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EL MURO DE BERLÍN, 20 AÑOS DESPUÉS por Raimundo Viejo Viñas1

Hay acontecimientos que marcan un cambio de era. El lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki divide al siglo XX por la mitad separando el antes y el después de una era nuclear. La Revolución de 1917, a su vez, inició y marcó con su proyecto socialista autoritario el “corto siglo XX” que finalizaría en 1989 con la caída del Telón de Acero. La caída del Muro de Berlín nada tiene que envidiar en relevancia a estos acontecimientos. El derrumbe del muro de hormigón que separaba la parte occidental de Berlín de la parte oriental cerró el Corto Siglo XX (1917-1989) y dio paso a una nueva etapa histórica marcada por la globalización. En tanto que acontecimiento histórico, la caída del Muro de Berlín deja tras de sí un periodo marcado por la amenaza de una escalada entre las superpotencias USA y URSS que habría podido finalizar en hecatombe nuclear. Sin embargo, su mayor interés como acontecimiento seguramente radica en que es un acontecimiento de futuro y, como tal, ha marcado y marca el tiempo transcurrido desde entonces hasta el presente, proyectándose más allá incluso de la ac-

tualidad. A la luz de lo que entonces se puso en marcha, incluso un acontecimiento de la envergadura del 11-S sigue revelándose como un acontecimiento secundario. De aquí la relevancia de volver la mirada hacia las dos décadas transcurridas e intentar reflexionar sobre lo sucedido desde entonces. Y ello no ya sólo por medio de la inevitable “reelaboración consciente del pasado” (Aufarbeitung der Vergangenheit)2, sino también recurriendo al análisis de la tendencia que la caída del Muro de Berlín hace posible como punto de referencia desde el que trazar un diagnóstico de la situación. En lo que sigue abordaremos algunas de las principales claves con las que reinterpretar el acontecimiento que marcó este cambio de era. Abordaremos en primer lugar su fulgurante agenciamiento como mitología de la modernidad. El conjunto de relatos entonces estructurados en una única narrativa política (neo) liberal ha mantenido su vigor en buena medida, si bien no todos han escapado a su cuestionamiento (caso, por ejemplo, del tan cacareado “fin de la Historia”). En segundo lugar, examinaremos la naturaleza del régimen político de la RDA. A tal fin, reconsideraremos brevemente el carácter ideológico de las tipologías al uso en los estudios de Política Comparada y su deuda para con los esquemas interpretativos de la Guerra Fría. De esta suerte nos será posible reubicar críticamente el análisis de la configuración del mando en los regímenes de fundamentación leninista. En tercer lugar, nos centraremos en el papel de la disidencia, sus méritos (y limitaciones) bajo las particulares condiciones institucionales del régimen de poder germano-oriental. Al igual que la política de sujeción de la población al mando (la institución del poder soberano) se constituyó en una tensión permanente con el “riesgo de fuga” (que entre otras cosas hacía posible la cuestión nacional), la disidencia po-

1 Institut de Govern i Polítiques Públiques, IGOP. Universitat Autònoma de Barcelona 2 Vid. Adorno, Theodor W. (1964): “Was bedeutet: Aufarbeitung der Vergangenheit”, en Eingriffe, Frankfurt am Main: Suhrkamp, p. 125-146.

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3 Vid. Sarkowicz, Hans; Ed. (1998): Aufstände, Unruhen, Revolutionen. Zur Geschichte der Demokratie in Deutschland, Frankfurt am Main: Insel Verlag. 4 La fecha tiene en Alemania un enorme valor simbólico. Otros 9 de noviembre fueron el de 1938 (La noche de los cristales rotos), el de 1923 (fracaso del Putsch de Hitler en Múnich) o el de 1918 (Abdicación de Guillermo II e inicio de la transición a la República de Weimar).

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En la noche del 9 de noviembre de 1989, un acontecimiento tan sorprendente como largamente aguardado desconcertó a medio mundo: la Guerra Fría había llegado a su fin. Una multitud eufórica, armada de picos y pancartas, se presentó ante la audiencia global derrumbando por sus propios medios, en vivo y en directo, el principal símbolo de la Guerra Fría. Caía así el emblema de un orden geopolítico de máxima tensión, la línea de un frente petrificado entre dos bloques inamovibles. A pesar de que durante décadas los cuerpos diplomáticos alemanes se habían esforzado en alcanzar de forma negociada la distensión definitiva, nadie habría confiado a la multitud el protagonismo de un momento así. Y sin embargo allí estaba. La revolución estaba siendo televisada3. Quienes asistieron en directo al acontecimiento — en vivo o a través de los medios— pudieron observar el origen de la última gran mitología de la modernidad; y decimos última, que no necesariamente final o definitiva. Por su propia validez y consistencia, las narrativas generadas a partir de la caída del Muro de Berlín son en sí mismas todo un síntoma de la crisis de la modernidad a la par que una tentativa (¿frustrada?) de rescate de lo moderno; o, si se prefiere, el ensayo discursivo de una recomposición de lo global por venir acorde con la gramática política de la modernidad y las exigencias de un mando transnacionalizado. A partir de aquel 9 de noviembre4, de hecho,

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El muro de Berlín, última mitología de la modernidad

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lítica configuró una línea de tensión con el poder soberano a través del “riesgo de protesta” en el espacio público (riesgo igualmente atravesado por la cuestión nacional). En cuarto lugar, y directamente relacionado con lo anterior, analizaremos las condiciones estructurales que prepararon el colapso de la RDA. La ausencia de democratización sería un factor decisivo en la incapacidad del mando para asegurarse sus propias bases materiales. La disociación entre ambas constituciones se prolongaría así hasta situar al régimen al borde de un colapso que, no obstante, sería acelerado por el cambio en la situación internacional y los efectos de la ola de movilizaciones transnacional en marcha desde principios de los años ochenta en Polonia y desde mediados de los ochenta en Hungría. Para explicar, precisamente, cómo se produce el colapso de la RDA y la transición subsiguiente es preciso retomar —en quinto lugar— la modalidad revolucionaria del cambio de régimen. Paradójicamente, el año en que la historiografía conservadora celebraba el segundo centenario de los acontecimientos de 1789 en Francia con réquiems por la revolución, el Telón de Acero se venía abajo por el impulso de una ola de movilizaciones que, en algunos casos (entre ellos, la RDA) llegaría a ser propiamente revolucionaria. En este orden de cosas, y en sexto lugar, la cuestión nacional nos ofrece una clave interpretativa con la que indagar en los límites políticos del denominado “patriotismo constitucional” y la crisis del Estado nacional. Así, aunque el paso de la República de Bonn (RFA, 1949–1989) a la República de Berlín (Alemania, 1990–hoy) se pudo cerrar rápidamente gracias a la correspondiente previsión constitucional, la posterior institucionalización de la Alemania unificada puso de manifiesto un déficit de legitimidad democrático que, al tiempo que ha cuestionado la matriz identitaria del nacionalismo germánico, ha dado pie a una inédita escisión nacional entre Este y Oeste. Al mismo tiempo, la construcción del nuevo Estado nacional ha empeorado la situación de la minoría nacional soraba en la extinta RDA. Por si fuera poco, el repliegue identitario de los años posteriores a la II Unificación de Alemania se ha demostrado duradero y útil a los recurrentes brotes de xenofobia y racismo.

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en un mismo agenciamiento se presentarían integrados relatos tan dispares —y por veces incongruentes— como “el fin de la Historia”, “el derrumbe del Comunismo”, “la democratización universal”, “la eficacia de la mano invisible del mercado” o “el triunfo de la Libertad”. A juzgar por las décadas transcurridas, la caída del Muro de Berlín parece insistir en presentarse como este último gran acontecimiento de la modernidad; un último gran evento en el que todavía resultaría posible la lectura épica de la Historia y en el que, al mismo tiempo, ésta se comprendería como cierre o punto final. Sin embargo, algo falló en la (re)producción de esta mitología. En la misma noche del 9 de noviembre de 1989, en el momento en que los agenciamien-

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tos de la modernidad deberían haber sido instituidos, las cosas tampoco salieron como previsto. Conocido es, en este sentido, el fiasco en que acabó la tentativa de los próceres de la Alemania occidental por agenciarse el momento. Apenas unas horas antes, de hecho, el canciller Helmut Kohl estaba siendo protagonista de un polémico episodio de irredentismo pangermanista con su visita a Annaberg5. Sorprendido por el inesperado desarrollo de los acontecimientos en Berlín, hubo de cancelar su viaje

a Polonia. Y así, el propio canciller, su ministro de Asuntos Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, o el ex canciller y referente de la Ostpolitik, Willy Brandt, se presentaron de urgencia en el proscenio en que la multitud había convertido el Muro de Berlín. Se ofrecía una oportunidad de las que se dicen históricas y los políticos aguardaban ser recibidos en olor de multitudes. Sin embargo, lo que encontraron fue una multitud que, además de abuchearles, grabó sus gritos y silbidos para mayor ignominia6. El que debería haber sido un patriótico gesto instituyente que efectuase toda la potencia del momento histórico acabó en un completo fracaso. La producción de la caída del Muro de Berlín como mitología de la modernidad habría de producirse, pues, sobre la base de un giro superador de las disonancias cognitivas abiertas entre la multitud y las autoridades germano-occidentales. Únicamente a partir del giro etnonacionalista que siguió al 9 de noviembre sería posible restituir la moderna gramática política sobre la que se refundaría el Estado nacional alemán en vigor y su régimen político, la República de Berlín7. Por la parte de la multitud, la ausencia de una mitopoiesis alternativa eficaz, capaz de agenciarse del acontecimiento demostraría, entre otras cosas: (1) el calado de la crisis ideológica de la izquierda (crisis de la que no parece haber salido todavía); (2) el grado de dependencia de sus propias narrativas (socialdemócrata, comunista, ecologista, etc.) o, si se prefiere, su escasa capacidad de adaptación; y (3) el elevado nivel de integración y gestión del antagonismo alcanzado en la República de Bonn, por más que menguante en las dos décadas posteriores de la República Berlín. El régimen de Larda Desde la Ciencia Política, y desde el estudio de las transiciones a la democracia, más en concreto, se ha escrito, y mucho, sobre la naturaleza de los regímenes del bloque del Este. Las tipologías al uso, nacidas al hilo de la teoría del totalitarismo en sus diferentes

5 Sobre este particular no deja de ser interesante volver a la hemeroteca para consultar los semanarios Der Spiegel, http://www.spiegel.de/spiegel/print/d-13496209.html y Die Zeit http://www.zeit.de/1989/45/Und-jetzt-der-Annaberg. Helmut Kohl vivía entonces uno de los momentos más difíciles de su carrera política y el estado general de la opinión pública apuntaba al candidato Oskar Lafontaine para una alternancia socialdemócrata en la cancillería. 6 Incluso un periódico de la relevancia de Die Tageszeitung distribuyó en su momento un CD en el que se podía escuchar a la multitud abucheando a los líderes occidentales mientras intentaban pronunciar sus discursos y entonar el himno nacional. 7 Vid. Offe, Claus (1994): Der Tunnel am Ende des Lichts. Erkundungen der politischen Transformation im Neuen Osten. New York: Frankfurt a.M.

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8 Vid. Arendt, Hannah (1981): Los orígenes del totalitarismo, Madrid: Alianza Editorial; Bracher, Karl-Dietrich (1976): Zeitgeschichtliche Kontroversen um Faschismus, Totalitarismus, Demokratie, Múnich: Piper; Dubs, Rolf; Ed. (1966): Freiheitliche Demokratie und totalitäre Diktatur, Frauenfeld; Friedrich, Carl J./Brzezinski, Zbigniew K. (1956): Totalitarian Dictatorship and Autocracy, Cambridge: Harvard University Press; Seidel, Bruno/Jenker, Sigfried; Eds. (1968): Wege der TotalitarismusForschung, Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft; Stammer, Otto (1961): “Aspekte der Totalitarismus Forschung”, Soziale Welt, n° 12, págs. 97-111. 9 Vid. LINZ, Juan J./STEPAN, Alfred (1996): Problems of Democratic Transition and Consolidation, Baltimore/Londres: The Johns Hopkins. 10 Vid. Mitter, Armin/Wolle, Stefan (1993): Untergang auf Raten. Unbekannte Kapitel der DDR-Geschichte, Munich: Bertelsmann; Mitter, Armin (1991): “Die Ereignisse im Juni und Juli 1953 in der DDR. Aus den Akten des Ministeriums für Staatssicherheit”, Aus Politik und Zeitgeschichte, n° 5, págs. 31-41; Staritz, Dieter (1991): “Die SED, Stalin und die Gründung der DDR. Aus den Akten des Zentralen Parteiarchivs des Instituts für Geschichte der Arbeiterbewegung”, Aus Politik und Zeitgeschichte, n° 5, págs. 3-16; Weber, Herman (1998): “Arbeiter versus ‘Sozialismus’: Der Aufstand vom 17. Juni 1953”, en Hans Sarkowicz (Ed.): Aufstände, Unruhe, Revolutionen. Zur Geschichte der Demokratie in Deutschland, Insel Verlag, Frankfurt a.M./Leipzig; págs. 143-177

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ro también debido a los propios desarrollos que constituyeron el régimen de poder germano-oriental. En este orden de cosas, profundizando en la hipótesis metodológica que radica en el antagonismo la propia configuración del mando, es de recordar aquí el episodio del 17 de junio de 1953 como la primera coyuntura decisional en la consolidación del régimen político instaurado en 1949, vale decir la consolidación del modo de mando10. A este episodio constituyente seguirían otros momentos reactivos como la construcción del Muro de Berlín el 13 de agosto de 1961 o el remplazo de Walter Ulbricht por Willi Stoph y de éste, finalmente, por Erich Honecker. No obstante, resulta evidente que la rebelión obrera del 17 de Junio fue el momento decisivo en la configuración del mando germano-oriental. En efecto, tras la dura represión de la revuelta de 1953, la imposibilidad de articular internamente la acción colectiva provocaría un cambio de estrategia en la multitud silenciada por la represión. Así, desde la instauración de la RDA hasta la construcción del Muro, unos tres millones de alemanes orientales op-

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conjugaciones (de Friedrich a Arendt, pasando por Brzezinski)8, suelen identificar diferentes tipos ideales en los que, o bien se reduce a conceptos extremadamente simples realidades demasiado complejas, o bien, a fuerza de querer concretar en términos empíricos, se hacen encajar en cada categoría uno o dos casos empíricos, tres a lo sumo. De esta suerte, por ejemplo, clasificaciones como la de Stepan y Linz, identifican diferentes tipos de totalitarismos —o post-totalitarismos, para ser más exactos— como el “post-totalitarismo congelado” (frozen post-totalitarianism), en el que vendrían a encajar los casos de la RDA y Checoslovaquia9. Este apelar a la “congelación” de los regímenes en cuestión resulta particularmente adecuado a los imaginarios lingüísticos de la Guerra Fría de la que es deudora su pragmática discursiva. De hecho, con independencia de su mayor o menor validez analítica, no resulta difícil ver la línea de continuidad que sitúa esta clasificación del régimen germano-oriental en una común genealogía con aquellos esquemas ideológicos tendentes a enfatizar los aspectos comunes de los regímenes fascistas y leninistas, y a suavizar al mismo tiempo el carácter autocrático de las dictaduras militares de la Europa mediterránea y América Latina del mismo periodo histórico. Asimismo, esta aproximación historiográficamente “presentista” (del presente que fue en su día la Guerra Fría) resulta no menos inconveniente a la hora de analizar la naturaleza de la RDA, toda vez que oculta la constitucionalización de un pluralismo de partidos bajo hegemonía del partido leninista (el SED). Lejos de ser un régimen de partido único, a la manera de lo que comportaría el concepto totalitarismo, la RDA (o Checoslovaquia) era un régimen político que, partiendo de un inicial sistema de partidos pluralista, pronto derivó hacia un modelo de inequívoca hegemonia leninista, gracias, en parte, a la influencia de la URSS, pe-

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tarían por abandonar el país ante el endurecimiento de la situación (47.533 sólo en las dos semanas que antecedieron al cierre definitivo). El éxodo se prefiguraba ya entonces como la principal fisura del régimen político y, a pesar de que el Muro de Berlín conseguiría limitar la fuga masiva hacia la Alemania occidental, el hecho es que a lo largo de las cuatro décadas del régimen, la denominada “disidencia con los pies” perduró hasta relanzarse de manera definitiva en el verano de 1989.

Que el éxodo en sus diferentes variantes (exilio, emigración, etc.) es una modalidad de oposición política que caracteriza a los regímenes autocráticos es una generalización validada por el análisis comparado difícilmente cuestionable11. Sin embargo, el caso germano-oriental presenta al respecto una especificidad que hace de él un caso desviante (a diferencia de otras dictaduras de la región, la necesidad de controlar la movilidad de la población era doblemente preocupante en la RDA). La explicación del caso germano-oriental requiere de una variable independiente particular como es la cuestión nacional. Más aún, sin tener en cuenta la vigencia del ius sanguinis en la República Federal Alemana, difícilmente se podría explicar la anomalía de la RDA en el contexto geopolítico de la Guerra Fría. De hecho, en ningún otro país del Este, la huida podía producirse con menores costes en lo que hace

a la acogida en el país de llegada. De acuerdo con la Ley Fundamental de Bonn (artículo 116)12, quienes eran alemanes con anterioridad al 31 de diciembre de 1937 (momento inmediatamente anterior al Anschluß austríaco), así como sus descendientes, disponían de acceso directo a la ciudadanía de la RFA. Como se puede suponer, este hecho rebajaba de forma notable las dificultades legales y administrativas para quienes decidían abandonar la RDA. Y es que mientras que la RFA articuló su soberanía sobre la base de la aceptación de la derrota militar del III Reich, la RDA hizo otro tanto sobre la base del antifascismo. Renunciando a fundamentar su legitimidad política en la germanidad a la manera de un Estado nacional, la RDA encontraba su razón de ser en la doctrina leninista que hacía de ella un “Estado de obreros y campesinos” (Arbeiter-undBauern-Staat). Allí donde en la RFA el cuerpo social del Estado nacional era constituido como “Pueblo” (Volk), en la RDA lo conformaba la “clase trabajadora” (Arbeiterklasse) y si en la parte occidental de Alemania, al igual que en todo Estado-nación, Pueblo y Nación eran asimilados, en la parte oriental, la nación era un accidente de un único sujeto proletario. El propio nombre de ambas repúblicas dejó constancia de ello al denominar República Federal de Alemania a la primera y República Democrática Alemana a la segunda. Siendo la RDA una república alemana entre otras posibles, la RFA se presentaba como la república del conjunto de la Nación13. Esta circunstancia se habría de demostrar definitiva una vez que tuviese lugar la caída del Muro. Cuando hoy nos volvemos atrás para examinar el desarrollo de los acontecimientos es preciso que retomemos en consideración el peso de la doctrina leninista y su lectura de la cuestión nacional alemana a través de un régimen autocrático. Las dificultades de la izquierda en este sentido se demostrarían decisivas llegado el momento de encontrar una salida al dilema de múltiple soberanía que se originaría tras la quiebra del régimen de la RDA. Llama la atención al respecto el olvido en que cayó la lectura y propuesta de la cuestión alemana que en su día realizó Rudi Dutschke al proponer una Alemania unificada, desarmada y neutral14.

11 Vid. Mezzadra, Sandro (2005): Derecho de fuga, Madrid: Traficantes de Sueños.

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12 Para el enunciado del artículo, véase: http://dejure.org/gesetze/GG/116.html 13 Vid. http://www.verfassungen.de/de/ddr/ddr-leiste.htm 14 Una propuesta de Stalin realizada en 1953, poco antes de morir, ha sido motivo de polémica entre historiadores. La que se conoce como Nota de Stalin proponía unificar Alemania a cambio de su desarme y neutralidad en el nuevo contexto geopolítico. Va de suyo que las motivaciones de Stalin y Dutschke no pueden ser más diametralmente opuestas.

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La disidencia política fue la principal modalidad de oposición en las autocracias leninistas de la Europa del Este15. En el caso de la Alemania oriental, esta modalidad se vería condicionada por la cuestión nacional. A diferencia de otros países, la RDA habría de hacer frente a la división de Alemania como un problema adicional al control político de la disidencia. Por una parte, los medios de comunicación occidentales —notablemente radios y televisiones—, conseguían traspasar las fronteras de una misma comunidad lingüística y hasta hacía bien poco política. Sabido es el problema que representaba para el régimen de la RDA el hecho de que cada noche la ciudadanía se plantase ante el televisor. Imagínese por un momento la frustración de vivir aislado de otra sociedad que hasta hacía nada había sido la propia y de la

15 Vid. Joppke, Christian (1995): East German Dissidents and the Revolution of 1989. NY: New York University Press. 16 Resulta ilustrativo en este sentido el caso del “Valle de los que no tienen ni idea” (Tal der Ahnungslosen). Este era el nombre que recibían las dos regiones del Noreste y Sureste de la RDA (sobre todo esta última, por ubicarse en ella la ciudad de Dresde) a las que no llegaba la señal televisiva. En numerosos estudios sobre acción colectiva se ha apuntado a este hecho para explicar la mayor aceptación del régimen y reformismo de la región.

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La disidencia imposible

que sólo se recibían los imaginarios de la publicidad. La mitificación del otro lado sin lugar a dudas incentivó el deseo de fuga a la par que erosionaba las bases de legitimidad del propio régimen16. Por otra parte, estos medios constituían un potente amplificador para la exigua disidencia germanooriental. Expulsar a la disidencia hacia la otra Alemania se convirtió en uno de los principales mecanismos políticos de control ideológico para las elites gobernantes. Las expulsiones de disidentes como Rudolf Bahro o Wolf Biermann fueron particularmente sonadas en su momento. Y aunque la Alemania occidental se vanagloriaba de su mayor pluralismo gracias a la concesión de asilo a los disidentes orientales, es preciso no perder de vista que en la RFA tampoco se daba una libertad ideológica plena, tal y como demostraban medidas como la prohibición del ejercicio de ciertas profesiones y cargos públicos en caso de ser miembro del partido comunista (lo que se conoció como la Berufsverbot). En estas circunstancias particulares, y tras los sucesivos refuerzos del mando que resultaron de acontecimientos como el 17 de Junio, la construcción del Muro de Berlín o el remplazo de Ulbricht por Honecker, en la RDA se fue configurando un régimen político sin apenas oposición. Cuando en el verano de 1989 comiencen a producirse las primeras fisuras en el régimen debidas al impacto de la fuga masiva de ciudadanos, la oposición política apenas se limitaba a unos pocos grupúsculos extremadamente vigilados por el orwelliano Ministerio de Seguridad del Estado (la célebre Stasi). Desafortunadamente, el régimen dirigido por Honecker no sólo no aprovechó las oportunidades que se abrían con el reformismo gorbachoviano, sino que, seguro de la ausencia de oposición interior gracias a la manera en que había gestionado el disenso durante décadas, se afirmó en una ortodoxia que únicamente tuvo por efecto facilitar el colapso del régimen. Asimismo, la precaria oposición interna se distinguía de la de otros países del entorno por su adscripción marxiana. A diferencia del colectivo Charta 77 liderado por Vaclav Havel o el sindicato Solidarnosc de Lech Walesa, los disidentes de la Alemania oriental desarrollaron su crítica desde la matriz marxiana de pensamiento. Nombres como Wolfgang Leonhard,

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El paso del tiempo y la consolidación de las estructuras del régimen germano-oriental harían cada vez más difícil pensar alternativas al orden geopolítico de la Guerra Fría. De ahí que llegado el momento de la quiebra de la RDA, pocos habían previsto o siquiera pensado alternativas a la situación creada que no fuesen propugnar una reforma interior del propio régimen a la manera de la Perestroika. Para comprender el alcance de estas condiciones de probabilidad es preciso clarificar más en detalle la manera en que se controló y gestionó el antagonismo en la RDA.

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Walter Janka, Robert Havemann o los ya mencionados Rudolf Bahro y Wolf Biermann, por citar tan sólo algunos de los ejemplos más destacados, criticaron al régimen desde su propia matriz socialista. Expresiones como la céleberrima “Socialismo realmente existente” acuñada por Rudolf Bahro en su obra La alternativa17, nacían de un marxismo heterodoxo y de larga tradición en suelo alemán. Se ha señalado con razón que el marxismo no era visto en la Alemania oriental como una impostación del discurso oficial estalinista, sino como una tradición de pensamiento propia indisociable de las luchas históricas del movimiento obrero. Hasta que punto esto fue así se verifica en las expresiones de disidencia pública que anunciaron la quiebra del régimen. Así, por ejemplo, en enero de 1989 la conmemoración del asesinato de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht fue el escenario de las primeras protestas disidentes que anunciaban la crisis del otoño. En la RDA el régimen se había apropiado desde hacía décadas de las figuras emblemáticas del movimiento espartaquista. Su incorporación al corpus doctrinal del régimen, no obstante, era objeto de una burda manipulación. No es de extrañar, pues, que la mera exhibición de una pancarta con la máxima de Rosa Luxemburgo, “La libertad es siempre la libertad del que piensa diferente” provocase arrestos y condenas a quienes la desplegaron. La frase hacía alusión a la crítica que en su día Rosa Luxemburgo había dirigido a la concepción leninista del Partido. La reducida cantidad de participantes en la acción y la dureza de las medidas represivas demostraban las dificultades con que todavía se las tenía que ver la disidencia a principios del año en que caería el Muro. La movilización contra el régimen sólo comenzaría como reacción al éxodo masivo de ciudadanos que comenzaría a tener lugar con la llegada de los meses de vacaciones. El año 1989 sería, en este sentido, un año diferente a todos los precedentes. Gracias a los incentivos económicos de la Alemania occidental y la tolerancia de la URSS, partidaria ahora de que cada país siguiese su propio camino18, se abría una estructura de oportunidad política que

pronto sería aprovechada por la ciudadanía germano-oriental para poner en marcha sendas estrategias de huida y protesta contra el régimen; de “salida” (exit) y “voz” (voice), por decirlo en los términos acuñados por Albert O. Hirschman y con los que él mismo explicó el cambio revolucionario en la RDA19. En el nuevo contexto internacional, Hungría abriría sus fronteras con Austria permitiendo con ello que los miles de alemanes orientales que habían emprendido el camino hacia su destino de vacaciones en el Mar Negro optasen por cambiar su destino hacia la Alemania occidental. Sólo una vez finalizadas las vacaciones dieron comienzo las primeras manifestaciones de protesta contra el régimen al amparo de la única institución que gozaba de una cierta autonomía: la Iglesia evangélica. A partir de este momento se inició un ciclo de luchas que se desplegaría en un in crescendo vertiginoso desde apenas unas docenas de manifestantes hasta los millones que acabarían derrumbando el Muro de Berlín. El repertorio de la acción colectiva comenzó a desplegarse con sencillas vigilias tras las reuniones en las iglesias, pero estas mismas pronto se convirtieron en auténticas manifestaciones improvisadas y, como es evidente, ilegales. No obstante, a pesar de la rotundidad de la represión en estos momentos iniciales, el agravamiento de la situación general del país no pudo impedir que las convocatorias fue-

17 Vid. Bahro, Rudolf (1979) La alternativa. Contribución a la crítica del socialismo realmente existente, Madrid: Alianza Editorial. 18 El giro en la política exterior soviética fue decisivo para generar la serie de estructuras de oportunidad que facilitaron la movilización transnacional que impulsó los cambios de la Europa central y oriental. Tras años de injerencia soviética en los asuntos domésticos justificada en nombre de la denominada Doctrina Breznev, la URSS suavizaba ahora su presencia en la región ampliando el margen de maniobra de sus satélites. 19 Vid. Hirschmann, Albert O. (1993): “Salida, voz y destino de la RDA: Un ensayo de historia conceptual”, Claves de Razón Práctica, 39, págs. 66-80; Joppke, Christian (1994): “Why Leipzig? ‘Exit’, and ‘Voice’ in the East German Revolution”, German Politics, 2, págs. 393-414.

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20 Las Manifestaciones de los Lunes tuvieron tal éxito que finalmente se han incorporado al repertorio de acción colectiva alemán, bien que con aplicaciones diferentes como, por ejemplo, las protestas contra las políticas de recortes sociales de 2004.

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Las condiciones de posibilidad para que tuviese lugar un cambio revolucionario en la RDA eran un hecho bastante antes de la caída del Muro de Berlín. Los acontecimientos de 1989 (la crisis de los refugiados, las manifestaciones de los lunes, etc.) fueron el catalizador de una situación estructural difícilmente sostenible por mucho tiempo más. La conjunción de los cambios que se estaban operando desde mediados de los ochenta en la arena internacional y el problema alemán se resolverían de manera decisiva a partir del otoño de 1989 provocando primero la implosión del régimen y, más adelante, el giro nacionalista hacia la II Unificación de Alemania. En la convergencia de ambos planos encontramos un problema común: la ausencia de democratización. Visto en perspectiva, de hecho, la ausencia de democratización se demuestra la variable independiente que explica la incapacidad del mando para asegurarse sus propias bases materiales. Tras unos primeros episodios de cierta inestabilidad que facilitaron una trayectoria democratizadora, tanto en la RDA como en Checoslovaquia (no por nada los dos regímenes que experimentaron cambios de régimen revolucionarios en 1989) la deriva histórica de sus regímenes hacia el autoritarismo se afirmaría tras las dos experiencias fallidas de 1953 y 1968, respectivamente. El éxito del mando en articular un orden social disciplinario capaz de erradicar cualquier forma de disidencia comportaría, empero, su propio fracaso a la hora de afrontar las nuevas contradicciones que resultaban de su propio éxito. Así las cosas, si bien resultan indudables los logros de postguerra en lo que hizo a la política de reconstrucción del país (en los términos, claro está, de su propia eficiencia), no lo es menos que el agotamiento del modelo organizativo del fordismo de

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La implosión del socialismo que realmente existió

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pia implosión. Tras la dimisión forzada de Erich Honecker y su sustitución por Egon Krenz, comenzaron a cobrar peso figuras hasta entonces secundarias en el aparato central del Partido (como en el caso de Hans Modrow) e incluso relativamente marginales (como en el caso de Gregor Gysi, posteriormente secretario general del partido heredero del SED, el PDS, y en su día abogado del disidente Rudolf Bahro).

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sen cada vez más numerosas y se acabase instituyendo como una práctica regular: las conocidas como “Manifestaciones de los Lunes” (Montagsdemos)20. Para cuando Gorbachov visitó el país con motivo del cuadragésimo aniversario de la RDA (7 de Octubre), las protestas ya habían rebasado cualquier masa crítica exigible a la implosión del régimen. Durante el proceso de movilización aparecieron formas novedosas de organización basadas en los nuevos repertorios de acción colectiva nacidos al hilo del ciclo de luchas. De entre éstas, el caso más conocido fue el del “Nuevo Foro” (Neues Forum). Formado por un puñado de intelectuales disidentes, este colectivo pronto fue desbordado por el desarrollo de los acontecimientos. Las organizaciones a imitación del Nuevo Foro empezaron a proliferar por doquier. Primero con gran riesgo para sus integrantes, pero pronto, en la misma medida en que se precipitaba la descomposición del régimen con costes decrecientes. Fue precisamente en este contexto donde aparecieron organizaciones como “Despertar Democrático” (Demokratischer Aufbruch) en donde daba sus primeros pasos en política una joven Angela Merkel. No obstante, la aportación principal del Nuevo Foro, la idea de crear espacios deliberativos para abrir el debate político a la ciudadanía, permaneció y pronto se concretó hasta extremos que ni de lejos habrían podido imaginar sus artífices. La creación de mesas de diálogo entre gobierno y oposición pasaron así a estar en el orden del día. En una tentativa desesperada por recuperar la iniciativa política el partido hegemónico (el SED) abrió mesas de diálogo al tiempo que intentaba contener su pro-

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Estado conllevaba un desafío al que difícilmente se podía hacer frente desde el diseño institucional de regímenes extremadamente disciplinarios y autocráticos. A diferencia de la democracia liberal, capaz de readaptar el mando al desafío de la crisis de la fábrica fordista por medio de la contrarrevolución neoliberal de Reagan y Thatcher, las autocracias leninistas se encontraban entrampadas en sus propias realidades institucionales y principios normativos. Mientras que el proyecto neoliberal supo redefinir su estrategia a las exigencias de un mando desterritorializado, de un trabajo inmaterializado y de una producción descentralizada, el leninismo persistió en su apego a la territorialidad fabril, a la explotación del trabajo material y a un diseño extremadamente centralista de todo entramado institucional. A resultas de lo anterior, mientras que los años sesenta y setenta fueron seguidos en las democracias occidentales por una forma más acabada del capitalismo (lo que se ha dado en llamar “capitalismo cognitivo” o “semiocapitalismo”)21, en las autocracias leninistas el mando comenzó a desmoronarse sobre las bases de su propio éxito represivo y su fracaso recombinante. Nuestra propia experiencia marca en este sentido un contrapunto del que deberían haber tomado buena nota los países del Este. Allí donde el proyecto capitalista de las autocracias militares mediterráneas supo realizar las concesiones oportunas al desafío movimentista de los sesenta y setenta por medio de transiciones más o menos pactadas (el caso español, más; el portugués, menos), las autocracias de Europa oriental, y muy especialmente Checoslovaquia y la RDA, pretendieron no verse afectadas por el problema. La falsificación de todo tipo de inputs sistémicos continuó en aumento hasta hacerse una trampa ideológica insostenible por más tiempo. En contraposición a las autocracias de la Europa mediterránea, donde una democratización relativamente controlada se convirtió en una herramienta útil a la modernización de sus aparatos productivos, las autocracias de la Europa del Este permanecieron aferradas a los principios teleológicos del leninismo que informaban la naturaleza

misma de sus regímenes de poder. De acuerdo con estas normas resultaba difícil saber donde comenzaba un diagnóstico acertado de la situación y donde la propaganda política. Más aún, al ser el Estado quien se encargaba de definir ideológicamente las preferencias de la ciudadanía, los aparatos productivos de la Europa del Este comenzaron a perder contacto directo con las demandas sociales22. Y mientras que las autocracias mediterráneas hacían de su democratización el procedimiento institucional capaz de detectar, negociar y procesar estas mismas demandas, las autocracias del Este vieron como se ahondaban de forma creciente las diferencias entre las preferencia sociales y las decisiones gubernamentales. Al acabar la década de los ochenta la disociación entre las constituciones formal y material de la sociedad se había prolongado hasta situar a los regímenes del Este al borde de un colapso. La paradoja de los países que finalmente experimentaron la modalidad de cambio revolucionario es que, de acuerdo con sus propios preceptos, sus regímenes demostraban una solvencia mucho mayor incluso que la de aquel otro que los había inspirado y que constituía, por ello mismo, su referente directo: la URSS. De ahí que el desconcierto de los dirigentes de la RDA ante la huida masiva de ciudadanos a la Alemania occidental no pudiera ser mayor. Más que la inevitable actitud de intransigencia deliberada propia de toda autocracia fue, sin embargo, la propia inercia del régimen la que indujo a la serie de errores de cálculo que precipitaron el país en la vía revolucionaria de cambio de régimen. La convicción de que las reformas no eran necesarias y que el país podía afrontar el futuro sin grandes problemas se vino abajo sólo cuando ya era demasiado tarde para una democratización negociada. A partir de la caída del Muro de Berlín y en apenas un par de meses, la RDA sería liquidada. En cosa de unas semanas las principales instituciones del régimen comenzaron a desintegrarse, incapaces de mantener ya autoridad alguna. Los gobiernos de concentración se sucedieron en vano (tras Erich Honecker, Egon Krenz, y tras éste, Hans Modrow, que perdería las primeras elecciones democráticas en

21 Vid. Blondeau, O. et al. (2004): Capitalismo cognitivo, propiedad intelectual y creación colectiva, Madrid: Traficantes de sueños. http://sindominio.net/traficantes/editorial/capitalismocognitivo.htm 22 Las dos excepciones, cada una a su manera, serían Hungría y Polonia. Mientras que la primera optaría por una liberalización de su economía estrechando lazos con organizaciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, la segunda vería aparecer en su seno una organización extraña a los regímenes de la región: un sindicato obrero independiente. En Hungría, donde seguramente se dio la transición más previsora, la aplicación de indicadores occidentales fue integrada en un proceso de cambio de régimen que de manera inequívoca apuntaba hacia la instauración de una economía de mercado. En Polonia las reformas llegarían de una transacción muy particular entre gobierno y oposición que se acabaría traduciendo en la convocatoria de elecciones libres para la mitad del Parlamento en 1989.

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Para explicar, pues, cómo tuvo lugar el colapso de la RDA y la transición subsiguiente es preciso retomar aquí un tema largamente olvidado por los estudios sobre transiciones, a saber: la modalidad revolucionaria del cambio de régimen. El éxito de las elites políticas en negociar la democratización de la Europa mediterránea hizo pensar al mainstream de la Ciencia Política que el cambio de régimen revolucionario era cosa del pasado. Paradójicamente, el mismo año en que la historiografía conservadora celebraba el segundo centenario de la Revolución de 1789 con réquiems por la revolución, el Telón de Acero se venía abajo por el impulso de una ola de movilizaciones que, en algunos casos (entre ellos el de la RDA) llegó a ser propiamente revolucionaria23. En efecto, si por revolución entendemos un tipo de cambio de régimen en el que la iniciativa política radica en la movilización social y ésta alcanza a gene-

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La modalidad revolucionaria de cambio de régimen

rar en el seno del poder soberano, por efecto de su propio despliegue autónomo, un dilema de múltiple soberanía (lo que se ha dado en llamar “situación prerrevolucionaria”) que se resuelve en una nueva modalidad de régimen político (el “resultado revolucionario”), no cabe duda que el caso de la RDA reúne los requisitos exigibles a un caso para ser considerado como una revolución. Empíricamente hablando, la situación prerrevolucionaria comenzaría lentamente en una prolongada etapa que iría desde las primeras protestas con motivo de la conmemoración del aniversario del asesinato de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht hasta el inicio del periodo estival. El protagonismo pasaría entonces de los grupúsculos disidentes a la fuga masiva de ciudadanos por la frontera austrohúngara. En una tercera etapa, que se podría identificar desde el final de las vacaciones estivales hasta la celebración del cuadragésimo aniversario de la RDA, ambas estrategias —“salida” (éxodo masivo) y “voz” (primeras manifestaciones)24— se complementarían socavando la legitimidad del régimen. En una cuarta etapa del ciclo de luchas que se extendería hasta la caída del Muro de Berlín, las movilizaciones domésticas, facilitadas por la declaración de Gorbachov con motivo de los festejos del cuadragésimo aniversario de la RDA25, acabarían institucionalizándose en las Manifestaciones de los Lunes. Ante la situación creada en un país al borde del colapso, el 9 de noviembre el gobierno realizó un último esfuerzo por recuperar la credibilidad reformista. Apenas habían pasado un par de semanas desde

23 Vid. Tilly, Charles (1993): Las Revoluciones europeas 1492-1992. Barcelona: Crítica, pág. 17. 24 Vid. Hirschmann, Albert O., Op. cit. 25 Uno de los hechos más controvertidos de la visita de Gorbachov para los historiadores constituye saber si, como se dijo en su momento, el secretario general del PCUS pronunció realmente la frase “a quien llega tarde, la vida lo castiga”. Para la Ciencia Política

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décadas). Sirva a modo de ejemplo, que el omnipresente partido hegemónico, el SED, pasó de más de un millón de militantes a unos doscientos mil en apenas un mes. En diciembre fue reconvertido en un nuevo partido de vocación democrática bajo las siglas PDS, siendo encabezado por el abogado de algunos disidentes, Gregor Gysi. Para cuando llegaron las primeras elecciones competitivas en marzo del año siguiente, sus resultados no le permitieron superar la tercera posición por detrás de los partidos de inspiración occidental democristiano (CDU, 40,8%) y socialdemócrata (SPD, 21,9%) con apenas un 16,4%. En esta lógica de precipitada descomposición se comprende que el diálogo por una democratización del Socialismo en que se habían implicado gobierno y disidencia pronto fuese percibida como un debate obsoleto que ya sólo interesaba, tal y como dijo Wolf Biermann: “a los represores de antaño y a sus víctimas”. Llegado este punto, no obstante, se hace imprescindible concretar cómo fue posible un cambio tan acelerado y definitivo. La clave de todo ello estriba en la modalidad de cambio y las particulares circunstancias en que la cuestión nacional situaba a la RDA una vez producida la quiebra de su régimen político.

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la dimisión de Erich Honecker y el nuevo gobierno proponía la apertura de las fronteras entre la RDA y la RFA. En la rueda de prensa correspondiente, el portavoz del Comité Central del SED, Günter Schabowski (a los efectos un auténtico portavoz del gobierno), cometió un pequeño error de consecuencias definitivas. Al anunciar en rueda de prensa internacional la apertura de fronteras fue preguntado por un periodista que deseaba saber desde cuando entrarían en vigor las medidas adoptadas. Sin consultar los papeles ni verificar, por tanto, que se había previsto que las fronteras fuesen abiertas a la mañana siguiente, respondió con un inmediatamente interpretado por la multitud como una oportunidad histórica. En apenas unas horas el Muro de Berlín caía lite-

ralmente en pedazos para sorpresa de medio mundo. La situación prerrevolucionaria quedaba atrás. En las semanas siguientes la cuestión ya no era el qué sino el cómo del cambio de régimen. Fue en este contexto donde se produjo la ruptura definitiva entre los dos polos alternativos de soberanía que habrían de rivalizar por la resolución de la situación creada.

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La cuestión nacional y el patriotismo constitucional Con la caída del Muro de Berlín tuvo lugar un giro inesperado entre la multitud. Al grito de “Somos el Pueblo” (Wir sind das Volk) con el que la ciudadanía

había desafiado al mando le surgió espontáneamente un competidor: “Somos un Pueblo” (Wir sind ein Volk). Al tiempo que se entablaban las negociaciones entre gobierno y oposición en la Mesa Redonda y la participación en las manifestaciones comenzaba a declinar, la reivindicación de la Nación hizo su aparición en escena. Contra todo pronóstico y para mayor preocupación de las potencias aliadas, la cuestión alemana se presentaba en el orden del día por donde menos se la esperaba: entre la multitud. El agotamiento de la vía de una democratización pactada entre elites (dirigentes y disidentes) cedió el paso a la reivindicación de Alemania como instancia legítima, fuente de soberanía diferente al “Pueblo” (Volk) del Estado germano-oriental. Para cuando cayó el Muro de Berlín, la movilización había alcanzado tal punto que se hacía posible el cambio de la gramática política leninista por aquella otra del Estado nacional. Es de notar aquí el doble desplazamiento operado en apenas unas semanas en el discurso político hasta configurar la gramática sobre la que se fundamenta la actual República de Berlín. Así, la lectura vertical del concepto Pueblo, entendido como el cuerpo social sobre el que el soberano (el Estado de la RDA) ejercía su poder (y contra el que este mismo cuerpo social se insubordinaba por medio del “Somos el Pueblo”), cedió el lugar a la reivindicación horizontal de la igualdad de nacimiento que hacía posible la idea de Alemania en tanto que instancia de legitimación legal-impersonal de un eventual Estado alemán unificado. Al pasar de ser el Pueblo a ser un Pueblo, la ciudadanía reivindicaba que el hecho de haber nacido les hacía libres e iguales entre sí, y no súbditos de un poder soberano ilegítimo cualquiera. La lectura de quienes participaban en el proceso de democratización de la RDA, sin embargo, daría la espalda a la cuestión nacional. El miedo a tener que hacer frente a un pasado que no había sido debidamente “reelaborado”26 se hizo presente en su argumentación. El fantasma de un “IV Reich”, el temor a que “Alemania volviese a hacer de las suyas”, el “Alemania nunca más”… en suma, la mitología del antifascismo fundacional de la RDA impidió comprender el carácter constituyente que catalizaba la idea de Nación, a la par que abría una ventana de

este dato es, sin embargo, menos polémico, toda vez que si en realidad pronunció dicha frase o no, poco importa, habida cuenta de que el rumor no fue desmentido y, sin embargo, si vino a cumplir las exigencias del conocido principio de I. W. Thomas: “aquello que es considerado como real, es real en sus consecuencias”. Y a juzgar por el impacto en la estructura de oportunidad política y el auge de la movilización, ¡vaya que si lo fue! 26 Hacemos alusión aquí al concepto de “reelaboración consciente del pasado” (Aufarbeitung der Vergangenheit) desarrollado en su día por Theodor W. Adorno.

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27 Contrariamente a los usos lingüísticos habituales en 1990 no tuvo lugar una “Reunificación” (Wiedervereiningung) propiamente dicha. En rigor, lo único reunificado fue la ciudad-Estado de Berlín. El territorio alemán tal y como lo conocemos actualmente nunca había sido con anterioridad el territorio de un Estado nacional germano, por lo que carece de sentido hablar de reunificar. Buena parte de los territorios y poblaciones alemanes anteriores al Anschluß austríaco de 1938 se encuentran actualmente fuera del Estado nacional al que decimos Alemania. Negar este hecho equivale a olvidar la condición de minoría nacional que todavía tienen los alemanes de Silesia, Sudetes, etc.

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inevitabilidad de abordar el problema de la unificación alemana. Para entonces, sin embargo, ya era demasiado tarde. La determinación de Helmut Kohl había calado hondo en una sociedad que se descubría de golpe en la falsedad de un sistema colapsado por completo y sin demasiado margen de acción. El “Pueblo” de la RDA ya no quería ser tal sino parte del “Pueblo” alemán del Estado nacional vecino. Lejos de aprovechar la ocasión para recombinar la matriz del nacionalismo teutón y redefinir el lugar de la idea de Nación en la gramática política de la postmodernidad, se cedía la iniciativa política al establishment germano-occidental. Ante el estado de cosas que se configuraba tras la caída del Muro cada vez resultaba más difícil sustraerse al contraste entre las realidades occidental y oriental. Más aún, precisamente, en un momento en que todavía se desconocían los efectos que habría de tener la II Unificación de Alemania27 sobre la RDA. Pero a medida que la Mesa Redonda establecía un diagnóstico más realista de la situación económica del país, los cálculos se decantaban más y más a favor de una unificación de las repúblicas alemanas. En un contexto semejante no es de extrañar que las primeras elecciones libres y competitivas, se convirtieran en un auténtico plebiscito sobre la unificación. A partir del 18 de marzo de 1990, el panorama político cambiaría radicalmente redefiniendo el debate político en unos términos estrictamente prefijados por el imperativo de dar respuesta a la cuestión nacional. En este nuevo horizonte se abrieron dos vías que encarnaban dos concepciones diferentes de la idea de Nación. Cada vía se identificaba con un artículo distinto de la Ley Fundamental (Grundgesetz) de Bonn. La primera vía, posible gracias al artículo 23, entendía que la RFA, en tanto que Estado nacional alemán podía incorporar nuevos territorios. De hecho, en 1957, tras el referendum de 1955, la RFA había incorporado a la Federación (Bund) el pequeño Estado (Land) del Sarre. Para poder hacer efectiva esta vía de unificación era preciso, no obstante que la RDA modificase su estructura territorial centralista en las unidades federables (Länder) y se aprobase su integración en la RFA. Desde un terreno ideológico esta vía dejaba intacta la matriz etnonacionalista sobre la que se fundaba (y se sigue fundando) la RFA. No se modificaba la nacionalidad, que podía seguir en vigor de acuerdo con el artí-

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oportunidad inigualable para la RFA (oportunidad que Helmut Kohl no desaprovecharía para llevar a cabo su propio proyecto de Alemania). A pesar del pacifismo declarado de buena parte de los miembros de la Mesa Redonda, entre éstos nadie reivindicó la idea de una Alemania reunificada y neutral que en su día habían defendido Stalin y Dutschke, y a la que, por ello mismo, ambas partes negociadoras podrían haberse acogido sin renunciar a sus posiciones respectivas. Paradójicamente, quienes por el contrario sí sabrían leer la oportunidad histórica serían los políticos occidentales abucheados ante la Puerta de Brandemburgo el 9 de noviembre. Escarmentados por su fiasco ante la multitud, los políticos occidentales trasladaron el debate a una arena política más favorable. Aprovechando el repunte movilizador que estaba teniendo lugar en la RDA al grito del “Somos un Pueblo”, Helmut Kohl presentó por sorpresa en el Bundestag un Plan de Diez Puntos para la Unificación de Alemania y Europa. A pesar de lo modesto que hoy nos pueda parecer, el Plan de los Diez Puntos de Kohl rompía un gran tabú e instalaba definitivamente la cuestión alemana en el orden del día internacional. Lo limitado de los objetivos (una confederación de ambos Estados), sin embargo, encajaba mucho mejor en el impulso constituyente de las calles que la refundación democrática de la RDA defendida en la Mesa Redonda. Por su parte, las críticas de los aliados no se hicieron esperar, especialmente dadas las ambigüedades irrendentistas del canciller alemán reticente a un reconocimiento explícito de los límites territoriales de Alemania. Lejos de facilitar la situación, las potencias aliadas, especialmente el Reino Unido y Francia, advirtieron de los riesgos que implicaba una Gran Alemania para la construcción europea. Sin embargo, dada la naturaleza constituyente del proceso en curso, poco se podía hacer ya para impedir la resolución de una cuestión a la que se había dedicado el trabajo diplomático de varias décadas y que, a fin de cuentas, era perfectamente resoluble en los términos de la política de los Estados nacionales sin mayores riesgos que los de perder en las negociaciones de una eventual unificación. Ante el desarrollo autónomo de los acontecimientos, primero Hans Modrow, y más adelante el propio Nuevo Foro (hacia finales de enero), reconocieron la

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culo 116 (ius sanguinis) e incluso se podía resolver el problema territorial de las fronteras por medio de eufemismos legales como la definición de la frontera germano-polaca en la conocida expresión “frontera occidental de Polonia” (que no necesariamente frontera oriental de Alemania). La segunda vía veía en el artículo 146 de la Ley Fundamental la posibilidad de zanjar de manera definitiva la cuestión nacional y dar paso, incluso, a un mundo “post-nacional”, entendiéndose por tal un mundo en el que el Estado-nación no fuese ya la unidad institucional básica con la que se articulase el poder soberano. Ante las resonancias etnonacionalistas de la vía del artículo 23, diversas figuras intelectuales, partidos políticos y organizaciones sociales de izquierda se aprestaron a exigir la efectuación del artículo 146, esto es, la convocatoria de un referendum que dejase atrás el provisorio que era la Ley Fundamental y constituyese la nueva Alemania como un Estado nacional con base en una concepción cívica y no étnica de la nacionalidad. El debate se cerró, como es sabido, con la implementación de la primera solución a través de los diferentes “tratados de unificación” (Einigungsverträge)28. Y si bien es cierto que la matriz etnonacionalista realizaba importantes concesiones en materias tan sensibles para su propia configuración como la territorialidad, el hecho es que los peores resultados fueron para el proyecto teórico neorrepublicano que identificaba en el “Patriotismo Constitucional” (Verfassungspatriotismus) la alternativa política al etnonacionalismo. Esta apuesta teórico-normativa, defendida en el debate público por el filósofo Jürgen Habermas, partía de las condiciones institucionales y culturales específicas en que se había desarrollado la República de Bonn como un punto de partida, obviando que había sido en la RDA donde se había producido la ruptura constituyente. De acuerdo con la argumentación habermasiana, cuatro décadas de democracia continuada sin necesidad de un Estado nacional unificado habían demostrado que era perfectamente posible instituir un Estado republicano eliminando la identidad nacional del dispositivo de legitimación procedimental del régimen político. Gracias a la des-diferenciación cognitiva respecto al “ser alemán” que hacía posible la práctica efectiva de la democracia, el “ciudadano federal” (Bundesbürger) había dejado atrás la era de los nacio-

nalismos para adentrarse en el kantiano mundo cosmopolita de lo postnacional. El éxito de los cuarenta años de RFA habría permitido producir una fides política al régimen estrictamente procedimental, carente de los elementos emotivos y simbólico-culturales inherentes a la matriz etnonacionalista y que, en su desarrollo, siempre abocarían a la actualización del irredentismo teutón y las tentaciones belicistas o hegemonistas sobre el conjunto de Europa. Huelga decir que el propio desarrollo posterior de los hechos invalidó las hipótesis habermasianas y que, por el contrario, el uso adecuado de emociones y juegos simbólico-culturales por parte de las elites dirigentes de la RFA culminó con éxito el proyecto de II Unificación de Alemania liderado por Helmut Kohl. Para bien o para mal, pero en todo caso para negación de las tesis habermasianas, la democracia representativa de la RFA de la que tan orgulloso se sentía el filósofo en su condición de patriota constitucional permitió que la RDA se fragmentase en cinco nuevos Länder y Berlín se reunificase y convirtiese en la nueva capital de un Estado nacional. En lo sucesivo, el Estado a-nacional republicano de Habermas, la República Federal (Bundesrepublik), recuperaría en los usos lingüísticos cotidianos la denominación de “Alemania” (y no sólo para los propios implicados, sino también para el resto de la comunidad internacional). Aunque el paso de la República de Bonn (RFA, 1949–1989) a la República de Berlín (Alemania, 1990–hoy) se pudo cerrar rápidamente mediante la correspondiente previsión constitucional, la posterior institucionalización de la República de Berlín puso de manifiesto un déficit de legitimidad democrático que, al tiempo que ha cuestionado la matriz identitaria del nacionalismo germánico, ha dado pie a una inédita escisión nacional entre Este y Oeste. A consecuencia del desigual reparto de costes de la unificación, el cleavage Este-Oeste hizo surgir dos identidades subnacionales mutuamente excluyentes. Los alemanes orientales pasaron a verse como Ossies y los occidentales como Wessies. En la extinta RDA las tensiones entre alemanes occidentales y orientales fueron canalizadas institucionalmente por medio del crecimiento electoral del PDS. Durante la década de los noventa y buena parte de los dos mil, el PDS sería, de hecho, la única institución superviviente de la RDA. Votar al PDS se convertiría en un ejercicio de “Ostalgie”29. Sólo reciente-

28 Aunque como tal sólo hay un único Tratado de Unificación (Einigungsvertrag) —y no de “reunificación—, se suele denominar como “tratados de unificación” (Einigungsverträge) a los diversos tratados implicados de una manera u otra en la implementación de la II Unificación de Alemania (esto incluiría, por ejemplo, al tratado 2+4 con las potencias aliadas que regula la condición internacional de la Alemania Unificada o el tratado sobre la capitalidad de Alemania que estableció la capital en Berlín).

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29 Conocido juego de palabras a partir de “nostalgia” (Nostalgie) y Este (Ost) que resultaría de privar de la “N” inicial a la palabra para evocar así una suerte de “nostalgia del Este”.

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La caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989 constituye un acontecimiento histórico que pronto fue elevado a la categoría de una auténtica mitología de la modernidad. Al igual que sucedió con el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki o la Revolución de 1917, la caída del Muro marca una cesura entre dos épocas, entre la Guerra Fría y la Era Global. Con la Revolución de 1989 se cerró, además, el corto siglo XX que había comenzado con la I Guerra Mundial y la Revolución de 1917. Y en una perspectiva histórica de más largo alcance incluso, no resulta difícil ligar 1989 a su bicentenario, la Revolución de 1789 o, para el caso, al fin del largo proceso de gestación de la moderna gramática política que dio comienzo con la ruptura renacentista y las guerras de religión. Desgranar hoy la mitología originada por la caída del Muro de Berlín requiere diagnosticar la profundidad de las crisis que con ella se organizan en el mando semiocapitalista: la crisis de la izquierda (de la gramática política del mundo contemporáneo), la crisis del trabajo (de la sociedad postindustrial), la crisis del Estado nacional (de la soberanía en un mundo globalizado), la crisis de la modernidad (de los grandes relatos ideológicos de legitimación), etc.; crisis todas ellas que nos sitúan a un tiempo en nuestro umbral y nos proyectan hacia un futuro para el que seguimos huérfanos. Veinte años después de la caída del Muro de Berlín, las palabras con que Alexis de Tocqueville afrontaba los cambios políticos de su tiempo cobran pleno vigor: “Il faut une science politique nouvelle à un monde tout nouveau.” Para comenzar esta Ciencia Política será preciso olvidar los esquemas interpretativos derivados de los viejos esquemas ideológicos de la Guerra Fría. La te-

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mente, de hecho, tras la fusión de dicho partido con la escisión socialdemócrata liderada por Oskar Lafontaine ha conseguido el PDS (ahora renombrado Die Linke) superar la barrera del 5% en los Länder occidentales. En otro orden de cosas, la construcción del nuevo Estado nacional empeoraría la situación de la única minoría nacional de la extinta RDA: los sorabos, sorbios o serbo-lusatas: reconocidos como minoría nacional, los sorabos vieron como la II Unificación de Alemania los dividía administrativamente entre dos distritos, liquidaba derechos culturales reconocidos por la RDA y no alcanzaban siquiera las condiciones de las minorías nacionales de la Alemania occidental (caso, por ejemplo, de la minoría danesa de Schleswig-Holstein, que dispone de una representación estable en el parlamento del Land). La situación de los sorbios, de hecho, puede ser un buen indicador de los efectos germanizadores de la implementación de la Unificación llevada a cabo por Helmut Kohl. Por último, hemos de considerar aquí otro aspecto más negativo aún derivado de la manera en que fue realizada la unificación. Al no aprovechar la oportunidad constituyente para redefinir la matriz identitaria del nacionalismo alemán, el repliegue que siguió a la Unificación se demostraría particularmente duradero y útil a los recurrentes brotes de xenofobia y racismo. En los años inmediatamente posteriores a la unificación, en lógica coherencia con las dinámicas cíclicas de la movilización política, la caída de la participación se tradujo en la radicalización de repertorios de acción colectiva y la emergencia de un contramovimiento xenófobo de gran implantación en la extinta RDA. La pervivencia del autoritarismo, la ausencia de perspectivas vitales y el desigual reparto de

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A modo de conclusión

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los costes de la unificación condujeron a un auge de la extrema derecha durante la década de los noventa que alcanzó incluso a tener presencia en diversos parlamentos regionales y otras instituciones. Con todo, contrariamente a los peores vaticinios de los agoreros de turno, la II Unificación de Alemania no supuso el advenimiento de un IV Reich ni nada parecido. El arraigo de la democracia en la cultura política germana es desde hace años uno de los más elevados de Europa y así lo demuestra, entre muchas otras cosas, el vigor de su movimiento antifascista.

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oría del totalitarismo debe ser reevaluada en la justa medida de sus méritos analíticos, pero sin por ello dejar de reconocer los lastres ideológicos que arrastra. La divisoria fundamental entre democracia y autocracia ya no pasa hoy por la defensa de la primera frente a un exterior, sino por la identificación de las tensiones internas que la amenazan. La democracia no es un diseño institucional determinado, tampoco una Constitución, y menos aún un estado de cosas que, una vez instaurado, no requiere de alguna modalidad agonística de praxis política para su funcionamiento. Al contrario, la democracia es un proceso que aboca a una permanente disyuntiva entre la democratización o la des-democratización. Trazar hoy la genealogía política del presente nos conduce, pues, a situar la caída del Muro en la perspectiva constituyente de la democratización y en el riesgo de su desdemocratización (en el agotamiento que comporta el poder constituido). El fin de las autocracias de la Europa del Este, en general, y de la RDA, más en particular, supuso el tránsito definitivo a la instauración de un modo de mando propio del capitalismo cognitivo. Frente a la negación de la disidencia, la represión directa y la comprensión del poder soberano como un ejercicio exterior al cuerpo social, el mando se constituye hoy sobre las bases del pluralismo óntico tal y como es reconocido en las bases del liberalismo clásico, esto es, como un pluralismo limitado, sometido a su institucionalización por medio de los dispositivos de control indirecto y regulado por las reglas del mercado. El disenso político, institucionalizado por medio de las distintas variantes de democracia liberal, asegura un mando capaz de integrar contradicciones a la par que rendirlas productivas al gobierno de las subjetividades antagonistas. Los riesgos de fuga o protesta se reducen así a su mínima expresión incrementando en todo momento la eficiencia sistémica. Esto último no significa, en todo caso, que no haya riesgos de colapso o implosión sistémica. Sin embargo, la progresiva homologación democratizadora (liberal) que acompaña al proceso globalizador imposibilita el riesgo de colapso y que, por ende, se originen situaciones prerrevolucionarias a la manera de la crisis que puso fin a la RDA. La disociación entre las constituciones formal y material de las sociedades que harían posible una ruptura constituyente acorde a los parámetros de las revoluciones conocidas discurre cada vez menos entre el interior y el exterior de un determinado soberano territorial (riesgos de fuga y protesta) y más en las contradicciones endógenas en que la subsunción global sitúa los poderes soberanos institucionalizados en el Estado nacional. La emergencia de un poder imperial global se afirma así

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como auténtico modo de mando precisamente por su capacidad para asegurar a los Estados nacionales su capacidad para aminorar las probabilidades de guerra y/o revolución. Correlativamente guerra y revolución se van definiendo progresivamente en función de las dinámicas imperiales. De la guerra de Iraq y la insurgencia iraquí a los estallidos de la banlieue francesa en 2005 o en la revuelta griega de 2008, pasando por la intifada palestina, el mundo posterior a la Revolución de 1989 no ha cesado de experimentar nuevas modalidades de guerra y revolución social mucho más fragmentarias, transnacionales, rizomáticas. La tendencia que se traza desde la caída del muro hasta hoy evidencia que los cambios en el mando son cada vez más cambios “en” el régimen político y no cambios “de” régimen político. No es de sorprender, por tanto, que el paso de lo “molar” a lo “molecular” se afirme con mayor claridad que en tiempos de la Guerra Fría. Esta transición en las escalas de lo político redefine por su parte la cuestión nacional más allá de los términos en que se ha venido formulando desde el nacimiento del Estado nacional. En este sentido, la revolución de 1989 inaugura una nueva fase que se remite al umbral de 1789, momento en que Estado y Nación se conjugaron en el paso histórico hacia la biopolítica. La mutación de la estructura de la soberanía en su modalidad imperial actual sitúa al Estado nacional en crisis. El vínculo que en la Declaración Universal de Derechos del Hombre y el Ciudadano ligaba Estado y nación (“todos los hombres nacen libres e iguales”) está siendo cuestionado tras la caída del Muro en la misma medida en que los ámbitos decisionales son desplazados a niveles superiores e inferiores al del propio Estado nacional. Con todo, lejos de validarse la hipótesis del discurso “postnacional” (entendido como lo “postEstado nacional” a la manera del patriotismo constitucional habermasiano), la política posterior a 1989 brinda la posibilidad de resituarse en el horizonte abierto con los comienzos de la propia modernidad, en el momento en que la Nación se constituía como instancia de legitimación frente al Estado absolutista. La clave de una reconceptualización adecuada al devenir global requiere, no obstante, resituar otros conceptos a los que se ha venido ligando, ya se remitan estos a la constitución del cuerpo social (pueblo, multitud, etc.), ya se vinculen con los procedimientos de legitimación de la decisión (poder constituyente, república, etc.). A fin de cuentas, si alguna lección nos ha legado la caída del Muro de Berlín es la necesidad de redefinir por completo la heurística de la emancipación.