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MADRID

DE LAS

MUJERES

UNA PRESENCIA INVISIBLE [1561–1833]

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El Madrid de las Mujeres. Una presencia invisible

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DIRECCIÓN GENERAL DE LA MUJER

© Comunidad de Madrid Consejería de Empleo y Mujer Dirección General de la Mujer Tirada: 1.000 ejemplares Imprime: B.O.C.M. Depósito Legal:

EL

MADRID

DE LAS

MUJERES

UNA PRESENCIA INVISIBLE [1561–1833]

I DIRECTORA DEL PROYECTO:

VALENTINA FERNÁNDEZ VARGAS

PRESENTACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Paloma Adrados

PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Valentina Fernández Vargas Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Aproximación demográfica a una presencia invisible Valentina Fernández Vargas

Las mujeres en EL CEREMONIAL PÚBLICO DEL MADRID MODERNO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 Mª José del Río Barredo

Las mujeres de la sociedad popular en Madrid durante el siglo XVIII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 Margarita Ortega López

Las mujeres en los espacios ilustrados madrileños . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 Pilar Pérez Cantó; Esperanza Mó Romero

Luxo, modas y costumbres: un debate ilustrado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173 Rocío de la Nogal Fernández

UNA VISIÓN REPUBLICANA DE MADRID. LA CORRESPONDENCIA DE SARAH LIVINGSTON JAY . . . . . . . 207 Carmen de la Guardia Herrero

PRESENTACIÓN

PRESENTACIÓN

Las mujeres hemos sido copartícipes en la construcción de la civilización y agentes activas en la formación de la sociedad, sin embargo hay un largo retraso en la toma de conciencia de esta realidad. En las últimas décadas se ha avanzado cuantitativa y cualitativamente en estudios que abordan la construcción psicológica, social y cultural del género y ha habido notables investigaciones antropológicas y sociológicas sobre las mujeres. Sin embargo, se ha avanzado mucho menos en averiguar las implicaciones que la diferencia de género ha tenido en el relato histórico. Ello es así, posiblemente, porque la subordinación derivada del sistema patriarcal y del género, como estructura de poder y control, es anterior al desarrollo de la civilización occidental y el androcentrismo que ha organizado nuestra sociedad ha hecho imposible una “historia de las mujeres”. La producción histórica sobre las mujeres sigue estando todavía lejos de los intereses que hoy ocupan la mayoría de las obras de historia. En el largo camino andado hasta “normalizar” las experiencias históricas de las mujeres, se inscribe la edición de esta obra elaborada por un importante elenco de investigadoras/or que nos ayuda a redescubrir la posición de las mujeres a través de casi cuatro siglos de historia. Su paisaje es Madrid, y su protagonista España. El recorrido se inicia en 1561, con la instalación de la Corte de Felipe II en Madrid, al parecer motivada por la búsqueda del bienestar de su esposa, Doña Isabel de Valois; culmina en 1931, con la promulgación de la Constitución de la IIª República, que aportó el reconocimiento del derecho al voto femenino. Este hecho supuso el acceso de las mujeres españolas a la ciudadanía y podemos considerarlo como el inicio de la superación de la discriminación por razón de género, una de las desigualdades que ha marcado a las sociedades de todos los tiempos.

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Es necesario poner el énfasis de la dimensión de género en la Historia y esclarecer, tanto experiencias femeninas relacionadas con el Estado, la ciudadanía, la modernización, los movimientos sociales..., como ausencias sólo explicables por conceptos tradicionales de poder, política,... Avanzamos con las autoras/or, en una Historia renovada, que pasa por incorporar a las mujeres en su calidad de protagonistas reales.

Paloma Adrados Consejera de Empleo y Mujer de la Comunidad de Madrid

PRÓLOGO

Valentina Fernández Vargas Investigadora científica de la Universidad de Políticas Comparadas CSIC. Profesora Honoraria del Departamento de Historia Contemporánea. UAM

Prólogo

En torno a 1988 la obra que ahora presentamos no era más que una cuestión retórica: ¿Cúal pudo ser la interacción entre Madrid y las mujeres que vivieron en la ciudad?. Pregunta que Don Virgilio Crespo, Director del centro de Documentación y Estudios para la Historia de Madrid de la Universidad Autónoma de Madrid consideró que merecía una respuesta, nos brindó su apoyo. Pero este, con ser importante, era insuficiente. Hacía falta, y utilicemos un término lleno de connotaciones de género, dotar al proyecto.Y esto es lo que hizo Doña Asunción Miura, en aquel momento Directora General de la Mujer de la Comunidad de Madrid. Sin ella, que duda cabe, esta Investigación no se hubiera llevado a cabo. A continuación, hay que mencionar a Doña Patricia Flores Cerdán, actual Directora General de la Mujer, a cuya generosa acogida, a su interés por nuestra investigación, se debe la Publicación que ahora presentamos. Pasemos ahora a exponer, a explicar, y a justificar, el contenido de la obra, su estructura científica. En primer lugar tuvimos que aceptar que la pregunta que constituía nuestro punto de partida era demasiado amplia, que había que acotarla. Así lo hicimos con el convencimiento de que lo que ahora presentamos cuenta con el suficiente interés como para que esperemos poder seguir trabajando en esta línea. Nuestros hitos cronológicos responden a dos importantes acontecimientos históricos. Iniciamos nuestra investigación en 1561, fecha en la que Felipe II instala su Corte en Madrid; según algunos autores buscando un lugar saludable para su esposa, Doña Isabel de Valois. La cerramos en 1931 porque el 10 de diciem-

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bre de aquel año se promulga la Constitución de la IIª República que, como es bien sabido, reconoce el derecho a voto de las mujeres. Como hemos escrito en otra ocasión1, termina entonces el periodo que hemos propuesto denominar de sufragio universal masculino, implantándose, realmente, el sufragio universal. Hemos elegido 1833 como año bisagra de nuestra investigación porque al fallecimiento de Fernando VII la Regencia de Doña María Cristina de Borbón –pues Isabel II tenía tres años– va a iniciarse con El Manifiesto de Gobernación (4 de octubre de 1833) que demuestra hasta qué punto la sucesión al Trono de España era, también, una cuestión internacional. Fecha, pues, de indiscutible peso histórico y de indiscutibles connotaciones de género. Al llegar a este punto queremos resaltar algo que ningún investigador podrá negarnos: la documentación específica sobre las mujeres, o con importantes referencias a mujeres, es abundante y rica en información. Otra cosa ha sido su consulta, como y por quien ha sido utilizada. O despreciada, u olvidada. Lo cual nos lleva, de nuevo, a nuestros contenidos científicos actuales que, insistimos, ante la magnitud de nuestros planteamientos iniciales, han sido elegidos buscando conjugar situaciones generales, o generalizables, con biografías puntuales. Iniciamos la obra con un estudio cuantitativo al que por las características de las fuentes, por las monografías existentes, no damos más valor que el de marcar tendencias. La cerramos con un estudio en el que a partir de la hipótesis de que las ciudades, su toponimia, sus monumentos, pueden ser considerados como peculiares acervos documentales, rastreamos los valores, la consideración social que determinaron el reconocimiento público, o el olvido, de determinadas conciudadanas.

1 Fernández Vargas, V. Sangre o dinero. El mito del Ejercito Nacional. Madrid Alianza editorial 2004

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Prólogo

Las investigadoras –el investigador– que han colaborado en esta obra son reconocidos especialistas en los temas que abordan; solo así era posible que sintetizaran en un espacio tan limitado como las páginas que les brindábamos, aspectos tan complejos como los que ahora nos presentan. Toda vez que nuestro objetivo básico es visualizar la situación de las mujeres en la vida madrileña, un buen punto de partida podría ser analizar su presencia en determinados actos públicos; por tanto, nos pareció pertinente iniciar la obra con un capitulo sobre su presencia en Los Cortejos rituales, tal y como lo aborda Mª José del Río Barredo. A continuación, Margarita Ortega plantea la situación de las mujeres de la Sociedad Popular, la interacción entre higiene pública e higiene privada. Pilar Pérez Cantó y Esperanza Mó, analizan los nuevos espacios de sociabilidad propiciados por la Ilustración, en tanto que Rocío de la Nogal nos proporciona una perspectiva sobre los debates planteados por la minoría ilustrada; en concreto sobre uno tan ligado a las mujeres, a determinadas mujeres sería más correcto decir, como el lujo. Carmen de la Guardia nos ofrece la crítica visión sobre el Madrid del siglo XVIII, de una extranjera: Sarah Livingston. La segunda parte se abre con un estudio sobre la prostitución en el que Matilde Cuevas analiza lo que pudo ser la vida, y la consideración social, de este colectivo a lo largo de todo el periodo que abarca la segunda parte. Julio Rodríguez-Luís dedica su estudio a un personaje literario que termina prostituyéndose: la de Bringas. Habida cuenta del realismo galdosiano esta novela debe reflejar un caso no demasiado excepcional. Mª José de la Calzada aborda aspectos muy concretos de la vida de Concepción Arenal: su presencia en los espacios públicos madrileños. En tanto que Ángeles Hijano dedica su estudio a un personaje que sería necesario revisar: la Reina Doña Victoria Eugenia de Battenenberg. Esperanza Frax y Mª Jesús Matilla dan una gráfica y rotunda definición sobre los grupos emergentes ligados al asociacionismo que no dudan en calificar de Géiseres femeninos. Más matizada

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será la visión que proporcionan Mª Jesús Santesmases y Carmen Magallón sobre las científicas y su situación, que sitúan entre el prejuicio y el orgullo. Finalmente, Pilar Folguera extiende su análisis a lo que hoy es la Comunidad de Madrid en una visión amplia, generalizadora. En resumen, y para concluir, los trabajos que ahora presentamos son, insistimos, una primera aproximación a nuestra problemática inicial. La entidad de los temas expuestos, la importancia de las preguntas suscitadas creemos que avalan nuestro deseo de que estos dos volúmenes sean el inicio de una serie que esperamos poder continuar.

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Valentina Fernández Vargas Investigadora científica de la Universidad de Políticas Comparadas CSIC. Profesora Honoraria del Departamento de Historia Contemporánea. UAM

Elisabeth de Valois

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Cuando en 1561, Felipe II instale en Madrid la capital de sus estados la decisión según señala J.M. Barbeito1, estaría motivada más por la elección de un lugar de residencia –el Alcázar– que por la situación concreta de la villa. La tradición recoge otra motivación que parece pertinente mencionar en una obra que sitúa el énfasis sobre las mujeres de Madrid: nos referimos a aquella referida a la precaria salud de la reina doña Isabel de Valois, y como la búsqueda de un lugar saludable para su esposa sería determinante en la decisión real. En cualquier caso, en 1561 Madrid era una villa cuyo digamos despegue demográfico, económico, político, social, cultural etc, va a ser imparable, e inseparable, del hecho de la capitalidad. Tomemos como indicador el hecho de que cuando en 1601 Felipe III traslade la Corte a Valladolid el descenso poblacional madrileño se calcularía en torno a las 60.000 personas. Indiscutiblemente, un tanto por ciento no despreciable de ellas estará constituido por mujeres; las criadas, las prostitutas, debieron de constituir un porcentaje significativo. El retorno de la Corte se logrará en 1606 merced a un donativo de 250.0002 ducados que la villa de Madrid concedería al Rey, el cual destinaría sus dos tercios para la construcción de un nuevo cuarto para la Reina doña Margarita de Austria3. El tercio restante se entregaría como indemnización al Duque de Lerma, el Valido responsable del traslado a Valladolid.

1 Barbeito J.M. “ La Capital de la Monarquía: 1535-1600 en Pinto Cresto V y Madrazo Madrazo S. Drs. Madrid Atlas histórico de la ciudad. Siglos IX a XX. Madrid, Lunwerg 1995. Lo citaremos como Madrid (1995). 2 Las gestiones fueron realizadas por una comisión formada por el Corregidor y cuatro regidores de Madrid que a dicha cantidad pagadera en diez años, añadieron el pago de la sexta parte de los alquileres de la villa durante el mismo plazo. 3 Entre sus fundaciones mencionaremos las realizadas en Madrid: el convento de la Encarnación y una sala de enfermos en la Hospital de Antón Martín.

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A partir de aquella fecha, Madrid será la capital de España y, por tanto, la residencia oficial del Jefe del Estado, del Gobierno y de las más altas instituciones del mismo. Solo las guerras alterarían esta situación: sería en 1808 y en 1936; aunque también parece oportuno recordar que en 1823 cuando los conflictos entre las Cortes y Fernando VII se agudicen, el Gobierno traslada su Sede y la de la Corte a Sevilla. Por cierto, que aquellos conflictos bélicos motivarían que, parte de la población masculina, abandonara la capital, bien para cumplir con responsabilidades políticas, bien para incorporarse a filas4. Puesto que el rasgo determinante de la vida urbana madrileña radica en su importancia política, la ciudad va a actuar como polo de atracción para un elevado número de hombres y mujeres a los que Madrid ofrecía actividades profesionales muy diversas en cantidad y calidad. Trazar los rasgos generales de unos y otras es el objetivo de este capítulo cuya bisagra situaremos en 1857, fecha del primer censo estadístico. Es evidente que por las características de esta capítulo acudiremos siempre que nos sea posible, a monografías y que nuestras referencias a fuentes primarias apenas pasarán de muestreos, muy puntuales. Queremos también recalcar que desde épocas muy tempranas, la distribución espacial de la población española solo se explica en virtud de corrientes migratorias: temporales –la que se denominaría emigración golondrina– o definitivas. Corrientes cuya afluencia a Madrid termina constituyendo, a la ciudad y a su entorno, como una auténtica isla demográfica5, pues si para el siglo XVI se acepta para España una población total en torno a los 8 millones de habitantes, suma que, más o menos se mantendrá en el siglo XVII, los cálculos más optimistas de finales del XVIII

4 Por esa razón y para 1936-39, fechas que caen fuera de nuestro marco cronológico, hemos podido escribir que Madrid se convirtió en una ciudad de Mujeres. Fernández Vargas V. Madrid ciudad situada (1936-1939 ) en Pinto Crespo V. Madrid: Atlas histórico de la ciudad (18501939) Madrid Lunwerg 2001 Lo citaremos como Madrid (2001) y Fernández Vargas V. Memorias no vividas.La vida cotidiana en el Madrid sitiado. Madrid Alianza Ed. 2202. 5 Recordemos ahora que,por ejemplo Getafe será pronto más importante que capitales históricas como León. Sobre esto, Fernández Vargas V. Caracteristiques socio-profesionelles de la Province de Madrid au XVII eme. Siecle. En L¨Histoire á Nice ... Niza 1980 tomo 3, págs. 155-164.

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Aproximación demográfica a una presencia invisible

la elevan hasta los 12 millones. En 1877 el Censo estadístico6 propone una población de derecho de 16.753.591 habitantes (8.253.293, varones y 8.500.298 hembras7 (sic)) bajando la de hecho a 16.634.345 habitantes, de los cuales 8.134.331 eran hombres y 8.500.014 mujeres. Puede parecer un tópico hablar de las mujeres como de una presencia invisible aunque, diremos también, que todos los tópicos reflejan una realidad que, en esta caso es tanto más acusada cuanto más nos alejemos en el tiempo. Ahora bien, esta invisibilidad responde, también, a planteamientos conceptuales, historiográficos pues, es indiscutible, que la realización de nuevas historias sectoriales, historia social, historia de la vida privada, así como la aparición de nuevos sujetos historiográficos: obreros, niños, mujeres, son procesos relativamente recientes. Aunque quisiéramos resaltar ahora que nuestro interés no incide tanto en definir un nuevo protagonista –las mujeres– como establecer una forma de analizar la realidad estableciendo una aproximación a cual pudo ser la interacción y evolución, de los distintos grupos, sistemas y subsistemas de la sociedad madrileña en el periodo que analizamos. Pero, insistimos, todo ello en líneas generales pues tanto los estudios de demografía, sobre todo cuando se refieren a periodos preestadisticos, como las fuentes e informes que podemos analizar resultan particularmente escuetos, por no decir opacos, cuando los analizamos desde una perspectiva de género. Hemos combinado la información cuantitativa, a la que damos un valor aproximativo, tendencial, con textos de muy diversas procedencias, con imágenes que nos pueden permitir presentar una primera visión sobre la estructura social de las mujeres en Madrid. Y todo ello sin olvidar que en España la movilidad social es un fenómeno recientísimo. Durante el Antiguo Régimen la pertenencia a uno u otro estamento –nobiliario, eclesiástico, estado llano–, era determinante como

6 Censo de la población de España según el empadronamiento hecho en 31 de diciembre de 1877. Madrid Imprenta de la Dirección general del Instituto geográfico y estadístico, 1883. 7 La denominación de Hembras es la habitual desde los Censos del XVIII hasta el Censo estadístico de 1940 siempre que sea posible la sustituiremos por mujeres.

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lo era el estar soltera o, casada; ser religiosa, huérfana o viuda. Por no mencionar la edad8, que sí aún ahora tiene distinta consideración social según nos refiramos a hombres o a mujeres, era aún tanto o más, determinante en unas sociedades en las que las mujeres tenían, como función primordial, ser madres, perpetuar un linaje, una familia. Y que salvo excepciones contadísimas, carecieron de posibilidades para desarrollar sus vidas de forma independiente, no supeditadas a los hombres, a los valores imperantes en su grupo familiar, estamental. La abolición de la sociedad estamental (1820,1836,1840), el paso de una sociedad corporativa a una sociedad civil, mantuvo unas lineas de separación intergrupal tanto más insoslayables si nos referimos a las mujeres. Y todo ello sin olvidar la cantidad de mujeres -criadas, esclavas, prostitutas, mendigas- que van a quedar al margen de toda evaluación cuantitativa, que apenas cuentan con referencias cualitativas que no sean descalificatorias. De ellas pretendemos hacer alguna mención, exponer las consideraciones que merecieron de sus contemporáneos, el recuerdo que han podido dejar en el espacio común en que se desarrolló su vida: la villa de Madrid. Ahora bien, si sus vidas fueron tan distintas y compartimentadas, también lo fueron los espacios en los que vivieron: palacios, casas y conventos fueron escenarios de los que apenas se movieron muchas de ellas; sobre todo, aquellas que pertenecían a la nobleza. Las Iglesias, aunque también habría que tener en cuenta los diversos horarios ceremoniales fueron de los pocos lugares en los que pudieron coincidir y confluir los diversos habitantes de la zona. Situación en la que habría que incluir las zonas de paseo que, aunque también muy compartimentadas socialmente, pues no era lo mismo ir en coche que a pie, fueron espacios de digamos disfrute común. Por último, mencionaremos los mercados, las tiendas estables o temporales -las tiendas del viento9-, zonas de socialización de elección para las mujeres, por supuesto, excepción hecha de las pertenecientes a los grupos dirigentes por su linaje o por su fortuna. Lo cual no nos permite ignorar que frecuentar determinadas tiendas 8 Pérez Cantó P. Y Ortega López M. Ed. Las edades de las mujeres. Madrid. Ed. De la UAM. 2002, y en concreto Fernández Vargas V. Edad y biografía: una visión de género. Pág. 341-349. 9 Doña María Moliner recoge la siguiente acepción de viento: Tirante de cuerda o alambre con que se sujeta una cosa, por ejemplo, un poste, para que se mantenga vertical o en la posición conveniente. Moliner M Diccionario de uso del español. Madrid Gredos, vol.II pág.1526. Por lo tanto, viento es , también,el poste sobre el que se pone el toldo en los tenderetes callejeros.

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Aproximación demográfica a una presencia invisible

fue, sobre todo a partir del siglo XIX una práctica social tan habitual que ir de tiendas generalmente con una amiga, dará lugar a varios artículos costumbristas. Para terminar con este apartado quisiéramos señalar que siempre ha habido trabajadoras, se trate de campesinas, artesanas, obreras o sirvientas de forma que cuando se habla de la reciente incorporación de la mujer al trabajo se hace una afirmación válida, tan solo, para un sector: el que está accediendo a empleos, a puestos, de la más alta cualificación. En Madrid, a finales del siglo XIX empieza a haber cierta movilidad social femenina motivada por su propio trabajo, por su actividad específica pues algunas jóvenes de familias obreras podrán sustituir la fábrica, el taller o el trabajo domestico por la oficina, en tanto que la oficina y algunas carreras empiezan a ser una opción para jóvenes de clase media que, apenas unos años antes, no tenían más perspectiva que el matrimonio o una soltería más o menos digna. Clara Campoamor, Carmen de Burgos –Colombine– Victoria Kent o Pilar Primo de Rivera pueden considerarse sucesoras de Concepción Arenal, de la Marquesa de Pardo Bazán, de doña Isidra de Borbón, de doña María de Zayas o de doña Beatriz Galindo -la Latina- y todas ellas aún las contemporáneas son tan diferentes entre sí como el medio de que proceden. Por eso hablamos de mujeres, no de la mujer. Y ya que la mayoría de ellas no han nacido en Madrid sino que han llegado y viven en la ciudad por muy diversas razones, hemos rechazado el termino de madrileñas, optando por la adscripción.

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El Rastro. Tiendas del Viento

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Población y sociedad de Madrid. Una primera aproximación de género Como acabamos de señalar la capitalidad supuso el despegue de Madrid que pronto va a constituirse como la ciudad con mayor volumen demográfico de España, aunque con cifras muy por debajo de otras grandes ciudades europeas. Veamos para establecer un marco referencial, algunas series cuyos datos, insistimos, tienen como máximo valor el de ser indicadores de una tendencia:

Tabla nº 1. La evolución de la población de Madrid 1498 - 185710 Año

Habitantes

1498 1530 1570 1594 1598 1620 1723 1768

3.400 4.775 14.000 46.209 57.285 80.000 129.473 117.274

1787 1797 1857

147.543 166.607 281.170

(R. Carande)

(“Censo de Aranda”) (“C. de Floridablanca”) (“C. de Godoy”) (“C. Estadístico”11)

Por su parte, J.L. de los Reyes Leoz12, hace la siguiente propuesta:

10 Cf. Madrid en Gran enciclopedia de Madrid y Castilla la Mancha. Tomo VII. Zaragoza. Unión Aragonesa del libro 1984. 11 Los datos del Atlas siguen en 1860, por las características de nuestro trabajo nos ha parecido más oportuno incluir el dato del primer Censo estadístico, el de 1857. 12 Reyes Leoz, de los J.L.“ Evolución de la población: 1561-1857 en Madrid” (1995), pg.14.

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EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

Tabla nº 2. La evolución de la población de Madrid: 1561-1853 Año 1561 1571 1597 1601 1617 1659 1723 1740 1757 1766 1768 1659 1723 1740 1757 1766 1768 1787 1797 1804 1820 1825 1831 1836 1846 1850 1853

Habitantes 20.000 42.000 90.000 45.000 127.000 142.000 127.006 130.000 152.658 153.000 148.000 127.605 142.000 130.000 152.658 153.000 148.000 164.000 187.269 176.374 135.430 191.276 211.127 224.312 206.714 221.707 236.649

La comparación de las cifras confirma nuestra crítica inicial sobre el valor que hay que conceder a todos estos datos. Recordemos también que, como tantas veces se ha dicho, hay que desconfiar de las cifras terminadas en cero o en cinco, pues están claramente redondeadas. Pero ahí están, son con las que contamos, y pese a sus deficiencias nos pueden servir como indicativas de tendencias que marcan pequeñas oscilaciones cuyas múltiples causas, pestes, hambrunas13, es decir crisis de subsistencias iremos exponiendo. Crisis que a su vez, nos hablan, de una sociedad muy estable. Y de precarios equilibrios.

13 En castellano no existe un término específico para designar las épocas de hambre, por lo que acudimos al americanismo hambruna que sí tiene esta acepción.

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Aproximación demográfica a una presencia invisible

Veamos ahora cual era el panorama europeo, también según J.L. de los Reyes Leoz: Tabla nº 3. Las ciudades europeas más populosas14 Habitantes/Años

1500

1600

1700

1800

1850 Londres Paris

>1.000.000

500.000 - 999.000 París

París Nápoles Milán

Londres París

Londres París

Leningrado (sic)

Nápoles Amsterdam

Nápoles Moscú Viena Leningrado (sic) Amsterdam Lisboa Dublín

Moscú Berlín Viena Nápoles Liverpool Glasgow Manchester Madrid Dublín Lisboa Birmingham Amsterdam Milán Marsella

Lisboa Roma Madrid Venecia Milán Moscú Viena Palermo Lyon

Madrid Berlín Roma Milán Palermo Venecia Hamburgo Lyon Marsella Copenhague Valencia

Edimburgo Barcelona Roma Lyon Palermo Varsovia Budapest Hamburgo Turín Bristol Sheffield Copenhague Burdeos Génova Bruselas Venecia Praga Sevilla

200.000 - 499.000

Nápoles Venecia Milán Sevilla Venecia Lisboa Milán Palermo Roma 100.000 - 199.000

14 Reyes Leoz op.cit., pg. 142.

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EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

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Habitantes/Años

1500

1600

1700

1800

Breslau Colonia Valencia Gante Bucarest Rouen

100.000 - 199.000

50.000 - 99.000

1850

Granada Praga Lisboa Roma Tours Génova Florencia Gante Palermo Bolonia Burdeos Feodosia Londres Lyon Orleans Smolensk Tigaviste Verona

Madrid Moscú Toledo Gdansk Bucarest Florencia Praga Rouen Granada Tours Valencia Smolensk Génova Bolonia Belgrado Amsterdam Bruselas Mesina Viena Salónica

Marsella Bruselas Sevilla Florencia Granada Génova Hamburgo Amberes Leiden Copenhague Bolonia Lille Dublín Berlín Gante Rotterdam Praga Rouen Valencia Belgrado

Burdeos Barcelona Génova Manchester Edimburgo Turín Sevilla Florencia Praga Rouen Liverpool Nantes Estocolmo Cádiz Bruseñas Salónica Glasgow Birmingham Bolonia Varsovia Amberes Lille Berslau Dresde Granada Gante Lieja Rotterdam Verona Málaga Bucarest Toulouse Budapest

Nottingham Nantes Málaga Estocolmo Toulouse Dresde Florencia Rotterdam Amberes Murcia Lille Lieja Bolonia Magdeburgo Cádiz Salónica Toulon Granada Zaragoza Estrasburgo Brighton Gdansk Leipzig Mesina Frankfurt Graz Vilna Nuremberg Cartagena Palma Nimes Amiens Bremen Verona Sarajevo Brujas

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Ante estas series, ¿ qué podríamos comentar? En primer lugar que no hay que olvidar el carácter itinerante de las Cortes españolas durante la Edad Media, sobre todo, de la de Castilla, situación que va a impedir la consolidación de una capital histórica potente. A continuación y puesto que en 1500 Granada es la única ciudad española que aparece, y lo es en el nivel más bajo, recordar , que hasta 1492 ha sido árabe y que a partir de aquella fecha contará con la presencia bastante continuada, de la Corte de los Reyes Católicos. Recordemos también, que a la muerte de doña Isabel - Reina de Castilla y León - sus herederos, sobre todo Carlos V pasarán mucho tiempo fuera de la Península. En 1600 Sevilla tiene más población que Madrid, situación lógica habida cuenta de los avatares capitalinos madrileños. A los que hay que añadir el hecho de que Sevilla es la ciudad que centraliza el trafico con las Indias, pues no podemos olvidar que Don Fernando el Católico, Rey de Aragón, no ve claro el proyecto colombino del que se desentiende, corriendo a cargo de la Corona de Castilla, de la que forman parte los antiguos Reinos árabes andaluces, los gastos del proyecto y, por lo tanto, a esta Corona revertirán sus posibles beneficios. Que Madrid no aparezca entre las grandes capitales europeas, ni en los momentos de mayor apogeo del Imperio español, solo puede explicarse por las características de aquel Imperio: por la emigración castellana a Indias y por la forma en que se emplearon los beneficios, el oro americano.

1.1. Los primeros tiempos: de capital barroca a ciudad burguesa Un documento de 159615, cuya finalidad era el cobro de las rentas de los vientos16 nos permite realizar cierta reconstrucción de cual pudo ser la estructura social de los hombres y mujeres que conformaron las que podemos denominar unidades fiscales de aquellas rentas. Puesto que se trata de un documento de origen y finalidad fiscal parece obvio señalar que se hará una primera distorsión a la baja por parte de aquellos que tenían que pagar la renta. De hecho, el legajo de Simancas cuenta con una digamos 15 Archivo General de Simancas. Expedientes de hacienda legajo 121-3. 16 En la región leonesa se llamaban aún en el siglo XX tiendas del viento a las desmontables que, por regla general, se instalan los días de mercado local. La acepción de viento ya recogida puede explicar esta denominación.

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Las Hilanderas. Velázquez, 1657

Aproximación demográfica a una presencia invisible

segunda parte de desagravio en la que muchos -y muchas- de los contribuyentes efectúan sus alegaciones al respecto. Por todo ello, esta fuente, riquísima por otra parte, supera con mucho el marco de este trabajo de forma que, todos los datos que proponemos no son más que una parte, un muestreo sobre lo que pudo ser aquel colectivo. Por lo tanto, nuestros datos son también, tan solo indicadores de tendencias. A todas estas consideraciones habría que añadir las propias sobre la fiabilidad de los datos del periodo preestadístico, y del estadístico, tanto más agudas si nos referimos a uno tan lejano en el tiempo. Hagamos al menos, otra matización: la originada por la repetición de nombres de personas cuyas actividades atañían a más de una partida. Hemos podido identificar algunos casos como el de : “Doña María Pacheco17 y Aragón viuda de Don Lorenzo Xuarez Mendoza como tutora y curadora de sus hijos a los caños viexos y por ella Don Joan Zapata uno de los quatro cavalleriços de su magestad y Francisco Bravo su criado....”. Esta señora aparece reseñada tanto en la Renta de la Ropa vieja como en la de la madera, pagando en la primera cinquenta rreales y en la segunda quarenta y cinco contribuciones, en ambos casos, bastante altas. Diremos también que la situación de Doña María nos sirve también como ejemplo de algunas de las situaciones que recogemos en cuadro más adelante. Hemos encontrado cuatro mujeres más con el título de doña muy restringido y definido, hasta fechas muy recientes18. Una en la Renta de la Fruta, otra en la del Vino de vecinos y la cuarta en la del Vino. Esta última no paga impuesto alguno, situación que vemos aparecer en otros contribuyentes sin que, en ningún caso, se explicite la causa de tal exención. En otros casos la situación es más compleja pues la similitud de nombres no nos parece suficiente para una identificación automática. Ahora bien, puesto que las personas registradas lo son por su actividad económica, el que esta se extienda a una o más ramas no afecta a nuestros planteamientos actuales que tan solo pretenden trazar unas lineas socioprofesionales básicas.

17 Mantenemos la grafía y ortografía documental pues no hacen incomprensible el texto. 18 Por ejemplo, los sargentos a pesar de sus reiteradas reivindicaciones tendrán que esperar a Primo de Rivera para ver reconocido su derecho a anteponer el tratamiento de don a su nombre.

33

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

Diremos también que puesto que estamos manejando unos valores bajísimos, el total del colectivo es de 186 mujeres, nos ha parecido más adecuado para algunos casos, dar cifras que porcentajes. El marco general sería: Tabla nº 4. Hombres y mujeres del comercio madrileño en 1596. Una primera aproximación Concepto

1.1

1.2

2.1

2.2

Totales

Especiería Carne Peletería Vino vecinos Zapatería Fruta Ropa vieja Hierro Bodegones Pescados Paños Bestias Cebada Pasteleros Esparto Lienzos Hilaza Herradores Uvas al peso Renta vino Sal y caza Hortalizas Maderas

208 187 21 42 281 311 96 65 83 91 46 173 69 32 39 39 48 13 109 190 181 55 141

93,27 95,89 91,30 91,30 97,23 91,20 87,27 93,84 89,24 89,92 95,83 94,53 94,52 94,11 86,66 97,50 97,95 100 94,78 92,68 91,41 87,30 94,00

15 9 2 2 7 29 14 4 11 11 2 10 4 2 6 1 1 0 6 15 17 9 9

6,72 4,61 8,69 4,34 2,42 8,50 12,72 6,15 11,82 10,78 4,16 5,46 5,47 5,88 13,33 2,50 2,04 0000 5,21 7,30 8,50 14,28 6,00

223 195 23 46 289 341 110 65 94 102 48 183 73 34 45 40 49 13 115 205 198 150 150

2.520

93,13

186

6,87

2.706

Totales

1.1. Total hombres 1.2. Porcentaje hombres 2.1. Total mujeres 2.2. Porcentaje mujeres Fuente: Archivo general de Simancas Expedientes de Hacienda. Legajo 121-3. Elaboración V. Fernández Vargas.

34

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Veamos ahora como se reparte en cada grupo el porcentaje de viudas, estado civil que aparece reiteradamente mencionado. Tabla nº 5. Las mujeres en el comercio madrileño en 1591 Concepto Especiería Carne Peletería Vino vecinos Zapatería Fruta Ropa vieja Hierro Bodegones Pescado Paños Bestias Cebada Pasteleros Esparto Lienzos Hilaza Herradores Uvas al peso Renta vino Sal y caza Hortalizas Maderas

Mujeres % del grupo total

Viudas % del grupo total

6,72 4,61 8,69 4,34 2,42 8,50 12,72 6,15 11,82 10,78 4,16 5,46 5,47 5,88 13,33 2,50 2,04 0,00 5,21 7,30 8,50 14,28 6,00

62,50 87,50 50,00 100,00 87,50 24,80 78,57 100,00 40,00 63,63 100,00 90,90 100,00 100,00 100,00 0,00 100,00 0,00 100,00 13,30 94,70 50,00 88,80

Fuente: Archivo general de Simancas: Expedientes de Hacienda. Legajo 121-3. Elaboración V. Fernández Vargas.

Nos encontramos ante un colectivo formado mayoritariamente por viudas, lo cual nos permite plantear como primera hipótesis que se trata de mujeres que han podido heredar la actividad económica de su difunto marido. Pasemos ahora a desagregar otras informaciones.

35

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

Tabla nº 6. Las mujeres en el comercio madrileño. Según su estado civil y pago de la renta Concepto

1.1

1.2

1.3

Especiería Carne Peletería Vino vecinos Zapatería Fruta Ropa vieja Hierro Bodegones Pescado Paños Bestias Cebada Pasteleros Esparto Lienzos Hilaza Herradores Uvas al peso Renta vino Sal y caza Hortalizas Maderas

7 6 1 2 7 20 4 4 5 3 1 5 3 1 3 0 0 0 6 0 14 4 5

1 1 0 0 0 1 1 0 0 0 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0 0 0

102

5

Totales 1.1. 1.2. 1.3. 1.4. 2. 3. 4. 5. 6.

1.4

2

3

4

5

6

2 1 0 0 0 2 3 0 0 4 1 3 0 0 3 0 0 0 0 1 2 1 3

0 0 0 0 0 1 3 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0

1 0 0 0 0 1 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 1 1 0

0 1 0 0 0 0 2 0 0 1 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0

5 0 1 0 0 4 0 0 6 2 0 0 0 1 0 1 0 0 0 13 0 3 1

0 0 0 0 0 0 1 0 0 1 0 2 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0

16 9 2 2 7 29 14 4 11 11 2 10 4 2 6 1 1 0 6 15 17 9 9

26

6

4

4

37

4

Viudas. Pagan por sí Viudas Pagan por sí y por un familiar Viudas, Paga por ellas un tercero. Viudas. Forman compañía. Casadas con poder del marido. Sin mención de estado civil. Forman compañía. Sin mención de estado civil. Pagan por sí. Sin mención de estado civil.Paga por ellas un tercero Totales. Fuente: Archivo general de Simancas. Expedientes de hacienda. Legajo 121-3. Elaboración V. Fernández Vargas

36

Aproximación demográfica a una presencia invisible

En primer lugar vemos que tanto entre las viudas, 138, como entre las que no se consigna estado (45) son mayoría las que asumen personalmente el impuesto. A continuación las viudas son las que con mayor frecuencia cuentan con un tercero que lo asume por ella. En ocasiones, como en el ya mencionado caso de doña María Pacheco, lo hace también por sus hijos. Al igual que son los hijos, e hijas, los familiares que aparecen involucrados en el pago de impuesto de viudas. Muy pocas mujeres sean o no viudas aparecen como miembros de una compañía (6 y 4). Particularmente interesante nos parece el caso de esas cuatro mujeres que cuentan con un poder del marido como Juana rruiz muger de Francisco de morales tavernera de corte a la esquina de la calle de los xitanos por si y por el dicho su marido y en virtud de su poder que passo ante melchor rruiz escrivano de su magestad... Pensamos que esta situación debe de responder a que el marido está ausente. En cualquier caso, y como ya señalábamos en nuestro estudio sobre la ciudad de León19 en el siglo XVI, todas estas cifras nos confirman la situación vicaria de la mayoría de las mujeres que no contaran con un varón que, de una u otra forma, las protegiera. Y ahora no podemos por menos que recordar que los términos de protector y protegida fueron eufemismos para designar a parejas extramaritales. Veamos ahora cuales fueron las actividades con más presencia femenina. Se trata de mayor a menor de, fruta,sal y caza, especiería y carne. Es decir aquellas mas ligadas al consumo domestico, pues aunque en sal y caza se incluye a “esclabos, esclabas que legitimamente se vendieren, gallinas...” podemos pensar que en su mayoría, aquellos hombres y mujeres debieron estar destinados al trabajo domestico, y aunque ya volveremos sobre ello, queremos mencionar ahora que, según una tradición, la calle de las Negras debe su nombre a la circunstancia de que a ella daba el recinto en que vivían las esclavas de la Casa de Veragua.

19 Fernández Vargas V. León en el siglo XVI. Madrid. Facultad de Filosofía y Letras 1968.

37

Plano de Madrid de Pedro Texeira, 1656

Aproximación demográfica a una presencia invisible

El documento que estamos analizando proporciona alguna información sobre las calles o lugares donde se asentaron aquellas mujeres, aunque suele ser un dato ambiguo que no permite identificar si se trata del domicilio, del lugar de negocio o, de ambas cosas. Por ejemplo, en la Renta de la carne encontramos a ana hernandez biuda de miranda tratante en el rrastro, o a teresa... biuda tratante en la calle de la comadre de granada.... entre la Renta de la Fruta se consigna a ana rruiz tavernera frente a la taverna pintada, a isabel de laredo biuda de peñalossa frutera en la plaça...y a maría de la cruz biuda ... tras la carzel de la corte. Finalmente, y en la Renta de la Sal y caza podemos mencionar a juana durango biuda y gallinera a las cavallerças del principe de salerno. J. Pereira Pereira20 propone una distribución espacial de la actividad artesanal y mercantil madrileña según la cual la Plaza Mayor y el Rastro se configuran “como los principales centros articuladores de la economía madrileña”, ejes que se mantendrán a lo largo del tiempo. Las circunscripciones eclesiásticas madrileñas, estructuradas en torno a las Parroquias, han sido estudiadas por V. Pinto Crespo21, autor que señala como el número de parroquias no cambió en dos siglos, a pesar del crecimiento de la ciudad, del cual fundamentalmente se beneficiaron algunas parroquias como San Martín, San Ginés, San Sebastián y San Justo y Pastor, convirtiendose en parroquias con un número de fieles superior al de muchas ciudades castellanas.

20 Pereira Pereira J. El impacto de la Corte: la sociedad en el siglo XVI en Madrid (1995). 21 Pinto Crespo V. Las circunscripciones eclesiásticas, siglos XII-XIX en Madrid (1995).

39

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

A. Molinié-Bertrand22.... ha hecho la reconstrucción poblacional Tabla nº 7: Madrid en 1597 1* 5

1* 6

397 3.186 1.756 1.697 908 1.547 148 576 1.231 208 203

1.594 12.321 7.022 6.768 3.619 5.781 689 1.907 4.083 828 810

10,6 5,8 9,5 9,5 2,8 5,02 22,2 10,4 7,3 16,8 13,06

4,01 3,8 3,9 3,9 3,9 3,7 4,6 3,3 3,3 3,9 3,9

7.016 11.857

45.422

6,4

3,8

3

4

Sta. Mª de la Almudena San Martín Santos Justo y Pastor Santa Cruz San Luis San Sebastián San Nicolás Santiago San Andrés El Salvador** San Juan

149 2.101 739 710 1.286 1.150 31 182 557 49 62

Total

2

1* 7

1. Personas en edad de Confesar 2. Parroquias 3. Casas 4. Familias 5. Número 6. Por casa 7. Por familia (*) “Personas en edad de confesar y comulgar” (**) Incluídos 58 reclusos de una prisión.

La investigación de A. Molinié-Bertrand corrobora que la población madrileña se hacinaba en casas que, precisamente por el carácter cortesano de la ciudad, se veían obligadas a cumplir con el deber de aposentar,con la regalía de aposento. Obligación que sí, en general atañía a las poblaciones por las que pasaban tropas de marcha o los criados y acompañantes de la

22 García España E. Molinié- Bertrand A. Censo de Corona de Castilla 1591. Estudio analítico. Madrid INE 1986 pág. 401).

40

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Corte de viaje, en Madrid era una carga habitual que afectaba a las casas de determinada extensión que se veían obligadas a ceder a los aposentadores hasta la mitad de su superficie. Es por esto que para evitar tal servidumbre en la villa van a proliferar las llamadas casas a la malicia, cuya fachada no refleja la amplitud real del edificio. La obligación de aposentar podía tener graves consecuencias pues, con frecuencia, las mujeres de la casa fueron víctimas de las sevicias de los aposentados, es bien conocido el caso recogido en dramas sobre el Alcalde de Zalamea23, cuyo correlato madrileño ha dejado una huella en el callejero, en la calle de Esperanza que mencionaremos en el epílogo. El siglo XVII mantiene la dinámica anterior en virtud de la cual el crecimiento de la ciudad se debe, sobre todo, a la emigración que fluye a la ciudad por muy diversas motivaciones. Buscando proteger, o definir, el perímetro urbano, en 1625 se iniciará la construcción de una nueva Cerca, situación que incidirá negativamente sobre la salubridad de una población que hasta que en 1809 José Bonaparte obligue a que los cementerios se sitúen fuera de la ciudad, enterrará a sus muertos en el casco urbano, que no tendrá agua corriente hasta 1858, y por supuesto no en todos los pisos, situaciones todas ellas que incidirán gravemente en el precio de casas y solares24. La mortalidad, altísima en la época, se disparará con facilidad. Pero no todos, ni todas, enferman igual, no todos, ni todas, mueren igual. La morbilidad, y la mortalidad inciden de forma diferente, aún en la actualidad, según el grupo poblacional a que nos refiramos lo que nos permite hablar de La desigualdad ante la muerte25, desigualdad tanto más acusada para las mujeres pues los embarazos, y sobre todo los partos, han sido la primera causa de mortalidad femenina hasta fechas muy recientes. M. Carbajo Isla26 señala que entre 1630-70 hubo un descenso del número de nacimientos

23 Fernández Vargas V. El reflejo de la sociedad española en El Alcalde de Zalamea de Calderón de la Barca en Revista Internacional de Sociología. Segunda época núms. 7-8 julio-diciembre de 1973. Tomo XXXII págs. 35-55 y Fernández Vargas V. Notas sobre algunos personajes femeninos en la obra de D. Pedro calderón de la Barca. Actas del Congreso Internacional sobre Calderón y el Teatro español del siglo de Oro. Madrid 1981. Págs. 1015-1024. 24 Para todo esto nos remitimos a los trabajos recogidos en Madrid (1995) y Madrid ( 2001). 25 Fernández Vargas V. Y Lorenzo Navarro. La desigualdad ante la muerte en Revista Internacional de Sociología.Segunda época. Núm. 47. Julio-septiembre 1983. Tomo XLI. 26 Carbajo isla M. La población en la villa de Madrid desde el siglo XVI a mediados del XIX. Madrid. Siglo XXI de ed. 1987.

41

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

los cuales experimentaron cierta recuperación entre 1671-93, para volver a caer entre 1694-1711, marcando esta último año, el mayor descenso. Entre los diversos motivos señala la escasez general, la hambruna que atenazó a la población madrileña cuya desesperación culminará en 1699 con un motín general contra el corregidor Francisco de Vargas. María Carbajo propone la siguiente distribución poblacional: Tabla nº 8. Número de casas y densidad de habitación por parroquias en 1623 y 1723

3

1 4

1 5

2 6

2 7

Sta.María S.Martín S.Ginés S.Justo S.Sebastián Santiago S.Juan S.Nicolás S.Salvador S.Andrés S.Miguel S.Pedro

100 2.387 2.013 1.170 2.038 131 79 23 33 591 209 79

49 2.336 1.460 1.167 1.901 94 57 23 17 482 99 61

20,8 6,8 8,9 10,4 8,3 23,6 26,2 29,1 33,3 9,4 26,6 18,4

31,9 8,9 14,6 10,9 9,3 20,0 14,4 22,6 21,1 13,9 22,8 18,6

Total

8.853

8.082

10,2

11,7

1. Casas 2. Nº de personas por casa 3. Parroquias 4. 1623 5. 1723 6. 1623 7. 1723

42

Aproximación demográfica a una presencia invisible

En resumen, en el siglo XVII27 Madrid era una ciudad que sufrió hambrunas y pestes, pero que pudo mantener su población dentro de ciertos límites gracias a una emigración que según los contemporáneos la convierten en Babilonia confusa, aunque sean también hombres de la época, los que critiquen algunas evaluaciones; por ejemplo, Sancho de Moncada que con buen criterio afirma no hay 400.000 personas en ella. Más ajustada parece la evaluación de unas 20.000 personas fuera de matrícula. La procedencia geográfica de unos y otros, su situación debió de ser muy diversa; mencionaremos ahora a miembros de la nobleza catalana refugiados en Madrid en 1642 y que, en algunos casos vivieron en situación precaria. En concreto, las Condesas de Guimerá se encuentran en la miseria pues no pueden hacer efectivas sus pensiones. El siglo XVIII va a ser un periodo expansivo, aunque en Madrid haya crisis de subsistencias que nuevamente, se saldan con motines, el que más se ha conservado en la memoria popular sería el de Esquilache. Como ha señalado M. Artola28 el programa reformista de los ilustrados españoles es muy rico, dentro de esta riqueza se puede considerar a los Censos que jalonan el siglo XVIII, de ellos utilizaremos ahora el denominado Censo de Godoy29, elaborado en 1797 y al que podemos considerar como punto final de una época y antecedente de los futuros Censos estadísticos. Según este Censo, entre 1787 y 1797 la evolución de la población española sería: Tabla nº 9. Resumen de toda la población 1787

1797

Varones

Hembras

Varones

Hembras

5.109.172

5.158.978

5.220.229

5.320.922

10.268.150

10.541.221

27 Fernández Vargas V. La población española en el siglo XVII en Historia de España fundada por Ramón Menendez Pidal. Tomo XIII. Madrid Espasa Calpe 1989. Pág. 1-143. 28 Artola M. Los orígenes de la España contemporánea. Madrid Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid 2000. 2.vol. 29 Censo de la población de España en el año 1797. Madrid 1801. En la actualidad contamos con buenas ediciones críticas de los censos preestadísticos llevados a cabo por el INE.

43

Retrato de Isabel de Porcel por Francisco de Goya

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Aumentos que no podemos achacar, solamente, a la mayor fiabilidad de los datos. Por lo que se refiere a Madrid, los datos, a los que hemos añadido los porcentajes serían: Tabla nº 11. Estado general de la población de Madrid en el año de 1797. Individuos 1

2.3

2.4

3.1

3.2

3.3

3.4

4.1

4.2

4.3

4.4

5

5.1

0/7

10.370 51,92

2.1

2.2

9.600

48,02

-

-

-

-

-

-

-

-

19.970

11,91

7/16

10.365 51,31

9.810

48,56

5

0,02

20

0,09

-

-

-

-

20.200

12,05

16/25 12.832 42,17 11.447

37,62

1983

6,51

3.903

12,82

63

0,20

198

0,65

30.426

18,15

25/40 9.768

21,22

6.100

13,27

13046

28,35

14.597

31,72

579

1,21

1915

4,16

46.015

27,45

40/50 2.756

11,26

1513

6,18

9.014

36,83

7.653

31,27

930

3,80

2.604

10,64

24.470

14,59

50/60 1468

9,74

700

4,64

5250

34,85

3.421

22,71

1144

7,59

3.080

20,44

15.603

9,30

60/70

672

8,21

405

4,94

2235

27,30

1.209

14,77

1.014

12,38

2.650

32,37

8.185

4,88

70/80

259

10,39

183

7,34

499

20,03

222

8,91

477

19,14

851

43,16

2.491

1,48

80/90

-

7,21

40

5,54

100

13,86

55

7,62

135

18,72

339

47,01

721

0,43

90/100

5

8,47

-

00

10

16,94

3

5,08

9

15,25

32

54,23

59

0,03

+100

-

-

-

-

1

14,28

-

-

3

42,85

3

42,85

7

-

23,75

32.143

19,17

31.083

18,54

4.354

2,59

11.672

6,96

167.607

100

TOT.

48.547 28,96 39.808

Fuente: censo de 1797. Elaboración V. Fernández Vargas.

1. 2.1. 2.2. 2.3. 2.4. 3.1. 3.2. 3.3. 3.4. 4.1. 4.2. 4.3. 4.4. 5. 5.1.

Grupos de edad Solteros Porcentaje respecto al total Solteras Porcentaje respecto el total Casados Porcentaje respecto el total Casadas Porcentaje respecto el total Viudos Porcentaje según el total Viudas Porcentaje según el total Totales del grupo (valor) Totales del grupo. Porcentaje

45

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

Por lo que se refiere a la distribución espacial, por cuarteles tenemos los siguientes datos, a los que también añadimos los porcentajes y mantenemos la denominación original de individuos. Tabla nº 12. Distribución de los anteriores individuos 1

3.3

3.4

4.1

4.2

4.3

PlazaMayor

7.484

2.1

32,14 5.820

2.2

2.3

25.02

2.4

4.142 17,80

3.1

3.2

3.727

16,02

598

2,57

1.489

6,40

4.4

5

5.1

Palacio

2.584

29,86 2.286

26,41

1.570 18,14

1.412

16,31

219

2,53

582

6,72

8.653

Aflijidos

3.660

30,18 2.920

24,07

2.224 18,33

2.287

18,85

261

2,15

775

6,39

12.127 18,15

23.260 11,91 12,05

Maravillas

8.244

29,07 6.919

24,39

5.176 18,25

4.999

17,62

877

3,09

2,144

7,56

28.359 27,45

Barquillo

5.427

30,55 3.837

21,60

3.429 19,30

3.432

19,32

396

2,22

1.238

6,97

17.759 14,59

S. Gerónimo

6.184

27,52 5.922

26,36

4.004 17,82

4.063

18,08

712

3,17

1.579

7,02

22.462

9,30

Avapiés

8.420

27,43 7.010

22,84

6,261 20,40

6.152

20,04

660

2,15

2.183

7,11

30.686

4,88

S. Francisco

6.544

26,93 5.094

23,75

5,377 21,96

5.011

20,62

630

2,59

1.682

6,92

24.298

1,48

TOT.

48.547

28,96 39.808 23,75

19,17 31.083

18,54

4.354

2,59

11.672

6,96

46

167.607 0,43

Nota: La siete personas que pasan de 100 años, son una de 104 en el Quartel de la Plaza mayor: cinco en el de Avapies, una de 103, otra de 101 con 3 meses, otra de 100 con 3 meses, otra de 100 y 6 meses, otra de 100 cumplidos; y en el de S. Francisco una de 101 años. Fuente: Censo de 1797. Elaboración V. Fernández Vargas

1. Cuarteles 2.1. Solteros 2.2. Porcentajes respecto al total del grupo 2.3. Solteras 2.4. Porcentaje respecto al total 3.1. Casados 3.2. Porcentajes respecto al total 3.3. Casadas 3.4. Porcentajes respecto al total 4.1. Viudos 4.4. Porcentajes respecto al total 4.3. Viudas 4.4. Porcentajes respecto al total 5. Totales. (Valor) 5.1. Totales (porcentaje)

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Según el estado civil el 52,71 de la población estaría soltera, el 37,72 casada y el 9,56, viuda. El Censo proporciona más información sobre las mujeres de Madrid, vamos a plantearla. Empecemos por los Colegios. Los de niños –Real Seminario de Nobles, Cantores del Rey, Desamparados y de Santa Catalina– albergan a 114 niños a los que atendían 26 maestros y 68 sirvientes; los maestros representan el 0,03 % y los sirvientes el 0,07 % de la población masculina. Los Colegios de niñas –Loreto, Santa Isabel, Monterey (sic) de la Paz, Desamparados, San Antonio y Leganés– atendían a 501 niñas. Las maestras ( 39) y las sirvientas (95) suponen el 0,04 % y el 0,11 % de la población femenina. Subrayemos la diferencia de personal que atienden a unos y a otras. Algo semejante ocurre con las Escuelas de primeras letras (33 para niños y 79 para niñas, sin más información) que acogen a 5.776 alumnos y 3.145 alumnas atendidos por 65 maestros (0,76 % de la población masculina) y 92 maestras (0,11 % de la población femenina). Las Escuelas masculinas cuentan con 1,9 maestros por Centro, las de niñas, con 0,85 maestras. No vamos a insistir, es bien conocida, en la importancia de la Iglesia en la época. Para el caso de Madrid, y nos referimos solo a las casas de religiosas, el Censo menciona: Benitas, Bernardas, Gerónimas, Dominicas, Franciscanas Claras, Capuchinas, Agustinas Calzadas, Agustinas Descalzas, Mercenarias Descalzas, Salesas, Comendadoras de Santiago, Comendadoras de Calatrava y Beatas. En estas Casas se acogían, hecho el cálculo sobre la población femenina: Profesas, 742 (0,89 %), Novicias, 37 (0,04%) Sras. Seglares 14 (0,01%) Niñas, 33 (0,03%) Criadas, 128 (0,15%) Donados, 830 Criados 103 (012%). Como aproximación a lo que pudo representar el colectivo diremos que en las 25 Ordenes de religiosos la situación, respecto a la población masculina, era: Profesos,1323 (1,55%)Novicios, 94 (0,01%) Legos, 360 (0,44%) Donados, 69 (0,08%), Criados 366 (0,43 %), Niños,206 (0,24%).

30 Donados (adj.), se aplica a la persona que presta servicios en una órden mendicante, con cierto hábito, pero sin haber profesado. Moliner, M., op.cit. Vol.I, pg.,1035. Cuando los valores son muy pequeños no efectuamos el porcentaje pues es ínfimo.

47

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

Madrid tenía ocho cárceles -de Villa, de Corte, de Inquisición, Eclesiástica, San Nicolás de Bari, Galera, Presidio del Prado y Presidio del Camino Imperial- contaban con 19 empleados y 14 sirvientes, sobre los que no establecemos porcentaje alguno pues no podemos desagregarlos por sexo. Sí podemos decir que había 264 presos ( 0,31 % ) y 76 presas (0,09) para el servicio religioso de las cárceles había 3 capellanes. La Cárcel de la Corte y la de la Villa contaban con una Casa de Corrección cada una; la de la Corte albergaba 14 reclusas, la de la Villa 2; No había ningún recluso. Cada una de estas dependencias contaba con un empleado. Las casas de Caridad, que se desglosan como Hospitales eran: Buen Suceso, General y Pasión, Montserrat, San Luis, La Latina, Orden Tercera, italianos, S. Antonio de los Portugueses, S. Andrés, De Representantes, De Convalecencia, S. Pedro. En ellas y por las razones ya indicadas prescindimos de los empleados (22), sirvientes (193) y facultativos (270) se mencionan 59 capellanes (0,06/) 1.285 enfermos ( 1,51 %) 410 enfermas (0,49%) 7 locos y 15 locas. Los Hospicios de Madrid -de Madrid, San Fernando, Arrepentidascontaban con 7 capellanes, 54 empleados y 19 sirvientes. Y acogían a 1.105 hombres (1,29 %), 1133 mujeres ( 1,37 %) 114 niños y 107 niñas. En la Casa de Expósitos -La Inclusa- había 33 empleados para 584 expósitos y 556 expósitas, Las niñas eran, por lo tanto, el 47,39 % del grupo. Finalmente, los Doctrinos de San Ildefonso albergaban 35 niños y ninguna niña. El Centro contaba con 3 empleados. Diremos, finalmente, que el Censo recuerda que en 1787 “la población de esta Corte era de 147.543 individuos; el presente manifiesta que asciende a 167.607. Cotejados ambos resulta el aumento de 20.064"31 Volvamos a la Tabla nº 2 y veremos que en 1804, en vísperas de la Guerra de la Independencia, Madrid sigue creciendo, su dato es de 176.374 personas, en tanto que en 1820 la incidencia de la guerra se ha hecho sentir; la población ha descendido a 135.430 habitantes. A partir de

31 Censo..., pg.,I.

48

Aproximación demográfica a una presencia invisible

esta fecha, y a todo lo largo del siglo XIX, el crecimiento será constante y sostenido. Todos las cifras que vamos proponiendo son, insistimos, una primera aproximación una tendencia que, a grandes rasgos podemos resumir en dos palabras: la población femenina que reflejan todos ellos es un grupo tempranamente casado y tempranamente viudo. Los viudos constituyen un grupo menos numeroso lo que tiene una primera y rápida explicación: la posibilidad de contraer nuevas nupcias, cualquiera que fuera su edad y circunstancias, situación no tan factible para las mujeres. Todo lo cual nos lleva a nuestras reflexiones sobre la distinta valoración social de las biografías de hombres y mujeres. Y aunque establecemos todas las matizaciones precisas, queremos recordar los múltiples matrimonios reales. Las diferencias de edad entre los Reyes y las Reinas32, el papel simbólico, ejemplarizador de los Monarcas. De las mujeres se esperaba, sobre todo, que tuvieran hijos. Y ahí está el dicho que a finales del XVII, durante el reinado de Carlos II, recorrerá Madrid, pues si bien era público y notorio que la incapacidad de engendrar procedía del rey, la sátira popular iba contra la reina Mª Luisa de Orleans, a la que se conminaba: Parid, bella flor de lis /en aflicción tan extraña./Sí parís, parís a España/ Si no parís, a Paris. La mortalidad femenina está muy ligada a la reproducción y basta leer los textos médicos de la época para comprender los riesgos que corrían madres e hijos. Finalmente, cuando el niño ya había nacido aquellas que podían permitirselo contratarán un ama que se encargará de la lactancia del niño. Práctica que cuando sea preciso, dará pie a curiosas interpretaciones:, en 1585 Juan Gutiérrez Godoy escribe en Tres discursos a favor de la lactancia materna “... hijos de padres nobles, generosos, virtuosos... no corresponden a la nobleza, generosidad y virtud de sus padres, lo podemos atribuir a la villana33 leche que mamaron”

32 Aunque no olvidamos que Felipe II tiene 27 años cuando casa con María de Inglaterra de “ cerca de cuarenta años”. Ya Rey de España casará con Isabel de Valois de 15 años. El tendría 33. En 1702 Luisa Gabriela de Saboya, que tenía 12 años, casa con Felipe V. 33 El subrayado es nuestro. Para todo esto puede verse Fernández Vargas V. López Cordón V. Mujer y régimen jurídico en el Antiguo Régimen: una realidad disociada. En García Nieto C. Ed. Ordenamiento jurídico y realidad social de las mujeres. Madrid UAM 1986.

49

Pobres ante una institución de caridad

Aproximación demográfica a una presencia invisible

De forma generalizada la vida de las mujeres de familias, digamos integradas tiene dos orientaciones básicas: el matrimonio, o el convento. Las de Madrid , lógicamente, siguieron estas normas. En ambos casos, es determinante la dote de la joven. Dote que si es guapa y pertenece a una familia hidalga, pero pobre, puede sufragar el futuro marido. Así lo hará, por ejemplo, el protagonista, casi octogenario de El celoso extremeño, para casar con Leonora de unos trece o catorce años. Por supuesto, hay casadas feas, pero en su matrimonio han jugado múltiples factores. Económicos, sociales, políticos. En estos casos ninguna estará exenta de feroces comentarios. Sirva como ejemplo que de Doña Bárbara de Braganza, esposa de Fernando VI se diga: fea, pobre y portuguesa ¡chupate esa!, frase que volverá a correr por Madrid en 1816, esta vez dirigida a doña Isabel de Braganza, esposa de Fernando VII. La vida de aquellas casadas hubo de ser bastante semejante, rodeadas de dueñas, sirvientas y esclavas, en mayor o menor número, según su capacidad económica. Si acudimos a las comedias de enredo, a los entremeses encontramos situaciones que según su final pueden ser de vodevil, o de tragedia, pero en todas, siempre, las relaciones entre la señora de la casa, sus criadas y esclavas son confiadas, pueden terminar en situaciones de tercería, remuneradas o no. Ahora solo queremos apuntar algunos casos por tratarse sobre todo, de menciones referidas a un grupo poco conocido: el de las esclavas y esclavos. Al analizar las Rentas de la sal y la caza de finales del siglo XVI veíamos consignados a los esclavos y esclavos, y señalábamos que la mayoría de ellos debieron de estar destinados al servicio domestico. En El celoso extremeño34 el portero de la casa es un esclavo negro, que más o menos engañado, terminará franqueando la puerta de la casa al hombre que se ha enamorado de su señora. Es también esclava Guiomar, de la que para encomiar la decencia de la casa se dice: porque hasta esta negra que se llama Guiomar es doncella.... Cuando más adelante se la deje

34 Cervantes M. de Obras completas. Madrid Aguilar s.a.

51

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

vigilando el sueño del esposo Guiomar protestará considerando: Yo, negra, quedo; blancas van, Dios perdone a todas, aunque tomará venganza por ser excluida de la fiesta avisando, falsamente, de que se ha despertado el dueño de la casa, y causando el consiguiente pánico35. Finalmente, cuando Leonora, ya viuda, ingrese en un convento, los esclavos de su casa son liberados; los criados y criadas, bien remunerados. Excepción hecha de la Dueña, por su falsedad. No tiene tanta suerte la servidumbre de Los estragos que causa el vicio36 de doña María de Zayas, pues todos encuentran la muerte. Consignamos su número y funciones pues, aunque la obra se sitúa en Portugal, bien puede reflejar el número de sirvientes y esclavos de una casa madrileña análoga. Se trata de, dos pajes, dos esclavas blancas, una herrada en el rostro, dos esclavas negras. Tres doncellas, un mozo de hasta veinte años. La precariedad, el riesgo, son condiciones inseparables de la vida de la generalidad de la población por lo que para todos, para los hombres y para las mujeres, la Iglesia es el supremo refugio, y en ella pueden encontrar acomodo de muy diversas formas, tal y como refleja la relación del Censo de 1797. Muchos marginados sobrevivieron gracias a ella. Don Pablos, el buscón de Quevedo, come con frecuencia gracias a la Sopa de san Gerónimo - es decir, a la comida gratuita para pobres conocida como sopa boba. La practica de repartir comida a los pobres a la puerta de conventos y cuarteles, la multiplicación de asilos, hospitales y otros lugares de acogida podemos interpretarla como practica caritativa pero, también, como una forma de canalizar el conflicto social que, de esta forma, se lograba controlar siempre y cuando no traspasara ciertos límites. La caridad individual, pudo personalizarse y queríamos mención a las múltiples fotografías a la pintura de siglo XIX, El pobre de los sábados, conservada en la A. de Farmacia que consideramos reflejo de situaciones de larga pervivencia.

35 op.cit., pág. 1181. 36 Zayas y Sotomayor, M., Estragos que causa el vicio. Ed. Crítica. A. Redondo Goicoechea en Tres novelas amorosas y tres desengaños amorosos. Madrid. Castalia, págs. 313-366.

52

Aproximación demográfica a una presencia invisible

También sería muy larga la pervivencia de los conventos como lugar de refugio, Aunque no siempre lo fueran seguro; recordemos todos los escandalos ligados a los alumbrados, a la solicitación en el confesionario, o al Convento de San Placido, que aún hoy se conserva, para continuar con esta mínima aproximación a determinados aspectos de la vida de las mujeres en Madrid37. La incorporación de la Corte a Madrid tuvo entre sus primeras consecuencias una profunda transformación de su vecindario y costumbres que vieron como llegaban a la Villa personas de muy diversas procedencias y forma de vivir lo que motivaría que, recordémoslo, muy tempranamente, Madrid fuera calificada de Babilonia confusa. La obra de Quevedo, sobre todo el Buscón38, está plagada de referencias a buscones y busconas que pululan por las cárceles, las calles, las plazas, de Madrid intentando engañarse mutuamente pero, sobre todo, intentando embaucar a los vecinos más ingenuos. En El Buscón hay otras referencias, las que atañen al adiestramiento de prostitutas en una taberna que, valga la licencia, podemos pensar que podría ser aquella taverna pintada frente a la que instalaba su negocio ana rruiz, tratante de fruta de la que ya hemos hecho mención. Escribe Quevedo: En todo el año no se vaciaba la posada de gente. era de ver como ensayaba una muchacha en el taparse, enseñándola ( la Celestina) lo primero cuales cosas habia de descubrir de su cara: a la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; a la de buenas manos se las enseñaba a esgrimir, a la rubia un bamboleo de cabellos y un asomo de vedijas por el manto y la toca; a la de buenos ojos, lindos bailes con las niñas y dormidillos, cerrándolos y elevaciones, mirando hacia arriba.

37 Para todo esto nos referimos a la obra ya clásica de Marañón G. El conde duque de Olivares. La pasión de mandar. Espasa Calpe. Madrid. Y a la más reciente de Pujol Buil C. La Inquisición y los cambios políticos en el reinado de Felipe IV. Los procesos de S. Plácido. Madrid CSIC 1993 38 Quevedo y Villegas F. Historia de la vida del buscón llamado D. Pablos... en Obras completas. Madrid Aguilar 1932.

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EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras de manera que al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían los maridos. Enlucía manos y gargantas, acicalaba dientes, arrancaba el vello; tenía un bebedizo que llamaba Herodes, porque con él mataba los niños en las barrigas y hacía mal parir y mal empreñar. Y en lo que ella era más extremada era en remendar virgos y adobar doncellas39. Seguramente para evitar estas situaciones mejor dicho, para tratar de evitarlas, en 1795 se manda que en ninguna ocasión se permita se detenga mujeres ( en las tabernas) ... ( y) que el tabernero soltero no emplearía como criadas de ninguna clase a mujeres con menos de cuarenta años40. E, Martínez Ruiz recoge el indignado testimonio de un ciudadano que, en 1796 escribía sobre: el desorden que se advertia en Md. ( Madrid) con especialidad en mugeres que abandonando el pudor propio de su Sexo... se prostituían vergonzosa y publicamente....refieriendo, en prueba de ello que en el patio del Correo se había encontrado el día antes a un Escribano con una muger sin que quedase duda de su delito... y concluye: sino se recogen en esta Corte las mujeres vagabundas que día y Noche handan (sic) por las calles se perderá esta población disponiendo Dios, por algún modo, cortar tantos y tan grandes escandalos, como en público y en secreto se dan por las Calles, Plaza y Puerta del Sol... Este testigo, calcula en más de tres mil las prostitutas madrileñas. Aquel mismo año, se prevé, por ley, cual puede ser el futuro profesional de los niños y niñas expósitos. En ambos casos se ordena la formación de un peculio, procedente de su trabajo que a los niños se les entregará cuando alcancen su libertad, a las niñas, cuando se casen o se pongan a servir. Los niños aprenderán las artes o la agricultura según su inclinación o aptitud. Las niñas habrán de ser instruidas en los rudimentos de la religión y labores de su sexo ...que son hacer faxa y media. Luego que estén habiles se les pasará a la costura en blanco, siguiendo a las que descubran inclinación

39 Ibidem. 117. 40 Martínez Ruiz E. La seguridad pública en el Madrid de la Restauración. Madrid M. del Interior, (1988) pág. 241.

54

Aproximación demográfica a una presencia invisible

y genio a los primores del bordado, blondas, redes y encajes, y destinando a las demas a las hilazas de lino, estambre, cáñamo, algodón y demas primas materias útiles para las fábricas... por el primor que alcancen... se les aplicará a los talleres de cintas de hilo, filadiz, algodón, seda y lienzo, cuyas fábricas debe haber en los hospicios, con buenas y hábiles maestras que cultiven a las niñas en las buenas costumbres, inspirandoles con su exemplo las virtudes y suavidad de genio que necesita después la República en las madres y familias; e interesa se les instruya en estas habilidades... se les hará aprender también los exercicios domésticos más comunes de labor, amasar, guisar, planchar etc41. La cita es larga pero refleja, con toda claridad, cual es la tradición social del trabajo femenino. Tradición cuya pervivencia, a lo largo de la historia, no es necesario subrayar aquí.

41 Para todo esto puede verse Fernández Vargas V., y Lorenzo Navarro L., El niño y el joven en España (siglos XVI-XX) Aproximación teórica y cuantitativa. Barcelona Anthropos 1989.

55

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

1.2 Hacia la modernidad: pervivencias e innovaciones Madrid, que duda cabe, experimenta un cambio importante y positivo a lo largo del siglo XIX y en el primer tercio del XX. Las transformaciones urbanísticas que buscan mejorar la salubridad ciudadana son resultado, y reflejo de una nueva mentalidad que permea todos los aspectos de la vida, aunque en unos casos, con más fuerza que en otros. Por lo que se refiere a la situación de las mujeres la pervivencia de prejuicios ligados a lo que, simplificando mucho se ha denominado mentalidad patriarcal, es paradigmática. Las mujeres de Madrid, e insistimos en que cada grupo social tiene coordenadas específicas, se benefician de medidas higienistas, de políticas progresistas. Pero si bien es cierto que cada vez hay más mujeres relevantes con mayor poder e influencia42, aún aquellas que cuentan con mayor reconocimiento público se enfrentan, en ocasiones, a barreras infranqueables. Valga como ejemplo Doña Emilia Pardo Bazán que, en 1916, es nombrada Catedrática de Literatura de la Universidad Central, la de Madrid, hasta que la falta de alumnos -la asignatura no es obligatoria- determina que “Doña Emilia se quede cesante y descorazonada, dejó de ir a la Universidad"43. Hecha esta consideración, pasemos a ver algunas cifras. En 1857 Madrid contaba con 281.170 habitantes de los cuales 142.232 (50,58%) eran hombres y 138.938 (49,41%) mujeres. De ellos, el 59,55% eran solteros (46,79% mujeres y 53,20% hombres) el 31,28% estaban casados (53,20% hombres y el 47,85% mujeres) en tanto que el 9,08 estaban viudos (28,44% hombres y 71,56% mujeres). Si recordamos los datos de la Tabla nº 11 encontramos que hay cierta continuidad entre los grupos. Por lo que se refiere a los grupos de edad la situación es mucho más positiva, sobre todo para los más añosos. 42 Ahora definiremos el poder como la capacidad de tomar decisiones significativas a nivel nacional e internacional. La influencia como la capacidad de orientar las capacidades de terceros en campos que atañen al poder tal y como se acaba de definir. 43 Bravo Villasante C. Vida y obra de Emilia Pardo Bazán. Madrid. Rev. de Occidente, 1962. Pág. 294.

56

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Tabla nº 13. La población de Madrid en 1857. Grupos de edad Años

Hombres

%

Mujeres

%

Totales

%

0-1 1-7 8-16 16-20 21-25 26-30 31-40 41-50 51-60 61-70 71-80 81-90 91-100

3.208 14.408 15.111 12.161 19.772 19.710 27.668 15.210 9.138 4.209 1.115 148 -

50,52 49,83 48,70 47,15 55,08 51,85 52,67 49,17 48,68 45,55 39,82 36,36 -

3.114 14.506 15.916 13.629 16.121 18.301 24.860 15.720 9.632 5.039 1.685 259 30

49,49 46,75 51,29 43,92 44,91 50,98 47,32 50,82 51,30 54,53 60,17 63,63 78,94

6.352 28.914 31.027 25.790 35.893 38.011 52.528 30.930 18.770 9.240 2.800 407 38

2,25 10,28 11,03 9,17 12,76 13,51 18,68 11,00 6,67 3,28 3,55 10,14 0,01

Totales

142.230

50,58

138.936

49,41

281.166

100

Fuente: censo de 1857. Elaboración V. Fernández Vargas

Veinte años más tarde la población sigue aumentando. Queremos indicar que hemos hecho algunos reajustes de edad para que, en su caso, pudieran ser comparadas con las que propone J. Nadal44 a nivel nacional. Aunque como ya señalamos en nuestro trabajo Edad y biografía, las series nacionales marcan una continuidad más que sospechosa.

44 Nadal J. Historia de la población española en Rainhard M y Armengaud A. Historia de la población mundial. Barcelona Ed. Arial (1961).

57

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

Tabla nº 14. La población de Madrid en 1877. Grupos de edad. Años

Hombres

%

Mujeres

%

Totales

%

0-7 8-15 16-20 21-25 26-30 31-40 41-50 51-60 61-70 71-80 81-90 91-100 +100 No consta

25.123 19.234 13.915 29.561 14.398 30.824 25.539 17.957 8.456 2.012 257 40 1 650

49,54 48,75 46,03 51,58 45,32 46,90 48,26 46,26 45,46 43,21 36,97 35,08 50,00 -

25.675 20.215 16.315 27.747 17.368 35.375 27.380 20.327 10.144 2.644 438 74 1 402

50,54 51,24 53,96 48,41 54,67 53,43 51,73 53,09 54,53 56,78 63,02 64,91 50,00 -

50.798 39.449 30.230 57.308 31,766 66.199 52.919 38.284 18.600 4.656 695 114 2 -

12,76 9,91 7,65 14,40 7,98 16,64 13,30 9,62 4,67 1,70 0,17 0,02 -

Totales

187.710

47,90

204.104

52,05

391.815

98,63

Fuente: Censo de 1877. Elaboración V. Fernández Vargas

El incremento de la población refleja unas mejores condiciones de vida que determinan un descenso de la mortalidad infantil, aunque aquí también hay que hacer acotaciones. En 1901, en la Inclusa de Madrid era de 379,6 por 1000 nacidos vivos45, en tanto que el general de España era, para aquella misma fecha, de 186 por 1000 nacidos vivos. La situación de los niños de la Inclusa fue particularmente crítica. La piedad de algunas personas motivó la concesión de limosnas a aquella institución a cambio de que su entierro fuera acompañado por incluseros con velas, rezando por el alma del difunto. En otros casos, la pervivencia de la lactancia por las denominadas amas de cría, y el retraso de un parto dio lugar a situaciones como la recogida por E. Sepúlveda en Madrid 1888. En el artículo titulado Un inclusero E. Sepúlveda, que en esta caso recoge un testimonio en primera persona, dice ...ibamos a tener pronto otro hijo y fue preciso sacar a un niño de la Inclusa para sostener la lecha de la nodriza46.

45 Fernández Vargas V. Lorenzo Navarro L. Op.cit. Pág. 44 46 Por el interés del texto lo incluimos en parte aquí . El niño, continúa E. Sepúlveda llevaba al cuello un cordón de torzal negro retorcido y encerado perfectamente ajustado a la medida del

58

Aproximación demográfica a una presencia invisible

En cualquier caso, parece pertinente recordar que a la reina Isabel II de doce partos “solo se le lograron 5”47. Su primer hijo nació cuando la Reina tenía unos 15 años, el último lo tuvo a los 35. Veamos cual era la esperanza de vida al nacimiento en 1860, 1877 y 1887 Tabla nº 15: 1860 Lugar

1877

1887

Varón

Mujer

Total

Varón

Mujer

Total

Varón Mujer

Total

Madrid cap.

-

-

24,4

22,9

25,3

24,1

21,5

24,9

23,2

Medio rural

28,4

33,1

30,05

31,3

31,6

31,4

-

-

-

España

29,4

30,2

29,8

29,1

29,8

29,5

31,7

32,5

32,1

¿Qué significaban estas edades en su época? El Censo de 1887 incluye un apartado estado del número de habitantes comprendidos en cada uno de los cuatro periodos de la vida, cuya clasificación es:

Niñez: Hasta los siete años, varones y hembras Desde los 8 años hasta la pubertad: De 8 a 13 años, varones De 8 a 11 años, hembras

cuello de la criaturita...pendiente del cordón monstrábase... un circulito de plomo algo parecido al marchamo de las telas, en cuyas dos caras estaban impresas en troquel Inclusa de Madrid 1888-864. finalmente el relator de la historia horrorizado por las condiciones de vida en la Inclusa, opta por no devolver el niño a la Inclusa, enviandolo a un pueblo y decidiendo ocuparse de él el resto de su vida. E. Sepúlveda op. Cit. Pág.. 408. Sobre esto puede verse también Fernández Vargas V. El Archivo de la Antigua Inclusa de Madrid en Anales del Instituto de Estudios madrileños. Cuando escribíamos este artículo se conservaba en la antigua Inclusa el aparato para marcar las chapitas. Una de las religiosas nos explicaba que con el se marcaba una chapita como la de los chorizos (sic). 47 González Doria F., Reinas de España. Madrid Bitácoa (1989) pág. 560.

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EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

Juventud Adolescentes De 14 a 20 años, varones De 12 a 20 años, hembras De 21 a 30 años, varones De 21 a 30 años, hembras Virilidad De 31 a 45 años De 46 a 60 años Senectud De 61 a 75 años De 76 en adelante Se trata de un intento de clasificación que no volverá a repetirse, que incorporamos por su valor como indicador social. Recordemos que Balzac había escrito: La vida de la mujer se divide en tres épocas bien diferenciadas: la primera empieza en la cuna y termina en la edad núbil; la segunda es aquella durante la cual la mujer se entrega al matrimonio y la tercera se inicia en la edad crítica. Texto, cuyo correlato castizo podría ser el de P. Madrazo en La señora Mayor, cuando escribe: Así como son cinco los dedos de la mano... cinco son también las edades de la más bella flor de la creación a quien el Eterno puso el nombre de mujer. Son cinco edades, la de niña, la de joven, la de jamona, la de señora mayor y la de anciana48. Si tales eran el criterio estadístico y la valoración social sobre las edades de la época, podemos deducir que la esperanza de vida al nacimiento de la población madrileña no pasaba, a finales del siglo XIX de la etapa denominada juventud. Pero las madrileñas están cambiando y también lo hace la ciudad: la piqueta que abre calles y plazas hace también desaparecer casas a la malicia, Iglesias, conventos y palacios. Corralas, casas de pisos, algunas como las del

48 Madrazo, P., La señora mayor en los españoles pintados por sí mismos. Biblioteca de Gaspar y Roig. Pg. 346.

60

Aproximación demográfica a una presencia invisible

barrio de Salamanca y, más adelante las de la Ciudad Lineal, responden a muy modernos principios urbanistas e higienistas. Sirva como ejemplo que en el momento de la muerte de Alfonso XII (noviembre de 1885) (en) el Palacio Real de Madrid no había cuartos de baño, ni calefacción ni luz eléctrica ni ascensores... el Campo del Moro era un lugar abandonado refugio del hampa madrileña... Doña María Cristina convirtió el parque tal y como le conocemos hoy y poco a poco fue dotando a la regia mansión de todas estas comodidades.49 Pero en general casas y barrios siguen siendo auténticos microcosmos urbanos en los que las diferencias de clase están más determinadas por la vivienda que se ocupa, que por el barrio en que esta se ubica. No ocurre lo mismo con las zonas de esparcimiento, pues si bien miembros de la nobleza, y a veces de la realeza, pueden frecuentar verbenas y romerías, en linea con su bien documentado carácter castizo o populista, el elegante Salón del Prado, es zona cada vez más exclusiva y las clases medias, las mujeres de la clase media, terminan dando peyorativo nombre a una zona de la calle de Alcalá la correspondiente a la acera de las Calatravas, por donde pasean. El Pinar de las Gómez será el nombre popular de esta zona y según E. Sepúlveda ...las de Gómez son unas mujeres híbridas, un compuesto de varias razas, una formación de varios deterioros, que a la luz del sol y con auxilio de emplastos que usan para charolar el coram vobis, se asemejan a figurines calcados en la primera edición de establecimientos de medio pelo... viudas con mucha pulcritud... señoras de buen ver aunque de pocos cuartos... las hay generalas, brigadieras, alguna ex-ministra, varias pensionistas del Monte de Piedad y de la Casa Real50. No es menos cruel la descripción que aquel mismo autor hace de la Bodegonera del Pardo, es decir de aquella que abre su negocio sobre todo, aprovechando el día de San Eugenio y su romería, cuyos ecos se han conservado hasta en cuplés. Escribe E. Sepúlveda: (es) una mujer de mediana edad, fea y escasa de cuerpo aunque muy envuelta en carne basta quiero decir muy rechon-

49 Fernández Vargas V. Y Lorenzo Navarro L. Op. Cit. Pág.20. 50 Sepúlveda E. La vida en Madrid en 1888. Madrid Establecimiento tipográfico de Ricardo Fe. 1889.

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EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

cha, con piel cetrina y cara atrevida medio velada por un pañuelo de hierbas que le baja de la cabeza; los pechos altos como morteros, amortajados en jubón de pana raída; junto al lado del corazón una navajita de acero a modo de talismán o insignia; en la muñeca izquierda enrollado como la soga de un pozo, un rosario de huesos de aceituna, decorado con tres medallas de plata de las que venden en las novenas; en la derecha un brazalete de chescas o tabas de carnero y en los dedos muchas sortijas de oro y plata con piedras blancas y de colores, diamantes de culo de vaso y esmeraldas de frasquetes de veneno. La basquiña de percal listado, con remiendos; en la cintura un llavero con llaves de distinto tamaños y al dorso de un mantón de lana churra, despeñado hacia las caderas que, por cierto, semejan arcadas de escuela patronal o claustro bizantino51. Su antípoda podía ser, según testimonio del mismo autor el domingo llamó sobremanera la atención en el Teatro Real un adorno que lucía una dama parisina. Sujeto a un alfiles de brillantes, prendido al pecho por una cadenita de oro suficientemente larga para no impedir sus movimientos, saltaba un camaleón americano, que varias veces sembró espanto entre las señoras vecinas. Si la novedad se aclimata, no faltará quien tenga envidia al camaleón52. Ir de romería, al teatro, pasear son las formas habituales en que las mujeres de Madrid emplean su ocio. Pero hay otra, no menos importante ir de tiendas, afición que, además, a todas iguala sobre este hábito escribirá E.Sepulveda: “... ( preguntad ) a la mujer de mundo, a la dama de sociedad, a la gran señora no jubilada, a la que salió ayer del colegio, a la esposa casta, a la madre fecunda, a la burguesa, a la hija del pueblo en los múltiples oficios a que esta se dedica, y os dirán que el ir de tiendas es para ellas algo mejor que ir al teatro y a los bailes porque se distraen más, se dejan ver de cerca, se mueven por higiene y se las mira, se la adula y se les dan los géneros poco menos que de balde, gracias a la fascinación que ejercen sobre los inocentes horteras53. No es este el lugar de hacer un análisis sobre la ironía, sobre la misoginia de E. Sepúlveda, sentimiento que comparte con tantos otros escritores

51 Ibídem pág. 504 52 Ibídem. pág. 511. 53 Ibídem pág. 108.

62

Aproximación demográfica a una presencia invisible

costumbristas, pues en su visión del Madrid de 1888 apenas trata con cariño, o al menos con respeto, a las mujeres que retrata. La excepción podría ser la de una bailarina asesinada por un pretendiente despechado, crimen cuya continuidad en el tiempo corrobora la lentitud determinados cambios sociales, la pervivencia de determinados comportamientos y aunque inicia su artículo haciendo negativas valoraciones sobre el amor en la mujer escribe sobre la bailarina asesinada: ... la infeliz Rosa Romero que era... bailarina del Teatro Real no podía amar al dependiente del mismo coliseo Enrique Lacea (porque) él no era libre... de ahí la renuncia a estas relaciones amorosas... una pasión brutal hace al manate acechar a Rosa desde una taberna próxima al teatro y... al verla llegar acompañada de una amiga... dice a la muchacha que acompaña a Rosa “retirese usted que tengo que hablar con esta “ y una vez solos, hiere de muerte a la infeliz bailarina que cae a tierra exánime... ¿Puede imaginarse algo más repugnante? Y concluye digna, valientemente E, Sepúlveda: mucho más valdremos el día en que prácticamente aprendamos que el respeto a la mujer... es el triunfo más grande de la ley moral sobre el instinto54. No vamos a insistir sobre la fuerza, sobre la persistencia de determinadas actitudes sociales, valga el texto recogido para corraborarlas, y para reflejar, igualmente su valoración y su rechazo entre determinados sectores. Volvamos, ahora, al análisis cuantitativo. El siglo XX está en puertas y aunque las fechas nunca suponen transformaciones mágicas, es también, indiscutible que conforme nos adentremos en el siglo XX los avances de la pediatría, las recomendaciones a favor de la lactancia materna, las leches de vaca acidificadas (babeurre) y los preparados alimentarios especiales para la infancia, fueron mejorando la situación de forma más que significativa. Por lo que se refiere a la esperanza de vida al nacimiento55, uno de los indicadores demográficos más reveladores, los datos madrileños son elocuentes del avance:

54 Ibídem. Pág.20. 55 Comunidad de Madrid La mortalidad de la infancia en Madrid. Cambios demográfico-sanitarios en los siglos XIX y XX. Documento Técnico de Salud Pública nº 57. Comunidad de Madrid 1999. Pág. 77.

63

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

Tabla nº 16. Esperanza de vida al nacimiento en Madrid56 Año 1900 1910 1930

Capital Var.

Capital Muj.

Capital Tot.

Resto Prov. Var.

26,0 35,9 45,3

29,1 40,0 51,9

27,6 38,0 48,7

33,2 40,2 44,2

Resto Prov. Resto Prov. Muj. Tot. 35,6 42,8 47,3

34,4 41,4 45,7

Como ya hemos indicado, las transformaciones de España propician cierta movilidad social y las mujeres empiezan a incorporarse a oficios, a profesiones a actividades impensables hasta hace pocos años. Aunque, recordemoslo, el nombramiento en 1916 de Doña Emilia Pardo Bazán como catedrática de Universidad no pasa de ser un frustrado gesto testimonial. Pero si Doña Emilia no pudo desarrollar su carrera como catedrática la matricula de jóvenes en la Universidad es creciente y pronto se abrirán Residencias para albergar a aquellas jóvenes universitarias que acuden a Madrid desde diversos puntos de España; las Teresianas abrirían la suya en La Cuesta de San Vicente, La Residencia de Señoritas, ligada a la Institución Libre de Enseñanza lo hará en la calle Fortuny esquina con Martínez Campos. Veamos los datos que, sobre profesiones, darán los Censos de 1900 y 1930.

56 Ibídem.

64

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Tabla nº 17 . Las profesiones en Madrid en 1900 Grupo 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 32 33 Total

Hombres

%

Mujeres

%

Totales

%

34.723 32 3.172 27.849 4.284 14 2.559 446 18.360 805 16.963 10.598 840 510 7 69 2.600 2.265 1.193 371 655 495 658 1.036 2.215 7.206 13.369 10.824 2.054 40.054 4.889 284 38.229

92,80 100 94,77 74,39 92,98 100 99,64 100 93,37 87,12 100 99,26 100 0,05 100 80,20 100 98,47 59,08 97,88 98,49 100 98,94 81,06 33,48 18,32 51,64 90,58 99,22 50,11 59,62 47,09 17,48

2.679 175 9.586 323 9 1.303 119 39 2.450 17 35 826 8 10 5 242 4.399 32.102 12.515 1.125 16 39.876 3.331 319 180.416

7,16 5,22 25,60 7,01 0,35 6,62 12,87 0,36 82,70 19,76 1,52 40,41 2,11 1,50 0,75 18,93 66,51 81,67 48,35 9,41 0,72 49,88 40,62 52,90 82,51

37.402 32 3.347 37.435 4.607 14 2.568 446 19.663 924 16.963 10.637 840 2.960 7 86 2.600 2.300 2.019 3,79 665 495 663 1.278 6.614 39.308 25.884 11.949 2.070 79.930 8.200 603 218.645

6,90 0,61 6,91 0,85 0,47 0,08 3,63 0,17 3,13 1,96 0,15 0,01 0,48 0,42 0,37 0,06 0,12 0,09 0,12 0,23 1,22 7,25 4,77 2,20 0,38 0,38 14,75 1,51 0,11 40,37

249.628

46,10

291.923

53,91

541.449

99,71

Fuente: Censo de 1900. Elaboración V. Fernández Vargas.

1. Agricultura, cría de animales, pesca y caza, propiedad territorial y urbana. 2. Minas, canteras y salinas. 3. Industrias clasificadas según la naturaleza de la materia utilizada ( textiles, cueros, pieles y materias duras sacadas del reino animal, madera metalurgia, cerámica, productos químicos propiamente dichos y productos análogos).

65

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

66

4. Industrias clasificadas según el genero de las necesidades a las que se aplican ( Industrias de la alimentación, del vestido y del tocado, del moblaje, de la edificación, de la construcción de aparatos de transporte, producción y transmisión de fuerzas f´ísicas, industrias relativas a las Letras, Artes y Ciencias, industrias de lujo) 5. Industrias no clasificadas y denominaciones generales ( Industrias de materias desechadas, otras industrias, industriales, fabricantes, manufactureros y mecánicos). 6. Marítimos por ríos y canales (Transportes). 7. Por calles, caminos y puentes (Transportes). 8. Por ferrocarriles (Transportes). 9. Comercio. 10. Fondas, cafés, hostelerías, despachos de bebidas. 11. Fuerza Pública (Ejercito, Armada y Cuerpos de policía) 12. Administración pública. 13. Clero secular. 14. Clero regular. 15. Otros cultos. 16. Sirvientes de los cultos. 17. Profesiones judiciales. 18. Ídem médicas. 19. Ídem de la enseñanza. 20. Literatura. 21. Copistas, estenógrafos y traductores. 22. Arquitectura e ingeniería. 23. Artes plásticas. 24. Espectáculos públicos. 25. Retirados y pensionistas. 26. Servicios personales y domésticos. 27. Alumnos de 1ª enseñanza. 28. Estudiantes de 2ª enseñanza, Facultad y carreras especiales. 29. Individuos momentáneamente sin ocupación. 30. Niños sin profesión por razón de su edad. 31. Asilados, enfermos, locos, presos y presidiarios. 32. Mendigos vagabundos y prostitutas. 33. Miembros de la familia dedicados a trabajos domésticos e individuos sin profesión y de profesión desconocida.

Aproximación demográfica a una presencia invisible

Según el Censo de 1930, la clasificación profesional de la Madrid era:

Tabla nº 18.- Grupos de Industrias y profesiones en Madrid en 1930 I

Hombres

Mujeres

Totales

%

1 Total

9 9

-

9 9

-

II 2 3 4 Total

167 1.112 246 1.525

7 1 8

167 1.119 247 1.553

0,16

III 5 6 7 8 9 10 11 12 13 Total

22

-

22

1 10 2 2 241 11 5 294

2 2

1 10 2 2 241 13 5 296

0,03

IV 14 15 16 17 18 19 20 21 Total

71 7 15 8 262 2.650 51 227 3.291

3 2 1 7 19 130 21 10 193

74 9 16 15 281 2.780 72 237 3.484

0,36

67

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

68

I

Hombres

Mujeres

Totales

%

V 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 Total

13 215 192 7 313 40 208 138 239 226 1.591

1 87 157 7 11 51 20 113 82 529

14 302 349 7 320 51 250 158 352 308 2.120

0,22

VI 32 33 Total

5.500 480 5.980

75 13 88

5.575 493 6.068

0,63

VII 34 35 36 37 38 39 40 Total

12 25 9 6 59 5 44 159

36 5 9 306 6 15 377

48 29 18 6 365 11 59 536

0,05

VIII 41 42 43 44 45 Total

2.546 63 493 293 187 3.582

1.399 4.212 1.416 288 67 7.382

3.945 4.276 1.909 581 254 10.964

1,14

IX 46 47 48 49 Total

69 160 2.654 424 3.307

3 50 48 67 168

72 210 2.702 491 3.475

0,36

Aproximación demográfica a una presencia invisible

I

Hombres

Mujeres

Totales

%

X 50 51 52 53 54 55 Total

72 4.918 2 357 2.006 355 7.710

6 1 2 4 13

72 4.924 2 358 2.008 359 7.723

0,81

XI 56 57 Total

423 11 434

-

423 11 434

0,04

XII 58 59 60 61 62 63 64 65 66 67 68 69 70 Total

642 2.694 186 688 65 13 51 546 12 63 1 205 5.604 10.770

4 1 1 1 17 24

642 2.698 186 689 65 13 51 547 12 63 1 206 5.621 10.794

1,12

XIII 71 72 Total

1.066 36 1.102

23 1 26

1.089 37 1.026

0,18

XIV 73 74 75 76 77 78 79 80 81 Total

258 1.283 563 12.973 40 3.639 124 283 468 19.631

3 11 6 9 2 2 1 34

258 1.286 563 12.984 46 3.648 125 285 469 19.665

2,07

-

69

EL MADRID DE LAS MUJERES. APROXIMACIÓN A UNA PRESENCIA INVISIBLE (1561 – 1833)

70

I

Hombres

Mujeres

Totales

%

XV 82 83 84 85 Total

2.235 18 222 58.505 60.980

18 2 3 964 987

2.253 20 225 59.469 61.967

6,54

XVI 86 87 88 89 90 Total

4.534 6.301 1.587 82 7.851 20.355

601 205 78 1 25 911

5.135 6.506 1.665 83 7.877 21.266

2,24

XVII 91 92 93 94 95 96 97 98 99 100 Total

8.117 5.774 584 294 2.000 550 50 1.952 6.544 24.922 50.922

557 717 122 40 199 27 26 530 264 1.721 4.203

8.679 6.491 706 334 2.199 577 76 2.482 6.808 26.643 54.990

5,80

XVIII 101

8.125

61.630

69.775

7,36

XIX 102 103 104 Total

14.860 1.011 5.500 21.461

8 8

14.860 1.011 5.598 21.469

2,26

XX 105 Total

10.298 10.298

835 835

11.133 11.113

1,17

XXI 106 107 108 109 Total

1.047 1.004 10 149 2.210

4.621 6 4.627

1047 5.625 10 155 6.837

0,72

Aproximación demográfica a una presencia invisible

I

Hombres

Mujeres

Totales

%

XXII 110 111 112 113 114 115 Total

4.427 4.558 2.206 4.061 1.030 14.633 30.915

21 430 1.528 3 54 2.006 4.051

4.448 4.997 3.734 4.064 1.084 16.639 34.966

XXIII 116 117 118 Total

3.117 510 5.515 9.142

1.536 453 6.878 8.867

4.653 963 12.393 18.009

1,90

XXIV 119 120 Total

55.690 28.684 84.383

48.949 7.402 56.351

104.648 36.086 140.734

14,85

XXV 121 122 123 124 125 126 Total

3.970 611 634 242 5.540 5.424 16.422

4.259 821 94 204 20 5.398

8.229 1.432 728 447 5.560 5.424 21.820

2,30

XXVI 127 128 Total

55.373 55.373

308.153 54.241 362.394

308.153 109.614 417.767

44,12

XXVII 129 Total

3.890 3.890

-

3.890 3.890

0,41

Fuente: Censo de 1930. Elaboración V. Fernández Vargas.

I.- Pesca. 1.Pesca. II.- Forestales y agrícolas. 2.Explotación de montes. 3.Agricultura. 4.Ganadería. III- Minas y canteras. 5.Minas de carbón. 6.Ídem de hierro. 7.Ídem de plomo. 8.Ídem de cobre. 9.Ídem de mercurio. 10.Otras minas. 11.Canteras. 12.Aguas minerales. 13.Salinas. IV.- Industrias de la alimentación. 14.Molinería de granos. 15.Quesos y mantecas. 16.Azúcar. 17.Aceites vegetales. 18.Vinos, cerve-

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zas y otras bebidas. 19.Panaderías y confiterías. 20.Conservas. 21.Otras industrias de alimentación. V.- Industrias químicas. 22.Alcoholes. 23.Productos farmacéuticos y perfumería. 24.Tabacos. 25.Abonos. 26.Productos del petroleo y de los carbones minerales. 27.Materias explosivas e inflamables. 28.Materias colorantes, pinturas y barnices. 29.Caucho y gutapercha. 30.Papel y cartón. 31.Otras industrias químicas. VI.- Artes gráficas. 32.Imprenta, grabado y encuadernación. 33.Fotografía. VII.-Industrias textiles. 34.Hilados. 35.Tejidos de lino y cáñamo. 36.Tejidos de algodón. 37.Tejidos de lana y seda. 38.Blondas, encajes, bordados y pasamanería. 39.Crines y plumas. 40.Otras industrias textiles. VIII.-Confecciones con tejidos. 41.Sastrería. 42.Modistería. 43.Tapicería, lencería y ropa blanca. 44.Sombrerería y paragüería. 45.Otras. IX- Cueros y pieles. 46.Curtidos de cueros y pieles. 47.Peleterías. 48.Fabricación de calzado. 49.Otros artículos de cuero y piel. X.- Industrias de la madera. 50.Serrerías. 51.Carpinterías. 52.Barcos. 53.Carruajes. 54.Ebanistería. 55.Otras. XI.- Metalurgia. 56.Hierro. 57.Otros metales. XII.- Trabajo de los metales. 58.Fundición de hierro. 59.Forja, herrería y cerrajería. 60.Calderería. 61.Fundición y moldeo de otros metales. 62.Herramientas. 63.Trefilería y cadenas . 64.Armas. 65.Aparatos de precisión y medida. 66.Máquinas-herramientas. 67.Motores y maquinaria para transportes. 68.Barcos. 69.Hojalatería y lampistería. 70.Otras. XIII.-Trabajo de los metales finos. 71.Joyería y orfebrería. 72.Bisutería y objetos de arte. XIV.- Construcción y edificación. 73.Puertos, puentes, carreteras y calles. 74.Conducción de aguas. 75.Trabajo de la piedra. 76.Albañilería. 77.Armaduras. 78.Vidriería, fumistería y pintura. 79.Fabricación de cales, yesos y cementos. 80.Fabricación de ladrillos, tejas y piezas de cemento. 81.Otras industrias de la construcción. XV.- Industrias varias. 82.Producción y distribución de energía eléctrica. 83.Electro-química. 84.Cristal, loza, porcelana y alfarería. 85.Diversas. XVI..- Transportes. 86.Correos, telégrafos, teléfonos y radio. 87.Ferrocarriles. 88.Tranvías. 89.Navegación marítima y fluvial. 90.Otros transportes. XVII.- Comercio 91. Géneros alimenticios. 92.Hoteles, restaurantes y despachos de bebidas. 93.Químicos y farmacéuticos. 94.Librerías y papelerías. 95.Tejidos y artículos para el vestido. 96.Venta de maquinaria de todas clases y herramientas. 97.Bazares y almacenes de artículos diversos. 98.Espectáculos. 99.Bancos, Compañías de seguros y Agencias de negocios. 100.Otros Comercios XVIII.-Servicio doméstico. 101.Servicio domestico. XIX.-Fuerza Pública. 102.Ejercito. 103.Armada. 104.Guardia civil, carabineros y policía. XX.-Administración. 105. Administración pública. XXI.- Culto y clero. 106.Clero católico secular. 107.Clero católico regular. 108.Otros cultos. 109.Sirvientes del culto. XXII.-Profesiones liberales. 110.Profesiones judiciales. 111.Profesiones médicas. 112.Profesiones de la enseñanza. 113.Arquitectura e ingeniería. 114.Bellas Artes. 115.Otras profesiones liberales. XXIII.- Rentistas y pensionistas. 116.Propietarios que viven principalmente del producto de la locación de sus inmuebles. 117.Rentistas. 118.Retirados, jubilados,

Aproximación demográfica a una presencia invisible

pensionistas del Estado y de otras Administraciones, públicas o privadas. XXIV-. Población escolar. 119.Alumnos de las escuelas y colegios de primera enseñanza. 120.Estudiantes. XXV.- Improductivos. 121.Acogidos en Hospicios y asilos. 122.Acogidos en hospitales y manicomios. 123.Presos y presidiarios. 124.Mendigos, vagabundos y prostitutas. 125.Individuos momentáneamente sin ocupación. 126.Individuos sin profesión. XXVI.- Miembros de la familia. 127.Miembros de la familia. 128.Niños sin profesión por razón de su edad. XXVII.- Profesión desconocida. 129.Profesión desconocida.

Evidentemente, la diferencia en los criterios clasificatorios, su ambigüedad hace prácticamente imposible establecer secuencias entre los Censos. Lo cual no nos impide, al menos, señalar algunas lineas fundamentales sobre la evolución profesional de la población de Madrid entre 1900 y 1930. La primera, será la decadencia del Sector primario que todavía en 1900 empleaba al 6,90% de la población, y en cuyo grupo las mujeres representaban el 7,16%. A continuación subrayar la permanencia, e importancia, de los servicios familiares y domésticos, el 7,77% en 1900, con una representación femenina del 81,67% y que en 1930 representa el 7,28%, siendo las mujeres el 88% del colectivo. Señalaremos, igualmente, el aumento creciente del comercio, y el de los estudiantes, de 2º Enseñanza y superior, con un mínimo del 0,38% pero en el que las mujeres son ya el 9,41% del colectivo. En 1930, los Estudiantes, que podemos interpretar que son los de enseñanza superior son el 25% de un colectivo que representa el 1,90% de los consignados. Las mujeres son el 20% del grupo de los estudiantes. El Comercio que suponía el 3,63 de las profesiones en 1900,.se eleva hasta el 38, 9 % en 1930. Madrid se perfila, cada vez más, como una ciudad terciaria en la que la vida de sus habitantes sigue siendo muy dependiente de la capitalidad. Y lo hace con trabajadores -y trabajadoras- cuya actividad profesional poco tiene que ver con las generadas en torno a la Corte. Corte que, por otra parte, tiene sus días contados; situación claramente perceptible hasta en los aspectos más cotidianos de la vida madrileña. Tiempos de cambio que podemos rastrear en una novela llena de resonancias femeninas. Nos referimos a La Venus mecánica publicada en 1929 y cuyo autor, Jesús Díaz Fernández, dedica a su hija de quince meses; libro

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escrito entre la cárcel y el exilio lisboeta narra la vida de un periodista demócrata en vísperas de la proclamación de la IIª República y refleja aspectos poco conocidos de la vida madrileña; Obdulia, la protagonista, que ha estudiado en internados ingleses y procede de una familia adinerada es una tanguista que llega a la prostitución impulsada por su madre cuando acaezca la ruina familiar. Su relación con el periodista terminará trágicamente pues la detención y prisión de este, los malos tratos de la policía, ocasionarán la muerte de su hijo. Tiempos dramáticos para Madrid y para sus habitantes que inmersos en la misma ola de violencia que arrasa al mundo no tardarán en preludiar la IIª Guerra Mundial por las calles de la ciudad. Pero antes, en diciembre de 1931 la Constitución republicana ha reconocido el derecho a voto de las españolas, fecha que marca un punto de partida y, por lo tanto, justifica que en ella situemos el punto final de esta aproximación a la historia de las mujeres de Madrid.

LAS MUJERES EN EL CEREMONIAL PÚBLICO DEL MADRID MODERNO

María José del Río Barredo Universidad Autómoma de Madrid

Profesión (o toma de hábitos) Infanta Margarita, Convento de las Descalzas

Las mujeres en el ceremonial público del Madrid moderno

A primera vista, las mujeres parecen haber estado prácticamente ausentes de los rituales festivos más característicos de la vida pública en las ciudades europeas de la Edad Moderna. Señalemos de entrada que en este periodo la fiesta no se asociaba sólo con la diversión, sino que era una práctica cultural compleja y variada, según los tipos de rituales y ceremonias que protagonizaban los distintos miembros de la comunidad. En el ámbito rural, las fiestas seguían de cerca el ritmo de las estaciones y la participación se encauzaba a través de grupos de edad, sexo o estado civil, mientras que en el ámbito socialmente más complejo de las ciudades los desfiles y procesiones, juegos caballerescos, danzas y representaciones eran organizadas por agrupaciones laborales (gremios), asistenciales (cofradías e instituciones hospitalarias), educativas (colegios y universidades) y gubernativas, ya fueran de carácter eclesiástico (parroquias, conventos, cabildos catedralicios, tribunales diocesanos) o secular (ayuntamientos, audiencias, consejos). En ceremonias conjuntas o por separado, estas agrupaciones manifestaban públicamente a través de la fiesta la función e importancia que se les concedía en la comunidad urbana. Concebida ésta en los términos corporativos que permeaban el pensamiento político-social de la época, el mundo festivo de las ciudades apenas dejaba lugar para otra participación que la vinculada a las corporaciones urbanas dotadas de reconocimiento jurídico, esto es, a un mundo institucional en el que las mujeres tenían una presencia ínfima, si es que tenían alguna. Plantear las cosas en estos términos no supone excluir la posibilidad de indagar las formas de participación de las mujeres en la vida ritual de las ciudades, sino más bien intentar hacerlo desde una perspectiva histórica correcta. Si participaban o no y en qué grado o modo lo hacían son cuestiones que deben tratarse principalmente en términos institucionales, pues no eran individuos (de uno u otro sexo) quienes lo hacían, sino dignidades, rangos y jerarquías, todas ellas categorías asociadas a la más amplia de sociedad corporativa. Al enfocar la limitada participación de las mujeres desde este ángulo, podemos observar cómo se articuló su situación en los márgenes e incluso, aunque excepcionalmente, en el centro de ese

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sistema. Fuera de él quedan las celebraciones estacionales de corte rural en absoluto ajenas al mundo femenino madrileño de la época moderna -, pero que no trataré aquí sino de pasada, pues exigen un tipo de fuentes y una perspectiva de análisis completamente diferentes. En las páginas que siguen pretendo rastrear la participación activa de las mujeres de Madrid en los cortejos rituales que recorrieron las calles de la ciudad durante la Edad Moderna. Puesto que el rasgo más peculiar de la Villa y Corte fue precisamente su función como corte o capital de la monarquía, resultará fundamental no perder de vista el ceremonial público cortesano. De hecho, partiré de este ámbito, pues en él se desarrolló una de las ceremonia más características del ritual regio de los Austrias: la primera entrada pública de la reina consorte. Su análisis nos acercará, además, al mundo palatino de las damas nobles, menos ocultas al mundo exterior de lo que habitualmente se piensa. Me ocuparé después de los desfiles procesionales de la ciudad, para estudiar los casos extraordinarios, pero no por ello irrelevantes, protagonizados por distintos tipos de mujeres: monjas, prostitutas arrepentidas, niñas huérfanas y hasta amas de cría. Puesto que la cronología de estas ceremonias, y también de los desfiles protagonizados por mujeres de la corte, se centra en el Madrid del Siglo de Oro, concluiré con un último apartado dedicado a observar los cambios y continuidades producidos en este campo durante el siglo XVIII. Como veremos, para estas fechas la presencia de grupos populares no corporativos de mujeres en la vida pública (y política) empezó a ganar un terreno considerable.

Mujeres y vida pública urbana El hecho de que Madrid se convirtiera en la sede permanente de la corte española a mediados del siglo XVI hizo que las ceremonias reales constituyeran el elemento más peculiar de su vida pública. Dichas ceremonias podían estar protagonizadas por el rey, que participaba en persona en desfiles, procesiones y juegos caballerescos o bien los presenciaba desde los balcones del alcázar y la Casa de la Panadería en la plaza Mayor. También se consideraban reales las ceremonias y fiestas en las que jugaban un papel central los miembros de las instituciones vinculadas a la persona real, ya fuera la mortal (caso de su familia y servidores palatinos) o la inmortal (caso de los representantes de las instituciones de gobierno de la monar-

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quía). En este sentido, las procesiones de Corpus Christi, y, según su modelo, las demás procesiones generales de la ciudad, constituían la mejor expresión de Madrid como capital o, en términos más próximos a la época, como cabeza del cuerpo político de la monarquía. En el cortejo tomaban parte los representantes de las principales instituciones eclesiásticas de la Villa y también las autoridades municipales, que llevaban las varas del palio en la sección central y principal de la procesión. Pero quienes destacaban en esta parte de la procesión en torno a la eucaristía eran sobre todo las instituciones vinculadas a la persona del rey y, a veces, el rey mismo: allí se colocaban los miembros de la Capilla Real, de los diversos Consejos reales, los mayordomos y grandes presentes en la corte y los embajadores y las guardias reales1. Madrid se representaba a sí misma como una capital eminentemente masculina en sus procesiones generales. Las mujeres no tenían lugar en estos cortejos ceremoniales, porque no formaban parte de las corporaciones o, cuando lo hacían, como en el caso de las cofradías, no ocupaban cargos con dimensión pública. Eso no significa que quedaran completamente fuera de las celebraciones, como insinúan las fuentes documentales de la época al mencionar ocasionalmente su presencia. Así, en la procesión general que se hizo para celebrar el jubileo concedido por el papa en 1652, salió la Virgen de la Almudena acompañada por las principales instituciones de la Villa y de la Corte, además de un "gran número de mujeres"; pero éstas, lo mismo que la cantidad de "seglares" citados para subrayar el éxito de la celebración, participaban como elementos de esa masa indiferenciada del pueblo, que acudía a las ceremonias públicas de la ciudad, pero sin "formar cuerpo", como hacían los miembros de las instituciones que representaban a la ciudad imaginada2. Como mucho, los cronistas podían distinguir la calidad social de las mujeres participantes para dibujar con ella, y con su comportamiento público, los valores morales que se quería asociar con la ceremonia urbana y,

1 M.J. del Río Barredo, Madrid, Urbs regia. La capital ceremonial de la Monarquía Católica, Madrid, 2000, cap. 6. 2 J. de Vera Tassis y Villarroel, Historia del origen, invención y milagros de la sagrada imagen de Nuestra Señora de la Almudena, Madrid, 1692, p. 476. Sobre los cortejos y la ciudad imaginada A. Marcos Martín, "Percepciones materiales e imaginario urbano en la España Moderna", en J.I. Fortea Pérez, Imágenes de la diversidad. El mundo urbano en la corona de Castilla (S. XVI-XVIII), Santander, 1997, pp. 15-50.

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a partir de ella, con la ciudad. De ese modo, el autor anónimo de otra relación del mismo jubileo, aclaraba que entre las mujeres que siguieron la procesión había "grandes señoras" y "damas principales", que habían ido con gran devoción y humildad:

"Fue cosa singular, y de gran ponderación, y aprecio, ver cómo se dispusieron en acción tan grande: cubrieron negros mantos su belleza, los vestidos, si bien limpios, muy humildes; no hubo galas, ni rizos; en copiosos escuadrones, hacían sus visitas a las iglesias señaladas (que eran la Merced, la Trinidad, San Sebastián y el Colegio Imperial de la Compañía), las señoras principales iban decentísimas en sus coches, muy cubiertas, solas, no más que con un criado que las apease, y dicen que vieron muchas ir con los mantos muy cubiertas y bien puestas por las mañanas y a la noche descalzas en las estaciones".3 Las únicas que al parecer tomaron parte como grupo distinto y separado en estas ceremonias universales de corte piadoso fueron las mujeres pobres, que disfrutaron del jubileo gracias a la beneficencia de su promotor, el arzobispo de Toledo, cardenal Baltasar Sandoval y Moscoso. De acuerdo con el anónimo cronista, el prelado se encargó de velar para que con sus limosnas pudieran ir a visitar las iglesias correspondientes quienes no formaban parte de una corporación o no podían permitirse un día sin trabajo como eran los esportilleros, mendigos y, expresamente las "mujeres pobres" que "no tienen congregación". Sin embargo y como veremos también más adelante, este tipo de participación en la vida pública, más que honrar al grupo protagonista, subrayaba la virtud caritativa de sus benefactores. Ricas o pobres, en general las mujeres difícilmente podían contar como honorables protagonistas de la vida pública en las ciudades del Antiguo Régimen, al ser éstas concebidas como un conjunto ordenado de corporaciones con reconocimiento jurisdiccional. Ni siquiera era siempre valiosa su presencia en los rituales públicos penitenciales, en los que contaba menos la representación corporativa que la presencia de grupos de

3 "Escríbense los sucesos de la Europa desde abril del año 1651 hasta el abril de 652", BN, Mss. 2383, ff. 266-274, transcrito en M.C. Sánchez Alonso, Impresos de los siglos XVI y XVII de temática madrileña, Madrid, 1981, p. 292 (la mención siguiente a las mujeres pobres en p. 291).

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niños o doncellas, capaces de encarnar la parte más pura e inocente (y por tanto más digna de ser escuchada por Dios) de la ciudad4. La disciplina impuesta después de Trento vetó la flagelación pública de las mujeres en las diócesis donde era costumbre que participaran de ese modo en las procesiones de Semana Santa; en Madrid ni siquiera parecía decente que salieran a ver estas ceremonias por la noche, motivo que sirvió como excusa para prohibirlas a esta hora5. Valores religiosos, pero también sociales como la noción de recato femenino, insistentemente proclamada en la época, hicieron que se considerara cada vez menos adecuada la participación de las mujeres en el ritual urbano, al menos como elementos de exhibición honorífica. Asunto muy distinto era la exposición pública como forma de oprobio o vergüenza para las castigadas por los alcaldes de corte o para las penitenciadas inquisitoriales. Una noticia madrileña de 1627 nos dice que "sacaron a la vergüenza diez mujeres juntas, rapadas las cabezas, y las desterraron por vagabundas"6. A las sospechosas de hechicería se les subía a una escalera para que todos las vieran y se burlasen de ellas. Humillación y deshonor, pero no orgullo de pertenencia a un grupo, era lo que solía suponer la presencia femenina en la vida pública urbana, al menos cuando esa presencia tenía rasgos más identificadores que la participación indiferenciada en las procesiones religiosas. Por eso mismo, resultan tan reveladoras las ocasiones excepcionales en que podemos documentar ceremonias públicas en las que las mujeres ocuparon un lugar relevante y honorífico, manifestando valores positivos asociados a su rango, estatus o actividad. Empezaremos discutiendo un tipo de ceremonia que llegó a ser característica del Madrid de los Austrias por las extraordinarias dimensiones que alcanzó: las primeras entradas solemnes de las reinas en la capital.

4 R. Trexler, Public life in Renaissance Florence, Nueva York, 1980. 5 Archivo Histórico Nacional, Consejos, Libro 1223, f. 75 (en relación a las procesiones del Cristo de la Fe y de las Injurias en 1638). La prohibición de disciplina pública de mujeres en el concilio provincial compostelano, celebrado en Salamanca, 1565, en J. Tejada y Ramiro, ed., Colección de cánones de la Iglesia española, Madrid, 1849-62, vol. V, pp. 326-7. 6 G. Gascón de Torquemada, Gaceta y nuevas de la Corte de España, desde el año 1600 en adelante, ed. A. de Ceballos-Escalera y Gila, Madrid, 1991, p. 263.

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Planta de la entrada de las reinas en Madrid

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Entradas de reinas Por sorprendente que pueda parecer, las entradas que hicieron en la corte las princesas recién convertidas en consortes del titular o del heredero de la corona española estuvieron en primera fila de la abundante y variada vida ritual del Madrid moderno. Fueron ellas las que en mayor grado movilizaron los recursos financieros, urbanísticos y simbólicos de la ciudad, que se materializaban sobre todo en las complejas arquitecturas efímeras, características de las fiestas más grandiosas de la época. Como bien saben los estudiosos de sus dimensiones artísticas y literarias, con estas entradas reales sólo podían equipararse algunas de las más gloriosas celebraciones contrarreformistas del Madrid barroco, como las canonizaciones de nuevos santos impulsadas por las órdenes religiosas. También se aproximaron a ellas por su esplendor las más espectaculares celebraciones cortesanas de los reinados de Felipe III y Felipe IV, cuyos respectivos validos fueron muy dados a organizar desfiles triunfales y juegos caballerescos en las plazas y calles de la capital. Destacadas entre las celebraciones más sofisticadas del Madrid de los Austrias, las entradas de las reinas contrastaban de forma especialmente llamativa con las primeras entradas del rey en la capital después de haber heredado el trono, en cuyo modelo ceremonial se inspiraban. Las primeras entradas de los reyes en las principales ciudades del reino eran de origen medieval y consistían básicamente en la recepción solemne de la persona real por parte de las autoridades y de las corporaciones urbanas, que reconocían así su función como cabeza del cuerpo político. Al quedar asimiladas a la persona real, las consortes recibían un homenaje similar después de su matrimonio, pero sin incluir necesariamente rituales constitucionales, como el juramento de fueros o privilegios urbanos, que marcaban la transición del reinado en la primera entrada del rey. A pesar de no tener un significado constitucional (o precisamente por eso), las entradas de las reinas consortes sobrepasaron en esplendor a las del soberano a partir de mediados del siglo XVI, momento en el que empezaron además a adquirir especial relieve las ceremonias realizadas en Madrid como sede permanente de la corte. En la nueva capital, tal vez más que en cualquier otra ciudad de la monarquía, el incremento de las entradas de las reinas fue paralelo a la reducción al mínimo del despliegue público en las ocasiones de mayor relieve constitucional, como el juramento del heredero, el entierro del rey y, desde luego, la primera entrada oficial del nuevo monarca, que, por voluntad expresa de los soberanos Habsburgo, fue limitada en beneficio de la recepción de sus consortes.

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Es conveniente subrayar este punto, porque el predominio ceremonial de las entradas de las reinas consortes no parece haber sido una tendencia general de la época sino una opción particular de la corona española. En la francesa, por ejemplo, las entradas que las reinas hacían solas antes del siglo XVII tendieron a unirse en una ceremonia conjunta con el rey; aunque ella quedaba en un lugar ligeramente subordinado, no se restaba fuerza a la exaltación conjunta de la majestad real y de los principios dinásticos que tanto fueron fortalecidos durante la Edad Moderna7. En la monarquía española, sin embargo, se dio más protagonismo ceremonial a la reina consorte, y no parece que fuera por azar, pues en la elaboración de nuevos rituales, éstos quedaban confirmados tras haber sido comprobado a posteriori el interés de un acto tal vez casual. El cambio puede fecharse con precisión en 1560, cuando, de forma aparentemente imprevista, Felipe II decidió que Isabel de Valois, su tercera mujer, fuera recibida sola en Madrid. La medida se repitió diez años más tarde, cuando la ciudad era ya sede permanente de la corte y llegó a ella Ana de Austria, la cuarta y última esposa de ese monarca. Sus sucesores Habsburgo confirmaron luego este modelo celebratorio: en 1598 Felipe III dejó claro al ayuntamiento de Madrid que no debían hacerse grandes gastos para su primera entrada como rey recién heredado, sino que se reservarían para festejar a su esposa, Margarita de Austria, que hizo su entrada pocos meses después; en 1615 lo hizo con semejante esplendor la princesa Isabel de Borbón, tras su matrimonio con el futuro Felipe IV, y lo mismo sucedió en el caso de su segunda mujer, Mariana de Austria, llegada a la capital en 1649; los festejos y ceremonias puestos en marcha con ocasión de las entradas de María Luisa de Orleans (1680) y Mariana de Neoburgo (1690)- cónyuges sucesivas de Carlos II – resultaron también inmejorables expresiones de que la capital ceremonial de la monarquía incluía un componente femenino en absoluto menospreciable8. Para comprender la importancia de las entradas de las reinas en el ceremonial cortesano del Madrid de los Austrias no conviene, sin embargo, insistir demasiado (o sólo) en la categoría de género, pues podríamos infravalorar otras dos nociones seguramente más apropiadas. La primera es de carácter

7 F. Cosandey, La reine de France. Symbole et pouvoir. XVe-XVIIIe siècle, París, 2000. 8 Del Río Barredo, op.cit., caps. 1 y 2 y T. Zapata, La entrada en la Corte de María Luisa de Orleans. Arte y Fiesta en el Madrid de Carlos II, Madrid, 2000.

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general, tiene que ver con la importancia de las consideraciones dinásticas en la Europa del momento y nos permite entender la importancia que se asignó al ceremonial de las reinas en la cultura cortesana y política de la Edad Moderna. Desde el periodo bajomedieval los monarcas europeos elegían a sus mujeres menos entre los linajes nobiliarios de sus propios estados y más en el ámbito de otras casas soberanas, de modo que entre las dinastías europeas acabó creándose una “sociedad de príncipes”, casi una casta cerrada, excluyente y, sobre todo, distante de los súbditos. El intercambio de las princesas fue uno de los ejes principales de las densas relaciones dinásticas en las que se basaban las relaciones interestatales de la Europa moderna, pues, además de asegurar la continuidad de las casas reinantes, favorecía el establecimiento o confirmación de alianzas interestatales. De ahí que una parte sustancial de las tareas de la diplomacia incipiente fueran las negociaciones matrimoniales, la firma de las capitulaciones e incluso los preparativos para el viaje y la recepción de las nuevas reinas. Los viajes o “jornadas” de las princesas y sus séquitos de parientes y servidores trazaron múltiples vínculos entre las principales cortes europeas. Por eso se rodeaban del mayor fasto y solemnidad posibles, especialmente en los hitos más destacados, como la “entrega” de la princesa en la frontera del territorio bajo jurisdicción de su cónyuge, las recepciones en las principales ciudades del reino y, finalmente, la entrada solemne en la capital. En el conjunto de este prolijo ceremonial dinástico, las reinas, extranjeras por definición, eran presentadas a sus nuevos súbditos, a la vez que se daba publicidad a la alianza recién establecida o revitalizada con el enlace matrimonial. Invariablemente, los temas de decoraciones efímeras en las entradas aludían al encuentro de las dos casas soberanas, a su antigüedad y poderío, y las esperanzas de procreación y continuidad dinástica que la nueva reina traía consigo9. La otra noción, más limitada al caso que nos interesa, tiene que ver con el estilo de representación de la majestad española, tal como se planteó a partir precisamente del reinado de Felipe II. Aunque tampoco aquí parece que hubiera decisiones premeditadas, factores diversos como el carácter reservado de este monarca, su afición al papeleo burocrático y sin duda también su aguda conciencia de la importancia y amenaza de la variedad de rituales políticos en una monarquía compuesta, le llevaron a eludir la

9 L. Bély, La société des princes. XVIe-XVIIIe siècle, París, 1999.

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vida pública tanto como le fue posible. El ocultamiento o invisibilidad de Felipe II se convirtió en un estereotipo de los soberanos españoles, aunque en la práctica sus sucesores participaron a menudo en las fiestas públicas de la corte; a la vez, supieron mantener elementos como la imperturbabilidad de los gestos y el uso ceremonial de celosías y cortinas, que se asociaban cada vez más con el modelo de majestad de la casa de Austria. Dicho modelo no implicó, sin embargo, que los monarcas españoles fueran ajenos a la consideración, compartida por muchos contemporáneos, de la conveniencia de que la persona real se exhibiera ante sus súbditos. El mismo Felipe II aconsejó a su hija Catalina Micaela que no dudase en alargar su jornada nupcial por tierras del ducado de Saboya, de modo que sus nuevos súbditos pudieran verla y conocerla. Las relaciones de las entradas urbanas de Isabel de Valois, madre de Catalina, y de Ana de Austria subrayaron también, y de forma machacona, lo mucho que las consortes reales se dejaban ver, como si ése fuera el objeto principal de las ceremonias. La exhibición de la persona real a través de las consortes resulta evidente en la corte madrileña, donde la pompa en la recepción de las reinas permitió glorificar la majestad del rey sin que éste estuviera físicamente presente, pero sí en las decoraciones efímeras y en el conjunto del ceremonial cortesano10. La detallada relación que Juan López de Hoyos hizo de la entrada de Ana de Austria en el Madrid de 1570 ilustra muy bien las nociones dinásticas y de representación de la realeza que estas ceremonias encarnaban. Para decorar la carrera del desfile, que había de atravesar la ciudad desde el monasterio de san Jerónimo hasta el alcázar, se colocaron tres arcos triunfales: el primero, dominado por representaciones de los principales miembros de la dinastía Habsburgo, de la que procedían tanto la reina como su esposo y tío; en el segundo había escenas de los reinos de España y del Nuevo Mundo, que formaban el grandioso conjunto de la monarquía hispana; y el tercero estaba presidido por la figura impresionante de Felipe II en majestad (con armadura, toga y cetro), rodeado por personificaciones de la Religión y la Clemencia como sus virtudes principales. Por su parte, el cortejo ceremonial destacaba más el protagonismo de la casa real y, dentro de ella, la que el soberano había establecido para la reina. Recibida y arro-

10 Sobre la invisibilidad de los Austrias, J.H. Elliott, “La corte de los Habsburgo españoles: ¿una institución singular?” en su España y su mundo, 1500-1700, Madrid, 1990, pp. 179-200. Cfr. también F. Bouza Álvarez, “Amor Parat Regna. Memória visual dos afectos na política barroca”, en A. Barreto Xavier, P. Cardim y F. Bouza Álvarez, Festas que se fizeram pelo casamento do rei D. Afonso VI, Lisboa, 1996, pp. 7-26.

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pada por las principales instituciones de la Villa y Corte madrileña, Ana de Austria se situó en la parte final y verdadero núcleo del cortejo, precedida por su mayordomo mayor y escoltada, unos pasos más atrás por su hermano el archiduque Alberto y el cardenal Espinosa. Detrás, como protagonistas de honor, iban las mujeres encargadas de su servicio de cámara: doña Leonor de Guzmán, la camarera mayor - escoltada por el duque de Feria y seguida por la mujer del mayordomo mayor -, la guarda mayor de las damas y éstas jóvenes nobles, escoltadas a su vez por cortesanos. La guardia real cerraba en semicírculo, subrayando esta sección predominantemente femenina del cortejo11. Precisamente a partir de la llegada de Ana de Austria, se fijó en Madrid el modelo de la casa de la reina, base de la codificación definitiva a mediados del siglo XVII de la etiqueta de las ceremonias públicas por ella protagonizada. Tanto en los cortejos de la primera entrada en Madrid como en las salidas públicas al convento de Nuestra Señora de Atocha - que celebraban este mismo acontecimiento y otros momentos de interés dinástico como el nacimiento de príncipes e infantes -, quedaron claramente desplegados en el marco del espacio ceremonial la estructura y jerarquía de la casa de la reina, destacando de forma especial ese componente peculiar que era el servicio de cámara12.

Dueñas y damas de palacio También en otros aspectos, la importancia que la reina y sus servidoras tuvieron en el ceremonial de la corte española trasladó a la vida pública madrileña ese elemento femenino de la representación de la realeza española. Y en lo que vamos a comentar ahora sí resulta adecuado tener presentes las nociones de género e identidad, pues eran los elementos más destacados de las ceremonias públicas protagonizadas por las servidoras de cámara de la reina. Hay que arrancar de la consideración de que

11 J. Lopez de Hoyos, Real aparato, y suntuoso recibimiento con que Madrid (...) recibió a la Serenísima reina D. Ana de Austria, Madrid, 1572. 12 Etiquetas reales (1647), Archivo General de Palacio, Sección Histórica, caja 51, vol. 1, ff. 148 y 246. Cfr. J. Jurado, F. Marín, J.L. de los Reyes y M.J. del Río, “Espacio y propaganda monárquica. Nuestra Señora de Atocha y las ceremonias públicas de la monarquía en Madrid”, en S. MADRAZO y V. PINTO, eds., Madrid en la época moderna: Espacio, sociedad y cultura, Madrid, 1991, pp. 219-56.

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Jornada de Margarita de Austria, 1598

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las consortes de la Europa dinástica eran por definición de origen extranjero, aunque, al casarse se convertían también en naturales de los territorios bajo jurisdicción de su marido. Las capitulaciones castellanas reconocían desde la Edad Media los privilegios asociados al doble estatus de extranjera y natural que mantenían tanto las reinas como los servidores que traían consigo de la corte de origen. Éstos, y en particular la camarera y las damas, constituían una compensación por el abandono de las familias y los lugares de origen y seguramente contribuían a facilitar la adaptación a la nueva corte13. Según fue avanzando el siglo XVI, y se afirmaron más los lazos dinásticos fuera de los reinos peninsulares, además de hacerse más complejas las relaciones interestatales, el proceso de naturalización de la reina se consideró cada vez más acuciante. Eso significaba que la nueva consorte vistiera cuanto antes a la española, aprendiera la lengua del país, conociera sus usos y costumbres y fuera servida según el ceremonial de la corte y por criados y criadas españoles en su mayoría. Después de que algunas damas francesas de Isabel de Valois dificultaran su españolización -siguiendo al parecer instrucciones de la reina madre, Catalina de Médicis -, en la corte española se empezó a controlar al máximo la presencia de servidores extranjeros14. Aunque no se logró evitarla completamente, ni tampoco su papel de intermediarios en beneficio de la corte de origen, la etiqueta de la casa de la reina, y las expresiones ceremoniales que de ella derivaban, se convirtió en un modelo moral del comportamiento y los modales apropiados para el entorno doméstico femenino de palacio. No vamos a desmenuzar aquí las etiquetas reales, señalando las nuevas regulaciones que tuvieron como objeto establecer una cuidadosa separación entre los criados de las casas del rey y de la reina y velar para que las mujeres al servicio de ésta se mantuvieran recogidas, evitando la comunicación con el exterior. La mera existencia de cargos como guardamayor de damas, guardamenor, guardadamas y porteros de damas destaca por sí

13 Bely, op. cit., y A. Muñoz Fernández, "La casa delle regine. Uno spazio politico nella Castiglia del Quattrocento", Genesis. Rivista della Società italiana delle storiche, I/2 (2002), pp. 71-95. 14 H. Flórez, Memoria de las Reinas Católicas. Historia Genealógica de la Casa Real de Castilla y León, Madrid, 1771, vol. 2. M. Hume, Queens of Old Spain, Londres, 1906. D. de la Valgoma y Díaz-Varela, Norma y ceremonia de las reinas de la Casa de Austria, Madrid, 1958. A. González de Amezúa y Mayo, Isabel de Valois, reina de España (1546-1568), Madrid, 1949, vol. 1, pp. 145-176.

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misma la importancia que tenía la casa de la reina no sólo en la salvaguardia de la dignidad regia sino también como lugar donde las hijas solteras de la gran nobleza adquirían o reforzaban los valores y formas de comportamiento propios de su condición (como el sosiego, la moderación y el respeto a la autoridad) hasta que los reyes mismos les facilitaban un buen casamiento. La autoridad paternal del soberano suponía que quedaba en sus manos la elección o aprobación final de los enlaces entre los miembros de la nobleza cortesana. Para él, ésta era una buena vía de patronazgo y también una forma de encauzar en su propio beneficio las estrategias matrimoniales que las familias más poderosas empleaban para afirmar y ampliar sus respectivos linajes. En cuanto a las jóvenes de la nobleza, un matrimonio apadrinado por el rey suponía la culminación de los años de servicio y formación en la corte, así como una garantía de futuro. Don Antonio de la Cueva, mayordomo de la casa de las infantas en 1570, lo recordaba de este modo a la dama y pintora Sofonisba Anguissola, que interpretaba los planes de casarla como una forma de echarla de palacio (y perder así sus dos oficios):

"el fin con que todas las que entraban en palacio a servir era por salir remediadas y que Vuestra Majestad le quería hacer esta merced, como la duquesa de Alba decía, antes había de besalle los pies y remitillo a su voluntad que no tener pena ni queja dello" 15. Salvo raras excepciones, parece que las damas de la reina aceptaban de buen grado los matrimonios propuestos en palacio, a los que acompañaba una buena dote, numerosos regalos y, a veces, el privilegio de comer con los reyes el día de la boda y de ser escoltadas después desde el palacio a la casa de la familia de su marido. El cronista cortesano Jerónimo Gascón de Torquemada ofrece numerosas noticias de estos desfiles nupciales, que a veces contaban con la presencia del propio monarca e invariablemente con un gran acompañamiento de caballeros y señoras de la nobleza. Así, en el matrimonio de Mariana de Sandoval, hija del duque de Uceda y nieta de Lerma, con el almirante de Castilla, después de la comida en palacio, Felipe III acompañó a la novia a caballo, yendo "detrás mi se-

15 Billetes del secretario Martín de Gaztelu a Felipe II, AHN, Consejos, Leg. 15188, (meses julio-diciembre) número 39 Madrid, 24 sep. 1570. Cfr. AHN, Consejos, leg. 15189, nº 1 sobre los factores y especulaciones que entraban a la hora de casar a una dama, en este caso la marquesa de Cortes en 1575.

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ñora la Duquesa de Pastrana y otras señoras en palafrenes"; en la boda de otra nieta del valido y el marqués de Peñafiel, cita de nuevo al rey y al príncipe Filiberto, entre el "lucidísimo acompañamiento", en el que tomaron parte "catorce señoras casadas en palafrenes"; y nada menos que "ochenta señoras" recibieron en la casa del Condestable de Castilla al cortesano cortejo que acompañó a Doña Isabel de Guzmán en 1624. Si bien en gran medida la presencia femenina se concentraba en la celebración de puertas a dentro, cabe destacar que estos desfiles nupciales protagonizados por las mujeres casadas de la nobleza - la recién esposada y sus acompañantes, todas ellas escoltadas por caballeros - tuvieron una notable dimensión pública en el Madrid del siglo XVII: "despoblóse la Corte para verlo" o "el acompañamiento (...) fue uno de los mayores que hasta hoy se han visto en la Corte" eran expresiones típicas en la crónica de estos eventos16. Además del matrimonio, la nobleza conmemoraba de forma pública otros ritos de paso protagonizados por sus mujeres. Así, el bautizo de las hijas era muy celebrado con juegos caballerescos por las calles y plazas de la ciudad y el funeral de las madres se solemnizaba con el desfile luctuoso de los parientes y amigos de la familia, acompañados, desde luego, por el mayor número posible de miembros de las instituciones religiosas urbanas. Cuando en 1633 murió la duquesa de Medina de Rioseco, doña Vitoria Colona, su cuerpo fue llevado a los capuchinos "con la mayor ostentación que se ha visto en la corte, sin faltar cofradía, ni cruz de las parroquias y todos los hermanos de los hospitales", además de una representación de los frailes de cada convento madrileño, del cabildo de clérigos, de veinticuatro pobres y de ciento cincuenta criados alumbrando, acompañaron el cuerpo numerosos grandes, títulos, caballeros y consejeros de la corte, en un cortejo que presidían el hijo de la finada, almirante de Castilla, el marqués de Cuellar, su sobrino, y el joven marqués de Oropesa, vinculado a la familia; el conde de Oñate la agasajó con un altar en la puerta del convento de la Vitoria17. La presencia de las mujeres de la nobleza en las ceremonias madrileñas que hemos visto hasta aquí muestra un protagonismo más bien pasivo, ya que los verdaderos actores eran sobre todo los varones de la familia. Lo mismo que en los demás actos públicos de los nobles cortesanos,

16 En el orden citado, Gascón de Torquemada, op. cit., pp. 35, 45-46, 204-205, 296 y 320321; cfr. Ibidem, pp. 133, 368 y 397. 17 Gascón de Torquemada, op. cit., p. 357.

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el papel más frecuente de las mujeres era el de espectadoras, en particular de los juegos caballerescos que a menudo se les dedicaban. Como en el periodo medieval, en cuya idealización se inspiraban estos juegos, las damas constituían la mejor excusa para que los nobles se batieran por ellas y demostraran así el valor, destreza y gallardía que presuntamente les definían. No obstante, algunas ceremonias públicas (escasas pero significativas) nos advierten contra la pintura de un cuadro poco matizado. En el sonado funeral de la consuegra del conde-duque de Olivares no sólo desfiló un número considerablemente elevado de dominicos en alusión a sus vínculos con los Guzmanes, sino que además se colocaron a los cuatro lados del cuerpo otras tantas dueñas de la reina a lomos de mula, lo que indicaba el rango cortesano que la finada había tenido en la casa de Isabel de Borbón18. En otro contexto ritual, el de las celebraciones por la victoria de Fuenterrabía contra los franceses en 1638, las mujeres de la nobleza madrileña compitieron entre sí para costearlas y, probablemente, respaldar a la mujer del almirante de Castilla, que, en ausencia de su marido por intrigas palatinas, quiso ofrecer públicamente el triunfo a Nuestra Señora de Atocha19. El protagonismo ritual de las mujeres de la nobleza en el Madrid del siglo XVII no sólo señalaba su función más reconocida en la cadena de conservación y reproducción del linaje, sino también otras que a veces se olvidan por tomar demasiado al pie de la letra el discurso clerical dominante. En la práctica, las mujeres nobles solían ser corresponsables en la administración y ampliación del patrimonio familiar, tenían capacidad para administrar su dote y propiedades y, a falta de varones, podían heredar el título. El 6 de septiembre de 1625, la duquesa de Lerma no tuvo recato en acudir a palacio con "el mayor acompañamiento que hasta hoy se ha visto en la Corte" para rendir homenaje a la reina, cosa que no había podido hacer "recién heredada"20.

18 Las dueñas iban a lomo de mula como correspondía a su estatus de viudas; las casadas iban, como hemos visto, en palafrenes o potros. 19 Gascón de Torquemada, op. cit., p. 223; Cartas de Jesuitas, en Memorial Histórico Español, Madrid, 1861, vol. XV, (1862) p. 206 (Carta de 29 de marzo de 1639, sobre el octavario que hicieron duquesas y marquesas en las monjas de la Concepción Jerónima). 20 Gascón de Torquemada, op. cit., p. 224. Cfr. p. 66, noticia de que en julio de 1619, estando Felipe III en Portugal, "fue mi señora la Duquesa de Avero a besar la mano al Rey, con grandísimo acompañamiento". Sobre algunos de estos aspectos H. Nader (ed), Power and Gender in Renaissance Spain. Eight Women of the Mendoza Family, 1450-1650, Champaing, Illinois, 2003.

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Monjas, arrepentidas, nodrizas y huérfanas en procesión En el Madrid de la Edad Moderna, no resulta fácil escapar a la influencia de la corte, ni siquiera al estudiar las ceremonias de carácter inicialmente eclesiástico. La historia del ritual urbano de esta ciudad está repleto de ejemplos en los que la corona se apropiaba de las ceremonias públicas de los conventos, parroquias y hasta de algunas cofradías; lo hacía por medios diversos, ya fuera encargando su organización, participando la familia real o simplemente haciendo que el itinerario pasara bajo los balcones del alcázar. Por otra parte, ya lo comentamos, las mujeres no participaban de forma corporativa en las ceremonias religiosas, tanto por estar al margen de ese sistema como porque los valores contrarreformistas tampoco lo consideraban apropiado. Por estas razones, cuando nos topamos con procesiones de protagonismo femenino cabe como mínimo sospechar que se trataba de situaciones extraordinarias, realizadas probablemente por intereses cortesanos y gracias a privilegios excepcionales obtenidos en la curia. Eso es lo que sugiere, por ejemplo, la breve noticia recogida por Cabrera de Córdoba sobre la procesión celebrada en Lerma cierto día de septiembre de 1604, "en que llevaron a las monjas al monasterio nuevo que ha hecho el duque de Cea" 21. Aunque los territorios patrimoniales del valido y otras ciudades distintas a Madrid fueron los espacios ceremoniales preferidos por el duque de Lerma - cuyos intereses personales tuvieron mucho que ver con la ausencia de la corte de esta ciudad durante cinco años -, podemos documentar alguna procesión protagonizada por monjas en la capital durante el reinado de Felipe III. De hecho, fue muy sonada la que se realizó el 2 de julio de 1616 para acompañar a las agustinas recoletas que iban a poblar el recién fundado monasterio de Nuestra Señora de la Encarnación. La procesión salió de la Casa del Tesoro en el alcázar, donde habían sido alojadas hasta el momento las monjas. Como era habitual en las principales ceremonias urbanas, la primera sección del cortejo estuvo compuesta por los representantes de las principales instituciones eclesiásticas de la ciudad (parroquias, conventos, cabildo de curas), junto con las danzas y gigantones que

21 L. Cabrera de Córdoba, Relaciones de las cosas sucedidas en la Corte de España desde 1599 hasta 1614, Madrid, 1857, p. 224

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Arco Puerta del Sol, entrada MªLuisa Orleans. 1680

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el ayuntamiento de Madrid costeaba en estas ocasiones. En la sección central, que caracterizaba la ceremonia, iban las monjas (trece con velos y tres donadas), flanqueadas por todos los prelados de la Iglesia que se pudieron reunir (dos obispos de China, los de Valladolid, Mondoñedo, León, Salamanca y Cuenca, y los arzobispos de Zaragoza, Santiago y Braga), quedando en la parte final y más honorífica la priora y sus acompañantes el Cardenal Trejo Paniagua y el duque de Lerma. Inmediatamente después iba el palio con la custodia de la Capilla Real y el rey con los miembros de su familia: el príncipe Felipe, sus hermanos Carlos y Fernando, la princesa Isabel de Borbón y las infantas doña María y doña Margarita, las mujeres "de blanco y con muchas joyas y cadenas de diamantes". Al final, además de las principales autoridades eclesiásticas y seculares de la corte y de la guardia real, desfilaban, según la relación anónima que sigo, "las dueñas de honor y damas de la reina con toda la bizarría y gala". En el convento mismo, aguardaban a las monjas las mujeres de la principal nobleza titulada "y otras muchas señoras"22. En la España de la Contrarreforma una procesión semejante no podía ser habitual, en la medida en que suponía una clara excepción respecto a los principios tridentinos sobre la estricta clausura de las monjas. Tal excepción hay que entenderla, desde luego, en el contexto cortesano de la ceremonia. Para empezar, estaba el hecho de que el convento era una fundación real, como recordaba una imagen de la fallecida reina Margarita, de rodillas ante san Agustín, como fundadora, que presidió uno de los siete altares colocados en el itinerario de la procesión. Hay que considerar, además, que las monjas quedaban muy bien protegidas con su escolta de dos prelados por cabeza (pocas veces se vieron tantos en una procesión madrileña, y más hubieran sido, si, por problemas de salud y precedencias, no hubieran faltado los arzobispos de Toledo y Burgos) y también que las religiosas llevaban la cabeza cubierta por un velo, como si así excusaran o

22 Anónimo, Relación de la fiesta solemnísima que hubo en Madrid a la traslación del convento y monjas de la Encarnación, fundación de la Reina nuestra señora Doña Margarita de Austria, que está en el Cielo, y de la suntuosidad de Altares, y Real acompañamiento de los Príncipes y Grandes, a dos de Julio deste año, Sevilla, 1616, reproducido por J. Simón Díaz, ed., Relaciones breves de actos públicos celebrados en Madrid de 1541 a 1650, Madrid, 1982, pp. 101-103. Cfr. G. de Quintana, A la muy antigua, noble y coronada Villa de Madrid. Historia de su antigúedad, nobleza y grandeza, Madrid, 1629, f. 438 y, para las danzas y gigantones de la Villa, AVM, Sec. 4-122-15, f. 80.

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disimularan su presencia en las calles de la ciudad. Finalmente, la disposición de los mismos cortejos procesionales sugiere que eran concebidos como espacios cerrados y sacralizados, casi como iglesias, cuyos planos imitan de manera inconfundible las plantas de las ceremonias. Con todo, en el Madrid del siglo XVII los traslados de monjas a sus nuevos conventos (y fueron muchos los que se fundaron o reconstruyeron entonces) solían hacerse en coches y a las horas en las que se esperaba una menor afluencia de gente en las calles. Así, cuando en 1626, se trasladaron las monjas capuchinas a las casas que les había comprado la duquesa de Gandía en la calle Ancha de San Bernardo, lo hicieron "a las siete de la mañana, en coches", eso sí muy bien acompañadas de las duquesas de Medina de Rioseco, Lerma y otras señoras. Con menos acompañamiento y más discreción pasaron las monjas de la Orden de Calatrava en 1629 a su nuevo convento de la calle de Alcalá: "a boca de noche, de secreto, en coches", como apunta el cronista23. Las mismas monjas comendadoras de Calatrava habían sido instaladas con mucha más publicidad a su llegada a Madrid en 1623. Felipe IV les permitió venir desde Almonacid de Zurita, donde pasaban gran necesidad, y la reina Isabel envió para el traslado varios coches de su caballeriza y a un caballero y un religioso de la misma orden militar. Entraron en Madrid una noche de finales de octubre y apenas pasó una semana cuando ya estuvo preparada la ceremonia de traslado a su nuevo convento en la calle de Atocha. Como de costumbre, salieron primero los representantes de las instituciones religiosas de la ciudad, aunque sin insignias, excepto la parroquia de San Sebastián, a la que pertenecía el convento. Tampoco llevaron sus mantos los caballeros de las otras órdenes militares, pero sí los de Calatrava, que escoltaban de dos en dos a las monjas, que llevaban hábitos blancos con escapulario de la orden de Calatrava, velas también blancas en las manos y velos (negros las profesas y blancos las novicias) cubriéndoles el rostro. Al final, la priora con su báculo salió en medio de los condes de Olivares y de Castrillo. El excepcional cortejo atrajo un gran número de espectadores ("despoblóse por verlas toda la Corte", anotaba el cronista)24. Considerando lo poco que las monjas duraron en el convento tan rápidamente fundado en

23 Gascón de Torquemada, op. cit., pp. 255 y 303. 24 Gascón de Torquemada, op. cit., p. 182.

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la calle de Atocha, es evidente que la ceremonia se había organizado de forma apresurada y el protagonismo de cortesanos como Olivares, Castrillo y Cea (que llevó el estandarte de las monjas) hace pensar en una motivación de orden político. Cuál precisamente es algo que habría que decidir tras analizar a fondo las circunstancias concretas. Para entonces ya se había marchado de vuelta a Inglaterra el príncipe de Gales, que acababa de pasar varios meses en Madrid para acelerar las tratativas matrimoniales con la infanta María. Su presencia sin duda estimuló la organización de ceremonias y festejos extraordinarios en la Corte, incluyendo protagonistas no habituales, como las mujeres de estatus tan diferente al que hemos comentado hasta aquí que paso a comentar a continuación. El día 10 de mayo de 1623 se hizo en Madrid "una gran procesión para trasladar a las mujeres públicas convertidas" desde la calle de los Peregrinos, donde se alojaban, hasta la de Hortaleza, donde bajo protección del Consejo de Castilla se estableció la Casa Real de Santa María Magdalena. La ceremonia de traslado estuvo presidida por las autoridades municipales ("el corregidor y regidores en forma de Villa, con sus porteros y maceros") y eclesiásticas (el Vicario General y la clerecía de las parroquias, además de los miembros de sus cofradías). Mujeres salieron cincuenta y dos (mientras que otras diez y seis enfermas habían ido en coches el día anterior), con atuendo alusivo a su situación de "mujeres arrepentidas" o "recogidas", como se las denominaba vulgarmente: iban "vestidas con sacos de sayal pardo, descalzas, cubiertos los rostros con velos blancos, de dos en dos, con velas blancas" en la mano25. Señales de penitencia las primeras, muy en la línea de las procesiones de disciplina que habían salido el Viernes Santo de ese mismo año para rogar por la conversión del príncipe anglicano, imprescindible si se quería casar con la infanta española. La moderación de las penitencias públicas femeninas contrastaba, sin embargo, con las ejecutadas por los miembros varones de las órdenes religiosas en esta otra ocasión, cuando la profusión de gestos penitenciales fue desde las cadenas y coronas de espinas, a los rostros cubiertos de ceniza y calaveras en las manos, pasando por un cargamento de cruces, barras de hierro y pesadas piedras colgando del cuello. Después de Trento, ya no resultaba decoroso que las mujeres realizaran en público penitencias muy

25 Gascón de Torquemada, op. cit., p. 155 y Quintana, f. 452v. Cfr. para procesión de Viernes santo, Gascón de Torquemada, op. cit., p. 151.

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llamativas. Bastaba, como en el caso madrileño que comentamos, que fueran descalzas y que llevaran un vestido de la mayor austeridad, semejante al utilizado por los pintores (y actores) contemporáneos en la representación de pecadoras arrepentidas como María Magdalena o Santa María Egipcíaca. El blanco de los velos y cirios subrayaba, por otro lado, la pureza de la situación que las mujeres en procesión disfrutaban en ese momento, después de haber sido acogidas y protegidas por las caritativas autoridades de la capital. La edificante escena ceremonial fue presenciada por la familia real desde el monasterio de las Descalzas y por el príncipe de Gales desde la celosía de un balcón en la Puerta del Sol. Aunque por lo general inaceptable, la presencia de mujeres en los cortejos procesionales se producía en coyunturas extraordinarias como el año 1623, cuando había testigos ilustres en la ciudad o sencillamente cuando el entorno de palacio lo consideraba oportuno por cualquier circunstancia. Los años en que el conde duque de Olivares se hizo con el control del poder político parecen haber sido especialmente prolíficos en este tipo de ceremonias extraordinarias, lo cual tiene poco de extrañar si consideramos la libertad con la que el valido de Felipe IV se movió en el terreno del ritual cortesano y también urbano. Una cosa es que hubiera tradiciones asentadas y una lógica generalmente asociada a ciertos rituales y otra que ésta y aquéllas pudieran ser modificadas ocasionalmente por quienes tenían poder para ello. Y en este sentido, me parece, hay que entender la casi increíble procesión de san José que se realizó el 5 de junio de 1634. De acuerdo con el relato que nos ha dejado el jesuita P. Vilches, que al parecer había sido testigo de la fiesta, la procesión salió del convento de la Victoria, de mínimos de san Francisco de Paula y pasó por palacio, "estación común de las procesiones" para volver a su punto de origen en la Puerta del Sol. Además de los acompañantes del estandarte de san José y de los cortesanos y frailes que salieron con la imagen de Nuestra Señora de las Angustias, los protagonistas fueron niños de varias edades, algunos tan pequeños que salieron en brazos de sus nodrizas. Esto es lo más llamativo: las "mil y ochocientas mujeres aldeanas, en cuerpo, como suelen andar por las calles, con los niños expósitos que crían en los brazos, en forma procesional". De los demás niños, aunque sólo identifica a los de la Doctrina al principio de la procesión, es muy probable que (otros mil ochocientos, anota) procedieran también de los distintos colegios e instituciones caritativas de la capital; de ellos, indicaba el jesuita, unos iban pobremente vestidos, otros mejor, "los niños nuestros bien

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vestidos" y, separadas por la figura en andas de san José con el Niño Jesús de la mano, "dos docenas de niñas más bien vestidas"26. Si bien el jesuita no es siempre preciso, el sentido de la procesión parece claro: se trataba de la fiesta anual del hospital de los niños expósitos, dedicado a Nuestra Señora de la Caridad y san José, aunque también conocido por la imagen de Nuestra Señora de la Inclusa allí venerada. La presencia de los miembros de la cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y de las Angustias y de los frailes del convento de la Victoria, donde ésta tenía su sede, estaba plenamente justificada, porque era ella la que se encargaba de costear la crianza de los niños abandonados en esa institución. La cifra de amas de cría en la procesión coincide aproximadamente con el número de contratadas en Madrid y los pueblos de la comarca para ese fin. El jesuita apunta que el día de la procesión se les pagó su salario y les dieron miel, aceite y mantillas, lo que indica que no se trataba de una celebración habitual, propia, expresiva del orgullo de oficio que manifestaban otros gremios madrileños en sus fiestas religiosas. Además del gasto improbable, las relaciones de la procesión en años sucesivos no las mencionan. La clave de ésta nos la ofrece el mismo cronista, al concluir "al Príncipe gustó mucho de la fiesta, por lo que tiene de niño". La misma clave - el espectador de excepción que era el príncipe Baltasar Carlos, de cinco años - puede explicar la presencia seguramente extraordinaria de tantos niños en una procesión celebratoria. Aclaremos que los de la Doctrina del Colegio de San Ildefonso -así llamados porque en este centro municipal se les enseñaba doctrina cristiana - estaban en el cortejo por derecho propio, pues eran huérfanos y se mantenían con la limosna que recogían por participar en las procesiones urbanas. En general tampoco era del todo extraordinaria la participación infantil en las ceremonias públicas de las ciudades de la Europa moderna, especialmente cuando se trataba de rogativas, pues, como representantes de la parte más pura e inocente de la ciudad se les consideraba particularmente aptos para apelar a la voluntad divina. Pero una buena indicación de que éste no era en

26 Cartas de Jesuitas. 6 de junio de 1634, en Memorial Histórico Español, Madrid, 1861, vol. XIII, pp. 58-59. Cfr. J. Pellicer y Tobar, Avisos históricos, que comprenden las noticias y sucesos más particulares, ocurridos en nuestra Monarquía desde el año de 1639, ed. Antonio Valladares y Sotomayor, Semanario erudito, Madrid, 1790, vols. XXXIII Pellicer, III, p. 177, sobre la procesión de 1644 y cierto conflicto entre los cofrades de la Soledad y los de san José, sin mención de las amas de cría.

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Salida del Rey a caballo y de la Reina en coche

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absoluto el caso es la insistencia del jesuita en la comparación de calidades de la ropa que llevaban los niños, además del hecho de que se trataba de una fiesta ordinaria. ¿Y qué decir de las niñas, que nos interesan más aquí? Es posible que las dos docenas citadas, justo detrás de la imagen de san José, pertenecieran a la misma Inclusa. Pero también podían estar representadas las recogidas en instituciones benéficas que se dedicaban a las huérfanas en exclusiva. En centros como el colegio de Nuestra Señora de Loreto, fundado por Felipe II, se educaba a las huérfanas en buenas costumbres y labores asociadas con su sexo hasta que tenían edad de ponerlas a servir en casas honestas. En las últimas décadas del siglo XVI había una cofradía que se encargaba de casar algunas cada año, les ofrecía una dote y las sacaba en procesión. La cofradía se extinguió cuando la corte se trasladó a Valladolid y la que se fundó nuevamente en 1640 se limitó a costear los vestidos de las niñas hasta que en el siglo XVIII decidió modificar sus estatutos, sustituyendo el gasto por la iluminación de la imagen, de mucha fama en Madrid. Para esas fechas, la práctica de dotar niñas huérfanas llegó a ser muy frecuente, incluso como alternativa ilustrada a los elevados gastos reales en festejos efímeros; no me consta que tal demostración de caridad continuara entonces proyectándose públicamente a través de las procesiones de niñas beneficiadas27.

27 Sobre la cofradía de Loreto, Quintana, op. cit., f. 453r y Constituciones de la Real Congregación de Nuestra Señora de Loreto. Fundadas y erigidas en el Colegio de Niñas Huérfanas de su advocación en el año de 1640 y últimamente corregidas en este presente de 1736, s.l., s.a. Sobre las niñas dotadas en el XVIII, AVM, Secretaría, 2-380-88 (año 1771, preparativos para la fiesta del infante Carlos Domingo) y Real Cédula de 22 de octubre de 1783, relativa a las fiestas por el nacimiento de los infantes Carlos y Felipe, que se publicó en la Gaceta de Madrid de cuatro de noviembre de ese año (un ejemplar en AVM, S., 2-162-79).

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Continuidades y cambios en el Madrid Borbónico En algunos aspectos, la vida pública madrileña del siglo XVIII no fue sustancialmente distinta de la del periodo anterior. Aunque los sectores ilustrados eran poco amigos de las fastuosas procesiones del Barroco y, una vez asentados en el poder, lanzaron campañas sistemáticas para limitarlas al mínimo posible, a lo largo de toda la centuria se realizaron todavía ceremonias de corte muy parecido a las del siglo XVII, especialmente cuando participaban en ellas los soberanos, ahora de la dinastía Borbón. Dentro de la misma línea de cortejos religiosos con notable presencia femenina que acabamos de comentar, podemos situar las fiestas de fundación del convento de las Salesas Reales. A finales de septiembre de 1757, Fernando VI dispuso que se consagrara la iglesia del convento de la Visitación de Nuestra Señora, que su mujer María Bárbara de Braganza había fundado como panteón, así como "para honra de Dios y utilidad del reino", pues también estaba previsto establecer un colegio para que las niñas nobles recibieran "la instrucción y educación correspondiente a su nacimiento." Nueve años antes se había hecho venir a algunas monjas del ducado de Saboya, donde estaba la casa madre del instituto de san Francisco de Sales al que pertenecían las Visitandinas y, mientras se construía su nueva iglesia y convento madrileño, las monjas estuvieron alojadas en un beaterio del Prado viejo. La primera piedra se puso, en presencia del rey, en julio de 1750 y el día de san Miguel Arcángel de 1757 eran ya trasladas las monjas y las educandas en una solemne y suntuosa procesión general. La ceremonia de inauguración de las Salesas está muy bien documentada, conservándose incluso una planta detallada del orden seguido por las corporaciones participantes y un esbozo de su itinerario. Como era ya tradicional, la encabezaban los niños de la Doctrina, seguidos de las cofradías habituales, las parroquias, los conventos y el cabildo eclesiástico madrileño. Después, la Capilla Real marcaba fuertemente el tono regio de la ceremonia, al llevar los capellanes de honor dos bustos de plata con reliquias de san Francisco de Sales y la Beata Juana Francisca Fremiot de Chantal, fundadora de la rama femenina de la orden. Inmediatamente después de los capellanes y predicadores del rey, "iban de dos en dos las niñas educandas y las religiosas, rodeadas de los Ilustrísimos obispos de Urgel y los dos auxiliares en este arzobispado, y al lado

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de la superiora, los Ilustrísimos arzobispos de Farsalia, Inquisidor General, y el obispo de Cartagena, gobernador del Consejo de Castilla". Detrás de esta bien protegida sección de mujeres y del palio con la custodia que llevaban los capellanes de honor, caminaban el nuncio del papa, de pontifical, los mayordomos del rey y los grandes de la corte, que introducían a la Casa Real formada por los reyes con el infante don Luis, el capitán de las guardias reales y la "camarera mayor, damas, señoras de honor y mayordomos de la reina". Los alabarderos y los guardias de Corps rodeaban y protegían la sección principal del cortejo desde el lugar ocupado por la Capilla Real28. Poco hubo de nuevo aquí salvo detalles menores, como la presencia del capitán de las guardias reales y el nuevo cuerpo de guardias de Corps. Y es que, en general, tampoco hubo cambios significativos en otras grandes procesiones del momento, como las que se celebraron por la canonización de santa María de la Cabeza o por la beatificación de Mariana de Jesús. Dónde sí encontramos transformaciones notables es, sin embargo, en los desfiles regios protagonizados por los monarcas, particularmente en el modelo de recepción de las reinas consortes, tan característico del Madrid de los Austrias. La última que hizo la entrada en solitario, al estilo tradicional, fue la primera mujer de Felipe V, María Luisa de Saboya, en 1702. Por esas fechas, todavía no se había decidido aún la sucesión española entre los partidarios del duque de Anjou y los del archiduque Carlos, y mientras el primero mantuvo posiciones fuertes en Madrid intentó a toda costa mantener en el ceremonial regio una apariencia legitimadora de continuidad en las tradiciones de los Austrias. Concluida la guerra de Sucesión y plenamente afirmada la posición de los Borbones, en las entradas madrileñas se optó por el modelo francés de hacerlas juntos el rey y la reina, y no a caballo sino en carroza. Los rituales dinásticos con participación de la familia real al completo fueron también muy apreciados, como demuestran las numerosas salidas de acción de gracias al santuario de Atocha, que tuvieron lugar en este periodo. En este caso, la continuidad con las tradiciones previas resulta más evidente, aunque el

28 Las citas, en el orden, J.A. Álvarez y Baena, Compendio Histórico de las Grandezas de la Coronada Villa de Madrid, Madrid, 1786, p. 179 y AGP, Administrativa, legajo 921, expediente 46.

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tono de las celebraciones se hizo más familiar y menos bélico, esto es, predominaron los desfiles por matrimonios dinásticos y nacimientos de hijos (y hasta de nietos) reales sobre las ceremonias por victorias militares, tan caras a los Habsburgo29. En lo que de forma especialmente rotunda se puede establecer un cambio en la presencia de las mujeres en el ceremonial urbano es en el protagonismo que fueron adquiriendo las madrileñas de clase baja a lo largo del siglo XVIII en los márgenes de los cortejos festivos. Como "labradoras", "mujeres de los arrabales" o simplemente "majas" comienzan a ser mencionadas en las relaciones de las proclamaciones y entradas reales desde principios de la centuria. Los grupos de mujeres festejantes con panderos y las mismas canciones de aclamación, aunque de tonos un tanto burlescos, llegaron a tener tal peso en esta literatura que se creó incluso un género específico de relaciones que las tenían como protagonistas en exclusiva. Las entradas de Fernando VI y Carlos III llegan a convertirse en una excusa para recoger las coplas de majas. Éstas aparecen también en fuentes que no dejan dudas sobre que su existencia y presencia en las ceremonias madrileñas era algo más que literarias. A los registros de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, llegaron en la segunda mitad del siglo XVIII denuncias de los cofrades de las parroquias de Madrid contra las mujeres de los barrios que con canciones y burlas les molestaban pidiendo dinero antes y durante sus procesiones anuales30. Es evidente que las mujeres con panderos y castañuelas, que formaban cuadrillas para salir al paso de los desfiles reales y procesionales, no eran miembros reconocidos de la sociedad madrileña del siglo XVIII, ni ocupaban en consecuencia un lugar en los cortejos ceremoniales. Su participación era marginal en todos los sentidos: ni habían sido invitadas, ni se las apreciaba. Con todo, el tono de quienes se referían a ellas - receloso, temeroso, pero a veces también, de admiración - sugiere que se trataba de una participación alejada del tímido y recatado seguimiento de las procesiones, en el que hemos encontrado a otras mujeres madrileñas en el pa-

29 Descrición verídica de la entrada de la reina nuestra señora doña Maria Luisa Gabriela Emanuel de Saboya en esta corte el día treinta de junio de mil setecientos y dos, s.l., s.a. J. Jurado y otros, op.cit., Atocha, p. 239. 30 M.J. del Río Barredo, "Entre la fiesta y el motín: las majas madrieñas del siglo XVIII", en P. Pérez Cantó y E. Postigo Castellanos (eds), Autoras y Protagonistas, Madrid, 2000, pp. 235-47.

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sado; las majas del XVIII se mostraban orgullosas por lo que eran (mujeres jóvenes desenvueltas) y por el ámbito urbano al que pertenecían (los barrios bajos). Ajenas al mundo corporativo que, pese a las imágenes de continuidad en el ritual urbano, comenzaba a quebrarse, las majas madrileñas fueron tal vez las herederas de las festejantes del carnaval, mayo y san Juan, que poblaron la literatura del siglo XVII. Seguirles la pista resultaría, desde luego, muy escurridizo y ajeno a los fines en principio propuestos aquí. Pero vale la pena concluir recordando que, más allá del mundo corporativo que constituyó la base de la imagen de la sociedad del Antiguo Régimen, existieron grupos sociales y personas que, aunque excluidas de la imagen oficial, formaron la otra cara, complementaria y mal conocida, de la realidad histórica.

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Procesión de las monjas de la Visitación, 1757

LAS MUJERES DE LA SOCIEDAD POPULAR EN MADRID DURANTE EL SIGLO XVIII

Margarita Ortega López Catedrática de Historia Moderna. Universidad Autónoma de Madrid

La aguadora de Francisco de Goya (1778-1779)

Las mujeres de la sociedad popular en Madrid durante el siglo XVIII

Madrid, durante el siglo XVIII, fue poco a poco convirtiéndose en una gran urbe. No sólo era el centro político y administrativo del reino –la Corte- sino que concurrían allí un heterogéneo y variado grupo humano: nobles, funcionarios, rentistas, eclesiásticos, mercaderes, pequeños comerciantes, profesionales liberales, extranjeros, y personas encargadas de todo tipo de oficios y servicios y especialmente del servicio doméstico, sin olvidar al gran volumen de personas transeúntes, marginales u ociosas que conferían un singular tono a su paisaje urbano. Según el censo de Floridablanca de 1787, el más pormenorizado del siglo XVIII, la ciudad tenía 147.543 habitantes, en su mayoría provenientes de la inmigración tanto de las tierras de Castilla como del Cantábrico o de otras zonas de España. El éxodo a la villa y corte fue importante desde finales del siglo XVI y así, poco a poco, se fue haciendo posible que aquel “poblachón manchego” se fuera convirtiendo en la capital de la monarquía hispana. Sabemos que durante la primera mitad del siglo XVIII, la población de la villa aumentó un 25%, a pesar de la dura crisis que significó la guerra de sucesión y la hambruna de 1709, que mermó a la ciudad hasta unos 109.000 habitantes (López García, 2003). Pero la ciudad, a costa de un flujo de inmigración constante durante una buena parte del siglo, se fue aproximando, en tamaño, a otras ciudades europeas de su entorno como Lisboa, Roma o Venecia; aunque todavía era sensiblemente inferior a Londres, Amsterdam o Paris. El mismo censo determinaba la existencia de 75.777 varones y 72.766 mujeres, de las cuales es posible conocer su estado civil en ese momento: 33.275 solteras, 29.313 casadas y 10.178 viudas. La importancia numérica de las mujeres solteras es perfectamente compatible con la alta demanda del sector doméstico en una ciudad, que tenía la mayoría de las casas de la nobleza del país, así como un alto porcentaje de conventos y de eclesiásticos, sin olvidar el grupo de mercaderes y burgueses que poseían oficinas y casas en la ciudad, pues vivían en buena parte de aprovisionar a las clases privilegiadas y de hacer negocios para la monarquía y sus territorios. El cen-

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so de Floridablanca explicitaba también la existencia de 10.044 monjas y 75 beatas, dedicadas a sus actividades conventuales y asistenciales. Aquí se van a analizar exclusivamente el grupo de las mujeres de la sociedad popular que vivían en Madrid durante el setecientos. Y tenemos suficientes datos que nos permiten acercarnos, al tipo de existencia que llevaba el pueblo llano –el que servía directa o indirectamente a la Corte y a los grupos privilegiados-; ese pueblo que trabajaba y pasaba una buena parte de su tiempo en la calle, desplazándose por la ciudad y que comenzaba a beneficiarse del proceso de saneamiento y urbanización pública que había iniciado la nueva dinastía Borbónica. No obstante, las condiciones de su higiene personal y pública distaban de ser correctas. Existía una larga tradición en todo el país de alejamiento al aseo corporal, pues se seguía manteniendo todavía la idea de los supuestos efectos nocivos que el baño podía acarrear a las personas. No obstante, los esfuerzos de los ilustrados por erradicar esas tesis fueron constantes, aunque no muy acompañados del éxito que se buscaba entre las clases populares. La escasa accesibilidad que existía al agua corriente, en ese sustrato de la población estamental, tampoco permitía demasiadas concesiones. La mayoría de la gente de las clases populares se lavaba poco o mal, o simplemente no se lavaba. La ciudad era un conglomerado de ruidos, suciedad y polvo con un inusitado trasiego de carrocerías y animales de todo tipo constantemente desplazándose por sus calles y plazas. Había que trasladar, todos los días, las inmundicias de las casas a los arrabales, había que llevar la leña, la harina, el vino, el aceite, las carnes o los pescados y todo tipo de productos a los palacios y conventos, así como a la plaza mayor o a los lugares del abastecimiento de los repesos, para su venta al menor. Se ha calculado que aproximadamente no menos de 500 carruajes de todas clases y 1.800 bestias de carga transitaban diariamente por unas calles a menudo estrechas, carentes de pavimentación y bastante pobladas de personas que entraban o salían de su domicilio por cualquier motivo. El mal olor de la ciudad ha sido destacado por numerosos visitantes extranjeros y nacionales; y no es difícil adivinar como, sobre todo en los meses del verano, las altas temperaturas de la ciudad no facilitaban ni la conservación de los alimentos que habían de movilizarse ni el trasiego de los detritus de la población, sin consecuencias olfativas lamentables, ni mucho menos el hecho de que

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todavía los lugares de enterramiento se siguieran haciendo en los propios edificios religiosos o en sus proximidades. No es difícil comprender, así, los graves problemas de salud pública que muchos habitantes de la ciudad, y especialmente el pueblo llano hubo de soportar: epidemias e infecciones de todo tipo fue un componente habitual en sus vidas; los textos documentales nos dan una buena cuenta de ello. Las ordenanzas de 1719 mostraban una morfología urbana de la villa compleja. Se detectaba con claridad el centro de la ciudad, inalterable desde la época de los Austrias, y en donde se ubicaban palacios, conventos o iglesias, y los lugares de intercambio comercial o financiero y los arrabales: la prolongación de la ciudad hacia el norte y hacia el sur, que ya se había comenzado a delimitar en la época de Felipe IV y en el que residían buena parte del pueblo llano, junto a la mayoría de almacenes, mesones y algunos talleres de la urbe. El pueblo llano se aposentaba bien en esos arrabales o bien en los sótanos, buhardillas y pisos altos de las casas del casco urbano. El alto componente de inmigrantes de los pueblos próximos y de los entornos castellanos o de la cornisa cantábrica, hizo que las casas de esos arrabales se asemejaran mucho a los núcleos de población de la sociedad rural de la que provenían. En efecto, los edificios eran de una planta, de pobres materiales y de extrema tosquedad hecho que, de nuevo, extrañaba mucho a los visitantes que llegaban a la ciudad. Solían ser recintos de una sola pieza, sin aseos ni letrinas, con escasa o nula ventilación, sin agua corriente y con un mobiliario que distaba mucho de alcanzar las mínimas condiciones de habitabilidad: todo lo más una cama o un banco de tablas, algún candelabro de barro, velas de sebo, pucheros, sartenes, cántaros, varios cuencos y algún taburete o cajones para sentarse. Ellos eran los enseres básicos de cualquier familia-tipo de la sociedad popular. Otra parte de la sociedad popular vivía hacinada en la urbe: en covachuelas, sótanos, buhardillas y pisos altos de las casas, que empezaban a construirse ya con tres o más alturas. Muchas de estas casas se alquilaban no por pisos, sino por habitaciones, en las que a menudo se aposentaban tres o cuatro personas de una misma familia (López García, 2003).

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La cohabitación, en recintos tan mínimos, de tantas personas, ni hubo de ser fácil ni impidió una alta transmisión de infecciones entre sus miembros: la falta de ventilación y la concentración de tanta basura no ayudaron tampoco a crear un clima de salubridad adecuado dentro de las distintas piezas familiares. La casa de la sociedad popular, no fue, en efecto, un lugar apropiado en donde poder desarrollar o afianzar sólidos lazos de convivencia familiar. La falta de espacio o de alimentos, y las muchas necesidades vitales que habían de resolver sus miembros, impelieron a muchos a una búsqueda individualizada de soluciones, que, en muchos casos, no pasaban por el grupo familiar. En esas condiciones de habitabilidad, es necesario destacar la enorme dificultad con la que se topaban las mujeres de cualquier sociedad preindustrial para desarrollar adecuadamente sus múltiples funciones reproductoras, alimenticias, asistenciales, manufactureras o domésticas. Las mujeres de Madrid no eran una excepción y tenían en su contra, un entorno mucho menos sano que las de la sociedad rural, y que podía, por tanto, hacer peligrar su salud. Pero, a pesar de estas duras condiciones medioambientales, habían de intentar todos los días ordenar, acondicionar y proveer la alimentación y el vestido de las personas de cada hogar respectivo, además de desarrollar en su casa, los trabajos extradomésticos en los que participaran. Es necesario que visualicemos, así, el trabajo que acarreaba las numerosas idas y venidas de las mujeres con paquetes y cántaros a las fuentes públicas, subiendo, por las estrechas escaleras de los inmuebles hasta los pisos últimos de las calles de Hortaleza, Ballesta, Atocha ... etc. O trasegando con los productos de la compra diaria, pues, en los reducidos ambientes de sus casas no había lugar para guardar nada. O sus salidas sistemáticas para amasar y cocer el pan que había de trasportarse al horno... o para el cuidado de los niños o de los ancianos a los que había que llevarse a la botica, al médico o en su caso, al curandero. Era constante el deambular de las mujeres por las calles, y allí, a la par que se tejían núcleos de sociabilidad entre las vecinas, compañeras o vendedoras, se murmuraba o se hacían correr noticias, más o menos veraces, o se generaban tensiones y conflictos de muy diverso alcance. Todo ello nos permite intuir una existencia cotidiana de la sociedad popular bulliciosa, ruidosa, ubicada en plazas y calles y con fricciones y tensiones frecuentes, y en donde los días festivos se esperan con inusitado interés.

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En las sociedades preindustriales la calle era un elemento central en la vida de sus seres humanos y casi nada de lo que ocurría a sus personas se hurtaba a su contemplación. Por eso los bandos de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, que era el lugar de gobierno de la ciudad y de su alfoz, nos mostraban con claridad ese clima diario de bullicio, altercados e inseguridad ciudadana que la nueva dinastía estaba intentando atajar, pero a la que la constante presión inmigratoria y el elevado número de desocupados y de transeúntes no posibilitaba demasiado que se realizase.

La condición jurídica de las mujeres de la sociedad popular Si las condiciones materiales de la vida de las mujeres de la sociedad preindustrial –como lo era la de Madrid en el siglo XVIII- no eran fáciles, tampoco lo era en sus aspectos jurídico-políticos. Como aquella era una sociedad hormada sobre la desigualdad, en el privilegio de unos pocos que lograban imprimir sus intereses a la inmensa mayoría de la sociedad, no resultaba demasiado chocante para la colectividad aceptar el privilegiado estatus del varón respecto a la mujer. Desde la antigüedad se venía sustentando la infravaloración jurídica, intelectual y moral de las mujeres para ser sujetos y objetos plenos del relato histórico. En el caso que aquí nos ocupa, las personas que poseían capacidad para influir en los contenidos de las leyes y directrices de la población eran el rey y sus consejeros, las instituciones del Ayuntamiento, la Iglesia, y la nueva clase de profesiones liberales y burgueses que iban aproximándose poco a poco al poder. Toda la sociedad popular, en cambio, estaba excluida de tal capacidad; no obstante los varones, miembros de gremios y corporaciones, si pudieron ejercer algún control sobre las actividades de sus demarcaciones. Pero la verdadera consideración de cualquier varón, también los de la sociedad popular, le venía de ejercer un imperium incontestable sobre el grupo familiar del que se responsabilizaba. Él era el que asumía todas las cuestiones del clan familiar ante las instancias públicas, incluidas las que atañían a la propia individualidad de sus hijas, hermanas o esposas. Él era el único responsable ante las instituciones, de cualquier miembro de su familia o de sus criados.

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En la sociedad preliberal, la familia era la primera célula política, y en ella, sólo al varón se le consideraba el interlocutor ante los ámbitos cívicos; y eso se obtenía, tras haber demostrado el cumplimiento de sus deberes de vasallo, así como fiel observador de los principios y prácticas católicos. En esta sociedad patriarcal, que aceptaba una permanente minoría jurídica de las mujeres, se le arrogaba al varón un poder sobresaliente sobre sus mujeres y todas estas instituciones, cívicas o religiosas, convergían en esa única dirección: las mujeres y los hijos, en consecuencia, habían de obedecer y aceptar el poder del cabeza de familia y el imaginario popular, junto a las leyes, penaban y sancionaban a las personas que no lo hacían. Y los jueces velaban por el cumplimiento preciso de la superior jurisdicción del cabeza de familia sobre el grupo familiar. El orden social, descansaba, consecuentemente, sobre un universo de células familiares al frente de las cuales, el varón cabeza de familia, aceptaba y hacía cumplir el orden social exterior y el orden interior que el mismo determinaba ( Ortega, 1999). De forma bien explícita la INSTRUCCIÓN DE CORREGIDORES de 1788 seguía recogiendo esos principios patriarcales: “se abstendrán los corregidores de tomar conocimiento de oficio en asuntos de padres e hijos, maridos o mujeres, amos o criados, cuando no haya queja grave ni escándalo para no perturbar el interior de las casas, pues antes bien ellos deben de contribuir a la quietud y sosiego de ellas”. La monarquía perseguía de este modo obtener un orden social sólido dentro de los hogares, asegurándose el necesario control del entorno privado, que dejaba plenamente en manos del cabeza de familia. No estaba demasiado interesada, en saber como se ejercían esos poderes y sólo cuando esas tensiones y conflictos amenazaban la paz social, se sentía legitimada para intervenir. Numerosos conflictos familiares, no obstante, saltaron a la luz pública y mostraron la debilidad e inconsistencia de tal modelo de organización, que, sin embargo, ha perdurado hasta épocas contemporáneas. Consecuentemente, el corregidor de Madrid, como cualquier otro del territorio de la monarquía, había de contribuir a que en los hogares siguiese perdurando el dominio privativo del cabeza de familia y, sólo en los casos que fuese palmaria la incapacidad de cumplir los deberes de protección y asistencia al grupo familiar a él asignado, la magistratura podía intervenir en asuntos de índole privada, aunque, si eso sucedía, era un duro golpe para la buena fama de cualquier cabeza de familia. No ser capaz de controlar por si mismo, los asuntos del propio linaje, en la mentalidad del siglo XVIII, implicaba un claro desdoro de su identidad como varón.

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El marido o el padre, o en su caso el hijo mayor, eran los que siempre ejercían la protección y la tutela sobre las mujeres y los hijos. Por tanto, era habitual que, en cualquier instancia pública a la que acudiese cualquier mujer, fuese acompañada por su cabeza de familia; él era quien la representaba en todos los pleitos, o en cualquier actividad laboral o económica que desarrollase. Las mujeres en la sociedad del Antiguo Régimen no poseían una identidad propia, sino que indirectamente, eran consideradas en función del linaje familiar al que pertenecieran, que siempre era representado por el varón, cabeza de familia. No es extraño, por tanto, que cualquier mujer que se sintiese vejada o que considerase necesario acudir a los tribunales para salvar su honor o solucionar cualquier conflicto, fuese acompañada por su padre, si era soltera, o por su marido, si estaba casada, para dar, de este modo, veracidad a su testimonio. Por ejemplo María Hernández, esposa de un oficial platero que vivía en la calle Postas, acudió a la Sala de Alcaldes con su marido para presentar demanda por injuria contra varias vecinas que la acusaban de llevar una vida deshonesta en 1721. O Teresa Palmer, una muchacha de 17 años a quien su padre la había colocado como criada en casa de un canónigo, y había firmado en su nombre, un contrato de trabajo por el que el empleador le daba cama, comida y vestido. Y una pequeña cantidad anual, sin contar siquiera con su consentimiento (Consejos, libro 1301). Sin embargo la lógica del sistema corporativo de la época, que descansaba en el funcionamiento de un orden estamental y patriarcal, presidido por varones (Thompson, 1995), no representaba la realidad mayoritaria de un amplio grupo de mujeres solas: viudas, solteras o abandonadas, que eran mayoría en Madrid, según los propios datos proporcionados por el censo de Floridablanca. Según él existían 33.275 solteras y 10.178 viudas, así como un notable grupo de difícil cuantificación de mujeres abandonadas; Todas ellas superaban con creces el número de esas 29.313 casadas de las que nos habla el censo, y que eran las que únicamente se acomodaban al modelo teórico implantado. Los fondos archivísticos consultados (que se delimitan al final del trabajo) y la literatura de la época, dan evidentes muestras de los numerosos hogares, sin varón tutelador, que existían en el Madrid del siglo XVIII, como en muchas otras ciudades españolas. Numerosas mujeres de la sociedad

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popular habían acudido a la villa en búsqueda de trabajo, acompañándose con frecuencia de cartas de apadrinamiento de algún familiar o convecino que había emigrado a la gran ciudad con anterioridad, y seguramente cada vez que estas mujeres inmigrantes necesitaran solventar cualquier problema, que les competía como persona, no era fácil acudir al cabeza de familia que vivía alejado de la villa. Lógicamente eran ellas mismas las que intentaban, siempre con dificultad, resolver sus propios asuntos. Las numerosas mujeres con maridos ausentes, tampoco podían ser tuteladas por esos teóricos cabezas de familia, ocupados en las guerras, en el servicio al Estado o en la administración de las Indias o que simplemente habían abandonado a sus esposas tras una vida no demasiado feliz (Pascua, 1995), o incluso las viudas, que en la práctica eran las auténticas cabezas de familia, aunque teóricamente eran tuteladas por el varón más próximo del linaje. Es bien evidente que la mayoría de las mujeres de Madrid de las clases populares, afrontaban su existencia, siendo ellas y no los varones las propias depositarias del conjunto de obligaciones y componentes que implicaba una casa. Y formar parte de una casa en el Antiguo Régimen implicaba pertenecer a un universo mental y material que tenía sus propios códigos, sus propios valores tradicionales, que había de transmitir a sus descendientes y representar la actividad económica en la que se ocupase el grupo familiar; sin olvidar el correcto desempeño de sus obligaciones religiosas, laborales y fiscales. Las mujeres solas, sin estar tuteladas por varón alguno, acudieron también a las instituciones cuando era imprescindible su presencia. Pero, a tenor de lo observado en el comportamiento del tribunal de la Sala de Alcaldes, como en otros tribunales de justicia del país, no era esa la mejor de las situaciones: pues su desvalimiento e indefensión no les favorecía, en contra de lo que se sostenía teóricamente por la jurisprudencia al uso. Se puede afirmar que, a igual materia conflictiva expuesta por mujeres solas o por otras acompañadas por el cabeza de familia, las posibilidades de aceptación de sus alegaciones, eran mucho menores que en el segundo caso. En realidad este abundante grupo de madrileñas solas, por muy bien que desempeñasen sus papeles de honradas y obedientes cristianas o excelentes madres o trabajadoras –que era lo que esa sociedad esperaba de ellascarecían de la solvencia y de la tutela imprescindible en esa sociedad es-

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tructurada en torno a la identidad del varón, cabeza de familia; por lo que su respetabilidad siempre quedaba impregnada por un hálito de duda. Un ejemplo de ello puede observarse en la NOVÍSIMA RECOPILACIÓN DE ESPAÑA Y DE INDIAS, el texto por antonomasia en el que habían de mirarse los hombres y las mujeres de la monarquía hispana; allí se insistía sobre las obligaciones y derechos de la nobleza, el clero, la monarquía, las órdenes militares... apenas se especificaba nada sobre los hombres y las mujeres de la sociedad popular más allá de sus obligaciones fiscales, económicas o sociales. De ellas únicamente se enfatizaba sobre su necesaria supeditación a la autoridad del marido o del padre, su inferioridad como persona cívica –“la imbecílitas” que se arrastraba desde el período clásico aunque nunca demostrada-, pero siempre presente en su conceptualización de ser humano, con una minoría de edad permanente. El libro X de la NOVÍSIMA, por ejemplo, insistía en la superioridad del juicio masculino sobre el femenino y, por consiguiente, se les asignaba a aquellos el control de todas las propiedades y bienes privativos de la propia mujer: arras, dote, parafernales, e incluso los gananciales de la pareja, mostrando claramente un modelo universal de intervención masculina sobre el conjunto de la vida de las mujeres. En efecto, las mujeres, podían ser propietarias de bienes, pero siempre era el cabeza de familia el que los administraba, en su nombre, con plena independencia de ella, evidentemente aquellas no eran libres para disfrutarlos. La antropología social ha explicado suficientemente como la dependencia asociada a la sujeción permite la posibilidad de todos los dominios. Y el ejercicio del dominio masculino sobre la vida de las mujeres es perfectamente fidedigno en todo el articulado de la NOVÍSIMA. A destacar, entre otros, la ilimitada capacidad de gestión del varón sobre los bienes de las mujeres, incluso cuando existieran síntomas constatables de su mala administración; pero también se destaca su capacidad para castigar, reprimir o encarcelar a las mujeres cuando no aceptasen de buen grado su autoridad. Numerosos testimonios de la Sala de Alcaldes, durante el siglo XVIII, nos mostraban esa realidad cotidiana de padres o de esposos que acudían al órgano de gobierno de Madrid para que los magistrados recogiesen en el hospicio de San Fernando a las mujeres desobedientes o rebeldes, para contener así su actitud y castigar su insumisión. Verdaderamente significativo resulta como, en los dictámenes de los propios jueces, se consultaba al varón agredido la idoneidad de la pena a las mujeres impuesta por la

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magistratura. Los propios varones cabezas de familia se convertían así en personas determinantes a la hora de sancionar cualquier acto femenino contrario al sistema patriarcal (Correcher, 2000). Las mujeres de Madrid, como las del resto del país eran privadas de su identidad, incluso de ser vecinas de la ciudad por si mismas, a no ser que fueran viudas e impedidas de mostrar su propia voz en la comunidad, como lo estaban también de poder formar parte individualmente de los gremios, y vedadas a cualquier tipo de poder o accesibilidad a la cultura, no tuvieron muchas más salidas para sus vidas que la dependencia de las personas que ejercían algún tipo de poder. Así fue como se configuró secularmente la minoría política de todas las mujeres: el ordenamiento de Alcalá lo explicaba ya con claridad a mediados del siglo XIV: “la mujer es súbdita del marido y no puede morar si no do el morare”. Con ese marco jurídico político como telón de fondo, el proceso paralelo de interiorización que se fue generando en sus respectivas personalidades, es fácilmente deducible (Ortega, 2000). La sobrerrepresentación que la sociedad patriarcal concedió al varón en detrimento de la propia capacidad de las mujeres, hizo que estas estuvieran sumergidas en la supuesta representación que el cabeza de familia hacía en su nombre. También, las mujeres estuvieron vetadas para manifestar sus intereses propios, por eso apenas conocemos sus propios deseos y aspiraciones, y cuando los conocemos, a menudo son, producto de situaciones límite, poco representativas de su cotidianidad. Eran otros los que, decían que en su nombre, las representaban, pero ¿lo hacían de verdad?. En tal estado de cosas muy pocas mujeres escaparon de esa minusvaloración que ellas mismas fueron asumiendo, aunque continuasen siendo elementos básicos en la organización de cada casa. No obstante, la presencia de las mujeres en el tejido económico y social de la ciudad fue alta. Y es perfectamente observable en el análisis documental, si el investigador está atento y supera los tópicos patriarcales existentes. Las necesidades económicas de muchas mujeres de la sociedad popular las instaron a buscar un trabajo compatible con las necesidades de su estado y de su casa, tanto dentro como fuera de su hogar. Las numerosas parejas rotas tanto por los altos índices de mortalidad extraordinaria u ordinaria, como por el abandono del hogar de alguno de los cónyuges, bien coyuntural o permanentemente, generó unas necesidades añadidas, a las ya habitualmente precarias, que hizo a numerosas hijas o esposas buscar una solución a esos problemas en el servicio doméstico.

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Efectivamente el servicio doméstico se observó como una solución para las familias de las clases bajas de cualquier condición. Entrar a formar parte de una casa implicaba estar de nuevo bajo la protección de un cabeza de familia, que había de velar por los intereses de todo el grupo de criados o incluso de esclavos, si los hubiera; en su contra tenía el escaso salario que proporcionaba y el desarraigo familiar que, a menudo, acompañaba a la vida de estas personas. El convento fue otra solución muy utilizada por aquellas que no deseaban casarse o que el marido señalado por la familia le desagradaba, o el lugar determinado por las familias para alguna hija soltera, o simplemente para las que querían retirarse del bullicio del mundo, porque tenían algún interés por la vida religiosa, intelectual o asistencial. Los trabajos que les esperaban a las mujeres de la sociedad popular que entraban a un convento no eran sino los más bajos: los domésticos, el cuidado de la huerta, la elaboración de la comida o de la confitería para la venta a su exterior, costuras o bordados...etc. También los conventos participaban de la mentalidad estamental del Antiguo Régimen y puesto que estas mujeres no aportaban dote, su significación en la sociedad conventual era muy escasa. No obstante, introducirse allí era un salvo-conducto seguro y sin riesgos para el resto de la vida. Se solventaban así sus problemas y necesidades de cotidianidad. También numerosas viudas o simplemente solteras optaron por la paz y la tranquilidad de los espacios conventuales como lo muestran las 10.044 religiosas existentes en Madrid a finales del siglo XVIII. Las 75 beatas que consignaba el censo, aluden también a formas excepcionales de presencia de mujeres, sin tutelaje de varón, que llevaban una vida religiosa en soledad, a la par que desarrollaban alguna actividad de evidente utilidad para la comunidad. La escasez de su número expresa por si mismo la excepcionalidad de su empeño. Con tal estado de cosas, es fácil comprender como la documentación que encontramos en los archivos está fuertemente impostada de asuntos y situaciones masculinos; lo que no significa que no estuviesen allí las mujeres, sino que estaban ocultas bajo el manto teóricamente representativo de cada jefe de familia. La experiencia histórica de las mujeres no aparece en general en la documentación oficial, pero ellas están en el centro del relato histórico. Se contempla su presencia con una evidente infravaloración de sus activida-

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des con respecto a los asuntos únicamente considerados importantes: los asuntos del ámbito público en donde los varones de la sociedad patriarcal eran elementos determinantes. Pero es necesario trascenderlo, sus silencios son también muy expresivos; urge hacer un ejercicio de comprensión y de rescate de sus vidas en la vida pública y privada de la ciudad.

Ciclos de vida de las mujeres La pluralidad y variedad de situaciones en la vida de las mujeres de la estamentalizada sociedad del setecientos era extraordinaria. Una de las diferencias más significativas en la vida de cualquier ser humano es la edad, y no ha sido este un tema del que se hayan hecho eco los historiadores suficientemente.

Las solteras Como se ha visto, existía en Madrid una amplia mayoría de mujeres solteras, como sucedía también en otras ciudades populosas de Europa. Probablemente fueron muchachas jóvenes emigrantes dedicadas a los más diversos trabajos y especialmente al servicio doméstico. Las altas tasas de soltería, tan características de cualquier sociedad preindustrial, se vieron reforzadas, en este caso, por la capitalidad de la Monarquía y el conjunto de servicios que demandaba la ciudad. La soltería fue una salida frecuente para las mujeres europeas de extracción baja y con escasas posibilidades económicas, y también lo fue aquí. En efecto, en la estrategia de cualquier cabeza de familia se sopesaba cuidadosamente el estado prefijado para los hijos y las hijas, buscando que fuera el más conveniente a los intereses de la familia, por lo que la dote que había de proporcionarse a las hijas, era algo muy estudiado en el seno familiar, por el juego de posibilidades que podía desencadenar al conjunto del linaje. Y en muchas familias modestas, la soltería de las hijas, implicaba la supervivencia más desahogada de los padres y del resto de los hijos varones. Ciertamente la soltería, tanto masculina como femenina, era la más barata de las soluciones que cualquier familia modesta podía esbozar; y la sociedad popular de Madrid lo desarrolló extensamente.

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Las propias jóvenes intentaron paliar los problemas de sus familias a base de procurarse ellas mismas una pequeña dote, realizada a costa de sus trabajos y pequeñas privaciones que desarrollaron para poseer unos mínimos bienes que, en el caso de Madrid, no iban más allá de algo de ropa de cama, un jergón o un colchón de tablas y algunos enseres domésticos (Tenorio, 1993). Eso fue lo que aportó Dorotea Gómez, una mujer de 26 años que trabajaba como criada en casa de un militar y que fue ahorrando doce años de su pequeño salario para poder casarse con un albañil de la ciudad en 1759 (Consejos, libro 1378). Como ella, muchas jóvenes de la sociedad popular persiguieron realizar acciones similares para poder casarse y emprender su propia vida. Otras féminas estaban a la expectativa de solicitar las prestaciones que periódicamente los mayorazgos, vínculos y las obras pías concedían para dotar a jóvenes sin medios económicos. Era esta su contribución al orden social establecido por la sociedad estamental; eran parte de sus responsabilidades y no solían eludirlas. Por ejemplo una viuda de un mayorazgo concedía en su testamento de 1779, tres dotes para mujeres sin recursos de la parroquia de San Ginés; y la condesa de Chinchón diez años más tarde, dedicaba una manda testamentaria para diez jóvenes de su entorno clientelar (Consejos, legajo 464). La iglesia coadyuvó a paliar ese problema que, a la postre, dificultaba las posibilidades naturales de crecimiento de la población, ya que frenaba la realización de matrimonios, por lo que, los obispos convocaban periódicamente concursos para proveer dotes a jóvenes necesitadas de esta ayuda. Y es que, a la vista de la mentalidad generalizada en esta época, ser soltera, como decía Josefa Amar, la ilustrada más importante del siglo XVIII, “era ser un cero a la izquierda”. Independientemente de las preocupaciones poblacionistas de la ilustración española, gráficamente expuestas en esta frase, era cierto que la vida de una mujer soltera no era nada fácil, y presuponía, casi siempre, una vejez problemática, a no ser que se hubiese ahorrado lo suficiente para una vida digna o que se tuviese el apoyo de un familiar o de alguna institución de beneficencia. Pero no todos los problemas de un célibe venían con su vejez. Numerosas jóvenes que se dedicaban a servir hubieron de asumir situaciones muy diversas: las denuncias por hurto, eran algunas de ellas. Es necesario recordar que la mayoría de las criadas apenas recibían un salario exiguo, y a ve-

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ces la tentación del robo era demasiado fácil: un poco de harina o ropa blanca o enseres domésticos o incluso joyas... podían ser tropiezos en el camino de esas muchachas que, tras la sanción, volvían a cambiar de casa, integrándose de nuevo en un universo doméstico bastante similar al anterior y del que era difícil desprenderse. La documentación también mostraba la frecuencia de embarazos de las muchachas de servicio, a instancias de los requerimientos de algún miembro masculino de la familia o de la propia servidumbre de la casa, o incluso del propio novio con el que mantenía relaciones. Los archivos de Madrid están llenos de pleitos incoados por las solteras que bajo la tutela de su padre o de su hermano, presentaban ante los tribunales su embarazo, tras ser abandonadas por aquellos varones que les habían dado con anterioridad palabra de matrimonio. En esos casos, la justicia afrontaba prontamente la necesidad de la boda de la joven con la persona causante de su embarazo. Pero si el inductor era el dueño de la casa o algún otro varón casado, se determinaba la cuantía de la dote que había de proporcionarse a la joven –ya que, el causante no podía volver a casarse- para así poder aquella aspirar a un rápido y ventajoso matrimonio con un hombre interesado por su dote. No eran infrecuentes estas situaciones. Era abundante el número de mujeres embarazadas por este sistema entre las clases llanas. Sin embargo, dadas las profundas diferencias estamentales existentes, y el hecho de que muchos de los demandados fueran casados, quizás pueda pensarse que algunas pudieron utilizar su cuerpo como señuelo para obtener una dote segura que le facilitase un rápido matrimonio. Pudiera esta estrategia estar dentro de lo probable, pero no es fácil probarla. En todo caso, las relaciones de superioridad existente entre los dueños de la casa y las criadas, casi siempre, favorecieron a aquellos el logro de sus intereses. Vigilar y cuidar la reputación de su hija y mantenerla virgen para poder casarse con solvencia era fundamental para cualquier padre. El buen nombre de la familia dependía de ello por eso los padres que no se veían en la obligación de que sus hijas trabajaran, fuera de la casa, procuraban vigilar su jornada con cuidado; laboraban en la casa o en el negocio familiar y salían a la calle acompañadas de personas mayores, mientras se encontraba un novio de la mejor posición económica posible para formar una nueva familia.

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Teresa Gómez era una hija de un oficial de sastrería de la calle Leganitos, que trabajaba en la casa familiar junto a su madre y a sus dos hermanas; en 1734 se casó con un albañil emigrante de un pueblo de León, al que el sastre debió de ver con buenos ojos, dada la alta demanda de constructores existente en el Madrid expansivo del siglo XVIII, y por tanto las posibilidades reales de trabajo de numerosos albañiles que llevaban a efecto el expansionismo urbano (Consejos, libro 1367). Las mujeres solteras mayores, tuvieron unas condiciones de vida, llenas de dificultades y de estrecheces económicas. Una mujer de 46 años, María Álvarez, vivía con su hermano mayor, su esposa y sus dos hijos en 1714, trabajando todos en la confitería familiar. Podemos conocer su jornada por la acusación efectuada contra ella por un grupo de vecinas ante la Sala de Alcaldes. Según su propio testimonio, María se levantaba a las 5, limpiaba el negocio familiar, hacia el desayuno y el almuerzo para el grupo y trabajaba en el taller hasta el atardecer. Trabajaba duro para poder mantenerse en ese entorno familiar, a pesar de que sus relaciones con ellos no eran fáciles y existían discusiones y riñas frecuentes que llegaban a la vecindad. También otra mujer soltera de 55 años, malvivía en una pieza húmeda, fría y ruidosa de la Ribera de Curtidores en 1713: Carmen Paso estaba tullida tras una vida de trabajo como lavandera en el Manzanares, por lo que se veía necesitada a acudir a las cofradías de su parroquia para poder sustentarse (Consejos, libro 1299). Esta era la vida de muchas antiguas lavanderas, sin recursos. Más previsión habían tenido dos hermanas solteras, que habían sido bordadoras en la calle de la Encomienda y que a costa de sus ahorros vivían juntas en 1778 modestamente tras haber cuidado y atendido a sus propios padres.

Las casadas El sacramento del matrimonio era el único que posibilitaba, en la sociedad del Antiguo Régimen, una convivencia jurídica estable entre las parejas. Otro tipo de vida en común era tachado de heterodoxia y consecuentemente sancionado por las leyes. El pensamiento colectivo imperante y la imposibilidad de mantener una identidad propia para las mujeres, hacía que el matrimonio, o en su caso el convento, fuesen las únicas posibilidades de algún interés en la vida de las mujeres. En esa dirección se encaminaban la mayoría.

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En las sociedades estamentales al matrimonio no se acudía por amor; eran otros los intereses que se perseguían: estabilidad económica, buena inserción social, honorabilidad... . Casarse sin amor era algo aceptado en todos los estamentos sociales, pero aunque tenía sus ventajas, implicaba correr riesgos entre los cuales la incomprensión entre las parejas fue frecuente puesto que se unían principalmente por motivaciones económicas. En casos extremos, de profundas divergencias en la pareja, el abandono del hogar de alguno de los cónyuges fue la situación más habitual entre el pueblo llano. Ese caso pudiera ser el de Micaela Flores, una mujer que vivía sola en la Plaza de Santa Cruz y que ejercía como portera en 1730; ella misma se autodenominaba “viuda en vida” como consecuencia de la desaparición de su esposo a los tres años de su boda (Consejos, libro 1377). El abandono del hogar, la bigamia, el adulterio, fueron algunas consecuencias de tal estado de cosas, pues la inexistencia del divorcio impedía a los afectados buscar otras soluciones menos traumáticas (Testón, 1985). Pero también poseemos testimonios documentales de verdadera comprensión y afecto entre los esposos, mostrados prefentemente en documentos notariales. Eusebio Gómez, un aguador de la calle Segovia, expresaba su reconocimiento y cariño en 1763 a su esposa, una mujer regatona, que había sido internada, no obstante, en el hospicio de San Fernando por vaga y ociosa. En su descargo explicaba el trabajo y el cuidado con el que ella le atendía y “la buena crianza que ha dado a nuestros hijos” (Consejos, libro 1738). En Madrid, en contra de lo que sucedía en el resto de país, se efectuaron numerosas uniones matrimoniales entre miembros inmigrantes de las distintas regiones. Las altas tasas de inmigración favorecieron los matrimonios no endogámicos, que hicieron surgir una cultura urbana llena de pluralidad, en donde estaban representadas la mayoría de las tradiciones regionales del país. Predominaba, en la ciudad, las personas de edad adulta. El alto porcentaje de personas dedicadas a los servicios, hizo que más del 60% de la población tuviesen una edad comprendida entre los 15 y los 50 años: Madrid no parecía ser un lugar proclive para niños y adolescentes. Dos razones explican esos hechos: una elevada proporción de varones inmigrantes en relación a las mujeres, y un alto porcentaje de población célibe de otras zonas peninsulares que deseaban aposentarse en la ciudad.

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Pero las unidades familiares del pueblo llano fueron de tamaño reducido. Era infrecuente tener más de dos hijos, y ello se explica no sólo por la alta mortalidad infantil que diezmaba a la mitad la supervivencia de los nacidos, sino también por la larga duración de la lactancia materna, que solía durar hasta los 2 ó 3 años del lactante y que ejercía como inhibidor de la maternidad; sin olvidarse del control voluntario de los embarazos a través de cualquier método de contraconcepción. Desconocemos casi todo sobre como se iniciaban las relaciones amorosas. Si sabemos que el amor no era determinante para la mayoría de las personas que acudían al altar. En el imaginario colectivo de esta comunidad, el honor estaba incardinado en el centro de sus motivaciones; por lo que llevar una vida discreta, fuera de la rumorología del barrio, era un elemento determinante. Para la mayoría de las mujeres, se estructuraba un tipo de vida conforme a estas premisas: conocimiento de la economía doméstica, aprendizaje de los valores familiares y afectivos, honestidad y cuidado del hogar, cumplir con la propagación de la estirpe, asistir a los niños y a los ancianos, y ayudar al cabeza de familia, además de cumplir con los preceptos cristianos establecidos... . Todo ello era un salvoconducto para lograr un matrimonio adecuado, y en esa dirección convergieron la mayoría de las mujeres (Ortega, 1997). No obstante en la sociedad popular, el código del honor no era tan encorsetado ni tan rígido como en las clases medias y aristocráticas. Las mujeres del pueblo habían de salir de sus casas con mucha asiduidad, aprovisionar su despensa y solventar cualquier necesidad de sus entornos. Muchas de ellas, además, trabajaban fuera de la propia casa, bien por horas o por jornada entera en las casas o instituciones que las demandaran, por lo que recibían un jornal muy necesario para el bienestar del grupo familiar. Tampoco eran asimilables sus hábitos de conducta con los de otras sociedades urbanas peninsulares. En la mayoría de aquellos lugares se continuaba defendiendo que la honestidad femenina corría paralela a una vida cobijada bajo el techo familiar, por lo que llevar una alta existencia callejera, como la de las madrileñas, era casi sinónimo de dudosa honestidad. Madrid deseaba modernizarse y por tanto cancelar comportamientos del pasado que se consideraban poco afines al nuevo proceso de “civilidad” que las luces y la nueva sociabilidad del XVIII deseaban implantar. No es ajeno a

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ello, que un notable viajero francés, Laborde, en su Itinerario descriptivo de España de 1809, nos relatase el nuevo clima más abierto y liberal en las relaciones entre los esposos: “los tipos españoles hoy han cambiado, los maridos son menos suspicaces y ellas más accesibles, estas van adquiriendo más libertad y tal vez abusan menos que cuando, como antes, se confiaba su virtud a las rejas y a una vigilancia frecuentemente infiel y corrupta”. Este texto reflejaba especialmente las nuevas relaciones de pareja entre las clases medias y altas, que habían modificado algo el conjunto de sus relaciones interpersonales, y en donde el “cortejo” era uno de los elementos más destacados (Martín Gaite, 1987). Pero en los textos de la literatura popular de Madrid se seguían registrando actitudes más tradicionales de convivencia entre las parejas. Sainetes, letrillas populares, canciones de ciegos y textos afines insistían en valorar, sobre todo, la permanencia de las mujeres en el hogar como un elemento central al orden familiar. Todo lo más se añadía un componente nuevo de picardía y bravuconería, concordante con el nuevo clima más festivo que se deseaba extender en las relaciones personales y sociales. La aparición del tipo de los majos y las majas en el Madrid del siglo XVIII, concordaba plenamente con esos supuestos. Mantenían un planteamiento tradicional en sus relaciones de pareja, a la par que se mostraban con arrogancia como quintaesencia de la identidad nacional, y en contra del clima liberal y europeísta que se estaba instaurando en los comportamientos de las clases superiores. Eran los majos habitantes de los barrios centrales de la villa –Maravillas, Barquillo, Lavapiés ...- y en donde se dejaban sentir sus personas por la vistosidad de sus atuendos y por el desgarro con el que hablaban y se mostraban. Seguramente el tipo de vida más festivo que llevaban en relación a las clases superiores, o la vistosidad de sus trajes, muy favorecedores para las mujeres, así como los nuevos bailes que ayudaron a divulgar fueron algunas de las razones, por las que las clases altas copiaron sus atuendos y diversiones, mostrando una seguramente ficticia y difícil camaradería, como la que nos presentan algunos grabados de la época. La mayoría de las mujeres de la sociedad popular hubo de afrontar cotidianamente la dureza de una vida llena de amenazas y con pocas posibilidades de combatirla. El hacinamiento en las casas, la inadecuada alimenta-

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ción, las constantes enfermedades, epidemias o hambrunas, delimitaron a aquella sociedad con un matiz extraordinariamente determinista. Si a ello se añade el conocido empobrecimiento de los asalariados urbanos a lo largo del siglo XVIII, por el encarecimiento constante de los artículos básicos, junto a la persistencia de una alta fiscalidad, produjo unas repercusiones desfavorables sobre la dieta del pueblo llano, que poco a poco fue alimentándose peor y empobreciéndose crecientemente desde mediados del siglo XVIII. Pero las mujeres casadas habían de afrontar también un hecho extraordinariamente doloroso: las dificultades de encarar cotidianamente su maternidad: el dolor de tantas madres conscientes de arriesgar su propia vida, cada vez que habían de sobrellevar un nuevo parto, por los muchos riesgos que contraían y por la extrema dificultad de sacar adelante a unos niños constantemente amenazados por la enfermedad y la muerte. Por eso existían unas altas tasas de mortalidad para las mujeres en edad fecunda: casi el doble de las tasas existentes en los varones de su propia edad, y sólo explicables si se señala el profundo desconocimiento que existía en la medicina reglada y en la ginecología sobre las características del cuerpo femenino. Los demógrafos de la sociedad preindustrial aluden a la existencia de unas altas tasas de mortalidad infantil tanto en el campo como en la ciudad: el 50% de los niños nacidos no solía coronar la edad de la adolescencia. La inexistencia de una medicina preventiva y las amenazas constantes de enfermedades endémicas como el sarampión, la viruela, las paperas... hacían muy difícil la supervivencia de niños y de niñas más allá de los dieciséis años. Muchos se quedaban en el camino; por lo que, no debió de ser nada gozoso que se arriesgaran tantas mujeres en cada parto, sabiendo las posibles consecuencias de muerte a las que se abocaban. Muy importante también para las mujeres casadas fue ocuparse de los miembros mayores de la familia que, a menudo, quedaban desvalidos, y que ellas –si podían- solían asumir su cuidado. En su conjunto, no había de haber demasiado lugar en estas madres para esparcimientos y diversiones, y sin embargo, los testimonios de la época nos brindan una alta sociabilidad entre vecinas y parroquianas así como entre las vendedoras y las personas que realizaban los servicios de la ciudad y en donde se generaban, a menudo, espacios de diversión en torno a procesiones, romerías, rosarios callejeros, fiestas patronales o celebraciones artesanales.

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Las mujeres adornaban y engalanaban las calles, ofrecían refrescos y alimentos en los bajos de sus casas o tocaban sones y panderos en esas celebraciones populares que, ocupaban la calle a pesar de que el poder ilustrado intentó, sin demasiado éxito que fueran desapareciendo (Del Río, 2000). Pero las inhóspitas habitaciones o piezas en las que se arracimaban los miembros de cada unidad familiar, incitaba a salir de aquellos cuchitriles poco confortables, y la calle era el único lugar del que podían disponer.

Las mujeres mayores En la sociedad preindustrial, sometidos sus habitantes a tantos determinismos y adversidades, las personas se hacían pronto mayores: a partir de los 39 ó 40 años se iniciaba el déficit físico o psíquico en las personas que podía dificultar, a menudo, su inserción en el mundo laboral activo. Y este proceso de envejecimiento era especialmente significativo entre las clases populares, sobre las que descansaba la actividad básica de cualquier sector productivo. Para las mujeres, esta época de la vida no sólo significaba terminar con sus posibilidades reproductoras, sino que, a menudo comenzaban a tener problemas para encarar el conjunto de sus variadas actividades cotidianas. No es necesario remarcar que la utilidad femenina se mermaba sustancialmente a partir de los 40 años, al descender sus capacidades físicas y estéticas: no poder ser objeto de seducción, ni engendrar hijos, producía una evidente sanción social, muy acusada en aquella sociedad que descansaba su principio vertebrador sobre la capacidad reproductiva de las mujeres. Un somero análisis de género, aplicado a la vejez, pone de manifiesto los apriorismos desvalorativos existentes contra las mujeres en la sociedad de Madrid del siglo XVIII, como en la del resto del país. También los varones veían mermados sus capacidades generales en esa edad crítica, y sin embargo no fueron centro de escarnios ni de mofas, bastante abundantes en el caso de las mujeres mayores (Ortega, 2002). A menudo las personas mayores se quedaban solas a merced de sus familias respectivas; pero no siempre estas asumían la carga adicional de atenderles. Así, numerosos ancianos quedaban imposibilitados para llevar una vida autónoma: los achaques y las enfermedades solían aposentarse

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en muchas de sus personas y dejarles desvalidos. No todas las ancianas de Madrid podían asemejarse a Catalina Muñoz, una viuda de 55 años que vivía en 1736 con su hija en la Cava Baja. Catalina estaba tullida, no podía levantarse de la cama y la hija la cuidaba con esmero; la mercería de su marido lo hacía posible (Consejos, libro 1299). Pero no era el caso de la mayoría de las mujeres ancianas: muchas malvivían en condiciones infrahumanas, otras mendigaban por las calles, otras acudían a las instituciones dedicadas al cuidado de las personas ancianas. No parece cierto que, entre las clases populares, el cuidado de los mayores fuese un planteamiento central a su estilo de vida. Los textos documentales no nos permiten afirmarlo; ciertamente son más desvalorativos con las mujeres que con los hombres, a los que, en principio, siempre se les asignó algunas dosis de moderación, sabiduría o prudencia, que en el caso femenino prácticamente se les negó. Las diferencias de género se observan también aquí de modo palmario. Pero ni a unos ni a otras fue fácil su vida cotidiana si carecían de medios económicos que les permitiesen una mínima autosuficiencia. Estaban a merced de la disponibilidad de sus familias y no siempre aquellas consideraron necesario su cuidado. La imagen que siempre se extendió desde los textos y representaciones fue la de mujeres mayores de aspecto repugnante llenas de sospechas, suspicacia o censura. Pero desde el siglo XVII, la cultura del Barroco enfatizó todavía más la imagen desvalorativa de las viejas. La iconografía nos las presentan de forma físicamente desagradable, e incluso repulsiva, favoreciendo así la divulgación de la correlación platónica existente entre el paso de la edad y el acrecentamiento de las pasiones negativas de los seres humanos: la vieja comiendo sopas de Goya puede ser uno de los múltiples ejemplos a considerar.

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El trabajo de las mujeres Referirse a las mujeres como trabajadoras no es un empeño fácil. Es necesario remarcar que hacerlo es enfrentarse a una experiencia múltiple de trabajo que aborda tanto la posible actividad remunerada fuera del hogar, como la doméstica, la reproductora, la asistencial, o la que desarrollaba dentro de la unidad de producción familiar que el cabeza de familia representaba. Cuando se aborda a las mujeres trabajadoras en el Antiguo Régimen, es necesario contemplar sus diferentes modalidades laborales, impulsadas en la dirección de solventar las necesidades del grupo familiar en el que estaban insertas, y en donde, el concepto de trabajo, no era como ahora, sinónimo de monetarización. La identificación del trabajo con la remuneración económica sólo se extendió a partir de la revolución industrial; pero antes el trabajo venía pautado como todo esfuerzo humano que tuviera una viabilidad o utilidad grupal o social; y ahí es donde hay que insertar al trabajo femenino. El trabajo de estas mujeres de Madrid era abundante y variado. En la práctica una fusión de tareas reproductivas, productivas y las derivadas del consumo familiar donde laborar los vestidos, preparar los alimentos, cuidar a ancianos y niños y trabajar en el negocio familiar era una profusa actividad cotidiana, por la que no recibía salario alguno aunque, debido a la complementariedad de esfuerzos que hombres y mujeres efectuaban, recibían un evidente reconocimiento familiar y social. La “casa”, hasta la época industrial, era una unidad de producción, donde toda la familia se afanaba para que el padre pudiera traducir el esfuerzo del grupo en el mercado y obtener, así, el dinero necesario para el bienestar familiar. Este trabajo “invisible” de las mujeres, pero cierto, es necesario visualizarlo, aunque la historiografía, que arrastra tics demasiado patriarcales, suele hacerlo escasamente. Hay que sacar a la luz a tantas esposas, hijas, hermanas, madres o sobrinas que ayudaban al maestro u oficial artesano en el taller o en el figón o en la carnicería o en la panadería. En su lugar de trabajo desarrollaban una actividad fundamental, a la par que suplían con sus manos la necesidad de ocupar a otros oficiales o aprendices que habrían mermado los beneficios totales de la casa. Las mujeres de los artesanos de Madrid –como las del resto del país- colaboraban en preparar, cortar, o confeccionar... la materia prima con la que se trabajase, mientras mantenían adecuadamente el espacio físico donde se laboraba, y

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preparaban la comida para el grupo de trabajadores y aprendices (Sarasúa, 1994). Y de nuevo, al terminar cada jornada reemprendía sus actividades de limpieza y de alimentación del entorno, a la vez que desarrollaba sus actividades domésticas y asistenciales con el grupo familiar. La importancia histórica del papel desempeñado por las mujeres en la “casa”, y especialmente las mujeres de la sociedad popular, es necesario subrayarlo, pues sin él es imposible entender el funcionamiento de la sociedad preindustrial, que, aunque las relegaba al espacio interior, a través de él, o mediante su actuación como miembro de la casa influyeron decisivamente en el desenvolvimiento de resortes económicos y sociales. Las mujeres, cuando se casaban, se convertían en “señoras de la casa”, en palabras de P.Laslett, obteniendo entornos a los que estar al frente, por los que sus actividades de “guardianas de la casa” se dirigían: ■ ■ ■

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A la procreación y crianza de los hijos Las labores domésticas La realización de manufacturas caseras para el autoconsumo o para el mercado La cooperación laboral con el jefe de la familia La gestión de la economía doméstica

De la simple lectura de estas obligaciones, se deduce el grave error, demasiado extendido, que implica suponer que sus actividades tenían sólo una dimensión privada. Aunque no sea fácil determinar la productividad real de esa dedicación, porque es difícil asignarles un valor en términos de mercado, parece incuestionable subrayar la evidente dimensión económica de todo lo que se gestaba en el ámbito del hogar. Por tanto, todas las mujeres aunque no ejerciesen un trabajo extradoméstico remunerado, participaban de modo muy activo en la producción de la casa primero y en la actividad económica de la ciudad en segundo lugar. Poco espacio había, por tanto, para la “ociosidad”, un concepto que, si bien se reitera como algo a erradicar por parte de la Ilustración, no parece que, con esos condicionantes, deba de extenderse tal apreciación hacia la mayoría de esta sociedad popular; donde el trabajo de las mujeres era real. Esa supuesta ociosidad era mejor una actitud de las clases medias y altas, impelidas en el siglo XVIII hacia una ética de consumo suntuario de gran calado, pero muy poco presente en la clase trabajadora.

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El trabajo extradoméstico Numerosas mujeres hubieron de implicarse, a la vez que realizaban sus aportaciones a la casa, en diversos trabajos exógenos, para ayudar a la subsistencia familiar. Casi todos se amparaban en el sector servicios, y puesto que las posibilidades para su realización eran muy variadas, casi ilimitadas, no es posible referirse al conjunto de ellos. Por eso aquí sólo se tratarán algunos de los empleos más significativos que la población femenina de Madrid desarrollaba en el siglo XVIII.

Las vendedoras Vender resultó ser un trabajo habitual realizado por mujeres del pueblo llano: bien en la calle, bien en las plazas públicas o bien en lugares fijos, esta actividad estaba muy relacionada con la cotidianidad del abastecimiento familiar o con la inmediatez de sacar al mercado determinados productos perecederos. El trabajo permitía hacer compatible estas acciones con el cuidado de sus responsabilidades familiares y domésticas. Ana Sánchez o Apolonia Sevilla, eran unas viudas “tablajeras” –carniceras-, que trabajaban en el Rastro como asalariadas fijas de alguno de los numerosos tratantes de carnicería que se asentaban en ese barrio. Ambas tenían cargas familiares a sus espaldas en 1714, y las dos llevaban más de ocho años realizando esas funciones. Sólo en el rastro conocemos documentalmente la existencia, en esa época, de otras 44 tablajeras, mujeres viudas o casadas adultas que trabajaban allí bajo la doble supervisión de sus empleadores y de los alguaciles de la Sala de Alcaldes que poseían allí uno de los repesos de la ciudad (Consejos, libro 1299). Allí era, desde la época de los Austrias, el lugar donde se concentraban la mayoría de las carnicerías de la villa y por ello era un lugar diariamente visitado por muchos vecinos y vecinas. En consecuencia, los entornos del rastro como los de la red de San Luis, la plaza de Antón Martín, la plaza del Gato o la plaza Mayor... eran lugares de máximo trasiego de compradores y vendedores de todo tipo de productos. Y esos entornos, por su propia significación fueron muy femeninos, pues allí acudían diariamente mujeres en busca de alimentos y productos básicos para el consumo familiar. El comercio de menudo de la carne fue una actividad en donde las mujeres estuvieron muy presentes y la documentación nos lo muestra con detenimiento. En el Rastro, sólo se consigna la presencia en 1716 de dos varones

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asalariados, en un espacio en el que se constata la existencia de 46 mujeres en esa misma situación. Cuarenta y ocho vendedoras de pescado se ubicaban por esas fechas también en la plaza Mayor, otro de los lugares claves en la distribución de productos de la villa. En esa plaza, todos los días se aposentaban también otras vendedoras de los más diversos productos; era, cada jornada, un hervidero de gente que vendía y demandaba producto y manufacturas básicas para la vida cotidiana. Las vendedoras solían depender del tratante que las había contratado y que determinaba cada día su lugar de ubicación; sobre todo si poseían varios puntos de venta, como era bastante habitual en los tratantes de pescado y de aves que existían en Madrid. En la plaza Mayor, tenemos también constancia de que despachaban, en 1714, 10 mujeres, criadas del gremio de gallinería (Consejos, libro 1301). Evidentemente, el término criada tenía un recorrido laboral muy amplio en esta sociedad, pues no sólo estas mujeres ayudaban en el trabajo doméstico del hogar que las contrataba, sino que trabajaban en las actividades que desarrollaba cualquier “casa” en su sentido más amplio. Muchas criadas de la sociedad del siglo XVIII convivían con la familia que las empleaba bajo un mismo techo, pero estas trabajadoras del gremio de gallinería, sabemos que vivían en su propia casa y sólo realizaban un trabajo por jornadas en las coyunturas para las que habían sido contratadas. La tipología del término criado contemplaba no sólo el trabajo en el hogar, como servidor a tiempo completo, había un trabajo a tiempo parcial, también, y desde luego este tipo de criados y de criadas era muy frecuente entre los distintos servicios existentes en la villa (Sarasúa, 1994). Tenemos también, conocimiento de la existencia de, al menos, 30 vendedoras de fruta “seca y madura” en los tablones que se reservaban para ellas en la plaza Mayor; pero fue seguramente la venta de frutas de temporada la que ocupó a un mayor número de mujeres. Eran trabajos esporádicos o coyunturales, que se compatibilizaban bien con las responsabilidades tradicionales que recaían sobre las mujeres. Además su versatilidad y estacionalidad fue un componente interesante para la mayoría de ellas. En consecuencia, numerosas mujeres vendieron productos por las calles de la ciudad a instancias de los distintos tratantes a quienes les urgía sacar pronto al mercado sus productos; ese fue el acicate de numerosas

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vendedoras de fresas, melones, naranjas, hortalizas, higos, peras, etc... Habitualmente ellas ocupaban informalmente diversos espacios urbanos, a menudo contraviniendo las ordenanzas de la villa, por lo que habían de estar dispuestas a eludir, con prontitud, si era necesario, el control de policías y alguaciles. Mientras, por ejemplo, existían prefijados por la sala de alcaldes diez puntos de venta de melones en 1714, distribuidos a lo largo de la ciudad, existían, a la par, tres meloneras, que sin licencia, ocupaban las calles adyacentes a Sol y vendían sus productos a un precio menor del establecido por los funcionarios del repeso (Consejos, libro 1301). Todas estas mujeres trabajadoras pertenecían a la sociedad popular, sin embargo, la necesidad que a todas llevaba a desarrollar un trabajo extradoméstico les hacía competir por obtener un beneficio económico para sus entornos familiares. Así, las vendedoras de melones, reglamentadas por la Sala de Alcaldes, fueron las propias inductoras para que fueran perseguidas las meloneras espontáneas que, se ubicaban en las proximidades de Sol, solicitando que se hicieran cumplir las ordenanzas de la ciudad. Estas mujeres fueron juzgadas, sancionadas y conducidas al hospicio de San Fernando por competir ilícitamente en el comercio de menudo de la ciudad. En otras ocasiones, las vendedoras desarrollaban estas actividades por su cuenta, a base de pequeñas inversiones económicas: compraban y vendían pequeños productos por los que obtenían alguna compensación monetaria. En esta situación, se encontraban las revendedoras de ropas y enseres de “viejo”. Estas mujeres, aprovechaban las estrechezes económicas de sus convecinos, para obtener mercancías en ocasiones a bajo precio, que ellas revendían por las calles o por las mismas casas de sus vecinos. Eran muy abundantes estos negocios de ropa vieja entre las mujeres madrileñas del siglo XVIII: como la ropa era algo valioso en esa sociedad y su cuidado una labor tradicionalmente conceptuada como femenina, ellas estaban muy acostumbradas a su manejo diario, y de este modo obtuvieron también, un medio de vida complementario a sus actividades familiares y domésticas. En ocasiones, estos negocios incluso los desarrollaron en su casa con la ayuda de sus propios maridos. Por eso sus domicilios se abrían parcialmente al público como “casas de prendas de ropa vieja”, y allí acudían las personas necesitadas de solucionar alguna inmediatez dineraria, que ellas solían satisfacer a cambio de esas prendas, y los dueños podían recuperar las prendas una vez saldado económicamente su cobro; pero si

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no lo hacían, ellas se encargaban de su reventa o la daban a las regatonas para su venta a domicilio. Esta modesta forma de ganarse la vida estaba lejos de ser un Monte de Piedad; ese era un lugar de más enjundia con objetos de más valor, a donde se traían a empeñar joyas, enséres, y ropas, más propio de las clases alta y media. La sociedad popular solía estar fuera de esos circuitos, y con las casas de prendas, no hacía sino afrontar como podían las dificultades de una vida llenas de restricciones. Pero el trabajo de las revendedoras en general, no fue bien visto por esa sociedad: en ocasiones los propios comerciantes las denunciaban o las demandaban ante los alguaciles de la Sala de Alcaldes: las veían excesivamente competidoras con sus negocios y no deseaban tener ningún tipo de problemas que menguaran el conjunto de sus monopolios de ventas. Numerosas vendedoras o revendedoras, se nos muestran en sus alegaciones a las instituciones como mujeres de varones de los estratos más bajos de la sociedad popular y no es inhabitual que, en sus testificaciones, delimiten el trabajo de sus padres o maridos. Por eso sabemos que estas mujeres eran miembros de familias de: mesoneros, silleros, cerrajeros, palilleros, confiteros, boteros, traperos, yeseros, cordoneros ..., todo un ejército de trabajadores manuales, dedicados a las actividades menos valoradas por esta sociedad preindustrial. La escasa envergadura económica de sus actividades familiares, no permitía que estas mujeres se insertaran plenamente en la actividad básica del cabeza de familia, por lo que ellas buscaban desarrollar algún tipo de trabajo extradoméstico que ayudase a la subsistencia familiar. Parece lógico defender que aquellas mujeres ocupaban el escalón laboral más bajo de la actividad económica de la villa y corte. Además su trabajo callejero no despertaba ninguna simpatía sino muchos recelos entre los miembros de la sociedad del Antiguo Régimen, que como se ha visto, continuaba enfatizando la importancia de llevar una existencia femenina dentro del ámbito del hogar. Parecida situación protagonizaban las vendedoras ambulantes de sebo: LAS SEBERAS, eran mujeres que recorrían las calles de la villa, recogiendo los desperdicios que se acumulaban en las cocinas de las casas y que, por tanto, tenían una alta accesibilidad a numerosos hogares. Su exhaustivo control por la Sala de Alcaldes, en 1788, a consecuencia de varios inciden-

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tes, nos ha proporcionado la posibilidad de conocer su real inserción económica y social en la vida de la ciudad (Consejos, libro 1378). Los desperdicios de sebo que recogían por las casas, los llevaban a la fábrica de sebos de la ciudad, para facilitar allí su transformación en cera. Por una parte la alta necesidad que existía de proporcionar luz a los hogares y palacios, y por otra la escasa oferta de velas en el mercado de Madrid, hizo su dedicación mucho más importante de lo que ha primera vista pueda parecer. Pero la Sala de Alcaldes las temía por sus actitudes libres y por su vida un tanto desenvuelta, que rompía el teórico canon prefijado por la sociedad patriarcal de mujer dedicada a las actividades de su casa. Así lo mostraba un bando de la Sala de Alcaldes de aquel año que consideraba salir de casa, como sinónimo de correr excesivos riesgos y de poner en cuestión la honorabilidad de las mujeres. Sólo se concedía alguna excepción con las mujeres viudas, que eran las que obligatoriamente hacían las provisiones para cada uno de sus hogares. Existía una evidente contradicción entre los planteamientos de la Sala de Alcaldes y la idea de determinar como mujeres deshonestas a las mujeres trabajadoras en la calle. Parecía que no terminaban de ser conscientes las autoridades, de que, para muchas, abandonar el techo familiar era ineludible para aliviar la pobreza de sus entornos. Por eso Tomasa Izquierdo, una viuda sebera de 47 años, explicaba en su memoria, en 1780, su deseo de continuar ejercitando su profesión, ya que “no tengo más interés que ganarme la vida, pues no tengo más amparo que el de Dios y el de las buenas almas”. No obstante, a finales del siglo XVIII el pensamiento ilustrado sobre el trabajo, se había ido modificando hacia otros planteamientos laborales, que chocaban frontalmente con los ritmos clásicos de la sociedad preindustrial. La organización del tiempo iba a ir cobrando un valor inusitado, por lo que se fueron valorando crecientemente los trabajos a ritmo continuo, y por tanto, despreciándose todos aquellos anteriores caracterizados por su irregularidad y discontinuidad, verdadera impronta característica del trabajo femenino clásico (Carbonell, 1990). Precisamente iban a ser las mujeres, las que más difícilmente aceptaron esa nueva concepción del trabajo, más próxima a los ritos industrializados y muy alejado de sus formas tradicionales de trabajar a las que estaban habituadas; aunque no obstante se fue poco a poco imponiendo este planteamiento con mucha resistencia femenina. Buena prueba de ello fue la obsesión de las instituciones gubernamentales en la 2ª mitad del siglo XVIII por identificar cualquier

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trabajo discontinuo con “ociosidad o vagancia” y la numerosa presencia de mujeres trabajadoras discontinuas, en el hospicio de San Fernando, en el último tercio del siglo XVIII, so pretexto de vagancia. Los propios bandos de la Sala de Alcaldes son una buena muestra; sin embargo, no parece adecuado confundir la estacionalidad y discontinuidad del trabajo de estas mujeres con su ausencia. Y los textos oficiales lo hacen constantemente.

Otros servicios: alojamiento y hostelería La presencia de las mujeres en la economía urbana madrileña fue muy notoria. Eran muy altas las necesidades que acarreaba una ciudad con un notable número de viajeros transeúntes e inmigrantes, o personas que accedían de los pueblos próximos para traer mercancías o arreglar diversos asuntos. Necesariamente había que proporcionarles un nivel de servicios imprescindibles: alojamiento, comida, limpieza, planchado de ropa, cuidado de los animales de carga, lugares de esparcimiento,... etc, además de las propias necesidades de intercambio que demandaba la ciudad. Mujeres de todas las edades eran fácilmente detectadas en todo este cúmulo de servicios: en las posadas, mesones, despachos de vino, lavanderías, chocolaterías... allí se encontraban niñas jóvenes, adultas o ancianas que llevaban el negocio por si mismas o con sus familias o bien contratadas por otras personas. Las alquiladoras de camas. Era esta una forma fácil de hacer compatible su actividad doméstica, con el trabajo en casa. Generalmente estas mujeres eran viudas o casadas cuyo marido se ocupaba de oficios menores y, por tanto, tenían un escaso salario que ellas completaban de este modo. Fue una actividad bastante utilizada por las mujeres de la sociedad popular; y era este un trabajo no infrecuente realizado por mujeres inmigrantes que, como una mujer de Zamora de 50 años, realizaba en la plaza de la Cebada, en 1730; según su propio testimonio ese negocio le permitía llevar una vida, alejada de la miseria (Consejos, libro 1367). Las lavanderas. Ocupaban, seguramente, el estadio más modesto de todos los trabajos femeninos. Era, por lo demás, una de las actividades peor pagadas, a pesar de la dificultad de su trabajo que implicaba recoger la ropa sucia a domicilio, llevarla hasta los lavaderos del Manzanares, lavarla, secarla, y tras la plancha, devolverla a las casas respectivas. Este trabajo,

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muchas mujeres lo efectuaron con las niñas y jóvenes de su familia, y a pesar de que producía míseros beneficios, y que a menudo muchas de ellas quedaban tullidas en la edad adulta, la urgencia de subsistir hacía a muchas trabajar en este oficio denodadamente. Numerosas mujeres prolongaban excesivamente su actividad laboral hasta una edad próxima a la ancianidad: eso era lo que, por ejemplo, manifestaba hacer Paula Hernández en 1760. Era una anciana de 53 años, sorda y torpe en sus articulaciones, pero que seguía acudiendo a los lavaderos del Manzanares todos los días del año. Precisamente fue su falta de agilidad lo que hizo que fuera atropellada por un coche en la calle Leganitos, ese mismo año, terminando su vida en el hospicio de San Fernando (Consejos, libro 1301). Las chocolaterías. Fueron otro trabajo en el que participaron activamente las mujeres, dando así rápida respuesta a una alta demanda, impulsada desde comienzos de la centuria. Su indudable novedad en los hábitos alimenticios, hizo necesario que se abriesen al público abundantes establecimientos que elaboraban y vendían tan preciado producto: numerosos matrimonios solicitaron a la Sala de Alcaldes ampliar sus establecimientos para hacer “cajas de chocolates, bollos y pastillas”. Fue frecuente que personas o familias que vendían aceite o vinagre, o que expedían productos de mercería, solicitaran ampliar ese negocio y crear chocolaterías. Puede servir de ejemplo el testimonio de una viuda, en 1714, que pedía abrir en la calle de la Ballesta una chocolatería para “mantener mis necesidades”; decía conocer el oficio que, con anterioridad, había aprendido con su marido (Consejos, libro 1299).

Los trabajos textiles Desde el siglo XVII se observaron importantes restricciones en la participación de las mujeres en la vida corporativa, quienes, sólo podían participar en ella a través de sus lazos familiares con los agremiados. Pero desde el siglo XVII no cesaron las disputas entre los oficiales del sector textil de Madrid y los maestros agremiados que, cada vez más, contrataban suberticiamente mano de obra femenina para realizar determinados trabajos cualificados. Aunque seguía estando presente la subvaloración de la mano de obra femenina, la precisión, laboriosidad y capacidad de concentración que requerían algunos de esos trabajos, junto a su bajo costo salarial, eran un elemento importante para que algunos agremiados buscaran sus servicios.

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Para un maestro del gremio de “roperos de nuevo” de la calle Tribulete, trabajaban esporádicamente, dos costureras que vivían en ese barrio; y aunque la corporación vio, desde mediados del siglo XVIII, como se disparaba la competencia entre el gremio y las personas que trabajaban por su cuenta, la delicadeza de determinados trabajos, y la influencia de la moda, hizo cada vez más conveniente la utilización del trabajo femenino. Algunos miembros del gremio de peleteros y manguiteros en 1755, valoraban mucho el cuidado con el que confeccionaban esas prendas las mujeres; y se sabe que ocho de ellos del distrito de centro, recogían la obra confeccionada por las trabajadoras en sus hogares respectivos. Sin embargo, este tipo de trabajo realizado al margen del determinado por los gremios, a no ser que hubiese denuncias de los afectados, no era fácil que saliera a la luz pública. Pero no impide constatar, la presencia cada vez más numerosa de mujeres artesanas, sombrereras, botoneras, modistas... que se ofrecían por si mismas a la población de Madrid. A mediados del siglo XVIII había ya numerosas mujeres participando en la primera parte del proceso de producción textil, que escapaba al control gremial: por ejemplo, el hilado en casa, o confeccionar vestidos, cortinas, manteles, colchas o cualquier tipo de ropa de casa. Larruga delimitaba la existencia de 2.156 mujeres, en 1804, operando en las hilaturas a domicilio y escapando al control gremial. Y las mujeres burguesas y aristocráticas demandaron crecientemente este tipo de trabajadoras para modernizar y estandarizar sus casas al gusto del siglo. Y fue algo que no desaprovecharon las mujeres de la sociedad popular. Algunas de ellas, denominadas “roperas”, iban saliendo paulatinamente a la luz pública, sin demasiado temor a la crítica gremial: bien se anunciaban en los periódicos o bien colocaban en las ventanas de sus casas, manteletas, sábanas, capotillos, y productos afines, junto con anuncios de su disponibilidad para realizar dichos trabajos. Trabajaban en sus casas confeccionando las telas que la clientela les traía, a veces solas, a veces ayudadas por las mujeres de la familia o por las aprendizas que deseaban aprender ese oficio. Se estaba abriendo, ahí, un nuevo campo de trabajo que iba a ser muy rico en trabajo femenino en siglos posteriores.

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El servicio doméstico Como se ha tratado anteriormente, el trabajo de las criadas, sólo se hará breve mención, aquí, de las criadas domésticas permanentes. Lo más usual en las clases medias era tener una o dos sirvientas; una para la cocina, la compra y la vajilla y la otra especializada en la limpieza de la casa y en el cuidado de la ropa. En las casas de la nobleza, en número de criadas y criados podía fácilmente superar la docena aunque su número dependía de las disponibilidades económicas de cada casa y las instituciones y conventos religiosos también eran demandantes de trabajadoras domésticas. Era necesario tener varias referencias de personas para poder colocarse en una casa. En los anuncios de la prensa se solía demandar mujeres de constitución robusta, con la necesidad de que alguien avalase su profesionalidad: en este sentido, las relaciones familiares, vecinales o regionales eran en Madrid determinantes. Así las inmigrantes acudían a las casas de sus paisanos y a través de esas redes, que funcionaban como auténticos agentes de colocación, se insertaron muchas mujeres cántabras, gallegas, manchegas, castellanas o vizcaínas. Las que no podían integrarse en esos circuitos, buscaban otras soluciones alternativas como acudir a la plaza de Santa Cruz, en donde bajo sus soportales, existía un auténtico mercado de trabajadores domésticos, y especialmente de las nodrizas, mujeres jóvenes que durante dos o tres años amamantaban a los hijos de las clases medias y altas, a cambio de una sensible remuneración económica. También era así como se obtenían las numerosas nodrizas que demandaba la Inclusa, ya que como consecuencia del gran aumento de niños abandonados en ese siglo, se hizo necesario proporcionar un elevado número de trabajadoras nodrizas a estas instituciones de beneficencia. Otra forma de obtener empleo era acudir a las casas de “empleadores”, familias que se dedicaban a intermediar entre amos y criados, y que obtenían un lucrativo beneficio económico por su trabajo. Aunque lo más habitual, en Madrid, fue la intermediación informal: las muchachas de servicio que demandaban empleo solían dar la dirección de algún comerciante, artesano o vendedor ambulante, que respondía de ellas, y que debido a sus altos niveles de sociabilidad y de conocimiento del barrio, podía ponerles en relación con los demandantes de ese tipo de trabajo.

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Hemeroteca provincial. Correo de Madrid, 1744-55. Diario de Madrid, 1760-1780.

LAS MUJERES EN LOS ESPACIOS ILUSTRADOS MADRILEÑOS

Pilar Pérez Cantó Catedrática de Historia Moderna de la UAM

Esperanza Mó Romero Profesora Contratada Doctora en Historia Moderna de la UAM

Jardines de El Capricho

Las mujeres en los espacios ilustrados madrileños

Feminismo e Ilustración Uno de los logros más visibles de la Ilustración fue la generación de nuevos espacios de sociabilidad, circunstancia que nació asociada a las dificultades encontradas para promover la innovación de los conocimientos científicos o generar opinión desde las instituciones tradicionales. La resistencia que desde las cátedras universitarias y desde las instituciones eclesiásticas se planteó a la penetración de cualquier novedad que no estuviera sancionada por la tradición o por autoridades incontestadas forzó a los ilustrados, con apoyo gubernamental o sin él, a idear nuevas formas de relacionarse y generar asociaciones, academias, tertulias y un sin número de nuevos instrumentos de difusión de las luces que propugnaban. Lo que nos interesa señalar aquí es el modo en que las mujeres aprovecharon esos nuevos espacios para hacerse un lugar en la nueva sociedad, centrando nuestra atención en cómo lo hicieron las habitantes de la Villa de Madrid. La Ilustración reclamaba un nuevo orden político e invocaba a la razón como instrumento apropiado para tal transformación. Los ilustrados creían en la utilidad de la ciencia y de la cultura y entendían que una minoría, a través de leyes razonables y proyectos oportunos, sería capaz de cambiar la sociedad. La búsqueda de la verdad mediante la negación de todo apriorismo, la destrucción de prejuicios, el desprecio de la tradición como único argumento de autoridad y el cuestionamiento de la teología como guía en asuntos terrenos les sirvieron para luchar contra los privilegios e invocar la igualdad del género humano a la vez que rechazaban la sociedad estamental del Antiguo Régimen. No obstante, la razón ilustrada, principio de liberación para todos los seres humanos en tanto que razón universal, de nuevo justificaba la sumisión de las mujeres recurriendo a la naturaleza, en nombre de la cual afirmaba su desigualdad y las excluía de la ciudadanía, entendida ésta como conjunto de derechos ejercidos por los y las componentes de una sociedad libre. La filósofa Celia Amorós en una lectura del fenómeno ilustrado desde

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el feminismo señala, cómo una buena parte de los teóricos ilustrados trampearon la universalidad de sus propios postulados para excluir de la igualdad a la mitad de la humanidad. (Amorós, Celia. 1997) Sin embargo, con todas las reservas expresadas, debemos constatar que Ilustración y feminismo nacieron juntos y a pesar de su relación ambigua y en ocasiones encontrada, es justo reconocer que el segundo es hijo de la primera aunque haya que añadir de inmediato, como hace la filósofa Amelia Valcárcel, que fue un hijo no deseado. El feminismo es, para Cristina Molina, una conquista ilustrada tanto si lo consideramos como revisión crítica de las construcciones teóricas sobre la mujer como si hace referencia al movimiento de mujeres que luchan por su emancipación(Molina Petit, Cristina, 1994). La Ilustración, por tanto, permitió retomar el debate sobre la igualdad de los sexos, iniciada en la centuria precedente por el filósofo cartesiano François Poulain de la Barre y proyectarlo sobre un marco más amplio, convirtiendo la vindicación de la igualdad entre mujeres y hombres en un rasgo distintivo de cierta literatura del siglo XVIII y propiciando la aparición de espacios, que se podrían considerar públicos, en los que una minoría de mujeres y hombres se relacionaban y dejaban oír su voz de formas muy diferentes y con el reconocimiento, al menos en teoría, de su igualdad intelectual. No debemos olvidar que el siglo XVIII heredó un modelo de sociedad en la que el privilegio era la medida, un mundo desigual en el que la desigualdad de los sexos era una mas de las desigualdades imperantes. En ese mundo, el papel reservado a las mujeres era de sumisión al varón en una sociedad patriarcal cuyo pilar era la familia y a regular familia y matrimonio se aprestaron tanto la Iglesia como el Derecho. La literatura moralista reforzó y divulgó el modelo que desde las instancias superiores fueron fijadas. Sin embargo, como ya hemos señalado en otro trabajo nuestro, en una sociedad que propiciaba las relaciones entre mujeres y hombres que acabamos de señalar, no faltaron voces como la de Fray Benito Jerónimo Feijoo que durante la primera mitad del setecientos avivaron el debate de los sexos y defendieron la igualdad intelectual entre los mismos sin pretender con ello un nuevo orden social ( Feijoo, B.J. 1997). Pero al declarar que el alma no es varón ni hembra dejaba el camino abierto a la reivindicación de la educación para las mujeres y fue mediante la educación cómo ellas pudieron ir ocupando espacios que hasta esos momentos históricos sólo de

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forma excepcional les habían sido permitidos. La diferencia entre el discurso de la excelencia, ya antiguo, que reivindicaba la igualdad para las mujeres singulares cuyas virtudes se asemejaban a las del varón y la vindicación de la igualdad, al menos potencialmente, para todas las mujeres significó un salto cualitativo sólo posible a partir de las ideas ilustradas. (Pérez Cantó, Pilar y Mó Romero, Esperanza. 2000) La posibilidad de la educación para las mujeres supuso un punto de no retorno y algunas de ellas avanzaron por ese camino, si bien hay que añadir que la educación reivindicada por los ilustrados para el sexo femenino no era un medio para lograr mujeres sabias capaces de ocupar un lugar en la nueva sociedad, ésta no fue concebida como un instrumento para educar a ciudadanas útiles a la patria, lenguaje tan querido por los proyectistas de la segunda mitad del siglo, se trataba de perfilar un modelo de mujeresposa-madre instruida, eficaz, sabia consejera de su esposo, buena administradora de la hacienda familiar, defensora del honor de la familia y educadora de ciudadanos. Sus saberes y habilidades no debían convertirla en una bachillera que ostentase en público su talento y reivindicase espacios y derechos que no le correspondían.( Pérez Cantó, Pilar. 2000) Sin embargo, las mujeres, y en mayor medida las que habitaban la corte madrileña, sorteando las dificultades que la sociedad patriarcal de su tiempo les imponía, fueron capaces de aprovechar las pequeñas brechas que la Ilustración abrió en el modelo diseñado para ellas. Estuvieron presentes como autoras y protagonistas en la prensa, propiciaron tertulias y salones, pugnaron por hacerse presentes, y finalmente lo consiguieron, en la Real Sociedad Económica de amigos del País de Madrid, instrumentos todos ellos de difusión de las “luces”, que se habían convertido en señas de identidad de un setecientos largo que se inició antes de 1700 y llegó más allá de su propia centuria.

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Las nuevas formas de sociabilidad Los nuevos espacios de sociabilidad que proliferaron a lo largo del siglo XVIII tienen antecedentes aislados en centurias precedentes como podremos señalar para alguno de los casos, sin embargo lo novedoso en el siglo de las luces es que no habrá punto de retorno, por primera vez en la modernidad se crean espacios públicos en los que mujeres y hombres se relacionan intelectual y culturalmente, se mezclan personas de diferentes estratos sociales, todas ellas cultas, para conversar o debatir sobre cuestiones literarias, científicas o políticas y lo hacen en muchas ocasiones, es el caso de los salones o tertulias, teniendo como anfitriona a una mujer. Estos espacios perdurarán con cambios y matices en los siglos siguientes. (Iglesias, Carmen. 1997) Para Sánchez Blanco, las tertulias fueron una especie de territorio exento de confesionalismos y fundamentalismos y aunque no en todas se respiraban aires modernos, sin embargo, un buen número de ellas surgieron como alternativa de una minoría ilustrada a las dificultades de expresión manifestadas con el cierre de periódicos cuando estos no respiraron acordes con el poder ( Sánchez Blanco, 2002). Las tertulias y los salones fueron espacios de sociabilidad informal que crearon sus propias formas de expresión, en algunas ocasiones semiclandestinas en ellos los participantes utilizaban seudónimos, parodias y sátiras para escapar a la censura. En otras ocasiones fue el poder el que acudió a los salones y las tertulias y las utilizó en su beneficio. Las Sociedades Económicas de Amigos del País fueron un caso distinto, ellas se configuran como espacios públicos formales, cuya creación fue inspirada directamente por el poder como instrumentos del despotismo ilustrado y como plataforma de sus reformas, aunque en ocasiones sirvieron también como una especie de gabinete de estudios que proporcionaba al gobierno elementos de reflexión y datos para argumentar las citadas reformas. La presencia de las mujeres en estas sociedades, calificadas por Campomanes o Jovellanos como asociaciones políticas encargadas de difundir el amor al Rey y a la Patria, instituciones amigas del bien público y sobre todo un lugar donde se ejercían derechos de ciudadanía, es , a nuestro entender, un hito en el largo camino recorrido por las mujeres para lograr sus derechos como ciudadanas ( Pérez Cantó, Pilar y Mo Romero, Esperanza , 2000). Algunos contemporáneos, como Sempere y Guarinos

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interpretaron su creación como el modo de ocupar a ciertos grupos sociales improductivos y entre los historiadores actuales existen ciertas discrepancias en torno al papel que jugaron, no obstante, independientemente de su eficacia, no se les puede negar su valor como espacios públicos en los que se ejercía la ciudadanía.

Los Salones El salón dieciochesco tiene claros precedentes en la Francia del siglo XVII y será el Hotel de Rambuillet, y su famosa chambre bleue, el lugar invocado cuando se quiere concretar la aparición de una nueva forma de sociabilidad. Catherine de Vivonne, la joven marquesa de Rambuillet, rompiendo con los modelos arquitectónicos del momento, diseñó su nueva casa siguiendo pautas que le conferían una mayor confortabilidad y sobre todo permitía la existencia de unos espacios y una decoración menos convencional ideada para encuentros informales de un número variable de personas que podían disfrutar del placer de la palabra en grandes o pequeños grupos. El núcleo de la tertulia se desarrollaba en torno a la cama desde la que la anfitriona, aquejada de una rara enfermedad, dirigía la conversación. Al atraer hacia sus veladas a la elite social e intelectual francesa del momento, la marquesa de Rambuillet había inventado el salón, un espacio en el que las mujeres de talento y con una cultura relevante podían reunirse con los hombres de iguales cualidades para disertar sobre gran variedad de temas artísticos e intelectuales. Hombres consagrados como Richelieu o autores noveles encontraron en los salones, lugares en los que podían expresar sus inquietudes o mostrar primicias de sus obras. Pero lo más novedoso fue el protagonismo de las mujeres no sólo como anfitrionas sino también como invitadas. Autoras como Madeleine de Scudéry fueron promocionadas desde la chambre bleue y fue en este mismo salón donde nació el movimiento de las preciosas, aquellas salonières que rechazaban todo amor físico a cambio de poder dedicar toda su energía al cultivo del espíritu. Sin embargo, no todas las salonières francesas siguieron las pautas del preciosismo, por el contrario, muchas de ellas usaron de su sexualidad como un ingrediente más para atraer hacia sus salones a hombres importantes. Éstas, castas o no, lograron ser anfitrionas de gentes de talento, ingenio y poder que les proporcionaron posibilidades que antes les habían sido vedadas y una minoría de mujeres, la mayor parte de ellas no-

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bles, conquistaron la palabra y el derecho a exponerla en público. (Anderson, Bonnie.S. y Zinsser, Judith P. 1992) Los salones, al estilo francés, tuvieron su máximo esplendor ciento cincuenta años después de que la marquesa de Rambuillet inaugurará el suyo y en la segunda mitad del siglo XVIII todas las grandes ciudades europeas contaban con salones, la mayor parte de ellos patrocinados por damas. En ellos, mujeres y hombres de talento escapaban a las rigideces sociales de la época y charlaban o debatían sobre las novedades del momento. Madrid no fue una excepción y en la corte borbónica surgieron salones semejantes a los del país vecino. En estos espacios informales de encuentro en los que florecía la cultura y en ocasiones el debate político, las aristócratas españolas, sobre todo las que vivían en la corte, jugaron un papel destacado. Se convirtieron en mecenas de intelectuales y artistas como en la “Academia del Buen Gusto” de la marquesa de Sarria, se propiciaron debates religiosos de signo neojansenista como en la tertulia de la marquesa de Montijo o se representaban obras teatrales, se escuchaban conciertos o se organizaban bailes en El Capricho, bajo los auspicios de la condesa-duquesa de Benavente. Los salones madrileños no alcanzaron la fama y la trascendencia de los franceses y sus anfitrionas no acuñaron un modo de actuar como el de las saloniers parisinas, o las blue-stockings inglesas que trascendieron sus fronteras, sin embargo los testimonios de los viajeros de la época, como Towsend, hablan de reuniones muy abiertas en el que el trato entre mujeres y hombres llegaba a ser familiar. En estas reuniones, mezcla de cultura y divertimento, se conversaba sobre temas muy variados, circulaban novedades literarias y, sobre todo, se sellaban alianzas, eran, en definitiva, espacios de aprendizaje social, escuelas de civilidad. ( Bolufer, Mónica. 1998). Las mujeres españolas parece que ejercieron con discreción su liderazgo social en estos espacios semipúblicos, sin embargo si nos atenemos a su correspondencia privada o a sus actuaciones desde la Junta de Damas de la Real Sociedad Económica Matritense se nos revelan como un grupo de mujeres, con una personalidad fuerte, intelectualmente bien preparadas e influyentes que podían modificar decisiones políticas o enfrentarse a los socios varones de la Matritense cuando no compartían sus puntos de vista. Sin embargo, no hay que olvidar que la

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existencia de un Tribunal como el de la Inquisición todavía podía causarles disgustos y que los avatares políticos les llevaron a algunas de ellas y sobre todo a muchos de sus amigos y contertulios al destierro. En ese sentido, el círculo de la condesa de Montijo fue especialmente perturbado. Uno de los primeros salones madrileños fue el que abrió, en 1749, Rosa María de las Nieves de Castro y Centurión, condesa de Lemos y marquesa de Sarria (1691-1772),viuda dos veces del marqués de Labrada y Leiva y del marqués de Aytona. Camarera mayor de la Reina Bárbara de Braganza y de la reina María Amalia de Sajonia, muy apreciada por la monarquía y mantenida en sus funciones por Carlos III después de la muerte de la reina María Amalia. En su palacio madrileño de la Plaza de Santiago creó su salón al que denominó “ Academia del Buen Gusto”, a él acudía la gente culta de su tiempo, literatos y aristócratas: Luzán, Nasarre, el duque de Bejar, el conde de Torrepalma, el de Medinasidonia. Muchos de ellos utilizaban apodos de la tertulia o seudónimos con los que escribían. La marquesa no sólo presidía la tertulia sino que la dominaba. Se levantaban actas de sus sesiones. Torres Villarroel era uno de los tertulianos y sobre este salón nos ha dejado una descripción irónica que hace alusión a los papelillos bizarros de los escritores noveles y al parecer mediocres que en ocasiones se leían( Iglesias, 1997). La condesa no se limitaba a ser la anfitriona de uno de los salones más célebres, formó parte del primer grupo de socias de la Junta de Damas de la Sociedad Económica Matritense y desde ella mostró su utilidad a la patria, sin dejar de ser, a su vez, una excelente administradora de sus propiedades. En su Epistolario ha dejado cumplida cuenta de su actividad como administradora de sus territorios y bienes. Otro salón, no menos famoso, fue el de María Lorenza de los Ríos, marquesa de Fuerte Hijar, mujer culta, educada por una institutriz francesa, Mme. Le Prince de Beaumont, de origen cordobés, residente en Madrid y amiga de la condesa de Montijo con la que compartía su trabajo y abnegación por la causa patriótica en la Junta de Damas. A su salón acudían literatos, artistas, actores y comediantes en boga. La especialización de la tertulia venía determinada por la actividad de su esposo, subdelegado general de teatros. El actor Maiquez, el tenor Manuel García, el poeta Cienfuegos eran algunos de los asiduos a su tertulia. Ella misma escribió dos comedias: El engreído y La sabia. Fue admitida en 1788 como miembro de la Junta de Damas cuando tenía veinte años y en ella desempeñó un papel

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relevante, fue censora y vicepresidenta hasta 1811 en que llegó a ser Presidenta. En su faceta de reputada literata, escribió el discurso pronunciado en la Real Sociedad Económica de Madrid el 15 de Septiembre de 1798 con ocasión de una distribución de premios: Elogio de la Reyna N.S. Así mismo, tradujo la “Vida y obras del conde Rumford” y lo presentó a la Matritense en 1802, en esta obra se explicaba un sistema para dar de comer a los pobres de forma económica y eficaz. La hambruna del invierno de 1803 madrileño proporcionó a la Junta la oportunidad para poner en práctica el sistema a través de sus “cocinas económicas” y paliar el hambre de los barrios populares madrileños. Desde la Junta de Damas de la Matritense elaboró también un informe sobre La educación moral de la mujer que trataba de reformular el modelo tradicional. A través de las Actas de la Junta de Damas se puede seguir su trayectoria en esta institución: Dirigió la escuela patriótica de San Martín, se ocupó de la reforma de las cárceles de mujeres, pero fue como curadora del Montepío de Hilazas cuando desempeñó el servicio más importante a la Junta.(Demerson, Paula, 1975) El salón más famoso de Madrid, sin duda, fue el de la duquesa de Benavente y condesa de Osuna, María Josefa Alfonsa Pimentel y Téllez-Girón, para Carmen Iglesias la gran figura femenina del siglo, se reúnen en ella: nobleza, cultura, inteligencia, conocimiento de idiomas, encanto, fidelidad a sus amigos y curiosidad científica que conservó hasta sus últimos días y que dio lugar a que en 1834, a los 83 años y en vísperas de su muerte recibiese de París un telescopio que había pedido a sus proveedores. Forma parte de un quinteto decisivo en la Junta de Damas, de la que fue Presidenta, junto a las condesas de Montijo, y de Trullás, y las marquesas de Sonora y Fuerte Hijar. Sus actos se desligan de las obras de caridad y se enmarcan en un contexto liberal o ilustrado que la coloca en parámetros modernos y cercanos a la contemporaneidad. Su palacio de “ El Capricho” es un fiel exponente de su modo de vida. Su liberalidad y su vida costosa no estuvo reñida con períodos de escasez y falta de liquidez que le dieron fama de mal pagadora.(Atienza, I.1987). A su salón acudían: Moratín, Don Ramón de la Cruz, Humboldt, Agustín Betancourt, Martínez de la Rosa, Washington Irving, el general Castaños, Mariano Urquijo, diplomáticos extranjeros, artistas, músicos, cómicos, bailarinas. En las tertulias de comentaban los últimos libros llegados de

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Francia, la actriz de moda o los azares de la política. Don Manuel de la Peña, Marqués de la Bondad Real, ejercía de “cortejo” de la Duquesa. Su salón sobrevivió a todos los avatares, incluido el de la guerra. Todavía hoy, al visitar el parque de “El Capricho”, en la Alameda de Osuna madrileña, podemos revivir vestigios de un modo de vida culto y refinado en el que por primera vez algunas mujeres, las pertenecientes a una capa social privilegiada, fueron protagonistas y pudieron convertir espacios otrora privados en semipúblicos en los que dejaron oír su voz. El salón de baile, en buen estado de conservación, al que se podía acceder en canoa por canales de agua que cruzan el parque fue escenario de célebres veladas musicales. No en vano, los duques de Osuna poseían una de las mejores bibliotecas de música de la época. En la calle del Duque de Alba de Madrid, Francisca de Sales Portocarrero y Zúñiga, (1754-1808) sexta titular del estado de Montijo y Condesa del mismo nombre abrió su salón a un grupo muy especial de intelectuales. La condesa, personaje controvertido, en muchas ocasiones calumniada y a nuestro modo de ver quizá la mujer ilustrada más relevante, jugó un papel de mecenazgo que la llevó al primer plano de la vida social madrileña. Huérfana de padre y con una madre profesa en las Carmelitas Descalzas, fue tutelada por su abuelo y su tío-abuelo Portocarrero. Ingresó interna en las Salesas Reales a los cuatro años. Su educación afrancesada, que incluía el aprendizaje del francés y el italiano le permitió tener acceso a la cultura y los libros de otros países, sobre todo de Francia, así como a contactos con personajes de aquel país con los cuales se sentía unida por afinidades intelectuales, estos podían ser viajeros de paso, emigrados de la Revolución como la condesa de Lâge de Volude o el obispo de La Rochelle o amigos que la visitaban. Sus conocimientos lingüísticos no acababan con el dominio de los idiomas citados, conocía las lenguas clásicas. Fue amiga de las hermanas Pignatelli, las hijas de un prohombre ilustrado. Salió del convento a los catorce años para casarse con Felipe Palafox, noble aragonés. Murió desterrada por Godoy, su viejo amigo, en sus tierras riojanas en 1808 después de haber ocupado un lugar central en la escena ilustrada en el Madrid de la segunda mitad del setecientos. Su vida y obra son las más conocidas por haber sido estudiada por Paula Demerson y, por tanto, no serán objeto de nuestra atención de forma detallada, lo que nosotras pretendemos destacar es su contribución a la apertura de espacios para las mujeres a través no sólo de su salón sino

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desde su puesto de Secretaria de la Junta de Damas o como promotora de un periódico como El Censor. Es interesante remarcar el contraste entre sus recomendaciones de prudencia a las mujeres y su aparente respeto del orden social imperante en los hogares y en la sociedad y su actividad o reivindicaciones permanentes a favor de una presencia y responsabilidad mayor de las mujeres en esa sociedad, no sólo como madres-educadas y educadoras de ciudadanos útiles a la patria, buenas conversadoras para el marido y eficaces administradoras de sus bienes sino como ciudadanas ellas mismas que desde las instituciones servían al bien público como pondremos de manifiesto al verlas actuar desde una Sociedad Económica de Amigos del País. Su salón reunía características especiales tanto por sus asistentes como por los temas que en él se trataban. Los asistentes a la mansión de la calle del Duque de Alba eran en buen número eclesiásticos entre los que se contaban: Don Antonio Palafox, obispo de Cuenca y Tavira, obispo de Salamanca. Intelectuales ilustrados que provenían del mundo de la política, las Academias, la literatura o las artes como Jovellanos, Meléndez Valdés, Moratín, Forner, Cabarrús, Vargas Ponce, Pedro de Silva Sarmiento, Director de la RAE a la muerte del marqués de Santa Cruz, Martín de Navarrete, los Iriarte, Tomás, Domingo y Bernardo, Mariano Luis de Urquijo, José Mazarredo y Gravina. Entre los artistas más notables se encontraban los grabadores Selma y Carmona, escultores como Manuel Álvarez o arquitectos como D. Pedro Arnal. Esporádicamente acudían los pintores Bayeu, Vicente López y Goya por quien la condesa profesaba una viva admiración. No faltaban académicos de Medicina como Luzuriaga y Franseri o de la Historia como Campomanes, Eugenio Llaguno o el cardenal Lorenzana entre otros, la lista era larga y nos trasmite la seriedad de la tertulia y la capacidad de convocatoria de la condesa. Aunque Paula Demerson no cita a mujeres entre las asistentes al salón, no parece fuera de lugar pensar que alguna de sus amigas habituales o sus visitantes femeninas extranjeras asistieran a él y participaran en su tertulia, desde luego existen testimonios de que lo hacían sus propias hijas. La atracción de la anfitriona no fue ajena al éxito de su salón, los testimonios legados por los participantes en el mismo la definen como un imán que atraía hacia ella a todo aquel que tuviese una idea interesante que aportar, una cualidad que cultivar o una preocupación por el progreso del país que poner en común. Su preocupación por el progreso la llevó a pro-

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teger a todo aquel que se mostrara dispuesto a trabajar por el mismo en todos sus aspectos: social, intelectual, artístico técnico... Era una mujer de acción. El ambiente del salón se conoce a través de la correspondencia entre Vargas Ponce y su amigo Navarrete ya que éste está presente como telón de fondo a lo largo de sus cartas. Según la citada correspondencia, los protagonistas, asiduos al salón, disfrutaban de la hospitalidad de la Condesa con gran libertad: reían, recitaban, charlaban o simplemente escribían su correo particular desde un lugar del propio salón mientras otros conversaban y todo ello en un ambiente que rozaba la familiaridad. La singularidad de este salón venía remarcada por la fuerte presencia de clérigos ilustrados y la pertenencia de la mayor parte de ellos a la corriente jansenista, no es un salón mundano al estilo de los de la duquesa de Alba o la de Osuna. Los contertulios de la condesa, su esposo y ella incluidos, abogaban por una religión libre de supersticiones, sentimentalismos y falsos milagros, predicada por eclesiásticos cultos, cuya formación renovada les llevase a buscar la verdad más que a repetir tradiciones no por seculares menos erróneas. Se sentían herederos de los escritores de Port-Royal y representaban en nuestro país una suerte de neojansenismo, menos riguroso que el francés y más esperanzado respecto a los destinos del ser humano. La influencia salesiana y los principios ilustrados que compartían hicieron de ellos un grupo que confiaban en el progreso y trabajaba activamente por la felicidad que ese progreso podía procurar a hombres y mujeres en la nueva sociedad que propugnaban. La condesa había entrado en contacto, desde muy joven con el obispo de Barcelona Climent, y a petición suya tradujo la obra Instructions sur le mariage de Letourneux, así mismo y a través de este prelado tuvo contactos con el abate Clément de Bizón, del círculo jansenista francés y con la revista Nouvelles Ecclésiastiques, órgano de expresión del citado círculo con la que colaboró de forma esporádica. Desde su salón se trataba de introducir y divulgar obras, sobre todo francesas e italianas, que trataban de recuperar lo que ellos consideraban la verdadera religión y desterrar los cuerpos Theológicos de los jesuitas y sus seguidores, como indicaba al Abate Clément un asiduo al salón, don Estanislao de Lugo, en una carta de 1788 en la que mostraba su preocupación por la persistencia de los viejos errores en materia religiosa. Este grupo trató de forma indirecta, a través del obispo de Blois, Henri Grégoire, de desacreditar y acabar con la Inquisición, tribunal que ahogaba las luces que debían iluminar también las ver-

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dades de la fe. Para los neojansenistas españoles, varios de ellos prelados, los obispos eran los únicos legitimados para velar por la religión y en ese sentido negaban la superioridad jerárquica del Santo Oficio y todo lo que éste significaba. Estaban preocupados por la formación de los sacerdotes y por lo catequesis que se impartía y procuraron irradiar sus principios desde cualquier lugar que les fuera posible: cartas pastorales, Reales Estudios de San Isidro, Escuelas Patrióticas... Su activismo pasó por todo tipo de avatares parejo a las circunstancias políticas del país y a las responsabilidades de algunos de sus contertulios cuya asiduidad al salón se convirtió en intermitente obligados por destierros, exilios o reclusiones. Las relaciones del grupo con la Monarquía eran eclécticas, cuando sus aspiraciones coincidieron con el regalismo borbónico fueron protegidos por el Monarca y sus ministros, por el contrario cuando su planteamientos contrariaban a los responsables políticos fueron estigmatizados. En torno a 1800, blanco de las iras de Godoy, pasaron por su peor momento. Nos interesa destacar el papel central ocupado por la condesa en un salón en el que se dirimían aspectos importantes de la vida del país. Paula Demerson cita cómo un contemporáneo suyo, Gallardo, decía de ella: “Oí en Salamanca, mil y mil elogios de esta Dama, honor de su sexo, que mereció el de verse perseguida por la Inquisición por sus talentos y su aprecio a todos los grandes talentos del reino” (Demerson, Paula. 1975).

Academias y Sociedades Estas Instituciones fueron creadas por la sociedad del setecientos para dar respuesta a necesidades nuevas. Nacidas a la sombra de las “luces” y como instrumento de las mismas, el reformismo borbónico, como ya hemos indicado, las utilizó en un doble sentido: como plataformas que preparaban a la sociedad para recibir las reformas y como vehículos de divulgación de las reformas mismas. Las Academias de carácter científico, artístico o literario no excluían en sus estatutos la presencia de mujeres, sin embargo, lo habitual, con alguna excepción, fue que éstas no formaran parte de las mismas. La Academia de San Fernando, aceptó muy pronto a las mujeres entre sus asociadas, en 1766 tenía como presidenta honoraria de la sección de pintura a la condesa de Oro-

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pesa, mas tarde condesa de Fuentes y en 1772 contaba con diez académicas pintoras. Entre ellas, la condesa de Waldstein y duquesa de Arcos, que ya era académica de la de San Petersburgo, las hubo que fueron distinguidas por sus obras como la propia condesa de Fuentes o la duquesa de Huescar. Todas estas admisiones estuvieron marcadas por el privilegio y siguieron la tónica de Academias similares en el resto de Europa. Las mujeres aceptadas lo fueron de modo excepcional, por su calidad y características que las asemejaban en cualidades al varón, en ningún caso se trató de la apertura de un espacio a todas las mujeres, no obstante desde el punto de vista simbólico tuvo su importancia. La presencia de las mujeres madrileñas en la Real Sociedad Económica Matritense tuvo una relevancia especial, tanto por el significado del debate que precedió a su admisión como por la labor desempeñada por la Junta de Damas una vez constituida como sección especial de la Matritense. Las Sociedades Económicas de Amigos del País surgieron de la iniciativa privada, su precedente fue la Sociedad Bascongada que inició sus reuniones en la década de los cuarenta, pero fueron los ministros de Carlos III, los que apropiándose de la idea fomentaron la creación de la madrileña en 1775 y de otras muchas en la década siguiente. La Matritense, como el resto de estas Sociedades Económicas, tuvieron una buena dosis de utopía en sus orígenes, y a pesar de que el realismo se impuso, mantuvieron siempre su fe en la educación como base del cambio social que apoyaban. Para Campomanes, gran impulsor de las mismas, con las Reales Órdenes no se estaba consiguiendo el ritmo, ni la comprensión necesaria para la buena marcha de los procesos de cambio iniciados, ellas estaban llamadas a divulgar y acelerar la aceptación de esos cambios y enseñar al común los medios de promover la felicidad pública.(Pérez Cantó, Pilar, 2000) No es nuestro propósito historiar aquí el papel jugado por la Real Sociedad Económica Matritense, lo que nos importa, como ya hemos señalado, es destacar el significado de la controversia que se suscitó a propósito de la admisión de un grupo de mujeres en la misma y cómo éstas aprovecharon el espacio ocupado. Como dirá Mónica Bolufer, el alcance de la polémica, con repercusión en la prensa nacional e internacional, puso de manifiesto que la admisión o no de las mujeres era una cuestión de orden político. El lenguaje, en clave de espa-

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cios, utilizado por los partidarios de la admisión y por los que se mostraban contrarios a la misma mostraba que la Matritense no era más que el escenario escogido para dilucidar un debate más amplio. Lo que estaba en juego era la redefinición de los espacios femeninos y masculinos (Bolufer, Mónica, 1998). El debate en torno a la admisión de las damas se desarrolló en el seno de la Real Sociedad Económica Matritense entre 1775 y 1787, se inició con la presentación por José Marín, pionero en la defensa de la admisión de las damas, de la Memoria anual y después de años de silencio volvió al primer plano de la agenda de la Sociedad en 1786 para concluir en 1787, año en que Carlos III por una Real Cédula de 27 de Agosto pone de manifiesto que:

El Rey entiende que la admisión de las Damas de Honor y Mérito que, en Juntas regulares y separadas, traten de los mejores medios de proponer la virtud, la aplicación y la industria en su sexo, será muy conveniente en la Corte...(ARSEM,1787) Esta decisión presentaba al Rey ante el resto de los países europeos como un monarca moderno, ilustrado, que explicitaba su amor a todos sus vasallos sin distinción de sexo, ni condición, tal como lo reconocía Josefa Amar y Borbón en su discurso de agradecimiento al ser admitida como socia de la sociedad madrileña. En él señalaba, además, que el Rey con su decisión había cortado un nudo tan fuerte que se había precisado de su autoridad para eliminarlo. La contribución real, sin embargo, no cuestionaba los límites espaciales impuestos a las mujeres, se trataba, más bien, de permitir que las mismas fuesen útiles a la patria en esa nueva concepción que el reformismo borbónico había proyectado para recuperar el país pero en los temas que le eran propios y desde los lugares que se les adjudicara. No obstante, la autora aragonesa, que parece aceptar los límites explícitos, no deja de señalar en esa misma oración gratulatoria, que las luces que pueden suministrar las mugeres, igualmente que los hombres, porque la naturaleza se presta sin distinción a quantos quieren observarla...( Amar y Borbón, Josefa, 1788). Sin embargo, serán los argumentos utilizados en el debate por los socios de la Matritense los que para nosotras tienen interés en tanto que nos permiten evidenciar cual fue, en realidad, el núcleo fuerte de la controversia. Los protagonistas del mismo son conocidos, la mayor parte de ellos fueron hombres y en menor número mujeres, que participaban del diseño de so-

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ciedad elaborado por el despotismo ilustrado, que cooperaron con el proyecto reformista en muchas de sus fases y lo vivieron conflictivamente en otras, tanto ellos como ellas creían en la posibilidad de reformar la sociedad con buenas leyes y proyectos; el amor a la patria y la felicidad pública eran sus objetivos y su fe en el progreso estaba anclado en la educación de los seres humanos(Pérez Cantó, Pilar, 2000). En la primera fase de la polémica, la que transcurrió entre 1775 y 1785, destacaron José Manuel Marín y Campomanes, ambos partidarios de la admisión de las mujeres en la Sociedad, utilizaron argumentos que apelaban a la utilidad, apelación que fue siempre acompañada de la consideración de igual capacidad intelectual y educación común a los dos sexos. Para el primero, la incorporación de las mujeres al benéfico común del Estado y de la Patria debía estar limitada por cuantos fueros, privilegios, exenciones, retiro y sosiego exige su decoro, fomentarían, por tanto, la jardinería, la economía rural y doméstica, impulsarían las Artes y los Oficios, educarían a sus hijos como ciudadanos útiles y se erigirían en ejemplos para sus criadas y el resto de las mujeres que se convertirían finalmente en útiles al Estado. Campomanes repetía el discurso utilitarista y hacia hincapié en la educación de las niñas, entendía que ésta era imprescindible para lograr no sólo el modelo ideal ilustrado de esposa-madre educada y eficaz sino que su educación tendría efectos multiplicadores iniciándose con ellas una generación de individuos útiles a la nación. Su convocatoria a participar en la recuperación de la patria significaba, para las niñas y las mujeres plebeyas, una suerte de invitación a ejercer derechos ciudadanos y ganar un espacio público reservado hasta entonces a los varones. Nos parece interesante resaltar que este discurso utilitarista no estaba exento de una carga ideológica que lo justificaba y lo encuadraba en un debate sobre la modernidad, éste hacía suyos argumentos feijoianos y pronosticaba los cambios que la participación de las mujeres podían introducir en la recuperación del país. Para que la transformación social fuese posible no se podía prescindir del potencial que representaban la mitad de la población y para que el cambio fuese realizable sin compulsión nada mejor que permitir que las damas participaran como compañeras en la Matritense y desde ella irradiaran ejemplo con su actividad al resto de las mujeres. Como resumen de su postura concluía que su admisión no solo es justa sino necesaria y conveniente. No se trataba, por tanto de un hecho puntual encaminado a reconocer los méritos de una seria de mujeres excep-

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cionales, a éstas les confería la dirección de la participación femenina en la sociedad, pero la llamada a la utilidad patriótica abarcaba a todas las mujeres y niñas del país. Fue, sin embargo, en la segunda fase del debate, la que tuvo lugar en 1786, en la que los argumentos adquirieron mayor calado y la repercusión de la controversia alcanzó sus cotas más altas. La personalidad de los participantes no fue ajena al eco de la misma en la prensa nacional e internacional. Jovellanos y Cabarrús protagonizaron el debate en las sesiones de la Matritense y Josefa Amar y Borbón y López de Ayala aportaron los argumentos más decididos en pos de la admisión. No analizaremos con detalle todos y cada uno de los aspectos de la controversia, Paula Demerson, Negrín, Mónica Bolufer y nosotras mismas hemos aportado nuestro parecer sobre el mismo en otros trabajos, nos limitaremos a destacar aquellos argumentos, utilizados por Cabarrús en un sentido y del resto de los participantes en sentido contrario, encaminados a definir qué debían hacer las mujeres en una sociedad que deseaba ser reconocida como ilustrada y sobre todo donde debían llevar a cabo su actividad. Porque, finalmente, esa era la cuestión de fondo que se debatía. Para Jovellanos, la admisión de las damas no ofrecía dudas, una Sociedad Económica como cuerpo ilustrado no podía negar la participación de las mujeres, lo que se debatía, por tanto, era el modo en que se llevaría a cabo y en ese sentido era partidario de hacerlo sin restricciones:

Desengañémonos, señores, estos puntos son indivisibles. Si admitimos a las señoras no podemos negarles la plenitud de derechos que supone el título de socio, más si tememos que el uso de estos derechos pueda sernos nocivo, no las admitamos. Cerrémosles de una vez y para siempre nuestras puertas. (Jovellanos en Negrín,O., 1984). Nuestro académico parecía consciente de lo que suponía para las mujeres ocupar un espacio, que a diferencia de los salones informales, que él también frecuentaba, era un espacio formal regulado y declarado de utilidad pública. No obstante, su apertura, a pesar de la declaración de intenciones, encerraba límites, sólo afectaba a un grupo de mujeres privilegiadas y se debe recurrir a su consejo y a su auxilio en las materias propias de su sexo y del celo, talento y facultades de cada una. El reformismo ilustrado no llegaba más lejos, una cosa era entreabrir un espacio y otra era el reconocimiento de derechos ciudadanos a las mujeres.

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Cabarrús, ilustrado de raíz russoniana, al igual que Josefa Amar y López de Ayala utilizaron, sin embargo, un lenguaje distinto, sus argumentos apelaban a la razón, la justicia y los derechos. Los tres tuvieron claro que lo que se estaba dilucidando era un problema de definición de espacios, se trataba de fijar el lugar reservado a las mujeres en la sociedad que se pretendía alumbrar. Para el primero, éstas, sólo podían participar de la ciudadanía como esposas o madres de ciudadanos virtuosos y útiles a la patria. Los segundos, con matices entre ellos, defendían que la admisión de las mujeres en una Sociedad que se consideraba ilustrada no sólo era legítima si no que lo consideraban un derecho. El rechazo de Cabarrús nacía de su preocupación por el futuro del país, un futuro que él creía amenazado si las mujeres abandonaban la familia, cuya armonía le parecía imprescindible para un buen orden social. Naturaleza y tradición fueron invocadas y juntas justificaban, de nuevo, la segregación genérica y recluían a las mujeres en el espacio doméstico. Su rechazo fue expresado con fuerza cuando se preguntaba: ¿como esperar que sean Amidanas (ciudadanas amigas del país) las que desdeñan las obligaciones de madre y esposa?. No obstante, no se oponía a que algunas mujeres excepcionales, entre ellas algunas amigas suyas como la condesa de Montijo, fueran admitidas:

...pero seánlo solas, cerremos para siempre la puerta a todo su sexo y no dejemos ocultar por las ventajas de un ejemplo los inconvenientes de una ley. (Cabarrús, en Negrín, O., 1984) Las mujeres entendieron el lenguaje excluyente de Cabarrús y tanto Josefa Amar como Mme. Levacher, desde el país vecino, replicaron sin tardanza, no era el lenguaje de siempre pero sus efectos eran los mismos, su marginación del espacio público y la negación de su derechos como ciudadanas. La autora aragonesa, miembro de la Real Sociedad Aragonesa de Amigos del País, en un Discurso leído ante la Junta de la Matritense y publicado en el Memorial Literario en Agosto del mismo año, después de enumerar los honores y premios que a las mujeres les han sido vedados, anuncia que:

...no por eso se han de mostrar insensibles a todos los desaires que quieran hacerles. Ninguno mayor que el nuevo muro de división que se intenta formar en el día;¿más de que santuario o muro de división es del que hablamos? ¿Éste es la Sociedad Económica de Madrid, la cual duda en admitir a mujeres en su ilustre asamblea?...(Amar y Borbón, Josefa, Memorial Literario, Agosto, 1786)

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Para Josefa Amar, que acudía con su prestigio y su palabra en defensa de sus congéneres madrileñas, la presencia en los nuevos foros les permitiría obtener reconocimiento público, ejercer cierto poder y sobre todo significaba romper las barreras que la exclusión secular había instalado. Ocupándose en negocios serios y materias de gravedad, las mujeres no sólo demostrarían su capacidad sino que serían acreedoras de los derechos de ciudadanía. Las relaciones entre mujeres y hombres son percibidas por la aragonesa como construcciones culturales que varían a lo largo de la historia y aunque en algunos aspectos su discurso es cauto, parece aceptar la preeminencia del pater familia, no se deben olvidar las circunstancias de la época. López de Ayala, por su parte, en el extremo opuesto a Cabarrús, entendía que la presencia de las mujeres en la Matritense era una cuestión de justicia ya que: En este siglo, y mucho menos en este sitio, no debe disputarse que la mujer es capaz de toda instrucción y de casi todos los trabajos de los hombres.(López de Ayala en Negrín, O., 1984). Si se admitía la igualdad de los sexos, la lógica llevaba no sólo a la presencia de las mujeres en la Sociedad Económica sino en todos los lugares que los hombres, receptores de los mismos derechos, venían ocupando. La fuerza vindicativa de la igualdad seguía creando tensión entre los ilustrados que, consecuentes con la universalidad de sus principios, creían que la sociedad patriarcal había sido afectada por los mismos y, aquellos otros que, aceptando la igualdad intelectual de los sexos, mantenían la segregación social y la adjudicación de papeles diferenciados en razón del género. La creación, finalmente, de la Junta de Damas en el espacio de la Real Sociedad Económica de Madrid significó para un grupo de mujeres, nobles y burguesas, la atalaya desde la que pudieron explicitar su contribución como individuos útiles al país y desde ella hacerse presentes en la sociedad. Así mismo, no debemos olvidar que el discurso utilitarista, a pesar de la reincidencia de sus argumentos, tuvo la virtud no sólo de permitir a las mujeres la ocupación de nuevos espacios y la consideración de útiles a la patria como mano de obra, sino que hizo posible el reconocimiento del trabajo que muchas de ellas, sobre todo campesinas y plebeyas, venían realizando desde siempre. (Pérez Cantó, Pilar y Mo Romero, Esperanza, 2000) Desde la Junta de Damas, sus asociadas se aprestaron a cumplir todas aquellas tareas que, en bien de la patria, les fueran encomendadas.

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Al igual que los miembros varones de la Sociedad Económica redactaron y discutieron informes y memorias sobre temas educativos, reclamaron para si actividades que consideraron propias de su sexo: dirección de Escuelas Patrióticas, asistencia a las presas de La Galera y de las cárceles de la Corte y de la Villa, la tutela de la inclusa...,tareas, todas ellas de beneficencia laica, que desarrollaron con eficacia y con resultados nada desdeñables. Para Mónica Bolufer, estas actividades formaban parte de la labor de control social propias de la segunda mitad del setecientos, mediante ellas las mujeres de las elites contribuyeron a enmascarar las tensiones sociales y el orden amenazado. (Bolufer, Mónica, 1998) La Junta de Damas, que en 1788 contaba ya con veintidós socias, se dispuso a elaborar unos Estatutos que definieran con claridad sus funciones y les otorgara una precisa carta de derechos. Éstos debían obtener la doble aprobación de la Sociedad Económica y del Rey, lo que lograron en 1794, en su minuciosa preparación tuvo mucho que ver la condesa de Montijo que actuó como secretaria de la Junta a lo largo de dieciocho años. Sin embargo, en el lapso de tiempo que transcurrió hasta su aprobación, las socias no dejaron de intervenir en los temas candentes de la sociedad, el primero que les brindó la ocasión de ejercer influencia fue el que giraba en torno al lujo. Era este un asunto que les afectaba directamente tanto como damas de la alta sociedad, como por ser las mujeres las que venían siendo acusadas de desmesura en el seguimiento de la moda. La postura de las damas de la Junta fue razonada y a su vez firme, no aceptaron la culpabilidad generalizada de la que eran objeto, se opusieron al traje nacional como solución y expusieron de forma clara que los remedios estaban en la educación como base de un cambio de costumbres y en el respeto a la libertad individual. No obstante, estaban dispuestas a colaborar en la mejora de la situación de las manufacturas nacionales de modo que ésta contribuyera a reducir las importaciones. Elaboraron un informe sobre la situación de las mujeres en la industria y se aprestaron a mejorar la preparación de la mano de obra femenina y a remover las trabas existentes para que las mujeres trabajasen en las diferentes ramas industriales. La oportunidad les llegó cuando, al poco de su reconocimiento como Junta específica, les fue encomendada la labor de reflotar las Escuelas Patrióticas, fundadas por la Sociedad Económica desde sus inicios. Los asociados, con la ayuda real y algunas subvenciones particulares, convencidos de que la

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enseñanza metódica es el factor que más contribuye en el desarrollo de la industria y de los oficios, habían pretendido dar instrucción a las niñas de familias humildes, sin embargo su éxito había sido escaso. A partir de 1787, fueron las damas las encargadas de las cuatro escuelas erradicadas en las parroquias madrileñas de: San Ginés, San Sebastián, San Martín y San Andrés. Desde esos nuevos espacios se enseñaba a más de doscientas alumnas de forma permanente a cardar, hilar, tejer y coser piezas de lencería, a la vez que se las instruía en la lectura, escritura y canto. Aprobados los Estatutos, se procedió a la creación de las dos comisiones permanentes que se ocuparían de la educación moral y física de las mujeres, tal como rezaban dos de sus artículos. Se daba así respuesta al lema de la Junta, Socorre enseñando, y hacían realidad uno de los principios más queridos por la Ilustración: la perfectibilidad del ser humano. A partir de 1795 iniciaron la actividad las citadas comisiones y después de hacer acopio de una gran variedad de obras europeas sobre la educación de las mujeres, la mayor parte de ellas francesas, reflexionaron y emitieron informes en los que se mostraban muy cautas acerca de las materias que las jóvenes debían aprender y el protagonismo social para el que debían ser preparadas. El contraste entre sus propuestas y el protagonismo que ellas ejercían fue señalada por el propio censor de esos informes que debían ser aprobados por la Matritense y quizá en esa censura habría que buscar la explicación de su actitud comedida. Las actividades de las socias de la Junta, llamadas a tener ciertos efectos sociales, les ofrecieron la oportunidad de ejercer su poder, conseguir publicidad para sus actos y mostrarse como espejo de virtudes para las mujeres de las capas inferiores de la sociedad, a la vez que creaban nuevos espacios de relación entre ellas. La asistencia a las presas de La Galera, de la Cárcel de Corte y la Cárcel de la Villa fue otra de sus ocupaciones. No se limitaron a prestar asistencia religiosa y reconfortar a las embarazadas o a las condenadas a muerte, sino que se ocuparon de mejorar la salud y la vida material de las reclusas, darles una formación que les permitiese reinsertarse en la sociedad una vez redimida su condena y ganar algún dinero para sus necesidades mientras permanecían en la cárcel. Se preocuparon de la salubridad de los edificios y de dar salida a las manufacturas que fabricaban. Su papel estaba a medio camino entre la caridad cristiana y la filantropía ilustrada.

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Los espacios en los que ejercieron su labor en nombre de del gobierno y en gran parte con subvenciones reales se ampliaron con la atención a la infancia abandonada, labor que reclamaron para sí las damas en 1789, la condesa de Montijo presentó una Memoria a la Junta sobre la situación de las niñas y niños de la inclusa madrileña y en ella reclamaba para la Junta de Damas, haciendo uso del discurso ilustrado sobre la maternidad e higiene, el cuidado de la misma invocando su idoneidad como mujeres para tal cometido. La respuesta real no les llegó hasta 1796, tras la elaboración de varios informes que planteaban reformas encaminadas a mejorar las condiciones de salud e higiene que en las circunstancias descritas por los mismos habían convertido a la Casa de Expósitos en un lugar incierto para la supervivencia de la infancia acogida. Los informes de las damas coincidían con los realizados por médicos y políticos que consideraban la muerte prematura de los asilados como una desgracia para la nación, el problema no era sólo de caridad cristiana, como se hubiese planteado en el pasado, sino demográfico y de pérdida de mano de obra en una nación que deseaba salir del letargo. Las damas se apropiaron del discurso ilustrado de la domesticidad y de la maternidad oponiéndolo al gobierno de la República ejercido por los hombres pero en lugar de referirlo a su propia familia, se sirvieron de él para anexionarse de modo convincente una parcela de actuación pública, pretendían, con su actividad en la Casa de Expósitos, establecer una suerte de conexión entre la maternidad natural, la social y la política. Se presentaban como madres sociales de los expósitos y se comprometieron a velar por ellos y mejorar su situación(Bolufer, Mónica, 1998). La condesa de Montijo y la de Sonora fueron las encargadas de poner en práctica las reformas diseñadas y en la Memoria de la Junta de Damas de 1800 podemos leer, escrito por la de Montijo que circula por la Inclusa un soplo de vida, un aliento regenerador (Demerson, Paula, 1975).

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Los paseos Entre los paseos, el del Prado ocupa un lugar privilegiado en el Madrid del Setecientos, y si bien es cierto que su fama le viene de tiempos pasados será en la segunda mitad del Siglo XVIII cuando conoció su mayor esplendor. Carmen Martín Gaite al señalar las circunstancias que han hecho variar la vida de las familias madrileñas señala:

...una la de recibir a los amigos, de un modo más o menos habitual, en las propias casas....y otra, la costumbre de salir las mujeres diariamente al paseo, que en Madrid tenía lugar en el Prado. ( Martín Gaite, C.,1981) El Paseo del Prado formó parte del plan ilustrado para proveer de salubridad, comodidad y dignidad a la Corte y así se lo hicieron ver los expertos al Concejo de la Villa. La discriminación espacial, la priorización de unos lugares respecto a otros y el establecimiento de una nueva relación con el entorno fue una preocupación del Siglo de las Luces y la actuación sobre el Paseo del Prado de San Jerónimo uno de los resultados más relevantes. La remodelación de todo el sector, entre la Puerta de Recoletos y Atocha, se inició en la primera mitad del siglo pero fue en la época carolina cuando el Conde de Aranda le dio el impulso definitivo. Josefina Gómez Mendoza apunta que:

...la transformación del Paseo del Prado en el último tercio del siglo resulta emblemática: por ser el paseo arquitectónico por antonomasia, por la calidad de la obra de José Hermosilla, Ventura Rodríguez y Sabatini, por el diseño de salón, modelo que se difundiría a otras ciudades, por la forma en que se llevó a cabo la actuación, previa compra de terrenos, y por el proceso de saneamiento que entrañó, por el interés en su construcción del Conde de Aranda....Desde el punto de vista geográfico, importa también mucho la modificación que determinó del valor de usos y del entorno, que pasa a ser el espacio de las residencias más suntuarias de la Corte y el paseo preferido de aristócratas y burgueses:”una gran recepción dentro de un salón de arboles” resumiría Galdós más tarde en La Desheredada.(Gómez Mendoza, Josefina, 2003) El Prado se convirtió en un espacio de sociabilidad donde acudían las mujeres y hombres de la burguesía y la aristocracia, en coche, a pié o a caballo, a ver y dejarse ver, tal como lo describe el viajero inglés Towsend en su Viaje por España, y en ese sentido fue un lugar de esparcimiento y di-

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versión en el que se practicaba el cortejo. Sin embargo, los ministros ilustrados, no se olvidaron de la utilidad pública que éste debía desempeñar y, además de dignificar el Museo de Historia natural, flanquearon el Paseo de un Jardín Botánico y un Observatorio Astronómico que sirviesen para divulgar principios científicos. A pesar de tono frívolo con que es descrito el Paseo del Prado y sus paseantes por autores contemporáneos y la sátira que de él hacen autores teatrales como Don Ramón de la Cruz o Moratín, o escritores como Zabaleta, no deja de ser un espacio público en el que las mujeres se aprovechan de la relajación de las normas que el lugar les permitía y en ese sentido se convirtió en un espacio de cierta libertad para ellas. El paseo como práctica social no fue un privilegio exclusivo de la burguesía y la aristocracia, las clases populares tomaron también las praderas cercanas a la ciudad como lugar de encuentro y esparcimiento. Juan de Zabaleta escribía en 1754 acerca del Paseo común practicado en Madrid los días de fiesta por la tarde, como un lugar de esparcimiento en el que mujeres y hombres establecen libremente conversación a la luz pública y en el que se forjan y desbaratan amistades, amores y tratos diversos, no exentos de peligros morales. Un lugar donde los grupos sociales menos favorecidos establecen su salón de recibir y pueden en suma relacionarse y favorecer matrimonios.(Zabaleta, Juan,(1754). Goya en sus cuadros y cartones ha reflejado el ambiente de estas praderas.

El teatro La Ilustración española entendió que el teatro era uno más de los instrumentos de difusión de las luces y al igual que habían procedido con la prensa, las Sociedades, jardines botánicos...trataron de introducir reformas que convirtieran al teatro en una escuela de buenas costumbres, un elemento más de la formación del ciudadano. La tarea no era fácil, se trataba de desterrar las comedias de mal gusto heredadas de la centuria precedente y sustituirlas por el teatro neoclásico que se estaba representando en el resto de Europa, obras de buen gusto que respetaba las normas clásicas. Los Planes de Reforma del Teatro ocuparon buena parte de la segunda mitad del siglo, sobre todo a partir de 1767, y tuvieron en el Conde de Aranda a su principal inspirador, sin entrar aquí en la reforma misma, vale la pena recordar que en ella participaron proponiendo reformas, animando el debate sobre las mismas o ayudando

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a ponerlas en marcha ilustrados tan significativos como: Clavijo y Fajardo, Nicolás Fernández de Moratín, Tomás Iriarte, Mariano Nifo y Pablo de Olavide entre otros. No faltaron los que, rechazaban el mimetismo y trataban de adaptar a los nuevos modos temas conocidos de obras barrocas. Lo que enfrentó a unos y otros fue la concepción del teatro y sus objetivos: divertir o educar ese era el verdadero dilema. Jovellanos a partir de 1790, en contra de los objetivos que inspiraron al Conde de Aranda, optó por lo primero y marginó al pueblo en su planteamiento. Quizá ésta fue la razón por la que ninguna de las reformas propuestas fuera exitosa. (Herrera Navarro, J.,1996) La relación de las mujeres con el teatro era larga, la aristocracia había disfrutado, desde siempre, de sus palcos, y las mujeres populares tenían en la cazuela su lugar reservado. En el siglo XVIII, la moda de asistir a la comedia seguía siendo una de las principales diversiones: Misa, reja, comedia y Prado, como rezaba la coplilla, eran lugares que las mujeres podían frecuentar sin que el orden patriarcal se sintiese amenazado, las reglas existían pero ellas se preocuparon de trasgredirlas: miradas, notas, signos con el abanico o fugaces palabras podían convertir al recinto teatral en un espacio de libertad, aunque esta fuese mínima. En el setecientos, junto a la preocupación por la mejora del gusto teatral y su misión educativa, se despertó, entre los grupos sociales privilegiados, una gran afición al teatro. La Corona no fue ajena a este renacer, contribuyó a él con la creación de tres coliseos: La Cruz, El Príncipe y Los Caños del Peral, éste último patrocinado por la reina Isabel de Farnesio e inaugurado en 1734 y en el que se representaban óperas italianas. La asistencia a los grandes teatros fue patrimonio de la aristocracia o la burguesía ilustrada pero junto a ellos subsistió el teatro popular. Si para los grupos privilegiados la asistencia al teatro se convirtió en un acto de representación en el que se ponía de manifiesto la capacidad económica del marido y el conocimiento y aceptación de la última moda de la esposa, a las mujeres populares les brindaba la oportunidad de expresar sus preferencias teatrales, aplaudir o abuchear al autor de turno; además de un lugar de esparcimiento, fue también un espacio para dejarse ver y entablar relaciones. Entre los autores más populares contamos con aquellos que pretendieron adaptar las nuevas corrientes al gusto español como Vicente García de la Huerta. Éste trató de españolizar la tragedia neoclásica y fundirla con el espíritu de la tragedia heroica del Siglo de Oro, su esfuerzo logró la acepta-

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ción del público pero no se libró de las críticas de los más ortodoxos. Don Ramón de la Cruz con su teatro breve, fue también muy apreciado y quizá el que retrató mejor a la sociedad madrileña de su tiempo, sus obras se han convertido en documentos de la época: La boda de Chinita o La oposición al cortejo son dos buenas muestras de los usos del momento y de cómo a través de la sátira se trataba de influir en las costumbres de las mujeres. El sí de las niñas de Moratín, por su parte, siguiendo las pautas de la comedia nueva, planteaba el doble problema de la educación de las mujeres y su libertad para escoger marido. Se trataba de popularizar el modelo de mujer que la Ilustración demandaba, en un momento de la obra da por supuesto que las mujeres deben saber leer, escribir y ajustar cuentas para ser eficaces esposas y buenas madres.

Epílogo Concluiremos por tanto, que junto a los espacios formales, Sociedad Económica de Amigos del País y las Academias, los salones, los paseos y el teatro fueron, junto a la prensa, espacios informales ocupados en mayor o menor medida por las mujeres madrileñas. Uno de los más importante fue, sin duda, la prensa, de la que no nos hemos ocupado por ser motivo de atención en otro artículo en esta misma obra. El teatro y los paseos jugaron un papel menos conmensurable que los salones pero no por ello menor ya que frente a aquellos tuvieron la virtud de convocar a mujeres y hombres de diferentes grupos sociales. En el Madrid del siglo XVIII, teatro y paseo se presentaban en muchas ocasiones como alternativa y dependiendo de la estación del año o las inclemencias del clima las madrileñas buscaban solaz en uno u otro. Analizados los diferentes espacios ilustrados, formales o informales, en los que se hicieron presentes las mujeres a lo largo del siglo XVIII, cabría preguntarse si esa tímida salida del espacio privado afectó a las relaciones de género que la sociedad patriarcal había normado desde mucho tiempo atrás y nuestra respuesta es que no. Como señalábamos al inicio de este trabajo la Ilustración permitió que algunas mujeres tuviesen acceso a la educación y que otras mediante su trabajo fueran consideradas útiles a la patria, y si bien formalmente ni una cosa ni la otra cambiaron su relación de dependencia respecto a los padres o esposos, sin embargo leídos en clave de ciudadanía la ocupación de espacios fue un hito más en un camino largo que las mujeres se vieron obligadas a recorrer en busca de la igualdad.

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luxo, modas y costumbres: un debate ilustrado

Rocío de la Nogal Fernández Becaria FPU Departamento de Historia Moderna UAM

Condesa de Benavente

Luxo, modas y costumbres: Un debate ilustrado

El debate en torno al lujo que tuvo lugar en el siglo XVIII es, desde una perspectiva de género, uno de los más significativos de la centuria. A través de él podemos analizar la oposición a cualquier cambio por parte de aquellos que defendían una sociedad patriarcal inmutable y las reservas de los ilustrados a que los cambios del orden social fuesen más allá del modelo por ellos propugnado. Unos y otros, con matices, estaban interesados en mantener unas relaciones entre mujeres y hombres que no trastocasen el orden establecido.

Los periódicos y la opinión pública ilustrada A lo largo del siglo XVIII, a medida que los nuevos planteamientos ilustrados se enfrentaban a los sistemas de ideas heredados y cuestionaban todo tipo de prejuicio, principios como el poder de la razón humana, la igualdad intelectual y la autonomía del individuo, y, sobre todo, su capacidad para lograr el progreso y la felicidad terrenal, se divulgaron a capas cada vez más amplias de la población europea. Este discurso, al ser asumido por los grupos más preparados, propició el surgimiento de un nuevo espacio de sociabilidad, discusión y debate público denominado por Jürgen Habermas como la “esfera pública política”. Este nuevo espacio quedaba configurado como un área de intersección entre el ámbito doméstico y la esfera pública absolutista, en la que las personas privadas cultivadas se reunían en calidad de público y, haciendo uso público de la razón, comenzaron a conversar y opinar de forma crítica y pública sobre los fundamentos y cuestiones políticas, económicas, sociales y culturales que preocupaban al conjunto de la sociedad, rompiendo de este modo con el monopolio que hasta entonces las autoridades e instituciones políticas y eclesiásticas habían ejercido sobre los temas de interés común. (Habermas, Jürgen, 1990) Al mismo tiempo, y desde finales del siglo XVII, una vez reconocida, divulgada y admitida de forma teórica la igualdad racional entre mujeres y hombres, las europeas pertenecientes a la aristocracia y a los grupos emer-

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gentes de la sociedad urbana comenzaron a participar gradualmente como público oyente, lector y espectador en este nuevo espacio de comunicación y debate. La sociabilidad ilustrada abrió nuevas posibilidades a las mujeres que, aunque limitadas en muchos casos, y diferentes según los países, les permitieron intervenir de manera novedosa en las conversaciones y discusiones en los nuevos espacios de asociación como los coffee-houses ingleses, los salones franceses, o las sociedades, bibliotecas y tertulias que se establecieron en la mayoría de las ciudades europeas, y hacerse públicamente visibles como protagonistas del nuevo mercado literario, como lectoras, escritoras y editoras de periódicos y novelas. Partiendo del clásico ensayo de Jürgen Habermas sobre la formación de la esfera pública política “burguesa”, cuyo análisis ha enriquecido la comprensión de los cambios operados en la sociedad europea dieciochesca, pero también de las aportaciones críticas realizadas por historiadoras feministas como Joan Landes, que legitiman la inclusión de las mujeres como verdaderas protagonistas no sólo de la esfera pública literaria sino de la esfera pública política, y de las pautas dadas por el reciente estudio de James Van Horn Melton sobre el carácter plural, no sólo burgués, del público ilustrado, podemos redefinir la emergencia de la “esfera pública ilustrada” y la formación de un público raciocinante, masculino y femenino, en la España del siglo XVIII.(Landes, Joan B., 1998; Van Horn Melton, James, 2001). A pesar de que las circunstancias políticas, económicas y las estructuras sociales y mentales -el régimen de monarquía absoluta de los Borbones, el lento desarrollo económico, la inexistencia de una clase burguesa, la falta de libertad de expresión, el poder de la nobleza, el Tribunal de la Inquisición o el alto porcentaje de analfabetismo de los hombres y sobre todo de las mujeres, etc.- aparentemente no ofrecían las condiciones de posibilidad para la emergencia de un espacio de debate público, éste sí tuvo su eclosión y desarrollo a lo largo del setecientos y de los primeros años de la centuria siguiente. La divulgación de los principios ilustrados en España propició igualmente la creación de nuevos espacios de sociabilidad democrática en la que hombres y mujeres, olvidando rangos y jerarquías sociales, comenzaron a escribir, leer, escuchar, conversar u opinar sobre los nuevos planteamientos dirigidos desde el poder en torno a las novedades científicas, las teorías económicas, las innovaciones en materia de higiene y medicina o los proyectos educativos, y acabaron debatiendo y planteando por sí mismos, sin la tutoría estatal o eclesiástica, los principios de la nueva organización de las sociedad patriarcal liberal.

Luxo, modas y costumbres: Un debate ilustrado

Junto a las Sociedades Económicas de Amigos del País, los papeles periódicos fueron el instrumento más importante a la hora de propagar las luces en la España borbónica, facilitando el aprendizaje de las mismas a un mayor número de personas y, por lo tanto, constituyeron uno de los principales soportes de la formación de la esfera de debate público. Frente a los espacios de sociabilidad privada como las tertulias, los salones, los cafés y botillerías, las sociedades económicas y los periódicos fueron considerados como las instituciones y los medios de comunicación “oficiales” al ser utilizados, controlados y protegidos por la propia monarquía borbónica y sus equipos ilustrados para crear un estado de opinión favorable al proyecto de reformas. A través de los periódicos los diferentes gobiernos divulgaron los nuevos “conocimientos y ciencias útiles” para el fomento de la agricultura, de las manufacturas y de la actividad comercial, censuraron los vicios y la ociosidad de los españoles y españolas, e intentaron educar al mayor número de personas para la utilidad pública, condición que creían imprescindible para la recuperación económica del país. La principal función que cumplió la prensa periódica fue la de democratizar la cultura al trasladar el conocimiento de las instituciones tradicionales -colegios, universidades o academias- a los nuevos lugares de sociabilidad, acercando la nueva cultura ilustrada al mayor número de lectores y lectoras posible. A su vez, el reducido formato del periódico, un precio moderado y su mejor disponibilidad a través de la puesta en práctica del sistema de suscripción hacían de él un producto cultural mucho más asequible que los libros tradicionales. Frente a otras instituciones ilustradas como los salones y las tertulias, que tuvieron en la mayoría de los casos un carácter elitista, y las primeras bibliotecas públicas, como la Biblioteca Real de Madrid, que prohibieron la entrada de mujeres tanto si lo hacían solas como acompañadas, o los cafés gaditanos que les vedaron su entrada hasta finales del XVIII, a la información transmitida por los periódicos pudo acceder toda persona que tuviese cierta capacidad adquisitiva y mínimas nociones de lectura o, si se carecían de estos requisitos, que participara en las conversaciones que las noticias periodísticas suscitaron en casas particulares, en los paseos o en las propias plazas y calles. (Aguilar Piñal, Francisco, 1991). Otra de las contribuciones de los papeles periódicos fue la transformación que operó en el saber colectivo al incluir en sus páginas un abanico de materias inéditas para la mayoría de los españoles, puesto que durante

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siglos sus lecturas estuvieron limitadas a la Biblia, a libros de devoción o a ficciones literarias (Sánchez-Blanco, Francisco, 1999). Por el contrario, los lectores y lectoras de periódicos tuvieron la posibilidad de leer e informarse sobre materias tan variadas como la historia, la economía civil y doméstica, la política, la moral, las bellas letras o novedades científicas, ampliando el horizonte intelectual del marco local de referencia al que estaban acostumbrados al ámbito nacional o incluso internacional si la lectura se extendía a noticias y periódicos extranjeros. Aunque los orígenes del periodismo español se remontan al siglo XVII con la publicación desde 1661 de la Gaceta de Madrid, su desarrollo continuó durante la primera mitad del siglo XVIII con la aparición de nuevos títulos dentro del gaceterismo informativo estatal, siendo el más destacado el Mercurio histórico y político (desde 1738), y con el surgimiento de una prensa literaria-cultural ejemplificada en el tan celebrado Diario de los Literatos de España (1737-1741) o en el Mercurio Literario (1739-1740). No obstante, la etapa de auge, consolidación y diversificación de la prensa tuvo lugar en la segunda mitad de la centuria y, en especial, durante el reinado de Carlos III. No sólo se publicaron más títulos, en torno a 107 entre 1759 y 1808, frente a los 28 periódicos que aparecieron durante los reinados de Felipe V y Fernando VI, y se diversificó la temática al hacer su aparición la prensa de crítica social y de costumbres, siguiendo el modelo marcado para toda Europa por el periódico inglés The Spectator (17111714) de Addison y Steel, sino que se modificó la perspectiva desde la que se escribía y se realizaba la crítica ilustrada. (Urzainqui, Inmaculada, 1995; Sáiz, María Dolores, 1983; Pizarroso Quintero, Alejandro, 1994). Si en un principio los periódicos, como los anteriormente señalados, funcionaron como portavoces de la política de los Borbones, al informar sobre noticias nacionales e internacionales, la promulgación de bandos, el inicio y fin de guerras o la firma de acuerdos de comercio, y al divulgar conocimientos científicos, adelantos técnicos, reseñas y críticas de libros publicados, tratando por todos los medios de formar un estado de opinión favorable a los objetivos del reformismo borbónico, a partir de la década de los años sesenta los títulos que comienzan a publicarse, dentro del género de crítica social y de costumbres, ampliaron el tipo de información y diversificaron la crítica ilustrada. El Pensador (1762-1767), La Pensadora Gaditana (1767), El escritor sin título (1763), El Censor (1781-1788), El Corresponsal del Censor (1786), El Correo de los Ciegos o Correo de Madrid

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(1786-1791) El Duende de Madrid (1787), o el semioficial Diario de Madrid (1758-1808) entre otros periódicos, extendieron la crítica a materias tan diversas como las modas y costumbres, las diversiones públicas, la vida familiar, los matrimonios, la crianza y la educación, las diferencias entre los sexos, la corrupción social y la decadencia cultural, e incluso a las supersticiones religiosas y al poder y la ociosidad de la nobleza. Al mismo tiempo, su autoría perdía el carácter estatal y monolítico, comenzando a ser ejercida también, y de forma autónoma, por el propio público de la esfera pública ilustrada. Es decir, si en un primer momento la prensa sirvió como puente unidireccional a través del cual los gobiernos ilustrados intentaron dirigir los criterios del público, desde la década de los años sesenta se convierte en catalizador de opinión. Una vez que el público estuvo lo suficientemente formado e informado, adquirió la competencia suficiente para formular sus propias opiniones críticas sobre los temas que preocupaban a la nación española y para expresarlas públicamente, sorteando en algunas ocasiones las censuras, a través del sistema de correspondencia articulado por los propios editores. Por lo tanto, y esto es para nosotras lo más relevante, con la publicación de estos periódicos emergió la opinión pública ilustrada, el razonamiento público de los ciudadanos y ciudadanas sobre temas de interés general. (Sánchez-Blanco, Francisco, 1992; Francisco Fuentes, Juan y Fernández Sebastián, Javier, 1997) Como era de esperar, más de la mitad de los títulos periodísticos que aparecen a lo largo de la centuria, fueran de carácter informativo, cultural o de crítica social, se publicaron o se reeditaron en Madrid como producto de la publicística centralista desarrollada por los Borbones. Al mismo tiempo, la concentración en la villa de las funciones políticas, burocráticas y económicas, y de la vida cultural del país, la convirtió en el lugar de residencia de un alto número de funcionarios, nobles, autoridades eclesiásticas, comerciantes, artesanos, abogados, médicos, profesores, estudiantes, extranjeros y hombres de letras -impresores, libreros, escritores e intelectuales-. En definitiva, en Madrid residían hombres y mujeres que demandaban información bien para estar al día de los asuntos de los que dependía su mantenimiento o ascenso profesional, en ocasiones para saciar su apetito por el progreso de los conocimientos o simplemente para entretenerse y hacer gala de su “modernidad” en las conversaciones de tertulias, cafés o diferentes saraos, e incluso en los corrillos formados en la Puerta del Sol tal y como constataron los observadores extranjeros. (Álvarez Barrientos, Joaquín, 1989)

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Familia de Carlos IV. Goya 1800-1801

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Los habitantes de Madrid podían adquirir los periódicos en las diferentes librerías, como la de Antonio Sancha o la de Arribas, en las imprentas localizadas en la Calle de las Carretas, en los puestos callejeros, o comprarlo directamente a los ciegos que los vendían en la Puerta del Sol y a las mujeres gaceteras tal y como refleja en un grabado Ramón de la Cruz en su Colección de trajes de España (1777). No obstante, no podemos olvidar que la proporción de personas que leían los periódicos durante la centuria fue muy reducida como consecuencia del alto índice de analfabetismo de la población española, acentuándose éste en el caso de las mujeres. La mayoría de los datos que disponemos sobre los índices de alfabetización proceden de los estudios realizados sobre la capacidad de firmar de la población. Así, conocemos que entre 1750 y 1759 el 30% de la población masculina, y tan sólo el 4 % de la femenina, estaba capacitada para firmar, aumentando dichos porcentajes al 43 % de los hombres y al 13,46% de las mujeres para finales del siglo (Bolufer, Mónica, 1998). Para Richard Herr el número de lectores de los periódicos no llegaba al 1% de la población total de España, perteneciendo estos a la aristocracia, al clero, y a los grupos acomodados de la sociedad urbana (funcionarios, comerciantes, médicos, abogados, profesores,…). Según Paul Guinard, en la década de los años ochenta había en Madrid entre cinco mil y seis mil compradores de periódicos, proporción modesta si tenemos en cuenta que en la misma década, según el censo de Floridablanca (1787), vivían en la capital 75.777 hombres y 72.766 mujeres, pero nada despreciable porque el número de lectores se incrementaría al ser cada ejemplar leído por varias personas y por los efectos multiplicadores que el mensaje periodístico tuvo en las conversaciones y discusiones que en torno a sus contenidos se originaron en los espacios de sociabilidad ilustrada. (Durán, María Ángeles, 1986; Sánchez Aranda, J.J. y Barrera del Barrio, C., 1992) No obstante, lo más novedoso y relevante para nuestro estudio fue que las mujeres, y sobre todo las madrileñas, participaron activamente en el fenómeno periodístico bien como suscriptoras, lectoras, escritoras o incluso como editoras de periódicos. Sin embargo, la feminización del público ilustrado no fue producto de un cambio en el estatus de la mujer dentro de la sociedad patriarcal dieciochesca, ni de una mejora real de la educación femenina ya que, si bien es cierto que una de las preocupaciones e intereses de los gobiernos ilustrados fue formar a las mujeres, y con este fin se dictó la Real Cédula de Carlos III de 1783 por la cual se ampliaba a nivel nacio-

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nal la experiencia de las Escuelas de Barrio madrileñas, en la mayoría de los casos la instrucción que recibieron las niñas se limitó al aprendizaje de un oficio y nociones rudimentarias de lectura y escritura que en muchas ocasiones no las habilitaba para leer periódicos. Las razones por las que en el siglo XVIII se feminiza el círculo de lectores tuvieron un carácter más pragmático: los gobiernos ilustrados, desde el momento que consideraron a las mujeres como seres útiles a la patria, las incluyeron como parte del público lector susceptible de ser educado bajo los presupuestos reformistas. Del mismo modo, los editores de los periódicos no dudaron en captar a la audiencia femenina conscientes de que el éxito de la empresa dependía del número de lectores, sin diferencia de sexo o condición. (Urzainqui, Inmaculada, 1995). Aunque algunos periódicos se dirigieron en sus prólogos a una audiencia específica – a intelectuales, agricultores, comerciantes,…-, lo habitual fue que el destinatario del mensaje periodístico fuera el público en general, identificado potencialmente con toda la nación, con todos los hombres y mujeres procedentes de los distintos grupos sociales. Así, por ejemplo, El Filósofo a la Moda se dirigía “al amigo lector” o a “sus discípulos y a sus discípulas”; por su parte, El Correo de los ciegos de Madrid lo hacía “a todas las clases del Reyno” y El Corresponsal del Censor “al grueso de la nación”. Algunos periódicos orientaron su mensaje específicamente “a la más bella mitad del género humano”, como se lee en El Pensador, o El Hablador Juicioso, donde en el prólogo se expresa la intención de dedicar a las mujeres algunas materias concretas:

“…las Señoras mismas... pero sus respetos merecen no se las comprenda en lo general; y así os suplico, Público amado, me permitáis, que como he hablado con vos en esta ocasión, lo haga con este bello sexo, que hace vuestra mejor parte, en discurso separado”. (Hemeroteca Municipal de Madrid, El Hablador Juicioso, 1763). Las listas de suscriptores que incluyen algunos periódicos son una fuente para averiguar no sólo la procedencia social de los lectores, sino también el sexo de los mismos. Así, conocemos que el 4% de los suscriptores del tercer tomo del Correo de ciegos de Madrid eran mujeres, de las cuales ocho pertenecían a la realeza y a la nobleza, siendo algunas de ellas miembros de la Junta de Damas de la Sociedad Económica matritense, como la princesa de Asturias, la Condesa de Benavente, la condesa de Villescas, la

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Condesa de Aranda, la Condesa de Murillo, la Condesa de Montijo, la Condesa de Benavente-duquesa de Osuna y la Sra. Marquesa viuda de Espeja, y el resto procedían de los grupos acomodados de la sociedad madrileña la Sra. Doña Antonia de Villar y de Martínez, la Sra. Viuda de Santander, hijos y compañía, la Sra. Doña Maria Joaquina Echalaz, la Sra. Doña Francisca Comesfor y la Sra. Doña Juana Tellez- (Hemeroteca Municipal de Madrid, Correo de Ciegos; Glendinning, Nigel, 1993). La misma proporción, el 4 % o nueve suscriptoras, tenía el primer tomo del Memorial Literario (1784). El número de suscriptoras aumentaba a 39 en el caso del Diario de Madrid, según las listas publicadas en Julio de 1786 (Biblioteca Nacional, ). No obstante, aunque estas listas reflejan únicamente la participación de algunas mujeres de la nobleza y de la “burguesía” madrileña, tenemos que tener en cuenta que bajo los nombres de los suscriptores varones se ocultaban sus esposas, hijas o madres por lo que el número de lectoras se podría considerar mayor. Junto a las suscriptoras directas e indirectas habría que destacar a todas aquellas mujeres que, una vez reconocida la igualdad racional entre mujeres y hombres y el derecho a participar en la producción cultural, se atrevieron a escribir a los propios diarios, tanto a las que firmaron con sus propios nombres –desde Josefa Amar y Borbón, la condesa-duquesa de Benavente a mujeres desconocidas como María la Bermeja, Dª Sebastiana Peralba o Dª María de la Soledad Narriondo,…- como aquellas que utilizaron seudónimos –La Preciosa, La Petimetra, Doña X, La Madrileña Andaluza, La defensora de las Madrileñas, La Hidalga lugareña,…- e incluso a las que posiblemente se ocultaron bajo nombres de hombres. Pese a que las aportaciones fueron minoritarias, no cabe duda que los periódicos permitieron a algunas madrileñas participar con su propia voz, a través de las cartas y artículos que dirigieron a los editores, en la esfera pública para exponer su opinión, expresar sus problemas o defenderse de las acusaciones varoniles, obteniendo un grado de reconocimiento y un sentimiento novedoso de autovalía que a su sexo le estaba negado en la sociedad patriarcal. Por primera vez, las mujeres tenían voz pública, lo que supuso, aunque su número fuera reducido, un cambio cualitativo importantísimo (Cantó Pérez, Pilar y Mó Romero Esperanza, 2000) No obstante, las mujeres no sólo tuvieron una participación activa en el debate público ilustrado como lectoras, suscriptoras y autoras de cartas y escritos, sino que al mismo tiempo su inclusión en los periódicos se realizó

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en calidad de objeto de otros artículos discursivos que reorientaban sus costumbres y conductas hacia el ámbito privado y prescribían los contenidos de su vida y experiencia cotidiana, configurando, a través del proceso de lectura de los mismos, una determinada identidad y subjetividad femenina. Las mujeres del setecientos fueron las protagonistas de todos aquellos asuntos relacionados con el matrimonio, el orden de las familias, la educación, la maternidad, la crianza de los hijos, la coquetería y la “marcialidad”, el lujo, las modas extranjeras y las nuevas diversiones, es decir, de todas aquellas temáticas que, aunque fueron en muchas ocasiones etiquetadas como “femeninas” y “privadas”, suscitaron discusiones y debates en la esfera pública ilustrada puesto que de ellas dependía la estabilidad y el orden de la sociedad patriarcal que se sintió amenazada por las pequeñas brechas abiertas por la Ilustración.

La polémica en torno al lujo en la prensa madrileña Entre todas las materias señaladas, el lujo fue sin duda alguna el asunto sobre el que más opinaron, discutieron y debatieron los españoles y españolas durante el setecientos. La polémica que se originó en torno al lujo conectaba las conductas privadas cotidianas con las preocupaciones económicas, políticas y morales por lo que interesó tanto a políticos como a otros ilustrados, moralistas, tertulianos, eclesiásticos, comerciantes o fabricantes, así como a las propias mujeres. Todos y todas dieron su opinión y expusieron públicamente en los papeles periódicos sus juicios críticos en base a criterios económicos, morales o personales. (Sánchez-Blanco, Francisco, 2002) El debate público que en torno al lujo se desarrolló en la prensa madrileña durante la segunda mitad del siglo XVIII, entre El Pensador (17621769) y El Correo de los Ciegos de Madrid (1786-1791), giró en torno a la utilidad o a los efectos perniciosos que el lujo tenía para la sociedad. La polémica sacó a la luz pública la tensión existente entre el pensamiento ilustrado y la mentalidad tradicional, entre aquellos que argumentaban a favor del lujo “en quanto a sus efectos políticos, mirandolo como manantial y origen de la industria, comercio, artes y lustre de los Estados” y los que lo condenaban por ser la causa principal del atraso de la economía nacional, del descenso de la población, de la confusión entre los grupos sociales y del desorden de las familias, es decir, el lujo era considerado desde esta

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perspectiva tradicional como el “principio y causa del desorden, trastorno y ruina de los Imperios”.(Biblioteca Nacional, Diario de Madrid, 19 Octubre de 1787). Otro periódico, en este caso El Censor, es su discurso CXXIV, concretaba, todavía más, las tres voces o posicionamientos que participaron en el debate a lo largo de la segunda mitad de siglo: los que se oponían por ser la causa infalible de la ruina de todo estado, los que lo consideraban como perjudicial pero absolutamente necesario en una Monarquía, y aquellos que veían en él el verdadero fundamento de la grandeza y prosperidad de los Pueblos. (El Censor, 1781). La oposición al lujo no surgió en el siglo ilustrado sino que ésta fue liderada durante siglos por la Iglesia Católica que consideraba al lujo como una “ganancia ilícita” que alimentaba los siete pecados capitales de la “soberbia, avaricia, luxuria, ira, gula, envidia y la pereza”. El ideal de vida cristiano se había configurado en base a los valores de la moderación y de la austeridad, de la renuncia estoica de los bienes materiales. El bien al que se aspiraba pertenecía a la vida ultramundana. Esta concepción, en la que no tenía cabida el gasto ni el disfrute terrenal, tuvo a su favor a los teólogos y otros hombres piadosos, que claman contra él como contra la peste del genero humano y le creen directamente contrario a la Religión (El Censor, Discurso CXXIV). Por el contrario, la Ilustración, al divulgar como nuevo valor ético la felicidad terrenal y al introducir, en el marco de las nuevas teorías económicas fisiocráticas, el consumo como elemento necesario para el desarrollo económico, como verdadero motor de la civilización, reabrió el debate en toda Europa. En el contexto de la Ilustración española, el reformismo Borbónico consideró el lujo como un “mal necesario” al que había que definir y poner límites para que sus beneficios económicos conciliaran de algún modo con el espíritu católico de la monarquía y con el orden social estamental. Así pues junto a las consideraciones éticas y morales, en el siglo XVIII la polémica en torno al lujo adquiere connotaciones económicas y sociales, y una mayor difusión al saltar a la opinión pública a través de las páginas de algunos periódicos madrileños como el Diario de Madrid, el Correo de Ciegos y El Censor. Nos interesa destacar los argumentos en contra o a favor del lujo que se desarrollaron en algunos artículos publicados en el Diario de Madrid desde finales de 1787 y a lo largo de 1788. Entre sus páginas encontramos defini-

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ciones negativas del lujo: “empleo estéril de los hombres y las materias” (19 de Octubre de 1787); “el luxo produce un trabajo frívolo a una nación al paso que están atrasados y se abandonan las artes útiles y aún necesarias” (2 de Noviembre de 1787); “el luxo es una ostentación costosa” (29 de Diciembre de 1787). Frente a las razones teológicas, los autores de estos artículos esgrimían argumentos de tipo económico. El lujo no era perjudicial, sí la dirección que éste había tomado ya que se orientaba al consumo de “cosas despreciables” en detrimento del fomento de las industrias, artes y conocimientos útiles y necesarios para la nación. En lugar de gastar en telas, molduras, muebles y carruajes, pedían que se invirtiera en la producción de “clavos, ladrillos, agujas y alfileres” o en la construcción de edificios y obras públicas que dieran al pueblo ocupación, fomentando así la “grandeza pública” frente al “fausto particular” (1 de Noviembre de 1787). Este posicionamiento se apoyaba, desde el punto de vista económico, en un mercantilismo tardío y en argumentos de carácter patriótico. Según la mayoría de los colaboradores del diario lo que estaba en juego era la propia economía nacional puesto que los españoles y las españolas consumían preferentemente productos del extranjero, procedentes de Francia e Inglaterra, en detrimento de las producciones e industrias nacionales. En algún artículo se llegó incluso a recomendar la toma de medidas contra los comerciantes extranjeros con el fin de fomentar el consumo de géneros propios:

“Tenemos en Barcelona Fabricantes de medias de seda que igualan, sino pasan las mejores que se hacen en Nimes. Pero estos industriosos son pocos, a motivo de nuestro capricho, y nuestra ceguedad; pues basta ver la marca de España para no estimarlas, ni pagarlas al precio de las otras… Tienen en este mal mucha parte los mercaderes que venden los géneros extranjeros, contra los que debería tomarse providencia por la injusticia con que desacreditan muchos de nuestros artefactos”. (BN, Diario de Madrid, 6 de Noviembre de 1797) No menor preocupación expresaba el diario por las consecuencias sociales del lujo. Son numerosas las voces que denuncian la nivelación que se estaba produciendo en el seno de la sociedad estamental ya que el consumo de las nuevas modas, por parte de hombres y mujeres procedentes de los diferentes grupos sociales, desembocó en que todos vis-

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tiesen con igual ostentación que la nobleza, difuminándose de este modo las jerarquías e igualándose, en apariencia, unos a otros, el lacayo con el noble, la cocinera con la dama:

“ el luxo… es una vanidad tonta, y costosa: es un gasto vicioso que la costumbre ha hecho casi preciso; y en otros terminos mas claros, es un lacayo con camisola, dos reloxes, y hebillas de plata: una cocinera con basquiña, medias de seda, y mantilla de toalla: un artesano o menestral con capa de grana, galones de oestido de terciopelo” (Biblioteca Nacional, Diario de Madrid, 15 de Enero de 1788). El Diario de Madrid publicó de forma reiterada argumentos, soluciones y sátiras contra la confusión social imperante:

“Bien sería, que como se toma medida para ajustar el vestido, se midiera la calidad de los sujetos para proporcionarles trages: todos visten en el día de tal modo, que por el vestido ninguno se conoce ni se sabe a que clase pertenece, porque tan obstentoso es el de los hombres obscuros, como el de los ilustres… ¿No es un desorden ver a un artesano o un sirviente ostentarse con el mismo trage que un hombre principal, y que mugeres ordinarias los gasten como las señoras?” (15 de Mayo de 1797). La inquietud real que subyacía a estas descripciones, y así lo revelan otros artículos, era la de cómo mantener el prestigio, los privilegios y la función tutelar otorgada a la nobleza en la sociedad del Antiguo Régimen; sobre todo cuando por otros derroteros estaba siendo criticada y cuestionada, y el ascenso social era cada vez con mayor frecuencia una cuestión de mérito y dinero, con lo que "cualquiera que tenga dinero puede hacerse noble en un momento" (BN, Diario de Madrid, 31 de Octubre de 1787). Así estaba ocurriendo con algunos comerciantes, mercaderes y fabricantes que integraban los núcleos burgueses de ciudades como Madrid, Barcelona o Cádiz, quienes, a lo largo de la centuria, fueron invirtiendo las ganancias que les proporcionaba el comercio en la compra de títulos nobiliarios, poniéndose de este modo en entredicho la inmovilidad de la sociedad estamental; los cauces hacia una sociedad cada vez más igualitaria se estaban abriendo. (Martínez Shaw, Carlos, 1985; García-Baquero González, Antonio, 1972)

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Los argumentos expuestos en el Diario de Madrid reforzaban la actitud moderada que los gobiernos ilustrados habían adoptado en materia de lujo a lo largo de la centuria, materializada en la promulgación de una serie de leyes y decretos que intentaron, sin éxito, controlar el consumo individual (1723), y canalizarlo hacia productos nacionales a través de la prohibición de la importación de productos de gran consumo como las muselinas (1770), los algodones (1771) o las sedas (1783).

El Correo de Ciegos de Madrid (1786-1791) participó también en el debate, aliado siempre con los sectores más críticos de la Ilustración. Aunque las voces incluidas en esta publicación fueron bastante dispares, el significado que adquirió el lujo en sus páginas debemos entenderlo dentro del contexto de las nuevas ideas fisiocráticas que defendían frente al ahorro, la circulación de la moneda y, por lo tanto, el consumo. (Sánchez-Blanco, Francisco, 1992). El 6 de Marzo de 1787 se publica el “extracto de un libro que no se ha escrito” que trata del tema del lujo. Los argumentos que se exponen continúan la línea trazada por el Diario de Madrid. Partiendo de la definición de que el lujo era perjudicial a cualquier nación, el autor anónimo explicaba que aún lo era más en el caso de España por el estado en el que se encontraban las fábricas: “A excepción de las lanas, y alguna otra materia primera… es constante que en lo demás es pasivo su comercio. Recorre por mayor las fábricas del reyno, y no las encuentra suficientes con mucho, para que se cebe en sus manufacturas el efecto de una pasión, cuyo objeto es distinguirse, sobresalir, o no manifestarse inferior”. (Hemeroteca Municipal de Madrid, Correo de los Ciegos de Madrid) El Correo volvía a hacerse eco de la temida confusión de grupos sociales que producía el consumo indiscriminado de bienes y modas. Lo que nos interesa destacar es la solución que se propone en el mismo artículo para evitar tales consecuencias, la de reglamentar el vestido por clases y de esta forma dirigir el lujo hacia un consumo lícito y beneficioso para la nación: “El único medio que halla, no de desarraigar el luxo, sino de contenerlo es unos límites que no ocasione perjuicio considerable, es el de reglamentos particulares por clases. ¿Qué dificultad hay en que todos los magistrados vistan un trage, o de un color preciso… en que todos los empleados en real hacienda, cuyos sueldos por lo general son limita-

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dos, vistan uniformemente: en que los estudiantes lo estén también, aunque no de bayetas; pq perjudican a la figura, y solo fomentan las fábricas extranjeras…?” (Correo de los Ciegos de Madrid, 6 de Marzo de 1787). El consumo ostentoso se permitía sólo a los príncipes, grandes personages y sujetos poderosos, asegurándose de este modo la estabilidad de la sociedad estamental, a la vez que se consideraba necesario porque contribuía al fomento de las artes, a través del patronazgo ejercido sobre escritores y pintores, y proporcionaba medios de subsistencia a muchos trabajadores contratados para la construcción de edificios y la organización de fiestas. En definitiva, se toleraba el lujo pero sólo a los que heredaban sus fortunas, y se impedía el bienestar a aquellos que obtenían sus riquezas a través del trabajo. La polémica se desató en el periódico con la publicación de una carta del ilustrado Manuel María Aguirre, que escribía bajo el seudónimo del “Militar Ingenuo”. El lujo, el consumo individual y el interés personal ya no eran algo condenable, sino necesarios e indispensables para la circulación de riquezas, la felicidad del pueblo y del progreso de las naciones: “¿puede el luxo hacer feliz al hombre? No, diré con la mayor firmeza; pero el servirse con razon y discretamente de sus halagos hará más llevaderos sus disgustos y dolencias…”. La crítica lanzada se proyectaba más allá de las preocupaciones económicas denunciando la desigualdad enorme que reyna entre los ciudadanos, y criticando abiertamente, más allá de los límites planteados por el reformismo borbónico, a la sociedad estamental a través de las denuncias contra el atesoramiento de bienes y tierras, es decir, contra el mayorazgo. El Correo, y en especial a través de las cartas de Aguirre, despuntaba posiciones liberales que se alejaban de la moderación del pensamiento reformista: (Elorza, Antonio, 1970)

“Pero los (beneficios) del luxo, aunque lo sean del individuo que malvarata sus amontonados caudales y bienes, son en abono de la Sociedad en que se difunden, saliéndo del perjudicial estanco en que los puso una legislación poco precavida… A los filósofos que aspiran a remediar con medios indirectos los perjuicios del estanco de bienes y su amontonamiento, ¿cómo no gritan contra este amontonamiento y estanco de bienes, que a tantos hace desgraciados y victima de las mayores desventuras…? (Correo de Madrid, 12 de Diciembre de 1787).

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Esta toma de posición se vio reforzada a través de las propuestas desarrolladas en los discursos de El Censor. Aunque en la misma línea del Correo de Ciegos, sus editores, Luis García del Cañuelo y Luis Pereira, fueron más allá en sus argumentaciones al legitimar el lujo siempre que éste fuera la recompensa al trabajo realizado, considerándolo perjudicial cuando quedaba asociado a la ociosidad. Frente a las posturas moderadas que defendían y limitaban el consumo ostentoso a los grupos privilegiados, en los discursos III, LX, CLVII y CLVIII, entre otros, se desarrolla la crítica contra la ociosidad y la inutilidad de la nobleza rentista y, por el contrario, en los discursos CXXIV, CXXV, CXXVI y CXXVII se legitimaba el consumo de los grupos medios ascendentes, de aquellos que querían disfrutar de las riquezas producidas por el esfuerzo y el trabajo realizado:

“Quando el luxo se funda esencial y necesariamente en el trabajo, no solamente no puede ser a mi juicio pernicioso a un Estado, sino que, cualquiera que sea la forma de su gobierno, le creo absolutamente necesario a su prosperidad. Por el contrario, siempre que haya en un pueblo un solo Ciudadano, que pueda pasar su vida en el luxo y al mismo tiempo en la inaccion, el Estado caminará infaliblemente a su ruina con mas o menos lentitud” (Discurso CXXV). Aunque el debate no quedó zanjado, puesto que continuó desatando nuevas controversias, réplicas y contra réplicas que trataban de definir y poner límites al lujo, y que se proyectaron hasta los primeros años del siglo XIX, en lo que sí coincidieron las diferentes posturas analizadas, y es nuestro objetivo destacar, fue en señalar a las mujeres como las verdaderas protagonistas de la polémica, bien por ser las responsables de los males económicos y morales que asolaban a la península como consecuencia del exceso de lujo o, por el contrario, por ser consideradas como el punto de partida para establecer y definir los usos legítimos y necesarios del lujo que posibilitarían el desarrollo económico y la prosperidad de la nación. (Bolufer, Mónica, 1998; Blanco Corujo, Olivia, 1994). El lujo, tal y como señalaba Sempere y Guarinos en su Historia del Luxo y de las leyes suntuarias (1788), consistía en el gasto en vestidos, adornos, comidas, muebles, diversiones públicas, peluqueros, modistas, "cocheros, lacayos, pages, y demás criados", sin embargo, fueron los trajes, las telas y los adornos los que tuvieron una importancia central en el siglo XVIII. No nos debe extrañar, por tanto, el papel principal que jugó la mujer como sujeto y objeto de los diferentes argumentos expuestos en el debate.

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A juzgar por lo que se decía en la mayoría de los artículos periodísticos, al igual que en los tratados y sátiras que se ocuparon de la polémica, las mujeres, más que los hombres, fueron arrastradas por los designios marcados por las modas, de lo que se derivaba, según los teóricos varones, que eran ellas las culpables del desorden de las familias, de la despoblación, de la subversión del orden estamental y de la ruina de las fábricas nacionales. Para apoyar esta tesis, pero también para combatirla, se propició un encendido debate en el que se confrontaron opiniones de hombres y mujeres, y que al analizarlo desde la perspectiva del género nos permite descubrir el subtexto genérico omitido que subyace a tanta acusación, es decir, las intenciones de la cultura patriarcal a la hora de reorganizar la sociedad dieciochesca en base a las diferencias establecidas entre hombres y mujeres.

El lujo, las modas y sus protagonistas En 1679, la Condesa de D´Aunoy realizó un viaje por España durante el reinado de Carlos II. Su estancia en la capital, con las familias más importantes de la nobleza española, le permitió describir con precisión las costumbres de estos grupos sociales en el último tercio del siglo XVII. Durante sus primeros días en Madrid le llamó especialmente la atención el recato y la modestia que guiaban a las madrileñas en los usos, las modas y en las relaciones que mantenían con los hombres, tanto en el interior de las casas como en los espacios públicos. En la casa de Don Agustín Pacheco, la Condesa observó el especial cuidado que su mujer, Donna Theresa de Figueroa, ponía para no enseñar los tobillos y su negativa a sentarse en la mesa “al haber hombres invitados a los que no conocía lo suficiente como para poder mirarles”. En sus paseos por la capital describió los vestidos de las damas, que se caracterizaban por llevar encima del guardainfantes unos vestidos muy largos cuyo fin no era otro que el ocultar su bien más preciado, los pies:

“Los vestidos que usan las madrileñas son muy largos… Aunque son tan bajos que se los pisan continuamente, consiguen que sus pies no sean vistos puesto que son la parte que con más cuidado ocultan de su cuerpo. He oído que después de que una dama ha sido complacida por un pretendiente, por sus buenos modales y fidelidad, ésta, para confirmar que lo acepta, le enseña sus pies; este es el mayor símbolo de aprobación: no hay nada más bonito y sincero que este gesto”. (British Library, The Lady´s travel into Spain, 1679).

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Por el contrario, los viajeros extranjeros que recorrieron la península un siglo después de la condesa constataron que con la llegada de los Borbones no sólo el sistema político, sino también las costumbres y las modas de las españolas, especialmente de las mujeres que vivían en la corte, habían cambiado. En 1777, el inglés Philip Thicknesse describía que el vestido de las españolas seguía la moda francesa:

“Como estarás esperando escuchar algo sobre las mujeres en España te diré que cuando salen de sus carruajes todas están vestidas siguiendo la moda Francesa” (British Library, A year´s Journey through France and part of Spain, 1777). En la misma línea, el mayor William Dalrymple hacía especial hincapié en el abandono que las mujeres habían hecho de su recato y pudor, y en la nueva costumbre del cortejo:

“Desde la llegada de la dinastía borbónica al trono español, la modestia y el recato han quedado en olvido. Las mujeres ya no están bajo la autoridad de sus maridos, sino que toda dama tiene al menos un cortejo, o incluso con frecuencia más de uno”. (BL, Letters from Barbary, France, Spain, Portugal by an English Officer, 1788) Parecía pues evidente que las costumbres, modas y hábitos de las españolas, sobre todo de las madrileñas, habían cambiado con respecto a la centuria anterior. Tal y como señala Carmen Martín Gaite, las propias mujeres, arropadas por las nuevas ideas en torno al disfrute terrenal, aprovecharon la tregua dada por los hombres, enzarzados con la discusión sobre si el lujo era o no bueno para la nación, para irrumpir como consumidoras de todos aquellos productos que les permitían seguir la moda. Las mujeres no sólo se vestían a la francesa o a la inglesa siguiendo los vaivenes de las modas, sino que además lucían sus galas, adornos y al cortejo en los nuevos espacios de diversión pública abiertos en la capital: Paseo del Prado, el Retiro, los toros, la ópera, el teatro, los bailes y tertulias o las fiestas, tanto las populares como las particulares. Aunque no podemos hablar de cambios revolucionarios en el setecientos, sí tuvo lugar un nuevo posicionamiento de las mujeres en la vida cotidiana al disfrutar de una sensación de mayor libertad social y sexual respecto a la situación previa marcada por la austeridad, el recato y la modestia. (Martín Gaite, Carmen, 1994; Ortega López, Margarita, 1995)

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Hacia la época en la que se escribe El Pensador (1762-1767), las madrileñas de los grupos sociales elevados seguían la moda francesa, singularizada por los trajes de sedas de colores, que se ahuecaban a través del tontillo, corsés de medio cuerpo, que en España recibieron el nombre de cotillas, y por la profusión, al acortarse los vestidos, de medias de seda y zapatos, y de todo tipo de adornos (lazos, abanicos, quitasoles, mantillas, broches…). Frente a las exageraciones de los modelos franceses, en la década de los ochenta las madrileñas comenzaron a imitar la moda inglesa, más sencilla y cómoda, caracterizada por el uso de la robe à l´a anglaise, un traje de telas vaporosas y ligeras que propició la importación de las muselinas inglesas. Sin embargo, a partir de la Revolución Francesa la moda volvió a cambiar, imponiéndose un vestido blanco de talle alto y tejidos ligeros, denominado “camisa”, que desterró por completo el uso del tontillo y de las cotillas (Ribeiro, Aileen, 2002). Junto a estas modas extranjeras coexistió una vestimenta propiamente española, a imitación del traje típico de las majas madrileñas, que se caracterizó por el uso de un jubón, un corpiño, la mantilla y la basquiña, es decir, una falda de color generalmente negra que era "perjudicial e indecente, pues con sus crecidos flecos, se le va a muchas viendo hasta media pierna" (BN, Diario de Madrid, 18 de Junio de 1796). Todas las mujeres que siguieron correctamente los cambios caprichosos de las modas fueron conocidas despectivamente como “petimetras” o “damas de nuevo cuño”. El ritual diario que seguían estas damas fue un tema recurrente en todos los periódicos madrileños analizados. Así, por ejemplo, El Pensador dedica todo un pensamiento, el número XX, a ridiculizar el comportamiento de una de ellas:

“Levantase por la mañana una Dama de estas… La primera diligencia es tomar chocolate… Da Madama una buelta a su casa con pretexto de ver si reyna en ella el orden, y el asseo; pero en la realidad solo por hacer un poco de ejercicio, y digerir su chocolate: empieza a reñir a su criados y criadas…. Suspende por un rato esta gresca, y passa Madama al tocador. Suponese que entran á él las visitas: de otro modo no sería posible que sufriesse las dos horas del martirio cuotidiano, ni las quatro, que corresponden al peynado de primera classe con rosas, y claveles. Acabada esta faena, empieza la de vestirse, que según la delicada prolijidad de las Damas, y el sin numero de frioleras, y dijecillos, que emplean en adorno, no deja de ser un trabajo más que mediano,

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tolerable solo por el afan de parecer bien, que es el deseo innato en las mugeres”…. (Hemeroteca Municipal de Madrid, El Pensador (1762-1767) Una vez concluido el ceremonial, “muy satisfecha de haver empleado dignamente su tiempo”, la dama ocupaba el resto del día en darse ayre con el abanico, en dormir la siesta, ir al paseo o a la comedia, y terminaba su jornada jugando a las cartas en una tertulia. La obsesión femenina por destacar no se limitó a los vestidos y adornos, sino que llegó a los peinados. El tocado fue considerado como uno de los adornos más importantes, un símbolo de ostentación ya que muy pocas mujeres se podían permitir pagar los servicios de un peluquero. En el pensamiento número LVII se describía de forma satírica, en boca de un peluquero que llega a la corte, los diferentes tipos de peinados a la moda, a la Babilónica, a la Kamulka, a la medusa o a la Kouli-kan:

“La primera ocasión de empeño que se presentó, fue un bayle, a que havia de concurrir una de las señoras, y á que me dijo asistirían muchas Petimetras, que tenían excelentes Peluqueros; … Fragué en mi cabeza un nuevo peynado, que llamé a la “Kouli-Kan”, compuesto de multitud de bucles, que imitaban a las tiendas de campaña y con los quales se figuraba un campamento con sus fosos, calles, plazas, cuartel general y centinelas perdidas”. (Hemeroteca Municipal de Madrid, El Pensador) Tal y como podemos comprobar al leer estos pensamientos, en el discurso periodístico dieciochesco pervivió la opinión común de atribuir a las mujeres una inclinación innata por aparentar y distinguirse. Así, en otros periódicos como en el Escritor sin título se dice que “la envidia, o mienten cien Filósofos, es la pasión dominante de las hembras” o que, tal y como leemos en el pensamiento XXVI, “la mayor passion de las mugeres es la de la hermosura, que mira como el distintivo más admirable”. Aunque muchos de los autores del siglo XVIII continuaron explicando el afán de las mujeres por las modas en base a los argumentos de la debilidad y la vanidad femenina, expuestos y condenados durante siglos por los moralistas al ser la causa directa de la lujuria, algunos periódicos, como El Censor o el propio El Pensador, justificaron racionalmente el comportamiento femenino por la falta de expectativas que tenían las mujeres en la sociedad

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dieciochesca, limitadas a la vida conventual o al matrimonio, y, sobre todo, resaltaban la carencia de una educación que fomentara en ellas otra serie de virtudes:

“que a lo menos los adornos de lo exterior de sus cabezas son una cosa que de rigurosa justicia debemos concederlas, ya que tanto cuidado ponemos en estorvar que se las adornen por adentro” (El Censor, Discurso XXVI). Incluso algunas mujeres, las más preparadas, se atrevieron a escribir cartas a los periódicos para exponer que la culpa de que las señoras gastasen tanto en modas la tenían los hombres:

“Pobres de nosotras. Sujetas casi siempre a la tyrania de los hombres, no tenemos mas guia, que su exemplo, ni mas voluntad, que sus caprichos… Es verdad que empleamos mucho tiempo en un adorno demasiadamente afectado; pero el usarlo nosotras no es prueba evidente de que gusta a los hombres? … Nuestros padres tratan con descuido nuestra educación en la infancia: nuestras madres contribuyen a que hagamos un gruesso caudal de vanidad, y coquetería en la juventud: nuestros maridos y Cortejos perfeccionan la obra… Ah! ¡Y que distintas seríamos, si los hombres no fueran como son!” (El Pensador, Pensamiento XVIII) Los acompañantes de estas “damas de nuevo cuño” en los nuevos espacios de ocio y sociabilidad, los “petimetres” o “currutacos”, también recibieron la atención, aunque en menor medida, de los periódicos. Estos petimetres gustaban de llevar calzones ajustados, camisas de ricas telas, la chupa o el chaleco, medias a la francesa o inglesa, zapatos con hebillas de plata, más todo un repertorio de corbatas, pañuelos, cinturones y adornos (botones, relojes, cajas...). Tal atavío era acompañado de pelucas, maquillajes, perfumes y, en otro orden de cosas, de un vocabulario, modales y bailes importados de Francia. (Martín Gaite, Carmén, 1994; Franco Rubio, Gloria A., 2001). El Pensador describía la vida ociosa de estos caballeros y el ceremonial que seguían para afeminarse ante el tocador:

“Allí empieza la mas graciosa de todas las scenas. El aparato de Brasero, Hierros, Polvos y Alfileres, y Pomadas suele ser magnífico; y el Ayuda de Camara empieza su ministerio por enredar el pelo, cargarlo de sebo, y manteca, y llenarle luego de polvos el rostro, y la cabeza. En esto se pas-

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sa bien media hora… En fin, quando se cree que el Tocador de este mozalbete está acabado, y que solo le falta, para lograr desmentir su sexo, colocar un poco de color en las mejillas, y un par de lunares en parage que hagan gracia, y simetría, repara en un rizo, que no esta puesto con arte… y se empieza de nuevo el Tocador, que suele ocupar casi toda la mañana” (Pensamiento XXI). Por lo tanto, petimetras y petimetres fueron ridiculizados en los papeles periódicos por su artificial estética y por sus nuevos usos y costumbres, y criticados por una mayoría por oponerse tanto al modelo tradicional de conducta como por alejarse del presupuesto de utilidad definido y divulgado desde los gobiernos ilustrados. No obstante, las críticas más duras y reiteradas insertas en los periódicos se dedicaron exclusivamente al sexo femenino porque lo novedoso, y por lo tanto desestabilizador dentro de la sociedad patriarcal, era que ellas, y no los hombres, alternaran en la vida pública. Las repercusiones sociales, morales, económicas y políticas del consumo de modas no tardaron en ser denunciadas y adjudicadas, con machacona insistencia, a las mujeres, con el fin implícito de redefinir la identidad femenina y de encaminarlas hacia el ámbito del que apenas habían iniciado su salida, y de esta forma recuperar la estabilidad y el orden en la sociedad patriarcal dieciochesca. Según la mayoría de los discursos periodísticos, las mujeres fueron las máximas responsables de subvertir el orden social estamental por su deseo innato de brillar en público y de aparentar por encima de su condición a través del uso de las modas:

“Madre, bien sabeis, que este fausto, este insaciable apetito de brillar en el porte de las ropas, es el que ha confundido de tal modo las condiciones y clases de las gentes, que no se puede distinguir a punto fixo quien son las amas, y quien son las criadas, la muger del comun se confunde con la de un Grande, la del artesano con la de un Magistraddo” (Hemeroteca Municipal de Madrid, El Duende de Madrid, 1787, Discurso VII). En la sociedad estamental los grupos privilegiados se habían erigido en modelo de comportamiento para el resto de los grupos sociales. Por esa razón, el lujo exorbitante de estos grupos preocupó especialmente a políticos y reformadores sociales durante la segunda mitad del siglo XVIII, cundió el

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temor de que las nuevas modas de las damas fueran copiadas por las mujeres de grupos inferiores, dando lugar a la confusión social y al endeudamiento de muchas familias:

“Una señora de la primera clase, por que puede y no desdice a su estado, saca (pongo por ejemplo) una cofia de blonda, que no le es costosa, porque Dios le ha concedido suficientes fuerzas para éste y mayores gastos, sin que tenga que tomar agua bendita. La ve una Marquesita, que a puro desgobierno tiene su casa como escuela de danzantes, y por no ser menos… la ha de tener en el dia; y no bastarán a mudarla de dictámen los criados, desnudos y mal pagados, no la espantosa voz de infinitos acreedores… (Hemeroteca Municipal de Madrid, El Escritor sin título, 1790, Discurso décimo). Al mismo tiempo, la opinión común expresada en la prensa atribuyó al gasto excesivo de las mujeres la reducción del número de matrimonios y la despoblación. Algunos lectores escribieron directamente a los periódicos para exponer los motivos por los cuales eran reticentes a contraer matrimonio, concretados estos en la imposibilidad de hacer frente a los continuos gastos de las mujeres:

“Siempre había considerado el estado del matrimonio como una obligación indispensable para todo hombre, a quien Dios no llama por la Iglesia; Sin embargo de este mi modo de pensar, me detuve algunos años para tomar estado… una de las cosas que mas me detenía, era el considerar la cortedad de mi renta, con la qual no podía atender a mi precisa subsistencia, y al luxo escandaloso de las mujeres en estos tiempos” (BN, Diario de Madrid, Noviembre de 1798). Los artículos periodísticos hacían especial hincapié en el consumo femenino de productos innecesarios que llevaba al despilfarro y al derroche y, por tanto, a la ruina económica de muchas familias. En la misma línea argumental, un hombre casado escribía a El Pensador para quejarse y dar a conocer todos los gastos de su mujer petimetra. La enumeración de los gastos es larga:

“…yo tengo solo dos mil ducados de renta. Quinientos se van en el coche; trescientos en la casa, ya sono ochocientos; y doscientos se lleva el peluquero. Pues ahora entremos con el gasto diario de comida, cria-

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dos, y criadas, que no para seguramente en mil ducados; refrescos, que pasan de cuatrocientos, y aposentos en la Comedia, que no bajan de doscientos: ya gasto mucho mas de lo que tengo¿ Y de donde sacaremos ahora para batas, abanicos, desabillees, cofias, cintas, flores, marruecas, y otra mil zarandajas, que solo el diablo ha podido inventar?” (Pensamiento LIII). Otra de las argumentaciones contra el lujo desarrollada en la prensa periódica denunciaba el consumo desaforado de los productos extranjeros (muselinas, holandillas, sedas, cueros,…) por ser la causa del languidecimiento y de la ruina de las fábricas de textiles nacionales. Tal y como queda planteada la cuestión en los periódicos analizados, la responsabilidad de la penetración de los géneros extranjeros en detrimento de los productos nacionales volvía a recaer sobre las mujeres:

“La costumbre de no vestirse (las mujeres) sino de lo que se fabrica detrás de los Niirpeos (Pirineos) y los Pales (Alpes) va debilitando insensiblemente la fuerza, la industria y la actividad de los operarios de nuestro recinto, y no comprendo cómo pueda sacrificarse el interés y el aumento de los nuestros al colorido, o extravagancia de las mercancías forasteras” (Hemeroteca Municipal de Madrid, El Duende de Madrid, Discurso VII). La opinión común patriarcal sobre el lujo excesivo de las mujeres alcanzó un sorprendente consenso que provocó, en la década de los ochenta, una respuesta desde el poder político. En 1788 salía a la luz pública el Discurso sobre el luxo de las señoras y proyecto de un trage nacional, un opúsculo escrito supuestamente por una mujer, M.O., pero que ocultaba con cierta seguridad la autoría masculina, dirigido a Floridablanca quien lo envió inmediatamente a la recién creada Junta de Damas. El traje que se proponía en el Discurso constaba de tres modelos diferentes -La Española, La Carolina, La Borbonesa o Madrileña- en función del grupo social al que se pertenecía, siendo confeccionados todos ellos con materiales y tejidos de producción nacional. A través de la imposición de estos trajes se pretendía volver a diferenciar la procedencia social de las mujeres en función de la posición que ocuparan los hombres de su familia –padres, esposos o hermanos-, garantizando de este modo la legibilidad, a través de las apariencias, de las jerarquías estamentales, y frenar al mismo tiempo la importación de manufacturas extranjeras al canalizar el consumo hacia los productos de producción propia (Bolufer, Mónica, 1998).

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Tanto el Duende de Madrid, como el Diario de Madrid y el Memorial Literario se hicieron eco de la propuesta del traje nacional para las mujeres, manifestando su aprobación al proyecto a través de la publicación de elogiosos extractos o de una serie de artículos escritos por supuestas mujeres que expresaban su entusiasmo con el fin de conseguir que el público lector femenino aceptara también la citada propuesta. En este contexto, el Diario de Madrid incluía en Enero de 1788 un artículo intitulado “Patriotismo”, inspirado en el Proyecto, en el que se proponía a las madrileñas, a imitación de lo que había ocurrido en Inglaterra, la organización de un baile en el que mujeres y hombres debían ir vestidos con telas de producción nacional que, aunque menos lujosas, conferían a las damas nuevos atractivos por haber ejecutado una acción beneficiosa para las fábricas nacionales:

“De ellas depende el que con su ejemplo renunciemos a las modas extranjeras obligándonos a preferir lo que el arte y la industria pueden producir en nuestras fábricas… ¿Puede darse motivo más noble, justo, y poderoso, ni más digno del patriotismo de toda buena Española?” (BN, Diario de Madrid, 25 de Enero de 1788). El Duende de Madrid, por su parte, terminaba su discurso VII con un poema escrito por una mujer en el que se relataba las consecuencias positivas que tendría la aceptación del proyecto del traje nacional por las españolas: “…No, no será la Grande confundida con la muger común; y conocida la diferente cuna de las damas. Se sabrá quien sirve, y quienes son las amas Cesará la discordia en muchas casas Las blancas plumas, y las leves gasas, que abundantes traian los Traspales nos arrebatarán menos caudales: las fábricas del Estado llegarán de este modo a un alto grado; Así las damas de este continente su fama harán gloriosa y permanente” No obstante, aunque el proyecto fue aceptado por la opinión popular, éste fue rechazado inmediatamente por las socias de la Junta de Damas, las mejor informadas, a través de su secretaria, la Condesa de Montijo, convirtiéndose en

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las portavoces de la indignación y del malestar femenino ante tal propuesta que atentaba contra la libertad individual al uniformar únicamente a las mujeres. Las socias participaron directamente en el debate público en torno al lujo, saliendo en defensa de las vituperadas mujeres. Así, argumentaron críticamente que la raíz del problema no era el consumo excesivo de las mujeres sino la ignorancia en la que se las mantenía, y que sólo la educación, y no la imposición, propiciaría el cambio de sus actitudes, usos y costumbres. (Iglesias, Mª Carmen, 1997; Fernández-Quintanilla, Paloma, 1981; Demerson, Paula de, 1975). En efecto, parecía bastante disparatado inculpar solamente a las mujeres de todos los males de España cuando junto a ellas convivieron un grupo de hombres, petimetres y currutacos, aficionados también al consumo de modas. No obstante, aunque fuera cierto que las mujeres de los grupos sociales más elevados, en definitiva una proporción bastante reducida de las españolas, dedicasen más tiempo y dinero que los hombres a las modas, era un error acusarlas de la decadencia de España más cuando en una sociedad patriarcal eran los hombres quienes tomaban las decisiones políticas en materia económica, social o cultural. Por lo tanto, las responsabilidades de la ruina económica o de la confusión social reinante corrían a cargo de una mala gestión de los gobiernos, tal y como expusieron las socias de la Junta de Damas, no de las mujeres a las que la cultura patriarcal vedaba su participación en la toma de decisiones políticas.

A modo de conclusión Las madrileñas de los grupos sociales más elevados encontraron en el consumo de vestidos y de diferentes productos a la moda una forma de ocupar su tiempo y, sobre todo, un medio a través del cual construirse su propia imagen personal y social, de gustar y gustarse, de distinguirse sobre otras mujeres y de seducir y atraer a los hombres y cortejos. Con estas actitudes las mujeres se mostraban más seguras de sí mismas, activas y orgullosas al desafiar a la mentalidad tradicional que las exigía ser honestas, recatadas, pasivas, estar supeditadas a los hombres y limitar su campo de acción al ámbito doméstico. Por lo tanto, a través de las modas algunas mujeres rompieron con este modelo de conducta y adquirieron pequeñas cotas de poder y libertad que se les negaba en la sociedad patriarcal dieciochesca.

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Planteada así la cuestión del lujo, creemos que debemos añadir a las consecuencias políticas, económicas y sociales analizadas, las repercusiones que tuvo en la organización patriarcal de la sociedad. Los escritos y discursos masculinos, en este caso los incluidos en los periódicos, encierran también el malestar, los miedos y temores ante las conquistas femeninas, y la reacción patriarcal contra el poder adquirido. En realidad, al menos eso dejaba traslucir la prensa, no sólo la jerarquía estamental o la economía del país estaban en peligro, sino que el orden de la sociedad basado en la diferenciación de roles y espacios entre unas y otros y en la subordinación/dependencia de las mujeres con respecto a los hombres, se había puesto en entredicho con la introducción de las nuevas modas. Tal y como se afirmaba en los artículos periodísticos, las mujeres, al dedicar su tiempo a las modas y a lucirse en los nuevos espacio de ocio con sus cortejos, estaban renunciando a las exigencias de la vida doméstica, abandonaban el cuidado de sus hijos a las nodrizas y se desentendían de la autoridad de sus padres y maridos. Junto a las críticas lanzadas contra los nuevos usos femeninos, los periódicos propusieron y divulgaron también un modelo de comportamiento alternativo para las mujeres que, recurriendo al argumento de la naturaleza femenina desarrollado por los autores contractualistas, especialmente por Rousseau, pretendía convencerlas de que su verdadera función y felicidad estaba vinculada a la cría, cuidado y educación de sus hijos e hijas, a las obligaciones domésticas y al cultivo del adorno interior a través de la educación, una educación encaminada a hacer de ellas buenas madres-esposas, no mujeres más sabias. Estas propuestas partían de la urgente necesidad de fortalecer la autoridad de padres y maridos para:

"levantar el edificio que se pretende...:Dándoles a los maridos mas autoridad sobre sus esposas, procurarían estas ganarles el corazon, encerrándose en el seno de su familia, y entonces prosperaría la educación de los hijos, la economía, la concordia y el bien común”. (Hemeroteca Municipal de Madrid, El Corresponsal del Censor, 1787, Carta XIX). Por lo tanto, el modelo de mujer que se requería para conseguir la estabilidad de la sociedad patriarcal dieciochesca tenía como verdadero “atavío” el cuidado de sus hijos y el trabajo doméstico, y como espacio de acción el ámbito privado:

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“Qué espectáculo tan venerable para un filósofo el de una madre de familia rodeada de sus tiernas criaturas… absorve la mayor parte del tiempo en prodigarles sus dulces caricias… ¿Y no excitará la mayor abominación el quadro opuesto? ¿A quien no sublevará una madre de familia que distante de sus hijos solo llena el tiempo con las indignas frivolidades que prescribe hoy día la etiqueta?” (HMM, Correo de Madrid, 26 de Enero, 1788) “Se levantaba a media noche, daba avío a sus criados, y prevenía el sustento de sus criados. Plantó una viña con su propio trabajo. No se desdeñaba a aplicar sus deditos al uso (pero de hilar), abria su mano al necesitado y extendía las palmas al pobre. En su casa no se temía la nieve; porque todos tenían vestidos dobles: (sin deberlos en casa del Mercader) y finalmente, su mejor adorno era la fortaleza y compostura interior. Esta mujer… me parece que no seria de las de moda, aunque tan dada al uso; y me parece más, que no se podrá poner en execución la discreción y virtud de que quiere armar el Pensador a las damas, sin que la rueca, almohadilla, bastidor, aguja, palillos, y demás instrumentos propios del gobierno de una casa, formen los atavíos, con que dicen los Proverbios, que la muger fuerte se hizo tan fuerte muger”. (HMM, El Escritor sin título, discurso décimo)

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una visiÓn republicana de madrid. la correspondencia de Sarah Livingston Jay

Carmen de la Guardia Herrero Universidad Autónoma de Madrid

Retrato de Sarah Livingston Jay, 1782

Una visión republicana de Madrid. La correspondencia de Sarah Livingston Jay

Introducción Uno de los periodos históricos más convulsos de la historia del mundo atlántico fue el de finales del siglo XVIII. Si bien la mayoría de los ministros que asesoraban a los monarcas europeos en las tareas de gobierno compartían una cultura ilustrada, las conclusiones de sus políticas reformistas no fueron siempre las mismas. Mientras que en las antiguas colonias inglesas de América del Norte y también en la Francia de Luís XVI estallaron revoluciones, entre 1770 y 1790, en el resto de las monarquías no sólo se mantuvieron los sistemas políticos, sociales y económicos del Antiguo Régimen sino que, en muchos casos, se reforzaron como reacción a la ola revolucionaria. En este capítulo trataremos de vislumbrar las distintas percepciones que los ciudadanos originarios de las naciones que defendieron e impusieron los nuevos principios republicanos y liberales, tuvieron de aquellas monarquías que mantuvieron sus instituciones organizadas según los principios del Antiguo Régimen. A través del análisis de las cartas que Sarah Livingston Jay, mujer del primer representante diplomático norteamericano en Madrid, John Jay, escribió a su familia y amigos norteamericanos, desde la madrileña calle de San Mateo, captaremos la percepción que una joven republicana, comprometida con la revolución de los Estados Unidos, tenía de la capital de la Monarquía Hispana entre 1779 y 1782.

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La educación de Sarah Van Brugh Livingston Sarah Van Brugh Livingston (1756-1802) nació en Nueva York en el seno de una familia comprometida con la independencia de los Estados Unidos. Su padre era el prestigioso abogado, escritor, y político William Livingston (1723-1790) que, desde antes del estallido de la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, en 1775, lideraba en Nueva York la oposición a la política de reforzamiento del poder colonial británico emprendida por Jorge III y sus ministros. Su madre, Susannah French (1723-1789), pertenecía a una de las grandes familias propietarias de New Jersey1. Sarah tuvo doce hermanos pero cuatro de ellos murieron en la niñez y otros tres en la adolescencia o primera juventud. Con lo cual sólo seis llegaron a la edad adulta. Creció muy unida a sus hermanas mayores: Susan y Catharine –Kitty—. Tanto que la sociedad neoyorquina del siglo XVIII denominaba a las hijas mayores del matrimonio Livingston las Tres Gracias. Educadas por preceptores en su casa neoyorquina de la calle Pine, las jóvenes compartieron pronto lecturas, tertulias y debates con los “Padres Fundadores” 2 En 1774 la familia Livingston decidió trasladarse a una propiedad campestre construida en Elizabethtown, New Jersey y bautizada con el clarificador nombre de Liberty Hall. Al principio, Sarah y sus hermanos pensaron que estaban abocados al aislamiento. “Seremos enterrados y olvidados por la sociedad en este secuestro campestre” escribía una joven Sarah Livingston. Sin embargo las “Tres Gracias” y su familia tenían un fuerte atractivo. Las tertulias de Liberty Hall, a pesar de desarrollarse en la otra orilla del río Hudson, en New Jersey, y no en el corazón de Manhattan, fueron siempre populares3. Entre los contertulios estaba el futuro Secretario de Estado del 1 Un studio sobre la trayectoría política de William Livingston en:Milton M. Klein, “The Rise of the New York Bar: The Legal Career of William Livingston”, 15 /3 William and Mary Quarterly (1958) 334-358. Una biografía excelente de William Livngston en la pagina creada por los National Archives de los Estados Unidos dedicada a los “Padres Fundadotres” es decir a los firmantes de la Constitución de 1787. http://www.archives.gov/national-archives-experience/charters/constitution_founding_fathers_new_jersey.html) 2 Sobre Sarah Van Brugh Livingston véanse Geraldine Brooks, Dames and Daughters of the Young Republic (New York: Thomas and Crowell and Co Publishers, 1901); Louis Hobart, Patriot´s Lady: the Life of Sarah Livingston Jay ( New York: Funk and Wagnalls, 1960); y Landa M. Freeman, Louse V. North y Janet M. Wedge eds., Selected Letters of John and Sarah Livingston Jay (Jefferson N.C: McFarland and Company, Inc.., Publishers, 2005). Véase también Cokie Roberts, Founding Mothers. The Women Who Raised our Nation (New York: William Morrow, Harper Collins Publisher, 2004). 3 La casa erigida por William Livingston sigue en pie. En la actualidad es un museo y centro cultural .http://www.libertyhallnj.org/index.cfm

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presidente George Washington, Alexander Hamilton; el famoso profesor de la Universidad de Princeton, el Doctor Witherspoon, maestro de James Madison y de Aaron Burr; y también John Jay , entonces un joven y prestigioso abogado. Tanto los varones como las mujeres norteamericanas participaban en los debates y discusiones provocados por la política británica en las colonias, y también por el triunfo de una cultura política, con influencias republicanas y liberales, que posibilitó la irrupción de la revolución americana. Todavía en el siglo XVIII, la división de los espacios femeninos y masculinos no era muy nítida. Los niños y las niñas, pertenecientes a los grupos sociales acomodados, comenzaban su educación en sus casas dirigida o por un familiar: padre, madre, tías o abuelos; o por un preceptor. Se les enseñaba a leer, a escribir y los principios básicos de sus respectivas religiones siempre siguiendo lecturas bíblicas. Así por ejemplo, a John Jay, contertulio de Liberty Hall y, sobre todo, futuro marido de Sarah Livngston, le introdujo en la lectura su madre, Mary Van Cortland. Ella le enseñó a leer y a escribir tanto en latín como en inglés. También fueron familiares los que educaron a los niños de la familia Livinsgton. Y de la misma manera cuando el primogénito de John y Sarah Jay , Peter Augustus, alcanzó la edad para aprender a leer y a escribir lo hizo en la casa de sus abuelos maternos, donde residía mientras estaban sus padres en Madrid, y bajo la tutela de su tía aunque siguiendo los consejos de sus padres. “Creo que ya va siendo hora de que nuestro hijo comience a aprender a leer –no comparto la necesidad de estar siempre encima y de encerrarlos mucho tiempo—pero dos horas diarias divididas en cuatro espacios de veinte minutos con sus respectivos descansos no sería mucho”, escribía John Jay a su cuñada Kitty desde Madrid, en noviembre de 1780, cuando Peter tenía sólo cuatro años4. Peter era indudablemente un buen alumno. “Peter es un pequeño muy agradable” --escribía el abuelo a la madre, Sarah Jay— “Recibí hace poco una carta suya escrita con sus deditos aunque, eso sí, guiada por la mano de su tía”5. Fue la hermana mayor de Sarah, Susan Livingston, la que se encargó de la primera educación del pequeño. “Me has

4 John Jay a Kitty Livingston, 23 de noviembre de 1780, The Papers of John Jay. Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia. Reproducida en Linda M. Freeman, Louise V. North y Janet M. Wedge editoras, Selected Letters of John Jay and Sarah Livingston Jay, (Jefferson NC: McFarland and Company, Inc., Publishers 2005), 95. 5 William Livingston a Sarah Livingston Jay, 14 de enero de 1781, The Papers of John Jay. Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia.

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convencido de que escriba a Peter porque aseguras que ya sabe leer. Si estamos ausentes todavía once meses más espero que su tía Susan le enseñe también a escribir”, escribía Sarah, desde Madrid, a su padre6. Pero si tanto varones como mujeres iniciaban su educación en casa, pronto sus caminos se distanciaban. A las niñas, además de a leer y a escribir, les enseñaban, también en el ámbito doméstico, disciplinas que les ayudasen a ser trabajadoras, ahorradoras y sobre todo virtuosas. Normalmente los niños asistían a la escuela durante tres años para continuar su educación y después se preparaban en sus hogares para acceder a la Universidad. Así John Jay, a los siete años, fue a un colegio hugonote en Nueva York y, después, profesores privados le prepararon en su casa para poder entrar en el anglicano King´s College, en la actualidad la Universidad de Columbia. Y esa fue la suerte de casi todos los padres fundadores. John Adams estudió derecho en Harvard, Thomas Jefferson en el William y Mary, Alexander Hamilton, tras recibir preparación privada en Elizabethtown, fue aceptado también en el King´s College. Pero a pesar de que la educación de los varones de esta primera generación revolucionaria, estaba mucho más estructurada, era más diversa y de mucha más calidad, las mujeres compartían con ellos lecturas y debates. Desde luego las mujeres de la familia Livingston utilizaron mucho la biblioteca paterna. Estaban familiarizadas con las obras de autores ingleses y con los textos más importantes procedentes de la Europa continental. “Cuando llegues a la tierra del famoso don Quijote no dejarás de seleccionar y contarnos todas las aventuras del Caballero Andante de las que tengas conocimiento”, le escribía a Sarah su hermano William, recordando lecturas juveniles compartidas7. “Al llegar a La Mancha no nos quedó más remedio que protagonizar las mismas hazañas que el Caballero de la Triste Figura, pero cuando buscamos esos árboles altos que le proporcionaron

6 Sarah Livingston a William Livingston, 14 de marzo de 1781, The Papers of John Jay, Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia. Sobre los hijos de Sarah y John Jay, pronunció Louise V. North una excelente conferencia titulada “The Amiable Children of John and Sarah Livingston Jay”, en la New York Historical Society, el 10 de diciembre de 2004. 7 William Livingston, Jr. a Sarah Livingston Jay, 16 de octubre de 1779, Reproducida en Richard B.Morris ed., John Jay. The Making of a Revolutionary, 676-677; también en Landa M.Freeman, Louise V. North y Janet M. Wedge eds., Selected Letters of John Jay…, 61-62.

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sombra y un merecido descanso al afligido caballero, fue imposible encontrarlos”, le escribía Sarah a otra de sus hermanas8. Además de textos literarios, Sarah y sus hermanas conocían las obras políticas y filosóficas que impregnaron el pensamiento y la acción revolucionaria. No sabemos si por lecturas individuales o por participar en las continuas tertulias políticas y culturales que se celebraban en su casa.

Republicanismo “No cambiaria una sola escena de Shakespeare, por 1000 Harringtons, Lockes y Adams”, escribía el primo de Sarah Livingston Jay, Robert Livingston en 17769. Sin embargo, a pesar de este cansancio teórico de algunos de los protagonistas de la Revolución, el conocimiento que tenían este grupo de mujeres y varones, de la cultura política de las diferentes etapas históricas fue asombroso. En la actualidad, la mayoría de los historiadores coinciden al afirmar que en la cultura que ocasionó la Guerra de Independencia de las colonias inglesas existieron múltiples influencias. Por un lado, los revolucionarios citaban profusamente a autores del mundo clásico. Filósofos e historiadores griegos como Sócrates, Platón, Aristóteles, Herodoto y Tucídides llenaban con sus citas panfletos, cartas y otros escritos. También los norteamericanos estaban muy familiarizados con autores latinos. La pasión de los revolucionarios por la historia de Roma, desde el periodo de las guerras civiles en el siglo I a. C., hasta el establecimiento, sobre las ruinas de la República, del Imperio en el siglo II d.C., era una realidad. Para ellos existía una clara similitud entre su propia historia y la de la “decadencia de Roma”. Las comparaciones entre la corrupción del Imperio romano con las actitudes voluptuosas y corruptas de Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XVIII, eran constantes. La reivindicación de los valores sencillos de las colonias frente a las actitudes lujosas, decadentes y tiránicas de la metrópoli fueron habituales. Autores como Tácito, Salustio o Cicerón, que escribieron cuando los valores de la república roma-

8 Sarah Livingston Jay a Susan Livingston, 28 de agosto de 1780, Landa M.Freeman, Louise V. North y Janet M. Wedge eds., Selected Letters of John Jay…, 88. 9 Robert Livingston a Philip Schuyler, 2 de octubre de 1776, New York Public Library, Philip Shuler Papers, citado por John Jay. The Making of a Revolutionary…, Richard B. Morris editor, pp. 390-395.

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Jardín de Liberty Hall

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na estaban seriamente amenazados eran los favoritos de los fundadores10. “Siguiendo tu consejo he leído la vida de Cicerón atentamente”, le escribía Peter Augustus Jay, hijo de Sarah Livingston Jay , a su padre John Jay, “No soy capaz de señalar las acciones concretas que causaron su decadencia. Pero la verdad es que creó que se debió a su vanidad...e irresolución”, concluía11. Además, citaron con profusión a autores republicanos renacentistas y también a autores británicos del XVII como John Locke, James Harrington y John Milton12. Y por supuesto recibieron una fuerte influencia de la ilustración escocesa y también de la francesa. Fueran cuales fuesen sus influencias, lo que sí es cierto, es que acercándonos, a través de las huellas de los protagonistas, a la cultura política que posibilitó la emergencia del hecho revolucionario se vislumbra que, efectivamente, los revolucionarios consideraron que siempre existió un enfrentamiento entre la libertad y el poder. Y que por lo tanto era necesaria la práctica de la virtud cívica para evitar la decadencia y la corrupción propias de los estados, como los de la vieja Europa, en donde no existía libertad13. La idea de la necesidad de sacrificar el interés individual en aras del bien común fue compartida por todos y todas. Para ser virtuoso, para lograr subordinar el propio interés a la res publica, eran necesarias, según el círculo revolucionario norteamericano, al que pertenecían John Jay y Sarah Livingston Jay, una serie de bondades: moderación, prudencia, sobriedad,

10 Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution, (Cambridge: BelknapPress of Harvard University Press, 1967). 25-28 11 Carta de Peter Augustus Jay a John Jay, 23 de noviembre de 1791. Archivos de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia. 12 Gran parte de la correspondencia de toda la generación revolucionaria ha sido editada y además en la actualidad está accesible en colecciones integras en la red. Véanse por ejemplo The Papers of John Jay, Columbia Universty Libraries, (http://www.columbia.edu/cu/lweb/digital/jay/); La Biblioteca del Congreso, en la colección American Memory, tiene una sección dedicada a los archivos de los sucesivos presidentes de los Estados Unidos, entre ellos están: The James Madison Papers, TheThomas Jefferson Papers, (http://memory.loc.gov/ammem/browse/ListSome.php?category=Presidents); También están en la red los papeles de John Adams, veáse la excelente colección de la Massachusetts Historical Society, The Adams Familly Papers, http://memory.loc.gov/ammem/browse/ListSome.php?category=Presidents). 13 Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution (Cambridge: Belknap Press of Harvard University Press, 1967). J.G.A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Traditon (Princeton: Princeton University Press, 1975), y Gordon S. Wood, The Creation of the American Republic (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 1998).

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independencia, autocontrol. Frente a los atributos de la virtud se alzaban la avaricia, el lujo, la corrupción y la desmesura. Características que muchos norteamericanos identificaban con las “decadentes y suntuosas” cortes europeas. Sobre todo aquellas que no habían aceptado la moderación de la reforma protestante. “Sería fútil intentar describirte este país sobre todo París y Versalles. Los edificios públicos, los jardines, la pintura, la escultura, música etc..,de estas ciudades han llenado muchos volúmenes”, escribía un republicano John Adams a su mujer, Abigail, desde Passy en 1778, “la riqueza, la magnificiencia y el esplendor están por encima de cualquier descripción…¿Pero que supone para mi todo esto?, en realidad me proporcionan muy poco placer porque sólo puedo considerarlas como menudencias logradas a través del tiempo y del lujo comparadas con las grandes y difíciles cualidades del corazón humano. No puedo dejar de sospechar que a mayor elegancia menos virtud en cualquier país y época”, concluía afirmándose John Adams14. “Y reza mi querida niña”, escribía William Livingston a su hija Sarah, expresándose de forma parecida a John Adams, nada más conocer que viajaría a España, “para no caer en las alegrías y divertimentos mundanos y sobre todo en esos llamados de la high life que desterrarían de tu mente tu habitual sentido común y piedad”, concluía aconsejando temeroso William Livingston. Las comparaciones de España con el mundo oriental siempre representado como suntuoso y decadente eran habituales en los escritos revolucionarios. Pero si todos y todas, en la época revolucionaria debían ser austeros y virtuosos, los lugares en donde ejercer la virtud no eran los mismos para unos y otras, aunque fueran complementarios. Las actividades públicas eran monopolio de los varones. Las mujeres debían sacrificarse y buscar el bien común en sus hogares. “¿Dónde se puede encontrar una nación (a excepción de Suiza), en el que la justicia se administre de forma tan imparcial, se fomente la industria, la salud, y la felicidad sean tan asequible a todos, como en la nuestra?”, escribía Sarah a su hermana Catherine desde Cádiz, “¿Y no son todas estas bendiciones un resultado claro de la existencia de libertad?...Pero,¡marchita pluma!,¿dónde vas?.¿Pero que tengo yo

14 Carta de John Adams a Abigail Adams, 12 de abril de 1779. The Letters of John and Abigail Adams,(1876) (Nueva York: Penguin Books, 2003.), 329.

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que ver con la Política?. ¿No soy acaso una mujer y que además está escribiendo a Señoras?. ¡Que vengan en mi ayuda los cotilleos y las modas!”, concluía con humor Sarah. “No debo escribirte una palabra de política, porque tu eres una mujer”, le recordaba también John Adams, a su mujer Abigail, desde París en 177915. Que las mujeres de las elites revolucionarias utilizasen la ironía en su correspondencia no quiere decir que no aceptasen su cometido. La virtud republicana consistía para ellas en ser buenas madres y esposas. En sacrificar el interés individual para conseguir la tranquilidad de hijos y compañeros y así facilitarles el ejercicio de la virtud cívica. Y consideraban además que era una labor importante. Ellas, las mujeres republicanas, educaban a los futuros patriotas y recordaban el comportamiento virtuoso a sus compañeros. “¡Aclamadlas a todas!, Sexo superior, espejos de la virtud”, proclamaba un poema patriótico reproducido en diferentes periódicos estadounidenses durante los años 1780 y 1781. Y era así. Para los revolucionarios norteamericanos sólo la tranquilidad y el equilibrio de un hogar virtuoso permitía la actitud republicana, alejada del interés individual y buscando siempre el bien común, de los líderes revolucionarios. “La virtud pública no puede existir en una nación sin virtud privada”, escribía John Adams parafraseando a Montesquieu.

15 John Adams a Abigail Adams, Passy 13 Febrero 1779”, The Letters of John and Abigail Adams, (Nueva York: Penguin, 2003.), 353.

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Una decisión controvertida. El viaje de Sarah Livingston Jay a Madrid Muy pocas fueron las mujeres norteamericanas que decidieron acompañar a sus maridos o a sus padres a misiones diplomáticas al otro lado del Atlántico. Los viajes marítimos, en el siglo XVIII, eran todavía peligrosos; las formas de vida en las ciudades europeas muy distintas y a la mayoría de las virtuosas republicanas esta decisión les asustaba. “Me cuentan que te has comprado una casa en La Haya, y algunos han llegado todavía más lejos al afirmar que vas a trasladar a tu familia”, le escribía Abigail Adams desde Estados Unidos, a su marido John Adams, entonces representante diplomático de Estados Unidos en Holanda, “Deseo que estés con tu familia pero he escuchado que la señora Jay está muy infeliz. ¿Es feliz la señora Adams?. No; ¿Es feliz la señora Dana?. No; Ella –Sarah Livingston Jay-es más joven que la señora Adams y no piensa que domesticarse a sí misma sea imprescindible. Todavía no ha aprendido la lección que el mundo pronto le enseñará”, escribía maliciosamente, sobre la decisión de Sarah de viajar y permanecer con su marido en Europa, una sorprendida Abigail Adams, en 178216. Sarah Livingston se había casado con uno de los amigos y contertulios de su padre, el joven John Jay, el 28 de abril de 177417. Entonces John tenía veintiocho años y Sarah sólo dieciocho. Jay era, como ya hemos señalado, un prestigioso abogado neoyorquino, licenciado por el King´s College, de Nueva York, y miembro del colegio profesional de abogados de la colonia -The Bar- lo que le capacitaba para el ejercicio libre de la abogacía. Además pertenecía a asociaciones de distinta índole como The Moot -una sociedad para debatir problemas jurídicos y legales, fundada por su ahora

16 Abigail Adams a John Adams, 5 de agosto de 1782, The Massachusetts Historical Society, http://www.masshist.org/digitaladams/aea/letter/ 17 Sobre la figura y la política de John Jay veánse Richard B. Morris (editor), John Jay.The Making ...; Sobre la misión diplomática de John Jay en Madrid son imprescindibles Rafael Sánchez Mantero, John Jay en España, Anuario de Estudios americanos (Sevilla), XXIII (1967), 13891431; Carmen de la Guardia Herrero, Hacia la creación de la República Federal. España y los Estados Unidos: 1783-1789, Revista Complutense de Historia de América (Madrid), 27 (2001), 35-67. Henry Phelps Johnston (ed.), The Correspondence and Public Papers of John Jay, (New York, London, Putman´s Sons, 1890-1893); Frank Manahan, John Jay. Defender of Liberty against Kings and Peoples. Author of the Constitution and Governor of New York. President of the Continental Congress. Co-author of the Federalist. Negotiator of the Peace of 1783 and the Jay Treaty of 1794. First Chief of Justice of the United States (New York: The Bobbs-Merrill Company,1935).

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suegro William Livingston-,o la Dancing Assembly neoyorquina, un lugar de reunión habitual de los banqueros, comerciantes y profesionales y sus familias en Nueva York para relacionarse y celebrar “puestas de largo” y otras fiestas cuya actividad fundamental fuera el baile18. John Jay además se había comprometido con la independencia de las Colonias. Desde 1774 estuvo vinculado a la política de Nueva York, primero representando a la colonia en los Congresos Continentales y tras la Declaración de Independencia de las Trece Colonias inglesas en América del Norte, el cuatro de julio de 1776, como delgado de la Asamblea de Nueva York, colaborando en la redacción de la Constitución. Fue también presidente del Tribunal Supremo del Estado y desde 1778, nada menos, que presidente del Congreso de los Estados Unidos. La relación amorosa entre John y Sarah fue para todos los amigos y familiares de la pareja una auténtica sorpresa. A pesar de su preparación cultural y de su innegable inteligencia, John Jay, nunca fue un hombre muy popular. “Tú comprendes a los hombres y a las mujeres muy pronto. Yo soy incapaz”, reconocía John Jay a su amigo Robert Livingston. Sin embargo Sarah Livingston -Sally- era una de las mujeres más admiradas de la sociedad neoyorquina del siglo XVIII. “ He adoptado a Sally como hija, debes creerme cuando te digo que le dedico la misma atención que si fuera realmente su padre”, le escribía a la hermana de Sarah, Kitty Livingston, el Gobernador Morris, “Si te cuento un secreto te diré que existen muchísimos jóvenes que sueñan con convertirse en mis yernos. Nunca existió una criatura tan admirada (hablo en serio)…tampoco una criatura más feliz. Los dedos rosados de la felicidad imprimen a sus mejillas un doble rubor. Sus ojos pestañean con placer…” concluía el anfitrión de Sarah, en su puesta de largo a los dieciséis años, en la ciudad de Nueva York, Robert Morris19. La pareja, sin embargo, anunció su compromiso y llevó a cabo su voluntad de casarse. “Señor, nuestro hijo nos ha informado de su inclinación de enlazar con su familia, y de vuestra inclinación favorable a su petición”, le escribía a William Livingston, Peter Jay, padre de John el 31 de

18 Sobre la proliferación de Dancing Assamblies en las ciudades norteamericanas a lo largo del siglo XVIII veáse Lynn Matluck Brooks, The Philadelphia Dancing Assembly in the Eighteenth Century, Dance Research Journal, 21/ 1 (Spring, 1989), 1-6 19 Gobernador Morris a Kitty Livingston, 11 de enero de 1773, citado por Landa F. Freeman, Louise V. North y Janet M.Wedge, Selected Letters of John Jay and 27-28.

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Zapato de Sarah Livingston Jay

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enero de 1734, “…aunque no tenemos el placer de conocer a la joven, la certeza del buen criterio de nuestro hijo, nos asegura la conveniencia de la elección”, concluía Peter Jay”20. Desde muy pronto, Sarah y John Jay, sufrieron el rigor de la separación física. Las relaciones políticas entre la metrópoli y las colonias estaban endureciéndose en la década de los setenta del siglo XVIII. La escalada de violencia en las colonias debido, por un lado, a la cultura política dominante en las trece colonias inglesas y, por otro, al endurecimiento de la política colonial británica llevó a la reunión del primer Congreso Continental en Filadelfia, en 1774. John Jay, como ya hemos señalado, fue delegado por Nueva York lo que ocasionó que el joven matrimonio Jay viviese separado. El estallido de la Guerra de Independencia, en 1775, hizo esta situación más dolorosa. En el año 1776, en plena contienda, nacía en Liberty Hall el primogénito de Sarah y John: Peter Augustus. A pesar de que entonces vivían separados --John entre Filadelfia y Nueva York y Sarah en New Jersey—John Jay pudo acompañarla en el parto. Pero fue una excepción. Durante casi toda la guerra, Sarah y su hijo Peter vivieron con los padres de Sarah, el matrimonio Livingston, en la casa de campo de New Jersey. El miedo a que las tropas británicas alcanzasen las propiedades del poderoso revolucionario William Livingston, estaba siempre presente en la correspondencia de John Jay con su mujer. “Entonces mi querida Sarah”, le escribía, soñando con el final de la guerra John Jay, a su mujer, “no temeremos a las tiranías del poder, no tendremos más ansiedad...y uniremos de nuevo nuestras manos y corazones y continuaremos nuestra virtuosa unión para siempre”, concluía. Sin embargo, en 1779, John Jay era elegido por el Congreso para una difícil misión que, además, podría suponer una nueva separación de la pareja. John Jay debía viajar a Madrid y lograr que España, que había declarado la guerra a Gran Bretaña, ese mismo año, y luchaba por lo tanto en el mismo bando que las colonias insurgentes, firmase un tratado con los Trece Estados. En las instrucciones que el Congreso Continental norteamericano dio a su nuevo ministro en Madrid, John Jay, quedaban claras estas intenciones. En primer lugar los Estados Unidos buscaban, como estados que acaban de

20 Peter Jay a William Livingston, 31 de enero de 1774. Reproducida en Landa F. Freeman, Louise V. North y Janet M.Wedge, Selected Letters of John Jay and…, 29

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autoproclamarse independientes y que enarbolaban un sistema político novedoso, el reconocimiento de su soberanía. El mero hecho de que España accediese a firmar tratados de Alianza, Amistad y Comercio ya presumía el reconocimiento de la nueva nación. La intención del Congreso de los Estados Unidos era que se adhiriera al Tratado suscrito con Francia en 1778. Además, otras dos cuestiones eran vitales para las colonias rebeldes y John Jay debía negociarlas. Había que establecer de forma nítida los límites entre los ahora trece estados y la vieja Monarquía Hispana en América del Norte y también los Estados Unidos querían que España les garantizase que podrían navegar por el río Mississippi, imprescindible vía de comunicación para los Estados del Oeste. En un momento de euforia, el Congreso también pidió a John Jay que negociase con la Monarquía Católica un préstamo de cinco millones de dólares. Pero antes debía intentar lograr una ayuda económica inmediata. Lo que los Estados Unidos ofrecían a cambio no era mucho. “Los Estados Unidos garantizarán las mismas (Las Floridas) a su Majestad Católica, siempre y cuando” -afirmaba el Congreso- “los Estados Unidos disfruten de la libre navegación del Mississippi hacia y desde el mar”, concluían las instrucciones21. A estos difíciles cometidos se añadía la falta de independencia de la diplomacia americana. Todavía, en 1779, los Estados Unidos estaban inseguros en política internacional e ingenuamente identificaban sus intereses con los de su única aliada, en la Guerra de Independencia, Francia, pensando siempre que les iba a tutelar. Así John Jay tendría que comentar todos sus pasos diplomáticos al embajador de Francia en Madrid y al Secretario de Estado francés. Desde el mismo momento en que John se enteró de su nombramiento, el matrimonio Jay empezó a preparar el viaje. Lo primero que tenían que decidir es si John viajaría sólo o si, por el contrario, le acompañarían Sarah y el pequeño Peter. La decisión fue tomada con mucha celeridad. Sarah viajaría a Madrid pero el niño no debía arriesgarse a un viaje tan largo y peligroso y permanecería, como en otro lugar señalamos, con sus abuelos maternos y parte de sus tíos en Liberty Hall. A pesar de que las mujeres norteamericanas de su generación no entendieron bien su deci-

21 Las Instrucciones de John Jay en John Jay, Letterbook, 24 Dic. 1779-19 nov. 1782. Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia, Nueva York.

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sión, Sarah, si hacemos caso a sus escritos y a los de su familia, tomó esa opción desde una perspectiva republicana. Desde luego sacrificaba su interés particular por el bien de la joven república. “Mi Filosofía, mi Religión, no fueron suficientes para reconfortarme durante tres días con sus respectivas noches”, le escribía su madre, Susannah French Livingston, a Sarah, nada más conocer que ésta viajaría a Madrid con su marido, “No debo preocuparte con estas dificultades ocasionadas por el enorme cariño que te tengo. Será suficiente decirte que me he reconciliado con tu decisión de viajar. Sé que consideras que es tu obligación...” concluía su madre. Y era así. Para una auténtica republicana su lugar estaba apoyando a su marido, proporcionándole tranquilidad privada para que éste pudiera así cumplir mejor su cometido público. Para estos republicanos, si hacemos caso a sus cartas, siempre era prioritaria la búsqueda del bien público, el bienestar de la joven república de los Estados Unidos. “El General Washington presenta sus respetuosos saludos a la Señora Jay”, escribía el entonces comandante en jefe del ejército norteamericano George Washington a Sarah, “Y se complace en entregarle este pequeño regalo”-un mechón de pelo del propio general Washington -“y desea ardientemente que vientos favorables, un mar tranquilo, y todo lo grato y deseable suavicen el camino que usted está a punto de emprender”, concluía admirado el futuro presidente Washington22. Desde esta comprensión genérica de la virtud republicana las mujeres contribuyeron con la revolución. “Cierto, yo soy una americana. Y es desde esa certeza desde la que renuncio al placer de vuestra compañía” –escribía Sarah a sus hermanas—“cuando vuestra dedicación a los asuntos públicos sea necesaria para el bien común, el sacrificio de nuestra separación se convierte en necesario”23. Además de Sarah, otros norteamericanos acompañaron a John Jay en su viaje a Madrid. Su secretario oficial fue William Carmichael (¿?-1795) representante en el Congreso por Maryland, y antiguo secretario de la legación americana en París; su secretario privado fue su cuñado, el veterano

22 Las Instrucciones de John Jay en John Jay, Letterbook, 24 Dic. 1779-19 nov. 1782. Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia, Nueva York. 23 George Washington a Sarah Livingston Jay, 7 de octubre de 1779, reproducida en Landa M. Freeman, Louise V. North y Janet M. Wedge, Selected Letters of John Jay…., 61.

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de guerra de 22 años, Henry Brockholst Livingston (1757-1823); también viajó con ellos su sobrino de doce años Peter Jay Munro (1767-1826). Además les acompañaba una de las esclavas de los Jay que se encargaría de las tareas domésticas. Su nombre era Abby. Todos los integrantes del grupo eran entusiastas patriotas y compartían la cultura política republicana que estaba detrás de la guerra y de la revolución de los Estados Unidos. Este pequeño grupo de revolucionarios americanos tuvieron un viaje francamente difícil antes de arribar sanos y salvos al puerto de Cádiz. Casi naufragaron en el Atlántico y conforme se acercaron a Europa, en una segunda embarcación, vislumbraron muchas veces buques enemigos británicos.

Correspondencia transatlántica Una de las actividades que consolaron más a Sarah en Madrid fue la de mantener una correspondencia frecuente con su familia y con sus amigos norteamericanos. Desde 1775, existió en las colonias un correo llamado Constitucional opuesto al Correo Real que había funcionado en América del Norte hasta el estallido de la Guerra de Independencia. Era un correo necesario en época de guerra. Las acciones, contra la antigua metrópoli, de unas colonias debían se conocidas por las otras. Sin embargo los Jay, como la mayoría de las familias de los revolucionarios, aprovechaban los viajes de conocidos para enviar sus cartas. “Sólo un barco ha zarpado desde Cádiz hacia América desde nuestra llegada”, escribía Sarah desde Cádiz a su hermana Kitty, “y su capitán lleva mis cartas para mi padre, para Peter Jay y para Hannah Benjamín”24. De todas formas Sarah y John Jay siempre fueron cautos en sus escritos porque tenían miedo de que sus cartas cayeran en manos enemigas. Esa fue la razón de que John Jay muchas veces utilizase códigos cifrados en su correspondencia tanto pública como privada. Durante la estancia en Madrid John y Sarah Jay se dieron cuenta que muchas cartas enviadas no llegaban a sus manos y otras tenían evidencias de haber sido abiertas y leídas. “Sin

24 Sarah Livingston a Catherine W. y Susannah Livingston, 4 de marzo de 1780.Reporducida por Richard B. Morris, John Jay. The Making of a Revolutionary… 692.

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embargo, mamá, las cartas ya no son el medio libre para comunicarnos de forma sincera con nuestros amigos”, escribía Sarah a su madre aludiendo a la sospecha de que su correspondencia era interceptada por las autoridades españolas, “todo lo que la prudencia nos invita a suprimir de nuestras cartas debe retirarse. Te contaré todas estas cosas detalladamente cuando nos sentemos juntas frente a un auténtico fuego americano”, concluía25. Normalmente las cartas se enviaban sin sobres. Se doblaban y se sellaban con sellos impresos sobre cera roja. Por ello era sencillo adivinar cuando una carta había sido abierta. En las segunda mitad del siglo XVIII, en el mundo de habla inglesa, escribir cartas era considerado todo un arte entre los grupos sociales educados. También era un arte que practicaban mucho las mujeres. La correspondencia familiar normalmente la mantenían las madres, esposas e hijas. Los varones enviaban saludos y breves comentarios. La escritura de cartas tenía sus reglas. Lo primero que se exigía era tener una caligrafía elegante. La letra de Sarah, y también la de sus hermanas, cumplía con ese requisito. Era clara y puntiaguda como mandaban los cánones. Los encabezamientos eran siempre los mismos y de una gran formalidad. Las mujeres siempre anteponían la palabra señor cuando se dirigían a los varones mientras que entre ellas eran más afectuosas. Los varones se llamaban unos a otros siempre señor26. La correspondencia solía guardarse y era habitual, en épocas más tranquilas, ordenarla y, si se consideraba que era una correspondencia importante, pasarla a limpio y archivarla en forma de Libro Copiador -Letter Book-. Eso fue lo que hizo Sarah con las cartas que envió desde España a sus amigos americanos. Con la ayuda de Kitty, que tenía una preciosa letra, pasaron tardes copiando cartas en un libro que está archivado en la Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia. Está encuadernado y en la portada tiene pegado el mechón de pelo que, como ya hemos señalado, el General Washington le envió a Sarah para darle fuerzas en su viaje27.

25 Sarah Livingston a Susannah French Livingston, 28 de agosto de 1780, Jay LetterBook 21; Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia. 26 Selected Letters of John Jay and Sarah Livingston Jay, Landa M.Freeman, Louise V. North y Janet M.Wedge, compliladoras…pp. 14-17. 27 Letters from Miss Jay to her friends in America, KL, Philadelphia, 1784; Jay LetterBook 21; Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia.

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Plano de la ciudad de Nueva York, 1789

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Imágenes de Madrid Muchas fueron las ocasiones que Sarah Livingston tuvo en Madrid para invocar sus principios republicanos. Además del miedo al viaje, desde Estados Unidos a España, que prometía ser largo y peligroso, Sarah, desde el principio, sufrió con la separación de su hijo mayor, Peter Augustus Jay. “Embarcamos en Chester el 20 de octubre, pero no perdimos de vista tierra hasta el 26”, escribía Sarah a su madre relatando la difícil travesía marítima en la fragata norteamericana Confederación. “Sobre las 4 de la mañana del día 7 de noviembre, nos alarmó un ruido estrepitoso en cubierta...se había caído el mástil mayor...imagínate mamá que situación tan peligrosa, más de trescientas almas, dejadas a su suerte en la inmensidad del Océano, en un velero sin mástil y sin gobierno,” continuaba su relato Sarah, “...la tripulación consideró que lo mejor sería intentar alcanzar Martinica”. Y efectivamente la expedición pudo refugiarse en la Isla el 15 de diciembre. Desde allí, tras cambiar de embarcación, partieron en la fragata Aurora hacia Toulon en Francia para, posteriormente, trasladarse a Madrid por tierra. De nuevo las dificultades les hicieron cambiar de planes. La presencia de la flota inglesa cerca de las costas francesas les llevó, después de seis meses de viaje, al puerto de Cádiz. En las primeras cartas escritas a su familia desde España, además de contar los avatares del viaje, Sarah no dejaba de mencionar a su hijo Peter. “Hace más de un año desde que dejé a mi madre y a mi pequeño. ¿Cuándo tendré el placer de reencontrarlos?. Dime, querida mamá ¿cumple mi pequeño, las enormes expectativas que su imparcial madre ha puesto en él?”, indagaba Sarah, “¿Es sociable?, ¿está fuerte?, ¿mantiene las relaciones con sus pequeños vecinos?. Espero que se parezca en inteligencia y actitud a su padre igual que se asemejó en el gran dominio de si mismo que demostró cuando me separé de él”, escribía Sarah enumerando virtudes, claramente republicanas, deseables en su hijo28. En Madrid se instalaron en una casa de la calle de San Mateo, propiedad de Don Joaquín Pastor. Había sido ocupada por el embajador inglés antes de su salida abrupta de la capital, en 1779, tras la declaración de guerra, por parte de España a Inglaterra. “Estoy muy contenta en Madrid”,

28 Sarah Livingston Jay a Susannah French Livinsgton,13 de mayo de 1780, The Papers of John Jay, reproducida en John Jay. The Making of a Revolutionary… 694-696.

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escribía una esperanzada Sarah a su madre el 13 de mayo de 1780, “y espero que mi satisfacción aumente cuando haya aprendido la lengua del país...hemos tenido mucha suerte al alquilar una casa muy confortable; que tiene la ventaja de tener una fuente en el jardín algo de lo que muy pocos madrileños disfrutan debiéndose abastecer del agua que necesitan en fuentes públicas”, terminaba Sarah29. Los gastos para instalarse en Madrid fueron grandes. Debían pagar el alquiler de medio año y también amueblar la casa, algo que no era muy sencillo en el Madrid del siglo XVIII. “Le alquilé la casa –a Joaquin Pastor–, en 1781, al precio de 5.500 reales de vellón al año; el mismo día le pagué por adelantado el alquiler de medio año, 2.750 reales”, escribía liquidando cuentas, Jay, a su antiguo Secretario de la legación William Carmichael en septiembre de 1783, “en febrero de 1782 le pagué lo que quedaba para completar el alquiler del año, desde ese último pago, la renta se le debe”. En la misma nota John Jay explicaba el “extraño” acuerdo al que había llegado con Domingo Aparicio, el abastecedor de su mobiliario madrileño. “Por un pacto honorable está obligado a aceptar la devolución de los muebles, pagando tres cuartas partes de lo que costaron, si se los devolviésemos antes de tres años desde la fecha en que me los proporcionó”. También los Jay compraron carruaje y caballos debido a los continuos desplazamientos de John Jay siguiendo a la corte española a los diferentes Reales Sitios30. Las primeras cartas que, John y Sarah, escribieron a su familia desde Madrid fueron optimistas. “Cuando la paz llené de nuevo tu vida de ocio y tengas oportunidad de cultivar tu jardín de Liberty Hall, las semillas y las mejores frutas de este país no deberán enriquecerlo”, escribía John Jay a su suegro, en 1780, negando la fama de las frutas españolas, “los melones y las uvas son muy ricos pero no he encontrado ninguna fruta superior a las que tu ya tienes. Hay algunas clases que se dan todo el invierno hasta bien entrada la primavera…sin embargo las verduras y hortalizas de las huertas españolas son extraordinarias. Sobre todo las lechugas, las coles, la coliflor y las cebollas…”, concluía John Jay31. 29 Sarah Livingston Jay a Susannah French Livingston, 13 de mayo de 1780. The Papers of John Jay. Reproducida en Richard B. Morris, John Jay. The Making of a Revolutionary… 694696 y en Landa M. Freeman, Louise V. North y Janet M. Wedge eds., Selected Letters of John Jay… 78-80. 30 John Jay a William Carmichael, septiembre de 1783, John Jay Papers, Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia. 31 John Jay a William Livingston, 22 de noviembre de 1780, John Jay Paper, Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia.

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“El señor Jay y yo fuimos ayer a los toros que es casi la única diversión que ofrece esta ciudad”, escribía Henry Brockholst Livingston a su padre desde Madrid, “Desde luego es cruel. No te voy a impresionar con su descripción. Si exceptuamos a los Gladiadores no he conocido nunca nada más inhumano. Por la mañana uno de los caballeros que luchó montado a caballo cayó muerto, y dos más heridos. Esto no es muy habitual…Los caballos que caen hechos trizas por los toros y el tedioso tormento del toro hasta su muerte es la parte más espeluznante…De todas formas lo que más me sorprendió es el placer con que las damas españolas reciben la muerte del toro”, concluía curioso Henry32. También el grupo de americanos asistieron alguna vez al teatro. Sus comentarios estaban claramente influidos por su cultura protestante. “Hay teatro todas las tardes. Pero como todavía no conozco la lengua como para entender bien a los actores y no me satisface mucho acudir. El Demonio ocupa una parte importante en todas las obras. He estado en una tienda en donde vendían más de 3.000 obras teatrales de todas las clases y una Abby de aquí –nombre de la esclava que acompañó a los Jay a Madrid—afirma que están de moda más de 500 de esas y que se representan sin descanso en los dos teatros de la ciudad”33. El optimismo y la esperanza, con la que se habían instalado en Madrid, pronto se fueron transformando en tristeza. La estancia de estos norteamericanos no fue fácil en la capital de Monarquía Hispana. La vida de Sarah en Madrid no se parecía a la vida que había llevado en Estados Unidos. Las mujeres de las elites republicanas norteamericanas tenían una vida familiar y social intensa. Compartían, como ya hemos señalado, tertulias políticas y culturales y además acudían a innumerables actos sociales. Sarah, en la Villa y Corte de Madrid, no sólo estuvo alejada de su ambiente familiar sino también vivió un inmenso vacío social ocasionado por las dificultades de las negociaciones del Tratado entre España y los Estados Unidos. “Y ahora, supongo yo que su excelencia estará deseando”, escribía Sarah a su hermana favorita Kitty, ”que le escriba una palabra sobre Madrid, y una palabra puede que baste, porque en realidad sé muy poco todavía de ella”34. Era el mes de mayo de 1780, y John Jay no 32 Brockholst Livingston to his father William Livingston, 12de julio de 1780, John Jay Papers, Biliotea de Raros y Manuscritos de Columbia. 33 También en la carta de Brockholst a su padre en julio de 1780. 34 Sarah Livingston Jay a Kitty W.Livingston,14 de mayo de 1780, Reproducida en John Jay. The Making of a Revolutionary… 696-698.

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había sido recibido como representante de una nación que la Monarquía Católica todavía no había reconocido como soberana. Por lo tanto, si John Jay no era “oficialmente” representante diplomático de los Estados Unidos, si el rey Carlos III no había aceptado las credenciales del antiguo presidente de la Confederación, el vacío social fue una realidad para el matrimonio Jay en Madrid. “Difícilmente podréis creerme si os digo que a pesar de que la señora Jay ha estado en Madrid casi dos meses no ha recibido a ninguna dama española en casa”, escribía el hermano de Sarah, Brockholst, a sus otras dos hermanas, “Y como os podéis imaginar su sangre americana no le permite visitarlas primero. Sólo una dama bilbaína, cuyo marido tiene una larga conexión con los Estados Unidos, ha estado en contacto con Sarah” concluía35. La situación no era grata para Sarah. Pero ello no le impidió continuar preparándose para participar activamente en la vida social de la corte de la Monarquía Hispana. Desde su llegada a Madrid, Sarah Jay se propuso aprender la lengua y profundizar en la lectura de obras literarias escritas en español. “La señora Jay está bien. Ha tomado un profesor para estudiar español. A pesar de que encontramos muchísimas dificultades para aprender esta lengua, consideramos necesario aplicarnos firmemente para lograrlo”, escribía el hermano de Sarah, Blockholst a su padre en mayo de 178036. Pero el esfuerzo de Sarah sirvió de poco. A la falta de vida social se unió además, primero, la sensación de soledad debido a los continuos viajes de John Jay y, después, la desgracia familiar. “El señor Jay está ahora en Aranjuez, donde su Majestad tiene un precioso palacio en el que actualmente reside la Corte. Está a 7 leguas de la ciudad y el camino que las separa es precioso, flanqueado de inmensos árboles...El rey prefiere habitar en los palacios que tiene en el campo que en Madrid. Eso

35 Brockholst Livingston a sus hermanas “Kitty” y Susannah, 4 de junio 1780. Reproducida en Selected Lettrers of John Jay… p.80. La dama bilbaína era la mujer del comerciante vasco Diego Gardoqui quién, en 1787, fue nombrado por el entonces Secretario de Estado, Floridablanca, representante diplomático de España en Estados Unidos. 36 Brockholst Livingston a William Livingston, 5 de mayo de 1780, Selected Letters of John Jay… 76.

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puede ser muy conveniente para él pero es un verdadero problema para los embajadores extranjeros que deben seguirle”, escribía Sarah a su madre el 13 de mayo de 1780, “te confieso que me mortifica estar tantas temporadas separada del Sr. Jay, a quién el Congreso le paga escasamente para mantener a su familia en un solo sitio con lo que difícilmente podemos trasladarnos con él”, concluía37. Las quejas de la familia Jay por las limitaciones económicas durante su estancia en Madrid fueron continuas. “Estoy aquí en una situación muy desagradable. El Congreso no me ha enviado dinero. El pequeño préstamo que me proporcionó el doctor Franklin ya me lo he gastado. La idea de que me mantenga la corte de España es humillante y además no es buena para el bien público” –escribía John Jay a su amigo Robert Livingston desde Madrid—“El sueldo que me han asignado es totalmente inadecuado. Ninguna parte de Europa es tan cara y nunca en mi vida he vivido tan estrechamente. La corte nunca permanece en el mismo lugar. Se mueve desde Madrid al Pardo, desde allí a Aranjuez, después a La Granja, luego a El Escorial, en rotación continua. Mantener una casa en cada lugar no está al alcance de mis circunstancias ….vivo en Aranjuez, en una Posada, en una sóla habitación, con un solo sirviente y sin coche” -–continuaba John Jay—“…Han impuesto una tasa exorbitante en todos los productos extranjeros y también un fuerte impuesto grava los alimentos… un carruaje tirado por tres mulas me cuesta cada vez que voy de aquí a Aranjuez (7 leguas)diez dólares… mi situación es tan difícil que no puedo alquilar correos para llevar mis despachos a la costa o a Francia”, concluía quejoso Jay38. Pero todavía más dura que la soledad y que las penurias económicas fue el dolor ocasionado por la pérdida del segundo hijo del matrimonio Jay. Fue niña y había nacido el nueve de julio de 1780, en la casa de la calle San Mateo. La pequeña Susan Jay enfermó enseguida y los preceptos sanitarios de la España del siglo XVIII no sirvieron para ayudarle. “Tengo el placer de anunciarle”, escribía John Jay a su suegro, William Livingston el 14 de julio de 1780, “que tenemos a una pequeña extraña entre nosotros que, espero que algún día, disfrute del placer de llamarle abuelo. El día 9 de julio Sally dió a luz a una niña que es exacta a su hermano. La madre y la niña están bien”, concluía. La alegría del matrimonio Jay, tras el nacimiento de la pequeña, era inmensa. Las bromas sobre las costumbres de 37 Sarah Livnigston Jay a Susannah French Livingston, 13 de mayo de 1780, Letters from Miss Jay to her friends in America, KL, Philadelphia, 1784; Jay LetterBook 21; Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia. 38 John Jay a Robert Livinston, 23 de mayo 1780, Selected Letters of John Jay… 81.

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la “papista” España impregnaban las cartas que escribieron a su familia y amigos. “Todavía la niña no tiene nombre y tampoco estoy seguro de cual será. La vieja niñera está asustada por ello y quiere rescatarla del Limbo (un nombre español que denomina a un oscuro receptáculo donde habitan las almas de los niños que mueren sin bautizar)”, escribía el episcopaliano, Jay, a su suegro el calvinista, Livingston. “Cuando un niño nace, nos contaba una amiga española, es costumbre aquí llamarlo como el santo del día porque estos españoles están encantados de tener por lo menos un santo para cada día, pero como los Santos están en guerra con nosotros, los herejes, la llamaré mejor como a alguna pecadora”, bromeaba John Jay con su suegro. Sin embargo muy poco después la alegría se tornó en franca tristeza. “Madre...debo esforzarme para recomponerme. El lunes, 22 días después del nacimiento de mi pequeña hija, nos dimos cuenta de que tenía fiebre. No nos preocupamos mucho hasta el día siguiente cuando sufrió un ataque. El miércoles las convulsiones aumentaron, y el jueves estuvo todo el día en un continuo ataque epiléptico, no pudo cerrar sus pequeños ojos hasta el viernes 4 de agosto a las cuatro de la mañana. Perdona mis lágrimas –tu, mamá, también has llorado en ocasiones similares. La ternura maternal las hace aflorar y la razón, aunque modera el desasosiego, no puede contener totalmente nuestro dolor, además tampoco sé si lo desearía”, escribía desolada Sarah tras la pérdida de su pequeña hija Susan. Sin embargo, la virtud republicana, la certeza de que hay que abandonar los intereses individuales en búsqueda del bien común, no tardó en aparecer en la misma carta. “Pero deja de preocuparte de tus propios sentimientos”, se reñía, a sí misma, Sarah, “hasta olvidar que a vosotros también os ocurren muchas cosas…”39. En la carta de pésame que le envió su padre, William Livingston, encomiaba, sobre todo, la fortaleza republicana que, según él, tenía su hija Sarah. “Pero la magnanimidad y la resignación con las que has nacido te permitirá superar, como has superado otras tragedias, y esa actitud tuya me llena de honor y me conforta”, concluía el gobernador Livingston, en enero de 1781. El recuerdo de la pequeña permaneció siempre con Sarah40.

39 Sarah Jay a Susannah French Livingston, 28 de agosto de 1780, Katherine Livingston, Philadelphia 1784. Jay LetterBook 21; The Papers of John Jay, Biblioteca de Raros Y Manuscritos de la Universidad de Columbia. 40 Letters from Mrs.Jay to her friends in America, Katherine Livingston, Philadelphia 1784. Jay LetterBook 21; The Papers of John Jay, Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia,

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Sin embargo, Sarah supo reponerse y aceptar que las duras condiciones de su estancia en España no iban a cambiar. Conforme las negociaciones entre John Jay y el Secretario de Estado Español, el conde de Floridablanca, se hacían más difíciles, la posibilidad de que John Jay fuera reconocido como representante diplomático de la recién independizada nación, se alejaba. Por lo tanto seguirían marginados de la vida social de la Corte. La vida cotidiana de Sarah en Madrid quedó reducida a paseos, a algunas salidas con representantes diplomáticos de las dos únicas naciones que habían reconocido, en 1780, a los Estados Unidos, Francia y Holanda, y a su pequeño grupo de ayudantes norteamericanos. En 1782, para animar a su familia que conocía la difícil estancia de los Jay en Madrid, Sarah escribía animosa contando que acudiría a uno de los escasos actos sociales a los que fue invitada. Fue en la casa del embajador francés en Madrid. “En 6 de febrero, el conde de Montmorin, celebrará una gran fiesta para conmemorar el nacimiento del Delfín y juzga si hay o no que ir elegante cuando se rumorea que los 10.000 dólares que la Corte de Francia invertirá en el acto no serán suficientes…tu hija ha sido invitada; pero a pesar de que me muero por participar en el baile, no sé si para entonces podré danzar porque para esas fechas o para muy cerca, tendré el placer de darte un pequeño tocayo”, escribía valiente Sarah anunciando un nuevo embarazo41. Además, probablemente porque la situación era muy difícil, la relación entre el matrimonio Jay y sus ayudantes, en Madrid, fue francamente mala. Desde el principio John Jay y su secretario William Carmichael tuvieron dificultades. Eran muy diferentes y Jay creía que la actitud diplomática de Carmichael era imprudente y que muchas veces actuaba con más autoridad de la debida. Pero lo que al principio fueron pequeñas dificultades pronto se convirtieron en inmensos problemas al estar John Jay absolutamente seguro de que su secretario era en realidad un espía de la enemiga Gran Bretaña. La falta de pruebas evitó que fuera destituido por Jay, pero prácticamente le dejo sin cometidos. No le permitía ni copiar, ni trabajar en los informes oficiales. “Se debe tener mucho cuidado con estos papeles” escribía John Jay, mucho más tarde en 1795, desde Nueva York, “Contienen cartas, de y a William Carmichael, un hombre que se equivocó en todas sus astucias para

41 Sarah Jay a William Livingston, 31 de enero de 1782, Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia.

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aparentar sabiduría, y que para conseguir su propio interés prefirió el Consejo del Artificio y del Simulacro frente al de la Verdad y la Rectitud. Al final cayó en la intemperanza y murió arruinado”, concluía la descripción de su antiguo secretario, John Jay. Las desavenencias entre John y Sarah Jay con William Carmichael se agravaron cuando el hermano de Sarah, Henry Brockholst Livingston, que, como ya hemos señalado, había viajado a España con ellos como secretario privado de Jay, se acercó mucho a las posiciones de Carmichael. Tanto que los Jay decidieron que regresase a los Estados Unidos. “Mi hermano y un joven francés que había cenado con nosotros, conversando sobre las costumbres de los diferentes países fueron muy críticos con las costumbres americanas. Defendieron que era mejor beber durante la cena, como los franceses, que obligar a los invitados a emborracharse después, que es lo que hacían los americanos y los ingleses”, se quejaba Sarah a su padre William Livingston. “Además yo he visto a todos los miembros del Congreso de los Estados Unidos borrachos a la vez”, afirmaba Sarah que había dicho su hermano en una cena delante de representantes diplomáticos franceses y holandeses. Pero no fue tanto la indiscreción que, según los Jay, tenían tanto William Carmichael como Henry Livingston, sino la falta de lealtad lo que les llevó a desear que Henry abandonase Madrid. “El verano pasado el Sr. Jay le dio a Henry un documento para copiar que no quería que viese Carmichael...Henry cuando Carmichael protestó afirmó que semejante precaución no tenía ningún sentido”, concluía indignada Sarah. Henry Blockholst Livingston abandonó ese mismo mes la Villa y Corte de Madrid42. Alejada de la vida social, muchas veces sola por los continuos traslados de la corte, con dificultades en su pequeño círculo americano, el único consuelo que Sarah tuvo en Madrid fue pasear y observar las costumbres de la Villa y Corte. Pero también sus percepciones tenían una característica republicana. Como buena narradora, Sarah, en sus cartas y anotaciones, pretendía agradar al presumible lector. El contenido de sus cartas, no podía ser de otra manera desde su perspectiva republicana, era muy diferente según que su interlocutor fuera varón o mujer.

42 Sarah Livingston Jay a William Livingston, 24 de junio de 1781, Reproducida en Selected Letters of John Jay and Sarah… 109-111.

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En los relatos para sus hermanas, amigas y para su madre, siempre, además de cosas íntimas, describía modas, recetas, costumbres y paisajes. “Madre, ¿sigues sufriendo de escorbuto?”, escribía Sarah desde Madrid en 1780, “intenta el siguiente remedio que me ha dado el médico más inteligente de esta ciudad: a una pinta de vino viejo de Madeira, añádele seis cucharadas de zumo de limón, y cinco de azúcar. Mézclalo todo en una botella y tómalo durante ocho días”, concluía el consejo de Sarah43. “La moda de este año aquí es la misma que llevamos el año pasado en Estados Unidos”, escribía Sarah a sus hermanas Kitty y Susannah, “sólo existe una pequeña diferencia. Los precios aquí son exorbitantes, piensa sólo que me han pedido 60 dólares por un mantel, con una tamaño justo para cubrir una mesa pequeña, y por 12 servilletas” afirmaba44. También le comentaba a sus hermanas con humor la necesidad de revisar determinados mitos sobre la belleza europea. “Te susurro una cosa al oído. Nunca creas a los viajeros cuando te hablen de las bellezas de las cortes europeas. Créeme, se requiere un mayor grado de belleza para ser sólo pasable en América, que para brillar entre las Grandes no te digo de que Corte”, comentaba divertida Sarah. “De momento no hay en esta ciudad ninguna diversión pública. Hasta los toros, ese querido espectáculo de los españoles se ha suspendido por una orden del rey”, comentaba Sally a su hermana Kitty Livingston, el 14 de mayo de 1780. Alejada de diversiones y espectáculos a Sarah le quedaba el paseo. “Está ciudad tiene la ventaja de contar con preciosos paseos públicos y jardines donde acuden todos a descansar”, contaba animada Sally. “De todas maneras, la calidez del tiempo me hace indolente. No sé que ocurrirá conforme el verano avance. Pero si lo que me han contado es cierto, creo que la gente que muera este verano, en su viaje a la otra vida, se les puede perdonar su estancia en el purgatorio”, ironizaba Sarah en el verano de 1780. “En este momento me estaba preparando para pasear con Madame Gautier (la mujer del Brigadier General) por la calle de la reina. Le llaman así porque su Alteza Real, la princesa de Asturias…pasea por aquí todas las tardes, y toda la corte y las personas distinguidas se reú-

43 Sarah Livingston Jay a Susannah French Livingston,13 de mayo de 1780, Letters from Mrs Jay to her friends in America, KL, Philadelphia, 1784, Jay Letterbook, 21, Biblioteca de Raros y Manuscritos de la Universidad de Columbia. 44 Sarah Livingston Jay a “Kitty” y Susannah Livingston, 4 de marzo de 1780, The John Jay Papers, citada también en Selected Letters of Joyhn Jay… 74,75.

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nen allí para presentarle sus respetos”, escribía Sarah. También explicaba con admiración, a su amiga Mary White Morris, como era el Real Sitio de la Granja de San Ildefonso. “Como estamos en San Ildefonso sería inexcusable mantener silencio sobre estos Jardines Reales” -escribía Sarah desde La Granja en una de las pocas ocasiones en que acompañó a John Jay en sus desplazamientos siguiendo a la Corte- “de los que se dice que no existe ninguno igual en toda Europa, sólo puedo escribirte que la realidad supera a cualquier descripción…aquí se puede encontrar toda la mitología y las metamorfosis de Ovidio representadas de una forma tan admirable, a través de figuras de tamaño mucho más grande que el real. Las fuentes, las estatuas y las urnas de mármol son casi innumerables y el agua que conforma las cascadas, y aquella que arrojan las fuentes es casi transparente”,-continuaba su relato emocionada Sarah-“Y no es menos digno de admiración el Palacio ya que está amueblado con un inmenso número de antigüedades de gran valor”, concluía Sarah45. Las cartas a los varones de la familia, su padre, su suegro y sus hermanos, fueron muy diferentes. Descripciones, muchas veces preparadas con lecturas, y siempre, según los valores de Sarah, útiles, de los lugares que consideraba podían interesar a estos virtuosos republicanos. “La gran distancia que me separa de mi querido papá me hace solicita para informarle de las cosas que le puedan entretener… y con esas intenciones levanto con frecuencia mi pluma”, escribía Sarah a su padre William Livingston desde Madrid46. También narraba prácticas y costumbres de trabajo diferentes. “El actual rey de España ha enriquecido mucho esta ciudad con paseos, fuentes y excelentes caminos; sólo con que vieses los árboles con los que ha embellecido los caminos y paseos te harías una idea de su excelente gusto”, escribía Sarah a su padre, en marzo de 1781, “Tiene cuatro sitios reales o palacios en el campo”, continuaba de forma ordenada Sarah, “que visita alternativamente porque su gran amor por la caza hace que los prefiera a Madrid...En la armería real existen curiosísimas armaduras. Yo no tenía ni idea de que los atenienses estuvieran tan bien protegidos de las lanzas...Hay tres estatuas del emperador Carlos V, una con las vestiduras que llevaba en la conquista de Túnez...”, continuaba su relato una erudita

45 Sarah Livingston Jay a Mary White Morris, Septiembre de 1781, reproducida en Selected Letters of John Jay and Sarah… 115. 46 Sarah Livingston a William Livingston, 31 de enero de 1782, citado en Selected Letters of John Jay … 117

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Sarah Livingston. “La otra cubierta con las que llevaba al ser coronado emperador de los romanos y la tercera con la armadura que llevó cuando fue coronado rey de España”, concluía. Pero a pesar de que estaba claro que disfrutaba con la construcción de su relato, Sarah pronto recordó su lugar, como mujer, en el esquema de valores republicanos. “El palacio es magnífico y el Gabinete de Historia Natural tiene un sinfín de curiosidades...pero de todas esas cosas, supongo que mi hermano te habrá informado y, además”, afirmaba Sarah “femenina”, “su pluma, estoy segura, que les hará mas justicia”, concluía. En la misma carta Sarah se expresa con una fuerte actitud patriótica. “Tengo la certeza, de que la victoria le dará a los norteamericanos esa libertad que han tenido la virtud de defender”, escribía a su padre, entonces jefe de las milicias coloniales de New Jersey47. También las cartas que Sarah escribió a su suegro, Peter Jay, desde España, fueron muy diferentes a las que enviaba a las mujeres de su familia. “Habiéndote mencionado la caña, quizás tu hijo Peter tenga curiosidad por saber como se construían los molinos. Se parecen mucho a los que nosotros tenemos para la sidra, solo que los rodillos son de hierro, y que los receptores del líquido están justo debajo de los rodillos”, continuaba Sarah su carta para los varones de la familia Jay, “la rueda se mueve por otra rueda que recibe su energía de una corriente de agua...” concluía. Conforme las negociaciones entre España y los Estados Unidos se complicaban, el cansancio del matrimonio Jay, se apreciaba en la correspondencia que mantenían con amigos y familiares. A pesar del nacimiento de otra niña, María, el 20 de febrero de 1782, en la calle San Mateo o quizás por ello, los Jay querían abandonar cuanto antes lo que para ellos había sido un lugar muy difícil. “Me pregunto si ya habrás recibido la carta del señor Jay comunicándote el nacimiento de tu nieta”, escribía Sarah a su suegro Peter Jay, “la niña sigue muy sana, pero lo que te sorprendería es que nació con la lengua pegada y aquí me han dicho que a veces les ocurre a las niñas, yo creo más bien que se debe a la taciturnidad de su madre…darle el pecho a la niña no me desagrada… sobre todo sabiendo que evitara complicaciones cuando por fin nos den la señal para nuestro regreso”, afirmaba Sarah48.

47 Sarah Livingston Jay a William Livingston,14 de marzo de 1781, The Papers of John Jay. Reproducido en Selected Letters of John Jay and Sarah…pp.100-102 y John Jay. The Making of a Revolution. Vol. II. 48 Sarah Livingston Jay a Peter Jay, 29 de abril de 1782, The John Jay Papers, reproducida en Selected Letters of John Jay … 118.

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Conclusión Cuando en 1782, John Jay fue reclamado por Benjamín Franklin desde París, para ayudarle a negociar la paz, que pondría punto final a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, Sarah quería abandonar Madrid. Sabía que en París la situación sería mucho más sencilla. Francia había reconocido la independencia de los Estados Unidos desde 1779. Sería, pues, recibida en la Corte. Tendría amigos norteamericanos y su virtud republicana no sería tan duramente probada como en la Villa y Corte de Madrid. En mayo de 1782, sin reconocer que su decisión era definitiva, el matrimonio Jay abandonaba, sin ningún dolor, ese lugar extraño e incomprensible que fue para éstos republicanos, la capital de la Monarquía Hispana. Con un sistema político absolutista, una única religión permitida: la católica apostólica y romana y, sobre todo, una política internacional que consideraba que no era oportuno, para una potencia colonial, reconocer a unas antiguas colonias como nación soberana, España era demasiado diferente para ser valorada por Sarah Livingston Jay. “En este momento estamos infinitamente mejor instalados de lo que hemos estado nunca desde nuestra llegada a Europa”, escribía Sarah, contenta, desde París a su padre William Livingston en octubre de 1782. “La idea de volver a España fue tan desagradable para mi como lo pudo haber sido para ti”, le contaba Sarah a su hermana en 1783 una vez firmada la Paz de París, “…mis aprehensiones sobre ese tema ya se han desvanecido. Desde luego que el Señor Carmichael, que todavía sigue en Madrid, es el único estadounidense que es capaz de encontrarse feliz allí”, expresaba con dureza y claramente Sarah. “No se parece a ninguno de mis compatriotas, ni por la duplicidad de su alma, ni por su capacidad de sonreír y cortejar a quién odia, ni por traicionar al hombre que le trata con contemplación”, concluía Sarah Livingston Jay identificando los atributos personales del antiguo Secretario de John Jay, William Carmichael, con los que, para los republicanos norteamericanos, caracterizaban a la capital Monarquía Hispana43.

49 Sarah Livingston Jay a “Kitty” Jay, 16 de Julio de 1783, John Jay Papers, reproducida en Selected Letters of John Jay… 136-137.

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