EL MISTERIO DE LA IGLESIA Es grande la crisis que aflige a la Iglesia por culpa de algunos eclesiásticos, sobre todo de miembros de la jerarquía y hasta del propio Papa como doctor privado, o incluso del Papa en cuanto tal cuando no goza de la asistencia infalible del Espíritu Santo. Hace poco que algunos fieles se sintieron desconcertados sobremanera, una vez más, a la vista de determinadas afirmaciones de Benedicto XVI, en quien habían cifrado algunas esperanzas (“Motu proprio”, “levantamiento de las excomuniones”). Hay quienes se sienten tentados hasta de desconfiar de la Iglesia, como si hubiese muerto, y propugnan nada menos que el librepensamiento o la tercera era joaquinita del Espíritu Santo, la cual debería reemplazar, en su opinión, al Papa y a la Iglesia petrina. Recordémosles las certezas de la fe a estas víctimas del desconcierto. EL “MISTERIO” DE CRISTO, DE LA IGLESIA Y DEL PAPA Hace dos mil años que los judíos hicieron correr una piedra grande a la puerta del Santo Sepulcro y pusieron de guardia a varios soldados; pero la piedra la apartaron los ángeles cuando Jesús resucitó de entre los muertos y venció el mal por conducto de su aparente derrota en la cruz. El cristianismo es la religión de la victoria mediante la pérdida, entre otras cosas y sobre todo, de la propia vida. Por eso no hay piedra sepulcral que pueda contenerlo. La historia, a falta del catecismo, debería habérnoslo enseñado: la Iglesia crece y se refuerza cuando parece haber sido aniquilada. Los “gaffes” [“las meteduras de pata”] de los eclesiásticos y, peor aún, sus yerros doctrinales, especialmente los del clero y la jerarquía, constituyen una prueba palmaria de su indefectibilidad, como se lo aseguraba el cardenal Consalvi a Napoleón: «Majestad, dejaos de tonterías. Ni siquiera nosotros, los sacerdotes, hemos logrado destruir a la Iglesia romana en mil ochocientos años. No es hechura humana. Tampoco Vos lo lograréis». Y, efectivamente, Napoleón no lo logró... Eso debería enseñarnos algo a nosotros también. Nosotros, los cristianos, somos “papistas”, ciertamente, puesto que Cristo fundó su única y verdadera Iglesia sobre Pedro y los sucesores de éste (los Papas). Eso nos distingue de los protestantes y de todas las sectas heréticas o cismáticas, las cuales, contrariando la voluntad de Nuestro Señor, no reputan a Pedro por principio y fundamento suyo, dotado de un auténtico primado de jurisdicción. Pero no por ser papistas negamos los hechos “poco hermosos” de los que pudieron ser responsables algunos Papas en tanto que hombres o a título de doctores privados, como tampoco negamos los errores y ambigüedades que puedan darse en la enseñanza papal no normativa y, por ende, ayuna de asistencia infalible, como, por vía de ejemplo, los que se verificaron en el concilio “pastoral” Vaticano II (1). De ahí que no tengamos necesidad de mudar de religión o de iglesia ante la gangrena espiritual que devora al mundo católico. El remedio no es Buda ni Mahoma, ni tampoco el “librepensamiento” o el joaquinismo. Basta con que nos atengamos a lo que la Iglesia ha enseñado siempre tocante al misterio de Cristo, la Iglesia y el Papa. Nuestra fe, que se compendia en el credo y se explica en el catecismo, nos enseña que el Papa es el vicario de Jesucristo en la tierra. Es la piedra sobre la que Cristo edificó su Iglesia y contra la cual «no prevalecerán las puertas del infierno». * Jesucristo, Dios y hombre verdadero, es un misterio que se define como “unión hipostática”. Tal misterio causó desconcierto a menudo durante su vida y especialmente en el curso de su pasión, cuando su «naturaleza divina se escondía y dejaba entrever sólo la humana, que sufría terriblemente» (San Ignacio de Loyola), cuando parecía «más semejante a un gusano que a un hombre» (Isaías). Los propios Apóstoles se escandalizaron, perdieron el espíritu de fe, renegaron de Jesús o lo abandonaron al no alcanzar a comprender ni admitir que el Mesías pudiera ser derrotado y humillado. * La Iglesia es Cristo que se continúa en el curso de la historia. También ella consta de dos elementos: el divino (el principio que la fundó y la vivifica, o sea, Cristo y su gracia, y el fin a que tiende, es decir, el cielo y Dios visto “cara a cara”) y el humano (los miembros de que se compone, los hombres, tanto los meros fieles cuanto la jerarquía). A lo largo de la historia de la Iglesia hay páginas gloriosas, páginas poco hermosas y otras francamente feas. Si no creyéramos con la virtud teologal de la fe en el origen divino de la Iglesia y en la protección que le dispensa Jesús “siempre, hasta el fin de los tiempos”, correríamos el riesgo de escandalizarnos y perder verdaderamente esa fe “sin la cual es imposible agradar a Dios” (San Pablo).

* El Papa es un hombre, pero asistido infaliblemente por Dios, aunque sólo en determinadas condiciones que ni le quitan ni le añaden nada a su naturaleza humana débil y caduca. El propio San Pedro negó a Cristo no una, sino tres veces nada menos («¡Yo no conozco a ese hombre!»). Por consiguiente, hay que tener siempre presentes, por lo que toca a Jesús, la Iglesia y el Papa, sus dos elementos: el humano (y, por tanto, “deficiente”) y el divino (y, por ende, “impecable”). Si sólo se ve el primero, se cae en el racionalismo naturalista y se niega la fe teologal; si se hace caso sólo del segundo, se verifica un deslizamiento hacia un angelismo rigorista y “purista”, o pneumatismo cátaro, que conduce igualmente a la ruina («todo exceso es un defecto»). No se puede negar, en el caso de Benedicto XVI, su forma mentis filosófica y dogmáticamente modernista, que adquirió desde sus primeros años de formación en el seminario. Él mismo lo confirma en su autobiografía. Esta forma mentis se echa de ver en sus escritos y se manifestó asimismo en su viaje a Tierra Santa, durante las reuniones interreligiosas con moros y judíos. Con todo y eso, no se puede por menos de constatar que la sabiduría de la Iglesia refulgió también en esta ocasión, por lo menos en los discursos “histórico-políticos” del Papa Ratzinger, que presuponían siempre, especialmente en Tierra Santa, un sustrato teológico no indiferente (2). Se trata del “misterio” de los dos elementos que caracterizan a Cristo, la Iglesia y el Papa. Atención a no separarlos, sino a “distinguir para unir”. No se puede negar la formación kantiano-inmanentista de Ratzinger, pero tampoco se le puede lapidar –en aras del odio al papado y al papismo– por cada palabra que diga o deje de decir. ¡Caveamus! [¡Tengamos cuidado!]. Así como Cristo es la «piedra angular rechazada por el constructor, pero que hace trizas a todo el que tropieza con ella», así y por igual manera el Papa es el vicario en la tierra de dicha “piedra angular”, y «quien toca al Papa en cuanto tal muere» (Pío XI). No vale siempre, ni sólo, el aut-aut en los tres casos de Cristo, la Iglesia y el Papa, sino que algunas veces vale asimismo el et-et. De ahí que sea lícito mostrar históricamente las deficiencias (aun doctrinales) de que adolecen algunos Papas, con tal que se proceda como San Pablo: «Pero cuando Cefas [Pedro] fue a Antioquía, en su misma cara le resistí, porque se había hecho reprensible»; es reprensible y es Pedro, es decir, Papa: “et-et”. EL MISTERIO DE LA “PASIÓN DE LA IGLESIA” Creo que la situación actual es análoga a la pasión de Cristo, en la que «la Divinidad se esconde (...) y (...) dexa padescer la sacratíssima humanidad [de Jesús] tan crudelíssimamente» (San Ignacio, Ejercicios Espirituales, nº 196). Ya Sto. Tomás de Aquino escribió: (Adoro Te devote): «In cruce latebat (...) deitas»: la divinidad de Cristo se hallaba escondida, eclipsada, en la cruz, “no se la veía”, o, por mejor decir, Él dejaba que su humanidad sufriera crudelísimamente, hasta el punto de que era «más semejante a un gusano que a un hombre» (Isaías). El padre Luis de la Palma escribe: «Supera toda nuestra comprensión el hecho de que el Hijo fuese abandonado» (La Passione del Signore [La pasión del Señor], Milán: Ares, 1996, pág. 192). El Aquinate explica en la Suma Teológica que «Dios permitió milagrosamente que la humanidad de Cristo se angustiara ante el abandono (aparente) que sufría por parte de Dios, y ello aunque no dejaba de permanecer unida hipostáticamente a la persona divina del Verbo, ni dejaba tampoco de gozar de la visión beatífica. Se permitió tal cosa porque para entrar en el reino de los cielos es menester pasar por muchas tribulaciones» (cf. III, q. 45, a. 2 y q. 46, a. 8). Y seguimos leyendo en la Suma: «Se debió a un milagro que la divinidad no redundara en la humanidad de Cristo» (III, q. 45, a. 2 ad unum), «para que [Él] pudiese obrar, mediante sus sufrimientos, el misterio de nuestra redención» (III, q. 54, a. 2 ad tertium). El propio Jesús llamó nuestra atención sobre tal misterio cuando gritó en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La respuesta al porqué no fue inmediata, sino que hubo que contentarse, durante la pasión, con el “hecho”. También hoy, en la pasión de la Iglesia, se esconde su elemento divino y sólo se deja ver el humano, y esto de la manera más fea o “vermiforme”. Éste es un misterio que deriva del de la unión hipostática y del de los dos elementos (el divino y el humano) de la Iglesia (que es Cristo que se continúa en la historia). Jesús predijo a sus Apóstoles este eclipse suyo (y de ellos): «Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche, porque escrito está: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas de la manada»; «He aquí que llega la hora, y ya es llegada, en que os dispersaréis cada uno por su lado y a mí me dejaréis solo» (Jueves Santo). Por eso Nuestro Señor exhorta a los Apóstoles y a nosotros en ellos: «Que no se turbe vuestro

corazón. Tened fe en Dios y en mí». Y explica: «Os he dicho estas cosas para que no os escandalicéis (...). Cuando llegue la hora recordad que os hablé de ello». El sábado santo sólo María santísima conservó plenamente la fe en la divinidad y resurrección de Cristo. «Sola, la Virgen esperaba (...). Sola en su fe (...) creía sin el menor asomo de duda que Jesús resucitaría (...). Tanto los Apóstoles cuanto los discípulos no creían [plenamente, precisan los teólogos; n. del a.] en la resurrección (...). María recordó que resucitaría al día siguiente. Pero aquéllos no lograban creerlo [a la perfección] (...). María era la única luz encendida en la tierra (...). El refugio de los pecadores que no lograban creer [perfectamente]» (Luis de la Palma, La Passione... cit., pp. 243-246). Gabriele Roschini escribe que la Magdalena vacilaba y que las apariciones a los demás se ordenaban a «corroborar su fe» (Vita di Maria [Vida de María], Roma: Fides, 1959, pp. 276 y 282), ya que «la debilidad de su fe constituía la fuerza de su testimonio» (pág. 283); y P. C. Landucci habla de la «fe débil y vacilante» de los Apóstoles y de que Jesús se les apareció para «reforzar su fe» (Maria Santissima nel Vangelo [María santísima en el evangelio], Roma: Paoline, 1945, pp. 436-437). Así, pues, no se debe afirmar que los Apóstoles habían perdido la fe por completo. Cuando Cristo se les aparezca después de su resurrección, no los condenará, sino que les dirá: «No temáis, soy yo; la paz sea con vosotros». También hoy, ante este terrible eclipse de la Iglesia, debemos pensar que no somos mejores que los Apóstoles; también hoy, como entonces, los católicos fieles se han dispersado cada uno por su lado. La Inmaculada Concepción es una sola. Cuando Pedro le cortó la oreja a uno de los soldados que venían a prender a Jesús, éste le reprendió diciendo: «¿(...) crees que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi disposición al punto más de doce legiones de ángeles? ¿Cómo van a cumplirse las Escrituras de que así conviene que sea?». He aquí el misterio que supera a la razón humana, pero sin contradecirla: el “cómo” y el “porqué”. En la pasión de Cristo y de la Iglesia hay algo misterioso y sobrehumano que nos sobrepuja. Hoy también podría mandarnos Cristo doce legiones de ángeles, mas no lo hará, pues así conviene que sea. El porqué se nos escapa, sólo lo podemos entrever en el claroscuro de la fe, pero non plus ultra (= no más allá). El padre Réginald Garrigou-Lagrange explica que «los Apóstoles, no pudiendo llevar el misterio de la muerte cruel del Salvador, abandonaron a su Maestro por un instante, en el mismo momento en que iba a consumar su obra. No vieron en ese instante más que el lado malo de las cosas y no lo que Dios realizaba en ellas» (Gesú che ci redime, Roma: Cittá Nuova, 1963, pág. 337) (*), y se escandalizaron, según estaba predicho. El gran teólogo dominico prosigue: «En cierto sentido, el misterio de la [pasión y] resurrección continúa en la Iglesia. Jesús la hizo a imagen suya, y si permite terribles pruebas, le da el hecho de resucitar de alguna manera y más gloriosamente después de los golpes mortales que sus enemigos le han asestado» (ibidem, p. 353) (**). Párese mientes en ello: los golpes que encaja la Iglesia en todos los siglos son mortales; ésta parece morir a consecuencia de los mismos, pero resurge más bella cada vez, «sin mancha ni arruga»; basta con esperar y no reemplazarla por un “maniquí”, que sería “un remedio peor que la enfermedad”. Romano Amerio, a quien “Sì Sì No No” entrevistó en 1987, respondió a la pregunta de cómo se podría salir de la crisis (de las variaciones sustanciales de la Iglesia con el concilio Vaticano II) diciendo que él sólo podía vislumbrar el principio remoto de la solución: la Providencia Divina, pero que el principio próximo era algo que no se le alcanzaba en absoluto. Lo mismo nos pasa a nosotros también. NI OBEDIENCIA INDISCRIMINADA NI SEDEVACANTISMO Los conflictos en el seno de la Iglesia no nacieron con Roncalli y el Vaticano II, bien que con éstos alcanzaron una gravedad especialísima. Por ejemplo, surgió ya claramente una divergencia, aunque sólo de acento y de “matices teológicos” habida cuenta del acuerdo sustancial que reinaba en lo doctrinal, entre el Apóstol Santiago, obispo de Jerusalén, y San Pablo, Apóstol de los gentiles, en el 58 d. C. (Hechos, 21, 15), cuando este último se personó en Jerusalén y Santiago le manifestó sus reservas. En efecto, mientras que San Pablo acentuaba la necesidad de la fe en Cristo (vivificada por la caridad) para la salvación eterna, el otro subrayaba asimismo la importancia de la ley mosaica para los cristianos llegados del judaísmo: si bien no la reputaba por necesaria para la salvación, seguía siendo para él un constitutivo importante del afecto a la historia y la religión de sus padres. Dicha cuestión ya se había debatido y resuelto en el concilio de Jerusalén (49 d. C); mas, con eso y todo, «las tensiones en la Iglesia primitiva seguían siendo graves aun después del concilio de Jerusalén» (D. Barsotti, Meditazione sugli Atti degli Apostoli [Meditación sobre los Hechos de los Apóstoles], Cinisello Balsamo: S. Paolo, reimpresión del

2008, pág. 379). El sacerdote Giuseppe Riccioti explica que «la acogida que se le dispensó a Pablo en la comunidad de Jerusalén fue una acogida diplomática (...) en Jerusalén vivían, unos junto a otros, helenocristianos y judeocristianos, con sus inclinaciones respectivas» (Paolo Apostolo, Roma: Coletti, 5ª edición, 1946, p. 459). El concilio de Jerusalén había hablado claro, pero si bien «la cosa era clarísima en teoría, en la práctica, en cambio, el peso de la humanidad no le permitía a este grupo o a aquél elevarse hasta una cumbre tan sublime. Y entonces los Apóstoles, que señoreaban sobre los demás, propusieron compromisos [no doctrinales, sino prácticos] para acercar a los grupos» (ivi). El Apóstol Santiago le reprochaba a San Pablo la excesiva libertad que preconizaba respecto del mosaísmo, mejor dicho, el abandono que propugnaba de éste; Pablo, por su parte, enseñaba, en conformidad con el concilio jerosolimitano, «que los paganos convertidos al cristianismo no tenían que preocuparse de las observancias judaicas; pero con los judíos vueltos cristianos (...) era más permisivo, y dejaba a su conciencia que continuaran o no con las prácticas de la ley [mosaica], aunque sin dejar de afirmar que ésta no proporcionaba la salvación» (p. 461). Pablo siguió el consejo de Santiago e hizo voto de nazareato para no escandalizar con su comportamiento práctico a la gente sencilla que, procedente del judaísmo, se había convertido a Cristo; pero no podía faltar a la verdad: la ley mosaica fue superada por la fe en Cristo informada por la gracia santificante. De todos modos, se trataba de cuestiones prácticas, a diferencia de hoy, en que se dan unas posiciones doctrinales contradictorias, que pretenden conciliar lo verdadero con lo falso. El catolicismo ha abrazado siempre, como ponía Amerio de relieve, «una pluralidad de valores que están dentro de su verdad, pero no ya una pluralidad compuesta de valores y no valores» (Iota unum, 1985, pág. 29). Es, además, un hecho histórico y divinamente revelado que San Pablo resistió a San Pedro a la cara (Gal 2, 11-21). Ahora bien, «contra los hechos no hay argumentos que valgan». En realidad, también tocante al pecado de San Pedro se da una divergencia accidental de opiniones entre Padres y doctores, si bien sobre un fondo de unidad sustancial, En efecto, San Jerónimo sostiene que Pedro y Pablo fingieron, uno al evitar a los paganos para “no escandalizar a los judíos” y el otro al “reprender” a Pedro. San Agustín se opone diametralmente a tal opinión. Para él Pedro «era realmente reprensible, pecó de hecho por la preocupación excesiva que le embargaba de no escandalizar a los judíos». No obstante, el pecado de Pedro fue venial, de fragilidad o semideliberado, no de malicia o plenamente deliberado. Santo Tomás de Aquino comparte la opinión de San Agustín (S. Th., I-II, q. 103, a. 4 ad secundum). Es cierto que Pedro no pecó mortalmente al estar los Apóstoles confirmados en gracia, sino tan sólo de manera venial y por fragilidad, como es asimismo un hecho indiscutible que San Pablo lo reprendió públicamente (Gal 2, 1121), puesto que la preocupación desmesurada que tenía de no chocar con los judíos mortificaba a los paganos convertidos al cristianismo. Mas, sobre todo, el acto de Pedro, con ser práctico de suyo, habría comportado como “conclusión teórica”, de no haber sido corregido, el triunfo de la herejía judaizante, la cual pretendía era necesario para salvarse, incluso después de Cristo, respetar las reglas ceremoniales del mosaísmo. Por eso Pablo debió corregir a Pedro en público, y éste aceptó la corrección pública de aquél; el primero no se declaró “sedevacantista”, ni el segundo excomulgó a quien le resistía a la cara y en público. Así, pues, consta en la revelación divina que es lícito, y a veces constituye incluso una obligación moral, corregir públicamente a la autoridad papal si su error es público y comporta graves daños para la fe y las almas (3). Por último, a quien sostiene que es obligatorio obedecer a la autoridad eclesiástica siempre y en cualquier caso, se le puede responder, con el Padre Guido Vernani da Rimini, O. P. (De potestate Summi Pontificis), que Cristo quiso sufrir libremente la muerte que le infligía Pilatos a instigación del Sinedrio, mas sin aprobar como justa la inicua sentencia: «los que me han entregado a ti tienen mayor pecado». Jesús reconocía al mismo tiempo la autoridad legítima de quienes le condenaban: Pilatos y Caifás eran culpables, pero eran y no dejaban de ser “pretor” y “Sumo Pontífice”. Por eso Jesús respondió a la pregunta de Caifás, a quien el evangelio de San Juan (11, 49) denomina “Sumo Sacerdote”. Éste, precisamente en cuanto Sumo Sacerdote, no a título personal, como mero hombre, profetizó la muerte de Cristo por todo el pueblo (Juan 11, 52); y por eso también le dijo Cristo al procurador Pilatos: «No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto» (Jn 19; 11). Conque Jesús reconoció que Pilatos tenía poder y lo ejercía, aunque se servía mal de él, igual que lo tenía el Sumo Sacerdote (y, con él, el Sinedrio). Jesús no invocó la falta de autoridad de Pilatos o Caifás, que, sin embargo, mirando las cosas objetivamente –es decir, a juzgar por los actos que realizaban–, no obraban en pro del bien común. Respondió a sus preguntas, con lo que reconocía así el estado de hecho; no aprobó como buena su

injusta sentencia, pero tampoco arguyó que no ejercían de facto el poder por tener la intención objetiva de no procurar el bien común, o mejor dicho, por albergar el propósito de matar al propio Verbo encarnado; no, ellos eran gobernantes de hecho y como tales los consideraba él también: gobernantes de facto y de iure [de hecho y de derecho]. Cuanto a los Apóstoles, el libro de los Hechos (7, 52) es claro al respecto, y Santo Tomás explica que «así como a una persona querida que ha fallecido se la mantiene en casa algún tiempo antes de recibir sepultura definitiva, así y por igual manera los Apóstoles mantuvieron ciertos lazos con la Sinagoga antes de abandonarla formalmente» (S. Th., I-II, q. 103, a. 4). Sólo después de la muerte de Santiago, Apóstol y obispo de Jerusalén (62 d. C.), y de la destrucción del Templo (70 d. C.), los Apóstoles, especialmente San Pablo, se despiden formalmente de la Sinagoga y no le reconocen a los sacerdotes ningún poder. Antes de tal suceso, aun después de la muerte de Cristo (durante unos treinta o cuarenta años), los Apóstoles siguieron frecuentando las sinagogas para predicar el evangelio, y respetaron asimismo la autoridad del Sumo Sacerdote pese a haberse manchado con un deicidio. Sin embargo, a la orden de éste de no predicar a Jesús crucificado y resucitado respondieron aquello de «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Por consiguiente, no debe formularse de manera indiscriminada la objeción que se basa en la obligación de obedecer, como si ésta se extendiera a las órdenes ilícitas, sino que ha de plantearse con las precisiones debidas y con las excepciones que confirman la regla. El propio San Pablo nos reveló lo siguiente bajo el influjo de la inspiración divina: «Aunque yo o un ángel del cielo os revelase otro evangelio, sea anatema». Nada habló de obediencia absoluta, pero tampoco dijo que se declarara “vacante la sede [paulina o angélica]”. Es menester el sentido de los matices y las distinciones, que desgraciadamente falta a menudo por completo, en esta crisis que aflige a la Iglesia desde 1958 hasta hoy. CONCLUSIÓN San Ignacio de Loyola escribe en los “Ejercicios espirituales” (nº 318) (4) que, en tiempos de confusión, no se ha de mudar de propósito ni de conducta, sino que hay que permanecer firmes y seguir obrando como antes, sin pretender ver claro, puesto que “el demonio pesca en río revuelto”. Así, pues, en los casos de aridez, oscuridad, desolación, “noches del sentido y del espíritu”, hace falta seguir hacia adelante como antes, incluso sin ver, o por mejor decir, debiendo contentarnos con carecer de luces, puesto que Dios permite tal oscuridad para purificar el alma de sus fieles y empujarlos así a tener más confianza en Él que en sí mismos y a “esperar contra toda esperanza”, sin pretender ver en la inevidencia (quod repugnat). También Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz enseñan la misma doctrina, que es común en teología ascética y mística. Análogamente, en la crisis actual hay que seguir haciendo lo que la Iglesia hizo siempre, sin aventurarse, como hacen algunos que hasta pretenden gozar de certeza absoluta al respecto, en “novedades” azarosas, tipo “tercera era” del Espíritu, que podrían ser peligrosas (5). La crisis conciliar y postconciliar es un “misterio tremendo”. Ahora bien, el misterio está más allá de la razón humana, la supera, pero no es contrario a ella. Por tanto, «procuremos asegurar nuestra elección mediante nuestras buenas obras» (San Pedro), o sea, sigamos haciendo lo que la Iglesia ha hecho siempre (San Vicente de Lérins, “Commonitorium”, cap. III) y rechacemos las novedades que nos han llevado al estado actual de confusión dogmática, moral y litúrgica. Y conservemos pese a todo, junto con la fe y la práctica cristiana, la esperanza, virtud sobrenatural porque se funda únicamente en la palabra de Dios. También la noche que precedió a la resurrección de Jesús, nos recuerda Pío XII en un mensaje casi profético, «fue una noche de llanto y desolación, fue una noche de tinieblas». «Noche verdadera, noche de pasión, de angustia, de tinieblas; pero, no obstante, noche dichosa: vere beata nox, porque fue la única que mereció conocer el tiempo y la hora en que Cristo resucitó de entre los muertos, y, sobre todo, porque de ella fue escrito: et nox sicut dies illuminabitur [y la noche se iluminará como el día]. Una noche que preparaba la aurora y el esplendor de un día luminoso; una angustia, una tiniebla, una ignominia, una pasión que preparaban la alegría, la luz, la gloria, la resurrección». Así pasó con Cristo, así pasará asimismo con su Iglesia en cualquier tiempo de crisis. BERNARDINUS Notas:

(1) Una de las condiciones de la infalibilidad, tanto del magisterio ordinario cuanto del extraordinario, es que el Papa manifieste su voluntad de proponer a la Iglesia, para que la crea obligatoriamente, una verdad contenida en la revelación (oral o escrita). Ahora bien, la declaración del 6 de marzo de 1964 de la Comisión Doctrinal, que Pablo VI repitió en un discurso del 12 de enero de 1966, decía que «la Iglesia (...) no quiso pronunciarse en él ¡en el concilio Vaticano II,) con sentencias dogmáticas extraordinarias». Eso no significa forzosamente, como manifiestan algunos, que el Concilio quisiera pronunciarse dogmáticamente con sentencias ordinarias: «No nos propongamos darle al Vaticano II un asentimiento que él mismo no nos exigió» (A. X. Da Silveira, Qual é 1'autoritá dttrinale dei documenti pontifici e con ciliari? [¿Cuál es la autoridad doctrinal de los documentos pontificios y conciliares?], en “Cristianitá”, Placencia, enero-febrero de 1975, pág. 7. El profesor Bernard Bartmann escribe que el Papa, para gozar de la infalibilidad, «debe tener la voluntad de pronunciarse dogmáticamente, no la de dar una mera advertencia o nada más que una instrucción general» (Manuale di Teologia Dogmatica, Alba: Edizioni-Paóline, 1948, vol. II, pág. 417). El Padre B. Mondin escribe que “el Romano Pontífice” sólo es infalible «cuando habla desde la cátedra de Pedro (ex cathedra), o sea, cuando desempeña el oficio de pastor y maestro de todos los cristianos (...) y define que una doctrina relativa a la fe o a las costumbres ha de ser profesada por toda la Iglesia (...) vinculando así la fe de los creyentes» (La Chiesa. Trattato di ecclesiologia [La Iglesia. Tratado de eclesiología], Bolonia: ESD, 1993, pág. 304). La definición o el magisterio dogmático vinculante puede ser tanto “extraordinario” como “ordinario” en cuanto al modo, pero debe respetar las condiciones susomentadas para gozar de la asistencia infalible del Espíritu Santo. (2) El Papa celebró la primera misa en público en la tarde del 12 de mayo del 2009, entre Getsemaní y el Huerto de los Olivos; pudo reunirse en tal ocasión con los pocos habitantes de la franja de Gaza a los que el gobierno israelí había dado permiso para “videre Petrum” [“ver a Pedro”], un permiso que había negado a todos los demás, igual que había impedido al propio Papa trasladarse a Gaza por “motivos de seguridad”... Benedicto XVI dijo durante la homilía: «Nos hemos juntado aquí, al pie del Monte Olivete, donde Nuestro Señor rezó y sufrió, donde lloró por amor a esta ciudad y por el deseo de que pudiera conocer “el camino de la paz” (Lc 19, 42) (...). Como sucesor de Pedro, he seguido su mismo itinerario para proclamar la resurrección del Señor entre vosotros, a quienes una línea ininterrumpida une con aquellos primeros discípulos que vieron al Señor resucitado (...). Al encontrarme aquí, entre vosotros, deseo reconocer las dificultades, la frustración, la pena y el sufrimiento que tantos de vosotros habéis experimentado a causa de los conflictos que afligen estas tierras, así como las amargas experiencias del desplazamiento que han conocido muchas de vuestras familias». Luego añadió una reflexión importante sobre la piedra tumbal del Santo Sepulcro: «Volvamos a menudo a esta tumba vacía. Ratifiquemos nuestra fe en la victoria de la Vida (...). Jesús resucitó, ¡aleluya! Realmente resucitó, ¡aleluya!». Esta frase parece significativa, entre otras cosas porque algunos, que no sabían probablemente que la cosa no dependía del Papa, sino de Israel, se habían maravillado de que el Pontífice no hubiese ido a Gaza y habían predicho que tamaña “omisión de socorro” por parte del Papa constituiría una piedra sepulcral que sellaría definitivamente la tumba de la Iglesia de Cristo. El miércoles 13 por la mañana, el Papa, mientras celebraba la misa delante de la basílica de la Natividad, recordó que «Jesús fue “signo de contradicción” (Lc 2, 34) desde el día de su nacimiento y sigue siéndolo todavía hoy. (...) Aquí, en Belén, en medio de todo tipo de contradicciones». La tarde del mismo día Benedicto XVI visitó el “Caritas baby hospital” de Belén, donde les dijo a los niños pequeños encamados: «Os saludo afectuosamente en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, “el que murió, aún más, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios (...) e intercede por nosotros” (Rom 8, 34) (...). ¡El Papa está con vosotros! Hoy está él con vosotros en persona, pero todos los días os acompaña espiritualmente a cada uno de vosotros en sus pensamientos y en sus plegarias, y le pide al Todopoderoso que os guarde». Concluyó, por último, evocando significativamente a la Virgen de Fátima y recordando su promesa: «¡Al final mi corazón inmaculado triunfará!». Esta evocación tampoco nos parece casual. En efecto, sólo la intervención divina contra el mal que parece triunfar hasta en el ambiente eclesial puede volver a poner las cosas en su sitio, no los hombres por importantes y poderosos que sean. El Papa es consciente de ello y nos alienta con la certeza final de la victoria, la cual, no obstante, irá precedida de un grave castigo divino, como lo predijo la Virgen en Fátima (cf. Antonio Socci, Il quarto segreto di Fátima [El cuarto secreto de Fátima], Milán: Rizzoli, 2006,

severamente crítico respecto a Juan XXIII y al actual cardenal secretario de Estado del propio Benedicto XVI). Por último, muy entrada ya la tarde del 13, Benedicto XVI visitó el campo de refugiados de Aida y expresó su solidaridad con todos aquellos palestinos sin casa «que ansían volver al lugar donde nacieron, o vivir de manera permanente en una patria propia. (...) Sé que muchas familias se hallan divididas a causa de la prisión que sufren miembros suyos, o de las restricciones que afectan a la libertad de movimientos (...). Estad seguros de que todos los refugiados palestinos del mundo (...) son recordados constantemente en mis plegarias. (...) Siguen sin cumplirse vuestras legítimas aspiraciones a una patria permanente, a un Estado palestino independiente (...). El muro, es trágico que aún se sigan erigiendo muros». También en este punto debieron mudar de opinión los “ateos devotos”, que pensaban tener de su parte al intelectual, al profesor Joseph Ratzinger, visto que Benedicto XVI no se mostró indiferente al destino de los palestinos y se declaró netamente a favor de un Estado nacional palestino libre e independiente. (3) Muchos autores han tratado la cuestión de la resistencia (privada o pública) o del silencio obsequioso (ayuno de asentimiento) respecto de los errores eventuales y excepcionales de la autoridad suprema (cf. Santo Tomás, J. M. Hervé, J. Salaverri, F. Suárez, C. Pesch, F. de Vitoria, R. Belarmino, C. a Lapide, F. X. Wenz, P. Vidal, C. Mazzella, B. H. Merkelbach, V. Cathrein, A. Tanquerey, S. Cartechini, A. X. Da Silveira). Con todo, no hay consenso moralmente unánime, por lo que sólo cabe presentar la propia “tesis” como opinión probable: «In certis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas» («En lo cierto, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo, caridad»). Se ha debatido asimismo entre los teólogos, sin que se haya logrado alcanzar un parecer unánime, la posibilidad (remota y excepcional) de errores en documentos magisteriales (Hervé, Pesch, Salaverri, Merkelbach, Cartechini, T. Pegues, Da Silveira, J. B. Franzelin, L. Billot, C. Journet). De ahí que no se pueda presentar como “aclaración de un acto de fe” la “tesis” de una escuela teológica. (4) «En tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal desolación (...). Porque así como en la consolación nos guía y aconseja más el buen espíritu, así en la desolación el malo». Cf. otrosí los “Ejercicios espirituales”, nº 320, 321 y 322. (5) V. Sì Sì No No del 31 de marzo del 2009, p. 7, para la refutación tomista del joaquinismo, un error tan de moda hoy, que hasta el presidente americano Obama mencionó a Joaquín de Fiore en su campaña electoral. (v. Sì Sì No No, 31 de marzo del 2009, pág. 7, edición italiana). El Espíritu Santo no es el iniciador de una tercera era, sino que Cristo lo prometió y envió para que explicara a los Apóstoles toda la verdad que el propio Cristo les había enseñado y que ellos no habían entendido plenamente. El Paráclito, pues, no debe enseñar una ley novísima u otro evangelio más espiritual que el de Cristo, sino que debe tan sólo iluminar y dar fuerza para conocer y vivir bien la doctrina cristiana, que perfeccionó a la mosaica. (S. Th., I-II, q. 106, a. 4). Por eso la Iglesia de Cristo es el reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y durará hasta la consumación de los siglos. No es menester reemplazar el cristianismo por una tercera alianza; basta sólo con vivirlo cada vez más intensamente. Por lo demás, no deja de ser extraño que quienes hoy, escandalizados por la infiltración del judaísmo en los ambientes católicos, recurren al joaquinismo olviden que si bien Joaquín no fue judaizante, sí que lo fueron a ciencia cierta los joaquinitas. (*) Hay traducción española de dicha obra: Réginald Garrigou-Lagrange, El Salvador, Madrid: Ediciones Rialp, 1977; el texto citado figura en la página 413 de la edición española. (**) Esta cita figura en las págs. 432-433 de la edición española.

LA DIRECCION ESPIRITUAL UN ANTÍDOTO CONTRA EL MODERNISMO ASCÉTICO Contra el error por exceso: la herejía de la acción, modernismo ascético o americanismo (culto de la acción), y contra el error por defecto: quietismo o falso misticismo (culto del reposo total del alma), se alza la dirección espiritual, junto con los ejercicios espirituales de San Ignacio (de los que hablaremos en otro número), como medio para guiar a la santidad: a) iluminando la inteligencia tocante a los medios que hay que usar para alcanzar el fin último, y b) reforzando la voluntad para usarlos de verdad, no sólo veleitariamente. La dirección espiritual es parte integrante de la espiritualidad católica, en especial de la ignaciana, que nació en el siglo XVI para combatir el subjetivismo religioso luterano y que es hoy más actual que nunca como remedio contra las desviaciones modernistas –por exceso o por defecto– en el campo ascético y místico (cf. R. Garrigou-Lagrange, Santificazione sacerdotale nel nostro tempo [Santificación sacerdotal en nuestro tiempo], Turín: Marietti, 1945) (*). Naturaleza de la dirección espiritual – Dos errores opuestos La verdadera dirección espiritual es una guía esclarecida y bien equilibrada que sabe dar buenos consejos tocante a los medios que ha de emplear el dirigido para alcanzar el fin. El director tiene el cometido de explicarle al alma dirigida cómo debe recorrer el camino de la vida espiritual. Todos los autores están conformes en considerar “moralmente necesaria” la dirección espiritual para llegar a la santidad: «quien se dirige a sí propio está dirigido por un necio» (San Bernardo de Claraval) es la máxima que resume el pensamiento de los Padres los doctores de la Iglesia sobre la necesidad de la dirección espiritual. Sin embargo, al igual que pasa con cualquier medio, se puede usar mal de ella o por defecto (inexistencia de dirección) o por exceso (omnipresencia de la dirección y abuso de la misma). Los medios, en cuanto medios (“ea quae sunt ad finem” [las cosas que se ordenan al fin]), son buenos o malos no en sí, sino en la medida en que nos hacen alcanzar el fin o nos alejan de él. En el ámbito modernista se desprecia la dirección –error por defecto– en cuanto que, al decir de los modernistas, priva al hombre de su libertad: el americanismo, o modernismo ascético, insiste en el primado de la acción humana y lleva a la herejía de la acción natural ayuna de cualquier fundamento sobrenatural (naturalismo). Hablamos de ello en el artículo precedente. En los ambientes “tradicionalistas”, en cambio, puede darse a veces el exceso de dirección (error por exceso), del cual trataremos en el presente artículo. Confesión y dirección Ante todo, es menester distinguir la dirección, que aconseja los medios que reputa por mejores, de la confesión, que obliga y absuelve del mal: «El director aconseja, el confesor absuelve» (R. Plus, La direzione spirituale [La dirección espiritual], Turín: Marietti, 2ª edic., 1944, pág. 15). El director debe esclarecer aconsejando, no obligando, y ello para reforzar la voluntad del dirigido evitando atrofiarla o volverla esclava de sí mismo. El dirigido debe permanecer siempre libre, con la verdadera “libertad de los hijos de Dios”, y responsable de sus actos; nunca ha de volverse una persona que se halle como violentada por el director, quien sería, en tal caso, un manipulador de conciencias. El padre Plus insiste mucho en el hecho de que la dirección tiene tres objetivos: 1°) esclarecer el espíritu, 2°) fortificar la voluntad y 3º) consolar en las dificultades. En efecto, no basta conocer (punto lº), sino que es preciso asimismo querer el bien (punto 2º); pero para querer hace falta primero conocer (“nihil volitum nisi praecognitum” [“nada se quiere si no se lo conoce previamente”]). El tercer punto (consolar) es asaz delicado. «Las mujeres creen», por lo común, «que éste es el único objeto o el principal de la dirección. De este error dimanan muchos abusos: la necesidad inmoderada de hacerse consolar, de oír palabras confortadoras, las visitas exageradas o las cartas interminables» (ibidem, pág. 26). Todo eso es la negación de la verdadera dirección, que debe ser, ante todo, “razonable” y llena de “sentido común”. Ahora bien, la “gula espiritual” (confundir los consuelos de Dios con Dios consolador) es un defecto espiritual grave, un desorden de la inteligencia que pone a la sensibilidad en el primer plano y al cual le sigue el desorden de la voluntad, que abdica de su naturaleza (apetito racional y

razonable) para transformarse en sentimentalismo empalagoso, que relaja la voluntad y la vuelve esclava de un hombre cuyo cometido estriba, por el contrario, en llevar las almas a Dios, no a sí propio. Medio, no fin «Podemos hallarnos demasiado dirigidos», escribe el padre Plus (ibidem, p. 44), y volvernos también heterodirigidos por un hombre que ha olvidado que debe ser no más que un instrumento en manos de Dios a fin de que el Señor lo maneje para hacer que dé buenos consejos y fortifique la voluntad de las almas dirigidas. El director no es el fin (ni último ni tampoco próximo), sino sólo un medio que ha de usarse «tanto cuanto nos ayude a alcanzar el fin, ni más ni menos» (San Ignacio de Loyola). El padre Plus (ibidem, pág. 45) parangona al verdadero director con la estrella-cometa que apareció para esclarecer y guiar a los reyes magos hacia Jesús y luego desapareció una vez que llegó a la gruta de Belén. Si dicha estrella hubiese pretendido mantener centrada en sí la atención de los tres reyes magos, aunque no hubiese pretendido fijarla en sí propia principalmente, lo cual habría sido diabólico, sino que, pongamos por caso, la hubiese querido compartir con Jesús, no habría desempeñado el cometido de medio que le había asignado Dios, sino que habría usurpado el de “co-fin” al desviar de Cristo a los reyes magos (“ponere dúos fines haereticum est” [“poner dos fines es herético”]). San Juan Bautista es el patrón de los directores espirituales, visto que enseñó: «Preciso es que Él [Cristo] crezca y yo mengüe», y que mandó a sus discípulos con Jesucristo sin retenerlos junto a sí ni lo más mínimo, pues sabía que él, Juan, no era más que un medio, si bien óptimo y repleto de santidad desde el seno de su madre; mejor dicho: fue precisamente dicha plenitud de santidad la que hizo de él un instrumento apto, porque cuanto más pequeño es el instrumento, mejor se deja manejar por la causa principal (imaginaos una pluma tan grande como un árbol: sería inutilizable). El ego-ísmo o “culto de sí” (aunque no sea teórico, sino sólo práctico y pase casi inadvertido) es el principal obstáculo que debe evitar el director si quiere conducir las almas a Dios, no a sí mismo: «La dirección asidua es un sinsentido, como lo sería para una madre el llevar siempre en brazos a su chiquillo en vez de enseñarle a caminar (...) abandonándolo a sí mismo de cuando en cuando y alegrándose de que se libere y se aventure a andar por su propia cuenta» (ibidem, pág. 46). Del mismo modo, tampoco el dirigido debe volverse esclavo del director y depender de él como de una droga o de un psicoanalista. Por eso el director sabio y prudente «no deberá nunca imponerle a un alma sus gustos, ni sus atractivos, ni su modo de obrar y ver las cosas» (ibidem, pág. 47). Una vez que el director ha conocido al alma, con sus cualidades y defectos, y le ha enseñado los principios de la vida espiritual y qué medios tomar para llegar a puerto, «debe dejarla en manos del Espíritu Santo y examinar sus progresos [sólo] de vez en cuando, a largos intervalos» (ibidem, pág. 48). La confesión ha de ser frecuente, pero la dirección es otra cosa. Chautard propone para los principiantes la confesión semanal y la dirección mensual. Dom Columba Marmion enseñaba que «el director no es un fabricante de conciencias (...), el dirigido ha de aprender a caminar por sí solo, al menos en términos generales, reservándose el recurso al director sólo para los casos difíciles. Es peligroso recurrir al director para cosas que uno debería resolver por sí solo porque así se atrofia la propia conciencia» (citado por el padre Plus, ibidem, pág. 61). Los peligros de una dirección “demasiado fuerte” Otro defecto que el director debe evitar es el de «querer dominar y subyugar las almas, obsesionado por un ideal demasiado elevado, ejerciendo una influencia demasiado fuerte que a la larga enerva y debilita» (ibidem, pág. 50). El padre Plus escribe que tal defecto se da a menudo y «sobre todo entre los eclesiásticos» (ibidem, pág. 51). Los peligros son: a) El orgullo espiritual por parte del director, aunque se presente sub specie boni [bajo apariencia de bien] (sed de dominio espiritual), lo que volvería al orgullo aún más grave y peligroso («el diablo se transfigura en ángel de luz», para decirlo con San Ignacio de Loyola). b) Poner al dirigido en una senda que no es la suya (p. ej., una madre de familia ni puede ni debe vivir como una monja o una doncella: se debe santificar cumpliendo bien con los deberes de su estado, cuidando de su marido y sus hijos). c) Abatir al dirigido y volverlo apático, atrofiado de mente y voluntad, lo que resultaría contrario a la sana vida espiritual, que «no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona» (Sto. Tomás de Aquino). El abuso

de la dirección lleva a la “superstición”, que es propia de las sectas, no a la religión, que perfecciona al hombre elevando sus facultades al ámbito sobrenatural luego de haberlas templado en el natural. Puede sorprender la afirmación del padre Plus según la cual tal defecto «se da a menudo entre los eclesiásticos». Debería ser al contrario, pero, de hecho (o en realidad), el eclesiástico puede, al ocuparse de cosas espirituales, abusar de ellas o por exceso (la manía del dominio espiritual), o por defecto (falta de celo por las almas), y todo exceso es un defecto. No obstante, eso no debe empañar la nobleza y excelencia de la dirección en sí, visto que “el abuso no empece el uso”. Si el director advirtiera en sí tal inclinación defectuosa, debería corregirse; pero si no lo hiciera, el corregido podría y debería abandonarlo, como le pasó a Santa Juana de Chantal, a la cual un director imprudente había inducido a hacer voto de aconsejarse sólo con él, y a la que San Francisco de Sales aconsejó por eso que mudara de director. Si no hubiera sido así, habríamos tenido una loca más y una santa menos (Padre L. M. Barrielle, Rególe per il discernimento degli spiriti [Reglas para el discernimiento de espíritus]). El padre Rodolfo Plus, S. I., escribe que «algunos sacerdotes abusan de sus facultades al forzar, al menos moralmente, a los que recurren a ellos, a no acudir a otros» (ibidem, p. 18), y, por otro lado, «el alma no tiene derecho, bajo ningún pretexto, a abdicar de su responsabilidad» (ibidem, p. 52). San Alfonso Mª de Ligorio escribía: «Guardaos de impedir a las personas pías, en especial si son mujeres, que acudan a otro sacerdote; y cuando veáis que lo hacen, alegraos, más aún, aconsejad que a veces recurran a otros» (citado por el padre Plus, ibidem, p. 79). San Juan de la Cruz explica que son la soberbia, la presunción y los celos los que empujan a tales excesos de la sed de dominio espiritual, y aconseja a tales directores que dejen libres a sus dirigidos: «Deben, pues, estos tales dar libertad a estas almas, y están obligados a dejarlas ir a otros y mostrarles buen rostro, que no saben ellos por dónde aquella alma la querrá Dios aprovechar, mayormente cuando ya no gusta de su doctrina, que es señal que la lleva Dios adelante por otro camino y que ha menester otro maestro, y ellos mismos se lo han de aconsejar; y lo demás nace de necia soberbia y presunción» (Llama de amor viva, III, 61). Otro error a evitar es el de querer presentar la vocación como si ella dependiese del director o presentarla al alma como obligatoria so pena de pecado mortal y de condenación eterna. Pero de esto hablaremos en otro artículo. La dirección no exige necesariamente la obediencia Escribe el padre Faber (Progressi dell'anima nella vita spirituale [Progresos del alma en la vida espiritual]) que «el director no es el superior de un convento. Nuestra obediencia al primero es parcial mientras que al segundo es total. La jurisdicción del superior es universal; la del director sólo atañe a los puntos sobre los cuales le interrogamos. El superior nos manda como jefe; los consejos del director los provocan nuestras preguntas». El Padre Plus comenta lo siguiente: «La dirección no exige necesariamente la obediencia. Es un consejo esclarecido que se debe usar con prudencia» (ibidem, pág. 59). A esta diferencia se refería el padre Pío cuando le respondió brevemente a don Francesco Putti, quien le había manifestado que le pesaba no poder aprobar el consejo que le había impartido a un alma: «un consejo es sólo un consejo». La dirección sólo será fructífera si se evitan los errores explicados más arriba; en caso contrario no constituirá un antídoto contra el modernismo ascético y producirá “enanos o abortos espirituales”. A. H. (*) Hay versión española titulada “Santificación del sacerdote en el mundo de nuestro tiempo” publicada por las ediciones Rialp (nº 21 de la colección Patmos).

MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES Padre Jean-Michel Gleize “Much ado about nothing” (Mucho ruido y pocas nueces): es el título de una de las comedias más populares de William Shakespeare. Es también la reflexión que se impone cuando uno ha recorrido (en media hora) la última obra de Gérard Leclerc. A diferencia de la intriga que pone frente a frente a Claudio y Hero, Rome et les lefebvristes, le dossier (“Roma y los lefebvristas, el informe”; Ed Salvator, París, 2009) no tiene verdaderamente nada para cautivar al lector de buena voluntad. ¿Por qué? Porque el autor de este pequeño folleto no ha sabido encontrar el ángulo de vista adecuado. A pesar de las capacidades de observación que se le elogian de modo tan generoso en la contraportada de su libro, el editorialista de France catholique ha pasado sin más al lado del problema. El dossier o informe se queda verdaderamente muy corto, y no únicamente a falta de haber excedido el centenar de páginas. No es tampoco a falta de las mejores intenciones, se advierten fácilmente leyendo aquí y allá ciertas reflexiones que lindan con la ingenuidad. Pero no se improvisa experto en catolicismo cualquiera que lo desea. La explicación profunda de la resistencia opuesta por la Hermandad de San Pío X a las reformas conciliares es paradójicamente el papa Juan Pablo II quien nos la dio en un texto definitivo, puesto que es el que constata, con el aval más oficial de la autoridad romana, los verdaderos motivos de la ruptura acaecida con ocasión de la consagración episcopal del 30 de junio de 1988. En el motu proprio Ecclesia Dei afflicta que excomulga a Monseñor Lefebvre, Juan Pablo II declara: “La raíz de este acto cismático se puede individuar en una imperfecta y contradictoria noción de Tradición: imperfecta porque no tiene suficientemente en cuenta el carácter vivo de la Tradición”1. Diecisiete años más tarde, en el Discurso del 22 de diciembre de 2005, el papa Benedicto XVI renueva el mismo análisis y mantiene este postulado de la Tradición viva y evolutiva. La hermenéutica de la reforma, que es la idea maestra del sucesor de Juan Pablo II, corresponde a un “esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad” exigiendo “una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella” 2. Al lado de la Tradición y del magisterio, tales como Monseñor Lefebvre los conoció siempre, hay pues tanto para Benedicto XVI como para Juan Pablo II una Tradición viva, es decir un magisterio nuevo, un magisterio que ya no se define como un magisterio fiel a la transmisión de la verdad definitivamente revelada, sin cambio posible. Entre estas dos concepciones del magisterio, la oposición es irreductible. Oposición que culmina por ejemplo con la declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, que está en contradicción explícita con la encíclica Quanta cura del papa Pío IX: de estos dos textos, el primero dice exactamente lo contrario de lo que afirma (solemnemente, y beneficiándose del privilegio de la infalibilidad propio de las declaraciones pontificias ex cathedra) el segundo. Por mucho que hace poco “haya levantado” la excomunión fulminada en 1988 contra los cuatro obispos de la Hermandad de San Pío X, el papa Benedicto XVI no ha puesto término a esta oposición radical. Las palabras que dirigió al conjunto de los obispos para explicarles el sentido de esta remisión de la excomunión subrayan el alcance puramente disciplinar, y en suma oportunista, de este paso. “Los problemas que deben ser tratados ahora son de naturaleza esencialmente doctrinal, y se refieren sobre todo a la aceptación del Concilio Vat icano II y del magisterio postconciliar de los Papas. […] No se puede congelar la autoridad magisterial de la Iglesia al año 1962, lo cual debe quedar bien claro a la Fraternidad” 3. Tales son los hechos. Estamos pues bastante lejos de una simple querella teológica. Gérard Leclerc querría sin embargo hacernos creer que “las causas verdaderas de la rebelión de Monseñor Lefebvre” son ante todo de este orden (p. 21). Según él, el fundador de Ecône no supo comprender la evolución teológica que llevó a la redacción de los principales textos del Concilio Vaticano II (p. 22), pues nunca admitió que fuera legítimo reclamarse de otra teología que no fuese el tomismo que él aprendió (p. 30), era Monseñor Lefebvre de 1

Juan Pablo II, Motu Proprio Ecclesia Dei afflicta, par. 4. Benedicto XVI, Discurso a la curia romana, 22 de diciembre de 2005. 3 Benedicto XVI, Carta del 10 de marzo de 2009 a los obispos de la Iglesia católica. 2

otra escuela distinta de la nueva teología preconciliar, pertenecía a la escuela de la pura escolástica aprendida antaño en la Gregoriana (p. 37), y cuyo representante tipo fue el cardenal Billot (pp. 25, 30, 43). En definitiva, el problema lefebvrista se reconduciría a un problema de cultura: Monseñor Lefebvre era prisionero de una cultura teológica inicial (p. 26), encerrado en el clima de la cultura de su tiempo (p. 25), cultura y clima de la intransigencia católica (p. 22). Lo que Marcel Lefebvre no supo comprender es una nueva forma de cultura teológica, más abierta, tal como aparece por ejemplo en el padre de Lubac (p.39). Si se va hasta el extremo de estos razonamientos, el hombre no es más que producto de su medio y es a la sociología, erigida en nueva sabiduría, a quien hay que pedir la explicación profunda del catolicismo contemporáneo. Exégesis sociológica que nos trae el eco de la proposición condenada en el número 13 del Syllabus de Pío IX: “El método y los principios con que los antiguos doctores escolásticos cultivaron la Teología, no están de ningún modo en armonía con las necesidades de nuestros tiempos ni con el progreso de las ciencias”. El error estigmatizado por Pío IX se ha convertido en la idea maestra de Gérard Leclerc, el postulado que explica todo: se reconoce en él al discípulo de Emile Poulat, a quien por otra parte está dedicado el libro. A menos que no haya querido, a su manera, celebrar también él el aniversario de Darwin … A diferencia de la pieza de Shakespeare, cuya intriga termina por alcanzar su desenlace, el propósito de Gérard Leclerc desemboca en un callejón sin salida, aquél en que deben terminar por encontrarse, de buen grado o a la fuerza, todos los ideólogos. De esta ideología, los turiferarios de profesión han tomado rápidamente el relevo. De Minute (9 de septiembre de 2009) a Valeurs actuelles (17 de septiembre de 2009), la idea permanece fundamentalmente la misma: “Incomprensiones teológicas, querellas de lenguaje, que no siempre recubrirían desacuerdos dogmáticos”, he aquí lo que explicaría la oposición de los lefebvristas al Concilio Vaticano II. Y para sobrepasar esta oposición, bastaría “distinguir mejor el dogma, que no cambia y la teología, expresión humana del dogma que cambia como los hombres cambian en cada generación”. Este llamamiento al libre pensamiento teológico resume bastante bien la tesis de Gérard Leclerc, proveedor de explicaciones fáciles para todos aquellos que no ven (¿o no quieren ver?) la verdadera naturaleza del problema planteado por el Concilio Vaticano II a la conciencia de todos los católicos. Pero verdaderamente hace falta tener la fe para creer, y el dios tiene sin embargo cierta dificultad para salir de su máquina. ¿No decíamos ya nosotros, a la terminación del primer simposio de Paris de octubre de 2002, que el Concilio Vaticano II “aparece en ruptura radical con la Tradición católica” y que “no es exagerado decir que este concilio ha plantado las bases de una religión nueva”? 4 … En cuanto al pluralismo teológico, la Iglesia lo admite en el seno de la escolástica, es decir de una teología que toma su punto de partida en una sumisión sin menoscabo a las enseñanzas de la Revelación divina, tal como la guardan santamente y exponen fielmente los sucesores de San Pedro: la razón teológica es siempre aquella dirigida por la fe, y la expresión de la fe pertenece al magisterio. La nueva teología, que tuvo su resultado en los textos del Concilio Vaticano II, había sido condenada como tal por Pío XII (sin duda víctima él también de un bloqueo socio-cultural) en 1950 en Humani generis. Y lo fue precisamente en la medida en que su reflexión contradecía las enseñanzas del magisterio y operaba ya la ruptura que el Concilio iba a oficializar doce años más tarde, dando nacimiento a una nueva religión. La guerra que estamos obligados a hacer al Vaticano II no encuentra pues su explicación profunda en la visión maniquea de una teología antigua que se niega a abrirse a los nuevos métodos de investigación de una teología nueva. Esta guerra es una cruzada: es el combate de la fe, la operación de supervivencia de la Tradición, la reacción de las fuerzas vivas de la Iglesia frente al humo de Satanás que ha acertado a penetrar hasta el santuario.

4

Declaración final del 1º Simposio de Paris, 4-5-6 de octubre de 2002, reproducida en Magisterio de azufre, Editions Iris, 2009, p. 221.

De todo esto, Gérard Leclerc no ha visto absolutamente nada. Y como la mosca de la diligencia 5, sus apologistas habrán hecho mucho ruido … y pocas nueces.

*****

5

NdT: la mouche du coche, expresión francesa tomada de una fábula de La Fontaine, conocida en español como La mosca y los caballos, donde una mosca (mouche) se atribuye el mérito de haber hecho avanzar una diligencia (coche), en realidad remolcada por caballos.