abyecta instrumentación por el chantajista de la información que posee para esclavizar psicológicamente a su víctima . En consecuencia, parece que la única interpretación coherente con el telos del precepto sería la inteligencia de que, en el art.171.2, con el término “recompensa” se alude a contraprestaciones de cualquier naturaleza salvo la entrega de una cantidad de dinero, ya prevista expresamente. Una indagación histórica del chantaje abonaría ese entendimiento. Como es sabido, tradicionalmente y por puro mimetismo legislativo, se ha articulado esta figura sobre el propósito lucrativo del chantajista ubicándose en la mayor parte de los ordenamientos entre los delitos contra el patrimonio. Asimismo, en las definiciónes de chantaje ofrecidas por el Real Decreto-Ley de 21 de febrero de 1926 y el Código penal de 1928 se exigía la concurrencia del ánimo de lucro. El legislador de 1995, en cambio, no sólo ha optado por lo que es su lógica ubicación, entre los delitos contra la libertad, sino que –además– ha prescindido de la referencia mutiladora del tipo que implicaba la exigencia del ánimo de lucro que, entonces, sí impregnaba el contenido de la condición. Desde esta perspectiva cabría entender que con la nueva sistemática y la eliminación de ese requisito subjetivo se propiciaba deliberadamente un ámbito más amplio de protección en feliz coincidencia entre la mens legis y la mens legislatoris. Sin embargo, hay que reconocer que la fórmula utilizada en el chantaje para la consumación material del delito constituye el único –pero insalvable– obstáculo para esa interpretación integradora. En otras tipicidades del mismo Capítulo el legislador hace depender la entidad de la pena de que el culpable hubiera, o no, conseguido “su propósito” (arts. 169.1º y 171.1). Referencia al agotamiento delictivo que el art.171.2 matiza para los supuestos de chantaje: pena de prisión de dos a cuatro años si se ha conseguido “la entrega de todo o parte de lo exigido” y de seis meses a dos años si no se consiguiere. Esta matización, procedente del Proyecto de Ley Orgánica de Código penal de 1980, al mismo tiempo que abre camino a la aplicación de la sanción prevista para la fase de agotamiento aunque la entrega fuera sólo parcial, reduce inexorablemente la exigencia de recompensa a la de carácter patrimonial. Y tal imposición no sólo es objetable por las razones aludidas sino también porque provoca no pocas incongruencias y desarmonías. En efecto, si la condición no es lucrativa, aunque el contenido de la amenaza sea el propio de esa modalidad de chantaje, se aplicará el art.171.1 con lo cual se impondrán penas inferioriores a conductas que comportan la misma potencial agresión a la libertad deliberadora del sujeto pasivo. Y no es de recibo que la entidad de la pena se haga depender exclusivamente del carácter económico, o no, de la condición. – 139 –

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Es cierto que también el art.171.1 prevé para la consumación formal una pena de prisión de seis meses a dos años pero no lo es menos que admite como alternativa la pena de multa de doce a veinticuatro meses y, por una mínima coherencia jurídica, ésta será la pena aplicable en supuestos de condiciones no lucrativas. Si el carácter económico de la condición es determinante de la agravación en el art.171.2, resultaría incongruente imponer la misma pena de prisión a los chantajes que este precepto excluye –precisamente– por la índole no económica de la condición. Cuestión distinta es que por razones de justicia material, derivadas del principio de proporcionalidad, aquí obviado por el legislador, sea preferible esa opción. En cualquier caso, el agravio comparativo en orden a la punición resulta ineludible en los supuestos de agotamiento del delito habida cuenta que el art. 171.2 apartándose del razonable criterio seguido en el tipo básico de las amenazas condicionales de mal no constitutivo de delito, traspasa el marco punitivo previsto para la consumación formal. Como consecuencia, si la revelación o difusión con la que se amenaza se supedita a la entrega de una cantidad o recompensa y el chantajista consigue su propósito, la pena a imponer es la de prisión de dos a cuatro años; si el contenido de la condición es de otra naturaleza, será una pena de multa de dieciocho a veinticuatro meses o una de prisión de un año y tres meses a dos años el castigo que le corresponde en base al art. 171.1. Por otra parte, si se amenaza con denunciar un delito y la condición no es lucrativa no pueden entrar en juego las previsiones del art.171.3 ya que ,por imperativo legal, se reservan para “el hecho descrito en el apartado anterior”. Se priva así –injustamente– a las víctimas de esa clase de chantajes de la posibilidad de defenderse de la agresión psicológica del chantajista buscando el recurso protector de la Administración de Justicia y se frustra el objetivo perseguido con la incorporación del principio de oportunidad: ”facilitar el castigo de la amenaza”. Es más, aunque la condición sea de naturaleza económica, si la amenaza de denuncia implica el anuncio de un mal constitutivo de delito, su preceptivo engarce en el art. 169 impediría también la operatividad del mencionado principio con lo que, paradójicamente, se está favoreciendo la impunidad de los supuestos más graves de chantaje. Por todo ello, y al margen de la fórmula ofrecida por el legislador español de 1995, considero que deberían constituir conductas propias de chantaje –cualquiera que sea la naturaleza de la condición anexa– las amenazas de divulgar o revelar secretos que afecten al honor, prestigio o intereses del sujeto pasivo; bien para obtener la entrega de una cantidad o lograr la realización u omisión de un acto determinado. En todo caso, si el chantaje se regulara como delito autónomo con una fórmula que abarcara (por ejemplo, por remisión) tanto las amenazas condi– 140 –

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cionales del art. 169 como las del art. 171.1, que adoptara un único criterio de agravación y que permitiera extender a todos los supuestos de chantaje mediante la amenaza de revelar o denunciar la comisión de un delito el principio de oportunidad, se corregirían en gran medida los defectos criticados de la actual regulación. V. El principio de opurtunidad y las precisiones procesales y penológicas contenidas en el art. 171.3 Si la conducta constitutiva de chantaje, descrita y sancionada en el art. 171.2, consistiere en la amenaza de revelar o denunciar la comisión de algún delito, prevé el art. 171.3 que el Ministerio Fiscal podrá, “para facilitar el castigo de la amenaza”, abstenerse de acusar por el delito con cuya revelación se hubiere amenazado, salvo que éste estuviere sancionado con pena de prisión superior a dos años; en este último caso, el Juez o Tribunal podrá rebajar la sanción en uno o dos grados. Como veremos, tales reglas procesales y penológicas29 han sido acogidas –al menos– con reticencia por la doctrina. Criterio que, en cualquier caso, no debe causar sorpresa alguna; así ocurre casi siempre cuando se abre camino al denominado principio de oportunidad. La novedosa norma invocada, desconocida en Códigos penales anteriores y en el Proyecto de 1980, tiene su origen en la Propuesta de Anteproyecto de 1983. Allí y con la finalidad antes aludida, se pretendía facultar al juzgador para “abstenerse de proceder penalmente” por el delito con cuya revelación se hubiere amenazado. Salvo que el hecho estuviere sancionado con pena de prisión “superior a cuatro años”; en este caso podría rebajarse la pena “de uno a dos años” (art. 166.3). El Proyecto de 1992 introdujo algún significativo retoque al respecto: en primer lugar, la referencia al Fiscal que podría “abstenerse de acusar”; en segundo término, de preverse para el delito con cuya revelación se amenazare la prisión superior a cuatro años, el Juez o Tribunal podría rebajar la sanción “en uno o dos grados” (art. 178.3). En el Anteproyecto de Código penal de 1994 se mantuvo, en esencia, la fórmula ofrecida por el texto prelegislativo anterior. La única novedad vino determinada por la reducción de la operatividad de la norma; en efecto, la posibilidad de abstención en su actividad acusatoria por parte del Ministerio Fiscal se limitaba a los casos en que el delito con cuya revelación se hubiere Evidentemente, tal es el contenido del art. 171.3 y no otra modalidad de chantaje, paralela a la del apartado anterior, como pretende A. CARRETERO SÁNCHEZ (El delito de amenazas, en La Ley, 1996, 3, pág. 1308). 29

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amenazado estuviere sancionado con pena de prisión “superior a dos años” y no a cuatro. En idénticos términos se pronunció el Proyecto de 1994 (art. 167.3) y, obviamente, el Código penal vigente en nuestro país desde finales de mayo de 1996 en su art. 171.3, antes reproducido. En el mismo se ha querido ver una “especie” de excusa absolutoria completa si el delito cometido por el chantajeado no tiene prevista una pena superior a dos años de prisión; incompleta, si la pena privativa de libertad rebasa tal marco cronológico. La reticencia conceptual viene determinada por la evidencia de que la exención de responsabilidad en el primer supuesto depende del Fiscal y en el segundo, la rebaja punitiva, del juzgador30. Con relación al último extremo mencionado, se ha defendido31 –con base en una interpretación teleológica del precepto– que también podrá el Juez o Tribunal apreciar la atenuación en supuestos en los que, sin superarse el límite de los dos años de prisión, no se ha producido la abstención acusatoria del Ministerio Fiscal. Nos encontramos, en definitiva, ante dos de esas “situaciones de oportunidad” de que habla ROXIN32, de dimensión esencialmente procesal y que otorgan un cierto margen de libertad a las autoridades encargadas de la persecución criminal mediante disposiciones meramente facultativas, como las aludidas. En efecto, las previsiones del art. 171.3 no resultan imperativas ni para el Ministerio Fiscal ni para los Jueces o Tribunales, que –respectivamente– podrán acusar o proceder a la aplicación de la pena sin reducción. Por otro lado, la referencia a la pena de prisión superior o inferior a dos años que allí se contiene debe ser entendida como la abstractamente señalada por la ley y no la que en concreto pudiera corresponder atendiendo al grado de participación, el desarrollo delictivo y las concurrentes circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal. Como ha subrayado DÍEZ RIPOLLÉS33, al ofrecerse a la Administración de Justicia la posibilidad de reducir la pena, o de abstenerse de acusar, por el delito con cuya denuncia o revelación se amenaza “se minimiza, dentro de los límites que permite la ponderación de intereses jurídicos, el daño anunciado por el chantajista, evitando así que la actividad jurisdiccional suponga siempre en sí misma un reforzamiento de la eficacia del chantaje”. En todo caso –matiza– el precepto “no permite eliminar plenamente la virtualidad Cfr.: FERRERO HIDALGO y RAMOS REGO, Delitos de lesiones y contra la libertad y seguridad individual, cit., pág. 348. 31 Cfr.: DÍEZ RIPOLLÉS, Comentarios al Código penal. Parte especial, I, cit., pág. 814. 32 Cfr.: C. ROXIN, Derecho penal. Parte general, tomo I, Fundamentos. La estructura de la teoría del delito, traducción de la segunda edición alemana, Editorial Civitas, Madrid, 1997, pág. 991. 33 Cfr.: DÍEZ RIPOLLÉS, Comentarios al Código penal. Parte especial, I, cit., pág. 813. 30

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lesiva del chantaje puesto que, además de tener un carácter facultativo, ni elimina siempre la pena por el delito objeto del chantaje ni, cuando sí lo hace, puede impedir los efectos negativos derivados del mero conocimiento de la comisión del delito”. Ello no obstante, muchas y de muy variada índole son las críticas que ha suscitado el nuevo art. 171.3. Sin afán de exhaustividad, cabe invocar al menos las de mayor alcance y superior enjundia. Con cierta crudeza, se ha calificado de “disparate” que se opte a priori por preferir la persecución del chantaje y no del delito que el chantajista amenaza con revelar, porque –se argumenta– no puede determinarse qué intereses político-criminales deben predominar en cada caso concreto34. Más severa, si cabe, es la crítica formulada por algún sector de la magistratura española. No sólo se califica de “sencillamente inmoral” que para facilitar la persecución de la amenaza de revelar un hecho punible se abstenga el Fiscal de formular acusación por el delito con cuya revelación se hubiere amenazado, sino que se denuncia la posibilidad de que con tal norma se fomente la simulación de haberse producido las amenazas para obtener la impunidad de ciertos hechos delictivos y, en cualquier caso, que se involucre al Ministerio Fiscal en un juego de intereses inconfesables35. En la misma línea, se subraya que pueden habilitarse al respecto espurios conciliábulos entre particulares para conseguir impunidades o sustanciales rebajas de las penas legalmente previstas36. En alguna oportunidad se ha entendido que nos encontramos ante una “extraña y criticable” disposición que, con incorrecta aplicación del principio de oportunidad, confiere al Ministerio Fiscal una “exótica facultad”, según la cual puede el máximo garante de la observancia de la legalidad por todos los poderes del Estado de Derecho, abstenerse de acusar por un delito para facilitar el castigo de otro y que, en el último inciso, prevé un “extraño privilegio punitivo” a favor del chantajeado, a quien por su acreditada lenidad como responsable de un delito castigado con pena superior a dos años de prisión se podrá rebajar la sanción correspondiente al mismo en uno o dos grados37. Incluso, ha llegado a ponerse en duda la constitucionalidad de una norma que permite al Ministerio Fiscal abstenerse de acusar por el delito con cuya revelación se hubiere amenazado38, con base –precisamente– en el art. Cfr.: DÍAZ-MAROTO Y VILLAREJO, Compendio de Derecho penal (Parte especial), II, cit., pág. 69. Cfr.: Informe sobre el Anteproyecto de Código penal elaborado por el Gabinete de Estudios y Documentación de la Asociación Profesional de la Magistratura, en Cuadernos de Política criminal, 1992, pág. 321 y s. 36 Cfr.: ESCOBAR JIMÉNEZ, Código penal de 1995 (Comentarios y jurisprudencia), cit., pág. 1035. 37 Vid.: POLAINO NAVARRETE, Curso de Derecho penal español. Parte especial, I, cit., pág. 257 y s. 38 Cfr.: A. SERRANO GÓMEZ, Derecho penal. Parte especial, tercera edición, Dykinson, Madrid, 1998, pág. 166. 34 35

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124.1 de la Constitución que atribuye al mismo, entre otras, la misión de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados. Otras limitaciones que ya se han detectado39 vienen determinadas por la evidencia de que aun cuando el Ministerio Fiscal se abstenga de acusar, la persecución del delito cometido por la víctima del chantaje no se evitaría ante la presencia de otras acusaciones que, igualmente, pueden actuar en el proceso penal y en los términos previstos en la Ley de Enjuiciamiento criminal. Así, los legítimos intereses de terceros impiden que necesariamente la renuncia del Fiscal a formular la acusación implique la imposibilidad de actuar contra el autor del delito con cuyo descubrimiento se amenaza. Conviene tener presente al respecto que el impulso del proceso penal no es patrimonio exclusivo del Ministerio Fiscal. En otro orden de cosas, también se ha criticado el modo en que se establece la pena límite, con alusión a que el delito cometido por el chantajeado no esté sancionado, precisamente, con pena de prisión superior a dos años para que pueda operar el beneficio de la abstención en la acusación por parte del Ministerio público. Exigencia que plantea serios problemas de proporcionalidad si pensamos en otras penas no constitutivas de prisión. Por ello, se entiende que debería haberse utilizado el criterio de acudir a la clasificación contenida en el art. 33 del propio Código para extender la previsión legal –por ejemplo– a todas las penas menos graves40. También se han puesto en tela de juicio las razones político-criminales que puedan justificar la fórmula legislativa examinada: ¿Con arreglo a qué parámetros cabe determinar –se pregunta– que vale más la tranquilidad emocional del chantajeado que la “mala voluntad” de quien le amenaza para sacar un provecho económico? ¿Por qué, en el caso de que se llegue a perseguir el delito, si la pena es superior a dos años de prisión, debe tener el sujeto esa especial protección frente a otros que habiendo realizado el mismo delito hayan sido descubiertos sin intervención de terceros?41. En definitiva, goza de cierta difusión entre nosotros la inteligencia de que el art. 171.3 plantea más problemas que dificultades resuelve42; por ello, se estima que debió utilizarse en este ámbito el criterio mantenido respecto de otros delitos (tráfico de drogas, cohecho o terrorismo) en los que la colaboración a posteriori del delincuente con la justicia tiene eficacia en orden a Cfr.: PRATS CANUT, Comentarios a la Parte especial del Derecho penal, cit., pág. 201. Cfr.: CARBONELL MATEU y GONZÁLEZ CUSSAC, Comentarios al Código penal de 1995, I, cit., pág. 880. 41 Cfr.: JAREÑO LEAL, Las amenazas y el chantaje en el Código penal de 1995, cit., pág. 94 y s. 42 Cfr.: PRATS CANUT, Comentarios a la Parte especial del Derecho penal, cit., pág. 202. 39 40

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la posible disminución de la pena, pero no una naturaleza “mixta”, al implicar al Ministerio Fiscal en la renuncia al ejercicio de las acciones. Todo ello sentado, hay que reconocer lo razonable de alguna de las críticas reproducidas y el carácter perfectible del art. 171.3 del Código penal vigente. Sin embargo, conviene no perder de vista que cualquier normativa incriminadora del chantaje debe tener muy presente las peculiaridades de esta delincuencia y –sobre todo– la necesidad de alcanzar ciertas cotas de eficacia inéditas en nuestro sistema. De ahí, precisamente, el papel protagonista que puede y debe atribuirse al principio de oportunidad en la materia, ya que las víctimas –por regla general– no se atreven a solicitar la protección de la justicia, habida cuenta que la denuncia tiene el mismo resultado que se pretende evitar; es decir, que sea conocido algo que se quiere mantener en secreto, sobre todo si ello puede acarrear responsabilidad criminal. Se trata, en los supuestos aludidos, de renunciar o matizar la intervención punitiva por entenderse que la misma resulta político-criminalmente ineficaz o, incluso, contraproducente, en la lucha contra esa modalidad criminal especialmente cobarde y vil –en palabras de GARÇON43– que constituye el chantaje. VI. Chantaje y continuidad delictiva Prácticamente al mismo tiempo que entró en vigor el Código penal español de 1995 y la regulación que del chantaje se aborda en el mismo, nuestro Tribunal Supremo parece haber iniciado una revisión de su doctrina sobre determinados aspectos del delito continuado. La propia mecánica ejecutiva de la actividad chantajista, con reiteración de amenazas condicionales y lucrativas a la víctima, otorga una incuestionable relevancia a esta problemática. Como es sabido, nuestra jurisprudencia ha venido descartando la continuidad delictiva cuando se atenta contra bienes jurídicos eminentemente personales44; la libertad, por ejemplo. En estos casos se entendía que cada hecho que ataca a la misma persona en momentos diversos constituye una agresión distinta y perfectamente diferenciada, por lo que debe darse paso a un concurso real de infracciones. Criterio mantenido, incluso, respecto de los delitos complejos en los que la valoración del carácter eminentemente personal del bien jurídico protegido pudiera plantear más problemas. Cfr.: E. GARÇON, Code pénal annoté, edición puesta al día por M. ROUSSELET, M. PATIN y M. ANCEL, II, Sirey, Paris, 1956, pág. 771. 44 Criterio mantenido ya por la doctrina jurisprudencial anterior a la introducción en nuestro Derecho codificado del delito continuado, por Ley Orgánica de 25 de junio de 1983. Por ejemplo, la Sentencia de 20 de octubre de 1982 habla al respecto de la “doctrina reiterada” de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. 43

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Por ello, las amenazas en su conjunto se han visto excluidas de la apreciación del delito continuado. Y en concreto las constitutivas de chantaje, por suponer amenazas condicionales lucrativas que, en diferentes ocasiones, pueden hacerse llegar a un mismo sujeto pasivo e inciden en su libertad (Sentencias de 25 de marzo de 1985 y 18 de octubre de 1991, entre otras muchas). En franca ruptura con los criterios tradicionales nuestro Tribunal Supremo, y por Sentencia de 12 de diciembre de 1997, ha apreciado la continuidad delictiva –precisamente– en un supuesto de amenazas condicionales lucrativas. Esquematizo los términos de la argumentación jurídica utilizada: El delito continuado –se afirma– nace de una pluralidad de acciones que individualmente contempladas son susceptibles de ser calificadas como delitos independientes pero que desde la perspectiva de la antijuridicidad material se presentan como una infracción unitaria; razones de Política criminal, de técnica jurídica y de justicia material determinan que esta sanción unitaria quede excluida, “como regla general”, en aquellos actos delictivos que lesionan un bien jurídico eminentemente personal; pero dicha exclusión “no tiene un carácter absoluto sino que debe matizarse”, atendiendo a la naturaleza del hecho, a la gravedad del atentado a bienes personales en ponderación con la posible concurrencia de una finalidad última lesionadora de intereses patrimoniales y a la necesidad de evitar desproporciones punitivas derivadas de la sanción acumulada de una pluralidad de acciones encuadradas en un único proyecto delictivo. En supuestos como el examinado, constituido por una sucesión de amenazas dirigidas a obtener un desplazamiento patrimonial, finalmente conseguido en una o varias ocasiones, “la exclusión no puede aplicarse rígidamente pues la naturaleza del hecho y su configuración determinan la no concurrencia de las razones fundamentadoras de la referida exclusión”. La ofensa al bien jurídico –se argumenta– constituye, en realidad, un medio para la consecución de un atentado patrimonial y las sucesivas acciones (envío de diversos escritos amenazantes, entre otras) no son más que manifestaciones de un único propósito delictivo dirigido al mantenimiento en el tiempo de una situación de intranquilidad y desasosiego que determine la entrega del dinero, dentro de un único plan preconcebido. Concebidas así las sucesivas acciones amenazadoras como integradas en un propósito criminal único y encaminadas directamente a la obtención de un desplazamiento patrimonial, es obvio –se reconoce– “que técnicamente constituyen un delito continuado”; sobre la excepción alusiva de los bienes jurídicos eminentemente personales “debe primar la consideración básica” de que nos encontramos ante un delito cometido con el propósito de atentar contra el patrimonio ajeno, en el que las diversas acciones amenazadoras – 146 –

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no sólo se integran en un único propósito y plan preconcebido, sino que ni siquiera son fácilmente individualizables, pues forman parte de una activida continuada, en la que se desconoce desde el número exacto de veces en que se realizaron las amenazas, a las fechas y características de cada una de ellas y el momento en que, no tanto individualizadamente sino por acumulación, surtieron efecto. Su sanción como actos separados “no sólo resultaría técnicamente incorrecta” y difícilmente compatible con el principio acusatorio que exige una suficiente concreción en el tiempo y de sus características esenciales, de cada uno de los delitos objeto de acusación, “sino que vulnera elementales consideraciones de justicia material, provocando penas desproporcionadas”. Todo ello sentado, entendió el juzgador que los siete delitos de amenazas sancionados separadamente por la Audiencia Provincial como delitos independientes, se concretaron “en un resultado patrimonial de una única entrega dineraria” de al menos treinta mil pesetas, por lo que “en realidad nos encontramos ante una sucesión continuada de presiones sobre el ánimo de la víctima, en la que cada acto de presión concreta carece de entidad autónoma fuera del conjunto”. En definitiva, se sancionó la referida conducta como un delito continuado de amenaza condicional lucrativa efectuada por escrito y con consecución del propósito perseguido, en cuanto infracción más grave que absorbía al conjunto de presiones realizadas sobre la víctima45. La novedosa solución ofrecida por la sentencia antes reproducida en sus líneas generales pugna, en primer término, con una ya consolidada jurisprudencia surgida antes –incluso– de la incorporación del delito continuado a nuestro Código penal46. Además, olvida que su art. 74.3 (de la misma forma que el anterior 69 bis) exceptúa de la posibilidad integradora en el globalizador concepto de delito continuado las ofensas a bienes eminentemente personales, salvo –exclusivamente– las constitutivas de infracciones contra el honor y la libertad sexual ya que en tales casos se atenderá a la naturaleza del hecho y del precepto infringido para aplicar o no la continuidad delictiva. Al margen del discutible criterio de que la propia ley no considere siempre bienes eminentemente personales el honor o la libertad sexual, lo que produce –al menos– un agravio comparativo respecto de otros bienes personales (la libertad, por ejemplo), cualquier interpretación de la misma respetuosa con Con expresa alusión a los arts. 493.1º y 69 bis del anterior Código penal, aplicado en el supuesto de referencia. 46 Por el contrario, QUINTANO RIPOLLÉS se mostró favorable a la aplicación de la doctrina del delito continuado en los supuestos de repetición de amenazas contra un mismo sujeto pasivo; obviamente, antes de la incorporación de la continuidad delictiva al Código español (Tratado de la Parte especial del Derecho penal, tomo I, vol. II, Infracciones contra la personalidad, cit., pág. 1044). 45

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el dogma legalista no puede ignorar que a tales excepciones sólo puede darse una dimensión restrictiva47. Las excepciones a la regla general están precisamente delimitadas en el art. 74.3 y tienen un carácter absoluto, no matizable como pretende la Sentencia de 12 de diciembre de 1997. Las razones de justicia material esgrimidas para obviar la imposición de unas penas que se consideran desproporcionadas no pueden abonar el desprecio por los imperativos legales. Hay otros cauces para que el juzgador haga oír su desacuerdo con lo que considera una inadmisible exasperación punitiva y que el legislador rectifique lo que, justo es reconocerlo, no tiene una respuesta satisfactoria en nuestro Derecho. Todo ello al margen, por supuesto, de que el moderno delito continuado ha perdido la fundamentación exclusivamente pietatis causa que ha tenido en sus orígenes.

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Vid.: J.A. CHOCLÁN MONTALVO, El delito continuado, Marcial Pons, Madrid, 1997, págs. 278 y s.s.

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